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1948
Edición digital
Febrero de 2015
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Sobre un cuadernillo que no se sepa-
ró nunca de mí, estos rápidos poemas y
notas de viaje fueron naciendo durante
el mes de julio de 1945, en una excursión
a Oaxaca de los becarios del Cetro de Es-
tudios Sociales de El Colegio de México.
Las notas breves del cuadernillo –a veces
una palabra sola–, y la gozosa memoria
de tantos piedra, cielo, mar y campo,
han crecido después en mi escritura has-
ta este libro que ahora ofrezco. Si no lo
hubieran impedido acontecimientos que
me hicieron abandonar México y que
acapararon por completo mi atención de
estos dos años últimos, este libro peque-
ño sería mayor y hubiera podido llegar a
ser una especie de diario, bastante com-
pleto y fiel, de aquel viaje. Las páginas
que siguen no aspiran más que a guardar
lo más fresca posible parte de la belleza
que me invadió milagrosamente aquellos
hermosos días del que yo creí mi último
verano de México. Y quiero que sean mi
primera señal de vida – en prenda de
amor para ella – al regresar a la tierra
que las movió temblando hacia la luz.
F. G. R.
Febrero, 1948
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A la memoria de
Héctor Pérez Martínez
Poeta y escritor,
esperanza de mexico,
noble y constante amigo.
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CAPÍTULO I
CAMINO DE OAXACA
L
do nos vamos. La neblina deja ver una
pureza escondida que se esconderá del
todo dentro de unas horas, vencedor ya
el ajetreo. El sol levanta apenas y en los
camiones de Aviación, que nos preceden
hacia la carretera, brilla su primera luz sobre un rocío ama-
rillento y sucio. El campo, de pronto.
“MI torito consentido”, camión de carga, nos cornea
casi sobre el camino, en su fuerte arrancada hacia la que-
rencia ciudadana.
¡QUÉ verdes! Toda fresca en los ojos, la mañana no pa-
rece vivir más que en ellos: verde bajo y suave de las pra-
deras, verde alto y oscuro de los pinares, verde altísimo,
neblinoso, rompiendo a azul con el primer sol, del cielo
recién levantado de la tierra, con solo su frescura –prados
húmedos, cielo mojado otra vez– en la cara. Imposible
contarlos en tanta mañana nueva, verde todavía también,
sobre el aire que le vamos alcanzando a su figura. Verde
amarillo, amarillento, amarillante, amarilillo, (limón casi,
Donaciano), verdirrojo de pronto, verde oscuro ahora, ver-
de perdido, logrado de repente, quieto una vez, escurridizo
luego por la cañada, trepador de más viento allá arriba, lar-
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go y delgado en el fondo –casi azul ya, morado todavía– de
las montañas.
EL valle de México en lo bajo, nos empuja a más cielo
entre estos pinos, quieto en las peñas que lo reflejan –al
cielo– entre su verde.
¿PARA qué más que tu nombre, Puerto del Aire?
RÍO Frío. El largo café –lo espejos adormilados todavía,
entrevistos la mañana y nosotros en el suave vaho de sus
cristales– nos deja sin campo, friolentos entre su despa-
rramada tibieza y el aerecillo helado de estas sierras que
traemos dentro.
“SELVA oscura” y el sol ya.
SAN Martín Texmelucan, todo maíz y azulejos a su en-
trada, nos regala la animación mañanera de su mercado,
el brillo de la loza un momento en los ojos. Nos quedaría-
mos en él, los ojos curiosos por mil recovecos, las manos
pesando y sopesando éste y el otro cachivache, los dedos
sobre la lana colorida o la loza azul y blanca, divertidos en
el regateo ingenioso, un buen rato. Y el ventanillo del au-
tomóvil nos enseña de pronto –breve curso de mitología
en México, agridulce de pulque el aire– el letrero de una
cantina: “Baco Junior”
LA nieve del Popo nos sigue allá en el cielo, tras el otro
cielo verde del maíz, toda la mañana. La nieve surge, redon-
da, rotunda, entera, de un cinturón de nubes que le corta
abajo la falda azul. Verde, azul y blanco al sol abierto ya. Y
la nube gris, casi gasa densa, traspareciéndose sin embar-
go, como queriendo irse, sin poder, sin querer también, del
nevado gigante, lo acaricia lentamente en su marcha hacia
Ixtla, suave sombra única del cielo, blando y concreto en
ella, enredado en su gracia.
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EL POPO Y LA MAÑANA
El Popo se desnudaba
en la mañana primera.
El vestido de las nubes
por su cabeza descuelga
sobre el campo de maíz
ya verde la verde tierra.
La nieve que le corona
relumbraba en su cabeza
como otro sol blanco y puro
que otra aurora le despierta,
y fingía en la mañana
toda una augusta realeza
que le desmorona a gritos
su altura por la pradera.
Los gritos iban alegres,
clara desnudez abierta,
sólo turbada en las nubes
que la cintura le inquietan.
El frío de la mañana
su falda hacía violeta
y el maíz le contagiaba
imposibles transparencias.
El Popo estaba temblando
todo cándida inocencia
en la mañana temprana
que le soltaba las riendas.
¡Cómo cabalga en el campo,
toda desnuda su sierra,
apagado su volcán
e incendiada su belleza!
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Jinete en la majestad
de su majestad serena,
parecen mentira todas
sus azules impaciencias,
si ya en su cinto de nubes
tiene la mañana presa
y la siembra en el maíz
y en el maíz la despierta
y la levanta hasta el cielo
ardida en su nieve tierna.
Por fin el viento le arranca
las vestiduras postreras,
y cuando queda desnudo
frente a los llanos de Puebla,
el aire dulce y suspenso
en la mañana primera
prende su gracia en azules
piedra ya su leve fuerza.
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cúpulas, ábsides y cruces, viva sólo en el temblor de los ver-
des matinales. Y soñamos que esa campana que cantó al
pasar, a lo lejos, la mueve toda aquella otra vida enterrada
en las piedras cristianas, que la mueven esas otras piedras
que la siguen haciendo palpitar bajo la hierba.
SUBIMOS a los jardines aledaños de Puebla. Y dejamos
atrás, con la mañana que les pertenece a ellas solas, las to-
rres que la entregan al cielo.
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OTRA vez San Francisco Ecatepec, con su precioso azu-
lejo poblano, armonioso en sus colorines a cualquier hora
del día. Está bien esta mañana, como estaba bien otras
tardes antiguas. Y no desmiente en su gracia elegante, po-
pular y culta a la vez, la gracia en vilo de esos campos de
Puebla, casi más sembrados de iglesias que de otras cosas.
¡Bien “tiró los cordeles” sobre su verde mapa el padre Mo-
tolinía! En esta hora de la mañana, todavía el primer sol,
parece que entre el maíz se despiden de cielo propio –cúpu-
las de azulejo– las infinitas estrellas últimas.
HOY sí puedo copiar unos versos que me llamaron la
atención otras veces sobre la tumba frontera a la iglesia.
Los dedica una madre a su hijo, y no me parecen tan bue-
nos ahora como el último día que los vi, salvada su orto-
grafía primorosa, doblemente primorosa sobre el azulejo
verdiblanco:
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cioso para nosotros, puro ademán torpón de sus manos–
adivinamos el suave italiano trasplantado a este rincón de
México, que gozamos una tarde gozosa hace tiempo.
¡TERUEL! Es verdad. Este pueblecillo desparramado en
el llano se llama Teruel, como aquella ciudad que nos rega-
ló un diciembre de prolongado fuego, nuevo todos los días:
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DESPUÉS de comer –sobre la ancha tortilla el arroz y
los frijoles refritos, coronado todo de verde chile–, nos
entramos de lleno por la desolada Mixteca. El sol parece
achatarlo todo, insensible su peso en el aire, como libre
arriba, retorcido y preso en las duras tierras solitarias. La
serranía al fondo le cierra el paso toda envuelta en nubes,
poniéndole puertas a este campo que va trepando agrio y
reseco sus peladas alturas.
SE desata de pronto la tormenta. El granizo cubre los
campos y los vuelve en un momento sierra nevada y fría.
Retiembla en los cristales toda su furia suelta y nos deja
ver –el calor de la mano deshaciendo el vaho de los venta-
nillos– cómo la tierra dura de antes se derrumba jugando
por los desmontes que rodean la carretera. La quieta sole-
dad del campo, que tanto pesaba silenciosa y triste sobre la
tarde alta, se vuelve ahora casi bramido, como llamando a
la divinidad hostil y lejana, persiguiéndola e hiriéndola de
rayos y centellas en medio del recién nevado paisaje. Y de
repente se abre paso la carretera entre los montes, recu-
pera sus grises oscuros entre la tierra amarilla y dura otra
vez, y nos deja ver, sobre un fondo tiernamente verde, pro-
metedor de otras venturas, un sol del todo azul.
EL atardecer nos aventaja las espaldas cuando entra-
mos en Yanhuitlán, con sus torres rosadas y sus piedras
violetas del sol que ya se marcha. Tiene el cielo otra altu-
ra, como si la primavera le subiese a lo hondo después de
la tormenta abandonada. Ha llovido aquí antes y el valle
tiembla de verdes húmedos, suaves, casi pelusa blanqueci-
na sus caminos.
ENTRAMOS al convento, olvidados del códice famo-
so que guardara otro día, vueltos sólo a su luz de ahora,
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deseando ver el ciprés que dejan adivinar los altos mu-
ros. Aquí está, en medio del claustro callado, romántico
de abandono, de casi duende suelto entre sus piedras. La
luz del atardecer se mece blandamente en el rosaoro de su
fuerza callada. Y en el silencio nos quedamos un rato, como
en busca de nosotros mismos, nuevos entre el cansancio,
libertados al fin en la hermosura.
SOBRE la pelada pared de la iglesia, la amplia nave flota
el gran maderamen vacío de su aire, cortado sólo a ratos
por los retablos de oro viejo. Un precioso órgano empol-
vado nos deslumbra un momento de riqueza antigua, des-
bordando lo pobre del abandonado lugar. Sólo unas flores
de papel, unos lindos retablillos populares, unos cirios de
color, nos hablan de los hombres. Y un Cristo crucificado,
sumergidos cruz y pies entre las flores, parece esperar que
en la mañana vengan a cambiarle el descolorido vergel para
seguir gozando este silencio dulce de su iglesia.
ESTOS frailes españoles sabían elegir emplazamientos.
Las vegas vecinas recogen en su verde la inmensa, desbor-
dada intimidad del valle. Y los ojos se pierden más allá de
sus montes, buscadores del claror último del día, que jine-
tea limpio y puro los cárdenos horizontes.
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LA tarde parece cada vez más inmensa, lo mismo a lo
ancho –verdes ya grises de los valles y los campos– que a lo
alto –cielo hondo, sin nubes apenas, inmenso fuego rosa,
violeta, del sol que se pone–, mientras nos acercamos a
Oaxaca, que es ya casi presencia en nuestro deseo impa-
ciente: “tras lomita”, dice alguien, recordando el chiste. Y
“tras lomita” lo que nos espera es una lluvia fina –clásico
calabobos– y un cielo plomizo, para que tengamos de todo
en los últimos kilómetros. “Vamos a llegar con un cohete
de naturaleza “ (Catita Sierra.)
ANOCHECE cuando llegamos a Oaxaca. Sigue lloviendo
fino al entrar por la parte alta de la ciudad. El caserío se
aprieta en lo bajo, grisáceo en la lluvia y en la casi noche.
Torres adivinadas en el fondo y, como pesando de abierta
presencia, el valle anchuroso. Alguien piensa en el Marque-
sado y lo dice en voz alta, pero la noche lo domina ya todo.
Hotel casi a oscuras, con un precioso patio. Antes de cenar
nos asomamos a la plaza cercana. Soportales llenos de ca-
fés. Y nos asomamos también al mezcal de la tierra que nos
deja su hondo sabor.
ESTAMOS molidos del viaje, pero hay que ver un poco
la ciudad y unos cuantos preferimos perdernos en ella a
recogernos. Nos dejamos guiar por una lejana música de
tambor y chirimía que nos va llamando todo el tiempo. Y
por calles oscuras que permiten ver de vez en cuando pre-
ciosos portales o rejas corridas cargadas de flor, llegamos
frente a una casa iluminada. La música suena ahora con
toda su fuerza. Fiesta de hombres solos a la que no es dis-
creto asomarse.
LA ciudad no existe, de repente. Este silencio no pesa
sobre nada. Es un silencio esencial, completo, en el que el
perfume de las flores no es algo ajeno y adjetivo, sino casi
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carnal silencio mismo. Pero hay algo bajo esta quietud, una
como respiración, palpitación interna, que nos va dando el
pulso de Oaxaca y que parece cuajar de pronto en los tron-
cos de los árboles cuando llegamos de nuevo - ¿cómo?- a la
plaza. Nos sentamos en un banco, en silencio, a mirar un
farol estupendamente cursi, sublime casi sobre un fondo
de tabachines. La noche se tiende ahora sola, sobre la luz
de la plaza, y nos invita desde lo alto a su intimidad. La
ciudad parece haberse escapado allá arriba y nos brinda en
su piedra húmeda –ya casi madrugada– su soledad. Parece
desierta del todo, como si nada quedara bajo este silencio
palpitante. Y cuando al fin, sin quererlo del todo, a rastras,
nos vamos a dormir, creemos tener ya el pulso de la ciu-
dad con nosotros, pero ¿dónde, dónde está el corazón de
Oaxaca?
TODAVIA en el balcón –¡qué frío el precioso hierro la-
brado bajo los brazos desnudos!– buscamos en la proximi-
dad casi amorosa de la noche ese perdido, presente, obse-
sionante corazón de la ciudad. Y sentimos que en Oaxaca
todo va tierno por debajo y florece a piel de aire, desleída y
blandamente, como ahora la noche, que es lo único –ahora
y siempre– que sale al borde de su pecho. El pecho palpi-
tante sobre su corazón. Oaxaca, nuestro pecho ya.
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CAPÍTULO II
PRIMERA MAÑANA EN OAXACA
E
de la plaza por el precioso balcón. El ver-
de está tierno y húmedo todavía junto a
los bancos que disfrutan algunos maña-
neros catadores del aire. La sombra sua-
ve vence aún en la mañana, tímido el sol
para romper sus últimas gasas. Salgo al Zócalo en busca del
periódico, a darme grasa en los zapatos, como queriendo
entrar en la normalidad de esta vida provinciana, quieta y
segura. Los limpiabotas forman una larga fila bajo las ar-
cadas de la plaza. Ríen fuerte y comentan –cantarina y
rápida la voz– sus cosas. Tiene uno la sensación de que le
toman el pelo, con alusiones y risas que no entiende del
todo, pero que llega a entender a medias. Desde luego el
que me da grasa en los zapatos, al aclararse innecesaria-
mente que se ríen de aquel otro del extremo, me confirma
en la impresión primera. Y me divierto con ellos a mi costa,
tan poco divertido yo.
NOS va a enseñar Oaxaca don Joaquín Acevedo. Es li-
cenciado que no ejerce la abogacía; profesor que ha deja-
do de dar clases. Hombre enamorado de la tierra, que vive
para ella, sin otro afán en su vida que mirar y volver a mi-
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rar los campos y piedras que lo vieron nacer. A veces –nos
dicen– se pierde a caballo durante unos meses por valles y
sierras. Conoce los rincones de la ciudad como nadie y no
es seca su erudición –¡oh, manes de los eruditos locales!–,
porque está demasiado vertida en todas y cada una de las
cosas de su tierra para secarse. Lo mismo entiende de las
fechas y datos históricos de cada edificio que de los dulces
que se fabrican en este o aquel lugar, o del mejor mezcal
que se bebe en tal rumbo. Conoce igual los telares que la
cerámica, la mitología mixteca y zapoteca que las leyendas
y fastos dominicos, la literatura local que el banco mejor en
que mirar atardecer. Habla poco, preciso, siempre cortés
y amable, sin levantar jamás la voz, las manos sobrias en
el ademán, los ojos siempre brillantes de inteligencia. Ríe
fuerte y sano, sin esfuerzo, con la buena fe del que tiene la
vida limpia. Y respira amor a la tierra y a la ciudad por to-
dos sus poros. Es difícil, sería difícil, ver a don Joaquín en
otro lugar que en Oaxaca, tan en su sitio, tan a sus anchas,
toda la ciudad –piedras, luz y cielo– para él, en goce senci-
llo, entregado a su amorosa tarea de volver a ver, de cono-
cer más, de adelgazar y afinar más los datos, de saborear
mejor lo ya conocido, sorprendido siempre en su seguri-
dad, maravillado cada vez con la maravilla gozada muchas
veces antes, siempre nueva, siempre bien hallada. ”¡Mire
usted eso, mire qué hermosura!” Y los ojos pasean lentos
junto a los nuestros la piedra o el lienzo, el árbol o la noche,
ayudando con su vieja experiencia cuando algo se escapa,
pero sin llamar nunca la atención, cortés y respetuoso con
la miopía ajena. Y siente alegría cuando encuentra la com-
prensión que buscaba, cuando ve que los demás vemos lo
que él quiere y un poco como él quiere que lo veamos, con
ese amor en él ya encendido que ahora se enciende en no-
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sotros. ¡Qué estupendo don Joaquín en su Oaxaca! Estuvo
tan con nosotros, tan a gusto nosotros con él, que la ciu-
dad y sus campos no se separan de su figura amiga en el re-
cuerdo. Y será feliz al saberlo, porque Oaxaca es suya desde
siempre, de nacimiento, con ese amor de toda la vida cuya
delicia la ha ido ganando don Joaquín minuto a minuto de
su sabrosa existencia.
CALLE de la Libertad, con su libertad de sol y verde en-
tre la piedra, por la piedra, encerrada de montañas.
¡ESTA piedra verde! Es una mezcla tan lograda de ter-
nura y firmeza que maravilla como un compendio de lo de-
licado, siempre fuerte si bien lo vemos. Al mismo tiempo
nos parece que la piedra sostiene a Oaxaca y que Oaxaca se
escapa por ella –su densa respiración haciéndose inefable–
al cielo. ¡Qué tierna ahora en esa linda casa! ¡Qué fuerte en
ese largo muro, moviéndose graciosa en las rejas, hierro
fino labrado, lleno de aire! Los comercios la han llenado de
colorines, pintando encima sus grandes letreros con texto
y dibujos. Y está bien sin embargo. La ciudad, con ese mis-
terioso ser avasallador que nos ha ganado desde el primer
momento, le da su tono a todo.
POR las calles despiertas ya, con la gente a sus queha-
ceres –misa mañanera del domingo, mujeres a la compra–,
vamos llegando, maravilloso y suave el sol por la frente,
a la plazuela de Labastida, tan señora y tan graciosa. Un
enorme laurel, primoroso de aire y figura, nos enseña su
cuerpo herido: le cortaron una gran rama. Y la plaza no
parece sentir, vuelta sólo a los juegos de los niños, esta am-
putación de su belleza total.
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PLAZUELA de Labastida
¡que desalmada pareces!
Toda riendo y cantando
de cielo,voces y gente,
y en medio de la mañana
tu mejor laurel no tiene
la rama que más quería
en lo mejor de su verde.
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ROMANCE DE SANTO TOMAS (A Lolis)
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AL salir a la calle, el carrito verde rechinando sus ruedas
sobre el empedrado lleno de sol, esta definición de la fres-
cura: “Para nieve fina, solamente El Bohemio.”
LAS rejas sobre el gran patio exterior, nos dejan ver
entre su hierro la iglesia de Santo domingo, con sus dos
torres desiguales, una más ancha que la otra, toda baña-
da de la luz del suelo la sombra de su piedra oro y verde,
finamente labrada. Sobre la puerta, bajo la ventana de un
coro adivinado, Santo Domingo en persona, con otro san-
to acompañante, lleva en sus manos, en un templo, toda
la provincia dominica. Graciosa y movida la portada, con
las estatuas de la Fe, la Esperanza y la Caridad en lo alto,
enmarcado todo en la piedra lisa de las dos torres. El cielo
azul, brillante, le da a esta piedra suave y fuerte a un tiem-
po una como frescura acogedora y limpia, casi verdura ya
su verde consistencia.
POR un momento nos traga lo oscuro en el portalón,
la fresca madera casi cubierta de anuncios y recomenda-
ciones eclesiásticos. Sólo por un momento, que luego la
selva de oro del techo primero, el aire de oro de la iglesia
toda después, la luz entrando a raudales por sus ricas vi-
drieras, nos vuelven a llenar de casi sol entre la sombra.
Sobre nuestra cabeza se extiende un árbol de negras ramas
con infinidad de hojas doradas, todo poblado de chatas fi-
guras, santos en busto. Todo torturado, vuelto y revuelto
sobre sí mismo, colmo de barroco colmado ya (recordamos
de pronto la cartuja granadina), como queriendo escaparse
árbol, ramas, figuras y hojas a luz mayor, vidriera del coro
arriba.
¡QUE luz en la iglesia ahora, traspasada esta selva que
sobrenada su retorcimiento maravilloso cerrando la en-
trada! ¡Qué luz otra vez, cuando ya los ojos saben los de-
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talles –postizo retablo horrible, con arquitos árabes, del
altar mayor–, para entregarse al aire rotundo, sencillo y
solemne de la iglesia entera! La luz revolotea sobre los oros
de los retablos, entre las flores frescas y de papel, rosas,
verdes, blancas, desteñido amarillo, abrazada a los hierros
que guardan las capillas, y se viene con nosotros, alcanzán-
donos la espalda, casi gritando delante de los ojos, hacia
la capilla del Rosario. De pronto se detiene en la morenita
cara de aquella niña y acaricia sus manos sobre el reclinato-
rio. Y mientras nos sentamos a un lado de la puerta, fresco
y espeso el silencio, la fiebre de la frente sobre el frío agra-
dable de la reja, se queda al fin quieta, casi tranquila, oro
total en las vidrieras de arriba, como asomada a la mañana
altísima.
A la puerta de la capilla del Rosario, pegado al muro el
alto cuerpo nervioso que la piedra ablanda, Fray Bartolo-
mé de las Casas monta su guardia, la pluma en la mano, al
aire. La seriedad que quiso imprimirle el escultor respetuo-
so se diluye un momento. Y el obispo de Chiapas se aban-
dona un poco en su casa dominica, lejos del quehacer con
sus indios y de las santas rabietas con los encomenderos,
y casi se sonríe, nos sonríe, señor, señorito sevillano al fin,
toda su gracia andaluza floreciéndole la cara.
(ESTOS dominicos nos han llenado de España el pecho,
con la riqueza de Santo Domingo en los ojos, vibrando to-
davía en el aire de la mañana nueva que nos da la salida
de la iglesia. ¡Qué hondo lo español de estas piedras tan
mexicanas, tan de la pura tierra de Oaxaca! ¡Qué llena fe,
en continuo desfogue de energía las palabras y las manos!
Fundar es verbo justo para todo esto, pero casi resulta frío,
como académico, junto al calor cordial. Dejar, no sirve para
lo permanente vivo. Es hacer soñando, con la fe en vilo, el
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sueño entero, parirlo, nacerlo, darlo. Y empujando luego a
realidad lograda, en esfuerzo maravilloso, el corazón ba-
jando y subiendo hasta las manos. ¡Qué sueño perdurable!
¡Y cómo remueves en el hondón de lo nuestro, fe minera,
buscadora y halladora siempre de la intimidad!).
NOS vamos. Calle abajo, el sol en la cara, de repente
entrevista –vamos a volver ya volvemos–, la gracia fresca,
oscura y blanca, de un patio con jazmines.
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aire alto, tendido como un toldo sobre su silencio hollado.
Y los pájaros sostienen sobre las ramas –cielo perdido a los
ojos, fresco y cercano en la dulzura de los finos troncos– la
armonía escondida, ganada ya.
PLAZA de la Soledad,
ahora tan llena de gente,
todo roto tu silencio
de risas entre tu verde.
Sobre el revuelo de hoy
tu quieto vuelo de siempre.
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A un lado de la puerta hay un Ángel-verónica, con el
rostro de Jesús en el pañuelo delanterillo sobre su cintu-
ra. Con los ojos en otro lado, absortos en la mañana, las
piernas todavía moviéndose bajo los rígidos pliegues de
sus vestiduras, nos da paso casi toreramente, con el ligero
quiebro de su actitud toda, citándonos desde su luz con sol
de ahora a la suave oscuridad de la iglesia. Y pasamos.
LA oscuridad primera se torna luminosa atmósfera
de iglesia en misa mayor. Encontramos sitio en un ban-
co cercano al altar, a la derecha, bajo un púlpito desde el
que se dicen ahora –la voz altisonante–, palabras que no
escuchamos, los ojos clavados del todo en la preciosa Vir-
gen que aquí se venera. Dice la tradición local que su ex-
presión cambia constantemente, que unas veces severa y
dura y otras dulce y sonriente. Pero en estos momentos no
parece mirarnos, atentos sólo los ojos a repasar el negro
manto bordado de oro. La seguimos mirando un rato y la
dejamos sola, con los ojos bajos, la femenina inquietud por
su tocado invadiéndola toda, para salir de nuevo al quieto
mediodía de su Oaxaca. En las escaleras –bajo la robusta
Purísima de la fachada lateral–, por las calles, camino del
mercado, don Joaquín nos cuenta con sencillez la leyenda
de la Soledad, que detiene con su fresca gracia antigua la
promesa en los labios del refresco de tuna. Y nos prome-
temos contárnosla en la quietud de la placita vecina, una
tarde de las gozosas que aún nos quedan en Oaxaca.
DON Joaquín nos guía entre el bullicio del mercado ha-
cia los refrescos. “Con sed no se come sabroso”.
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LA FRESCURA DEL MERCADO
(Romance de Rosa Gracida)
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la frescura se acabara.
Ahora de piña, Rosita,
ahora de leche quemada.
Luego de piña otra vez.
El hielo ya se quejaba
de tanto raspar constante
del hierro sobre su cara.
Pero las manos de Rosa
sus penas le consolaban,
y lo hacen rojo en la tuna
y en la fresa rosa clara
y blanco en la leche fresca
y horchata en la dulce horchata.
¡Cuánta morena frescura
el cuello de Rosa guarda!
Y por lo brazos morenos
toda entera le bajaba
a hacerse blanca en el vaso,
por sus manos derramada.
Entre sus dedos el hielo.
Y el hielo ya suspiraba.
Todo el mercado se cuelga
de los clavos de su gracia,
y Rosa sonríe y sigue
piña que piña en la nata,
en la cabeza unas flores
y en sus ojos ya quemada
toda la frescura inerme
de la inocente mañana.
Rosa Gracida, más rosa
que la tuna por la horchata.
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CAPÍTULO III
TARDE Y NOCHE DE LOS LAURELES
S
la larga mesa, en un lado del patio fresco,
han ido apareciendo y desapareciendo
los platillos de la tierra. El mole, culmi-
nación de todo, final casi glorioso, me
quema con lo más elemental de su com-
pleja salsa: su fuerza suelta, directa, fuego purísimo.
CRUZAMOS la plaza siempre recién mojada, como si
el rocío de esta mañana siguiese pegado a su hierba y sus
bancos verdes en este comenzar de la tarde. Nos quedaría-
mos un rato a la sombra fresca, oyendo los pájaros o casi
descabezando el sueño que envidiamos a aquel viejo tan
blanco de ropa y de cabellos sobre su piel morena y arruga-
da. ¡Oh, manes del mole oaxaqueño!
NOS recuperamos de lo pesado de la hora frente a la
sencillez solemne y severa de la catedral. Ancha y señora,
nos acerca su sombra serena y fuerte, casi dulce al tiempo,
de iglesia guerrera. Y nos ganamos del todo cuando entra-
mos a la oscuridad tan llena de frescura, de su sobrio inte-
rior. Poco a poco, como en un lento florecer de apagados
brillos, el oro viejo de los retablos nos llama entre la pie-
dra. Y sobre la madera del banco más lejano al altar mayor
gozamos largo rato, en silencio, de esta luz trepadora que
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sube y baja los muros y las bóvedas hasta aventajarnos por
completo la penumbra que parecía envolvernos. Y vemos,
de repente, todo.
SALIMOS a la calle. Sol cegador, cielo azulísimo, casi
cruel para los ojos que traemos tiernos de la oscuridad de
allá dentro. Y sólo el verde de los laureles en medio del pa-
tio adivinado, por encima de las paredes y de las casas, nos
devuelve un poco a la frescura.
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sotros sin perder en su curiosidad las palabras, loros fijos
e inquietos en la madera del banco. Y cuando salimos –los
ojos de las maestras también ahora, sin el recato de antes,
sobre nosotros– a un patio abandonado, lleno de granados
frutecidos, nos acompaña el sonsonete de las voces, apa-
gándose suavemente al sol de la tarde.
“AHORA nos vamos a la pura tierra” (don Joaquín Ace-
vedo)
Y la pura tierra es esta calle tan ancha por que vamos
descendiendo hacia Los Príncipes, esta calle de los Már-
tires de Tacubaya, con sus laureles y una preciosa fuente
seca, que Rodolfo Sandoval, oaxaqueño de pro, que está
gozándose de nuestro gozo de Oaxaca, me regala ahora. Y
me la regala de tan buena voluntad, tan del todo para mí,
que, olvidado del grupo, acaricio los troncos de los laureles
como cuida su propio jardín un jardinero.
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LLEGAMOS a Los Príncipes, con su preciosa fachada
defendida por un arco lleno de solidez, tan hondo como
alto, que le da un cierto aspecto guerrero, de fortaleza que
ha encontrado su camino dulce. Y en medio de la iglesia,
olvidados de los oros viejos de sus retablos, de la hermo-
sa Guadalupe del dieciochesco Cabrera que se guarda en
sus muros, nos quedamos maravillados ante una peque-
ña virgen con alas, angélica en su ademán, enmarcada en
unas cortinas de seda rosa, llenas de sensualidad. Y hay de
pronto en el templo una invasión tierna de casi alcoba, de
femeninas intimidades que no pierden su calor suave en la
severidad del aire.
NOS escapamos al cielo por el patio, subiendo luego a la
tarde, y rompemos el verde oro caliente de la atardecida con
las campanas echadas a un tímido vuelo corto. Desde aquí
se ve más tierno el valle, casi muriendo debajo de nosotros
en sus huertas, trepando hasta la ciudad, que parece casi de-
sierta, sólo viva en algún humo de chimenea que se deshace
en la inmensidad del cielo bajo que nos aprisiona, escapados
a él, el aire apenas vivo entre las sienes, sol bajo ya.
Y ahora La Defensa, cerrada en estos momentos, defen-
diéndose a sí misma con su nombre de nuestra curiosidad.
Nos quedamos un rato, a gusto, bajo sus árboles, pesando
en las manos lo tierno de la tarde, lucha ya de sol y sombra
sobre las tapias vecinas de La Noria, la huerta en que Don
Porfirio hizo su plan famoso. Nos lo imaginamos a caba-
llo, entre la frondosidad de los árboles cargados de fruto,
rumiando sus ideas en la tranquilidad de otra tarde como
ésta, su estado mayor respetuosamente aguantando en la
casona. Y los verdes suaves de la hora nos lo borran de la
imaginación, clavados los ojos de verdad en las ramas que
acarician y perfuman de fruta las altas tapias de barro
36
ADIOS, La Noria callada.
Me gustaría quedarme
con tu huerta y con tus frutos
en la gracia de tu tarde.
37
DESDE el rincón de San Francisco, por las calles otra
vez –más rejas corridas, más ventanas con flores, luz de
atardecer suave–, llegamos a la iglesia de San Agustín.
Magnífica escultura sobre su ancho portal. La piedra es
tiernamente blanca a esta hora y parece que la tarde le
presta su blandura final, casi pegajosa sobre la piel. La igle-
sia por dentro nos sobrecoge de desnudez y sobriedad. Y
los escasos retablos lucen más su oro viejo –encendidos y
temblorosos los candiles–, sobre el yeso frío. Cuando casi
nos ganaba la humildad y pobreza del recinto, con su sen-
cillez verdadera, alguien se pregunta a nuestro lado si será
ésta iglesia de penitencia, porque –dice–, está expuesto el
Santísimo. Nos refugiamos en la casi noche, que nos recibe
tierna cuando cruzamos de nuevo el patio callado, adivina-
dos los laureles del fondo, de ese fondo que Oaxaca tiene
siempre lleno de laureles.
DESPUES de la cena –tierna la ancha tortilla de maíz–,
paseamos por la plaza, alegremente iluminada y llena de
músicas que se escapan chillonas de los cafés. Sabroso el
mezcal de la tierra en los soportales, mientras la noche
pesa dulcemente sobre el arbolado, sobre nosotros, apla-
tanados ya en delicia casi total para que sea más delicia to-
davía. Y las calles de Oaxaca nos llaman y nos piden más
desde la luna que las baña ahora, nuevas y distintas ya en
su misterio permanente, azul su antiguo verde, flor caluro-
sa toda su piedra abierta por la noche. Y nos vamos. Nos
vamos a perseguir la noche de Oaxaca por Oaxaca, por su
calle más ancha, por los mercados, entre la cerámica que
descansa apilada hasta mañana, los preciosos cántaros.
38
La luna que hoy da en su barro
ternuras cubre de acero,
mas lo que es raíz de tierra,
tierra cocida en el fuego
de la leña de sus árboles
–fervor último del suelo–,
convierte a la luna en barro,
barro de plata y de hierro,
se hace nube y luz y voces,
tierra otra vez, siempre cielo.
Noche tierna de Oaxaca
entre sus cántaros negros)
39
Yo la sueño en los laureles
en que mi silencio tiembla.
Santo Domingo y sus torres
el claro sueño le velan.
40
CAPÍTULO IV
MAÑANA EN EL CAMPO
C
ñana en su rocío, dulce la hierba entre
las redondas chinas del empedrado, el
verde de la piedra reluciente, comenza-
mos la ascensión del cerro, camino mío
de la madrugada. Entre rosales, cuidado
el jardín, a medio camino del monumento a Juárez, se le-
vanta la planta purificadora de aguas. Oigo distraído las
explicaciones casi catalanas del ingeniero director. Las eses
mediterráneas son ya oaxaqueñas. Las máquinas dicen su
canción también. Y más aún cuando nos acercamos al rui-
do incesante, presidente todo el tiempo, de los surtidores
que ventean y asolean el agua. Aunque entre luego en otros
laberintos, tubos y estanques purificadores, el agua me pa-
rece del todo pura en la mañana, saltarina y alegre sobre sí
misma, toda llena de sol, enredada en su chorro primero,
cielo arriba, cielo abajo, sin atreverse del todo –jardín ci-
vilizado al fin– con los rosales vecinos. (Usted es refugiado
también. No lo puede negar, me dice con cordialidad catala-
na, sin acento ya sino a lo hondo del ingeniero Bueso. No
sé qué contestar ahora, entre el ruido del agua, todo vuelto
al sol, del todo fuera de mí, sereno en la mañana, purifi-
41
cado ya también. Y me río con él, sin separatismos de por
medio, jefes y esclavos del agua los dos.)
42
EL monumento a la bandera va acortando la subida con
su cercanía. El rojo, el blanco y el verde, desgarrados en el
continuo pleito con vientos y lluvias, parecen muy peque-
ños en el azul inmenso de la mañana. Y como el cielo la
tierra, esta tierra. Don Hernando sabía elegir los emplaza-
mientos y no pudo soñar un marquesado más verdadero
que el que se extiende ante los ojos. Otra mañana lo avis-
tarían los suyos desde aquí, empañados de neblina maña-
nera, tratando de tener quieto a su caballo espantado de
tanto cielo abierto, el brazo firme y el pecho tierno. (Oaxa-
ca se nos hace de pronto sitio para fundar.)
NOS rodea abajo la ciudad, chaparra y ancha, con el
inevitable Santo Domingo en medio. El monte goza en
la mañana el abrazo de piedras y de árboles que le da el
caserío, y distrae su mirada –hay que saberse marchar–,
por los tres valles que cabalga; el de Etla, que se ahoga en-
tre nosotros y Monte Albán, con sus pueblecillos lecheros
y de trigo arrimados a la serranía; el de Oaxaca mismo,
todo verde, luminoso ahora, como con lagos de sol cla-
mando al cielo, y el valle de Tlacolula al fondo, llamando
a la ciudad hacia sus barrancas, a la cita amorosa de la
canción.
ALLA en lo bajo, en el extremo casi de Oaxaca, donde el
caserío comienza a espaciarse, campo ya, vemos la mancha
oscura, fragante en la mañana seca, de los laureles frondo-
sos del Ojo de Agua. Hacemos el descenso a campo travie-
sa, entre las peñas, enredados en los arbustos espinosos
y los zarzas, por una pendiente resbaladiza, la boca llena
de sed, con la brisa leve y caliente del casi mediodía que-
mando las sienes. ¡Qué rara la risa en el silencio del cerro,
blanco en el verde azul de su tierra brava!
43
NOS cobijan al cabo los laureles en una plazoleta de la-
drillo, la pequeña fuente en medio, rodeada de tiestos de
geranios, rebosante todo de frescura, de oscura luz suave,
sólo brillante en los troncos de estos árboles gigantes que
ahora nos sirven de amparo. La risa se hace nueva en esta
sombra, perfumado al aire de melocotones, limas y gra-
nadas, para goce inmediato, sed satisfecha en seguida, la
boca agridulce de la fruta.
44
el grano de su hermosura!
Mis ojos sobre tus labios.
Y en la mañana, ¡qué pena!
Sed y pecho abandonados.
45
trasminar el olor de las flores y una brisa pequeña desnuda
las palabras.
PENA de irse cuando hay que levantar campo. El loro
ha dejado de parlotear y repite sólo el currusquillo de las
secas tortillas en los dientes. No hay más cerveza. Por el
oscuro tendejón –olor mezclado a cera y mezcal, a fresco
guardado en la madera– salimos de nuevo al sol de medio-
día. Pleno azul otra vez, ardiendo todo. Sobre las casas –la
pared caliente a la espalda, barro ya, piedra casi–, se adivi-
nan los verdes oscuros de los laureles, sitio de la hermosu-
ra posible en esta hora.
46
CAPÍTULO V
ATARDECER EN MONTE ALBÁN
D
lo esta tarde! Estas piedras guardan un
misterioso no sé qué, difícil de alcanzar
para nosotros. Impone su grandeza, llega
su llenura hermosa, su mensaje remueve
fibras hondas, pero encierran algo inase-
quible al espíritu. Es como un querer y no poder llegarle a
esa alma definitiva que tienen todas las cosas. Y al querer
ahora, puedo llegar y llego al alma –su misterio está flotan-
do en la tarde–, pero es como si no llegase del todo. Como
si llegasen dominadores –transidos de belleza extraña y
nueva– los ojos y las manos, el espíritu afuera.
ES hermosa la tarde entre estas piedras. Parece más tier-
na y más íntima en su inmenso cielo de último sol, apoyada
y deshecha entre estos muros que guardaron una vida que
queremos sentir, que sentimos palpitar en su hermosura.
Subimos la pirámide olvidados de nosotros mismos, los
ojos anhelantes del cielo que les llena en su espera final, en
esa última plazoleta en que se han sembrado tiernamente.
Me refugio en la tarde del calor vivo de estas piedras anti-
guas, como queriendo descifrar en la dulzura del viento su
sentido. Y lo espero venir apoyado en la piedra, vuelto sólo
47
a lo que se niega terca y misteriosamente al sentimiento
hondo, sin negar nunca –penetrando siempre– su belleza
final, sólo en los ojos, yéndose ahora, mía luego.
HUILAPAN, al fondo, en el valle bajo que trepa hacia
Tlacolula, brilla su cristianidad de tejados, cúpulas y ladri-
llos al último sol.
ATARDECER FINAL
48
CAPÍTULO VI
LUNA DE OAXACA
T
¡Qué bien esta nevería escondida, en una
calle quieta y apartada a la que no llegan
casi los ruidos, más que lo necesario para
sentir la vida de la ciudad, su dulce llenu-
ra! Nieves de vainilla, de leche, de limón,
refresco de tuna. La frescura nos va ganando poco a poco
y florece en la risa de las muchachas, Monte Albán con sus
tumbas casi olvidado, sólo su inmenso cielo todavía abier-
to, brillante, en los ojos. Y el contraste: un anuncio de mue-
bles para baño en la pared, frío mural comerciante y triste.
Pero, dentro de un baño, una mujer desnuda supera en su
desnudez la incapacidad del pintor, y la casi noche que se
entra por puertas y ventanas tiene de pronto –la nieve en
los labios– una calurosa intimidad.
LA noche comienza a despertar del todo la palpitación
latente de Oaxaca. Se la siente todo el día por debajo y se la
ve a veces trepar a los laureles o hacer más redondo el cielo,
casi valle también, pero en la noche se hace evidente con
una presencia tierna que va invadiendo el aire, las flores
y las piedras hasta hacernos temblar con ella, sentirla en
49
nuestras venas, respiración de nosotros mismos, palpita-
ción ya todo.
EL mezcal, después de la cena, en los soportales, nos
invade de suave alegría. Mezcal de pechuga –no queda
del añejo– con toda la esencia de la tierra dentro. Es tam-
bién palpitación de Oaxaca, sangre alborotada suya, algo
así como nervio entero y desnudo suyo. Y es una delicia el
lento buche en la boca hasta dejar quemarse la garganta,
mientras la plaza tiembla en sus tabachines, más perfuma-
da que nunca.
SE impone el paseo. Oaxaca da un ansia constante de
verla y pasearla, y, aunque en cualquiera de sus bancos se
puede sentírsela toda alrededor en gozosa presencia, sus
piedras y sus calle, todo ese misterio abierto y claro de su
paraíso general, le piden a uno recorrerla, siempre nueva
a los ojos. Y en la noche, con esta luna de julio que nos
está bañando todo el tiempo de milagroso verano igual, la
ciudad tiene otra fuerza distinta, otro color en su frescura
llena, cada vez más fragante y desatada.
AL pasar, los cestos del mercado, en grandes pilas, son
más blancos que nunca bajo la luna. Y parecen extender-
nos sus brazos, aterrorizada paja desnuda, toda su gracia
como demudada en el silencio.
SALIMOS al monte para ver la ciudad una vez más. Don
Benito Juárez está casi hermoso esta noche en su escultu-
ra, salvada su fealdad en la irrealidad de la luz. La ciudad
se escapa allá abajo, parece perderse y acabarse –las torres
de Santo Domingo apenas entrevistas esta vez– en el mar
plateado de sus valles. La luna es tan extraordinariamente
grande, lo abraza todo de modo tan total, que se borran los
paisajes buscados y tenidos en tanto gozo anterior para ha-
llarnos sólo ante este gozo de plata y oro, cielo desnudo y
50
tenso, tierra blanca, los laureles más oscuros y relucientes
que otras veces.
51
el cielo sigue pesando arriba con toda su plata redonda,
su luz siempre presente, como cantando alrededor de es-
tos árboles envolviéndolos en su fantástica realidad irreal,
clavándoles lindas saetas de su luna hasta ese polvillo de
repente blanco del suelo.
NOS gustaría entrar en la iglesia cerrada –tan llena de
silencio ahora– y mirar un rato a la Virgen que ayer admi-
raba su propio tocado con femenina inquietud, indiferente
del todo a nosotros. La imaginamos con su negro manto
bordado en oro, los preciosos ojos bajos, casi encendida
por la luna que se estará colando indiscreta por las vidrie-
ras para mirarla también, para preguntarle por el secreto
de esa gracia suya que se derrama en todo momento has-
ta la placita. Y la placita –a pesar del nombre intruso de
Sócrates que luce ese odioso cartel, y a pesar de nosotros
mismos, al fin callados– se nos antoja de pronto un verde
y oscuro salón tranquilo. La Virgen de la Soledad, que ha
descendido con ligereza de ese altar en que descansa, está
arreglando ahora los cachivaches de última hora, sacando
las flores al fresco de la noche, antes de recogerse. Y toda
la placita tiene un perfume de suave, femenina quietud
íntima cuando nos vamos otra vez con la luna de Oaxaca
por sus calles increíbles, camino de otro sueño al parecer
necesario.
52
CAPÍTULO VII
LEYENDA DE LA SOLEDAD
(A Catita)
53
La mansa mula de pronto
se dejó caer en tierra,
y fue inútil levantarla
que nadie encontraba fuerzas.
Noticióse a la justicia
por ser extraña la bestia
y no querer nuestro dueño
quedarse con carga ajena.
De los lomos le quitaron
la ancha caja de madera
y el bruto se alzó un momento,
alegre y firme la testa,
sólo por caerse muerto
sobre aquella misma tierra.
54
Ya se acercaba el obispo
con otra gente de iglesia,
porque tamaño suceso
exigía providencias.
La imagen de Jesucristo
a carmelitas entrega
para que ya se la lleven
y la pongan en su iglesia.
Y deja en San Sebastián
las manos y la cabeza
de aquella Virgen hermosa
que en la noche iba viajera.
San Sebastián se retira,
que ya el lugar tiene reina.
Desde entonces Soledad
tiene jazmín a su puerta.
S
baja, húmeda en las manos de rocío ama-
necido, tierno sol primero. Otra mañana
al campo, dejando a las espaldas, gozosa la
espera dentro de nosotros de regreso se-
guro, la piedra verde de la ciudad, sus altos
laureles, su misterio palpitando claridades inefables.
EL árbol del Tule nos recibe señor de estas horas. Nos
lo imaginamos señor de todas, tempestuosamente verde,
con sus anchas raíces bien clavado a la tierra, como si su
vuelo monumental y ligero a un tiempo se hubiera deteni-
do. Nos sabe a siglos, sin querer, como queriendo conquis-
tarnos para su tierna antigüedad dichosa. De pronto nos
parece sólo una inmensa verdura desatada, ahogadora del
aire. Ahora aire sólo, con la verdura en el dulce costado he-
rido. Luego madera, inmensa madera de naves deformes,
entrechocadas para gloria del cielo que las cubre. Luego
otra vez, ahora, cielo, puro cielo, siembra en azul del verde,
clara –oscura luego– nube. Y de repente, con una angus-
tia de venas sobresaltadas, rompiendo hacia su propio mar
desde su angustia eterna, inmenso corazón. Verde corazón
57
gigante, levantando hasta las manos quietas todo el tem-
blor del suelo mexicano. Todo México en árbol de repente.
El sol empieza a temblar en su sombra, entregado a una
dulzura suya que le desconocíamos.
SALIMOS de la sombra del Tule hacia el mar, como
quien gana la playa con los ojos, todo el árbol un entero,
frondoso submarino.
A nuestra izquierda, en medio del monte, escondidas en
su falda, las piedras lejanas de Santiago de los Borrachos.
58
TLACOLULA. Por un patio arbolado entramos a la igle-
sia. La decoración se parece a la de Santo Domingo en su
retorcido barroco de ramas y de hojas, pero el oro es más
viejo y la luz, a pesar de la hora temprana, mas caliente. To-
dos los altares están materialmente sembrados de ofren-
das humildes, de flores de papel, de lindos retablillos con
leyendas de primorosa ortografía dando gracias al negro
Cristo por las mercedes recibidas y los milagros favorece-
dores. En el roto de un viejo cuadro, el delicioso remiendo
de unos animalitos indefinibles con cintas rosas al cuello.
59
tremo de uno de los soportales, la larga mesa de limpios
manteles nos ofrece la sorpresa del desayuno. Carne, hue-
vos, la sardina entomatada sobre las tortillas anchas de la
tierra, unos tamales de hoja, panes dulces y chocolate. Un
buche de agua fresca y nos tumbamos en el suelo de piedra,
bajo la sombra verde y amarilla, pegajosa casi en su cálida
carnosidad sensual, de los plátanos. El cielo canta, solo,
arriba, como en el cielo ya, sin trabas.
60
azul, tocan una especie de marcha. Atrás, a hombros, viene
una caja de madera ¿negra? con unas secas, pocas flores
encima. Y detrás mujeres y niños, algún hombre más.
61
cactos, por la piedra blanca, el polvo blanco, blanca la luz
sobre la caja, en las flores, sobre los rebozos, bailando, se
nos marcha el entierro de los ojos, cuando ya creíamos en
él, cuando nos íbamos con él por la mañana, el muerto casi
nuestro en pena ya sentida, compartida con estos seres
que lo acompañan por el campo. La música con que se aleja
por el monte solo nos lo sigue clavando en la mirada y lo
vemos llegando a la ciudad que habíamos olvidado, camino
del necesario cementerio.
62
cio libre entre sus manos: los dedos cuentan los años de
vida que le resta pasar en estos valles. Gregorio conmina
casi: “Son creencias de la comarca. Debe usted respetarlas
y hacerlo”.
EN la columna de piedra
mi muerte guardada estaba.
(También yo tengo una muerte
en estas ruinas calladas)
Me abracé muy fuerte a ella
por si era enamorada,
que ya la muerte mi vida
otra vez me la buscara
perdido en la tierra mía
el monte bañado en alba.
Y no le hice el amor
como la señora manda.
En esta piedra de Mitla
no quiero decepcionarla.
Abrazado a la columna
ya la respuesta esperaba.
Y la piedra habló muy quedo
unas palabras extrañas.
En ellas iba mi suerte
con la muerte entrelazada.
Gregorio, que las entiende,
pone sus dedos sin trampa
en el trozo que desnudo
a la piedra le quedaba.
Y once dedos da la piedra:
tengo la vida contada.
63
Once años, muerte mía,
todavía nos separan.
Y yo lo siento, señora
que el frio me enamoraba
de tu cadera en la piedra,
fresco amor de esta mañana.
64
mento –el trago corto y limpio– la esencia de la tierra, su
calurosa, suavísima sangre (“Esta tierra está bendita”, dice
alguien que entiende y sabe de verdadera unción.)
65
66
CAPÍTULO IX
DEL MUSEO AL MERCADO
L
tanto que ver y tanta explicación que es-
cuchar– al hermoso Museo del Estado,
lleno de tesoros en joyas y reliquias indí-
genas. Los ojos se quedan prendidos en
los extraordinarios collares y diademas,
en la preciosa cerámica zapoteca. Pero todo resulta frio,
como sin vida, en la científica disposición de las vitrinas,
las manos cuidadosas de la arqueología demasiado presen-
tes. Estorban los inevitables letreros y las explicaciones del
cicerone son tan justas y precisas, tan cargadas de erudi-
ción, que sin querer se escapa uno al recuerdo de nuestro
Gregorio García de esta mañana, tan libre de expresión en
su entusiasmo, tan seguro de lo suyo entre sus piedras de
Mitla. Y las piedras de Mitla nos parecen más hermosas
todavía. Doblemente hermosas en medio del monte, en su
sitio, piedras verdaderas en la piedra, sin cristales que las
ahoguen ni letreros que les clasifiquen innecesariamente
sus evidentes señorío y categoría.
(A Julián Calvo)
Ya los laureles acaban
en que la luna verdea.
Oaxaca duerme su sueño
quieta, callada y serena,
68
vuelta sólo a ese misterio
que sus tres valles encierran.
El monte se abre de pronto
en limpia circunferencia.
Blanco de luna va el suelo
que apenas mis pies encuentran.
Se ha abierto de pronto el monte
de grillos entre sus peñas
y los secretos me dicen
que la ciudad le desvela.
Con él y la noche solo,
Glorieta de la Azucena.
69
cal añejo. El mercado está recogiéndose ya, cuando llega-
mos. Hay un silencio rumoroso con el ajetreo final de los
últimos puestos abiertos que comienzan a apilar sus sillas
y sus bancas y a extinguir los fuegos para el café de olla.
Las discretas conversaciones de los parroquianos trasno-
chadores y cafeteros impenitentes se mezclan a las con-
tarriñas de alguna robusta matrona, que riñe con menos
discreción –la voz siempre cantarina– al chamaco que por
lo visto se distrajo. Nos cuesta trabajo que nos sirvan ya,
pero la palabra “forastero” nos abre en seguida las puertas
de la cordialidad oaxaqueña.
70
CAPÍTULO X
CAMINO DE TEHUANTEPEC
C
aire de Oaxaca en la hora friolenta!– sa-
limos para Tehuantepec. El Tule tiene el
primer sol en su copa frondosa cuando
pasamos, barco verde saliendo de la au-
rora. Seguimos el mismo camino de ayer,
valle de Tlacolula adelante. Parece distinto con esta luz,
más propicia por lo menos al final de la cita de la canción
pero los caballeros que cruzamos a lomos de potranca pa-
recen ir más bien hacia el trabajo.
AQUÍ está Loma Larga, que al sol, alto ya, nos acerca
rudamente, con su pelada fuerza serrana. A la derecha co-
mienza el camino nuevo para nosotros, que llevamos toda
la ilusión del Istmo traducida en canciones.
72
tos de pronto a una realidad trabajadora y social extraña a
esta naturaleza que nos envuelve totalitariamente.
73
un altarcillo en un rincón con unas flores de papel conmo-
vedoras a los pies de una Guadalupe muy poco clásica, or-
lada –estampa al fin– de cintas de colores. Y al borde de la
plaza, junto al camino que hemos de seguir, un entoldado
con refrescos, bien picado de hielo inverosímil, nos recla-
ma enseguida.
REFRESCO de tamarindo
en la frescura del toldo.
En la plaza, ¡cuánto sol!
En la boca, ¡cuánto gozo!
74
de alegría vital en toda su actitud que yo voy admirando y
midiendo silenciosamente. Muchas veces hemos hablado
los dos de la crisis estupenda que representó para él nuestra
guerra española en su concepción de la historia y, sobre todo,
en su concepto de lo que debe ser el historiador. Después de
haber hecho historia activamente, de haber sido protagonis-
ta de su curso violento, se ven las cosas de otra manera, se
piensan y se escriben desde otra altura, iluminadas de otra
luz más verdadera. Y el Ramón capitán de hace seis años,
historiador de toda su vida, se encuentra ahora precisamen-
te frente al paisaje de la historia que más ha investigado y
que más amorosamente ha visto. Y parece que el paisaje le
está entregando para lo ya hecho y, más aún, para lo que tie-
ne que hacer, una nueva esencia de todo, valores distintos.
Frente a la selva hosca e inquietante que tenemos ante los
ojos, que parece cerrarnos del todo el camino del Istmo, Igle-
sia se multiplica y organiza nuestro esfuerzo colectivo como
el capitán maneja a sus huestes, y vamos subiendo y bajando
las barrancas, evitando y salvando los caminos más difíci-
les, sacando el coche de baches y ríos en que parece que nos
podemos quedar para siempre. Y lo hacemos todo con segu-
ridad y alegría, dóciles a su vigilancia y a sus voces, admiran-
do el dominio de la situación que revelan todos sus gestos,
aceptando sin protesta las órdenes que nos da y el esfuerzo
que nos pide. Pero aparte de todo ello –los ojos brillantes
tras las gafas, incansable en su ir y venir, sonriente y serio,
la frente quemada del sol–, Ramón está gozando en grande
esta tarde extraordinaria, este escenario que le entrega vivo,
relampagueante de pronto, el color verdadero de todo lo que
hablaban aquellas papeletas para siempre olvidadas, la his-
toria presente con toda su estatura, desnudo y vibrante el
nervio de su fuerza. “Ahora sí que lo entiendo todo”).
75
NOS alegra de pronto encontrar de nuevo la carretera
panamericana, que seguiremos un buen rato hasta que se
interrumpa otra vez. La selva se va haciendo más densa
todavía a sus lados, con una fuerza invasora, pero la es-
pesura es más verde y más tierna y tiene una fragancia
extraordinaria en los oros que le entrega el sol de la tarde
altísima.
EL aire es más dulce ahora y hay una casi brisa que nos
consuela del calor pasado.
76
LA selva nos ahoga luego con su caluroso abrazo, el co-
che cada vez más lento, la sed recién apagada más despier-
ta que nunca. Va cayendo la tarde pesadamente y es una
verdadera borrachera de color el sol final sobre las ramas
entrelazadas, el verde tierno prisionero del verde oscuro,
brillo sólo en el aire, todo desatada furia alrededor, sujeta
furiosamente a la tarde total.
El corazón ya no puede
con tanto bosque furioso.
Los ojos que aún me quedaban
se cierran tristes y solos.
Y cuando el sueño me vence
hay otra selva en su fondo.
Rayos y cielo se vuelcan
sobre la selva de pronto,
y el corazón se levanta
desnudo, claro y hermoso
y los ojos que ahora quiero
se abren alegres y solos.
Contigo, selva, esta tarde
corazón quebrado y roto.
Ahora, contigo y tormenta,
alto corazón gozoso.
77
rida por los rayos. En medio del estruendo nos quedamos.
El cielo es negro entre su fuego continuo y parece más cer-
cano que nunca, como si fuera a estrellarse en este mar
revuelto de verdes entrevistos, de trepidante verdura cas-
tigada.
Y de repente también, como por ensalmo, sólo la tierra
mojada como recuerdo del instante recién escapado, el cie-
lo se abre puro y limpio y tranquiliza con su honda lejanía
alta la selva otra vez rumorosa, casi suave bajo la luna que
llega.
78
CAPÍTULO XI
POR JUCHITÁN AL MAR
L
nos levantamos y atravesamos la ciudad
llena de flores entre su piedra fuerte,
camino del mercado. Cerca de él encon-
tramos un café con cierto aire de puerto
de mar y por contraste pedimos para el
desayuno unos huevos rancheros.
79
ciosa y sensual aun, una hermosa vieja –los ojos verdes y
vivos, en la cara morena–, que va hacia el mercado con su
floreada jícara en la cabeza. La falda negra y la blusa negra
con dibujo de oro llevan la brisa enredada en su vuelo, y la
vieja ríe frescamente, complacida con nuestra admiración,
provocándonos todavía.
80
un banco, ajeno en su aplatanamiento total, blando todo
él, al bullicio cercano.
81
PROBAMOS la nieve de limón y el refresco de tuna en
el puesto de una preciosa muchacha, el collar de flores
blancas quemándose en su cuello moreno, los pendien-
tes de oro casi cantarines entre su cabello negrísimo, los
ojos incomprensiblemente azules bañándole de luz todo el
cuerpo, que se cimbra como un junco estupendo entre los
cubos de hielo y nieves, reina toda ella de la frescura. “¡De
limón, huero!” Y se ríe conmigo, segura de sí misma, toda
la mañana enredada en su gracia.
82
de la realidad, piensa en voz alta: “Si me pierdo alguna vez,
que me busquen en Juchitán, pero, ¡por favor, que no me
encuentren!”
83
llas en el agua, clavándole a un mar inmóvil y sereno el
pendón castellano–, deseoso de encontrarme del todo con
él, en él. Sitio de la frescura. Y el agua está calentona en el
atardecer cada vez más ancho, bajo un cielo casi flor en su
rosa maravillosamente abierto.
84
CAPÍTULO XII
MAR EN SALINA CRUZ
(A Luis Santullano)
1
CANTA el mar bajo el viento su milagro
vuelve estremecido hacia la playa
su claro corazón, plata en la luna.
La playa lo recoge dulcemente,
todo deshecho entre la espuma blanca,
casi temblando ya, desmantelado.
Amor que se destruye y se rehace,
que en la espuma se vuelca y desmorona
para que el beso nuevo lo devuelva
a dulzura mayor, entera siempre.
El corazón del mar entre la playa,
escapándose al mar, volviendo luego,
sube a mi corazón y el pecho llena
quietos los dos sobre la clara orilla.
Y junto al mar tendida la hermosura,
volcándose amorosa de las venas,
la angustia se deshace y se levanta,
vencida ya la noche por la aurora
de tanta plenitud enamorada.
85
2
El mar vuelve a sí mismo
la canción que nos daba.
Y se aleja en la noche
hacia otro mar más suyo,
solo ya entre la espuma,
señor de sí,
de tanto dar cansado.
No importa que nos llegue
y que su limpia sal
bese los labios.
Esta noche se marcha
el mar al mar
y nos deja en la playa,
abandonados.
3
¡QUE soledad más plena este silencio,
quieto ya el mar sobre su mar cansada!
4
MAR solo entre la noche,
limpio y solo,
como si nada abierto le llamase,
como si ya la luna traspusiera
un cielo que se agota de repente.
Ya quedó solo el mar.
Junto a mi pecho.
5
SALINA Cruz se marcha por el monte,
buscándose en la tierra que le falta.
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Y el mar persigue su silencio quieto
golpeando en su playa, toda luna.
Salina Cruz le entrega sólo piedra,
muerta su carne por la noche viva,
vacía la ciudad, sola y callada.
Y el mar le besa tanta ausencia triste
y la hace suya entre la espuma dulce.
Testigos yo y la noche. ¡Qué hermosura!
6
SOLA tu sola canción,
alta la noche,
cantándose a sí misma
entre las olas.
7
VEN, mar, hasta la mano. Déjame ver
el hondo corazón de tu frescura.
8
LA plenitud que te logré un momento
vuelve hacia ti –mi corazón ya solo-
la eternidad sin nombre, pura y virgen.
9
VENTE conmigo, mar, hacia la noche.
Subamos los dos juntos su hermosura,
destruidos de amor, el beso lento,
casi muerte lograda entre los brazos
que empuja dulcemente a mayor vida.
Y que nos halle así la aurora nueva.
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10
¡QUE sola está la luna entre tus brazos,
mar solo ya, sin risas que te alcancen
el corazón callado de tus penas!
La risa que te dieron yo la guardo.
Yo la guardo esta noche, mar solo, abandonado.
11
MAR, contigo otra vez, solo contigo,
me vuelvo sobre mí desde tu espuma,
para dejarte solo con la noche.
Y te encuentro aquí dentro, entre mi sangre,
cantando tu hermosura por mis venas,
empujando en mi pecho tu alegría,
en soledad inmensa los dos solos.
88
CAPÍTULO XIII
DEL ISTMO A OAXACA
S
mar, sus calles mitad hierba mitad arena
salada. El puerto está muerto en estos
días, sin barcos ni movimiento alguno,
sólo vivo en el mar que le besa su piedra
abandonada.
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EN una vieja cantina con preciosos espejos biselados y
la barra larguísima de esa caoba oscura y brillante de los
barcos, hemos gustado lentamente un ron más viejo toda-
vía, con un perfume y una suavidad extraordinarios, ma-
reado aún de antiguo mar, sin nombre ya la chata botella
que nos acabamos. La noche es más dulce cuando salimos.
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a él, con más flores en la mano, la espalda o en la cabeza,
las lindas tehuanas. Y toda la mañana nueva está llena de
flor, de femeninas voces y figuras, cuando nos vamos.
91
coge de nuevo su contemplación. Indudablemente las dos
Américas se sujetan aquí la una a la otra, y ahora que cono-
cemos las dos vertientes del macizo se nos entra muy den-
tro la esencia de estas tierras oaxaqueñas partidas por él:
los valles que tuvieron primero la piedra de Monte Albán y
Mitla y luego el antiguo Marquesado, con sus laureles y sus
iglesias de piedra verde, sitio para fundar; y las selvas del
Istmo, que van quedando atrás –Juchitán en los ojos– sitio
para perderse, paraíso encontrado.
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CAPÍTULO XIV
LA FERIA DEL CARMEN
A
con sus laureles. Después del Istmo, con
su desbordado color y sus flores caluro-
sas, cielo cercano y dulce, estos valles de
Oaxaca tienen una serenidad maravillo-
sa, una contenida hermosura distancia-
da del cielo, reflejo de él en sus verdes clarísimos.
93
reciente que le quita vigor a la piedra vieja! Están diciendo
misa cuando entramos. En el coro –sólo los suaves latines
del cura en el silencio de la nave, allá abajo– nos quedamos
largo rato ante un estupendo cuadro casi escondido.
94
ESTÁN instalando los toritos de fuego y las ruedas de
artificio que se quemarán esta noche y toda la calle es un ir
y venir de gentes atareadas y curiosas. Alegre trabajo el de
preparar la diversión de todos, la propia quizá en primer
término. En una iglesia cercana los pequeños naranjos de
la puerta lucen entre sus hojas carnosas unas flores con la
bandera nacional.
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llorona,
picante, pero sabroso.”
96
llorona,
si no me acuesto contigo?”.
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98
CAPÍTULO XV
CARTA A JORGE GONZÁLEZ DURÁN
H
árbol del Tule, hasta esa fuerza que es
madera unas veces, otras sólo verde bajo
el cielo, siempre serenidad desatada, lle-
vé, Jorge, tu libro de poesía. Quería leerlo
de nuevo en estas tierras de Oaxaca que
tú me habías anunciado algún día, y deseaba leerlo además
en el sitio que una noche tuvo tu verdad y tu silencio. He
pasado por allí siempre de prisa, nunca solo, aunque siem-
pre conmigo. Y no he podido hacerlo como quería. Pero la
otra mañana, camino de Mitla, tu nombre resbaló con tu
recuerdo por el frondoso submarino, navegante entre esta
tierra y estos cielos, cielo ya desde sus troncos, en que mi
sueño –desatado también– había convertido a aquel verde
corazón gigante. Sus poderosas raíces levantaron hacia mí
un suelo de México de repente trémulo, puro árbol en toda
la mañana, en toda la otra tarde, diez minutos.
99
Oaxaca, que el atardecer adelgaza en su aire lleno de rumo-
res: El Jardín de La Soledad (la triste realidad municipal
me recuerda –cartel azul con gruesas letras blancas– que
esto se llama “Jardín Sócrates”, pero los muros de la iglesia
vecina, con su preciosa Virgen de la Soledad dentro, me
vuelven a la realidad verdadera.) Me siento mejor en este
rincón recogido que bajo la tempestad verde y quieta del
Tule. Recuerdo casi –distancias salvadas, suavidad de esta
tarde por medio– aquel patio de Mascarones cuando toda-
vía su tierra roja respiraba por arboles maravillosos, antes
de la tumba de losas actual. En él nos conocimos –ciudad
de México nueva para los dos, tu Jalisco y mi España recién
perdidos– y por él nos llevaron juntos la amistad y la poe-
sía. Este jardín de la Soledad nos reúne en la distancia, her-
manos ya, los dos sobre tu libro de poemas. Ante el polvo
y la muerte. ¡Qué bien mirarlos desde esta quietud nueva,
serenidad y angustia recobradas!
100
para llegar a la memoria de toda poesía. ¡Qué bien está esa
esencia en este jardín que tu poesía hace nuestro! Parece
encontrarse a sus anchas en este aire, recogido también
como el vuelo de la angustia que movía tus venas al escri-
bir. Tu corazón encuentra aquí su cauce. No sé si Oaxaca te
daría a ti esa sensación de ternura subterránea que sólo se
atreve a salir a flor cuando lo elemental –el agua, el fuego,
la tierra, la verde o blanca piedra– le presta su apoyo nece-
sario. Todo lo tierno, que es un poco lo lleno que nos falta y
nos sobra, sube entonces a la fiebre o a la serenidad. Como
esa amorosa pasión que a ti te cerca –prisionero siempre
en su libertad– o te deja desnudo –libre siempre en su her-
mosura– cuando acercas tu palabra limpia a la belleza, sea
polvo o muerte, mujer o flor, o ese mar que te llenó la can-
ción con su primer encuentro. (Ahora me canta el mar en
este jardín, todo el mar aprisionado y libre, “junto a la fres-
ca sombra de su cara” que traen las páginas de tu libro. Y la
Soledad, con su piedra, verde sólo de estos árboles cuando
te escribo, me parece anclada en la noche que va llegando,
como otro mar, a su playa.
Siento tu poesía; Jorge, como algo mío, como algo que
es sangre propia para quemar esta tarde en la belleza. La
misma fiebre, la misma contenida pasión desatada, esa ter-
nura de la muerte que no es horror en nosotros, sino viva
agonía, compañía amorosa inasible a las manos. Así te veo
y así me veo yo, siempre que puedo estar conmigo como
ahora. Alguien me ha dicho que nuestras voces van herma-
nas sobre muchos caminos. Justo es, si hermano te siento,
que tu voz me llegue hoy desde dentro, como belleza mía,
tuya. Al dejar este banco del jardín –mi espalda siente tem-
blar ya toda la noche nueva de Oaxaca en su piedra amiga–
para dejar esa “sola soledad del sueño” que me regalabais
101
los dos y volver de nuevo entre los hombres, quiero decirte
sólo que en él he estado a gusto con tu poesía, sin casi los
versos de ella, que es como debe estarse siempre con los
poetas. Tú supiste verme así también –con sólo las inelu-
dibles citas de todavía mayor juventud– cuando México
recibió mi Rama viva por tu carta en la inolvidable “Tierra
Nueva”. Y supiste encontrarme detrás de los versos, donde
yo estaba y quiero estar siempre. Yo he dejado tu libro en
mi equipaje de viajero, y llevo tu poesía conmigo por los
jardines y las piedras de Oaxaca, ya de noche ahora, sólo
viva en el aire de luna que platea el verde oscuro de sus
extraordinarios laureles.
102
CAPÍTULO XVI
ÚLTIMO DÍA DE OAXACA
S
a Juárez –¡qué hermoso estuvo anoche
con su luna!–, una vez más entretenidos
un rato en los rosales. El cerro tiene en
su piedra toda la gente de Oaxaca que ha
subido a desayunar en esta fecha –23 de
julio– los típicos tamales de hoja. Nuestra Glorieta de la
Azucena –tan pura y sola ayer– está invadida de puestos y
de toldos en que se apretuja el gentío. Humo de las fritan-
gas, calor. Se come sabroso y el café de olla admite, a pesar
de la hora, su chorrito de mezcal. La ciudad, allá abajo, aje-
na al bullicio, tranquila y dulce en su silencio, parece subir
al cielo por sus laureles.
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Visitamos los talleres en que se fabrica la primorosa
loza oaxaqueña. Y nos maravilla la sencillez y limpieza con
que van surgiendo ante los ojos los vasos y las jarras de
colores, los platos con pájaros y flores, los preciosos toritos
negros. Pintura blanca y negra sobre el barro tierno puesto
a secar antes de ir al horno. Y en medio del taller, a pesar de
la artesanía visible y el despliegue comercial de los objetos,
parece que Oaxaca desnuda una vez más su esencia ante
nosotros.
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contemplar el espectáculo de lejos, desde unas rocas altas.
(Lo que perdemos en detalle lo ganamos en cielo inmenso.)
En el amplio cuadrilátero que ha dejado en medio el gen-
tío, y al son de una música que nos llega muy apagada, se
van sucediendo los cuadros con las danzas típicas de todos
los rincones del Estado que interpretan muchachas y mu-
chachos de las escuelas oficiales. Los trajes están precio-
sos a esta luz rosada y densa del atardecer. La bamba pone
al rojo vivo el entusiasmo general y nos trae a nosotros,
prendido en su gracia, todo el color recién gozado, vivísimo
en la memoria. En los números finales –ya casi la noche
pesando sobre ellos– los danzantes interpretan unas im-
presionantes danzas de guerra, intercalando una preciosa
pantomima histórica cuya trama no entendemos del todo,
pero en la que aparecen curiosamente mezclados Hernán
Cortés y la emperatriz Carlota y en la que los indios recha-
zan a unos conquistadores españoles con uniforme napo-
leónico bajo la dirección de un general casi contemporáneo
nuestro en el estilo de sus entorchados.
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fondo azul: “Jardín Sócrates” –en un acto de espontánea y
colectiva justicia– desaparece como por ensalmo de su sitio
municipal para quedar abandonado en una calle cercana.
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