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Clase 4 | Lectura 1
La cárcel
Raúl Zaffaroni
1
El
texto
fue
publicado
en
el
blog
de
Roberto
Samar.
Disponible
en:
http://robertosamar.blogspot.com.ar/2012/08/la-‐carcel-‐por-‐e-‐raul-‐zaffaroni.html
2
multiplican
con
frecuencia
en
relación
con
las
que
se
registran
en
la
vida
libre,
y
no
sólo
por
heteroagresión
sino
también
por
autoagresión
(suicido).
La
cárcel
es
un
sistema
en
equilibrio
precario.
El
número
de
personas
que
forma
el
equipo
penitenciario
es
siempre
mucho
menor
que
el
de
presos.
El
preso
sufre
un
proceso
de
regresión
inevitable,
porque
se
le
priva
de
todo
lo
que
hacía
libremente
como
adulto
y
se
lo
retrotrae
a
una
etapa
infantil
o
adolescente
superada,
donde
pierde
incluso
el
derecho
a
la
privacidad
y
hasta
al
espacio
mínimo
de
“no
contacto”
físico
con
los
otros,
que
conservamos
en
la
vida
de
relación
corriente.
Si
imaginamos
qué
sucedería
en
un
edificio
de
propiedad
horizontal
con
cuatro
unidades
por
piso
si
un
día
cayesen
todas
las
paredes
y
los
habitantes
ser
viesen
obligados
a
vivir,
comer,
dormir,
bañarse,
ver
televisión
y
trabajar
juntos
durante
uno
o
dos
años,
tendríamos
un
pálido
reflejo
de
la
convivencia
forzada
que
implica
la
cárcel
como
institución
total.
El
efecto
deteriorante
de
la
cárcel
es
inevitable
en
cierta
medida,
por
lo
cual,
el
primer
objetivo
que
debe
proponerse
quien
administra
una
prisión
es
no
agudizar
o
aumentar
inútilmente
estos
efectos.
Lamentablemente,
si
el
personal
penitenciario
está
sometido
a
un
régimen
en
que
lo
más
temible
es
el
desorden,
el
motín
o
la
fuga,
será
inevitable
que
la
gente
cuide
su
empleo
y
priorice
estos
objetivos.
Con
frecuencia
se
ridiculizan
medidas
del
personal
penitenciario,
pero
no
se
piensa
en
el
régimen
al
que
está
sometido,
a
las
sanciones
que
se
le
imponen
y
a
lo
que
se
tiene
en
cuenta
para
imponerlas.
Las
ideologías
“re”
(resocialización,
repersonalización,
reeducación,
reinserción,
etc.),
propulsadas
en
general
por
el
positivismo
criminológico,
respondían
más
o
menos
a
la
idea
de
que
el
preso
es
una
suerte
de
aparato
descompuesto
o
incompleto
que
debía
repararse.
La
lógica
final
de
esas
ideologías
es
que,
cuando
se
llegase
a
la
conclusión
de
que
una
persona
no
tenía
arreglo
posible,
era
lo
indicado
eliminarla.
Ushuaia
fue
nuestra
cárcel
de
eliminación
hasta
que
se
cerró
por
decreto
en
1947,
aunque
el
artículo
del
Código
Penal
por
el
que
se
mandaba
a
los
presos
a
Ushuaia,
pese
a
ser
groseramente
inconstitucional,
está
aún
en
la
ley
(art.
52
del
Código
Penal).
Independientemente
de
ese
origen,
el
cumplimiento
de
estos
objetivos
es
imposible,
es
algo
así
como
pretender
enseñar
a
nadar
sin
agua.
Nadie
puede
3
4
pero
su
salud
mental
entra
en
crisis
por
efecto
de
neurosis
condicionadas
por
el
propio
encierro,
o
sea,
como
parte
del
proceso
de
deterioro
o
prisionización
en
sentido
subjetivo.
Los
primeros,
sin
lugar
a
dudas,
son
personas
que
deben
ser
objeto
de
una
especial
atención
por
profesionales
de
la
salud
mental,
que
verán
dificultada
su
tarea
porque
es
muy
difícil
que
el
preso
vea
a
cualquiera
de
estos
profesionales
en
un
plano
de
igualdad,
dado
que
siempre
lo
concibe
como
un
oficial
o
autoridad
carcelaria,
a
la
que
no
puede
decir
toda
la
verdad,
porque
eso
lo
privará
de
beneficios.
El
preso
se
encuentra
en
una
situación
de
marcada
impotencia
social,
en
el
fondo
mismo
de
la
sociedad
que
lo
ha
arrojado
a
su
sótano
más
oscuro
y,
en
esas
condiciones,
es
natural
que
cada
quien
intente
sacar
el
mayor
provecho
posible
de
toda
circunstancia.
Es
arduo
establecer
una
relación
terapéutica
real
en
ese
contexto.
De
cualquier
manera,
se
trata
sólo
de
un
porcentaje
de
población
penal,
que
no
es
la
mayoría
y
que
no
siempre
son
protagonistas
de
conductas
violentas
ni
mucho
menos.
Por
otra
parte,
no
puede
olvidarse
de
que
la
cárcel
es
un
ámbito
cerrado,
una
institución
total,
en
la
cual
se
establecen
jerarquías
entre
los
mismos
presos,
fijándose
roles.
Quien
no
responde
a
los
requerimientos
de
rol,
en
cualquier
lugar,
provoca
reacciones
violentas
por
parte
de
los
requirentes,
porque
éstos
no
saben
cómo
sigue
el
libreto,
dado
que
siempre
nos
manejamos
con
roles
y
demandas
conforme
a
roles
en
la
sociedad.
El
preso
que
no
responde
al
rol
asignado
es
víctima
de
violencia,
mucho
más
en
un
medio
esencialmente
violento
como
es
la
cárcel.
De
este
modo,
la
cárcel
se
convierte
en
una
máquina
de
fijar
roles,
generalmente
desviados,
y
por
ello
suele
condicionar
desviaciones
secundarias
más
graves
que
las
que
determinaron
la
prisión,
o
sea
que,
en
lugar
de
prevenir
suele
reproducir
conductas
desviadas.
Pero
a
la
cárcel
no
llega
sino
una
minoría
de
infractores.
Algunos
con
los
padecimientos
psíquicos
a
que
nos
hemos
referido,
otros
no,
pero
de
cualquier
modo
predomina
en
la
población
penal
una
personalidad
frágil,
lábil,
poco
estable,
aunque
no
sea
patológica
ni
mucho
menos.
En
buena
medida
esta
personalidad
es
causa
de
la
prisionización.
A
la
cárcel
no
llegan
todos
los
infractores
ni
mucho
menos.
Si
llegasen
todos
sería
asombroso
su
número.
Del
mar
de
delitos
que
se
cometen
(y
no
se
piense
5
sólo
en
los
graves
o
“naturales”)
sólo
llegan
unos
pocos.
La
inmensa
mayoría
de
los
infractores,
en
cualquier
país
del
mundo,
no
le
mueve
un
solo
pelo
al
sistema
penal,
sea
porque
no
son
denunciados
(típico:
hurto
doméstico,
robos
en
domicilios
cuando
no
hay
seguro,
estafas),
porque
lo
son
pero
quedan
impunes
por
desconocerse
a
los
autores,
porque
en
los
delitos
que
no
se
persiguen
por
denuncia
no
son
investigados
(típico:
drogas,
aborto)
o
porque
los
autores
están
protegidos
por
su
posición
social
(los
adolescentes
que
consumen
drogas
y
pertenecen
a
las
clases
medias
lo
hacen
en
sus
domicilios,
los
que
pertenecen
a
los
sectores
carenciados
en
lugares
de
acceso
público).
La
selección
de
quiénes
van
presos
la
llevan
a
cabo
las
policías,
que
siguen
la
regla
de
toda
burocracia:
hacen
lo
que
es
más
sencillo.
Y
lo
más
sencillo
es
arrestar
a
los
que
son
portadores
de
los
estereotipos
negativos,
o
sea,
a
quienes
andan
por
la
calle
vestidos
de
delincuentes,
poco
menos
que
con
uniforme
de
infractor.
Así
como
hay
estereotipos
de
profesores,
de
abogados,
de
médicos,
de
sacerdotes
(positivos),
también
están
los
estereotipos
de
las
prostitutas,
de
los
vagabundos
y
también
de
los
delincuentes
(negativos).
Su
individualización
es
el
famoso
“olfato
policial”.
Cargar
con
un
estereotipo
es
ser
particularmente
vulnerable
al
sistema
penal,
pero
no
sólo
por
la
apariencia
externa,
sino
porque
ésta
condiciona
las
demandas
de
rol
que
formulan
los
otros.
Así,
cuando
veo
a
una
persona
vestida
de
albañil
puedo
acercarme
y
preguntarle
si
estaría
dispuesta
a
hacer
una
reparación
en
mi
casa;
si
la
persona
me
responde
que
no
sabe,
porque
en
realidad
es
el
profesor
titular
de
filosofía
presocrática
en
la
universidad,
me
enojo
y
pienso
por
qué
ese
pedazo
de
imbécil
se
viste
de
esa
manera,
lo
mismo
pasa
cuando
la
persona
está
“vestida
de
delincuente”
y
lo
encuentro
a
la
madrugada
esperando
el
mismo
colectivo
en
una
esquina
oscura.
De
este
modo,
el
estereotipo
se
introyecta,
se
internaliza,
condiciona
nuestras
respuestas,
nos
acomodamos
a
cómo
nos
ven
los
demás,
terminamos
siendo
conforme
a
los
roles
que
los
demás
nos
demandan,
por
lo
que
es
muy
probable
que
quien
va
vestido
de
ladrón
por
la
calle,
en
realidad
se
dedique
a
robar.
Y
tomo
el
caso
del
infractor
contra
la
propiedad,
porque
es
el
que
domina
numéricamente
en
la
cárcel.
¿Qué
es
lo
que
humanamente
y
realmente
puede
hacer
la
cárcel
en
estos
casos?
¿Su
puede
intentar
algo
“re”?
Si,
claro.
Si
sabemos
que
lo
que
lo
conduce
a
la
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de
estos
efectos,
la
reducción
de
estos
males,
su
minimización,
su
remoción
cuando
se
alzan
como
obstáculos
para
remover
el
estereotipo,
también
es
tarea
en
que
la
orientación
debe
estar
a
cargo
de
profesionales
de
la
salud
mental
en
estrecha
cooperación
con
el
personal
con
experiencia
penitenciaria.
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