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NOTAS DE LA REVISTA

La otra cara del Mundialito

- por Redacción EG: 22/02/2011 -

Organizado y ganado por Uruguay, un documental revisó la historia y puso al desnudo el


entramado en el que convivieron los intereses de militares, dirigentes y empresarios.

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Nota publicada en la edición enero 2010 de la revista El Gráfico

CEREMONIA previa. Las gimnastas se lucen con su baile.

SEBASTIAN BEDNARIK y Andrés Varela representan a la generación de cineastas uruguayos en


edad de merecer que asumió la audacia de revisar un pasado que no protagonizó pero lo
mismo le pertenece, aun a costa de poner en tela de juicio los valores más sagrados que ha
concebido su sociedad. En el flamante documental Mundialito, ambos toman la inédita tarea
de cuestionar el fútbol (“un gran escenario de construcción de mitos uruguayos”, según afirma
el historiador Gerardo Caetano) a partir de los hasta ahora sospechados pero jamás revelados
intereses que inspiraron la realización del torneo que reunió en Montevideo a todos los
campeones mundiales entre diciembre de 1980 y enero de 1981.

“Andrés y yo teníamos 5 años cuando se hizo el torneo”, cuenta el director Bednarik. “Había
poco material sobre el Mundialito y nos picó la curiosidad. Cuando nos pusimos a investigar y a
entrevistar, descubrimos que había una historia cinematográfica para contar”. Andrés Varela
(productor y co-guionista, junto a Bednarik), sostiene que la organización y la conquista del
Mundialito es, para Uruguay, “como un hijo no reconocido”: “Todo el mundo sabe que existió,
pero no está dentro de esas hazañas que se manifiestan permanentemente, como el
Maracanazo, determinadas Copas Américas, o mundiales de buen papel. No es una estrella
más en la camiseta, y ni la FIFA lo considera un torneo oficial. Fue quedando en la nebulosa
cuando comenzó a descubrirse lo que había atrás”.

La idea, por qué negarlo, era atractiva: el Mundialito (también conocido como Copa de Oro), se
propuso medir a todos los que alguna vez levantaron la Copa del Mundo y, al mismo tiempo,
celebrar los 50 años de Uruguay 1930 en el país que lo cobijó. Al local, a la sazón, le quedó el
rédito extra de certificar el Maracanazo del 50 ganándole la final a Brasil en un Centenario de
bote a bote. Sin embargo, el dorado prestigio que se tallaba en las canchas a la medida de
semejantes choques internacionales comenzaba a corroerse no bien se entornaban las puertas
de las oficinas en las que dictadores, dirigentes deportivos y empresarios de toda calaña
negociaban intereses inconfesables.

Las dictaduras latinoamericanas supieron mostrar acabados actos de absurda vanidad. Así
como Leopoldo Galtieri selló la suerte del Proceso de Reorganización Nacional
comprometiendo su poder en una guerra absurda, los cráneos del golpe uruguayo de 1973
creyeron astuto someterse a un plebiscito nacional no con la simple excusa de modificar la
constitución, sino, en verdad, para legitimar su mando en las urnas. El Mundialito les vino
como anillo al dedo: los comicios eran el 30 de noviembre de 1980, un mes antes de lo que, no
dudaban, sería una gran fiesta azuzada por el himno proselitista que clamaba: “Sí por el
progreso, y sí por la paz”.

A cara de perro, João Havelange declama a cámara: “No hago política, sino deporte. Hay que
respetar a quien está en el gobierno, sea bueno o malo. No es mi decisión. El fútbol, en todos
los países, actuó de esa manera y por eso es respetado y deseado”. Curiosa reflexión, ya que si
hay algo que le dio Havelange a la FIFA fue, justamente, voz para poder sentarse de igual a
igual en la mesa chica de la política mundial haciendo valer el peso del fútbol institucionalizado
en la cultura universal. Aquel 30 de diciembre de 1980, en el discurso inaugural del
Mundialito, el titular de FIFA le agradecía a la “buena gente” que lo había posibilitado,
mientras los ojos del presidente de facto Aparicio Méndez se achinaban de felicidad bajo sus
gruesos lentes.

“Meterse con la dictadura uruguaya en el cine es como querer tocar el mausoleo de Artigas o
hacerse un asado en la India”, bromea Varela, con un dejo de resignación. “Mundialito” es un
documental puro: cumpliendo al pie de la letra con el género, reconstruye un episodio real a
través de 70 entrevistas, un profundo trabajo de archivo y largos meses de discusiones y
montajes. Como en una novela negra, Sebastián Bednarik y Andrés Varela desentrañan el
torneo en sus más íntimas nervaduras y generan (a través de una esmerada edición) un
debate, por momentos, incómodo.

HOMBRES CLAVE: Aparicio Méndez (presidente de Uruguay), Joao Havelange (titular de FIFA),
el marino Yamandú Flangini (capitán a cargo de la AUF) y el dirigente Washington Cataldi.

Brazalete en brazos, Rodolfo Rodríguez y Sócrates se estrecharon la mano antes del sorteo en
la final. Treinta años después, el arquero uruguayo admite no haber sido consciente de lo que
en verdad sucedía, aunque luego confiesa que tuvo familiares que “se equivocaron y pagaron
sus culpas”. El astro brasileño (que alguna vez fogoneó la maravillosa Democracia Corinthiana)
cree en cambio que el futbolista tiene el deber de estar informado por la sencilla razón de que
es un referente social. Una vara moral parece pender sobre ellos en todo momento, aunque
cada cual salvará la ropa con distinta eficacia. Minuto tras minuto, aparecen ex mandatarios
uruguayos como Jorge Batlle y el propio Sanguinetti, Fernando Alvez y Hugo de León
(integrantes del equipo campeón), el periodista Víctor Hugo Morales, el capitán de navío y por
entonces presidente de la AUF, Yamandú Flangini, y una larga lista que también incluye
empresarios, presos políticos, militares retirados, guerrilleros tupamaros, presentadores
televisivos y al actual presidente, José Mujica.

-¿Existen patrones comunes entre Argentina 78 y el Mundialito, a partir del uso que les dieron
los gobiernos de facto?

-El Mundialito surgió como un negocio de mucho dinero, en el que estaban involucrados
dirigentes como Washington Cataldi, íntimo amigo de Havelange, al que le consiguió votos en
Africa; y hombre fuerte de la política, ya que no solo fue presidente de Peñarol durante
muchos años, sino también diputado y miembro del gabinete de (el presidente constitucional
uruguayo) Julio Sanguinetti. Se cumplían años y pintaba para negoción, así que se arregló casi
en una charla de boliche entre dirigentes y empresarios en Suiza. Como factor decisivo para su
realización, aparece el gobierno militar, que estaba a punto de someterse a un plebiscito
popular y veía al torneo como un lugar para poder celebrar un triunfo electoral que ellos
daban por sentado. De hecho, las comisiones creadas por la organización del torneo estaban
integradas por dirigentes de clubes, pero también por marinos, que eran un poco la mano de
obra del Gobierno. (Bednarik)

-¿Cómo abordan políticamente una cuestión tan delicada?

-La izquierda y la derecha tienen, cada una, su librito. Nuestra generación quedó en el medio,
sin discurso respecto a una revisión de nuestra historia reciente. Quisimos enfrentarnos a ese
hecho, investigarlo y conocerlo de los propios protagonistas, saber cómo lo vivieron como
personas. El documental es casi como un careo. Hacíamos cuatro entrevistas por día de dos
horas y media cada una, llegamos a un total de 70. Llegamos a una capa de anécdotas,
historias e información muy intensa, reconstruyendo una época y sus personajes. Pero hay un
límite que no podés pasar, no terminás de encontrar al gato encerrado. Saber lo que se
conversó en la interna, en esas reuniones donde se cocinaba lo importante. Juan Shaffer, el
relacionista público del Mundialito, lo dice: había grandes fiestas privadas con la clase media-
alta uruguaya, políticos y dirigentes, en la casa de él. Cuando apretás el pedal, te quedás en la
puerta. No solo deportivo, sino a nivel regional, entre los gobiernos, como si fuese una
cuestión masónica. (Varela)

-¿Hubo algún contacto con la AFA y el gobierno de Videla?


-Vino gente de logística de Argentina 78, porque el Centenario no estaba numerado y se
necesitaba hacerlo. Una anécdota tan berreta como te puedas imaginar: no sabían ni como
numerar los asientos, así que tuvo que venir gente de logístico del 78 para explicarles cómo
hacerlo desde los vértices del estadio para que quedara todo correlativo. Eso está en las actas:
los reciben, nos vienen a asesorar sobre eso, los accesos al estadio y la recepción a la prensa.
Igual, en las tomas del palco oficial está todo dicho, con la cúpula del gobierno uruguayo junto
a dirigentes de la AUF y la AFA. (Bednarik)

-¿Cómo consiguieron la participación de Havelange, tratándose de un documental que es


crítico con su postura?

-Le habíamos mandado algunas cosas de la película, pero se negaba porque decía que
pretendíamos mezclar el fútbol con la política. Después de entrevistar a Sócrates en San Pablo,
fuimos a Río de Janeiro en su búsqueda. Cinco días hablando con la secretaria sin conseguir
nada, hasta que le dijimos que nos íbamos a instalar con el equipo de rodaje en la puerta de su
casa porque hacía varios días que estábamos ahí y ya habíamos perdido mucha plata. Íbamos a
ir aunque fuera para filmarlo entrando y saliendo de su casa. A los diez minutos nos llama la
secretaria y nos da cita para el día siguiente. (Varela)

-La idea fue guerrera, de presión, y llegamos a la casa con ese clima. Fue la entrevista más
difícil de todas. En un momento, incluso, quiso irse y se llevó puesto un micrófono. Después,
no nos quiso firmar ningún papel para cedernos los derechos de imagen de lo que habíamos
filmado, porque decía que él era un “hombre de honor”. Parecía un partido entre Brasil y
Etiopía. (Bednarik)

ANTES del torneo y del festejo uruguayo, el holandés Krol le decía a El Gráfico que ellos no
podían ganar.

-¿Uruguay no lo reivindica como éxito deportivo?

-La película generó esa discusión. Entre los que creen que la dictadura lo armó y aquellos que
lo defienden como gesta deportiva. Es un tema que quedó enterrado, ni siquiera la Asociación
Uruguaya de Fútbol lo exhibe en su página web. Mucha gente lo asocia con un armado de los
militares, pero también tuvo un entramado de dirigencia deportiva y empresarial, gente muy
pesada que tenía acuerdos internacionales y manejaba muchísimo dinero. Berlusconi, por
ejemplo, poniendo la plata para que se hiciera, comprando todos los derechos de transmisión
en Europa. (Varela)
TRANSCURRIA OCTUBRE. Se aproximaba el plebiscito de noviembre y la cúpula militar
guardaba champagne en la heladera mientras se ponían a punto obras tales como la nueva
iluminación del Centenario y la remodelación del aeropuerto de Carrasco. Washington Cataldi
había demostrado su muñeca en los altos estrados, consiguiendo la indispensable aprobación
de FIFA y creyó tener todo controlado cuando selló pacto con Angelo Vulgaris, un griego
empresario frigorífico al que se encontró en Madrid cuando este iba a vender carne a Ghana y
le ofreció ser algo así como el productor comercial del Mundialito. Sin embargo, un día suena
el teléfono. Del otro lado, Vulgaris bramaba su desesperación: no podía negociar los contratos
de televisación y la gran idea, de pronto, parecía convertirse en un frágil anhelo.

La AUF había delegado esa facultad en el broker griego, para el fastidio de la poderosa
Organización de Televisión Iberoamericana, que ostentaba la licencia del Mundial España 82 y
amenazaba con negarles esos derechos a quienes negociaran la transmisión del Mundialito. Se
organiza una reunión de urgencia en Uruguay, a la que asisten el presidente del comité
organizador, Hermann Neuberger, Julio Grondona, el almirante Carlos Lacoste (que ocupaba la
vicepresidencia de la FIFA gracias a la gestión de su amigo João Havelange) y también Artemio
Franchi, titular de la UEFA.

“Vulgaris era un buscavidas que agarraba lo que viniese y que luego estuvo preso por
narcotráfico”, cuenta Varela. “Se había armado un quilombo impresionante y todo estaba a
punto de caerse. Entonces, Cataldi lo conecta con un empresario italiano que tenía un canal en
Montecarlo y estaba buscando la forma de ingresar al gran mercado de los medios de
comunicación”. El 21 de diciembre (tan solo una semana antes del torneo), el magnate Silvio
Berlusconi pone fin a la zozobra firmando un contrato y haciendo su gran desembarco en el
fútbol, logrando luego la televisación en 43 países de todos los continentes.

Pero la fiesta no era la misma. Algo inesperado había sucedido el 30 de noviembre: contra
todos los pronósticos, la negativa a modificar la constitución nacional se impuso en las urnas
de modo inapelable. Un duro cachetazo para la dictadura uruguaya, que quedó herida de
guerra frente a un torneo que se había concebido como la celebración de un triunfo que,
ahora, ya no les pertenecía.

LA CELEBRACION final en el Centenario. Jugadores, hinchas, efectivos de seguridad, la copa...

Las páginas deportivas hablarán de un torneo de seis equipos divididos en dos grupos. El local
pasó el suyo sin sobresaltos, venciendo por 2-0 tanto a Holanda como a Italia (que luego se
despidieron con un tibio empate a uno). Argentina se retiró invicta del torneo, ganándole 2-1 a
Alemania y empatando con Brasil, equipo que luego humilló a los teutones por 4-1,
asegurándose de esa forma su acceso a la final por mejor diferencia de goles. Dirigido por
César Luis Menotti, el equipo argentino era una transición entre el campeón del 78 y el que
pasaría sin pena ni gloria por España 82, con Ramón Díaz y Diego Maradona como principales
cartas ofensivas.

Como en el Mundial de 1950, Brasil y Uruguay volvían a verse las caras en la final, el 10 de
enero de 1981. Aunque esta vez el anfitrión era otro, y el contexto político un tanto diferente.
Al término del partido, con la victoria consumada en favor del local, comenzó a bajar desde las
tribunas un canto doliente, un grito inquietante. “Se va a acabar, se va a acabar, la dictadura
militar”, se escuchaba por igual en las tribunas Olímpica, Colombes, Amsterdam y América.
Desde el palco, el presidente Aparicio Méndez ordena a la banda militar cesar con sus
fanfarrias triunfalistas y mandarse a mudar. “Lo más interesante de la historia del Mundialito
es cuando se da vuelta la torta de lo que estaba planificado. Se revierte todo. Era la primera
vez que se escuchaba en Uruguay algo así”, sostiene Bednarik. ¿Es que acaso el Mundialito
termina convirtiéndose en un bastión de la resistencia? “Más que resistencia, fue catarsis de lo
que no había podido festejarse en Montevideo, donde el no a la reforma constitucional había
ganado por inmensa mayoría”, narra el director. “Un mes después del plebiscito, todo el
estadio estaba lleno en un momento medio salado de la dictadura. De hecho, del 80 hasta el
82, hubo una ola represiva que recrudeció, donde empezaron a caer muchos estudiantes del
PC y el PS. Un momento bastante jodido, y sucede eso”.

A 30 años de su realización y justo pocos meses después de que la FIFA oficializara la


precandidatura de Argentina y Uruguay como sede conjunta del Mundial de 1930, el
documental Mundialito propone “hacer un registro de la memoria y volver a sacar del pozo un
evento como este, que quedó en medio del olvido y que tiene tanto que ver con lo que somos
nosotros”, tal como lo define Andrés Varela. “Ahora queda como un archivo histórico. Está ahí,
atento”, agrega, inapelable y desafiante, Sebastián Bednarik

Por Juan Ignacio Prevéndola / Fotos: Archivo El Gráfico

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