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ALBERTO VAN ASCO

Vida y obra de Hegel

Editorial Planeta Barcelona


© Alberto Vanasco, 1973
Editorial Planeta, S. A., Calvet, 51-53, Barcelona (España)
Cubierta: Joan Sellas
Depósito legal: B. 17073 • 1973
ISBN 84-320-6351-7
Printed in Spain / Impreso en España
«Dúplex, S. A.*, Ciudad de la Asunción, 26-D, Barcelona
£1 búho de Minerva sólo levanta el
vuelo a la caída de la noche.
G. W . F. H egel

El destino castigará cruelmente a aque­


llos que no sepan oír.
G. W . F. H egel
ESTA BIOGRAFÍA no tiene otra intención que servir de es­
tímulo para la lectura de las obras de Hegel o de los muchos
y admirables ensayos que sobre ellas se han escrito. Me hala­
garía, claro está, que en algunos aspectos pudiera servir tam­
bién de introducción a esas lecturas. La idea de componer esta
Vida y obra de Hegel surgió de la observación de que — salvo
los trabajos ya clásicos de Rosenkranz o P. Roques— no exis­
tía estrictamente una biografía actualizada del creador de la
moderna filosofía especulativa.
Ojalá este libro pueda guiar a otros a encontrar la emoción
intelectual, la satisfacción espiritual que me deparó a mí du­
rante más de diez años — y sin duda me seguirá deparando—
el contacto con la tensión creadora del pensamiento de G. W.
F. Hegel.
En cuanto a los nombres de personas y lugares, he procu­
rado emplear, dentro de lo posible, la grafía original, a fin de
no interferir el clima de la narración, excepto en los casos en
que, por tratarse de palabras demasiado habituales, una escri­
tura distinta hubiera desentonado. Por la misma razón, he tra­
tado de reducir al mínimo el número de notas.
II—Vida y obro de Hegel

A. V.
Buenos Aires, 22 de mayo de 1972.
Capitulo primero
STUTTGART (1770-1788)

Los PRIMEROS ESTUDIOS


La Alemania en que vivió Georg Wilhelm Friedrich Hegel
fue el producto de uno de esos pocos momentos de equilibrio
y de esplendor alcanzados por las sociedades humanas en su
constante desarrollo. No es casual que su época sea también
la de Beethoven, Goethe, Schiller, Holderlin, Novalis, Von
Kleist, Fichte, Schelling, Herder, Humboldt y otros muchos
que no sólo son figuras destacadas de las artes, las letras, la
ciencia o la filosofía sino que además, en casi todos los casos,
representan el punto más alto a que llegaran en su tiempo
tales manifestaciones del espíritu.
Para dar una idea aproximada de lo que fue esa Alemania
de fines del siglo x v iii bastaría decir que es el único periodo
histórico que merece ser comparado con el siglo de Pericles
en Grecia, ya que en ambas épocas se advierte esa misma ar­
monía entre las fuerzas internas y externas, esa concordancia
entre las necesidades y las posibilidades, esa correspondencia
13—Vida y obra de Hegel

entre el orden material y el espiritual que permitió a sus hom­


bres dar lo mejor de sí mismos y concretar una figura histó­
rica digna de su natural grandeza. Ésa es la razón por la que
muchos de sus creadores más lúcidos —entre ellos Holderlin,
Goethe, Novalis y el mismo Hegel— adoptaran a Grecia como
prototipo ideal de sus aspiraciones vitales, culturales o po­
líticas.
Ahora bien, este apogeo no fue sino la culminación de la
capacidad creadora de la sociedad burguesa. Podría parecer
paradójico que la burguesía haya logrado esta plenitud preci­
samente en un tiempo en que no poseía el poder político y
hasta se había visto privada de sus privilegios, pero justamen­
te alcanzó ese alto grado de desarrollo cultural y económico
gracias a la alianza o al entendimiento a que había llegado con
la nobleza reinante. A partir del fracaso del levantamiento de
los campesinos, en el siglo xvi, los príncipes alemanes ejercie­
ron el poder feudal en forma absoluta, sobre todo debido a
que Lutero había extendido su soberanía al ámbito espiritual
al consagrarlos lugartenientes de Dios. Las ciudades quedaron
así libradas al dominio de la burguesía y fue allí donde ésta
logró medrar y obtener sus frutos económicos y culturales.
Podemos, pues, imaginarnos idílicamente a la Alemania de
fines del siglo xvm y comienzos del xix como una vasta y
fértil campiña salpicada de sotos frondosos y coloridos en don­
de conviven doscientos pequeños estados con sus palacios y
cortes en que se trata de imitar el fausto y la galantería de
Versalles, con sus ciudades minúsculas, confortables y encan­
tadoras, en las que los hijos de las reposadas y sólidas familias
burguesas sólo pueden aspirar a ser clérigos, funcionarios en
algún cargo estatal o profesores de una institución pública.
«Acabo de hacer una corta excursión a través del Rhon hasta
el país de Fulda —escribía Holderlin a Hegel el 10 de julio
de 1794— . Uno creería hallarse en las montañas de Suiza al
ver esas alturas colosales y los valles fértiles y plenos de en­
canto, en que las pequeñas casas se esparcen al pie de las la­
deras, bajo la sombra de los abetos, en medio de los rebaños
y los arroyos.»
Tal cuadro edénico sólo era alterado de cuando en cuando
por alguna guerra de sucesión que sostenían las cortes entre
sí y que servían para mantener adiestrados los diminutos ejér­
citos en que se apoyaban. Los elementos antagónicos y des­
14—Alberto Vanasco

tructivos que se ocultaban detrás de este cuadro aparente sólo


quedarían a la vista una vez iniciado el siglo xix.
Una de las familias radicadas en una de estas pequeñas y
florecientes ciudades era la de Hegel. En Stuttgart, capital del
estado de Württemberg, nació, el 27 de agosto de 1770, Georg
Wilhelm Friedrich Hegel. Su padre, Georg Ludwig, era un
funcionario fiscal de segunda categoría en la organización bu­
rocrática del Ducado, y su familia descendía de refugiados
protestantes que habían abandonado Austria para buscar pro­
tección en Württemberg durante las persecuciones de la Con­
trarreforma. El ambiente familiar en que el niño Hegel cre­
ció fue, por lo tanto, el típico de su tiempo, de severo espíritu
religioso y moral, de metódicas y ponderadas costumbres, de
lazos afectivos sólidos y rígidos. La familia se completó con
un hermano y una hermana —Georg Ludwig y Christiane
Louise—, y con esta última, sobre todo, mantuvo Wilhelm
—como él solía firmar sus cartas cuando se dirigía a ella—
una relación entrañable y constante.
El niño desde temprano demostró su precocidad. Su ma­
dre —María Magdalena Fromm— le enseñó el silabario y las
primeras oraciones hasta que cumplió tres años y empezó a
asistir a la escuela primaria de su ciudad natal. En 1775 in­
gresaba en la escuela Latina. Dos años más tarde tuvo sus dos
primeras experiencias de tipo metafísico —y hasta filosófico,
si así puede decirse—, y ese sentimiento especulativo sobre
el transcurso del tiempo no lo abandonaría ya en toda su vida.
La primera de esas experiencias extraordinarias la vivió
una tarde al regresar de la escuela. Acababa de dejar los libros
sobre su cama y se hallaba inclinado sobre ellos. Veía nítida­
mente los grabados de las tapas, los motivos de la colcha, ro­
jos y amarillos. De pronto, tuvo conciencia de que aquel
instante no volvería, de que estaba a punto de pasar para
siempre, pero al mismo tiempo sintió que él podía retener ese
recuerdo durante el resto de su vida, aunque él ya no fuera
el mismo, porque aquel acto no volvería a repetirse. Compren­
dió, en esos escasos segundos, que cuando se incorporara aque­
lla sensación quedaría atrás inexorablemente. Muchos años
después, en efecto, rememoraba con toda claridad los dibujos
de la colcha, los libros y cuadernos que tenía delante, su
15—Vida y obra de Hegel

perplejidad de niño allí inmóvil, tratando de comprender, de


preguntarse qué era aquello, esforzándose por hallarle un sen­
tido. Había logrado aislar en el transcurso del tiempo una de
sus vivencias de niño, solo en aquella habitación, inclinado
sobre su cama, depositando en ella sus libros de estudio, y
había conservado en él esa imagen como un instante de su
existencia detenido en el devenir eterno de las cosas.
La otra experiencia fue casi similar a ésta pero tuvo que
ver, además, con el espacio. Ocurrió a fines de 1776. Eran
las once de la mañana. El niño Hegel atravesaba el comedor
de la casa en dirección a la sala cuando de improviso pensó
que aún no había llegado a la puerta, que ni siquiera podía
tocarla todavía, de haber querido hacerlo, y que sin embargo
llegaría inevitablemente hasta ella, y la abriría y entraría en
la sala, y que aquel momento quedaría atrás y no volvería a
vivirlo. El niño Hegel siguió adelante, saboreó profundamente
ese sentimiento, llegó hasta la puerta, y la cruzó, y, efectiva­
mente, aquel momento se precipitó en el pasado. Pero el He­
gel joven, y el adulto, nunca lo olvidarían y lo tendrían siem­
pre presente con su fugaz estupor.
Las diversiones con sus amigos, y las lecturas —sobre todo
de los clásicos latinos—, pasaron a constituirse en los entre­
tenimientos preferidos del muchacho, hábitos ambos que ca­
racterizarían también sus posteriores inclinaciones de hombre
maduro.
Los dos hechos importantes de esa época serán su ingreso
al colegio religioso, el Gymnasium Illustre, de Stuttgart, en
1780, y tres años más tarde la muerte de su madre, pocos días
después de haber cumplido él los trece, el 20 de septiembre de
1783. Esta temprana experiencia ante la muerte, que le arre­
bataba sobre todo el ser que más quería, fue un factor funda­
mental en la formación de su carácter e incidiría más de una
vez en sus elucubraciones intelectuales: la muerte y la reanuda­
ción de la vida serán conceptos básicos de su pensamiento, y
alguna vez definiría a la familia como «la sustancia ética inme­
diata», es decir, el medio en que el individuo nace a la vida
moral.
En la escuela secundaria su contacto con los autores clá­
sicos se intensifica y, debido a los amplios programas en que
los ejercicios de traducción y redacción en griego y en latín
abarcaban gran parte de los estudios, se aficionó a verter al
16—Alberto Vanasco

alemán las obras de sus creadores predilectos. Tradujo, así, a


los 16 años, el tratado De lo Sublime, atribuido en aquel en­
tonces al retórico griego Longino; las máximas de Epicteto,
recogidas en su Manual por su discípulo Flavio Arriano, y la
Vida de Agrícola, de Tácito. Al año siguiente se dedicó a leer
la Ilíada, las poesías de Tirteo, la Ética, de Aristóteles, y las
obras de Cicerón y Eurípides. De Sófocles le interesó Edipo
en Colona, y tradujo algunos trozos de su Antígona, cuyo asun­
to central le suscitaría abundantes reflexiones y en cuya pro­
tagonista encarnaría, de algún modo, su relación con su her­
mana.
Como más adelante se podría constatar fácilmente, ya des­
de un comienzo el futuro «hombre de ideas» había sabido ha­
llar los espíritus afines a su propia naturaleza, dramática y
severa, haciendo abstracción, por supuesto, de la influencia
que dichas obras pudieran haber ejercido sobre su tempera­
mento.
Estos trabajos eran amenizados por la lectura de novelas
como Los viajes de Sofía, que más de una vez lo absorben has­
ta altas horas de la noche, haciendo que la traducción de Tu-
cídides, por ejemplo, quedara olvidada sobre la mesa de es­
tudio.
En esa misma ¿poca pasa de los ejercicios literarios a la
redacción de sus primeros escritos personales, dando comienzo
con ellos a una de las obras más extraordinarias, por su exten­
sión, su complejidad y profundidad, del pensamiento filosófico
de todos los tiempos. En esos años iniciales de su carrera de
escritor le da por dejar constancia en sus cuadernos de notas
de todos sus actos y estudios, de sus lecturas y diversiones, de
los acontecimientos diarios del colegio, como si se viera obli­
gado a registrarlo todo compulsivamente a fin de que nada
se perdiese, porque todo podía tener un valor incalculable.
Desde entonces acostumbra a preparar sus resúmenes en
hojas sueltas y clasificadas, para poder disponer de ellas de
inmediato en caso de necesidad; esta costumbre es la que le
permitirá más tarde manejar un enorme caudal de informacio­
nes y conceptos sin sentirse abrumado por la cantidad y varie­
dad del material empleado.
Ese mismo año de 1815 empezó a redactar un diario inte­
17—Vida y obra de Hegel

lectual, en alemán y en latín, y este ejercicio en una doble


escritura —en que los párrafos en el idioma materno se alter­
naban con los compuestos en la lengua de Cicerón— fue uno
de los factores que contribuyó a la gestación de ese estilo am­
plio y dúctil que caracteriza su prosa y que le permitiría apro­
vechar todos los recursos y matices del habla alemana para
expresar su pensamiento, que era de por sí intrincado y sutil.
Su espíritu objetivo y sintético empieza también a desarro­
llarse en este periodo inicial de su actividad literaria.
A los 15 años compone a la vez su primera creación origi­
nal, un Diálogo entre Octavio, Antonio y Lépido —influido
obviamente por Shakespeare—, en que se conjugan, en un nivel
de asombrosa madurez, la reflexión política, el conocimiento
histórico y la destreza literaria.
Al año siguiente muere Federico II el Grande, que había
reinado en Prusia desde 1740, y asciende al trono su sobrino,
Federico Guillermo II. La muerte de este soberano, que había
sido un protector y promotor de las letras y las artes durante
casi medio siglo, que había llevado a Voltaire a Alemania, y
que en cierta medida era el representante del espíritu de la
Ilustración de aquel lado del Rin, no dejó de conmover a la
juventud prusiana de la época que de algún modo se procla­
mó la heredera de los valores pragmáticos y políticos de la
doctrina de la Razón.
Hegel, a quien le interesa en ese momento ante todo la
interpretación filosófica de la historia, escribe, siguiendo los
nuevos métodos de la historiografía universal, su segundo tra­
bajo original que haya llegado hasta nosotros: Sobre la reli­
gión de los griegos y romanos. En este ensayo desarrolla una
teoría general de las religiones derivando sus formas más pri­
mitivas de las supersticiones motivadas por el temor ante lo
desconocido y de los ritos engendrados por el despotismo de
los gobernantes y la ambición de los sacerdotes. El progreso
de las religiones se debe —según el novel teórico— a la de­
cantación que en dichas creencias efectúa el razonamiento de
generaciones más sensatas.
El tercero de los trabajos de esta época de estudiante se­
cundario, iniciado en el último año y terminado quizá mien­
tras tramitaba su inscripción en el claustro universitario, se
titula Sobre algunas diferencias entre los poetas antiguos y
modernos, que, juntamente con los dos anteriores, permane­
18—Alberto Vanasco

ció inédito hasta 1936, fecha en que fueron publicados por


Hoffmeister.
En este estudio comparado de dos momentos de la crea­
ción poética el joven Hegel empieza a elaborar uno de los
conceptos básicos de su futura teoría estédea, el que estable­
ce la superioridad de todas aquellas expresiones artísticas que
están enraizadas o consustanciadas con todas las formas de vida
de una sociedad, cualidad que reconoce sólo en la poesía clá­
sica griega, y por lo cual la sitúa por encima de las manifes­
taciones poéticas de su tiempo.
£1 saldo positivo que el colegio secundario deja en el joven
Georg W. F. Hegel es su entusiasmo por la doctrina de la
Ilustración, su fervor por el arte griego y su interés por todas
las formas del conocimiento universal. Y el aspecto negativo
de su paso por las aulas del gimnasio reside en su indiferencia
casi total por la literatura alemana contemporánea, salvo al­
gunas obras de Lessing, entre las cuales su Nathan se consti­
tuyó durante un prolongado periodo en su libro de cabecera.
Capítulo II
TUBINGA (1788-1793)

Los ESTUDIOS u n iv er sita rio s


Al finalizar el curso de 1788 Hegel recibió su diploma de es­
tudios secundarios —Maturum—, y el 27 de octubre de ese
mismo año se inscribió, mediante una beca concedida por el
Ducado, en el Tübinger Stift, el seminario de teología protes­
tante de la ciudad de Tubinga.
Esta etapa universitaria, que se prolongó casi durante cinco
años, significó para Hegel, sobre todo, su encuentro con la
amistad, la revolución francesa, el sentimiento religioso y la
filosofía de Kant, cuatro elementos que su espíritu compren­
sivo se empeñaría en sintetizar y que pasarían a ser coordena­
das permanentes de sus futuras especulaciones intelectuales.
Es ésta la primera vez que se aleja de su casa y la expan­
siva vida estudiantil permite que su carácter se manifieste con
entera libertad adquiriendo ya sus rasgos definitivos. Le gusta
hacer extensos paseos a caballo por el hermoso valle del Nec-
kar, jugar a las cartas, salir con mujeres amables y beber los
ricos vinos de Suabia, todo ello pese a la severidad de la dis­
20—Alberto Vanasco

ciplina interna del Instituto, casi monacal a causa de las viejas


reglas que imperaban en la tradicional «fundación», como le
decían al antiguo claustro agustino erigido al pie del Burgberg.
Estas reglas incluían rezos durante las comidas, largas horas
de reclusión en las celdas de estudio y asistencia estricta a los
cultos, y los estudiantes solían vestir de negro, por lo que en
la ciudad se los designaba con el nombre de «die Schwarzert».
Sus amigos más íntimos en esa ¿poca se llamaban Fallot y
Fink. Los primeros versos que conocemos de Hegel los es­
cribió en una de las páginas del álbum de este último, versos,
como era lógico, sobre el amor y la amistad, y agregaba al
otro lado de la hoja: «El verano pasado terminó bellamente,
y más bellamente aún el de ahora. Su motto era el vino de
este amor. 7 de octubre 91». A su vez, en el álbum de Fallot
se lo ve, dibujado por éste, con la cabeza hundida entre los
hombros y un par de muletas. Debajo se lee: «Dios asista al
pobre viejo». Las profundas cavilaciones habían empezado a
alejarlo de sus amigos de jarana. Otros amigos aparecerían en
el horizonte de sus preocupaciones más graves, y el tempera­
mento de Hegel, de por sí competitivo y susceptible, debía
sufrir, con motivo de esas nuevas amistades, una dura prueba.
En 1790 le corresponde compartir su cuarto con otro es­
tudiante de su misma edad llamado Friedrich Holderlin, con
quien no tarda en trabar una íntima y entusiasta amistad.
Es la primera vez que el joven Hegel se relaciona con al­
guien cuya sensibilidad e imaginación, y tal vez hasta su cul­
tura y quién sabe aun su inteligencia, se equiparan a las suyas,
si no las sobrepasan. Su nuevo compañero de pieza es un apa­
sionado por el arte y, en especial, por la poesía, escribe largos
y cadenciosos versos, y se halla deslumbrado en esos momentos
por la cultura griega. Los estudios helénicos habían cobrado
relevancia sobre todo luego de los trabajos de Winckelmann,
que en 1764 había publicado su Historia del arte en la An­
tigüedad, y de que Herder echara una nueva luz sobre las
civilizaciones antiguas con sus Ideas sobre la Filosofía de la
Historia, aparecidas en 1784. Holderlin se halla imbuido del
espíritu de la Hélade e infunde en su amigo, que hasta enton­
ces sólo había apreciado el arte antiguo con un criterio erudito
e intelectual, su propia adoración por el pasado griego, como
21—Vida y obra de Hegel

una de las formas más plenas y vitales alcanzadas por el


hombre.
En otoño de 1790 se incorpora al estudiantado del Ins­
tituto un joven que es casi un niño, pues tiene cinco años me­
nos que Holderlin y Hegel, y que se llama Friedrich Wilhelm
Joseph von Schelling. Su padre, Joseph Friedrich Schelling,
ocupa un cargo de alta jerarquía en la Iglesia protestante de
Württemberg, y Friedrich ingresa en el seminario de Tubinga
por gestión suya.
Hegel establece casi de inmediato una estrecha relación
amistosa con el nuevo condiscípulo, esta vez sobre la base de
su común entusiasmo ante las noticias que llegaban de Francia.
El 14 de julio del año anterior el pueblo se había apoderado
de la prisión de la Bastilla y el 4 de agosto siguiente la Asam­
blea Nacional había proclamado la Declaración de los Dere­
chos del Hombre. Esta revolución, que con insolencia y au­
dacia acababa de derrocar una monarquía y de abolir la noble­
za, no podía menos que enfervorizar a la juventud alemana que
pertenecía a una clase que desde siempre se había visto opri­
mida por el absolutismo de los nobles.
A causa de la índole arrogante y avasalladora de Schelling,
no puede Hólderlin entablar con el recién llegado una amis­
tad verdaderamente íntima y personal, pero de todos modos,
llevado por su vehemente amor a la libertad, se unió a él por
lazos cordiales, y con Hegel pasaron a integrar un terceto que
se haría famoso en los anales del claustro. Los tres participa­
ron en la fundación de un club político con otros estudiantes
y juntos fueron, una hermosa y despejada mañana de un do­
mingo de primavera, a plantar un árbol de la libertad en uno
de los prados de Tubinga. Cuando a oídos del Duque llegó el
rumor de que los futuros teólogos se dedicaban a cantar la
Marsellesa, a entonar cánticos a la libertad y a pronunciar en­
cendidos discursos patrióticos, se hizo presente de inmediato
en el comedor y les endilgó una severa reprimenda. Cuando
les preguntó si se sentían arrepentidos de sus desvarios, Sche­
lling contestó:
—Excelencia, todos pecamos muchas veces.
El joven díscolo pronto descuella entre los demás estu­
diantes del internado tanto por su personalidad como por su
precoz inteligencia. Es capaz de desentrañar de inmediato,
luego de una rápida lectura, la intención o el sentido de los
22—Alberto Vañasco

libros más dificultosos, de interpretar y asimilar rápidamente


extraordinarias cantidades de material por complicado que
éste sea.
Posee una certera intuición para descubrir los últimos li­
bros o autores que le interesan o los que han de tener gravi­
tación en el proceso intelectual de su época. Y demuestra asi­
mismo una facilidad fuera de lo común para enriquecer o re­
crear a su modo las teorías o las ideas más nuevas como las
más consagradas. Pese a esta espontaneidad de genio aparenta
tener también una gran capacidad de meditación, de reflexión
analítica, de ensimismamiento, por la forma personal que im­
prime a todo lo que hace.
Es Schelling, entonces, quien induce a Hegel a la lectura
de Rousseau, de quien frecuentan sobre todo El Contrato So­
cial, el Emilio y las Confesiones; quien le hace conocer un
libro publicado anónimamente en 1792 bajo el título de In­
tento de critica a toda revelación, que en un primer momento
había sido atribuido a Kant —pues procedía de su mismo
editor y se esperaba de aquél un ensayo sobre religión—, aun­
que, como luego se comprobaría, había sido escrito por Johann
Gottlieb Fichte; pero, especialmente, quien trata de hacer par­
tícipe a Hegel de su entusiasmo por Kant, que, en 1790, había
dado a conocer su última obra: Crítica del Juicio, con la que
había terminado de ganar la adhesión de la juventud alemana
que deseaba ver en él al representante del pensamiento ilus­
trado.
Con su amigo Holderlin, Hegel lee a Platón, a Goethe, y
juntos descubren la obra de Friedrich Heinrich Jacobi, cuyas
Cartas sobre Spinoza habían sido publicadas originalmente en
1785 y reeditadas en 1789.
Entre estas dos influencias dispares, y dos temperamentos
antagónicos, transcurren los años de universidad para Hegel.
En 1790 se gradúa en filosofía, recibiendo el título Pro Ma­
gisterio de Magister Philosophiae, y prosigue con sus estudios
de teología.
Pero en cuanto a la creación personal, esos años son casi
de una absoluta esterilidad. Continúa con sus intentos de com­
poner poesías, pero, por más que se esfuerza, sus versos no
resultan tan armoniosos y sugestivos como los de Holderlin.
2}—Vida y obra de Hegel

Sus frases y sus metáforas le parecen pesadas y chatas cuando


las coteja con las imágenes fascinantes y densas que se suceden
sin dar respiro en los poemas resplandecientes de su amigo.
Y si se propone desarrollar algún tema histórico o literario,
como los que solía redactar en el Gytnnasium, siente que no
está lo bastante seguro de sus ideas, y que su estilo da la im­
presión de carecer de gracia y de brillo comparado con el
modo agradable y transparente con que Schelling escribe pá­
gina tras página con asombrosa facilidad.
Además, en los propios estudios las cosas no marchan de
acuerdo a sus deseos. Un condiscípulo se le ha adelantado, y
del tercer lugar que ocupaba en su promoción se ha visto des­
plazado al cuarto. Esto lo hace dudar tremendamente de su
capacidad o del uso que está haciendo de ella. Le queda un
solo consuelo; y es pensar que él precisa más tiempo que los
otros para elaborar y asimilar las experiencias y los conoci­
mientos, pero que él va más allá y su espíritu es más pro­
fundo; que sus amigos obtienen sin dificultad los frutos es­
pontáneos de la adolescencia, pero que lo que él logre será
el resultado de la madurez; que cuando consiga expresar o dar
forma a lo que ahora presiente de una manera muy oscura
podrá llevar a cabo una obra de fundamental e indiscutible
trascendencia. Ésta es la seguridad que no lo abandona en
ningún momento, y que lo insta a proseguir con sus trabajos
y sus esfuerzos. Aunque el destino le tiene reservadas aún
pruebas más duras.
Otros compañeros con quienes los tres amigos establecie­
ron a través del contacto en las aulas del Stift sólidos vínculos
de amistad fueron Emst Friedrich Hesler, Friedrich Heinrich
Mógling, Isaak von Sinclair, Karl Friedrich Kapff, Johann
Christian Pfister, Johann Gottlob Süsskind (amigos estos dos
últimos en particular de Schelling), y, sobre todo, Karl Chris-
dan Renz, en quien los tres jóvenes veían un igual y deposi­
taban sueños de grandeza equiparables a los que sustentaban
con respecto a ellos mismos.
Insensiblemente, al pasar de los cursos de filosofía a los
de teología, Hegel se fue desinteresando de las cuestiones es­
trictamente filosóficas para abocarse, cada vez más, a la pro­
blemática religiosa. No obstante, llevó a este terreno, como
era inevitable —y como, por otra parte, ya había ocurrido
con la orientación dada a los cursos en la facultad de teolo­
24—Alberto Vanasco

gía—, la metodología del sistema crítico kantiano.


Kant era la gran mole con que se encontraban los jóvenes
estudiantes de filosofía en las últimas décadas del siglo xvm.
Emmanuel Kant, profesor de lógica y metafísica desde 1770
en la Universidad de Konigsberg, representaba en ese momen­
to la culminación de la filosofía en Alemania, si no en todo
el mundo. Ofrecía, a quienes se asomaban a su grandeza, una
obra llena de profundidades y alturas vertiginosas en que se
agotaban, desde un principio, los mayores esfuerzos por com­
prender, abarcar o al menos ordenar tal masa ingente de teo­
rías y conceptos sutiles y enrevesados. Ni pensar, por lo tanto,
en criticar o impugnar esa creación majestuosa. Lo único que
podía hacerse era acatar y someterse a su magnificencia y, en
el mejor de los casos, solidarizarse con ella. Abundaban, por lo
tanto, sus partidarios y seguidores, y no faltaban, por cierto,
algunos detractores, aunque éstos sólo respondían, casi siem­
pre, a la ofuscación e irritación que despierta toda creación
imponente y compleja.
Kant, luego de haber publicado, a los 22 años, un opúscu­
lo titulado Pensamientos sobre la verdadera estimación de las
fuerzas vivas, se había hecho famoso, 35 años después, con la
publicación de una de sus obras fundamentales, Critica de la
Razón Pura, en 1781. Cuatro años más tarde había dado a
conocer Fundamentación de la Metafísica de las Costumbres;
y en 1787 había visto la luz una segunda edición de Critica
de la Razón Pura. Por último, en 1788, se había editado su
Crítica de la Razón Práctica, y en 1790 —como ya dijimos—
la Crítica del Juicio, obra polémica, quizá la más profunda de
las suyas, en que ofrecía con gran amplitud y precisión una
concepción del mundo.
Pese a todo, Hegel no se deja arrebatar por el entusiasmo
y se resiste a adherir incondicionalmente a esa suprema crea­
ción del intelecto que ha subyugado a sus amigos Holderlin y
Schelling, y que, por otra parte, ha merecido ya la admiración
y el elogio de hombres como Schiller, Fichte y Karl Leonhard
Reinhold, este último profesor de filosofía en Jena desde el
año 1787.
Hay algo en la obra del maestro de Konigsberg que no ter­
mina de convencerlo, que le provoca una vaga pero sostenida
25—Vida y obra de Hegel

resistencia, tal vez cierta oposición entre el mundo sensible


y el racional que su intuición se niega a aceptar. Además, no
es nada incitante nacer a la filosofía en un momento en que
el horizonte se halla cubierto por una obra de tal magnitud
que parece destinada a ocupar todo el siglo. Pero lo impor­
tante es que Hegel se halla en esos años preocupado por pro­
blemas de índole religiosa y espera, como muchos, el libro de
Kant que se ha anunciado sobre ese tema trascendental pata
decidir su juicio sobre todo el sistema; y, por cierto, sus es­
tudios teológicos están por concluir y el libro aún no ha apa­
recido.
La problemática religiosa, tal como se les planteaba en­
tonces a los estudiantes del Instituto, y a Hegel en particular,
abarcaba, por lo menos, tres aspectos fundamentales: uno de
ellos era la forma en que se encaraba el hecho religioso en la
enseñanza dictada en la facultad de teología; el otro residía
en los fundamentos y preceptos que caracterizaban a las igle­
sias positivas, sea ya los del protestantismo luterano como de
la católica; y, en tercer lugar, se encontraba la cuestión deci­
siva de la propia fe, del credo personal, del sentimiento reli­
gioso con que cada uno de ellos enfrentaba tanto esos con­
ceptos como las instituciones en que se encamaban. En estos
tres planos se han de debatir, hasta mucho tiempo después de
haberse graduado —por lo menos hasta fines de ese siglo—,
las inquietudes metafísicas, si no místicas, del joven Hegel.
La enseñanza religiosa en la facultad de teología se había
visto penetrada también, naturalmente, por la fría racionali­
dad del siglo ilustrado y, por lo tanto, por los puntos de vista
críticos de la filosofía kantiana, aunque todo ello no era com­
pletamente ajeno —y menos incompatible— con el espíritu
activo y radiante de la fe luterana. Lo que no conformaba a
los jóvenes estudiantes de teólogos era la forma en que se
había tratado de aplicar dicha doctrina de la razón a la dog­
mática protestante. El jefe, por entonces, de la facultad de
teología de Tubinga era Gottlob Christian Storr, profesor de
la materia en dicha casa desde 1775, y con quien cursó Hegel
sus estudios. Storr había sido el inspirador y ejecutor de esta
tarea de conciliación entre los imperativos de la razón y los
fundamentos del cristianismo bíblico, pero al tratar de alcanzar
un compromiso entre los conceptos científicos de la época con
las manifestaciones sobrenaturales que constituyen el misterio
26—Alberto Vanasco

del cristianismo, sólo habían logrado un sistema de conceptos


endebles y del todo artificiales que en nada podían bastar para
las ansias de convicción y de seguridad con que los jóvenes
tomaban en consideración el fenómeno religioso. Frente a esas
flacas disquisiciones teológicas, prefieren la soberanía de la
razón proclamada por Kant, que es capaz de darse a sí misma
la ley, con independencia de las manifestaciones sensibles como
asimismo de toda autoridad y tradición.
Ello lleva a Schelling y a Holderlin, y más tarde también
a Hegel, al abandono de la idea de un Dios individual y a la
asunción de cierta forma de panteísmo, objetivo en el caso de
los dos primeros y absoluto en el del tercero.
En cuanto a la oposición de la iglesia positiva y la natural,
y los embates sufridos por su propia fe religiosa, Hegel dedi­
caría a esos temas la casi totalidad de sus próximos escritos,
que habrían de abarcar un periodo de cinco años, y que serían
las bases en que se cimentaría su futura obra filosófica.
El 20 de septiembre de 1793 es aprobado en la discusión
de un tema de teología propuesto por los profesores del Stift,
y el 22 del mismo mes recibe su diploma Pro Candidatura de
Magister en Teología.
Habiendo comprobado a lo largo de esos cuatro años de
estudio su absoluta falta de vocación para el ministerio ecle­
siástico, sintiéndose inseguro, además, de sus convicciones re­
ligiosas, y teniendo clara conciencia, por otra parte, de que su
fuerte no es precisamente la oratoria, el joven Hegel desiste
de convertirse en pastor y se decide por la enseñanza privada.
Los tres amigos se separan entonces pero no sin antes de­
jarse una consigna, un santo y seña para reconocerse cuales­
quiera que fuesen las circunstancias y «las transformaciones»
por las que debieran pasar. Estas palabras eran: «el reino de
Dios».
Capítulo III
BERNA (1793-1796)

El p r im e r pr e c e p t o r a d o . Los pr im e r o s e sc r it o s
TEOLÓGICOS
En agosto de 1793 —es decir, un mes antes de pasar su «dispu­
tación» final ante el Consistorio del Stift—, Hegel recibe del
señor Von Rutte —amigo de su familia que ejercía en Berna
la profesión de maestro de escuela— una misiva en que le
ofrecía un empleo de preceptor en esa ciudad, con un sueldo
de quince luises de oro, en casa del capitán de dragones Karl
Friedrich von Steiger.
Hegel responde de inmediato aceptando, en principio, la
proposición, aunque supeditando su partida al resultado del
próximo examen y a la obtención del permiso que debía otor­
garle el Consejo para realizar dicho trabajo. Conseguida la au­
torización, y habiendo cobrado una letra de cambio por valor
de cinco luises para afrontar los gastos del traslado —primer
emolumento recibido por el joven teólogo al comienzo de su
larga carrera—, Hegel parte hacia Berna en los primeros días
de octubre de ese año.
28—Alberto Vanasco

Holderlin, por su parte, se aleja también para desempeñar


igual cargo en Waltershausen, por mediación de Hegel, en
casa del barón Heinrich von Kalb, mayor del ejército francés,
cuya esposa —Charlotte Marschalk von Ostheim, amiga de
Schiller y de Jean Paul—, contaba en esa época 32 años, era
hermosa como la heroína de Goethe cuyo nombre llevaba y
poseía una amplia cultura, por todo lo cual no dejaría de pro­
vocar una honda impresión en el espíritu exaltado del poeta,
marcándolo con una desazón indeleble. Schelling, mientras tan­
to, debía permanecer en el seminario a fin de proseguir los
estudios orientales que había iniciado bajo la dirección del
exégeta e historiador de la Iglesia, además de semitista, Chris-
tian Friedrich Schnurrer, y luego partiría a su vez hacia Stutt-
gart y luego a Leipzig como preceptor de los dos barones Von
Riedsel.
Era común en aquella época que los jóvenes de Suabia que
no se inclinaban por la carrera eclesiástica se colocaran como
preceptores en casa de alguna familia aristocrática, o al menos
pudiente, de Suiza. Ya Christoph Martin Wieland (1733-1813),
el poeta amigo de Goethe, se había empleado allí en calidad
de profesor doméstico, con anterioridad a 1772, fecha en que
se trasladó a Weimar. A Suiza se dirigieron, también, con el
mismo objeto, varios compañeros de promoción de Holderlin
y Hegel.
Este último halló en casa de los Von Steiger tranquilidad
para continuar con sus estudios, bienestar económico, y como­
didad para llevar a cabo sus tareas didácticas; y en los hermo­
sos paisajes berneses, entre los lagos alpinos, esparcimiento
para su espíritu sometido a inmensas tensiones. Sus deberes
educativos se limitaban a la instrucción de los dos hijos del
matrimonio y a dictar de tanto en tanto algunas lecciones a la
hija menor, María Catharina.
El capitán Von Steiger había sido nombrado en 1785 miem­
bro del Gran Consejo de Berna, circunstancia que permitió al
preceptor de sus hijos observar de cerca las costumbres, inti­
midades y dificultades de una gran familia aristocrática ligada
a los altos intereses del gobierno y de las finanzas, experiencia
de la cual el futuro filosófico sabría sacar sustanciales conclu­
siones.
29—Vida y obra de Hegel

«R e l ig ió n p o pu l a r y cr ist ia n ism o »

Apenas instalado en Berna, el joven Hegel pone punto


final a un trabajo que casi ya había terminado de redactar el
último año en Tubinga y en el que ha tratado de desarrollar
sus puntos de vista sobre el problema religioso. Ese ensayo
teológico inicial lleva el título de Religión popular y cristia­
nismo}
Se funden aquí, por primera vez, sus conceptos acerca de
la cultura de la antigüedad, en especial de la religión griega;
sus opiniones sobre el cristianismo, en particular sobre la Igle­
sia católica; sus ideas derivadas de la Ilustración, sobre todo
las que provenían de la filosofía crítica de Kant; y, por último,
sus juicios relativos al proceso de la historia, influidos en parte
por el pensamiento de Herder. ¿De qué manera se conjugan
estos cuatro aspectos diferentes en el mismo enfoque de un
asunto determinado? El espíritu sintético de Hegel, que gusta­
ba de fusionar dialécticamente los conceptos y los hechos para
superarlos elevándolos a un plano superior, se había puesto en
marcha.
En resumen, se trata aquí de fundamentar los fenómenos
religiosos nada más que a través de la moralidad kantiana, una
prueba de lo cual veía Hegel en la religión griega, y otra en la
palabra de Cristo —que fuera desvirtuada por la Iglesia cató­
lica (y en cierta medida, también, por supuesto, por la lutera­
na)—, a fin de que la religión pueda llegar a ser lo que nunca
debió dejar de ser: es decir, la expresión espontánea, total­
mente libre, de un pueblo. Ahora bien, habiendo sido el pro­
testantismo una reacción contra la positividad de la Iglesia cris­
tiana, era sin duda la forma de cristianismo indicada para llevar
a cabo esta religión racional libre de todo dogma y de toda ley
escrita.
Con todo ello, Hegel llevaba un poco más allá lo que tan­
to Kant, como Herder, Lutero, y aun Cristo nunca se hubieran
atrevido a proponer. Lo extraordinario es que este teólogo re­
cién recibido en un seminario cristiano se declarara con tanta
saña en contra de toda teología y se mostrara tan severo hasta
con la figura de Cristo. Su tono es abiertamente polémico —sar­
cástico y agresivo— y sus ideas totalmente radicales. Claro que
30—Alberto Vanasco

con el tiempo su acento se hará más moderado y su pensamien­


to evolucionará, pero en este primer trabajo se encuentran ya
algunos conceptos básicos que no dejará de lado con las cuarti-
1. Mantenemos los nombres dados por H. N o h l a estos fragmen­
tos en su recopilación de Tabinea del año 1907 bajo el titulo general
de Hegels theologische Jugendscnriften.
lias y pasarán a integrar definitivamente su sistema ideológico.
Bastarían dos citas de este texto nada escolástico del sub­
versivo autor para dar una idea de su estilo desenfadado e irre­
verente —y brillante y ágil, por otra parte.
Dice, por ejemplo, refiriéndose a las doctrinas acerca de la
redención y la gracia: «Los cristianos han amontonado tal cú­
mulo de razones para reconfortarnos en la adversidad que, en
última instancia, deberíamos sentirnos apesadumbrados por no
perder un padre o una madre una vez por semana.» «Para los
griegos, en cambio, la desgracia era desgracia y el dolor era
siempre dolor.»
Y sobre el aparato ritual:
«Al celebrar la comunión universal no son pocos los que
temen contagiarse alguna enfermedad venérea a través del cáliz
fraterno de alguno de los que han bebido antes», y además,
luego, es preciso «echar mano al bolsillo en medio de todo aque­
llo y depositar la propia ofrenda en el platillo».
Contrapone en sucesivos aspectos un cristianismo degrada­
do y una antigüedad griega llena de grandeza; el primero re­
presenta la religión objetiva, esto es, la dogmática, libresca,
llena de reglas morales, sistemática, eclesiástica y racional, una
religión privada; la segunda constituye una religión subjetiva,
vale decir, no clerical, no teológica y, por lo tanto, popular,
que no da lugar a una iglesia particular sino que es una expre­
sión de la nación en su conjunto: «Una religión del corazón
capaz de inspirar las más grandes acciones, pues actúa sobre la
totalidad del hombre y no sólo sobre su corazón»... «que es
un poder viviente que florece en la existencia real de una co­
munidad, en sus hábitos, ideales, en sus fiestas y en su imagi­
nación». En definitiva, una religión no ultramundana sino mun­
dana.
En tal sentido, su crítica corrosiva llega hasta el fondo y
alcanza hasta a la figura de Cristo, aunque su interés y simpa­
31—Vida y obra de Hegel

tía por el Mesías no harán sino acrecentarse con los años. Aquí,
no obstante, establece un parangón entre Jesús y Sócrates en
el cual el primero queda en situación desventajosa frente al se­
gundo. Éste «no limitaba a doce el grupo de sus amigos», ya
que «el decimotercero, el decimocuarto y todos los demás eran
tan bien recibidos como los anteriores». Sócrates no pretendía
endilgar sermones sino iluminar a los hombres, y no perseguía
la uniformidad sino la diversidad. «No tenía interés en formar
un equipo que tuviese un mismo espíritu de cuerpo y recor­
dase para siempre su nombre.»
Pero aparte del tono impertinente y ácido que caracteriza
este primer trabajo, se deslizan bajo él algunas nociones que se
refieren a algo mucho más vital y significativo, y que confor­
man desde ya el núcleo de muchas de sus concepciones poste­
riores. Una de ellas radica en la observación que efectúa sobre
la estrecha correlación que existe entre todas las manifestacio­
nes sociales: «El espíritu de un pueblo, la historia, la religión,
el grado de libertad política de ese pueblo, no se dejan consi­
derar aisladamente, se hallan unidos en forma indisoluble.»
Con ese criterio, relaciona la desaparición de la religión
pagana con la extinción de la libertad en el mundo antiguo.
Atribuye el nacimiento del cristianismo al surgimiento del in­
dividualismo, que es, a su vez, una consecuencia de la propie­
dad privada. Ésta ha pasado a ocupar el lugar del Estado, el
cual desaparece, y su imagen, como un producto de su activi­
dad, se disuelve en el alma de los ciudadanos. Al no poder
éstos integrarse a una idea, esto es, a un todo, entran también
en conflicto, pues el individuo sólo puede realizarse identificán­
dose con aquello que lo sobrepasa, sea una familia, una cultu­
ra, o un estado. Se efectúa así el pasaje de una comunidad a
una sociedad, siendo esta última una unión que ciertos hom­
bres establecen en vista de sus propios beneficios, en tanto
que una comunidad es un fin en sí misma.
La libertad, por último, consiste en la integración a este
todo, a una idea, por lo tanto, en el sentido que dará más tarde
a este término; y al desaparecer la libertad la religión se trans­
forma en iglesia.
Hegel había logrado iniciar lo que ambicionaba desde la
época del colegio: «una historia pragmática».
Al fin, para «restaurar al ser humano en su totalidad», no
ve otro camino que la implantación de una fe religiosa de tipo
32—Alberto Vanasco

popular, que se exteriorice sólo en los sentimientos y en los


actos, y que «llenará la fantasía del pueblo con grandes imá­
genes puras e infundirá en las almas virtudes grandes y subli­
mes». Y pues la religión es el alma del estado, a través de ella
podrá alcanzarse la libertad y la realización. Éste es el tributo
pagado por Hegel al romanticismo, porque la fantasía y el en­
tusiasmo eran valores que exaltaba el Sturm und Drang; pero
no percibe que si, como ha dicho, es la propiedad privada la
causa de la desaparición de la religión pagana, el proceso es
irreversible debido a que la instauración de una religión popu­
lar no acabaría con el individualismo, producto de la propie­
dad privada.
Se pregunta, no obstante, si esa religión popular no podría
elevar al pueblo a un nivel moral más alto. «Se propondría la
moralidad —aclara— como fin supremo del hombre, no se ejer­
cería violencia alguna sobre ninguna conciencia en particular, ni
sería aceptado nada que no fuese reconocido por la razón hu­
mana universal, ni siquiera las doctrinas que trasciendan la
razón sin contradecirla.»
Esta última frase comprendía todo lo que él se habría de
proponer como filósofo: una concepción del mundo que no se
permita nada que no fuese reconocido por la razón universal,
ni siquiera aquello que pueda trascenderla sin contradecirla.
Era, en el fondo, la fe moral de Kant, basada en la con­
ciencia autónoma del hombre, que dejaba de lado los elemen­
tos positivos como meramente históricos, pero veía en esa re­
ligión el alma del estado. Según él, dicha religión superaría al
cristianismo y aun a la religión pagana.
De tal modo el joven Hegel trascendía la posición del pen­
samiento ilustrado ante la religión, que forzosamente desem­
bocaba en el ateísmo o en un panteísmo natural, y tendía un
nexo flexible entre la religión de la razón y la de los pueblos.
Esta religión debía cultivar el sentido de la belleza, a se­
mejanza de la griega, y su centro debía radicar en el amor. Es
por el amor tan sólo que la razón puede llegar a constituirse
en principio moral.

L a «V ida de J esús»
33—Vida y obra de Hegel

Sólo le faltaba concretar en una figura como la de Cristo el


sentido de esta religión. Y ése sería su próximo trabajo. Pero
entretanto han ocurrido algunos hechos importantes que no
dejarían de incidir en su realización. Ese año de 1793 ha apa­
recido por fin el tan esperado ensayo de Kant sobre el tema de
la religión. Su título es, precisamente, en términos bien kan­
tianos: La Religión dentro de los limites de la pura Razón. Su
lectura confirma a Hegel que sus investigaciones se hallan bien
encaminadas y lo insta a seguir adelante. Por primera vez, ade­
más, acepta sin reservas y hasta con entusiasmo el pensamiento
del maestro. En Francia, por otra parte, se acaba de declarar
la abolición del cristianismo y se ha establecido el culto de la
Razón. Nunca los hechos y las ideas habían marchado tan a la
par en el tiempo; y ellos, los filósofos de la nueva época, debían
sentirse los portavoces de la realidad.
A ello habría que agregar la publicación por parte de Schi-
11er en la revista Die Horen de sus «Cartas sobre la Educación
Estética del Hombre», a fines del año siguiente, que impresio­
naron vivamente a Hegel y ejercieron honda influencia sobre su
formación.
En 1794, Fichte da a conocer, asimismo, su Doctrina de la
Ciencia, que significaría para los tres amigos otro aporte fun­
damental, y al que dedicarían más adelante, cada uno por su
cuenta, largas horas de estudio.
Pero para Hegel, en particular, sucede algo que reviste para
él tanta o más trascendencia que los hechos anteriores. A fines
de ese año de 1794 lee en un periódico el anuncio de un ar­
tículo de Friedrich Schelling. Se trataba del ensayo «Sobre los
Mitos, las Leyendas históricas y las Máximas de la antigüedad»,
que debía aparecer al año siguiente en la revista de teología y
filosofía Memorabilien, que editaba a la sazón Heinrich Eber-
hard Gottlob Paulus, profesor de teología protestante en Jena
desde 1793.
La publicación por parte de Schelling, que apenas había
cumplido los 19 años, de este primer trabajo de 68 páginas en
una revista prestigiosa, conmovió profundamente al joven pre­
ceptor de Berna, que se sentía entre los Alpes aislado de toda
actividad literaria o intelectual. Él ya había cumplido los 24 y
sólo tenía borroneadas algunas cuartillas sobre la religión po­
pular, algo aún más breve sobre el régimen fiscal en Berna y
34—Alberto Vanasco

algunas notas sobre los cambios ocurridos en el sistema militar


a causa del tránsito de la forma monárquica de gobierno a la
republicana, cosas que evidentemente significaban muy poco
ante el sesudo trabajo de su amigo que se publicaría en la re­
vista de Paulus.
Muchas noches de insomnio, de contenidos y vagos impul­
sos de realización y gloria, perturbaron esos largos meses de
soledad, quitándole su tranquilidad de espíritu y su entereza
intelectual. Holderlin es el único que se ha acordado de él ese
año, haciéndole llegar en julio una carta desde Waltershausen.
En cuanto a su familia, las relaciones con su padre se han en­
friado aún más desde su alejamiento y apenas si se han escrito
una o dos veces por razones estrictamente familiares.
Su trabajo en casa de la familia Steiger, por añadidura, le
insume más tiempo del que había previsto, tal vez por su inve­
terada propensión a ocuparse de todo. Atiende la tramitación
de los asuntos legales, informa al capitán sobre la marcha de
los trabajos en la casa y en la viña, y acerca del estado de los
animales. Acompaña a la familia a su residencia veraniega de
Tschugg, y en ausencia del jefe lo mantiene al tanto de sus
actividades y de la salud de su mujer y de sus hijos.
Pero un gran desasosiego va llenando sus días. De esa épo­
ca data su costumbre de leer y escribir hasta altas horas de la
noche, como tratando de robarle horas al tiempo, y refugián­
dose en la paz nocturna, hábito que ya no abandonará en ade­
lante y que marcará su rostro, desde muy joven, con las hondas
huellas del desvelo y la fatiga.
No ha perdido, sin embargo, su proverbial jovialidad ni su
afición a las chanzas, lo que le ha granjeado numerosas amis­
tades y relaciones sociales entre las familias cultas de Berna,
aunque nada de ello era comparable a las inmensas satisfaccio­
nes y altas tensiones que se vivían en la atmósfera de Tubinga.
Por tal motivo, la carta que le escribió Holderlin el 10 de
julio de 1794 vino a romper su aislamiento y a sacudir su iner­
cia. El poeta le hace como introducción una extensa y viva
manifestación de amistad y de afecto, le recuerda su fórmula
de reconocimiento y lo pone al tanto de su buena suerte:
«Me gustaría, por cierto, tener de cuando en cuando a mi
35—Vida y obra de Hegel

alrededor tus lagos y tus Alpes. La vasta naturaleza nos enno­


blece y nos purifica irremediablemente. En compensación, yo
vivo en las proximidades de un espíritu singular, que supera lo
ordinario por su amplitud, su profundidad, su claridad y su
agilidad. Difícilmente hallarás en Berna un ser como frau Von
Kalb. Te haría mucho bien sumergirte en esta claridad. Si no
fuera por nuestra amistad, deberías estar un poco contrariado
por haberme cedido tan dichoso destino. Ella también debe
pensar que ha salido perdiendo con mi ciega felicidad, luego de
todo lo que le he contado de ti. Muy a menudo me ha exhor­
tado a que te escriba. Como ahora también.»
Luego agrega:
«Mis ocupaciones son en la actualidad bastante reducidas.
Kant y los griegos son casi mis únicas lecturas. Trato sobre
todo de familiarizarme con la parte estética de la filosofía crí­
tica.»
Hegel, por cierto, no tenía ninguna señora Kalb en su cer­
canía, y ya ni Kant ni los griegos podían bastar para apaciguar
su inquietud. Al enterarse de la publicación del artículo de
Schelling decide escribirle a éste para pedirle que lo ayude a
restablecer contacto con el mundo. Piensa con sumo cuidado
esa carta, como si supiera de antemano que de ella depende su
carrera futura. Es la Nochebuena de 1794:
«Querido amigo: Hace mucho tiempo que deseaba renovar
de algún modo las relaciones amistosas que nos han unido. He
vuelto a sentir ese deseo recientemente al leer (hace muy poco)
el anuncio de un articulo tuyo en las Memorabilien de Paulus,
por lo que te reencontré, como en otros tiempos, en tren de
aclarar conceptos teológicos importantes, contribuyendo así a
la desaparición de la vieja levadura. No puedo sino testimoniar
con satisfacción la parte que me corresponde en ello. Creo que
ha llegado ya el tiempo en que deberíamos expresarnos con
mayor libertad, y en que por una parte ya lo estamos haciendo
y podemos hacerlo.
»Sólo mi alejamiento del teatro de la actividad literaria me
impide recibir de vez en cuando noticias acerca de una cuestión
que me interesa sobremanera, y te quedaría muy agradecido si
36—Alberto Vanasco

quisieras hacerme llegar cada tanto algunas novedades, por una


parte con respecto a esta actividad y, por la otra, en cuanto a
tus trabajos personales. Aspiro vivamente a hallar alguna colo­
cación, no en Tubinga, en que pudiese volver a aprisionar lo
que ya casi he dejado escapar, y poner de nuevo manos a la
obra. No me hallo totalmente ocioso, pero mis ocupaciones
heterogéneas y a menudo interrumpidas no me permiten hacer
nada serio.»
Pregunta por algunos amigos, en especial por Renz, da su
opinión al pasar sobre Tubinga,
«Pasando a otra cosa, ¿cómo van las cosas en Tubinga? En
tanto que un hombre como Reinhold o Fichte no se haga car­
go de una cátedra, nada serio ocurrirá allí.»
y termina con un juicio en contra de los jacobinos, que acaban
de guillotinar a Carrier. Luego queda en espera de la respuesta.
Schelling, felizmente, contesta a vuelta de correo, haciendo
también vivas demostraciones de afecto hacia su compañero y
sintiéndose tal vez un poco solo en los claustros del Stift, pese
a sus éxitos y sus trabajos. Abre a Hegel sus brazos, y hasta le
solicita su apoyo en un acceso de indulgencia:
«Tómame de la mano, viejo amigo, no debemos llegar a ser
extraños el uno con el otro.»
Le hace un detallado panorama de la situación en Tubinga:
«Todos los dogmas posibles llevan ya el sello de "postula­
dos de la razón práctica”, y allí donde las pruebas teóricas o
históricas no resultan suficientes, la razón práctica (de Tubin­
ga) corta el nudo gordiano.»
Y le traza una clara descripción de los progresos de sus pro­
pias reflexiones:
«Me escribes a propósito de mi artículo en las Memoraba
lien de Paulus. Es algo ya bastante viejo, y elaborado con ra­
37—Vida y obra de Hegel

pidez; aunque, tal vez, no ha sido escrito completamente en


vano. Acerca de mis trabajos teológicos no hay mucho que de­
cir. Desde hace casi un año se han convertido para mí en
tareas secundarias. Lo único que me interesaba en ese enton­
ces era el estudio histórico del Viejo y el Nuevo Testamento
y del espíritu de los primeros siglos cristianos: es allí donde
hay todavía mucho que hacer; pero desde hace un tiempo tam-
bien eso ha quedado en suspenso. ¿Quién puede hundirse en
el polvo del pasado, cuando la marcha de su propio tiempo lo
aprisiona y lo arrastra a cada instante? Es en la filosofía donde
actualmente vivo y con la que urdo mis ideas. La filosofía no
ha llegado todavía a su fin. Kant ha dado los resultados; las
premisas todavía faltan. ¿Y quién puede comprender los resul­
tados no conociendo las premisas? Seguramente un Kant, pero
¿qué podrán hacer con eso todos los demás? Fichte, la última
vez que pasó por aquí, dijo que había que tener el genio de
Sócrates para comprender a Kant. Yo encuentro eso cada vez
más cierto. ¡Es necesario que vayamos más allá con la filosofía!
Kant ha barrido con todo y ha despejado el panorama, pero
¿cómo volver a marcarlo? Delante de sus ojos, uno debe partir
el asunto en pequeños pedazos a fin de que ellos lo puedan to­
mar en sus manos. ¡Oh! Cuántos kantianos uno encuentra aho­
ra por todos lados. Se han remitido a la letra y se consideran
dichosos de contemplar tantas cosas todavía frente a ellos.»
Esta transcripción tan extensa se justifica porque en estas
líneas Schelling expone a Hegel el sesgo definitivo que ha de
tomar su pensamiento en tres aspectos esenciales: en primer
término, su abandono de las preocupaciones teológicas y su de­
cisión de asumir la filosofía como un imperativo de su tiempo;
en segundo lugar, su intención de llevar más allá la filosofía
crítica, no contentándose con sus logros ni con sus premisas;
y, por último, su admiración por Fichte, con el que práctica­
mente irá a identificar su sentimiento filosófico. De Fichte dice,
específicamente, más adelante:
«Fichte llevará la filosofía hasta tal altura que delante de
ella aun la mayoría de los que hasta ahora han sido kantianos
habrán de sentir vértigo...»
Pero Hegel no parece haber dado importancia a ninguna de
38—Alberto Vanasco

estas tres revelaciones capitales hechas por su amigo: él prose­


guirá todavía por varios años sus indagaciones teológicas, sin
demostrar apuro ni inquietud por la especulación estrictamente
filosófica, como si estuviera totalmente seguro de los pasos de
su trayectoria. Ni siquiera se siente aludido o comprendido por
el sarcasmo de Schelling dirigido contra cierta clase de especula­
ción teológica nimbada de kantismo:
«Estoy firmemente convencido —sostiene casi al final de
esa misma carta— de que la vieja superstición, no sólo la de la
religión positiva sino aun la de la religión denominada natural,
se combina otra vez, en la cabeza de la mayor parte de ellos,
con la letra kantiana. Es divertido ver cómo se las arreglan para
obtener la prueba moral. En un abrir y cerrar de ojos el deus
ex machina aparece: ¡el ser personal, individual, que impera
allá arriba en los cielos!»
En lo que sí coincide Hegel en ese momento con Schelling
es en la recusación de ese ser personal e individual que impera
allá arriba. Y su Vida de Jesús constituye el intento de fundar
un cristianismo sin milagros, sin carácter divino, «sin escisión
entre el cielo y la tierra». Tal vez la figura que Hegel tenía en
esos años de soledad en Berna ante los ojos era más la de un
Lutero que la de un Kant.
Hegel empezó a escribir la Vida de Jesús el 9 de mayo
de 1795, es decir, apenas unos días después de haber inter­
cambiado con Schelling y Holderlin las primeras cartas en que
éstos le planteaban ampliamente sus respectivas inquietudes fi­
losóficas, y la termina el 24 de julio de 1795, al regresar de
Tschugg. Insiste en llevar a cabo los preceptos teóricos de Kant,
quien en su filosofía de la religión aconsejaba una «interpreta­
ción de las Sagradas Escrituras en el sentido de una religión
pura de la Razón». Es, ni más ni menos, lo que se propone
Hegel aquí. Como el fin último de la religión es «hacer mejo­
res a los hombres», el Evangelio no debe tender sino a eso.
Dice por boca de Abraham: «Al hombre le ha sido dada la ley,
su razón: ni del cielo ni de la tierra le puede venir otra ense­
39—Vida y obra de Hegel

ñanza.»
Este Jesús de Hegel recomienda «reverenciar la eterna ley
de la moralidad y a £1, cuya santa voluntad no puede ser afec-
rada por nada salvo por la ley». Es una Pasión cuyo drama con­
siste en el enfrentamiento de la Iglesia positiva y el reino de la
Razón: «Cuando reverenciáis como a vuestra ley más alta los
reglamentos de la Iglesia y las leyes del Estado, desconocéis la
dignidad y la fuerza que hay en el hombre para sacar de sí
mismo el concepto de divinidad.»
Comienza esta Vida con la acción de Juan Bautista y fina­
liza con el entierro de Cristo. Las palabras con que se abre el
libro anticipan en síntesis su contenido: «La Razón pura, libre
de toda limitación o restricción, es la deidad misma.» Y la ley
fundamental de su ética la expresa Jesús con palabras de Kant:
«Lo que podáis querer que sea una ley universal para los hom­
bres, válida incluso contra vosotros mismos, proceded con arre­
glo a tal máxima.»
Un Cristo humanizado que se desprende de su dimensión
divina para hacerse hombre mediante la razón: «La razón es
quien hace conocer al hombre su destino, el fin último de su
vida. Es verdad que a veces la razón es eclipsada, pero nunca
puede ser extinguida totalmente: aun en el centro de las tinie­
blas queda siempre un débil resplandor.»

«L a P o sitiv id a d d e la R e l ig ió n C r istia n a »
Apenas escritas las últimas líneas de su Vida de jesús, Hegel
se abocó a desarrollar en forma teórica los conceptos esencia­
les que se hallaban encarnados y, en algunos casos, planteados
tácitamente en su evangelio. Lo que le interesaba investigar en
esta nueva fase era la forma en que la palabra de Cristo, verbo
puro de la razón, había podido dar lugar a la constitución de
una Iglesia clerical y dogmática. Compone así su ensayo deno­
minado La Positividad de la Religión Cristiana, tercero y úl­
timo de sus trabajos teológicos de la época de Tubinga y Berna.
Es algo por demás curioso que mientras el joven preceptor
se halla empeñado en seguir elaborando esta apologética per­
sonal, en la correspondencia que mantiene tanto con Schelling
como con Holderlin quedan formulados ya con toda precisión
S los problemas filosóficos fundamentales que más tarde lo han
1 de llevar a exponer el sistema en que tratará de darles una in-
>• terpretación definitiva. O Hegel no ve en ese momento la pers-
§ pectiva que los mismos le ofrecen, o llevado por su irreductible
£ carácter metódico ha decidido dejar para más adelante dichos
j planteos y acabar en orden con lo que tiene entre manos. Una
^ corroboración de esta última hipótesis estribaría en el hecho de
que no hace mención explícita en esas cartas de dichos traba*
jos teológicos.
Las siete primeras cartas intercambiadas entre ellos —tres
de Hegel y tres de Schelling, además de la segunda de Holder-
lin del 26 de enero de 1795— son esclarecedoras en alto grado
de la situación en que se encontraba la especulación filosófica
en la última década del siglo, del lugar que ocupaban Kant,
Fichte y Spinoza en ese panorama, y las respectivas posiciones
de los tres jóvenes amigos. De algún modo, marcan el punto de
partida de sus trayectorias individuales.
Reconstruyamos ahora someramente las etapas capitales de
este itinerario intelectual:
Como ya hemos transcrito, Hegel le escribe a Schelling al
leer la noticia de la publicación de su nota sobre los mitos en
las Memorabilien, de Paulus, alegrándose de reencontrarlo
«como otras veces» en tren de dilucidar conceptos teológicos
importantes que habrán de contribuir sin duda a modificar las
antiguas creencias.
Le hace saber, a su vez, «con satisfacción», la parte que le
corresponde a él en dicha tarea, pues considera que ha llegado
el tiempo de expresarse con mayor libertad. (Hay aquí, quizás,
una alusión a sus propios trabajos, lo que sería un indicio de
que se disponía a darlos a publicidad.)
Concluye con una mención a las refutaciones de la obra de
Kant, de las cuales sólo «ha oído hablar» de la de Storr, pero
tiene la convicción de que la influencia de Kant — «que es has­
ta hoy silenciosa»— no se mostrará a plena luz sino con el
transcurso del tiempo.
Schelling, a su vez, se apresura a hacerle saber que «lo es­
pera todo de la filosofía», que las investigaciones de índole re­
ligiosa se han convertido para él en algo secundario y que en
esos momentos se ocupa, ante todo, de la problemática filosó­
fica. Se trata, en suma, de llevar más allá las conclusiones de
41—Vida y obra de Hegel

Kant. Le comunica que está leyendo la publicación inicial de los


Fundamentos de una Doctrina general de la Ciencia, que circu­
la privadamente en copias manuscritas, y se declara un admira­
dor de Fichte. Aunque acto seguido le anuncia que está traba­
jando en una Ética a la manera de Spinoza, en que habrá de
dejar sentados los principios más elevados de la filosofía, donde
se unen la razón teórica y la práctica. Es un trabajo que, según
afirma, está destinado «a saludar al nuevo héroe, Fichte, a su
llegada al país de la verdad». (Este primer ensayo estrictamen­
te filosófico, un intento de análisis de los Fundamentos de
Fichte, seria el titulado Sobre la posibilidad de una forma de la
filosofía en general, que hará editar ese año en Tubinga.)
Hegel responde a fines del mismo mes de enero de 1795,
congratulándose de la marcha en que el espíritu de Schelling se
halla empeñado desde hace tiempo y en el que continúa pro­
gresando sin cesar. En lo que respecta a su evolución particu­
lar, le comunica que ha retomado el estudio de Kant a fin de
clarificar sus propias ideas a la luz de sus resultados. Mencio­
na, de paso, a Reinhold, quien, en 1786 y 1787, había dado a
conocer sus Cartas sobre la Filosofía kantiana, con que había
contribuido en gran parte a sedimentar el éxito de la doctrina
de Kant en Alemania, pero cuyas conclusiones —según insinúa
Hegel— no terminan de satisfacerle. Objeta, asimismo, nada
menos que al héroe de Schelling, Fichte, por su Crítica de toda
Revelación, por cuanto según él ha abierto las puertas de par
en par a la enojosa confusión de pensamiento de la lógica teo­
lógica. Se propone, en cambio, apenas disponga del tiempo im­
prescindible, determinar con toda precisión en qué medida, lue­
go de haber consolidado la fe moral, se tiene necesidad retro­
activamente de la idea de Dios así legitimizada, por ejemplo, en
la explicación de las relaciones de finalidad, etc.
Le da noticias luego de Holderlin, quien —le informa—
asiste a las clases que dicta Fichte en Jena y «habla de él con
entusiasmo como de un titán que lucha por la humanidad». Sin
embargo, en esos días recibe una carta de Holderlin, fechada
el 26 de enero, en que el poeta —que ya está dando término
a su Hyperion, del que ha publicado un fragmento en la revis­
ta Neue Thalia, editada por Schiller— le resume las limita­
ciones que ha descubierto en el pensamiento del maestro, por
lo menos las que anotaba estando todavía en Waltershausen,
aunque ahora su opinión al parecer tiende a cambiar luego de
42—Alberto Vanasco

la lectura de los Fundamentos de la Doctrina general de la Cien­


cia y de los Cursos sobre la "Vocación del Sabio. Holderlin ex­
pone su disensión principal escribiendo textualmente: «Su Yo
absoluto (equivalente a la Sustancia de Spinoza) contiene toda
realidad; lo es todo y fuera de él nada existe. No hay, pues,
para este Yo absoluto ningún objeto, ya que de otro modo no
se hallaría en él toda la realidad. Pero una conciencia sin objeto
es inconcebible, y si soy yo mismo este objeto soy, en cuanto
tal, necesariamente limitado, por lo que no sería absoluto. Lue­
go, en el Yo absoluto, no es concebible ninguna conciencia;
en tanto que Yo absoluto carezco de conciencia y, en la medida
en que no poseo conciencia, no soy (para mí) nada. £1 Yo abso­
luto equivale (para mí) a Nada.» Holderlin, a fuerza de intui­
ción, había ido un poco más allá que sus dos amigos en la com­
prensión inmediata del camino sin retomo en que se había
aventurado el autor de los Fundamentos.
Schelling contesta la segunda carta de Hegel a vuelta de
correo, el 4 de febrero. Reconoce, en principio, las objeciones
hechas por su amigo con respecto a Reinhold y Fichte, aunque
le hace ver, en cuanto al primero, que su tentativa representa­
ba una de las etapas forzosas que la Ciencia debía cumplir
para que ellos, en poco tiempo, pudieran alcanzar el punto
más elevado del saber filosófico.
En lo que se refiere a Fichte, Schelling le concede también
que los modos de argumentación de su «héroe» son los de la
antigua dogmática pero le señala que, posiblemente, Fichte
lo ha hecho, por una parte, por espíritu de acomodamiento,
y, quizá, también, por otro lado, dejándose llevar por su estilo
mordaz, para divertirse con la superstición de los demás y ga­
narse así, irónicamente, hasta el agradecimiento de los teólogos.
Confiesa haber cometido él mismo en más de una oportunidad
tal equivocación y concluye finalmente «que la cosa debe ser
llevada a cabo con seriedad, y es de tu mano, querido amigo,
que yo espero la iniciativa».
Considera a continuación un interrogante que le ha plan­
teado Hegel y que preocupaba a éste en sumo grado en esos
momentos: «¿Si yo creo que con la prueba moral no arribamos
a un ser moral? Confieso que la pregunta me ha sorprendido;
no lo hubiera esperado de un frecuentador de Lessing, aunque
43—Vida y obra de Hegel

sin duda me la has planteado solamente a fin de constatar si


para mí dicha cuestión estaba totalmente resuelta. Para ti, se
halla superada desde hace muchísimo tiempo. Como para Les­
sing, los conceptos ortodoxos sobre Dios no son ya para no­
sotros.2 Mi respuesta es la que sigue: llegamos aún más allá
que a un ser personal.»
2. Lessing había hecho esa declaración en un diálogo mantenido
Y le hace esta afirmación singular:
«Yo, entretanto, me he convertido en spinozista. No te
asombres. En seguida vas a saber cómo ha sido esto. Para Spino-
za, el mundo (el objeto, en oposición al sujeto) era todo-, para
mí, es el Yo. La diferencia esencial entre la filosofía crítica
y la dogmática reside, según mi punto de vista, en esto, que
aquélla parte del Yo absoluto (que no ha sido todavía deter­
minado por ningún objeto), en tanto que la filosofía dog­
mática parte del objeto absoluto o del No-yo. Esta última,
llevada a sus últimas consecuencias lógicas, conduce al sistema
de Spinoza; la primera, en cambio, conduce al sistema kantia­
no. La filosofía debe partir de lo obsoluto. Y entonces el único
problema que se plantea es el de saber dónde reside este "ab­
soluto”, si en el Yo o en el No-yo. Si esta cuestión es resuelta,
todo ha sido resuelto.»
Sin percatarse de ello, Schelling acaba de presentarle a
Hegel en forma tajante la alternativa de hierro que éste habría
de intentar resolver a lo largo de toda su obra futura y a la que
daría una de las pocas, si no la única, respuesta adecuada.
Y Schelling, acto seguido, fija su posición personal:
«Para mí, el principio más elevado de la filosofía es el Yo
puro, absoluto, es decir, el Yo en la medida en que él es sola­
mente el Yo, en que no se halla todavía determinado por los
objetos, sino puesto por la libertad. El Alfa y Omega de toda
filosofía es la libertad.»
Su pensamiento coincide todavía, entonces, con el de Fichte,
y es spinozista, como aclara, en cuanto ha dado vuelta la filo­
sofía de Spinoza. Como Holderlin, ve el conflicto entre la con­
ciencia y el objeto, pero le da una interpretación que desde ya
deja traslucir el misticismo o panteísmo hacia el que se inclina­
rán sus trabajos posteriores:
«No hay posibilidad de conciencia sin objeto; pero para
Dios, es decir, para el Yo absoluto, no hay objeto, pues de otro
modo dejaría de ser absoluto; en consecuencia, no hay Dios per­
44—Alberto Vanasco

sonal, y nuestra más alta aspiración estriba en la destrucción


de nuestra personalidad, el pasaje a la esfera absoluta del ser,
pasaje que no es posible en la eternidad...» Y agrega el folleto
con |acob¡ el 5 de julio de 1785, según el mismo Fr. H. J acobi m
Vebér die Lehre des Spinoza in Uriefen an Herrn Moses Mendelssohn,
Breslau, 1785.
que Hegel le ha pedido, su primera publicación de índole filo­
sófica: Sobre la Posibilidad de una forma de la Filosofía en ge­
neral, Tubinga, 1795, escrita —como hemos indicado— bajo
la advocación de Fichte.
Hegel, en su respuesta, le hace saber que ha recibido las
hojas, aunque todavía no ha podido disponer del tiempo nece­
sario para estudiarlas en profundidad. Sólo le asegura que, en
la medida en que ha podido captar las ideas fundamentales, ve
en dicho trabajo un logro de la ciencia, que sin duda les dará
los resultados más fructuosos. «Veo allí la obra de un talento
de cuya amistad puedo estar orgulloso, y que aportará su in­
mensa contribución a la más importante revolución en el sis­
tema de las ideas de toda Alemania: alentarte a llevar a cabo
por completo tu sistema sería una ofensa, pues una actividad
que se ha propuesto tal objeto no tiene necesidad de tal pala­
bra de aliento.»
Y añade un párrafo que, ambiguamente, pueda aludir tanto
a su propio cometido en la perspectiva filosófica como al de
Schelling:
«Del sistema kantiano y de su más alta realización, yo es­
pero una revolución en Alemania, una revolución que partirá
de principios ya existentes, los cuales sólo necesitan ser obje­
to de una elaboración general, y ser aplicados a todo el saber
existente hasta ahora.»
Todo ello no le sugiere ideas filosóficas trascendentes ni
luminosas, pero lo llena de euforia desbordante y embriaga­
dora. Claro, todavía se propone leer —repite— los Fundamen­
tos de una Doctrina general de la Ciencia, de Fichte, y apenas
está concluyendo su estudio de Kant, pero ya tiene planeada, al
parecer, su Vida de Jesús:
«Creo que éste —dice al dejar desbordar su entusiasmo—
es el mejor signo de los tiempos: que la humanidad sea pre­
sentada como tan digna de estima en sí misma; ello es una
45—Vida y obra de Hegel

prueba de que el nimbo que rodeaba las cabezas de los opreso­


res y de los dioses de la tierra tiende a desaparecer. Los filóso­
fos demuestran esta dignidad, los pueblos aprenderán a sentir­
la; y no se contentarán con exigir sus derechos, revolcados en
el polvo, sino que los retomarán... se apropiarán de ellos nue­
vamente.» «Gracias a la propagación de las ideas que demues­
tran cómo debe ser una cosa, se desvanecerá la indolencia de
las gentes satisfechas, dispuestas a acoger eternamente las cosas
tal como son. Esta fuerza vivificante de las ideas —aun cuan­
do éstas deban sufrir algunas limitaciones, como la de la patria,
de su constitución, etc.— elevará los espíritus y éstos aprende­
rán a consagrarse a estas ideas. Pues en la actualidad el espíritu
de las constituciones ha celebrado un pacto con el egoísmo, ha
fundado sobre él su imperio.»
Y concluye, como era natural, con un arrebato romántico:
«Yo me dirijo siempre a mí mismo esta invocación del autor
de Vidas:* “¡Tended con todas vuestras fuerzas hacia el sol,
amigos, a fin de que la salud de la humanidad alcance pronto
su madurez! ¿Qué quieren las hojas que nos oponen obstácu­
los, qué quieren las ramas? ¡Abrios camino hacia el sol, y si
sentís fatiga, eso también es bueno! Dormiréis mejor.”»
Schelling, en su tercera carta, contesta con una andanada
capaz de hacer trastabillar al más esforzado: incluye una copia
de su «disputación»,4 otra de su segundo trabajo, Del Yo como
principio de la Filosofía o de lo absoluto en el Conocimiento
humano, y le anuncia que en el número 5 del periódico de
Friedrich E. Niethammer, Revista Filosófica, que acaba de apa­
recer, podrá leer sus «Cartas filosóficas sobre el Dogmatismo
y el Criticismo», discusión sobre la prueba de la existencia de
Dios basada en la oposición del sujeto y el objeto, que estaba
en boga entonces, y que era, por lo general, aplicada errónea­
mente.
Así, a los veinte años, Schelb'ng completaba su tercer en­
sayo filosófico. Hegel, a punto de cumplir los 25, no había ter­
minado sino uno de los trabajos que tenía proyectados. El re­
sultado de todo ello es que esa misma semana el joven exiliado
de Berna empieza a redactar su segundo estudio, La Positividad
de la Religión Cristiana.
Estando ocupado de lleno en esta tarea, tres días después
de haber cumplido los 25 años, envía todavía una cuarta misiva
S. Pasajes pertenecientes a la novela de T heodor G ottlob von
46—Alberto Vanasco

H ippel Vicias en linea ascendente, publicada en Berlín en 1778, la que


fue, durante muchos años, una de las lecturas predilectas de Hegel.
4. SciiKixtNG, por excepción, fue el redactor de las dos disertacio­
nes, tanto la teológica como la filosófica, que debían ser discutidas entre
todos los candidatos como examen final ante el Consistorio del Stift.
Por lo común, era escrita por uno de los profesores de la materia. El
trabajo de S c h e l l in g se tituló: De Marcione Paulinarum epistolarum
emendatore, Tubinga, 1795. Se preguntaba en él si Marción había adul­
terado las epístolas de Pablo.
a Schelling, en que le elogia sus trabajos y le agradece lo que
ellos le han revelado, pero deja caer una observación que pone
distancia entre ambos y de alguna manera marca la separación
definitiva entre las distintas idiosincrasias y concepciones de los
dos amigos. Anota Hegel:
«En el parágrafo 12 de tu escrito, atribuyes al Yo la cuali­
dad de única sustancia; si la sustancia y el accidente son con­
ceptos equivalentes, me parece que el concepto de sustancia
no debería ser aplicado al Yo absoluto, sino al Yo empírico, tal
como aparece en la conciencia de sí-mismo. Pero que tú no te
refieres a este Yo (que reúne la más alta tesis y antítesis), es
lo que me hace creer el parágrafo anterior (el 11), en el que
atribuyes al Yo la indivisibilidad, atributo que sólo debería ser
atribuido al Yo absoluto, tal como aparece en la conciencia de
sí-mismo, y en el cual se presenta como aplicado únicamente a
una parte de su realidad.»
Es en esta atmósfera, entre estos abstractos intercambios car­
gados de fervor, que Hegel escribe laboriosamente su estudio
sobre Positividad. Como puede suponerse, Kant es todavía el
inspirador de este segundo trabajo. Ya el creador de la filosofía
crítica había denunciado la antinomia entre moralidad y auto­
ridad, como lo expresaba claramente en su carta a Lavater del
28 de abril de 1775: «Salta a la vista que los apóstoles colo­
can la enseñanza auxiliar del Evangelio por encima de la ense­
ñanza fundamental y... en lugar de ensalzar como esencial la
teoría práctica de la religión de su sagrado maestro, ensalzan
la adoración de éste, además de una especie de captación de su
favor por medio de elogios y adulaciones, faltando con ello a
las palabras tan frecuentes y enérgicas del maestro mismo.»
Hegel parte también del supuesto de que «el fin y la esen­
cia de toda verdadera religión, como asimismo del cristianismo,
es el perfeccionamiento moral del ser humano».
Se pregunta, entonces, cómo la palabra de Cristo, que en el
47—Vida y obra de Hegel

fondo es la expresión pura del principio fundamental de la Ra­


zón, pudo dar lugar a una religión estatutaria, basada en la
autoridad. Para decirlo con las palabras de Lessing, ¿cómo una
religión eminentemente esotérica había podido convertirse en
un culto exotérico? Hegel enumera cinco circunstancias funda­
mentales que contribuyeron a esta separación entre ley moral
y dogma:
1) Una de ellas es la propia palabra de Jesús. Aunque la
figura de Cristo recibe aquí un trato más benigno que en sn
Vida, Hegel se ocupa en señalar en qué medida en las enseñan­
zas y en los actos de Jesús hay elementos autoritarios, no ex­
clusivamente éticos, que han podido dar origen a su tergiversa­
ción. En esto va más allá que Kant, quien pensaba que los
discípulos, al ensalzar la adoración del maestro, (altaban «con
ello a las palabras tan frecuentes y enérgicas del maestro
mismo».
2) El carácter de la religión judía también recibe parte
de la culpa: para demostrar que Él era el Mesías, única for­
ma de atraerlos, Jesús debió apelar a los milagros, con lo que
fomentó el respeto hacia su persona.
3) Otro elemento concomitante fue la ignorancia de los
apóstoles. Incapaces de comprender plenamente el mensaje de
Cristo se volcaron, como era lógico, a la veneración personal
del maestro.
4) La expansión de la comunidad cristiana influyó sensi­
blemente en el proceso. Del espíritu de secta se pasa gradual­
mente a la organización eclesiástica, por la imposibilidad de
transmitir la esencia de un mensaje a las grandes masas y la fa­
cilidad que significa la difusión de dogmas autoritarios.
5) El último punto es tal vez el más importante, y en el
que Hegel vuelve a coincidir con Kant y con Lessing, y es el
del carácter histórico de toda positividad religiosa. Kant con­
sideraba que las religiones positivas eran sólo momentos y eta­
pas de transición en la «evolución moral del género humano».
Lessing, por su parte, había observado que así como el derecho
natural tenía que dar origen, en el transcurso histórico, a un
derecho positivo, la religión natural debía también dar lugar a
religiones positivas. Hegel reconoce que los hechos pierden su
naturaleza estrictamente racional cuando se ven condicionados
por las circunstancias históricas. Las religiones estatutarias son,
g luego, realidades históricas. Y trae de nuevo a colación a la
| religión griega, que era también positiva pero más racional por-
£ que el pueblo griego era libre y en la libertad las instituciones
S eclesiásticas no prosperan. Jesús había predicado a un pueblo
•$ sin libertad política, lo que se agudiza cuando el credo pasa a
^ la plebe romana. Nadó así la Iglesia como institución. Hegel
ve en el protestantismo la esperanza de que la religión se trans­
forme otra vez en la veneración estricta de la ley moral, pues
el protestante «desea ser libre y protesta de toda imposición
dogmática».
No obstante esta esperanza, en este trabajo se inicia ya el
descreimiento por parte de Hegel en la posibilidad de restaurar
al hombre a través de la religión, y su inclinación cada vez más
firme hacia las proposiciones de la filosofía. Aunque todavía
llevará a cabo un último análisis del cristianismo durante sus
próximos años en Frankfurt.
El estudio sobre la Positividad de la Religión Cristiana
había sido escrito en su mayor parte antes del 2 de noviembre
de 1795. La parte final lleva fecha del 29 de abril de 1796 y
concluye de pronto con un alegato contra el poder de la Iglesia,
que se opone al derecho: «Ningún hombre puede renunciar al
derecho de darse a sí mismo la ley, de pedirse cuentas a sí mis­
mo, porque con esta enajenación cesa de ser hombre», palabras
ya típicamente hegelianas.
Es que, mientras tanto, las cosas no marchaban del todo
bien en Alemania.
La muerte de Federico el Grande, cuya acción de gobierno
había dado lugar a todo lo grande que, sobre todo en el plano
cultural, vivía en ese momento Alemania, con la filosofía kan­
tiana en la cumbre de esa grandeza, no tardó en hacer sentir sus
efectos sobre la actividad artística e intelectual. Debía ser pre­
cisamente en Kant en quien este cambio se manifestara en su
forma más escandalosa.
El ministro de Enseñanza y Cultos de Federico II, Zedlitz,
fue remplazado dos años después de morir el monarca por
J. Christoph Wollner. Una de las primeras medidas tomadas
por este funcionario intrigante y oscurantista, fue la promulga­
ción de un edicto sobre la religión que autorizaba la libertad de
credo siempre que cada cual «guardase para sí sus opiniones y
se cuidase estrictamente de difundirlas o de intentar convencer
49—Vida y obra de Hegel

a los demás, extraviándolos o haciéndolos vacilar en su fe».


A este edicto le siguió otro sobre la censura, que originó la de­
signación de una comisión de lectura que debía leer y otorgar
permiso a todo lo que se imprimiese en Prusia.
En 1793 apareció el ensayo de Kant La Religión dentro de
los límites de la pura Razón —en que el filósofo de casi seten­
ta años volvía a plantear el principio de la autonomía moral,
con prescindencia de toda legislación—. El libro vio la luz
luego que los ensayos que lo conforman hubieran padecido to­
das las vicisitudes de la censura. Sin embargo, el 1 de octubre
de 1794 su autor recibía una carta —de puño y letra del rey—
en que éste le recriminaba abusar de su filosofía para tergiver­
sar las doctrinas fundamentales del cristianismo, y lo intimaba,
so pena de dictar medidas desagradables para él, a abstenerse
en lo sucesivo de reincidir en semejante falta.
Kant se apresuró a hacer público su acto de contrición, de­
clarando solemnemente que «como el más leal y sumiso de los
súbditos de Vuestra Majestad, me abstendré totalmente en
adelante, tanto en mis lecciones como en mis escritos, de toda
exposición pública referente a temas de religión, sea ya la na­
tural como la revelada», y aunque limitaba el tiempo de su pro­
mesa a la circunstancia de ser «súbdito de Vuestra Majestad»,
su sumisión no fue bien recibida por la intelectualidad ilustrada.
El mismo Kant lo había dicho: «cuando los grandes del
mundo se hallan en trance de arrebato», nada puede hacerse
porque «sus palabras no serán escuchadas».
Estas medidas represivas habían llegado a hacer sentir sus
efectos también en los claustros estudiantiles y, en especial, en
los universitarios, pues los candidatos debían ser sometidos a
un minucioso examen, y los aspirantes a teólogos estaban obli­
gados a hacer una profesión de fe en la que se comprometían
a no rebasar los límites del dogma en el desempeño de sus fun­
ciones pedagógicas o eclesiásticas. (Rescripto del 9 de diciem­
bre de 1790.)
El panorama general se vio agravado en Württemberg por
el gobierno autócrata del duque Luis Eugenio, fundado en la
hipocresía y el temor, y en el que los intrigantes se constituían
en jueces de la moralidad pública que apreciaban méritos y dis­
tribuían empleos entre los súbditos según el grado de beate­
ría de cada uno de ellos.
Las acusaciones de ateísmo se fueron haciendo comunes y la
50—Alberto Vanasco

autocensura empezó a provocar más estragos que la censura


misma. La nobleza había delegado en los hijos de los plebeyos
las especulaciones en tomo a Dios y las cuestiones últimas, con­
siderándolas inofensivas, pero los intelectuales burgueses habían
aprovechado hasta tal punto aquella atribución que casi termi­
naron por socavar las bases mismas del sistema, por lo que los
nobles se vieron competidos a poner diques nuevamente a toda
manifestación ideológica. Esto no pudo menos que conmover
profundamente a los jóvenes intelectuales de la burguesía que
hasta ese momento se habían creído llamados a llevar a cabo
una revolución radical.
Todo ello contribuyó, sin duda, a que Hegel no concibiera
ninguna esperanza precisa en cuanto la publicación de los tra­
bajos que iba desarrollando. Empero, la muerte del duque Luis
Eugenio el 20 de mayo de 1795, y el advenimiento al poder de
su hermano Federico Eugenio, de espíritu más liberal, reavivó
las esperanzas de los jóvenes wurttembergueses, por lo que
Hegel concluyó con mayor entusiasmo su Vida de Jesús y aco­
metió de inmediato su segundo trabajo acerca de la positividad
de la religión cristiana.

Sin embargo, lo abandona el 2 de noviembre de 1795 y no


lo concluye hasta el 29 de abril de 1796. El desaliento ha hecho
presa nuevamente en él, y se vuelve hacia el horizonte en busca
de una salida que le permita escapar de Berna. Siente que ne­
cesita otra atmósfera, otras relaciones, otra clase de estímulos
para llevar a cabo lo que sabe que sólo él podrá hacer. Sobre
todo comprende que ya Berna le ha dado todo lo que le era
posible. Y siempre están además presentes en su imaginación
Hdlderlin y Schelling, publicando cosas, en contacto con edito­
res, haciendo conocer sus nombres cada vez más.
La vida, por otra parte, de las clases elevadas, a que había
tenido acceso durante su permanencia allí, terminó también por
decepcionarlo, si no indignarlo y escandalizarlo, en particular
cuando le tocó presenciar una elección de los candidatos al Con­
sejo Soberano. Cada diez años este cuerpo completaba sus efec­
tivos remplazando a los miembros que habían muerto o parti­
do durante ese periodo, que por lo general eran cada vez
51—Vida y obra de Hegel

alrededor de unos noventa. Las mezquindades y pequeneces hu­


manas que salían entonces a la luz, las intrigas abyectas y burdas
que se ponían en evidencia superaban toda la capacidad de ima­
ginación del joven Hauslehrer: los padres hacían nombrar a
sus hijos o a los maridos de sus hijas, los hijos y los yernos
a sus amigos o socios. «Para llegar a conocer una constitución
aristocrática —le escribía Hegel a Schelling— es necesario ha-
ber pasado aquí uno de esos inviernos, antes de Pascuas, en
que tienen lugar las elecciones complementarias.»
A mediados de ese año comienza entonces Hegel sus tanteos
epistolares. Se dirige a Holderlin, que por su lado está hacien­
do iguales gestiones; a sus profesores de Tubinga, por un pues­
to de maestro en esa ciudad; a Jena, por intermedio de Schelling;
y por último a Weimar, a través de funcionarios amigos de su
padre.
Pese a este sondeo general las respuestas no le aportan, de
inmediato, un resultado positivo. Holderlin está en tratos por
un puesto de preceptor en Frankfurt, en casa del banquero de
esa ciudad Jakob Friedrich Gontard, pero la guerra, que ha
vuelto a recrudecer, ha impedido la prosecución de las gestio­
nes. La orilla izquierda del Rin se hallaba ocupada por las tro­
pas francesas y pese al tratado de Basilea (de abril y julio de
1795) se han reiniciado entretanto las acciones. La ciudad
de Maguncia había sido tomada por los franceses, luego por
los prusianos y los austríacos. Por otra parte, el candidato que
tenía Holderlin para Hegel en Frankfurt era un niño de 4 años,
lo cual no significaba ninguna perspectiva alentadora para el
joven pedagogo.
Holderlin, en definitiva, le insta a aceptar un puesto de
maestro en Tubinga, donde podrá desempeñar el papel de quien
despierta a los demás a la vida, aunque los sepultureros del
lugar se opondrán en todo lo posible a ello. En cuanto a él, le
comunica que si no halla pronto una ocupación, se dedicará
al ocio, apretándose el cinturón. Y por último le dice que val­
dría la pena escribir esas paráfrasis de las epístolas de Pablo
de las que le ha hablado. Seguramente Hegel lo había consul­
tado acerca de un comentario de esas epístolas que pensaba es­
cribir como complemento de su Vida de Jesús, proyecto de una
biblia propia que en seguida abandonaría.
Holderlin concluye su carta tristemente, como un leve pri-
8 mer signo de la hipocondría que terminaría por abatirlo: «De­
ll searía que el intercambio de correspondencia entre nosotros
¿ terminara, al menos por un tiempo. Cuando no hablamos, no
§ hay, al menos por mi parte, ningún provecho para ti.» El poeta
;| confiaba todavía en la palabra hablada. A fines de ese otoño
y de 1795 se encontraría con Schelling en Nürtlingen, pequeño
EJ pueblo en que residía su familia, ubicado entre Tubinga y Stutt-
gart, y la conversación que allí mantuvieron ambos debía in­
fluir sustancialmente en la redacción de la segunda parte de las
Cartas filosóficas sobre el Dogmatismo y el Criticismo que
Schelling se disponía a publicar en esos meses en la Revista Fi­
losófica.
Éste también le contesta desde Leipzig, adonde ha ido con
sus pequeños discípulos. Había aceptado ese cargo porque le
habían prometido un viaje a Francia o a Inglaterra, que final­
mente no se realizó. Una de las condiciones era que la monar­
quía recuperase el poder en Francia. Cansado de ser sospecha­
do de demócrata, de racionalista, de iluminado, sólo sueña con
dejar el país. En cuanto a las gestiones en Jena relativas a He­
gel, no ha podido lograr nada concreto. Ha advertido, sin em­
bargo, un estado de abatimiento en Hegel que no considera
digno de él. «Un hombre de tu capacidad —le dice— no debe
dejarse ganar por el desaliento.»
Por fin, Holderlin rompe su silencio para darle la buena
nueva. Le ha conseguido una ventajosa situación de preceptor
en casa de un acaudalado comerciante, en Frankfurt, donde él
mismo se hallaba ya desempeñando esas (unciones en el hogar
del banquero Gontard y, sobre todo, de la señora Susette Bor-
kenstein Gontard, madre de sus dos discípulos, con la que repe­
tirá su apasionada relación con Charlotte von Kalb, y a la cual
consagrará en la figura de Diotima.
En cuanto a las condiciones ofrecidas a Hegel no podían ser
más atrayentes: un sueldo de 400 florines, casa y comida gratis.
Además, se le haría llegar una letra de cambio por valor de
10 Carolinas para solventar el costo del viaje. La casa del ne­
gociante Johann Noé Gogel y de su esposa, Margaretha Sybilla
Koch, era una de las más hermosas de la villa, situada sobre la
bella plaza del Rossmarkt. Hegel dispondría de una amplia
habitación con ventanas a la calle, al lado de la de sus dos dis­
cípulos, de 9 y 10 años respectivamente. El joven preceptor no
5}—Vida y obra de Hegel

tenía por qué no congeniar con el señor Gogel, de carácter en


muchos aspectos notablemente parecido al suyo, y con la señora
Gogel, que pese al elevado rango social que ocupaba no gus­
taba alternar con la aristocracia, debido a «la fealdad de sus
costumbres, a su pobreza de espíritu y de sentimientos».
Su única labor extra sería dar algunas lecciones esporádi­
cas a la hija menor del matrimonio, pero «¿quién no se entre­
tendría gustoso pasando un cuarto de hora con una criatura
angelical como aquélla?», según le aclararía Holderlin para
animarlo.
Hegel, en consecuencia, aceptó sin más trámite el trabajo,
pidiendo sólo un plazo de dos meses para dar término a sus
compromisos todavía pendientes con los Steiger.
Y a mediados de enero de 1797 se puso en viaje a Frank-
furt.
Holderlin le había enviado, como bienvenida, esas palabras
que sólo un poeta puede tener reservadas para un amigo:
«En fin, déjame también decirte esto que me sale del cora­
zón: un hombre que pese a las transformaciones tan variadas
de su situación y de su carácter ha seguido sin embargo sién­
dote fiel con sus sentimientos, sus recuerdos y su espíritu; un
hombre que será más profundamente y más ardientemente que
nunca tu amigo, que compartirá gustoso y libre contigo todas
las vicisitudes de la vida, a quien sólo le faltas tú para que su
situación sea completamente dichosa, ese hombre... ese hom­
bre no residirá lejos de ti, si vienes a Frankfurt.»
Y concluye su misiva de esta manera: «Tendría aún mu­
chas cosas que contarte, pero tu venida aquí debe ser el prefa­
cio de un libro largo, muy largo, interesante y desprovisto de
erudición, del que tú y yo seremos los autores. Tu Holderlin.»
Capítulo IV
FRANKFURT (1797-1300)

LOS ÚLTIMOS ESCRITOS TEOLÓGICOS.


E l FIN DEL PRECEPTORADO
Sin embargo, todo ello no era sino una fantasía de poetas y de
amigos. La vida tiende siempre a la tragedia, porque sus pro­
tagonistas son trágicos. En Frankfurt lo esperaban a Hegel la
soledad, el cambio y el encuentro consigo mismo. La soledad,
porque debido a distintas causas sus dos amigos más íntimos,
de quienes dependían, por otra parte, sus únicos lazos con el
mundo de las letras y del pensamiento, iban a alejarse de él du­
rante esos tres años. Schelling, una vez egresado de Tubinga
y autor ya de tres ensayos medulosos que le habían hecho ganar
notoriedad en los círculos académicos, se había entregado, con
todo el entusiasmo de que era capaz, al vértigo de las obliga­
ciones mundanas y a los halagos de la carrera literaria. Hubo
otro hecho, empero, que influyó quizá de manera decisiva en su
distanciamiento de Hegel. Cuando dio a publicidad en la Re­
vista Filosófica la segunda parte de sus Cartas sobre el Dog­
55—Vida y obra de Hegfil

matismo y el Criticismo, Hegel le escribió haciéndole cono­


cer el juicio que le merecía dicho ensayo y, aunque Schelling
respondió vivamente agradecido confesándole que tenía sumo
interés en comprobar si sus Cartas soportaban esa prueba,
algo debió molestarle o disgustarle en el contenido o el tono
de esa crítica porque a partir de entonces interrumpió su co­
rrespondencia. Un indicio a favor de esta hipótesis puede ha-
liarse en el hecho de que Schelling no conservó entre sus pape­
les —como solía hacer con los documentos importantes— esta
carta en que Hegel le hizo llegar su opinión sobre su trabajo.
Holderlin, a su vez, a pesar de las expresiones tan fervo­
rosas de comunión espiritual, al poco tiempo de llegar Hegel
se marchó de Frankfurt para ir a radicarse a Homburg. Su pa­
sión por Susette Gontard había llegado a adquirir proporcio­
nes trágicas y debió abandonar su casa y su proximidad en
forma más que precipitada. La guerra había cumplido su papel
en este drama. En ese año de 1796 el ejército del Rin y Mo-
sela, a cuyo frente se hallaba el general Moreau, había ocupado
el sur de Alemania. Kléber, comandante del ejército del Sambre
y Mosa, amenazaba bombardear Frankfurt. El 10 de jimio de
ese mismo año Holderlin dejó la ciudad en compañía de sus
dos discípulos y de la madre de éstos, dirigiéndose en un pri­
mer momento a Kassel y luego a Bad Driburg, en Westfalia, un
mes antes que el bombardeo se hiciera efectivo. Esta inespe­
rada excursión con Susette Gontard y sus hijos facilitó la inti­
midad y la comprensión entre los dos jóvenes, por lo que el
embelesamiento de Holderlin alcanzó su culminación. Al tiem­
po de regresar a Frankfurt se produjo el conflicto con el marido
y el joven preceptor debió abandonar su puesto y la ciudad en
que residía Diotima. Unos meses antes Isaak von Sinclair había
entrado al servicio del landgrave de Homburg y allí se dirigió
Holderlin contando con su ayuda.
Dijimos que Hegel había hallado también en Frankfurt el
cambio y el encuentro consigo mismo. En efecto, librado allí a
sus propias fuerzas, en lucha con las más graves cuestiones
metafísicas y enfrentado a su realización personal, descubrió su
destino definitivo, el estilo de pensamiento y de expresión que
caracterizará todas sus obras y la visión del mundo a la que ha­
bría de consagrar su vida.
En los comienzos de su estadía en Frankfurt mantuvo una
relación —aunque fue sólo epistolar— que pudo haberlo sal­
56—Alberto Vanasco

vado de su soledad pero se disolvió paulatinamente a lo largo


de cuatro o cinco cartas. Ella se llamaba Nanette Endel, era
unos pocos años menor que él, católica practicante, de mediana
cultura y amiga de su hermana. Tenía, al parecer, un carácter
dulce, una voz suave, grandes ojos negros, y un recato a toda
prueba. Wilhelm la había conocido en Stuttgart cuando pasó
por allí para ver a su familia y a sus amigos antes de dirigirse
a Frankfurt. Nanette, por razones personales, se hallaba vi*
viendo temporalmente en su casa, y el joven magister tuvo opor­
tunidad de pasar con ella largas y apacibles horas de plática y
de intimidad durante los tristes crepúsculos de principios de
aquel invierno. El hecho de que ella fuese católica y gustara,
como todas las jovencitas de su tiempo, de la literatura román­
tica, fue una circunstancia propicia para que Hegel aplicara
sus argumentos teológicos e hiciera gala de sus conocimientos
literarios. Mediante la ironía y el adoctrinamiento intentó mos­
trarle las limitaciones del catolicismo apostólico, aunque la de­
voción de ella se mantuvo incólume, y en cuanto a la literatu­
ra le hizo leer —o le leyó, a la pálida luz del quinqué— los
primeros capítulos de Karoline von Wolzogen, a cuya fascina­
ción Nanette sí sucumbió. Esta extensa novela se publicó por
entregas y anónimamente en la revista Die Horen, de Schiller,
hasta mayo de 1797, y en su época gran parte de los lectores
la atribuyeron a la pluma de Goethe. Se esboza así un romance
platónico cargado de insinuaciones y posibilidades que, pese a
las esperanzas de Wilhelm, no pasó de allí.
Apenas instalado en Frankfurt trató de mantener este idilio
en forma epistolar, pero en el transcurso de unos pocos meses
el amor fue cediendo lugar a la amistad, la que a su vez se di­
luyó inexorablemente en el olvido.
En marzo de 1797 Nanette abandonó la casa de Hegel en
Stuttgart, tal vez por problemas que se suscitaron en su rela­
ción con Christiane, pues ya de ese tiempo datan las primeras
manifestaciones de sus desarreglos nerviosos. Es en la misma
época cuando su correspondencia con Wilhelm llega a interrum­
pirse casi por completo. La joven Endel se traslada a Obbach,
villa de la baja Franconia, a orillas del Main, para colocarse en
calidad de dama de compañía en casa de la baronesa Von
Bobenhausen. Hegel se esfuerza por persuadir a Nanette para
57—Vida y obra de Hegel

que pase por Frankfurt antes de dirigirse a Mcmmingen, o al


menos para que se llegue hasta allí luego con su nueva protec­
tora, pero no es escuchado en ninguno de estos dos casos y de­
bió conformarse con recibir de tarde en tarde algún regalo
hecho por sus manos —un estuche bordado o un abrigo teji­
do— o con bañarse en el verano en las aguas del Main pen­
sando que ella «quizás había visto correr en Obbach las mis­
mas ondas que lo refrescaban» en Frankfurt, o, simplemente,
rememorando, al oír algún vals, lo mucho que habían bailado
aquella noche de su despedida en Stuttgart.
Pese a lo mucho que se divirtieron y rieron con su Nanette
en esos días, los amigos con que se encontró de nuevo al cabo
de una separación de tres años se sorprendieron de no hallar al
Hegel expansivo y jovial de siempre. Más tarde recordarían
haberse reencontrado con un hombre abstraído, caviloso, con
un carácter grave que no concordaba plenamente con el que co­
rrespondía a un joven de 26 años.
Aun antes de dejar Berna había hecho Hegel un viaje, bas­
tante más extenso que los rápidos y frecuentes paseos con que
solía recorrer los Alpes berneses acompañado siempre por al­
gún conocido o amigo. Fue ésta una excursión de dos meses
que realizó por el Oberland y de la cual llevó un minucioso y
variado diario de viaje. Efectuó esta gira durante los meses de
julio y agosto de 1796 en compañía de tres preceptores sajo­
nes, desde Berna a la Grunsel y Lucerna, y entre los imponen­
tes panoramas de la Jungfrau, el Monch y el Eiger. Su diario
nos permite apreciar de qué modo su curiosidad se extendía ya
a todas las formas de las manifestaciones humanas y de la na­
turaleza. Demuestra aquí el joven preceptor el mismo vivo in­
terés por las particularidades del paisaje, las formaciones geoló­
gicas y las costumbres que por las supersticiones que descubría
entre los pobladores de los valles, la fabricación de quesos, las
industrias artesanales y la belleza de las altas cimas. Pero hay
en especial un aspecto que denota la inclinación del espíritu del
autor del diario —que será luego un rasgo distintivo en él—
a contraponer lo permanente y lo fugaz, y dentro de lo efíme­
ro, el juego de lo que es y de lo que va dejando de ser, como un
constante anularse y afirmarse. Esta impresión la recibe en
particular al contemplar la cascada del Reichenbach, que lo
fascina, y acerca de la cual escribe:
58—Alberto "Vanasco

«El majestuoso espectáculo nos compensó por las muchas


dificultades de esta jornada desagradable. Arriba, por una es­
trecha fisura entre las rocas, brota un delgado chorro de agua
que cae luego verticalmente en amplias ondas, las que arras­
tran hacia el curso inferior la mirada del espectador, ondas
que éste jamás puede fijar ni seguir puesto que su imagen y
sus formas se disipan a cada instante y constantemente ceden
el sitio unas a las otras. En este salto de agua se observa siem­
pre la misma imagen, y al mismo tiempo se ve que jamás es
la misma.»
Y ante la desolación de las cumbres anota:
«En el pensamiento sobre el tiempo que tienen estas mon­
tañas y acerca de esa especie de sublimidad que se les atribu­
ye, la razón no halla nada que le parezca imponente, nada que
la obligue a maravillarse o asombrarse. La visión de estas ma­
sas eternamente muertas no me ha ofrecido más que un es­
pectáculo monótono y, a la larga, aburrido: así es.»1
Nada halla en lo inerte y en lo rígido que lo entusiasme;
en cambio, lo voluble y lo palpitante lo cautiva. Igual actitud
adoptará frente a las yertas verdades dogmáticas y a las cam­
biantes formas profundas de la vida.
La alusión a esa «jornada desagradable» se debe a los
fuertes vientos y casi constantes lluvias que debieron soportar
durante la mayor parte del trayecto, por lo cual se vieron
obligados a pasar largas horas refugiados en casas de los mon­
tañeses, circunstancia «desagradable» a la cual debemos, sin
embargo, las páginas detalladas y reveladoras de este diario
de viaje.

Desde el «desgraciado» Frankfurt, Hegel solía contemplar


los elevados picos del Feldberg y el Alkin porque sabía que
al pie de ellos se hallaban sus amigos Sinclair y Holderlin.
Con este último, aunque ambos habían mantenido largas con­
versaciones que fueron fundamentales para él, no logró rea­
nudar la vieja camaradería a causa de las dificultades sentimen­
59—Vida y obra de Hegel

tales y de carácter que atravesaba el poeta. En 1797 Holderlin


dio a publicidad el primer volumen de Hyperion y al año
siguiente se alejó para siempre de Frankfurt. Si bien su re­
1. Citado por J acques D ’H ondt en Hegel, philosophe de l’histoire
vivante, Prcsses Universitaires de France, 1966. H ay edición en español,
en traducción de Aníbal C. Leal, Amorrortu Editores. Buenos Aires,
1971. bajo el titulo Hegel, filósofo de la historia viviente.
encuentro había resultado beneficioso para Hegel también lo
había sido para su desdichado amigo, aunque con sus pruden­
tes palabras no consiguió sacarlo de la confusión existencia]
en que se hallaba envuelto. Hórderlin escribía en esos días:
«El trato con Hegel me hace mucho bien. Me complace este
reposado hombre de razón, porque puede orientarlo a uno
muy bien cuando no se sabe a qué carta quedarse con uno mis­
mo y con el mundo». Sin embargo, antes de iniciar el camino
que lo hundiría en las sombras, dejó en el espíritu de Hegel la
palabra que fructificaría en una luminosa concepción del mundo.
Sus otros amigos, también, se habían visto mientras tanto
alejados de él llevados por sus intereses y vicisitudes perso­
nales.
F. H. Mogling, que había sido con quien mantuviera en
su periodo de Berna un trato amistoso más asiduo, se había
quedado en Stuttgart entregado por entero a su carrera en la
corte de Württemberg. K. C. Renz, luego de ocupar el cargo
de vicario en Maulbronn de 1795 a 1797, se desempeñaba
ahora como maestro en el seminario de Tubinga. Pese a los
esfuerzos que hicieron tanto Schelling como Hegel para ins­
tarlo a escribir y a participar en el encendido debate de ideas
en que ambos se hallaban comprometidos, su amigo común se
había ido sumiendo cada vez más en un silencio y un desapego
dolorosos, provocados por la tiranía y la brutalidad de un tío
déspota e inepto que lo sojuzgó hasta su muerte, ejemplo de­
solador e inconcebible de la estulticia de los tiempos.
Pfister y Süsskind, compañeros de Schelling, se habían ca­
llado, a su vez, al alejarse éste de Hegel. Schelling, por su
parte, en 1798 había abandonado su puesto de preceptor en
Leipzig para pasar a ocupar en octubre un cargo de profesor
extraordinario de filosofía en la universidad de Jena —invitado
por Goethe— cuando cumplía apenas los 23 años. Pero, por
sobre todo, publicó en ese breve lapso de finales del siglo otros
tres tratados: Ideas relativas a una filosofía de la Naturaleza
60—Alberto Vanasco

(1797), Sobre el alma del mundo (1798) y Primer esbozo de


una filosofía de la Naturaleza (1799), estudios que, por cierto,
iban a influir sensiblemente en el pensamiento y el ánimo de
su amigo olvidado, G. W. F. Hegel.
El trabajo y el estudio fueron, en consecuencia, los únicos
compañeros fieles del Hegel de Frankfurt. Sus lecturas favo­
ritas siguieron siendo, como en la época de Berna, Tucídides,
Montesquieu, Hume, las obras históricas de Schiller y, en es­
pecial, Gibbon.
Da término, ahora sí, por fin, al análisis de Los Fundamen­
tos de la Doctrina general de la Ciencia, y centra su interés en
la obra de tres místicos alemanes: Johann Eckhart (1260­
1327); Johann Tauler, el Doctor Iluminado (1300-1361); y
Jacob Bohme (1575-1624). Y, claro está, lee y anota el Hype-
rion, de Holderlin.
Pero el libro al que ha de dedicar casi todos sus desvelos
y cuidados en ese periodo será la Biblia. La relectura detenida
y penetrante tanto del Antiguo Testamento como de los Evan­
gelios le mostrará un aspecto totalmente inédito de la historia
sagrada y podrá efectuar una interpretación de sus textos re­
veladora y rotundamente original. El fruto final de estos es­
fuerzos será El Espíritu del Cristianismo y su Destino.

« E l E s p ír it u del C r ist ia n ism o y su D e st in o »


Ya dijimos que este trabajo de Hegel marca un cambio
decisivo en el estilo y el pensamiento del joven ensayista, como
así también constituye un primer bosquejo de su concepción
del mundo. No cabe duda que los años de aislamiento que
debió sobrellevar en Frankfurt —con todas las crisis espiritua­
les y sentimentales que padeció en dicha época— fueron el
crisol existencial en que esos cambios y esa nueva visión de la
realidad se fraguaron.
Pero también es posible estimar los diferentes autores y
obras que en ese entonces hicieron sentir su influencia sobre
sus ideas y su modo de expresarlas.
El estilo, por primera vez recargado, sinuoso y casi ex­
clusivamente conceptual, que se atormenta por alcanzar la pre­
61—Vida y obra de Hegel

cisión y la transparencia, y muchas de sus expresiones particu­


lares, provienen de su frecuentación de las Cartas sobre la
Educación Estética del Hombre, de Schiller, y de la Doctrina de
la Ciencia de Fichte, además del deseo de no ser comprendido
a primera vista, como aconsejaba Kant para obviar inconvenien­
tes con los censores.
El concepto de proceso dialéctico con sus tres etapas cons­
titutivas o aspectos parciales, la tesis, antítesis y síntesis, lo
toma de Fichte tanto como de Schelling, quien a su vez b
había tomado de aquél, aunque lo aplicará de una forma cier­
tamente distinta y nunca se referirá expresamente a dichos
tres pasos en esos términos, sino más bien como afirmación,
negación y superación, o cancelación o supresión o negación de
la negación, etc.
Las ideas generales sobre el devenir histórico, aparte de
Herder, le serán sugeridas por Holderlin, Eckhart y, cada vez
con mayor relevancia, por los escritos de Spinoza. Y como base
de esta conjunción de doctrinas, el tono y las manifestacio­
nes de la Biblia.
Hegel compuso este ensayo a lo largo de 24 folios cubier­
tos con su vigorosa letra, de los cuales apenas se han conser­
vado algunos pliegos. El trabajo presenta tachaduras, enmien­
das y numerosas notas sobre aspectos dejados luego de lado o
desarrollados en otra parte.
En sí, consiste en un intento de explicar la aparición del
Cristianismo y su significado a través de la historia del pueblo
judío y de su religión, esto es, de desentrañar su destino a
partir del destino del pueblo judío. Destino es, por otra parte,
uno de los conceptos centrales que Hegel desarrolla y explí­
cita en este estudio. Del concepto de espíritu de un pueblo,
sustentado por Herder, que adolecía de connotaciones dema­
siado románticas e intuitivas, Hegel se extiende al de destino
de una comunidad, que además de ser más científico permite
una definición dialéctica.
El destino, aunque parecería surgir como una consecuencia
de una acción exterior, está determinado por la forma de reac­
cionar ante ese hecho externo, por la manera en que se lo
recibe. Ante un ataque, por ejemplo, puede uno defenderse o
desistir de hacerlo, y con cualquiera de estas dos actitudes se
inicia nuestra culpa, es decir, nuestro destino. Quien lucha por
defender su derecho no ha perdido aquello por lo que disputa,
62—Alberto Vanasco

pero a cambio de ello se ha sometido a su destino; quien re­


nuncia a lo que estima suyo, y que otro reclama con hostilidad,
escapa al dolor de la pérdida porque esa desdicha ya no es
justa ni injusta, sólo se ha convertido en su destino, ya que
es su propio producto. Al oponernos de este modo al destino
nos elevamos sobre el destino, realizando nuestro supremo y
más desdichado destino. Hegel llama «alma bella» a quien es
capaz de esta actitud de renunciamiento: un alma bella es
aquella para la que la pena no es justa ni injusta puesto que
ha hecho de ella su destino. La vida se ha vuelto infiel con
él, pero no él para la vida. Ha huido de la vida pero no la ha
agraviado. Así Jesús reclama que sus amigos abandonen a su
padre y a su madre y que renuncien a todo para alcanzar, de
tal modo, la posibilidad de un destino. «Si alguien toma tu
túnica, dale también tu capa; si un miembro te ofende, cór­
talo.» La belleza del alma posee como atributo negativo la
más alta libertad, vale decir, «la potencialidad de desistir de
todo para salvarse». De esta manera, quien busque salvar su
vida, la perderá (Mateo, X, 39). Este pasaje dialéctico en que
el destino procede del rechazo de todo destino constituye para
Jesús la condición expresa del perdón de nuestras propias
faltas.
El destino del pueblo judío se inicia con Abraham. £1 es
quien le confiere «el alma, la unidad que ha regido los destinos
de toda su posteridad». ¿En qué consistía este destino?
Abraham, que había nacido en Caldea, hizo abandono de
una patria en su edad juvenil en compañía de su padre. Más
tarde, en la planicie de la Mesopotamia, se había liberado tam­
bién de su familia a fin de independizarse, bastarse a sí mismo
y llegar a ser un jefe por sus propios medios. Por lo tanto,
el primer acto por el cual se convirtió en el cabecilla de un
pueblo fue una separación, una escisión que desgarró los lazos
del amor y de la vida comunitaria. Rechazó lejos de sí el con­
junto de esas relaciones. Ese mismo espíritu de división lo
guió luego en el trato con los demás pueblos extranjeros, con
los que tuvo conflictos por el resto de sus días. Este gesto de
irreconciliación se hizo extensivo a la naturaleza, a las cosas,
a los materiales alimenticios y de trabajo. En adelante los
judíos no se sintieron apegados a ninguna región, ni por el
63—Vida y obra de Hegel

cultivo ni por la extracción de frutos. Sus ganados sólo pasa­


ban sobre la tierra para pastar. Abraham asumió el papel de
extraño para el país, al igual que sus hombres. Frente a pue­
blos más poderosos que no abrigaban sentimientos hostiles
hacia él, se mostró astuto y recurrió a la doblez; cuando se
sintió más fuerte que otras naciones, dejó caer su espada al
azar. Lo que necesitaba lo compraba. Tenían dinero porque
el dinero era algo abstracto y el mundo para ellos se había
transformado en una abstracción. Un Dios único era la mayor
abstracción a que podían aspirar. Nada participaba de ese Dios:
todo se hallaba bajo su dominio. Por ello el Dios de Abraham
era esencialmente distinto a los dioses nacionales (o Lares).
El Dios celoso de los judíos imponía que él solamente fuera
el Dios y su nación era la única que podía tener un Dios. José,
al tener poder en Egipto, realizó esta deidad: introdujo una
jerarquía política por la cual todos los egipcios se sometían al
rey como todas las cosas estaban con relación a Dios. Moisés,
el libertador de su pueblo, fue también su legislador. Quien los
había liberado de un yugo los sometía a otro. «Los judíos de­
penden por entero de Dios y aquello de lo cual depende un
hombre no puede tener para él la forma de la verdad. La ver­
dad es la belleza intelectualmente representada y el carácter
negativo de la verdad es la libertad. ¿Pero cómo podían apre­
ciar la belleza estos hombres que no veían en cada cosa nada
más que materia?»
Por este destino los judíos han sido tratados siempre con
dureza y seguirán siéndolo en tanto no logren conciliario me­
diante el amor y quede así cancelado por esta reconciliación.
La aparición de Cristo significó esta oportunidad, que el pue­
blo judío no aprovechó. A ello se debe que, desde entonces,
hayan quedado otra vez fuera de todo destino, sin sentido como
pueblo sobre la tierra. Jesús no luchó sólo contra un aspecto
del destino judío, pues esto hubiera significado que él mismo
se hallaba ligado en otro aspecto: luchó contra este destino
en su totalidad. De este modo se elevó sobre el destino y se
propuso elevar a su pueblo por sobre él. A esto se debe que
su doctrina tuviera amplia aceptación por otros pueblos, que
no tenían ninguna participación en ese destino como tal, y
fuera combatida por los judíos, ya demasiado comprometidos
en el destino en cuestión. Ante los mandamientos que orde­
naban servir al Señor, Jesús ofrece una tesis diametralmente
64—Alberto Vanasco

opuesta, la necesidad o el impulso hacia el hombre.


Los judíos habían transferido toda vida, todo el amor y el
espíritu a un objeto extraño, se habían enajenado a un ser
superior; lo que los mantenía unidos eran las leyes dadas por
ese poder supremo. En cambio, el amor al prójimo es afección
hacia aquellos seres concretos con quienes cada uno de noso­
tros entra en contacto. Un pensamiento no puede ser amado.
La despedida de Jesús de sus amigos toma la forma de la ce­
lebración de una fiesta de amor. Es un acto de camaradería
y es más aún: es el solemne compartir el mismo pan, beber
de la misma copa. La declaración de Jesús, éste es mi cuerpo,
ésta es mi sangre, aproxima la acción a un acto religioso, pero
no es simplemente una figura alegórica, se come y se saborea
una realidad, la del pan. Sin embargo, el amor así objetivado,
en que el elemento subjetivo, místico si se quiere, se convierte
en cosa, retorna a su naturaleza, se hace subjetivo de nuevo
en el acto de comer. En este pasaje aparece por primera vez
el concepto del hecho de comer como negación de lo comido,
típico en el posterior sistema de pensamiento de Hegel. Com­
para asimismo este retorno al rescate, mediante el acto de leer,
de la subjetividad que en la palabra escrita se ha convertido
en cosa, aunque la palabra escrita no se desvanece al ser leída,
como ocurre con el pan. Sostiene entonces Hegel que lo que
impide que la acción de comer el pan y el vino se convierta
en un acto religioso es que la dase de objetividad en cuestión
resulta completamente aniquilada, mientras el sentimiento se
mantiene. Si el pan debe ser comido y el vino bebido, no pue­
den ser divinos. El cristiano actual siente una especie de de­
cepción luego de comulgar: algo divino le ha sido prometido
y eso se disuelve en su boca.
Luego de elucidar conceptos como la individualidad de Je­
sús, el bautismo, los milagros, la inmortalidad y las profecías,
etcétera, Hegd conduye su trabajo señalando como único des­
tino de la comunidad cristiana el vínculo del amor, pero este
amor no es religión porque la unidad lograda por el amor de
los hombres no induye al mismo tiempo la representación
de esta unidad.
En uno de los fragmentos reladonados con El Espíritu del
Cristianismo y su Destino (numerado como 12), Hegel desa­
45—Vida y obra de Hegel

rrolla también por vez primera la idea de dialéctica histórica


entre las diversas y sucesivas figuras del espíritu. Lo hace aquí
con referencia a la aparición de Jesús en un momento dado
de la historia del pueblo judío, pasaje que puede compararse
con igual visión del desenvolvimiento de la Idea en la sección
segunda del prólogo de la Fenomenología, como señalaremos
en su momento. Este pasaje dice así:
«En la época en que Jesús apareció entre el pueblo judío,
éste se hallaba en ese estado que facilita tarde o temprano el
éxito de una revolución, estado que siempre ofrece las mismas
características generales. Cuando el espíritu se ha retirado ya
de una forma de gobierno y de las leyes, y a causa de su cam­
bio ha dejado de armonizar con ellas, se produce un esforzado
intento de búsqueda y una aspiración hacia algo distinto, que
cada uno encuentra luego por otros motivos [lo que Hegel
llamará más tarde “la astucia de la razón”], de donde surge
una diversidad en las maneras de pensar, en los modos de
vida, las reivindicaciones y las necesidades que, cuando paula­
tinamente llegan al extremo de no poder coexistir, producen
por último un estallido y dan origen a una nueva forma uni­
versal, a un nuevo vínculo de su existencia con los hombres.
Cuanto más débil es este vínculo, más difícil es conciliario, y
oculta un número mayor de gérmenes de nuevas divergencias
y de estallidos futuros:
»Así el pueblo judío en época de Jesús no ofrece ya la
imagen de un todo: un universal los une aún, peto hay dema­
siada sustancia heterogénea y diversa.»
El amor es este nuevo vínculo que establece Cristo, pero
ha de ser un amor en que se resume todo el pensamiento sobre
religión que Hegel ha venido elaborando a través de todos sus
escritos teológicos: un amor no consciente de sí mismo, un
vínculo viviente de las virtudes, una unidad vital. Jesús habla
de un deber puramente moral, de la virtud de la caridad, pero
condena en ésta, tanto como en la plegaria y el ayuno, la in­
tromisión de todo elemento extraño que convierta en algo
impuro a la acción: que no sepa tu mano izquierda lo que hace
tu derecha. Hacer el bien para que lo vea yo mismo o lo vean
otros no arroja una gran diferencia: esta autoconciencia nues­
tra es tan ajena a la acción como el aplauso de los demás hom­
66—Alberto Vanasco

bres y la hace igualmente impura. Un cristianismo así fundado


en este amor viviente reuniría en una sola realidad la Iglesia
y el Estado, el culto y la vida, la piedad y la virtud, la acción
mundana y la espiritual.
No obstante, al estampar la frase final con que decidió dar
por concluido este breve tratado, Hegel no parecía abrigar ya
ninguna esperanza de que pudiese ser la religión la encargada
de realizar dicha unidad de la vida. Y es que en esos momentos
había volcado por entero su expectativa sobre las posibilida­
des más concretas y amplias que le brindaba la filosofía. A medi­
da que había ido aquilatando los valores del cristianismo había
descubierto un conjunto de ideas y de intuiciones que en el
campo filosófico se le aparecían como verdaderamente fruc­
tíferas y provechosas. Pero paralelamente en esos años fue
realizando algunos escritos de carácter político en que fue dan­
do forma a sus inquietudes cívicas a la par que aplicaba su
pensamiento en dicho campo.

Los ESCRITOS POLÍTICOS


En 1797 se dedicó Hegel a traducir la obrita de un abo­
gado suizo que se publicó al año siguiente en forma anónima
con el título de Cartas confidenciales sobre la relación legal
anterior entre el Cantón de Vaud y la ciudad de Berna: de la
obra de un autor suizo ya fallecido. Es difícil precisar las ra­
zones por las que el joven preceptor se abocó a este trabajo.
Tal vez recibió algún pago por la traducción. Tal vez conoció
a su autor, quien, por otra parte, vivía aún en 1798, pese a
lo que se afirmaba en la portada. La verdad es que Hegel no
se limitó a traducir: redactó un prefacio, hizo notas y conden­
só notablemente el texto. Tal vez se interesó vivamente por
el asunto allí tratado, que era la liberación del cantón de Vaud
del dominio de la oligarquía bernesa, que Hegel conocía tanto.
El opúsculo original había aparecido en 1793 y su autor era
Jean Jacques Cart. Por extraño que parezca, esta publicación
anónima de una traducción de un autor prácticamente descono­
cido será el único trabajo editado por Hegel en el siglo xvm.
Sin embargo, en las líneas finales del prefacio asentó una frase
67—Vida y obra de Hegel

que de algún modo compendia todo su pensamiento acerca del


devenir histórico y que por ello nosotros hemos transcripto
como uno de los dos epígrafes de esta biografía. Dice allí Hegel
al concluir el prefacio:
«Los hechos hablan por sí solos con suficiente fuerza: lo
único que importa es llegar a conocerlos en toda su magnitud.
Los acontecimientos gritan fuertemente por toda la tierra:
Discite justiliam moniti [Discierne la justicia de la admoni­
ción], pero el destino castigará cruelmente a aquellos que se
niegan a oír.»

El ejemplo aleccionador de la Revolución Francesa, el co­


nocimiento de que la economía era la base de la organización
social y la inveterada convicción de que el Estado debía ser
una expresión más de la Razón, indujeron a Iíegcl, como a
muchos de sus contemporáneos, a ocuparse también de los acon­
tecimientos políticos, ya que presentían que ése era el único
campo en que podría llevarse a cabo la integración armónica
del hombre. A ello se debe que paralelamente a la elaboración
de sus últimos trabajos teológicos nuestro joven autor redacta­
ra algunos apuntes políticos, productos de la conjunción de
sus inquietudes intelectuales y mundanas. El primero de ellos,
titulado «Acerca de las últimas circunstancias internas de
Württemberg, especialmente sobre las fallas de la constitución
de la magistratura», fue escrito en Frankfurt en 1798, y en
el verano de ese mismo año el propio Hegel lo leyó ante un
grupo de amigos en Stuttgart en ocasión de uno de sus viajes.
£1 había aprendido a descifrar los signos de su tiempo, a «dis­
cernir la justicia de la admonición», a escuchar el mensaje de
los hechos, y se sentía en la obligación de hacérselo saber a
«aquellos que se niegan a oír». Empero, su interpretación del
presente y su concepción del porvenir no están de acuerdo con
los intereses de los dos sectores que en esos momentos pugnan
entre sí para adueñarse de la conducción del Estado wurttem-
bergués, por lo que sus amigos, pese a que aprueban sus pun­
tos de vista, lo persuaden de la inconveniencia de dar a publi­
cidad esos apuntes. El ensayo, consecuentemente, quedaría sin
editar.
En esos últimos años del siglo el antiguo régimen esta­
68—Alberto Vanasco

mental, sostenido por la Iglesia y los representantes de la bur­


guesía, había entrado en conflicto con la autoridad del príncipe
que, con el ascenso al trono del archiduque Federico, aspiraba
a hacer valer inflexiblemente sus privilegios implantando un
gobierno absoluto. Hegel critica en primer término la inope-
rancia de la Dieta, las mezquinas intrigas de la oligarquía (de
las que había podido apreciar elocuentes ejemplos durante su
estadía en Berna), y seguidamente, aunque no cuestiona en
forma descubierta a la nobleza, tampoco toma partido por el
archiduque.
Así como entre los judíos había descubierto indicios de
disolución en el periodo en que aparece Jesús, también adver­
tía en su tiempo parecidos anuncios de corrupción y cambio,
esos síntomas que surgen cuando «la realidad ya no concuerda
con la idea», cuando «todas las manifestaciones de la vida com­
prueban que ya no se halla satisfacción en la vieja vida», en
las viejas formas de la vida que ya han perdido todo su vigor
y su dignidad. Pero ahora «esta nueva época ha vislumbrado
una vida mejor, su ímpetu hacia nuevas formas nace de la
acción de grandes personalidades individuales [Marat, Dan-
ton], en los movimientos de pueblos enteros [la Revolución
Francesa] y en la representación que los poetas nos dan de
la naturaleza y del destino [Holderlin, Schelling y él mismo]».
Comprende Hegel que el hombre ha sido recluido en un mun­
do interior, similar a la muerte, y que para salir de allí es
necesario tender hacia la vida, acabar con lo negativo del mundo
exterior e imponer allí la idea como algo vivo, un orden jurí­
dico en que su interioridad se haga realidad tangible. En estos
apuntes sobre la situación interna de Württemberg expone una
vez más este pensamiento del siguiente modo: «La imagen de
tiempos mejores, más justos, ha cobrado vida en el alma de
los hombres, y un afán, una aspiración a una situación más
elevada, más libre, ha conmovido a todos los ánimos y los ha
malquistado con la realidad.» Se trataba, no cabe duda, de las
nuevas expectativas producidas por la consolidación política
de la Revolución Francesa. Y concluye vaticinando que si no
se modifican las instituciones que ya no concuerdan con el
anhelo de los hombres, los cambios que se habrán de producir
forzosamente serán violentos.
69—Vida y obra de Hegel

Para que esta transformación se lleve a cabo en una forma


gradual es conveniente —recomienda el bisoño teorizador po­
lítico— otorgar el poder a un conjunto de personalidades ilus­
tradas y de notoria moralidad que no cuenten con intereses
en la Corte ni en el estamento de la burguesía, paso que con­
sidera indispensable para poder aspirar luego a un gobierno
democrático puro, para el cual todavía ni el pueblo ni los fun­
cionarios se hallan capacitados. Hegel consideraba que éste era
el único modo de terminar con los individualismos y los inte­
reses egoístas, y de fomentar el espíritu de comunidad. Pero
sus planteos no tomaban en cuenta las luchas concretas en que
se hallaban trabados los dos partidos que aspiraban a regir los
destinos de Württemberg. Y el joven autor debió archivar sus
cuartillas en un cajón de su mesa de trabajo.

En este momento ocurre un hecho que le habrá de per­


mitir transformar en un cambio efectivo de vida el cambio es­
piritual que se había operado en él durante esos años de sole­
dad y desolación de Frankfurt. A comienzos de 1799 muere
su padre, y la noticia le llega por medio de una lacónica, pre­
cisa y desesperada carta de su hermana:
[Stuttgart, 15 de enero de 1799]
«Anoche, poco antes de medianoche, nuestro padre ha
fallecido muy dulcemente. Nada más puedo escribirte al res­
pecto. ¡Dios me asista! Tu Christiane.»
Aunque las relaciones con su padre no habían sido nunca
ni muy intensas ni muy efusivas, Hegel se sintió sin duda pro­
fundamente conmovido por la muerte de su progenitor. Du­
rante el resto de ese año y gran parte del siguiente su actividad
literaria se interrumpe casi por completo. Se dedica con mayor
empeño a su trabajo de pedagogo y en su tiempo libre se dis­
trae con la lectura de los periódicos literarios y políticos. La
desaparición de su padre le había abierto, por otra parte, la
perspectiva inesperada de una pronta y relativa independencia
económica por lo que sin prisa, pero concienzudamente, como
solía hacer todas sus cosas, empieza a preparar el camino que
le ha de permitir abandonar Frankfurt. Como primera medida
trata de establecer contacto con las revistas filosóficas que se
70—Alberto Vanasco

editan en casi todas las ciudades importantes de Alemania y


en las cuales ya colaboran asiduamente y con amplia reper­
cusión la mayor parte de sus amigos. Decide aprovechar sus
conocimientos y lecturas últimas sobre economía, de la cual le
han interesado sobre todo los problemas de la producción y de
la recaudación de impuestos, y escribe una detallada recensión
de la obra de Steuart Investigación sobre los Principios de la
Economía Política, nota que, no obstante, no encuentra editor
inmediato.
Sin embargo, tendría ahora a su alcance la posibilidad de
publicar por su cuenta alguno de sus escritos. Se vuelve en­
tonces hacia ellos y comprueba que el único que, según su jui­
cio, merecería ser editado es aquel ensayo de fines de 1795
sobre la Positividad de la Religión Cristiana, pero a la primera
lectura del texto advierte que ha envejecido terriblemente para
su forma de pensar actual. Se propone reelaborarlo pero en
especial quiere agregarle un prefacio a fin de aclarar con toda
precisión su parecer sobre el tema. Así, el 24 de septiembre
de 1800 se sienta a redactar un texto introductorio a los apun­
tes sobre Positividad. Hegel comprende que su trabajo se pa­
rece notablemente a gran parte de la literatura que se publica
sobre religión, y aun sobre filosofía u otros temas de historia
de la cultura, es decir, que adolece del mismo error de enfoqu;
de todos esos estudios en cuanto contemplan el pasado por so­
bre el hombro del presente sin intentar revivir el clima espiri­
tual, la verdad vital en que determinadas circunstancias histó­
ricas se desarrollaron y llegaron a hacerce carne en generaciones
enteras.

El fra g m en to de 1800 in t r o d u c t o r io a la « P o sitiv id a d


de la R e l ig ió n C ristia n a »

De este prólogo que Hegel escribió para tratar de recuperar


o reconstruir sus antiguas notas se desprende con nitidez que
nuestro filósofo ya tenía elaborados por completo sus nuevos
conceptos acerca de la historia con los que daría un cariz dis­
tinto a la historia de la filosofía, en particular, y en general
un sentido nuevo al proceso del desenvolvimiento del espíritu
71—Vida y obra de Hegd

a través de las sucesivas formas de la cultura. Por ello aclaraba


en ese proyecto de prefacio:
«El ensayo que sigue no se propone averiguar si hay doc­
trinas o mandamientos positivos en la religión cristiana o si
no los hay. La terrible chachara a este respecto que se oye hoy
día, con su extensión inacabable y su vacuidad interior, se ha
hecho demasiado tediosa y carece ya de todo interés, hasta el
punto que en nuestros días seria más bien conveniente de­
mostrar precisamente todo lo contrario de tales esdarecedoras
explicaciones de conceptos universales. Por supuesto, esta de­
mostración en contrario no habría que realizarla de acuerdo
a los principios y métodos con que la enseñanza de nuestros
tiempos ha favorecido a la antigua dogmática, sino que, opues­
tamente, sería necesario deducir esta dogmática, hoy impugna­
da, de lo que actualmente consideramos necesidades de la na­
turaleza humana, demostrando de este modo su carácter na­
tural y forzoso. Un intento de este tipo implicaría la fe en que
las convicciones de los siglos pasados —convicciones que mi­
llones de personas a lo largo de esos siglos asumieron como
un deber y como su verdad sagrada hasta morir por ellas— no
consistían en un mero absurdo o en una inmoralidad.» (Los
subrayados son míos.)
Como estas líneas dejan traslucir, el pensamiento de Hegel
para ese entonces había realizado un giro de ciento ochenta
grados con respecto a su anterior punto de vista. No se trataba
ya de comprender de qué modo la palabra de Cristo había
podido dar lugar a una dogmática estatutaria, sino de consta­
tar hasta qué punto esta evolución había significado un paso
ineluctable, hasta beneficioso, y necesario en el desenvolvimien­
to del espíritu, esto es, de qué manera había desempeñado un
papel imprescindible en la manifestación de la verdad. Con­
cuerda en esto con Lessing en cuanto las religiones positivas
no son otra cosa que el camino contingente por el que el en­
tendimiento humano debía continuar su desarrollo. Esta con­
cepción del pasado, extendida al campo de la filosofía y del
progreso social, representaba un avance revolucionario con
respecto a los viejos esquemas: cada pasaje no eran sino formas
de la verdad que se manifestaban con todo su poder, y que para
los hombres de cada época habían representado la realidad
72—Alberto Vanasco

absoluta del espíritu, y de ese modo debían ser vistas, redivi­


vas, por el pensador del presente. Muy al contrario, «las ver­
dades eternas, si han de ser necesarias y valederas universal­
mente, tienen que fundarse únicamente por su propia natura­
leza en la esencia de la razón y no en las manifestaciones del
mundo sensible exterior, que son accidentes para ella». Lo
histórico sería en consecuencia nada más que la positividad en
sí, que a su vez consiste en venerar lo contingente desvincu­
lándolo de lo eterno. Para que el dogma cristiano aparezca
con toda «su naturalidad y espontaneidad» se debe partir de
su necesidad en la naturaleza humana, y considerarla en su pro­
pio tiempo.
En síntesis, lo que a Hegel le preocupa ahora es la conexión
profunda entre lo contingente y lo eterno, entre «lo finito y lo
infinito», a fin de poder desentrañar de tal modo en su totali­
dad el destino humano y el del universo. «Pero tal no es el
propósito de este ensayo», concluye Hegel. Esas consideracio­
nes metafísicas, nos dice, «tal vez hallen su lugar en otra oca­
sión», ocasión que ha de ser, sin duda, la de su primera obra
de envergadura, publicada años más tarde, la Fenomenología.
Hegel se da cuenta de que debería reescribit en su totali­
dad el tratado haciendo algo diametralmente opuesto para po­
der editarlo, y deja también estas páginas de lado, olvidadas
en una gaveta.
Es éste un instante crucial en su vida porque desiste en
esos momentos de la religión como vía de la restauración del
hombre y asume definitivamente la filosofía. Sin embargo, la
prolongada experiencia religiosa por la que había atravesado
en los últimos años le daría la base metafísica y espiritual que
habría de diferenciar su obra de la de todos sus contemporá­
neos. En esos momentos, también, hace abandono de sus idea­
les románticos y se decide por la racionalidad científica.
Retoma entonces unas páginas que había pergeñado rápi­
damente diez días antes bajo el influjo de una de las últimas
obras de Schelling que acababa de releer, y se pone desde ya
a desarrollar el sistema allí apenas esbozado pero que contiene
los presupuestos esenciales de su obra futura. De tales apuntes
nos han quedado solamente tres páginas, pero esas líneas bas­
tan para darnos una noción exacta de sus ideas de entonces y
7}—Vida y obra de Hegel

arrojan una luz necesaria sobre los trabajos posteriores.

E l F ra g m e n to d e S iste m a d e 1800
Hegel ha obtenido ya una visión total del mundo y de la
vida según siente e interpreta el conjunto de sus manifestado-
nes. Lo que se propone es desarrollar esa fórmula exclusiva
en que lo objetivo y lo subjetivo dejan de ser una antinomia
y permiten descubrir un sentido unificador detrás de todos
los fenómenos. Kant, por supuesto, había intentado superar
esta dualidad pero no había podido desembarazarse de las con­
tradicciones del intelecto que le impedían abrirse camino al
mundo exterior, al vasto dominio de «las cosas en sí», asiento
de las verdades últimas. Hegel corta en tal sentido el nudo
gordiano y comprende que es necesario extender esas contra­
dicciones al mundo objetivo. Éste es el primer paso de su
revolución copernicana.
Fichte se había propuesto también un monismo absoluto
pero al incluir la totalidad de la experiencia dentro de las fa­
cultades creadoras del Yo había desembocado en un idealismo
radical que se hacía insostenible, sobre todo ante los avances
de la ciencia. Schelling era quien había tratado de enmendar
este exceso elaborando un idealismo objetivo según el cual el
mundo físico aparece como la manifestación de algo espiritual,
por lo que su idealismo se convierte en panteísmo. Es ante
estas ideas que Hegel descubre el camino a seguir. A Schelling
le debe, sin lugar a dudas, las pautas fundamentales que lo
llevaron a formular su sistema. Schelling había publicado nada
menos que otros cinco trabajos desde 1796, año en que se
habían dejado de escribir. Además de sus importantes artícu­
los de 1797, «Nueva Deducción del Derecho Natural» y «Atis­
bo general sobre la última literatura filosófica», ese mismo año,
como ya hemos dicho, había dado a la imprenta su tratado
Ideas relativas a una Filosofía de la Naturaleza, en que ya se
refería a la Naturaleza como al Espíritu visible. En 1798 había
publicado uno de sus ensayos capitales, El Alma del Mundo,
que influyó sobremanera en la evolución del pensamiento de
Hegel, y en 1799 su primer estudio sistemático, Primer Esbozo
de un Sistema de Filosofía de la Naturaleza, con que se cerraba
el primer ciclo de su desarrollo filosófico. Todo ello antes de
74—Alberto Vanasco

haber cumplido los veinticinco años.


Pero a través de todas sus obras el pensamiento del precoz
autor había permanecido fiel —o más bien sujeto, podríamos
decir— a las premisas fundamentales del criticismo kantiano,
vale decir, continuaba empeñado en establecer un saber que
poseyera los caracteres esenciales de la realidad. Como había
escrito en su segundo ensayo, Del Yo como principio de la
Filosofía o de lo absoluto en el conocimiento humano, de 1795:
«Es preciso que sepamos, al menos, algo a lo que no se llega
mediante otro saber, y que, al mismo tiempo, contenga la
razón real de todo nuestro saber.» Pero no había podido hallar
la formulación de tal saber. Ese era el cometido que Hegel se
reservaba.
¿Cómo podría llegar a cumplirlo? Parte, en este breve bos­
quejo de su sistema, del concepto de Schelling de unidad or­
gánica, cuyo misterio hace extensivo al misterio de lo Real,
de la totalidad de la vida. Se trata de conciliar los opuestos,
el todo con las partes, lo finito y lo infinito, lo exterior y lo
interior, el espíritu y la materia. Su fórmula general es «la
unión de la unión y de la no unión», con que se superan todos
los contrastes, y es la Razón donde esta unión se lleva a cabo,
empresa en que el intelecto y el entendimiento habían fraca­
sado. La Razón abarcaba en una sola mirada la dicotomía de
lo objetivo y lo subjetivo, la multiplicidad infinita de lo Real
en un solo proceso. El motor de la dialéctica se había puesto
en marcha.
Entonces vuelve los ojos una vez más hacia su antiguo com­
pañero de estudios, y ahora aureolado hombre de letras y pro­
fesor de prestigio, Friedrich Wilhelm Joseph Schelling.
A comienzos del otoño de 1800 —esto es, más de un año
y medio después de la muerte de su padre y habiendo cumpli­
do ya los 30 años—, Hegel ha terminado de recibir las reme­
sas correspondientes a la modesta —pero para él sustancial—
suma de dinero que le pertenece de la herencia. Ya dispone,
pues, de los medios necesarios para emanciparse de las obli­
gaciones de Frankfurt.
Schelling, que como profesor extraordinario dictaba en la
Universidad de Jena, desde el invierno de 1798, sus cursos so­
bre Filosofía de la Naturaleza y el Idealismo Trascendental,
75—Vida y obra de Hegel

había debido hacer abandono de dicha ciudad a comienzos de


marzo de ese año de 1800 como consecuencia de los proble­
mas sentimentales en que se había embarcado luego de trabar
amistad con el matrimonio Schlegel, y habíase radicado even­
tualmente en la ciudad de Bamberg. Y allí pensó dirigirse
Hegel a fin de reunirse con su amigo tutelar.
Pero en el siguiente mes de octubre llega a su conocimiento
que Schelling está de regreso en Jena desde el día primero, y
de inmediato modifica sus planes, dejando a Bamberg como un
mero pretexto para ese acercamiento. Le escribe entonces una
extensa carta, de la que prepara no menos de tres borradores,
y en cuya redacción dosifica admirablemente la lisonja, la soli­
citud, la humildad, la circunspección, el orgullo y la amistad.
Es el día 2 de noviembre de 1800.
Empieza aludiendo al actual alejamiento entre ambos y alega
en seguida una excusa insignificante:
«Pienso, querido Schelling, que una separación de varios
años no puede impedirme que recurra a tu gentileza a propó­
sito de un deseo particular. Mi pedido se relaciona con algu­
nas direcciones en Bamberg, donde desearía establecerme algún
tiempo.»
Y luego de especificar su demanda, se explaya sobre la
situación que cada uno ocupa en ese momento:
«He seguido con admiración y alegría tu importante ca­
rrera pública; me pones en la alternativa de elegir: o me dirijo
a ti en un tono de humildad, o bien deseo yo también mos­
trarme ante ti; emplearé más bien un término medio: es mi
esperanza que nos reencontremos otra vez como amigos.»
Y pasa seguidamente a su posición personal:
«En mi formación científica, que empezó por las necesida­
des más elementales del hombre, yo debía verme impulsado
necesariamente hacia la ciencia, y el ideal de mi juventud debía
forzosamente llegar a una forma de reflexión, convertirse en
un sistema; yo me pregunto ahora, mientras me encuentro to­
davía ocupado en ello, de qué manera puede uno volver a
g ejercer una acción sobre la vida de los hombres. De todos los
| que veo a mi alrededor, me parece que eres el único en quien
£ yo querría encontrar un amigo, desde el punto de vista de la
§ expresión de las ideas y de la acción sobre el mundo; pues
¿ veo que tú has asumido al hombre con toda pureza, es decir,
p con tu alma entera y sin vanidad. Ésa es la razón por la que
lé recurro a ti con tanta confianza a fin de que reconozcas mi es­
fuerzo desinteresado —aun cuando se mueva en una esfera
inferior—, y puedas hallar en él algún valor.»
La respuesta del amigo no se hace esperar, le insta a diri­
girse directamente a Jena, dejando de lado los proyectos de
Bamberg, y Hegel se pone a preparar sus valijas, con lo que
concluye su oscura vida de preceptor.
Abandona sin pesar las veladas en el salón de Madame
Hufnagel, esposa del doctor Wilhelm Friedrich Hufnagel, pro­
fesor de teología en Erlangen desde 1779 y decano en Frank­
furt del ministerio pastoral. Hegel había llegado a establecer
con ambos una amistad conceptuosa y risueña. Sin pesar se
aleja también del afecto de Karl Friedrich Volz, rico comer­
ciante frankfurtés, y de su mujer, quienes integraban el pe­
queño grupo de sus relaciones en dicha ciudad, como así tam­
bién de sus charlas con el profesor Christian Julius Mosche.
De la que tal vez no se aleja sin pesar es de la hermosa señora
Maria Sophia Bansa, esposa de un rico banquero de Frankfurt,
cuya afabilidad y simpatía habían arrojado un poco de luz sobre
las sombrías horas pasadas por el joven preceptor a orillas
del Main.
Deja también sin pesar la pequeña habitación en que ha
vivido tantos momentos de crisis y de exaltación, y en los pri­
meros días de enero de 1801 se pone en viaje directamente
hacia Jcna, sin pasar antes por Stuttgart, como solía hacer en
ocasión de cada traslado.
JENA (1801-1806)

H a c ia la «F e n o m en o lo g ía del E s p ír it u »
Al llegar a Jena, Hegel consigue, gracias a la mediación de
Schelling y el ascendiente de que gozaba éste sobre Goethe,
un puesto de privat-dozent en la Universidad, la que se hallaba
prácticamente bajo la dirección del autor de Fausto. Su obje­
tivo primordial había sido alcanzado. De inmediato se pone
en actividad para lograr los otros fines que se había propuesto
y por los que había bregado toda su vida. Se halla allí en su
elemento. Siempre le había tocado residir en pequeñas ciuda­
des hermosas rodeadas de espléndidos paisajes naturales, pero
las ondulantes colinas y los maravillosos cursos de agua de
Jena le encantaron y colmaron su espíritu de energía y de dicha
inefable. Y era que allí había encontrado el bello contorno de
la naturaleza, que él sabía apreciar, unido a la atmósfera den­
samente cultural que precisaba para saberse plenamente vivo.
Durante su primer año en esa ciudad, que constituía en aquel
entonces el centro filosófico de Alemania, Hegel desplegó una
78—Alberto Vanasco

actividad prodigiosa que estaba a la altura de sus facultades


y de sus ambiciones: colabora en revistas de filosofía, concluye
uno de sus trabajos políticos, escribe y publica su primer fas­
cículo, prepara y lee su tesis de habilitación en la Universidad,
prepara y defiende doce breves tesis en latín a fin de ser acep­
tado como lector, prepara y empieza en otoño a dictar sus
cursos de Metafísica y Lógica, y proyecta, por fin, con Sche­
lling, la publicación de una revista de filosofía.
Cuando se incorporó Hegel al «turbión literario de Jena»,
como él denominaba al ambiente intelectual de la esclarecida
ciudad, su Universidad famosa atravesaba un periodo de deca­
dencia muy especial que podríamos caracterizar de desorga­
nización y agotamiento. Ello se debía a la declinación preci­
samente en esos instantes iniciales del siglo XIX de las dos co­
rrientes espirituales —una más bien filosófica, la otra más bien
literaria y artística, aunque ninguna de ellas limitada estricta­
mente a estos campos, sino casi siempre superpuestas y aun
confundidas—, de esos dos movimientos culturales, en el fondo
antagónicos, uno respondiendo a la razón, el otro a la intui­
ción, que conjuntamente habían contribuido a engendrar con
su influjo la grandeza y la supremacía intelectual de la Uni­
versidad de Jena durante varios lustros: la Ilustración y el
Romanticismo. Hegel no lograría infundir con su llegada nueva
vida a este órgano desfalleciente, pero sí conseguiría llevar a su
culminación, por medio de la síntesis, ese proceso dual que
había caracterizado el pensamiento de Alemania durante los
últimos cincuenta años, y su obra sería el mejor fruto, la con­
firmación, y el final de la confluencia de esas dos formas del
conocimiento.
El romanticismo, prácticamente, se había retirado con la
persona de Johann Christoph Friedrich von Schiller, quien
acababa de regresar a Weimar, acosado por su enfermedad,
para pasar allí sus últimos años. El racionalismo kantiano se
había eclipsado ya en 1794, fecha en que Karl L. Reinhold
hizo abandono de los claustros de Jena para dirigirse a Kiel
como profesor de filosofía de su Universidad, y Fichte, a su vez,
luego de reiterados conflictos con el alumnado y las autorida­
des, había partido en 1799.
Los que todavía permanecen en Jena —aunque no lo harán
79—Vida y obra de Hegel

por mucho tiempo— son Friedrich Emmanuel Nietham-


mer, quien se había desempeñado allí, primero como profesor
de filosofía y luego de teología, desde 1793, y que pasaría a
ocupar el lugar de Schelling en el afecto de Hegel, como amigo
tutelar y relación influyente; Heinrich Eberhard Gottlob Pau-
lus, profesor de lenguas orientales en la Universidad de Jena
a partir de 1789 y de teología desde 1793, que llegaría tam­
bién a unirse con Hegel por estrechos vínculos de amistad;
el abogado Gottlieb Hufcland, profesor de derecho en Jena
desde 1788, otro de los que se harían amigos íntimos del re­
cién llegado; y por último, desde luego, todavía se hallaba allí
Schelling, aunque arrebatado cada tanto por sus tempestuosos
amores, como a él le gustaba llamarlos. Los cuatro se alejarían
de Jena en 1803 para trasladarle a Würzburg, donde se fundó
ese año una facultad de teología, todos atraídos por contratos
más sustanciosos.
Quien llega al mismo tiempo que Hegel a la Universidad
de Jena también como privat-dozent de filosofía es Jakob Frie­
drich Fries, tres años menor que él, y que se convertirá du­
rante muchos años en su único competidor y acérrimo enemigo
personal. Karl Christian Krause acababa, por otra parte, de
concluir sus estudios en esa Universidad. ■
El fracaso y alejamiento de Fichte, las críticas violentas
que sus trabajos han ido suscitando, los ataques personales,
además, que recibe por parte de la burguesía mojigata, hacen
que Schelling no acoja a Hegel con efusión y alborozo sólo
porque guarda un buen recuerdo de su amigo y siente por él
verdadero afecto: ve en Hegel, según su punto de vista, casi
un discípulo, un aliado seguro y un formidable divulgador de
su sistema.
Y, claro está, sobre todo una ayuda para resolver las agu­
das contradicciones en que se ha enmarañado. Apenas reanuda
con Hegel su intercambio epistolar, le hace llegar un ejemplar
de su reciente ensayo, que él mismo considera un hito funda­
mental en su obra, Sistema del Idealismo trascendental. Hegel
lo estudia en poco más de una semana y en los primeros meses
de su estadía en Jena escribe su ensayo sobre el sistema de
Schelling comparándolo con el de Fichte a la luz de los escri­
tos de Reinhold. Schelling le ha servido para llegar hasta allí
y le servirá ahora para hacer su introducción en el mundo de
las letras filosóficas. Desde luego, defiende las ideas del amigo,
80—Alberto Vanasco

pero introduce ya sus consabidas y veladas objeciones. La por­


tada general de este breve opúsculo reza lo siguiente: «Dife­
rencia entre los Sistemas filosóficos de Fichte y de Schelling
en relación con las Contribuciones de Reinhold a una mejor
vista de conjunto del estado de la Filosofía a principios del
siglo xix, primer folleto por Georg Wilhelm Friedrich Hegel,
Doctor en Sabiduría del Mundo. Jena, librería universitaria
de Seidler. 1801.» Con ello se declaraba francamente el noví­
simo autor discípulo del ya famoso creador del idealismo ob­
jetivo.

« D ife r e n c ia e n t r e l o s S istem a s f il o s ó f ic o s d e Fic h t e


y de S c h e l l in g »

Pero este discípulo traía tambiái su sistema bajo el brazo,


con el que amaga, entre una cosa y otra, al exponer las limi­
taciones en que ha desembocado la filosofía de su tiempo. Poco
antes de que Hegel diera a publicidad su ensayo, Schelling
había editado un nuevo trabajo con el ambicioso título de Pre­
sentación de mi Sistema de Filosofía, y a «sistemas» se refiere
también, en consecuencia, su amigo Georg en el encabezamien­
to de su fascículo.
Es curioso, pero ya no se trata para los jóvenes especula­
dores de examinar ciertos aspectos de la problemática filosófica
o de desarrollar un estudio acerca de este o aquel tema meta-
físico, sino de elaborar desde un comienzo, sin más ni más, un
sistema filosófico completo. Los sistemas, anteriormente, eran
el resultado, la consecuencia por la cohesión, y la fidelidad a
un principio, de la obra de toda una vida dedicada a la inves­
tigación abstracta. Así Leibniz, Kant o Spinoza habían tenido
su sistema. Ahora, como efecto de la celeridad de la época,
de la juventud de sus nuevos pensadores y de sus lógicas y
apremiantes pretensiones, los filósofos empiezan ya desde el
sistema y van luego hacia los campos particulares. Schelling
contaba con un sistema a los veinticinco años. Hegel creía tener
el suyo concluido a los treinta. Fichte, que había nacido en
1762, había terminado de exponer el propio antes de los trein­
ta y cinco. Y como sistemas los proponían. Era como si un
81—Vida y obra de Hegel

novelista incipiente reuniera sus trabajos inéditos y los diera


a la imprenta bajo el título general de Obras Completas. Entre
sistemas era la pugna, y Hegel también aportaba el suyo a la
arena.
Como el título del opúsculo lo indica, el trabajo de Hegel
consistía en la reseña de las Contribuciones de Reinhold, pero,
desde luego, éste no era sino el pretexto. Lo que le interesaba
era plantear de qué forma la filosofía de los últimos tiempos
se dirigía hacia un «sistema» definitivo de pensamiento —que
sin duda alguna seria el suyo—. Para esto se valía de los tra­
bajos de sus dos ilustres maestros.
Sin embargo, Hegel es ecuánime, y sabe comprender y jus­
tificar las sucesivas fases del proceso del conocimiento. Aplica
ahora a la filosofía el mismo razonamiento que te hemos visto
emplear al referirse al cristianismo positivo. En una nota in­
troductoria acerca de las diversas formas del saber que se suce­
den en filosofía escribe:
«Toda filosofía es perfecta en sí misma y, como una au­
téntica obra de arte, contiene en sí la totalidad [del espíritu].
Así como las obras de Apeles y de Sófocles no les hubieran
parecido a Rafael y a Shakespeare, de haberlas conocido, me­
ros ejercicios preparatorios de las suyas, tampoco puede ver la
razón en sus propias formas anteriores ejercicios preparatorios
útiles para sus formas futuras.»
Éste se ha de constituir en su criterio constante para apre­
ciar el desenvolvimiento del espíritu. Pero ahora señala el pro­
ceso dialéctico en que este saber se despliega:
«Cuando observamos más de cerca la forma particular que
adquiere una filosofía, advertimos que, por un lado, brota de
la viva originalidad del espíritu, que a través de sí mismo ha
restaurado en ella la armonía desgarrada y le ha dado una for­
ma con su propia actividad, y que, por otra parte, surge de
la forma particular que presenta la escisión de la que nace el
sistema. La escisión [o discordia] es la fuente de la necesidad
de la filosofía.»1
Es decir, que la filosofía se hace necesaria cuando desapa­
82—Alberto Vanasco

rece de la vida de los hombres el poder de unificación, cuando


los opuestos se independizan al disolverse sus relaciones vitales
y su acción recíproca. La filosofía nace, entonces, del enaje­
namiento del hombre.
1. Ambos trozos citados por V V alter K aufm ann en Hegel, Alianza
Ed., Madrid, 1968.
La escisión o la discordia radicaba aquí fundamentalmente
en la antinomia del entendimiento (Verstand) y la razón (Ver-
nunft). Fichte y Schelling habían tratado de liberar a ésta de
aquél. La razón que puede superar o anular todo límite se ve
reducida por el entendimiento.
Fichte había fracasado en el intento al darle preeminencia
a uno de los términos, no había concretado la reconciliación.
En cuanto a Schelling, Hegel hace una referencia muy indi­
recta. La reconciliación a que aspira Schelling para resolver
todas las antinomias, su Filosofía de la Identidad basada en la
«intuición intelectual» que todo lo abarca, peca de quietismo,
elimina la lucha en el Yo, puesto que describe la síntesis como
una identidad absoluta en que todas las diferencias se disuelven
en lo Uno. Es decir, Schelling había caído en la trampa ro­
mántica, había querido resolver la contradicción como poeta
y no como filósofo. Para Hegel esa armonía congelada no exis­
te: la identidad absoluta debe contener los opuestos para ser
cierta, y la vida no es otra cosa que el equilibrio constante,
siempre alterado y siempre reestablecido, de todos los opues­
tos. «La antinomia, la contradicción autoanuladora, es la más
alta expresión formal del conocimiento y de la verdad.» Spi-
noza había dicho: «El orden y la dependencia de las cosas co­
rresponden al orden y la dependencia de las ideas.» Hegel su­
giere ahora: «Las contradicciones de las ideas corresponden a
las contradicciones de las cosas.»
El estudio se completa con un análisis de la diferencia en­
tre especulación filosófica y sentido común, y una revisión de
las ideas de Fichte sobre el derecho natural.
En cuanto a lo primero, sostiene «que la especulación fi­
losófica puede entender muy bien al sentido común, en tanto
que el sentido común no puede entender lo que la razón hace».
Al parecer, considera que el modo de pensar de Schelling res­
ponde más al sentido común del hombre de la calle que a la
83—Vida y obra de Hegfil

reflexión racional. El sentido común puede traerse en apoyo


(como los proverbios) de las dos tesis en pugna en una con­
troversia; la razón, en cambio, supera y anula la disputa. La
especulación lleva a cabo en su síntesis suprema la aniquila­
ción de la conciencia reflexiva misma. La filosofía se erige así
en un sistema. Hegel aboga aquí a favor de los sistemas filo­
sóficos. La verdad filosófica no puede aprehenderse mediante
algunos principios aislados: el sistema es la forma de manifes­
tarse de la razón.
En lo que respecta al pensamiento político de Fichte, recha­
za enérgicamente su ideal del estado autoritario que es lo mis­
mo, ni más ni menos, que el estado policial. Para Hegel, ya
en esa época, vivir de acuerdo a una figura detenida y rígida
del Estado, que impone un gobierno, era lo mismo que la
muerte.

S o bre la C o n stitu c ió n de A lem ania


El escrito sobre la Diferencia fue redactado durante la pri­
mavera y el verano de 1801. En lo que va del otoño de 1801
a la primavera de 1802, Hegel se las arregla —entre los pre­
parativos de los comienzos de clases y sus ocupaciones perso­
nales relativas a su ingreso— para reservarse un poco de tiem­
po y tranquilidad a fin de terminar el ensayo que tenía pen­
sado —y en parte anotado— sobre la Constitución de Ale­
mania.
¿Qué experiencias personales pudieron influir en la con­
cepción de este estudio acerca del porvenir político de Ale­
mania, como así también sobre algunas de sus tesis fundamen­
tales relativas al Estado? El haber sido prácticamente un es­
pectador de las operaciones bélicas y vivido en el teatro de la
guerra durante su permanencia en Frankfurt, al reinidarse el
conflicto entre Alemania y Francia, fue una circunstancia de­
cisiva, indudablemente, en la gestación de este trabajo. Había
visto desmoronarse las defensas alemanas sin oponer la menor
resistencia. A su llegada había podido observar las ruinas pro­
vocadas por el bombardeo de la ciudad el 13 de julio del año
anterior. Y en abril de ese año de 1797 había presenciado el
avance del general Hoche, sucesor de Kléber, hasta Giessen y
84—Alberto Vanasco

la propia Frankfurt.
Hegel ha captado, al ver sucumbir el poderío imperial, la
esencia última del Estado, que consiste tan sólo en la capaci­
dad efectiva de defenderse de otros Estados y proteger las vi­
das y la propiedad de sus ciudadanos. Alemania, en consecuen­
cia, ya no constituye un Estado. ¿De qué manera se lo puede
restaurar como tal? Éste es el interrogante que Hegel se plan­
tea en este escrito.
«Una multitud puede constituir un Estado cuando está
unida como para efectuar la defensa común del conjunto de su
propiedad. Es obvio, pero conviene, no obstante, recalcarlo,
que esa unión no tiene sólo por objeto la defensa sino que,
cualesquiera que sean las fuerzas o la situación, lo hace con
una defensa efectiva.» Es decir, es a través de la guerra que
los Estados prueban que lo son.
Reseña luego detalladamente la evolución política de Ale­
mania y hace una colorida semblanza de la Constitución y el
sistema representativo, que según él se remonta a la época
feudal alemana, se desarrolló en Inglaterra y degeneró en Fran­
cia. Desecha los proyectos de unificación basados en la coali­
ción de los pequeños Estados y señala como única salida la
hegemonía de uno de los grandes Estados sobre los demás.
Puesto ante la disyuntiva de elegir entre Austria y Prusia, se
decide por la primera. Prusia ha dado ya muestras de sus in­
tenciones absolutistas al proceder violentamente con los esta­
mentos del Reich. Austria necesita sólo un gran estadista para
que lleve a cabo la unidad, implantando una monarquía cons­
titucional.
Hegel no publicó, ni siquiera tuvo tiempo de concluir, su
trabajo: Austria había puesto en evidencia mientras tanto que
era tan poco digna de confianza como Prusia, y el flamante
profesor arrumbó una vez más su cuaderno en un estante. Sin
embargo, había llegado a descifrar y a vaticinar en esas páginas
el porvenir de Alemania.

«D isser t a t io p h il o s o p h ic a de O r b it is P laneta rum »


El 27 de agosto de 1801 —día en que cumple, además, su
85—Vida y obra de Hegel

trigésimo primer aniversario— Hegel lee ante el claustro de


profesores de la Universidad de Jena su disertación inaugural.
Presenta y defiende en ese mismo acto «Doce tesis en latín»,
requisito previo para ser habilitado como profesor agregado.
Estas «Doce tesis» eran muy breves y sumamente oscuras
pero el aspirante, al parecer, salió airoso de la prueba.
Como tema de su conferencia de presentación escogió un
asunto que precisamente en esos años era de gran actualidad
debido al desarrollo acelerado de los estudios y los conocimien­
tos astronómicos. El título que puso a este discurso en latín
fue el de «Disertación filosófica sobre las órbitas de los pla­
netas» (Dissertatio philosophica de Orbitis Plañetarum), y como
de él se desprende se trataba de una materia científica consi­
derada desde el punto de vista filosófico. En resumen, el tra­
bajo consiste en un reclamo de la filosofía, que tiene en cuenta
las causas últimas, ante la ciencia, que debe limitarse a medir.
La crítica, en este caso en particular, estaba dirigida contra
Newton. Al disertante le parece inaceptable que se coloquen
en un mismo plano la majestuosidad del universo y la caída
de una manzana. Parecería que el filósofo intenta trazar una
línea entre los fenómenos cósmicos y los terrenales, aunque
en el fondo sólo quiere demostrar la grandeza de la Creación en
la gran armonía de los astros. Se advierte aquí al discípulo de
Schelling, y en parte la alocución es un homenaje a sus ense­
ñanzas. El universo es como un gran cuerpo vivo cuya natu­
raleza no puede ser traducida a fórmulas. Newton ha desa­
rrollado los cálculos matemáticos que sirven para hacer la
medición de esos fenómenos, pero no puede y no le interesa
explicar el porqué de los mismos. A la filosofía le está reser­
vada esa misión.
Luego de este alegato más o menos consistente a favor de
la especulación filosófica, el disertante va a poner en práctica
dichas atribuciones de la filosofía. Elige para ello un aspecto
resbaladizo de la gravitación celeste: las distancias entre los
planetas. Desdeña la serie de Johann Elert Bode (1747-1826),
que en esa época había formulado una ley empírica para de­
terminar dichas distancias, y acepta, en cambio, la que Platón
transcribe en el Timeo.* La intención de Hegel con esto era
demostrar que entre el cuarto (Marte) y quinto (Júpiter) pla­
netas no faltaba ningún otro, y de este modo desaprobaba a
los astrónomos que desde hada tiempo buscaban afanosamente
86—Alberto Vanasco

en el cielo el cuerpo celeste restante. Se trataba, sin lugar a


dudas, de una confrontadón entre el filósofo, que busca leyes
para los fenómenos observados, y los hombres de cienda, que
buscan hechos nuevos que se ajusten a las leyes. Hegel intenta
2. La serie del Timeo, según la interpreta Ilcsel, es: 1, 2, 3, 4, 9,
16, 27, en que hay un intervalo grande entre el 4.° y 5.° términos.
aquí, prematuramente, racionalizar la experiencia, y por esta
vez le tocó perder. El descubrimiento de Ceres, por el astró­
nomo Piazzi, a comienzos de ese año de 1801 —dato que por
lo visto no había llegado a su conocimiento en oportunidad de
exponer su disertación—, y los posteriores de Palas (1802),
Juno (1804) y Vesta (1807), debían probar que efectivamente
existían cuerpos celestes importantes en tal zona, y aun que
en otros tiempos había girado en dicha órbita un planeta ya
desaparecido. El profesor Hegel, no obstante, supo acatar las
evidencias de los científicos, e incluyó de inmediato esos cono­
cimientos en sus lecciones. Este fracaso no lo desalentaría para
continuar buscando en el conjunto de los fenómenos universa­
les una racionalidad última.

L as R eseñas b ib l io g r á fic a s

En Jena, Hegel logra por fin dar cumplimiento, además,


a otra de sus acariciadas ambiciones: la de llegar a colaborar
en las revistas filosóficas. Pese a que estos artículos, por lo
general, se publicaban en forma anónima, la identidad de sus
autores trascendía indefectiblemente en los medios especiali­
zados, y, aunque así no fuese, servían para poner a los cola­
boradores en relación con publicistas y editores, y como medio
para ejercitar sus facultades polémicas. Hegel se destacó en
este aspecto por la suficiencia y la dureza de sus críticas, el
tono en extremo sardónico y zahiriente, que en cierto modo se
perpetuó en sus seguidores y resuena aún hoy en más de una
controversia política.
Nos limitamos a dar una lista de algunas de sus primeras
recensiones publicadas en periódicos, y mencionadas por Jo-
hannes Hoffmeister en la recopilación de su correspondencia:
87—Vida y obra de Hegel

En la Erlanger Uteraturzeilung, cuyo primer redactor era


Gotdob Emest August Mehmel, en el número 14, del 9 de
abril de 1802, una nota sobre diversos estudios filosóficos de
Johann Friedrich Christian Wemeburg;
en la misma revista, número 22 de ese año, «Cómo el
sentido común toma a la filosofía», sobre las obras de Wilhelm
Traugott Krug, que sería republicado en la Revista Crítica de
Filosofía que entre 1802 y 1803 editaron Hegel y Schelling;
reseña de la obra de F. Fr. Wilhelm Gerstácker Intento
de deducir el concepto del derecho de los principios más ele­
vados del conocimiento, como fundamento de un futuro sis­
tema de filosofía del derecho, Brcslau, 1801, en la revista
mencionada, número 35, del 28 de abril de 1802: su autor
«ha puesto de manifiesto muy grandes pretensiones, tanto en
el título como en el anuncio del libro»;
nota crítica del estudio de Gottlob Christian Friedrich
Fischhaber Sobre el Principio y los Problemas fundamentales
del Sistema de Fichte, Karlsruhe, 1801;
diversas recensiones anónimas publicadas en la Ienaische
Allgemeine Literatur-Zeitung, fundada por Goethe luego que
Schütz se trasladó a Halle con su Literatur-Zeitung.

Las relaciones entre Goethe y Hegel siempre fueron res­


petuosas y cordiales. El gran patriarca de Weimar no dejó
pasar por su ¿poca y a su lado un espíritu como el de Hegel
sin advertirlo, sin brindarle toda la ayuda y la atención que
estaban a su alcance y sin sentirlo muy cercano a él, como a
alguien de su propia raza. Sin embargo, nunca entendió plena­
mente lo que Hegel decía. Después de cada visita del joven
profesor se quedaba perplejo, y comentaba a sus allegados: «no
comprendo de qué me habla este muchacho». En una ocasión
hasta sugirió que el estudio de la retórica contribuiría mucho
a su claridad de expresión. Pese a este desencuentro verbal no
hubo quizás en ese tiempo dos personas más afines que Goe­
the y Hegel: lo que sucedía es que este último había debido
acuñar todo un sistema expresivo a fin de formular filosófica­
mente aquello que el primero había tratado de decir en forma
literaria durante toda su vida y de lo cual había terminado por
constituirse en un ejemplo vivo. En Goethe naturaleza y es­
píritu habían alcanzado el punto más alto de equilibrio pero
88—Alberto Vanasco

era lógico que al captar esa unidad a través de la intuición y


al realizarla sólo existencialmente no pudiese comprender el
intrincado lenguaje mediante el cual el otro había llegado a
exponerlo filosóficamente. No obstante, siempre sospechó que
Hegel trataba de fundamentar en el plano especulativo lo que
él, simplemente, se había limitado a vivir.
Hegel acomete, paralelamente a todos sus trabajos de ese
año de 1801, otra empresa que es para él de capital impor­
tancia: la publicación de su propia revista. Cuenta para ello
con parte del pequeño capital de su herencia y con el apoyo
de Schelling. Es extraordinario que el recién llegado profe­
sor haya podido convencer a su amigo —que por otra parte
tenía ya su periódico (la Neue Zeitschrift) y era colaborador
de los órganos más renombrados— de que se comprometiese
con él en esta tarea. El efecto que había causado en él la pu­
blicación de la Diferencia y el respeto intelectual que le ins­
piraban los juicios de Hegel contribuyeron, sin duda, en gran
parte a esta asociación. Y en enero del año siguiente se publi­
có el primer número, en Tubinga, a cargo del librero Cotta.
Pese a que los artículos de la Revista Crítica de Filosofía
—como la llamaron— aparecían en forma anónima, gracias a
los borradores que se conservaron se han podido identificar
por lo menos cinco trabajos debidos a la pluma de Hegel. Dos
de ellos aparecieron en el primer número: son la «Introduc­
ción» y una nota crítica sobre las obras de Krug. Una extensa
nota final sobre el derecho ocupó las dos últimas entregas. Los
restantes se publicaron en los números intermedios.

I. «Introducción» de la revista: «Sobre la Esencia de la Cri­


tica filosófica en general y sus Relaciones con la Situación
actual de la Filosofía en particular»
Así como en la Diferencia Hegel dejaba entender que toda
la filosofía confluía hacia un sistema único de carácter cien­
89—Vida y obra de Hegel

tífico, ataca aquí en la «Introducción» a todos aquellos filóso­


fos que pretenden fabricar un sistema, personal y totalmente
distinto a cualquier tendencia conocida de la tradición filosó­
fica. Esta diatriba contra los inventores de sistemas era bas­
tante coherente. Por un lado respondía a la firme convicción
de que el sistema de ellos era el único completo y verdadero.
Por otro, la crítica formaba parte de una táctica general y
comprensible contra los demás autores, que formaban legión
y representaban una seria competencia en los medios eruditos
de Alemania y de Jena en particular. Pero además coincidía
con la posición declarada y sostenida por los dos directores:
no consideraban que su sistema fuera personal sino concreto,
científico, «necesario», y no lo estimaban tampoco «original»
pues abarcaba y era la consecuencia natural de todos los mo­
vimientos filosóficos anteriores, aun los más recientes. Claro
está, lo que sucede es que Hegel se extralimitó en el tono del
ataque, lo que deja entrever que había algo más que la mera
objetividad científica. Tal vez, una alusión al sistema del pro­
pio Schelling, quien, por supuesto, no se sintió aludido en
esta oportunidad.
El otro aspecto que contempla en el texto introductorio es
el de la divulgación del pensamiento filosófico. Esto respondía,
en verdad, al lenguaje cada vez más elevado y cifrado de Hegel
y asimismo al modo de expresarse eminentemente técnico del
propio Schelling. El autor de la «Introducción» impugna aquí
todo intento de popularizar la filosofía, ataque dirigido contra
todos aquellos que en esos años publicaban obras sobre temas
filosóficos poniéndolos falsamente al alcance del hombre co­
mún. Hegel reclama para la filosofía la misma interioridad que
exigía para la religión, y vuelve a tomar el término «esotéri­
co» —que debía a Lessing— para referirse ahora al pensa­
miento filosófico. Ve en las tentativas de divulgación de la
filosofía otra vez el predominio del «sentido común», contra
el cual había dirigido últimamente el fuego de sus baterías crí­
ticas. Como volvería a hacerlo en el artículo contra Krug de ese
mismo número.

2. «Cómo el Sentido Común toma a la Filosofía, visto sobre


las obras del señor Krug»
90—Alberto Vanasco

Una importante pléyade de hombres jóvenes y brillantes


se destacaba al mismo tiempo que Hegel y Schelling. En la
misma Universidad de Jena actuaba ya J. F. Fries, tres años
menor que el primero y casi de tanto prestigio como el se­
gundo, y con quien Hegel no tardaría en enfrentarse. Wilhelm
Traugott Krug tenía la misma edad de Hegel y era autor de
varios libros muy comentados. Desde 1801 ejercía como profe­
sor de filosofía en la otra Frankfurt, la del Oder, pero la in­
flamada sátira publicada por Hegel no ¡significaría un obstáculo
en su carrera: en 1804 sucedió a Kant en la cátedra de Ko-
nigsberg, a la muerte del célebre creador de la filosofía crítica.
Krug era sólo un divulgador del kantismo, y los editores de la
Revista sabían muy bien dónde asestaban sus golpes. Hegel
analiza en conjunto tres libros del autor, publicados en 1801
y 1802.
El pretexto de la crítica es una división que hace Krug de
la filosofía dogmática. (Los kantianos —según la terminología
de la época— llamaban dogmatismo a toda aquella filosofía
que no fuese crítica, así como Hegel y Schelling llamaron hasta
esos años especulativa a toda filosofía idealista, sobre todo la
de la escuela de Fichte.) Krug divide ingenuamente el dogma­
tismo en idealismo —que niega rotundamente la realidad del
mundo exterior—, y en realismo, el que da por sentada la
existencia del mundo real. Hegel observa que el señor Krug
ha olvidado precisamente el idealismo trascendental, el cual
no es ni una cosa ni otra sino la resolución de esa antinomia.
Hegel pide un lugar privilegiado para lo absoluto, más allá
de todo cuestionamiento por parte del sentido común. Se co­
loca así frente a todo argumento teleológico u ontológico de
la existencia de Dios, aun el de Kant. (Éste había partido del
antiguo argumento ontológico propuesto por Anselmo de Can-
torbery, que Descartes luego había renovado, esto es, la prue­
ba que parte del concepto del ser más perfecto para deducir
de él su existencia. Kant, en cambio, parte de un sistema de
verdades puras y aplicando el método trascendental deduce de
allí la existencia de un ser absoluto, que posibilite dicho siste­
ma.) Hegel ha cortado este nudo gordiano: sostiene en este
artículo contra Krug que «la primera preocupación de la filoso­
fía en la actualidad es situar de nuevo a Dios absolutamente
91—Vida y obra de Hegel

delante y en la cumbre de la filosofía como el único fundamento


de todo, el principio único del ser y del conocer». Hegel está en
contra, por lo visto, de que Dios sea colocado junto o al final
de otras cosas, como en la demostración trascendental de Kant,
o en las demás.
En esos momentos tiene Hegel, por otra parte, una muy
elevada idea de la filosofía en sí. Por ello aprovecha un pequeño
traspié argumental del autor para descargar sobre él todo su
sarcasmo. Resulta que el señor Krug había tenido la malhadada
ocurrencia de referirse a su pluma de escribir —así como otros
filósofos hacen mención generalmente (desde Descartes a Kant)
de su mesa de trabajo—, para indicar un objeto que represen­
ta la materialidad del mundo exterior. Krug se preguntaba si la
Filosofía de la Naturaleza sería capaz de deducir, por lo menos,
la pluma con que él escribía. Hegel no perdona al autor esta
trivialidad. Él se está ocupando —en su discurso inaugural—
de la racionalidad del sistema solar, y aquel filósofo improvi­
sado se atreve a proponer su pluma de escribir como objeto
de la investigación filosófica. Entonces Hegel deja traslucir los
conceptos que en ese momento ya ha elaborado y los proble­
mas que lo preocupan, por lo cual es interesante este ensayo
para nosotros: «el filósofo debe extender su naturaleza hasta
alcanzar y comprender las grandes individualidades y sus obras,
como las de Ciro, Moisés, Alejandro, Jesús, etc. [como él mis­
mo ha hecho, en parte], y apreciar su necesidad; y estudiar
también la serie de figuras en que se presenta el espíritu uni­
versal, a las que denominamos historia [que es lo que él se
propone hacer y llevará a cabo en su Fenomenología]».
Krug había tenido, además, la desgraciada idea de anunciar
una obra filosófica en ocho tomos, «siete de texto y un tomo
de índice de materias», por lo que Hegel le descarga una an­
danada definitiva:
«Por otra parte, el señor Krug no emplea ni siquiera una
vez la palabra razón en las tres obras que nos ocupan, en lo
que se refiere a la filosofía, con excepción de las Cartas sobre
la Doctrina de la Ciencia, donde se la encuentra un par de ve­
ces en genitivo. Llamamos la atención del señor Krug a este
respecto, no vaya a ser que en los siete tomos de las ciencias
filosóficas no se mencione en absoluto la razón, o se la nombre
tan sólo en genitivo, y que dicho tema falte, en consecuencia,
en el índice de materias del tomo octavo.»3
92—Alberto Vanasco

Krug significa, en alemán, «jarro», y Hegel concluye con


un agudo e hiriente juego de palabras que debe haber provo­
cado una crisis hepática al prolífero autor comentado:
«Considerando todo lo anterior, podemos definir el sincre­
tismo del señor Krug de la siguiente forma: piénsese en un
S. Ibíd., p. 102.
jarro que, debido a motivos accidentales cualesquiera, contiene
un poco de agua de Reinhold, cerveza kantiana envejecida, ja­
rabe esclarecedor de Berlín y otros ingredientes parecidos.»4

3. «Relación entre el Escepticismo y la Filosofía, exposición


de sus diversas modificaciones y comparación del escepticis­
mo moderno con el antiguo»
En el segundo número de la Revista Critica de Filosofía
Hegel publicó otro ensayo, bajo el título que antecede, y que
era nada más que la recensión de la obra en dos gruesos tomos
de Gotdob Ernest Schulze Crítica de la Filosofía Teorética,
de la que había aparecido el primer volumen en 1801 y el si­
guiente en 1802.
Schulze era nueve años mayor que Hegel, y éste no fue tan
riguroso con él como con Krug. El artículo se mantiene den­
tro de un tono más académico y profesional que el del número
inicial, y se extiende a lo largo de setenta y cuatro páginas.
Las diferencias entre Schulze y Hegel se plantean en tomo
a sus opuestas maneras de evaluar el desarrollo del pensamien­
to filosófico. El primero, evidentemente, veía un infructuoso
intento en los afanes de tantos hombres talentosos y bieninten­
cionados que a lo largo de veinte siglos se habían esforzado por
descubrir los fundamentos últimos de la verdad, por lo que la
historia de la filosofía se convertía para él en una sucesión
inconexa de sistemas extravagantes. El enfoque de Hegel, en
cambio, como hemos señalado al comentar su ensayo sobre la
Diferencia entre los Sistemas filosóficos de Fichte y de Schelling,
era diametralmente distinto: «Toda filosofía es perfecta en sí
misma —había dicho allí—, y, como una auténtica obra de
arte, contiene en sí la totalidad del espíritu.» Y en el fragmen­
to introductorio a la Positividad, de 1800, había escrito, refi­
93—-Vida y obra de Hegel

riéndose a las formas religiosas históricas: «...las convicciones


de los siglos pasados —convicciones que millones de personas
a lo largo de esos siglos asumieron como un deber y como su
verdad sagrada hasta morir por ellas— no consistían en un
mero absurdo o en una inmoralidad».
Y ahora, en su nota sobre Schulze, vuelve a explicitar estos
4. Ibid., p. 102.
conceptos, dándoles una nueva proyección al examinar el escep­
ticismo en su relación con la evolución de la filosofía: «En lu­
gar de ver la historia de la filosofía como una acumulación de
sistemas fantásticos, hay que considerarla, más bien, como un
análisis progresivo, y una liberación, de las sucesivas ilusiones,
un desechar quimeras, una gradual destrucción de verdades aco­
gidas en otro tiempo triunfalmente y que se revelan como erro­
res...» En éste consistiría el adelanto positivo del conocimien­
to, un proceso de negación en que el espíritu de escepticismo
desempeñaría un papel fundamental.
La relación con el escepticismo la establece Hegel debido a
que Schulze hace hincapié en los desacuerdos filosóficos, que,
como se sabe, era el primero de los Cinco Tropos con que Agri­
pa había contribuido a los Diez propuestos por Enesidemo en
el siglo i a. de J. C.: «Discordancia de opiniones entre los filó­
sofos.» Refiriéndose a dichos famosos Tropos de la Duda dice
Hegel: «El contenido de estos modos demuestra aún más cla­
ramente lo ajenos que son a toda intención en contra de la filo­
sofía y en qué medida se dirigen sola y exclusivamente contra
el dogmatismo del sentido común: ni uno solo de esos tropos
ataca a la razón ni a sus conocimientos sino que todos, sin ex­
cepción, atentan claramente contra lo finito y su conocimiento,
esto es, el entendimiento.»
Años más tarde, en la Fenomenología, Hegel tendrá una
concepción algo distinta del escepticismo, que, con el estoicis­
mo, habrían de constituir dos figuras para él fundamentales del
espíritu. Allí también el escepticismo pone de manifiesto el
movimiento dialéctico de la certeza sensible, la percepción y
el entendimiento, pero su acción y sus palabras se contradicen
siempre, por lo que es algo doble, y esa duplicación da lugar
a lo que llamará la «conciencia desventurada».
Aquí, en la reseña de las obras de Schulze, el escepticismo
es un componente de toda verdadera filosofía, de la que repre­
senta su lado negativo, necesario, a fin de poder volverse con­
94—Alberto Vanasco

tra todo aquello que es limitado. El escepticismo seria nada


menos que el espíritu filosófico aplicado a las nociones del sen­
tido común, es decir, un primer estadio en la ruta hacia la ver­
dadera filosofía, hacia una verdad superior.
4. «Fe y Saber, o la Filosofía reflexiva de la Subjetividad en
la completud de sus formas como filosofía kantiana, jaco-
biana y ficbtiana»
£1 siguiente artículo que Hegel publicó en su Revista Crítica
fue una creación totalmente personal, esto es, que ya no toma­
ba como pretexto el comentario de una obra en particular, lo
que ocurriría también con el quinto y último de estos trabajos.
Por tal motivo, ambos artículos constituyen la exposición más
fiel e ilustrativa con que podamos contar del pensamiento del
autor en esa etapa decisiva de su formación.
En este cuarto ensayo, por otra parte, el estilo enrevesado,
característico del Hegel posterior, aparece ya, con sus grandes
defectos y virtudes, desplegado en todo su vigor. Esto, segu­
ramente, no hubiera podido hacerlo de no disponer de una re­
vista propia; si hubiese remitido ese trabajo redactado de esa
manera, a cualquier otro periódico, es indudable que no se lo
hubieran publicado. Las imágenes se suceden, por cierto, en
forma alucinante, pero entretanto, las más de las veces, los su­
jetos se pierden de vista, los antecedentes se confunden, los
relativos van quedando en el aire, entre el fárrago de palabras y
de conceptos.
El artículo en si es una liquidación de cuentas —entre refle­
xiva y exacerbada— con la filosofía de su tiempo y consigo
mismo. En resumen, es un golpe de gracia dado a la Ilustración,
y, por ende, a la filosofía que la representaba —Kant, Fichte,
como el título de la nota lo deja entrever—, y aprovechó de
paso para incluir en el brulote a Jacobi, aunque no muchos años
después descubriría todo lo que poseían en común y tendría
a bien granjearse su amistad. (Schelling es eximido por razones
afectivas —además es el codireetor de la Revista—> pero de
9í—Vida y obra de Hegel

algún modo su idealismo objetivo o trascendental se halla in­


cluido en la reconvención.)
Hegel se mueve aquí, en general, dentro del orden de ideas
que ya le conocemos, y sólo añade algún acento nuevo de clau­
sura de una etapa e inauguración de otra totalmente distinta.
Es también una toma de partido por la filosofía y un abandono
de las esperanzas de la religión.
La razón, afirma Hegel, ha ganado la batalla contra el dog­
matismo de la religión y los excesos de la positividad, pero se
pregunta entonces si este triunfo no significa, en última ins­
tancia, una derrota, como les ocurrió a las hordas bárbaras que
invadieron Europa, que conquistaron el poder pero fueron so­
metidas culturalmente por las naciones vencidas. Al final de
cuentas, ni lo que combatía era religión ni ella misma ha se­
guido siendo razón. El engendro que ha quedado como rema­
nente tiene tan poco de fe como de Razón, con mayúscula,
como él la entiende ahora.
La razón se ha degradado al reconocer que no es más que
entendimiento, es decir, que no puede comprender lo suprasen­
sible, a lo cual sitúa por lo tanto como un más allá, por encima
y por fuera de ella misma. En efecto, Kant había declarado que
las cosas en sí no pueden ser objeto de conocimiento; Fichte
había corroborado que Dios es algo inconcebible e impensable;
Jacobi concordaba con ellos en cuanto afirmaba que el hombre
sólo podía tener conciencia de su desconocimiento de lo ver­
dadero. Los tres dejaban a lo Absoluto, nuevamente, en manos
de la fe y de la religión. El objeto de la filosofía era, una vez
más, nada más que lo finito y lo empírico. Lo eterno quedaba
excluido de ella. Era, por lo tanto, la muerte de la filosofía.
El fracaso del criticismo, y de su secuela, el idealismo, era
a su vez un revés del protestantismo: habían llevado a cabo en
la filosofía lo que los reformadores del siglo xvi habían reali­
zado en el plano positivo. La Razón es la encargada de contem­
plar lo infinito en lo finito, lo eterno en lo contingente, y Hegel
anuncia tácitamente que ésa es la tarea que les corresponde a
ellos como filósofos.
El interés que el pensamiento de Hegel despertaba ya entre
sus contemporáneos, el ascendiente que había logrado tan rá­
pidamente sobre sus amigos y conocidos, teólogos protestantes
y filósofos románticos, radicaba en esta manera suya de presen­
tar las cosas. £1 prometía restituir lo absoluto a su lugar, colo­
96—Alberto Vanasco

car de nuevo a Dios en la cúspide de las concepciones filosófi­


cas: para todos representaba una especie de ángel del escar­
miento que vendría a poner las cosas en su sitio. Él se ocuparía
de lo eterno. La Razón se encargaría a la vez de la religión y
del entendimiento, consumando su conjunción, completando el
camino de la Reforma y de la Ilustración.
Lo que Hegel callaba es que luego escamotearía a Dios y
dejaría en su sitio sólo lo absoluto, sin trascendencia, pero sin
dejar nada más allá de él. Todos los desacuerdos se disolverían
en la Razón. Dios había muerto pero ésa sería la Resurrección,
aunque resurgiría como Absoluto. Por eso habla Hegel del Vier­
nes Santo filosófico, que más tarde, en la Fenomenología, se
transformará en un Calvario especulativo, por el dolor que sig­
nifica avanzar a través de la verdad, de negación en negación,
suprimiéndolo todo para afirmar lo Absoluto. El Dolor Abso­
luto.

5. «.Sobre las Maneras de tratar científicamente el Derecho


Natural, su lugar en la Filosofía práctica y su Relación con
las Ciencias Jurídicas Positivas»
Y Hegel se vuelve de inmediato a buscar o a mostrar este
Absoluto en el mundo que lo rodea, y lo halla allí mismo, en­
camado en la comunidad política y social en que la vida del
espíritu se concreta en la forma más elevada y completa. Es ló­
gico que lo buscara en el Volksgeist, en el espíritu del pueblo,
como había hecho cuando procuraba descubrir la esencia de las
religiones. Ahora va directamente a su objetivo, pues ya conoce
el método, que consiste en llevar al concepto la intuición em­
pírica.
Hegel ve, así, en el Estado y en su sistema jurídico una
totalidad ética. Esto lo coloca nuevamente frente a Kant y
Fichte. Como se recordará, la moralidad kantiana se basaba en
el imperativo categórico, esto es, en la ley subjetiva que se
constituía en universal, y Fichte había proseguido por dicho
camino. Ahora Hegel iba a oponer a ese Derecho igualitario y
universal, que había imperado en el siglo xvi, la concepción
del Derecho orgánico, con lo que volvía a acercarse a los ro­
97—Vida y obra de Hegel

mánticos y a Schelling. Sustituye la fuente subjetiva del Derecho


por la fuente histórica, no por cierto la del derecho positivo
sino la de la totalidad objetiva de la vida de un pueblo. Es en
una nación donde se expresa la totalidad del espíritu, no en la
subjetividad de un individuo. El derecho natural deja de fun­
darse en un apriorismo moral y las formas de vida de un pue­
blo pasan a constituir la Moralidad Absoluta. El Derecho, por
lo tanto, es expresión de una totalidad orgánica, y Grecia vuel­
ve a ser aquí el ejemplo de una encarnación ideal del espíritu.
Saltan a la vista las diferencias ideológicas que implicaba
la posición de Hegel frente a las de Kant y Fichte. El Derecho
natural justificaba el individualismo y era el que había dado
lugar a la Declaración de los Derechos del Hombre, pero tam­
bién había sido creado para mantener las monarquías y los
absolutismos. El Derecho orgánico, en cambio, atendía a la ne­
cesidad histórica de un momento del derecho, pero a la vez
contemplaba la libertad como un hecho real, y no como algo
ideal, tal como Kant o Fichte. La libertad desde el punto de
vista del derecho orgánico consiste en vivir en total acuerdo
con el orden jurídico que el espíritu conforma en cada etapa
según su necesidad. En esto Hegel se adelanta, asimismo, a la
escuela del derecho histórico.
Este extenso trabajo apareció en los dos últimos números
de la Revista de Hegel y Schelling, en los años 1802 y 1803. El
autor, hacia el final, hace imas sutiles observaciones acerca de
la tragedia y la comedia, en relación con esta manifestación de lo
absoluto, y concluye con un análisis del derecho positivo visto
a la luz de la totalidad ética en desarrollo. Como podrá supo­
nerse, su posición aquí es análoga a la que sostenía frente a la
religión y su positividad: la Iglesia positiva, el derecho positi­
vo son formas que el espíritu va estructurando en su desarrollo
pero de las cuales pronto se vacía la vida y quedan atrás, o a
veces subsisten como excrecencias muertas de la Idea, y para
comprenderlas en su necesidad hay que reconstruir en su tota­
lidad el momento que las hizo nacer.

« E l S istem a d e M ora lid ad S o c ia l »


(«S ystem d er S it t l ic h k e it »)
La idea de que «la totalidad ética absoluta no es nada más
98—Alberto Vanasco

que un pueblo», la desarrolló Hegel, paralelamente a la redac­


ción del ensayo anterior, en un estudio que no llegó a concluir,
tal vez porque tuvo la oportunidad de decir todo lo que quería
al publicar en su revista el artículo que acabamos de analizar,
tal vez porque la urgencia de otros trabajos no le permitió ter­
minarlo. El titulo que puso a este ensayo fue el de «System der
Sittlicbkeit» («Sistema de Moralidad Social, o Pública o Popu­
lar»).
Este escrito es indispensable para comprender y valorar el
pensamiento posterior de su autor. Por una parte, se emparenta
con muchos conceptos de la Fenomenología, de 1806, y por otro
lado es un antecedente importante de su Filosofía del Derecho
de 1821. En él se describe el proceso de la vida ética, como en
la Fenomenología, desde sus formas inferiores (aspiraciones in­
dividuales, la propiedad, el trabajo, la familia) hasta la comu­
nidad que significa la totalidad ética, la cual, como en la Filo­
sofía del Derecho, es la forma en que se presenta el espíritu
absoluto. Más tarde, Hegel llamará a esto Espíritu Objetivo, y
reservará la expresión Espíritu Absoluto para la manifestación
del espíritu en las Artes, la Religión y la Filosofía.

S istem a d e J ena (1801-1806)


Los cursos que dictó Hegel en la Universidad de Jena du­
rante seis años le sirvieron, como era de esperarse, para esbozar,
luego desarrollar y por último empezar a escribir su pensamien­
to, que se fue organizando en un sistema, el que ya en ese
entonces adquirió la forma tripartita que caracterizaría su Sis­
tema definitivo, vale decir: una Filosofía del Espíritu, una Ló­
gica y una Filosofía de la Naturaleza, con la ampliación, desde
ya, de una Filosofía del Derecho.
Damos el cuadro de las materias que fueron objeto de sus
clases según las ordenara uno de sus discípulos, y primer bió­
grafo, Johann Karl Friedrich Rosenkranz; parecería que del mis­
mo sucederse de los temas tratados va emergiendo el futuro
sistema del filósofo maduro:
Invierno 1801-02 f Lógica y
99—Vtda y obra de Hegel

(primer semestre) \ Metafísica {“alumnos


Invierno 1802.03 {
{Anuncia el texto
a) Lógica y Meta­
física o Idealis­
mo Trascenden­
T Sistema de tal
Invierno 18034)4 -s Filosofía
l Especulativa b) Filosofía de la
Naturaleza
c) Filosofía del
Espíritu
Repite el mismo Entre 20 y
Invierno 1804-05 curso 30 alumnos
Agrega Filosofía
del Derecho

Verano 1805 Repite el mismo


curso
Historia de la
Filosofía Filosofía de la
Naturaleza
Invierno 1805-06 Realphilosophie
Filosofía del
Curso de Espirita
Matemáticas
Filosofía de la
Naturaleza 26 alumnos

Verano 1806 Filosofía del


Espíritu
Filosofía
Especulativa {Fenomenología
Lógica
y I 16 alumnos
\
Anundó: Filosofía Especulativa o
Lógica y Metafísica, precedida
Invierno 180607 . de Fenomenología del Espíritu
(según su tratado); y Filosofía
100—Alberto Vanasco

de la Naturaleza y del Espíritu


(según lecciones dictadas).

Como podrá observarse, ya a fines de 1803 Hegel había lie*


vado a cabo la división de su sistema de filosofía especulativa
en tres partes fundamentales. Al año siguiente, con la incor-
poración de la filosofía del derecho, el panorama quedará prác­
ticamente completo en cuanto al sistema hegeliano se refiere.
Más tarde se ampliará con sus trabajos sobre historia de la filo­
sofía, filosofía de la historia, estética, etc., que han de ser pu­
blicados póstumamente por sus discípulos.
La Lógica y la Metafísica de estos cursos se identificarán
luego de la época de Jena cuando Hegel se decide a realizar su
revolución copernicana y desplaza decididamente el principio
de contradicción a la realidad misma como un momento de lo
absoluto. En ese instante la Lógica termina de abarcar íntegra­
mente a la Metafísica. En el famoso prólogo a su Ciencia de la
Lógica, de 1812, explicará detalladamente esta necesidad de
hacer extensiva la dialéctica al dominio de las cosas en sí, a
la totalidad cósmica. Esa inversión revolucionaria le permitirá
asentar su también famoso principio: «Todo lo racional es real
y todo lo real es racional», fórmula ultrasintética de su concep­
ción general del mundo, extraída de Platón pero elevada a su
máxima potencia.
La denominación de Fenomenología para una de las seccio­
nes del sistema no aparece hasta el verano de 1806 y es eviden­
te que en ese momento no pasa de ser una introducción a la
Lógica general. A fines de ese año, sin embargo, anuncia ya
la Fenomenología del Espíritu como libro de texto, con lo cual
su contenido, al parecer, ha terminado de independizarse del
resto.
Al comentar cada uno de los libros mayores que Hegel pu­
blicó en vida, consideraremos estas divisiones esenciales del
Sistema, que, en lo fundamental, se mantienen, y sólo se am­
plían en dichas obras.
Estos años de maduración, de trabajo y de creación, de de­
finitivo encuentro con su destino, y hasta de consagración, se
101—Vida y obra de Hegel

suceden para Hegel entre graves aflicciones personales y contra­


riedades exteriores de todo tipo. En primer término, segura­
mente, debe haberse hallado la situación de su hermana Chris-
tiane, cuya salud, desde la muerte del padre y por efectos de la
soledad y de las estrecheces económicas, había desmejorado sen­
siblemente. Wilhelm intercedió en reiteradas oportunidades a
fin de encontrarle una colocación en casa de alguna familia acau­
dalada que se encargara de su sostén, y también, repetidas ve­
ces, debió hacerle llegar su ayuda pecuniaria, pese a que sus
ingresos como privat-dozent apenas eran los indispensables para
cubrir sus propias necesidades. A partir de 1805 los gastos de
la atención médica disminuyeron en forma notable debido a que
empezó a atenderla el hermano de Schelling, Karl Eberhard,
quien se acababa de recibir de médico y había instalado su con­
sultorio en Stuttgart. El tratamiento, además, a que la sometió
el nuevo doctor surtió de inmediato un resultado positivo y
Christiane pudo retomar sus actividades normales y hasta co­
menzó a trabajar, por lo menos durante un tiempo.
La locura parecía asediar a Hegel precisamente en las per­
sonas que le eran más entrañables, a él, nada menos, que había
erigido a la Razón como fundamento universal de la vida. Hol­
derlin también, insensiblemente, se había visto arrebatado por
la demencia. En enero de 1802 había viajado hasta Burdeos
con el objeto de ejercer allí el cargo de preceptor en casa de
Daniel Christoph Meyer, comerciante mayorista de vinos y cón­
sul de Hamburgo en aquella ciudad. El trabajo le había sido
concedido gracias a una recomendación de Friedrich Jakob
Strohlin —ex profesor suyo y de Hegel, y que habría de fallecer
al año siguiente—; pero el susceptible poeta no fue debida­
mente instruido acerca de las tareas que tendría que desempeñar
en su nuevo empleo y se vio de pronto ante la obligación de
realizar faenas que no estaban de acuerdo con su condición ni
con su sensibilidad.
A raíz de todo ello, en mayo de ese año abandonó de im­
proviso su puesto y a comienzos de julio se hizo presente de
nuevo en Nürtingen, donde residía su familia. Allí lo vio Sche­
lling unos días después de arribar, y quedó sumamente impre­
sionado por el aspecto que ofrecía su amigo. Daba la impresión
de hallarse con el espíritu totalmente alterado, aunque todavía
podía llevar a cabo algunos trabajos, como, por ejemplo, traduc­
ciones del latín y del griego. Su ánimo, sobre todo, evidenciaba
un extremo abatimiento. Descuidaba su apariencia física hasta
102—Alberto Vanasco

el punto de provocar desagrado, como ocurrió en el caso del


propio Schelling.
Aunque sus raciocinios no dejaban traslucir una pérdida ab­
soluta de la lucidez mental, sus modales y su aspecto eran los
de un demente; y en Nürtingen desesperaban de curarlo. Sche­
lling escribió a Hegel a fin de ponerse de acuerdo para trasla­
darlo a Jena, donde con cuidados solícitos y un ambiente más
adecuado para su naturaleza tal vez mejoraría, por lo menos en
lo referente a su aseo personal; pero cuando Hegel terminó las
diligencias para llevarlo con él a Jena, Holderlin había termi­
nado por replegarse en sí mismo por entero, y ya no abandonó
su casa.
Completamente incapaz de entenderse con el mundo, el poe­
ta se refugió en la locura hasta su muerte, acaecida treinta años
más tarde, en 1843.
En esa época, también, la decadencia de Jena como Univer­
sidad de prestigio había alcanzado casi la total disolución. Los
problemas económicos, la inestabilidad política y hasta las re­
yertas entre los profesores habían dado lugar al éxodo tanto de
estudiantes como de maestros. En 1803 no más desertaron
400 estudiantes. La facultad inaugurada en Würzburg, por otra
parte, ofrecía mejores contratos a su personal docente, por lo
que Schelling, Paulus, Niethammer —entre los amigos de He­
gel— y muchos otros se trasladaron a dicha ciudad en 1803 a
fin de hacerse cargo de las distintas cátedras. Hegel quedó
prácticamente solo, enfrascado cada día más en su trabajo, una
de cuyas retribuciones fue que en 1804 se le designara Conse­
jero de la Sociedad de Mineralogía de Jena.
El alejamiento de Schelling no fue únicamente físico: inte­
lectual y espiritualmente se distanció, no sólo de Hegel, sino, en
general, de la actividad literaria y de los amigos que frecuen­
taba. Por varios años, incluso, no escribiría ningún libro im­
portante. Luego del diálogo Bruno, o sobre el Principio divino
y natural de las Cosas, de 1802, y una segunda edición de Ideas
del año siguiente, a la cual agregó un prefacio, su actividad de
escritor se interrumpió casi por completo durante largo lapso.
En el verano de 1798 había conocido en Dresde a Carolina Mi-
chaelis, doce años mayor que él y esposa a la sazón de August
103—Vida y obra de Hegel

Wilhelm von Schlegel, y el impetuoso intelectual cayó perdida­


mente enamorado de la hermosa, culta e inteligente mujer, como
correspondía a su temperamento romántico. Al año siguiente
intimó con los Schlegel, y pasaba en casa de ellos la mayor parte
del tiempo. A comienzos de 1802 la situación se había hecho
insostenible, y Friedrich y Carolina decidieron abandonar Jena
juntos.
Luego de una entrevista con el marido en Berlín, sobrevino
el divorcio, en abril de 1803, y los dos amantes pudieron con­
traer matrimonio. Hegel debió intervenir más de una vez en
los enredos que todas estas vicisitudes produjeron.
Separación, declinación, locura, muerte, rodeaban por lo
tanto al Hegel que en los umbrales del siglo se afanaba reu­
niendo los materiales que habrían de constituir su primer libro
de importancia; y mucho de ello, por cierto, se reflejaría en sus
páginas. Sin embargo, también había amor, como ya hemos vis­
to, y vida nueva, aunque igualmente rodeada de circunstancias
dramáticas: la historia de la realización y la publicación de la
Fenomenología se halla ligada íntimamente con la del nacimien­
to de su primer hijo.
En 1805, en parte debido a la disolución del claustro uni­
versitario, en parte, otra vez, a la mediación de Goethe y,
en otra tercera parte, también —para ser justos— a sus propios
méritos como docente, Hegel fue ascendido a profesor extraor­
dinario: ausseroráentlicher Professor. En la reunión en que se
festejó este feliz evento, Hegel conoció a Chrisdana Charlotte
Fischer, de 27 años, hija de un mensajero de la Corte, y quien
había estado casada con el criado de un conde, de apellido
Burkhardt, el cual la había abandonado años atrás. Christiana,
posteriormente, había tenido dos hijos: una chica y un niño, de
cuatro y un años, respectivamente, en ese momento.
Los festejos, y el vino, iniciaron una relación apasionada
entre el nuevo profesor extraordinario y la infortunada mujer,
y hacia junio de 1806, cuando él pergeñaba los primeros capí­
tulos de la Fenomenología, ella le comunicó que había quedado
embarazada. El hijo —Georg Ludwig Friedrich— nació el 5 de
febrero de 1807, cuando se imprimían los últimos pliegos del
libro. Fueron los padrinos el librero Friedrich Frommann, de
Jena, y el hermano de Hegel, Georg Ludwig, teniente del Regi­
miento Real de Württemberg del Príncipe Coronado.
El hecho luctuoso de todo este episodio consistió en que
dos meses antes murió de pulmonía el hijo menor de Christiana.
104—Alberto Vanasco

Mientras tanto, la guerra se había convertido en el marco


trágico de todos estos sucesos. La vieja Europa se resquebraja­
ba ante el empuje de un joven general que el 18 de mayo de
1804 había sido consagrado como Emperador de Francia. El 2
de diciembre de 1805, Napoleón derrotó en Austerlitz —la ba­
talla de los tres Emperadores— a las tropas unidas de Austria
y de Rusia. Se firmó a continuación la paz de Presburgo y los
príncipes de Baviera y de Württemberg fueron elevados a la
dignidad de reyes. Reanudada la guerra, esta vez contra Prusia,
el ejército francés se acercó a Jena.
Mientras Napoleón maniobraba con sus tropas y aprestaba
sus cañones y sus hombres, Hegel lidiaba con los originales
de su libro y se afanaba por verlo impreso. La historia de su
publicación es sucintamente ésta: hacia mayo de 1806 Hegel
ya había conseguido un editor. Se trataba del librero Josef An­
tón Gobhardt, de Bamberg, a quien había conocido por inter­
medio de Niethammer. En agosto surgió entre autor y editor
un entredicho que debió ser subsanado una vez más por Niet­
hammer. Según el contrato, Gobhardt debía abonar a Hegel la
totalidad de los derechos —que habían sido estimados en unos
18 florines por pliego—, una vez impresa la mitad de la obra.
Ante el temor de que Hegel no concluyese la parte restante, o
no pudiendo, realmente —como él alegaba—, calcular la mitad
si no veía el original completo, Gobhardt se negó a abonar
a Hegel sus honorarios. Niethammer se comprometió entonces
a pagar los gastos íntegros de la impresión en el caso de que
el autor no hiciera llegar la totalidad del manuscrito antes del
18 de octubre de 1806. Hegel cumplió, envió el resto del ori­
ginal el 8 de ese mes, y la Fenomenología del Espíritu conti­
nuó imprimiéndose. El martes siguiente, 14 de octubre de
1806, tuvo lugar la batalla de Jena.
La guerra llegó hasta las propias puertas de la casa de He­
gel, que según pensaba, debía brindar alojamiento a la oficiali­
dad, como los demás ciudadanos de Jena. Al día siguiente de
la batalla salió por la mañana con dos discípulos a recorrer
las afueras de la ciudad y se encontraron de pronto ante el
Emperador, que en esos momentos montaba a caballo para
salir de reconocimiento. La sorpresa de Hegel fue enorme.
105—Vida y obra de Hegel

Acababa de escribir el libro en que describía el proceso total


del espíritu del mundo y ahora se hallaba allí frente al hombre
que lo encarnaba en ese instante de la historia. Napoleón no
pudo sospechar, y seguramente nunca llegó a saber, lo que
había sucedido entre él y ese oscuro profesor que lo miraba
alelado, flanqueado por dos de sus alumnos. El Emperador
echó una mirada en torno, como tomando posesión del mundo
y se alejó al galope, seguido por su escolta, y en pocos según-
dos se perdió entre la espesura de las colinas próximas; pero
ese encuentro quedaría para siempre grabado en el espíritu de
uno de aquellos hombres. Ese mismo día, Hegel escribiría a
su amigo Niethammer: «Hoy he visto al Emperador —esa alma
del mundo— salir de la ciudad para efectuar un reconocimien­
to; es, efectivamente, una sensación maravillosa el ver a seme­
jante hombre que, concentrado aquí en un punto, montado en
su caballo, se extiende sobre el mundo, y lo domina.»

La «F e n o m en o lo g ía del E s p ír it u »
En enero de 1807, en Bamberg, Hegel corrigió las pruebas,
agregó un extenso prólogo, y en abril aparecieron los primeros
ejemplares de la edición.
¿Qué es la Fenomenología del Espíritu? Es, sin duda, uno
de los libros más extraordinarios, hermosos, desconcertantes,
ambiciosos, oscuros, extraños, lúcidos, ingenuos, originales, caó­
ticos, puros, extravagantes, pretenciosos, alucinados, magistra­
les, incomprendidos, luminosos, desconocidos y definitivos que
se hayan escrito. ¿Qué pretendía ser, entonces? Nada de eso,
seguramente. Tan sólo «un estudio puramente científico de la
filosofía», como se lo definía el autor a Goethe en una carta
del 29 de septiembre de 1804.
El libro es, en efecto, eso, pero también es lo otro. Es un
tratado filosófico, pero también es un poema; y no sólo un poe­
ma sino además un drama, y una autobiografía, y un texto
de psicología, del hombre pero asimismo de toda la humani­
dad, y es una historia, y una leyenda, y una profecía. Apenas
afirma algo ya lo niega, y afirma otra cosa, que a su vez es
negada. Una alegoría, y un canto, y una descripción fiel del
mundo, eso es la Fenomenología del Espíritu. En un universo
donde todo aparece nada más que para ser suprimido de inme­
diato, una filosofía que pretendiera expresarlo debía ser forzo­
106—Alberto Vanasco

samente una filosofía de la negación, la única capaz de afirmarlo


todo. Y ésa es la filosofía de Hegel.

La obra consta, fundamentalmente, de seis partes, dedica­


das, respectivamente, al estudio de la Conciencia, la Autocon-
ciencia, la Razón, el Espíritu, la Religión y el Saber Absoluto,
y, como ya dijimos, de un prólogo, dividido a su vez en cuatro
secciones, y una introducción.
A lo largo de todos esos capítulos se despliega el arsenal
más fabuloso de expresiones y conceptos filosóficos que pen­
sador alguno, desde Aristóteles, haya legado a las generaciones
posteriores. Se trata de una descripción de la psicología indi­
vidual, que se eleva desde la certidumbre sensible hasta la
Razón más elevada, y que se convierte en una historia general
de la experiencia humana, a través de sus diversos estados y
etapas de cultura, hasta alcanzar su manifestación más acabada.
Es como si alguien nos retratara el mundo con la visión de
Herádito, pero alguien que, a su vez, se halla incorporado a
esa visión; Herádito podía ver fríamente deslizarse las aguas
del río, pero este observador se encuentra inmerso en las aguas
y su figura y sus ojos se disudven y corren a la par de las ondas.
En el prólogo hace una rápida revisión del pensamiento
filosófico anterior, donde, con el criterio que ya le conocemos,
concibe la diversidad de los sistemas filosóficos como el desa­
rrollo progresivo de la verdad, los que en su fluir constituyen
«otros tantos momentos de una unidad orgánica en la que,
lejos de contradedrse, son todos igualmente necesarios». Pero
por su parte afirma que «la verdadera figura en que existe la
verdad no puede ser sino d sistema den tífico de ella», y eso es lo
que se ha propuesto alcanzar. Se supone que la velada crítica a
Schelling que puede descubrirse en estas páginas fue la causa
dd distandamiento definitivo entre los dos filósofos.
Hace luego Hegel su famosa descripción de la irrupción dd
mundo nuevo, en que involucra a la vez a la Revolución Fran­
cesa, Napoleón, la instauración de las monarquías constitucio­
nales y su propia filosofía, y que podría aplicarse en cada cam­
bio radical de la humanidad; creo vale la pena transcribirla ín-
gramente, sobre todo como una introducción a su estilo:
107—Vida y obra de Hegel

«No es difícil darse cuenta, por otra parte, de que vivimos


en tiempos de gestadón y de transición hada una nueva época.
El espíritu ha roto con el mundo anterior de su ser allí, y de su
representación, y se dispone a hundir todo eso en el pasado,
dándose a la tarea de su propia transformación. El espíritu, por
cierto, nunca permanece quieto sino que se halla siempre en un
movimiento incesantemente progresivo. Pero, así como en el
niño, tras un prolongado periodo de silenciosa nutrición, el pri­
mer aliento rompe de pronto la gradualidad del proceso, pura­
mente acumulativo, con un salto cualitativo, y el niño nace, así
también el espíritu que se forma va madurando lenta y ca­
lladamente hacia la nueva figura, va desprendiéndose, una par­
tícula tras otra, de la estructura de su mundo anterior, y los
estremecimientos de este mundo se anuncian tan sólo por medio
de síntomas aislados; la frivolidad y el tedio que se apoderan de
lo existente, y el vago presentimiento de lo desconocido son los
signos premonitorios de que algo se avecina. Estos paulatinos
desprendimientos, que no llegan a alterar la fisonomía del todo,
se ven bruscamente interrumpidos por la aurora que de pronto
ilumina, como un rayo, la imagen del mundo nuevo.»
Pero en ese proceso los individuos singulares deben remon­
tarse también en la otra dirección del espíritu, el pasado, a fin
de asimilar los conocimientos históricos o científicos, la cultura
en general, el lenguaje, que constituyen lo que Hegel denomina
«su naturaleza inorgánica», en oposición a aquella otra de la
que se incorporan su naturaleza material.
Establece luego la diferencia entre el conocimiento histó­
rico, el matemático y el filosófico. En el conocimiento matemá­
tico la intelección es exterior a la cosa, con lo que se altera la
cosa verdadera. El conocimiento filosófico, en cambio, no se
ocupa de lo abstracto o lo irreal, sino de lo red, «lo que se pone
a sí mismo y vive en sí, el ser allí en su concepto».
En el apartado en que analiza la conciencia muestra cómo
la certeza sensible es incapaz de posesionarse de lo verdadero,
pues niega las cosas para sustituirlas por un universal, lo que
hace con «el momento», el «aquí» y el «ahora», y con los obje­
tos. Y realiza uno de sus descubrimientos capitales: «La con­
ciencia, en su aprehensión, al mismo tiempo, se refleja dentro
de sí, partiendo de lo verdadero. Este retomo de la conciencia
108—Alberto Vanasco

a sí misma, que se mezcla de modo inmediato en la pura apre­


hensión —y que se ha mostrado como algo esencial al perci­
bir— hace cambiar lo verdadero.» La autoconciencia resulta de
este modo la verdadera realidad, pues el mundo es su realiza­
ción. «El sujeto es la absoluta negatividad.» De allí a decir que
el objeto es el sujeto hay un solo paso, y todas las antinomias
se hacen reales y quedan a la vez suprimidas. En resumen: el
principio de la percepción es la «universalidad», bajo la apa­
riencia de las cosas no hay sino el sujeto que conoce, y la sus­
tancia del mundo sólo puede ser entendida como fuerza. En
tanto el hombre no se reconozca en las cosas vivirá «extraña­
do» en ellas. Nace así en Hegel el concepto de «enajenación»,
que será tan importante para sus continuadores.
El problema se presenta cuando los hombres se enfrentan,
cuando una autoconcienda se halla ante otra autoconciencia.
Éste es el tema de la segunda sección del libro. La autoconcien­
cia es en sí y para sí sólo en cuanto es para otra autoconciencia,
esto es, en cuanto es reconodda. «La autoconciencia alcanza su
satisfacción sólo en otra autoconciencia.» La lucha que se esta­
blece entre dos o más conciencias que se enfrentan ofredó a
Hegel la oportunidad de llevar a cabo uno de los más fecundos
y penetrantes análisis que haya podido realizar la filosofía y
que alcanzó vasta repercusión en el desarrollo ulterior del pen­
samiento especulativo, particularmente en el existendalismo.
Uno de sus aspectos es, por ejemplo, la mutua dependencia en­
tre el Señor y el Siervo, entre quienes el enfrentamiento es a
vida o muerte; estos dos momentos de las relaciones huma­
nas son como dos figuras contrapuestas de la condencia: una
es la conciencia independiente, cuya esencia es el ser para sí, la
otra, la conciencia dependiente, que tiene por esenda la vida
o el ser para otro; la primera es el señor-, la segunda, es el
siervo. Pero la relación se invierte: la verdad de la conciencia
independiente resulta, al fin de cuentas, la conciencia servil, y
ésta, en cambio, repelida sobre sí misma, se constituye en ver­
dadera independencia.
Entre los innumerables puntos que son tratados en la Feno­
menología del Espíritu no podemos dejar de señalar algunos
que, además de ser esenciales, pueden incitar a emprender o
109—Vida y obra de Hegel

proseguir este derrotero que conduce a lo largo de la historia


del espíritu humano, desde la dependencia y la esclavitud hacia
la verdadera libertad, hasta concluir con el Espíritu Absoluto,
esto es, la concredón más depurada y elevada de la actividad
de los hombres: la literatura, la filosofía y las artes, y en que
Hegel induye la religión.
Muchos de estos aspectos los hemos visto surgir y desarro­
llarse en los trabajos de juventud, como las consideraciones en
torno al estoicismo y el escepticismo, formas de la conciencia
desventurada, una que rechaza la realidad y la otra que la de­
clara ilusoria. Recordemos que entonces «conciencia desventu­
rada» (o «infeliz» o «desdichada») era aquella que enajenaba lo
perenne en ella reservando para sí lo limitado y lo contingen­
te. Era la conciencia escindida. Aquí es también la «conciencia
desdoblada en sí misma», pero ella es, al mismo tiempo, la
contemplación de una conciencia en otra, y ella misma es am­
bas, y la unidad de ambas es también para ella la esencia, aunque
no lo sea todavía para sí. «Su reconciliación consigo misma se
presentará como el concepto del espíritu hecho vivo y entrado
en la existencia, porque ya en ella es, como una conciencia in­
divisa, una conciencia doble.» Es en la mente de Hegel, por lo
tanto, donde se realiza por primera vez esta unidad indivisa
de la conciencia doble.
Al «alma bella» del Espíritu del Cristianismo se agrega
ahora la Buena Conciencia y a la idea de destino el «mal» y el
«perdón», y encontramos de nuevo los temas de la tragedia y
de la comedia, de la Antígona de Sófocles, y de «culpa». A tra­
vés de todo ello la esencia divina asume la naturaleza humana.
Dios ha muerto y la autoconciencia universal ha nacido. La uni­
versalidad del espíritu vive en su comunidad y muere y resucita
cada día en ella.
El individuo particular no tiene conciencia de su esencia, y
debe esperar aún que el mundo se transfigure. El presente in­
mediato no tiene para él aún figura de espíritu. Pero a través
del saber ha sido ya reconciliado.
El anhelo de Holderlin se había cumplido así en la Feno­
menología. «No habrá sino una sola belleza; y la humanidad y
la naturaleza se unirán en una divinidad única que ha de abar­
car el universo.»
La palabra de Herádito había sido revelada: «Lo Uno di­
ferenciado en sí mismo.»
110—Alberto Vanasco
Capítulo VI
BAMBERG (1807-1808)

La labor p e r io d íst ic a

Lo que Hegel no había podido obtener a lo largo de tres años


mediante sus nutridas campañas epistolares se lo iba a facilitar
de un día para otro la que Napoleón llevó a cabo en forma
fulminante sobre Jena aquel octubre de 1806. La guerra lo
arrancaría de Jena, y lo llevaría hacia otros puntos en los que
se hallaba inscripto su destino. Los planes y las formas de vida
de casi todos los hombres de su generación se vieron alterados
en esos días por la terrible conflagración bélica.
Hegel no tuvo oportunidad de dar alojamiento en su do­
micilio a oficiales del ejército francés: le ocurrió algo mucho
peor, pues su casa fue objeto del pillaje y desmantelada por el
saqueo. La noche siguiente a la batalla debió pernoctar en casa
del comisario Hellfeld, desde donde podía contemplar el fue­
go de los vivaques de los batallones franceses; y luego se al­
bergó en la residencia de su amigo Karl Friedrich Emst From-
111—Vida y obra de Hegel

mann, librero y editor de Jena. Allí debió alojarse con Thomas


Johann Seebeck, amigo de ambos, profesor de ciencias e inte­
resado sobre todo en los fenómenos termoeléctricos, los que
también preocupaban a Hegel. La casa de Seebeck se había
visto asimismo arrasada por el pillaje. Pero lo que a Hegel de­
sazona en esos momentos es el hecho de que puedan extra­
viarse los dos paquetes de manuscritos que acaba de enviar el
miércoles y viernes pasados. Por los efectos del bombardeo la
ciudad se ha incendiado y sólo la circunstancia de que no sopla­
ba el menor viento evitó que fuera reducida a cenizas. No
obstante, lo único que inquieta al desventurado autor es la
suerte corrida por sus originales. ¿Circulará la posta libremen­
te? ¿Podrá cruzar a través de los ejércitos? Debe tenerse en
cuenta que el extravío de cualquiera de esas dos remesas signi­
ficaba para él, no sólo tener que reescribir los capítulos finales,
y, tal vez, volver a pensarlos, sino que involucraba, ante todo,
un pleito con su editor Gobhardt, lo que perjudicaría en forma
irreparable a su mejor amigo. La ingenuidad de Hegel en estos
menesteres formales y la extremada probidad de su conducta
en todo orden de cosas, quedan a la vista por el celo y la preo­
cupación con que encaró esta contrariedad. Hasta consultó a su
abogado L. Ch. F. Asverus sobre los aspectos jurídicos que
implicaría la falta de cumplimiento por su parte, quien lo tran­
quilizó en gran medida al asegurarle rotundamente que las cir­
cunstancias de fuerza mayor que habían sucedido dejaban sin
efecto todos los compromisos.
«Aunque he salido bien de este asunto, tal vez resulte tan
perjudicado, o más, que los otros», se dice, y luego añade, ex­
tremando las cosas: «Las personas que conozco no han sufrido
nada: ¿deberé ser yo el único que sufra?» La situación, en rea­
lidad, era tremenda. La guerra no había pasado, como otras, a
lo lejos, en forma pintoresca, como un asunto elegante entre
generales de la nobleza que jugaban a los soldados. Sangre, do­
lor, devastación, desorden y terror reinaban por doquiera. En
la misma Jena en hospitales improvisados se alojaban 3 700
heridos franceses y 4 000 prusianos. El 14 de octubre se aca­
baba de librar otra batalla en Auerstedt en la que Davout había
derrotado a Ferdinand de Brunswick. La lucha y el fuego ha­
bían dejado sus señales pavorosas en las ciudades, los pueblos
y la campiña.
El lector podrá ya hacerse una idea de cómo se sentía Hegel
ante esta irrupción brutal de la historia en sus propios domi­
112—Alberto Vanasco

nios, los del concepto. Nadie mejor que él podía apreciar la


ironía —o el callado escarmiento— que los hechos encerraban
para él. El hombre que personificaba la intuición moviendo la
historia, esa «alma del mundo», como él la había llamado, aca­
baba de pasar a sangre y fuego descalabrando Europa, y lo había
convulsionado todo a su alrededor, haciendo peligrar sus pa­
peles, su vida, su posición, su obra íntegra. Era como si la
parte inconsciente del proceso se negara a elevarse a la idea y
tratara de desbaratarlo todo para impedir que intuición e inte*
lecto se conjugaran en la verdad.
Pero todo no pasó de una alarma infundada. Los paquetes
llegaron sin inconveniente a destino, Niethammer no se vio en­
vuelto en un juicio, y el autor cobró al mes siguiente el impor­
te de sus derechos. Ése era el dinero que precisaba para dejar
Jena, y cubrir por un tiempo las necesidades de Christiane y
su hijo.
Acepta entonces una invitación que Niethammer le había
formulado de trasladarse a su casa de Bamberg, en particular
para hacerse cargo de las correcciones del libro, con cuyas prue­
bas él al parecer desistía de lidiar, y luego de la entrada del
Emperador en Berlín, que tuvo lugar el 27 de octubre de 1806,
Hegel emprende viaje y se instala en una pequeña habitación
cercana a la casa de su amigo, adonde va a comer a mediodía
y a la noche. Allí corrige pruebas, ordena sus apuntes para
una próxima obra y avizora el horizonte con Niethammer en
procura de alguna ocupación decorosa para él.
Mientras tanto, las noticias acerca de la penosa situación fi­
nanciera por que atravesaba Hegel se habían extendido más allá
de Jena y de Bamberg. El 20 de octubre Goethe le escribía a
Knebel solicitándole que en el caso de que Hegel tuviese ne­
cesidad urgente de dinero, le entregase de su cuenta diez tále­
ros. Y Carolina Schelling comunicaba a su marido a fines de
noviembre de 1806 que, según le informaba Gries, «Hegel se
encontraba en tales dificultades económicas que no se podía ex­
plicar cómo hacía para subsistir». Niethammer es en este caso
la explicación y lo seguirá siendo, en cuanto a las vicisitudes
de la vida profesional de Hegel se refiere, prácticamente hasta
la muerte de éste. Es el amigo incondicional, inconmovible
113—Vida y obra de Hegel

ante las diferencias filosóficas o religiosas que pudieran surgir,


siempre atento a los reclamos y a las delicadezas de la amistad
y el afecto. Él influye para que Hegel sea nombrado, en 1807,
miembro honorario de la Sociedad de Física de Heidelberg.
El conflicto bélico, por otra parte, no tardó en alcanzar,
también, con sus efectos, las vidas de Schelling, Hufeland, Niet­
hammer y Paulus. Los ideales revolucionarios se habían des­
plazado por aquel entonces a Baviera. Eran los momentos en
que el conde Maximilíen Joseph Montgelas se enfrentaba con
el espíritu clerical, y las personalidades más relevantes del mo­
vimiento humanista y filosófico confluyeron hacia los claustros
bávaros. Además, como consecuencia del tratado de Presburgo,
Bayreuth fue separado de Baviera y se convirtió en un ducado
independiente cuyo gobierno fue puesto en manos de un prín­
cipe austríaco, Ferdinand III de Toscana. Würzburg pertenecía
a Bayreuth. Schelling, Niethammer, Paulus y muchos otros pro­
fesores, se negaron a prestar juramento de fidelidad al nuevo
príncipe, y al quedar desligados de la Universidad fueron con­
vocados por el gobierno de Baviera. De todos modos, ninguno
de ellos se había sentido cómodo en la Facultad de Teología de
Würzburg. Esta facultad era católica y el gobierno, contra la
voluntad del obispado, la había convertido en un «Departa­
mento de Enseñanza Religiosa», y a continuación admitió pro­
fesores protestantes junto a los católicos. El obispo amenazó
con la excomunión a los alumnos que asistiesen a las clases de
Schelling o Paulus, por lo que éstos se sintieron en todo mo­
mento combatidos y vigilados.
Schelling pasó a Munich en calidad de secretario general de
la Academia de Bellas Artes. Niethammer como consejero su­
perior de la Dirección del País, en el Departamento de Instruc­
ción Pública y Cultos, también en Munich.
En lo que a Hegel se refiere, en Bamberg —donde perma­
neció más de un mes, hasta fines de 1806—, surgió también una
posibilidad, lógicamente por intercesión de Niethammer.
En esa dudad se publicaba un Diario de Bamberg, que per­
tenecía a un señor de apellido Schneiderbanger. Su redactor era
un emigrado francés que, al paso de ios ejércitos, había sido
cedido por el propietario del periódico al mariscal Davout como
acompañante e intérprete. Temporariamente se le había con­
fiado la redacción a un profesor del lugar, llamado Táuber, quien
«llevaba las cosas en forma tan brillante que lo único que falta­
ba era que le prendiese fuego al diario». El consejero privado
114—Alberto Vanasco

Bayard ofreció el puesto a Niethammer, quien sugirió el nom­


bre de Hegel. Como había otros candidatos en pugna, este
último debió aguardar a que se despejase el horizonte, pero,
con esa perspectiva, regresa a Jena para recibir al nuevo año.
Encuentra desierta la Universidad. Pierde toda esperanza
de reanudar sus clases y, cuando Niethammer le comunica que
le ha sido concedido el puesto de redactor del Bamberger Zei-
tung, se apresta a partir. Consecuente con sus deberes de cate­
drático, había anunciado para el semestre del verano de ese
año, 1807, diversos cursos que comprendían los aspectos más
importantes de los anteriores: Historia de la Filosofía, Filoso­
fía de la Naturaleza, Lógica y Metafísica precedidas de la Feno­
menología del Espíritu, y Matemáticas.
Los cursos quedarían sin dictar, ahora que al fin contaba
con el tan anunciado y prometido texto de introducción. Pero
todos esos apuntes irían cobrando forma en los libros poste­
riores, y la Lógica y Metafísica, en los años siguientes, se con­
vertirían en su gran Lógica.
Continúa, mientras tanto, su querella íntima con el «alma
del mundo» que ha venido a perturbarlo en su reino de lo in­
telectivo. El 23 de enero de 1807 le escribe a su alumno Zell-
mann: «La ciencia es la única teodicea; ella nos preservará tan­
to de la estupefacción animal ante los acontecimientos como
de la actitud más inteligente que los atribuye al azar del ins­
tante o al talento de un individuo que hace depender el destino
de las naciones de la ocupación o no ocupación de una colina.»
Y más adelante: «Ella (Francia) presiona sobre la pobreza de
espíritu de los demás pueblos, los cuales, obligados a sacudir
su pereza para asumir su realidad, saldrán de aquélla para en­
trar en ésta, y algún día, como la íntima profundidad del senti­
miento se conserva en la acción exterior, esos pueblos (en par­
ticular, los alemanes) tal vez sobrepasen a sus maestros.»
Christian Gotthold Zellmann, con Georg Andreas Gabler,
fueron los discípulos más adelantados y capaces que tuvo Hegel
en Jena, y ambos sostuvieron una estrecha amistad hasta la
muerte del primero, en 1808. Gabler, por su parte, sería en
1835 el sucesor de Hegel en la cátedra de Filosofía de Berlín.
El sueldo ofrecido por el propietario del diario era de 45 flo­
115—Vida y obra de Hegel

rines renanos por mes, esto es, 540 florines por año, lo que
no llegaba a cubrir los 100 táleros que Hegel cobraba por una
subvención que Goethe le había hecho acordar por la Univer­
sidad. Asegurada una remuneración mínima igual por parte de
Schneiderbanger, y con la promesa de recibir al año siguiente
un florín por ejemplar vendido, lo que podía significar mil flo­
rines al año, Hegel se hace cargo en m am de la redacción del
periódico.
Pero antes de partir escribe aún otra carta a Schelling tra­
tando de interesarlo en la publicación de una revista crítica de
la literatura alemana, de la cual podría hacerse cargo la Acade­
mia de Munich, proyecto que desde luego fracasó y no interesó
a su amigo que había hallado ubicación nuevamente, por así
decirlo, en el centro del mundo.
He aquí, entonces, en Bamberg, al docto humanista hacien­
do las veces de redactor de un diario. Con el empeño y la es­
crupulosidad con que solía llevar a cabo todas sus tareas, como
había realizado aun las de preceptor en sus épocas de Berna y
de Frankfurt, Hegel se abocó al cumplimiento de sus nuevas
funciones con entusiasmo y hasta con convicción. Se declaró
vivamente interesado en dicho trabajo, debido «a su curiosidad
en los sucesos mundiales», y en cierta medida se propuso me­
jorar el nivel del periodismo alemán: «Podemos considerar que
la mayoría de nuestros diarios están peor hechos que los diarios
franceses, y sería conveniente aproximarse al tono de estos úl­
timos, sin dejar de lado, claro está, lo que todo alemán recla­
ma: una especie de pedantería y una clara objetividad en la
presentación de las noticias.»
El Bamberger Zeitung era un periódico que estaba al ser­
vicio de los intereses y designios de Francia, por lo que en
nuestros tiempos podríamos deducir que la labor que efectuaba
Hegel era estrictamente la de un colaboracionista, pero debe
tenerse en cuenta que para toda su generación la presencia de
las tropas francesas en Alemania significaba una posible aper­
tura hacia el cambio político, o sea, la instauración de monar­
quías constitucionales en toda Europa. Además, la idea de na­
cionalismo imperante en ese entonces en el continente europeo
era muy distinta a la que podemos concebir actualmente. En
consecuencia, Hegel no exageraba al manifestarse entusiasmado
con la empresa; como todos los intelectuales progresistas de su
tiempo tenía a bien trabajar a favor del éxito de la revolución.
Hegel se inaugura al mismo tiempo como filósofo y como
116—Alberto Vanasco

periodista. Apenas se instala en Bamberg, ya están listos los


primeros ejemplares de la Fenomenología del Espíritu, primera
parte del Sistema de la Ciencia, como había pensado denominar
en un principio la obra completa, cuya segunda parte compren­
dería la Lógica y las dos filosofías de lo real, a saber, Filosofía
del Espíritu y Filosofía de la Naturaleza, las que luego apare­
cerán integrando la Enciclopedia de las Ciencias Filosóficas. El
autor distribuye estratégicamente los pocos ejemplares que le
corresponden de los setecientos que integraban esa primera edi­
ción: dos encuadernados en cuero fino para Goethe y Nietham­
mer, otros en rústica para el consejero privado Voigt, el librero
Frommann, sus amigos el mayor Von Knebel y Seebeck, etc.
Y, como podrá suponerse, uno para Schelling, precedido de
una sutil carta en la que trata de justificarse de antemano ante
su amigo, suavizando el golpe:
«Tengo curiosidad por conocer tu opinión acerca de la idea
de esta primera parte, que es, a decir verdad, nada más que una
introducción, pues no he pasado de allí y aún no he llegado in
mediam rem. La elaboración de los detalles —yo lo siento
así— ha perjudicado la visión general del conjunto; pero este
conjunto es en sí, por su propia naturaleza, una profusión tal
de ideas que se entrecruzan que, aunque estuviesen mejor pre­
sentadas, necesitaría aún mucho tiempo para darles una mayor
claridad y una forma más acabada.»
En seguida extrema el pedido de indulgencia:
«Si la exposición de las últimas partes deja algo, en particu­
lar, que desear, no seas muy severo, pues debes tener en cuenta
que acabé su redacción la noche anterior a la batalla de Jena.»
(Esto era cierto sólo relativamente, ya que la última parte,
como hemos indicado, había salido por correo tres días antes.
Lo que Hegel escribió la noche que precedió a la batalla fueron
las páginas últimas sobre el Saber Absoluto, que llevó luego
varios días en el bolsillo, sin atreverse a confiarlas a la posta, y
que al fin él mismo trajo a Bamberg.) Y luego de una pausa, se
117—Vida y obra de Hegel

atreve a encarar el problema del prefacio, con una frase ma­


quiavélica y sinuosa:
«En el prefacio pienso que no hallarás que he sido dema­
siado severo con la chatura que tanto daño provoca al usar,
particularmente, tus formas de pensamiento y que rebaja tu
ciencia al nivel de un puro formalismo.»
El párrafo está tan bien concebido y escrito que Schelling
dudará largo tiempo si su amigo lo ha hecho objeto, o no, de
su ataque en dicho prefacio. Y termina con una adulación y
una solicitud:
«Por otra parte, no tengo necesidad de decirte que si aprue­
bas algunas páginas del conjunto tendrá eso más valor para mí
que si otros se sienten conformes o desconformes con el con­
junto. Y no conozco a nadie de quien desearía más que intro­
dujera esta obra en el público y pronunciara un juicio sobre
ella.»
Muchos y varios fueron los hechos sobre los que le tocó
escribir como redactor del diario. El periodista se esforzaba en
descubrir en los acontecimientos los signos que el filósofo había
aprendido a leer en la historia. Durante esos dos años debió
informar sobre la toma de Danzig; la batalla de Friedland, con
la victoria de Napoleón sobre los rusos; la paz de Tilsit, firma­
da entre el Emperador de los franceses y el zar Alejandro I de
Rusia, con la creación del gran ducado de Varsovia; la expe­
dición a Portugal; el bombardeo de la ciudad de Copenhague
por el almirante Gambier —la flota inglesa había bombardeado
la ciudad del 2 al 7 de septiembre de 1807 y se había apodera­
do luego de la flota danesa—; el comienzo de la guerra de Es­
paña; y la entrevista de Erfurt. Aquí estuvieron, desde el 27
de septiembre al 14 de octubre, la reina de Westfalia, el du­
que de Weimar, el gran duque Constantino, el emperador Ale­
jandro I, el rey de Sajonia, el rey y el príncipe heredero de
Baviera, el rey de Württemberg, el gran duque de Würzburg
y el archiduque Carlos, todos ellos con Napoleón, que los había
convocado. Hubo partida de caza en Ettersberg y gran función
de teatro con La muerte de César, de Voltaire. El emperador
Napoleón conquistó a todos los asistentes y espectadores por
sus modales graves y su expresión melancólica, «que está en la
118—Alberto Vanasco

base de todo gran carácter», que ponían de manifiesto un es­


píritu elevado y una indiscutible bondad de sentimientos que
los grandes hechos y las enormes fatigas de su vida no habían
podido extinguir.
Con su extraordinaria aptitud para acomodarse a las circuns­
tancias, Hegel toma en cuenta las ventajas que le proporciona
ese empleo en lo que respecta a su trabajo intelectual: «...este
trabajo me deja tiempo para consagrarme a mi labor científica,
en tanto que otra ocupación, como podría ser un cargo de pro­
fesor, me limitaría sensiblemente esta posibilidad».1
Así empieza a cobrar forma la Ciencia de la Lógica. En
julio de 1807 Niethammer le pide a Hegel que componga una
Lógica para los liceos y éste se excusa explicándole que se halla
atareado en su Lógica general. Le dice con su buen humor de
costumbre: «Presiento que me resultaría mucho más penoso
llevar a cabo esa labor, que debe ser elemental, pues sabe usted
que es mucho más fácil ser ininteligible de una manera subli­
me que inteligible de una forma simple.» Y agrega: «En la
medida en que mis opiniones son nuevas, los profesores debe­
rán estudiar previamente el asunto, aún más que los jóvenes
que les son confiados.»
No obstante, la práctica periodística dejará sus huellas in­
delebles en ese estilo «ininteligible» y «sublime» que había
caracterizado la prosa de la Fenomenología. Sin perder sus cua­
lidades englobadoras y sutiles su lenguaje se hará cada vez me­
nos torturado y mortificante, más accesible y transparente. En
esos días le hará a Knebel el elogio de ese modo expresivo:
«Este estilo objetivo que llamamos “estilo periodístico” es mu­
cho más apropiado que cualquier otro para contrarrestar la pro­
clividad de la juventud a dar libre curso a su imaginación, a sus
sentimientos o su espíritu.»
Mientras tanto, la espontánea capacidad de Hegel para cap­
tarse la simpatía y la confianza de las personas con que llegó a
tratar o a trabajar, había hecho sentir su acción también sobre
el señor Schneiderbanger, quien le propuso asociarlo, compar­
tiendo las ganancias, y haciéndose cargo de la totalidad de la
empresa, esto es, incluso de la imprenta. Hegel consideraba
este ofrecimiento cuando otras perspectivas se despejaron en
119—Vida y obra de Hegel

sus proximidades.
Como ya era habitual, surgieron por intermedio de Niet­
hammer: éste había sido llamado a Munich, en abril de 1807,
y designado «consejero superior de Escuelas y de Estudios» en
el Departamento de Instrucción Pública y Cultos, dependien­
te del Ministerio del Interior de Baviera. Este importante nom­
bramiento era una justa recompensa a los trabajos y proyectos
1. Carta a Niethammer del SO de mayo de 1807.
culturales desarrollados por Niethammer. Su plan de reorganiza­
ción educacional tenía en cuenta principalmente a los gimna­
sios, que eran considerados el centro de la formación intelec­
tual. En general tendían a separar en la enseñanza secundaria
y superior la educación burguesa de la paisana, según la expre­
sión de Hegel, o sea, la teórica de la práctica. Por la enérgica
oposición del partido clerical el plan no entró en vigor hasta
un año después.
Pero las altas atribuciones de su nuevo cargo le permiten
entrever una situación más adecuada para su amigo. Y el 8 de
mayo de 1808 le insinúa la posibilidad:
«¿Qué diría usted si se le propusiera para un puesto de direc­
tor de gimnasio? Yo mismo no estoy aún lo bastante familia­
rizado con esta idea como para poder decidirme al respecto.
Solamente se me ha ocurrido que de esta forma podríamos ha­
cerlo venir aquí. Sin embargo, este proyecto se halla todavía
expuesto a miles de dificultades...»
Hegel se entusiasma ante la perspectiva y queda a la espera
de las novedades. En el ínterin, se suscita un conflicto con las
autoridades que por poco deja a Hegel y a sus colaboradores
sin su medio de vida:
El 19 de julio de 1808 el Diario de Bamberg publicó una
nota en que se señalaban los sitios de acantonamiento de tres
divisiones bávaras en los campos de Platding, Augsburg y Nu-
remberg.
Este artículo, confeccionado sobre la base de informaciones
aparecidas previamente en otros periódicos, incluía un fragmen­
to de un decreto real que modificaba la parte correspondiente
de la noticia. Hegel había recibido la copia de este decreto de
manos del encargado de la imprenta, quien le comentó que lo
había encontrado.
Desde Munich, en consecuencia, el Ministerio de Asuntos
Exteriores pidió al editor del diario, bajo pena de retirarle el
privilegio, que informara el nombre del militar que había sumi­
120—Alberto Vanasco

nistrado el texto de ese decreto.


Se lleva a cabo entonces una larga y enfadosa investigación,
con sus correspondientes trámites legales, que amenazó aca­
bar con la vida del floreciente periódico. Ya habían sido sus­
pendidos el Diario de Bayreulh y el de Erlangen. Parecía
haberle tocado el turno ahora al Bamberger Zeitung. De esta
publicación obtenían su subsistencia no sólo la familia Schneider-
banger sino también dos obreros casados, algunos empleados y,
por supuesto, su redactor en jefe. Por último, la declaración del
encargado de la imprenta dejó, al parecer, en suspenso la pro­
secución de la causa.
Estos sinsabores, los trabajos áridos de la redacción perio­
dística, y los aún más arduos de su «labor científica», eran ame­
nizados por Hegel con las recreaciones que hallaba entre sus
amistades y sobre todo en frau Von J. Ésta era la mujer de un
oficial del ejército destacado en Bamberg y el ocupado publi­
cista se había hecho tiempo para practicar con ella sus ya pro­
badas dotes de seducción. La menciona repetidas veces en sus
cartas y hasta llegó a disfrazarse de chambelán y a ponerse pe­
luca para acompañarla a un baile de máscaras.
Se trataba de una fiesta en honor del presidente a la que con­
currieron no menos de setenta personas, todas con antifaces y
atuendos extravagantes. Allí se lo vio a Hegel departir toda la
noche con la bella madame J., que lucía el atavío de Cypris.
En el hogar del abogado Johann Heinrich Liebeskínd y su
mujer halló Hegel el calor familiar que él no había logrado to­
davía crear por su cuenta. La casa de los Bengel y la del doctor
Ch. J. Diruf fueron otros dos lugares en que se le brindó afec­
to y compañía.
Entre las contrariedades que debió soportar en esos dos años
debemos consignar una crítica adversa de la Fenomenología del
Espíritu, que apareció en la Oberdeutsche Allgemeine Literatur-
Zeitung del segundo semestre de 1807, en que se le reprochaba
entre otras cosas la pesadez de su estilo, su excesiva confianza
en sí mismo y su petulancia, y no contemplaba con buenos ojos
su pretensión de «suministrar un sistema de la ciencia»; y poco
después, quizás a raíz de esta misma crítica, una dolencia esto­
macal lo obligó a guardar cama durante casi todo el mes de ene­
121—Vida y obra de Hegel

ro del año siguiente.


Entre las cosas favorables, las pocas, que en ese tiempo le
sucedieron, cabe anotar las buenas noticias acerca de Holderlin
que Sinclair le hada llegar de Tubinga. Su estado de salud pa­
recía continuar estacionario y era atendido ahora por el profe­
sor Autenrieth, debido a que el hermano de Schelling habíase
trasladado a Viena. Empero, las buenas noticias consistían en
que en el Almanaque de Seckendorf habían apareado algunas
poesías suyas, escritas en su estado actual, y que, según
Fr. Schlegel y Tieck, se hallaban entte lo más elevado que había
producido la poesía contemporánea. Otro de los hechos propi­
dos había sido su acercamiento con Jacobi, a través de Niet­
hammer, luego de una comprensión más profunda de su obra
y de su personalidad.
Y queda la respuesta de Schelling, que prácticamente puso
el punto final a la amistad entre ellos, una relación que había
sido tan beneficiosa para ambos. Las sibilinas palabras de Hegel
no habían confundido al susceptible autor atacado en el prefa-
do y así se lo plantea Schelling con meridiana precisión. Le
dice en esa carta:
«No he leído hasta ahora más que el prefacio. En la medi­
da en que tú mismo mencionas la parte polémica del mismo,
yo debería —contemplando en justa medida mi opinión sobre
mí mismo— considerarme muy poca cosa para aplicar esta po­
lémica a mi persona. La misma debe, entonces, como lo expresas
en tu carta, referirse tan sólo al mal empleo que se hace de
mis ideas y a aquellos que las repiten sin comprenderlas, pese
a que en tu obra no se hace esta distinción.»
Y lo pone a Hegel inmediatamente contra la pared al exi­
girle una aclaración sobre la cuestión estricta que ha compren­
dido que los separa:
«Es posible encontrar y sacar a la luz el punto en tomo
al cual nuestras conviedones u opiniones difieren sin conciliar
dón posible; pues todo puede concillarse, salvo una cosa. Por
lo tanto, reconozco no haber comprendido hasta aquí d sentido
de la oposidón que estableces entre el concepto y la represen­
tación. No puedes designar con este primer término otra cosa
que lo que tú y yo hemos llamado la idea, la cual, por su mis­
ma naturaleza, es por una parte concepto, y por la otra repre­
122—Alberto Vanasco

sentación.»
Formulada de este modo tajante la disyuntiva, la carta de
Schelling queda sin contestadón. Hegel nada puede agregar
que no sea para ahondar la diferencia entre los dos. Su amigo
ha sabido reducir a un solo punto lo que hay en ellos de irre­
conciliable. Para Hegel ya no había «una parte» y «otra», y el
concepto es lo mismo que la representación, pero también es
mucho más que eso. £1 concepto era lo que el hombre hallaba
detrás de los fenómenos, del mundo de las apariencias, esto es,
la realidad misma, el mundo de las «cosas en sí» que Kant había
declarado inexpugnable. Schelling no había sabido escapar de
su dualismo, de la concepción idealista del mundo que había
heredado de Kant y de Fichte. Ni siquiera pudo comprender
de qué estaba hablando Hegel, a qué se refería. £1 monismo de
Hegel superaba por primera vez esa distinción, pero quien
había dado el paso inicial para alcanzar esa unidad no llegó a
comprenderla cuando la tuvo ante los ojos.
De pronto, el 26 de octubre de 1808, el destino de Hegel
da un vuelco definitivo. Una sucinta, expeditiva carta de Niet­
hammer le hace saber su nombramiento: «Con mayor rapidez
de lo que yo creía posible, su asunto ha quedado arreglado. Se
me ha pedido que le anuncie que ha sido usted nombrado pro­
fesor de ciencias filosóficas preparatorias y, a un mismo tiem­
po, director del gimnasio en Nuremberg.»
Hegel siente de pronto que la tensión, la espera de tantos
años ha concluido por fin; lo aguarda ahora la realidad, en que
podrá ser él mismo de una vez por todas y para siempre. Así
se lo dice de inmediato al amigo cuando responde:
«Se imaginará usted de qué manera vuestra bondad y vues­
tros esfuerzos denodados me llenan de reconocimiento y ale­
gría: así lo podrá comprender si tiene en cuenta lo desmesurado
de mi espera y de mi aspiración impaciente, que se han pro­
longado durante tantos años y que me devoraban día a día.»
Y se permite entonces la expansión sentimental y la eclo­
sión del agradecimiento:
12i —Vida y obra de Hegel

«Entro, pues, hoy, en esa existencia en la cual nada más


hay que exigir del destino para hacer aquello de lo que uno es
capaz, en la cual ya no hay razón para culpar a éste por lo que
no hemos podido hacer.»
Y sobre el reconocimiento, una promesa:
«Usted es mi creador, yo soy vuestra creatura, que respon­
derá a vuestra obra con sus sentimientos y, si Dios lo quiere
(es decir, ahora, si yo lo quiero) con sus obras; y yo lo quiero.»
Y la visión profética del futuro:
«Qué hermoso porvenir me prometo, si este plan se lleva a
cabo. El trabajo teórico —cada día me convenzo más— aporta
al mundo mucho más que el trabajo práctico: si el dominio de
las ideas es transformado por una revolución, la realidad no
puede permanecer tal cual es.»
Capitulo VII
NUREMBERG (1808-1816)

H a cia la «C ie n c ia de la L ó g ic a »
El 6 de diciembre de 1808 se inauguró el nuevo instituto de
enseñanza secundaria, con un discurso del consejero escolar
de distrito en Nuremberg, Heinrich Eberhard Gottlob Paulus,
y la presencia del comisario general Von ThQrheim y otros al­
tos funcionarios. El día 12 de ese mes, el rector Hegel dio
comienzo a las clases.
El número de alumnos inscriptos ascendía a treinta, ocho
de los cuales correspondían al curso superior.
El Egidianum, o Colegio Secundario de San Egidio, había
sido fundado por Melanchton y remplazaba tres escuelas lati­
nas suprimidas por la reforma. El edificio se alzaba frente a la
plaza Dillinghof, junto a la iglesia que había dado su nombre
al gimnasio. Sobre dos amplias habitaciones que miraban a la
calle había instalado su alojamiento el nuevo rector.
Así, pues, de redactor de la gaceta de Bamberg, en pocos
125—Vida y obra de Hegel

días Hegel había pasado a cumplir funciones de director y pro­


fesor en el instituto secundario de Nuremberg. Allí permane­
cería siete años, y el ejercicio de la docencia intermedia y del
gobierno del colegio terminarían por darle ese tono rígido y
profesoral que caracterizarán sus grandes creaciones posterio­
res, que han de ser concebidas y realizadas casi íntegramente
en ese lapso. Sólo más tarde, en la culminación de su carrera,
siendo ya profesor de filosofía en la Universidad de Berlín, su
estilo volverá a cobrar ese vuelo inspirado y amplio de su pri­
mera obra, en las lecciones que dictará sobre Estética, Historia
de la Filosofía, Filosofía de la Historia y de la Religión. El
enorme caudal de conocimientos que, por otra parte, como rec­
tor, deberá dominar en esos años, sobre todo como profesor
suplente de casi todas las materias, será también un factor
preponderante en la elaboración y fundamentación de su pro­
ducción futura.
El establecimiento comprendía una escuela de clases ele­
mentales y primarias para alumnos de 10 a 13 años; un progim­
nasio, con un curso inferior y otro superior, para alumnos de 13
a 15 años, con siete horas de griego por semana; y el gimnasio
propiamente dicho, para alumnos de 15 a 20 años, con un curso
inferior, otro medio, que comprendía dos años, y uno superior,
todos ellos con clases de griego que oscilaban entre cuatro y
seis horas semanales.
El primer discurso que pronunció como rector —el 29 de
septiembre de 1809— fue un homenaje que rindió a su amigo
Niethammer y a la gestión que éste, como consejero superior
de Escuelas, llevaba a cabo en Baviera. Significaba un ataque,
también, por lo tanto, al utilitarismo que según él había im­
perado hasta entonces en la enseñanza pública, y atribuye la
decadencia de los estados modernos al hecho de no haber pres­
tado la necesaria atención al estudio de la antigüedad, y haberse
centrado preferentemente la instrucción en los conocimientos
técnicos y científicos. Se felicita, entonces, de que los estudios
específicos de la ciencia experimental hayan sido confiados al
Real Instituto de Nuremberg, por lo que el gimnasio podrá
dedicar una mayor atención a las obras de la antigüedad clá­
sica, la cultura antigua y las lenguas muertas, como así también
a la historia de la filosofía.
Todo ello concordaba, como podrá advertirse, con la cam­
paña cultural desarrollada por Niethammer desde Munich, que
| tendía a enfatizar la enseñanza del pensamiento especulativo
1 y de las humanidades en general por encima de la instrucción
^ de tendencias utilitarias.
£ Hegel, como rector, obtuvo un éxito similar, entre los alum-
^ los y los demás profesores, al que las cualidades morales de su
J personalidad le habían permitido conquistar en sus anteriores
3 ocupaciones. Por su abierto carácter suabo, digno y afable, supo
granjearse el respeto y la simpatía, cuando no la devoción fer­
viente, de cuantos lo trataron o estuvieron bajo su autoridad.
Con su contenida vehemencia, su mal reprimido entusiasmo, y
su humor jovial, obtuvo además la consideración y el afecto
de muchos hombres y mujeres notables de Nuremberg. El ofi­
cial Ludwig von Jolli fue trasladado también casualmente de
Bamberg a la guarnición de Nuremberg, adonde se mudó con
su mujer, por lo que Hegel, ahora en una situación más holga­
da y más elevada, también prosiguió su relación amistosa con
ellos.
Durante sus años de Nuremberg, Hegel vivió algunos de los
hechos trascendentales de su existencia, como son sin duda su
compromiso y su posterior casamiento, el nacimiento de sus
hijos, la muerte de un hermano, la enfermedad de su hermana,
la publicación de la Ciencia de la Lógica, la iniciación de la
Enciclopedia, y en forma paulatina pero segura, la consolida­
ción de su renombre como filósofo merced a la divulgación y
valoración de la Fenomenología en los medios culturales de gran
parte de Europa. Todo esto, como en los años anteriores, con
el marco permanente de la guerra y sus diversas alternativas,
que habrían de culminar en 1815 con la caída de Napoleón y
su reclusión definitiva en la isla de Santa Elena.
El novísimo rector no halló, entonces, ni mucho menos, las
condiciones ideales que se había «prometido» para dar cum­
plimiento a los objetivos pedagógicos y realizar al mismo tiem­
po sus proyectos personales. Debió trabajar, en consecuencia,
haciendo abstracción de la situación verdadera, como si viviera
en una suprarrealidad, superpuesta y estanca, en la que la de­
mora en el pago de los sueldos, los estragos de la guerra y las
intrigas clericales por el poder cultural, no llegaban a pertur­
barlo con sus efectos. Un poco como si viviera en otro nivel
del tiempo desde el cual podía contemplar, asombrado, los des­
127—Vida y obra de Hegel

propósitos y calamidades de la época, pero que le permitía se­


guir adelante con los reclamos de su propio destino. Tantas eran
sus ansias de hacer cosas y de ver concluida su obra.
Con la reanudación de las hostilidades, y los avatares de la
política, el puesto de Niethammer y hasta el funcionamiento
del Colegio de San Egidio se vieron amenazados por la ac­
ción del partido viejo de Baviera. En 1809 se organiza la V Coa­
lición contra el Emperador de los franceses y la suerte de las
tropas aliadas parece haber dado un vuelco. Luego de la pro­
clamación austríaca contra Napoleón, ambos ejércitos se ponen
nuevamente en marcha. Encuentros indecisos y triunfos confu­
sos. Napoleón es herido en un pie. Muere el mariscal Lannes,
el amigo de infancia del Emperador, el general que había hecho
retroceder a los prusianos sobre Jena el 12 de octubre de 1806,
antes de la batalla decisiva.
A fines de junio de 1809 entró en Nuremberg una columna
móvil austríaca. El comandante de la milicia de la ciudad fue
desarmado, golpeado, maltratado por la muchedumbre encole­
rizada; el conde Von Thürheim debió recorrer las calles a pie
empujado por la turba, entre insultos y amenazas. Dos días
después entró en la villa un escuadrón de 600 dragones fran­
ceses, y la situación se invirtió dentro del recinto urbano.
A principios de ese año, a consecuencia de la inestabilidad
del gobierno, las reformas educacionales implantadas por Niet-
hammer y sus colaboradores estuvieron a punto de ser anula­
das. Los ataques provenientes del partido católico, represen­
tado por Weiller, se hicieron más violentos. Niethammer, que
debía afrontar a la vez la escasez de fondos y de maestros ca­
pacitados, creyó perdida su situación y trató de colocarse como
profesor en alguna facultad. Las cosas se agravaron para Hegel
cuando por un decreto emitido en otoño de 1810 fue suprimido
el Colegio de Nuremberg, con la excusa de que la adjudicación
de fondos para este instituto no se hallaba autorizada legal­
mente.*
Hegel se decidió a aceptar, entonces, ante la eventualidad,
un ofrecimiento que desde Holanda le había hecho llegar uno
de sus ex alumnos, pese a que las perspectivas eran un poco más
que tétricas, según el mismo oferente se las planteaba. Este
discípulo de Hegel en Jena era Peter Gabriel van Ghert, en
esos momentos funcionario del Ministerio de Cultos de los Paí­
ses Bajos. No le escribía en razón de conocer sus actuales difi-
128—Alberto Vanasco

2. La campana difamatoria contra Niethammer y su equipo de tra­


bajo se vio reforzada a principios de 1809 por la publicación de un
folleto anónimo, titulado Los planes de Napoleón y de sus opositores
en Alemania, en que se denunciaba ante Napoleón a varios intelectua­
les como amigos de Prusia c Inglaterra, entre los que se hallaban Niet­
hammer, Jacobi, Schelling, Thiersch y Jacobs. El autor del panfleto
resultó ser Christoph von Aretin, jefe del partido viejo de Baviera, y
debido al contraataque de Niethammer, aquél perdió su puesto de bi­
bliotecario jefe en Munich.
cultades, sino porque se ha enterado de que estaba dirigiendo
un diario en Bamberg y, sobre todo, porque ya ha tenido opor­
tunidad de conocer su «divina» Fenomenología, y quiere ayudar­
lo a fin de que la segunda parte de la misma pueda ser editada.
En suma, le ofrece una nominación en Amsterdam como profe­
sor de filosofía, con una retribución anual de 4 000 florines ho­
landeses, y, asimismo, se ofrece para gestionar la publicación de
sus nuevas obras ante el librero alemán F. A. Brockhaus, a la
sazón en aquella ciudad como asesor industrial.
Pero, al mismo tiempo, le traza un lúgubre cuadro de la si­
tuación de las actividades filosóficas en Holanda: «La filosofía
es todavía para los holandeses un objeto de horror y son consi­
derados razonables aquellos que se mofan de ella»; «su aver­
sión se centra sobre todo en la filosofía alemana o —como
dicen aquí confundiéndolo todo— en la filosofía kantiana, de
la cual, por otra parte, nada conocen, salvo algunas malas tra­
ducciones fragmentarias»; «hay una total indiferencia y no tie­
nen la menor idea de la filosofía. El nombre mismo de filósofo
se considera ridículo y no significa más que loco». Con estas
halagüeñas perspectivas, puede suponerse el estado de ánimo
con que Hegel se dignó aceptar el ofrecimiento, pero, con su
habitual espíritu de resignación, se dispuso a viajar a Amster­
dam. Felizmente, la enérgica e inmediata acción de Nietham­
mer y Paulus, al unísono, y las protestas de la población de
Nuremberg, lograron que se suspendiese la medida, y el decre­
to fue derogado.
Con la paz de Viena, el 14 de octubre de 1809, la situación
se normalizó y la vida en Baviera continuó su curso más o me­
nos plácidamente. Tanto, que Hegel piensa por primera vez en
casarse.
En octubre de ese año le escribe a Niethammer: «Me gus­
taría, al final de cuentas, emprender y llevar a cabo otro asun­
129—Vida y obra de Hegel

to, a saber: tomar mujer o, mejor, ¡encontrar una! ¿Qué me


dice usted? Si al menos la “mejor de las mujeres” se hallara
aquí, yo no dejaría de rogarle hasta que consintiera en procu­
rarme una, pues no confiaría en nadie más, ni siquiera en mí
mismo.»
«La mejor de las mujeres» —como la llamaban ambos—
era Rosina Eleonora von Eckardt, esposa de Niethammer, quien
pertenecía a una familia patricia. Hegel, como era lógico, no
podía aspirar a una mujer de condición social más humilde que
la de su dilecta amiga. Puesto a mirar a su alrededor encontró
lo que buscaba, un año después, en la persona de Marie Helena
Susanna von Tucher, hija de un senador y burgomaestre de
Nuremberg, Jobst Wilhelm Karl von Tucher.
Marie tiene 21 años. Y el profesor de 41 se enamora per­
didamente de ella como un joven de 20, es decir, hasta el punto
de escribir versos. Que dan comienzo al idilio:
Ven conmigo a las cumbres,
arráncate a tu cielo,
respiremos el aire sereno
en medio de la pura lumbre.
Lo que nos enseñó la experiencia,
verdad mezclada a la ilusión,
las brumas sin vida se dispersan
por el soplo de la vida y el amor.

El espíritu se eleva sobre la cima feliz,


nada le queda de lo que le pertenece;
si yo vivo para verme en ti, tú para verte en mí,
disfrutaremos juntos de la dicha celeste.
A Marie, el 13 de abril de 1811.
Sin duda alguna, hay ecos de la Fenomenología en los cua­
tro últimos versos. El novio realizaba de algún modo al filó­
sofo, aunque no del todo al poeta:
Podría sentir envidia, ruiseñor,
de tu canto potente,
mas la palabra sólo es elocuente
130—Alberto Vanasco

para expresar el dolor.


Si la naturaleza no ha otorgado
a los labios el poder de cantar
la alegría del amor y la felicidad,
en cambio a los amantes ha acordado
un signo más secreto de su unión;
el beso es el vocablo más profundo
con que se comunica el corazón:
mi corazón se vuelca en el tuyo.
El 17 de abril de 1811.
Hegel se unió así a una joven «buena y amable», que fue
además lo bastante culta y sensible como para comprenderlo y
acompañarlo. Sobre todo si se tiene en cuenta que el romance
se iniciaba para el adusto rector del Gymnasium de Nuremberg
en uno de los peores periodos de sus vicisitudes económicas:
atrasos comunes de tres meses en las remesas de los sueldos,
que en ese momento habían llegado a seis; inseguridad en la
continuidad de su cargo, y, por añadidura, insuficiencia total de
los emolumentos recibidos, ya que apenas alcanzaban para sol­
ventar los gastos de una sola persona; menos podía entonces
pensarse en poner y mantener una casa con ello. Éste es el mo­
tivo por el que el señor Von Tucher puso como condición para
que su hija se casara con el eminente profesor que éste reci­
biera el cargo de titular de una cátedra de filosofía en alguna
Universidad. Su nombramiento en Erlangen se iba aplazando
de año en año, y se había hecho ya casi del todo improbable.
Felizmente, entre él y Niethammer hallaron un plausible pre­
texto para persuadir al aristocrático padre, que consistió en lo
siguiente: Hegel, como todo servidor del Estado, debía solici­
tar autorización para contraer matrimonio, a fin de que se le
pudiese asegurar una pensión a la mujer en caso de viudez. Esta
autorización era otorgada más fácilmente cuando los fondos so­
bre los cuales debía afectarse dicha pensión correspondían a un
presupuesto regular, como era el de los establecimientos secun­
131—Vida y obra de Hegel

darios. La Universidad de Erlangen, en cambio, no gozaba to­


davía de una adjudicación fija de fondos, por lo que la solicitud
de casamiento corría peligro de ser rechazada si se efectuaba en
calidad de profesor universitario. Como rector de un instituto
de enseñanza media su pedido sería seguramente aprobado de in­
mediato. Ante este argumento, el señor Von Tucher otorgó
a la pareja su consentimiento para que se casaran, y el noviazgo
fue anunciado públicamente. Niethammer debió vencer aún las
últimas resistencias de la susceptibilidad del novio, y a tal efec­
to le escribía: «¿Es que, por casualidad, piensa usted que su
calidad de profesor y de director del gimnasio de Nuremberg
no basta para conferirle una dignidad y una consideración sufi­
cientes para ser recibido públicamente, y con toda solemnidad,
como miembro de una familia que ha participado, es verdad, en
forma destacada en el antiguo esplendor de la ciudad de Nu­
remberg?»
Superados todos los recelos y obstáculos, quedó concertada
la boda y se fijó la fecha para su realización en los últimos
días del verano de 1811.
Antes de casarse, Hegel escribió a la señora Frommann
—mujer del padrino de su hijo— para que pusiese a éste al
tanto de la novedad, como así también a la madre, la señora
Burkhardt, a fin de que no opusiese inconvenientes a su nueva
situación, cosa que obtuvo, al parecer, sin dificultad alguna.
El suegro se hizo cargo tanto de los gastos de la boda como
de los de la instalación del nuevo hogar, y asignó una dote con­
siderable a la novia, además de una subvención anual de cien
florines, la que no pudo ser mayor debido a que quedaban a su
cargo otros seis hijos menores, y aún no había heredado pues
su padre vivía.
Como culminación de esta perspectiva económica favorable,
Niethammer consiguió que Hegel fuera designado consejero de
asuntos escolares en Nuremberg, en remplazo de Paulus, quien
fue transferido a Ansbach.
Entre tales circunstancias propicias, los novios se dispusie­
ron a afrontar, con ilusión y con fe, la vida matrimonial. El
14 de agosto de 1811 le fue acordada a Hegel la autorización
que había solicitado el primero de ese mes, conforme a un de­
creto real del día 8, y el 16 de septiembre se realizó la boda.
«¡Durante cuánto tiempo las circunstancias me han negado
esta felicidad! —exclama el flamante esposo—. ¡Qué cambio
| experimento en mis relaciones conmigo mismo y con el mundo,
§ merced a esta unión que es la única capaz de confirmar al hom-
^ bre y de conducirlo a su realización!» Y extrae de ello su filoso­
fía: «He alcanzado así, dejando de lado algunas modificaciones
^ todavía deseables, mi objetivo terrestre, pues con una función
I que cumplir y una mujer a quien querer, nada más es nece-
3 sario. Ésos son los artículos principales que uno debe esforzar­
se por alcanzar. Lo restante ya no son capítulos sino meros
párrafos o notas al pie de página.»
Una de estas notas, tal vez la más importante, es el asunto
del dinero. Hegel ha tenido que recurrir una vez más, como
siempre, a la ayuda de sus amigos, préstamos que, claro está,
va devolviendo a medida que llegan los sueldos, pero que de
todos modos le dejan un sabor acre a fracaso y humillación.
Paul Wolfgang Merkel, comerciante y administrador municipal
en Nuremberg, ha sido quien en esta ocasión le sacó de apuros,
con el infalible Niethammer, que le ha hecho llegar por su cuen­
ta un adelanto. A eso se debe que el sentimiento que lo embar­
ga inmediatamente después de su casamiento sea el de la tris­
teza, quizá, como él mismo lo explica, porque el matrimonio lo
ha hecho más sensible.
Esa hipersensibilidad, esa melancolía marcada de impoten­
cia es lo que consigue, de todos modos, que la joven esposa
termine de enamorarse y que su profundo cariño se convierta
en devoción hacia su «señor y dueño», como ella gusta referir­
se a él cuando escribe a alguna amiga; y ese sentimiento —que
fue siempre mutuo— perdurará hasta el final. «Hegel es una
de esas personas despojadas de toda esperanza, que nada espe­
ran, ni nada desean», le dice, retratándolo, Marie a su amiga
Caroline Paulus.
Lo cierto es que Hegel, respondiendo a su triple condición
de romántico alemán inveterado, filósofo de profesión y poeta
irredimible, no encuentra nada mejor para salir de sus apremios
económicos que publicar un libro, y este libro ha de ser, nada
menos, que un tratado de Lógica General. Sin pensarlo dos ve­
ces, seguro de que ésa es la mejor manera de hacer fortuna,
apenas concluidas las obligaciones de la luna de miel, el marido
se aplica con denuedo, afanosamente, a redactar su Ciencia de
la Lógica. Con tanto ahínco emprende la tarea, con tanta ins­
133—Vida y obra de Hegel

piración y buen estado de ánimo trabaja, que quince días des­


pués le puede anunciar a Niethammer que para la primavera
del año siguiente aparecerá la obra. En diciembre ha concluido
la primera parte y en enero se imprimen los nueve primeros
pliegos, mientras él sigue adelante con la segunda y tercera
secciones.
Pero para comprender debidamente el debate ideológico y
la pugna conceptual en que se hallaba comprometido el autor
en esos momentos de su evolución espiritual, es preciso hacer
un poco la historia de lo que había sucedido entretanto con la
.Fenomenología, y la filosofía en Alemania, en general.
Pese al modo de expresión, extremadamente enmarañado,
al gran cúmulo de conceptos nuevos y enigmáticos que se des­
plegaban en ella, la Fenomenología había sido entendida por las
mejores cabezas de su tiempo, en Alemania, en Holanda, en
todos aquellos sitios adonde algún ejemplar de la obra había
podido llegar.
Pero la habían «entendido» en el mismo sentido en que
Schelling lo había hecho, esto es: llegando a darse cuenta de
que Hegel había transgredido algunas reglas, tal vez sus pro­
pias premisas científicas, y que había un límite en que su com­
prensión se detenía y el plan general se les escapaba de las ma­
nos. Es decir, la habían «comprendido» én la medida en que
no se habían dejado deslumbrar ni anonadar por la osadía y la
imponencia del lenguaje y de las ideas, y habían sabido seguir
paso a paso su marcha hasta detenerse exactamente en el punto
en que perdían de vista tanto la construcción, como el método
y el hilo conductor y, por ende, sus significados. Hegel no se
asombró de que lo entendieran ni se indignó al comprobar que
se detenían allí donde él sabía que iban a detenerse. A una y
otra actitud respondió con dignidad y benevolencia. Esto en
cuanto a los que lo comprendieron.
También, desde luego, estuvieron los otros, que fueron los
más, los que se sintieron obnubilados por el esplendor de las
imágenes y la profundidad vertiginosa de las ideas y, aunque
no llegaron a captar plenamente su sentido último, intuían
que se hallaban ante una obra excelsa que sobrepasaba los lími­
tes logrados hasta ese momento por cualquier otra concepción
filosófica, y se convertían, en consecuencia, en adeptos incon­
dicionales, en seguidores y admiradores fanáticos del portentoso
maestro, y esperaban, sin duda, ir desentrañando de a poco las
verdades y revelaciones sublimes que aquella creación admira­
134—Alberto Vmuíco

ble debía contener, pero también, en cierta medida, se veían


arrastrados por un sentimiento místico y hasta religioso.
Entre los muchos que en su tiempo enfrentaron y descifra­
ron el contenido exuberante e hirsuto de la Fenomenología
—como así también de la Lógica— se hallaron Sinclair, Win-
dischmann, Van Ghert y Pfaff.
Karl Joseph Hieronymus Windischmann (1775-1839) era
en ese tiempo médico de la corte en Aschaffenburg y profesor
de historia y filosofía. Pese a ser católico era un admirador
de Schelling, pero el 27 de abril de 1810 le escribe a Hegel:
«El estudio de vuestro Sistema de la Ciencia [la Fenomenolo­
gía] me ha convencido de que algún día, cuando el tiempo de
la comprensión haya llegado, esta obra ha de ser considerada
como el libro básico de la liberación del hombre, como la
clave del nuevo Evangelio anunciado por Lessing.»
Y en seguida le hace la síntesis de lo que él considera
la idea central del libro, un poco traduciéndola al vocabulario
de Schelling: «Todo se basa en la concepción fundamental de
que todo aquello que es temporal, finito, en devenir (o como
se lo quiera llamar) es lo eterno mismo tomado en su evolu­
ción, su desenvolvimiento y su conocimiento de sí mismo,
y el espíritu insondable debe necesariamente individualizarse
y adquirir formas a través de infinitos fenómenos, infinita­
mente diversos pero captables en sí mismos de la manera
más rigurosa.»
Windischmann se hallaba en ese entonces gravemente en­
fermo, con hemiplejía y una gran depresión espiritual, y el
entusiasmo y hasta el apasionamiento por la obra de Hegel
parecen haberle dado ánimos como para vivir los otros 29
años que se extienden hasta su muerte. Su afinidad con Sche­
lling se debía ante todo a su mutuo interés por la magia y
otras manifestaciones sobrenaturales; en Frankfurt, en 1813,
publicó un tratado sobre la materia, Indagaciones acerca de
la astrologia, la química y la magia, con un apéndice sobre
las relaciones de la política estatal con las ciencias ocultas.
Las objeciones le fueron opuestas, naturalmente, por un
abogado y un matemático; eran ellos: Isaak von Sinclair y
Johann Wilhelm Andreas Pfaff, este último profesor de ma­
135—Vida y obra de Hegel

temáticas en el Colegio de Nuremberg bajo el rectorado de


Hegel.
Sinclair, además de jurista, era filósofo, poeta y autor tea­
tral, aunque nunca había podido superar las influencias de
Schelling, Holderlin y Schiller, respectivamente. Como filóso­
fo, en 1811 editó por su cuenta en Frankfurt un estudio sobre
metafísica en tres volúmenes, titulado Verdad y Certeza. Sus
investigaciones en este campo lo acercaban, según él lo sen­
tía, a los puntos de vista sostenidos por Hegel, pero llega
un momento en el cual se declara incapaz de seguirlo.
El 16 de agosto de 1810 le dice en una carta: «Tu obra
ha llegado a una profundidad que ninguna otra había alcan­
zado hasta hoy, y —en la medida en que la considero como
una expresión de pensamientos libre sobre el asunto tratado—
me parece magistral. Tu manera de ver las cosas ejercerá sin
duda una acción positiva sobre el espíritu superficial de la
filosofía que está hoy de moda; pues nada me parece más
indigno del sentido germánico de la verdad, que se ha mani­
festado siempre en la profundidad de la investigación y la
sinceridad de la expresión, que la charlatanería de Schelling
y sus satélites, la que no es otra cosa que una falta absoluta
de método y un parloteo sin fundamento, que se oculta hi­
pócritamente tras un entusiasmo pueril.» Y le confiesa: «Cuan­
do comparo tus ideas con las mías, me alegro de comprobar que,
aunque marchamos por caminos diferentes, éstos no son
opuestos, y que al final estaremos de acuerdo, creo, sobre la
mayoría de los resultados.»
Pero en febrero de 1812, ya a punto de aparecer la pri­
mera parte de la Lógica, Sinclair le plantea sus perplejidades
con respecto a la Fenomenología; luego de elogiar aquello
con lo que se siente identificado, le expresa:
«Es la ejecución lo que me ha sumido en el estupor, y no
he podido admirar suficientemente la penetración de espíritu
gracias a la cual has podido prescindir del hilo conductor de
la construcción. Te he seguido con la mayor satisfacción a
través del primer capítulo, hasta el pasaje en que te refieres
a la autoconciencia; ... dada la libertad de tu marcha, no
llego a comprender, realmente, cómo has podido sondear la
profundidad del enigma y, a mi criterio, sólo la necesidad de
la construcción podría darme la clave. Es nada más que a
partir de este punto en que hablas del conocimiento de sí
mismo que he perdido el hilo de tu desarrollo; y me ha dado
136—Alberto Vanasco

la impresión que la representación te había conducido dema­


siado rápidamente a la conciencia... He lamentado a menudo
que la marcha seguida por tus razonamientos no te haya con­
ducido a la distinción entre la expresión y la cosa expresada.»
Al recibir el primer tomo de la Lógica ve confirmada esta
impresión, y el 12 de octubre de 1812 le reitera al autor:
«De acuerdo a tu juicio, yo no considero tu método como
la verdad; pero, pese a ello, el mismo es lo más profundo
que yo haya podido conocer y no puedo admirar lo bastante
la penetración de tu espíritu, que me parece aún más grande
cuando deja de lado la verdad en lugar de seguirla y benefi­
ciarse con su guía. Para mí es un fenómeno inexplicable que
hayas podido mantenerte sobre la cima de la filosofía en medio
de tales tempestades del espíritu y que, sin contar con la
forma de un verdadero método, hayas sabido abrirte camino
entre los laberintos del espíritu, porque yo estoy totalmente
de acuerdo con tus resultados y tus culminaciones. Lo que
no me parece justo es tu punto de partida, ya que —aunque
de una manera casi imperceptible— pones premisas gratui­
tamente y abandonas de inmediato la actitud justa anunciada
al comienzo, a saber, la de una exposición puramente histórica y
genética, que no debe interrumpirse ante nada, para pasar a la
actitud dogmática del razonamiento sobre el objeto, actitud que
seguidamente, en el transcurso de la exposición, se alterna ar­
bitrariamente con el desarrollo filosófico propiamente dicho...
Yo había creído que a tu Fenomenología debía atribuírsele
solamente el valor de una introducción histórica a la meta­
física —aunque a cada instante se me presentaba como algo
infinito y arbitrario que no se adaptaba a ese objeto—, pero
veo ahora, no obstante, que en tu Lógica la propones como
algo que tiene un fundamento en sí mismo, ¡y eso me parece
un círculo!»
Hegel le contesta refutando una por una sus objeciones,
pero Sinclair insiste en su desconcierto, y le exige que con­
crete uno de los puntos, que es justamente aquel en que Sche­
lling también se había detenido: «Si dispones aún de un poco
de tiempo, aclárame lo concerniente a la no-oposición y a la
unidad, y con eso me darás una gran satisfacción.» (Carta del
137—Vida y obra de Hegel

29 de diciembre de 1812.)
Peter G. van Ghert, ex alumno de Hegel, se había ocu­
pado durante esos años de difundir y hacer comentar la Feno­
menología en Holanda. Al conocimiento del libro en los Países
Bajos había contribuido también en forma decisiva la reseña
publicada por K. F. Bachmann en los Anales Literarios de
Heidelberg, primera serie del año 1810, que fue considerada
la más importante de las críticas dedicadas a la Fenomenología,
y en la que el autor establecía un parangón entre las obras
de Schelling y Hegel, obviamente favorable a este último:
«En tanto que en Schelling predomina la imaginación, en
Hegel la razón se manifiesta en toda su potencia...; toda su
fuerza tiende a dar a la filosofía la forma rigurosa de la cien­
cia, de modo que cada elemento se muestra como necesario
y determinado, o, mejor aún, la filosofía se erige en un sis­
tema.»
Van Ghert le hace llegar, desorientado, los reparos que
suscita en Holanda la Fenomenología, y que de alguna manera
exteriorizan su propia confusión ante ciertos aspectos de la
obra, no obstante su devoción por la misma: «Kinker afirma,
en efecto, en su reseña, que la Fenomenología no es otra cosa
que una descripción de la filosofía, ¡escrita en un lenguaje
poético y edificante!» (25 de febrero de 1811), y el 12 de
abril del año siguiente le pide la bibliografía relativa a la Fe­
nomenología, y le sugiere que la haga conocer. «Un anuncio
de tal índole contribuiría sin duda alguna a la divulgación del
libro y haría desaparecer por entero la impresión de arbitra­
riedad para los no iniciados y los extranjeros.» Por fin, una
vez publicada la Lógica, el 24 de junio de 1813, le transmite
una nueva crítica, esta vez formulada con mayor precisión:
«Los profesores Van Hemert y Kinker, dos kantianos, auto­
res de obtusas recensiones de la Fenomenología, estuvieron
conversando conmigo a ese respecto en la biblioteca de nues­
tra ciudad (en que se encuentra la primera parte) y me han
hecho conocer su sorpresa ante el hecho de que el ser y el
no-ser deban ser una misma cosa. Hallaban ellos una gran
contradicción en que en la página 25 se afirme lo que sigue:
que una explicación empírica es totalmente superflua; y que
de inmediato se desarrolle una explicación de ese tipo, en la
cual (como ellos lo imaginan) se demuestra que es lo mismo
que esta casa sea o que no sea.»
Pfaff, por su parte, planteaba sus diferencias en forma ma­
138—Alberto V musco

temática. Ante todo, le hacía saber a Hegel su posición: «Un


matemático no puede tolerar que haya un modo de expresión
del pensamiento que él no puede ejercer.» Trataba, por lo
tanto, de formular las ideas de la Lógica como enunciados de
teoremas o, mejor dicho, de postulados matemáticos, dejando
al descubierto las insuficiencias de método o las contradiccio­
nes más allá de las cuales «su pensamiento no podía avanzar».
Y saca las mismas conclusiones que hemos visto explicitadas
hasta aquí: desarrollo «arbitrario», falta de «pruebas», pen­
samiento que se mueve en «círculo» y ausencia total, precisa­
mente, de «sistema», claro que todo esto, ahora, probado a la
luz de la más estricta traducción de la Lógica al lenguaje ma­
temático.
Pfaff consigna tres postulados fundamentales: 1) el ser (por
ejemplo, un punto); 2) la nada (por ejemplo, otro punto, otra
unidad); 3) el devenir (del desplazamiento del postulado 1 al
2, por ejemplo, en geometría, una recta; en aritmética, el nú­
mero 2). Pero al transcribir el cuarto postulado, «la existen­
cia», Pfaff se detiene: «Es totalmente arbitrario hacer salir
la existencia del devenir.» «Por ello creo que está usted obli­
gado a moverse en un círculo.» Pfaff no ve en el desarrollo
ninguna prueba sino solamente postulados, definiciones elegi­
das libremente, o análisis; nada que constituya un sistema, un
todo bien diferenciado. Concluye entonces que la formación
de los conceptos filosóficos es un proceso bien distinto al de
la formación de los conceptos matemáticos. Y termina: es po­
sitivo que haya gente que no sea convertida jamás por los
filósofos.
Lo que le interesa saber es cómo progresa el pensamiento
filosófico, y al respecto opone también reparos a los términos
«reflexión» y «especulación» que, por venir de «reflejarse» y
«espejo» necesitaría asimismo tres términos para llevarse a cabo
—la cosa reflejada, el reflejo y aquello sobre lo cual se refle­
ja—, cuando en las «especulaciones» de Hegel no halla sino
dos términos cuando no uno solo.
Hegel le contesta muy simplemente diciéndole que el «fun­
damento» se halla siempre en la cosa misma y que lo único
que sucede es que, simplemente, se emplea otra palabra. Pfaff
139—Vida y obra ds Hezc!

se niega a acceder, y sólo consiente en que la filosofía es una


muy libre y vigorosa expresión del espíritu, pero que no se
hable al respecto ni de ciencia, ni de pruebas. Lo que Pfaff
quiere aplicar al sistema de Hegel es la crítica trascendental
de Kant, quien había intentado dar a la especulación filosófica
la exactitud deductiva de las matemáticas, pero por lo mismo
no había podido superar nunca la teoría del conocimiento.
Hegel ha roto esa barrera, impulsado por otros principios, y
a ello se debe el desconcierto de cuantos se habían formado
y afirmado en un medio kantiano.
Ahora bien, lo que Pfaff intentaba hacer, ante todo, era
aprovecharse del nuevo libro de Hegel para formular un argu­
mento decisivo a favor de la teoría de los colores de Newton
—de quien era un ferviente defensor—, en contra de la de
Goethe, a quien apoyaba Hegel en tal polémica. El profesor
de matemáticas y el rector-filósofo sostenían desde hacía tiem­
po un acalorado e inacabable debate en el despacho de este
último cada vez que se encontraban con motivo de sus respec­
tivas obligaciones. Newton, sin duda, era quien se hallaba en
lo cierto, pero habría que volver a examinar a la luz de las mo­
dernas teorías de la Gestalt la tesis de Goethe con lo que se
probaría, quizá, que éste también tenía su poco de razón.
La respuesta que Hegel dio siempre a sus impugnadores,
opositores o detractores, se puede sintetizar con la que expuso
a Sinclair en una carta de comienzos de 1813:
«Pitágoras imponía a sus discípulos cuatro años de silencio
antes de permitirles hablar. El filósofo tiene por lo menos el
derecho de exigir a su lector que imponga silencio a sus pro­
pios pensamientos hasta que él haya dado término al conjunto
de su obra.»
Con esta dignidad, y seguridad, siguió adelante, sin tomar
en cuenta los reparos. Porque el punto en que todos se habían
detenido, incluso Schelling, era aquel en que Hegel colocaba
la idea en lugar de lo absoluto, detrás de los fenómenos y de
toda manifestación: «La igualdad de pensamiento subjetivo y
pensamiento objetivo» que Pfaff no llegaba a captar; la unidad
de la unión y de la no-unión que desconcertaba a Sinclair, de
objeto y sujeto que todos se resistían a aceptar. Y el funda­
mento estribaba en que Hegel veía la Idea en todo: la veía
actuando en el mundo inorgánico, en la fuerza que regía los
140—Alberto Vanasco

átomos y las moléculas; la veía también en el macrocosmos, en


las leyes que determinaban el orden supremo de los astros; la
veía asimismo en la evolución de la materia orgánica y en las
manifestaciones más altas de la vida humana, en la sociedad,
la cultura y el arte. Veía nada más que al Concepto manifes­
tándose siempre a través de esas infinitas formas. Así como aún
hoy la ciencia moderna, sea en la física atómica o en la gené­
tica orgánica, sigue descubriendo nada más que la Idea en el
mundo que circunda al hombre.
Lo que los críticos de Hegel no llegaban a comprender era
que su «hilo conductor», su «fundamento», consistía en el de-
sentrañamiento, la determinación de esa idea en la realidad
multiforme que lo rodeaba, que a cada paso le presentaba evi­
dencias de su acción libre, regulando, ordenando, configurando
indefinidamente el proceso total del mundo.
La subjetividad no se creaba en el hombre, no nacía en él;
era allí una forma más de sus diversas maneras de expresarse.
La objetividad no agotaba el mundo de la naturaleza, había algo
más detrás, y esa otra cosa era la Idea. El hombre pensaba,
en efecto, pero su pensamiento venía desde más allá de la ma­
teria que lo constituía, desde el fenómeno único que era el
fundamento universal.
Todo esto no significaba que el hombre proyectara el ser
sobre las cosas, con su pensamiento, para habitarlo, como su­
cedía en el idealismo trascendental de Kant; tampoco que el
ámbito de la realidad se redujera al ámbito de la subjetividad
y no existiese más que ésta, como en el idealismo absoluto de
Fichte; menos aún que el mundo fuese una conjunción de ma­
teria y espíritu como en el idealismo objetivo de Schelling, en
que la naturaleza era una manifestación espiritual: se trataba
de que espíritu y realidad eran una misma cosa, que todo era
nada más que el Concepto en acción y en desarrollo.
Por eso su Lógica no fue una lógica de las leyes del pensa­
miento, como era la tradicional, sino una Lógica del Espíritu,
es decir, del mundo, del cosmos en general.
No había, pues, nada que «demostrar». No había «prue­
bas». Sólo se podía describir, hacer la historia de ese desarrollo,
registrar uno por uno, en lo posible, los avatares del Espíritu.
141—Vida y obra de Hegel

La única prueba estaba en el «sistema final», su Idealismo


Dialéctico.

«La Ciencia de la Lógica»


Apenas terminada, entonces, la luna de miel, Hegel se puso,
como hemos dicho, con tesón, con brío, a componer la segunda
de sus obras. Ufano, le escribe a Niethammer el 5 de febrero
de 1812, mientras se imprimen los primeros pliegos del libro
y él prosigue redactando el resto: «Me encuentro hundido en
esto hasta las orejas. No es poca cosa, escribir durante los pri­
meros seis meses de casado un volumen de treinta pliegos con
el contenido más abstruso. Pero injuria temporum! No soy un
académico; para lograr una forma conveniente tendría necesi­
dad aún de trabajar un año más. Pero para vivir necesito
dinero.»
La tarea que tenía por delante ahora, al sentarse ante las
cuartillas en blanco, era la más ingrata y peligrosa.
Ya había contado —y cantado— en la Fenomenología del
Espíritu la unidad viva de la variedad infinita en el devenir del
espíritu, la totalidad cósmica mostrada como un desarrollo ra­
cional, el desenvolvimiento universal de la Idea que culminaba
con el hombre, en la Tierra, o en cualquiera otra parte con la
vida inteligente. Había mostrado que el objeto era el sujeto,
el cual se enajenaba en la materia, pero esta materia no era una
forma subalterna del espíritu, ni despreciable, ni inerte, sino
que actuaba y tenía belleza y era libre dentro de los límites que
se había impuesto. Era tan sólo una faz del autodesarrollo del
Logos.
Ahora le quedaba por hacer el trabajo más arduo, examinar
y desentrañar cada uno de los aspectos particulares y especiales
de este proceso. Como le había dicho Windischmann: «El espí­
ritu insondable debe necesariamente individualizarse y adquirir
formas a través de infinitos fenómenos, infinitamente diversos
pero captables en sí mismos de la manera más rigurosa.»
Esos «infinitos fenómenos» son los que tratará ahora de
captar «rigurosamente» en la Lógica y más adelante en la En­
ciclopedia de las Ciencias Filosóficas. Luego que en la Fenome­
nología ya había logrado —para decirlo también con las pala­
bras de Windischmann— describir «lo eterno mismo tomado
en su evolución, su desenvolvimiento y su conocimiento de sí
142—Alberto Vanasco

mismo».
Hegel tiene una muy clara noción del riesgo que supone
una tarea como la que emprende en ese momento. £1 mismo
había dicho que las filosofías eran positivas en lo general, en
sus planteos iniciales y amplios, y que se hacen históricas, es
decir, pierden perennidad, al considerar los aspectos partícula-
res. A Plaión le había ocurrido. Descartes había tenido razón
en su escepticismo radical del comienzo; pero cuántos pecados
de dogmatismo había cometido luego. Nadie más sensato que
Kant con su sistema crítico; pero en qué terreno resbaladizo
se había aventurado luego. El propio Hegel, al querer racio­
nalizar la armonía del sistema solar a partir de los elementos
precarios que le ofrecía la ciencia de su tiempo, había ya per­
petrado un craso error. Y hasta en la Fenomenología se había
permitido incursionar en el dominio concreto de la significación
fisonómica y de la frenología. No por nada se había interesado
en la psicología empírica desde la época de Berna, cuando le
pedía a Süsskind, por intermedio de Schelling, un ejemplar del
Oberdeutsche Zeitung en que había aparecido un comentario
del Repertorio General para la Psicología Empírica de J. D.
Mauchart.
Debido a sus estudios, a sus trabajos en el diario de Bam-
berg y al frente del Colegio Secundario de Nuremberg, Hegel
contaba con una masa de conocimientos que le permitían afron­
tar con cierta confianza la labor actual. Tal vez en ningún otro
hombre de su tiempo se reunía una cantidad tal de saber como
en él, se trate ya de matemáticas, física, química, psicología, as­
tronomía, leyes o economía. Y estos conocimientos no eran ge­
nerales ni vagos, sino específicos y minuciosos. Si no, téngase
en cuenta la carta que Seebeck le escribe emocionado el 29 de
enero de 1808 para informarle que Davy, el 19 de noviembre
último, en la Sociedad Real de Londres, ¡había demostrado,
por una serie de experiencias irrefutables, que el potasio y el
sodio eran verdaderos óxidos metálicos! Y le hace una detallada
relación del experimento.
Hegel mismo se encarga en la introducción de la Lógica de
establecer la distinción entre la tarea que había llevado a cabo
en la Fenomenología y la que se había propuesto ejecutar en
esta segunda obra. Anota a ese respecto: «En la Fenomenología
14}—Vida y obra de Hegel

he representado a la conciencia en su movimiento progresivo,


desde su primera oposición inmediata respecto del objeto, hasta
el saber absoluto.»
Como lo indica el título general que había puesto a la
Fenomenología en su primera edición, ésta no era sino la «Cien­
cia de la Experiencia de la Conciencia». Experiencia consistía
propiamente en el movimiento dialéctico que la conciencia He-
vaba a cabo en sí misma, tanto en su saber como en su objeto,
en cuanto brota ante ella el nuevo objeto verdadero. En otras
palabras, experiencia era el conocimiento del objeto modificado
por este mismo conocimiento.
La Ciencia de la Lógica, en cambio, sería la ciencia de la
Esencia, el sistema de la razón pura, la incursión en el ámbito
del pensamiento puro: «Este reino es el de la verdad tal como
está en sí y por si, sin envoltura. Por eso puede afirmarse que
dicho contenido es la representación de Dios, tal como está en
su ser eterno, antes de la creación de la naturaleza y de un es­
píritu finito.»
Podrá advertirse la similitud entre este enunciado y la de*
finición platónica del mundo de las ideas, pero las esencias aquí
no conforman una realidad aparte y distinta, sino que son me­
ramente abstraídas por el filósofo en un proceso en que la
conciencia capta esas esencias suyas indicando la naturaleza del
saber absoluto mismo.
Luego, pues, de haber descripto en la Fenomenología la
Odisea del Espíritu, se apresta Hegel a penetrar en el reino
de las sombras, pero no las de la caverna de Platón sino las
más inmediatas del Espíritu, una vez purificado.
Teniendo en consideración que el libro de cabecera de He­
gel en este periodo fue La Naturaleza de las Cosas, de Lucre­
cio, podríamos decir, para concluir, que la Ciencia de la Lógica
fue la Naturaleza de las Cosas del rector del instituto de Nu­
remberg.
Sin entrar en el terreno exclusivamente técnico —que es
asimismo el discutible—, creo que sería útil señalar algunos
puntos, aunque sea someramente, tratados en los escritos intro­
ductorios, y que son fundamentales para la interpretación y va­
loración del conjunto. Estos textos preliminares son: el prefacio
a la primera edición, el prefacio a la segunda edición, la intro­
ducción propiamente dicha, y la sección inicial del Libro Pri­
144—Alberto Vanasco

mero, sobre la Doctrina del Ser.


En el prefacio a la primera edición, redactado en Nuremberg
el 22 de marzo de 1812, Hegel explica sucintamente las razo­
nes que lo llevaron a escribir la obra y los fines que se propuso
en la misma. Éstos son, en síntesis: la necesidad de reanudar
la especulación metafísica y de lograr que la nueva forma del
espíritu, surgida ya en la ciencia tanto como en la realidad, se
haga sentir también en la Lógica.
Desde las primeras lineas plantea esto como una necesidad
histórica: «La total transformación que se ha operado entre
nosotros desde hace más o menos veinticinco años en el pensa­
miento filosófico, y el grado mayor que ha alcanzado en ese
periodo la autoconciencia del espíritu, no han influido hasta
ahora sino escasamente en la forma de la lógica.»
Es significativo que Hegel extienda el plazo de transforma­
ción de la filosofía, con amplia generosidad, más allá de la fecha
de aparición de su Fenomenología, es decir, más o menos hacia
1787, año en que Kant publica la segunda edición de la
Crítica de la Razón pura; dos años antes Jacobi había editado
Sobre la Doctrina de Spinoza y cinco años después aparecería
el primer libro de Fichte, Crítica de toda Revelación. Es decir,
la intención de Hegel es, evidentemente, retomar la evolución
de la lógica a partir de Kant, pero desde el momento en que
el idealismo absoluto va a imprimir a la filosofía crítica un
sesgo totalmente distinto. En efecto, su trabajo contiene refe­
rencias directas a Kant y alusiones constantes a las doctrinas de
Fichte, Jacobi, Schelling, Fries, etc., y, de paso, refutaciones de
las posibles críticas que se le pudieran hacer. Come se verá, ade­
más, se preocupa de anunciar que es a través de él que la
autoconciencia del espíritu proyectará en la forma de la lógica
«el grado mayor que ha alcanzado en ese periodo».
Seguidamente, se ocupa de señalar la ausencia de la metafí­
sica en el conjunto de las ciencias modernas, y el descrédito en
que se ha precipitado el pensamiento especulativo. Es respon­
sable de ello la doctrina esotérica de Kant, en el sentido de que
el intelecto no debe ir mas allá de la experiencia, y que recibió
el apoyo, además, de las nuevas teorías pedagógicas. Y aquí
hace una vez más causa común con la posición sostenida por
145—Vida y obra de Hegel

Niethammer, criticando aquellas tendencias que afirman que


las especulaciones teóricas son más bien perjudiciales y que la
ejercitación y la enseñanza prácticas son lo sustancial.
En lo que se refiere estrictamente a la Lógica, Hegel reco­
noce que, pese a todo, a ésta no le ha ido tan mal como a su
hermana la Metafísica, ya que ha conservado su puesto entre
las ciencias y se la mantuvo como materia en la enseñanza
pública. Pero eso sólo en cuanto a su destino aparente, pues
«el nuevo espíritu surgido en la ciencia, no menos que en la
realidad, no se trasluce todavía en ella». Esto ocurrirá sin duda
con su Lógica, «ahora que parece haber terminado el periodo
de fermentación con que se inicia toda creación nueva».
La ciencia lógica constituye propiamente la metafísica o la
filosofía especulativa, lo que quiere decir que es la ciencia de
la Razón, no del intelecto, que determina y mantiene firmes las
determinaciones, finito, infinito, objetividad, subjetividad, etc.
«La Razón es negativa y dialéctica, porque resuelve en la nada
las determinaciones del intelecto; es positiva, en cuanto crea
lo universal y en él comprende lo particular.»
Así, concluye especificando que en la Fenomenología ha pro­
curado representar la conciencia, que es el espíritu como cono­
cimiento concreto y circunscripto en la exterioridad; pero este
movimiento progresivo «se funda en la naturaleza de las puras
esencias», que han de constituir el objeto de estudio de la ló*
gica. Los pensamientos puros constituyen por lo tanto el con­
tenido de la lógica, que corresponde al espíritu que piensa su
propia esencia.
En consecuencia, cuando Hegel dice Lógica no se refiere es­
pecíficamente a la lógica como ciencia del pensar que establece
las reglas del pensamiento correcto, sino a una Lógica Material,
inmanente, de acuerdo a la cual el Espíritu Absoluto se auto-
desarrolla en todas sus manifestaciones, y de la cual el intelecto
humano sólo participa.
Este panlogismo de Hegel —en cuanto la Razón es abso­
luta o exterior al hombre— no era al fin de cuentas sino una
puesta al día de la vieja hipótesis planteada por Anaxágoras
con su teoría del Nous, como principio espiritual del universo,
y cuya tradición se prolongaba a través del pensamiento de Aris­
tóteles —sobre todo en el Libro III Del Alma (cap. IV, § 3),
los libros I y VIII de la Física, y el XII de la Metafísica (capí­
tulo VII y passim); más tarde en Alejandro de Afrodisia y
luego en Averroes (De Substantia Orbis y De Generatione et
146—Alberto Vanasco

Corruptione); y, por último, en Spinoza y también en Leibniz,


cada uno con sus matices particulares.

En el prefacio a la segunda edición, que escribió Hegel


casi veinte años después, más o menos en noviembre de 1831
—esto es, poco antes de su muerte, en ocasión de imprimirse
la segunda edición de la obra—, pasa a examinar el contenido
de la consideración lógica. Acababa de hacer una reelabora­
ción del libro y había llegado a darse cuenta exactamente tanto
de las dificultades propias del sujeto a tratar como de su expo­
sición, y de lo imperfecto de la forma lograda en la primera
edición, debido todo ello a las deficiencias que presentaba has­
ta ese entonces el enfoque del tema por parte de la filosofía
tradicional.
Se congratula Hegel de haber tenido que escribir en ale­
mán, idioma que ofrece muchas ventajas con respecto a las
demás lenguas modernas, ya que muchos de sus vocablos no
sólo tienen la virtud de prestarse a distintas significaciones sino
que en muchos casos hasta tienen significados opuestos según
su empleo. Se confirma con ello para Hegel que las formas
del pensamiento están ante todo expuestas y consignadas en
el lenguaje del hombre: «Puede ser una alegría para el pensa­
miento el encontrarse con tales palabras y verse en presencia
de la unión de los contrarios, contenida de una manera inge­
nua y según el léxico, en una sola palabra de significados
opuestos.»
Esto lo lleva al campo de la física moderna, donde tam­
bién se dan los términos opuestos fundidos dialécticamente,
como la categoría de la polaridad «(que, por lo demás, ha
penetrado en todo, bastante ¿ tort et h travers, hasta en la teo­
ría de la luz), es decir, la determinación de una diferencia en
la que los términos opuestos están vinculados indisoluble­
mente».
Si todo ello está en el lenguaje, y también en las cosas, las
cosas no pueden ser para nosotros sino el concepto que de ellas
tenemos, que es lo universal, el fundamento imprescindible.
«El fundamento más profundo es el alma en sí, el puro con­
147—Vida y obra de Hegel

cepto, que es lo más íntimo de los objetos, el simple pulso


vital, tanto de los objetos como del pensamiento subjetivo de
ellos. Llevar a la conciencia esta naturaleza lógica que anima
al espíritu, que se agita y actúa en él, tal es la tarea.»
Esto escribía Hegel en los últimos días de su vida, fiel al
pensamiento que había tratado de formular a lo largo de toda
su obra. Luego de transcurridos casi veinte años parece recor­
dar todas, y una por una, las críticas que se le han hecho, y se
diría que las va contestando con el calor y la escrupulosidad de
aquellos años de creación fervorosa.
Hegel considera todavía que el punto más importante para
el espíritu no consiste tan sólo en desentrañar la relación de
lo que es el espíritu en sí con lo que es en realidad, sino en el
proceso mediante el cual se conoce a sí mismo. Y apunta de
inmediato lo fundamental: este conocimiento de sí mismo, por
ende, constituye la determinación esencial de su realidad, dado
que el espíritu es básicamente conciencia.
Purificar, por lo tanto, esas categorías, y elevar el espíritu,
por ese medio, a la libertad y a la verdad, tal es la tarea más
alta de la Lógica.
Vuelve a lanzar, de paso, su sarcasmo sobre la lógica for­
mal y el principio de contradicción y todas aquellas fórmulas
que se refieren a la exactitud de los conocimientos y no a la
verdad:
«La imperfección de esta manera de considerar el pensa­
miento, que deja de lado la verdad, puede ser corregida única­
mente añadiendo que no sólo lo que se considera como forma
exterior debe ser tenido en cuenta en la consideración del pen­
samiento, sino también el contenido.»
Pero pronto se le hace evidente que este supuesto conte­
nido, que se supone aparte de la forma, no es tal sin la forma,
sino que tiene la forma en sí mismo y sólo por ésta tiene ani­
mación y es contenido.
Y no son entonces las cosas, sino lo esencial, el concepto
de las cosas, lo que se convierte en el objeto final.
Y llega así una vez más a la glorificación del concepto: un
concepto es ante todo el concepto en sí mismo, y éste es uno
solo y constituye el fundamento sustancial. Cuando un con­
cepto se enfrenta a otro resulta un concepto determinado y lo
que en él se presenta como determinación es lo que aparece
como contenido. Esta determinación no es más que una deter­
minación formal de esta unidad sustancial, esto es, un momen­
148—Alberto Vanasco

to de la forma como totalidad, la del concepto mismo, que cons­


tituye el fundamento de todos los conceptos determinados:
«Este concepto total no es intuido ni representado de manera
sensorial; es sólo objeto, producto y contenido del pensamiento,
y es la cosa en sí y por sí, el logos, la razón de lo que es, la
verdad de lo que lleva el nombre de las cosas. El logos es,
entonces, de todo, lo que menos debe ser excluido de la ciencia
lógica.» La verdad resulta ser el concepto.
La última parte de este segundo prefacio está consagrada
a desvirtuar los ataques dirigidos por Pfaff y otros contra algu­
nos aspectos metodológicos de su sistema, y a todos vuelve a
replicar como antaño: la educación del pensamiento sólo se
logra por medio del progreso, el estudio y la producción de
todo el desarrollo.
Recuerda seguidamente que Platón revisó y modificó siete
veces su libro sobre la República y lamenta no disponer de
más tiempo para reelaborar setenta y siete veces un trabajo
que, «por pertenecer al mundo moderno», tiene por delante un
principio más profundo, un sujeto más difícil y un material
más amplio que elaborar: «Pero, el autor, considerando la
magnitud de la tarea, tuvo que darse por satisfecho con lo
que pudo hacer, en la situación de una necesidad exterior, de
la inevitable distracción debida a la magnitud y la multiplici­
dad de los intereses de la época, e, incluso, con la duda de que
el tumultuoso ruido del día y la ensordecedora locuacidad de
la imaginación, que se jacta de limitarse a esto, deje todavía
lugar para el interés dirigido hacia la serena calma del cono­
cimiento puramente intelectual.»

En la introducción, acerca del Concepto General de la Ló­


gica, se preocupa Hegel de poner de manifiesto o de justificar
el pasaje de la lógica formal a la material. Con ese fin examina
previamente lo que sería el objeto de ese estudio: «En la lógi­
ca, más que en ninguna otra ciencia, se hace sentir la necesi­
dad de empezar por el objeto mismo, sin reflexiones prelimi­
nares.»
149—Vida y obra de Hegel

¿A qué se debe esta necesidad? La lógica, a diferencia de


otras disciplinas del espíritu, no puede presuponer ninguna cla­
se de reglas o de leyes del pensamiento a las cuales ha de ajus­
tar su reflexión, pues ellas deben ser fundadas previamente en
la lógica misma. Por lo tanto, no puede afirmarse por antici­
pado lo que la lógica es: «Sólo su completa exposición pro­
porciona este conocimiento de ella misma, como su fin y con­
clusión.» Esas consideraciones preliminares no tienen, entonces,
el propósito de fundamentar el concepto de la lógica sino de
facilitar a la comprensión del lector el punto de vista desde el
cual debe ser considerada dicha ciencia.
Luego de pasar revista, como había hecho en los prefacios, a
las limitaciones y contradicciones de la lógica tradicional, llega
a la singular observación de que la metafísica antigua tenía,
con respecto al pensamiento, un concepto mucho más elevado
del que se sustenta en el presente. En efecto: aquella metafí­
sica partía de la premisa de que lo que conocemos mediante
el pensamiento de las cosas es lo que las cosas verdaderamente
son: estimaba que el pensamiento y sus determinaciones no
constituían algo extraño al objeto sino que eran su misma
esencia. Entre la cosa y la idea que tenemos de esa cosa no
existía una diferencia fundamental, tal como acontece asimis­
mo en el pensamiento ingenuo. Luego la filosofía había inter­
puesto entre la cosa y la idea que de ella tenemos infinidad
de barreras, de impedimentos que convertían a la una prác­
ticamente en algo inaccesible para la otra. Esto había sido
obra del entendimiento reflexivo, que abstrae y, por lo tanto,
separa e insiste en sus separaciones. El saber quedaba reducido
a opinión. Y el pensamiento se detenía ante sus contradic­
ciones.
Es a la razón, nos dice aquí Hegel, a quien corresponde
elevarse por encima de aquellas determinaciones, hasta llegar
a conocer el contraste contenido en ellas. £se es el gran paso
negativo hacia el verdadero concepto de la Razón:
«La ciencia pura presupone en consecuencia la liberación
con respecto a la oposición de la conciencia. Ella contiene el
pensamiento en cuanto éste es también la cosa en sí misma, o
bien contiene la cosa en sí, en cuanto ésta es también el pen­
samiento puro. Como ciencia, la verdad es la pura conciencia
de sí mismo que se desarrolla y tiene la forma de sí mismo,
es decir, que lo existente en sí y por sí es concepto consciente,
pero que el concepto como tal es lo existente en sí y para sí.»
150—Alberto Va»asco

Este pensamiento objetivo es por lo tanto el contenido de


la ciencia pura. Y ésta es la transformación que Hegel se es­
fuerza por introducir en la Lógica.
Es aquí donde se presenta la necesidad del método dialéc­
tico. Éste es el único método adecuado porque no es en nada
«distinto de su objeto y contenido, ya que es el contenido en
sí, la dialéctica que el contenido mismo encierra en sí, lo que
lo impulsa hacia delante».
En suma: lo que impele al concepto hacia delante es lo
negativo que contiene en sí; ése es el verdadero elemento dia­
léctico. Lo especulativo reside en este momento dialéctico, y
en la concepción, que resulta de él, de los contrarios en su
unidad, o de lo positivo en lo negativo; esto es, de la verdad
absoluta.
En consecuencia, divide Hegel a la lógica en dos partes
fundamentales: la lógica del concepto como ser y la del con­
cepto como concepto, vale decir, la lógica objetiva y la lógica
subjetiva.
La primera, a su vez, se divide en: I, la Lógica del Ser;
y II, la Lógica de la Esencia; y la segunda constituye: III, la
Lógica del Concepto.

Hegel consagra el texto introductorio del Libro Primero de


la Doctrina del Ser a dilucidar la cuestión de cuál debe ser el
comienzo de la filosofía, que él llama aquí ciencia. Se ocupa
previamente de refutar los otros comienzos que habitualmente
se proponen como punto de partida, sean ya éstos los mediatos
como los inmediatos. El único comienzo para él es el puro ser,
ser nada más, sin otras determinaciones ni complementos.
Aquellos sistemas que pretenden comenzar a partir de una
verdad hipotética, como en el caso de la filosofía de Reinhold,
se convierten en un proceso al revés, pues en tales casos el
avanzar no es sino retroceder, en una búsqueda continua hada
atrás del fundamento originario. En cuanto a los que se im­
ponen, como primera verdad y certeza inmediata, el empezar
por el Yo (y esto comprende no sólo a Descartes sino a todo d
idealismo, Kant, Fichte, Schelling) todos ellos caen en la tram­
151—Vida y obra de Hegel

pa de hipostasiar d Yo individual. Así es, pues para poder


filosofar este Yo concreto debe ser superado por un Yo abs­
tracto que deja así de ser inmediato y ya no es d Yo conoddo
ni un punto de partida cierto. Y concluye Hegel: «Este tras­
trueque, en lugar de producir una daridad inmediata, produ­
ce, muy por lo contrario, una extrema confusión y una total
desorientación, y ha ocasionado por sí solo los más groseros
errores.»
Por otra parte, si se asume como comienzo la representa­
ción de lo absoluto, o de Dios, o de lo eterno, al comienzo
no representan estas nociones más que palabras vacías: «Sola­
mente el ser, el ser simple, sin ninguna otra significación ulte­
rior, este vacío, constituye, sin más ni más, el comienzo de la
filosofía.»
«Dicho concepto por sí mismo es tan sencillo que este co­
mienzo, como tal, no precisa ninguna preparación ni introduc­
ción más amplia; y estas consideraciones previas a modo de
razonamientos sobre el asunto no podían tener la intención
de introducir tal comienzo, sino más bien la de alejar toda
otra consideración previa.»

A continuación se extiende la gran tríada que conforman


los tres libros de la Ciencia de la Lógica, que corresponden,
respectivamente, al Ser: el puro ser, sin ninguna otra deter­
minación, la pura indeterminación y el puro vacío. Nada hay
en él que se pueda intuir. Es en realidad la Nada, ni más ni
menos que la nada. A la Nada: la pura nada, la simple igualdad
consigo misma, la indistinción en sí misma. Es la misma cosa
que el puro ser. Y el Devenir: el puro ser y la pura nada son
por lo tanto una misma cosa. La verdad no es ni lo uno ni lo
otro sino que cada uno desaparece en su opuesto. La verdad
consiste en este movimiento del inmediato desapaiecer de uno
en otro, esto es, el devenir.
Esta tríada fundamental se resuelve en otras tríadas de sec­
ciones que a su vez dan lugar a capítulos dispuestos también
en grupos de tres, los que a su vez se abren en otras tríadas o,
en algunos casos, en grupos cuaternarios. A Hegel no le placía
ajustarse estrictamente a la oposición de contrarios que se re­
suelven en un estadio superior, sino que sus tríadas constan,
en la mayoría de los casos, de términos sólo dispares o mera­
mente distintos, como ocurre en el proceso dialéctico propio
132—Alberto Vanasco

de la realidad. En muy raros casos se da el pasaje dialéctico


de una tesis y una antítesis hacia su síntesis; siempre esta
última se efectúa entre dos elementos solamente enfrentados.
La dialéctica de Hegel es real, no formal.
Nos limitamos a consignar en forma sucinta algunos de sus
conceptos fundamentales:
Las tres categorías del Ser son la Cualidad, la Cantidad (o
magnitud) y la Medida.
La primera categoría que surge en el movimiento dialéc­
tico es la Cualidad, es decir, es la primera determinación. El
comienzo se efectúa con el ser como tal, y, por consiguiente,
con el ser cualitativo. La Cantidad es la Cualidad ya conver­
tida en negativa y por lo tanto va después de ésta. La Medida
es una relación, pero no la relación en general sino la relación
determinada entre la cualidad y la cantidad. Veamos lo que
esto significa.
La determinación aislada, como determinación existente,
es la Cualidad: «En virtud de su cualidad, una cosa es opuesta
a otra: es variable y finita, y determinada como negativa, no
sólo en contraste con otra cosa, sino simplemente en si misma.»
Esta negatividad introduce el concepto de finitud. La existen­
cia es determinada y esa cualidad que la determina la limita
a la vez. Cuando se dice que una cosa es finita se entiende que
el no-ser constituye su naturaleza y su ser. Las cosas finitas
existen pero la verdad de este existir es su fin. El ser de las
cosas finitas consiste en tener el germen del perecer dentro de
sí: «la hora de su nacimiento es la hora de su muerte». La
finitud es la categoría más obstinada del intelecto.
Esto lo lleva a Hegel al análisis de lo infinito, categoría
que resultaba doblemente atractiva para él por los estudios que
había realizado sobre el empleo de las magnitudes infinitamente
grandes e infinitamente pequeñas en matemáticas. En este sen­
tido establece una diferencia entre el infinito y el progreso
al infinito, entre el infinito bueno y el infinito malo. El prime­
V J—Vida y obra de Hegel

ro sería el infinito real, concreto, contenido en una expresión


simple, por ejemplo, 4/7, o la relación entre el lado de un
cuadrado y su diagonal. El infinito malo sería el número pe­
riódico puro 0,571428... o el tratar de dividir indefinidamente
la diagonal por el lado del cuadrado. Infinito malo es aquel que
se persigue hipotéticamente, in mente, y que no es tal porque
en un momento dado debe detenerse y deja de ser infinito.
Esto aclara, por ejemplo, las famosas aporías de Zenón, ya que
el problema no tiene solución pues hay una trampa en el enun­
ciado: la trampa radica en enfrentar un infinito bueno —que
sería Aquiles pasando a la tortuga o la flecha llegando a su
blanco— con un infinito malo, como es dividir indefinidamente
in mente los trayectos. La flecha supera naturalmente el infi­
nito bueno del recorrido y alcanza su meta.
La cantidad, dice Hegel, «es el ser-para-sí eliminado». La
cantidad es la unidad de la continuidad y la discontinuidad
pero lo es en la forma de una de ellas, esto es, de la continui­
dad. La cantidad como tal es simple resultado, cantidad pura
que no tiene todavía ningún término. Para ser cuanto necesita
del número, que determina la cantidad y es su término.
En la medida se unifican la cualidad y la cantidad. Si de
esta determinación quiere hacerse un principio, puede expre­
sarse así: «todo lo que existe tiene una medida». Toda exis­
tencia posee una magnitud y esta magnitud pertenece a la
naturaleza del algo mismo: constituye su naturaleza determi­
nada y su ser dentro de sí.
Del concepto de indiferencia absoluta pasa Hegel al de
Esencia, que se trata en d Libro Segundo. Indiferencia absolu­
ta es la simple unidad lograda por medio de la negación de
todas las determinaciones del ser, vale decir, de la cualidad y
de la cantidad como así también de la unidad primeramente
inmediata de ellas que es la medida.
Esto no es lo mismo que el ser puro, pues la determina­
ción está en ella todavía aunque sólo como un estado, que
tiene por substrato la indiferencia. Y la indiferencia absoluta
se presenta así como la última determinación del Ser, antes
que éste se convierta en Esencia. Ésta es en sí la totalidad,
en la que todas las determinaciones del ser se hallan elimina­
das y contenidas: es así el fundamento. Dice Hegel en su esti­
lo: «Así el ser se halla determinado a ser esencia, y es el ser
como simple ser consigo por medio del eliminarse del ser.»
La verdad del ser, entonces, es la esencia. El saber quiere
154—Alberto Vanase o

conocer lo que el ser es en-sí y por-sí, lo verdadero, por lo que


no se detiene en lo inmediato y sus determinaciones sino
que penetra a través del ser, suponiendo que detrás de él existe
algo más que el ser mismo. Lo absoluto está ahora determinado
como Esencia. El camino de la Esencia conduce a Hegel a
examinar sus categorías, que son la apariencia, o el fenómeno,
el fundamento y la realidad, y llega así a la exposición de lo
absoluto: «Lo absoluto es lo absoluto porque no es la iden­
tidad abstracta sino la identidad misma del ser y de la esencia,
o sea la identidad de lo interior y de lo exterior. Por lo tanto
es ¿1 mismo la forma absoluta, que lo hace aparecer en sí y lo
determina como atributo.»
Aquí termina la Lógica Objetiva, que se ocupa del Ser y
de la Esencia. El Libro Tercero es la Lógica Subjetiva o Doc­
trina del Concepto. El concepto debe ser considerado como la
unidad del ser y la esencia que son por lo tanto los momentos
de su devenir. El concepto es la base y verdad del ser y de la
esencia, donde ellos han perecido y están contenidos. La Lógica
Objetiva constituye desde este punto de vista la exposición
genética del Concepto.
El puro concepto es lo absolutamente infinito, incondicio­
nal y libre. Es la absoluta identidad consigo mismo y ésta es
tal como negación de la negación o como infinita unidad de la
negatividad consigo misma.
El Concepto se hace verdad en la Idea, que es el concepto
adecuado, lo verdadero objetivo o sea lo verdadero como tal:
«Si algo tiene verdad, lo tiene por medio de su idea, o sea,
algo tiene verdad sólo por cuanto es idea.»
El itinerario de Hegel a través de la Lógica metafísica, o
material, o mayor, culmina con la Idea Absoluta, único objeto
y contenido de la filosofía, que es a la vez la forma más ele­
vada de comprenderla, pues su manera de hacerlo es el Con­
cepto. La Idea Absoluta es la Idea alcanzada, que a través de
la idea práctica y de la teórica sólo se busca, como un más
allá que no se logra. La Idea Absoluta es, en consecuencia, la
identidad de la idea práctica y la teórica.
El carácter lógico de la idea absoluta puede llamarse una
de sus maneras. La idea lógica es la idea misma en su pura
esencia. Por lo tanto, la lógica representa el movimiento pro­
155—Vida y obra de Hegel

pio de la Idea Absoluta, como el Verbo originario.


Esta rápida cabalgata a través de algunos de los conceptos
capitales de la Ciencia de la Lógica puede ser suficiente para
darnos una impresión de lo que Hegel se había propuesto al­
canzar en su obra magna. Su propósito no era sino mostrar la
unidad última de lo objetivo y lo subjetivo, la totalidad de
un mundo que no dejaba ningún resquicio para establecer al­
guna diferencia entre realidad y pensamiento, entre naturaleza
y espíritu, entre lo interior y lo exterior, sin lugar tampoco
para la trascendencia o el más allá: todo está contenido en
el movimiento dialéctico que es su verdad.

Precisamente, en esos últimos años de Nuremberg, mien­


tras la guerra proseguía, se resumieron para Hegel los extre­
mos más contrastantes de la vida, los más luminosos y los más
trágicos, como si el destino se complaciera en confirmarle el
infinito juego dialéctico en que se verifica, mientras él inten­
taba narrar en sus libros el dramatismo de ese proceso en que
los términos antagónicos se unen para dar lugar a la realidad
y a la existencia. Nacimientos, muertes, publicaciones, éxitos,
desencantos y fracasos confluyen en esos años en la vida de
Hegel.
En octubre de 1811, un mes después de casarse, Marie
Hegel quedó embarazada. La redacción final de la Lógica coin­
cidió, en consecuencia, con los meses de gestación de su primer
hijo legítimo. Una vez más la aparición de una de sus obras
fue acompañada por la paternidad, como había ocurrido con la
Fenomenología. En febrero de 1812 ya estaba impreso, como
dijimos, el libro primero del primer volumen de la Ciencia
de la Lógica —dedicado al Ser—, y mientras sigue adelante
empeñosamente con la segunda parte, acerca de la Esencia,
en ios primeros días de julio de ese año nace su hija, a quien
dieron el nombre de Susana. Pese a que el parto no había
ofrecido dificultades y la criatura parecía ser sana y robusta,
tres semanas más tarde, a causa de una afección a la garganta,
la niña falleció.
En septiembre, cuando apenas había transcurrido un mes
desde esa pérdida que sumió al hogar de los Hegel en la con­
goja y la desolación, más sensibles aún por la expectativa y el
júbilo con que fue esperado ese primer vástago, les llegó la
156—Alberto Vanasco

noticia de que el único hermano de Georg, Ludwig, había


caído en la campaña de Rusia, en la que había tomado parte
como oficial de los ejércitos napoleónicos.
A fines de 1812 Marie se halla nuevamente embarazada y
la segunda parte del primer volumen de la Lógica ha quedado
lista; en marzo de 1813 aparecen los primeros ejemplares del
libro y el 8 de junio por la noche nace Karl, quien será el hijo
mayor del matrimonio y cuya vida se extenderá hasta los co­
mienzos del siglo xx; Karl von Hegel llegará a ser un conocido
historiador y escritor político, y profesor de diferentes univer­
sidades, entre ellas la de Erlangen, donde su padre, a pesar de
todos sus intentos, nunca había podido obtener una cátedra.
Hegel pensaba editar el segundo volumen (es decir, el ter­
cer libro) de la Ciencia de la Lógica —que comprendía la Ló­
gica Subjetiva, o sea, la Doctrina del Concepto—, ese mismo
año de 1813. No obstante, la terminación y publicación de la
tercera y última parte se vería aplazada todavía otros tres años.
Muchas circunstancias de todo orden contribuyeron a esta
demora, desproporcionada con respecto al tiempo en que habían
sido escritos los libros precedentes. Trabajos, contrariedades
familiares y dificultades propias del asunto a tratar se sumaron
para impedir la rápida ejecución de la tarea.
Sin duda, el agudizamiento de las preocupaciones económi­
cas con la ampliación de la familia fue un factor preponderante
que incidió en esta tardanza. El 25 de septiembre de 1814
nació el segundo y último hijo, Emmanuel, esta vez luego de
un parto doloroso y prolongado. (El hijo menor de Hegel lle­
gará a ser, en 1865, presidente del Consistorio de Brandebur-
go, y ha de morir en 1891.)
A todo esto se agregó la recrudescencia de la enfermedad
de Christiane Hegel. El casamiento de Wilhelm, como así tam­
bién la muerte de Ludwig, fueron causa de que la hipocondría
de su hermana se acentuara, esta vez en forma alarmante. El
conde Von Berlichingen consideró que era peligroso que la
institutriz de sus ocho hijas continuara viviendo con ellos y
la despidió asignándole una pensión.1 Christiane debió alber­
1. £1 conde Von Berlichingen hizo llegar una carta a Christiane
Hegel, con fecha 8 de agosto de 1814, un que se comprometía a pasarle
157—Vida y obra de Hegel

dicha pensión: «Querida señorita y amiga: Me veo en la obligación,


en definitiva, de comunicarle por escrito lo que roe lia resultado tan
difícil decirle de viva voz. Su estado de salud es tan delicado que cual*
quier esfuerzo puede serle perjudicial. Por ese motivo no puede usted
continuar a cargo de la instrucción de los niños, y tan sólo el reposo
y los cuidados podrán ejercer una acción benéfica sobre su físico. Es
mi deber testimoniarle mi reconocimiento en la medida de mis posi­
bilidades, por lo que le ofrezco una pensión anual de 100 florines, en
tanto mis entradas no se vean reducidas por el curso de los actuales
acontecimientos. No obstante, si —en contra de mis previsiones— el
Congreso de Viena llegara a repercutir desfavorablemente sobre mi si­
tuación financiera, me veré forzado a hacerle sufrir las consecuencias y
garse en casa de su primo Karl Wilhelm Goriz, funcionario
de Correos de Stuttgart. Hegel, al tener conocimiento de su
situación, la invitó a establecerse en su casa, donde le hizo
preparar una habitación aparte, con hogar, especialmente para
ella. Christiane se trasladó así a Nuremberg y se incorporó al
núcleo familiar de su hermano. Este núcleo, mientras tanto,
había crecido con exceso.
Efectivamente, el senador Jobst W. K. Tucher von Sim-
melsdorf, padre de Marie Hegel, falleció en 1813, a los pocos
días del nacimiento de Karl y luego de una penosa y larga
enfermedad. En consecuencia, sus seis hijos menores quedaron
a cargo de los Hegel, y el aumento de responsabilidades y gas­
tos que esto significó, neutralizó, en cierto modo, la tranqui­
lidad económica que hubiera podido depararles el cobro de la
herencia. .
A todo ello cabe agregar la presencia de Ludwig, el hijo
de Hegel y Christiana Fischer, el cual, a partir de la muerte del
señor Tucher, empezó a visitar en ocasión de las fiestas la casa
de su padre, y poco después, ya en 1814 —gracias al tempe­
ramento abierto, generoso y desprejuiciado de Marie, y a causa
de los hábitos cada vez más disolutos de la madre—, pasó a
formar parte definitivamente del hogar de los Hegel.
Esta vasta explosión familiar que aconteció a su alrededor
apenas en el lapso de un año —eran ahora diez criaturas las
que estaban a su cargo, sin contar los dos hermanastros de
Ludwig que de algún modo también dependían de él— expli­
ca suficientemente la demora de Hegel en concluir su último
volumen de la Lógica.
Por supuesto, hay que añadir a ello las dificultades inhe­
rentes al tema desarrollado en la Lógica Subjetiva, que perte­
necía al ámbito de lo que comúnmente se denomina Lógica,
al contrario de las dos primeras partes, y que, por lo tanto,
había sido ya considerado por otros autores, y existía al res­
pecto un material totalmente definido y acabado. Claro que
158—Alberto Vanasco

para Hegel también esos conocimientos se hallaban osificados


y lo que él pretendía era dar fluidez a todo ese material y «en­
a pasarle sólo 50 florines anuales, pero en ningún caso la suma será
inferior a ésta. Nada ha cambiado, por otra parte, en nuestras rela­
ciones amistosas. Siempre será un placer para m< servirla en lo que
usted considere necesario, y me alegraré cada vez que desee hacemos
una larga visita. Su amigo y servidor, Josef von Berlichingen.»
cender de nuevo el concepto viviente en tal materia muerta».
Además de los puntos ya comentados, debió contemplar
asimismo el análisis de los conceptos de juicio, de silogismo,
de inducción y deducción, etc. Estos aspectos formales de la
Lógica habían sido tratados, además, nada menos que por su
permanente contrincante J. F. Fríes, cuyas obras habían sido
tratadas siempre desdeñosamente por Hegel, por lo que debía
esmerarse ahora en sumo grado al considerar esos mismos
temas. Fríes enseñaba Lógica, Metafísica y Física en la Universi*
dad de Heidelberg, en la que Hegel no había podido obtener
todavía una cátedra, y su libro Ciencia, Fe y Sentimiento había
alcanzado la segunda edición. Además, en 1811 publicó, es­
tando ya en Heidelberg, un Sistema de la Lógica, el libro sin
lugar a dudas más importante que Hegel tenía en cuenta al
componer el suyo, y al que forzosamente debía superar. Aun­
que aparentemente ésta no era una empresa dificultosa para
él. El 10 de octubre de 1811 le escribía a Niethammer a pro­
pósito de Heidelberg: «Pero Heidelberg me hace pensar en
Fríes y su Lógica. El sentimiento que me embarga es el de la
tristeza. No sé si es porque desde que me casé me he vuelto
más sensible: me da tristeza ver que un hombre tan superfi­
cial pueda, en nombre de la filosofía, alcanzar el lugar hono­
rable que ocupa en el mundo, y se permita adoptar un tono
semejante, como si sus lucubraciones revistieran alguna impor­
tancia. En tales ocasiones uno podría indignarse de que no
exista para cosas de este género una voz pública honesta pues
hay esferas y gentes a las cuales sería ella de gran utilidad.
Conozco a Fríes desde hace mucho: sé que ha pasado a través
de la filosofía kantiana interpretándola de la manera más super­
ficial, deformándola en todo.»
Pero cuando una revista especializada le pidió una recen­
sión de la obra de Fríes y pudo él constituirse en esa «voz
ÍÍ9—Vida y obra de Hegel

pública honesta» que reclamaba, se limitó a redactar la siguien­


te nota: «Un reciente trabajo relativo a esta ciencia, el Sistema
de la Lógica de Fríes, retoma a los fundamentos antropológi­
cos. La chatedad de las opiniones que allí se expresan, como
así también, la de la forma dada al asunto, me eximen de de­
dicar alguna atención a esta obra desprovista de todo interés.»
En razón de este lacónico y lapidario juicio, Fríes tardó
dos años en comentar la Lógica de Hegel en sus Anales litera-
ríos de Heidelberg, y cuando lo hizo, en 1815, dijo que se
trataba solamente de un libro de metafísica escrito dogmática­
mente, o sea, «una nueva descripción dogmática de la ontolo-
gía». Krug también recordó el corrosivo ataque de Hegel cuan­
do debió hacer la reseña de su Lógica en la Leipziger Literatur
Zeitung (Revista Literaria de Leipzig). En el número 117 del
4 de mayo de 1813 escribió: «El autor, aunque dirige un cole­
gio secundario, parece desconocer tanto la etimología de la
palabra "lógica” (puesto que incurre en un pleonasmo tan
flagrante en el título de su libro) como el fundamento de la
ciencia, que es lo que esa palabra precisamente expresa.»
En mayo de 1816, por fin, la Ciencia de la Lógica quedó
concluida, y dado el tiempo transcurrido Hegel se creyó en la
obligación de agregar un breve prólogo fechado el 21 de julio
de ese año. A manera de excusa dice en sus últimas líneas:
«Con respecto a la forma en que fue realizado este trabajo
puedo también recordar, para mi disculpa, que mis deberes
profesionales y otras circunstancias personales sólo me permi­
tieron una tarea interrumpida en una ciencia que precisa y
merece una aplicación ininterrumpida y exclusiva.»
El segundo y último volumen de la Lógica apareció, y la
vida siguió para los Hegel sin otras alternativas dignas de
mención. En lo que respecta a Christiane Hegel, ésta no pudo
permanecer mucho tiempo en casa de su hermano. Su salud
mental continuó declinando inexorablemente, sus crisis ner­
viosas se hicieron más frecuentes y prolongadas debido, tal vez,
a los celos que experimentaba por su cuñada o a los trabajos
excesivos que se imponía para competir con ella y justificar
de tal modo su presencia en la casa. Fue así que un año más
tarde tuvo que abandonar Nuremberg para radicarse en Aalen,
en casa de otro primo, el pastor Ludwig Friedrich Goriz, her­
mano del anterior. Allí habría de quedar hasta el final de sus
días, salvo una corta temporada, hacia 1820, en que debieron
| internarla en el hospicio de Zwiefalten.
Lo que perduraba cada día con mayor violencia y magni-
0 tud en torno a ellos era la guerra, que volvía a encenderse a
g cada paso de las tropas de unos y otros en esta dirección o en
^ aquélla. Napoleón derrotó una vez más a los aliados en Lützen
^ y Bantzen y se replegó luego sobre Bohemia, pero su estrella
ÍS había empezado a declinar. Durante tres días, del 16 al 18 de
octubre de 1813, vio cómo sus soberbias legiones eran des­
membradas y deshechas por el enemigo. A partir de ese mo­
mento se suceden las batallas desesperadas y trágicas de la re­
tirada y el derrumbe, y el 6 de abril de 1814 el Emperador
abdica en Fontainebleau.
El 29 de ese mes Hegel escribe: «Grandes cosas han ocu­
rrido a nuestro alrededor. Es un espectáculo portentoso y es-
tremecedor ver a un genio inmenso destruirse a sí mismo. Nada
puede ser más trágico. La mediocridad se hace sentir con todo
su peso, sin descanso y sin miramiento, sobre lo que la rebasa,
hasta que la pone a su propio nivel o más bajo aún. Para que
ello sea posible la individualidad superior debe someterse y
consumar de este modo su propia ruina.» Y a renglón seguido
agrega:
«Puedo, por otra parte, vanagloriarme de haber predicho
toda esta conmoción. En mi obra (terminada la noche anterior
a la batalla de Jena) digo, pág. 547: La libertad absoluta (que
ya ha sido descripta más arriba: es la libertad puramente abs­
tracta, formal, de la República Francesa, surgida, como lo he
demostrado, de la filosofía de la Razón) sale de su realidad
que se destruye a sí misma, para penetrar en otro país (yo tenía
in mente un país determinado), el país del espíritu consciente
de sí mismo, donde en este estado de irrealidad pasa por lo
verdadero, que se reconforta con el pensamiento de esta liber­
tad en la medida en que es y sigue siendo un pensamiento, y
para quien esta existencia encerrada en su autoconciencia cons­
tituye un ser acabado y perfecto. Es la nueva figura del espí­
ritu moral que se ha hecho presente.»
Hay que recordar el disgusto de Hegel ante los excesos del
Terror en el transcurso de la Revolución para comprender ple­
namente el sentido de este párrafo. Se trataba de la libertad
de hecho, desatada, devorándose inconscientemente a sí mis­
161—Vida y obra de Hegel

ma. Pero la idea pura de la libertad, la libertad absoluta, pa­


saría a otro país (a Alemania, en este caso) donde el espíritu
—a través de él, de Hegel— había tomado conciencia de sí
mismo, y dicha idea, siendo nada más que idea, pasa a cons­
tituir una esencia perfecta y concluida. Ésa ha de ser la nueva
figura del espíritu moral que el filósofo seSala al mundo: la
libertad absoluta como objetivo final del proceso general del
espíritu, consciente ya de sí mismo y realizado en ella.
Desembarazado finalmente de la Ciencia de la Lógica, He­
gel se enfrenta a una perspectiva mucho más amplia y variada,
se entrega a otras incitaciones, otras inquietudes. Se iba a cum­
plir ahora lo que Van Ghert, de algún modo, le había pronos­
ticado en una de sus cartas. Allí le decía: «Va de suyo que
ahora seguirá una filosofía de la naturaleza y otra del espíritu.
Pero ¿puedo esperar que dentro de poco dé usted a la impren­
ta una historia de la filosofía, una filosofía del derecho, una
estética y una mitología, como mi antiguo conocimiento de los
alemanes me lo hace presumir?» Y, en efecto, ésa es la direc­
ción en que ha de lanzarse el espíritu especulativo de Hegel
en la nueva etapa que comenzaba.
En lo que se refiere a la estética, Nuremberg, con sus mo­
numentos arquitectónicos y sus tesoros artísticos, sirvió de
estímulo y de iniciación a su interés por las bellas artes. Es esa
bella ciudad, que recorre con su mujer apenas se lo permiten
sus absorbentes trabajos, la que le ha de facilitar la fundamen-
tación de sus conceptos estéticos, que van brotando natural­
mente de las premisas básicas de su sistema general. Fue por
esos años, también, que se dedicó especialmente a leer y a
estudiar Los Nibelungos y las Eddas, que iba a la vez tradu­
ciendo al griego.
Además de aquel primer discurso oficial leído el 29 de sep­
tiembre de 1809, Hegel pronunció otros cuatro discursos en
los años sucesivos, con excepción de 1812 y 1814, años en
que, por las circunstancias anotadas, se abstuvo de presidir los
actos de entrega de los premios.
En el segundo discurso, dicho el 14 de septiembre de 1810,
el herr rector aprovecha para hacer un conciso balance de lo
realizado en los dos primeros años de su gestión al frente del
Colegio. Después de referirse a la marcha general de los estu­
dios, se preocupa de enfatizar el respeto a los reglamentos, la
162—Alberto Vmasco

contracción al trabajo y la organización en todos los órdenes;


señala que se ha introducido un curso de religión, además de
la práctica de ejercicios militares, los que resultan útiles para
alertar el espíritu e inculcar los hábitos de la obediencia y la
disciplina. En lo que concierne a la actitud de modestia que
corresponde a los alumnos, vuelve a recordar la anécdota de
Pitágoras, quien exigía a sus discípulos que se mantuvieran en
silencio durante los primeros cuatro años a fin de que luego
supieran valorar debidamente cada palabra que dijesen.
En el tercer discurso, del 2 de septiembre de 1811, Hegel
habla como filósofo para definir su concepto de la educación
moral. Basándose en sus ideas ya desarrolladas de lo que es la
Familia y el Estado, sitúa a la escuela a mitad de camino en
el ascenso que lleva desde la primera hasta el segundo, esto
es, en la escuela el espíritu ético empieza a asumir su obje­
tividad.
El cuarto discurso, pronunciado el 2 de septiembre de
1813, se limita a desarrollar el tema de la disertación anterior.
Describe al colegio como la frágua en que se moldea el ciuda­
dano; es en las aulas donde los jóvenes asimilan la conciencia
y la responsabilidad moral que les permitirá posteriormente
incorporarse a la sociedad como ciudadanos.
En el último y quinto discurso —30 de agosto de 1815—,
vuelve Hegel al problema de la reforma educacional, cuestión
que lo preocupaba una vez más a causa de los planes que había
debido desarrollar para Niethammer sobre la enseñanza de la
filosofía en los colegios secundarios. Hegel se había encontrado
con que los alumnos llegaban muy mal preparados a los prime­
ros cursos del instituto, y propone como solución una reforma
total de las escuelas primarias y del reglamento del año 1808
que se hallaba todavía vigente.

La Intuición y el Concepto habían sido los dos protago­


nistas del gran drama histórico que se había desarrollado en
Europa en los últimos años. «Estas naturalezas privilegiadas
—dice Hegel refiriéndose a Napoleón— no tienen más que
163—Vida y obra de Hegel

abrir la boca y los pueblos les siguen.» El poder histórico de


estos individuos estriba en que prevén la etapa siguiente del
proceso histórico universal. Y el Concepto, también, como
siempre, marcha a la zaga; y depende de la intuición de estos
grandes genios individuales.
Hegel veía que su propio destino podía ilustrar esa suje­
ción con harta elocuencia. Su suerte había estado ligada hasta
ahora a la buena o mala estrella del Emperador de los fran­
ceses: el triunfo de las armas napoleónicas los había llevado,
a ¿1 y a gran parte de su generación, hacia los círculos culturales
de Baviera. Luego, con la caída del héroe, el flujo se volcaba
hacia Prusia o hacia Badén. Y Hegel sería el primer beneficiario
de esos desplazamientos de los centros intelectuales.
En efecto, ambas perspectivas, la de Heidelberg y la de
Berlín, se le ofrecieron a un mismo tiempo; y las dos se habrían
de concretar en forma sucesiva.
Todo empezó en abril de 1816 al enterarse Hegel de que,
de acuerdo a una manifestación del propio ministro Von Gers-
dorff, Fries había sido llamado por la Universidad de Jena y
se disponía, por lo tanto, a hacer abandono de su cátedra de
Heidelberg. £1 rector del Instituto de Nuremberg se conside­
raba, desde luego, el candidato indiscutible para remplazarle
en ese claustro. .
Hegel, a todo ello, ha empezado a vislumbrar, como resul­
tado de tantos años de tratativas infructuosas, cuál es el obs­
táculo principal que le impide seguir adelante con su carrera
universitaria: a partir de su paso por Jena se había engendrado
un prejuicio en su contra; se había hecho público el rumor de
que su estilo de exposición adolecía de falta de claridad y de ele­
gancia. Cuando empieza a tender sus redes a fin de que le sea
ofrecida la cátedra que su tradicional competidor dejaba va­
cante, se preocupa, en consecuencia, de desvirtuar tales ver­
siones —que, no obstante, no considera totalmente sin fun­
damento—, por lo que hace saber que una práctica de ocho
años en la enseñanza media le ha facilitado una gran soltura y
libertad de expresión, y que asimismo le es posible exponer
ahora sus conceptos con absoluta claridad, circunstancia acerca
de la cual no abriga la menor duda.
Sus amigos Paulus, Boisserée y Daub —este último pro­
fesor de teología en Heidelberg desde hacía veinte años y ad­
mirador ferviente del sistema especulativo de Hegel— serán
los encargados de que su nombramiento sea considerado y con­
164—Alberto Vanasco

firmado en su momento.
Paulus le responde, en primera instancia, con cierto escep­
ticismo, haciéndole saber que los juristas —que prevalecen en
el gobierno de la Universidad— se muestran hostiles hada la
filosofía, y que Fries había logrado reunir oyentes, no en mé­
rito a su filosofía, sino gracias a los cursos que había dictado
sobre física y derecho público; y le recomienda, en conclusión,
circunscribirse a la enseñanza de las matemáticas.
Pero en los primeros días de agosto de 1816 recibe Hegel
otra de las cartas decisivas de su existencia. Se la enviaba Karl
Daub desde Heidelberg y decía así: «Señor Consejero Escolar:
Por una carta recibida ayer de Karlsruhe [capital del gran
ducado de Badén] se me ha encomendado la misión, altamente
grata para mí como para todos vuestros amigos de aquí, de pre­
guntaros si estaríais dispuesto a aceptar un cargo de profesor
titular de filosofía en la Universidad de esta ciudad.»
La retribución consistía en 1 300 florines y 12 muids de
trigo. Era menos de lo que obtenía en total con sus ingresos
en su calidad de rector y consejero escolar, pero Hegel aceptó
de todos modos, movido por «su amor a los estudios univer­
sitarios».
Simultáneamente a estas gestiones se le ofreció a Hegel la
posibilidad de ejercer el profesorado en Berlín, nada menos
que en la cátedra de Fichte, la cual, desde su muerte, acaecida
el 27 de enero de 1814, no había sido adjudicada todavía. Por
otra parte, casi como una ironía, le fue concedida también en
esa época la tan anhelada cátedra de Erlangen, aunque ya los
acontecimientos habían superado sus aspiraciones y posibili­
dades y debió rechazar la nueva designación. Esta cátedra, por
otra parte, no era de filosofía sino de elocuencia y arte poética,
además de griego y latín.
Hegel se vio así, de pronto, hacia agosto de 1816, con las
mejores perspectivas que podía ofrecer la filosofía en la Ale­
mania de ese tiempo puestas a su disposición.
La oportunidad de Berlín se le presentó en la persona de
Friedrich Ludwig Georg von Raumer, funcionario del gobier­
no prusiano y profesor de historia en Breslau. Éste había via­
jado oficialmente a Italia y al regresar pasó por Nuremberg al
165—Vida y obra de Hegel

parecer con el solo objeto de visitar a Hegel. En efecto: man­


tuvo varias entrevistas con él, se interesó vivamente por su
situación personal, sus proyectos e ideas respecto a la ense­
ñanza de la filosofía en las universidades, y le pidió, en conse­
cuencia, que le hiciera un informe por escrito a fin de elevarlo
al ministro Von Schuckmann.
Hegel redactó un documento de más de diez páginas en
que resumió en forma impecable y rotunda su pensamiento
sobre el tema. Parte de la necesidad de que la enseñanza de
la filosofía una la claridad a la profundidad, mediante un desa­
rrollo adecuado a su objeto. La nueva dirección que ha tomado
la filosofía no ha sido aún elaborada científicamente, y las for­
mas anteriores resultan obsoletas. A ello se debe que por un
lado se encuentre el método científico y ciencias sin interés,
y por el otro el interés sin método científico. Esta falta de ela­
boración es la causa de la incertidumbre y nerviosidad con que
se imparte esa enseñanza en la actualidad, «lo que no contri­
buye a su accesibilidad o a su capacidad de convicción». Se
trata, pues, de reunir en un conjunto ordenado, que agrupe
sus distintas partes, todos los objetos que pertenecen al vasto
campo de la filosofía. Esta necesidad interna exige que se la
elabore científicamente en sus más diversos aspectos. Para ello
debe adoptarse un desarrollo metódico determinado que abar­
que el detalle e imponga un orden. La filosofía adquiere así la
facultad de ser aprehendida, y sólo así llega a ser inteligible,
comunicable y pasible de convertirse en un bien común.
El fin particular de la filosofía consiste en contribuir a for­
mar y ejercitar el pensamiento, para lo cual debe alejarse por
completo de la fantasía imaginativa. En cuanto a las materias
antiguas no deben ser simplemente dejadas de lado, sino trans­
formadas a fin de ser comprendidas científicamente. Hegel pro­
pone el siguiente ordenamiento: todo aquello que es abstracto
y general corresponde a la Lógica, con lo que la metafísica,
además, comprendía antiguamente; todo aquello que es con­
creto se reparte entre la filosofía natural, que sólo constituye
una parte del conjunto, y la filosofía del espíritu, que incluye
también, aparte de la psicología, la antropología, el derecho y
la moral, la estética, la filosofía de la religión y la historia de la
filosofía.
Von Raumer estudia de inmediato el informe, cuyos con­
ceptos lo entusiasman hasta el punto de que, al responderle
a Hegel, le comunica que teme haber procedido egoístamente
166—Alberto Vanasco

al formularle esa proposición, «pues indudablemente será él


quien gane más con ello».
Quince días más tarde el ministro Schuckmann ya ha leído
el trabajo de Hegel y le envía a éste una misiva en que le hace
saber que su candidatura a la cátedra de Fichte será conside­
rada en oportunidad de su adjudicación: «En consideración a
la notoriedad y a la estima que ha sabido ganarse con sus es­
critos filosóficos, el ministerio lo tendrá en cuenta para la no­
minación a ese puesto.» Pero le confirma a Hegel sus apren­
siones con respecto al prejuicio imperante acerca de la forma
de exponer sus clases, al agregar: «Una duda se ha elevado
desde diversos puntos en cuanto si posee usted todavía plena­
mente la capacidad de enseñar esa ciencia de una manera viva
y penetrante.» Y le pide que haga un examen de sus propias
facultades y que juzgue por sí mismo si será capaz de satisfa­
cer totalmente sus obligaciones.
En septiembre se decreta su nombramiento y a mediados
de octubre de 1816 —mientras los primeros ejemplares del
segundo volumen de la Lógica empiezan a diseminarse por Ale­
mania— Hegel se traslada, solo, a Heidelberg.
Capítulo VIH
HEIDELBERG (1816-1818)

L a «E n c ic l o pe d ia de las C ien cia s F il o só fic a s »

Tal vez nadie sintió como Hegel que todo lo que a él le ocu­
rría era un signo de los tiempos, que su destino se hallaba
marcado por el de la humanidad. Ha llegado ahora —a los
46 años— a la plenitud de su vida. Inicia una etapa decisiva
de su experiencia como hombre y como pensador, una etapa
que, por otra parte, sabe que ha de ser la última. Nada más
puede pedir: es profesor titular en una Universidad ilustre,
filósofo prominente, funcionario de mérito y jefe de familia
dichoso.
En la disertación inaugural con que abre sus cursos el 28
de octubre de 1816 —como también en la que pronunciará
más tarde en la Universidad de Berlín— se trasluce en forma
patente este sentimiento de identificación con el sino de su
época; se diría que el Espíritu ha convocado a Hegel a aquel
sitial: una vez salvada Alemania, la ciencia resurge y la verdad
168—Alberto Vanasco

se impone. Y por eso está él allí.


Aquel instante señala también su rencuentro con la tradi­
ción protestante, que se decide a asumir de una vez por todas;
al fin y al cabo, ningún otro credo lo expresaba a él tan cabal­
mente, ni él se había consustanciado con alguna otra forma
de cristianismo. Venía, además, de Baviera, donde la reacción
católica al final de la guerra se había exacerbado en contra de
ellos, teólogos y profesores provenientes del protestantismo;
y volvían a encontrarse entonces con su verdadero ámbito re­
ligioso original. El protestantismo era para Hegel a esa altura
de su vida algo más que una confesión particular: significaba
un espíritu de reflexión, una clase de cultura racional superior.
La libertad, que es la nueva figura del espíritu que ahora pre­
coniza, se identifica con la libertad del dogma de la Iglesia
protestante. La Roma de esa Iglesia se encuentra desmateria­
lizada en las universidades, sin prelados ni concilios. Por ello
se animará nuevamente a hablar de Dios, y a declararse pro­
testante, ya vetemos en qué forma y hasta qué punto.
Está claro el cuadro en que se ordena la génesis de los tra­
bajos de Hegel: la Fenomenología del Espíritu es el fruto de
los años de Jena; la Ciencia de la Lógica es el producto de la
época de Nuremberg; y la Enciclopedia de las Ciencias Filosó­
ficas de los pocos meses de Heidelberg. A su vez, el único
libro que dará a la imprenta en su próximo periodo de Berlín
será la Filosofía del Derecho.
No obstante la brevedad de su estadía en Heidelberg —en
total 16 meses— Hegel supo hallar tiempo para redactar y
publicar en tan breve lapso la obra fundamental que abarcaba
su sistema íntegro, o sea, la Enciclopedia de las Ciencias Filo­
sóficas. En noventa días escribió 477 parágrafos que cubrieron
288 páginas. En las sucesivas ediciones, de 1827 y 1830, agre­
garía prólogos, extendería los análisis preliminares y daría un
mayor espacio a diversas secciones. En total llegó a incorporar
100 párrafos más.
La celeridad con que llevó a cabo esta tarea se debió a la
concurrencia de tres factores importantes. Uno de ellos con­
sistió en que contaba para desarrollar su sistema con las notas
de sus clases de Nuremberg. Estos apuntes eran tanto más
completos cuanto que habían sido preparados para cumplir
169—Vida y obra de Hegel

con el pedido de Niethammer de que compusiese una Prope­


déutica Filosófica1 destinada a los institutos de enseñanza me­
dia. A ello hay que añadir que tenía ya una muy clara concep­
ción del plan al que debía ajustarse la obra, gracias al estudio
que había efectuado previamente acerca de la enseñanza de la
1. Apuntes publicados posteriormente por R o sf . n k r a n z , en 1340,
bajo ese titulo, en el tomo XVIII de las Obras Completas.
filosofía en las universidades, con motivo del informe que había
preparado a pedido de Von Raumer y que éste había hecho
llegar al ministro Von Schuckmann. Pero la causa esencial de
la rapidez con que fue ejecutada la obra se halla, como en el
caso de la Lógica, dentro del orden de las exigencias materia­
les. Hegel no podía ya aquí dar sus cursos ex dictata como
solía hacer en Jena sino que debía recomendar un manual a
los alumnos, el que serviría de complemento a sus lecciones.
Como no existía un texto estrictamente adecuado a la natura­
leza de los conceptos y nociones que Hegel manipulaba, no
tuvo más remedio que escribirlo él mismo. Todas estas cir­
cunstancias determinaron las características tan singulares del
libro: es un manual de iniciación pero a la vez resulta ininte­
ligible sin el conocimiento de la restante producción del autor;
es un compendio del sistema filosófico de Hegel, pero a veces
explícita sus trabajos anteriores y otras debe ser explicitado
por ellos; da la impresión, por su forma y su estilo, de ser un
texto elemental, pero al mismo tiempo constituye una de las
creaciones más elevadas y complejas de la filosofía de todos
los tiempos.
Esta Enciclopedia de las Ciencias Filosóficas, por consi­
guiente, comprende el sistema completo de la filosofía hege-
liana, y consiste —como podrá presumirse por todo lo dicho—
en la descripción y consideración teorética de los accidentes
del desenvolvimiento del Espíritu en su libertad, vale decir, del
proceso dialéctico mediante el cual las cosas aparecen y desa­
parecen para alcanzar su ser en la unidad. La verdad es la
unidad de la esencia y la existencia, o de lo interior y lo ex­
terior, hecha inmediata.
La Enciclopedia se divide, a tal fin, en tres partes, cada una
de las cuales corresponde a una de las tres formas distintas de
manifestación de la Idea:
a) Lógica, o ciencia de la idea en sí y para sí;
b) Filosofía de la Naturaleza, o sea, ciencia de la idea en
170—Alberto Vanasco

su existencia exterior a sí misma,


y c) Filosofía del Espíritu, esto es, ciencia de la idea que
después de haberse exteriorizado vuelve a recogerse en sí
misma.
Estas separaciones son momentos que la idea recorre sin
detenerse, por lo que su división no significa que están inmó-
que más bien intentan ilustrar el constante paso de la Idea de
una esfera a la otra.
La primera parte contiene —como la Lógica extensa— la
doctrina del ser, la de la esencia, y la del concepto como tal,
y concluye, igualmente, con la idea absoluta.
La segunda parte se divide en Mecánica, Física, y Física
Orgánica.
La tercera parte —la más amplia y original de la Enciclo­
pedia— abarca una Antropología (en que la Filosofía del Es­
píritu se ofrece sólo como uno de sus momentos, el que co­
rresponde a la Conciencia); y una Psicología, donde aparece
el Espíritu Objetivo, que es el primer antecedente de su futura
Filosofía del Derecho; y termina con el Espíritu Absoluto en
que la idea se realiza en forma estética, filosófica o religiosa.
El «Compendio», a su vez, fue surgiendo del material de
las lecciones de los tres semestres en que Hegel dictó cursos
en Heidelberg. Estos cursos fueron:
' Enciclopedia de las
Semestre de invierno , Ciencias Filosóficas
|
1816-1817 I Historia de la
Filosofía

Lógica y Metafísica
Semestre de verano Antropología y
1817 Psicología
i Estética

Antropología y 5 horas semanales


Psicología
Derecho Natural y
Semestre de invierno Economía
1817-1818
Política
(Ciencias Políticas)
Historia de la 5 horas semanales
Filosofía
Hegel no se detiene a examinar —ni a explicar— de qué
manera se lleva a cabo el tránsito de la idea de un momento
al siguiente, de qué forma el pensamiento abstracto, el logos,
se inscribe en la materia, alienándose de sí mismo, ni cómo
luego vuelve a él, o se rencuentra consigo mismo en lo abso­
luto. Deja esta tarea a la ciencia, con su ininterrumpido pro­
greso hacia el autoconocimiento. La filosofía tiene como única
finalidad el pensar, es decir, negar lo inmediato. Pensar es
abstraer, hacer desaparecer los existentes particulares para po­
ner al espíritu en presencia de sí mismo.
Propone, entonces, nuevamente a Dios como objeto de la
filosofía, ahora que ha podido deslindar a Dios de toda exis­
tencia aparte e individual: «Es verdad que la filosofía tiene
algunos objetos en común con la religión, por ser el objeto de
ambas la verdad en el sentido más elevado de la palabra, esto
es: en cuanto Dios, y sólo Dios, es la verdad» (§ 1).
En el devenir del logos, no obstante, Hegel da cabida al
azar, que se presenta ante todo en el pasaje por la materia:
«Igualmente la idea de Naturaleza, al singularizarse, deja pe­
netrar en ella lo contingente, y la historia natural, la geografía,
la medicina, etc., consisten en hechos de la existencia, en espe­
cies y diferencias, que son más bien productos exteriores y
juegos de la naturaleza, que determinaciones puras de la razón.
También la historia pertenece a este orden de conocimientos,
puesto que si bien la Idea es lo que constituye su esencia,
su manifestación cae dentro de lo contingente y arbitrario»
(§ 16).
«Lo que aquí se denomina objeto de razón es lo incondi-
cionado o infinito, o sea, la unidad originaria del Yo en el
pensar. Razón se llama este Yo abstracto o pensamiento, al
cual se pone como objeto o fin esta pura identidad» (§ 45).
«Por último, el saber inmediato de Dios debe extenderse
sólo a la afirmación de que Dios existe, no a la de lo que Dios
| sea, porque éste sería un conocimiento y conduciría a un saber
i inmediato. Por consiguiente, Dios, como objeto de la religión,
^ está expresamente limitado al Dios general, a lo suprasensible
£ indeterminado, y la religión es reducida, en cuanto a su con­
tenido, a su mínimum» (% 73).
^ La idea de Dios es sólo este proceso que se describe en sus
ü; tres fases, en el cual la Naturaleza ostenta una doble exterio­
ridad, con respecto a la Idea en sí, y con respecto a la idea
subjetiva, la del hombre: «La Naturaleza ha sido determinada
como la idea en la forma de ser-otro. Como la idea es, de este
modo, la negación de sí misma, y exterior a sí, la Naturaleza
no es exterior sólo relativamente a la Idea (y relativamente a
la existencia subjetiva de la idea, el espíritu), sino que la exte­
rioridad constituye la determinación, en la cual ella es como
Naturaleza» (§ 247).
«En esta exterioridad, las determinaciones conceptuales
presentan la apariencia de un subsistir indiferente y del aisla­
miento de las unas con respecto a las otras; el concepto apare­
ce, pues, como algo interno. Por lo que la naturaleza no mues­
tra en su existencia libertad alguna, sino solamente necesidad
y accidentalidad... La cima a la que se dirige la Naturaleza al
existir es la vida; pero siendo ésta solamente idea natural, está
sujeta a lo irracional de la exterioridad» (§ 248).
Ahora bien, en la introducción de la Filosofía del Espíritu
nos dice: «El conocimiento del Espíritu es el conocimiento más
concreto y, en consecuencia, el más alto y el más difícil... La
prescripción “conócete a ti mismo”, impuesta a los griegos por
el oráculo de Apolo, no debe ser considerada como un precepto
que un poder extraño inculca al espíritu humano, sino como
la voz de Dios que incita al reconocimiento de sí mismo: debe
ser considerada como ley absoluta del mismo espíritu. Esto
hace que todo acto del espíritu no sea más que una percepción
de sí mismo. Y el fin de toda ciencia verdadera consiste en
que el espíritu se encuentre a sí mismo en todo lo que llena
el cíelo y la tierra. No hay para el espíritu más objeto que
éste... Solamente el cristianismo por su doctrina del Dios-
hombre y de la presencia del Espíritu Santo en la comunión
de los creyentes, ha introducido en la conciencia humana una
relación completamente libre con lo infinito, y a la vez ha traí­
173—Vida y obra de Hegel

do la posibilidad del conocimiento racional del espíritu en su


absoluta infinitud» (§1).
El Espíritu, así, hace el pasaje por la Naturaleza para co­
nocerse a sí mismo: es el último tránsito, en que retoma al
principio: «Para nosotros, el espíritu tiene, como presuposición,
la naturaleza, en donde es la verdad, principio primero y abso­
luto. En esta verdad ha desaparecido la naturaleza, y el espí­
ritu se ha producido como ¡dea que ha llegado a su existencia
absoluta, en donde el sujeto, tanto como el objeto, es la no­
ción. Esta identidad es la negatividad absoluta, porque la
noción encuentra en la naturaleza su completa objetividad ex­
terior, pero suprime esta existencia exterior y vuelve a sí iden­
tificada consigo misma. La noción no es, pues, esta identidad,
hasta que vuelve de la naturaleza sobre sí misma... El espíritu
es la idea concreta que se conoce a sí misma» (§ 5).
En suma: «La sustancia del espíritu es la libertad, es decir,
la facultad de no depender de otro, sino de sí mismo: ésta
es la relación de sí mismo consigo mismo» (Zusatz al § 6).
El Sistema completo de Hegel describía la parábola del es­
píritu que se cerraba sobre sí mismo en la unidad última. Al
final de la Enciclopedia cita unos versos del Dscbdaaeeddin
Rumi, traducidos por Rückert, que resumen su idea:
He elevado la mirada y be visto en toda la extensión del es-
[pació un solo ser,
he bajado la mirada y be visto en las olas cubiertas de espuma
[un solo ser,
he mirado en los corazones y he visto alli un océano, un nú-
[mero infinito de mundos,
llenos de mil ensueños, pero en esos ensueños he visto un solo
[ser:
el aire, el fuego, la tierra y el agua se han fundido en un solo
[ser.

La verdad es que ya el 25 de julio de 1817 la obra ha sido


concluida y se procedió de inmediato a su publicación. Hegel
contó desde entonces con un texto adecuado, en que se halla­
ban consideradas todas las cuestiones que él podía tratar en sus
cursos.
En esos años la salud de Marie Hegel se había quebran­
tado sensiblemente. Poco antes de dejar Nuremberg perdió
174—Alberto Vanasco

una criatura al tercer mes de embarazo, a consecuencia de lo


cual no pudo viajar a Heidelberg en compañía de su marido,
aunque lo siguió con sus hijos algunos días más tarde.
A fin de facilitar su pronto restablecimiento, Hegel había
tomado una casa en las afueras de Heidelberg, cuyo propieta­
rio explotaba en la vecindad un establecimiento agrícola. Allí,
con la tranquilidad y la vida sana del campo, Marie se repuso
totalmente, y Hegel, entre el bullicio de las gallinas y de los
gansos, el mugido de las vacas, el resonar lejano de los cascos
de los caballos y los gritos de los chicos, consiguió preparar
sus lecciones sobre Historia de la Filosofía y Economía Poli*
tica, y terminar su Enciclopedia. Aprovechó, además, la con­
valecencia de Marie para organizarle algunos paseos y llevarla
a visitar Mannheim, Spira y Schwetzingen, entre las que esta
última les resultó particularmente agradable. En ningún mo­
mento lamentó Hegel haber aceptado la proposición de Hei-
delberg en lugar de la que, al mismo tiempo, le había sido
formulada desde Berlín.
Pero ya se habían habituado a las ventajas y satisfacciones
de la vida rural en la cercanía de los hermosos paisajes del
Neckar, cuando la vida volvió a imponerles un cambio y de­
bieron otra vez empacar sus pertenencias para mudarse nada
menos, ahora, que al centro cultural y económico de Alemania,
Berlín.
Todo ello se debió a que su nominación en la Universidad
de esta capital había seguido su curso en forma inflexible y
favorable. A las gestiones personales y amistosas de Von Rau-
mer, a las que habría que agregar las de Niebuhr y Nicolovius,
se sumó por fin la influencia y la decisión de Karl Sigmund
von Altenstein.
En 1817 había ocurrido un hecho —de carácter burocráti­
co— que incidió en forma terminante en este proceso. Ese año
el Ministerio de Instrucción Pública y Culto fue separado del
Ministerio del Interior, y Altenstein había sido puesto al fren­
te del nuevo organismo del Estado. Una de sus primeras pro­
videncias fue tramitar la designación de Hegel en Berlín. El
ministro era un admirador apasionado de la obra de Hegel
pero, en este caso, lo tomaba en cuenta además como político.
175—Vtda y obra de Hegel

Estaba seguro de que la filosofía rigurosa y autoritaria del


autor de la Ciencia de la Lógica sería la más apropiada para
inculcar a la juventud el sentimiento de nacionalidad y de espí­
ritu científico que el gobierno estaba empeñado en imponer
como base de la instrucción pública. El 6 de enero de 1818
Hegel recibe, de su parte, el ofrecimiento de un cargo en la
Universidad de Berlín en calidad de profesor titular con una
asignación anual de 2 000 táleros prusianos; y, aunque ante­
riormente había rechazado una proposición similar, se ve ahora
en la obligación de aceptar. La estima mutua que lo une al
ministro, las condiciones excepcionales que se le ofrecen y la
perspectiva de representar al gobierno prusiano en la más alta
cátedra filosófica del país, son las razones que lo compelen a
decidirse y en su respuesta del 24 de ese mismo mes le hace
saber a Altenstein que ha aceptado su propuesta.
£1 17 de marzo el rey firma el decreto de nombramiento
y Hegel pide autorización para incorporarse al claustro univer­
sitario en el próximo semestre de invierno debido a que sus
cursos de verano en Heidelberg ya han sido anunciados y debe
cumplir con ese compromiso. Se le concede la prórroga, trans­
curren los meses del estío, y el 5 de octubre de 1818 Hegel
se hace presente en la capital prusiana.
Capítulo IX
BERLÍN (1818-1831)

Era como si la Santa Alianza hubiese instaurado la paz en Eu­


ropa para que él, Hegel, pudiera ascender hasta aquella tribu­
na a fin de hacer oír la voz del Espíritu, cuyo momento había
llegado.
La propia hermana del ministro, la señorita Von Altens-
tein, se encargó de alquilarles un piso en casa de la viuda Gra*
bow, detrás de la Universidad, sobre la Leipziger Strasse, es­
quina de la Friedrichstrasse; y los gastos de la mudanza y de
la instalación del nuevo hogar fueron pagados por el tesoro
real.
Los Hegel arribaron a Berlín luego de re a liz a r un largo
viaje que duró casi un mes y que los llevó a través de Frank­
furt, Jena, Leipzig y Wittenberg, pasando por Weissenfels;
desde Jena, el 23 de septiembre de 1818, Hegel aprovechó
para trasladarse a Weimar y visitar a Goethe, con quien, a
consecuencia de la teoría de los colores, lo uniría desde enton­
ces una amistad cada vez más cordial y gratificante.
177—Vida y obra de Hegel

Aquí Ludwig, que ya contaba once años, empezaría a asis­


tir al Colegio Francés, y Karl e Immanuel iniciarían también
el estudio del abecedario con su madre.
Hegel se halló con que la figura de mayor gravitación inte­
lectual de ese momento en el ámbito universitario era Schleier-
macher, con quien mantenía, desde 1802, una sorda y enco­
nada discrepancia, y que lo recibió con todas las reservas de
quien ve llegar a un futuro y temible adversario.
£1 22 de octubre de 1818 dio Hegel comienzo a sus cla­
ses —para ese semestre de invierno había dispuesto dictar cin­
co horas semanales de Derecho Natural y Ciencias Políticas,
y otras tantas horas acerca de la Enciclopedia de las Ciencias
Filosóficas, con 62 inscriptos en el primero de los cursos y
40 en el segundo—; y al inaugurar la cátedra pronunció, ante
las autoridades del Ministerio de Cultos, profesores y alumnos,
una alocución en que resumía con precisa y enérgica claridad
su visión del momento histórico en que vivían y de la misión
que le estaba reservada a él en ese presente. Dijo en dicha
ocasión:
Al presentarme hoy, por primera vez, en esta Universidad
en calidad de profesor de filosofía, función a la que be sido
llamado por favor de S.M. el Rey, permitidme decir en esta
disertación preliminar en qué medida, en lo que a mí concier­
ne, estimo como especialmente deseable y grato el consagrar­
me a una actividad académica más importante, precisamente
en este momento y en este lugar. En lo que respecta al mo­
mento, parecería que se han producido circunstancias a favor
de las cuales la filosofía puede de nuevo prometerse ser objeto
del interés y de la simpatía de la gente, y esta ciencia, reduci­
da casi al silencio, esperar que podrá elevar otra vez su voz.
En efecto, hace muy poco tiempo todavía se hallaba, por una
parte, la miseria de la época, que concedía una gran importan­
cia a los intereses mezquinos de la vida diaria, y, por otro lado,
se encontraban los grandes intereses de la realidad, el interés
y las luchas por restablecer, ante todo, y salvar en su totalidad
¡a vida política del pueblo y del Estado, que se han apoderado
de todas las facultades del espíritu, de las fuerzas de todas
clases, como así también de los medios exteriores, hasta el pun­
to que la vida interior del espíritu no podía disponer de alguna
tranquilidad. El espíritu del universo, tan ocupado por la reali-
8 dad, arrastrado hacia lo exterior, se veía impedido de reple-
| garse hacia dentro y sobre si mismo a fin de llegar a la región
> que le es propia y disfrutar allí de sí mismo. Hoy, cuando este
r torrente de realidad ha sido quebrado y la nación alemana, de
áj una manera general, ha salvado su nacionalidad, fundamento
| de toda vida verdaderamente viviente, ha llegado asimismo el
£ momento para que el libre imperio del pensar florezca en el
Estado, de la manera que le corresponde, junto al gobierno
del mundo real. Y el poder mismo del espíritu se ha hecho
valer en esta época, al punto que sólo las ideas, y aquello que
está conforme con ellas, constituyen lo que hoy puede, de una
forma general, mantenerse, y que todo aquello que pretende
tener algún valor debe justificarse ante la sabiduría y el pen­
samiento. Es en particular este Estado que me ha acogido el
que, por su preponderancia intelectual, ha sabido elevarse al
lugar de trascendencia que le corresponde en el mundo real y
político, igualándose en poderío e independencia a los Estados
que hubiesen podido superarlo en virtud de sus recursos ex­
teriores.
En este Estado, la cultura y el florecimiento de las ciencias
constituyen uno de los elementos más esenciales de su vida
como tal. Es necesario, también, que en esta Universidad, la
Universidad central, el centro de la cultura del espíritu, de
toda ciencia y de toda verdad, la Filosofía encuentre su lugar
y sea, por excelencia, un objeto de estudio.
No es solamente de una manera general que la vida del es­
píritu constituye un elemento fundamental de la existencia de
este Estado, sino que, más precisamente, esta gran lucha del
pueblo unido a su príncipe en pro de su independencia, y por
la ruina de una tiranía extranjera y bárbara, y por la libertad,
ha obtenido su origen de lo más alto, es decir, del alma. Es la
fuerza moral del espíritu que, habiendo experimentado su ener­
gía, ha levantado su bandera y ha dado a su sentimiento el
valor de una potencia y de una fuerza reales. Debemos consi­
derar como un bien inapreciable que nuestra generación haya
vivido, actuado y alcanzado resultados con este sentimiento,
sentimiento en que se concentra todo lo que es recto, moral
y religioso.
En una acción profunda y universalmente comprehensiva ^
de este género, el espíritu se eleva en sí mismo hasta su dig- j?
nidad propia; la trivialidad de la vida y la chatedad de los inte- ^
reses se disipan, y la superficialidad de la inteligencia y de las g
opiniones se presenta en toda su desnudez y se desvanece. Esta Ҥ
seriedad profunda que ha impregnado el alma es el verdadero í*
dominio de la filosofía. Lo que, por un lado, se opone a la g
filosofía es la actitud del espíritu que se sumerge en los inte- \
reses y necesidades del día, y, por otro, la vanidad de las opi- £
ntones; el alma, que sufre la impronta, no halla lugar para la
razón, que no persigue el interés particular. Esta frivolidad
debe disiparse en su nada cuando se le presenta al hombre la
necesidad de hacer un esfuerzo en procura de lo que es sus­
tancial y cuando se llega a un punto en que sólo puede hacerse
valer este elemento sustancial. Ahora bien, hemos visto a nues­
tro tiempo concentrarse en este elemento, hemos visto formarse
la semilla cuyo desarrollo desde todos los puntos de vista —po­
lítico, moral, religioso y científico— ha sido confiado a nues­
tra época.
Nuestra obligación y nuestra tarea consisten en consagrar
nuestros cuidados al desarrollo filosófico de este fundamento
sustancial, en la actualidad renovado y fortalecido.

«La F i lo s o f ía d e l D e re c h o »
Hegel supo cumplir con toda eficiencia el papel para el que
había sido llamado por el Estado prusiano. A su desempeño
acertado se debió que retuviera el puesto durante trece años,
hasta su muerte, y que en 1829 se le confiriera también el
cargo de rector de la Universidad. Cumplió debidamente su
función de filósofo oficial en la primera Universidad del Estado,
comunicando a la juventud una serie de valores morales e in­
telectuales sólidos y precisos, que era lo que se esperaba de
él; pero en ningún momento dejó de ser fiel a sus propios
dictados culturales o científicos y, menos aún, a sus fundamen­
tos filosóficos: nunca dejó de decir en voz alta lo que pensaba
con respecto al final de la época en que le había tocado vivir,
a la terminación de un sistema social, de una forma de vida,
al eclipse del poderío de una clase, de una concepción del
mundo. También fue dialéctica y, por lo tanto, en cierto plano,
contradictoria, su actitud personal: mientras representaba en
180—Alberto Vanasco

la cátedra al pensamiento filosófico del Estado, formaba parte


de sociedades anárquicas, y protegía y adoctrinaba a jóvenes
rebeldes que se alzaban contra el orden establecido que les re­
sultaba injusto.
Teniendo a su disposición la más alta tribuna filosófica de
Alemania, Hegel no sintió ya la necesidad de proseguir escri­
biendo o publicando libros. Desde su cátedra podía dar tér­
mino a su sistema, completando los diversos aspectos que aún
le faltaba desarrollar. Por tal motivo, en este último periodo
de su vida sólo publicó otras dos ediciones de la Enciclopedia,
en 1827 y 1830, en las que introdujo ampliaciones y modifi­
caciones de consideración, y escribió y editó en 1820 un nuevo
libro, el último: La Filosofía del Derecho. Y aun esta obra la
realizó porque necesitaba poner a disposición de sus discípulos
un libro de texto; porque era una deuda intelectual que había
contraído con sus amigos, los juristas de Heidelberg; porque
el editor le había solicitado especialmente este trabajo a fin
de presentarlo en la Feria de Leipzig; y, a fin de cuentas, por­
que el libro se había ido componiendo solo a partir de la sec­
ción correspondiente de la Enciclopedia y de las notas de sus
cursos sobre ciencias políticas. La obra fue publicada en Berlín
y su título general fue: Principios fundamentales de la Filoso­
fía del Derecho.
Como en sus trabajos anteriores, Hegel aprovecha un tema
particular y restringido para exponer todos los alcances del
pensamiento especulativo, y polemizar, de paso, con las nuevas
y antiguas corrientes filosóficas que se oponían a su concepción
personal. El 25 de junio de 1820 le agrega un prólogo en que
hace una ligera revisión de la filosofía de su tiempo, descarga
su sarcasmo sobre aquellos que han suscitado su indignación
últimamente y precisa el sentido particular de la obra; luego
de declarar que la publicación de aquel compendio responde
a la necesidad de ofrecer a sus oyentes una guía para las lec­
ciones que dicta, de acuerdo a su cátedra, acerca de la Filoso­
fía del Derecho, se detiene a alegar a favor del pensamiento
especulativo, el que no es menos válido, dice, que los otros
modos de conocimiento: «El considerar claramente la necesi­
dad de esta distinción será lo que únicamente podrá arrancar
181—Vida y obra de Hegel

a la filosofía de la ignominiosa postración en que se ha preci­


pitado en nuestros días.» La naturaleza de este saber especula­
tivo, señala, ha sido debidamente desarrollada en su Ciencia
de la Lógica.
Parte Hegel de la certeza de que la tarea del escritor, en
especial la del filósofo, consiste en descubrir la verdad, decir
la verdad y difundir la verdad y los conceptos exactos. En lo
que respecta al Derecho, la Ética y el Estado la verdad es cosa
antigua, como que ha sido enunciada y reconocida públicamente
en las leyes y en la moral públicas como así también en la reli­
gión. Critica, acto seguido, las infinitas y diversas opiniones
a ese respecto, y establece como única sustancia del derecho
y de la ética aquello que es universalmente reconocido y ad­
mitido. Tal será el objeto de su estudio, que por ser racional
en sí mismo se presentará unido íntimamente con la verdad.
Desde ese punto de vista, se sorprende de que se establez­
can diferencias entre el estudio de la naturaleza y el del mundo
ético. Se concede que la naturaleza debe ser conocida tal cual
es; pero el Estado, en cambio, que es la Razón, no goza de la
misma fortuna. No obstante, no tendría que haber ninguna
diferencia entre las formas de llegar al conocimiento de uno y
otro campo. El universo espiritual, sin embargo, suele ser con­
fiado al dominio del acaso y del capricho,- y la filosofía, a con­
secuencia de ese prejuicio, es la que ha alcanzado un mayor
grado de envilecimiento y descrédito. Y la forma del Derecho,
por lo tanto, como obligación y como ley, es juzgada como letra
muerta, fría, como un mero obstáculo.
La superficialidad con respecto a lo Ético, al Derecho y al
Deber lleva directamente a la fatuidad, que funda lo que cons­
tituye el Derecho en los propósitos y opiniones subjetivas, en
el simple parecer, esto es, en el sentimiento subjetivo y la con­
vicción individual, doctrina que persigue la disolución de la
ética interior y la destrucción del orden público y de las leyes
del Estado.
Ahora bien, los acontecimientos entre los gobiernos han
restaurado la manera de filosofar y ha llegado, por consiguiente,
el momento de buscar el apoyo y la colaboración, por muchas
razones, de la filosofía. Y aquí inserta una reprobación de los
epígonos de Kant —Fries y sus seguidores—, que han acusa­
do, despreciado y condenado a la Razón (al declararla incapaz
de abordar el conocimiento de las cosas en sí y propugnar el
| ejercicio de métodos sentimentales).
§ Afirma entonces Hegel una vez más que «la filosofía, por
^ ser la indagación de lo racional, es justamente la aprehensión
^ de lo presente y de lo real, y no el sondeo de algo más allá,
que sabe Dios dónde se hallará»,
i El principio en torno al cual gira la sustancia fundamental
de su pensamiento es el eje central alrededor del cual ha gira-
do nada menos que el inminente trastorno que se cierne sobre
el mundo:
Lo que es racional es real;
y lo que es real es racional.
Se trata, en definitiva, de conocer en la apariencia de lo
temporal y pasajero, la sustancia inmanente, y lo eterno, y no
perderse en cosas insignificantes: «Platón pudo ahorrarse el
recomendar a las amas de leche que no permaneciesen inmó­
viles con los niños en brazos, sino que los balancearan incesan­
temente; y Fichte también, con respecto al perfeccionamiento
del pasaporte policial, pudo omitir el señalar que no sólo de­
bían constar en el documento los datos del individuo sino,
además, su retrato.»
En suma, su compendio, en cuanto contiene la Ciencia del
Estado, no es sino un intento de comprender y representar
al Estado como algo racional en sí: «Como obra filosófica que
es, está muy lejos de pretender estructurar un estado tal Como
Debe Ser; la enseñanza que pueda proporcionar no puede lle­
gar a orientar al Estado en cuanto a cómo él debe ser, sino más
bien mostrar de qué modo debe ser reconocido como el uni­
verso ético.»
Y aclara, como previendo lo que la comprensión de sus
ideas podía provocar en el curso del pensamiento político y
económico del futuro: «Comprender lo que es, es la misión
de la filosofía, porque lo que es, es la Razón. En lo que al in­
dividuo concierne, cada uno es, sin más, hijo de su tiempo-, y
también la filosofía es el propio tiempo aprehendido con el
pensamiento... Si, efectivamente, la filosofía va más lejos que
esto y erige un mundo como debe ser, es algo posible, por
cierto, pero sólo en su intención, en un elemento dúctil, en
el cual se deja plasmar cualquier cosa.» Y sintetiza a continua­
183—Vida y obra de Hegel

ción su doctrina capital tantas veces y de tantos modos formu­


lada: «La forma, en su significación más concreta, es la razón
como conocimiento; y el contenido es la razón como esencia
sustancial, tanto de la realidad ética como de la natural: la
identidad consciente de forma y contenido constituye la idea
filosófica.»
Y declara: «Es una gran obstinación —obstinación que
hace honor al hombre— no querer aceptar nada en los senti-
talentos que no esté justificado por el pensamiento, y esa obs­
tinación es lo que caracteriza a los tiempos modernos, además
de ser el principio propio del protestantismo.»
Para concluir, y volviendo al tema de cómo debe ser el
mundo, enuncia su célebre pensamiento de que la filosofía, por
lo demás, siempre llega tarde. Poco puede esperarse de ella
en cuanto a participar en el proceso. La filosofía, como pensar
del mundo, surge cuando la realidad ya ha cumplido su ciclo
y la verdad está realizada. Sólo le queda ser conciencia del
cambio: «Cuando la filosofía pinta el claroscuro, ya un aspec­
to de la vida ha envejecido, y, en la penumbra, no se le puede
rejuvenecer, sino sólo reconocer: el búho de Minerva sólo le­
vanta el vuelo a la caída de la noche.»

El libro —como es de suponerse— presenta una forma tri­


partita que comprende el Derecho Abstracto, la Moralidad y
la Ética.
La primera parte abarca, a su vez, tres momentos, que son:
la Propiedad, el Contrato y lo Injusto.
La segunda parte se divide en: el Propósito y la Culpa; la
Intención y el Bienestar; y el Bien y la Conciencia.
Y la parte última comprende: la Familia, la Sociedad Civil
y el Estado, cada uno de cuyos aspectos consiste también en
una tríada. Además, en cada caso, explica el tránsito de una figu­
ra a otra.
Los 33 primeros parágrafos corresponden a la introducción
de la obra propiamente dicha. En el primero de ellos manifies­
ta el autor que la ciencia filosófica del derecho tiene por objeto
la Idea del Derecho, o sea, el concepto del Derecho y su rea­
lización efectiva.
Para quienes a esta altura de la exposición de las obras de
Hegel ya tienen una noción precisa y clara de lo que quería
| expresar el autor mediante los términos Idea y Concepto, ha-
| brán comprendido desde ya que lo que aquí se proponía era
^ estudiar la realización concreta de la Idea —sustancia del mun­
do— en su objetivación (o determinación) como Derecho, u
orden jurídico. Para Hegel, entonces, el Derecho y el Estado
constituyen nada más que el Espíritu Objetivo. Esto no es
S3 producto de una interpretación libre sino que el mismo Hegel
se preocupa de especificarlo en la nota con que amplía el pa­
rágrafo 1: advierte que la filosofía trata de ideas, pero no de
lo que suele llamarse meros conceptos. Más bien trata de de­
mostrar la falsedad y unílateralidad de éstos. El concepto, que
no es lo que comúnmente se entiende como tal y que sólo es
una determinación intelectiva abstracta, es lo que únicamente
tiene realidad, pero en el modo de darse él mismo tal rea­
lidad.
Todo lo que no sea esta realidad presentada por medio del
concepto mismo (tarea que corresponde a la filosofía) es exis­
tencia transitoria, contingente, externa, mera opinión, aparien­
cia inesencial, falsedad e ilusión: «La configuración que toma
para sí el concepto en su realización [en este caso, al objeti­
varse en el Derecho, en el Estado] constituye —para el cono­
cimiento del concepto mismo— el momento esencial de la
Idea.»
Ésta es la razón por la que en el parágrafo 4 precisa que
el campo del Derecho es, en general, el de la espiritualidad
(en el sentido concreto y total de esta categoría hegeliana) y
su próximo lugar y punto de partida es la voluntad, que es
libre, de manera que la libertad constituye su sustancia y su
determinación, por cuanto el sistema del Derecho es el reino
de la libertad realizada, el mundo del Espíritu, expresado por
sí mismo, como en una segunda naturaleza.
Esta voluntad es a la vez la voluntad aún no determinada
del Espíritu, la Voluntad absoluta, que es en sí y por sí ver­
daderamente infinita, porque su objeto es ella misma (y se hace
finita y se determina en la medida en que se impone límites
a sí misma, por ejemplo, en la Creación). Éste es el funda­
mento por el que afirma en el parágrafo 29: «Una existencia
en absoluto, que sea existencia de la voluntad libre, constituye
el Derecho. Por consiguiente, el Derecho es, en general, la
185—Vida y obra de Hegel

libertad en cuanto Idea.»


A partir de este concepto, critica las teorías del Derecho
tanto de Kant como de Rousseau, en razón de que éstos pro­
ponen como fundamento sustancial y primer principio del Es­
tado y sus leyes un querer que no es racional en si y para sí
(esto es, no responde a la Razón esencial) sino voluntad indi­
vidual, subjetiva (personal), un querer de cada uno en su ar­
bitrio particular, y definen el Espíritu, no como Espíritu ver­
dadero (es decir, sustancia de todo lo existente) sino tan sólo
como espíritu de una individualidad singular.
A esta concepción, que deja de lado la racionalidad inma­
nente y se ajusta a la racionalidad personal, externa y formal,
atribuye Hegel los excesos de que su tiempo ha debido ser
testigo, con lo que aludía al periodo del Terror con que cul­
minó y en que debió ser superada la Revolución Francesa,
drama que, como se ha visto, fue una de sus preocupaciones
constantes en lo que respecta a su época y al devenir histórico.
Dice redondeando su concepto: «Este criterio [el de Rous­
seau] está desprovisto, justamente, de todo pensamiento espe­
culativo [de conocimiento científico de la realidad] y ha sido
rechazado por el concepto filosófico [rechazado, es claro, por
Hegel, vale decir, la Filosofía] por cuanto ha producido fenó­
menos en las mentes y en la realidad cuyo horror sólo tiene
paralelo con la superficialidad del pensamiento en que se ba­
saba.»
Y en el parágrafo siguiente, el 30, estipula: «El Derecho
es algo sagrado en general, sólo porque es la existencia del
concepto absoluto, de la libertad autoconsciente.» Hay tantas
determinaciones o grados del Derecho como momentos dis­
tintos en el desenvolvimiento de la Idea, en este caso, de la
Idea en libertad: el Derecho contiene en sí el concepto de li­
bertad, la suprema determinación del Espíritu, ante la cual
todo lo demás resulta insustancial.
Así la Moralidad, la Ética, el Interés Público, constituyen
cada uno un Derecho peculiar, y la producción de estas deter­
minaciones se realiza, como en todo el desarrollo del Espíritu,
mediante el proceso dialéctico.
Vale la pena que nos detengamos aquí un momento puesto
que en la nota con que extendió el parágrafo 31 Hegel reitera
su explicación, ahora en forma más concreta, de lo que entiende
por método dialéctico:
186—Alberto Vanasco

«Al principio motor del concepto, no sólo como di­


solvente, sino también productivo de la especificación
de lo universal, yo lo llamo DIALÉCTICA —en con­
secuencia Dialéctica, no en el sentido de que ella disuel­
ve, enrede y lleve aquí y allá un objeto, un principio
dado en general al sentimiento o a la conciencia inme-
diata y trate sólo con la deducción de su opuesto—, ma­
nera negativa tal como aparece frecuentemente, tam­
bién, en Platón. Esta dialéctica negativa puede consi­
derar como resultado final lo opuesto de una concepción
o la contradicción de sí misma —como el antiguo es­
cepticismo—; o también, pobremente, una aproxima­
ción a la verdad, que es la moderna imperfección. La
más alta Dialéctica del concepto es producir y concebir
la determinación no como oposición y límite simple­
mente, sino comprender y producir por sí misma el con­
tenido y el resultado positivos, en cuanto mediante ese
proceso únicamente ella es DESARROLLO y progreso
INMANENTE. Esta dialéctica no es, pues, la actividad
EXTERNA de un pensar subjetivo, sino el ALMA
PROPIA del contenido, que hace brotar orgánicamente
sus ramas y sus frutos. De este desenvolvimiento de la
Idea, en cuanto actividad propia de la misma razón, el
pensamiento como subjetivo sólo es espectador, sin aña­
dir nada de su parte. Considerar algo racionalmente no
significa traer la razón al objeto desde fuera y elaborar­
lo con ella, sino, significa que el objeto es, por si mismo,
racional; aquí es el espíritu en su libertad de culminación
suprema de la razón autoconsciente la que se da reali­
dad y se crea como mundo existente: la ciencia sólo
tiene la tarea de llevar a la conciencia este trabajo pro­
pio de la razón de la cosa.»

En suma: leyendo detenidamente cada paso de la definición


podrá comprenderse que la Dialéctica para Hegel deja de estar
en unplano verbal, como en Platón, para hacerse Dialéctica
material, productora de lo Real. Es el Concepto, como funda­
187—Vida y obra de Hegel

mento verdadero, el que se desarrolla dialécticamente.


La primera parte, como hemos señalado, está consagrada al
Derecho Abstracto. El fundamento abstracto de este Derecho
es la Persona. En el parágrafo 36 especifica: «La personalidad
encierra, en general, la capacidad jurídica, y constituye el con­
cepto y la base, también abstracta, del Derecho abstracto y,
por ello, formal. La norma jurídica es, por lo tanto: se per­
sonifica y respeta a los demás como personas.»
Lo que determina una personalidad, por otra parte, es la
Propiedad, y las personas se relacionan y reconocen entre sí,
en cuanto a la propiedad se refiere, mediante el Contrato.
Cuando la oposición entre dos derechos no se concilla me­
diante el Contrato, y hay colisión entre ellos, nos hallamos ante
el Delito, y su superación, el Castigo: «La primera violencia
como poder ejercitado por el ser libre y que viola la existencia
de la libertad en su significado concreto, el Derecho en cuanto
Derecho, constituye el Delito» (§ 95).
La superación del delito, entonces, es el castigo, ya que,
según el Concepto, es la vulneración de la vulneración. Propie­
dad, Contrato y Delito, son de este modo los tres momentos de
esta primera parte, que es la de la Identidad. De aquí pasa
Hegel a la segunda parte, de la Diferencia, y que corresponde
a la Moralidad, cuya síntesis con la primera parte nos conduce a
la Ética, el tercero y último de los momentos del Derecho.
La Ética, desde el punto de vista hegeliano, es el concepto
de la libertad convertido en mundo existente y naturaleza de
la conciencia de sí misma (§ 142). Esto quiere decir que lo
¿tico tiene un contenido estable, necesario por sí, y es un exis­
tir que está por encima del capricho y de la opinión subjetiva;
es decir, su contenido son las leyes y las instituciones vigen­
tes, que son en sí y por sí.
Recapitulando: los tres pasos del Derecho son: a) como
esencia, el Derecho Abstracto; b) como subjetividad, la Mora­
lidad, y c) como Concepto realizado y concreto, la Ética.
En esta última parte, el concepto ético se realiza a través
de la triada Familia, Sociedad Civil, Estado. Es aquí donde
Hegel desarrolla, sobre todo, algunas de las nociones que más
habrían de incidir en el curso ulterior del pensamiento filosófi­
co y político.
La Familia es la sustancia ética inmediata del Espíritu, en
que el amor determina su unidad efectiva. Es la primera unidad
objetiva de la subjetividad individual y la universalidad sustan­
188—Alberto Vanasco

cial, ya que el individuo integra la familia no como persona sino


como miembro. Pero esta unidad es limitada y, por ende, im­
perfecta.
La unidad plena se realiza en el segundo momento de la
vida ética, en el de la sociedad civil.
Éste presenta a su vez una forma ternaria: a) el sistema de
las necesidades; b) la administración de justicia, y c) la policía
y la corporación.
En este punto Hegel desliza una de sus observaciones fun­
damentales en cuanto que, en relación a las necesidades, se con­
creta recién la representación que se llama hombre y precisa
que «en ese sentido, se habla por primera vez aquí, y también
sólo exactamente, de hombres» (§ 190, nota). Es sólo en la
esfera de las necesidades donde la esencia que hace al hom­
bre cobra su entera vigencia. Se es hombre en la medida en
que se tienen y se satisfacen iguales necesidades. Esto va a
dar lugar más adelante a que Marx divida la historia del hom­
bre en una prehistoria y en una historia, según no se alcance
todavía y se alcance luego esta esencia basada en tal igualdad.
En la nota al parágrafo 189 destaca Hegel que «la econo­
mía política es la ciencia que tiene su origen en estos puntos
de vista». Otra de las observaciones capitales radica en el aná­
lisis que lleva a cabo Hegel del trabajo como mediación entre
las necesidades y los medios para satisfacerlas.
Cuando la Sociedad Civil supera sus contradicciones y rea­
liza su proyecto fundamental en una unidad concreta de lo uni­
versal y lo particular, en una unidad como concepto, nos halla­
mos frente al Estado.
No es nada difícil suponer ahora —dadas las constantes de
su pensamiento con respecto a esta última determinación del
Concepto, la esfera del mundo ético— la definición de Estado
que nos ha de dar Hegel. Esta definición es, desde luego: «El
Estado es la realidad de la Idea ética» (§ 257). Es la Idea,
como manifestación ética, que se concreta en el sistema de
leyes, costumbres, jerarquías, principios morales, instituciones,
etcétera, que rigen las relaciones entre los hombres como ciu­
dadanos. En el Estado, entonces, lo ético tiene su existencia
inmediata, y también mediata, pues tiene conciencia de sí, y la
esencia, fin y producto de su actividad es la libertad sustancial.
189—Vida y obra de Hegd

No hay, por tanto, libertad, si no es en el ámbito y en las re­


glas de juego creadas por el Estado.
«El Estado es, en consecuencia —sigue Hegel con la defi­
nición— el Espíritu ético en cuanto voluntad patente, claro
por sí mismo, sustancial, que se piensa y se conoce, y que cum­
ple con lo que él sabe y como lo sabe.»
Es, a mayor abundamiento, lo racional en sí y por sí, ya que
constituye la realidad de la voluntad sustancial, en cuya con­
ciencia de sí la individualidad se ha elevado a universalidad. En
esta unidad sustancial, fin absoluto y móvil de sí misma, la li­
bertad alcanza la plenitud de sus derechos, y este fin último
tiene el más alto derecho frente a los individuos, cuyo deber
supremo es el ser miembros del Estado.
Hegel observa aquí, en la nota al parágrafo 258, que es la
Sociedad Gvil la que tiene por objeto la seguridad y la protec­
ción de la propiedad y de la libertad personal, por lo cual su
fundamento es el interés de los individuos. El Estado, en cam­
bio, tiene una relación muy distinta con el individuo: éste ob­
tiene objetividad, verdad y ética sólo como miembro del Esta­
do, pues el Estado es espíritu objetivo. Por eso su deber supre­
mo es ser miembro del Estado.
Esta Idea es el ser eterno en sí y por sí necesario del Espí­
ritu. Sobre su origen, el desarrollo particular de cada Estado,
de sus leyes y determinaciones, si provienen de hábitos o con­
tratos, etc., es el conocimiento científico quien debe pronun­
ciarse. Todo ello no concierne a la idea misma del Estado. El
desenvolvimiento del Estado como monarquía constitucional es
la obra del mundo moderno, en el que la Idea sustancial ha
adquirido la forma infinita.

Bastan estas breves citas para poder comprender que lo que


Hegel se proponía realizar en su Filosofía del Derecho era un
estudio en profundidad del Estado real, que lo que le intere­
saba era descubrir y desentrañar la esencia y el fundamento
sustancial de esa figura del Espíritu. Su propósito consistía
también, por otra parte, en atacar y desautorizar todo otro in­
tento de concebir el Estado a partir del capricho, de la opinión,
de imponerle desde afuera formas o leyes meramente ideales o
ideadas. Su pensamiento resultaba precisamente revolucionario
en lo que podía ser tomado por conformismo o actitud reaccio­
190—Alberto Vanasco

naria.
A través de ese análisis concreto del fenómeno del Estado,
Hegel redescubre la comunidad racional de los hombres, que
su sistema general ya había podido anticipar. Era otro golpe
decisivo dado a todo individualismo. El Estado no es un pro­
ducto que los hombres elaboran con su actividad; por el contra­
rio, son ellos determinados por el Estado como ciudadanos. Es
el predominio de lo Absoluto sobre las formas particulares de
la vida.
Solucionar sus propias contradicciones es la tarea de esta
expresión de la Razón en su desenvolvimiento. Para Hegel
—como hemos señalado— la libertad depende de la identifica­
ción de los individuos con el Estado. Cuando esta identificación
se pierde o se disuelve, los hombres se precipitan en un periodo
de esclavitud, y se inicia luego una nueva etapa en busca otra
vez de la libertad sustancial.

Cuando el libro apareció tuvo un éxito inmediato, vale de­


cir, alcanzó una difusión inusitada, en verdad, para la época,
tratándose de una obra técnica sobre un tema tan árido y espe­
cífico. En la librería de Heidelberg donde el libro se puso a la
venta, los primeros ejemplares disponibles se agotaron en un
día. Esto se debió, por una parte, al interés que habían desper­
tado entre los estudiantes las cuestiones jurídicas gracias a la
acción desarrollada por el grupo de profesores de Derecho que
presidía Thibaut; pero, por otro lado, también fue un efecto
directo del gran prestigio personal de Hegel que, durante su
ausencia, se había acrecentado en forma notable. Pese a que su
paso por dicha Universidad había sido tan breve, fue allí donde
la influencia de su pensamiento empezó a hacerse efectiva, don­
de se originó su reputación de pensador y se engendró su leyen­
da. Desde allí su prestigio habría de extenderse luego al resto
de Alemania, y del mundo, primero a los Países Bajos y en se­
guida a Francia y a Rusia. Fue en Heidelberg, también, donde
por primera vez se aplicó a ciertos pensadores y a ciertos mo­
dos de razonar el calificativo de «hegelianos».
Durante su actuación en Heidelberg, no obstante su breve­
191—Vida y obra de Hegel

dad, Hegel supo ganarse una brillante pléyade de amigos entre


los profesores y rodearse de un nutrido grupo de destacados
discípulos que lo admiraron hasta la veneración. Entre los pri­
meros se hallaban, además de A. F. J. Thibaut y K. Daub, J. H.
Voss, G. F. Creuzer y Ph. K. H. Eschenmayer. Entre los alum­
nos, H. F. W. Hinrichs, F. W. Carové y Boris von Uexhüll.
Ellos fueron quienes iniciaron la difusión y el estudio sistemá­
tico de la obra de Hegel.
En 1817, además, Victor Cousin había visitado a Hegel y
asistido luego a algunas de sus clases. El joven estudiante fran­
cés se sintió primeramente atraído y luego subyugado por las
ideas del maestro y a partir de entonces se convirtió en uno de
sus más fervientes y constantes divulgadores. Fue, en conse­
cuencia, el introductor del hegelianismo en Francia. Hegel, por
su parte, también debió interceder por él ante las autoridades
a fin de lograr su libertad, en 1824, en ocasión de ser detenido
Cousin en Dresde sospechado de actividades políticas subver­
sivas. Pero si bien fue el introductor del hegelianismo en
Francia también demoró su comprensión durante casi cincuen­
ta años. Debido al conocimiento insuficiente del idioma y a la
dificultad propia de las ideas de Hegel, pese a su entusiasmo,
no llegó a entender plenamente su pensamiento. Según parece,
la conocida frase de Hegel, «Sólo he sido comprendido por un
hombre, y aun ése me entendió mal», aludía exclusivamente a
Cousin.

En Mannheim, el 23 de marzo de 1819, un estudiante lla­


mado Karl Luwig Sand asestó cuatro puñaladas en plena calle a
Kotzebue, agregado cultural ruso y observador político al ser­
vicio del Zar, quien era considerado, además de un espía de
Rusia, el inspirador de las medidas represivas contra los movi­
mientos nacionalistas y liberales. Sand era un estudiante de teo­
logía en Jena y formaba parte de la asociación patriótica deno­
minada Burschensckaft. Antes del atentado había hecho llegar
una misiva a su victima en que le avisaba: «El 23 de marzo es
el día de la muerte de Kotzebue.» En efecto, luego de una
prolongada agonía, el espía ruso murió por efecto de las heri­
das recibidas. El joven agresor, después de un fallido intento
de suicidio, fue condenado a muerte el 5 de abril del año si­
guiente, y decapitado.
Este atentado desencadenó, a lo largo de varios años, seve­
192—Alberto Vanasco

ras represiones contra los integrantes de la Burschettscbaft y


otras agrupaciones estudiantiles, como así también contra toda
actividad política de carácter subversivo en general.
Hegel, en todo ese tiempo, debió intervenir a favor de algu­
nos de los estudiantes presos, sobre todo cuando era el caso
de alguno de sus propios discípulos o de un hijo de sus amigos.
Así debió interponer su influencia a favor de Gustav Asverus,
de 23 años, hijo de Ludwig Ch. F. Asverus, abogado y amigo de
Hegel. El joven Asverus, miembro de la Burscbenschaft, fue
apresado la noche del 14 de julio de 1819 y, no obstante la me­
diación de Hegel y otros influyentes funcionarios, no fue libe­
rado hasta junio de 1820. Igualmente tuvo que hacer gestiones
a favor de su discípulo Friedrich Wilhelm Carové, integrante
de la citada organización de estudiantes, el cual, pese a todo,
debió abandonar sus estudios. Extrañamente, en razón de su
permanente atención a los problemas de los estudiantes rebel­
des, Hegel se vio muy próximo, en esta preocupación, a su tra­
dicional opositor Fries y su acólito De Wette. Del mismo modo,
él se incorporó a una sociedad, la Gesetzlose Gesellscbaft, de­
nominada Asociación sin Ley, a la cual concurrió regularmente
desde 1819, y en la que se encontró con Friedrich Ernest Da­
niel Schleiermacher.

Desde luego, nuevos discípulos incondicionales como Hen-


ning y Gans, y amigos como Forster, Schulze y Marheineke,
conquistó Hegel en gran número durante su permanencia en
Berlín. En especial, con uno de los estudiantes más inconfor-
mistas, Karl Ulrich, parece haber mantenido Hegel una relación
muy activa y estrecha. Ulrich había sido un miembro de la
Burscbenschaft, y en la primavera de 1828 fue expulsado de
la Universidad de Berlín por sus manifestaciones de carácter
político. Desde entonces, y durante tres años, llevó una vida
más bien errante, no obstante lo cual nunca dejó de estar en
contacto frecuente con Hegel.
Pero no cabe duda de que lo importante de la actividad de
Hegel en esos años de Berlín fue la enseñanza que impartió
desde su cátedra, con la cual terminó de elaborar las nociones
193—Vida y obra de Hegel

fundamentales que completaban su sistema y que, como hemos


dicho, abarcaban la Estética, la Filosofía de la Historia, la His­
toria de la Filosofía y Filosofía de la Religión. En 1820, Hegel
fue nombrado, además, miembro de la Comisión de Exámenes
de Brandeburgo.
La Estética, antes de Hegel, apenas había sido tratada sis­
temáticamente por la filosofía. Hegel, puesto a reinterpretar
toda la realidad, sobre todo la cultural, de acuerdo con su con­
cepción fundamental, el espíritu como sustancia, encuentra aquí
un campo feraz para ilustrar y poner a prueba sus teorías. Será
así el primero en desarrollar una visión metódica de las Artes
y de lo Bello en general.
Baumgarten, epígono de Leibniz, había sido, a su vez, el
primero en ocuparse de la belleza como un objeto de estudio
independiente, y el primero, también, en dar el nombre de Es­
tética a la ciencia que se ocupaba de ella.. Sin embargo, ni él
ni sus seguidores habían logrado superar el mero plano de los
sentidos, es decir, se limitaron a analizar las manifestaciones de
lo Bello desde el punto de vista del agrado y del placer, redu­
ciéndolo al fenómeno del sentimiento o a un craso sensualismo.
Winckelmann, más tarde, y Lessing trataron de determinar
valores concretos, con prescindencia de las sensaciones, el pri­
mero con el concepto de lo Ideal y el segundo con el de Arte
Natural o forma característica, pero el uno quedó encerrado
dentro de la imitación del arte antiguo y el otro en el criterio
del arte como medio, cuya finalidad radica en el esparcimiento,
el solaz o la edificación moral.
Debió ser Kant, como en tantos otros aspectos, quien habría
de situar el estudio de lo Bello dentro de un verdadero enfo­
que filosófico, agregándole las connotaciones de «desinterés» y
«necesidad», de una actividad, en general, sin fin, pero con lo
cual, como ocurría con todos los aspectos de la realidad que el
idealismo subjetivo tomaba en consideración, el propio objeto
analizado se mostraba inaccesible, cuando no refractario, a la
razón.
194—Alberto Vanasco

En la tradición de Kant, fue Schiller el primero en propo­


ner una fórmula que conciliaba lo objetivo con la subjetividad
definiendo la belleza como la unidad lograda de la forma y de
la idea, o sea, una resultante del acuerdo entre la sensibilidad
y la razón, entre lo sensible y lo suprasensible; pero la idea, la
razón seguía siendo la del creador individual, y Schiller se halló
ante la incapacidad de precisar el fundamento ontológico de
lo Bello. No obstante, Hegel se sintió vivamente impresionado
por sus ideas y no hizo otra cosa que retomar sus razonamien­
tos proporcionándoles el fundamento que les faltaba. En el
ínterin, Schlegel, Jean Paul, Tieck y Solger, entre otros, habían
ampliado los conocimientos de las manifestaciones artísticas,
poniendo de relieve sobre todo el matiz de la «ironía» como
elemento que define un arte producido por una clase social muy
precisa y restringida.
Hegel, entonces, va a definir el arte como la Idea realizada,
la Idea concretada en la apariencia sensible, pero no ya la idea
subjetiva del creador sino la Idea en si en su desarrollo como
Espíritu. Este golpe de timón dado con toda simplicidad a la
concepción de la belleza hace que Hegel pueda identificar lo
Bello con lo Verdadero o el Bien, y arrojar una nueva luz so­
bre casi todas las fases del proceso estético.
Hegel empieza por definir la Estética como la Filosofía del
Arte y de las Bellas Artes, aunque reconoce que su objeto es
el vasto dominio de lo Bello.
La primera parte de la definición le permitirá incorporar la
consideración de lo Feo dentro del campo del arte; y la segun­
da, en forma de concesión, le posibilitó incluir el estudio de la
belleza natural en el campo de la estética. A partir de esta
concepción general, desarrolla por primera vez una noción inte­
grada y coherente de la belleza natural. Lo Bello es, genérica­
mente, como hemos anotado, la idea realizada, la manifestación
sensible de la Idea; pero no la idea particular de un individuo
o de los hombres en conjunto —como en Kant o Schiller— sino
de la Idea sustancial hegeliana. Excluye, por lo tanto, de la idea
de belleza todo fundamento subjetivo, otorgándole un sustrato
metafísico, o sea, el espíritu en libertad manifestándose ante sí
mismo. Lo Bello en la Naturaleza sería, así, nada más que un
momento de esta manifestación, en un primer grado, una exte-
195—Vida y obra de Hegel

riorización inmediata del Concepto. Su carácter esencial es la


unidad, unidad que reside en una fuerza, una armonía de sus
partes. La vida es bella, simplemente, porque es esa esencia:
la idea en sí, realizada en su forma primera.
La Belleza en el Arte, en cambio, es un producto de la crea­
ción humana, y representa lo Bello en un segundo grado: lo
Bello como Ideal, la conjunción de la esencia y la forma, una
manifestación mediata del Concepto. La belleza artística resul­
taría, en consecuencia, superior a la belleza natural: ha nacido
del espíritu pero ha nacido dos veces de él. Y siendo una expre­
sión de la Razón, merece ser tomada en cuenta por la Ciencia,
léase la filosofía. Hegel da de este modo su carta de ciudadanía
a la Estética en la perspectiva del pensamiento especulativo.
Al aplicar su método dialéctico, que va desentrañando todo
el proceso de desenvolvimiento de la creación artística, Hegel
unifica los métodos habituales de estudio, es decir, el empírico
e histórico, y el racional y a priori, aplicándolos simultánea­
mente. Este método dialéctico unitario es el que caracteriza sus
trabajos sobre el Arte.
Pero como la ciencia sólo se ocupa de lo necesario, se pre­
gunta Hegel, como punto de partida, qué necesidad tiene el
hombre de producir obras artísticas. El principio originario del
arte es el mismo por el cual el hombre es un ser que piensa y
tiene conciencia de sí, esto es, que no sólo existe sino que exis­
te para sí. Lo que distingue y constituye al hombre, lo que lo
hace un espíritu, es precisamente eso: que es en sí y para si,
que tiene capacidad de reflexión y puede tomarse como objeto
de su propio pensamiento y de este modo desarrollarse como
actividad reflexiva. Esta conciencia de sí mismo la obtiene el
hombre de una forma práctica y otra teórica, o lo que es lo
mismo, por la acción y por la ciencia: «Por la ciencia, en cuan­
to se conoce a sí mismo en el desarrollo de su propia natura­
leza o de la naturaleza exterior, que es la esencia o razón de las
cosas. Por la actividad práctica, en la tendencia que lo impulsa
a continuarse en lo exterior, a proyectarse o manifestarse en lo
que lo rodea y a reconocerse en esas obras que realiza.»
Alcanza este fin mediante las modificaciones o cambios que
introduce en los objetos físicos, a los que imprime su sello, y
en los que halla nuevamente sus propias determinaciones: «Esta
necesidad reviste diferentes formas, hasta llegar al modo de
manifestación de sí mismo, en las cosas externas, que constitu­
196—Alberto Vanasco

ye el arte.» Es el arte, por consiguiente, un producto necesario


del desarrollo del concepto.
La manifestación de sí mismo es una de las más elevadas
actividades del Espíritu, en la que culmina todo el proceso de
automatización, y se ve limitado tan sólo porque depende en
todo caso de lo sensible para concretarse.
£1 Arte nos ofrece en una imagen visible la armonía reali­
zada de los dos términos de la existencia, el espíritu y su ma­
nifestación, la esencia y la forma, el bien y la felicidad. Lo
Bello es la esencia realizada, una actividad identificada con su
fin y conforme a él: «Es la fuerza que se despliega armónica­
mente a nuestra vista, en el seno de las existencias, y que borra
por sí misma las contradicciones de su naturaleza: dichosa, li­
bre, llena de serenidad aun en medio del sufrimiento y del
dolor.»
£1 problema del arte se diferencia, por tanto, del problema
moral: el bien es el acuerdo buscado; lo bello, la armonía rea­
lizada.
£1 verdadero fin del arte es representar la belleza, revelar
esa armonía. Ése es su único destino. Cualquier otro fin es
accesorio o una mera consecuencia. En suma: la belleza artís­
tica se constituye como uno de los modos en que se suprime la
oposición y se reducen a la unidad el espíritu (considerado en
su existencia absoluta) y la naturaleza (que constituye el mun­
do de los sentidos).
A fin de atender a su esencia, a su desarrollo y a las distin­
tas manifestaciones artísticas, Hegel divide en tres partes su filo­
sofía estética:
a) la que tiene por objeto la idea de lo beüo en el arte,
o sea, el ideal, en su generalidad;
b) la que traza el desenvolvimiento de este ideal en sus
formas particulares, como se han concretado en las sucesivas
épocas históricas;
c) el sistema de las artes particulares: arquitectura, escul­
tura, pintura, música y poesía.
Hegel caracteriza al arte de los comienzos como simbólico,
que evoluciona hasta alcanzar el ideal del arte clásico, en que
se lleva a cabo la unidad de la Idea y de la Forma, y con la des­
197—Vida y obra de Hegel

trucción del arte clásico sobreviene una tercera fase, la del ro­
manticismo, en que predomina el sentimiento. Ésta da lugar
a que un estilo inicial severo sea sustituido por un estilo ideal
y después por el estilo gracioso, o agradable.
En cuanto a las artes particulares, las ordena según su gra­
do de capacidad para expresar el Espíritu, lo Absoluto mismo,
y este ordenamiento es el que corresponde además al progreso
histórico:
1.° La Arquitectura, por la que empieza el arte, en la que
se expresa con la materia misma, no dominada aún totalmente
por el espíritu. Por ello lo que prepondera en sus elementos son
las propiedades materiales, gravedad, volumen, consistencia, lí­
neas.
2.° La Escultura, en la que la expresión del elemento espi­
ritual logra evidenciarse con mayor fuerza en la apariencia ma­
terial.
3.° La Pintura, en que el espíritu se representa ya en una
casi pura dimensión subjetiva.
4.° La Música, en que la concentración espiritual casi se
desprende de la materia.
5.° La Poesía, donde el alma se proyecta en toda su pu­
reza, a lo largo de su graduación, poesía épica y poesía lírica.
Se agrega aquí el arte dramático, que incluye la música y la
danza.
Aparte de esta monumental y admirable incorporación de
la filosofía de lo Bello a su sistema metafísico, la Estética de
Hegel presenta el valor inapreciable de las consideraciones y co­
mentarios que, con respecto a los géneros y creaciones particu­
lares, va desarrollando a lo largo de cada uno de los aspectos
estudiados, en que se encuentran tanto intuiciones geniales
como valiosos aportes a la historia del arte.

L a F il o s o f ía de la H ist o r ia
La inteligencia pone al hombre ante la evidencia de una tra­
dición rota, de una sabiduría perdida, o, al menos, de un enigma
irreductible hasta hoy: el comienzo del tiempo, del espacio y de
la materia, el nacimiento de la vida y del espíritu.
Ante esta incógnita irresoluble, el hombre halla en la his­
toria un mundo de transparencia, coherente y racional. El gran
198—Alberto Vanasco

anhelo del conocimiento consistió desde siempre en descubrir


una fórmula general que abrazara y fundiera en una visión única
ambos dominios: el de la historia del universo y la de los
hombres.
Fuera de la historia todo se precipitaba en lo incongruente
y vacío; fuera de la naturaleza todo parecía inconsistente e ilu­
sorio. La religión había sido la única en poder religar nueva­
mente lo uno y lo otro por medio de la fe; pero el entendi­
miento volvía a disolverlo todo. Algunos filósofos habían sabi­
do insinuar algunas vías de reconciliación: Spinoza, Giordano
Bruno, refiriéndose a una sustancia viva y latente. Para Hegel
la cosa es mucho más sencilla; no tiene más que ubicar el pro­
ceso general de la historia como una manifestación trascendente
de la actividad del Espíritu.
La Razón, según ha sido demostrado por el conocimiento
especulativo, gobierna el mundo. La Razón es su sustancia, la
potencia infinita, la materia infinita de toda vida natural y espi­
ritual y también la realización de su propio contenido. Es la
sustancia, esto es, aquello por lo cual y en lo cual toda realidad
halla su ser y su consistencia. Por consiguiente, la historia uni­
versal también se desarrolla racionalmente. Y el fin de la Ra­
zón es el fin absoluto. Ella misma realiza su finalidad haciéndola
pasar del interior al exterior, no sólo en el universo natural sino
también en el espiritual, es decir, en la historia universal. La
Idea es la verdad, lo eterno, y se manifiesta en el mundo y nada
se manifiesta en éste que no sea la Idea, su majestad y su mag­
nificencia.
La única finalidad de la reflexión filosófica es la eliminación
del azar, a fin de buscar en la historia el objetivo último del
mundo:
«Lo Verdadero es en si universal, esencial, sustancial y sólo
es tal en y para el pensamiento. Pero el Espíritu —lo que lla­
mamos Dios— es la Verdad verdaderamente sustancial, esen­
cialmente individual y subjetiva. Es el pensamiento, y el pen­
samiento es creador; es en cuanto tal que lo encontramos en la
historia universal. Todo el resto —todo lo que llamamos cier­
to— es una forma particular de esta verdad eterna, en ella
solamente halla el reposo y es su radiación. Si nada conocemos
de esta Verdad, ignoramos también lo que es verdadero, justo
199—Vi da y obra de Hegel

y moral.»
El fin del Espíritu es arribar a la conciencia de sí mismo.
Todo el proceso de la vida y de la historia no consiste sino en
esa transformación del en-si en para-sí. Es el Espíritu que se
va apropiando del mundo objetivo, o, a la inversa, el Espíritu
que llega a ser lo que es, que explícita y objetiva su concepto.
Siendo éste su fin último, la progresión histórica deja de signi­
ficar un simple acrecentamiento cuantitativo: «El Espíritu, en­
tonces, debe alcanzar el saber de lo que él es en verdad y
objetivar este saber, transformándolo en un mundo real y pro­
duciéndose a la vez a sí mismo objetivamente. Tal es la finali­
dad absoluta de la historia universal.»
La historia universal es la manifestación del proceso divino
y absoluto del Espíritu en sus figuras más elevadas, es la mar­
cha gradual por la cual alcanza su verdad y toma conciencia de
sí: «Los pueblos históricos, los caracteres determinados de su
ética colectiva, de su constitución, de su arte, de su religión y
de su ciencia, constituyen las configuraciones de esta marcha
gradual. Franquear estas graduaciones es el anhelo infinito y el
impulso irresistible del Espíritu del Mundo, ya que su articu­
lación como así también su realización son su concepto mismo.»
Todos estos momentos se elevan a una totalidad transpa­
rente para sí misma y aportan la conclusión. La revisión y el
estudio que Hegel hace de la historia estriba en el examen y
recuperación filosófica de cada uno de esos momentos. Pero será
la ciencia la que ha de obtener el conocimiento último y libre­
mente adquirido de esta verdad que es una y la misma en sus
tres manifestaciones complementarias: el Estado, la Naturaleza
y el mundo ideal.
En síntesis: Dios, como acepta ahora denominar Hegel al
Espíritu, no es quien proyecta el desarrollo sino un resultado
del mismo y reside en él. La humanidad es el fin de sí misma
y el sentido de la historia no está sino en ella. La Razón, como
historia universal, no es producto de una voluntad subjetiva,
sino la acción de Dios. Dios habla pero no se expresa sino a sí
mismo. La Idea se hace perceptible sólo en el mundo, y es per­
ceptible sólo para ella misma. La historia es su culminación y
en ella se justifica el proceso total del desarrollo de la Idea.

L a H ist o r ia d e la F il o s o f ía
200—Alberto Vanaico

Consecuentemente con lo anterior, la propia historia par­


ticular de la Filosofía debía ser para Hegel sólo un progreso ne­
cesario, racional en sí, libre, determinado por sí mismo, léase
por la Idea, y nada más que por la Idea. Rechaza así y expulsa
definitivamente la contingencia de que podía ser así o de otra
manera. Filosofía es el pensamiento que se comprende concep­
tualmente a sí mismo y, por ende, la Razón que se comprende
a sí misma.
En este devenir del autoconocimiento que es el progreso de
la filosofía, cada filosofía particular, tomada por sí, ha sido y
es aún necesaria, de modo que ninguna de ellas ha perecido sino
que todas se conservan en su propia superación: «Todas las fi­
losofías particulares son simplemente necesarias y, por consi­
guiente, momentos imperecederos del todo, de la Idea; por ello
se conservan no sólo en el recuerdo, sino, también, de una ma­
nera afirmativa.» Los principios de esas filosofías, como tales,
permanecen: la última filosofía contiene los principios de todas
las anteriores, más aún, es su consecuencia.
En su momento, esa forma de la idea ha sido lo más eleva­
do, pero como la actividad del Espíritu es su propio desarrollo,
esa figura deja de ser la más elevada y es rebajada a ser sólo
un momento para dar lugar al grado siguiente. El contenido no
ha sido refutado, sino preservado. Refutar es más fácil que jus­
tificar, es decir, hacer de lo conocido algo positivo y asumirlo,
asimilarlo. La diversidad de las filosofías no es entonces una
prueba contra la filosofía, sino precisamente los momentos nece­
sarios de su desenvolvimiento. La Razón es solamente una, y
es ella en cada uno de sus grados. La Idea no es susceptible de
ningún grado: no ha existido, ni ha pasado, sino que es. Si se
considera a la historia de la filosofía una acumulación casual
de opiniones y pareceres, es algo inútil, o, al menos, sólo tiene
un interés erudito. Pero la historia de la Filosofía tiene un inte­
rés más alto, es la actividad pura y la necesidad del Espíritu.
Hegel pone en primer lugar el Concepto, el fin de la his­
toria de la Filosofía, y en segundo lugar la relación de la filo­
sofía con los demás productos del espíritu humano: arte, reli­
gión, constitución del Estado y, en especial, la historia.
Se concluye de lo dicho que nada tenemos que ver con el
pasado, sino con el pensamiento, con nuestro propio espíritu
201—Vida y obra de Hegel

presente que conserva necesariamente sus momentos anteriores.


«La filosofía es el Espíritu mismo en el más elevado floreci­
miento de sí mismo, ella es el saber conceptual de sí misma.»
Pero este saber no surge simultáneamente con las demás for­
mas; más bien las sigue y es su coronación. Y el nacimiento
de la filosofía en general se remonta al florecimiento de la liber­
tad política, la libertad en el Estado, que se dio por vez pti-
mera en Grecia. La verdadera filosofía comienza tan sólo en
Occidente, ahí el Espíritu se sumerge en sí, se pone a sí mismo
como libre, es libre para sí, y por eso también sólo en Occiden­
te hay constituciones libres.
En su desarrollo sucede que una forma, una etapa particu­
lar, se hace consciente en un pueblo que en dicha forma, que
él solamente expresa, perfecciona su universo y elabora su es­
tado, hasta que una etapa más elevada se abre como compen­
sación, luego, siglos después quizás, en otro pueblo.
Aunque el estudio de la Historia de la Filosofía, como de
hecho no puede ser de otra manera, no es más que el estudio
de la Filosofía misma.

Los años de Berlín fueron para Hegel los más productivos


de su carrera. Aunque no publicó libros, sus discípulos se ocu­
paron de copiar y conservar sus lecciones. Los apóstoles que
en esa época se congregaron a su alrededor y llevaron a cabo
esa tarea de recopilación y exégesis fueron siete: el consejero
privado Johannes Schulze; Leopold Dorotheus von Henning,
repetidor de los cursos de Hegel, uno de los primeros en dictar
clases, en 1821, sobre la Ciencia de la Lógica, y el más impor­
tante de los divulgadores de la obra general del maestro en esa
época; Philipp Konrad Marheineke, profesor de teología y ad­
versario de Schleiermacher, como su amigo Hegel; tres de sus
jóvenes alumnos: Heinrich Gustav Hotho, que se especializaría
en Estética; Eduard Gans, jurista, quien se preocupó de apli­
car a la teoría del Derecho los principios de la filosofía hegelia-
na; y Karl Ludwig Michelet, abogado también, y profesor de
filosofía a partir de 1829, que permanecería en la Universidad
durante sesenta años; y, por último, el historiador y amigo de
Hegel, Friedrich Christoph Forster. A estos siete primeros adic­
tos cabe agregar a Boumann y Rosenkranz, que colaboraron en
la preparación de las obras completas del filósofo.
202—Alberto Vanasco

Ésos fueron también para Hegel los años de sus viajes más
frecuentes y largos. En 1819 fue a Rügen; en 1820 y 1821 a
Dresde, Kassel y Colonia; en 1822 a Holanda. De paso por
Magdcburgo entrevistó a Lazare Carnot, el estadista francés que
se hallaba exiliado allí desde 1815, y en Bruselas se encontró
con Peter Gabriel van Ghert; en 1824 a Viena y Praga; en
1827 a París, donde es agasajado y presentado por V. Cousin;
en 1829 nuevamente a Praga. Visita a Goethe en Weimar, y en
Karlsbad se encuentra con Schelling. La relación entre ambos
se había mantenido en términos cordiales luego de las primeras
y violentas discrepancias. Schelling lo había visitado en Nu­
remberg en 1812 y Hegel, a su vez, lo visitó en Munich en 1815.
Con los años, Schelling había terminado por comprender y
aceptar la teoría general del mundo de su amigo de lá adoles­
cencia. Y luego de la muerte de Hegel sería llamado a Berlín
para ocupar su cátedra a fin de morigerar y compensar la in­
fluencia a la larga subversiva y facciosa del pensamiento es­
peculativo del creador del Idealismo Dialéctico.
En 1825 Ludwig dejó el trabajo de dependiente que desem­
peñaba en una librería de Berlín y Hegel le consiguió una pla­
za de oficial en el ejército colonial holandés. El joven se em­
barcó de inmediato y un año después se hallaba en Java. En
cuanto a Christiane Hegel, pese a sus breves mejorías, gradual­
mente se sumió en la más cerrada noche de la mente. Un año
después de la muerte de Hegel, en 1832, sintiéndose incapaz
de sobrellevar su soledad, se suicidó en Bad Teinach.
Como ya adelantamos, el pensamiento de Hegel había em­
pezado a institucionalizarse en las universidades: en 1821
Daub desarrolló un curso sobre la Doctrina de la Conciencia,
según la Fenomenología, y Hinrichs otros dos acerca de la
Lógica, según la Enciclopedia de las Ciencias Filosóficas, y de
la Diferencia entre las filosofías de Schelling y de Hegel. Hegel,
por su parte, prologó el libro de Hinrichs La Religión en rela­
ción íntima con la Ciencia, de 1822.
Los últimos trabajos publicados por Hegel fueron ocho ar­
tículos aparecidos en 1823 en los Anales de Crítica Científica,
y un comentario Sobre el Bill de Reforma Inglesa, en el Diario
del Estado Prusiano, del cual sólo dio a conocer una primera
203—Vida y obra de Hegel

parte, pues su publicación fue interrumpida por la censura.

En julio de 1831, con el calor del verano, llegó desde el


este un flagelo terrible:' el cólera. La epidemia se propagó rá­
pidamente sobre una extensa parte de Europa, ensañándose
sobre todo con las grandes ciudades, entre ellas Berlín. La
única medida de prevención que se solía tomar por aquel enton­
ces consistía en alejarse de los centros de contagio; los que
disponían de algún sitio en la campaña donde podían guarecer*
se abandonaban los centros poblados hasta que la virulencia
de la peste se extinguía. Hegel y los suyos, ante el avance de
la plaga, se trasladaron a la quinta que años atrás habían adqui­
rido en Kreuzberg y allí permanecieron hasta mediados del
otoño, cuando los efectos de la epidemia desaparecieron. Hegel
aprovechó esos meses de reclusión para terminar de corregir
la Ciencia de la Lógica, cuya segunda edición tenía proyectado
publicar el próximo invierno.
En octubre se hallaba nuevamente en su casa del Kupfer-
graben, sobre el Spree, adonde se habían mudado unos años
atrás. Hegel se dedicó a preparar los cursos que tenía previs­
tos para ese semestre. Pero en esos días le llegó la noticia de
que su hijo Ludwig había muerto en Java, en el puerto de
Yakarta, el 28 de agosto último, casi el mismo día de su cum­
pleaños. La desaparición de aquel joven de 24 años sumió al
padre en una honda, indefinible pesadumbre, una irreprimible
melancolía que hacía aún más profunda su pena. No era que
tuviese cargos de conciencia ni nada que reprocharse con res­
pecto a la conducta que había mantenido con su hijo mayor:
siempre se había preocupado y ocupado por él, lo había consi­
derado y querido como a sus dos hijos legítimos, y hasta había
enfrentado sin vacilación los prejuicios sociales por su causa;
pero tenía la total seguridad de que el muchacho nunca se ha­
bía sentido feliz a consecuencia de las circunstancias conflictivas
que habían signado su vida; y ahora su muerte prematura ve­
nía a poner un acento definitivo de frustración y de injusticia
sobre su desdichada existencia.
Por tal motivo, una vaga congoja lo embargaba ese 10 de
noviembre de 1831 mientras dictaba la clase inaugural de los
cursos de invierno. Para ese semestre había preparado dos
temas ya desarrollados reiteradas veces en ocasiones anteriores:
Filosofía del Derecho e Historia de la Filosofía. Cuando con­
204—Alberto Vanasco

cluyó, sin embargo, se sintió reconfortado y más sereno, tal


vez porque esa primera clase le pareció liviana y fructífera. Te­
nía la impresión de que por primera vez había estado brillante
y elocuente:
—Hoy me ha resultado más fácil que otras veces —le co­
mentó a su mujer al llegar a su casa.
Pero ese fin de semana no se sintió bien. Tuvo una fiebre
muy alta y debió quedarse en cama. El lunes, no obstante,
experimentó una leve mejoría y quiso sentarse en la sala. Se
hallaba tan débil que no podía mantenerse de pie y tuvieron
que ayudarle para llegar hasta el sofá. Allí permaneció unas
horas, junto a la ventana, tratando de hojear una traducción
de Proclo que estaba leyendo, pero le resultaba imposible con­
centrarse en el tema. A las tres de la tarde tuvo un acceso de
asma y luego se durmió pacíficamente. Al atardecer, de pronto
un frío mortal se extendió por su mejilla izquierda y sus manos
se pusieron azuladas y yertas. Todos los suyos lo rodeaban, pero
nadie se dio cuenta cuando su corazón dejó de latir. A las siete
de la tarde ya había muerto. Era el 14 de noviembre de 1831.
El espíritu de Hegel había ido a integrarse en el sueño pesado
del espíritu universal. Los médicos diagnosticaron: «Cólera en
su forma más concentrada, por lo que los síntomas exteriores se
hicieron más benignos.»
Sus contemporáneos tuvieron total conciencia de que el que
acababa de morir era un hombre extraordinario, un genio fue­
ra de lo común. Y las honras fúnebres que se le rindieron es­
tuvieron a la altura de su grandeza. Sus amigos no permitieron
que el cadáver fuera conducido por el furgón en que por las
noches se llevaba a enterrar a las víctimas del cólera. En un
coche con cuatro caballos los restos fueron transportados hasta
el cementerio de Dorotheenstadt, frente a la puerta del Ora-
nienburg, donde fue sepultado junto a Fichte, no lejos de la
tumba de Solger. Profesores y alumnos, con antorchas encen­
didas, permanecieron hasta muy tarde junto a su sepultura.
Los discursos que se pronunciaron excedieron la amistad y la
admiración: alcanzaron el tono con que se rinde homenaje a
los héroes.
Como él mismo lo había expresado:
205—Vida y obra de Hegel

«La muerte deja de ser lo que de modo inmediato significa


—el no ser de este algo en particular— para transfigurarse,
convirtiéndose en la universalidad del espíritu, que vive en
su propia comunidad, y muere, y resucita diariamente con ella.»
Aquel que había tomado conciencia de la Verdad había ido
a identificarse con ella. Tal es el Espíritu.
Capítulo X
EPILOGO

E l E spír it u A bso lu to
La tarea de toda la vida de Hegel consistió tan sólo, pero nada
menos, que en reinterpretar —a partir de una intuición funda­
mental que llegó a convertirse casi en una idea fija— todos y
cada uno de los aspectos de la realidad que se ofrecieron a su
inquietud metafísica. Este ejercicio le permitió ir descubriendo,
como a todo aquel que se interna en un continente nuevo, reía*
ciones insospechadas y sentidos nuevos en la multitud de fenó­
menos que se presentaron ante sus ojos. Fue como si se hubiera
puesto a examinar el mundo desde una profundidad mucho ma­
yor que la de sus contemporáneos o sus antecesores. Pero cada
una de esas revelaciones se nos muestra tan sólo a la luz del
sistema íntegro, con relación a la premisa general de que el su­
jeto es la sustancia, y con referencia al lugar que ocupa en la
tríada capital L og os -N aturaleza -E s p ír it u , a través de la cual
se desarrolla la dialéctica del Espíritu Absoluto.
Todo el sistema universal de Hegel se despliega alrededor
206—Alberto Vanasco

de esta intuición básica de la que obtiene su fuerza, su unidad


y su certeza. Todo es desarrollo de ese Espíritu Absoluto, des­
de el puro ser pasando por la materia, donde se aliena, hasta
llegar a la vida, en que se realiza. Desde la Fenomenología y la
Ciencia de la Lógica a la Enciclopedia y las lecciones de Berlín,
la estructura cíclica del sistema universal va cobrando su forma:
Hegel ve la Idea en todas partes, la ve dettás de la infini­
tud de los fenómenos en general y en los fenómenos mismos,
207—Vida y obra de Hegel

la ve en las manifestaciones físicas y biológicas, como aún


hoy la sigue hallando la ciencia en la esfera del macro y del
microcosmos, en la estructura atómica o en la genética o en el
orden celeste hasta donde ha incursionado. No obstante, nin­
guna palabra ha pronunciado Hegel en cuanto quién ha pen­
sado o piensa esa Idea. No es científico preguntarse esto, o no
interesa, o dicha Idea no necesita ser pensada por alguien. Está
ahí y eso basta para el pensamiento especulativo. Nada queda
en el sistema hegeliano de la vieja trascendencia. Se podría de­
cir que su filosofía se limita a la descripción de un resultado, de
una evidencia. Nada dice más allá de lo que se hace manifiesto.
De allí que la teleología de Hegel no propone un principio ni
un fin, sino que registra lo que se exterioriza, que es principio
y fin en sí mismo en cada estado. Dios existe en la medida en
que se ha manifestado, y nada más. Hegel encontró y puso al
hombre detrás de todas las expresiones de la realidad. No por­
que su pensamiento se concretara en la materia sino porque su
Concepto ocupaba el lugar de la «cosa en sí», el último reducto
de la realidad, inaccesible hasta ese momento a la Razón. Y el
hombre se enajena si pone en su lugar otra cosa. No precisa­
mente el hombre terrestre, en general, y en forma exclusiva,
sino la vida universal inteligente, la vida racional dondequiera
se dé. Identificaba, por otra parte, así, el fundamento del Pro­
testantismo, con el del conocimiento especulativo. Hegel no en­
gañaba a nadie, ni a teólogos, ni a filósofos, ni a estadistas, ni
a revolucionarios: lo que había que hacer era tan sólo esperar
que el sentido total de su concepción sistemática del mundo se
concretara.
Marx y Kierkegaard representaron las dos reacciones más
coherentes y serias que esta grandiosa concepción de la historia
del hombre habría de provocar en el siglo xix. £1 primero ata­
có los aspectos metafísicos de su sistema, impugnando su apa­
rente panteísmo, y trató de reducir el movimiento del Espíritu
al de la materia, conservando la interpretación dialéctica de su
desarrollo, pero, también, en el plano exclusivamente de la his­
toria, no pudo prescindir de la teleología hegeliana.
Kierkegaard, por su parte, reaccionó en nombre del indivi­
dualismo burgués frente a una cosmovisión filosófica que afir­
maba la comunión espiritual de todos los hombres y unificaba
naturaleza e historia. Kierkegaard hace oír su voz defendiendo
el yo individual que no desea ser contaminado por la presencia
y las exigencias de los demás hombres. Habla en él el horror a
la promiscuidad del mundo. Es, por ello, una protesta de la
interioridad que puede ser tal porque se halla a cubierto de las
contingencias del exterior. Kierkegaard reclama por los dere­
chos de su clase a mantener sus conquistas en un mundo escin­
dido. Su moral se limita al amor al prójimo como a uno mismo,
amor que se agota en la práctica personal y deja de lado al gé-
neto humano con todos sus vínculos sentimentales, económica
y culturales. Por esa razón el grito de Kierkegaard se ahog^
entre cuatro paredes.
El Dios de Hegel era el Concepto. En el principio no era,
en consecuencia, el Verbo. En el principio era el Concepto.
Hegel no exigía una religión para ese Dios al que no hacía nin­
guna concesión, salvo la del conocimiento. La ciencia era la en­
cargada de desentrañar lo que era, lo que había sido, lo que
sería la Verdad.
Marx habría de suprimir en el sistema la Idea, dejando a la
intervención del azar la determinación de las distintas figuras.
Uno u otro tendrá la razón. El veredicto último lo dará la cien­
cia, cuando alcance el Saber Absoluto. Pero de una u otra for­
ma lo cierto es que vivimos en un mundo que sólo puede encon­
trar su sentido en sí mismo, sea la Idea o el Azar lo que lo
produce. Su única trascendencia se halla en la historia.
Este proceso general del Espíritu culminaba para Hegel
—como también luego para Marx— con la vida. El Arte era
la florescencia última de este autodesenvolvimiento. Era la con­
templación de sí mismo, la felicidad, la dicha de revivir cons­
tantemente: tal era la meta suprema del proceso total.
En la Fenomenología, Hegel había advertido: La vida de
Dios y el conocimiento divino pueden, pues, expresarse, tal vez,
como un juego del amor consigo mismo, y esta idea desciende
al plano de lo edificante y aun de lo insulso si faltan en ella la
seriedad, el dolor, la paciencia y el trabajo de lo negativo.
La trascendencia de ese fin ha de ser muy elevada para jus­
tificar tanto esfuerzo, tanto trabajo, tanto despliegue de imagi­
nación, de grandeza, de paciencia y de dolor.
APÉNDICE

En agosto de 1796 Hegel escribió este


poema que dedicó a Holderlin y que ti­
tuló Eleusts:

En torno a mí, en mí habita el sosiego,


se adormece el afán de los hombres atareados
y me conceden la libertad y el ocio.
Gracias te sean dadas, a ti, mi liberatriz,
oh noche; con un velo de vapores blancos
k luna circunda los límites inciertos
de las colinas lejanas; como un signo amistoso
reluce la franja luminosa del lago...
El día con su molesto fragor se aleja en mi recuerdo
como si entre él y el ahora se interpusieran años;
tu imagen, oh bien amado, se me hace presente
con la alegría de los días ya idos, pero pronto ella cede
a la esperanza más dulce del rencuentro.
Ya me parece ver la escena tanto tiempo anhelada
del abrazo ardiente y luego la de las preguntas,
210—Alberto Vanaseo

la de la recíproca exploración de nuestras almas,


a fin de averiguar lo que ha cambiado en el amigo,
en la actitud, en la expresión, en el espíritu.
Y por fin esta alegría suprema: la certidumbre de encontrar
más firme y más madura aún
la fidelidad a nuestro antiguo pacto,
ese pacto que ningún juramento selló,
este compromiso de no vivir sino para la verdad libre,
y de no convenir jamás, jamás la paz
con la ley que impone su norma a las ideas y al sentimiento.
Ahora el deseo que me llevaba ligeramente hacia ti
sobre montes y ríos
parlamenta con la ponderable realidad
aunque en seguida un suspiro anuncia su desacuerdo
y con ¿1 huye a toda prisa
el sueño de dulces fantasías.
Mis ojos se elevan hacia la bóveda eterna del cielo,
hacia ti, astro rutilante de la noche,
y el olvido de todas las promesas, de todas las esperanzas,
se derrama sobre mí desde lo alto de tu eternidad.
El espíritu se pierde en esta contemplación,
aquello que llamaba mío se desvanece,
me abandono a lo inconmensurable,
estoy en él, soy todo, no soy más que eso.
El pensamiento que ha vuelto a sí se estremece ante lo infinito
y lleno de estupor no alcanza a captar
la profundidad de esta contemplación.
La imaginación aproxima el espíritu de lo que es eterno,
lo une con la forma. Sed bienvenidos,
espíritus sublimes, sombras egregias,
en cuyas frentes refulge la perfección.
No os asustéis, yo lo siento:
la seriedad, el resplandor que os rodea
son también el éter de mi país natal.
Ah, si ahora las puertas de tu santuario
pudieran abrirse por sí solas ¡oh Ceres,
tú que imperas en Eleusis!
Ebrio de entusiasmo yo sentiría ahora
211—Vida y obra de Hegel

el temblor de tu presencia,
comprendería tus revelaciones,
interpretaría el sentido elevado de las imágenes,
oiría los himnos que resuenan en las comidas de los dioses,
las sabias sentencias de sus consejos.
Pero tu templo ha enmudecido, oh diosa.
El tropel de dioses ha huido nuevamente hacia el Olimpo,
haciendo abandono de los altares sagrados,
y el genio de lo desconocido, que los había atraído hasta aquí
[abajo con sus encantos,
ha huido ante el sepulcro de la humanidad profanada.
La sabiduría de sus sacerdotes se calla, ningún eco de los
[sagrados misterios
ha llegado hasta nosotros, y es en vano
que el indagador ejerza su curiosidad,
más que el amor por la sabiduría (los indagadores pretenden
[tenerla
y te desprecian), y para satisfacerla
excavan para desenterrar palabras
en que tu espíritu sublime haya dejado su impronta.
Es inútil. No han logrado recoger más que polvo y cenizas
en que tu vida no volverá a renacer nunca para ellos.
Aunque se complacen también en la pudredumbre y en la
[muerte,
ellos, que están eternamente muertos, la gente satisfecha:
es en vano: no queda ningún signo de tus fiestas,
ninguna huella de tu imagen.
Para los hijos de la iniciación, la multitud de enseñanzas su-
[blimes,
la profundidad del sentimiento inefable, eran demasiado sa­
grados
como para que estimaran que sus signos se habían desecado.
El propio pensamiento no puede apresar al alma
que fuera del tiempo y del espacio,
sumida en el presentimiento de lo infinito
se olvida de ella misma y luego despierta de nuevo a la con-
[ ciencia.
Aquel que aspira a hablar de esto a los otros,
aun cuando se expresara en la lengua de los ángeles, sentiría
[la pobreza de las palabras,
temblaría por haber concebido tan mezquinamente las cosas
[sagradas,
212—Alberto Vanaseo

por haberlas hecho tan pequeñas,


de modo que hablar de ellas le parece un pecado
y, estando vivo, se calla la boca.
Lo que el iniciado se ha prohibido a si mismo de este modo,
una sabia ley le prohíbe revelarlo a los espíritus indigentes,
aquello que una noche sagrada él ha visto, oído, sentido,
a fin de que lo mejor de él no se vea turbado en su contem-
[plación
por su grosero estruendo, a fin de que su vacua charlatanería
no lo irrite contra las cosas sagradas,
para que éstas no sean arrastradas por el fango de tal modo,
que uno pueda hacer de ella un objeto de memorización,
a fin de que no se convierta en el juguete y la mercancía del
[sofista
que la ha vendido por unos pocos centavos,
ni en la capa del hipócrita elocuente,
ni aun en la férula con la que se castiga al alegre muchacho,
y que por último se vacía, hasta el punto
de no extraer la vida sino del eco de bocas extranjeras.
Tus hijos, oh diosa, celosos de tu honor, no lo han arrastrado
[ni a la calle ni al mercado,
lo han conservado como algo precioso
en el santuario recóndito de su corazón.
Y es porque tú no has vivido a flor de sus labios.
Sus vidas te rendían homenaje. Tú vives todavía en sus actos,
aun esta noche te he sentido, santa divinidad.
A menudo te me has revelado también por la vida de tus hijos.
A menudo presiento tu presencia, como la vida de sus actos.
Eres el pensamiento sublime, la fe fiel,
que, porque es una divinidad,
no vacila jamás, ni aun si todo se derrumba.
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217—Vida y obra de Hegel

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sofo): 157. 177. van B autista , san: 40.
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H e g e l , Georg Ludwig (hermano Kalb, Charlotte von: 35. 36. 53.
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H e g e l , Georg Ludwig Friedrich 30, 33, 34. 36, 38. 39. 40, 41,
(hijo del filósofo): 104, 113, 148, 42, 45, 47, 48, 49. 49-50. 61,
177, 205, 204. 74, 81, 91, 92, 95. 96, 97-98, 123,
H e g e l , Karl von (hijo del filóso­ 141, 145, 151, 182. 185-186, 194,
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22. 23. 25. 27. 28, 29, 35-36, 39, L e s s in c (Gotthold Ephraim): 19.
40. 41, 42-43. 44. 51. 52-54, 56, 43, 43-44 (nota), 47. 48. 72. 90.
59-60, 61, 62, 69, 102-103, 110, 135, 194.
121. 135, 210. L iebenskind , lohann Heinrich:
H o n d t , Jacques d ‘: 59 (nota). 121.
Horen, Die: 34, 57. L o n g in o : 16.
H o t h o , Heinrich Gustav: 202. L u is E ugenio , duque de Wfirttcm-
H ufeland, Gottlieb: 80, 113. bcrg: 50-51.
H iifnacel , Wilhelm Friedrich: 77 L utero , M a rtin : 14, 30, 39.
H u m b o i .d t , Alcxander von: 13.
H ume, David: 61. Manual (de Flavio Am ano): 16.
Hyperion (de HÓldcrlin): 42, 59, M a r a t , Jean-Paul: 69.
M a r c ió n : 46 (nota).
M a r h e in f .k e , Philipp Konrad: 193,
Ideas relativas a una Filosofía de
218—Alberto Vanasco

202.
la Naturaleza (de Schelling): M a r x , Karl: 189. 208, 209.
60, 74. IOS. _ M atf .o , san: 63.
Ideas sobre la Filosofía de la His­ M f iim e l , Gottlob Ernest Augnst:
toria (de Herder): 21. _ 87.
lenaische AUgemeine Literatur-Zei- M elanchton : 125.
tung: 88. Memorabilien: 34. 36. 37. 41.
Iliada (de Homero): 16. M erkel , Paul Wolfgang: 133.
Indagaciones acerca de la Asfrolo- M ever , Daniel Christopli: 102.
gia, la Química y la Magia (de M ichaelis , Carolina: 103.
W indisrhmann): 135. M ichelet , Karl Ludwig: 202.
M ocung, Friedrich Heinrich: 24, R afael: 82.
60. R aumer , Friedrich Ludwig Georg
M oisés : 64, 92. von: 165, 166, 170, 175.
M ontesquiku , barón de: 61. R einhold , Karl Lconhard: 25, 37,
M o n t c e l a s , Maximilian |oscph: 42, 43, 79, 80, 81, 92.
114. «Relación entre el Escepticismo y
Moreau, lean-Víctor: 56. la Filosofía» (de Hegel): 93-94.
M o s c h e , Christian |ulius: 77. Religión dentro de los limites de
M uerte de César, La (de Voltai- la pura Razón, La (de Kant):
re): 118. 34, 49-50.
Religión en relación íntima con la
Napoleón Bonaparte: 104-106, Ciencia, La (de Hinrichs): 203.
107, 111, 113. 127, 127-128, 128 Religión popular y Cristianismo
(nota), 160-161. 163-164. (de Hegel): 29-33.
Nathan (de Lessing): 19. R e n z , Karl Christian: 24, 37, 60.
Neue Thaliai 42. República, La (de Platón): 149.
Neue Zeitschrifti 89. Revista Crítica de Filosofía: 87­
N ewton, Isaac: 86, 140. 88. 89-98.
Nibelungos, Los: 162. Revista Filosófica: 46, 53, 55.
N iebuhr, Barthold Georg: 175. R o s e n k r a n z , Karl: 169 (nota),
N ie t h a m m e r , Friedrich Emmanuel: 202.
46. 79. 103. 105. 106, 113, 114, R o u s s e a u , lcan-Iacques: 23, 185­
114-115, 117, 119, 119-120, 122, 186.
123-124, 126, 127, 128, 128 (no­
ta), 129, 131-132. 133. 142, 145,
159. 163. 169. S an» , Karl Ludwig: 192.
Novaus: 13. Schelling , Friedrich Wilhelm Jo-
«Nueva Deducción del Derecho seph von: 13. 21-23. 24, 25. 27.
Natural» (de Schelling): 74. 29, 34, 36-39, 40-47. 51, 52, 52­
Oberdeutsche Alleemeine Literatur 53. 55-56, 60, 62, 69, 74-77, 78,
79. 80, 81-84, 86, 88, 89, 90, 91.
Zeitung: 121, 143. 95, 97. 98. 102-104, 107. 113, 114,
O stheim , Charlotte Marscbalk: 28­ 116, 117-118, 122-123, 128 (nota),
29. 134, 135. 136, 137, 140, 141, 143,
145, 151, 203.
P ablo , san: 46 (nota), 52. Schelling , Joseph Friedrich: 21.
P aul, |ean: 195. Schelling , Carolina: 113.
P aulus , C a ro lin c: 133. Sc h iller , Johann Christoph Frie­
P aulus , H ein rich E b erh ard Gott- drich von: 13, 25, 28, 34, 42,
lo b : 34, 36, 37, 41, 79-80, 103, 57, 61, 79, 135, 194-195, 195.
113, 114, 125, 129, 132. Schlegel , August Wilhelm von:
Pensamientos sobre la verdadera 103-104, 195.
estimación de las fuerzas vivas Schlegel , Friedrich: 122.
(de Kant): 25. Schleiermacher , Friedrich Ernest
P k ric le s : 13. Daniel: 177, 193. 202.
P faff , lo h a n n W ilh elm A nd reas: S chnurrer , Christian Friedrich:
135, 138-140, 149. 29.
P fister , Johann Christian: 24, 60. Schuckmann , von: 165, 166-167,
P iazzi, Gtuseppe: 87. 170.
P it Xc o r a s : 140. Schui .7.e , Gottlob Ernest: 93-94.
Schulze , lohannes: 193, 202.
219—Vida y obra de Hegel

P lató n : 23, 86, 101, 143, 144, 149,


183, 187. S eebeck , Thomas lohann: 111,
Positividad de la Religión Cristia­ 117. 143. '
na, La (de Hegel): 40, 54, 71­ Shakespeare , W illiam: 18, 82.
73, 93. S inclair , Isaak von: 24, 56, 59,
Presentación de m i Sistema de Fi­ 121, 134, 135. 135-137.
losofía (de Schelling): 81. Sistema de la Ciencia (de Hegel):
Primer esbozo de un Sistema de 116-117.
Filosofía de la Naturaleza (de Sistema de Moralidad Social (de
Schelling): 60, 74. Hegel): 98-99.
Principios de Fxonomia Política Sistema del Idealismo Trascenden­
(de Steuart): 71. tal (de Schelling): 80.
P ro clo : 205. Sobre algunas diferencias entre los
poetas antiguos y modernos (de 16.
T á c ito :
Hegel): 18. Timeo (de Platón): 86.
Sobre el alma del mundo (de Sche- T a u l e r , |ohann: 61.
lling): 60, 74. T ieck, Ludwig: 122, 195.
Sobre el Bill de Reforma Inglesa T u c íd id e s : 17, 61.
(de Hegel): 20S. T u c h k r , Jobst Wilhelm Karl von:
Sobre el Principio y los problemas 130, 131, 158.
fundamentales del Ststema de T u c h e r , Marie Helena Susanna
Fichte (de Fischhaber): 88. von (mujer de Hegel): 130-131,
Sobre la Doctrina de Spinoza (de 133. 156, 158, 174-175.
(acobi): 145.
«Sobre la Esencia de la Critica Fi­ U l r ic h , Karl: 193.
losófica en general» (de Hegel):
89-90. V an G h e r t , Peter Gabriel: 128-
Sobre la posibilidad de una forma 129, 134. 137-138, 162, 202.
de Filosofía en general (de Sebe- Verdad y Certeza (de Sinclair):
lling): 42, 45. 135.
Sobre la religión de los griegos y Vida de Agrícola (de T ádto): 16.
los romanos (de Hegel): le.
«Sobre las maneras de tratar cien­
tíficamente el Derecho Natural»:
,
Vida de Jesús (de Hegel): 33-40,
40, 45, 48. 51 52.
Vidas en linea ascendente (de Von
97-98. Hippel): 46.
«Sobre los mitos, lasleyendas his­ V o l t a i r e : 18, 118.
tóricas y las máximas de la An­ Vot-Z, Karl Fricdrich: 77.
tigüedad» (de Schelling): 34. Voss, Johann Heinrich: 191.
Sócrates : 31-82, 38.
S ó fo c le s : 16-17, 82. W erneburc, Johann Friedrich
S p in o z a , Baruch d e : 23, 41, 42, Christian: 87.
44, 62, 81, 145, 146, 199. W ifxand, Christoph M artin: 29.
St o g e r , Karl Friedricb von: 28. W increlmann, Johann Toachira:
29. 35, 54. 21. 194.
S te ig e r, María Caiharina von: 29. WtNDtSCHMANN, Karl Joscph Hic-
S te u a r t, James: 71. ronymus: 134. 135,' 142.
Storr , Gottlob: 26. 41. W ó ix n e r , Christoph: 49.
Str Oh i . in , F ricd rich la k o b : 102.
Sturm und Drang: 83. Z e lu ia n n , Christian Gottlob: 115.
SOsskind , lohann Gottlob: 24, 60,
143.
Indice

11. Prólogo.
I/S tuttgart (1770-1788)
13. Los primeros estudios.
II/T ubinga (1788-1793)
20. Los estudios universitarios.
III/B erna (1793-1796)
28. £1 primer preceptorado. Los primeros escritos teoló­
gicos.
29. «Religión popular y cristianismo.»
33. La «Vida de Jesús».
40. «La Positividad de la Religión Cristiana.»
I V /F rankfurt (1797-1800)
55. Los últimos escritos teológicos. El fin del preceptorado.
61. «El Espíritu del Cristianismo y su Destino.»
67. Los escritos políticos.
71. El fragmento de 1800 introductorio a la «Positividad de
la Religión Cristiana».
73. El Fragmento de Sistema de 1800.
V / J ena (1801-1806)
78. Hacia la «Fenomenología del Espíritu».
81. «Diferencia entre los Sistemas filosóficos de Fichte y de
Schelling.»
84. Sobre la Constitución de Alemania.
85. «Dissertatio philosophica de Orbitis Planetarum.»
87. Las Reseñas bibliográficas.
89. Los cinco ensayos de la «Revista Crítica de Filosofía».
98. «El Sistema de Moralidad Social.»
99. Sistema de Jena (1801-1806).
106. La «Fenomenología del Espíritu».
V I/B am berg (1807-1808)
111. La labor periodística.
V I I /N urem berg (1808-1816)
125. Hacia la «Ciencia de la Lógica».
141. «La Ciencia de la Lógica.»
V I I I / H e id e l b e r g (1816-1818)
168. La «Enciclopedia de las Ciencias Filosóficas».
IX /B erlín (1818-1831)
180. «La Filosofía del Derecho.»
194. La Estética.
198. La Filosofía de la Historia.
200. La Historia de la Filosofía.
X /E p íl o g o
206. E l Espíritu Absoluto.
210. Apéndice.
214. Bibliografía.
217. Índice personajes y obras.

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