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La Masacre de Trujillo

El caso conocido como la “Masacre de Trujillo” es un ejemplo límite. Dicho caso


comprendió una secuencia de desapariciones forzadas, torturas, homicidios selectivos,
detenciones arbitrarias y masacres, de carácter generalizado y sistemático, ocurridas en
los municipios de Trujillo, Riofrío y Bolívar entre 1986 y 1994. En estos hechos murieron,
por lo menos, 245 personas.

Dichos actos de violencia fueron llevados a cabo por una alianza regional, de carácter
temporal, entre las estructuras criminales de los narcotraficantes Diego Montoya “Don
Diego” y Henry Loaiza “El Alacrán”, junto a miembros de las fuerzas de seguridad del
Estado como la Policía y el Ejército. Entre los objetivos de las estrategias de terror
implementadas figuran la acción contrainsurgente, la ejecución de testigos para asegurar
la impunidad del delito atroz, acciones de “limpieza social” y la intimidación de los
campesinos para la apropiación de tierras.

Terror difuso y contundente

Memoria Histórica en su reconstrucción del terror, para el caso Trujillo, muestra la forma
compleja en que éste se operó en la región entre 1986 y 1994. Por una parte, hubo una
estrategia generalizada en el uso de los homicidios selectivos y las desapariciones
forzadas en lugares y momentos diferentes, para evitar que se estableciera una conexión
entre los hechos y, así, impedir que se hicieran reconocibles públicamente tanto su
motivación como sus perpetradores, pudiendo denominar los sucesos como hechos
aislados.

Por otra parte, se llevaron a cabo prácticas de terror de mayor impacto, especialmente en
1990, el cual fue un año crítico en el conflicto. Dichas prácticas fueron contundentes: se
trató de una oleada de homicidios selectivos, cuyo número de víctimas ascendió a 55, y
de una serie de pequeñas masacres en las que fueron asesinadas 19 personas, una de
ellas el párroco de Trujillo, Padre Tiberio de Jesús Fernández Mafla.

La crueldad extrema

Una de las particularidades del proceso de violencia en Trujillo, especialmente en 1990,


fue la generalización de la sevicia o crueldad extrema como mecanismo de terror. A la
secuencia que se estableció entre la desaparición forzada y el posterior homicidio, propia
de la guerra sucia, se sumaron la tortura y la mutilación de los cuerpos de las víctimas.
Esta última práctica se realizaba sobre las víctimas aún con vida, para luego arrojar los
fragmentos de los cuerpos al río Cauca. Así el río se convirtió, simultáneamente, en fosa
común y en mensajero del terror.
Por otra parte, el uso de instrumentos como la motosierra, para la mutilación de los
cuerpos, se hace presente allí por primera vez en el contexto del conflicto armado. Se
puede advertir en este caso un modelo de reproducción de las prácticas de terror
empleadas por los narcotraficantes en el sur del país (Putumayo). “Don Diego” y “El
Alacrán” las aprendieron allí cuando se encontraban al servicio del narcotraficante
Gonzalo Rodríguez Gacha.

Impactos de los mecanismos del terror en Trujillo

Memoria Histórica ha podido recoger en su investigación diversos impactos del terror


ejercido en Trujillo. Una primera dimensión está asociada con el empobrecimiento general
de la población, debido a que buen número de las víctimas se encontraba en plena edad
productiva. Así mismo, los ingresos que ellas producían eran fundamentales para el
sostenimiento de las familias. Otra dimensión importante en la transformación productiva
de la región se manifestó en la disolución de las cooperativas campesinas, como
estrategias alternativas de subsistencia. Estas formas de organización productiva
comunitaria fueron socavadas por el temor a ser estigmatizadas y a convertirse en
víctimas de amenazas y acciones violentas.

En segundo lugar, se produce una ruptura y una reconfiguración de las relaciones


sociales al interior de las comunidades, debido al desplazamiento forzado de la población
rural —donde se concentró el terror— y a la selectividad con la que actuaron los
victimarios.

Los asesinatos de diversos trabajadores y trabajadoras como los motoristas,


comerciantes y tenderos, inspectores de policía, dirigentes políticos, el párroco de Trujillo
y la enfermera de la vereda La Sonora, tuvieron un impacto importante en el
debilitamiento de la red social local. Sus muertes afectaron, de manera profunda, todas
las prácticas cotidianas de las comunidades.

Por otro lado, el terror provocó, en el largo plazo, una desconfianza generalizada entre la
población y de ésta con respecto a las autoridades, ya que estas últimas son identificadas
como agentes activos de los crímenes y como garantes de su impunidad. Actualmente, en
el municipio de Trujillo un alto porcentaje de las personas considera que los conflictos se
resuelven pasándolos por alto y olvidándolos.

Estas actitudes estarían relacionadas con el silenciamiento sistemático de la memoria de


las víctimas, quienes han tenido que luchar permanentemente, en medio de la
permanencia de los victimarios, para que su voz sea escuchada y su relato haga parte de
la memoria colectiva de la sociedad nacional.

El uso del terror como estrategia, hace de Trujillo un caso emblemático de la violencia
contemporánea de Colombia. Una de las consecuencias más importantes del despliegue
del terror como parte de dicho conflicto, es la de no permitir que las víctimas elaboren sus
duelos, dejando las heridas abiertas: las familias que esperan indefinidamente a los
desaparecidos; los cadáveres que nunca pudieron ser recuperados para sus honras
fúnebres, y los cuerpos profanados, torturados y mutilados, producen un sentimiento de
indefensión total y permanente entre la población. Por esto, recuperar la memoria y la
dignidad de las víctimas es un paso indispensable para la superación de los traumas
colectivos que genera el terror en esta guerra.

*Vladimir Melo Moreno es investigador de la Línea de Investigación Mecanismos, Lógicas


e Impactos del Terror en el Conflicto Interno Armado en Colombia. Área de Memoria
Histórica, Comisión Nacional de Reparación y Reconciliación.

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