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Tramar un déjà vu

Pepe Portillo

2ª edición

Luna Azul, Tecnología de la Información


Primera edición, 2017
Segunda edición, 2019

D.R. © 2019, José Portillo Parra

Luna Azul, Tecnología de la Información


Calle Quinta y Progreso, No. 1508
Barrio San José
Ciudad Madera, Chihuahua, México
C.P. 31943
A Don Rubén Meléndez,
el primer filósofo
intencionalmente en blanco
PREFACIO A LA SEGUNDA EDICIÓN

A dos años de la publicación de la primera edición, los lecto-


res me han retroalimentado copiosamente. Tal interlocución
es la acción creativa verdadera. La obra literaria en el momen-
to de su escritura todavía no puede llamarse tal. Entonces solo
es una propuesta. Es hasta que tiene lectores y es criticada por
ellos que la obra nace. Afortunadamente, la presente ha tenido
ya muchos renaceres.
Coincidentemente, hace apenas cinco días ha sido funda-
da una biblioteca en honor y con el nombre de mi hermano
Ezequiel Portillo Parra, heroico maestro de escuela fallecido
hace cuatro años. Ese hecho me ha inspirado a reeditar la pre-
sente en formato electrónico y distribuirla libre y gratuitamen-
te no sin antes hacerle una necesaria ampliación obedeciendo
no a causas arbitrarias. Simplemente, había olvidado un pasaje
de mediana importancia en mi autobiografía intelectual. Tal
omisión, un tanto imperdonable, aquí ha sido subsanada. Los
lectores de la primera edición se darán cuenta de qué pasaje se
trata, máxime porque en esta nueva edición ha quedado como
un capítulo enteramente nuevo. No diré cuál es, puesto que los
primeros lectores lo descubrirán fácilmente por su cuenta y a
los nuevos les parecerá irrelevante el saberlo. Aparte de eso,
solo añadí un párrafo a la introducción. Como el añadido es
una reseña de otro libro, apenas si causa un impacto casi nulo
en el sentido y significado de la edición original.
Agradezco a todos los lectores, tanto a los que se han co-
municado conmigo como a los que se han guardado privada-
mente su opinión. Los funcionarios de la Secretaría de Cul-
tura con los que me siento especialmente en deuda son Raúl
Manríquez, Enrique Servín, Edgar Trevizo y Reneé Acosta. En
Madera, el Gobierno Municipal me otorgó un reconocimien-
Pepe Portillo
to en la forma de una bonita placa. Es muy saludable que el
pueblo premie a sus artistas a través de sus representantes. La
lista de mis amigos a quienes debo gratitud por hacer posible
esta obra es amplia. Afortunadamente, no tengo que escribirla
puesto que sería redundante, la mayoría aparecen ya dentro de
ella junto con las circunstancias que nos reunieron. Acaso solo
tenga que agregar a Héctor, que en paz descanse, y a Chayo,
mis amiguitos de infancia, mis vecinos. Ellos aparecieron en
mi vida cuando todavía no tenía inquietudes intelectuales y, de
la misma forma, las inquietudes intelectuales nos separaron.
Con todo, la huella que imprimieron en mi vida sigue fresca.
Mi total agradecimiento para ellos. A la familia, obviamente,
se le debe mencionar y agradecer para no parecer un desnatu-
ralizado. Ya que ellos están acostumbrados a que yo sea como
soy y así me aceptan, las palabras salen sobrando.

Madera, 17 de abril de 2019.

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INTRODUCCIÓN

R ayk Wieland viajó al fin del mundo y encontró la casa de su


abuela, la infancia, el hogar.
2010, año de acontecimientos: murió mi abuela, que era
como mi madre porque ella me crió; celebramos el único tor-
neo internacional de ajedrez en Madera; conocí a una pléya-
de de personajes que entonces tenían alguna influencia en el
ajedrez estatal, influencia que habría de aumentar estratosféri-
camente en los siguientes siete años, Jorge Jaime Montaño, el
árbitro Carlos Nevárez Mills, la futura maestra Ivette García;
Raúl Manríquez Moreno, escritor de Ciudad Cuauhtémoc, me
invitó al Encuentro de Escritores de Ensayo y Crítica Literaria;
conocí a Rayk; comencé este libro. El comienzo no fue en el
editor de textos, ni en la libreta, fue en la imaginación. Siete
años después, tecleo las primeras palabras de esta historia, lue-
go de una postergación que la realidad hizo insostenible. O la
escribía o dejaba pasar la oportunidad de cumplir con un obje-
tivo vital que mi vocación filosófica me planteó desde siempre.
Es que yo también acabo de estar en el fin del mundo, cierta-
mente, no en la geografía, como lo hizo Rayk, sino existencial
y hasta míticamente. Qué alegría evitar hablar en categorías
espaciales porque también odio los viajes y los exploradores
como el legendario antropólogo belga. El fin de uno de mis
mundos, pues. Treinta años de liderazgo en el ajedrez organi-
zado municipal toparon con un muro helado. Por ahora, hay
que dejar la narración de esos estragos para otro instante. Vol-
veré a 2010.
Los participantes del encuentro literario nos hallábamos
comiendo en un restaurante menonita. Antes hay que acla-
rar que Rayk Wieland es un novelista alemán, célebre por su
Sugiero que nos besemos, que justo en ese momento ya estaba
Pepe Portillo
publicada en lengua original y la traducción al español iba par-
cialmente avanzada. Felizmente, hoy en día ya está publicada
en español. Se trata de un exótico drama romántico con crítica
política, atravesado, literalmente, por el derrumbe del muro de
Berlín, puesto que los dos personajes integrantes de la pareja
vivían cada uno en una de las dos alemanias de la Guerra Fría.
En él hay la nostalgia de la adolescencia aun habiendo transcu-
rrido en tiempos de opresión estatal. Contiene la misma clase
de exotismo que uno puede hallar en Andrei Tarkovsky, Bella
Tarr y Stanislaw Lem: la estética de la resistencia contra la bu-
rocracia estatal.
Rayk fue el invitado de honor al encuentro, que duró tres
días. Lo interesante es que nació y se crió en la República De-
mocrática Alemana, tras la cortina de hierro. Nos sirvieron
una sopa de papas con chorizo menonita, que es todo, menos
picante. Los pueblos nórdicos, caucásicos, carecen de la vehe-
mencia peritanatológica latina que nos orilla a encontrar placer
en la sensación de quemarse la lengua con capsaicina. Aunque,
realmente el placer no está en el dolor, sino en el alivio poste-
rior. Es como darse una salida desnudos de madrugada en la
noche más fría de invierno, abandonar la calidez del interior
de la vivienda, sentir la congelación toda de un golpe, aguantar
lo más que se pueda, que siempre serán unos pocos segundos,
y volver a entrar corriendo. Justo entonces, la calidez se ex-
perimenta como un alivio, una sensación de agradecimiento
con la vida por dejarnos saber que existen dos mundos super-
puestos y que estamos en el mejor de ambos. El segundo pla-
tillo lo encontré un tanto repugnante, una especie de ravioles
gigantes sin caldo, como tortilla de harina cruda, rellenos de
requesón. La sugerencia era ponerles mermelada, aunque po-
dían comerse también con sal. El sabor no era lo desagradable,
sino la sensación de ahogarse al tragarlos y la manera como
se pegaban al esófago. Terminado el suplicio me salí a fumar.
Afortunadamente para mucha gente, la prohibición de fumar
en lugares públicos estaba bien establecida ya. Al poco rato
salió también Rayk. Supe que buscaba compañía. No hablaba
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español; teníamos que entendernos en inglés con él. Éramos
pocos los que hablábamos esa lengua. Raúl Manríquez la ha-
bla, pero él, como organizador, siempre estaba ocupado y rara
vez atendía personalmente a Rayk. Unos colombianos, estu-
diantes de la University of Texas at El Paso, también hablaban
inglés y estaban más o menos permanentemente disponibles,
pero eran demasiado jóvenes como para que él congeniase con
ellos. Por lo que me tocó ser su principal interlocutor.
—¿En qué estás trabajando? —me preguntó. Entendí que
se refería a qué obra estaba escribiendo al momento.
—Un libro sobre filosofía de la cultura popular.
—¿Como Marcuse?
Eso me hizo sonreír. «Ojalá algún día sea comparado con
Herbert Marcuse. Significaría que mi obra filosófica habría al-
canzado una influencia global». Tal pensamiento me resultó
mínimamente irónico.
—No, no tan general. Solo sobre una parte de la cultura
popular —estaba siendo intencionalmente críptico.
Prevenir hablar demasiado sobre planes futuros me evita
la postergación. Es que hablar de los proyectos puede causar
que se incurra en la fantasía de creerlos ya realizados con el
riesgo consecuente de dejar de hacer las cosas. Pero, él insistió.
—¿Qué parte?
—Chess
Como he mencionado, toda la conversación fue en inglés.
Escribo esta parte en la lengua original porque su pronuncia-
ción dio lugar a un gracioso equívoco.
—¿Qué instrumento tocas?
Quedé perplejo. Tardé unos segundos en deducir que él
había escuchado “jazz” y corroborar que mi pronunciación del
inglés debe ser realmente mala. Una vez corregido el equívoco,
noté un vivo interés suyo en el tema y un gran respaldo moral.
Me animaba a llevarlo a cabo. Es por eso que no tuve corazón
para desilusionarlo diciéndole que todavía no había puesto ni
una sola palabra en la página. Que era mi último proyecto y
no sabía a ciencia cierta cuándo iniciaría la redacción. Hoy
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Pepe Portillo
que inicia, la necesidad lo ha convertido en una autobiogra-
fía intelectual. Pero, ¿qué es una biografía intelectual sino el
relato de cómo un pensador creó su obra? Y mi obra ha sido,
y continuará siéndolo, una filosofía del ajedrez. No intento for-
mar campeones de ajedrez, sino pensadores, revolucionarios y
creadores del ajedrez. Eso me parece suficientemente filosófi-
co.
¿A qué fin de qué mundo viajó Rayk Wieland? El en-
cuentro literario se había inaugurado de noche, el día antes de
nuestra conversación sobre ajedrez. Nos citaron de tarde, a las
6:00 pm. Era mayo, estación en la que a esas horas todavía hay
un poco de sol. Tardó buen rato para que comenzara. Después
de los discursos inevitables y los mensajes de bienvenida, hubo
un par de ponencias y el honor de cerrar la velada le fue otor-
gado a Rayk. Habló en alemán y los curadores del Museo Me-
nonita, un matrimonio formado por una mexicana y un me-
nonita, fueron los traductores. Luego de agradecer, Rayk soltó
una frase que entonces me pareció excesiva pero que luego tra-
té de comprender, en el sentido amplio del término, fusionar
horizontes, ponerse en el lugar del otro por un momento. Dijo
“para mí estar en Cuauhtémoc parece como si estuviera en el
fin del mundo”. La interpretación caritativa que terminé otor-
gándole a su expresión es irrelevante para esta historia.
Las primeras palabras que crucé con él fueron poco más
de una hora después, durante la cena. Nos llevaron a un magní-
fico restaurante. En uno de los salones juntaron muchas mesas
en fila para formar una sola enorme como de comedor de mo-
nasterio. Me tocó sentarme frente a uno de los traductores de
la conferencia de Rayk, la mujer, señora de cincuenta y tantos
años, bastante agradable. Él estaba sentado junto a los traduc-
tores, a un par de asientos del de la señora, junto al hombre.
Es natural que se mantuviera cerca de las únicas personas que
hasta el momento podían hablarle y entenderle. Comencé a
conversar con la traductora, cuyo nombre nunca supe. Fue ella
la que me dijo que Rayk, además de alemán, hablaba inglés.
El día siguiente estaba programado un tour a los campos
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menonitas por la mañana, antes de las ponencias, que inicia-
rían a las 3:00 pm. La mía sería la segunda de la tarde, después
de la de una colombiana que hablaría sobre libros para niños
publicados en Chihuahua. Yo daría una reseña crítica históri-
ca de obras literarias de autores maderenses. Llegada la hora,
nos hicieron sentarnos a una mesa, en el centro del escenario
del Teatro de Cámara de Ciudad Cuauhtémoc, a la colombia-
na que iniciaría la primera ronda; a María Dolores Guadarra-
ma, poeta cuauhtemense, que participaría enseguida de mí; a
Andrés Espinosa, poeta cuauhtemense de origen veracruzano,
quien sería el presentador, y a mí. Mis credenciales literarias
para estar allí eran muy modestas; estudié en el taller litera-
rio de Raúl Manríquez y había sido subdirector de una revista
cultural, Encuentros y perspectivas. En lo que nos instalábamos
subió Rayk un tanto intempestivamente al escenario. Es que
me andaba buscando para despedirse. Por el ruido de los pre-
parativos no supe si dijo que en quince o cincuenta (fifteen o
fifty) minutos saldría a tomar su vuelo de regreso a Ciudad de
México. El aeropuerto General Roberto Fierro es el más cer-
cano a Ciudad Cuauhtémoc, un viaje en coche de 2 horas. Por
tanto, Rayk se refería al tiempo que le tomaría hacer maletas
y abordar su transporte terrestre hacia el aeropuerto. Otra vez
me insistió.
—Chess philosophy. It’s a great theme. Huh?!
Así nos despedimos, sonrientes y con una gran camara-
dería.
Durante el tour, uno de los lugares a visitar había sido
una panadería tradicional menonita en medio de la campiña.
Mientras nosotros comprábamos, Rayk trabó conversación
en alemán con los hombres del campo. Al poco tiempo, Raúl
Manríquez nos informó que el padre de la familia, un menoni-
ta de unos setenta y tantos años, había invitado a Rayk a reco-
rrer el campo y las tierras de cultivo, que Rayk se separaría de
nosotros y los menonitas se encargarían de llevarlo de vuelta a
Cuauhtémoc. Raúl ya les había dado las instrucciones necesa-
rias. Antes de la comida habíamos estado en el museo menoni-
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ta. Allí, justo en el momento en que nos mostraban un carruaje
de caballos en el establo, Margarita Muñoz, poeta parralense,
amiga íntima de Carlos Montemayor, le pide por favor a la cu-
radora/traductora que le pregunte a Rayk si la visita le trajo
algún recuerdo. “Dice que le recuerda la casa de su abuela”,
tradujo la curadora.
Un europeo de cultura germánica viaja a un país del que
sabe de antemano algunas cosas, que está en otro continente,
que allí se habla español y que aparte de estar días en la capital
—Rayk también hizo una presentación en la Ciudad de Méxi-
co—, tendrá que ir a una de sus provincias de la que no tiene
la menor idea. Desde el aeropuerto más cercano, lo llevan a
esa provincia en auto, atraviesa desiertos, luego llanuras. Fi-
nalmente está allí. Lo reciben mexicanos y da una conferencia
ante mexicanos. Tan exótico le resulta que fantasea con estar
en el fin del mundo, de su mundo. El día siguiente una ca-
mioneta lo lleva, junto con escritores mexicanos, por llanuras,
hacia rancherías más desconocidas aún y, voilà, topa con gente
de raza germánica que habla una variedad de su lengua y que
lleva allí largas décadas. Algo tan familiar como la casa de la
abuela.
Hoy que se ha presentado el fin de uno de mis mundos,
me preparo para emular la experiencia de Rayk Wieland, pasar
a través del fin buscando el reencuentro con las raíces. Este
será el relato de ello.

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CAPÍTULO I
DR. HANS ASPERGER

Para un niño con síndrome de Asperger, un trastorno del es-


pectro autista del desarrollo, el desorden es la cosa cotidiana
más intolerable en el mundo. Ese niño era yo. Claro, una que-
madura es más intolerable que el desorden, pero, mientras el
primero es cotidiano, la segunda es excepcional. El grado de
intolerancia al desorden está en razón directa al grado de au-
tismo. Un niño aspie tolera el desorden más que un autista,
pero menos que un neurotípico.
Jamás he tenido un diagnóstico oficial de síndrome de As-
perger. Lo descubrí en mí gracias a mi propio estudio de la
psicología. Leí las obras completas de Sigmund Freud; gracias
a Alexandra Elbakyan, la chica de Sci-Hub, pude informarme
en publicaciones académicas sobre ese asunto y otros afines;
me apliqué tests populares de la web; me uní a grupos de Fa-
cebook donde los aspies convivimos y compartimos historias e
inquietudes; leí autobiografías de aspies. Tengo certeza de que
esa es mi condición de vida. Nada que lamentar, por el contra-
rio, vivo ejerciendo la acción afirmativa cada vez que puedo.
Lo lamentable hubiera sido que nunca lo descubriera, que per-
sistieran las incógnitas, el devaneo mental de la adolescencia y
la veintena, cuando luchaba por hallar el sentido a mi pensar,
actuar y sentir.
A partir de mi experiencia personal, puedo dilucidar la
fenomenología del par orden/desorden tal como se hace dato
de conciencia en un aspie. El desorden que nos molesta es uno
muy particular. Por ejemplo, no nos molesta el caos del movi-
miento browniano, ni el de las capas de polvo, los escombros
y telarañas que se acumulan en un edificio abandonado. Nos
molesta el desorden que es producto de una acción, no de una
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omisión. Acción de agente humano, no animal, no vegetal, no
inorgánico. En resumen, nos molesta la obra mal hecha, enten-
diendo por ‘obra’ toda acción consciente que deje un registro,
aunque sea efímero, en el medio ambiente. Las palabras co-
rresponden a esa categoría porque por fracciones de segundo
se registran en el aire o, más perdurablemente, en la escritura.
La obra mal hecha es la obra desordenada, la que se ha hecho
sin esmero, sin armonía. La vulgaridad define la mala obra. Lo
vulgar carece de novedad, originalidad o importancia, luego,
está mal hecho, dado que la novedad, la originalidad y la im-
portancia falsamente provienen de la inspiración; provienen
del esfuerzo, del esmero, de la disciplina. El ethos aspie execra
la vulgaridad ajena, pero es de una crueldad implacable multi-
plicada infinitamente, como la de una Furia o Erinia, contra la
vulgaridad propia. Los aspies estamos condenados a ser origi-
nales y relevantes. Nos obliga una compulsión de autenticidad.
Hay aspies vulgares en la forma, jamás en el fondo. Cuando un
aspie cotidianamente se expresa con procacidad ello se debe a
que es un humorista, un irónico y fino polemista que subvierte
la moral del sistema, nunca un naco. Un examen cuidadoso
de sus dichos y hechos lo confirmará con la predictibilidad y
seguridad de un reloj suizo.
Cimentado en ese afán de orden, execración de la vulgari-
dad y compulsión de autenticidad, un ramillete de vocaciones
vino a mi vida. Primero vino la religión porque, en términos de
orden, ¿qué puede ser más superlativo que el orden eterno? La
observación y el razonamiento me hicieron darme cuenta que
un orden de naturaleza eterna no existe, que es imposible. Para
los once años ya era ateo. Al principio fue por mera inducción,
veía demasiada vulgaridad en los creyentes que me rodeaban.
Entre más piadosos y fieles —con más fe— se presumían,
daban indicadores de ser más estúpidos. Yo no quise acabar
como uno de ellos. Después fue por argumentación. Simple-
mente, las pruebas que los más sesudos creyentes han argüido
a lo largo de la historia son refractarias a la razón. No obstante,
mi vocación religiosa persiste. Soy un ateo a quien inspiran
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Tramar un déjà vu
sentimientos religiosos. Ciertamente, no sentimientos respec-
to a deidades, pero sí respecto a la necesidad, real o imaginaria,
de orden en el universo. Es una estulticia, al universo le impor-
tamos un comino, junto con el orden que ansiamos imponerle,
pero es mi estulticia constitucional. Eso me hace comprender
muy bien a los creyentes y hasta trabar amistad con algunos
de ellos, con los prudentes, los que no tienen la mórbida nece-
sidad de andarlo proclamando, de colgarse crucifijos o pegar
pececitos de latón cromado a la parte más visible del coche, ni
escuchan música dizque cristiana —una música vernácula, po-
pulachera, a años luz de la grandiosidad del canto gregoriano,
de las misas solemnes, de los oratorios—, ni creen ver cristos
o vírgenes de Guadalupe en la cocina, panes tostados o platos
de horno de microondas. Lo que nos diferencia es que ellos
no quieren esforzarse, buscan el orden ya hecho, en cambio,
yo trato de causarlo conscientemente. Creo que en el fondo
luchamos por un mismo fin solo que con grados diferentes de
facultades. Ellos conservan su temor a la muerte por una ig-
norancia de la biología, la química y la física del universo y,
especialmente, de la naturaleza anímica del ser humano. La
religión les ayuda a sobrellevarlo. Mi propio temor a la muerte,
pues nadie escapa de él, es uno informado, puesto en su lugar,
sin agigantarlo con creencias poco realistas de un pensamiento
mágico propio de estadios primigenios de civilización y acul-
turación. Cada quien hace lo que puede con lo que tiene.
Mis demás vocaciones se explican en torno a los mismos
afanes. La filosofía, que sustituyó a la religión y tiene que ver
con el orden en mi vida; el psicoanálisis, relativo a un orden
emocional; la literatura, para que las palabras sean obras bien
hechas; el ajedrez, diversión con armonía; la informática, para
organizar lo material.
Fue muy natural que me sintiera fascinado ante un juego
de tablero que llevó mi hermano Raúl un día a mi casa, cuan-
do él tenía trece años de edad y yo once. Había sido un regalo
de uno de sus compañeros de secundaria. Era un juego de ta-
blero, pero se lo habían regalado sin tablero, las piezas solas.
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Pepe Portillo
Dijo que podíamos jugar con el tablero de damas que yo tenía;
había sido un regalo de mi maestra de quinto grado cuando
gané un concurso académico. Pusimos manos a la obra. Apa-
rentemente, a Raúl solo le habían explicado las reglas por un
muy corto periodo porque algunas estaban equivocadas. Eso
solo lo supe después, cuando aprendí las reglas correctas. Por
ejemplo, dijo que el objetivo era comerse el rey del adversario.
Jugamos esa variante fortuita de ajedrez. Sentí que ese juego
era un problema por descifrar, un proyecto para toda la vida.
Por el lapso de unas semanas, fuimos tres los competidores,
Ezequiel, nuestro hermano mayor, y nosotros dos. Entonces
Ezequiel era el mejor, pero yo progresaba rápidamente. Una
tarde estábamos en casa mi abuela, un tío abuelo, caso agudo
de síndrome de Asperger, y yo. A propósito, mi abuela tam-
bién fue aspie. De la rama Armendáriz de mi familia heredé la
condición. En ese momento yo me hallaba estudiando el juego
para ver cómo ganarle a Ezequiel, cuando recibimos una visita
utilitaria. Eran dos vecinos, uno mayor y otro menor que yo,
pero yo no los conocía. Es que ellos vivían del otro lado de un
arroyo que pasa junto a mi casa. Todavía sigo viviendo donde
mismo. Mientras mi casa estaba a escasos metros del arroyo, la
suya estaba a cinco cuadras. Mis amistades entonces se limita-
ban a mi propio lado del arroyo y a lo que del otro lado se po-
día abarcar con la vista, dos manzanas a lo sumo. Los vecinos
que me hallaron estudiando posiciones en el tablero estaban
allí para comprar maíz, ventas al menudeo que hacía mi abue-
la de la cosecha de mi abuelo. Las cosechas de mi abuelo eran
masivas, grandes tráileres salían cargados de nuestras bodegas
y entregaban su carga en las bodegas de la Compañía Nacional
de Subsistencias Populares (CONASUPO), agencia guberna-
mental. Él dejaba una pequeña fracción para gasto doméstico
y ventas al menudeo.
—¿Sabes jugar? —me preguntó el mayor.
—Sí, ¿tú?
—¡Claro! Yo gané un concurso.
Entonces me retó y acepté. Nos pusimos a jugar, pero la
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Tramar un déjà vu
partida no pudo continuar. Pronto se hizo evidente que él sí
sabía jugar y yo no. Mis hermanos y yo habíamos estado ju-
gando una variante adulterada del juego. El niño se limitó a
hacerme la observación de que así no se jugaba, pero no me
enseñó la forma correcta. No volví a saber de él hasta doce o
trece años después, cuando ambos ya éramos adultos. Yo había
seguido con el ajedrez, él era maestro de primaria y el deporte
que practicaba era el rodeo, para él el ajedrez solo era un re-
cuerdo. Entonces entre nosotros surgió una amistad que per-
siste hasta hoy en día. Eso pertenece a otro capítulo. Por ahora,
solo daré su nombre, Rafael García Sánchez.
Apenas uno o dos meses después me llevaron a Ciudad de
México por haber ganado el concurso académico de la región
oeste del estado de Chihuahua. Me llevaron junto con otros
ganadores de otras regiones del estado. En Ciudad de México
confluimos alrededor de 600 niños de todo el país. Nos die-
ron hospedaje en dormitorios del antiguo colegio militar. En la
portería del dormitorio de varones, los militares de la guardia
tenían un tablerito con piezas de plástico y los aficionados al
ajedrez no tardamos en juntarnos a jugar y ver jugar. Cuando
pedí oportunidad de jugar me tocó con un niño que, si mal no
recuerdo, provenía de Michoacán. Volvió a pasar lo mismo. Yo
no tenía idea de qué significaba “jaque”. Yo había estado jugan-
do a comer el rey y tuvieron que ayudarme a hacer mi jugada
cada vez que me decían “jaque”. Durante ese viaje no volví a
intentar jugar ajedrez.
El conjunto de piezas que le habían regalado a mi herma-
no fue deteriorándose, algunas se rompieron. Era un conjunto
muy frágil, de plástico ultraligero, de color hueso y rojo, de
esos conjuntos estilo gótico, muy bonitos, tan populares en los
ochenta. Entonces les pedí dinero a mis abuelos para comprar-
me un ajedrez nuevo y me lo dieron. Esta vez ya fue un Staun-
ton, aunque de piezas pequeñas, el rey apenas si tenía unos tres
centímetros de altura, el tablero era de cartón. Lo más valioso
era que el interior de la tapa de la caja tenía impreso un mini-
rreglamento del juego. Por su lectura pude entender lo que me
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Pepe Portillo
faltaba y comenzar a jugar el ajedrez estándar.
Vino la graduación de primaria y el ingreso a secunda-
ria. En mi primaria nadie jugaba ajedrez. Era una primaria del
sistema federal, donde se preocupaban no poco, sino absolu-
tamente nada, por el ajedrez. Las primarias del sistema estatal
sí lo practicaban y tenían sus competencias. En secundaria, mi
horizonte pareció extenderse insospechadamente.

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CAPÍTULO II
TEORÍA

En la secundaria había lo que me pareció entonces muchí-


sima actividad ajedrecística. La biblioteca tenía tres tableros
de madera artesanales y los prestaba para jugar. Hasta podía
uno llevárselos al aula, previa firma de una ficha de présta-
mo. Ya entonces me había distinguido por una originalidad y
comprensión del juego superior a la de la mayoría de los prin-
cipiantes. Los principiantes suelen mover un peón del flanco,
a4 o h4. Yo en cambio tuve la idea de que mover peones solo
sirve cuando se le abren líneas a las piezas. Ya que la reina es la
más poderosa de esas piezas, yo movía los peones que abrieran
las diagonales de la reina, c3 y e3. También procuraba abrirles
líneas a los alfiles. Me parecía que d4 era lógica, pues abría
la diagonal f1-a6 del alfil. Sin saberlo, jugaba la estructura del
Sistema Colle. El hecho de que e3 abriera la diagonal d1-h5
para la dama, pero cerrara la diagonal c1-h6 del alfil, me cau-
saba una gran contradicción y era un problema insoluble para
mí. Esas fueron mis primeros objetos de estudio, mis primeras
hipótesis, mis primeras investigaciones ajedrecísticas. No es-
taban muy descaminadas de lo que debería estar aprendiendo
si hubiera tenido un maestro que me enseñara. En toda la ciu-
dad no lo había. No esa clase de maestro, uno que conociera la
teoría del ajedrez. Por fortuna, topé con el mejor maestro po-
sible dentro de esas limitaciones, el bibliotecario de la escuela.
Daniel Jiménez no sabía nada de teoría, pero tenía muchísima
práctica y excelentes dotes pedagógicas. No podía enseñarme
principios teóricos del ajedrez, pero poniéndose a jugar parti-
das conmigo aprendí indirectamente esos principios. Él jugaba
siempre la Apertura Italiana con Cc3, variante simétrica, sin
saber que ese era su nombre. El caso es que yo tampoco sabía el
Pepe Portillo
nombre, ni siquiera las variantes. Las aprendí imitándolo. Con
eso aprendí los principios de desarrollo y dominio del centro,
tácitamente. Su gran mérito es haber tenido la disposición de
contribuir a mi perfeccionamiento y de tolerar mi carencia de
humildad. Eso es pedagogía.
Entonces no sospechaba que existiera una teoría tan gigan-
tesca del juego. La teoría apareció de golpe y porrazo ante mí
un mediodía caminando por las calles de Ciudad Chihuahua.
Mi abuela me llevó al oculista, Rogelio Acuña del Villar, to-
davía recuerdo su nombre. Su consultorio estaba en el quinto
piso de un centro médico por la avenida Ocampo. Había diag-
nosticado miopía y prescrito anteojos. Terminada la consulta
nos mandó a la óptica. En la óptica habría que ordenar el corte
y tallado de los anteojos, escoger unos armazones y dejar todo
pagado por adelantado. La óptica quedaba cerca, a menos de
diez manzanas del centro médico, por la avenida Venustiano
Carranza, “la once”, frente al templo de la Sagrada Familia. No
hubo necesidad de tomar taxi, fuimos a pie. Lo importante
ocurrió de regreso al consultorio, pues había que volver para
dejar la copia de la factura para que la secretaria del doctor
recogiera los anteojos de la óptica cuando estuvieran termi-
nados, los empacara y los enviara hasta Ciudad Madera, a mi
domicilio. De regreso tomamos una pequeña desviación y de
pronto un libro con piezas de ajedrez en la portada me gritaba
desde el escaparate de una librería. Partidas decisivas de Ludek
Pachman (PD), de la Colección Escaques de editorial Martí-
nez-Roca. Pedí dinero para comprarlo, entré en la librería y,
cuando se lo pedí a la dependienta, me dijo que al fondo estaba
el estante con los libros de ajedrez, que allí lo buscara. No sabía
que pudieran existir tantos libros de ajedrez. De todos modos
elegí PD, el título se me antojo presagioso. Aprovechando que
había más, muchos más, escogí otro. Sería cuestión de rogar
un poco para que mi abuela me comprara también ese. Escogí
La Defensa Alekhine (DA), de la misma colección, porque, ig-
norante de mí, creí que se trataba de cómo defenderse. Los dos
primeros libros de ajedrez en mi biblioteca. Todavía los tengo.
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Tramar un déjà vu
El de la apertura semiabierta hipermoderna de las negras
(DA) de nada me sirvió. Incluso después, cuando tuve plena
conciencia de lo que había comprado, nunca me sentí atraído
por esa defensa. Pero, PD, aunque solo fuera historiográfico,
me proporcionó muchas ideas. En mis propias partidas ex-
perimentaba con las aperturas que se habían jugado en esas
partidas decisivas. No sabía lo que estaba haciendo, pero era
excitante probar nuevas ideas. Antes de concluir el primer gra-
do de la secundaria mi círculo de compañeros ajedrecistas se
amplió. Comencé a jugar con más adultos aparte de los dos
con los que jugaba en la escuela, un instructor de carpintería
y soldadura, aparte del bibliotecario. Un buen día, en la tienda
de revistas, donde me había surtido de revistas de lucha libre
cuando todavía estaba en la primaria, afición que cambié por
el ajedrez, me hallaba en esta ocasión comprando casetes de
música clásica. Al dueño le debió dar mucha curiosidad mi
personalidad. Críos de doce años no llegaban pidiendo mú-
sica clásica todos los días. En el interrogatorio/conversación
que se desarrolló surgió el ajedrez y me mencionó que a dos
hermanos suyos les gustaba. En otra ocasión que fui por allí,
conocí a uno de ellos. Sacó un tablero y jugamos una partida
que le gané. Entonces me contó de un peluquero que en su
opinión jugaba muy bien. No tardé en buscar a ese peluque-
ro para retarlo. Así surgió el primer club rudimentario en el
que participé. Lo integrábamos Luis Durán, el peluquero; Raúl
Bencomo, exboxeador amateur, hermano del dueño de la tien-
da de revistas; Dante Estrada, un compañero de secundaria,
un grado más adelante que yo, aficionado al esoterismo; Ro-
berto de la Torre, alias el Quequi, técnico forestal empleado en
una de las unidades forestales; Celedonio, de quien nunca supe
el apellido, compañero de trabajo de Roberto; y yo. Solíamos
reunirnos en la oficina de los forestales en fin de semana.
Al poco tiempo pedí otros libros aprovechando que los
dos que había comprado traían catálogo. Ya sabía mejor qué
escoger y una ocasión en que mis abuelos y mis padres fueron
a Ciudad Chihuahua, al funeral de la hermana de mi abuela,
21
Pepe Portillo
hice una lista y les encargué media docena. Me los trajeron,
no sin quejarse un poco de que los hubiera hecho gastar tanto
dinero y de que hasta mi mamá tuvo que cooperar. Es que yo
era responsabilidad principalmente de mis abuelos, vivía con
ellos y no con mis padres. El primer libro al que le hinqué el
diente en serio, que estudié con todo esmero, fue Práctica del
Medio Juego de Ludek Pachman (PMJ). No había podido hacer
lo mismo con PD porque aquel no es un libro amistoso con los
principiantes y apenas lo comprendía a medias.
PMJ lo leí por completo en unas vacaciones de semana
santa. Me la pasaba el día entero estudiando las posiciones que
contiene, aprovechando que el estilo de Ludek Pachman es de
una claridad sin igual. Luego, cuando les jugaba a los compa-
ñeros de mi informal club, aplicaba esas ideas. Pronto me vol-
ví invencible. Fui el primer maderense que practicó el ajedrez
científicamente.

22
CAPÍTULO III
LÍDER

Yo no seguía las reglas de la escuela. Me era imposible cum-


plir una disciplina que, en lugar de ayudarme a progresar en el
camino con corazón que había elegido para mi vida, introdu-
cía en mi economía anímica y mi fuero interno un caos gratui-
to. ¿Horarios?, para qué si no se ajustaban a mis necesidades
ni intelectuales ni fisiológicas; ¿tareas?, no aprendía nada nue-
vo haciéndolas; ¿lecciones?, ¿quién puede soportar aprender
al ritmo vacilante, tortuoso e insípido de una cátedra las más
de las veces mediocremente dictada? En secundaria pronto
adquirí un odio atroz hacia los maestros y las escuelas. En la
primaria no me había sucedido porque allí fui un héroe, el úni-
co alumno en toda la historia de la Primaria Urbana Federal
Mariano Matamoros que había ganado el concurso académico
regional, que había sido recibido en la Residencia Oficial de los
Pinos por el Presidente de la República. Mi récord en esa ins-
titución al día de hoy no ha sido roto. Pero, en secundaria solo
era un objeto de disciplina más y lo odié. Nadie más rencoroso
que un aspie, en eso le ganamos a Pedro Páramo y tenemos
memoria de elefante.
Yo iba a ser astrónomo, ese era mi camino. Es más correc-
to decir que ese es mi camino. Luego, ¿por qué no soy astróno-
mo? ¿por qué preferí la filosofía? Es que mi camino desde un
principio tenía como destino la filosofía. La astronomía solo
era una estación de paso. Solo que entonces no lo sabía. La
búsqueda de orden cósmico que el desencanto con la religión
no apagó, me llevó a buscarlo en las ciencias, porque era lo
que en una ciudad rural hay a la mano. En mi ciudad no había
filósofos, los maestros ignoraban todo acerca de la filosofía. El
único “encuentro” con la filosofía ocurrió en primer grado de
Pepe Portillo
secundaria, cuando reticentemente todavía asistía a clases. La
inasistencia de un maestro causó que el prefecto se tuviera que
ocupar de nosotros. Se le ocurrió la peregrina idea de entre-
tenernos con un problema filosófico en el que, según se pudo
notar, él mismo jamás había meditado.
—¿Qué es el tiempo? —preguntó.
Levanté la mano.
—Es donde suceden las cosas —expresé.
—No. Eso es espacio —me corrigió.
Un gordo imbécil levantó la mano.
—Profe —el gordo todavía no aprendía la distinción entre
“profe” y prefecto—, es pasado, presente y futuro.
Lo dijo toscamente, casi riéndose, su respuesta solo había
sido una broma. El prefecto se quedó boquiabierto, extasiado.
Así, de la manera más burda y lastimosa, un gordito idiota y
un prefecto ignorante de la metafísica habían resuelto uno de
los problemas sempiternos de la filosofía.
Hoy, a la distancia temporal, puedo afirmar con convic-
ción que tiempo es ser y debatir horas defendiendo con aser-
tividad ese postulado, pues con alta dosis de placer he leído a
Martin Heidegger. Desde esa misma distancia, también puedo
examinar aquella mi primera respuesta. El “donde” fue equívo-
co y expresó pésimamente lo que realmente quise expresar. ¿Y
si lo hubiera dicho de este otro modo “el tiempo es la entidad
que contiene los acontecimientos”? Eso es lo que realmente
quise decir. Nada mal, muy cercana a las definiciones de la físi-
ca, excepto porque le falta la idea de ‘magnitud’. En general, mi
opinión fue mucho más racional y filosófica que aquella otra
de “pasado, presente y futuro”. Esto último es como decir que
la vida es nacimiento, niñez, adolescencia, juventud y vejez.
Una falacia pseudopoética y nada más.
De entre todas los limitadas recursos en la búsqueda del
orden universal que tenía a la mano, la que parecía darle un
sentido mayor al universo era la astronomía. La astronomía
me llevó a la cosmología; y la cosmología a la física. Entré a
secundaria llevando el ideal de ser un astrónomo, salí con el
24
Tramar un déjà vu
de ser un físico. La física fue la segunda estación de mi camino
con corazón. La mecánica clásica, la teoría de la relatividad,
la mecánica cuántica y la búsqueda del campo unificado me
parecían contener todas las claves del universo.
Con todas esas cosas en mente, ¿qué importancia iba a
tener para mí el currículum de una secundaria técnica agro-
pecuaria? Del tronco común apenas podrían interesarme las
matemáticas y la física. El hecho de que entonces el currículum
se subdividiera en áreas dificultaba aún más las cosas. Mucho
menos me iba a importar el currículum agropecuario, ni la
cría de animales de granja, ni la elaboración de productos del
campo, chorizos, chicharrones, pollo en canal. Me pasé la se-
cundaria rehuyendo las clases. Mi día en la escuela consistía
en llegar al primer timbrazo; entrar a la biblioteca, no al salón
y leer allí todo el día lo que me gustaba, nada impuesto, nada
asignado; y retirarme al último timbrazo. Poca interacción
con maestros, poca con “compañeros”. Hallé un hueco en el
sistema y me aproveché de él. No podían pedirme cuentas si
no alteraba el orden. Leer en silencio en una biblioteca difícil-
mente puede alterar el orden. La única coerción que podían
ejercer para intentar hacerme acudir a clases era la reproba-
ción. Suspenderme estaba del todo injustificado y de hacerlo
se arriesgarían a causar mi deserción. Me reprobaron en todas
las materias por inasistencia. Solo el primer año tuve algún
temor de no pasar de grado. Solicité exámenes extraordina-
rios en todas las materias y todos los pasé. En segundo y tercer
grado ya conocía el truco. Tengo muy claro en mi memoria el
día que presenté el examen extraordinario de ciencias natu-
rales de segundo grado. Se me grabó porque quizá fue el que
más me costó aprobar. No es que fuera un examen difícil en
sí, nunca lo fueron, sino que el programa de ciencias naturales
de segundo grado consistía prácticamente en su totalidad en
temas de ciencias biológicas. Hasta entonces, la biología jamás
había sido de mi interés. Otra circunstancia que hizo que ese
día se me grabara tan profundamente es que realicé la hazaña
de levantarme a las cuatro de la mañana y leer por completo el
25
Pepe Portillo
libro de ciencias naturales de segundo grado en cuatro horas.
Practiqué una lectura preconsciente. Tan rápido pasaba mis
ojos por las líneas del libro y por las ilustraciones que después
no podía decir conscientemente qué había leído, qué decía la
página que acababa de pasar. Entre la opción de una lectura a
ritmo más o menos normal de un conjunto parcial de temas
y la lectura superficial y veloz de todos los temas, opté por la
segunda. Es que para la primera opción el tiempo del que dis-
ponía no me habría alcanzado. Llegué a las 8:00 am a la escuela
a presentar el examen extraordinario de ciencias naturales de
segundo grado con la incertidumbre de que quizá esta vez me
había equivocado, que reprobaría, ahora en extraordinarios,
y tendría que repetir año. Para mi sorpresa, pasé. Con un seis
de calificación, pero pasé. Muchos me decían que para pasar
el extraordinario de educación física me iban a poner a dar
vueltas corriendo en una pista y a hacer lagartijas como solda-
do, en fin, que me torturarían con ejercicios. Fueron cuentos
chinos. Solo me encargaron un trabajo mecanografiado sobre
reglas de baloncesto y futbol. Me fue fácil elaborarlo.
Apenas durante quince días de cada año vivía yo un frene-
sí de estudiar por obligación y pasar exámenes, por lo que tenía
todo el resto del año para, literalmente, hacer lo que quisiera.
Leí profusamente y jugué ajedrez tanto como me dio la gana,
con el bibliotecario, con un prefecto nuevo, con el del taller y
con alumnos. Para entonces ya había estudiado libros de todas
las fases del juego. Poseía más teoría y ganaba casi siempre,
incluso al bibliotecario que fue mi primer maestro de ajedrez.
Ya en tercer grado, los de primero me parecían niños. Fue
cuando noté que algunos alumnos de esos grados menores, in-
cluyendo segundo, se habían aficionado al ajedrez; les propuse
que hiciéramos torneos. Uno de los libros que había leído era
el Reglamento de la Federación Internacional de Ajedrez. Hay
que recordar que la edición de ese tiempo, 1988, contenía una
sección de reglas para competencias y contenía las tablas del
sistema todos contra todos hasta para 20 jugadores. Probable-
mente, a ellos yo les parecía adulto, porque me convirtieron en
26
Tramar un déjà vu
su líder. Me desesperaba tanto que jugaran tan por debajo de
mi propia habilidad que me convertí en su entrenador gratui-
to e informal. Me interesaba tener competencia. Yo tenía todo
el tiempo libre y ellos tenían sus módulos —períodos de cin-
cuenta minutos— libres de vez en cuando, bien porque faltaba
un maestro, bien porque había exámenes. Había que aprove-
char ese tiempo.
Así me pasé el tercer grado de secundaria. Luego, aconte-
ció que Francisco Galindo, un maestro de esa secundaria, uno
de los pocos que me caían bien —a los demás los odiaba casi
a todos—, era regidor del Honorable Ayuntamiento munici-
pal. El Sistema para el Desarrollo Integral de la Familia (DIF)
estatal estaba exigiéndoles a los municipios que seleccionaran
niños de primaria para participar en un torneo estatal deno-
minado Copa DIF. Como suele suceder, los políticos de rancho
ignoran todo pero en todo quieren quedar bien con el gober-
nador. Cuando se trató de ver quién sabía lo necesario para
realizar esa selección, el Prof. Galindo mencionó mi trabajo
en la secundaria, el presidente municipal aceptó la recomen-
dación, máxime porque me conocía desde mis pasados éxi-
tos académicos en primaria. Yo, por supuesto, también acepté
cuando me lo propusieron. Para mí no tenía ninguna novedad
y lo vi como una oportunidad de darle un carácter de oficiali-
dad a lo que hasta entonces había estado haciendo en la infor-
malidad. ¡Catorce años de edad y con ese tamaño de respon-
sabilidad! En retrospectiva, da miedo pensarlo. De esa manera
me convertí en el gurú del ajedrez en Madera.
Participamos en todas las ediciones de la Copa DIF que
hubo. Fueron muy pocas, sobran los dedos de una mano para
contarlas. Con todo, tuvieron una magnificencia que solo
habría de recobrarse hasta veinte años después, con la cele-
bración de olimpiadas estatales juveniles. Diferencias entre
las olimpiadas actuales y la Copa DIF son que la última no se
coordinaba con la Asociación Estatal de Ajedrez, que su ámbi-
to era estatal y que no daba hospedaje en hotel para deportis-
tas, solo para entrenadores. No había competencias Copa DIF
27
Pepe Portillo
prenacionales, esto es, interestados, ni nacionales; a los niños
visitantes se les buscaba hospedaje en las casas de los partici-
pantes locales. Con excepción de la última, los eventos de la
Copa DIF se celebraban en instalaciones del organismo que
le daba nombre. La etapa regional, de la región oeste del esta-
do, se celebraba en Ciudad Cuauhtémoc, en las instalaciones
del DIF municipal, un edificio con leve similitud a un castillo;
la etapa estatal se celebraba en Creel, Bocoyna, en el albergue
público del lugar, un conjunto muy amplio, con dormitorios,
comedor, aulas y salón de eventos. La última copa DIF cambió
de sedes. La etapa regional se celebró entonces en la Biblioteca
Pública Municipal de Ciudad Guerrero y la estatal en el gim-
nasio Nayo Revilla de Ciudad Chihuahua.
El entrenamiento que brindaba a esos niños fue demasia-
do rudimentario, aunque no tanto como el entrenamiento que
he visto brindar a entrenadores sin información teórica. Estos
últimos casi se limitan exclusivamente a asignar los empareja-
mientos de las partidas de práctica y pronunciar unas cuántas
máximas de sentido común, “concéntrate”, “pon atención a las
amenazas del adversario”. Para fortuna de todos, yo poseía una
teoría incipiente. Mi enseñanza entonces se limitaba a unos
cuantos principios muy generales, eso sí, teóricos, no de mero
sentido común, y a variantes muy troncales de la teoría de
aperturas. Yo mismo, aunque tenía nociones, no sabía hacer
planes estratégicos ni calcular variantes. Todo lo había apren-
dido en libros, sin ningún entrenador, y todavía no había leído
los grandes tomos sobre esos temas, consiguientemente, era
imposible tener la más mínima práctica en ellos. A pesar de
tales limitaciones, en el regional, en cuanto a resultados, que-
dábamos siempre parejos con el municipio de Cuauhtémoc.
Entre los dos municipios liderábamos el ajedrez de la región,
síntoma de que los entrenadores de Cuauhtémoc padecían en
el mismo grado las limitaciones teóricas y científicas que yo
tenía.
A pesar de todo eso, mi discípula Guadalupe Méndez Fie-
rro llegó a ser la subcampeona estatal. Junto con las mieles,
28
Tramar un déjà vu
puedo recordar las hieles, una en particular. En la etapa estatal
de la Copa DIF incurrí en un error garrafal en perjuicio de
mi propia discípula Olga Sigala. Ella era de mis cartas fuertes.
Ganó las dos primeras rondas. Luego, un par de condiciones
excepcionales integraron una muy mala combinación: (1) mi
grado de inmadurez y de novatez; (2) la presencia del padre
de Olga, que viajó en su propio vehículo y rentó habitación de
hotel para acompañar todos los días a su hija. La niña dormía
y comía en el albergue junto a los demás niños, importante
aclaración. No deja de ser un bello gesto del señor aún si se
toma en cuenta que aprovechó el viaje para llevar a su otra hija,
la hermanita mayor de Olga, que no era ajedrecista, a consulta
médica al hospital regional de San Juanito, a unos minutos de
Creel por carretera. Los hechos ocurrieron de esta forma. A los
entrenadores no se nos permite entrar a la sala de juego duran-
te las partidas. A nuestros pupilos los esperamos ansiosamente
afuera para que nos reporten su resultado al terminar, saber
cómo van y darles la retroalimentación necesaria. El primer
día de competencias, después de que Olga ganó las dos prime-
ras rondas, al salir me dio un mensaje de su papá, dijo que a
la hora de comida la quería llevar a alguna parte de Creel. No
le puse atención a dónde puesto que Creel era ya un pueblo
turístico, que habría de ser incluido en la lista de pueblos má-
gicos en 2007. Allí hay mucho que conocer, visitar, tiendas de
artesanías y souvenirs. Para decidir dar el permiso me basé en
un criterio muy deficiente. Ese fue mi error.
—Ve y pregúntale al árbitro que si ya te puedes ir.
Fue.
—Dice que sí.
Y la dejé ir. Una media hora después comenzaron a llegar
todos los jugadores de esa categoría. Iban a jugar otra ronda y
Olga no estaba. Yo la había dejado ir. Una vez comenzada la
ronda, tuve quince minutos para buscarla antes de que per-
diera por incomparecencia. El padre de una niña de Ciudad
Cuauhtémoc, que también viajo en vehículo propio para estar
con su hija, se ofreció a llevarme a buscarla. Busqué por ho-
29
Pepe Portillo
teles, tiendas. No la hallé y ella perdió por incomparecencia.
Idiota de mí. Claro que la pregunta al árbitro iba pésimamente
formulada. Claro que él iba a entender la pregunta en el senti-
do de si la niña se podía ir de la sala de juego temporalmente,
hasta que comenzara otra ronda. ¿Por qué no me informé con
precisión del calendario de juegos? Cierto, no se publicó y era
más bien dinámico, pero nada me costaba preguntarlo al cuer-
po de arbitraje. Olga perdió la tercera ronda por incompare-
cencia. No la había podido hallar porque en los minutos de la
búsqueda estaban en el lugar menos esperado, en una herrería,
donde su padre estaba comprando materiales para su negocio.
Olga estuvo presente en el resto de las partidas, pero no pudo
recuperar su posición. Desde luego, el padre fue totalmente
inocente. Él hizo lo correcto al pedir mi autorización. El error
de otorgarla fue totalmente mío. Nunca me lo he perdonado
completamente. Recordarlo todavía me produce angustia.
La etapa estatal de la Copa DIF me dio la oportunidad
de conocer entrenadores que me superaban ampliamente en
conocimientos científicos del ajedrez y en habilidad didáctica.
Un caso se destacaba nítidamente del resto, el entrenador de
Delicias. El Prof. Guillermo Valles Mata, pues era maestro de
primaria, se llevaba las palmas. Los niños de Delicias arrasa-
ban en la etapa estatal. Con toda evidencia, lo hicieron en las
primeras copas DIF; ya para la última los alcanzó el munici-
pio de Chihuahua y Ciudad Juárez estuvo cerca, o viceversa, la
distancia temporal empaña mis recuerdos. Aquello era señal
de que esa competencia estaba generando gran progreso en el
estado.
El profe Memo, apodo del Prof. Valles, denotaba haber leí-
do más y mejores libros que yo. Lo supe cuando jugamos un
par de partidas sin reloj en la banqueta de uno de los edificios
del albergue de Creel y por la conversación de sobretablero —
permítaseme el atrevimiento de usar esa expresión— que sos-
tuvimos. Lo caracteriza, también, una gran combatividad en
torno a la organización y gestión del deporte. Por aquel tiempo,
el conflicto gratuito en que lo involucraron giró en torno a una
30
Tramar un déjà vu
competencia nacional a la que recientemente habían calificado
estudiantes del profe Memo luego de participar en un proceso
de selección convocado por la Asociación Estatal de Ajedrez.
Germán Palma Holguín, una mediocridad ambulante que,
no obstante, había sido nombrado director técnico del torneo
Copa DIF, en junta previa exigía que los ganadores de la Copa
DIF sustituyeran a los seleccionados por la Asociación Esta-
tal porque, de acuerdo a su lógica, los campeones de la Copa
DIF, iban a tener “más representatividad”. Memo defendió el
derecho de sus estudiantes encarnizadamente, como debe ha-
cerlo todo buen entrenador. Obviamente, esa pifia de Palma
Holguín jamás progresó. Con horror tengo que narrar la otra
pifia suya que hizo progresar dada la ignorancia de la mayoría
de los representantes de los municipios, maestros de escuela
casi todos, en esa etapa estatal. Propuso que no se empleara el
sistema suizo de torneo porque “era injusto”. En su lugar, ideó
un engendro de sistema de competencia tan detestable que,
creo yo, en ningún otro torneo ha vuelto a emplearse. Se trata
de elaborar la tabla del torneo con las reglas del sistema todos
contra todos y, para abreviar el número de rondas, recurrir al
azar para escoger qué rondas se jugaran y cuáles no. Con certe-
za, puedo afirmar que existe una prueba estadística de que esa
ideota es más “injusta” que el sistema suizo, aunque no la tengo
a la mano. La ignorancia hizo que se votara mayoritariamente
la propuesta. Ni qué decir que Memo Valles y yo fuimos prác-
ticamente los únicos que nos opusimos y votamos en contra.
‘Justo’ e ‘injusto’ son términos que introducen ruido mora-
lista en la discusión. Es mejor sustituirlos por ‘certidumbre’. El
sistema de juego de más alta certidumbre es el que maximiza
las probabilidades de que el jugador objetivamente más fuerte
gane el primer lugar. Aunque no existe sistema de competencia
que garantice ese resultado, el que maximiza las probabilida-
des es el sistema de todos contra todos. Su defecto es que exige
una cantidad considerablemente mayor de recursos. Se tienen
que jugar todas las partidas, los torneos se alargan y se gasta
más en hospedaje, alimentación y arbitraje. Cuando los recur-
31
Pepe Portillo
sos son limitados, hay que reducir el número de partidas que
un deportista tiene que jugar. El sistema de competencia en
el polo opuesto, el que reduce las partidas al mínimo, es el de
eliminación simple. Para deportes de conjunto ha sido consi-
derado suficientemente certero y es empleado universalmente.
Para el ajedrez es insuficiente principalmente por la disparidad
que existe entre llevar las piezas blancas y las piezas negras.
Ceteris paribus, las piezas blancas otorgan una probabilidad de
ganar la partida de aproximadamente el 55% contra 45% de las
piezas negras, según estadísticas registradas minuciosamente.
Tener blancas significa tener una ventaja del ¡10%! El siste-
ma suizo consiste en no eliminar a ningún jugador durante
la totalidad del torneo. En su lugar, se recurre a una estrategia
muy ingeniosa, al iniciar cada ronda se separan los jugadores
en clases por su puntuación acumulada y se emparejan solo
jugadores de una misma clase. Existen muchas excepciones;
por mencionar una, que dos grupos vecinos, los de 2 puntos
acumulados y los de 1.5, por ejemplo, tengan cardinalidad im-
par, cosa que obligará a mezclar grupos en una de las partidas.
No obstante, las excepciones ya han sido previstas y hay solu-
ciones bien probadas. El sistema suizo permite que la mayor
parte del tiempo las partidas consistan en un enfrentamien-
to entre jugadores de similar fuerza. Viene a ser el sistema de
competencia probado con mayor grado de certidumbre entre
los extremos de la eliminación simple y el sistema todos contra
todos. Además de que abrevia la cantidad de rondas y ayuda a
economizar recursos logísticos.
Esos argumentos esgrimí contra Germán Palma Holguín,
pero, como si hablara con piedras, la audiencia no quiso com-
prenderlo y votó por la ruleta de Palma. Son las fallas de po-
ner el deporte en las manos de maestros de escuela habiendo
organizaciones deportivas especializadas. La deficiencia de los
maestros de escuela es que son burócratas. De la burocracia
nunca ha salido algo superlativo, pura mediocridad.

32
CAPÍTULO IV
LIBERACIÓN

El proceso de liberación que inicié en secundaria habría de


tomarme unos años más. Cuando me gradué de secundaria,
la trabajadora social de la escuela me instó a inscribirme en
el Colegio de Bachilleres (COBACh), en Ciudad Chihuahua.
Me llevó a conocerlo y me ayudó en el proceso de inscripción.
En realidad, esa preparatoria jamás me gustó, si terminé ins-
cribiéndome allí fue porque me la vendieron y, al no ponerme
otras opciones, la tuve que comprar. La peor impresión de la
escuela me la dio Dante Noé Rascón Corral, el maestro que se
ofreció a ser mi guía. La única “virtud” por la que a él también
me lo trató de vender la trabajadora social fue que era origina-
rio de mi ciudad. Pero a él no lo compré. Me enseñó las insta-
laciones, hasta allí bien. Luego me comenzó a presentar alum-
nos. Se mostró ufano al presentarme a “un íntimo amigo del
gobernador”, un joven rollizo algo mayor, aparentemente de
los últimos semestres. «Ya vine a caer junto a la popofería, ¡qué
asco!», pensé. ‘Popofería’ era término de mi lenguaje privado
para designar a la clase alta, derivado de ‘popof ’, una palabra
que había escuchado usar popularmente para designar a un
rico. Nunca he sabido su origen, pero me evocaba, y todavía lo
hace, una escena fantástica, un niño rico, literalmente estirado,
acartonado y rígido, se tira un pedo, lo aspira profundamente,
se infla con él, se sumerge en el trance de su “superioridad” y
flota. ‘Popof ’ también evoca el acento de los ingleses, tan infla-
dos de pedos aspirados y tan avaros del gas maloliente del que
están rellenos que, como los marihuanos, tienen que hablar sin
que se les escape, haciendo que, en su habla orgullosa y petu-
lante, cada sílaba suene a “pof ”. A favor de los marihuanos hay
que decir que ellos no suenan como “pof ”, pues no hablan con
Pepe Portillo
orgullo. La aversión más intensa me la causó la familiaridad
con la que este maestrito se comunicaba con las estudiantes,
las mujercitas. Ellas lo tuteaban y le hacían bromas, él corres-
pondía. «Este seguramente se está tirando a un par de ellas»,
pensé. El último clavo de su propio ataúd en el universo de mi
apreciación lo terminó clavando la primera vez que le dio clase
al grupo que me asignaron.
—No voy a permitir estampas satánicas de bandas de hea-
vy metal en los cuadernos.
«A este puto mojigato qué le importa. Debería estarse
preocupando por el contenido, no por la portada», pensé. Era
una época en que yo no escuchaba rock. Seguía prefiriendo
la música clásica. De modo que mi juicio no provenía de ver-
me afectado por su prohibición, ni de alguna simpatía por una
subcultura urbana. Simplemente, yo podía advertir objetiva-
mente que las “estampas satánicas” eran solo una forma de
arte y nada más. No les veía lo satánico por ningún lado. Si se
permitían otras estampas, otras expresiones artísticas, como
paisajes, Piolines quizá, lo justo sería que se permitieran las
estampas rockeras.
Allí duré solamente dos semanas, soportando a un popo-
fito que me tocó como compañero. Un gordito con vocecita de
puerco que presumía de ser un radioaficionado a nivel mun-
dial, pasatiempo de ricos, y tener antena parabólica, sistema
satelital de televisión, en casa. Visión histórica ante todo; era
1989, entonces todo eso era excepcional; los radioaficiona-
dos, con costosos equipos, conformaban la red social global
de aquel tiempo, era el Facebook de los privilegiados. Ahora
que lo pienso, por aquellos años, a un millar y fracción de kiló-
metros, en Veracruz, debió andar medrando un cerdito popof
copia fiel de mi “compañerito”: Javier Duarte de Ochoa. No lo
sé. Dicen que era panadero, quizá todavía no era popof, pero sí
puerquito y, con certeza, uno muy desagradable.
El salvavidas que me sacó de esa cloaca fue Dante Estrada.
Él ya tenía dos semestres avanzados en el Centro de Bachi-
llerato Tecnológico Industrial y de Servicios (CBTis) número
34
Tramar un déjà vu
122, en una carrera técnica, programador analista. Cuando
supo por mi propia voz que me había convertido en estudiante
del COBACh no paró de mofarse de mí, “los del bachi son
puras niñas lloronas, en las competencias académicas el CB-
Tis siempre le gana al bachi, los del bachi no saben lo que es
disciplina, en el CBTis te dan carrilla de a de veras”. Lo decía
con la exageración propia del orgullo institucional, de ponerse
la camiseta. Luego de haber estudiado en ambas preparatorias
puedo decir que las materias comunes tenían más o menos la
misma carga de trabajo, consiguientemente, en esas materias
era falso que el CBTis fuera superior, en realidad, estaban más
o menos al mismo nivel. No obstante, Dante tenía razón en
algo, en el CBTis era forzoso tomar materias tecnológicas, ele-
gir una carrera técnica al inicio dentro de un menú exiguo,
técnico en electrónica, técnico programador analista, técnico
en motores de combustión interna, técnico en electromecáni-
ca; era en esas materias en las que recaía el mayor esfuerzo y
hacía que el CBTis fuera más demandante. El hecho es que él
me habló en mi lenguaje. Le creí todo. Pedí el cambio al CBTis.
Con el período de inscripciones cerrado, hubo que hacer uso
de las influencias que me habían dado los años académicos fe-
lices de primaria; hay que recordar que en secundaria habían
tocado fin, pues allí reprobé en todo. Recurrí a la rectoría de la
Universidad Autónoma de Chihuahua, allí todavía se acorda-
ban de mí y me apoyaron para hacer el cambio.
Despertó la tercera de mis vocaciones, la ingeniería. Cro-
nológicamente, la primera fue la filosofía —en forma de re-
ligión—, la segunda el ajedrez. Me inscribí como estudiante
de la carrera de técnico programador analista en el CBTis No.
122. De la zona centro de Chihuahua, donde me hospedaba a
dos manzanas de la mítica La Popular, la Casa de Pascualita,
cambié mi residencia a Ranchería Juárez. El CBTis me quedaba
a una manzana, mas no la entrada. Desde mi nueva residencia
veía el cerco, pero para entrar tenía que hacer un rodeo de seis
manzanas. Las instalaciones del CBTis eran inmensas. La casa
donde me hospedaba quedaba cerca de las pistas de atletismo
35
Pepe Portillo
y canchas de futbol americano, pero no de los edificios. Solo
una vez salté la cerca porque me iba retrasando para un exa-
men. Asunto engorroso este de saltar cercas; lo evito siempre.
La preparatoria no tenía los mismos huecos “legales” que
la secundaria. Debía tener otros, pues no hay sistema sin hue-
cos. Mientras no los hallara tendría que someterme otra vez a
ser objeto de disciplina. Por el momento me daba cuenta que
su búsqueda me daría más trabajo que el que me dio en secun-
daria. Estaba dispuesto a sufrir el encarcelamiento escolar por-
que tenía el sueño de llegar a ser un gran físico. De modo que
asistí a clases, fui puntual, incluso a las odiosas lecciones tras-
mañaneras de educación física. Siempre he odiado el ejercicio,
mi cuerpo lo rechaza. El ejercicio me produce un cansancio y
un dolor anormalmente excesivos. De la misma manera que
había hecho con el síndrome de Asperger, respecto al tema del
ejercicio he logrado hacerme un autodiagnóstico tardío bien
informado. Primero me equivoqué pensando que tenía fibro-
mialgia. Feliz equívoco porque la fibromialgia es algo mucho
más terrible que lo que a mí me pasa. Simplemente, tengo una
hipersensibilidad benigna al ácido láctico y a la inflamación.
Desde que lo descubrí, no hace mucho, el ibuprofeno auto-
prescrito ha hecho que el aspecto físico de mi vida sea mucho
más llevadero. No es que lo consuma a diario, pero, digamos
que un día sí y otro no, conforme lo voy necesitando.
Amé la informática desde el primer instante. Ese primer
instante, ese primer contacto, no se suscitó en el CBTis, había
sido antes, mucho antes, cuando todavía estaba en secundaria.
Había pedido en préstamo de la Biblioteca Pública Municipal
de mi ciudad una introducción a la informática por Larry Go-
nick, un caricaturista especializado en la divulgación científi-
ca. Esa lectura fue mi primer contacto, uno muy memorable,
con la informática, porque el libro de Gonick está fantástica-
mente bien escrito e ilustrado. Me sentí fascinado por la idea
fundamental del algoritmo. Hay algo místico en esa idea. El
universo puede obedecer recetas, el universo casi puede ser
controlado, excepto cuando se sale con la suya por la inde-
36
Tramar un déjà vu
terminación cuántica. La invención de máquinas capaces de
interpretar correctamente y ejecutar cualquier algoritmo tie-
ne la misma importancia histórica que el descubrimiento del
fuego. Lo que el CBTis puso a mi alcancé fue la realidad de la
informática. Ahí estaban las microcomputadoras de escritorio
y mi credencial de estudiante me daba el derecho a usarlas gra-
tuita e ilimitadamente. Me sentí en el paraíso. Había dos labo-
ratorios de informática, uno equipado con clones de IBM PC,
máquinas que a mí me parecían muy profesionales, las miraba
con respeto. A ese laboratorio me estaría vedado el acceso has-
ta tercer semestre. El otro estaba equipado con consolas Radio
Shack TRS-80 Color Computer, apodadas “coco”, conectadas a
televisores. La primera vez que me senté ante una coco no fui
tan ignorante como para escribir “Hola, ¿cómo te llamas?”. En
el libro de Gonick había leído que las computadoras entienden
algoritmos escritos en lenguajes de programación. Recordaba
un ejemplo en lenguaje BASIC. Tecleé

PRINT “HOLA”

y la computadora respondió

HOLA.

Me urgía aprender BASIC. Corrí a la biblioteca de la pre-


paratoria y ahí estaba el manual de BASIC para la Tandy Co-
lor Computer, el otro nombre de las TRS-80. Que estuviera
en inglés no era obstáculo. Yo había aprendido inglés casi por
ósmosis. En México había una considerable inmersión en la
lengua inglesa aprovechable para quien estuviera atento. La
televisión transmitía películas subtituladas y había programas
de pop y rock en inglés, la chica material acababa de estar de
moda. La inmersión actual es todavía mayor. Solicité el libro
en préstamo, me lo llevé al laboratorio de las cocos y comencé
mi larga carrera de programador.
Estudiaba en el turno vespertino, hora de entrada 13:40;
37
Pepe Portillo
hora de salida 19:45. En mi condición de novato, las lecciones
de la carrera técnica eran puramente teóricas. Eso no era obs-
táculo. Hacía las tareas por la noche, me levantaba un poco
tarde y el turno matutino me lo pasaba en el laboratorio de las
cocos. Tres horas diarias o un poco más frente a una pantalla
y teclado escribiendo programas. En ese sentido, hoy en día
mi vida sigue teniendo esa misma rutina. Teniendo ahora una
computadora propia, las horas invertidas en ese estado han
aumentado, el teclado se acompaña de un ratón y, cuando no
escribo programas, juego ajedrez en línea, leo en una pantalla
portátil, una tablet, o escribo ensayos. Apenas en eso ha cam-
biado.
El ajedrez se relacionó con el vislumbre de hallar un hueco
en el sistema disciplinario de la preparatoria. De pronto una
prefecta me dijo “Portillo, preséntese por favor con la licencia-
da X en la dirección”. Sabiendo que no había tenido problemas
de conducta no me preocupé en ese sentido, pero me preocupé
en otro; mi inscripción había sido tardía y eso a lo mejor me
iba a causar alguna clase de dificultad burocrática. No fue nada
de eso.
—Conozco al Prof. Delval —el que había sido director de
la primaria en mis primeros años de escolar— y a su hija —
supe de quién me hablaba, pues la chica coincidió conmigo en
secundaria, iba dos grados atrás—. Ella me comentó que usted
es bueno para el ajedrez. Preséntese por favor con el profe Z,
en la jefatura del departamento de educación física.
Me presenté con el jefe de educación física y me citó a se-
siones de evaluación con el fin de integrar la selección de la es-
cuela. En esas sesiones jugué por primera vez con muchachos
de mi edad que sabían algo de teoría. Fue interesante. Pero, lo
más interesante fue la observación de que con los deportistas
se hacían excepciones a la disciplina. A las oficinas de educa-
ción física de repente llegaban integrantes del equipo de futbol
americano, los Bulldogs, y era notable que gozaban de privi-
legios. Vino a mi mente un plan estratégico, me convertiría
en representante de la escuela, como integrante del equipo de
38
Tramar un déjà vu
ajedrez, y exigiría mis privilegios. Me conformaría con librar-
me de las prácticas de educación física, lo más detestable por
lo que pasé, y quizá me podrían aligerar la carga de un par de
materias engorrosas más.
Luego sucedió lo fortuito. Me fue solicitado desalojar la
habitación que ocupaba porque la casa iba a cambiar de due-
ños. Me dieron plazo de un mes y yo preferí abandonar el CB-
Tis que pasar por la tortuosa tarea de buscar otro alojamiento.
Ya no estaba motivado. Comenzaba a estar harto de una
disciplina que se me antojaba para animales de carga, no para
un futuro premio Nobel de física. Ya había dado los primeros
signos. Me harté primero de la educación física. Se celebraría
una carrera callejera conmemorativa de no sé qué aniversario.
Se nos dijo que participar en esa carrera significaría calificar
aprobatoriamente la materia en el bimestre. No me presenté.
Con eso iba a reprobar educación física, después la espiral des-
cendente no tardaría en tomar cuerpo y presencia y reprobaría
otras materias en orden descendente, según el displacer que
me causaran. Empezaría quizá con inglés pues sentía que no
me beneficiaba, que no aprendía nada nuevo, y la maestra era
una ruquita pigmea idiota. Competir en ajedrez por la pre-
paratoria parecía un recurso lastimosamente lento para lograr
mis fines de evitar la academia. A duras penas se estaba for-
mando la selección de la escuela; para las competencias regio-
nales faltaban meses. Así me libré de la escuela para siempre y
nunca lo lamenté ni lo lamentaré. Dos meses la toleré, más que
suficiente para toda una vida. La escuela asesina la creatividad
y la autonomía, lejos de ella he estado mejor.

39
intencionalmente en blanco
CAPÍTULO V
LIBERTAD

Volví a Madera contento de ser libre y tener un buen pretexto


para serlo. A todos les podía decir que no deserté, que pen-
saba volver, que una circunstancia externa me había obligado
a dejar la escuela temporalmente. En realidad, mi futuro era
incierto. No quería volver a la escuela, a ninguna. Me pasé los
siguientes dos meses leyendo y jugando ajedrez. Ezequiel mi
hermano mayor dijo que el Instituto Nacional de Estadística
Geografía e Informática (INEGI) ofrecía empleo. Me presenté
en las oficinas de la jefatura de zona de ese organismo. Me sor-
prendió que allí estuviera trabajando gente muy joven, chicos
y chicas de unos 18 años. Mayores que yo en fin —yo tenía 15
años y un cuarto—, pero solo un poco. Tuve que regresar un
par de veces hasta poder hallar al jefe de zona. Me dijo tener
vacante el cargo de responsable de apoyo de zona, el sueldo
que ofrecía era bueno. Me contrató a pesar de mi edad. Solo
fue necesaria una autorización escrita de mis padres y una
constancia de las autoridades militares que me eximiera del
requisito de cartilla militar. Costumbre salvaje esa de pedir
servicio militar para volverse burócrata. Nunca hice el servicio
militar. Soy un objetor de conciencia.
Me volví burócrata cinco meses de mi vida y lo disfruté.
Que entonces disfrutara algo que ahora aborrezco se debió a
una conjunción de factores. Estaba ansioso por ser libre en un
sentido amplio, en el de ganar mi propio dinero, no solo en el
sentido de dejar de soportar maestros; tuve un jefe inmediato
prudente con el que pude hacer un buen tándem, ya que mi
responsabilidad era asistirlo directamente; estaba aprendiendo
estadística y me gustaba. Era un millón de veces mejor ser un
burócrata que ser un estudiante. Los estudiantes son los tape-
Pepe Portillo
tes que todos pisoteamos, un burócrata, aunque sea un mal-
dito Godínez, puede presumir muchas cosas, si es pisoteado
—no era mi caso, por cierto— no es por todos, solo por el jefe;
tiene un ingreso estable y de cuando en cuando se le paga por
ser haragán; es parte de Papá Gobierno y eso le da una sensa-
ción de poder. Desde luego, es mejor no ser ni estudiante ni
Godínez. Me faltaba un tiempo para entenderlo.
Cerca del término de mi contrato como responsable de
apoyo de zona en el INEGI, compré mi primera computadora
con lo ahorrado. No era una consola, era una verdadera PC
de escritorio compatible con IBM PC. En honor a la verdad,
lo que ahorré no me alcanzó, fue apenas la mitad, el resto se
lo pedí en préstamo a mi abuela. Nunca se lo pagué, nunca me
lo cobró. Los dos sabíamos desde el principio que en el fondo
lo pedí como regalo, en la forma fue un préstamo para que yo
mantuviera mi ficción de independencia. A los quince años y
medio de edad, en el año de 1990, tuve mi primera computa-
dora. Llegó por paquetería Estrella Blanca desde la Ciudad de
México. La había comprado telefónicamente y la había pagado
en el banco. Quizá fue la primera PC en mi ciudad. No estoy
seguro. Lo que puedo asegurar es que estuvo entre las primeras
tres.
Así se inauguró mi vida nocturna. Desde ese momento,
hasta ahora y, previsiblemente, hasta que muera, los ciclos as-
tronómicos dejaron de tener cota de validez en mi Lebenswelt,
el mundo de mi vida. Sin regirme por calendarios, ni horarios,
trabajo siempre hasta que ya no tengo energía, hasta que el
cansancio me vence. A veces sucede en la noche, sincronizado
con el ciclo día-noche, pero, a veces sucede a mediodía. Una
vez, una investigación científica probó que, en condiciones de
aislamiento de todos los estímulos sensoriales relacionados
con el tiempo físico —lejos de relojes y medios de comunica-
ción, lejos de los sonidos de la actividad cotidiana, sin poder
ver la luz del sol—, el cuerpo se ajusta a un ciclo circadiano
de 25 horas. En una semana bajo esas condiciones, los sujetos
de prueba están acostándose a la hora en que antes se levan-
42
Tramar un déjà vu
taban. Pero, no se quedan allí, el ciclo de 25 horas permanece
y, cada día, se acuestan y se levantan una hora más tarde. He
comprobado la veracidad de ese descubrimiento. Viviendo sin
restricciones de horario, eso es lo que me pasa a mí. He tenido
que cubrir las ventanas de mi dormitorio para que no entre luz
cuando duermo de día.
Desvelándome, aprendí el GW-BASIC; comencé el apren-
dizaje del Turbo Pascal; jugaba con el Chessmaster 2000. No
me alcanzaba el tiempo para tanto aprendizaje y tantas ideas.
A veces duraba tres días continuos sin dormir. No necesitaba
maestros. Conseguía los libros y tenía el laboratorio, mi com-
putadora, para hacer las pruebas. Me propuse aprender dBase
III-Plus y lo hice. Era la vuelta al paraíso. Lo qué estuve hacien-
do todo el año que siguió fue pasar de empleo en empleo. La
informática era radicalmente nueva en mi pueblo y faltaban
maestros. Por eso no les importó mi edad para ofrecerme un
puesto de maestro de bachillerato. Simplemente, no tuve la au-
toridad suficiente para obtener la atención de aquellos adoles-
centes de mi misma edad. La tarea me superó y renuncié. Tam-
poco tuve madurez suficiente para trabajar en la Secretaría de
Agricultura y Recursos Hidráulicos (SARH). Esa dependencia
me ofreció un puesto informático en base a mi experiencia
laboral en el INEGI, donde jamás trabajé con computadoras,
pero adquirí fama de saber hacerlo. En la SARH no soporté el
aburrimiento; las tareas eran muy repetitivas y en solitario, lo
que no me daba ni siquiera la oportunidad de tener el paliativo
mínimo del cotilleo. Mi experiencia en el INEGI había sido de
trabajar siempre acompañado; en la SARH me dejaban solo en
la sala de la computadora, la única que tenían, una hermosa
máquina marca TeleVideo, una de las más bellas que he visto
en mi vida. Solamente me visitaban para llevarme más traba-
jo. Allí también renuncié. Es que, simplemente arriesgaban
mucho contratando a un menor de edad. Yo era inmaduro en
muchos sentidos y más por causa de mi condición aspie. Que
tomaran tales riesgos era sintomático de la tremenda necesi-
dad que había en esos años de informáticos preparados. En el
43
Pepe Portillo
aspecto puramente técnico yo era uno de ellos y uno muy bue-
no, pero en el aspecto emocional y social no estaba a la altura.
Ya llegaría mi día.
Finalmente, volví a encontrar colocación en el INEGI. Ha-
bría otro censo y estaban contratando. El ambiente del INEGI,
mucho más horizontal, con menos jerarquías, con el trabajo de
campo alternándose con el de oficina, era mi elemento. Otra
vez un contrato eventual de unos cuantos meses.
El desempleo jamás fue tragedia para mí. Entonces mi fa-
milia era de clase media, todavía no llegaban los años malos
que nos redujeron a clase media baja. Los meses que no tenía
empleo seguía aprendiendo más programación y más ajedrez.
En los dos años laborales que he narrado, el ajedrez estuvo
continuamente presente. La filosofía por la filosofía misma no
había despertado. Se hallaba dormida por el desencanto con
la religión. En esos años seguí participando como entrenador
en las ediciones de la Copa DIF y como jugador en el club que
había formado con mis amigos. Era muy poca la competen-
cia que me hacían. De seguir así no habría progresado como
jugador. Fue también Dante Estrada quien me movió a parti-
cipar en torneos. Cuando dejé el CBTis, él se había quedado a
terminarlo. Un buen día su hermana, la madre de Guadalupe
Méndez, la niña que entrené y fue subcampeona estatal, me
transmitió un mensaje de Dante. Me invitaba a ir a participar
a un torneo abierto que organizaba la Facultad de Educación
Física y Ciencias del Deporte de la Universidad Autónoma de
Chihuahua en sus instalaciones. Dante me ofrecía hospedaje y
alimentación. Acepté y los dos participamos. Recuerdo haber
obtenido algo así como el cuarto o quinto lugar. Me habló de
El Parador, un restaurante junto al hospital del Instituto Mexi-
cano del Seguro Social (IMSS), donde se reunían ajedrecistas
de Ciudad Chihuahua y me llevó allí. Había jugadores muy
teorizados, mejores que yo, como Everardo Estrada, y, no se
diga, el maestro Juan Manuel Ramírez Ruacho, que allí cono-
cí y que solo jugaba de apuesta. Gasté unos pesos perdiendo
con el maestro y me enteré del próximo Campeonato Estatal
44
Tramar un déjà vu
Abierto, que en cosa de un mes se celebraría en Ciudad Juárez.
El maestro Ramírez me dio el número de teléfono de Gustavo
Maass, el presidente de la Asociación Estatal de Ajedrez, para
que pidiera informes.
Ya de vuelta en Madera, le llamé a Gustavo Maass. Mi casa
no tenía teléfono, tuve que pedirle prestado el suyo a Daniel
Jiménez. Arreglé mi participación en el estatal. A Dante no le
dieron oportunidad sus estudios de ir. Me fui solo. En ese es-
tatal obtuve el octavo lugar en primera fuerza. No es que yo
fuera un jugador de esa categoría. Ni siquiera tenía puntuación
Elo. Tiempo atrás, en Chihuahua, en el torneo de la FEFCD, el
Sr. Gracia Merino, ajedrecista de la tercera edad, me había in-
troducido en los vericuetos del Elo. Pero, yo seguía ignorando
cuál sería la medida de mi fuerza acorde a esa estadística. Si me
inscribí en primera fuerza fue porque, sin importar mi fuerza
real, quería aprender de los mejores. En la inauguración suce-
dió lo inesperado. Al saber mi procedencia, Gustavo Maass me
invitó a estar en el presídium como representante de la región
serrana. Acepté, no me imaginé lo que sucedería a continua-
ción. Pensé que solo mencionarían mi nombre y me pondría
en pie para saludar a la audiencia. De pronto, Maass nos invi-
tó a todos los miembros del presídium a dar un mensaje. No
empezaron conmigo, porque me hallaba cerca del centro de la
mesa y los turnos al micrófono fueron de una orilla a la otra.
Yo estaba de nervios esperando mi turno, pensando frenética-
mente en cuál sería mi mensaje. Basado en mi experiencia en
Copa DIF me decidí finalmente por abogar por la niñez, que
se privilegiara el esfuerzo de formar ajedrecistas desde la es-
cuela primaria. Sobre ese tema me pronuncié, con alto nivel de
inarticulación, seguramente. En el presídium se hallaban dos
conocidos. Uno, Memo Valles, que se había inscrito también
en primera fuerza. A él lo colocaron en representación de De-
licias. Su mensaje, como siempre, habilidoso orador que es, fue
muy emotivo. Habló de mantenernos firmes, de no cejar en los
esfuerzos, ni como entrenadores, ni como organizadores, ni
como competidores. El otro era el maestro Ramírez; su mensa-
45
Pepe Portillo
je fue mucho más desenfadado, unas cuantas bromas y acabó.
Con Memo jugué en la tercera o cuarta ronda, la precisión
me la obnubilan las décadas transcurridas. Yo llevaba blancas.
Abrí con una apertura inglesa. Memo jugó la variante simé-
trica. En la lucha por conseguir el dominio de casillas clave
intercambiamos demasiado material y terminamos acordando
tablas en un final con estructura de peones casi simétrica, no
sin antes tener que lidiar con algunos jaques peligrosos que
Memo le daba a mi rey con su dama.
Labor de diseminación, cumplimiento del deber, fue la
que hizo Gustavo Maass en ese torneo. Me invitó a formar un
comité o liga en Madera y afiliarla a la Asociación Estatal. Me
habló de los requisitos burocráticos. Volví a Madera con esa
idea. Solo en Dante podía confiar para ponerla en práctica. Se
estaba presentando el obstáculo de que él no había terminado
el bachillerato y residía en Ciudad Chihuahua, pero ya estaba
por entrar al último semestre y, además, me había confiado
que no tenía motivaciones de ingresar a la universidad, tam-
bién estaba harto de la educación formal. Conformamos la
Liga Municipal de Ajedrez de Madera, luego, por burocracias
de la Asociación Estatal se nos comunicó que no podía ser liga,
que tendría que ser comité. Nosotros, simplemente le cambia-
mos el nombre. Nos preocupaba poco la diferencia burocrá-
tica entre una entidad y otra. De ese organismo fue Ernesto
Vargas González el tesorero; Dante Estrada, el secretario; y yo,
presidente.
Cuando Dante terminó la preparatoria empezamos a or-
ganizar torneos. Nos apoyaba la coordinación municipal del
deporte. El club sin nombre también seguía vigente. De las
partidas que Dante y yo jugábamos en el club y de las que
jugábamos cuando iba a visitarlo, le cundió la idea de que su
ajedrez era mejor que el mío, que me superaba pues. No podía
convencerlo de que, aunque él tuviera dotes tácticas, mis es-
tudios teóricos me daban ventaja. Él nunca tomó un libro de
ajedrez entre sus manos. Una mente demasiado práctica, sin
ningún gusto por la teoría y la lectura. Finalmente, le propuse
46
Tramar un déjà vu
un match público entre los dos. Como directivos del comité,
lo convertiríamos en un evento magno. Se me ocurrió la idea
de que la sede de las partidas cambiara cada día. Jugar una
partida cada día en un centro comercial diferente, para que
fuera una diseminación del ajedrez entre los clientes. Dante
aceptó y nos contactamos con la Cámara Nacional de Comer-
cio (CANACO). José Socorro Pérez, el presidente de esa orga-
nización localmente, nos aceptó la idea y nos citó días después
para darnos la resolución que se tomara en la asamblea y, de
ser positiva, entregarnos el calendario con la programación
indicando en qué establecimiento jugaríamos cada día. Con
el calendario en la mano, anunciamos el evento por radio. Yo
lo iba a titular Frío Cálculo contra Instinto Agresivo, inspirado
en el título de un capítulo de Partidas decisivas, con el frío cál-
culo describiéndome más o menos a mí y el instinto agresivo
a Dante. Pero a Dante le pareció ofensiva la palabra ‘instin-
to’, dijo que sugería animalidad. Entonces la cambiamos por
‘impulso’. Acordé con el cronista de la radio pasarle la crónica
diaria del evento por escrito, redactada por mí, para que él la
leyera al aire. Dante revisaba la nota antes de que yo fuera a en-
tregarla a la radio. Solo una vez me hizo cambiar la redacción.
El evento generó mucha más expectativa de la prevista. La gen-
te bromeaba con nosotros en la calle sobre nuestros “apodos”.
En los centros comerciales generaba mucha curiosidad. Mu-
chos clientes no sabían por qué en lugares donde antes había
productos ahora había una mesa colocada con dos ajedrecistas
jugando. Nosotros no dejamos que nos distrajera la clientela.
Sabíamos a qué íbamos y sabíamos el precio en cuanto a ruido
y otros factores que pagaríamos por difundir nuestro deporte.
La CANACO nos asignó rondas en dos o tres restaurantes, una
tienda de ropa, una papelería y otros locales más. 16 rondas
eran las pactadas, terminamos en 14. Gané, mi conocimiento
teórico triunfó sobre la táctica. No puedo dar el marcador fi-
nal. Ya lo olvidé.
Aproximadamente un mes después convocamos a un tor-
neo en el que se nos adhirió un jugador inquieto, un adoles-
47
Pepe Portillo
cente entusiasta que años más tarde habría de convertirse en
un impulsor muy importante del ajedrez. Quería inscribirse en
la misma categoría que nosotros.
—¿Me puedo inscribir para jugar con ustedes?
Claro que podía. Era conocido por el apodo de Lelique,
Edgar Enrique Erives Chacón.

48
CAPÍTULO VI
AUTONOMÍA

Libertad, concepto equívoco. La idea de libertad connota una


imposibilidad y una forma de pensamiento mágico. La impo-
sibilidad de ser libre como ser humano. No sé a quién le gus-
taría ser libre si supiera que para serlo tendría que convertirse
en entropía pura, que es lo único que puede ser libre, en el
sentido de ausencia de dependencias. Sospecho que a nadie.
El sistema de baja entropía que es un ser vivo mantiene el alto
grado de orden gracias a las restricciones que le impone a lo
inorgánico, a aquello que tiende al desorden. La vida es en sí
restricción, la vida social lo es en mayor escala, y la vida social
humana es lo extremo conocido en términos de restricciones.
Los románticos adolescentes que en pareja quisieran apartarse
de la sociedad que los juzga y los limita, para amarse sin res-
tricciones, ignoran que sin sanción social, sin la mescolanza de
aprobaciones y desaprobaciones, no hay amor romántico. En
una isla desierta, las parejas vuelven a lo biológico, la mera su-
pervivencia y reproducción hacen su aparición, lo romántico
se extingue, los amantes se convierten en lo que no quisieran,
en sus padres, tan preocupados por una realidad y tan olvida-
dos de un ideal.
Desplazar en el razonamiento la idea de libertad por la
idea de autonomía es indicador de un paso de la doxa a la
episteme, del dicen al pensamiento crítico. Yo no efectuaba ese
paso porque desde la primaria me había pasado despreciando
las humanidades. Sentía un fanático escepticismo acerca de los
intelectuales. No soportaba un libro de ciencias sociales por-
que me parecía que cada página contenía discusiones volumi-
nosas de obviedades. Consideraba que la experiencia social no
necesitaba de ninguna ciencia que la estudiara. Culpable de
Pepe Portillo
esa equivocación había sido la escuela. Que las humanidades
me las hubieran enseñado, siempre que dejé que me las ense-
ñaran, en primaria y el primer año de secundaria, como una
colección de hechos para memorizar y jamás razonar sobre los
mismos, sumado a mi buena memoria, hizo que me parecie-
ran insulsas. No representaban ningún problema. Los que se
dedicaban a eso debían ser idiotas que no sabían pensar sobre
problemas verdaderos y se entretenían con babosadas. Por eso
prefería las ciencias duras; por ese entonces, la física y la infor-
mática. No me daba cuenta que, entre más libros de divulga-
ción de la ciencia física leía, lo que más me iba fascinando de
esa ciencia eran las partes que rozaban con la metafísica, cosas
como la dualidad cuántica, la dilatación relativista del tiempo,
los hoyos negros, el gato de Schrödinger, la curvatura del espa-
cio-tiempo, las singularidades y la cosmología.
Por añadidura, dada mi condición neurológica, en esos
años no podía comprender a la gente. No entendía por qué
dependían tanto unos de otros, por qué les importaba tanto
si uno los saludaba o no, por qué se enamoraban, por qué se
desvivían por caer bien, por qué reían de tonterías tan obvias,
por qué simulaban tanto en lugar de realmente hacer las cosas,
por qué mentían tanto en lugar de ser auténticos y por qué
hacían todo tan mal, como con las patas. Como buen aspie, yo
saludaba solo cuando me daba gusto ver a alguien, cuando no
tuve ganas de hablar con alguien llegué a decirles a los que me
abordaban “aléjense, tercermundistas” totalmente en serio, no
en broma, simplemente los odiaba. Jamás tuve ni un atisbo de
diplomacia; una vez me abordó una muchachita para invitar-
me a ser parte de una planilla para las elecciones para renovar
la mesa directiva de la sociedad de alumnos y me ofendí. Me
ofendió que se me invitara a una simulación, yo que siempre
buscaba las cosas auténticas, las obras que se hacen, no las que
se dicen, consideraba que la mesa directiva de la sociedad de
alumnos solo era un club de idiotas tratando de sobresalir sin
trabajar. Me ofendí tanto que le lancé una perorata furiosa y
cruel acerca de hacer las cosas versus simularlas. No lloró en
50
Tramar un déjà vu
mi presencia, pero quizá lo hizo en privado.
Por mi condición neurológica, me acostumbré a abordar
el vínculo social solamente desde posiciones de poder y con-
trol. Con quienes estaban bajo mi control era magnánimo, lle-
gaban a amarme, los demás me eran invisibles, no los tomaba
en cuenta, ni siquiera por cortesía. Por mucho tiempo he sido
un patán muy maleducado. A la primera categoría, la de mi
área de control, la de mis protegidos, pertenecieron, en secun-
daria, los niños con los que formé el club; después, los niños
que entrené para las copas DIF. Fuera de eso, solo cultivaba
amistades que me ayudaban a mantener mis posiciones de po-
der. En aquellos años, Daniel Jiménez y Dante Estrada. Con los
ajedrecistas del otro club, el de los forestales, mantuve vínculos
muy ambivalentes.
Por mí mismo no iba a llegar a interesarme por las huma-
nidades. Tuvo que suscitarse una intervención externa en mi
vida para que poco a poco llevara mi atención hacia los pro-
blemas sociales y esa entidad abstracta llamada pueblo. Con-
tra la intensidad de las fuerzas anímicas que me movían eran
necesarias fuerzas igualmente intensas que con su influencia
pudieran alterar la dirección de mi pensamiento y acción. La
primera de esas influencias fue la realidad. No podía ser me-
nos. El sueño de ser físico llevaba dos años postergándose. Mis
aventuras en la informática y el ajedrez habían absorbido casi
toda mi atención. Me vi en la obligación de seguir pensando en
cómo continuar el esfuerzo en pos de esa meta. Ya que la dis-
ciplina carcelaria de la preparatoria escolarizada era un obstá-
culo insalvable, me inscribí en la preparatoria abierta. Exce-
lente decisión. Me darían un título y no tendría que soportar
la monserga de los maestros. Ya vería después cómo ingresar
a la universidad.
La preparatoria abierta era fácil. En pocos días leía los li-
bros, sin subrayar, sin tomar apuntes. Antes de la aplicación de
exámenes, me quedaba mucho tiempo libre que usaba en lo de
siempre, leer, estudiar ajedrez, jugar ajedrez, entrenar niños en
temporada de competencias y programar, siempre programar.
51
Pepe Portillo
Ya dominaba el Turbo Pascal. Lo más avanzado que programé
entonces fue un graficador tridimensional de funciones. Había
comprado una calculadora Casio graficadora de funciones de
una sola variable independiente y quise replicar ese funcio-
namiento en PC, escalándolo a dos variables independientes.
Me decidí por la perspectiva caballera, por necesitar cálculos
proyectivos relativamente simples, como un inicio; la isomé-
trica, más realista, pero de transformaciones proyectivas más
complicadas, la usaría en la segunda versión. Deficiencia de mi
prototipo es que le faltaba un intérprete (parser). Las funciones
iban incrustadas (hardcoded) en el código fuente. Aparte de
eso, funcionaba de maravilla. El intérprete lo dejaría para des-
pués de que estuviera lista la perspectiva isométrica. Se com-
prenderá que el programa era para mi uso, no para el de un
hipotético usuario. Era poco mi interés en hacerlo amigable,
con un parser y todo lo necesario para la interacción. La única
interactividad del prototipo era un trazador. Una vez grafica-
da la función, el trazador se activaba automáticamente. Luego,
con las teclas de dirección, un punto parpadeante se despla-
zaba por la superficie de la gráfica y en una esquina podían
leerse los valores de las dos variables independientes y de la
variable dependiente para la función. Mi programa trabajaba
para cualquier función lineal. Modificando una sola línea se
cambiaba la función. Cuando representó correctamente f(x,y)
= C, cuya gráfica es un plano horizontal, supe que el programa
estaba listo y comencé a codificar otras funciones. Me extasié
cuando en pantalla apareció la gráfica de la función de una
cierta raíz cuadrada, la esfera. La primera vez fue un hemis-
ferio, pues en informática no hay un operador para el signo
matemático más/menos. Podía alternar entre hacer que el he-
misferio se viera por debajo o por arriba del origen z, nada
más. La solución fue muy simple, una pequeña refactorización
me permitió superponer las gráficas de dos funciones. Y la es-
fera apareció. En mi consideración fue toda una belleza. Una
sensación de triunfo. Mi procesador Intel 8088 de 10 MHz, sin
coprocesador numérico, tardaba un minuto en trazar la grá-
52
Tramar un déjà vu
fica de la esfera en la resolución 720 x 350 pixeles, modo mo-
nocromático, máxima soportada por mi equipo, un clon PC
con tarjeta de video Hercules. Pero la falta de velocidad, cosa
que no dependía de mí, me importaba muy poco. Ese proyecto
no continuó. La adquisición de otras responsabilidades no me
permitió que desarrollara las siguientes versiones.
Nadie me presionaba a buscar empleo y yo tampoco lo
necesitaba. Y así sin buscarlo, se apareció el primer empleo
estable. No era eventual, como los empleos del INEGI, y ya
estaba maduro para asumirlo. En poco tiempo ya había for-
jado una reputación como experto en todos los aspectos del
ajedrez y era buscado por las escuelas para ser árbitro de los
torneos escolares. Un día, cuando tenía 17 años se presentó
un viejo negro en mi casa, apodado el Farina. Traía recado de
su esposa, directora de una academia para secretarias que se
había echado a cuestas la responsabilidad de conseguir árbitro
para un torneo. Yo acepté ayudarles y ya no quise saber más de
él. Si mi abuela no hubiera entablado conversación con él, no
habría salido el tema de las computadoras. Yo no conversaba
con las personas, iba al grano, atendía sus asuntos y me sentía
agradecido de que por fin se fueran. Mi abuela sí era conver-
sadora. Gracias a eso, Farina dijo que la academia de su esposa
estaba en ese instante arrendándole unas aulas a una escuela
de computación y me animaba a buscar trabajo allí, algo había
escuchado que les faltaban maestros. Igual que siempre, con-
sideré que nada se perdía con probar. Me daba igual que me
dieran empleo o no.
Para mi sorpresa, el director me aplicó un examen escrito
que consideré fácil y me contrató. Ese, junto con el de haberme
convertido en líder indiscutible en la organización del ajedrez,
fue el factor de la realidad que inauguró mi “engagement” con
la sociedad. Las demandas de un cargo con mucha responsabi-
lidad me hicieron cuestionarme por primera vez mis premisas
acerca de la sociedad. Comencé a percibir las complejidades
de las relaciones sociales y a tener dudas que urgía resolver.
Como siempre he hecho en caso de duda, recurro primero a
53
Pepe Portillo
la teoría escrita que se haya publicado sobre aquello que traigo
entre manos, construyo un estado del arte sobre el problema
y, si la teoría, para mi gusto, explica lo suficiente y despeja las
dudas, la aplico, la vuelvo praxis; de lo contrario, parto de ella
para hacerle adaptaciones y contribuyo con mis ocurrencias
propias. La comprensión de la naturaleza de las relaciones so-
ciales demostró que no era de un abordaje simple y rápido. Me
ha tomado toda la vida, desde ese suceso, hasta el día de hoy,
tan solo construir el estado del arte y hacer el juicio de que la
teoría no explica lo suficiente y deja dudas sin resolver. Lo que
tendré que investigar en el futuro tiene que ver con las adapta-
ciones propias que le haga a la teoría y la contribución con mis
propias inspiraciones y postulados.
La realidad social había sido la primera influencia que me
hizo replantearme el abordaje de las humanidades. La amistad
fue la segunda influencia. Hubieron de aparecer amigos con
más diferencias que semejanzas comparados conmigo para
que así tuviera motivaciones de aprender algo que no fueran
ciencias duras. Los intereses que un amigo tiene no pueden
menos que llamarle la atención a uno y causarle a su vez un
interés en los mismos. Daniel Jiménez era mi amigo y era muy
diferente a mí, pero la brecha generacional hacía imposible un
verdadero intercambio de experiencias. De la deferencia y el
protocolo difícilmente pasábamos. Dante Estrada era de mi
edad, pero se parecía demasiado a mí; conformábamos una
microsociedad de amos que se ufanaban en la fantasía de tener
el mundo en la palma de la mano.
Los amigos con diversidad suficiente aparecieron por aso-
ciación. Primero Daniel Jiménez me presentó a su sobrino Iván
Valdez. Era tres años mayor que yo, tenía interés en la física.
Ese fue el tema común para entablar conversación. Después,
cuando volví del CBTis, otro punto de encuentro fue la pro-
gramación, que a él también le gustaba. Aparte de eso, éramos
y somos muy diferentes. Desde el primer momento eso se puso
de manifiesto. Iván tiene un abordaje social más estratégico
que yo. En ese sentido soy muy simple, a quien me cae bien
54
Tramar un déjà vu
lo busco, a quien me cae mal lo ignoro y los cambios de una
categoría a otra pueden suceder, pero solo una vez para cada
persona. Iván, en cambio, puede establecer vínculos sociales
por necesidad estratégica. En la primera charla que tuvimos
supo usar eso para comunicarse conmigo. Yo que podía ser
un hielo con los desconocidos, lo admití porque asumió un
papel de discípulo. Nunca he podido ser un seguidor, pero se
me da bien tener seguidores. Afortunadamente, eso fue solo al
principio. En poco tiempo se ganó mi respeto y que lo viera de
igual a igual.
Enseguida, Iván comenzó a frecuentarme en compañía de
su mejor amigo de juventud, Freddy García. A Freddy no me
lo tuvo que presentar. Lo había conocido en tercero de secun-
daria y me cayó bien, pero no lo traté, pues yo solo trataba
con ajedrecistas. Había sido transferido de otra secundaria a la
mía. Es la edad en la que no hay adolescente que no haya be-
bido ya unos tragos. En eso no éramos excepcionales. Mi pri-
mera borrachera me la puse el viernes santo del año 1990, en
compañía de Dante Estrada y sus vecinos. Con Iván y Freddy
también tuve muchas borracheras. Las tres personalidades tan
diferentes de nosotros tres, junto con las mayores responsabi-
lidades sociales y laborales recientemente adquiridas, crearon
la tensión social que me ayudó a pasar de la libertad a la auto-
nomía.
Iván es un tipo de principios firmemente cimentados. Eso
es lo que le he admirado y el ejemplo que he tomado de él.
Diferentes y semejantes en eso. Mi propio abordaje de las res-
ponsabilidades, aunque bajo una mirada superficial parecía
tener su origen en principios, en realidad no era así, era una
compulsión a producir obras bien hechas, con la única expli-
cación de que así sentía la necesidad, sin racionalizaciones,
sin justificaciones. Cimentar mi acción en principios más que
en compulsiones es lo que he tenido que aprender todos es-
tos años. Freddy es un artista, mucha sensibilidad, totalmente
opuesto a mí. Si no fuera por Iván actuado de puente de enlace,
jamás habríamos trabado amistad. Ese grado de oposición de
55
Pepe Portillo
personalidades fue bueno para mí en esa época de mi vida.
La idea de autonomía no se expresa en un juicio negativo,
como ausencia de algo, de barreras, como la idea de la liber-
tad. La autonomía se expresa afirmativamente, a través de la
existencia de leyes, nomoi. Como no hay ley que no sea res-
tricción, la autonomía aparece inicialmente como opuesta a
la libertad. Tal oposición se diluye con la introducción de la
otra palabra clave para comprender la autonomía, etimológi-
camente, el sí mismo, el autos del griego antiguo. Leyes dadas
por uno mismo como individuo y como sociedad. Cómo se
verá, el enunciado precedente contiene un pleonasmo. La opo-
sición individuo/sociedad no es tal. La relación entre esos con-
ceptos es de subsunción. Un individuo es mucho más que un
ejemplar biológico de la especie homo sapiens, es lo que es en
tanto pertenezca a una sociedad. El individuo es la institución
social fundamental. En la sociedad posmoderna somos indi-
vidualistas porque ese es el tipo de individuo que la sociedad
posmoderna funda. Por elaboraciones de Cornelius Castoria-
dis, Roberto Unger y, en menor grado, Chiara Bottici y Charles
Taylor, hoy podemos saber que la autonomía es una caracterís-
tica que las instituciones sociales pueden o no poseer. En tanto
la autonomía es un concepto aplicable solamente a lo social, no
hay autonomía sin instituciones sociales. No hay autonomía
sin sociedad. Pareciera que reduzco la sociedad a las institu-
ciones, como si implicara que la sociedad es solo un cúmulo
de instituciones. Ninguna interpretación pudiera ser peor. Si
bien es cierto que las instituciones conforman la sociedad, en
tanto le brindan una organización y estructura, esa no es la
única clase de elementos que participan en la composición de
una sociedad. Mayor importancia la tiene el proceso que crea
las instituciones y la potencia creadora que hay detrás de ese
proceso. En el énfasis en esa potencia creadora de las socieda-
des radica el proyecto de autonomía, en poner la atención en
lo instituyente más que en lo instituido. El proyecto de auto-
nomía solo puede ser un proyecto revolucionario, en el que lo
único posible sea querer la autonomía para todos.
56
Tramar un déjà vu
Yo había estado viviendo un individualismo posmoder-
no, había sido un alienado, iluso y manipulable. Fue la tensión
social la que, tras duras batallas con tendencias anímicas con-
trarias, me puso en el camino de la revolución, del proyecto
de autonomía. Hasta entonces, no había tenido una opinión
política, sino apolítica. Podría pensarse que, con mi afán por
el orden, mi primera manifestación política fuera el conser-
vadurismo porque es esa ideología la que más se pronuncia
por el orden. El caso es que también tengo otro afán igual de
intenso, el de la búsqueda de la autenticidad. Eso me ha hecho
un enemigo fanático de la inautenticidad y me ha instalado,
por decirlo así, un detector fino y calibrado de lo inauténtico.
El conservadurismo es discurso sobre el orden, pero práctica
del caos. Busca el orden donde no debe buscarse, en los pape-
les sociales de los individuos. Para el conservadurismo cada
quien debe ocupar su posición y mantenerse en ella. Nada más
contrario a la dignidad humana, por ende, nada más caótico y
nefasto. El conservadurismo representa el orden sin la auten-
ticidad.
Las diferencias intelectuales con mis nuevos amigos me
motivaron a leer nuevos textos, en parte lo que ellos leían y,
además, lo que yo podía conseguir por mi cuenta sobre los
mismos temas. Los temas eran el socialismo, la revolución, la
emancipación. Comencé con el caricaturista Rius, que es bre-
ve y superficial, pero inspirador. Leí al Che Guevara y Marta
Harnecker; a Eric Berne, por recomendación del entonces di-
rector de desarrollo social del gobierno municipal, psicólogo
Tito Quintanar; a Sigmund Freud, porque Dante, el hermano
de Iván, lo leía. En aquellos tiempos adquirí el gusto por la pa-
rranda intelectual. Consistía en reunirnos a beber alcohol en
diversos lugares, ocasionalmente en la casa de Daniel Jiménez,
muchas otras veces al aire libre, en los alrededores de Madera,
a discutir temas sugeridos por las lecturas que traíamos entre
manos. Después he sido invitado a fiestas en las que predomi-
na la música o la charla insulsa y después de los saludos no ha-
llo el modo de largarme. Aquellos días de adolescencia tardía y
57
Pepe Portillo
primera juventud me dejaron indeleblemente impresa la idea
de que la parranda debe ser una convivencia filosófica, como la
de El Banquete de Platón. Desde entonces, para beber alcohol
rechazo cualquier otra clase de ambiente.
Terminé la preparatoria abierta en 1993. Entre tantos in-
tereses que ocuparon mi atención y nuevos compromisos ad-
quiridos con la sociedad, tardé seis años para concluirla. El
día que me entregaron mi título causé un pequeño accidente.
Acudí a la oficina a recoger el título, a sabiendas de que ese día
me lo entregarían. El funcionario me lo entregó, me felicitó
no muy efusivamente y, por parte de esa institución fue todo,
ningún protocolo ni ceremonia. Eso estuvo bien. Agradecí que
la preparatoria abierta no tuviera el aparato oropelesco de la
escolarizada. Así me gustan las cosas. De regreso a mi casa,
aproveché que el tráfico iba terriblemente lento para echarle
un vistazo al título. Lo coloqué sobre el volante, le di un vis-
tazo y choqué con la camioneta compacta que iba adelante.
Un leve toque de las defensas. Más ruido que nueces. La iba
conduciendo una señora joven. Se bajó, fue a la parte de atrás
y vio que no había daños. No me dijo palabra, solo me criticó
un poco meneando la cabeza y apretando los labios y se volvió
a subir. Tampoco le hablé, me limité a sonreírle.
Ya tenía el título de bachiller y podría buscar universidad.
Pero, ya había perdido el interés en la física. Ya no tenía tan
claro qué carrera tomar. El contacto con las humanidades ha-
bía trastocado mi universo intelectual. Por un tiempo pensé
en estudiar matemáticas. Ya comenzaba a vislumbrar que mis
intereses en la física eran realmente metafísicos. Las matemá-
ticas, no se puede negar, tienen un carácter más fundamen-
tal que la física, un carácter un tanto cuanto más metafísico.
Era que, a pesar de todo, me resistía a renunciar a la mala fe,
mi autoengaño. Era efecto de la inercia de tantos años de falta
de información. Un observador con suficiente cultura habría
sabido detectar mi vena filosófica y habérmelo dicho. “Tú lo
que buscas son los fundamentos de la realidad. Olvídate de la
astronomía, de la física y de las matemáticas. Estudia filosofía”.
58
Tramar un déjà vu
Pero, estaba rodeado, por una parte, de buenas personas, pero
ignorantes de la filosofía, que me apoyarían en lo que decidie-
ra, fuera lo que fuera y, por la otra parte, de imbéciles, patanes
que eran puro cuerpo sin mente, que me instaban a obtener
beneficios de mis talentos en el rubro puramente animalesco
del dinero y el prestigio. De la primera clase eran mi familia y
mis amigos; de la segunda eran todos los demás, comenzando
por los maestros de escuela. “Tú deberías estar en la NASA;
dentro de unos años te vamos a ver en carro del año; ¿por qué
no te vas a Estados Unidos?”. Yo solo pensaba «¡Idiotas!». Al
que alguna vez le respondía porque me caía un poco menos
mal que el resto, le decía: “Sí, pero yo no quiero ser explotado”.
Ya entonces sabía cuál era el precio del prestigio académico
y no estaba dispuesto a pagarlo. El precio era, y sigue siendo,
dejarse domar por el Estado y los poderes fácticos que se ha-
llan detrás. Eso los idiotas no lo entendían y siguen sin enten-
derlo. Siempre se me ha tratado de insertar en el animalesco
círculo de la productividad pura y siempre lo he rechazado.
No se me malinterprete. La productividad es necesaria, pero
no por la productividad misma. Yo lucho por una productivi-
dad humanizada, insertada en el proyecto de autonomía, una
productividad libre de burocracia. La esencia de la burocracia
es la división de las sociedades en una clase de dirigentes y
otra de ejecutantes. En esa estratificación me negué, desde un
principio, a ser insertado. Yo supongo que en eso consiste el
ser un filósofo.

59
intencionalmente en blanco
CAPÍTULO VII
INAUTENTICIDAD

Tengo una relación tortuosa con la poesía. Aquí tortuoso


quiere decir “ambivalente”. Aquí ambivalente significa “no sé
si la odio o la amo” —sí, he imitado a Lemony Snicket, en una
forma doblemente sincera de elogio. Entiendo que la poesía
condensa el lenguaje hasta límites insospechados. Todo gran
poeta tiene algún verso, o dístico, que, escrito en forma de-
sarrollada, denotativa y explícita, podría llenar enciclopedias.
Por ejemplo,

¿Para esto morir?


¿para inventar el alma?

Con eones extraños la muerte misma puede morir.

¡Oh inteligencia, soledad en llamas…!

El problema es que no me bastan los productos condensa-


dos. El Canto general puede que reúna en un solo libro todos
los demás libros que se han escrito sobre América Latina, en
él están contenidos de un modo u otro Las venas abiertas de
América Latina, y Cien años de soledad, y la Brevísima relación
de la destrucción de las Indias, y los 16 tomos de Leslie Bethell,
y Maturana, y Varela, y Bunge, y Mario Molina, y Santos Du-
mont. Colocado entre las opciones de leer ese solo libro, con-
notativo y emocional, y la de leer todos los tratados de historia,
geografía, economía, filosofía y sociología latinoamericana,
Pepe Portillo
sin duda elegiría la última. Afortunadamente, no vislumbro
hallarme fuente a esa diabólica elección y leo ambos tipos de
obras.
En suma, la poesía suele causarme poca impresión, cuan-
do no hasta desagrado, en los casos en que se torna emocional.
Hasta ahora, solo tres poetas me han cimbrado el suelo, José
Gorostiza, y eso que solo su Muerte sin fin, porque Cancio-
nes para cantar en las barcas no lo tolero; Rainer María Rilke,
igual, solo por sus Elegías de Duino, los Sonetos a Orfeo me
dejan frío. Estos dos primeros porque reúnen meditaciones fi-
losóficas y místicas muy condensadas en sus respectivas obras.
El tercero es Raúl Manríquez, por causa de que se ha dejado
influir por los dos primeros y tal influencia es notable. Cuando
lo leo, pienso «si yo fuera poeta esto es lo que escribiría».
La simulación de los aficionados y algunos, no pocos,
“profesionales” —escriben lo que a mí me parece basura y la
hacen hacer pasar por buena—, siendo la poesía el género lite-
rario en el que más simuladores pululan, añade la última briz-
na de paja que le rompe el lomo al camello.
¿A qué vienen tales devaneos? A que un buen día me vi
motivado a escribir mi primer poema, si puede llamársele así.
Me motivó el premio que podía recibir si ganaba un concurso.
Un negocio local, la imprenta La Universal, de José Socorro
Pérez Nájera, quien unos veinte años después publicaría un
empalagoso libro de historia de Madera en coautoría de María
Escárcega, convocó al único concurso de poesía que yo sepa
se ha realizado en Madera, por el año 1993 o 1994. Pedían un
solo poema y los premios eran jugosos, por lo que decidí par-
ticipar. La poesía entonces me interesaba menos que ahora, me
motivaba solo el premio.
Postergué la escritura del poema un par de semanas. Pues-
to que no lo escribiría por gusto, sentía muy poca motivación
de comenzar, me ganaba la fiaca. El impulso adicional que me
llevó finalmente a escribirlo fue una conversación con dos de
mis alumnas de ajedrez. Entonces acudía tres veces a la sema-
na al ejido Presón de Golondrinas, mejor conocido como Nue-
62
Tramar un déjà vu
vo León, su nombre no oficial, localizado a 20 km de Madera,
a enseñar ajedrez a los niños de la escuela primaria del lugar,
un establecimiento bidocente. Los lugareños habían consegui-
do que el DIF municipal subsidiase mis viáticos y les prestara
tableros. Allí, el alumno de más talento era una niña, Jessika
Fabiola.
A veces el talento va unido a la vocación, esto es, a veces
quienes más facilidad de aprendizaje tienen de una disciplina
también sienten gusto por ella. Era el caso de Jessika, que era
puntual y jamás faltaba. Su mejor amiga, Lupita, carecía de ta-
lento, aunque en vocación, o afición, si se prefiere, estaba a la
par. Una tarde se pusieron a hacer la tarea que les había dejado
su maestra. Alumnas de sexto grado, les habían encargado una
muestra de unos cuantos géneros literarios, cuento, fábula y
poesía. El cuento y la fábula los hallaron en la diminuta bi-
blioteca escolar. No pudieron hallar el poema. Entonces me
pidieron uno a mí. No había memorizado ninguno y era una
época muy anterior a los dispositivos de lectura portátiles (ta-
blets, ebook readers), así que no les pude ayudar con eso. Pero,
recordé el concurso y les dije “les puedo escribir uno”. Estuvie-
ron de acuerdo.
—¿De qué quieren que trate?
—De usted.
Fue agradable la sorpresa de que me escogieran como
tema. Aunque, pensándolo bien, ellas solo estaban siguiendo
los dictados del sentido común. Se deduce que las pocas expe-
riencias de composición literaria que alguna vez tuvieron en la
escuela fueron sobre ellas mismas y sus familias. Simplemente,
hicieron extensiva esa norma a mi composición.
Escribí un poemita muy malo de dos estrofas que titulé
Apología. Un imprevisto impidió que se los entregara. A una
de ellas fue a buscarla alguien de su familia por un asunto do-
méstico y para cuando se llegó la hora de partida de mi auto-
bús no había vuelto, la otra se había ido con ella. En Madera le
añadí otra estrofa. Lo presenté al concurso con el pseudónimo
Nomor Troubles.
63
Pepe Portillo
El concurso, lamentablemente, fue un fiasco. Se nombró
como jurado a dos maestros de escuela, Amador Hernández,
cantautor, y Carlos Castillo, maestro de historia. El primero
tenía experiencia componiendo canciones, una de ellas llegó a
ser muy conocida en el estado, cuando la grabó el grupo Sen-
timiento Latino de Ciudad Cuauhtémoc. El otro solo era un
poeta de rancho, un aficionado que escribía malos poemas,
pero, por ser el único que se atrevía a hacerlo, tenía sus admi-
radores. A pesar de esas condiciones, aún era posible tener un
concurso decoroso. Cosa que no sucedió porque el mecenas
del evento, el dueño del establecimiento comercial convocante,
tomó una decisión ejecutiva de última hora con el fin de hacer
más justo el veredicto, al menos según su propia opinión. La
decisión probó ser desacertada y, a pesar de tener una buena
intención, acabó manchando esfuerzos y reputaciones.
En concreto, José Socorro Pérez nombró un tercer miem-
bro del jurado sin consultarlo con ni avisarlo a nadie. Consi-
derada al pie de la letra, la justificación de Pérez es válida. El
hecho es que el día antes de la premiación llegó a Madera un
personaje que, por su trayectoria, Pérez consideró que sería un
juez con mucha más pericia, un especialista más calificado y
experto que los que había nombrado. Se trataba de la primera
maestra de español que enseñó en la primera secundaria de
Madera. Hacía ya tiempo que se había ido, pero todavía que-
daban muchos que la recordaban, Pérez entre ellos. Dadas las
condiciones, el hecho de tener la ceremonia de premiación ya
encima, Pérez tomó una decisión ejecutiva para incluirla en el
jurado. En el momento de esa decisión, el veredicto del jurado
inicial ya le había sido entregado, los primeros lugares ya es-
taban decididos, mi poema ocupaba uno de ellos. La maestra
volvió a leer los poemas concursantes y decidió la terna gana-
dora. Finalmente, solo la opinión de ella fue determinante, el
trabajo de los dos primeros jueces fue totalmente despreciado.
Todo eso sucedía sin que ni los participantes, ni el jurado
inicial lo supiéramos. El día siguiente, acudimos a la ceremo-
nia de premiación, un evento con toda la pompa y la circuns-
64
Tramar un déjà vu
tancia, hasta con orquesta. Llegada la hora de presentar las
personalidades que presidirían la ceremonia, los asistentes nos
llevamos la sorpresa de que había un tercer juez, que no había
sido mencionado en la convocatoria, ni oralmente, ni por al-
gún otro medio. Asumimos que todo estaba bien, que un juez
más trabajando junto a los otros jueces podría ser positivo.
Llegada la hora de entregar premios, yo solo obtuve una
triste mención honorífica, sin estímulo monetario. «Bueno, lo
intenté. Ni hablar», pensé. Lo que fue muy extraño es que, en
cuanto fue entregado el último premio, los dos jueces del jura-
do inicial se levantaron y abandonaron el recinto, no se queda-
ron a las lecturas, las fotos, las felicitaciones y demás.
Tres días después sostengo una conversación con Carlos
Castillo, uno de los jueces originales.
—¿Qué significa ‘luengos’? —me preguntó.
Yo había usado esa palabra en mi poema.
—Largos.
—Nos pusiste a buscar en el diccionario. Yo que creí que
tú nomás sabías escribir sobre Einstein, la relatividad y los via-
jes espaciales. ¿Qué significa Nomor Troubles?
—No más problemas.
—A ti te dimos el tercer lugar.
—Ah, ¿si? ¿Por qué recibí solo mención honorífica?
Entonces me contó la triste historia de cómo él y Amador
Hernández habían sido pisoteados.
—Al que le dieron el primer lugar nosotros ni siquiera lo
consideramos para concursar. No es un poema, ¡es un diálogo!
En eso tenía razón. Conocía el “poema” ganador, de Ju-
liana Olivas, una boticaria retirada, porque, como parte del
premio a la ganadora, había sido leído en la ceremonia de pre-
miación. Era una mala prosa, ni siquiera poética, con mucha
moralina, con el tema hegemónico de que hay-que-estudiar-
para-ser-alguien-en-la-vida.
—Yo le pregunté a la maestra [la jueza] —continuó Car-
los— por qué solo mención honorífica a tu poema. Me salió
con que “es que a mí no me gustan las cosas rebuscadas”. Le
65
Pepe Portillo
dije “sí, pero esos son sus gustos. El poema es bueno indepen-
dientemente de que a usted le guste o no”.
La lectura entre líneas, no la textual, de las justificaciones
de José Pérez, es la que tendrá que rendir el informe racional,
consiguientemente, final, de validez o invalidez de esta expe-
riencia. En tal sentido, la conclusión que de este caso se extrae
es que la inautenticidad es una gran mierda que está apestando
al universo.
Hubo inautenticidad en ser un socialité. José Pérez lo fue
al valorar más el prestigio social de la maestra que la palabra
empeñada, no solo con dos maestros de escuela que escogió
como jueces, sino con todo un pueblo. Valoró más las rela-
ciones sociales que el honor y la dignidad. La historia se lo
cobrará. Hubo inautenticidad en la alienación moralina. La
maestrita, jueza suprema, cuyo nombre, gracias al cielo, he ol-
vidado, solo es —¿era?, pues quizá ya murió—, un personajillo
alienado de esos que pululan en la sociedad acumulando éxi-
tos medianos. Suelen ser maestritos, curitas, doctorcitos, in-
genierillos, muy conservadores, persignados, que obtienen un
prestigio que no merecen. No merecen la fama de ser “buenas
personas” porque solo son fariseos, hipócritas cobardes. Me-
recen mucho menos la fama intelectual, cuando ni en el mejor
de los casos logran pasar de ser unos grandes ignorantes de la
ignorancia. No saben que no saben y, en consecuencia, pre-
sumen de saberlo todo. Cada generación tiene sus maestritas
alienadas muy-queridas-por-todos. En la generación actual,
en Madera, es una maestrita de preparatoria que pone a sus
alumnos a leer a Carlos Cuauhtémoc Sánchez y se prestó a ser
candidata del palero Partido Nueva Alianza.
De nuevo sale a relucir la relatividad cuando consideramos
los estándares por los que la maestra que fungió como tercer
juez fue considerada experta en la materia. Todo depende del
marco de referencia. Que una maestra de escuela que, con toda
probabilidad, jamás ha escrito ni posee al menos una pizca de
creatividad literaria, sea considerada una especie de lumina-
ria, indica un marco de referencia muy lejano al que emplea el
66
Tramar un déjà vu
comité de nominación del Premio Nobel, por poner un ejem-
plo. El marco de referencia desde el que José Pérez se sintió
deslumbrado por la trayectoria de tal maestra solo puede tra-
tarse de un marco rural. La maestrita resultó solo una crítica
literaria de rancho más y terminó dándole ese mismo carácter
a todo el concurso. Desde un marco que incluyera estándares
estéticos siquiera un poco más universales, más auténticos, en
el entendido de que la autenticidad pertenece al mismo cam-
po semántico que términos como pertenecerse a sí mismo,
integridad, solidez, veracidad, consistencia y congruencia, la
maestra jamás podría figurar como jueza de ningún concurso
literario. Está claro que el jurado original tuvo estándares más
afines a ese ideal. La maestrita solo llegó a cagarse en el pastel
y José Pérez, émulo del paje que hacía lo propio en la corte de
Luis XIV (con la bacinica), se encargó de colocárselo bajo sus
reales posaderas.
¿Y en los participantes hubo inautenticidad? La hubo, por
lo menos en dos de ellos. La ganadora, Juliana Olivas, mani-
festó una rotunda enajenación, se destapó como un técnico
orgánico —llamarla “intelectual orgánico” sería demasiado
caritativo y por demás inexacto— del sistema hegemónico. In-
tentó, y quizá lo logró, edulcorar el sistema de opresión con el
discurso de buenos deseos y voluntarismo, con la práctica de
echarle la culpa al jodido por “no estudiar”, por “ser burro”, por
“ser huevón”. Todo ello desprendido del contenido de la obrita
que envió al concurso, para nada ficción, para nada despegada
de la ideología alienada de su autora. Por el contrario, forman-
do parte íntegra de ella misma.
El segundo participante inauténtico por la época, lo admi-
to, fui yo. Ser joven y estúpido, y que la juventud conlleve un
componente casi primario de estupidez, no me justifica. No
debí competir en algo que no era lo mío. Menos debí hacerlo
solo por el dinero. Y lo peor de todo, ya que estoy haciendo la
relación de mis yerros en orden creciente de gravedad, no debí
legitimar con mi participación la práctica de los concursos de
apreciación. Ningún escritor debería permitir que ningún ju-
67
Pepe Portillo
rado lo evalúe. El único jurado válido es el de los lectores.
Ese fue el modo en que aprendí a no participar en con-
cursos cuyo éxito dependa de la apreciación de comités. No
participo en nada que tenga jueces que evalúen mis trabajos.
Mis escritos jamás los presentaré a concurso, ni la obra pre-
sente, ni trabajos futuros. Como en el ajedrez, donde todo es
transparente, sujeto a la objetividad, donde las opiniones de
terceros no cuentan, así seguiré trabajando, contando con mi
autoevaluación y la de mis lectores, quienes jamás son terceras
personas. Mis lectores son mis interlocutores, el “tú” en el “tú
y yo” de mi escritura. No sujetaré mis trabajos a jurados. Ni
los concursos más prestigiosos, relativamente más justos, se
salvan de involucrar capitales, en sentido bourdieuano, ajenos
a la creatividad artística.
Incidentalmente, al día de hoy son muchos los fallecidos
entre los que aparecemos en este capítulo. Eso me recuerda
que estoy formado en esa fila y que el tiempo que se agota con
insidia hay que emplearlo en la autenticidad, el honor, la ver-
dad y la justicia. Juliana Olivas, la ganadora, falleció al parecer
de complicaciones de diabetes. Hasta donde sé a ciencia cierta,
sufría insuficiencia renal crónica, le practicaban diálisis. José
Socorro Pérez y Carlos Castillo Delgadillo murieron de cán-
cer. Amador Hernández se suicidó, se disparó con un rifle en
la boca, consecuencias del alcoholismo. La que a mí más me
duele es la muerte de Jessika Fabiola Márquez. Falleció apenas
un mes después del infame concurso. Fue atropellada por un
autobús.

68
CAPÍTULO VIII
POLÍTICA

El año 1993 ocurrieron hechos históricos en las áreas de in-


fluencia en las que estuve involucrado. Esa fue la primera vez
que no fui solo al Campeonato Estatal Abierto de ajedrez. Iban
conmigo Dante Estrada y los niños Edgar Jáquez y Marco An-
tonio García Sánchez, hermano de Rafael. Se realizó en un sa-
lón del Palacio de Gobierno. Son niños que antes me había
tocado acompañar como entrenador a la Copa DIF. Ahora se
animaron a ir a un torneo de más oficialidad con gastos pro-
pios. Así teníamos que hacer las cosas por aquel entonces. Na-
die nos daba nada, todo era de nuestro propio bolsillo. Otro
hecho histórico ajedrecístico para Madera es que hubo dos
participantes en el Torneo Estatal Juvenil. Se realizó en Ciudad
Cuauhtémoc y participamos Dante Estrada y yo. Gracias a mi
amistad con Tito Quintanar, director de desarrollo social del
gobierno municipal, conseguimos patrocinio gubernamental
para hospedaje. Obtuve el quinto lugar en ese campeonato;
Dante quedó más abajo en la clasificación. Ese también fue el
año de mi match con Dante Estrada.
El año siguiente, 1994, Dante Estrada, hombre práctico
que era, contactó con el Comité Directivo Estatal del Partido
de la Revolución Democrática (PRD) para que se conformara
un comité municipal en Madera. Yo lo acompañé por lealtad y
porque me atraía su idea práctica de tratar de quitarle el poder
a quienes considerábamos gobernantes mediocres. Se confor-
mó el comité municipal. Dante Estrada fue el presidente, yo fui
el secretario. Comenzamos el trabajo electoral. Le hicimos la
campaña en el municipio al Ing. Cuauhtémoc Cárdenas, can-
didato a presidente de la República, y a Lorenzo Perches, can-
didato a diputado federal. Los primeros votos de mi vida, a la
Pepe Portillo
edad de 19 años, los deposité a favor del PRD. No se ganó, pero
yo tenía vivos los ideales de la izquierda, con el Ing. Cárdenas
como una figura moral de alto peso al que todavía respeto. Du-
rante todo el período que le correspondió estatutariamente el
mandato a Dante Estrada, como presidente del comité muni-
cipal, yo lo acompañé lealmente.
Pocos recordarán un incidente que sucedió al año siguien-
te, respecto a una acción mía, mejor dicho, una omisión, que
puede ser negativamente calificada y que nunca he explicado,
ni siquiera a los más directamente implicados. 1995 fue año
de elecciones locales. Dante Estrada fue candidato a primer
regidor. No obtuvo los votos necesarios probablemente por un
error mío que entonces no quise explicar ni atenuar. Si lo ex-
plico ahora es porque la narración del hecho contribuye a que
el lector tenga una perspectiva de las fuerzas que forjaron mi
vida moral. Dante Estrada era el representante del PRD ante
la junta municipal del Instituto Estatal Electoral. Él se presen-
taba en las reuniones y tomaba decisiones por el partido. A la
asamblea que se celebró un día después de la elección no pudo
asistir y me pidió que lo sustituyera. Acepté porque yo era
quien estaba registrado como suplente y era mi deber, pero,
además, porque pensé que sería una reunión ordinaria que no
se prolongaría por mucho. Por el contrario, resultó que la reu-
nión era para dar por cerrada la elección y conformar las actas
de los resultados. Era muy importante. En uno de los puntos,
el presidente de la asamblea municipal, Virgilio Fuentes, ha-
bló de irregularidades detectadas en paquetes que afectaban
la cuenta de votos del PRD. Al parecer, disparidades entre el
número registrado en el acta levantada en casilla y el número
de votos registrado en la etiqueta del paquete electoral. Uno de
los paquetes se abrió, se recontaron los votos y efectivamente,
había una pequeña cantidad que le faltaba al PRD y que se
corrigió. Cuando se llegó a otras secciones electorales con irre-
gularidades semejantes se me preguntó, una por una, protoco-
lariamente, si pedía que se abrieran paquetes y se recontaran
los votos. En todos los casos me negué. Probablemente se hu-
70
Tramar un déjà vu
biera alcanzado el mínimo para tener un regidor si yo hubiera
aceptado. Pero, no lo hice.
Después se me reclamó desde varios frentes. El propio
Dante me lo reclamó, aunque con bastante tacto, he de decir,
y sin ofenderme, lo que agradezco. Y me lo reclamó gente de
otros partidos que se enteraron gracias a sus representantes,
que estuvieron presentes. Probablemente, esa gente se burló
de mí a mis espaldas. Lo aguanté todo, asumí mi responsabili-
dad y jamás expliqué el motivo de que yo hubiera tomado esas
decisiones. Motivo que revelaré ahora, lo cual, espero, demos-
trará que no todo fue incompetencia ni mala fe de mi parte. En
los últimos meses había padecido episodios de migraña acom-
pañada de vértigos. Eran muy esporádicos, una vez al mes o
algo así. En una ocasión hasta tuve que faltar a la escuela de
computación donde trabajaba. El día anterior, día de la elec-
ción, tuve un episodio así en la casilla electoral donde me tocó
ser representante del PRD. Al parecer, el fuerte olor a ácido
acético de la tinta indeleble me disparó los síntomas. Ese día
tuve que abandonar mi puesto como representante de casilla
por unas horas e irme a reposar a mi casa. No obstante, pude
estar en el escrutinio y cómputo, aunque no del todo repuesto.
Al día siguiente no había acabado de reponerme. Con todo y
saber que estaba enfermo acepté la petición de Dante de susti-
tuirlo porque lo consideré un deber y porque todavía faltaban
horas para esa asamblea y esperaba reponerme. Cuando se lle-
gó la asamblea, los primeros minutos la atendí más o menos
con normalidad, pero, conforme avanzaba me iba sintiendo
mal y cada vez peor. Cuando calculé que tomaría mucho tiem-
po recontar los votos de todas las secciones involucradas en
irregularidades, al parecer unas cinco o seis más, me di cuenta
que no lo resistiría, que me pondría peor. Tuve que elegir entre
la lealtad y la salud. La cabeza ya me dolía y comenzaba a em-
borronárseme la visión. En muy buena lógica, creo que hice lo
correcto al elegir mi salud. De poca ayuda le habría sido al par-
tido si la enfermedad se me complicaba. No obstante, cuando
me hicieron reclamaciones, acepté prácticamente en silencio
71
Pepe Portillo
la responsabilidad porque había sido yo quien había tomado
el riesgo de ir enfermo a la asamblea y había sido yo quien
ocultó su enfermedad al momento de aceptar. La enfermedad
remitió media semana más adelante y, para mi fortuna, jamás
ha regresado.
En política topa uno con lo más nefasto. Alfredo Calzadi-
llas Márquez lleva por nombre la encarnación de esos límites
de bestialidad que por execración me ayudó a mantenerme sin
mancha a pesar de andar sumergido en el Guadalajara —río de
mierda, por una equivocada etimología— de la política elec-
torera. Así como él, era como yo no quería llegar a ser; fue
mi referente de lo que había que evitar. A la sazón, presidente
del comité municipal del Partido Revolucionario Institucio-
nal, cuando Dante y yo comenzamos nuestra aventura polí-
tica, aprovechó una ocasión para tratar de hacerme traicionar
al PRD y afiliarme al PRI. Cuando me negué, no tardó ni un
segundo en sacar a relucir la mediocridad y cobardía, sus “vir-
tudes” mejor cultivadas.
—Hay quienes se ponen la aureola de perdedor desde chi-
cos.
—Esa es una ofensa —respondí mesuradamente—. Yo
tengo ofensas mayores, pero no tiene caso.
La presidencia del comité municipal del PRI solía ser el
trampolín a la candidatura a la presidencia municipal de ese
partido y, municipio de hegemonía priista, del cargo de pre-
sidente municipal. Calzadillas fue solo un caso confirmatorio.
Fue presidente municipal de 1995 a 1998. Ya en ese cargo, en
su último año de servicio, tuve que visitarlo a su oficina una
ocasión para solicitar recursos para un evento público aje-
drecístico. Me acompañó Edgar Erives, quien para entonces
había tomado el relevo de Dante Estrada en la organización
del ajedrez en Madera. Dante ya se estaba dedicando más a
los negocios, cuestiones de herbolaria y medicina alternativa.
En esa visita descubrí que Calzadillas conocía a la familia de
Edgar Erives.
—Ojalá no te vayas a volver tan retraído —le dijo Calzadi-
72
Tramar un déjà vu
llas a Edgar Erives.
Lo miré con una expresión de «¡¿de qué chingados estás
hablando, pendejo?!». Captó mi mirada.
—Es que usted es muy retraído —me dijo.
No le contesté. Me limité a mirarlo con expresión de «¡es-
tás pendejo!, cambiemos de tema» y cambié de tema. Aquello
fue indicador del alto índice de ignorancia existente acerca del
síndrome de Asperger, ignorancia que a mí también me alcan-
zaba, pues entonces no tenía idea de que ese era el origen de mi
“retraimiento”. Solo sabía que el presidente municipal se había
extralimitado. Me había discriminado de la forma más anima-
lesca posible. Con más información, que entonces no tenía,
quizá yo hubiera exhibido una respuesta más enmarcada en la
acción afirmativa.
Edgar Erives y yo habríamos de poner en escena el drama
ajedrecístico en los años siguientes, comenzando por ese even-
to que patrocinó la administración municipal priista de Al-
fredo Calzadillas. Como el match Estrada-Portillo cinco años
atrás, este también fue un magno evento. Jugamos un match
a ciegas. En el vestíbulo del Gimnasio Municipal nos dimos
cita. Poncho Perea fue el árbitro. Este match también me tocó
ganarlo. Fue una interesante promoción para el ajedrez. Desde
entonces, los maderenses saben que se puede llegar a un gra-
do de habilidad en el que es posible jugar ajedrez sin piezas
ni tablero. Desde luego, en este match hubo un tablero mural
en el que el árbitro hacía los movimientos mientras nosotros
estábamos con los ojos vendados, así la audiencia podía seguir
las partidas.
Unos años después, con administración panista, tomé el
desafío de jugar partidas simultáneas a ciegas. Esta vez, solo
yo estaba vendado. Me enfrenté a cuatro tableros. Dante Es-
trada, Edgar Erives, Marco Antonio García Sánchez y Poncho
Perea, los jugadores más fuertes de la época. Fue demasiado
para mí. Perdí tres partidas. No obstante, realice la hazaña de
ganar una, a Marco, el menor de los cuatro. Ejercicio intenso el
de jugar a ciegas, muy agotador. Tomé la determinación de no
73
Pepe Portillo
volver a hacerlo. Pero, la tentación ha sido imposible de vencer.
Dos veces más jugué simultáneas a ciegas públicamente, unos
diez años después, tema de otro capítulo.
El retiro de Dante y mío del comité municipal del PRD
había sido estatutario. Además, mi retiro fue también moral.
Todavía seguí como militante, y después solo como simpati-
zante, con un convencimiento cada vez menor en la política
electoral. Mi retiro definitivo del PRD y de la política electoral
fue en 2004. No aprobé la coalición Todos Somos Chihuahua
que se dio entre el Partido Acción Nacional y el PRD. Recordé
que cuando nosotros fundamos el PRD municipal estábamos
en contra de las políticas neoliberales tanto del PRI como del
PAN y que era un insulto coaligarse con cualquiera de ellos.
En 1999, diez años después de haber dejado la secundaria,
volví a ser empleado, a pesar de disgustarme la subordinación
y la burocracia. Me contrataron precisamente en la misma se-
cundaria. Me dieron el cargo de prefecto. No lo había buscado.
Me lo ofrecieron. Mi sentido de lealtad me hizo tomarlo. Es
que quienes me visitaron para ofrecerme el cargo eran perso-
nas a las que les tenía estima. Javier Mar, quien me recomendó,
había sido jefe de zona censal estatal del INEGI cuando trabajé
allí el año 1990, él ya había abandonado la burocracia hacía un
lustro y se había insertado en las filas de la docencia, aunque,
ser maestro de escuela pública no deja de tener una alta dosis
de burocracia; el otro era el recientemente nombrado direc-
tor de la secundaria. Al último lo había conocido gracias a la
amistad mutua de Daniel Jiménez. Habíamos tenido charlas
interesantes sobre ajedrez y política.
No duré mucho. Mi presencia allí había levantado envi-
dias, en particular de una persona, el otro prefecto, Armando
¿Pérez Talamantes? Su apellido está enterrado bajo muchas
capas de bruma en mi memoria. Tenía un alias, Cacus. Ese
prefecto envidió desde el primer momento que yo conversara
continuamente con el director de igual a igual, que me com-
portara con el director como si con mi presencia le estuviera
haciendo un favor a un amigo y no como un subordinado. Lo
74
Tramar un déjà vu
real es que yo le estaba haciendo un favor al director, puesto
que él fue quien me buscó. Cierto que me pidió que dijera que
yo había solicitado el empleo, para evitar acusaciones. Eso me
dio el privilegio de cumplir con mi trabajo siempre a mi mane-
ra. No fui muy disciplinado, es cierto. Pero, eso yo se lo había
advertido al director desde que tomé el empleo. Le dije que
no era mi sueño hacer carrera en el magisterio, que no pensa-
ba durar mucho allí y me comporté en consonancia. Trabajar
en ese empleo fue para mí como tomar unas vacaciones, nada
más.
Las actividades ordinarias las detestaba, especialmente las
relativas al mantenimiento de la disciplina de los estudiantes.
Yo simplemente sabía, porque todavía recordaba mis tiempos
de estudiante, que la escuela es una cárcel y el papel de cela-
dor no me quedaba nada bien. Por mí, permitiría que reinara
la anarquía. “La escuela es un engaño, ¡vamos!, derrúmbenla
hasta los cimientos”, más de una vez tuve que reprimir el anhe-
lo de lanzar esa arenga hacia una turba estudiantil revolucio-
naria y explosiva, haciendo realidad temas clásicos del rock —
Another brick in the wall (Part two) de Pink Floyd; School’s out
de Alice Cooper—, género musical que ya había conquistado
mi gusto y afición. Pero, al mismo tiempo comenzaba a tomar-
le gusto a un pequeño ramillete de actividades que estaba de-
sarrollando allí, entrenar a los ajedrecistas, ahora oficialmente,
justo en el mismo sitio donde había comenzado mi carrera de
entrenador extraoficialmente hacía más de 10 años; supervisar
a un grupo de estudiantes de élite que se estaban preparando
para competencias académicas. El director me asignó hacer
esa supervisión. Con los cuatro estudiantes sobresalientes de
ese grupito fue con los únicos con los que me identifiqué por
varios motivos. Primero, por que estudiaban por su cuenta,
tal como yo había hecho cuando estuve en secundaria. Se les
había asignado una vieja oficina abandonada para ellos solos.
En lugar de ir a clases, pasaban el día preparándose allí. Su
supervisión no me dio ningún trabajo. La cercana competen-
cia los mantenía motivados y no perdían el tiempo. Segundo,
75
Pepe Portillo
porque convirtieron aquello en una cofradía, una sociedad se-
creta. Muy pronto transformaron la vieja oficina en una cueva
para iniciados. Cubrieron las ventanas, pequeñas, por lo que
no les costó trabajo, y vedaron la entrada a cualquier profano.
Yo les daba dos vueltas al día, nunca a la misma hora y me
estaba cinco o diez minutos con ellos en cada vuelta. Apenas
eso y nada más. Me divertía que siempre me abrieran la puerta
con alguna reticencia. Me veían como el intruso inevitable de
su cofradía. Me sentía orgulloso de su independencia.
Como los marcianos de H.G. Wells, Armando esperaba
mezquinamente la oportunidad de atacarme. Le llegó a los tres
meses, con el cambio de director, pues el que me había contra-
tado fue reasignado a una escuela de Ciudad Chihuahua, de
donde era originario. Entonces, Armando hizo gala de toda su
mediocridad. Me atacó en una reunión. Según él, yo no cum-
plía con mis obligaciones. Ataque que no respondí. Para mí él
solo era un insecto, no merecía mi atención. Ni siquiera tomó
en cuenta que en 1991, cuando nos tocó ser compañeros en el
INEGI, yo había encubierto sus incompetencias cuando me lo
asignaron como pareja para ir a dar un curso de capacitación
a la comunidad de Nicolás Bravo. Bueno, yo no tenía por qué
soportarlo ni tampoco a Eloy Hernández, el nuevo director, un
pusilánime pseudonegociador. Renuncié.

76
CAPÍTULO IX
INDEPENDENCIA

La independencia pareció llegarme sola, como todo lo impor-


tante en mi vida. Al parecer, las cosas me han llegado sin esfor-
zarme. Solo es apariencia. En realidad, es mucho lo que me he
esforzado para lograr lo adquirido. Se trata solamente de que
los esfuerzos que he hecho no son de la clase tradicional. En
los términos de Erich Fromm, esforzándome primero en ser
he llegado a tener. He ahí la diferencia. Habiéndome esforzado
con tanto ahínco en ser la clase de persona que era, un experto
en ajedrez e informática y un moralista pragmático, lo contra-
rio a un moralista fanático, y un maestro, no es de extrañar que
en una tierra como Madera, donde hacían falta habilidades
como las mías, me fueran solicitados servicios que yo prestaba
y cobraba independientemente, no a través de un empleador.
Cuando alguien me traicionó en la escuela de computación,
creo suponer que el dueño, un tal señor Ramos, de Ciudad
Chihuahua —me discriminaba por no cumplir el código de
vestimenta que trató de imponer—, para sustituirme por una
maestra, el impacto en mi economía fue poco. No tardaron en
visitarme clientes a mi casa con solicitudes de reparaciones,
asesorías y las empresas comenzaron a solicitar las primeras
piezas de software personalizadas. Era una época muy primi-
tiva para la programación. Diseñaba y programaba las aplica-
ciones en Fox Pro, una hacha de obsidiana, comparada con el
rayo láser que el .NET + Microsoft SQL Server, o Java/PHP
+ MySQL, es actualmente. ¿Qué esperanzas había en aquellos
días de algo con la elegancia del Python? Después sumé a mis
habilidades la operación de la suite de diseño gráfico Corel-
DRAW Graphic Suite. Aún después aprendí la operación de la
Adobe Creative Suite Master Collection, incluyendo las apli-
Pepe Portillo
caciones de edición de video, Adobe Premiere Pro y Adobe
After Effects. También en esos rubros he recibido encargos de
clientes.
Así he podido sobrevivir largos años, como un prestador
de servicios independiente, un freelancer, o un subempleado
por gusto propio, si hemos de ponernos mordaces. Un día bau-
ticé mi microempresa. La llamé Luna Azul, Tecnología de la
Información en honor a la serie de los años ochenta Luz de
luna, en la que aparecían Bruce Willis y Cybill Shepherd en-
carnando detectives privados, socios en una agencia llamada
Luna Azul. Fue una serie que me marcó en la adolescencia y
que todavía me produce nostalgia. Mi logotipo, un fotomon-
taje representando invertida la relación de la Tierra y la Luna,
en la que la Luna es el planeta y la Tierra el satélite, se lo debo
a Iván Valdez. Cuando le platiqué que tenía en mente un logo-
tipo que invirtiera la relación de esos astros, de pronto recibí
de Iván, por email, la imagen que ahora uso. No sé de dónde la
sacó, pero es mejor que lo que yo estaba tratando de hacer en
CorelDRAW: la Tierra girando alrededor de la Luna con una
elipse evidenciando la órbita, mucho más en el nivel de ilustra-
ción vectorial que en el de la fotografía.
Durante ese período aumentaron mis responsabilidades
sociales, en virtud solamente del trabajo. Muchos de los en-
cargos de mis clientes eran de ruta crítica y me los confiaban
a mí. De desempeñar bien mis servicios dependía su títu-
lo universitario —hice el diseño editorial de muchas tesis—,
cumplir compromisos de relaciones públicas —muchas veces
diseñé e imprimí diplomas con carácter de urgencia—, mejo-
rar el desempeño de los negocios —mediante las aplicaciones
que diseñé y programé y debían ser funcionales desde la en-
trega, evitando la necesidad de correcciones—, cumplir con
disposiciones legales —el aumento del IVA del 15% al 16%,
la aplicación de nuevos impuestos, IDE, IETU y otros—, aho-
rrar —infinidad de veces se me consultó sobre las marcas de
equipo de computo con la mejor relación costo/beneficio. Un
solo error grave cometí en todo ese tiempo, una excepción que
78
Tramar un déjà vu
confirma la regla de que cuando se trataba de cumplir com-
promisos era capaz de desvelarme como el que más. El error
lo cometí cuando aparecieron los primeros discos duros LBA.
El sistema básico de entrada/salida (BIOS), un software que
tiene que coordinar y permitir configurar los dispositivos de
una computadora, para aquel momento todavía no lo habían
terminado de adaptar a esa clase de discos. La configuración
de esos discos era manual, pero muy peligrosa, un error en
la configuración y el disco se dañaba para siempre. Bueno, yo
cometí ese error y dañé irreparablemente el disco duro de un
cliente. Más adelante hicieron el BIOS a prueba de tontos, ca-
paz de detectar automáticamente la configuración. El cliente
fue comprensivo hasta cierto punto. No me exigió el pago del
equipo dañado, pero nunca más me ha vuelto a solicitar un
servicio. Le otorgo la razón.
Con la gran mayoría del resto de mis clientes sucedió lo
contrario. Muchos que comenzaron como clientes llegaron a
ser amigos con una estimación mutua y una buena voluntad
recíproca que persiste hasta hoy. Uno de ellos es Rafael García
Sánchez, aquel que, siendo niños tanto él como yo, me dijo,
verazmente, que así no se jugaba al ajedrez, cuando yo esta-
ba aprendiendo. Todos estos años, Rafael no ha hecho más
que traerme beneficios, uno tras otro. Llevo una gran deuda
acumulada con él. Le hice la maquetación de su tesis, cuan-
do recién se titulaba de la Escuela Normal como licenciado
en educación; en sus años de deportista del rodeo me encargó
el diseño de las credenciales que la asociación que fundó con
sus compañeros repartía a sus miembros; después, cuando es-
tudiaba maestría, me dio participación en un boletín cultural
que publicaba su grupo; ya con el grado de doctor en educa-
ción, me encargó el diseño y puesta en marcha del sitio web
de la Fundación McLaren de Pedagogía Crítica, lo cual me dio
la oportunidad de conocer personalmente al Dr. Peter McLa-
ren, una luminaria mundial de la pedagogía y compartir mesa
con él durante una comida. Lo más interesante lo dejo para
después, Rafael, otros amigos y yo trabajamos juntos en una
79
Pepe Portillo
revista y coconducimos un programa de televisión.
La llegada del Internet a Madera, en 2000, amplió, nece-
sariamente, las posibilidades para alguien con mis aptitudes y
vocaciones. Ya no tendría que gastar dinero yendo a torneos.
Ahora jugaba en línea; los primeros años jugué en chess.net.
En realidad, le dí un uso masivo al Internet incluso antes de
que aquí instalaran el primer servidor. Me conectaba por mar-
cación telefónica, de larga distancia, a cuentas gratuitas que
regalaba terra.com. Un mes la factura telefónica me llegó por
tres mil pesos, de aquellos, menos devaluados. Una fortuna
que consideraba bien invertida. La mitad del tiempo la pasa-
ba jugando en línea; la otra mitad, navegando. Hasta ahora he
llegado a acumular una biblioteca electrónica de un terabyte,
de libros y artículos de revistas arbitradas pirateados a través
de Internet, la mayoría sobre filosofía, psicoanálisis y obras de
ficción. Es un tesoro que cuido celosamente porque sé que ten-
go libros que bajé hace años y ya no son compartidos. Si los
pierdo, tardaría años en volver a localizarlos. Tengo almacena-
miento redundante para minimizar ese riesgo, que en realidad
nunca se elimina
El juego en línea me ha permitido observar muy de cer-
ca el ethos ajedrecístico global. Lo que he observado es des-
alentador. Aficionados por doquier cobardes, sin honor y sin
dignidad. Gentuza capaz de vender el alma al diablo por unos
cuantos puntos Elo. Jugadorcillos que no se rinden cuando es
más honorable hacerlo, siguen jugando aun cuando tienen el
rey solo, con la esperanza de entablar por casualidad. Peor aún,
juegan estúpidamente, cometiendo error tras error, perdiendo
pieza tras pieza, y solo se rinden cuando están en posición de
mate en una. Esperan ganar por alguna casualidad, sin me-
recerlo. Solo puedo imaginar que así de oportunistas y me-
diocres son en todo lo que hacen en la vida. A quien me hace
eso en una sola partida en línea, lo bloqueo, jamás vuelvo a
jugarle. Es la mierda capitalista de la ganancia por la ganancia,
sin importar cuánto te humilles por obtenerla, imbuida en la
mente de los seres humanos que deberían ser los más nobles.
80
Tramar un déjà vu
El ajedrez es juego de caballeros y damas, no de patanes. Hay
tantos que niegan esa verdad en sus actos, que en temporadas
me asqueo y dejo de jugar en línea. Pero, amo esta ciencia y
tarde que temprano regreso.

81
intencionalmente en blanco
CAPÍTULO X
ACADEMIA

1999 también puso en marcha mi vocación literaria. Siendo


aún empleado de la secundaria, escuché la invitación radio-
fónica a un taller literario. Se citaba en el DIF municipal a los
interesados y acudí. Presidió esa reunión de cinco personas la
funcionaria del Instituto Chihuahuense de la Cultura (ICHI-
CULT), del área de literatura, Josefina, cuyo apellido olvidé.
La funcionaria dijo que ella estaría conforme con que el taller
fomentara la lectura, sin importar si lograba crear escritores.
Luego tomó la palabra Raúl Manríquez Moreno, quien sería el
encargado de coordinar el taller, sería el maestro, pues. Con-
tradijo a la funcionaria. Dijo que él sí quería formar escritores.
Eso me causó la mejor de las impresiones. «Por fin un buró-
crata que no simula y toma al toro por los cuernos», pensé.
Me equivoqué en lo de ‘burócrata’. Manríquez era un escritor a
pleno derecho y aunque tenía un pie en la burocracia al ejercer
la profesión de maestro de preparatoria y al colaborar con pro-
gramas literarios del gobierno, su postura era huir de esas co-
sas, tolerarlas solo por una necesidad racional. Un tanto como
yo. Me gustó la enseñanza que venía a ofrecer y me inscribí.
El curso sería gratuito. De inmediato invité a Iván. Supe que
de los que no habían acudido a esa reunión por no haberse
enterado, él era el único que llenaría los requisitos. Habíamos
leído y comentado muchos libros juntos. Tres estudiantes co-
menzamos a estudiar con Manríquez. Uno de los que acudió
a la primera reunión jamás regresó. Muy pronto después se
retiró una señora que había estado desde la primera reunión y
quedamos solamente Iván y yo. A Manríquez no pareció im-
portarle. Siguió viniendo cumplidamente los domingos desde
Ciudad Cuauhtémoc y nosotros seguimos acudiendo.
Pepe Portillo
Llevaba unas semanas acudiendo al taller de creación lite-
raria, al que finalmente bautizamos “Jorge Luis Borges”, cuan-
do renuncié a mi empleo en secundaria. El contraste tajante
entre nuestra actividad minoritaria, dos participantes en todo
un municipio, y otra actividad realmente popular, el beisbol,
se trazó con claridad el día 26 de septiembre de 1999. Ese do-
mingo, Iván y yo estuvimos estudiando en el taller literario,
en el DIF municipal, mientras a menos de un kilómetro, en el
estadio Emilio Portillo, se celebraba la final del campeonato de
la Liga Estatal de Beisbol, entre el equipo visitante, Dorados
de Chihuahua, y el local, Venados de Madera. Lográbamos es-
cuchar una parte de la algarabía. Del taller salimos, igual que
siempre, a las 3:00 pm. Mi regreso a casa, a unas quince man-
zanas del DIF municipal, fue a pie. Vivía por una de las dos
calles principales de la ciudad, aún vivo donde mismo. De ca-
mino de regreso topé con la caravana que celebraba el triunfo
de Madera sobre Chihuahua, la coronación de los Venados de
Madera como campeones estatales. Pero, de qué iba la celebra-
ción yo no lo sabía, no era seguidor de los eventos y noticias
deportivas. Estaba descifrando todavía la manifestación cuan-
do pasó junto a mí una camioneta con integrantes del equipo
Venados en la caja de carga y en medio de ellos el gran trofeo.
Conocía a uno de los deportistas, Enrique Márquez, un joven
de mi edad. Cuando me reconoció me hizo una efusiva seña de
“¡Ganamos!”. Yo se la devolví, aunque no sabía bien a bien qué
era lo que habían ganado. Del lado de ciertas manifestaciones
culturales hay minorías, del lado de otras, multitudes. Así son
las cosas en esta época de la historia.
Ni que decir tiene que, iniciando el siglo XXI, ya me había
olvidado de la astronomía, la física y las matemáticas como
proyecto de vida. Poco a poco fui redescubriendo mi verda-
dera vocación. Al principio del nuevo milenio, mi propia mala
fe todavía la hacía oscilar entre tres ejes: la ciencia política, la
literatura y la filosofía. Humanidades todas ellas. Finalmente
sabía qué mis intereses científicos anteriores se debían sola-
mente a la metafísica que pude vislumbrar detrás de ellos. Mis
84
Tramar un déjà vu
nuevos intereses me llevaron a tender lazos con amigos que
los compartían, todos mayores que yo, en realidad. No mucho,
a lo sumo un lustro. Ellos, por ser neurotípicos, no tuvieron
los mismos problemas que enfrenté yo respecto a la academia
e hicieron sus respectivas carreras en las que me adelantaban
oficialmente. Rafael García Sánchez fue el primero que se doc-
toró en educación, lo siguieron Iván y Dante Valdez, herma-
nos; Freddy García, con quien perdí contacto por su cambio
de residencia a Ciudad Chihuahua, se tituló en la Facultad de
Bellas Artes de la Universidad Autónoma de Chihuahua. Ed-
gar Erives obtuvo el título de ingeniero electromecánico. In-
cluso, exalumnos míos de la escuela de computación hicieron
carrera, Nisme Romero, con quien hice gran amistad, se tituló
en la Facultad de Derecho de la UACh. Yendo aún más atrás,
Raúl Castañeda Bermúdez, quien había sido de mis pupilos
ajedrecistas de primer grado de secundaria cuando yo estaba
en tercero, había hecho una especialidad en pediatría.
Nada de eso me causaba envidia. Los profesionistas y yo
nos tratábamos de igual a igual porque, en mis áreas, tenía la
pericia y el conocimiento de cualquiera de ellos en la suya y
me aseguraba de que se dieran cuenta. En informática sabía
más que los ingenieros recién titulados; en literatura, había leí-
do más libros que los jovencitos recién desempaquetados de
la carrera de letras, además, había estudiado con un escritor
de renombre, acreedor a dos premios literarios importantes, el
premio Chihuahua, por la novela La vida a tientas, y el premio
Justo Sierra O’Reilly por la novela Días de septiembre. Cierto
que en la filosofía estaba verde, pero ya me estaba formando;
del psicoanálisis apenas había tenido mis primeras lecturas,
todavía me confundía mucho, pero me retaba a comprenderlo
y aplicarlo.
Con todo, esos amigos siempre buscaron mi participación
en proyectos culturales y contaron con ella. Dante Valdez ocu-
pó una regiduría por el PRD el mismo año que yo abandoné
ese partido y la política en general. No obstante el origen que
yo consideré ilegítimo de esa regiduría, por provenir de una
85
Pepe Portillo
alianza con el enemigo, la desempeñó fantásticamente bien.
No tengo los pormenores de todas sus gestiones, pero dos que
me involucraron directamente son más que suficientes para
valorar superlativamente su labor como servidor público, no
porque me tocó estar allí, sino porque fueron de altas miras
y, aun así, realistas, incluso si yo no hubiera formado parte de
ellas. Por sus obras las que atestigüé, es el único servidor públi-
co en la historia de este municipio, hasta donde yo sé, que ha
excedido las expectativas. Las dos gestiones en cuestión son la
apertura de una escuela de artes en el municipio dirigida por
ciudadanos y la creación de una revista cultural.
Un buen día, se me citó, por parte de alumnos del Sistema
Auto-planeado de Educación Tecnológica Agropecuaria (SAE-
TA), una de las modalidades de preparatoria semiescolarizada
para adultos, y del regidor Dante Valdez, a la reunión para
conformar la escuela de artes. Desde luego, la idea en principio
me agradó. Fui a conocer los detalles. Acepté los ofrecimien-
tos. Por una parte, abriría mi escuela de ajedrez como parte
de la escuela de artes; por la otra, entre Iván Valdez, Rafael
García y yo, coordinaríamos un taller literario. Hubo instruc-
tores que se comprometieron a dar cursos de pintura, dibujo,
danza y ejecución musical. La escuela tuvo éxito por un tiem-
po, hasta que las condiciones económicas y culturales de Ma-
dera dificultaron mucho la tarea. En lo que a mí respecta, sería
la primera vez que cobraría por enseñar ajedrez. Fueron muy
pocos alumnos los que se inscribieron y, finalmente, solo dos
permanecieron constantes. Era el año 2005, entonces era mu-
cho más difícil que ahora que una escuela de ajedrez de paga
sobreviviera en Madera. El ajedrez era mucho menos apre-
ciado que ahora y los padres de familia consideraron altas las
cuotas. Yo solo había tratado de cobrar algo justo que me diera
la oportunidad de obtener ingresos decorosos y solventar los
gastos en equipamiento. Que una cuota justa no sea aceptada
da cuenta de lo injusta que entonces era la sociedad maderense
con los ajedrecistas. La historia del taller literario, afortunada-
mente fue mucho más halagüeña. Los tres coordinadores ha-
86
Tramar un déjà vu
bíamos decidido que fuera gratuito, pues Iván y yo habíamos
estudiado en el taller de Raúl Manríquez gratuitamente. Cier-
to que Raúl cobraba una retribución con participación estatal,
por medio del Ichicult, y municipal, de la presidencia. En la
escuela de artes nosotros no íbamos a cobrar nada porque se
organizó como iniciativa ciudadana y, si fuéramos a obtener
fondos, su única fuente serían los estudiantes, carga que no
deseábamos imponerles. Se inscribieron solamente cuatro jo-
vencitos de preparatoria, cosa que no nos extrañó. La creación
literaria en México no es multitudinaria. Dos jóvenes se retira-
ron luego, después de la primera sesión. Se dieron cuenta que
el taller era fundamentalmente práctico y evitaron una carga
intelectual extra en su vida. Dos jovencitas permanecieron con
total constancia hasta que por cambio de residencia, para ir a
la universidad, se retiraron del taller. El taller perduró unos
ocho meses, en los que se llegó a editar un volumen con obras
originales de los cinco miembros, tres coordinadores y dos es-
tudiantes. De mi pluma se publicó en ese volumen un poema,
Oda a la amistad, y dos cuentos, Uno mismo y La respuesta del
millón. En general, fue un buen libro, bonitas obras de todos
los coautores. Fue una experiencia que valió la pena.
Durante su misma gestión, en su último año, Dante Val-
dez, que por su cargo siempre estaba enterado de los progra-
mas de gobierno, ideó un modo de que el grupo del taller li-
terario, desintegrado un año atrás, aprovechara el apoyo que
ofrecía el Programa de Apoyo a las Culturas Municipales y
Comunitarias (PACMYC). Tuvo la idea de que creáramos una
revista cultural. Como funcionario público, no podía solici-
tar el apoyo como proyecto suyo, por lo que recurrió a Ra-
fael García, el de más prestigio académico de los exintegrantes
del taller de creación literario, habiendo sido el primero que
se tituló de doctorado, y le propuso la idea. De esa primera
fase, la de la burocracia, ni siquiera me enteré. Me invitaron
al proyecto cuando ya estaba bautizado —la revista se llama-
ría Encuentros y perspectivas— y prácticamente aprobado. El
título me gustó mucho y la idea también. Les encargaron una
87
Pepe Portillo
maqueta de lo que podría ser el primer número y me buscaron
por mis dotes de diseñador. Para entonces ya había adquirido
habilidades en la suite de Adobe y me fue relativamente fácil
idear lo que considero un buen diseño editorial de la revista. El
logotipo también fue obra mía. Desde luego, el diseño editorial
y gráfico, es un arte aplicado, un conjunto de herramientas de
alta tecnología que deben conjuntarse con un mínimo de crea-
tividad y delicadeza. Yo había estudiado un muy buen curso
de estética de la pintura en la preparatoria abierta y, además,
tenía un secreto. Mi secreto como artista gráfico siempre ha
consistido en inspirarme en la máxima de Picasso “los buenos
artistas copian, los grandes roban”. La aplico al pie de la letra.
Lo que no dijo Picasso es que robar es muy difícil. Copiar es
más sencillo. Mi originalidad proviene de evitar reinventar la
rueda. Cuando se intenta hacer las cosas de la nada, se termina
repitiendo algo que ya se había hecho antes. En cambio, to-
mar ideas que ya existen, ponerlas en el crisol y obtener nuevas
aleaciones es la fórmula alquímica de la originalidad. Se trata
de agregar un poco del alma propia a las formas existentes,
mucho más que tratar de inventar formas nuevas, esfuerzo
que fracasa inevitablemente. Son las coyunturas históricas las
que producen las revoluciones en el arte. Las formas nuevas
surgen de la suma del esfuerzo de muchos artistas que fueron
agotando insidiosamente las posibilidades de las formas anti-
guas. Ningún artista por sí mismo puede agotar una forma. Es
una tarea gigantesca. Cada generación agota colectivamente
las formas que la precedieron. Quien tiene la suerte de estar
en el punto máximo de su habilidad en el momento justo en
que solo falta echarle la última espiga al lomo del camello de
las formas viejas es quien se lleva el crédito de revolucionar el
arte. La gran genialidad individual es un mito, todo “genio” ha
estado montado en hombros de gigantes. Sin colectividad no
hay creación.
Así que, basado en dos o tres ideas de diseños que me tocó
ver y que me habían desde simplemente atraído hasta fascina-
do, es como cree un bonito logotipo y un bonito diseño edito-
88
Tramar un déjà vu
rial que fue muy apreciado tanto por mis compañeros como
por el jurado del PACMYC. Eso hizo que se aprobara el apoyo
y la revista comenzó a circular. El título la describía muy bien.
En cada número había encuentros entre varias perspectivas.
No sé de qué manera un ejemplar del primer número llegó
a las manos de un francés que vivía en Madera. Nos hizo lle-
gar en un par de hojas manuscritas, de bella letra menuda, un
complemento de su autoría al artículo de Rafael García que
apareció en aquel primer número, que contenía una entrevista
focal con jovencitos de las subculturas góticas, popularmente
conocidos como darketos.
A propósito de la comunidad dark, yo había entablado
amistad con sus integrantes gracias a un recital de música de
cámara del que fuimos público tanto algunos de ellos como yo.
Allí volví a ver, después de muchos años, a Arturo Solís, ahora
líder de los dark. Arturo había sido de los niños que entrené
para Copa DIF años atrás. Del recital me invitaron a una fies-
ta y así comenzó mi relación con esos adolescentes rebeldes.
Veía que compartían preocupaciones sobre temas profundos,
pero, a la vez estaban incurriendo en lo que consideré una
desviación intelectual. Estaban abordando esos temas desde la
perspectiva esotérica y quise corregir hasta donde pudiera su
rumbo. Por eso, preparé una serie de lecciones de psicoanáli-
sis y, para mi beneplácito, aceptaron tomarlas. Eso aumentó el
repertorio de ideas para abordar los temas que les interesaban.
El pequeño artículo del francés no hablaba directamente
de ellos, pero se concentraba en el origen y evolución de la
música punk y new wave. Los editores consideramos que te-
nía calidad y decidimos publicarlo para el siguiente número.
De la misma manera, decidimos que invitaríamos al francés
a colaborar, le daríamos una columna. Una tarde lo visitamos
tres de nosotros, Rafael, Iván y yo. Ya Rafael, que era el úni-
co de nosotros que lo conocía desde antes, pues tomó algunas
clases de francés con él, nos había dicho que era convenien-
te llevar alguna bebida alcohólica. Nos plantamos en su casa
con una botella de sotol de un litro. Fue una gran velada y su
89
Pepe Portillo
columna se hizo compromiso, al que, he de decir, jamás faltó
y siempre con artículos muy interesantes. La casa del francés
era redonda. Él mismo la había diseñado basado en las kivas
de la cultura anazasi del sudoeste de Estados Unidos. No tenía
electricidad ni agua entubada porque la había construido en
un terreno en medio del bosque a cinco minutos caminando
desde las últimas viviendas en el sur de la ciudad.
Fue también en uno de los números posteriores que el
equipo tomó la decisión de incluir otra especie de columna,
por llamarle así. Se trató de una sección de poemas de una
sola autora, Gladys Ortega, que se comprometió a contribuir
para cada número. Gladys era una poeta incipiente de poemas
de estilo gótico y filosófico, muy poco líricos, que había con-
tribuido entusiastamente con poemas para la revista desde el
primer número. Hubo lectores que no los entendieron y otros
que los admiraron. Tal diversidad era buena.
Si un número nos enorgulleció a todos los integrantes del
equipo fue el quinto, la edición de aniversario, pues la revista
era trimestral. Al público le gustó la portada, que desplegaba
un collage de atracciones turísticas del municipio; nosotros nos
enorgullecimos de nuestros artículos, tres de ellos fueron de
una calidad de primera línea, Ecos del Yunque, de Rafael Gar-
cía, quien entrevistó, a condición de anonimato, a un exmiem-
bro de la organización ultraderechista El Yunque, que había
pertenecido a la célula de entrenamiento y reclutamiento que
tal organización tuvo en Madera, bajo dirección del P. Miguel
Fernández Khron; Narcotráfico: anticultura podrida por el sue-
ño americano, el del francés, quien hizo un muy buen perio-
dismo gonzo acerca de los llamados ‘burreros’, traficantes de
marihuana en el último peldaño de la cadena trófica del narco-
tráfico, los que atravesaban la frontera México-Estados Unidos
a pie por el desierto con el costal de marihuana al lomo; El
pescador en el tiempo: encuentros en Río Chico, perspectivas del
tesoro de Tayopa, el mío, que mis compañeros eligieron como
artículo de portada, que hacía una evocación de leyendas de
tesoros enterrados en el municipio de Madera, en la Sierra Ma-
90
Tramar un déjà vu
dre Occidental, con una curiosa conexión con la rebelión de
1965 en la misma región. Hubo otro artículo destacable por
lo necesario que fue que apareciera en ese número de aniver-
sario, Un héroe de nuestro tiempo, el que escribió Iván como
homenaje al entonces recientemente fallecido héroe de la re-
belión de 1965 Ramón Mendoza. Dos poemas publicados en
ese número también suscitaron una buena apreciación entre el
público, una prosa poética de Dante Valdez y un poema mío.
En ese mismo número publicamos también un maravilloso
cuento de una niña de sexto grado de primaria, ganador del
concurso Cuentos para Don Quijote. Pienso que ni nosotros
mismos somos capaces de repetir la proeza de buena literatura
y buen periodismo que logramos en ese número especial de
Encuentros y perspectivas.
La revista sobrevivió otro número, comprensiblemente,
dado que es muy difícil mantenerse en tensión creativa sin
poder vivir económicamente de ello. El apoyo de PACMYC
nos prohibía vender espacios publicitarios y los ingresos de la
revista apenas si nos alcanzaban para el gasto en consumibles y
una pequeña remuneración para mí por hacer el trabajo edito-
rial y de impresión, honorarios que estaban muy por debajo de
los estándares de lo que se gana en ese oficio, pero de los que
nunca me quejé, ni siquiera en mi fuero interno.
Por entonces comencé a tener la apariencia de Rasputín,
monje loco, que me ha caracterizado. Como muchos aspies,
tengo una severa falta de habilidad para lucir bien. No me sé
peinar, nunca he podido aprenderlo, ni me sé vestir bien. Ir a
las peluquerías siempre fue un martirio, especialmente porque
los peluqueros eran panistas y siempre estaban hablando de
política. Finalmente, descubrí que la solución era cortarme el
pelo yo mismo. Cuando el pelo me cubre los hombros, con
una mano me hago una cola y con otra le corto la punta con
tijeras, dos o tres centímetros y vuelve a quedar a la altura de
los hombros. Llevarlo largo hace que no se note lo disparejo
de ese corte tan primitivo. Con eso resolví el problema de las
peluquerías.
91
Pepe Portillo
En esos años, una compañía de televisión por cable co-
menzó a ofrecer sus servicios en la ciudad. No tardó en te-
ner su canal local. Al principio, el único programa local fue
un noticiero. Después fueron agregando programas de videos
musicales conducidos en vivo. Arturo Solís, el mismo de la
comunidad dark, que era, además, maestro de secundaria y
amigo del conductor del programa de videos musicales, nos
transmitió la inquietud que había desde la gerencia en el sen-
tido de ampliar la programación local. Rafael García, el más
inquieto de nosotros, se entusiasmó por la idea y nos conven-
ció de que solicitáramos el tiempo aire para un programa de
análisis, inspirado en Primer plano del Canal Once del Institu-
to Politécnico Nacional. Redactamos el proyecto y me tocó ir
a mí, acompañado por Arturo Solís, a la primera reunión con
la gerente de la empresa. El proyecto se aprobó. Ya solo hizo
falta una entrevista más con la gerencia, ahora con los cua-
tro panelistas que participamos al inicio, Iván y Dante Valdez,
Rafael García y yo. El primer programa fue grabado. No nos
atrevimos a hacerlo en vivo porque nuestra novatez no nos dio
seguridad, pero, al ver el éxito de ese primer programa, adqui-
rimos confianza y todos los demás fueron en vivo. Pronto fue
uno de los más vistos de ese canal. Transmitíamos los jueves
desde las 6:00 pm, con duración de una hora. Más adelante se
sumó un quinto miembro, el Prof. Leonel González. El dueño
de la empresa cerró el canal poco más de un año después sin
previo aviso, causando grandes desilusiones a la audiencia y a
los conductores de los diferentes programas.
En todo ese tiempo, jamás dejé de sentir pánico escéni-
co. Mi condición neurológica me lo ha causado siempre, junto
con un sonrojo que me sucede espontáneamente por causas
mínimas. La acción afirmativa me ha permitido superar esas
conductas, entendiendo “superar” no como el hecho de que no
sucedan, la manera en que mi cerebro está conectado seguirá
causando que sucedan, sino como el hecho de no permitir que
afecten mi bienestar incluso cuando suceden.
Arturo Solís promovió también un programa para su es-
92
Tramar un déjà vu
cuela secundaria. Lo conducían adolescentes estudiantes de la
escuela y él era el productor. El programa se llamaba Águilas-
TV, por la mascota de la secundaria. Allí fue donde me invita-
ron a jugar partidas simultáneas a ciegas. Esta vez en televisión
en vivo. En dos ocasiones se me dio la oportunidad. Fue inte-
resante, aunque agotador.
No obstante esos éxitos intelectuales, necesitaba un título,
solo como una reivindicación social. Ya estaba harto de tener
que hacer demostraciones. Había idiotas que a priori ningu-
neaban mis conocimientos y habilidades, hasta que los hechos,
no les cerraban la boca, se las abrían desmesuradamente de
asombro. El pueblo llano, la clase obrera, era más indulgente
conmigo, más que indulgente, construía mitos a mi alrededor.
Algunas leyendas que se cuentan sobre mí han llegado a mis
oídos: que, usando un PDA y un cable de cinta, una vez le robé
a un cajero automático para “pichar la peda”; que un tiempo
estuve secuestrado por la CIA o el FBI, varía según quien lo
cuenta; que podía leer la mente. La leyenda negra, de mitos
menos numerosos, era, no obstante, más realista. Se decía que
yo era frío, calculador, manipulador y desalmado como un ro-
bot. Información exacta siempre y cuando no se la exagere. No
soy un Lecter ni siquiera a nivel de aprendiz. Solo soy uno más
de la comunidad de aspies en el mundo.
La oportunidad de obtener ese título la puso a mi alcance
la UACh al abrir carreras en línea. No me sentía seguro respec-
to a mi capacidad económica para sostenerla. Pues ya entonces
vivía al día como ahora. Se habían acabado los días de ganan-
cias en la agricultura de temporal de los que vivía mi familia. El
gran fomento al riego que se dio a finales del siglo XX aumentó
la productividad de otras regiones agrícolas, incrementando
la oferta, y hundió al sector agrícola del municipio de Madera
por causa de la reducción en los precios de los granos y la baja
productividad de las tierras del municipio de Madera. En Ma-
dera no hay mantos acuíferos, aquí es imposible abrir pozos
para riego, es temporalero y continuará siéndolo. Durante una
visita le comenté a Iván de la existencia de esas carreras y de
93
Pepe Portillo
mis posibilidades reales de inscribirme en una, sin más animo
que el de conversar. Él me animó a que hiciera el esfuerzo, se
comprometió a buscar el apoyo de unos mecenas. A los pocos
días me informó que la logia masónica cooperaría para apo-
yarme con una parte de los gastos, que escogiera carrera y le
diera el presupuesto. Ya mi interés en la filosofía era intenso,
pero solo en la filosofía aplicada, esto es, la ética y la política,
por lo que al principio me decanté más por las ciencias políti-
cas. Después recapacité y elegí la licenciatura en filosofía. Una
de las mejores decisiones que he tomado en mi vida. El apoyo
fue real, en efectivo. Así pude estudiar los primeros módulos,
especie de cuatrimestres en los que están organizadas las ca-
rreras virtuales. Para cuando la logia masónica disminuyó sus
aportaciones, por la cuestión de verse obligada a redistribuir
sus apoyos filantrópicos entre varias causas además de la mía,
una circunstancia hizo que la afectación a mis estudios fue-
ra mínima, esta ciudad estaba adquiriendo una cultura digital
más fortalecida y yo obtenía contratos de desarrollo de softwa-
re con incrementada frecuencia. Se puede ganar bien con esa
profesión, pero como freelancer es necesario tener contratos
continuamente, cosa imposible en una región de poco desa-
rrollo económico y cultural como Madera. El resto de los años
que duré en la carrera continué viviendo al día, pero ya con la
capacidad de estar pagando mis propios estudios.
De la carrera agradezco haber conocido la obra de Cor-
nelius Castoriadis. Su visión radical de la creación y la autono-
mía me convenció desde el principio. Soy un integrante entu-
siasta, aunque no oficialmente, del movimiento autónomo. Esa
se convirtió en mi ideología política.

94
CAPÍTULO XI
SECRETARIO

Edgar Erives se tituló de ingeniería en electromecánica en


el Instituto Tecnológico de Chihuahua. Luego trabajó como
técnico de garantías en Printaform, una marca nacional de
computadoras, en la sucursal de Ciudad Chihuahua. Al cabo
de pocos años decidió cambiar de aires y volvió a Madera.
Buscando su lugar en el mundo de lo económico y lo social,
probó ser maestro de secundaria, de preparatoria y supervisor
de maquiladora. Finalmente, reunió todo lo necesario, dinero,
contactos, know-how, ¿valor?, qué se yo, para abrir un nego-
cio propio. Comenzó con un nombre simplón, pero sugestivo,
“taller de computadoras”. En el proceso, se casó y tuvo cuatro
hijos en rápida sucesión.
Junto con su persona trajo un gran amor por el ajedrez.
Ideas para la promoción del ajedrez bullían en su imaginación.
Me las compartía. Yo no lo acompañaba en su entusiasmo.
La mala experiencia de la escuela de ajedrez adscrita a la es-
cuela de artes me había desmotivado. En el par de años que
había transcurrido, apenas si había aceptado ser árbitro de
unos cuantos torneos, no había dado lecciones, ni había or-
ganizado eventos. Erives me conminaba a organizar torneos
temáticos. Su idea era que forzar las jugadas de apertura haría
que más gente en Madera las estudiara. Le acepté la propuesta,
pero le dije que no había una estructura de recursos humanos
para sustentarla. El único Comité Municipal de Ajedrez que
se había integrado alguna vez databa de quince años atrás, la
escuela de ajedrez en la escuela de artes no funcionó. Yo no
consideraba que hubiera una directiva vigente del ajedrez or-
ganizado en Madera, máxime que Dante Estrada se dedicaba a
otros negocios y se mantenía a distancia del ajedrez. Dije que
Pepe Portillo
para poner en práctica su idea debíamos reunirnos para con-
formar un organismo nuevo. Así procedimos. Citamos por ra-
dio a los interesados a una conocida cafetería. Solo acudimos
Edgar y yo. A mí no me extrañó. Ya se lo había advertido. De
todos modos, del desinterés sacamos ventaja. Ya que habíamos
hecho las cosas transparente y públicamente, lo que decidié-
ramos allí tendría legitimidad. Si íbamos a trabajar con ideas
original de Erives, consideré justo que el cargo de presidente
lo ocupara él y así se lo propuse. Yo quedé como secretario; ya
buscaríamos algún tesorero por invitación directa. Así salió a
la luz una nueva edición del ajedrez organizado en Madera.
Durante quince años yo había sido el líder oficial primero, y
luego quasioficial, y ahora le pasaba la dirección de la orquesta
a quien la merecía.
Los torneos temáticos fueron bastante exitosos. La coor-
dinación entre Edgar y yo era casi perfecta. Cada quien con-
tribuía con aquello a lo que sus propias habilidades lo hacían
más idóneo. Afortunadamente, en ese aspecto nuestro trabajo
estaba muy bien delimitado porque nuestras respectivas facul-
tades intersectaban en muy poco. Edgar se encargaba de to-
das las relaciones públicas, hacía la publicidad, las invitaciones
personales y escritas; yo me encargaba de todo lo técnico, era
el árbitro siempre, y era el creador de los medios audiovisua-
les. Es que Edgar tuvo la idea de que hiciéramos, desde días
antes de la celebración de cada torneo, labor de enseñanza de
la apertura en cuestión. El primer torneo fue sobre el gambito
de rey. Yo preparé un pequeño curso intensivo y él se encargó
de invitar a las escuelas tanto al curso como al torneo. El curso
sería gratuito. Esa estrategia funcionó mal. Al curso acudieron
solo dos o tres interesados. Para el siguiente torneo, sobre la
defensa Najdorf, se le ocurrió que hiciéramos un DVD. Puse
manos a la obra. Con un micrófono y un software de captura
de pantalla, expliqué cada línea mayor de la defensa Najdorf.
Edgar hizo las copias y las repartió en las escuelas. No sabemos
cuántos estudiaron en realidad el DVD, ni con qué profundi-
dad. Pero, hubo indicadores de que tuvo más impacto que el
96
Tramar un déjà vu
minicurso del gambito de rey. Repetimos la experiencia para
el tercer torneo, que fue sobre la apertura italiana. El cuarto
torneo, sobre el gambito de dama, no llegó a realizarse porque
interfirió el período vacacional, pero yo ya estaba diseñando el
DVD. Ese torneo se truncó también porque tuvimos la visita
de profesores de la Facultad de Educación Física y Ciencias del
Deporte de la Universidad Autónoma de Chihuahua y entre
ellos venía Fernando Mondaca, presidente de la Asociación
Municipal de Ajedrez de Chihuahua. Mondaca nos conven-
ció de la idea de organizar un torneo con grandes premios en
Madera. La agenda de estos profesores era conformar una aso-
ciación de profesionales maderenses de la preparación física,
al parecer como primer paso para que la Federación Mexicana
de Pentatlón Moderno estableciera campos de entrenamiento
de ese deporte en el municipio. Tal asociación se conformó,
con el Prof. José Guerrero como presidente. A Edgar y a mí
nos hicieron miembros honorarios por invitación del Prof.
Arturo Solís Villalobos, el mismo de la comunidad dark y del
programa ÁguilasTV, quien, como licenciado en educación fí-
sica, formó parte de la asociación. Al enterarse que estaría pre-
sente Mondaca, consideró pertinente que nos entrevistáramos
con él y así terminamos formando parte de esa asociación. La
tal asociación no progresó. Tuvo un evento apenas, una reu-
nión con el presidente de la Federación Mexicana de Pentatlón
Moderno. El problema fue el de siempre, los licenciados en
educación física terminan inevitablemente contratados por el
sistema educativo público, se burocratizan y se mediocrizan
irremediablemente, se vuelven incapaces de dar pasos sin be-
neficio. Hubo indicadores de que les pareció mucho el trabajo
y poco el beneficio que les acarrearía comprometerse con la
federación de pentatlón moderno e ipso facto perdieron el in-
terés.
Pero había quién no había perdido el interés, aunque no
en el pentatlón, sino en el ajedrez, y ese fue el Ing. Erives. Ya
sin la asociación de educadores físicos, movió todas sus rela-
ciones para que se hiciera el torneo de grandes alcances, con
97
Pepe Portillo
premios lo suficientemente atractivos como para interesar a
grandes maestros y el torneo se hizo. Ocho mil pesos, de los
de 2010, al primer lugar nos atrajo al gran maestro Emilio
Córdova, la gran maestra femenil Yanira Vigoa, al maestro in-
ternacional Roberto Martín del Campo, varios jugadores de
primera fuerza y un sinfín de aficionados. Hasta una de las
estrellas nacionales, el Gran Maestro Juan Carlos González, se
interesó. No lo pudimos traer porque no alcanzamos a reunir
la cantidad necesaria para sus boletos de avión, condición que
puso para participar. En mi memoria se hace muy presente la
participación de una adolescente que llegaría a ser muy impor-
tante para los maderenses, Ivette García Morales.
Aquel torneo internacional había trastocado el ajedrez
maderense para siempre. El primer efecto se hizo sentir sobre
las energías de Edgar Erives. Su gestión meteórica al frente del
Comité Municipal de Ajedrez lo había dejado exhausto. No po-
día ser menos, él había puesto muchos recursos en los torneos
temáticos y en el torneo internacional. Gastó dinero propio,
descuidó la atención de sus clientes, se desveló. Todos esos es-
fuerzos le pasaron factura. Tuvo que pasar los siguientes meses
volviendo a fortalecerse. Pero había encendido una flama que
se negaba a extinguirse. El Club Capablanca, al que pertenecía
Ivette García, liderado por su padre Gaspar, pronto hizo visitas
a Madera a promover el ajedrez sin más motivo que el de que
les había gustado esta tierra y su gente. Con Erives tomando
un merecido descanso, asumí la responsabilidad de atender-
los y organizar los eventos. El mecenazgo de los Profs. Artu-
ro Solís, padre, y Arturo Solís, hijo, hizo posible que las cosas
salieran a la perfección. Con el retiro voluntario y expreso del
Ing. Erives de la organización del ajedrez local, más no de su
práctica ni de su amor por el deporte, los que ahora estábamos
presentes siempre en la organización volvimos a integrar un
nuevo organismo. Nació la Asociación Maderense de Ajedrez.
El Prof. David Montes fue su secretario; el Prof. Arturo Solís
Villalobos el tesorero; y yo el presidente. En esa asociación rea-
lizamos varios eventos conjuntos con el Club Capablanca. En
98
Tramar un déjà vu
el último de ellos, que denominamos Feria del Ajedrez, estuvo
presente el entonces maestro FIDE, hoy maestro internacional,
Óscar Sánchez.

99
intencionalmente en blanco
CAPÍTULO XII
AUTOBUSES, HOTELES Y MEDALLAS

Vuelto el liderazgo del ajedrez municipal, por aclamación


popular, a mis manos, cambios en la política deportiva me
lanzaron hacia un mundo de viajes deportivos. Renacía en mí
el espíritu de los noventa, que la suspensión de las copas DIF
había adormecido. Los eventos que organizamos en coordina-
ción con el Club Capablanca nos habían dado el contacto más
o menos continuo con los jugadores. Cuando llegó el momen-
to de organizar la primera olimpiada municipal de ajedrez, el
tránsito fue fácil y natural. Lo fue también el entrenar a los
seleccionados y acompañarlos a las ediciones estatales.
Se me asignaba la responsabilidad de delegado y siempre
la aceptaba con gusto. En la elección de entrenadores siem-
pre surgía alguien que expresaba la preocupación de que se
nos integrara una mujer adulta para ayudar con el acompaña-
miento de nuestras jugadoras. Ignoro hasta qué punto somos
en este municipio conservadores o quisquillosos en la cuestión
de género, sospecho que en grado extremo porque en mis par-
ticipaciones en olimpiada estatal observé que las entrenadoras
eran escasas. Lo cierto es que yo siempre me sentía agradecido
de contar con el apoyo de alguna señora. Si se hubiera pre-
sentado la necesidad de apoyar a alguna niña en la solución
de problemas fuera de la esfera técnica del ajedrez, lo hubiera
hecho eficientemente, pero siempre con el temor de exceder
algún límite, máxime siendo aspie. Para mí era un alivio tener
a alguien para ayudarme con ello.
En 2012, la primera vez que participamos en olimpiada
estatal, logramos una medalla de bronce. La obtuvo Ulises
Durán. Antes de partir hacia Ciudad Juárez, donde se celebró,
percibí que me hacía falta una chamarra nueva para tener una
Pepe Portillo
mejor presentación. La tienda en que la compré pertenece a
Carlos Gaytán, quien es ahora uno de mis mejores amigos.
Entonces solo éramos conocidos. La más larga conversación
que habíamos tenido había sido telefónica. Fue porque unos
meses antes él había anunciado en Facebook la contratación de
un editor para una película que estaba produciendo, la prime-
ra película maderense, Ecos del pasado, dirigida por Azucena
Primero. Yo solicité el contrato, dejé mi número de teléfono,
tal como se pedía. Me llamó para preguntarme acerca de mis
habilidades y experiencia. Para entonces yo era experto en la
Adobe Creative Suite. Lo que no tenía era gran experiencia.
Había editado esporádicamente pequeños videos de no más
de diez minutos. Siempre por encargo, proyectos escolares bá-
sicamente. Así se lo informé. No había por qué mentir. Luego
la conversación telefónica se deslizó hacia la cinematografía.
Carlos quería saber cuáles eran mis películas favoritas. Tal vez
como parte de la entrevista. No lo sé. Le hablé de Kubrik y
Hitchcock. Supongo que le dio gusto que no le mencionara
filisteísmos hollywoodenses como Transformers o Rápido y fu-
rioso. Duramos buen rato hablando de cine clásico. Nos había-
mos entendido bien. Posteriormente recibí otra llamada de él,
esta vez para avisarme que otro editor con más experiencia se
había ganado el contrato. Otra vez conversamos, aunque más
brevemente, sobre cine clásico.
El día que compré la chamarra, se acercó y me invitó a
pasar a su oficia. Creo que me vio desde allí y quiso aprovechar
la oportunidad. Dejé encargada la compra en la caja y lo acom-
pañé. Había tapizado la pared de la oficina con fotografías de
directores famosos del cine clásico. Estaban Kubrik, Kurosawa,
de los que recuerdo, creo que Fellini también. Volvimos a con-
versar sobre cine, esta vez largamente. Fue constructivo por-
que había buenas películas que solo había visto uno de los dos.
Mucho que compartir. Recuerdo que hablamos de Jodorowsky
y Lars von Trier, directores que yo entonces no conocía.
—¿Quieres verlas?
—¡Claro!
102
Tramar un déjà vu
Y de ahí nos fuimos a su casa, directo a su videoteca. Me
prestó Anticristo, de von Trier, y El Topo, de Jodorowsky. A
medida que las buscaba, iba sacando otros DVDs y los añadía
a la pila. Yo protestaba.
—Pero, me voy a tardar mucho en verlas.
—Tú no te preocupes, tómate todo el tiempo que necesi-
tes.
Salí de allí con unas diez de las mejores películas de su
videoteca. Los 400 golpes, de Truffaut; El desprecio, de Godard;
Roma, ciudad abierta, de Rosellini; Andrei Rublev, de Tarko-
vsky, el que habría de convertirse en mi director de cine fa-
vorito de todos los tiempos, y otras que ya no recuerdo. Con
el tiempo yo también le presenté otros grandes directores. El
que más le gustó de los que le sugerí fue Abbas Kiarostami. Le
había regalado los DVDs de El sabor de las cerezas y Close up.
El intercambio de películas y comentarios hizo que lo visitara
con cierta frecuencia. Las conversaciones pronto se volvieron
filosóficas, materia inevitable, dado que las mejores películas
clásicas de la historia siempre tienen una vena filosófica y que
la filosofía es mi profesión. Descubrí que él también era de
izquierda, lo cual siempre es positivo en un empresario. Ha
llegado a ser uno de los grandes mecenas del ajedrez maderen-
se. Le debemos mucho de lo que en ajedrez hemos avanzado.
Siempre hemos soñado con hacer una película juntos, yo como
guionista, el como director. Algún día será. La obra que sí sur-
gió gracias a su influencia fue el protocolo de mi investigación
para titulación; lo hice acerca de un proyecto de interpreta-
ción de Decálogo, la serie de televisión dirigida por Krzysztof
Kieślowski, de alto contenido filosófico. Investigación que no
llegué a iniciar, dado que me titulé automáticamente por pro-
medio. Ha suscitado tanto interés entre los que han leído el
protocolo, la maestra Amarabit Rosales, mi asesora, la primera
entre ellos, que siento que tengo la deuda de realizarla. Pagaré
esa deuda. Como Lannister, siempre pago, aunque a veces me
demoro.
Durante la participación en esa primera olimpiada, me
103
Pepe Portillo
hallaba en proceso de escribir uno de mis ensayos más ambi-
ciosos de la universidad, una crítica a la francofilia, al empleo
innecesario de lenguaje críptico en las humanidades, princi-
palmente por filósofos franceses. Lo titulé Favoritos de los dio-
ses: sobre (ab)usos del lenguaje en humanidades. Esa semana
de la olimpiada me había programado para leer por completo
las Imposturas intelectuales de Alan Sokal y Jean Bricmont. Lo
cumplí. Todas las horas de espera, cuando mis jugadores par-
ticipaban, yo leía en una tablet en las áreas para entrenado-
res del hotel. Habría sido más cómodo leer en mi habitación,
pero esa habría sido una imperdonable irresponsabilidad. Por
entonces ya tomaba ibuprofeno consuetudinariamente para
combatir simultáneamente la sinusitis y la inflamación muscu-
lar. Por supuesto, jamás me he excedido como para causarme
hemorragias, conozco los riesgos desde siempre. A propósito
del ensayo, no era inusual que trabajara tanto para redactar un
simple ensayo para la carrera. Por cada ensayo que entregué
solía leer en promedio dos y medio libros. Jamás me gustó es-
tudiar a la expresión mínima, esto es, leyendo solo los materia-
les asignados, siempre escasos, menos de cien páginas. Todo
el tiempo los complementé con lecturas extra suficientemente
profundas. Eso explica mi éxito en la carrera, que finalicé con
promedio de 96.
La siguiente olimpiada estatal, en 2013, en Ciudad Juárez,
fue menos halagüeña en términos de resultados. Pero fue bue-
na en otros sentidos que dejan experiencia, el de diagnosticar
las prácticas de entrenamiento en el estado. Ese año se pudie-
ron ver malas prácticas que deben evitarse, especialmente el
maltrato emocional de jugadores por parte de sus entrena-
dores por haber cometido errores en sus partidas de compe-
tencia. Las malas prácticas las atestiguaron mis jugadores, las
atestigüé yo, las atestiguaron los visitantes a la olimpiada, entre
ellos estaba Rigoberto Martínez Escárcega, un famoso acadé-
mico, importante difusor de la pedagogía crítica en el norte de
México, autor prolífico, importante mecenas del ajedrez made-
rense, quien hacía poco se había establecido en Ciudad Juárez
104
Tramar un déjà vu
y fue a visitarme al hotel cuando le avisé que allí estaba.
—Un entrenador estaba regañando a una niña sobre un
tablero. “Así no se hace, ¿por qué le diste ahí si ya te había di-
cho que allí no se le da?” —Rigoberto imitaba la saña con la
que el entrenador se dirigió a la chica—. Oye, le está matando
el amor, la pasión que la niña pueda tener por el deporte.
Estuve totalmente de acuerdo con Rigoberto.
—Hay entrenadores que no quieren darse cuenta que la
partida es de sus alumnos, no de ellos. Entonces, juegan otra
clase de partida con otros entrenadores como adversarios,
usando, o sea, cosificando, a los alumnos como peoncitos.
Todo con el fin de adquirir fama de “buenos” entrenadores.
Por eso se les vuelve una afrenta personal que sus alumnos
pierdan una partida y la toman en su contra —expliqué.
El papel de un entrenador es solo el de un facilitador, una
herramienta. El único reconocimiento bien merecido de un
entrenador es el de sus propios alumnos y sus padres. Fuera de
esas personas, ningún reconocimiento tiene valor suficiente.
Si el resto del mundo ignora al entrenador, bien. No se pierde
absolutamente nada. En realidad, es una nimiedad lo que se
gana si sucede lo contrario. El mérito del triunfo de un jugador
es casi todo de él o de ella. El deportista es el que se enfrenta
a los lobos y el que los vence. Yo he evitado ser un Bela Karol-
yi, un obsesivo torturador de atletas alimentado por una idea
equivocada del éxito. Mi idea de éxito es filosófica, subjetiva, se
refiere al bienestar. Un ajedrecista es grande si disfruta del aje-
drez, si su práctica le da alegría. Las medallas son secundarias.
Eso es lo que he procurado siempre. Por eso, los jugadores de
Madera han sido siempre los más felices durante las olimpia-
das, los más saludables. Como todo participante, les importa
ganar, se preocupan de ello en alto grado, pero no se les vuelve
obsesión. Es una ambición que no los enferma.
En las sesiones de entrenamiento es donde exijo concen-
tración, disciplina y, sobre todo, honor y dignidad. Les digo
que allí es donde deben acostumbrarse a trabajar duro, allí
en el entrenamiento es donde van a adquirir el hábito. De ese
105
Pepe Portillo
modo, cuando jueguen el ajedrez por la sangre, la partida de
torneo, esforzarse no tendrá un significado especial, será, sim-
plemente, la continuación de lo cotidiano, tan sencillo como
respirar. El entrenamiento adecuado es urdir la trama de un
déjà vu. Entonces, las fallas durante las competencias serán fa-
llas del entrenamiento, por tanto, nada tengo que reclamar, a
menos que me lo reclame a mí mismo. Les enseño que el error
más vergonzoso que un ajedrecista puede cometer no es de-
jarse dar el mate del loco, sino el de no disfrutar una partida,
haberla jugado con dolor, con miedo, mórbidamente.
Las dos madres de familia que nos habían acompañado
en sendas olimpiadas pudieron diagnosticar presencialmente
la mayor deficiencia del ajedrez en Madera, la falta de entre-
namiento constante. Me insistieron en que abriera escuela. Yo
hacía cálculos, no me sentía seguro de que funcionara. Ya ha-
bía tenido malas experiencias tratando de abrir otras escuelas
de ajedrez.
Las cosas maduraron por sí solas. Ese año invertí mucho
de mi tiempo en un proyecto académico. Ahora del otro lado
del estrado. Un grupo de intelectuales que nos habíamos co-
nocido a lo largo de los años gracias al interés común en el
pensamiento crítico, izquierdistas o izquierdosos, nos reunía-
mos por teleconferencia para la fundación de una institución
educativa de nivel superior con sede en Ciudad Juárez. Puedo
decir no sin cierto orgullo que me tocó el honor de bautizarla.
Cuando llegó la hora de proponer nombres, se aceptó el de mi
propuesta, Centro Latinoamericano de Pensamiento Crítico
(CELAPEC). Se repartieron las coordinaciones de las especia-
lidades académicas que el CELAPEC cubriría. Dentro de lo
que recuerdo, el Dr. Pedro Medina coordinaría la especialidad
en filosofía de la liberación; la especialidad en decolonialidad
le correspondió a Víctor Villanueva; la de pensamiento com-
plejo, a los hermanos Dante e Iván Valdez; práctica educativa,
a las hermanas Olga y Norma Jurado; política educativa, a Fer-
nando Armendáriz; psicoanálisis, a mí. El director era Rigo-
berto Martínez; Alejandra Torres León era la subdirectora. Se
106
Tramar un déjà vu
hacía una propuesta curricular muy ambiciosa de maestría y
doctorado en pedagogía crítica modularmente estructurados
en un conjunto de cuatro a seis diplomados, la mayoría opta-
tivos. Una vez más, la burocracia de las autoridades estatales y
federales no pudo entender la lógica de una propuesta novedo-
sa como la nuestra. La burocracia se opone a todo lo que con-
mueva y tienda a curarla de su esclerosis. Las especialidades
las descartaron por lo que, obligado por esa incomprensión,
el CELAPEC está trabajando con un modelo tradicional de
maestría y doctorado sin especialidades. Seguimos al acecho
para aprovechar las coyunturas e insistir en el modelo origi-
nalmente planteado.
También fue el año de mi cambio definitivo a Linux. Des-
pués de actualizar de Windows 8 a Windows 8.1, un disco
duro de tres terabytes me falló. Perdió la tabla de particiones y
con ninguna utilería pude volver a creársela. La máxima parti-
ción primaria que aceptó fue de unos 700 gigabytes. Entonces
descargué un LiveCD de Linux para ver si el fdisk, el progra-
ma para particionar de Linux, hacía el milagro. Lo hizo. Pude
crear la partición completa de tres terabyes, pero al montar la
unidad en Windows, volvía a 700 gigabytes. Ni siquiera de-
gradando a Windows 7 se podía evitar ese comportamiento.
Concluí que el Windows 8.1 había alterado lógicamente, no
físicamente, el disco. Algo había grabado en él, en la superficie
o en su firmware (chips). Pero, ya que en Linux funcionaba
correctamente, tomé la decisión de cambiarme a ese sistema
operativo. El software que necesitara de Windows lo correría
en una máquina virtual. Agradezco ese accidente del que aún
no tengo una explicación. Lo agradezco porque me enamoré
de Linux. Para alguien con conocimientos técnicos es el siste-
ma operativo perfecto, con el que se es dueño absoluto de su
propia computadora. Pero, no lo recomendaría para legos. Por
ejemplo, esta narración la he tecleado en el LibreOffice Writer
corriendo en la distribución Arch Linux con el escritorio KDE
Plasma.
Todos esos asuntos hicieron que tuviera poca oportuni-
107
Pepe Portillo
dad de dedicarme a la organización del ajedrez. Ese estado de
cosas no iba a prolongarse. Al mismo tiempo que me dedicaba
a mis asuntos ajenos al ajedrez, el recuerdo de la experiencia
de participar en olimpiadas estatales seducía las mentes de al-
gunos adolescentes. Eso prueba que las competencias regula-
res mantienen vivo el interés, motivan a seguir entrenando y
aumentan la calidad. Esos adolescentes no iban a esperar. Esta-
ban decididos a exigir que se trabajara más en la organización.
Sabían que la probabilidad de ganar en la siguiente edición de
la olimpiada estatal solo la obtendrían con entrenamiento. No
obstante, había una gran diferencia en la manera en que ellos
abordaban ese problema y la manera en que yo mismo lo había
abordado a su edad, cuando desperté el espíritu ajedrecístico
en mi localidad, al principio entre compañeros de secundaria,
después entre algunos adultos y niños de primaria. Yo había
sido una excepción, un caso atípico que emerge una sola vez
por cada generación. Al menos en una pequeña aldea como la
mía, las estadísticas son así. Ellos no tenían la misma iniciati-
va, el mismo espíritu emprendedor que pesquisa por cuenta
propia movido por una sed insaciable, por una curiosidad ili-
mitada.
Entre paréntesis, me permitiré una sola cita extensa, la úl-
tima pregunta y respectiva respuesta de la entrevista de Jacobo
Zabludovsky a Bill Gates en 1998.

P. Una última pregunta, Sr. Gates. Hay una población de jóvenes


en el mundo que supera a la población de la gente madura. En el
mundo actual, un 60% tiene menos de 23, de 24 años. Mucha gente
joven está frustrada o tiene incertidumbre sobre el futuro, no sabe
qué va a pasar. ¿Usted que les recomendaría? Un hombre que ha
tenido éxito, y no me refiero al éxito económico que es simplemen-
te una consecuencia de las cosas, sino al éxito de haber realizado
su sueño y de haber forjado un nuevo destino, haber influido en el
destino de la humanidad. ¿Qué le puede usted recomendar a los
jóvenes que lo están viendo en este momento?
R. Bueno, yo creo que lo primero que diría es que es muy impor-
tante que los niños lean mucho, que averigüen cosas distintas,
que desarrollen la comprensión de lo que les interesa a través de
108
Tramar un déjà vu
la lectura de lo que les atrae. Eso realmente fue básico para mí.
Además de eso, diría que, si tienen la oportunidad de utilizar una
computadora, de ver cómo funciona, de ver cómo participa en el
mundo. Creo que un niño, mientras más pequeño participe, más
fácil le resulta el uso de la computadora. Yo creo, la verdad, que los
grandes empleos del futuro necesitarán el uso de la computadora.
Por mi parte, el éxito que tuve es que me dediqué a hacer algo que
me interesaba. No me fijé en el potencial económico. Me interesaba
desarrollar un software cada vez mejor, quería que mis amigos me
ayudaran. Así que es maravilloso encontrar algo que nos interesa y
dedicarnos a eso. Quizá ahí es donde triunfaremos.

Los adolescentes de este pasaje de mi historia tenían un


gran interés en el ajedrez, es cierto, pero no les gustaba leer.
Quizá la invasión del homo videns explica esa carencia. Como
sea, la carencia de la lectura lleva consigo la carencia de ini-
ciativa. Estos adolescentes eran incapaces de investigar por su
cuenta, de entrenar por su cuenta, de modo que buscaron la
autoridad que les pudiera satisfacer su necesidad. La buscaron
en mí.
Me visitaron tres adolescentes exigiéndome trabajo or-
ganizativo. Eran Bryan Servando Torres Ríos, Wilber Rascón
Chacón y Manuel Peraza Blanco. Intento ser un revoluciona-
rio, un integrante del proyecto de autonomía, según el cual hay
que desear la autonomía para todos. Por eso, aplaudí la inicia-
tiva de los tres adolescentes. Les expliqué que, desde el retiro
voluntario del Ing. Erives, se había complicado la organización
ajedrecística continua en Madera, básicamente porque uno
tiene que trabajar. Propuse una solución de compromiso, en
lugar de organizar torneos y de entrenarlos, formaríamos un
club donde competiríamos entre nosotros y nos asignaríamos
variantes de apertura para estudiar cada quien por su cuenta
y practicarlas en grupo. Comenzamos con la defensa Najdorf
porque todavía contaba con una copia del DVD que habíamos
usado en los torneos temáticos de Edgar Erives. Les entregué
una copia y los meses siguientes practicamos esa defensa los
sábados por las tardes en mi propia vivienda. Luego nos asig-

109
Pepe Portillo
namos el ataque Trompowsky y también lo estuvimos practi-
cando, esta vez siguiendo las variantes de un libro. Pronto llegó
el tiempo de la olimpiada estatal 2014, celebrada en Ciudad
Cuauhtémoc. Los cuatro ya sentíamos una identidad y espe-
rábamos ir todos a la fase estatal, ellos como deportistas y yo
como delegado. Las cosas no se dieron con tanta facilidad.
Manuel Peraza no participó en la fase municipal y con eso no
cumplió el requisito para ir a la siguiente fase. Mientras tanto,
Wilber y Servando cumplieron y formaron parte de la selec-
ción. Esa fue la primera vez que Wilber Rascón obtuvo una
medalla en la fase estatal, fue de bronce, en blitz.
Un tiempo relativamente corto después del regreso de esa
olimpiada estatal fundé la escuela de ajedrez Luis Ramírez de
Lucena. Elegir el nombre fue un problema de identidad. Tenía
que asignarle el que mejor reflejara mi personalidad propia,
mis ideales. El campeón mundial que mejor los representa es
José Raúl Capablanca. Siempre he admirado la sencillez de su
juego, su elegancia sublime. En mi vida, he reproducido por
lo menos una vez cada una de sus poco más de 600 partidas
registradas. Un ejercicio que me he propuesto repetir antes de
que pase mucho tiempo. El nombre de este campeón mundial
parecería apropiado para mi escuela, sin importar que ya hu-
biera un club con ese mismo nombre en Ciudad Chihuahua
y que, por nuestra estrecha relación con ese club, se creara la
falsa impresión de que éramos una filial de aquel. La razón
de que lo desechara rápidamente fue más profunda. Mi visión
de lo que es ser un gran ajedrecista no coincide con la de ser
un gran deportista del ajedrez. Concibo la existencia de gran-
des ajedrecistas sin medallas. Para mí, la grandeza está en la
prudencia, en saber armonizar nuestras facultades, nuestras
tendencias anímicas naturalmente en pugna. En pocas pala-
bras, la sublimación de nuestros demonios interiores. En ese
sentido, Reuben Fine me ha parecido el gran maestro de élite
que mejor representa esa visión. Jugador de una técnica ex-
quisita, segundo lugar en el legendario torneo AVRO de 1938,
alcanzó la cima más alta del ajedrez deportivo en la década
110
Tramar un déjà vu
del cuarenta del siglo pasado, número uno del ranking mun-
dial entre octubre de 1940 y marzo de 1941, a la edad de 26
años, según el matemático Jeff Sonas. Además, poseedor de
una amplísima cultura, doctor en psicología y autor. Renunció
a su carrera ajedrecística para no descuidar su carrera clínica
y académica. Un hombre prudente y erudito, un gran ejemplo
de armonización de las facultades anímicas. Estuve a punto de
elegir su nombre para mi escuela. Cambié de parecer solo por
una consideración extra. El nombre de un jugador de élite, un
campeón sin corona, sin importar cuán sabio había sido, se-
guiría transmitiendo el mensaje equivocado, que lo deportivo
es lo primordial.
En lugar de un gran deportista, tendría que elegir a un
gran teórico. El ramillete de opciones era minúsculo. Yuri
Averbach, el gurú histórico de los finales de partida; Mark
Dvoretsky, entrenador legendario; Ludek Pachman, científica-
mente no tan importante como los primeros, pero sí un gran
divulgador; y aquellos que tuvieron una importancia históri-
ca en los comienzos del ajedrez tal como lo conocemos: Ruy
López, Gioachino Greco o Luis Ramírez de Lucena. Lucena,
nombre corto de este último, fue la elección porque él tuvo
una ventaja histórica imposible de pasar por alto. Fue el pri-
mer científico del ajedrez moderno. Su Repetición de amores y
arte de ajedrez, de 1497, fue el primer tratado teórico del aje-
drez tal como se juega actualmente. Hay que recordar que la
última regla del ajedrez actual, la que se refiere al movimiento
de la reina, fue introducida en Valencia muy poco antes de que
Lucena escribiera su libro. Consiguientemente, el nombre que
elegí para mi escuela transmitiría un doble mensaje, (1) en el
ajedrez el conocimiento es lo verdaderamente importante, (2)
en nuestra escuela lo tenemos, para muestra, conocemos la
historia.
El local de la Casa de la Cultura Ex-Estación del Ferroca-
rril me fue proporcionado. El Prof. Manuel Vicente Guzmán,
director de esa institución, me brindó una autonomía perma-
nente y un trato amable que supe agradecer. Retribuí volunta-
111
Pepe Portillo
riamente, porque me gusta ayudar a quien me ayuda, dando
mantenimiento a las computadoras que allí había. El día que la
escuela abrió, el único que acudió a inscribirse fue Wilber Ras-
cón; en el transcurso de esa primera semana se inscribieron
Manuel Peraza y Servando Torres. Fruto de una entrevista en
radio, a las dos semanas se inscribieron los hijos de Rafael Gar-
cía. Era un grupito que me permitía trabajar con comodidad.
Antes de cumplirse el primer mes se suscitó un incidente
cuya resolución, a pesar de haber sido dolorosa, le dio más co-
hesión al grupo. Los tres mayores se interesaron en el torneo
del Festival de las Tres Culturas, que se celebraría un fin de
semana en Ciudad Cuauhtémoc. Me ofrecí a gestionar la logís-
tica para que fuéramos los cuatro. Participaría también yo. El
problema mayor era el transporte. Mi vehículo, una camioneta
compacta Nissan, no estaba en condiciones para viajes de más
de una docena de kilómetros. Iba muy avanzado en resolver
ese problema, ya estaba en diálogo con mi hermano Antonio
para que nos llevara, cuando ellos mismos interrumpieron mi
esfuerzo. Me dijeron que ya no querían ir, que no les alcanzaba
el dinero. Dos días después me enteré que era una mentira. Los
tres habían ido al torneo. En redes sociales, vi las fotos y la tabla
del torneo. En cuanto a resultados, terminaron más o menos a
media tabla de la clasificación. El lunes fui a la sesión regular
de la escuela con la intención de confrontarlos. Se presentaron
como si nada, entonces saqué de mi portafolios impresiones de
las fotografías y de la tabla del torneo. En silencio las coloqué
una por una, en abanico, sobre la mesa, enfrente de ellos. Noté
el miedo en su mirada y en la voz con la que se pusieron a dar-
me explicaciones. Es que ellos habían conseguido transporte
propio, pero con cupo solo para tres. Supongo que con gastos
menos gravosos de lo que les significaría ir en el transporte que
yo conseguí. Decían que no quisieron desilusionarme porque
me vieron con muchas intenciones de ir. Los escuché y luego
les di mi opinión.
Estaba claro que la de ellos era una ética basada en conse-
cuencias. Para ellos, un acto era correcto si no acarreaba san-
112
Tramar un déjà vu
ción o castigo. Muy lejos de mi propia concepción de la ética.
La mía es una basada en principios. Uno de tales principios es
esforzarse por mantener y fortalecer los círculos de confianza.
Una cuestión de honor y dignidad. En la escala del desarro-
llo moral de Kohlberg, yo había alcanzado el último estadio, a
ellos les faltaban algunos por recorrer. Con esos argumentos,
aunque, sin ponerme teórico, nada de mencionar a Kohlberg,
obviamente, rechacé sus motivaciones. Dejé claro que no se
trataba de pedirme autorización para ir a torneos, que yo res-
petaba su autonomía y hasta me sentía orgulloso de que hubie-
ran participado en ese torneo. De lo que se trataba era de haber
vulnerado un círculo de confianza. Se pusieron a la defensiva.
Al ver que no cedían, siguiendo mis principios di por termina-
da allí nuestra relación. Declaré clausurada la escuela Lucena
y me retiré.
—Venimos a pedirle que usted nos entrené porque tuvi-
mos problemas con Pepe.
Habían ideado una estrategia para salirse con la suya. Visi-
taron al Prof. Arturo Solís, entrenador de la Secundaria Estatal
Guadalupe Victoria, No. 3029. Obviamente, no les interesaba
su entrenamiento. Sabían que Arturo no podía ayudarlos téc-
nicamente, el nivel al que habían avanzado conmigo requería
un entrenador con más conocimiento. Lo que les interesaba
era tener quién los representara para asegurarse seguir partici-
pando en olimpiadas.
—No. Yo no los puedo entrenar. Yo no sé nada. ¿Que no
saben quién es el maestro Pepe Portillo? —Arturo los repren-
dió—. Vayan y pídanle disculpas a él. No los quiero ver otra
vez por aquí.
Mucho he agradecido que el Prof. Solís me contara de
esa conversación hasta que habían pasado años del incidente,
cuando ya solo era una impresión en la memoria, sin carta de
vigencia. La ficción de que entraron en razón por ellos mis-
mos ayudó más a la reconstrucción que el haberme enterado
de inmediato de su necedad. Simplemente, eran jóvenes acos-
tumbrados a la moral burocrática, a la suavidad con la que las
113
Pepe Portillo
escuelas y las familias siempre tratan de resolver los proble-
mas con miras a las relaciones públicas, evitar el escándalo, ser
políticamente correctos, una moral que malcría y maleduca.
Habían topado por primera vez en su vida con el practicante
de una moral filosófica, esto es, una ética. Alguien que no le
hacía concesiones a las relaciones públicas. No tuvieron más
opción que entrar en razón y buscarme para pedir disculpas.
La escuela Lucena continuó. Después hubo más torneos a los
que fueron solos, a los que no los pude acompañar, y otros a los
que fuimos juntos, pero ya no me volvieron a mentir.
Los siguientes en inscribirse fueron los hermanos Enrique
y Estrella Erives, hijos mayores del Ing. Edgar Erives. Estrella
desertó muy pronto. Por supuesto, el ajedrez no es para to-
dos. La participación de su hijo renovó la dedicación de Edgar
Erives en la organización. Fue posible convencerlo de ir como
entrenador a la olimpiada estatal 2015. Ese año logramos que-
dar en tercero en la clasificación por delegaciones, gracias a
las medallas obtenidas en blitz, dos de oro de Wilber Rascón,
dos de plata de Servando Torres. Los mayores de la delegación,
Wilber, Servando y Manuel Peraza trabaron gran amistad con
Rubén Gutiérrez, entrenador de Parral, hombre joven y agra-
dable que nunca se negaba a jugar blitzes y balas con los ado-
lescentes.
De vuelta a Madera las felicitaciones llovieron. Habíamos
llegado de regreso a últimas horas del domingo 18 de enero. El
lunes 19 lo dediqué a descansar, lo necesitaba; me había des-
velado todos los días que duró la olimpiada. Ese día no salí de
casa, recibí muchas felicitaciones por medio de redes socia-
les. El martes 20, con la energía recargada, mi primera pre-
ocupación fue contratar un artesano para que me diseñara y
construyera un exhibidor para la medalla de bronce que como
delegación obtuvimos. Aproveché que ese día no era de entre-
namientos; los reanudaríamos hasta el día siguiente. A las diez
de la noche estaba leyendo recostado y me interrumpieron to-
quidos a mi puerta. Abrí. Era mi hermano Antonio.
—¿Qué andas haciendo tan noche? —pregunté.
114
Tramar un déjà vu
—Malas noticias. Falleció Ezequiel.
Ezequiel era nuestro hermano mayor. Quizá porque nun-
ca fuimos muy unidos o porque yo primero aprehendo los
acontecimientos intelectualmente y solo después dejo aflorar
las emociones o por ambas causas, mi primera reacción fue
buscarle sentido a esas palabras. En una fracción de segundo
me convencí de que había sido un infarto. No podía ser otra
cosa. Ezequiel era saludable, no corría riesgos laborales, para
él no había causa más lógica de muerte que una de esas fallas
cardiacas fulminantes.
—¿Qué le pasó?
—No sabemos. La ministerial tiene acordonada su casa.
No dejan entrar.
Nos fuimos a su casa a esperar que salieran los peritos.
¿Suicidio? Imposible, nadie más preocupado y responsable por
el bienestar de sus hijas; no las abandonaría. ¿Accidente? Im-
probable, no con tanta sangre. ¿Homicidio? Lo más probable.
Solo hasta el día siguiente después de la necropsia se confirmó
la sospecha.
—Hallaremos a los culpables —le dijo el forense a mi pa-
dre.
Después del funeral, un agente del Ministerio Público me
confirmó el homicidio como causa de muerte. No podíamos
conjeturar quién o quiénes fueron los homicidas, tampoco si
hubo un autor intelectual. Mi hermano no tenía enemigos. Al
contrario, era ampliamente reconocido como ícono del de-
porte. Entrenador de equipos deportivos infantiles. Su equipo
femenil de futbol 7, integrado por estudiantes de la primaria
Niños Héroes, ganó el torneo estatal Futbolito Bimbo, un hue-
so duro de roer; se competía contra colegios privados que ha-
cen grandes inversiones en sus equipos deportivos y poseen
todo el personal y todas las facilidades. La hazaña de Ezequiel
fue un guion hollywoodense puesto en escena en la realidad,
una historia de underdogs triunfantes. El suyo sigue siendo un
crimen sin resolver. Las sospechas abundan, pero, en quien
sea que recaigan, se debe presumir inocente mientras no haya
115
Pepe Portillo
pruebas de lo contrario. Así es como he actuado respecto a mis
propias sospechas y así seguiré haciéndolo.
Todo el 2015 estuvimos entrenando. Casi todo ese año
tuve solamente cinco discípulos, Wilber Rascón, Servando
Torres, Manuel Peraza, Enrique Erives y, un niño que se nos
unió poco antes del auge que la participación en la olimpia-
da estatal le había dado a la escuela Lucena. El niño es hijo
de mi amiga Nisme Romero y se llama Ricardo. El otro niño,
Sebastián García, había desertado. No pudo soportar el ritmo
trepidante que terminamos dándole a la escuela. La habíamos
convertido en una competencia permanente y atroz de todos
contra todos. Demasiada testosterona en el ambiente, no apta
para cualquiera.
En retrospectiva, el juicio moral que sobre ese estilo pe-
dagógico tengo que hacer tiene que ser negativo. Tengo que
informar que fue mi experimento fallido. Sin una teoría que le
diera cuerpo racional, las cosas que sucedieron hubieran sido
simplemente algo que no se pudo prever y se salió de las ma-
nos. Pero, el caso es que yo sabía exactamente lo que estaba
haciendo. Estaba aplicando modelos psicoanalíticos a la en-
señanza del ajedrez. Por consiguiente, sí, era un experimento,
aunque, en absoluto, controlado, conmigo en un doble papel
de experimentador y sujeto de pruebas.
Gracias al estudio de Reuben Fine, Ernest Jones y, la fuen-
te de la que se nutrieron, el mismo Sigmund Freud, de quien
leí sus obras completas, 23 tomos, más de 7,500 páginas, ha-
cía ya tiempo que había entendido que el ajedrez es una subli-
mación del complejo de castración. Pero, antes de continuar
la dilucidación psicoanalítica, he de justificarla, dados los
ataques positivistas en su contra. Que el psicoanálisis es una
pseudociencia hay que concedérselo a quienes lo dicen; que el
psicoanálisis no es falsable es totalmente cierto. No puede ser
de otra manera porque es el único cuerpo de conocimiento
organizado, científico o no, que se ha dado la tarea de estudiar
una entidad por demás compleja, el inconsciente. Al igual que
otros problemas de conocimiento tan generales y complejos,
116
Tramar un déjà vu
como el de la realidad, el del bien y el mal, el del conocimiento
mismo, el del análisis crítico de la moral y de la sociedad, el de
las mejores formas de vivir en comunidad, el de la belleza, el
de la verdad, el de la justicia, el de la forma correcta de pensar,
problemas que solo parcialmente se abordan científicamente,
el del inconsciente comparte esa generalidad y complejidad,
incluso porque se imbrica con todos y cada uno. Por tanto, el
problema del inconsciente sigue siendo uno mucho más filo-
sófico que científico.
Lo que hay que cuestionar no es, entonces, la cientificidad
del psicoanálisis, sino la exigencia misma de que sea científico.
¿Es necesario que lo sea? Las miles de personas beneficiadas
por más de cien años de psicoanálisis atestiguan lo contrario.
El psicoanálisis es eficaz más que las demás psicoterapias. Lo
es porque es profundo, es la única terapia que va a la causa,
que no trata solo síntomas. El afán de eficiencia capitalista
buscó formas de terapia que fueran más rápidas. Las encon-
tró, pero el resultado ha sido también que son más superfi-
ciales. Las terapias cognitivo-comportamentales, por poner
un ejemplo, son muy rápidas y aparentemente eficientes. Sin
embargo, por ser, en realidad, de menos profundidad que el
psicoanálisis, casi lo único que logran es ajustar a las personas,
no transformarlas, y causan mayor propensión a las recaídas.
En el aspecto puramente clínico, el psicoanálisis es una ma-
ravilla para quienes pueden invertir lo que se necesita, que es
un tiempo muy largo, para quienes quieren vivir y no simple-
mente ajustarse y están dispuestos a pagar el precio, que es alto,
como el de todo lo bueno. He tenido experiencia clínica con el
psicoanálisis. Lo he practicado. He tenido pacientes. Ha sido
asombroso comprobar que las entidades y fenómenos que los
libros describen existen en la realidad, que el psicoanálisis es
un modelo bastante exacto de la realidad psíquica y que los
analizados se transforman positivamente.
Por lo demás, la naturaleza filosófica del psicoanálisis lo
ha hecho especialmente útil para el análisis político de la so-
ciedad. La escuela de Frankfurt halla uno de sus pilares en el
117
Pepe Portillo
psicoanálisis. Pero, no es la única. Mi sistema filosófico favori-
to, el de Cornelius Castoriadis, es también de inspiración psi-
coanalítica.
Tratándose el ajedrez de la muerte del rey y siendo éste
tan central, pero tan desvalido, el descubrimiento de que es
un símbolo fálico es predecible. Jugamos ajedrez para repetir
el drama edípico, especialmente respecto al componente que
hace referencia al temor de ser castrados por el padre. Luego, el
ajedrez también es parricidio. El complejo de Edipo es lo que
alimenta las pasiones de los ajedrecistas. Personas sin fijacio-
nes edípicas difícilmente se sentirán atraídas por el ajedrez. En
mi experimento yo sabía eso y casualmente me había encon-
trado tres sujetos de prueba que tenían intensas fijaciones edí-
picas. Dos de ellos con la figura paterna físicamente ausente.
Anímicamente, Wilber Rascón es un caso patológico de
falta de atención, lo que lo vuelve indisciplinado y, peor aún,
cínico y soberbio. Es que para tener alguna prudencia en este
mundo es necesario ser capaz de poner atención mínimamen-
te. Lo sobrecompensa dedicándose obsesivamente a un núme-
ro limitado de actividades, una de ellas el ajedrez y otra, que
yo sepa, el fitness. Fuera de eso es una total nulidad, reprobado
en la escuela, inadaptado en casa. Lo que en él confundimos
alguna vez con disciplina era solo pasión obsesiva.
Servando Torres es un caso de voluntad débil. Con en-
vidias proyectivas, busca compensación en las pequeñas in-
trigas. También es un gran apasionado; su ventaja es no ser
obsesivo. Ya que neuralmente no está tan desequilibrado como
su compañero, es más susceptible de superación. Una inter-
vención psicoanalítica quizá logre limitar su superyó materno,
destrabar las fijaciones imaginarias especulares, reducir su yo-
ideal pernicioso, y acabar de instaurar la función paterna, cuyo
desarrollo en él ha quedado inconcluso.
Manuel Peraza es un caso de manual de fijación oral. Con-
sume mucho y da poco. Su compulsión de repetición oscila
entre esos extremos, el de recibir y el de tratar de corresponder.
Personas así son postergadores natos, como lo es Manuel.
118
Tramar un déjà vu
Para poder ilustrar correctamente el experimento, tengo
que plasmar también mi propio análisis, la objetivación de la
objetivación, como la llamó Pierre Bourdieu. Así se verá cómo
se desenvolvieron las energías anímicas en la escuela Lucena.
Yo soy ante todo un caso de perversión de origen genético. He-
redé el síndrome de Asperger de la rama Armendáriz, la fami-
lia de mi abuela paterna; y la testosterona, tendencias un tanto
sádicas, de la rama Portillo, la familia de mi abuelo paterno.
Por parte de mi madre, los genes fueron más bien recesivos;
pocos rasgos tengo de esa rama de mi árbol genealógico. El
mecanismo de defensa predominante en la estructura perversa
es la desmentida, una capacidad de poder afirmar y negar si-
multáneamente dos juicios contradictorios, característica muy
enervante de los perversos. Somos manipuladores natos por-
que podemos torcer la lógica a voluntad ya que no nos limita el
principio de contradicción, ni el del tercero excluido.
Entre los cuatro conformábamos un núcleo psicosocial
con complementariedades anímicas. Por una parte, tres jóve-
nes con intensas energías inconscientes que los impulsaban al
parricidio, al ajuste de cuentas edípico; por la otra, un entre-
nador sádico, también con un fuerte componente edípico, solo
que acompañado de un mecanismo de desmentida proyectiva
para el que el ajuste de cuentas edípico bien puede consistir en
matar a los hijos, un Cronos cuidándose de no ser derrocado
por su prole.
La codependencia se estableció de inmediato, con mayor
razón si se toma en cuenta que habíamos iniciado como club,
un lugar de competencia. Los muchachos mostraban poco in-
terés en la teoría y mucha en tratar de derrotarme. Era difícil
transmitirles teoría ajedrecística. Wilber Rascón, un díscolo
displicente, hacía señas con una mano sobre la boca de que
la teoría era aburrida y le daba sueño; Manuel Peraza atendía
más, pero, como postergador empedernido, su concentración
era siempre variable. Los únicos con mayor capacidad teóri-
ca eran Servando Torres y Enrique Erives, pero a Servando lo
sonsacaban los otros adolescentes y para Enrique Erives la teo-
119
Pepe Portillo
ría parecía todavía algo muy avanzado, apenas estaba apren-
diendo cuestiones básicas, como el mate con torre o con dos
alfiles, por poner un ejemplo.
Consideré un deber la transmisión de la teoría. Siempre
seguí intentándolo, persistí sin arredrarme ante la rebeldía
irracional que lideraba Wilber Rascón y contagiaba a los de-
más. Pero, las horas de práctica eran las que más ocupaban el
entrenamiento, con ellos siempre tratando de ganarme. Nomi-
nalmente, los entrenamientos duraban dos horas, pero en los
hechos duraban de tres a cuatro. Siempre nos extendíamos en
el juego de “retas” a 10 segundos para toda la partida más un
segundo de incremento por jugada, consistentes en que mu-
chos jugadores juegan en un solo tablero por turnos, el gana-
dor se queda y el que resto se turnan tratando de sacarlo, esto
es, de ganarle. Invariablemente, salía agotado de esas prácticas,
pero feliz. Como yo entendía la economía y la dinámica in-
consciente detrás de sus afanes y, además, éstas correspondían
a lo que consideré era la naturaleza del ajedrez, no dejaba que
la situación me alarmara demasiado. Los resultados que se es-
taban obteniendo en cuanto a progreso en la calidad de juego
fueron un indicador de que mi práctica como entrenador era
correcta. En retrospectiva, me doy cuenta que fue un indica-
dor engañoso, uno que dio lecturas equívocas.
Para la olimpiada 2016 todavía tuve el control político del
ajedrez organizado. Eran las mismas autoridades municipales
y la dinámica ya estaba establecida desde los dos años ante-
riores. Llegado el momento de organizar la etapa municipal
decidí que no era conveniente organizar torneo. La razón es
que había categorías en las que en la escuela no había ni un
solo inscrito. Entonces, realizar un torneo sería confirmar que
los de la escuela Lucena eran los dignos de participar, puesto
que derrotarían con facilidad al resto. Hasta allí todo bien. El
problema se presentaría al producirse ganadores ajenos a la es-
cuela Lucena en categorías en que no teníamos representantes.
A tales ganadores tendría que darles un entrenamiento gratui-
to por un tiempo, cosa de un mes, antes de la celebración de la
120
Tramar un déjà vu
olimpiada estatal, aún así con casi nulas posibilidades de que
tuvieran una participación decorosa. Luego, se olvidarían otro
año completo del ajedrez. Preví que los ganadores en esas cate-
gorías serían adolescentes que habían calificado en años ante-
riores, antes de que fundara la escuela, a los que había llevado
a olimpiadas estatales en ediciones anteriores. Yo no tenía el
menor interés de lidiar con ellos por un par de razones. (1) en
cuanto fundé la escuela Lucena los invité a inscribirse y sus
padres fueron desde directos y, hasta cierto punto honrados,
para decir que la cuota era alta, hasta cínicos y cobardes al in-
ventar excusas, que les preocupaba lo académico, que sus hijos
descuidarían las calificaciones de la escuela, puras pamplinas;
(2) hubo algunos que tuvieron mala conducta en los hoteles,
desde uno que gritaba por la noche bromas insulsas que po-
dían oírse desde otras habitaciones vecinas, hasta un par que
batieron su habitación con todo propósito; antes de entregarla
el último día que estuvieron en ella, regaron pañuelos desecha-
bles por todos lados, bajaron los colchones de la base.
Le transmití mi decisión a mis discípulos y a las autori-
dades municipales. Hubo apoyo de ambos y se consensó la
decisión. Para la olimpiada estatal 2016 el municipio de Ma-
dera tendría solo tres representantes en ajedrez, solo aquellos
que habían entrenado durante todo el año, los inscritos en la
escuela Lucena. Los menores, Enrique y Ricardo no eran ele-
gibles por cuestión de edad. Todo fue mucho más sencillo, la
logística del transporte, el hospedaje y la alimentación. Las co-
sas se facilitaron incluso para la comida del domingo, el últi-
mo día de la olimpiada, comida que no nos la proporcionó el
gobierno del estado, sino el gobierno municipal. El jefe de la
coordinación municipal del deporte, Prof. Maurilio Leal, nos
mandó a comer a un restaurante de cadena, no precisamente
económico, a tres cuadras del hotel, un Applebee’s.
—¿Se imagina, Pepe, si hubiera traído a todos los chavali-
tos? —me preguntaba Servando.
Aludía a aquellos muchachitos cuyos padres no quisieron
que entrenaran en la escuela Lucena, que no tenían sentido de
121
Pepe Portillo
pertenencia, que habrían ido solo de paseo, que habrían per-
dido irremediablemente y que eran unos malcriados. No quise
imaginarlo. Se habría llenado toda un ala del restaurante y yo
habría sufrido la tensión de ver con qué ocurrencia vergonzan-
te irían a salir en esa ocasión.
Durante esa olimpiada estatal las cosas para mí fueron
agridulces. Wilber Rascón se convirtió en campeón estatal,
pero durante la estadía se había comportado conmigo como
un patán. No son de enumerarse todas sus faltas porque no
hay dignidad en ello. Pero, el lector interesado podría reclamar
un hecho concreto, una sola muestra que justifique mi juicio
de valor. En tal sentido, he de narrarlo aquí. Una ocasión él y
yo llegamos juntos al comedor para la cena, hicimos juntos fila
para que nos sirvieran y nos fuimos juntos a consumirlo en la
misma mesa. Apenas nos habíamos sentado cuando él alcanzó
a ver que en el otro extremo del comedor acababa de sentarse
a comer el entrenador de Parral Rubén Gutiérrez, un joven de
unos veinte años, fuerte ajedrecista, de primera fuerza, inde-
pendientemente de si oficialmente posee o no la puntuación
Elo para probarlo. Agradable y bien parecido, Gutiérrez era el
héroe de los adolescentes de ambos géneros que competían en
la olimpiada, siempre rodeado de un séquito de admiradores.
Admiración bien merecida, he de decir, pues el joven es respe-
tuoso y formal y tiene sentido del humor, un humor elemental,
infantil, precisamente del que gustan los adolescentes. Wilber,
no bien había asentado sus reales, lo divisó, y como poseedor
de glúteos de resorte, se levantó a toda prisa, recogió su cha-
rola, volvió a acomodar los platos y me dejó solo para irse a la
mesa de Rubén Gutiérrez. Ninguna palabra pronunció, ni si-
quiera volteó a mirarme. Una disculpa cortés era la deferencia
mínima que debió haber pronunciado antes de ese arranque.
No la hubo. Esa es solo una muestra, pero hubo muchas más.
Eran los primeros indicadores del fracaso de mi experi-
mento. Había creado monstruos y amenazaban con devorar-
me. Como el doctor Frankenstein, ¿me vería obligado a perse-
guirlos hasta el Ártico? o, como ese otro doctor Albieri, tributo
122
Tramar un déjà vu
del primero, ¿tendría que desaparecer en el desierto del Sahara
junto con mi criatura? Había jugado con fuerzas elementales,
las de las fijaciones inconscientes imaginarias, cegado por el
espejismo del éxito deportivo de mis discípulos. Los demonios
invocados se me habían salido de control. Con riesgo de abu-
sar, una analogía literaria más me llega a la conciencia. Era
como sufrir el destino de los invocadores de los dioses pri-
mordiales de la mitología lovecratfiana. Del mismo modo que
sucede con toda acción impulsada por las identificaciones es-
peculares, aquello tenía un solo fin previsible, la alienación y la
agresión, la dinámica del Yo-ideal, el tú o yo. Tardé meses para
comprender que era necesaria otra visión del entrenamiento
ajedrecístico, una visión en la que lo que predominara fuera el
conocimiento. Si describo las circunstancias en categorías la-
canianas, no obstante detestar a Lacan, es porque en ese nivel,
el de las descripciones y diagnósticos, son muy útiles, no así en
el de la cura.
De vuelta a Madera, intenté entrenar a Wilber y sus com-
pañeros. Pero Wilber era una manzana podrida. Boicoteó mis
esfuerzos y sonsacó a los demás. Con excepción de los niños
Enrique y Ricardo, los tres mayores, los olímpicos, faltaban a
los entrenamientos cada vez que les venía en gana. Cuando Ri-
cardo y Manuel abandonaron la escuela por tener que cambiar
de residencia, me llevé la escuela Lucena a mi casa con un solo
discípulo. Antes de ese cambio, Edgar Erives me había com-
prometido, con muchos meses de anticipación, a participar en
la Copa Independencia 2016. Me ofreció patrocinio, el cual
rehusé. Le dije que ya estaba retirado del ajedrez de competi-
ción, que mi trabajo no me iba a permitir entrenar, que iba a
ir fuera de forma. Cada premisa de mi argumentación la puso
en duda, de modo que me dejé convencer. Terminé aceptando
su oferta de patrocinio cuando todavía faltaban cinco meses
para ese torneo.
El trabajo al que aludí era un hecho de veracidad absoluta.
En septiembre de 2015 firmé un contrato para el proyecto de
desarrollo de software más ambicioso de toda mi vida. Con-
123
Pepe Portillo
sistió en el desarrollo de un tándem de aplicaciones para el
registro de marqueo forestal. El contratante bautizó el siste-
ma como Simarfor. Una cláusula le daba el derecho a elegir
el nombre. La aplicación principal sería para la web, un sitio
web centrado en una base de datos (database-driven). La otra
aplicación sería móvil, para dispositivos Android, con el pro-
pósito de ser utilizada en campo, esto es, en medio del bosque.
Simarfor Android generaría los archivos para subir al Simar-
for Web y tendría la opción de hacer las cargas directamente
mediante una conexión a Internet. Según cláusulas del con-
trato, me comprometía a entregar las aplicaciones, junto con
su código fuente, en un plazo que vencía 240 días naturales
después de firmarlo. En la práctica, cambios de decisiones de
los accionistas del proyecto, por las que optaron por incluir un
módulo que no previeron al principio y quitar otro, causaron
una recalendarización, tendría más meses para entregarlo. Un
año entero trabajé en ese proyecto.
Entre la adquisición del compromiso de participar en la
Copa Independencia y su realización, se desató el caos político
respecto a la irregularidad de la mesa directiva de la Asocia-
ción Estatal de Ajedrez de Chihuahua, que ya había excedido
su vigencia estatutaria por varios años. Se conformaron dos
planillas. Tenía amigos en las dos y sentía como si tuviera que
partirme por la mitad para poder cumplir con todos ellos. Al
final, una planilla me ofreció un cargo. Lo consulté con los im-
plicados en el ajedrez en Madera, el Ing. Erives, Dante Estrada,
incluso con Wilber Rascón y Servando Torres. Poniendo siem-
pre primero al ajedrez maderense, la preocupación de que no
se viera perjudicado y se beneficiara hasta donde fuera posible,
decidimos que lo mejor era aceptar el ofrecimiento. La planilla
no llegó a registrarse porque justo entonces la Federación Na-
cional desconoció el proceso de elección y hasta ahora no ha
dado un veredicto sobre las acciones a tomar.
Un mes antes de la Copa Independencia se organizó un
torneo muy importante en Ciudad Chihuahua. Me alegró
tener la oportunidad de usarlo como entrenamiento para la
124
Tramar un déjà vu
Copa Independencia y participé en él. Pude entrar un poco
en forma y a la Copa Independencia fui con una poca más de
fuerza de la esperada, pero de todos modos me faltó algo de
preparación. A pesar de eso, fue una magnífica experiencia.
Hacía treinta años que no volvía a visitar la Ciudad de México,
lugar que admiro por su cultura. Cuando acudimos a la Copa
Independencia ya había roto relaciones como entrenador con
Wilber y Servando. No obstante, la escuela Lucena hizo un es-
fuerzo sobrehumano para que el viaje se realizara porque era
un compromiso adquirido tiempo atrás, cuando la relación con
los representantes olímpicos todavía no se rompía. El califica-
tivo ‘sobrehumano’ no es exagerado. El organizador del viaje
desde Ciudad Chihuahua, Ing. Gabriel Tomás García Ramírez,
había tomado malas decisiones. Boicoteó su propio viaje. Por
razones desconocidas, intentó por todos los medios reducir los
participantes por él representados, entre los que nos hallába-
mos nosotros. A todos nos dijo que no había condiciones para
ir a la Copa Independencia, que cambiaran su participación al
torneo Carlos Torre Repetto in Memoriam. Convenció a mu-
chos y lo intentó con la escuela Lucena. Pero no admitimos su
sugerencia, básicamente por cuestión de principios. La agen-
cia de viajes, por haberse reducido drásticamente el número
de viajantes gracias a su autoboicot, aumentó las tarifas. Entre
el Ing. Erives, su esposa Edith Nevárez y yo sostuvimos una
negociación-batalla con García hasta que lo forzamos a cum-
plir su compromiso. Lo cumplió a medias, porque todavía fue
necesario que yo hiciera el esfuerzo de conseguir, literalmente
de un día para otro, una cantidad nada despreciable con pa-
trocinadores, para cubrir la diferencia en el precio de tres bo-
letos de avión, precio que, por tratarse de compras de último
momento, se había disparado considerablemente. El costo de
otros tres vuelos no los cubrió y los cambió por boletos de au-
tobús. En fin, con la mitad viajando en avión y la otra mitad
en autobús, la escuela Lucena cumplió su último compromiso
con los discípulos rebeldes, el de participar en la Copa Inde-
pendencia.
125
intencionalmente en blanco
CAPÍTULO XIII
EL AÑO DEL GALLO

Acontecimientos relevantes después de regresar de la Copa


Independencia fueron el cierre de ciclo del Proyecto Simar-
for y la cuestión electorera. Me avoqué a cumplir con los ac-
cionistas del proyecto. Finalmente, el Ing. Royce Bustillos, el
representante de los accionistas, quien servía de enlace y me
transmitía sus exigencias y les llevaba noticias de los resulta-
dos, dio el visto bueno final. Se me pagó el cheque de liquida-
ción. Económicamente, quedé un tanto a la deriva. Me había
acostumbrado a los grandes proyectos y ya no quería perder el
tiempo con nimiedades. Como Gregory House, he rechazado
cuanta pequeña tontería por la que he sido requerido. “Ya no
me dedico a eso” ha sido mi invariable respuesta desde hace
un par de años. Sigo esperando el siguiente gran proyecto que
sé que aparecerá.
La cuestión electorera fue una coyuntura que me había
dado la esperanza de convertir la escuela Lucena en uno de
esos grandes proyectos, la esperanza de poder vivir casi exclu-
sivamente del ajedrez. Redacté mis ideas y se las presenté al
nuevo presidente municipal. Solo por el afán de documentar
la historia, reproduzco aquí el documento.

ESCUELA DE AJEDREZ LUIS RAMÍREZ DE LUCENA


Proyecto para la anualidad 2017

El ajedrez en Madera, Chihuahua es hoy en día de una calidad


representativa y competitiva en el ámbito nacional. En este año,
jugadores originarios de Madera han logrado colocarse en lugares
muy destacados en las Olimpiadas Juveniles Estatales y Nacionales
y en diversos torneos abiertos celebrados en el interior del país.
No obstante, la continuidad de los logros se ve constantemente
Pepe Portillo
amenazada por las condiciones propias del municipio de Madera:
población menor a otras plazas ajedrecísticas con las que compite,
ambiente rural con poco interés por las actividades culturales y fu-
gas de recursos públicos.
Sin importar lo anterior, la mesa directiva de la Escuela de Ajedrez
Luis Ramírez de Lucena ha estado comprometida con el avance
deportivo y cultural desde su creación hace dos años. La labor ha
sido de sacrificio y siempre en un equilibrio precario al borde del
precipicio. El ajedrez en Madera, como el deporte en el que mejo-
res resultados se logran de todos los que se practican en el munici-
pio, las estadísticas están ahí a la mano para comprobarlo, necesita
mayor seguridad y estabilidad para no extinguirse.
Considerando lo anterior, la Escuela de Ajedrez Luis Ramírez de
Lucena ha formulado este proyecto/convocatoria que pretende in-
cluir a todos los interesados en el progreso deportivo-cultural en
un esfuerzo de cooperación permanente y progresivo.

Objetivo general
Incremento de la calidad ajedrecística de los deportistas del muni-
cipio de Madera, Chihuahua en el mediano plazo.

Objetivos específicos
1. Brindar entrenamiento constante a los jugadores de élite del mu-
nicipio (objetivo de calidad).
2. Más continuidad del funcionamiento de la escuela de ajedrez.
3. Ampliar la base, enseñando a la mayor cantidad de niños de pri-
maria las reglas básicas del ajedrez (objetivo de cantidad).
4. Celebrar un torneo abierto en Ciudad Madera con participación
de ajedrecistas del interior del estado y de otros estados del país.

Actividades
1. Conseguir subsidios para la Escuela de Ajedrez Luis Ramírez de
Lucena. En detalle, que la o las instituciones patrocinadoras subsi-
dien la inscripción de los jugadores, para, de ese modo, cobrarles
menos y que la escuela no se vea obligada al funcionamiento inter-
mitente que ha presentado, según el cual ha permanecido abier-
ta sólo en temporadas. Eso lograría una profesionalización de los
entrenadores y la autosuperación permanente de los estudiantes.
2. Hacer alcanzar el subsidio para que, aparte de los entrenadores
de planta de la escuela, haya entrenadores itinerantes que visiten
las escuelas primarias con lecciones lo más económicamente po-

128
Tramar un déjà vu
sibles.
3 Organizar un torneo abierto con premios lo suficientemente
atractivos como para convencer a jugadores de calidad de otros
municipios del estado y de otros estados a venir a participar en él.
4. Llevar un equipo de élite a participar por lo menos una vez al
año a alguno de los grandes torneos abiertos que se celebran en
el interior del país (Copa Independencia, Carlos Torre Repetto in
memoriam, Torneo Nacional Abierto).

Costos
El subsidio mínimo para el sostenimiento de la escuela es de $ 2,000
pesos mensuales. Eso permitirá que, según el número de inscritos,
se les pueda cobrar una cuota de $100 o $150 pesos mensuales por
persona, esto es, la tercera parte o la mitad del costo total actual de
$300 pesos mensuales.
El subsidio mínimo para el o los entrenadores itinerantes es la mi-
tad del anterior: $1,000 pesos mensuales.
Para hacer atractivo el torneo abierto se necesitan dar por lo me-
nos $10,000 pesos en premios. La organización de un torneo suele
implicar algunos gastos adicionales a los premios: renta de local,
hospedaje a maestros internacionales cuando expresan el interés
en participar y piden esa clase de apoyo, refrigerios.
La participación de un equipo de élite implica gastos de alrededor
de $6,000 pesos por persona. Se pueden conformar equipos alta-
mente representativos con un mínimo de cuatro integrantes.

Conclusiones
Los objetivos planteados son del todo realistas, dado que todas las
actividades que se plantean ya han sido realizadas por los directi-
vos de la Escuela Luis Ramírez de Lucena, algunas en varias oca-
siones. Se pueden mencionar como antecedentes el Torneo Madera
en 2010, que tuvo participación de cuatro países, incluyendo un
gran maestro internacional, un maestro internacional, y una gran
maestra femenil. En 2016 hubo participación de maderenses en el
Torneo Nacional Abierto, en Oaxtepec, Morelos, en la Copa Inde-
pendencia, en la ciudad de México y en el Torneo Internacional
Chihuahua, además de un sinfín de torneos de menor importancia
en Chihuahua, Cuauhtémoc y Ciudad Juárez. La escuela de ajedrez
en su apogeo entrenó a 10 jugadores inscritos.
El proyecto actual sólo está buscando incrementar los logros y me-
jorar la estabilidad. Eso sólo lo podemos lograr con la unión y par-

129
Pepe Portillo
ticipación de todos los paisanos del municipio.
(Lic. José Portillo Parra, presidente; Ing. Edgar Enrique Erives
Chacón, secretario; 8 de noviembre de 2016).

Lo que podrá notar el lector es que el proyecto pretende


involucrar también a instituciones ajenas al gobierno. Si acu-
dimos primero al gobierno fue porque tiene la obligación de
contribuir, obligación que bien podría ignorar si viera que las
instituciones privadas están apoyando. Una vez obligado el go-
bierno por lo menos con una parte de los costos del proyecto,
habríamos de acudir también a las instituciones privadas.
El presidente municipal me informó que ya estaba apo-
yando otra escuela de ajedrez, pero que no tendría problemas
en apoyar otra. Ofreció la mitad de los costos. Hasta ahora no
lo ha cumplido.
La existencia de esa otra escuela yo la ignoraba. Con el
tiempo me fui enterando de los detalles con los que opera. En
primer lugar, es un proyecto del que se hace responsable David
Montes, aquel que había sido secretario de la Asociación Ma-
derense de Ajedrez cuando existió, de la que yo fui presidente.
Pero, su responsabilidad aparentemente solo es nominal por-
que no realiza ninguna función de entrenador. Los entrenado-
res son mis exdiscípulos renegados Wilber Rascón y Servan-
do Torres. No reciben sueldo. Trabajan solo bajo la promesa
vaga de que la administración municipal los estará apoyando
para ir a torneos dentro del país. Promesa que no se ve que
la administración esté cumpliendo porque al Torneo Vallado-
lid, del mes de febrero de 2017, en Mazatlán, Sinaloa, acudió
únicamente Servando Torres y solo con la mitad de los gastos
subvencionados por la administración pública. Para empeorar
la situación, la Casa de la Cultura Ex-Estación del Ferrocarril,
organismo público municipal, con un nuevo director, en cuyas
instalaciones opera ese proyecto, denominado Mentes Brillan-
tes, realiza los cobros de las lecciones. Ya que mis exdiscípulos
no reciben sueldo, la administración de ese dinero dista mu-
cho de ser transparente. Se sospecha que una parte la recibe

130
Tramar un déjà vu
David Montes sin merecerlo, solo por ser el “responsable” del
proyecto. Como se trata de una persona de conocida baja mo-
ral, es altamente probable que la sospecha sea realidad. David
Montes ha tenido escuelitas privadas de ajedrez que “atiende”
irresponsablemente. Es puntual para cobrar, no así para aten-
der a sus inscritos. Se le acusa de haber solicitado en préstamo
16 equipos de ajedrez, tablero, piezas y bolsa, de la escuela pri-
maria Abraham González, No. 2228 y de no haberlos devuelto
cuando se le solicitó. Además de que es deudor malapaga de
una cantidad de establecimientos comerciales.
No le creo a los políticos. Por eso no creí la promesa del
presidente municipal. Que pasara un mes sin llamarme a reci-
bir el subsidio prometido solo confirmó que nunca me lo da-
ría. Dejé de esperarlo. No me preocupé. Con un solo alumno
de élite a quien entrenar me consideré activo y vigente. Estaba
muy lejos de estar retirado como entrenador.
Con el aprendizaje que la mala experiencia con Wilber
Rascón me había dejado. A fines de 2016 reformulé toda mi
pedagogía y didáctica del ajedrez. Mi nueva metodología
privilegia el conocimiento sobre el deporte. No volveré a de-
jar que el espejismo de los resultados deportivos empañe la
comprensión de lo que el ajedrez es y debe ser en realidad, un
modelo de la vida. Con esa nueva metodología entrené a mi
único discípulo, Enrique Erives, y logré que llegara a ser un
gran ajedrecista, en el buen sentido de progresar intelectual y
moralmente usando el ajedrez. Por añadidura, deportivamente
también se convirtió en el mejor del estado en su categoría.
Febrero de 2017 significó un duro golpe, el último que
permitiría que los renegados me asestaran. Se llegó la fecha de
la olimpiada municipal. La organizaron entre David Montes y
mis renegados. Enrique Erives era elegible, cumplía el requi-
sito de edad, pero nadie lo invitó, ni a través de mí, ni directa-
mente. Fue su madre la que movió a las autoridades para que lo
incluyeran. Participó en la olimpiada municipal, gracias a esas
gestiones, y la ganó. En un par de días viajaría la delegación a
la olimpiada estatal. Ya que yo no iría con esa delegación como
131
Pepe Portillo
entrenador, menos como delegado, tenía que adelantarme a
una posible difamación. Cuando a David Montes, quien iría
como delegado, inevitablemente le preguntaran por mí, por-
que soy quien en las olimpiadas estatales es reconocido como
el representante moral y natural del municipio de Madera, no
tenía la menor confianza de que dijera la verdad. Era muy ca-
paz de decir que yo había perdido el interés en el ajedrez, que
mi desplazamiento había sido voluntario y quién sabe cuántas
cosas más. Tenía que adelantarme y el tiempo apremiaba. Pu-
bliqué una carta abierta denunciando las traiciones que desde
hacía tiempo venían cometiendo en mi contra mis exdiscípu-
los renegados. Me refiero a las indisciplinas porque toda in-
disciplina es una forma de traición, traición mediocre, banal,
como diría Hannah Arendt, pero al fin traición. Denuncié
también el manejo oscuro de los ingresos de la escuela Mentes
Brillantes. Por último, denuncié la falta de invitación a Enrique
Erives a la olimpiada municipal..
¿Si un acto inmoral puede ser previsto por la víctima y
ésta deja de hacer lo necesario para evitarlo antes de que su-
ceda, la víctima se suma a la lista de los victimarios? La pre-
gunta es válida si y solo si la víctima, además del conocimiento
del acto inmoral en potencia, estaba en poder de evitarlo. Son
cuestiones de amplia generalidad y grado de abstracción que
desvelan a los filósofos morales. Pero, aquí hay un hecho con-
creto que conviene aprehender como tal, ¿puse yo en manos
de mis discípulos el arma con que me apuñalaron? Mejor aún,
con independencia del origen del arma, ¿podía evitar que la
tuvieran primero y luego que la usaran después en mi contra?
En los milenios que llevan estudiándose los problemas de res-
ponsabilidad moral, el control es el significante por antono-
masia. La responsabilidad moral es sinónimo de control sobre
los actos. Yo no tuve ese grado de control sobre los actos de
mis discípulos. Además, sería indeseable tenerlo. Es preferi-
ble ser traicionado mil veces que controlar a un ser humano.
Aun así, si inicio este capítulo con esas preguntas no es solo
para responderlas con un rotundo no, ni es para descargar
132
Tramar un déjà vu
mi conciencia. La inquietud que me mueve es la de la com-
prensión. Mientras que la explicación puede conformarse, y
lo hace, con tonalidades discretas, el blanco y negro, el sí o el
no, la comprensión se solaza en los semitonos y las fusiones.
La fenomenología del comprender acaba postulando la fusión
de horizontes como meta superlativa. La explicación produce
la máquina de vapor, la bomba atómica y las computadoras,
apoteosis de la opción binaria, de la separación más tajante e
irreconciliable de opuestos. La comprensión nos acerca. Es que
no somos máquinas —disculpen el truismo.
Yo no sabía que sería traicionado, pero algo sabía. Dilu-
cidar el qué de ese algo va más allá de un asunto en esencia
adverso pero pasajero, va hacia el aprendizaje y el perfeccio-
namiento de la práctica, cosas que resultan ser permanentes
y dignas de cultivarse. Para saber se debe tener una creencia,
lo que uno cree debe ser cierto y uno debe tener justificación
suficiente para sostener la creencia que uno sostiene. Con esas
tres condiciones, era mucho lo que yo sabía de mis discípulos.
En sus inicios compitiendo en torneos, Wilber Rascón
Chacón sobre todo tenía ganas de jugar correctamente. Hasta
las jugadas más evidentes las verificaba una y otra vez. Eso lo
hacía jugar lento, pero le daba una precisión que le ayudó a
ganarles a competidores impulsivos. Su juego casi se limitaba a
evitar cometer errores. Carecía de todo lo necesario para saber
qué buscar en una posición. Se puede comparar al jugador de
entonces al de hoy y se verá qué cambió. La distancia temporal
es de cinco años. En ese período, la facultad que en él se desa-
rrolló más fue la intuición. Es capaz de formular combinacio-
nes y, lo que es aún más importante, sacrificios posicionales
correctos, en cuestión de segundos, basado en pura intuición,
lo que lo vuelve especialmente peligroso en blitz y bala. Pero,
apenas en ese aspecto fue en lo único que mejoró. Aparte de
movimientos que aumenten la actividad de sus piezas de ma-
nera evidente, sigue sin saber qué buscar en una posición. Es
incapaz de formular planes. Su capacidad de juego se limita al
corto alcance, por lo que sigue siendo lento. Cuando por puro
133
Pepe Portillo
cálculo es incapaz de hallar una ventaja, pierde la compostura
y, en lugar de percatarse que más le valdría formular un plan
con principios posicionales, sigue perdiendo el tiempo calcu-
lando variantes inútiles. Es incapaz de orientarse en posicio-
nes tranquilas, con poca tensión. Por eso prefiere posiciones
agudas.
En ese mismo período, Servando Torres tuvo un desarro-
llo diferente. Mientras su compañero Wilber pasó de no tener
nada ajedrecísticamente valioso a detentar y ostentar una gran
intuición, Servando al principio fue una nulidad y solo últi-
mamente había comenzado a desarrollar algo importante, una
buena técnica. Era un jugador tímido que solo sabía esperar
sin hacer nada. Después de pasar cinco años jugando en tor-
neos logró tener una mejor técnica al final.
De seguir así, y de hecho lo harán porque no se vislumbra
un cambio en el mediano plazo, ambos tienen poco futuro en
el ajedrez. Al llegar al tope de su intuición, Wilber llegó al tope
de su fuerza ajedrecística. Superarse como ajedrecista requiere
inteligencia y disciplina. Carente de ambas cosas, no tardan en
hacerse presentes las decepciones en su vida. Servando Torres
es más inteligente y disciplinado, pero los problemas emocio-
nales son un lastre para él. En relación a la repetición edípica
conmigo como blanco, hace muchos años que mi fuerza aje-
drecística llegó a su tope, pero, con todo, es más alta que la que
ellos han alcanzado y más alta de lo que pronostico alcanzarán.
Se les acabó la fase en que se progresa con facilidad. He ahí la
causa de la gratuita conflictividad de mis discípulos.
Con esos elementos, pude haber predicho la traición que
se avecinaba, pero solo a grandes rasgos y con poca certeza.
El ajedrez en sí es un juego perverso, se trata de matar al pa-
dre. Yo notaba en mis discípulos esa expresión edípica tan os-
tensible. La aproveché para su beneficio. Mientras intentaran
matarme y no lo lograran, progresarían. El progreso fue veloz,
un viaje en cohete. De la noche a la mañana, la escuela Lucena
figuraba como una de las más fuertes en Chihuahua. El error
que acaso cometí fue creer que ellos podían ver la puesta en es-
134
Tramar un déjà vu
cena edípica del mismo modo que yo, como un juego simbóli-
co de fuerzas, un mecanismo de defensa, algo menos real de lo
que parece. Di demasiado por sentado. No me percaté de que
mientras yo tengo muchos mecanismos de defensa, estrategias
para disipar la angustia, grandes sublimaciones, para ellos el
ajedrez era casi el único. Me mataban o sentían morirse. Por
eso Mihail Tal dijo que solo las personas con maldad pueden
llegar a ser grandes ajedrecistas. Según él, Marcel Sisniega no
pudo llegar más alto porque era “un tipo muy bueno” que to-
davía no había peleado con lobos.
Especulo que de haber predicho la traición de todos mo-
dos habría dejado que sucediera. La razón de ello estriba en que
la única manera de evitarla habría sido renunciar un año atrás,
justo después de la Olimpiada Estatal 2016. Otras estrategias
no habrían servido. No estaba, ni está en mi poder, corregir
trastornos del desarrollo del sistema nervioso o emocional de
mis discípulos. De haber renunciado, me habría perdido de la
gratificante experiencia de entrenar a otro discípulo con un
presente y un futuro más brillante que el de ellos y también
habría perdido la oportunidad de poner en práctica las correc-
ciones metodológicas que la experiencia me ayudó a formular.

135
intencionalmente en blanco
CAPÍTULO XIV
CONVERSACIÓN FILOSÓFICA

El ajedrez es una forma de conocimiento. Abordarlo de cual-


quier otra manera significa negarlo y autoemascularse. Las
competencias, los trofeos y las estadísticas son solo un aspec-
to secundario, quizá terciario. Las composiciones, las grandes
combinaciones, los estudios sorprendentes, confieren al aje-
drez una dimensión artística sublime, pero son cuestiones ex-
cepcionales. Ahora bien, el conocimiento ajedrecístico no solo
es científico. Encasillarse en el saber técnico de nuestro juego,
en el know-how, aún si recibe apoyo interdisciplinario de las
ciencias y de la tecnología más desarrolladas, las matemáticas,
la psicología cognitiva, las computadoras y la inteligencia ar-
tificial, es peor todavía que convertirse en un patán chauvi-
nista que solo se preocupa por ser un buen competidor, un
deportista. No, el conocimiento ajedrecístico es esencialmente
filosófico. El ajedrez es un modelo de la vida. Cada partida es
una vida en miniatura, vivida por unas horas, cuando se juega
ajedrez clásico; o por unos segundos, cuando se juega ajedrez
bala. Un ensayo para aprender a vivir mejor esta otra vida, la
que no puede permitirse ensayos ni experimentos porque es
única, el referente del modelo. Ciertamente, no es el único
modelo de la vida, ni el mejor. El ajedrez, como toda forma
de conocimiento, es afectado por condicionantes históricas.
Viene de eras arcaicas, con ello deja de participar del progreso
moral que la historia ha acumulado después de su invención.
Modela una vida patriarcal, una vida de virtudes, en sentido
etimológico, como areté, como excelencia masculina, deriva-
do de Ares, dios guerrero. De ahí que las mujeres ajedrecistas
sean minoría. Simplemente, no fue creado pensando en ellas.
De ahí, también, que el ajedrez no sea para todos. Llena las
Pepe Portillo
necesidades emocionales de quienes tenemos la compulsión
de repetir el drama edípico. El jaque mate es parricidio. Pero,
no todos somos así, no todos tenemos esa necesidad. Los que
sí lo somos, los ajedrecistas, sublimamos nuestra pulsión de
muerte en el juego. Jugamos para matar simbólicamente y así
domeñar nuestra agresión, que es proyección de la pulsión de
muerte. Esa es la maldad de la que ingenuamente habló Mihail
Tal.
El estudio de ese tipo de cosas es materia filosófica. Solo
un abordaje generalizante y fundamental puede comprender
las conexiones y darle sentido a una actividad tan compleja
como el ajedrez. La filosofía es el único cuerpo organizado
de teorías y métodos que cumple esos requisitos. Pero, no se
me malinterprete. Parezco implicar que el ajedrez es un juego
de filósofos. Por ahora, hagamos epokhé de esa implicación,
pongámosla entre paréntesis y suspendamos temporalmente
su juicio. Hacen falta muchas acotaciones para poder saber si
es verdadera, si es sólida, si es consistente. Pongamos manos a
la obra.
La filosofía ya no tiene la dignidad que antes tuvo. Los
filósofos actuales ya no herimos a nadie. Lo que significa que
hemos dejado de cumplir nuestra función social, herir con-
ciencias colocando a la sociedad ante el espejo para que sienta
aflicción por sus errores. Sócrates fue el tábano que aguijoneó
al caballo dormilón que era Atenas; Voltaire hizo lo propio con
el ancien régime. El día de hoy la filosofía sufre de esclerosis,
anquilosada por una academia que está pasando por su hora
del lobo, propiciando el advenimiento de una era de cheques
sin fondo, de estrecha hiperespecialización y de una aterradora
francofilia, con su sofistería, esto es, falsedad lenguajera, como
acertadamente diagnosticaron Camille Paglia, Alan Sokal y
Pierre Bourdieu.
En ese milieu intelectual, yo he preferido ser un renegado.
Odio leer a los autores de moda. Los leo; es mi deber; pero los
odio. Apenas puedo tragar la francofilia, con su Jacques Lacan,
Julia Kristeva, Luce Irigaray, Bruno Latour, Jean Baudrillard,
138
Tramar un déjà vu
Gilles Deleuze, Felix Guattari, Paul Virilio y Michel Serres,
a quienes pongo primero en la lista por haber sido quienes
denunció Alan Sokal como charlatanes del discurso pseudo-
científico. De por sí la filosofía moderna es compleja por la
acumulación milenaria de conceptos, por el descubrimiento
continuo de conexiones de ideas y por la naturaleza del cam-
po intelectual. Este último conforma un espacio de atención,
esto es, un lugar social en el que sus integrantes buscan ser el
centro de atención de los demás. Las posiciones en el espacio
de atención, esto es, las ocupadas por los intelectuales que lide-
ran las escuelas o sistemas en contienda, en un mismo periodo
histórico se dan en número limitado, entre tres y seis, según
Randall Collins. Esto significa que en la historia intelectual
siempre ha habido contienda, las escuelas siempre han estado
refutándose entre sí. Eso ha causado que se acumulen los ar-
gumentos y los contraargumentos y que, desde Tales de Mileto
hasta hoy, sumen cantidades abrumadoras. Con todo lo com-
pleja que la filosofía profesional ha llegado a ser, no obstante,
es abarcable. Un especialista puede estudiarla, comprenderla
al cabo de unos lustros, construir nueva teoría a partir de ese
conocimiento o simplificarlo para facilitarle su estudio a nue-
vas generaciones. Eso es loable y no hace falta hacer más para
ganarse un lugar en la historia.
No, a los filósofos franceses de la segunda mitad del siglo
XX el prestigio honradamente ganado les pareció poca cosa.
Ellos querían más. En su hubris mezclaron lo inmezclable,
construcciones matemáticas y de la ciencia física, con las cien-
cias sociales. El teatrito les funcionó durante décadas. Debido
a que parte de lo que decían era comprensible y hasta brillan-
te —la parte puramente filosófica—, sus seguidores pensaron
que la otra parte, la incomprensible para ellos, la que invocaba
la física y las matemáticas, tenía que ser más brillante aún, que
si no la entendían era por no estar a la altura de los maestros.
Hasta que hubo quien gritó que el rey iba desnudo. El físico
Alan Sokal demostró que las teorías matemáticas y físicas in-
vocadas por los charlatanes franceses no tenían ninguna rela-
139
Pepe Portillo
ción con ni eran aplicables a los problemas de las humanidades.
Todo había sido una farsa. Mientras tanto, en Latinoamérica
eran reverenciados como vacas sagradas. En Estados Unidos
también, aunque en menor grado, gracias a que allá hubo re-
negados como Camille Paglia y Noam Chomsky que se nega-
ron a seguir a la grey.
Hay más franceses y francófilos que no trago: Edgar Mo-
rin, el peor de todos, Michel Foucault, Jacques Derrida, Slavoj
Zizek y Judith Butler. Afortunadamente, también hubo fran-
ceses y quasifranceses renegados, aunque en menor cantidad:
Cornelius Castoriadis, Pierre Bourdieu, Gaston Bachelard,
Pierre Clastres, Claude Lefort. Esos son a los que yo leo con
gusto.
Con esta reseña lo que pretendo es delimitar lo qué es la
filosofía de lo que no lo es. Recapitulando, la filosofía es una
actividad intelectual con la función social de mostrarle a la so-
ciedad sus errores; no es hablar y escribir sofisticadamente, no
es decir cosas incomprensibles. Todavía es poca información
para poder reanudar el juicio acerca de si el ajedrez es un juego
de filósofos. Nos hacen faltan todavía más acotaciones. Reanu-
demos la búsqueda.
En virtud de que uno de los hechos centrales, herir sen-
timientos, es una predicación afirmativa (“es”) y el otro, el
de la complicación pseudocientífica, una predicación negati-
va (“no es”), del mismo sujeto (la filosofía), lo que sabemos
hasta ahora puede colocarse en una línea continua de polos
opuesto. Eso está muy claro. Hacerse pasar por mensajeros de
los dioses, como los francófilos, por medio de un discurso de
Sibila, casi mágico por su incomprensibilidad, lejos de herir
los sentimientos de la sociedad, puede ensalzarlos. El pueblo
francés, por ejemplo, puede pensar y llegar hasta articularlo en
presunción, aunque sea una presunción falsa, que tiene a los
intelectuales más brillantes del mundo.
Luego, es posible recurrir otra vez a la historia para ver
cómo era la filosofía cuando todavía hería los sentimientos y
hacerlo en torno a una reflexión pragmática, esto es, en cuanto
140
Tramar un déjà vu
al lenguaje y sus hablantes, por extensión, en torno a la socie-
dad. Indicador de un gran malestar causado por un filósofo a
su sociedad sería que esa sociedad lo juzgara y lo sentenciara.
Si la sentencia fuera a muerte, mejor para nuestra investiga-
ción porque significaría que tal sociedad no tuvo clemencia,
que el malestar que sufrió por la filosofía fue el más intenso. Si
hay pasajes de la historia así, por allí se puede comenzar.
Los hay. El más conspicuo fue la ejecución de Sócrates
por el pueblo de Atenas. ¿Cómo era la filosofía entonces? Lo
primero a tomar en cuenta es que en ese entonces también
había charlatanes. Pero, aquí hay una diferencia importante,
los charlatanes de entonces estaban muy bien separados de los
auténticos filósofos. Es que los charlatanes no se llamaban así
mismos filósofos, sino sophos, sabios. Sócrates los desenmas-
caró y prefirió llamarse a sí mismo “aficionado a la sabiduría”,
filósofo, y a ellos sofistas, en tono de burla. La filosofía con
dignidad, la que hería, no era, pues, una profesión, no era un
título por haberse graduado en una escuela, solo era la de-
claración de una afición. De modo que tenemos la primera
gran diferencia con la filosofía actual. La filosofía de nuestro
tiempo, contrariamente a ser la expresión de una libertad de
elección, como lo es cualquier afición, es una profesión san-
cionada por instituciones. Lo peor de todo es que se trata de
instituciones no autónomas. Por mucho que un sinfín de uni-
versidades lleven la autonomía en el nombre, la verdad es que
tal término es letra muerta. Las instituciones con la atribución
de decir quién es filósofo y quién no, sirven al Estado, aunque
lo nieguen. Transitivamente, sirven al dinero, ya que el Estado
está siempre al servicio de la plutocracia. Entonces, la filoso-
fía actual se parece sospechosamente demasiado a la profesión
de los sofistas. En eso es en lo que han venido a desembocar
milenios del mejor pensamiento humano. Porque todavía ha-
bemos renegados que preferimos una filosofía como afición,
que no nos alineamos a la modas intelectuales, que preferimos
dialogar con el pueblo, con la clase trabajadora, que con los
académicos, solo por eso la filosofía sigue viva, aunque nos
141
Pepe Portillo
veamos obligados a agregar complementos a su nombre para
distinguirla de la pseudofilosofía que se hace llamar filosofía a
secas. Algunos de esos complementos son ‘crítica’, ‘radical’, ‘de
la liberación’, ‘decolonial’.
La narración del filosofar de Sócrates la llevó a cabo Platón
en los Diálogos. Leerlos es una de las actividades más refres-
cantes y revigorizantes para quienes detestamos la academia
tal como se desempeña el día de hoy. En gran parte nos rejuve-
necemos con las ideas de Sócrates. Pero, lo que más conmueve,
al menos en mi caso, no es tanto la teoría socrática/platónica,
sino la narración en sí de los diálogos, la cuestión historiográ-
fica, el poder asomarse a cómo se hacía filosofía entonces y no
poder concluir más que una cosa, que aquello era verdadera
filosofía. Hablo de que la práctica filosófica entonces era una
actividad libre. En primer lugar, el mismo Sócrates no fue un
especialista, era un ciudadano humilde y común, ciertamen-
te muy amado por muchos otros ciudadanos que seguían su
enseñanza, pero no debido a títulos ni sancionado por insti-
tuciones. Era un amor que surgía del encuentro directo, de la
experiencia de primera mano, no del prestigio a priori. De ahí
deriva el otro hecho importantísimo que caracterizó a esa filo-
sofía comprometida y vital, los interlocutores no se escogían.
Se encontraban por casualidad y ese era motivo suficiente para
conversar, como lo hacen los amigos. El encuentro sucedía a
veces en la calle, a veces en las fiestas. Esta falta de programa
tiene un significado profundo, la filosofía no tiene clases ni so-
ciales ni intelectuales. Los encuentros filosóficos narrados en
los Diálogos terminan con la misma apertura con que empeza-
ron, cada dialogante sigue su vida, un poco enriquecida por la
experiencia de filosofar entre amigos, pero sin ínfulas de haber
participado en un ‘panel’, ‘congreso’, ‘simposio’, ‘mesa redonda’,
ninguna cosa de esta sarta de rituales académicos de hoy.
Si la filosofía es una afición que puede ser experimentada
y puesta en práctica por no especialistas, ¿significa que todos
somos filósofos? La respuesta rotunda es sí. Ya lo había dicho
Heidegger “existir como hombres significa filosofar”. Enton-
142
Tramar un déjà vu
ces, ¿para qué los doctorados en filosofía? La academia ayuda
a evitar reinventar la rueda, a aprovechar la experiencia acu-
mulada. La academia no es la que hace filósofos, solo ayuda a
perfeccionarlos. De ahí que la academia per se no pueda ser
tachada de negativa. En esencia es positiva, pero se corrompe
cuando se le arriman elementos ajenos, cuando se le domesti-
ca, cuando se le inserta en un Estado, cuando se le convierte en
simulación, todo eso que está pasando actualmente con ella.
Estemos tranquilos, podemos saber que la actual es una con-
dición pasajera porque nada dura para siempre.
Retomemos el hilo de la filosofía en relación con el aje-
drez. El ajedrez es un modelo de la vida y la filosofía propor-
ciona una visión crítica de la vida, a cualquiera, no solo a los
académicos. Por consiguiente, sí, el ajedrez es un juego para
filósofos en tanto que todos los seres humanos que existimos
estamos ya filosofando. Lo que hay que acotar de esa afirma-
ción es que hay de filósofos a filósofos, esto es, hay de seres
humanos a seres humanos, los unos, de poca inteligencia, son
filósofos apenas preconscientemente; las personas prudentes,
con o sin educación formal, suelen ser buenos filósofos sin
darse cuenta; y luego están los filósofos académicos, algunos
están demasiado corrompidos por el momento histórico ac-
tual que apenas si sirven para algo constructivo, cuando no
son de plano destructivos, pero aquellos a los que les queda un
poco más de dignidad humana son los que podemos aprove-
char para nuestro perfeccionamiento como ajedrecistas.
El conocimiento de la vida conlleva una visión de la reali-
dad (metafísica), una investigación sobre el hecho moral (éti-
ca), un posicionamiento frente al ejercicio del poder (política),
la aprehensión de un significado de la condición de ser seres
humanos (antropología) y hasta una sensibilidad hacia lo no
utilitario, hacia aquello que es capaz de suscitar una percep-
ción desinteresada (estética). De igual manera, requiere un
ejercicio reflexivo acerca de tal conocimiento, un conocimien-
to sobre el conocimiento (gnoseología), que dé cuenta de la
posibilidad, origen y esencia del mismo y una metodología
143
Pepe Portillo
para perfeccionarlo, sistematizándolo (epistemología), que, a
su vez, ha de requerir de una comprensión de las formas del
razonamiento (lógica).
Algo que es un modelo de la vida no puede menos que be-
neficiarse de todos esos saberes. Solo desde la filosofía crítica
se puede obtener esa clase de comprensión. El ajedrez se bene-
ficia de la filosofía crítica. Eso lo entendí desde un principio. A
medida que aprendía más ajedrez y más filosofía, entendía sus
interconexiones. Cuando abrí la escuela Lucena, para mí ya
era más que una certeza, era una evidencia. Los primeros tres
años de la escuela Lucena me dieron una experiencia adicio-
nal, la de darme cuenta de la necesidad de adaptar la didáctica
del ajedrez a su naturaleza filosófica. Tardé demasiado en per-
catarme de que la didáctica tradicional del ajedrez solo toca
muy tangencialmente su naturaleza. La formación tradicional
de ajedrecistas es fragmentaria. Divide al ajedrez en muchas
partes y se preocupa poco por las relaciones entre ellas. Se le
enseña al estudiante el medio juego, la apertura, el final, como
materias independientes. Luego, se dividen las aperturas en
abiertas, cerradas y semiabiertas; el medio juego, en táctica y
estrategia; el final en muchas clases de finales, de damas, de
torres, de peones, de piezas menores, con peones, sin peones,
con peones en ambos flancos o en uno solo. Se hacen subdi-
visiones posteriores, las aperturas en variantes y subvariantes;
la táctica en temas combinatorios, la clavada, la atracción, la
desviación, la horquilla; la estrategia en temas posicionales, la
columna abierta, las casillas claves, los puntos avanzados, la
pareja de alfiles, el ataque de minoría, los puntos débiles. Divi-
dir, dividir y volver a dividir. Se espera que la unidad la capte
el estudiante por sí mismo cuando adquiera experiencia. Pero,
la asimilación de la unidad muchas veces no sucede ni acumu-
lando décadas siguiendo métodos tradicionales.
Este enfoque analítico, positivista, empirista, detallista y
ultraespecializado es reflejo de las condiciones en que se en-
cuentra la ciencia actual. Por fortuna, yo había recibido una
formación filosófica académica que privilegió la reacción anti-
144
Tramar un déjà vu
positivista. En la universidad se me había insistido casi doctri-
naria y dogmáticamente en el método hermenéutico. Después
examiné críticamente la hermenéutica y la hallé insuficiente
por sí sola. La hermenéutica es una magnífica herramienta si
se conjunta con el paradigma de la complejidad y la autonomía
radical, el estudio de los imaginarios sociales. Ese fue el capital
cultural que me permitió reformular la didáctica. Lo único que
estuvo en contra fue verme obligado a trabajar gradualmente.
No con premeditación, ni por elección, simplemente trabajar
de un modo tan radicalmente nuevo era demasiado para mí.
Tenía que ir a un paso al que me fuera posible asimilar los he-
chos. Por una parte, los efectos observables eran demasiados,
iban más allá de las expectativas, por la otra, las viejas concep-
ciones las tenía demasiado arraigadas, los viejos conceptos se
negaban a perder fuerza, a dejar de ser pensados. Después de
todo, yo había pasado veinticinco años estudiando ajedrez con
métodos tradicionales y eso tenía consecuencias. La estrategia
la había estudiado con Aaron Nimzowitsch y Ludek Pachman,
teóricos importantes y loables, pero de inclinaciones positi-
vistas; la táctica con el CT-ART y el Chessimo, dos piezas de
software que son… mecánicas; los finales con Yuri Averbach,
una enciclopedia humana, pero también con poca capacidad
de síntesis. Paradójicamente, el estudio de la apertura, donde
se esperaría que el enfoque analítico fuera preponderante, y
donde, de hecho, lo es, fue la única parte que yo había estudia-
do siempre a la manera sintética, percibiendo más la unidad
que las partes. Eso se debe a que siempre preferí estudiar li-
bros de repertorios en lugar de los especializados en aperturas
particulares o, peor, variantes. Me refiero a títulos como An
Opening Repertoire for the Attacking Player, de Levy y Keene;
Attacking with 1 d4, de Dunnington; A Ferocious Opening Re-
pertoire, de Lakdawala; o los discos compactos de Alekander
Bangiev, Squares Strategy, vols. 1-4, origen del gran amor que
le tengo al ataque Grand Prix.
Un día repentinamente comprendí y sentí la unidad del
ajedrez. Pude ver con nitidez el hilo rojo que en una partida
145
Pepe Portillo
conecta la primera con la última jugada. Eso tuvo efectos en
mi propia práctica. De pronto, ya no titubeaba en ese tipo de
posiciones que anteriormente me ponían a dudar. Y todo eso
sin la necesidad de adquirir información nueva. Se trataba so-
lamente de un reordenamiento de los datos que ya tenía. Era
el resultado de pensar filosóficamente el ajedrez. De esa com-
prensión emergieron automáticamente decisiones didácticas.
Había estado haciendo todo mal. El ajedrez no se enseña como
lo había estado enseñando.
No obstante, hube de deplorar que tal comprensión hu-
biera llegado un tanto tarde. Para entonces, ya me quedaba un
solo discípulo. De los demás, unos se habían retirado justifi-
cadamente, por cambios de residencia, con los otros cometí
equivocaciones. Cuando entrenaba a estos últimos, la com-
prensión filosófica inconclusa que tenía del ajedrez me venía
del psicoanálisis, por supuesto también de la hermenéutica y
la autonomía radical, pero principalmente del psicoanálisis.
Yo sabía que el jaque mate es un parricidio y que el complejo
de Edipo que movía a mis discípulos era puesto en escena en
mi escuela, conmigo en el papel de padre ambivalentemente
amado y odiado. Canalicé su pulsión de muerte hacia la su-
blimación; ésta se manifestó en una competencia fiera contra
mí. Desde un principio trataron de darme jaque mate y yo
les enseñaba cómo. Aunque me alarmaba el hecho de que su
desarrollo estaba perdiendo equilibrio, lo cierto es que enton-
ces no sabía cómo enseñarlos a desarrollarse armónicamente.
Incrementaban las facultades que necesitan menos trabajo, la
táctica, la intuición y la técnica, y se quedaban atrás en las que
exigen más esfuerzo e inteligencia, la comprensión posicional
y el arte de trazar planes. Debido a que usé métodos tradicio-
nales tratando de enseñarles estrategia, fracasé antes de que
en su soberbia llegaran a la conclusión falsa de que ya no te-
nían nada que aprender de mí. Por causa de que tales ideas
irracionales tuvieron su origen en sus complejos emocionales,
de cualquier manera, de haber aplicado una didáctica mejor
desde un principio, tarde o temprano la desbandada habría
146
Tramar un déjà vu
ocurrido. Pero, el plazo para que ocurriera se habría dilata-
do considerablemente, en el proceso habrían adquirido mayor
madurez y su conflictividad habría sido mínima.
Que el abordaje del ajedrez desde la filosofía crítica deja
algo más que el asombro reverencial de la contemplación, que
deja también dividendos utilitarios, fue lo que pude compro-
bar con la experiencia tenida con el único discípulo que me
quedó. Se han hecho realidad las palabras de Francis Bacon
«buscad ante todo las cosas buenas de la mente y todo lo de-
más, o bien os será dado, o bien si os falta no lo sentiréis».
Enrique Erives Nevárez, de 11 años, ha ganado torneo tras tor-
neo en el estado de Chihuahua. En un ámbito más importante,
primordial de hecho, está extrayendo del ajedrez valiosas lec-
ciones para la vida.
La formulación y práctica de una pedagogía ajedrecística
filosóficamente conformada e informada necesita de una acti-
tud humanista. Lo humano es imperfecto, lo humano es im-
preciso, lo humano es difuso. Esos son hechos que se tiene la
obligación de admitir antes de comenzar. De ahí se desprende
que el enfoque de precisión que contienen los libros da por
sentadas asunciones ideales, no reales. Los libros de ajedrez
mienten. En términos estrictos, un libro no puede mentir, lo
hacen sus autores. Los autores suelen ser maestros, luego, los
maestros mienten. Han mentido durante siglos escribiendo
la verdad. Bonita paradoja esa. Resolverla es aplicar la forma
de pensar difusa, es decir, humana, que vengo preconizando.
Hagámoslo. La primera acción es desechar la lógica. Por un
criterio lógico de verdad, la afirmación “los maestros mienten
escribiendo la verdad” (Proposición 1) no puede ser pensa-
da, los principios de no contradicción y del tercero excluido
lo impiden. Pero, para hacerme comprender, es necesario que
la Proposición 1 (P1) pueda ser aprehendida como verdade-
ra. Eso exige criterios de verdad ajenos a la lógica tradicio-
nal. Para ese fin, propongo no excluir al tercero, sino a los dos
primeros. Dejar como posibilidades todos los grados interme-
dios, eliminar los extremos y las oposiciones. Con tal criterio,
147
Pepe Portillo
lo que han escrito los maestros es verdadero porque habla de
hechos demostrables, pero su veracidad es parcial. Los maes-
tros han escrito con verdades a medias; mienten más por lo
que omiten que por lo que afirman. Por ejemplo, es cierto que
las posiciones teóricas del final tienen un método preciso para
ganarlas o entablarlas, pero se omite decir que en la partida
real las posiciones teóricas prácticamente nunca ocurren. Es
verdad que las posiciones tipo Lucena del final de torre se ga-
nan construyendo un puente con la torre en la quinta fila, pero,
sinceramente, ¿cuántas veces el lector ha jugado una posición
tipo Lucena fuera de una sesión de entrenamiento? Armados
de esa interpretación, sostengo que el método didáctico tradi-
cional es incorrecto. Inicia con lo teórico, con lo que tiene un
método preciso, con lo ideal, y solo después se acerca a lo difu-
so, a la situación de la partida real. La P1 es lo primero que un
entrenador debe recordarse. Para existir, esto es, para ser seres
en situación y no meros eidos platónicos, hay que afrontar la
realidad tal como es. La realidad es difusa, por ende los méto-
dos didácticos deben ser difusos. Debemos trastocar el horror
a la falibilidad. La precisión importa poco, lo importante es
emplear los recursos limitados de la mejor manera, aunque no
sea la más precisa.
¿Por qué mienten los maestros? ¿qué actitud ha hecho
posible lo que la P1 enuncia? El hecho de que los maestros
escriben pensando más en sí mismos que en los aficionados.
Se dan el lujo de pensar en idealidades porque ya pasaron por
las imperfecciones que la práctica les interpuso, ya las resol-
vieron. No se dan cuenta que al aficionado hay que enseñarle
precisamente acerca de la práctica, no de las idealidades en las
que la imperfección ya ha sido olvidada. Al aficionado hay que
enseñarle a vivir sumergido en la imperfección y alentarlo a
asumirla. Un aficionado necesita asumir su falibilidad con ple-
na consciencia y convicción. Es entonces cuando la imperfec-
ción comienza a desvanecerse. La imperfección se conquista
pasando a través de ella, no rehuyéndola.
En mi enseñanza uso posiciones de partidas reales, nunca
148
Tramar un déjà vu
estudios, nunca composiciones. Comienzo por lo más general
y cuando después se hace necesario abordar las particularida-
des, siempre hago recordar al estudiante las conexiones que
éstas tienen con lo general. Un enfoque generalizante es un en-
foque filosófico, pero para poder generalizar hay que saber ex-
traer del mar de la complejidad significantes universalizables,
grandes significantes que puedan conectarse con el resto. Solo
si se tiene un significante así a la mano es posible construir un
pensamiento unificado. En ajedrez, el significante por antono-
masia es el rey. El rey es un símbolo fálico, por eso el ajedrez
mueve grandes reservas de energía anímica, precisamente las
que giran en torno a lo fálico, a la masculinidad, el miedo a
perderla, el complejo de castración, y la proyección narcisista
de que sea otro el que la pierda por uno. El complejo de castra-
ción es lo que conecta al ajedrez con el resto de la cultura. De
ese grado es su importancia. Un entrenador debe saber eso. Es
innecesario que se lo diga a los estudiantes, basta que él mismo
lo sepa y que lo use, como un psicoanalista usa lo que sabe de
su analizado mucho antes de revelárselo en la interpretación,
para ayudarlo a vencer las resistencias a saber más de sí mis-
mo. Aunque nunca se los menciono a los estudiantes, yo uso
el significante fálico en mis sesiones de entrenamiento a través
de mi actitud, a través del código de conducta que sigo y que
exijo que ellos sigan. El significante fálico es la Ley. De ahí que
yo les exija virtudes, honor y dignidad, ante todo. Ganar solo
las partidas que merecen ganarse, jamás intentar ganar por ca-
sualidad, como cuando un jugador que no ha sido entrenado
con mi sistema se queda con el rey solo y trata de hacer enta-
blar al adversario con trampas para caer en rey ahogado, por
un descuido del contrario, sin realmente merecer las tablas.
Mis discípulos han tenido siempre prohibidas esas prácticas,
así como toda forma de coyotada y marrullería.
Enseguida hay un par de significantes que sí les mencio-
no, y sobre los que hago girar toda su comprensión del aje-
drez: material y actividad. Reducir el material del adversario;
aumentar la actividad de las propias piezas. No enseño la pla-
149
Pepe Portillo
neación estratégica por temas. Al menos, nunca al principio.
Comienzo con una interpretación espacial del principio de ac-
tividad, la actividad en el centro del tablero. Los hago pensar
siempre en el centro y, basados en la situación central, elaborar
sus planes. Luego viene el cálculo de variantes y el estudio de
patrones posicionales, simultáneamente. Los finales los ense-
ño como parte de esta fase, como patrones posicionales, ja-
más desde posiciones teóricas, siempre desde partidas reales.
El estudio de la apertura también empieza en esta fase. Como
un pretexto para practicar el cálculo de variantes que para en-
tonces ya les he enseñado, hago que jueguen aperturas muy
agudas, empezando por el gambito de rey, particularmente el
gambito Kieseritzky. Los temas combinatorios los enseño solo
si llegan a presentarse en alguna de las partidas de maestros
que estemos estudiando o, aún mejor, si se presentan en sus
propias partidas.
Así entrené a Enrique Erives, así se convirtió en campeón.
A los demás les alcancé a dar un entrenamiento que cubrió
solamente la primera fase, la más general, referente a la acti-
vidad de las piezas, antes de que me abandonaran. Entonces
no había formulado completamente las fases siguientes y, aun-
que los hice estudiar las partidas de José Raúl Capablanca y
algunos temas de los libros de Pachman, no acababa todavía
de separarme de los métodos tradicionales. Enrique no es un
genio del ajedrez, eso importa poco, yo tampoco lo soy. Lo que
hace grande a un ajedrecista no es la cantidad de conexiones
neurales preestablecidas, ni la velocidad con que hace nuevas
conexiones. Darle importancia a eso es la mala práctica que
ha convertido gran parte del ajedrez actual en un ejercicio de
patanes. Lo que realmente importa es que un ajedrecista, sin
importar a qué velocidad lo haga, cada día sea mejor jugador
que el día anterior. Los indicadores no son exclusivamente
las estadísticas deportivas; aún más importante es el grado de
bienestar que del estudio y la práctica ajedrecísticos se obten-
gan. En ese sentido primordial, Enrique es un gran ajedrecista.
Nos encargaremos de que lo siga siendo.
150
Tramar un déjà vu
Dos ventajas ha tenido el entrenamiento de Enrique. Pri-
mera, que todo ha sido obra mía, sin influencias anteriores
perniciosas. He sido su único entrenador desde que era peque-
ño. Segunda, que tiene una actitud filosófica natural. Con En-
rique puedo conversar de los fundamentos del ajedrez como
nunca lo pude hacer con mis exalumnos. A veces parece un
sueño hecho realidad. Él realmente comprende el ajedrez, no
se limita a sentirlo, como Wilber, ni a jugar una técnica me-
canizada, como Servando. La conversación filosófica que con
él tengo es bidireccional. Cierto que lo que él origina son más
preguntas que opiniones y que sus opiniones delatan una in-
formación todavía insuficiente, pero son opiniones racionales.
Más preguntas que respuestas, eso es filosofía.
Que alguna vez le gane la estulticia en un tiempo futuro
sigue siendo una posibilidad, en el sentido de que todo es po-
sible y de que es «maldito el hombre que en el hombre confía».
No puedo convertirla en una imposibilidad, pero en mis ma-
nos está convertirla en una improbabilidad porque la lealtad es
una virtud que es grato cultivar.

151
intencionalmente en blanco
EPÍLOGO

L as páginas precedentes contienen el estudio de un caso de


compulsión de repetición, el mío. La pulsión de muerte, única
y verdadera, en encarnizada guerra a lo largo del curso de toda
una vida, que para su poseedor es subjetivamente una eterni-
dad, contra la pulsión de vida, su hija, su heredera, solo será
domeñada, mejor dicho, armonizada, hasta donde seamos ca-
paces de aplicar toda nuestra intuición y raciocinio al fin cons-
cientemente buscado de que cada oscilación de la compulsión
de repetición, por muy perentoria e inevitable que en realidad
sea, se nos aparezca integrada en una estructura de sentido,
como obedeciendo a un plan maestro autoformulado. De la
hamartia emergeremos solamente pasando a través de ella,
integrándola en un ejercicio sublimatorio. La buena vida, la
eudaimonia de los filósofos, es el epifenómeno de una acción
concreta imbuida de malicia, mas no de maldad, el arte de sa-
ber tramar un déjà vu.
ÍNDICE

PREFACIO A LA SEGUNDA EDICIÓN...............................5


INTRODUCCIÓN....................................................................7
CAPÍTULO I
DR. HANS ASPERGER......................................................... 13
CAPÍTULO II
TEORÍA................................................................................... 19
CAPÍTULO III
LÍDER...................................................................................... 23
CAPÍTULO IV
LIBERACIÓN......................................................................... 33
CAPÍTULO V
LIBERTAD.............................................................................. 41
CAPÍTULO VI
AUTONOMÍA........................................................................ 49
CAPÍTULO VII
INAUTENTICIDAD.............................................................. 61
CAPÍTULO VIII
POLÍTICA............................................................................... 69
CAPÍTULO IX
INDEPENDENCIA................................................................ 77
CAPÍTULO X
ACADEMIA............................................................................ 83
CAPÍTULO XI
SECRETARIO......................................................................... 95
CAPÍTULO XII
AUTOBUSES, HOTELES Y MEDALLAS........................ 101
CAPÍTULO XIII
EL AÑO DEL GALLO......................................................... 127
CAPÍTULO XIV
CONVERSACIÓN FILOSÓFICA..................................... 137
EPÍLOGO.............................................................................. 153

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