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Conocereis de Verdad | Alegría -

3º diez recetas para la felicidad;


mandamientos fiesta júbilo
interior.
Amar, hace feliz, aunque no haya correspondencia, como puede ser el amor
a un subnormal profundo, o a un moribundo, o a un niño. Pero más aún si
es correspondido. Saberse amado, no como un objeto de uso, hace feliz,
permite la compenetración, el regalo mutuo, la comunión de personas, la
amistad en sus mil formas. Enrique Cases - Universidad Internacional
de Cataluña, ESPAÑA. 2004

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Ama si quieres ser feliz

“Dichosos los que lloran porque ellos serán consolados” (Mt 5,


5)

El relato de las bienaventuranzas es considerado como el proyecto moral


del cristianismo. Aunque éste se resume en un único mandamiento, tal y
como enseñó Cristo en la Última Cena, el mandamiento del amor, se
desglosa en un nuevo y original tipo de mandamientos. Ya no se trata de no
hacer el mal, sino sobre todo de hacer el bien. Y para hacer el bien tenemos
que ser generosos con nuestro dinero, lo cual nos hace un poco más pobres
a la par que hace a los que ayudamos un poco menos pobres. Para hacer el
bien tenemos que cumplir con nuestras obligaciones, aunque eso nos
suponga derramar alguna lágrima. Para hacer el bien tenemos que
defender la causa de la justicia y, como consecuencia, estar al lado de los
que sufren las injusticias, aunque nos incluyan a nosotros entre los
perseguidos. Para hacer el bien debemos trabajar por la paz, quitando
hierro a las situaciones de violencia, aunque eso nos complique la vida y
corramos el riesgo de que nos ataquen las dos partes en conflicto. Para
hacer el bien tenemos que perdonar, incluso aunque no recibamos de la
otra parte un trato semejante.

Hay que intentar practicar todas las bienaventuranzas, pero, al menos,


convendría por empezar por una – por la que sea más fácil para uno
mismo- y especializarse en ella, sin que eso suponga olvidar las demás. Sé
pacífico. Sé generoso. Sé humilde. Sé prudente. Sé casto. Sé honrado. Y
serás feliz, como promete Cristo.

Santiago Martín -31. I.MMXI

(Santiago Martín, sacerdote y escritor español, nació el 24 de febrero de


1954, en Vallecas, un barrio valiente y luchador por naturaleza, donde se
forjaron muchos sacerdotes en la defensa de los derechos humanos y la
democracia).

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Recomendamos vivamente: ‘EL CAMINO DE LA FELICIDAD’


Autor: Santiago Martín - Planeta, año 2007
401 páginas- [Una de las características del cristianismo es la alegría.
Lewis tituló el relato de su conversión “cautivado por la alegría”, y el
mismo Señor dijo que nadie nos podría quitar la alegría. No cabe duda,
por lo mismo, que el cristianismo no sólo ofrece la felicidad eterna sino
que responde también a las necesidades del hombre en todos los aspectos.
Jesús sana totalmente al hombre. Por eso no nos sorprende que el autor
haya subtitulado este libro: “El agradecimiento como terapia de sanación
espiritual”].

La esperanza en el bien, aunque sea incomprendida y suscite oposición, al


final llega siempre a una meta de luz, de fecundidad, de paz. S. S.
Benedicto XVI – 2005.08

Es lo que recordaba san Pablo a los Gálatas: «El que siembre en el espíritu,
del espíritu cosechará vida eterna. No nos cansemos de obrar el bien, que a
su tiempo nos vendrá la cosecha, si no desfallecemos» (Gálatas 6, 8-9).

Una reflexión de san Beda el Venerable (672/3-735) sobre el salmo 125 en


la que comenta las palabras con las que Jesús anunciaba a sus discípulos la
tristeza que le esperaba y al mismo tiempo la alegría que surgiría de su
aflicción (Cf. Juan 16, 20).

Beda recuerda que «lloraban y se lamentaban los que amaban a Cristo


cuando le vieron apresado por los enemigos, atado, llevado a juicio,
condenado, flagelado, ridiculizado, por último crucificado, atravesado por
la lanza y sepultado. Gozaban sin embargo quienes amaban al mundo…,
cuando condenaban a una muerte vergonzosa a quien les resultaba molesto
sólo con verle. Se entristecieron los discípulos por la muerte del Señor,
pero, al recibir noticia de su resurrección, su tristeza se convirtió en
alegría; al ver después el prodigio de la ascensión, con una alegría aún
mayor alababan y bendecían al Señor, como testimonia el evangelista
Lucas (Cf. Lucas 24,53). Pero estas palabras del Señor se adaptan a todos
los fieles que, a través de las lágrimas y las aflicciones del mundo, tratan de
llegar a las alegrías eternas y que, con razón, ahora lloran y están tristes,
pues no pueden ver todavía al que aman y, porque mientras están en el
cuerpo, saben que están lejos de la patria y del reino, aunque estén seguros
de llegar a través de los cansancios y las luchas al premio. Su tristeza se
convertirá en alegría cuando, terminada la lucha de esta vida, reciban la
recompensa de la vida eterna, según dice el salmo. “Los que sembraban
con lágrimas cosechan entre cantares” » («Homilías sobre el Evangelio» -
«Omelie sul Vangelo», 2,13: Colección de Testos Patrísticos, XC, Roma
1990, pp. 379-380).
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«El núcleo más profundo de la alegría radica en la fuerza de la vivencia


religiosa»

San Anselmo (1033-1109), monje, obispo, doctor de la Iglesia Católica


Proslogio, 26

“Os he hablado de esto para que mi alegría esté en vosotros, y vuestra


alegría llegue a plenitud”. Te lo pido, Dios mío, haz que te conozca, haz
que te ame para que mi gozo seas tú. Y si esto no es plenamente posible en
esta vida, haz que, por lo menos, progrese cada día en este deseo hasta que
llegue a la plenitud. Que mi conocimiento de ti aumente cada día más en
mí, y que sólo se acabe en el último día; que tu amor crezca en mí y que sea
perfecto en mi vida futura para que mi gozo, que ya es grande aquí abajo
en esperanza, sea allí colmado en la realidad.
Señor Dios, por tu Hijo nos has dado orden, o mejor el consejo, de
pedir; y has prometido que seríamos escuchados para que nuestro gozo
fuera completo (Jn 16,24). Señor, te hago esta petición por mediación de
aquél que es nuestro “Consejero admirable” (Is 9,5). Que yo pueda recibir
lo que nos has prometido por medio de aquél que es la Verdad, para que mi
gozo sea perfecto. Dios verdadero, te hago esta súplica; escúchame para
que mi gozo sea perfecto.
Que esto sea desde ahora lo que medite mi espíritu y la palabra salida de
mis labios. Que sea el amor de mi corazón y el discurso salido de mi boca,
que sea el hambre de mi alma, la sed de mi carne y el deseo de todo mi
ser…

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Las diez suplicas

La Biblia es un gran conjunto de setenta y dos libros que para muchos es


Sagrada Escritura, y que sin lugar a dudas, se trata de joyas de la literatura
antigua. En varios de estos libros tenemos la receta para arreglar el mundo,
la solución para que el mundo deje de ser el barrizal en el que lo hemos
convertido.

Son diez mandamientos, diez leyes escritas mucho antes que cualquier
obra de la literatura. En estos diez elementales consejos está todo lo que ha
buscado la humanidad a lo largo de su historia, todo está aquí. Todo lo que
necesitamos para ser verdaderamente humanos lo tenemos delante de los
ojos desde hace más de tres mil años. No hay peor pecado que saber lo que
hay que hacer y no hacerlo. Todos los días obedecemos cosas mucho más
complicadas, pero parece que cuesta horrores cumplir estas sencillas y
básicas leyes.

No debería ser ningún mandamiento buscar la verdad y abrazarla una vez


encontrada, no debería hacer falta que nadie nos recordara que no
debemos adorar a ídolos que hacen peligrar la búsqueda de la felicidad,
debemos buscar a Dios por encima de todo y amarle. No debería ser
necesario prohibirnos idolatrar al dinero, o al poder. No deberíamos tomar
el nombre de Dios en vano, no deberíamos apelar a Dios para justificar el
crimen, ni matar en nombre de la libertad. No debería ser necesario que
santificar las fiestas fuese un mandamiento. La vida es para el hombre, no
el hombre para la vida. Qué menos que reservar un día para el descanso del
cuerpo y el alma, un día para la familia, la reflexión, el silencio o el estudio.
No tendría que ser necesario que nadie nos ordenase que honrar a nuestro
padre y a nuestra madre es lo natural.

Los hijos debemos respeto a nuestros padres, debemos reconocimiento,


docilidad, obediencia. El buen hijo debe siempre estar al servicio del buen
padre. No debería hacer falta que nadie nos diga no matarás, eso ya
deberíamos saberlo de sobra. La vida humana es sagrada. No debería hacer
falta insistir en recordar que el ser humano debe ser preservado desde su
concepción hasta su último suspiro. No haría falta recordar que la persona
es persona aunque no pueda hacer cosas de persona. Parece que nadie sabe
que la paz no sólo es la ausencia de guerra ni el equilibrio de fuerzas
contrarias. Todos deberíamos tener claro que hombre y mujer tienen la
misma dignidad y que en ambos está inscrita la misma imagen de Dios. No
debería ser un mandamiento no cometer actos impuros, todos deberíamos
saber que las relaciones entre hombre y mujer son relaciones de persona a
persona.

Cuando se trata de dos personas amándose no debería hacer falta insistir


que el adulterio, la prostitución o la lujuria hacen daño a Dios en la medida
en que hacen daño a la persona. No debería ser necesario prohibirnos
robar, pagar salarios injustos, variar artificialmente el valor de los bienes,
ni debería ser necesario prohibir la usura, ni la corrupción, ni el trabajo
mal hecho. No debería hacer falta recordar que no hay que mentir, que las
personas están llamadas a la sinceridad, que no es bueno la maledicencia,
la difamación o la calumnia. Deberíamos respetar la verdad sin necesidad
de ser un mandamiento. Tampoco deberíamos permitir en nosotros la
concupiscencia en cualquier sentido. Debemos trabajar por conseguir la
pureza de corazón. No es malo luchar contra los deseos desordenados,
trabajar por la pureza de la mirada exterior e interior.

Tampoco deberíamos desear los bienes ajenos. Deberíamos evitar la


avaricia o la envidia. No deberíamos sentirnos tristes ante el éxito de los
demás. Deberíamos pensar más en ser que en tener. Si el ser humano fuese
como tiene que ser nada de esto tendría que ser recordado.

¿Qué hay de malo en estos consejos? ¿Qué encierran estas palabras que
hace que nadie las cumpla? ¿Somos nosotros el problema? ¿Somos sordos
y ciegos ante unas sencillas palabras que arreglarían el mundo?. Nos cuesta
el mismo trabajo seguirlas que no seguirlas, lo que cambia es el resultado
final. Reconozco que ciertas palabras de Jesús en la Montaña son difíciles,
¿Quién está dispuesto a perdonar a los enemigos? ¿Quién está dispuesto a
poner la otra mejilla ante una agresión? ¿Quién es capaz de no cometer
pecados en su corazón? Pero cómo es que no somos capaces de cumplir
consejos tan sencillos como no robar, no matar, no tener envidia, tratarnos
con respeto unos a otros o sencillamente amar a Dios. Somos nosotros los
culpables de la maldad de nuestro mundo, somos los culpables de nuestro
infierno. Quizá si fueran súplicas en lugar de mandamientos…

Alberto Jaímez
Empresario, Portugalete (Vizcaya)
Laico Dominico, miembro de la Orden Tercera de los Dominicos
-.-

Alberto: No es tan complicado. hay pecado original y con él la


dificultad para comportarnos como lo que debemos ser: personas de bien.
Yo sólo tengo que mirar hacia adentro para darme cuenta de que sin la
gracia de Dios me sería imposible llegar a ser lo poca cosa que soy. Te has
de violentar contra tu naturaleza caída cuando el cuerpo te pide: que los
demás te consideren; que te mimen, porque estás cansada y te lo mereces;
que te den lo que en justicia crees que te corresponde...etc. Lo que pasa es
que como decía mi madre: "el negocio sería que te compráramos por lo que
vales y te vendiéramos por lo que crees que vales". El orgullo, la avaricia, la
gula, la prepotencia... nos acompañan en silencio a lo largo de nuestra vida
y pensamos que son derechos cuando en realidad son ese "peso pesado"
que no nos deja abrir las alas y elevar nuestra alma para acercarnos a
nuestros hermanos y a través de ellos a Dios. Que nadie se sulfure: no
hablo de renunciar a derechos sino de amar incondicionalmente ( fácil
ejemplo es el amor que tenemos a nuestros hijos) a todos aquellos que,
como decía la Madre Teresa de Calcuta, cruzan con nosotros una mirada.
Si que es culpa nuestra, porque somos libres, pero también somos hijos de
nuestro tiempo y fruto de momentos desesperanzados que todos hemos
vivido. No es fácil seguir los mandamientos. Si lo fuera, el mundo sería ya
"la tierra prometida" donde yacería el león al lado de la oveja. Los
mandamientos son la llave, el camino, la guía, pero sin Jesucristo
caminando a nuestro lado( a veces ni nosotros somos conscientes de que
está) es casi imposible llegar a cumplirlos. No hay que olvidar que por eso
ha habido un Pentecostés con la venida del Espíritu Santo. Ana María
TRAVER. España 2008-07-26

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La fiesta, valor cristiano - Para el creyente toda fiesta tiene ya un


sentido último: manifestación gozosa y celebración de una existencia
sabedora de que su historia está salvada y se encamina a fiesta eterna.

Cristo selló deliberadamente la nueva alianza con su sacrificio en un marco


pascual, de fiesta. En esta Pascua nueva y definitiva, Jesús rompe y da el
sentido más profundo y definitivo a toda fiesta anterior: desde las fiestas
en que el ser humano celebra tal o cual aspecto de la vida, de la naturaleza
y el tiempo, la luna nueva, la luna llena, la primavera, la fiesta de los
Tabernáculos (Dt. 16, 1-17). Israel celebra a su Dios por diversos títulos y
hace fiestas recordando sus gestas del pasado (Dt. 6, 5-10), sobre todo la
Pascua, la liberación de un pueblo esclavizado (Dt. 5, 12-15).

Desde la existencia de Cristo, toda fiesta tendrá un sentido profundo,


definitivo, y será un signo de la fiesta celeste. Desde el acontecimiento de
Cristo Resucitado, todo se orienta al misterio de la eterna fiesta.

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El Espíritu Santo, fuente de la verdadera alegría –

1. San Pablo afirma en diversas ocasiones que “el fruto del Espíritu es
alegría” (Ga 5, 22), como lo son el amor y la paz, de los que hemos tratado
en las catequesis anteriores. Está claro que el Apóstol habla de la alegría
verdadera, esa que colma el corazón humano, no de una alegría
superficial y transitoria, como es a menudo la alegría mundana.

No es difícil, incluso para un observador que se mueva sólo en la línea de la


psicología y la experiencia, descubrir que la degradación en el campo del
placer y del amor es proporcional al vacío que dejan en el hombre las
alegrías que engañan y defraudan, buscadas en lo que san Pablo llamaba
“las obras de la carne”: “Fornicación, impureza, libertinaje (...),
embriagueces, orgías y cosas semejantes” (Ga 5, 19. 21). A estas alegrías
falsas se pueden agregar, y a veces van unidas, las que se buscan en la
posesión y en el uso desenfrenado de la riqueza, el lujo y la ambición del
poder, en suma, en esa pasión y casi frenesí hacia los bienes terrenos que
fácilmente produce ceguera de mente, como advierte san Pablo (cf. Ef 4,
18-19), y que Jesús lamenta (cf. Mc 4, 19).

2. Pablo, para exhortar a los convertidos a guardarse de las maldades, se


refería a la situación del mundo pagano: “Pero no es éste el Cristo que
vosotros habéis aprendido, si es que habéis oído hablar de él y en él habéis
sido enseñados conforme a la verdad de Jesús a despojaros, en cuanto a
vuestra vida anterior, del hombre viejo que se corrompe siguiendo la
seducción de las concupiscencias, a renovar el espíritu de vuestra mente, y
a revestiros del hombre nuevo, creado según Dios, en la justicia y santidad
de la verdad” (Ef 4, 20-24). Es la “nueva criatura” (cf. 2 Co 5, 17), obra del
Espíritu Santo, presente en el alma y en la Iglesia. Por eso, el Apóstol
concluye así su exhortación a la buena conducta y a la paz: “No
entristezcáis al Espíritu Santo de Dios, con el que fuisteis sellados para el
día de la redención” (Ef 4, 30).

Si el cristiano “entristece” al Espíritu santo, que vive en el alma,


ciertamente no puede esperar poseer la alegría verdadera, que proviene
de él: “Fruto del Espíritu es amor, alegría, paz...” (Ga 5, 22). Sólo el
Espíritu Santo da la alegría profunda, plena, duradera, a la que aspira
todo corazón humano. El hombre es un ser hecho para la alegría, no para
la tristeza. Pablo VI recordó esto a los cristianos y a todos los hombres de
nuestro tiempo en la Exhortación Apostólica Gaudete in Domino. Y la
alegría verdadera es don del Espíritu Santo.

3. En el texto de la Carta a los Gálatas, Pablo nos ha dicho que la alegría


está vinculada a la caridad (cf. Ga 5, 22). No puede ser, por tanto, una
experiencia egoísta, fruto de un amor desordenado. La alegría verdadera
incluye la justicia del reino de Dios, del que san Pablo dice que es “justicia
y paz y gozo en el Espíritu Santo” (Rm 14, 17).

Se trata de la justicia evangélica, que consiste en la conformidad con la


voluntad de Dios, en la obediencia a sus leyes y en la amistad personal con
él. Fuera de esta amistad, no hay alegría verdadera. Es más, “la tristeza
como mal y vicio ―explica santo Tomás― es causada por el amor
desordenado hacia sí mismo, que (...) es la raíz general de los vicios” (II-II,
q. 28, a. 4, ad 1; cf. I-II, q. 72, a. 4). El pecado es fuente de tristeza, sobre
todo porque es una desviación y casi una separación del alma del justo en
orden a Dios, que da consistencia a la vida. El Espíritu Santo, que obra en
el hombre la nueva justicia en la caridad, elimina la tristeza y da la
alegría: esa alegría, que vemos florecer en el Evangelio.

4. El Evangelio es una invitación a la alegría y una experiencia de alegría


verdadera y profunda. Así, en la Anunciación, María es invitada a la
alegría: “Alégrate (Xaire), llena de gracia” (Lc 1, 28). Es el coronamiento
de toda una serie de invitaciones formuladas por los profetas en el Antiguo
Testamento (cf. Za 9, 9; So 3, 14-17; Jl 2, 21-27; Is 54, 1). La alegría de
María se realizará con la venida del Espíritu Santo, que le fue anunciada
como motivo del “alégrate”.
En la Visitación, Isabel se llena del Espíritu Santo y de alegría, con una
participación natural y sobrenatural en el regocijo del hijo que aún está en
su seno: “Saltó de gozo el niño en mi seno” (Lc 1, 44). Isabel percibe la
alegría de su hijo y la exterioriza, pero es el Espíritu Santo el que, según el
evangelista, llena de tal alegría a ambas mujeres. María, a su vez, siente
brotar del corazón el canto de alegría precisamente en ese momento;
canto que expresa la alegría humilde, límpida y profunda que la llena
como si fuera la realización del “alégrate” del ángel: “Mi espíritu se alegra
en Dios, mi salvador” (Lc 1, 47). También en estas palabras de María
resuena la voz de la alegría de los profetas, así como resuena en el libro de
Habacuc: “¡Yo en el Señor exultaré, jubilaré en el Dios de mi salvación!” (3,
18). Una prolongación de este regocijo se produce durante la presentación
del niño Jesús en el Templo, cuando Simeón, al encontrarse con él, se
alegra bajo la moción del Espíritu Santo, que le había inspirado el deseo de
ver al Mesías y que lo había impulsado a ir al templo (cf. Lc 2, 26-32). A su
vez, la profetisa Ana, así llamada por el evangelista que, por tanto, la
presenta como mujer entregada a Dios e intérprete de sus pensamientos y
mandamientos, según la tradición de Israel (cf. Ex 15, 20: Jc 4, 9; 2 R 22,
14), expresa mediante la alabanza a Dios la alegría íntima que también en
ella tiene origen en el Espíritu Santo (cf. Lc 2, 36-38).

5. En las páginas evangélicas relacionadas con la vida pública de Jesús


leemos que, en cierto momento, él mismo “se llenó de gozo en el Espíritu
Santo” (Lc 10, 21). Jesús muestra alegría y gratitud en una oración que
celebra la benevolencia del Padre: “Yo te bendigo, Padre, Señor del cielo y
de la tierra, porque has ocultado estas cosas a sabios e inteligentes, y se las
has revelado a pequeños. Sí, Padre, pues tal ha sido tu beneplácito” (ib.).
En Jesús, la alegría asume toda su fuerza en el impulso hacia el Padre. Así
sucede con las alegrías estimuladas y sostenidas por el Espíritu Santo en la
vida de los hombres: su carga de vitalidad secreta los orienta en el sentido
de un amor pleno de gratitud hacia el Padre. Toda alegría verdadera tiene
como fin último al Padre.

Jesús dirige a sus discípulos la invitación a alegrarse, a vencer la tentación


de la tristeza por la partida del Maestro, porque esta partida es condición
establecida en el designio divino para la venida del Espíritu Santo: “Os
conviene que yo me vaya; porque si no me voy, no vendrá a vosotros el
Paráclito; pero si me voy, os lo enviaré” (Jn 16, 7). Será el don del Espíritu
el que procurará a los discípulos una alegría inmensa, es más, la plenitud
de la alegría según la intención expresada por Jesús. El Salvador, en
efecto, después de haber invitado a los discípulos a permanecer en su
amor, había dicho: “Os he dicho esto, para que mi gozo esté en vosotros, y
vuestro gozo sea colmado” (Jn 15, 11; cf. 17, 13). Es el Espíritu Santo el que
pone en el corazón de los discípulos la misma alegría de Jesús, alegría de
la fidelidad al amor que viene del Padre.

San Lucas atestigua que los discípulos, que en el momento de la Ascensión


habían recibido la promesa del don del Espíritu Santo, “se volvieron a
Jerusalén con gran gozo, y estaban siempre en el templo bendiciendo a
Dios” (Lc 24, 52-53). En los Hechos de los Apóstoles se narra que, después
de Pentecostés, se había creado un clima de alegría profunda entre los
Apóstoles, que se transmitía a la comunidad en forma de júbilo y
entusiasmo al abrazar la fe, al recibir el bautismo y al vivir juntos, como lo
demuestra el hecho de que “tomaban el alimento con alegría y sencillez de
corazón. Alababan a Dios y gozaban de la simpatía de todo el pueblo” (2,
46-47). El libro de los Hechos anota: “Los discípulos quedaron llenos de
gozo y del Espíritu Santo” (13, 52).

6. Muy pronto llegarían las tribulaciones y las persecuciones que Jesús


había predicho precisamente al anunciar la venida del Paráclito-
Consolador (cf. Jn 16, 1 ss.). Pero, según los Hechos, la alegría perdura
incluso en la prueba. En efecto, se lee que los Apóstoles, llevados a la
presencia del Sanedrín, azotados, amonestados y mandados a casa, se
marcharon “contentos por haber sido considerados dignos de sufrir
ultrajes por el nombre de Jesús. Y no cesaban de enseñar y de anunciar la
Buena Nueva de Cristo Jesús cada día en el Templo y por las casas” (5, 41-
42).

Por lo demás, ésta es la condición y el destino de los cristianos, como


recuerda san Pablo a los Tesalonicenses: “Os hicisteis imitadores nuestros
y del Señor, abrazando la Palabra con gozo del Espíritu Santo en medio de
muchas tribulaciones” (1 Ts1, 6). Los cristianos, según san Pablo, repiten
en sí mismos el misterio pascual del Cristo, cuyo gozne es la cruz. Pero su
coronamiento es la “alegría en el Espíritu Santo para quienes perseveran
en las pruebas. Es la alegría de las bienaventuranzas y, más
particularmente, las bienaventuranzas de los afligidos y los perseguidos (cf.
Mt5, 4. 10-12). ¿Acaso no afirmaba el apóstol Pablo, “me alegro por los
padecimientos que soporto por vosotros”? (Col 1, 24). Y Pedro, por su
parte, exhortaba: “Alegraos en la medida en que participáis de los
sufrimientos de Cristo, para que también os alegréis alborozados en la
revelación de su gloria” (1 P 4, 13).

Pidamos al Espíritu Santo que encienda cada vez más en nosotros el deseo
de los bienes celestiales y que un día gocemos de su plenitud: “Danos
virtud y premio, danos una muerte santa, danos la alegría eterna”. Amén.

Miércoles 19 de junio de 1991

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La fe es la fuente de nuestra alegría.

Ángelus. Esta plegaria toma su nombre del anuncio del Ángel a María:
"Salve... el Señor es contigo" (Lc 1, 28). Dentro de poco, en la liturgia de
Navidad, escucharéis aquellas otras palabras de alegría que anunciaron
el nacimiento de Jesús: "Os traigo una buena nueva, una gran alegría que
es para todo el pueblo" (Lc 2, 10).

Con anterioridad, en otra ocasión, he llegado a decir: "En un sentido


auténtico, la alegría es la nota clave del mensaje cristiano" (Discurso en
Harlem, 2 de octubre 1979). Como ya dije entonces, mi deseo más
profundo es que el mensaje cristiano provoque alegría en todo aquel que
lo acoja en su corazón: "alegría a los niños, a los padres, a las familias y a
los amigos, a los obreros y a los estudiantes, gozo a los enfermos y a los
ancianos, gozo a toda la humanidad". Y ahora, me atrevo a añadir:
"alegría ―profunda y sólida alegría― en todos los habitantes de
Australia".

2. La fe es la fuente de nuestra alegría. Creemos que Dios nos creó para


vivir en profundidad la felicidad humana, que de algún modo
experimentamos en la tierra, pero cuya plenitud acontecerá en el cielo. La
alegría de vivir, la alegría del amor y de la amistad, la alegría del
trabajo bien hecho, etc., expresan, de un modo admirable, lo que todos
entendemos por alegría humana.

Para nosotros, los cristianos, la causa-fundamento de nuestra alegría no


es otra que la causa de la alegría de Jesús: ser plenamente consciente de
que Dios, nuestro Padre, nos ama. Este amor transforma nuestras vidas y
llena de gozo nuestro corazón. Nos ayuda a comprobar que, realmente,
Jesús no vino para imponernos ningún tipo de yugo. Él vino para
enseñarnos lo que significa ser plenamente feliz y plenamente hombres.
Por tanto, cuando descubrimos la verdad, descubrimos también la
alegría: la verdad sobre Dios, nuestro Padre, la verdad de Jesús, nuestro
Salvador, la verdad sobre el Espíritu Santo que vive en nuestros corazones.

3. Sin embargo, no pretendemos afirmar que todo en la vida sea bueno y


bello. Somos conscientes de la existencia de la oscuridad y del pecado, de la
pobreza y del sufrimiento. Pero sabemos que Jesús ha vencido al pecado,
pasando a través de su propio sufrimiento a la gloria de la Resurrección.
Y nosotros vivimos a la luz de su Misterio Pascual: el misterio de su
muerte y resurrección. "Somos un pueblo de Resurrección y el aleluya es
nuestra canción". No buscamos una alegría superficial, sino una alegría
que brota de la fe, que crece a través de la autodonación amorosa, que
anima a la realización del "deber primordial de amar al prójimo, sin el cual
sería poco oportuno hablar de alegría" (Pablo VI, Gaudete in Domino, I).
Sabemos muy bien que la alegría es exigente, requiere generosidad;
requiere disponibilidad absoluta para decir con María: "Hágase en mi
según tu palabra" (Lucas 1, 38).

4. María, Madre nuestra, me dirijo hacia ti junto con toda la Iglesia y te


aclamamos como Madre de la Alegría (Mater plena sanctae laetitiae). Yo,
Juan Pablo II, confío a ti a toda la Iglesia de Australia y te pido que
derrames sobre todos sus miembros esa santa y humana alegría de la que
Dios te hizo generosa donación.

Ayuda a que todos sus hijos comprueben que todas las cosas buenas de la
vida proceden de Dios Padre a través de tu Hijo Jesucristo. Ayúdales a vivir
la experiencia de la alegría del Espíritu Santo que llenó tu propio
Corazón Inmaculado. Y haz que puedan encontrar, en medio de los
sufrimientos y los avatares y pruebas de la vida, la plenitud de alegría
que ha acontecido en tu Hijo Crucificado, y brota, continuamente, de su
Sagrado Corazón. Juan Pablo II, Obispo de Roma - Domingo 30 de
noviembre de 1986 - Adelaida, Australia.

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Los diez mandamientos


Diez recetas para la felicidad

En Diez palabras le explicó Dios a Moisés el secreto para ser feliz. Le hizo
subir al monte Sinaí, y allí se las escribió, grabándoselas con su dedo sobre
piedra. Los diez preceptos son la forma de vivir en libertad y amistad con
Dios y con el prójimo. Ponen de relieve los deberes esenciales y, por tanto,
indirectamente, los derechos fundamentales que se encuentran en la
propia naturaleza
de la persona. Sin embargo, ¿es ahora el Decálogo divino una carga tan
pesada como las mismas piedras en que se escribió?
¿Son normas de actual vigencia? ¿Tiene sentido esforzarse en vivirlas para
el hombre de nuestro tiempo?

Carmen María Imbert


Salimos temprano, de madrugada, cuando aún no había amanecido para
no tener problemas de tráfico. Al cabo de unas horas, la bruma era tan
intensa que, aunque la razón nos indicaba que ya debía haber salido el sol,
no veíamos nada. No reconocimos las señales del asfalto y tomamos la
dirección equivocada. Tampoco conseguimos ver el panel indicador de
acceso a la nueva carretera. Nos perdimos y, para colmo, cuando
estábamos a punto de dar la vuelta, otro vehículo nos dio un golpe. No vio
la señal de prohibido adelantar.
Para el que quiera llegar a su destino no le resulta molesto cumplir las
normas de tráfico, no se plantea si le apetece o no, tiene una meta y debe
tomar los medios para alcanzarla. El Decálogo, que le ofreció Yavé a su
pueblo de manos de Moisés, son esas señales de conducta necesarias para
conseguir la felicidad. Pero en la actualidad no sienta bien el hecho de
obedecer, y más si estos principios llevan el peso de lo antiguo, aunque no
de lo anticuado.
Decálogo significa, en su origen griego, diez palabras, que nacen de la
necesidad de relacionarse, con Dios y con los demás, pero, curiosamente,
Dios no espera a que sean fruto de un consenso y de una democrática
votación. Responden a lo que ya está inscrito en el hombre desde la ley
natural. ¿Qué pasaría –escribe Giulio Andreotti en Un descuento a
Moisés– «si de lo Alto se hubiese pedido cancelar de la lista de Moisés uno
de los diez mandamientos?; ¿cuál hubiese sido la opción de cada uno?»
Una propuesta, en principio atractiva, sobre la que, desde estas páginas,
animo a reflexionar. ¿Existe algún mandamiento que sobre? En el referido
estudio de Andreotti, un imaginado padre Valentino, nuevo profesor de
Teología Moral en un seminario italiano, propone a sus alumnos que
piensen y argumenten cuál de los diez mandamientos eliminarían. Les pide
que reflexionen durante tres meses, al cabo de los cuales deberán redactar,
de forma anónima, los argumentos por los que lo suprimirían. Es una
propuesta lanzada también desde estas líneas al lector, al que se invita a
repasar los mandamientos a la luz de las necesidades, los anhelos y los
acontecimientos del hombre actual. Para facilitar esta reflexión, se acercan
a estas páginas hombres y mujeres que, desde la cultura, la ciencia y la
experiencia, quieren ayudar a dar luz.

Amo, luego existo


El hombre necesita amar, pero, en el primer mandamiento, Dios lo
expresa, no como un deseo, ni como un consejo, sino con un imperativo:
Amarás a Dios sobre todas las cosas. Amarás. Amor como algo obligatorio.
Comerás todos los días para no morir de hambre. Este imperativo es más
agradable. ¿Qué tiene el verbo amar para que resulte extraño, en un
principio, tenerlo como obligación? La primera cuestión sería qué
entendemos por amar. Alguno puede pensar en seguida en un atractivo de
una persona por otra; un amor que se hunde en su raíz griega eros, y que
sería un amor instintivo, espontáneo, por tanto nunca exigible. Por lo
tanto, no es al que está invitando Dios. ¿Amor de amistad, con su origen
griego filia, ése que quizá en un principio se busca, pero que requiere ser
cultivado y en ningún caso se puede imponer? No, éste tampoco nos sirve.
El amor al que aquí se refiere es agapé, la ayuda gratuita, generosa que se
da a otro. Aquí entra el amor como necesidad y nunca podría haberse dado
en la dirección del hombre a Dios si Él no se hubiera adelantado a
plantearlo primero. De aquí se puede deducir que el hombre tiene una
necesidad imperativa, la de amar, que le da razón de ser persona, y además
se trata de un amor infinito. Del amor que exige Dios en su primer
mandamiento, se desprende la necesidad del hombre de amar para
siempre. Continúa diciendo: sobre todas las cosas, y paradójicamente esa
exclusividad es la clave de la grandeza de ese amor.
A las cosas por su nombre

En su segundo precepto: No tomarás el nombre de Dios en vano, Dios nos


pide ser honestos en lo que a las palabras se refiere. Estarán de acuerdo
incluso los fieles de cualquier otra religión o de ninguna, y más los que
utilizamos la palabra como instrumento de trabajo, que ella tiene un valor.
El valor de la palabra, de cómo algunas palabras como amor, libertad,
justicia, verdad, contienen un peso humano, moral y ético tan fuerte, que
merecen un respeto. Ese respeto se reconoce cuando no depende de quién,
cuándo, cómo y dónde se pronuncien. En otro caso se estará deteriorando
su contenido; por tanto, se tratará de una manipulación de la palabra.
Así se producen trampas del lenguaje. Más cuando existe una clara
intención de llevarse un beneficio. En temas de rabiosa discusión, tenemos
un ejemplo claro de la trampa que supone al entendimiento leer:
interrupción del embarazo, por aborto; o selección sexual prenatal, por
feticidio; o buena muerte, por suicidio asistido, etc.
Y si la palabra común merece tan estimado respeto, no digamos la que
hace referencia al nombre propio. En un grado mayor, el nombre de la
persona, que expresa que ella es alguien concreto para los demás. Y en
grado superior el nombre de un Dios. «Ahora yo os digo: no juréis nunca ni
por el cielo, porque es el trono de Dios; ni por la tierra, que es el estrado de
sus pies; ni por Jerusalén, porque es la ciudad del gran Rey; ni por tu
cabeza, porque no puedes hacer blanco o negro ni uno solo de tus cabellos.
Decid sí, cuando es sí, y no cuando es no, porque lo que se añade a esto lo
dicta el Maligno».

Un respeto a los mayores


En el pequeño libro, editado por Desclée de Brouwer, El cuarto
mandamiento, don Pedro Latorre recoge nueve experiencias que ilustran el
cuarto mandato divino: Honrarás a tu padre y a tu madre, y, por tanto,
ayudan a entender su necesaria actualidad. Entre ellos, llama la atención
un testimonio al que ha querido dejar en el anonimato por lo espinoso del
tema, y que recoge de una emisión radiofónica. Un joven describe un
desayuno con sus hijos pequeños mientras ojea el periódico; descubre en él
la detención de los presuntos autores de un atentado terrorista en el que
habían fallecido dos personas: «Hoy quiero daros las gracias, aita y ama,
con más fuerzas que nunca. Hoy he llevado a vuestros nietos a desayunar
chocolate con churros. Mientras ellos se lo comían todo como buitres, me
he quedado paralizado al ver la portada del periódico. ¡Dos de los
detenidos por los asesinatos eran P. y K., mis amigos de juventud! ¿Los
recordáis? Seguro que sí». Y el joven relata la oposición que sufrieron sus
padres con él en su educación adolescente. Las nuevas amistades
adquiridas que censuraban, en apariencia injusta y autoritariamente, sus
progenitores. El rechazo del hijo víctima a unos padres incomprensivos,
dictadores, inflexibles y severos. Y el resultado final de una felicidad
heredada del mérito de unos padres, contrapuesto a la tragedia de la
noticia del periódico. Él, ahora padre, se despide dando las gracias a sus
padres en vasco: Eskerrik asko.
Para el agradecido nuevo padre, que fue hijo desagradecido, se le
presentan motivos objetivos que le llevan a cumplir el cuarto
mandamiento, necesario para su propia condición de persona. Sin
embargo, en el caso de que los padres biológicos no respondan a este
modelo, o que sean padres fantasma que ni siquiera se dignen aparecer en
la geografía familiar, por abandono u otro motivo, la necesidad de
agradecer y honrar a quienes ocupan el lugar de gobierno, nace de la
propia persona, no de la característica del padre, madre o gobernante que
son reflejo, a veces exiguo, de Dios Padre.
El cuarto mandamiento, que hace referencia directa al deber de los hijos
para con los padres, es más amplio. En el mismo imperativo se incluye la
obligación del padre o madre a responder a ese reflejo de paternidad
divina. Y ordena también honrar a aquellos que ejercen una autoridad en
la sociedad. El ejercicio de la autoridad obliga, entonces, a manifestar una
justa jerarquía de valores que posibilite la libertad y responsabilidad de
todos. Así, el cuarto mandamiento, no sólo reconoce, sino que obliga a
reconocer el derecho y el deber del gobernante, el derecho y el deber del
ciudadano.

Santificarás las fiestas

No deja de ser curioso que nuestra sociedad tecnificada postindustrial, que


anula al individuo y apenas aprecia otra cosa que el placer, el sexo, el
dinero, el poder, etc., siga buscando las manifestaciones del espíritu, la
belleza de lo natural y de lo espontáneo, la libertad que identifica a veces
con la imaginación y la fantasía, la transcendencia, en suma. Todo esto se
encuentra en la fiesta, pero no en una fiesta cualquiera, sino en la fiesta
integral, la que realmente libera.
En este sentido la fiesta es una necesidad irrenunciable, al mismo tiempo
que una de las principales manifestaciones del espíritu humano, que no se
agota en el plano de las acciones, como tampoco en el de los sentimientos.
La fiesta afecta a la totalidad de la persona y pone en movimiento su
capacidad lúdica, contemplativa, expresiva y comunicativa. El hombre
tiende a vivir la fiesta a fondo, en lo que tiene de contraste con la vida
cotidiana, en lo que tiene de exuberante o de derroche de energías, e
incluso en lo que tiene de don, de entusiasmo y de juego. En el terreno
religioso se convierte también en una ocasión privilegiada para buscar a
Dios y para encontrarle.
Santificar las fiestas, como manda el tercer mandamiento de la Ley de
Dios, no es otra cosa que celebrar y vivir la fiesta en plenitud. El domingo y
los demás día festivos, santificados por la Eucaristía y por el descanso
liberador, se traducen en un acto de alabanza y de reconocimiento al
Creador, es decir, en un acto de culto, al poner de manifiesto la bondad de
todas las cosas. Las fiestas religiosas contribuyen a recomponer la armonía
y la belleza original de la creación, permitiendo al hombre comenzar de
nuevo a vivir en paz consigo mismo, con el mundo y con Dios.
No debemos perder de vista estos valores del domingo, por muy pluralista
que sea nuestra sociedad. La observancia del domingo como día de
descanso, aunque esté diluido en el fin de semana, se apoya, con
preferencia a cualquier otro día, en la tradición popular. Tomar vacación el
domingo forma parte de nuestra cultura que, en el pasado, ha sido creada
por los cristianos. Actualmente, estos últimos continúan tomando parte
legítimamente en ella y colaborando en libertad con creyentes de otras
religiones, lo mismo que con aquellos que tienen una visión diferente del
mundo.
Mantener el domingo como día común de descanso, no significa faltar al
respeto y a la consideración hacia las personas que desearían elegir otro
día. Nuestros legisladores deberían ser capaces de hacer leyes que respeten
todas las convicciones y, al mismo tiempo, protejan las costumbres
compartidas por la mayoría. Como cristianos, estamos llamados a dar al
domingo su carácter integral. Que las actividades comerciales estén
permitidas o no, nosotros tenemos que celebrar el Día del Señor y
reunirnos regularmente este día para conmemorar la muerte y la
resurrección de Jesucristo.

Monseñor Julián López + obispo de León

No matarás

Aborto procurado. Embriones congelados. Manipulación de células madres


embrionarias. Clonación. Suicidio asistido. Eutanasia activa y pasiva.
Droga. Violencia. Cada uno de estos conceptos son la punta de un iceberg
dramático, una durísima esclavitud de los hombres con respecto a su
propio ser y a sus proyectos. Un desprecio altanero a un derecho
fundamental: el derecho a la vida.
¿Se ha vuelto loca la sociedad? Parece que sí. No es que no le funcione la
cabeza, es que ha perdido el corazón y, entonces, hasta es capaz de
planificar con responsabilidad todos estos tipos de asesinatos, como
ofertas accesibles, como medios ordinarios y protegidos por la ley para
resolver conflictos y sufrimientos, quizás sin querer advertir que se está
provocando otro mucho más grave: el derrumbamiento moral, la pérdida
de lo genuino de la persona, el amor humano, que también se manifiesta
en actos de solidaridad, de amistad, de entrega.
Creo que hasta ahora sólo en dos ocasiones –Nuremberg (1946) y Tokio
(1948)– se ha juzgado a criminales en nombre de la Humanidad.
¿Estaremos en un momento para volver a hacerlo y a nivel masivo? Ojalá
no, aunque no deja de ser curioso que, siendo nuestro Estado moderno el
primero de la Historia que posee los medios adecuados para garantizar una
eficaz tutela de la vida, se haga cómplice de asesinatos en cadena.
Se comprende que Juan Pablo II, en su Carta apostólica Novo millennio
ineunte, señale como primer reto para este nuevo tiempo el deber de
comprometerse en la defensa del respeto a la vida de cada ser humano
desde la concepción hasta su ocaso natural, e insista en que la vida
vencerá. La verdad, el bien, la alegría y el auténtico progreso están de su
parte. Y a cada uno, en nuestro lugar, nos toca irradiar y proteger estas
verdades que son, en definitiva, defender quiénes somos. ¡Qué
certeramente lo describe Guardini!: «A la pregunta ¿qué es tu persona?, no
puedo responder: mi cuerpo, mi alma, mi razón, mi voluntad, mi libertad,
mi espíritu. Todo eso no es aún la persona, sino el conjunto de las cosas
que la constituyen. La persona misma existe en la forma de pertenencia a sí
misma». Es decir, las personas son dadas las unas a las otras no como
objetos, como algo de lo que disponer, sino como sujetos, con quienes
hablar y a los que respetar en su irreductible alteridad subjetiva.
No perdamos la esperanza. La verdad, ahora oprimida, saldrá triunfante.
Por mucho que ignoremos de nosotros mismos, y tanto más de los otros,
podemos percibir y recuperar el latido constante y luminoso de la propia
conciencia. La conciencia constituye el corazón del corazón, y no anula
jamás el valor misterioso de cada vida humana. Sirva un poema Gloria
Fuertes para mostrarlo. Sirva también para que pongamos el corazón en
nuestro quehacer. Para que no nos volvamos locos:
«Querida vida, eres lo mejor que he tenido y que tengo,/ eres lo más
importante que puede tener un ser humano;/ te has portado conmigo, a lo
primero, regular,/ pero más bien, bien;/ nunca tuve que tener psicólogo ni
psiquiatra, vida mía;/ siempre te he defendido, siempre he estado
enamorada de ti,/ vida, vida mía;/ me has dado suerte, poemas, fama,/
buena salud, buen humor, don de amistad, don poético;/ en amores, de
todo un poco, más bien poco,/ el último falta/ y, además, era el último;/
me ha dejado mal sabor de boca y casi baldada,/ cosas de la vida,/ cosas
tuyas, hija».
Recuperar el valor de la vida humana, como bien primario y fundamental,
es un absoluto ético indiscutible, es el quinto Mandamiento de la Ley de
Dios, es la fuente de todos los derechos humanos y de todo orden social.
Afirmación que no contradice la constante búsqueda de las garantías
sociales, legales, científicas y culturales en todos los ámbitos del saber,
pero precisamente para que la persona mantenga su centralidad, sin
destruir ni la tradición ni el futuro.

Gloria María Tomás y Garrido


Profesora de Bioética de la UCAM

No cometerás actos ni consentirás pensamientos ni deseos


impuros

No desearás (Rom 7,7). La pretensión del mandamiento en su fuerza


imperativa siempre ha parecido excesiva para las fuerzas humanas. ¿Cómo
se puede mandar no desear, cuando el afecto es algo que parece no
obedecer nuestra voluntad? Parece que sólo un Dios que quiere imponerse
totalmente al hombre es capaz de tal imperio desmedido para cualquier
humano, y que se nos presenta entonces con caracteres despóticos,
obligando a un fenómeno represivo interior que sería inhumano.
Ésta es la interpretación usual que las personas dan a la formulación del
sexto y noveno mandamiento tal como la realiza la Iglesia, y lo que les hace
desconfiar de la bondad de esta propuesta, e incluso de la bondad de ese
Dios del que la Iglesia se presenta como fiel intérprete. Es un fenómeno de
gran magnitud, pues no se trata de una simple discrepancia de criterios o
de interpretación. San Pablo introducía esas palabras en su Carta a los
romanos para resumir el modo como el hombre se sitúa ante la ley, y como
ésta puede parecer tremendamente opresiva para el hombre pecador.
Se comprende así cómo, tras la dificultad que el hombre siente ante la
moral sexual, por su estrechísima unión con el deseo y la intimidad
humana, se plantea una reinterpretación radical de la moralidad con el
rechazo más o menos directo de lo que se podría denominar moral eclesial.
No podemos extrañarnos de este hecho, en la medida en que vivimos en
una cultura dominada por el deseo, para la cual cualquier limitación al
mismo suena represiva. La revolución sexual, primero de los años 20 y
luego de los 60 del siglo XX ha constituido los pasos decisivos para la
ruptura de un puritanismo que se centraba en la moral sexual, y lo hacía
con un planteamiento meramente represivo. Esta moral puritana tenía sus
orígenes en el siglo XVI con Calvino, e influenció el catolicismo por el
jansenismo, por el que se deslizó en los manuales de moral.
En este panorama podemos ver la dificultad que significa para un hombre
la moral sexual, en la medida en que el deseo sexual, sin más, parece
convertir a una persona en un simple objeto de deseo, y que esta realidad
es insuficiente. La relación hombre y mujer está influenciada por este
deseo, y se encuentra marcada por la necesaria resolución de ese problema
del deseo en sí mismo. El deseo sexual apunta a algo más grande que su
satisfacción. Las numerosísimas patologías sexuales que se dan en la
actualidad demuestran la falacia de la proposición de Freud, para el cual
una liberación de las relaciones sexuales conduciría a una mayor salud
mental. Podemos afirmar que medir el deseo sexual por su mera
satisfacción, no sólo es inhumano, sino verdaderamente patógeno, lo que
el hombre busca es algo más que satisfacer un deseo. Por consiguiente, es
insuficiente pensar en la moral sexual como la ausencia de violencia en las
relaciones sexuales; es algo que tiene que ver con la construcción de la
intimidad del hombre, por eso contiene un valor personal en sí mismo.
La solución que se ha querido dar es interpretar toda normativa sexual en
una clave de meros roles sociales, a modo de una convención cultural que
humanizaría este tipo de relaciones. Se ve directamente lo insuficiente de
esta postura en la medida en que quiere racionalizar el deseo desde fuera,
mediante unos límites de decencia, dentro de una sociedad que ha
convertido el sexo en un objeto de consumo.
Hay que señalar entonces que la verdadera solución de la moral sexual está
unida a la Revelación divina: «Hombre y mujer los creó, a imagen de Dios
los creó» (Gen 1,27), esto es: el deseo remite a una verdad anterior, a un
amor originario que dirige internamente la libertad a la construcción de
una comunión de personas. De este modo, sin negar la existencia del
deseo, se descubre su dirección hacia una plenitud que no se mide por la
satisfacción, sino por la construcción de una vida acabada. Una vida que
requiere una entrega real y definitiva que se puede entender como un
auténtico don de sí.
Es una verdad específica en la medida en que está escondida en el corazón;
por eso «no lo comprenden todos, sino a los que les es dado» (Mt 19,11),
pues es necesario para ello superar la «dureza de corazón» (Mt 19,8). Dios
puede mandar no desear porque es el que salva el deseo del hombre con su
gracia. Por eso, forma parte del anuncio cristiano el manifestar que su
moral es posible, porque se convierte en fermento de esperanza, la que nos
permite de nuevo creer en el amor (1Jn 4,16).

Juan José Pérez-Soba Díez del Corral

No robarás

Es común escuchar en las conversaciones : «Yo no me confieso, porque


tengo la conciencia tranquila, no mato, no robo...» Nos imaginamos que
roban los que asaltan por la calle, o los que se meten a las casas a la fuerza.
Pero, maneras de robar, hay muchas: el lechero que le echa agua a la leche,
el abogado que cobra sin defender a su cliente, el mecánico que pone
piezas malas, los que celebran San lunes, los que cobran sin trabajar, los
que van a la escuela y no se ponen a estudiar, el que se gasta la quincena en
emborracharse, los que piensan que el que no engaña no avanza, los
funcionarios que no ponen a trabajar nuestros impuestos...
El séptimo mandamiento prohíbe tomar o retener el bien del prójimo
injustamente y perjudicar al prójimo en sus bienes terrenales, espirituales
y humanos. Si eliminásemos este mandamiento, ¿sería posible vivir en
sociedad? Este mandamiento nos invita a practicar la justicia, la caridad, y
a procurar el bien de los demás. La paz que tanto pedimos y exigimos es la
que Dios nos propuso para que vivamos en sociedad de convivencia y
respeto, donde todos tengan lo necesario para vivir dignamente, y no se
tenga acumulación exagerada de riquezas. «Cuando damos a los pobres las
cosas indispensables –decía san Gregorio Magno–, no hacemos otra cosa
que devolverles lo que es suyo. Más que realizar un acto de caridad, lo que
hacemos es cumplir un deber de justicia».
Pensándolo bien, no robar se traduce, además, en un trabajo digno, un
salario justo, la responsabilidad en nuestras actividades y la atención a las
necesidades de quienes nos rodean. El cumplimiento de este mandamiento
que nos lleva a una vida de auténtica calidad humana, propia de los hijos
de Dios, como lo son todos los otros mandamientos divinos, es necesario,
indispensable, si no queremos perder la única riqueza verdadera de la vida.

No darás falso testimonio ni mentirás

La diferencia entre la verdad y la mentira es en ocasiones tan sutil y


delgada como el grueso de un cabello. Resulta obvio que no pocas mentiras
saltan a la vista y que, más tarde o más temprano, dejan de manifiesto su
carácter de tales y la mayor o menor bajeza moral del que las ha proferido.
Sin embargo, al lado de esas rampantes faltas contra la verdad, el lenguaje
escrito o hablado nos permite quebrantar este mandamiento de mil y una
maneras. Con profunda tristeza hay que reconocer que algunas profesiones
–como es el caso del periodismo– se prestan especialmente para incurrir
en tamaño pecado. Semejante situación debería llevarnos a realizar un
profundo examen de conciencia sobre nuestra acción en la sociedad.
La ocultación de la realidad por intereses económicos, empresariales,
políticos, corporativos o personales es mentir. La exposición sesgada de la
realidad provocando un mayor brillo de lo aparentemente positivo, o
ennegreciendo de manera aún más acusada lo supuestamente negativo, es
mentir. El silencio frente al mal, a la corrupción, a la inmoralidad o a la
injusticia es mentir. El amoldamiento de la opinión o de la información de
acuerdo con el beneficio propio es mentir. La promoción de personajes,
instituciones o ideologías, no porque se crea en ellos, sino porque de
semejante comportamiento pueden derivar prebendas o ventajas
personales, es mentir. La práctica del rumor, de la habladuría, de la
frivolidad, arrojando irresponsablemente –no digamos ya
voluntariamente– lodo y tinieblas sobre la buena fama de alguien, es
mentir. La invención o aliño de noticias, hallazgos, descubrimientos y
revelaciones sensacionales, simplemente para aumentar la tirada o la
audiencia, es mentir.
Todas y cada una de esas formas de mentir erosionan la confianza de la
gente en los medios de comunicación, en los políticos, en las instituciones y
en las fuerzas sociales. Todas y cada una de esas formas de mentir acaban
entenebreciendo la conciencia y la profesionalidad de aquellos que las
practican, hasta el punto de que no llegan a distinguir, al fin y a la postre,
lo verdadero de lo falso. Todas y cada una de esas formas de mentir
corroen la convivencia, creando un mundo donde la falsedad es moneda de
prudente cambio, y donde cada ser humano acaba encerrado en la
engañosa fortificación de su soledad. Pero además de dañinas, todas y cada
una son inútiles. Bien lo advirtió Jesús cuando dijo: «Porque no hay nada
encubierto, que no haya de ser descubierto; ni nada oculto que no termine
por saberse» (Lucas 12, 2).
Dr. César Vidal.

No codiciarás los bienes ajenos

El décimo mandamiento ilumina el fundamento antropológico y


sociológico de una política inspirada cristianamente.
La segunda mitad del Decálogo prohíbe acciones, pero en el décimo
prohíbe deseos: los deseos que dan lugar al conflicto, a la violencia, que
constituye el problema número uno de toda comunidad humana, siendo
por eso el origen de lo político y la política. Pues la violencia tiene por
causa, como interpreta René Girard, el deseo mimético que hace del
prójimo el modelo de nuestros deseos, suscitando así la rivalidad
destructiva. Es, pues, un mandamiento relativo a las relaciones humanas,
cuyo funcionamiento habitual, consecuencia de la discordia que las
caracteriza desde el punto de vista político, hace necesaria la política para
establecer la concordia, aunque sea precaria. No se condena, pues, la
política, sino todo lo contrario: lo que revela el décimo mandamiento es un
profundo saber sobre las relaciones entre los hombres y entre las
sociedades, que explica que el hombre tenga que ser político.
Jesús, cuyo deseo humano consiste en llegar a ser la imagen perfecta del
Padre, invita en el Evangelio, para superar la conflictiva condición
humana, a imitar su propio deseo: parecerse a Dios Padre. «Sed perfectos
como mi Padre es perfecto». Precisamente por eso, en tanto no se alcanza
este ideal, y frente a la conducta habitual, se presenta como piedra de
escándalo: «Para todos vosotros –dice–, seré motivo de escándalo»;
subrayando empero que serán felices aquellos «para quienes no soy causa
de escándalo».
Como el camino de la perfección no lo seguirán todos, o no sabrán seguirlo,
la política fundada en la imitación de Cristo es la forma de compensar las
deficiencias humanas. Satán, el gran mentiroso y homicida desde el
principio, está haciendo siempre su trabajo de fomentar el desorden, el
pecado. Mas, para sobrevivir, para evitar que, como dice Jesús, «Satán
expulse a Satán», si el desorden extremo, el caos se hace normal, el propio
Satán favorece la existencia mediante la violencia de un orden precario, de
modo que las sociedades estén siempre en deuda con él.
El objeto de la política es acabar con esta dependencia y librarse de Satán,
cuyo reino inspirado en la violencia constituye una caricatura del reino de
Dios, sustituyendo el principio de la violencia por el del amor al prójimo
que enseña Jesús. La Redención consiste, en este aspecto, en poner fin a la
anterior contemporización con el reino de Satán. Por eso se ofrece, con su
sacrificio violento, de sangre, como la última víctima, el último chivo
expiatorio de la violencia mimética para que se acaben la violencia y la
mentira, el desorden.

Dalmacio Negro

Pero, quien no hace referencia a éste o a análogos principios, ¿dónde


encuentra la luz y la fuerza para hacer el bien, no sólo en circunstancias
fáciles, sino también en aquellas que nos ponen a prueba hasta los límites
de nuestras fuerzas humanas y, sobre todo, en aquellas que nos sitúan
frente a la muerte?» Más adelante sigue interpelando Eco: «Y si no existe
una justificación última y siempre válida para tales actitudes, ¿cómo es
posible en la práctica que éstas sean siempre las que prevalezcan, que sean
siempre las vencedoras?» Lo que el representante de la cultura laica, como
han denominado frecuentemente a Umbreto Eco, deja expresado en sus
preguntas es el vacío de quien vive sin tierra bajo sus pies. La idea de Dios,
de la trascendencia, hace que el hombre se vuelque, como le contesta el
cardenal Martini, al prójimo: «Me parece evidente que para una persona
que no haya tenido jamás la experiencia de la trascendencia, o la haya
perdido, lo único que puede dar sentido a su propia vida y a su propia
muerte, lo único que puede consolarla, es el amor hacia los demás». Es,
ciertamente, luz de vida y de verdad que el resumen de Cristo atienda a los
dos puntos de referencia del obrar: Dios y el prójimo. En realidad, uno:
«Amarás al Señor, tu Dios... El segundo –añade el mismo Cristo– es
semejante al primero».
El Decálogo divino responde a un orden entre los hombres y un orden con
Dios. Darle la espalda a uno de sus puntos significa fracasar. Se empeñan
ahora en una Constitución europea sin Dios, que suena a un plato de filete
sin carne. Que prueben a eliminar uno sólo de los mandamientos y
veremos en breve –¿no lo estamos viendo ya?– por dónde cojeará el viejo
continente.

En resumen...

Quienes están en época de exámenes –todos en alguna ocasión nos hemos


enfrentado a uno en la vida– conocen el beneficio del resumen o
conclusión, que aparece al final de las lecciones. Y la pedagogía divina
también tuvo en cuenta este principio. Así nos envió a un profesor experto,
el Maestro divino, Jesucristo, que resumió –que no redujo– en dos las diez
palabras divinas: «Amarás a Dios sobre todas las cosas y al prójimo como a
ti mismo».
El filósofo y profesor de semiótica piamontés Umberto Eco, en unas cartas
públicas y publicadas dirigidas al cardenal arzobispo de Milán Carlo María
Martini, se hacía la siguiente reflexión: «Existen numerosas personas que
actúan de manera éticamente correcta y que, en ocasiones, realizan incluso
actos de elevado altruísmo sin tener o sin ser conscientes de tener un
fundamento trascendente para su comportamiento. Precisamente de este
realismo es de donde extraigo yo la fuerza de esas convicciones éticas que
quisiera, en mi debilidad, que constituyeran siempre la luz y la fuerza de
mi obrar.

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Sí y abnegación

Caminos para la alegría

J. M. ALIMBAU - 2004-10-06
Da a cada cual su derecho y lo que es suyo: sé justo. Por aquí empieza el
camino hacia la paz y la alegría interior.
–Sé agradecido a quien te hizo bien y guarda sus enseñanzas.
–Devuelve bien por mal y supera los favores que tú recibiste.
–Si eres compasivo con quien sufre y no tardas en ayudarle... Entonces
experimentarás en tu interior la alegría.
–Da la mano al caído que necesita ayuda para seguir adelante.
–Ofrece un rostro amable y sonriente a quien sufre.
–«Si por su honor tu honor expones...» No estás lejos de la verdadera
alegría.
–Si sigues el camino que Dios te ha trazado...
–Si intentas esparcir alegría en tu entorno...
–Si no desprecias a nadie y ayudas a todos... Entonces cosecharás alegría.
–Si eres apoyo físico y moral para el anciano y el enfermo...
–Si eres «rico para con el pobre»...
–Si «eres poderoso para con el desamparado»...
–Si llevas paz, concordia, bondad, amabilidad, ayuda... La alegría no
tardará en hacer presencia en tu interior y en tu exterior.
–Si sabes soportar por amor las injurias y los males...
–Si conviertes tu servicio en amor a Dios y a los hombres...
Entonces, estás andando por el camino de la alegría.

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Alegría interna y externa

Philipp Lersch destacado maestro de la psicología alemana


contemporánea, profesor de Psicología y Filosofía y director del Instituto
Psicológico de la Universidad de Munich, afirma que hay dos tipos de
alegría: la alegría externa, la fisiológica, la caracterial (en relación con el
sentimiento de jovialidad). Ella se relaciona con la diversión, que es una
alegría superficial, ligada al momento concreto de placer y que tiene un
efecto pasajero, temporal, limitado sobre la vida anímica y suele
manifestarse con la risa.
La alegría interior, profunda, espiritual, la auténtica se aposenta en el ser
profundo de la persona, y más que una satisfacción pasajera o una emoción
que roza la periferia de la persona, es un estado que la persona puede y
debe cultivar. Es una alegría basada más en el tono vital integrado de toda
la personalidad y sobre todo en un adecuado y exacto alcance del sentido
de la propia vida y de toda la existencia.
La alegría espiritual penetra en toda la vida anímica y proporciona una
ayuda inapreciable para cada momento de la existencia. La alegría interior
proporciona a nuestras percepciones un brillo especial. La alegría
espiritual muestra todo el horizonte, –objetivo de nuestra existencia– a
una nueva luz. La alegría auténtica da a nuestros pensamientos y a nuestra
voluntad una particular dirección y una fuerza especial para poder seguir.
Y el doctor Lersch termina diciendo: «El núcleo más profundo de la
alegría radica en la fuerza de la vivencia religiosa». 2005-03-30 José
María ALIMBAU

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El por qué de una alegría

El Obispo de Hipona, san Agustín, se encuentra con un Salmo de


que dice: El justo se alegra con el Señor, espera en él, y se
felicitan los rectos de corazón. Y luego con otro: Amanece la luz
para el justo, y la alegría para los rectos de corazón. A partir de
ahí se dirige a sus fieles oyentes.

Por Agustín de Hipona

Te preguntarás el porqué de esta alegría. En un salmo oyes: El justo se


alegra con el Señor, y en otro: Sea el Señor tu delicia, y él te dará lo que
pide tu corazón.

¿Qué se nos quiere inculcar? ¿Qué se nos da? ¿Qué se nos manda? ¿Qué se
nos otorga? Que nos alegremos con el Señor. ¿Quién puede alegrarse con
algo que no ve? ¿O es que acaso vemos al Señor? Esto es aún sólo una
promesa. Porque, mientras sea el cuerpo nuestro domicilio, estamos
desterrados lejos del Señor. Caminamos sin verlo, guiados por la fe.
Guiados por la fe, no por la clara visión. ¿Cuándo llegaremos a la clara
visión? Cuando se cumpla lo que dice Juan: Queridos, ahora somos hijos
de Dios y aún no se ha manifestado lo que seremos. Sabemos que, cuando
se manifieste, seremos semejantes a él, porque lo veremos tal cual es.

Entonces será la alegría plena y perfecta, entonces el gozo completo,


cuando ya no tendremos por alimento la leche de la esperanza, sino el
manjar sólido de la posesión. Con todo, también ahora, antes de que esta
posesión llegue a nosotros, antes de que nosotros lleguemos a esta
posesión, podemos alegrarnos ya con el Señor. Pues no es poca la alegría
de la esperanza, que ha de convertirse luego en posesión.

Ahora amamos en esperanza. Por esto, dice el salmo que el justo se alegra
con el Señor. Y añade, en seguida, porque no posee aún la clara visión: y
espera en él.

Sin embargo, poseemos ya desde ahora las primicias del Espíritu, que son
como un acercamiento a aquel a quien amamos, como una previa
gustación, aunque tenue, de lo que más tarde hemos de comer y beber
ávidamente.

¿Cuál es la explicación de que nos alegremos con el Señor, si él está lejos?


Pero en realidad no está lejos. Tú eres el que hace que esté lejos. Ámalo, y
se te acercará; ámalo, y habitará en ti. El Señor está cerca. Nada os
preocupe. ¿Quieres saber en qué medida está en ti, si lo amas? Dios es
amor.

Me dirás: "¿Qué es el amor?" El amor es el hecho mismo de amar. Ahora


bien, ¿qué es lo que amamos? El bien inefable, el bien benéfico, el bien
creador de todo bien. Sea él tu delicia, ya que de él has recibido todo lo que
te deleita. Al decir esto, excluyo el pecado, ya que el pecado es lo único que
no has recibido de él. Fuera del pecado, todo lo demás que tienes lo has
recibido de él. (*)
¿No forman estos párrafos una sólida columna de oro fino?
A.O.D.

(*) Sermón 21,1-4: CCL 41, 276-278

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EL PERDÓN FUENTE DE LIBERTAD - «El descubridor del papel del


perdón en la espera de los asuntos humanos fue Jesús de Nazaret. El hecho
de que hiciera este descubrimiento en un contexto religioso no es razón
para tomarlo con menos seriedad en un sentido estrictamente secular» (H.
Arendt). El perdón se manifiesta en su límite como la tolerancia y la
convivencia ofrecidas al que ha sido intolerante. La ley castiga al
intolerante, el perdón le perdona. La intolerancia legal frente al intolerante
puede engendrar un círculo de venganza. Sin embargo, el perdón es «la
única reacción que no reactúa simplemente, sino que actúa de nuevo y de
forma inesperada, no condicionada por el acto que la provocó y, por lo
tanto, libre de sus consecuencias, lo mismo quien perdona que aquel que
es perdonado». Es decir, permite la libertad creando una situación nueva.

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“El gran problema de nuestro tiempo es que el hombre quiere


experimentar la salvación y la plenitud pasando por encima de la verdad y
queriendo realizarse a sí mismo a través de una libertad desconectada de
esa verdad”. 2004

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«La cultura no es un lujo, una diversión como con frecuencia se repite, sino
una tarea para ser uno mismo y para que los otros se conviertan en ellos
mismos».

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Vivir lentamente no es perder el tiempo sino ganarlo. Además, si sólo una


cosa es importante, ¿a qué viene tanta prisa?

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“Lo único que busco es a Dios en Cristo Jesús por el Espíritu Santo en la
Iglesia católica; en obediencia incondicional al Vicario de Cristo en la
tierra, el Sumo Pontífice, sirviendo a todos los seres humanos por igual.”
[San Ignacio de Loyola]

+++

"Sed maestros de la verdad, de la verdad que el Señor quiso


confiarnos no para ocultarla o enterrarla, sino para proclamarla
con humildad y coraje, para potenciarla, para defenderla
cuando está amenazada." [S.S. Juan Pablo II]
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"Obras todas del Señor, bendecid al Señor".-

“¡Señor, dueño nuestro, qué admirable es tu nombre en toda la tierra!” (Sal


8, 2).

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¡Laudetur Iesus Christus!

gracias por venir a visitarnos

Recomendamos vivamente: ‘EL CAMINO DE LA FELICIDAD’


Autor: Santiago Martín - Planeta, año 2007
401 páginas- [Una de las características del cristianismo es la alegría.
Lewis tituló el relato de su conversión “cautivado por la alegría”, y el
mismo Señor dijo que nadie nos podría quitar la alegría. No cabe duda,
por lo mismo, que el cristianismo no sólo ofrece la felicidad eterna sino
que responde también a las necesidades del hombre en todos los aspectos.
Jesús sana totalmente al hombre. Por eso no nos sorprende que el autor
haya subtitulado este libro: “El agradecimiento como terapia de sanación
espiritual”].
S. S. Benedicto XVI [al siglo: RATZINGER JOSEPH] sus obras
imprescindibles

para aprender a conocer la IGLESIA fundada por Cristo hace 2000 años:

‘SER CRISTIANO EN LA ERA NEOPAGANA’ Ed. Encuentro

‘LA IGLESIA’, una comunidad siempre en camino

‘INTRODUCCIÓN AL CRISTIANISMO’ Ed. Sígueme

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