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Como cuestión de principios que es, el problema nace antes de que comience
la Edad Media e incluso antes de que, el año 313, el emperador Constantino
consolide al cristianismo como religión en el Imperio Romano (edicto de
Milán) como medio de unificar el Imperio; y con el emperador Teodosio, en el
380, el cristianismo pasará a ser la religión oficial del Imperio y, en el 392, la
única permitida en él. En efecto, ya en el s. II los padres apologistas
defendieron la fe cristiana contra las primeras herejías, principalmente la
gnosis y el maniqueísmo. Abordaremos esta relación en dos planos: el teórico
(o de la verdad) y el político (o el del ejercicio del poder).
La verdad
La figura griega más influyente durante todo este periodo fue Platón, pues
hasta el s. XIII no aparecerá en el horizonte intelectual europeo Aristóteles,
quien fue conocido antes en el mundo árabe, desde el que fue penetrando en
el pensamiento cristiano acompañado de los comentarios de Avicena (s. XI) y,
sobre todo, de Averroes (s. XII). Este último, que llegó a ser conocido como el
Comentador (entiéndase: de Aristóteles) tuvo una influencia radical en la
universidad más importante de la época, la de París, y entendía que podía
hablarse de una doble verdad (la verdad de la razón y la de la fe); según la fe,
el mundo es creado y el alma personal, inmortal; sin embargo, según la razón,
el mundo es eterno y la inmortalidad del alma no es personal. Al mismo
tiempo, entiende que la vida de los filósofos es superior a la de los teólogos y a
la de los hombres de fe. La teoría de la doble verdad tuvo seguidores en
Europa (que llegaron a considerarla propiamente aristotélica), dando lugar al
llamado averroísmo latino, en el que destaca Sigerio de Brabante (s. XIII),
condenado a cadena perpetua. San Buenaventura criticó fuertemente el
averroísmo latino.
San Buenaventura (1218-1274)
Existe una neta distinción entre razón y fe. La sola razón natural sólo puede
conocer de abajo arriba, a partir de los datos de los sentidos; en cambio, la fe
conoce de arriba abajo, a partir de la revelación divina, esto es, a partir de lo
que Dios ha dicho de Sí mismo al hombre. En consecuencia, razón y fe son
mutuamente independientes y autónomas. Pero no se da contradicción entre
ellas; independientes, pero no contradictorias. Las verdades racionales y las
verdades de fe no pueden entrar en contradicción, puesto que ambas tienen
el mismo origen: Dios. Tomás de Aquino escribe: “solamente lo falso es lo
contrario de lo verdadero”, es decir, la verdad es una sola, en clara oposición
a Averroes, a quien, por otra parte, admiraba tanto como comentador de
Aristóteles. Existe pues colaboración entre la razón y la fe:
Existe una zona de confluencia. Tomás niega la doble verdad, pero admite dos
tipos de verdades: hay algunas verdades que superan la capacidad de la razón
humana y otras que la razón puede conocer por sí sola. Dios ha revelado
aquellas verdades que la razón no podría llegar a conocer, pero también
algunas de las verdades que podría conocer por sí misma; estas últimas
constituyen las que Tomás de Aquino denomina los preámbulos de la fe.
Existen contenidos comunes porque conviene que algunas verdades
racionales sean impuestas también por la autoridad de la fe, dado que es
difícil llegar a ellas y no todos los hombres disponen del tiempo ni de la
capacidad necesarios para hallarlas. Además, ello resulta también
conveniente, dada la facilidad con la que la razón se extravía, como acabamos
de ver. Se entiende pues la teología como ciencia mixta. La zona de
confluencia entre la razón y la fe (los preámbulos) permite que la teología
utilice los principios de la filosofía, no porque los necesite, sino para explicar
mejor lo que en ella se enseña. Utiliza a la filosofía como ancilla o “sierva”
suya.
El poder
Por las mismas tres etapas (1] indistinción, 2] independencia, pero con
colaboración y 3] separación radical, sin colaboración) pasa también la
discusión acerca de la relación entre poder espiritual y poder secular. Si en el
“agustinismo político” el ejercicio político queda completamente supeditado
al eclesiástico, en el s. XIV se llega a su radical separación, llegando incluso a
cuestionar el poder del mismo pontífice, como hace el propio Occam en su
Sobre el gobierno tiránico del papa (escrito entre finales del s. XIV e inicios del
s. XV). Entre ambas posturas, Tomás de Aquino representa una etapa
intermedia, pues, al desligar los ámbitos propios de la razón y de la fe, si bien
no los independiza por completo, sí le reconoce consistencia propia al ámbito
del poder secular, del mismo modo que no independizó a la razón de la fe en
la revelación, si bien le reconoció capacidad para alcanzar por sí misma
algunas verdades (los preámbulos de la fe, por ejemplo).
Las dos espadas.- Destaquemos que para S. Agustín todo lo existente vive de la
vida de Dios, por tanto también la realidad política ha de ser una
prolongación de la misma, esto es, un reflejo de la realidad trascendente
divina. En su obra La Ciudad de Dios, Agustín distinguía en la tierra dos
comunidades (civitates) que se definen por dos modos de vida irreductibles, y
no por el lugar en el que residen: una la constituyen quienes viven secundum
Deum y secundum Spiritum (según Dios y según el Espíritu), y la otra quienes
viven secundum hominem y secundum carnem (según el hombre y según la
carne); la primera se define por el amor Dei (el amor a Dios), y la segunda por
el amor sui (el amor a sí mismo). No son realidades históricas reconocibles
empíricamente, sino metahistóricas: civitates mysticae (ciudades místicas) las
denomina Agustín. Ahora bien, a pesar de no haber perfilado expresamente
qué relaciones deben mediar entre la Iglesia y el Estado, al llamar Ciudad de
Dios a la Iglesia (que es, sin duda, también una realidad histórica) propició
que los teólogos carolingios establecieran indebidamente el paralelismo entre
Ciudad de Dios y Ciudad Terrena, por un lado, y, por el otro, Iglesia y Estado,
dando así lugar a lo que se conocerá como “agustinismo político” (que no se le
atribuye a él personalmente).
Tomando apoyo en las tesis de Agustín, esta doctrina entiende que la realidad
política carece de sustancia propia al no ser más que un reflejo de la
trascendencia divina. Por ello, también el poder temporal habrá de ser sólo
imagen del único poder real, la Iglesia, que lo ha recibido de Dios, de modo
que el monarca queda definido, más que como soberano, como primer fiel,
cuyas obligaciones por tanto estipula la Iglesia. El primer texto en el que esta
concepción queda claramente reflejada es la carta que, en el año 494, el Papa
Gelasio I (492-496) dirigió al Emperador Anastasio I. Tras distinguir “los dos
poderes con los que este mundo es soberanamente gobernado: la autoridad
(auctoritas) sagrada de los pontífices y la potestad (potestas) de los reyes”,
subraya: “Pero la responsabilidad (pondus) de los sacerdotes es de tal modo la
mayor que deberán dar cuenta al Señor, en el Juicio final, de los mismos
reyes”. Y concluye: “sabes que hay que someterse al orden religioso, más que
dirigirlo”. En otras palabras, las dos espadas están en poder del Papa, si bien
una, la religiosa, la blande personalmente, mientras que la segunda, la
temporal, la esgrime indirectamente, por medio del Emperador. Fundándose
en estos principios, Gregorio el Grande (540-604) elaborará la “concepción
ministerial” del Imperio y de las monarquías: los órganos del poder temporal
han de servir a los designios del soberano gobierno de la Iglesia (teocracia).
Esta asimetría ya quedaba reflejada en los términos empleados por Gelasio I,
tomados del Derecho Romano: auctoritas significa la fuente legitimadora del
poder, mientras que la potestas es una fracción de aquélla, a la que remite
como a su razón de ser.
La Shoá
El mundo-imagen y el hombre-espectador