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ANUARIO DE DERECHO CONSTITUCIONAL LATINOAMERICANO

AÑO XV, MONTEVIDEO, 2009, PP. 889902, ISSN 15104974

Renato Selayaram (Brasil)*

La construcción de los derechos humanos**


RESUMEN
El tema de los derechos humanos ha sido presentado como si no perteneciera a la historia, como si fuera
producto de un desarrollo natural de la naturaleza humana. Se intenta mostrar en este artículo que su
construcción es parte de la historia de la humanidad y hace patente la complejidad de la construcción de los
valores de nuestra sociedad.

Palabras clave: derechos humanos, ciudadanía, derecho internacional.

ZUSAMMENFASSUNG
Die Betrachtung des Themas Menschenrechte folgt häufig einem unhistorischen Ansatz, wonach sie das
Ergebnis einer natürlichen Weiterentwicklung des menschlichen Wesens zu sein scheinen. Im vorliegenden
Artikel soll dargelegt werden, dass ihre Entwicklung Teil der menschlichen Geschichte ist. Damit verdeut-
licht sie auch die Vielschichtigkeit des Prozesses der Ausbildung von Werten in unserer Gesellschaft.

Schlagwörter: Menschenrechte, Staatsbürgerschaft, internationales Recht.

ABSTRACT
The human rights issue has been presented as if did not belong to history, as if it were the result of the
natural development of human nature. This paper intends to show that building human rights is a part of
the history of humanity and evidences the complex construction of values within our society.

Keywords: human rights, citizenship, International Law.

* Profesor de Derecho Internacional. Abogado. Posgrado en la Academia de Derecho


Internacional de La Haya. Especialista en Ciencias Políticas. Magíster en Derecho. ‹selayaram@
hotmail.com›
** Para mis hijas, Renata y Marina, porque existen y me hacen proseguir.
890 LA CONSTRUCCIÓN DE LOS DERECHOS HUMANOS / RENATO SELAYARAM

1. Introducción

La historia del hombre ha demostrado que la comprensión de la dignidad de la per-


sona humana y sus derechos está asociada con el dolor físico intenso y prolongado, el
castigo corporal y el sufrimiento moral. En cada ciclo histórico en el que se consta-
tan actos de violencia, masacres y explotaciones desmedidas, se renueva la conciencia
acerca de la necesidad de crearse normas tendientes a vincular la existencia de una
vida más digna.
La comprensión histórica de los derechos humanos y las distintas etapas de su afir-
mación guardan referencia con las grandes declaraciones de derechos derivadas de los
avances conquistados por la humanidad. Hay dos factores de solidaridad humana: uno
de orden técnico, transformador de los medios de convivencia, y el otro de orden ético,
cuyo objetivo es armonizar la vida social con el valor de justicia.
Para definir el alcance de la expresión derechos humanos hace falta remontarse a los
antecedentes más antiguos de respeto a los derechos de los individuos, los cuales se
hallan en la creación del concepto de ciudadanía, llevado a cabo por los griegos.
Es imposible concebir la vida del ciudadano griego como se podría pensar con res-
pecto al ciudadano de cualquier país contemporáneo. En la Antigüedad clásica, Grecia
no existía como entidad política. Lo que había era una comunidad de lengua y civili-
zación griegas, pero el territorio que corresponde a lo que hoy día se denomina Grecia
estaba dividido en un gran número de ciudades, de tamaño e importancia variables,
completamente independientes las unas de las otras y muy frecuentemente rivales,
hasta el punto de enfrentarse en cruentas guerras.
La ciudad-Estado, que los griegos denominaban polis, era un verdadero pequeño
Estado independiente. Cada una tenía un régimen político propio e instituciones dis-
tintas a las de otras ciudades. Todas tenían ciudadanos, pero los derechos de estos no
eran obligadamente los mismos en una ciudad y en otra.
En la República Romana, la limitación al poder político fue lograda no por la sobe-
ranía popular activa, sino gracias a la institución de un complejo sistema de controles
recíprocos entre los diferentes órganos políticos. Tres eran los tipos tradicionales de
regímenes políticos citados por Platón y Aristóteles: la monarquía, la aristocracia y la
democracia. Para Polibio, el genio inventivo romano consistió en combinar esos tres
regímenes en una misma constitución, de naturaleza mixta: el poder de los cónsu-
les, según él, sería típicamente monárquico; el del Senado, aristocrático; el del pueblo,
democrático.
Así es que el proceso legislativo ordinario era de iniciativa de los cónsules, quienes
redactaban el proyecto. Este pasaba seguidamente al examen del Senado, que lo apro-
baba con o sin enmiendas, para que se sometiera a la votación del pueblo, reunido en
comicios. Ni los cónsules ni los tribunos ejercían sus funciones aisladamente, dado
que siempre se nombraba a dos personas para el mismo cargo. Si uno de esos altos
funcionarios no estaba de acuerdo con un acto practicado por el otro, podía vetarlo.
El mismo poder se les asignó a los tribunos de la plebe con relación a las decisiones
tomadas por los cónsules.
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El paso a la Edad Media aporta un nuevo concepto para la humanidad: el de que


todos los hombres son iguales, resultado del principio cristiano de la igualdad y frater-
nidad entre los hombres. Pablo de Tarso, el verdadero fundador de la religión cristiana
como cuerpo doctrinario, llevó el universalismo evangélico a las últimas consecuen-
cias al aseverar que, frente a la común filiación divina, “ya no hay ni judío ni griego, ni
esclavo ni libre, ni hombre ni mujer”.1 Sin embargo, esa igualdad universal de los hijos
de Dios solo tenía validez en el plano espiritual, pues el cristianismo siguió aceptando
durante muchos siglos la legitimidad de la esclavitud y la inferioridad natural de la
mujer con relación al hombre, como así también la de los pueblos colonizados.
Con base en la concepción medieval de persona es que se empezó a elaborar el
principio de la igualdad esencial de todo ser humano, no obstante la existencia de
diferencias entre los individuos. Esa igualdad de esencia de la persona es la que forma
el núcleo del concepto universal de derechos humanos, derechos comunes a toda la
especie humana, a todo hombre por su condición de hombre. A lo largo de la historia,
la comprensión de la dignidad de la persona humana y sus derechos ha sido, en gran
medida, fruto del dolor físico y del sufrimiento moral. Cada gran irrupción de violen-
cia hace que los hombres se horroricen de la infamia que se abre claramente ante sus
ojos, y el remordimiento por las torturas, las mutilaciones masivas, las masacres y las
explotaciones degradantes hace nacer en las conciencias la exigencia de nuevas reglas
orientadas a una vida más digna para todos.

2. La ciudadanía griega. Características generales

La tribu, como la familia y la fratría, estaba constituida para ser un cuerpo indepen-
diente, ya que tenía un culto especial del cual se excluía a los extraños; o sea, una
vez formada, ninguna nueva familia podría ser admitida en ella. Dos tribus tampoco
podían fundirse en una sola: la religión estaba en contra de eso. Pero, así como varias
fratrías se habían unido en una tribu, varias tribus pudieron asociarse entre sí con la
condición de que se respetara el culto de cada una. En el momento en que se hizo tal
alianza empezó a existir la ciudad.2
La ciudad no era una aglomeración de individuos sino una confederación de gru-
pos, constituidos antes de ella y que ella permitía que subsistieran. Los oradores clási-
cos informan que cada ateniense formaba parte, al mismo tiempo, de cuatro socieda-
des distintas: era miembro de una familia, de una fratría, de una tribu y de una ciudad.
Pero la sociedad humana no creció como un círculo que se extendía progresivamente.
Al revés: eran pequeños grupos constituidos desde hacía mucho y que se fueron agre-
gando los unos a los otros. Varias familias formaron la fratría, varias fratrías forma-
ron la tribu, varias tribus formaron la ciudad. Familia, fratría, tribu y ciudad eran,
por lo tanto, sociedades muy similares, nacidas las unas de las otras por una serie de
federaciones.

1
Epístola a los Gálatas 3, 28.
2
Fustel de Coulanges: A cidade antiga. São Paulo: Edameris, 1966, p. 177.
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Al principio el niño era admitido en la familia por una ceremonia religiosa cele-
brada diez días tras el nacimiento. Algunos años después ingresaba en la fratría por
una nueva ceremonia. Finalmente, a la edad de dieciocho años se presentaba para ser
admitido en la ciudad. Ese día, en la presencia del altar y ante las carnes humeantes de
un sacrificio, hacía un juramento por el cual se obligaba, entre otras cosas, a respetar
para siempre la religión de la ciudad. A partir de ese instante se iniciaba en el culto
público y se volvía ciudadano.3
En la Atenas de Pericles, en el siglo v a. C., o de Demóstenes, en el siglo iv, en una
ciudad vista como un centro de libertad y un modelo de democracia, la organización
política y social estaba muy lejos de fundarse sobre los principios de la igualdad y la
fraternidad. Si bien las reformas introducidas por Clístenes se habían dirigido, induda-
blemente, a establecer una igualdad ante la ley, hay que recordar que también la socie-
dad ateniense se estructuraba en categorías bastante cerradas, entre las cuales solo la
de los ciudadanos poseía derechos comparables a los actuales, en particular el derecho
de igualdad. Los ciudadanos eran minoritarios en el conjunto de la población, la cual
comprendía un número importante de esclavos, desprovistos de cualquier libertad y
de cualquier personalidad cívica o jurídica, y de metecos o extranjeros residentes, que
eran hombres libres pero estaban coaccionados a cumplir muchos deberes mientras se
beneficiaban de muy pocos derechos. Por lo tanto, solamente aquellos que poseían el
título de ciudadano podían pretender la plenitud de una vida teóricamente libre y res-
ponsable, la igualdad ante la ley y la participación en los asuntos políticos. Pero ¿quién
pertenecía a tal categoría en la Atenas clásica?
Para Baker,4 en Grecia, la unidad de la vida política durante toda la época clásica fue
ofrecida por la ciudad. El hombre era un animal político en la medida en que partici-
paba en una polis. Y aunque en algunas ocasiones la ciudad pudiera ser abarcada por
una unidad más amplia, no era absorbida por ella, sino que se mantenía como núcleo
de lealtad y centro de un sistema de gobierno, atrayendo la devoción e inspirando la
munificencia de los ciudadanos. Además, en muchas regiones de Grecia la ciudad era
una institución exótica. En Aetolia, por ejemplo, en los días de Aristóteles todavía se
vivía una vida tribal, en aldeas no fortificadas. No obstante, la vida normal de los grie-
gos era la urbana, lo que les permitía trazar la distinción entre su civilización, citadina,
y las de los celtas y de los germanos, que vivían en el campo. La distinción entre la vida
urbana de los griegos y la vida rural del norte de Europa en los tiempos clásicos tiene
paralelo, en la Edad Media, en la diferencia entre la vida urbana de Italia —que seguía
siendo, como en la Edad Clásica, un país de ciudades— y la vida predominantemente
rural de Inglaterra, Francia y Alemania.
Al igual que la ciudad medieval italiana, la ciudad griega era la unidad de la vida so-
cial. Centralizaba todas las ocupaciones: combinaba el cultivo de olivos con la manu-
factura de vasijas y la preparación de cueros. Además, era el centro de todas las clases:
unió a la nobleza fundada en la propiedad de la tierra con los artífices y comerciantes.

3
Ibídem, pp. 178-179.
4
Sir Ernest Baker: Teoria política grega: Platão e seus predecessores, trad. de Sergio Fernando
G. Bath, Brasilia: Universidade de Brasília, 1978, p. 39.
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De acuerdo con el análisis de Baker,5 de ese hecho fundamental derivan muchos


rasgos esenciales de la polis griega. En primer lugar, se trata de una ciudad que huele a
campo. Aunque de la sed de urbanidad y de la civilidad surgió la palabra civilización,
la ciudad antigua es también un lugar de suma rusticitas. Tras los muros de Atenas se
encuentran olivos contorsionados, viñas y campos sembrados, y desde la ciudad se
pueden divisar los caminos por donde los pastores llevaban sus ovejas a pastar en las
colinas. A lo largo de varios siglos la agricultura había sido la ocupación exclusiva de
los helenos; el comercio y la industria no se desarrollaron hasta alrededor del siglo vii,
y más tarde persistía la tradición de que la agricultura era la única actividad digna del
ciudadano. En muchos fragmentos de la Política, Aristóteles revela inclinaciones cam-
pestres. Al tratar de la economía, declara que la agricultura es el único método natural
de adquisición de riquezas. Demuestra, además, cierto desdén por las profesiones de
comerciante y artesano, las cuales no encuentran apoyo en los hechos de la vida griega
y quizá se deban, al menos en parte, a un prejuicio intelectual. El tipo de democracia
que el filósofo prefiere es la democracia agraria. Al repartir la tierra, en su Estado ideal,
tiene el cuidado de conceder a cada ciudadano dos parcelas, una cerca de la ciudad y
la otra en pleno campo.
La vida dentro de los muros comunes llevó a los hombres a una natural intimidad.
Si el prestigio de la riqueza, del nacimiento aristocrático y de la cultura no fue abolido,
por lo menos se estableció una tradición de fácil intercambio entre todas las clases. El
clima invitaba a la vida al aire libre: las personas se reunían, iban al mercado a comer-
ciar y a conversar, se ejercitaban juntas en los gimnasios públicos y en los campos de
atletismo; cuando llovía, se paseaban juntas bajo las columnatas y las aceras cubiertas,
comunes en la mayoría de las ciudades. Según Baker, esos eran los centros nerviosos de
la ciudad, y cuando los ciudadanos se reunían en asambleas para deliberar, resolvían
temas que ya habían sido discutidos en aquellos centros y sobre los cuales ya se había
formado una opinión.
La ciudad era más que una ciudad de gobierno: era un club. Todos los días se for-
maban grupos de conversación y círculos de debate. Como es natural, los negocios de
la comunidad constituían el asunto principal de las conversaciones y de los debates.
Los ciudadanos acababan por conocerse íntimamente y a juzgarse mutuamente por las
discusiones en el mercado y durante los ejercicios en el gimnasio. Esta es la sociedad
que sirvió de fundamento para la teoría de los filósofos griegos; es la sociedad de la que
habla Aristóteles cuando defiende la distribución de los cargos públicos con arreglo al
valor de cada uno.
Según Barker,6 la reflexión política empezó con los griegos. Su origen está vinculado
al racionalismo claro y tranquilo de la mente griega. En vez de proyectarse en la esfera
de la religión, como lo hacen los pueblos de India y de Judea, y de aceptar el mundo en
confianza, viéndolo a la luz de la fe, los griegos recorrieron el camino del pensamiento,

5
Ibídem, pp. 39-40.
6
Ibídem, p. 21.
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y al osar especular acerca de las cosas visibles buscaron concebir al universo desde el
punto de vista de la razón.
El sentido del valor del individuo fue elemento primordial en el desarrollo del pen-
samiento político helénico. Ese sentido se manifestaba tanto en la teoría como en la
práctica y se transformaba en acción bajo la forma de un concepto práctico de libre
ciudadanía —dentro de la comunidad autogobernada—, concepto que es la esencia
de la ciudad-Estado griega. Por más que se hable del sacrificio del individuo al Estado
en la política o en la teoría griegas, el hecho es que en Grecia el hombre estaba menos
sujeto a tal sacrificio que en cualquier otra parte del mundo antiguo. Los griegos no
se cansaban de repetir que, mientras en su país cada uno importaba por lo que valía,
y todos podían ejercer alguna influencia en la vida de la comunidad, en los estados
despóticos del Oriente solo tenía importancia la voluntad del déspota, y no había pro-
piamente un interés común.
Eran las leyes las que daban consistencia a los estados griegos, y no un lazo personal
de sujeción a la voluntad caprichosa de un gobernante. Esos estados eran asociaciones
con una sustancia común de opinión social y ética, y no la simple unión de señores
y esclavos sin un interés compartido. En ellos, los hombres semejantes (aunque no
siempre iguales) se asociaban en busca de un objetivo común; había, así, un terre-
no apropiado para el desarrollo del pensamiento político. Eran individuos distintos
del Estado, que por su comunión lo formaban. La separación entre el individuo y el
Estado, que teóricamente es condición necesaria para la ciencia política, ya había sido
lograda en la práctica en la polis, y el ciudadano griego, si bien completamente identi-
ficado con su ciudad, tenía suficiente independencia y un momento de acción propia
en la vida comunitaria que le permitía compararse con ella y, de esa forma, llegar a una
filosofía de su valor.
En ese sentido, de una conciencia colectiva que experimentaron los griegos acer-
ca del lugar que ocupaban en la humanidad, Jager7 afirma que el helenismo gozó de
una posición singular. Grecia representaba, frente a los grandes pueblos del Oriente,
un progreso fundamental, un nuevo paradigma en todo lo que se refería a la vida de
los hombres en comunidad. Esta pasa a fundamentarse en principios completamente
nuevos. Por más elevadas que se consideren las realizaciones artísticas, religiosas y po-
líticas de los pueblos anteriores, la historia de lo que se puede llamar cultura, con plena
conciencia, solo empieza con los griegos.
También en ese sentido escribe Glotz,8 al aseverar que los atenienses percibían per-
fectamente que el establecimiento de la democracia en una urbe tan poblada como la
suya era una gran novedad. De los tres regímenes que conocían los griegos, solamente
uno parecía convenir a la dignidad humana: el que oponía el principio de igualdad al
principio oligárquico, y contra la tiranía mantenía el derecho a la libertad.

7
Werner Jager: Paidéia: A formação do homem grego, trad. de Artur M. Parreira. 4.a ed., San
Pablo: Martins Fontes, 2001, p. 5.
8
Gustave Glotz: A cidade grega, trad. de Henrique de Araújo Mesquita e Roberto Cortes de
Lacerda. 2.a ed., Río de Janeiro: Bertrand Brasil, 1988, p. 118.
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Lima Filho9 expresa una importante reflexión respecto de este tema cuando dice
que, si bien todos los ciudadanos podían vanagloriarse de obedecer a las mismas leyes,
esas mismas leyes se encargaban de dividir a los ciudadanos en distintas clases. De ahí
resulta la síntesis formulada por el autor: la ley era igual para todos, pero todos no eran
iguales para la ley.
A tenor de las reformas llevadas a cabo por Clístenes, sigue Lima Filho,10 todos
los pueblos existentes en el Ática pasaron a ser unidades independientes, dotadas de
administración propia. Varias pequeñas aldeas constituían, juntas, un demo, lo equiva-
lente al actual municipio. A la cabeza del demo se hallaba un demarca, que era elegido
por el período de un año y tenía a su cargo llevar el registro de los ciudadanos y el
catastro del territorio comunal. Ayudado por uno o dos funcionarios, administraba los
fondos públicos, presidía las asambleas de los miembros de la comunidad, mandaba
ejecutar las resoluciones de la asamblea y era el hombre de confianza que redactaba
las listas locales de inscripción de soldados de infantería y de remadores, atribuciones
nítidamente militares. Al demarca le tocaba además el registro civil, cuya inscripción
asignaba el lugar de nacimiento en el respectivo distrito, y, lo principal, concedía la
ciudadanía del Estado. Por ello, y desde entonces, la cualificación oficial de un legíti-
mo ciudadano de Atenas era ofrecida por su nombre propio, el nombre de su padre
(patronímico) y la indicación demótica, que aludía al pueblo de origen. El pertenecer el
ciudadano a una determinada circunscripción territorial era algo que pasaba, por vía
hereditaria, a los sucesores del que primero había sido inscrito en el registro civil. Era
algo que no se perdía por la ausencia del pueblo de origen.
De todas formas, enseña Mossé,11 es muy difícil considerar la vida del ciudadano
griego de modo uniforme, como se puede intentar con relación al ciudadano de cual-
quier país contemporáneo. Sin embargo, había instituciones que propiciaban la par-
ticipación del individuo en la vida comunitaria. Era un ejemplo la eclesia, o el pueblo
reunido, a cuyas sesiones todos los ciudadanos atenienses tenían teóricamente no solo
el derecho sino el deber de asistir. Estas empezaban con un sacrificio religioso, tras
el cual se realizaba la lectura del informe presentado en el orden del día. Luego de la
lectura había una votación destinada a saber si el proyecto sería votado sin discusión o
si sería discutido, lo que sucedía más frecuentemente.
Según entiende Gilissen,12 la principal contribución de los griegos a la cultura ju-
rídica se debe a sus trabajos sobre el gobierno ideal de la ciudad. Fueron los inven-
tores de la ciencia política, la ciencia del gobierno de la polis. Sus mejores escritores
y filósofos analizaron las instituciones de las ciudades griegas para hacer su crítica y
contraponerle formas ideales de gobierno. Para los pensadores griegos, la fuente del
derecho era la ley.

9
Acácio Vaz de Lima Filho: O poder na Antigüidade: Aspectos históricos e jurídicos, San
Pablo: Ícone, 1999, p. 79.
10
Ibídem, pp. 80-81.
11
Claude Mossé: As instituições gregas, trad. de António Imanuel Dias Diogo. Lisboa: Edições
70, 1985, p. 49.
12
John Gilissen: Introdução histórica ao Direito, trad. de A. M. Hespanha e L. M. Macaísta
Malheiros. Lisboa: Fundação Calouste Gulbenkian, 1986.
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Acerca del ejercicio de ciudadanía, y refiriéndose expresamente a la forma de so-


lución de controversias, Lopes13 afirma que en Atenas había dos tipos de órganos de
jurisdicción. Para los crímenes públicos el juicio se hacía por grandes tribunales, de
decenas o centenas de miembros. La asamblea de todos los ciudadanos, repartidos en
distritos territoriales, elegía el gran consejo de supervisión (areópago). Aunque todos
pudieran participar en la asamblea, no todos podrían ocupar todas las magistraturas,
pues los ciudadanos, para este efecto, habían sido divididos por clases de renta, según
la Constitución de Solón. Al lado del areópago, un consejo (boulé) de 400 ciudadanos
ejercía el gobierno. El areópago juzgaba a los acusados de subvertir la constitución.
Es importante señalar, como lo hace Maffre,14 que hasta mediados del siglo v basta-
ba ser hijo de un ciudadano ateniense para serlo también, automáticamente, pero en el
año 451, por iniciativa de Pericles, un decreto reservó la ciudadanía ateniense a aquel
que hubiera nacido dentro del matrimonio de un ciudadano ateniense con una hija de
ciudadano ateniense. Fue una medida restrictiva destinada no a preservar la pureza
étnica del Estado, sino, muy prosaicamente, a limitar el número de personas suscep-
tibles de beneficiarse de las ventajas ofrecidas por la ciudadanía. Esa súbita atención
a los orígenes de la madre no fue duradera —seguramente cayó en desuso a fines del
siglo v—, pero muestra cuán difícil era gozar de la categoría de ciudadano atenien-
se. Algunos extranjeros podían lograr el derecho de ciudadanía, que era el derecho a
ser ciudadano pleno obtenido por servicios notoriamente eminentes prestados a la
comunidad.
Debe aclararse que solo los hombres de edad adulta podían aspirar a la ciudadanía.
Los jóvenes adquirían esa condición alrededor de los dieciocho años, después de cum-
plir cierto número de ritos de paso del mundo infantil al adulto, después de haber sido
aceptados en el ámbito de la familia y más tarde en la fratría, y tras haber sido inscritos
en el registro cívico del demo.
Los diversos autores coinciden en que los ciudadanos no eran completamente igua-
les en todos los ámbitos. La democracia ateniense no era tan radical como se podría
pensar, por cuanto en ciertos aspectos seguía siendo censitaria. En el tope de la escala
social estaban los pentacosiomedimnos (aquellos que podían recoger como mínimo
500 medidas de granos) y los hippeis o caballeros, capaces de mantener a sus animales.
Luego estaban los zeugitas (los que poseían una pareja de animales de tiro), campe-
sinos de condición mediana, aptos para equipararse como hoplitas, y finalmente los
tetes —los campesinos menos pudientes— y los pequeños artesanos. Hasta el 457 solo
los ciudadanos de las dos primeras categorías, y más tarde de las tres primeras, tenían
acceso a las principales magistraturas.
Según Maffre,15 junto con los elementos comunes al conjunto de los ciudadanos,
todavía existían distinciones de clase en virtud de la riqueza. Derechos y deberes eran
susceptibles de notables variaciones según se tratara de un tete o de un rico propietario.

13
José Reinaldo de Lima Lopes: O Direito na história: Lições introdutórias, San Pablo: Max
Limonad, 2000.
14
Jean-Jacques Maffre: A vida na Grécia antiga, Río de Janeiro: Jorge Zahar, 1989, p. 111.
15
Ibídem.
ANUARIO DE DERECHO CONSTITUCIONAL LATINOAMERICANO 897

Las actividades eran también muy diversas según el lugar en que se viviera —en la
Atenas intramuros, en un gran puerto como El Pireo, en el campo o en la montaña—,
ya que la ciudadanía ateniense no era un atributo de los habitantes de la ciudad de
Atenas, sino de toda el Ática, es decir, la región de Atenas. Lo que todos los ciudada-
nos poseían era un mínimo de derechos civiles, políticos, jurídicos y religiosos, casi
siempre confundidos en un contexto en el que la religión era esencialmente cívica, es
decir, celebrada oficialmente por el Estado, en el ámbito de las fiestas, las ceremonias,
los juegos organizados con y para los ciudadanos. Estos, por su parte, compartían de-
beres que, salvo por discapacidad física, incluían participar en la defensa de la patria,
garantizar los encargos financieros de la ciudad-Estado pagando impuestos en diversas
formas, según sus posesiones, y respetar ciertos usos, ritos y prohibiciones, de confor-
midad con la tradición de la ciudad, sobre todo en la esfera religiosa, bajo la amenaza
de sanciones que podrían llegar a ser muy graves.

3. La concepción moderna de ciudadanía

La idea de gobierno de los ciudadanos desapareció con el ocaso del mundo clásico y
volvió a surgir a fines de la Edad Media, sobre todo en el Renacimiento, en las ciuda-
des-república italianas, según Rivero.16
Con el paso de los tiempos fueron surgiendo otros poderes, el del emperador y el
del papado, tras los cuales nacería el mundo de los estados nacionales. En ese mundo,
de forma gradual, fue cobrando vida la concepción moderna de ciudadanía. El Estado-
nación también presentaba necesidades que debían ser satisfechas por los ciudadanos:
su manutención por medio de la contribución impositiva y la defensa militar. Pero
ahora ya no era el Estado el que hacía a los ciudadanos: estos precedían al Estado en
sus derechos y prerrogativas y construían un Estado para proteger aquello que ya po-
seían individualmente. Tal es la idea de contrato social.
Marshall 17 identifica tres elementos como componentes de la ciudadanía, aunque
advierte que tal división obedece más a la historia que a la lógica: un elemento civil,
relativo a los derechos necesarios para la libertad individual; un elemento político, ati-
nente al derecho de participar en el ejercicio del poder político, y un elemento social,
que va desde el derecho mínimo de bienestar económico y seguridad hasta el derecho
a participar por completo de la herencia social.
El elemento civil prevé la libertad de ir y venir, la libertad de prensa, pensamiento y
fe, el derecho a poseer propiedad y a concluir contratos válidos, y el derecho a la justi-
cia. Este último difiere de los demás porque es el derecho a defenderse y afirmar todos
los derechos en términos de igualdad con los otros y por el debido camino procesal.

16
Ángel Rivero: Construcción de Europa, democracia y globalización, edición a cargo de
Ramón Máiz, Santiago de Compostela: Universidad, Servicio de Publicaciones e Intercambio
Científico, 2001, p. 696.
17
T. H. Marshall: Cidadania e classe social, 2.a ed., atual. e rev., Brasilia: Senado Federal,
Centro de Estudos Estratégicos, Ministério da Ciência e Tecnologia, 2002, p. 9.
898 LA CONSTRUCCIÓN DE LOS DERECHOS HUMANOS / RENATO SELAYARAM

Ello, dice Marshall, enseña que las instituciones más estrictamente asociadas con los
derechos civiles son los tribunales de justicia.
Mediante el elemento político, el individuo participa como miembro de un orga-
nismo investido de autoridad política o como elector de los miembros de tal organis-
mo. Las instituciones correspondientes son el parlamento y los consejos de gobierno
local.
El elemento social se refiere a llevar la vida de un ser civilizado con arreglo a los pa-
trones prevalecientes en la sociedad. Las instituciones más íntimamente relacionadas
con él son el sistema educacional y los servicios sociales. En los viejos tiempos, esos
tres derechos estaban fundidos en uno solo. Los derechos se confundían porque las
instituciones estaban amalgamadas.
Cuando los tres elementos de la ciudadanía se alejaron los unos de los otros, pasa-
ron a parecer extraños entre sí. El divorcio entre ellos era tan completo que es posible,
sin distorsionar los hechos históricos, asignar el período de formación de la vida de
cada uno a un siglo diferente —los derechos civiles al siglo xviii, los políticos al xix y
los sociales al xx—. Estos períodos deben ser tratados con una razonable elasticidad,
por cuanto hay algún solapamiento, en especial entre los dos últimos.18
El resultado de esa atomización acabó por suscitar la indignación de los espíritus
bien formados y por provocar la organización de la clase trabajadora. La Constitución
francesa de 1848 reconoció algunos requerimientos económicos y sociales, pero la ple-
na afirmación de esos derechos solo vino a ocurrir en el siglo xx, con la Constitución
mexicana de 1917 y la Constitución de Weimar, de 1919.

4. La formación de los derechos

Persecuciones y asesinatos han sido una constante en la historia de la humanidad. La


convivencia pacífica entre los pueblos es una creación, parcialmente realizada, de la
modernidad. Basta recordar a la noche de San Bartolomé, a la Inquisición española y a
los cristianos nuevos para percibir que las mayores masacres pueden pasar a los libros
de historia sin grandes preocupaciones acerca de los culpables.19
El término derechos humanos20 está asociado con la Declaración de los Derechos
Humanos de la Organización de las Naciones Unidas, de 1948, en el marco del proceso
de reacción ante las persecuciones, torturas y detenciones ilegales de personas, entre
otros sucesos, en el período anterior y durante la segunda guerra mundial.
La existencia de derechos inherentes al ser humano es una discusión tradicional en
los campos de la filosofía y del derecho, en los que coexisten diversas teorías. Una de

18
Ibídem, p. 12.
19
Rodrigo Stumpf González, en Ivete Keil, Paulo Albuquerque y Solon Viola (orgs.): Direitos
humanos: alternativas de justiça social na América Latina, São Leopoldo: Unisinos, 2002.
20
¿Derechos del hombre o derechos humanos? El uso del término derechos humanos es re-
lativamente reciente. Habría sido creado por Eleanor Roosevelt en los años cuarenta, durante el
trabajo desarrollado en la ONU, a partir de la constatación de que, en algunas partes del mundo,
la idea de derechos del hombre era concebida en forma restrictiva, excluyendo los derechos de la
mujer.
ANUARIO DE DERECHO CONSTITUCIONAL LATINOAMERICANO 899

las vertientes del pensamiento occidental es el jusnaturalismo, que posee dos ramifi-
caciones: la de los adeptos del derecho natural como derecho divino, por encima del
poder de los hombres, basada en santo Tomás de Aquino, y la racional, que concibe el
origen del derecho natural a partir del pensamiento humano. Otra concepción, más
moderna, es la de los derechos humanos como construcción histórica, los cuales se-
rían fruto del consenso de la sociedad en un momento dado.
La idea que aquí se procura plantear es la de que los derechos humanos son una
construcción histórica, según la concepción desarrollada por Norberto Bobbio, quien
afirma que no existen derechos determinados en forma inmutable, por encima de la
historia concreta de cada sociedad. Los derechos que se reconocen en cada momento,
aunque este les asigne alguna característica suprahistórica, son fruto de ese contexto
específico y del reconocimiento que les otorgue una determinada sociedad.
Para Altavila,21 los derechos de los pueblos corresponden a su tiempo. Absurdos,
dogmáticos, rígidos, lúcidos o liberales representan, sin embargo, los anhelos y las
conquistas de seres humanos que les alzaron las manos en un gesto de súplica o de
enternecido reconocimiento. En el mismo sentido, Comparato22 asevera que nada
garantiza que falsos derechos humanos —es decir, ciertos privilegios de la mayoría
dominante— no sean asimismo incluidos en la Constitución o consagrados en una
convención internacional bajo la denominación derechos fundamentales.
En los primeros días de 1689, el Parlamento inglés discutió y aprobó el Bill of
Rights, acto que puso nuevos límites a la autoridad de la Corona, aseguró garantías al
Parlamento y nuevas libertades individuales a todos los ciudadanos ingleses.23
En el continente americano, la independencia de las antiguas trece colonias britá-
nicas en 1776, reunidas primero en forma de confederación y enseguida constituidas
en Estado federal, en 1787, representó el acto inaugural de la democracia moderna, que
bajo el régimen constitucional combinó la representación popular con la limitación de
poderes gubernamentales y el respeto a los derechos humanos.
En el análisis de Comparato,24 la propia idea de publicar una declaración de las
razones del acto de independencia, por un respeto debido a las opiniones de la huma-
nidad, constituye una novedad absoluta. Desde ese momento, los jueces supremos de
los actos políticos dejaron de ser los monarcas o los jefes religiosos, para pasar a ser
todos los hombres, indiscriminadamente. En realidad, la idea de una declaración a la
humanidad está estrictamente relacionada con el principio de la nueva legitimidad
política: la soberanía popular.
En la concepción de los fundadores de los Estados Unidos, la soberanía popular se
halla, de ese modo, estrictamente unida al reconocimiento de derechos inalienables
de todos los hombres, entre ellos la vida, la libertad y la búsqueda de la felicidad. La
Declaración de Derechos de Virginia asevera que todos los seres humanos son, por

21
Jayme Altavila: Origem dos direitos dos povos, 5.a ed., San Pablo: Ícone, 1989.
22
Fábio Konder Comparato: A afirmação histórica dos direitos humanos, 3.a ed. rev. y ampl.,
San Pablo: Saraiva, 2003.
23
Ibídem, p. 177.
24
Comparato: o. cit., p. 102.
900 LA CONSTRUCCIÓN DE LOS DERECHOS HUMANOS / RENATO SELAYARAM

su propia naturaleza, igualmente libres e independientes. Sus dos párrafos iniciales


expresan con claridad los fundamentos del régimen democrático: el reconocimiento
de derechos innatos a toda persona humana, los cuales no pueden ser alienados o
extinguidos por una decisión política, y el principio de que todo poder emana del
pueblo, y los gobernantes quedan subordinados a él.
En el siglo xix, la democracia liberal se mantuvo, con la expansión progresiva del
sufragio, difundiendo los derechos políticos. Los derechos negativos (civiles), que
parten de un ideal de autosuficiencia del individuo, fueron ampliados. Sin embargo,
para ejercitar plenamente los derechos civiles son necesarios los derechos positivos
(sociales), lo que está relacionado con lo que dice Marshall 25 sobre la evolución de la
ciudadanía. En su análisis, verifica que a fines del siglo xix se desarrolló un interés
creciente por la igualdad como un principio de justicia social, junto con la concien-
cia de que en lo atinente a derechos no era suficiente el reconocimiento formal de
una igual capacidad. De esa manera, aunque la ciudadanía poco hubiera hecho para
reducir la desigualdad social, ayudó a orientar el proceso hacia las políticas iguali-
tarias del siglo xx.
La internacionalización de los derechos humanos, que se inició en el siglo xix y
terminó con la segunda guerra mundial, estuvo dirigida, básicamente, hacia tres áreas:
el derecho humanitario, la lucha contra la esclavitud y la regulación de los derechos
del trabajador. Al terminar la segunda guerra mundial, a partir de 1945, la humanidad
pudo comprender, más que en cualquier otra época de la historia, el valor supremo de
la dignidad humana. El sufrimiento como matriz de la comprensión del mundo y de
los hombres, según el legado griego, vino a corroborar la afirmación histórica de los
derechos humanos.
Marshall 26 afirma que el desarrollo de la ciudadanía, aunque se haya dado en forma
sustancial y marcada, ejerció poca influencia directa sobre la desigualdad social. Los
derechos civiles confirieron poderes legales cuyo uso fue drásticamente limitado por
prejuicios de clase y falta de oportunidades económicas. De otra parte, los derechos
políticos otorgaron un poder potencial cuyo ejercicio exigía experiencia, organiza-
ción y un cambio de ideas en cuanto a las funciones propias del gobierno. Por fin,
los derechos sociales comprendían un mínimo y no formaban parte del concepto de
ciudadanía.
Como se ha dicho, la Constitución de México de 1917 y la Constitución de la
República de Weimar de 1919 fueron las primeras en incluir los derechos sociales. La
Carta política mexicana fue la primera en atribuir a los derechos laborales la calidad de
derechos fundamentales, al par de las libertades individuales y los derechos políticos.
La Constitución de Weimar recorrió la misma senda, y todas las convenciones aproba-
das por la entonces recién fundada Organización Internacional del Trabajo regularon
materias que ya constaban en la Constitución mexicana: la limitación de la jornada

25
Marshall: o. cit., p. 32.
26
Ibídem, pp. 39-40.
ANUARIO DE DERECHO CONSTITUCIONAL LATINOAMERICANO 901

de trabajo, la protección de la maternidad, la edad mínima de admisión al empleo y el


trabajo nocturno de menores en la industria.

5. Conclusión

En el embrión de los derechos humanos se puede vislumbrar, antes que nada, el na-
cimiento del valor libertad. Sin embargo, no se trataba de la libertad en beneficio de
todos, sin distinciones de condición social, lo que solamente vendría a declararse a
fines del siglo xviii, sino de las libertades específicas, en favor principalmente de los
estamentos superiores de la sociedad, el clero y la nobleza.
Con el establecimiento de los Estados nacionales, el vínculo antes existente con la ciu-
dad pasó a darse con este nuevo ente, y sus relaciones han continuado desarrollándose. A
lo largo de ese desarrollo, los derechos humanos se fueron incorporando a una política
de gobierno. No obstante, hubo momentos en los que la relación ciudadano-Estado pre-
sentó grietas, cuando este no consiguió ofrecer las garantías necesarias para la preserva-
ción de la integridad física o psicológica de aquellos a quien debía proteger.
Dicha protección pasó, entonces, a otra esfera, la del derecho internacional, llevada
a cabo por organizaciones internacionales. La Declaración Universal de los Derechos
Humanos de 1948 fue el inicio de un movimiento que ha proseguido hasta hoy, en la lí-
nea de su protección más allá de las fronteras de los Estados. Desde esa fecha hasta nues-
tros días, los instrumentos dirigidos al propósito común de salvaguardar los derechos
humanos han formado un corpus juri muy complejo, con reglas de distintos orígenes
(Naciones Unidas, agencias especializadas, organizaciones regionales), diferentes ámbi-
tos (global y regional), asimismo distintos en cuanto a sus destinatarios o beneficiarios
y significativamente en cuanto a su contenido, fuerza y efectos jurídicos desiguales o
variables (desde simples declaraciones hasta convenciones debidamente ratificadas).
La última gran concentración de ultrajes a los derechos humanos ocurrió entre 1930
y el término de la segunda guerra mundial, con la institución del Estado totalitario y
la avalancha de masacres bélicas. Una vez cesadas las hostilidades, las conciencias se
abrieron, por fin, al hecho de que la supervivencia de la humanidad requería que la
vida en sociedad se reorganizara sobre la base del respeto absoluto a la persona huma-
na. El término del conflicto bélico en la mitad del siglo pasado es un divisor de aguas
en lo que concierne a los derechos humanos. Los Estados se posicionaron aspirando al
respeto de la dignidad humana, y lo hicieron mediante la creación de organizaciones
internacionales, tratados y convenciones.
Es incontestable que se debe encontrar un fundamento para la vigencia de los de-
rechos humanos más allá de la organización estatal. Tal fundamento, en última ins-
tancia, solo puede ser representado por la conciencia ética colectiva, la convicción,
larga y ampliamente establecida en la colectividad, de que la dignidad de la condición
humana requiere el respeto de ciertos bienes o valores en cualquier circunstancia, aun-
que no estén reconocidos en el ordenamiento estatal o en documentos normativos
internacionales.
902 LA CONSTRUCCIÓN DE LOS DERECHOS HUMANOS / RENATO SELAYARAM

Durante mucho tiempo la ciudadanía ha señalado un catálogo muy preciso de de-


rechos y prerrogativas, al par que de obligaciones y deberes, de los cuales eran únicos
titulares ciertos individuos, los ciudadanos. Los vientos liberales que empezaban a so-
plar en Europa a partir del fin del siglo xviii llevaron a que la ciudadanía se igualara a
la nacionalidad, sobre todo el pleno goce de los derechos políticos, y que tales privile-
gios se universalizaran.
Lo que se puede constatar es que los derechos individuales —es decir, los derechos
civiles y políticos, institucionalizados hace más de trescientos años— se encuentran
protegidos por una serie de garantías muy definidas, las cuales varían de un sistema
jurídico a otro. Pero, de una forma general, el individuo ofendido en sus derechos
puede acudir al Poder Judicial invocando un remedio jurídico-procesal apropiado que
haga cesar la violación.
Los derechos económicos, sociales y culturales, de elaboración más reciente en tér-
minos históricos, no siempre pueden exigirse mediante los tribunales, porque depen-
den de una acción positiva del Estado para su concreción.
No se puede negar el avance en el dominio de la protección de los derechos huma-
nos, sobre todo en la jurisdiccionalización de estos derechos por medio del derecho
internacional de los derechos humanos. Claro es, además, que todavía hay mucho por
hacer para concretar la ratificación universal —plena y sin reservas— de los tratados
de derechos humanos, con el fin de garantizar que su universalidad prevalezca en los
planos conceptual y operacional de los órdenes jurídicos internos.

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