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Observé al danzar del fuego

Más metáforas para el bienestar con PNL

Sergio Hernández Ledward


Prólogo de Nick LeForce, el poeta transformacional
Ilustraciones de Citlalli Hernández Ledward
Con elegancia y amor Sergio Hernández Ledward abre por nosotros la
puerta entre el mundo exterior y el mundo interior. Sus historias y
conjuros son invitaciones a cruzar ese umbral y a encontrarnos a
nosotros mismos… en todos los sitios.
David Gordon. Pionero en la PNL y autor de “Therapeutic Metaphors”

Sergio se ha convertido en el hombre-metáfora, el encantador de la


magia, las palabras bailan con él, acercándose a su llamado… y
aquellos que deseen seguirlas encontrarán su propio tesoro. Sus
historias nos enseñan que el oro brilla en nuestros ojos, que la belleza de
cada gema está en nuestro corazón y que el cofre de toda la riqueza
reside en nuestra alma.
Nick LeForce. MD, entrenador internacional de coaching, PNL e hipnosis
Dedicatoria

Para Ayla Sofía: brillo, sonrisa y carcajada de luna.

Para Ofelia Alejandra: montaña, remanso, bosque y camino.


Derechos de autor

1ª Edición.
Derechos reservados:
Sergio Xavier Hernández Ledward
Sierra Nevada 402, Col. Arboledas
Celaya, Guanajuato. 38060
México
sergiohernandezledward@gmail.com

Ilustraciones: Citlalli Hernández Ledward

Queda rigurosamente prohibida la reproducción total o parcial de esta obra sin la autorización escrita del editor.

ISBN: 978-607-00-8475-1
Contenido

Dedicatoria
Derechos de autor
Agradecimientos
Prólogo
Bienvenida

La sonrisa del chaneque


Historia
Milagro
¿Cómo se convierte un sueño en un camino?
Pequeña serenata nocturna
El viaje de Shasarani – Parte I
Serpiente
Kuautlan y Amixtli
Historias verdaderas
Yin Yang
Hechizo
Yo te cielo
El viaje de Shasarani – Parte II
Sol y canto
Hach Winik
De niño quería ser mago
El templo doble
Estrella
Luciérnagas en el vientre
El consejo de los seis
Coordenadas
Cenzontle
Alquimista
Ella coleccionaba nombres
Rayo
El viaje de Shasarani – Parte III
Olla de barro
Ave Fénix
Posiciones perceptuales
Loba y mujer
Silencio
Cuauhtli
Nube
Plegaria

Las razones del fuego: ¿Por qué seguir contando historias?


Para alimentar el fuego (y seguir en contacto)
Creo que la imaginación es más fuerte que el conocimiento,
que el mito es más potente que la historia, que los sueños son más
poderosos que los hechos,
que la esperanza triunfa sobre la experiencia,
que la risa es la única cura para la pena,
y sobre todo creo que el amor es más fuerte que la muerte

“El credo del narrador” - Robert Fulghum


Agradecimientos

La gratitud es el propio cielo decía William Blake. Así que gracias a todos ustedes por
hacerme conocer el cielo.
Escribir y publicar un libro –en este caso un segundo libro– nunca es una tarea
individual, más bien es una suma de generosidades y en Observé al danzar del fuego se
han sumado muchas; me llena de alegría pensar en las generosidades que me han
tocado, algunas dirigidas directamente hacia mí, hacia este proyecto y hacia sus
lectores; otras (probablemente las más numerosas) han sido actos, palabras e
intenciones que me han enriquecido muchas veces sin que aquel que actuó, habló o
pensó supiera siquiera de mí. Gracias profundas a ambos.
Así que va mi gratitud para todos mis alumnos de todos estos años. Desde el corazón
para los del Centro Mexicano de PNL en ciudad de México, Guadalajara, Torreón,
Córdoba y Los Mochis. También para los de Coaching Estratégico en Monterrey y para
chavos y maestros de las Universidades de Colima, Guanajuato, Querétaro y Celaya.
De modo muy especial para todos mis alumnos en Nautillus y para aquellos que en
empresas, gobierno y organizaciones han escuchado mis historias. Muchas gracias por
confiar y compartir.
Mi agradecimiento profundo para mis colegas – compañeros de aventura: Mónica
Esquinca, Jaime Requenes, Oscar Ramírez, David Vázquez, Ricardo Merino, Cristina
Stivalet, mi carnal Edgar Hernández Ledward, Graciela Contreras, Claudia Ponce,
Laura Caracheo y todos los que faltan. Sonrío al pensar que soy parte de esta tribu.
A todos mis maestros – aquí la lista sería gigante, así que van algunos de los
indispensables. Gracias al Dzogchen Ponlop Rinpoche, a David Gordon, Robert Dilts y
Stephen Gilligan, a Paco Ramírez y Pepe Merino, a Luis Arturo Salmerón, a Richard
Bandler, Jan Elfline, Jeffrey Zeig y Tim Hallbom. A Nick LeForce mil gracias por la
poesía y el canto de las ballenas, también a Irma de la Torre y Walter Díaz. Mi corazón,
mi palabra y mi mente serían mucho más pobres sin ustedes.
Gracias a Citlalli y a Oscar Filiano. ¡Que privilegio que su genialidad toque este
proyecto! A mi hermano Luis Enrique y a mi amiga Julieta, gracias por su atenta lectura.
Sin lugar a dudas mi gratitud completita para Josh y Sophie Newman, para el zorro de
Saint-Exupery y el de Augusto Monterroso, para el capitán Jack Sparrow, para la
serpiente en la poesía de Mardonio Carballo, para Pi y su tigre, para Julieta (y sus
cabellos negros como noches y largos como inviernos). Gracias a Zacek y Shilbalam, al
desierto multicolor en Fantasía, a Eva Luna, a Gokú, a Kvothe, a la profundidad de
Auri, a Tom Bombadil y a todos los Ents.
Gracias a los lectores de “Escuché decir al viento”
Y sobre todo muchas gracias a ti que estás leyendo esto.
Prólogo

La marina de Estados Unidos ha estado haciendo pruebas con sonares en las


profundidades del mar; se ha encontrado que estos estudios dañan y alteran a las
ballenas hasta tal punto que algunas de ellas terminan encallando en las playas. Sin
embargo los efectos no son sólo físicos y dañinos para sus cuerpos; las emisiones del
sonar trastornan el canto de las ballenas confundiendo los circuitos cerebrales de estos
maravillosos cetáceos y creando un caos interno que las lleva a perder su canción. Una
ballena sin canción es una ballena sin espíritu y esa es la verdadera tragedia.
Comparto esta historia no sólo como una petición para detener las pruebas de sonar ya
que afectan a las ballenas negativamente, sino como una advertencia. Las canciones son
parte de las ballenas del mismo modo que las historias son parte de los seres humanos.
Cuando pierdes tu conexión con las historias pierdes tu espíritu ya que te olvidas de lo
que le brinda significado a tu vida; puede que sigas avanzando por la vida, yendo y
viniendo, pero por dentro te sientes como una ballena muriendo en la playa, fuera de su
sitio y sin propósito.
Todas las personas -a través del tiempo- se han reunido a contar historias; es una
tradición presente en cada cultura. Algunos expertos dicen que las historias son lo que
mantiene una cultura unida; de hecho la cultura puede ser considerada como la reunión
de las historias contadas y por contarse, expresadas en palabras o imágenes, pintadas
en las paredes de las cavernas, narradas alrededor del fuego o preservadas por la
literatura.
Si consideramos a la narración de historias como una industria, sin problema apostaría
a que es la industria que mayores ingresos genera; cada segundo de cada día millones
de personas en el planeta se involucran con historias: en películas, obras de teatro, en
libros escritos o en audio, en tiras cómicas, canciones y juegos de computadora. Y eso
es sólo a un nivel formal; si escuchas con atención las conversaciones cotidianas
rápidamente te darás cuenta que principalmente se trata de una serie de historias sobre
la gente y sus aventuras cotidianas.
Las historias son el alma de la humanidad, nos recuerdan quienes somos y qué es lo que
amamos, nos enseñan a vivir, nos levantan cuando caemos, nos ayudan a encontrar la
belleza tanto del amor como de la tragedia y nos dan la fuerza para encontrar nuestro
camino, en un mundo a veces fantástico y a veces amenazante. Es por eso que nos
sentamos asombrados a los pies de los grandes contadores de historias y permitimos
que nos conduzcan hacia dentro -hacia nuestros sueños- y que nos abran la puerta hacia
nuestro propio corazón.
Así que te apremio a permitir que tus ojos se posen en este libro de Sergio Hernández
Ledward. Te encontrarás a ti mismo sentado a los pies de un maestro contador de
historias, de un tejedor de palabras e imágenes que capturan y elevan. Él es un hombre
mágico cuyas historias te llevarán de regreso al corazón, te tocarán en la esencia y te
mostrarán la vida y el amor… una y otra vez.
Te encontrarás sin lugar a dudas –como millones de seres humanos a través de los
milenios- deseando pasar la voz a tus amigos y familia ya que las historias están hechas
para ser compartidas, y cuando lo haces formas parte del mayor movimiento humano de
todos los tiempos.

Nick LeForce, el poeta transformacional


Bienvenida

Así como el viento nos trae sonidos, palabras y canto, el fuego muestra –a quien se le
queda mirando– mundos distintos. El viento murmura, mientras que el fuego al crepitar
detiene el tiempo, cambia el espacio y no es que nos traiga historias, más bien nos lleva
hacia ellas.
“Observé al danzar del fuego” comenzó hace unos diez o doce años con una historia de
amor, con el viaje de una nube que quería recordar cómo soñar. Te cuento: un buen día
me encontré con que las palabras, ni las cotidianas, ni las más sentidas me alcanzaban
para decirle a Ofelia todo lo que le quería decir… así que le escribí un cuento… Y así
se sembró tanto “Observé al danzar del fuego” como “Escuché decir al viento”; me
enamoré de las historias de un modo nuevo, ya no sólo del placer de escucharlas o
leerlas sino también del cosquilleo de generarlas, de ir a la hoguera de donde surgen y
encender mi propia vela.
Antes de contarte más sobre lo que aquí vas a encontrar necesito platicarte un poco
sobre el fuego, ya que es en su danza donde miré estas historias. El fuego es un
compañero ancestral del hombre; nos dio calor y luz en las cavernas, nos brindó su
protección… y sigue estando en el pan recién horneado y en el cafecito de olla. Además
es sitio de reunión, es la fogata alrededor de la que se cuentan historias, es el calorcito
de la chimenea, del fogón y de los abrazos verdaderos; pero ¿qué es lo que pasa cuando
nos sentamos a mirar las llamas? Pues que el fuego hace lo que sabe hacer: danzar,
crepitar, calentar, acariciar la leña, consumirla y al mismo tiempo hipnotizarnos,
llevarnos de viaje, ponernos en contacto con un mundo donde las cosas son distintas,
donde el tiempo obedece leyes diferentes, nos muestra imágenes de lo que aún es
posible, de lo que late en nuestro corazón y a veces incluso de lo que late en el corazón
del mundo. Y cuando las llamas se extinguen, cuando la madera se vuelve carbón,
nosotros al igual que ella también terminamos diferentes; así que el fuego es energía en
sí mismo, es pasión, es fuerza, es el elemento transformador.
Las historias que aquí encontrarás surgieron de ir a mirar esa danza, de perderme
contemplando su vaivén hipnótico. En cada ocasión el fuego surgió ante mí
inesperadamente, a veces en medio de alguna conversación en la que una poderosa
frase se quedó encendida. Surgieron llamas al charlar con maestros, alumnos y amigos,
al leer las palabras y las historias de otros mucho más sabios que yo (algunas en papel
y otras en el muro de Facebook), también al conversar con mi cuerpo practicando arte
marcial, al quedarme en silencio dándole espacio al corazón y ¡por supuesto! Al mirar
la sonrisa de Ayla Sofía, al escuchar su risa de año y medio y al sentir su pequeña mano
apretando mi dedo índice. De modo que lo mejor de este libro está claramente
influenciado por muchos y más grandes.
Este libro está hecho despacito y está hecho para leerlo así, sin mucha prisa. Te invito a
que al tomarlo en tus manos y deslizar tu mirada sobre él lo hagas como quien mira el
fuego, como quien se reúne en torno a la hoguera a compartir las historias de la tribu y
simplemente te permitas disfrutar… disfrutar de la luz y el calor del fuego… disfrutar
de las historias… disfrutar de la charla… y sobre todo… disfrutar de ti. Permitiendo
que la fogata te traslade a ese mundo antiguo y profundo, a veces infantil y siempre
mágico… y que ante tus ojos corran los lobos, los chaneques abran su caja, la diosa de
la tierra muela maíz, Mozart transforme a Jorge y los sueños se conviertan en camino.
Y cuando sólo queden brasas, cuando las llamas hayan ido a dormir, tú también
regreses transformado. Que tu propio fuego se enriquezca, que descubras que tu llama
está más viva, más sonriente, más plena, más lista para entregarse y compartirse.
A lo largo de “Observé al danzar del fuego” también encontrarás frases de grandes
maestros, estudiosos y narradores que he ido recopilando sobre la magia de las
historias, están aquí para inspirarte y conectarte con tu propia sabiduría. Cada metáfora
concluye con una pregunta simplemente para despertar y agitar un poco tu bendita
curiosidad. Por último encontrarás un texto final que invita a reflexionar sobre la magia
del cuento, una exploración del territorio metafórico comenzando por el contexto y
terminando en la espiritualidad.
Así que bienvenido, bienvenida. Que disfrutes del fuego y su danza… y que como los
hombres y mujeres de antaño seamos capaces de cuidarlo, alimentarlo, mantenerlo
vivo, pasarlo de mano en mano permitiendo que su luz y calidez sea refugio de muchos.

Sergio Hernández Ledward


La sonrisa del chaneque

Observé al danzar del fuego la sonrisa del chaneque.


Sin lugar a dudas este chaneque en particular era sonriente y aventurero, su boca se
curvaba con facilidad hacia las orejas por las más variadas razones y hasta sin ellas. Su
nombre era Topilli y como la mayoría de los chaneques había nacido hace incontables
lunas muy cerquita de un manantial. Mucho se dice sobre los chaneques, la mayor parte
equivocado: que si no tienen una oreja, que si tienen los pies al revés, que si causan
enfermedades, incluso se ha escuchado que pueden robarse el alma. ¡Puras mentiras que
ellos mismos propagan sólo para divertirse! Lo cierto es que son traviesos,
aventureros, ancestrales, les encanta el chocolate, se divierten jalándole la cola a los
perros cuando están dormidos, para los niños es más fácil verlos y cuando les da la
gana se ponen generosos y son capaces de conceder hasta el más descabellado deseo.
Pues bien Topilli jugó y creció allá en la selva, en el hogar de las ceibas y un buen día
de forma inesperada decidió irse de vacaciones a la gran ciudad, a la de los ríos de
asfalto. De forma inesperada ya que –como todos saben– la ciudad no es el lugar
favorito del pueblo chaneque, pero Topilli era aventurero y decidió que quería mirar
con sus propios ojos, escuchar con sus oídos y caminar con sus pies por esos ríos.
Seguramente pasó grandes aventuras citadinas, aunque eso sólo lo supongo no puedo
afirmarlo categóricamente ya que el fuego sólo me mostró una de ellas.
Carlos F sobrevivía en la gran ciudad como muchos otros: insatisfecho, enojado,
entregándose poco, quejándose mucho y transando más, eso del trabajo no era lo suyo
así que conseguía chambitas de vez en vez para ir sobreviviendo. Esa tarde pensaba en
lo desafortunado que era, en lo injusto de este mundo y en las curvas de la vecina de al
lado, recargado en la pared justo en la esquina mirando la grafiteada pared de enfrente;
si hubiese puesto atención hubiera podido escuchar los gritos y las risas de los niños
del barrio jugando en la calle perpendicular. Lo que llamó su atención después de un
rato fue la palabra “quiero” que de vez en vez se escuchaba. “Yo quiero esto” y luego
otra voz infantil “yo quiero aquello”, “¡Y yo Topilli! Yo quiero uno azul”. Así que la
curiosidad de Carlos F fue aún más fuerte que su acostumbrada indiferencia, las voces
lo hicieron asomarse adelantando muy ligeramente su cuerpo por la esquina y no pudo
más que poner ojos redondos como plato ante lo que observó.
¡Una docena de niños alrededor de un extraño ser! ¿Qué es eso? –pensó Carlos- ¿Un
duende? No, no era verde ¿Un elfo? Tampoco, le faltaba elegancia ¿será un gnomo?
Mmmh, demasiado alto ¿un hobbit? Claro que no, no tenía pelos y hacía demasiado
ruido. Pero observar lo que pasaba le hizo detener su reflexión sobre que extraña
especie estaba frente a sus ojos.
Los chamacos no dejaban de corretear, de reír y de decir “yo quiero”. El más
chaparrito levantó la voz y dijo “Oye Topilli, yo quiero un papalote de rayos láser”. El
extraño ser curvó aún más su sonrisa y contestó con voz de liana y arroyo “déjame ver
que traigo por aquí”; metió la mano en una caja rarísima que a veces parecía de piedra
y a veces de madera y para la sorpresa de Carlos y la alegría del niño sacó de ahí
adentro ¡un papalote de rayos láser!
Más se tardó el pequeñito en salir corriendo cuando una niña de pecas y trenzas gritó
mientras brincaba “¡Ahora yo! ¡Ahora yo! Para mí una muñeca que sonría canciones”,
Topilli entonces dijo “mmmmh, déjame ver que encuentro por aquí”; metió la mano
nuevamente en su caja y con un gesto juguetón sacó una muñeca, la niña la tomó y al
momento de tocarla el juguete comenzó a sonreír una deliciosa música.
Carlos no podía creer lo que veía. Observó como de la cambiante caja salían sin ningún
esfuerzo patines hechos de aire sólido, aviones de fuego multicolor, trenecitos que
contaban chistes y hasta un muñequito suelta-sueños. Los ojos de Carlos ya se estaban
acalambrando, no había parpadeado en un buen rato y su mente empezó a pensar en todo
lo que podría hacer él con una cajita como esa.
Así que armándose de fuerza esperó a que los niños se fueran y cuando ya estaba
oscureciendo dio un salto, se plantó frente al… al… -mhhh, no no era un trasgo, ni un
hada, mucho menos un vampiro– se plantó frente al… al… frente al bicho ese. Sin decir
palabra lo agarró por las orejas, lo metió en su propia caja, la cerró bien cerradita y
salió corriendo rumbo a su casa.
Llegó resoplando, le echó llave a la puerta, puso el cerrojo, corrió las cortinas
mugrosas, tomó aire, abrió la caja -que ahora parecía sólo ser de piedra– y se puso en
guardia por si el… el… -¿troll? ¿goblin? ¿monstruo come-galletas?– se ponía violento.
Topilli se asomó sonriente y despeinado. “A ver tú, extraño ser, ya vi lo que puedes
hacer con esta caja, ahora te toca cumplir lo que YO quiero” dijo Carlos con voz
desafinada y sonrisa de lado “Si eres tan poderoso y tu caja tan mágica, saca de ahí un
carrazo para mí. Deportivo, nuevecito, de lujo”
Con voz de tapir y de quetzal Topilli respondió sin perder su sonrisa: “Mmmh déjame
ver qué encuentro en mi caja”; metió la mano y ante los ojos de Carlos sacó un llavero
de cuero con una sola llave.
¿Y esto qué? –dijo la voz citadina
Asómate a la ventana –respondió la voz de la selva
Y al asomarse, estacionado ahí afuera ¡un bellísimo automóvil color plata!
Carlos le arrebató las llaves, se aseguró de cerrar muy bien la puerta; no fuera a ser que
se le escapara el ser que le daba la posibilidad de cumplir todos sus deseos, salió
corriendo, acarició con el índice la carrocería de SU nuevo vehículo y más se tardó en
aspirar el aroma a carro nuevecito que en girar la llave y salir a gran velocidad a
recorrer las calles.
Mientras tanto Topilli se quitó los calcetines, se recostó en el sofá, apagó las luces de
la casa, encendió una linterna (que antes había sacado de la caja que ahora era de una
bellísima madera rojiza) y con los dedos de los pies se puso a hacer sombras
chinescas.
Horas más tarde.
Carlos F azotó la puerta de su casa, el rostro expresaba plena insatisfacción.
¿No te gustó tu carro? –preguntó el… el… el extraño ser.
Pues…. Pues sí, está bonito… Peeero yo pensé que iba a ser el más bonito de todos y
mientras lo iba manejando me di cuenta que hay otros todavía mejores, vi personas que
iban en carros más grandes, o más brillantes, o hasta más rápidos ¡No es justo! –
masculló amargamente Carlos– Así que ahora no me hagas trampas ¡Ya sé qué quiero!
¡Quiero tener mucho, pero mucho dinero!
Con risa de tormenta tropical Topilli contestó –Ok, ok, a ver qué hay en mi caja para ti–
metió la mano y sacó un sobre –Toma: es tuyo.
El joven con curiosidad tomó el sobre, vio su nombre en él, lo abrió con prisa y justo
ahí dentro había una tarjeta de plástico con muchos numeritos, un holograma y un chip,
además de un estado de cuenta con un número tan grande que Carlos jamás había visto.
¡No te vayas a escapar! Regreso al rato –y con un brillo particular en los ojos salió
corriendo una vez más.
Topilli suspiró, estiró los brazos, sacó muchas hojas de colores de su caja –que por
cierto ahora parecía estar hecha de cantera verde– las regó en el suelo, se sentó en el
medio y con gran habilidad y sonrisa infantil se puso a hacer figuras de origami.
A la mañana siguiente.
Carlos regresó quejándose todavía más. ¡No era posible su mala suerte! ¡Que increíble
lo interesada de la gente!
¿Y ahora qué te pasó? –preguntó Topilli en medio de una impresionante colección de
figuras de papel de los más variados colores.
“Todo iba muy bien: me compré la mejor ropa, me fui de fiesta y todos me saludaban,
me sentí importante, empecé a invitar las bebidas de todos. Peeero la gente es muy
interesada; comenzaron a acercarse a mí y lo único que querían era MI dinero, querían
que les prestara, que les invitara una bebida más, que les resolviera algún problema,
nadie se acercaba a mí por lo que soy… sólo por lo que tengo –replicó Carlos triste y
cansado. Se quedó pensando y luego dijo –Pero ahora sí, ya sé exactamente qué es lo
que quiero, así que no te pases de listo ¡quiero una bellísima mujer!
Topilli sonrío una vez más mientras decía –A ver, a ver qué hay en mi caja para ti esta
vez.– Sacó una loción de marca, una caja de chocolates suizos y un ramillete de flores
rojas.
Carlos apenas atinó a ponerse la loción, mientras el… el… ¿Fuego fatuo? ¿Yeti?
¿Ornitorrinco?... Bueno; mientras él le sostenía los chocolates y las flores cuando
tocaron a la puerta. Se peinó un poco, puso la mejor de las sonrisas, abrió la puerta y
sus ojos volvieron a ser como platos, apenas cabían bajo sus cejas.
Parada frente a la puerta estaba una despampanante mujer: ojos fulgurantes, cabello
largo, piel bronceada, boca sensual, pecho, cintura, caderas y piernas indescriptibles.
Con una dulce voz preguntó– ¿Se encontrará Carlos?
Él sólo pudo sonreír mientras le balbuceaba a Topilli– No me esperes, vuelvo al rato.
La creatura nacida junto a los manantiales de la selva se estiró, alargó un poco sus
orejas, sacó una cítara y con voz de jade y tormenta se puso a cantar.
Algunas horas más tarde.
Carlos regresó más insatisfecho que nunca -¡Estoy harto de ti! ¡No sabes cumplir con
mis deseos!
Aún con la cítara entre las manos el juguetón personaje atinó a decir -¿Qué le faltó a la
bellísima morena?
-Pues al principio todo bien. Belleza no le faltaba a esa mujer pero sólo le interesaba
mi carro y mi dinero, no paraba de hablar de ella y para acabarla se mordía las uñas; no
pude aguantarla más –farfulló el continuamente insatisfecho Carlos F- ¡Tu magia y tu
caja no sirven para nada!
Topilli no pudo más que emitir una sonora carcajada, su sombra creció
misteriosamente, la habitación comenzó a ser surcada por brillantes palomas de origami
y su voz tomó una melodía fértil y profunda –“Tienes razón, ni mi caja ni mi magia
sirven para nada sino aprendes a pedir. Si tú no sabes lo que en realidad quieres no
seré yo quien lo adivine. Me pediste un carro cuando en el fondo querías respeto,
exigiste dinero cuando en realidad querías ser libre, me ordenaste una mujer cuando lo
único que anhelabas era ser amado.”
Guardó silencio de tierra y de montaña.
“Por favor recuérdalo –siguió diciendo al ritmo de la cítara– la magia sólo funciona
cuando hay claridad en el corazón. Además te tengo la noticia de que mis vacaciones ya
se terminaron; gracias por la casa y el descanso, me esperan la ceiba y el jaguar”. Y sin
decir nada más, se le quedó mirando a una paloma de papel, la cual se hizo grande y
cómoda, Topilli se montó de un brinco y salieron volando por la ventana.
Sólo entonces Carlos se dio cuenta de su error, se dejó caer en la más dura de sus sillas
y no pudo evitar quejarse -¡Si yo hubiera sabido! ¡Condenado bicho!– y entonces volteó
hacia el centro de la sala: ahí, justo en el medio seguía la caja con una textura de
corteza vieja -¡Para acabarla! ¡No se cómo se usa ese trebejo! ¡Mejor se lo hubiera
llevado con él!
Apenas terminó de decir esto cuando ya estaban tocando a la puerta nuevamente. Era la
morena una vez más quien, con su dulce voz, le dijo –“Me mandó Topilli por una caja
que olvidó, me está esperando allá abajo en su precioso carro plateado y me pidió que
te diera dos recados: que el perfume es bueno y por favor te lo quedes y que NO, no es
un hipogrifo, un fénix, ni un espíritu chocarrero: es un chaneque que nació hace
incontables lunas muy cerquita de un manantial, allá en el sur, en la tierra de las
ceibas.”
Y contoneándose sensualmente cargó con la caja que ahora era negra y brillante como
obsidiana.

(Con toda mi gratitud a David Gordon de quien escuché por primera vez una hermosa
versión de esta historia)
¿Qué sería una gran idea sacar –sonrientemente– de la caja del chaneque?
Historia

La materia y la energía no se crean ni se destruyen, solamente se transforman


Primera ley de la termodinámica

Esa tarde me sentía pequeño y no puedo más que agradecerle al fuego que me contara mi historia, tu historia, la de él,
la de ella, incluso la de eso.
Observé al danzar del fuego que al principio no había nada; hace 14 mil millones de años no había absolutamente nada,
no había materia, no había energía, no había luz, no había oscuridad, no había forma, distancia, sonido ni tiempo. ¡No
había nada! ¡Qué impresionante! Probablemente para algunos sea posible imaginarlo, para mí aun mirando la seductora
danza del fuego era imposible. Y en el medio de esa nada incomprensible, de pronto…
¡Kabooooooooom!
La semilla de toda materia y toda energía. Gigantesca explosión, el momento más emocionante de este universo.
Los primeros átomos, un protón y un electrón girando incansablemente. Las primeras fuerzas, nuclear fuerte, nuclear
débil, electromagnetismo y gravitación; seguramente una quinta: eros, el deseo creativo, el impulso evolutivo universal.
Y a partir de ese momento: crecimiento, expansión, anhelo irradiante de incluir y trascender.
Moléculas, átomos amigos unos de otros… de ahí a soles, estrellas, galaxias, planetas - un simple paso. Juego estelar,
pirotecnia.



10 mil millones de años pasaron, milenios más milenios menos, para que una bola de fuego en particular comenzara a
enfriarse, a tomar forma. Era la tercera después de un sol ni demasiado grande ni demasiado pequeño, tenía el tamaño,
el peso, la materia justa para que ahí se gestara un espectacular milagro.


Mil millones de años más le tomó generar las condiciones, encuentro de frío y calor, volcanes en erupción, terremotos,
agua en estado líquido, movimiento salvaje. Y finalmente: ¡Vida! ¡Ácido desoxirribonucleico! ¡Espiral sagrada!
¡Posibilidad de proliferar! ¡11 mil millones de años y el universo estuvo listo para la vida!

Células

Bacterias y el venenoso desecho que multiplicó la existencia.

Reproducción sexual. Ya no somos dos sino uno, para finalmente ser aún más…
Creaturas marinas explorando los océanos. Flora, fauna, fungi. Seres terrestres, gigantescos dinosaurios, insectos,
flores, aves, mamíferos. Sistema nervioso central y autónomo.
Y hace tan sólo 120 mil años, apenas medio segundo en la historia universal, el hombre y la mujer. Un peculiar primate
con un cerebro gigantesco – reptiliano, mamífero, neocórtex – con vocación de caminar erguido, pulgares oponibles,
comunicación vocal ¡Conciencia de sí mismo! Con el Homo sapiens llegaron las preguntas: ¿Quién soy? ¿De dónde
vengo? ¿Tiene sentido la existencia? ¿Cómo funciona? ¿Cuándo? ¿Por qué?
Otros 110 mil años pasaron –y hace apenas 10 mil giros de la tierra alrededor del sol– la agricultura.
Hace 6 mil años, la primera ciudad.
Hace 4 mil, la invención de la escritura y el nacimiento de la historia. Gilgamesh.
Hace 3 mil, el florecimiento griego. Ulises y Helena.
Hace 2 mil años, Jesús el nazareno.
Hace mil, la edad media y las cruzadas. Quetzalcóatl, Erik el Rojo, Atisha.
Hace tan sólo 500, América, brutal choque de culturas. El renacimiento. Martín Lutero, Carlos V, Atahualpa.
Hace 200 años, la revolución industrial. Carlos Marx, Darwin, Abraham Lincoln.
Hace 100, Emiliano Zapata, Rudyard Kipling, Theilard de Chardin.
Hace 50, la guerra fría, águila calva y oso siberiano.
www, Facebook, comunicación instantánea, el hombre en la luna, Plutón degradado, Twitter, muros y torres que caen,
miedo, esperanza, consumismo salvaje, los Beatles y los Rolling, U2, Tenzin Gyatso, Teresa de Calcuta, Osama Bin
Laden, Michael Jordan, Brad y Angelina, récords olímpicos rotos uno tras otro, vorágine.
Y aquí estoy yo observando al fuego. Maravillándome con mi historia, con tu historia, con la suya. Entre chispas y
flamas el fuego danzó terminante:
“Recuérdalo siempre. Eres heredero de la Gran Explosión, surgiste de la nada. Aún eres átomo de hidrógeno,
fulgor estelar, anhelo evolutivo. Eres hijo de Gea, sucesor de las primeras espirales de vida, célula con núcleo,
gigantesco dinosaurio. Descendiente de cada cazador y cada recolectora. Hijo de Moisés y de Sócrates, de
Mata Hari y Gengis Khan, de Cleopatra y el Buda, de Einstein, de Hitler, de Da Vinci, de Gandhi. Eres el
legado de San Francisco y de Dali, de Rumi, de Juana de Arco, de Ernesto Guevara, de Simón Bolívar, de
Mahoma y Saladino, de Miguel de Cervantes, de Beethoven, de Chaplin, de Kahlo, de Lennon y Marley, de
Mandela. Eres el hijo de cada hombre, de cada mujer desconocida, de tu padre y de tu madre”.
Me dejó temblando. Me sentía pequeño y gigantesco y de pronto recordé la primera ley de la termodinámica.

¿Cuál es una buena manera de honrar 14 mil millones de años de evolución universal latiendo en ti?
Milagro

Observé al danzar del fuego que en aquel sitio y en aquel tiempo había un pequeño
regalo que se multiplicaba sin cesar...
No es que se partiera en 2, ya que se mantenía completo.
Tampoco se clonaba a sí mismo, sus conocimientos sobre genética apenas eran
incipientes.
Más bien escuchaba a sus amigos... y era la escucha -sí, la simple escucha- la que
confería el milagro.

¿Qué necesitas para qué comience a multiplicarse?


¿Cómo se convierte un sueño en un camino?

Para convertir un sueño en un camino


Se necesita un soñador, de esos que para soñar abren los ojos
Se necesita que el soñador tenga un corazón
Y que su sueño
Haya nacido ahí, entre un par de sus latidos.

Para convertir un sueño en un camino


El soñador ha de tener pies a los que les guste andar
Que disfruten la tierra debajo.
Ha de tener ojos para ver adelante, a veces cerquita hasta el árbol siguiente
A veces lejos hasta donde termina el bosque
Y otras veces sus ojos han de descansar en las estrellas
-en la puesta de sol-
No para llegar a ellas,
Sólo porque son hermosas.

Pero para que un sueño se vuelva camino


No basta el sueño y el soñador, aunque tenga corazón, ojos y pies
Para que un sueño se haga sendero se necesitan diez mil amigos
Para andarlo juntos
Para tenderse la mano y la palabra
Para compartir algunos pasos
Para hacerse muchas preguntas y encontrar algunas respuestas.

Más hay que saber que el sueño-camino no está hecho para llegar
Sino para caminarse
Para sembrar conforme andamos, para morder la fruta que otros sembraron.

Para saber que siempre está ahí, esperando


Acechante a que lo inicies.
Para saber que siempre está ahí, anhelando

Que tú, que yo, que nosotros… lo soñemos más lejos.

¿Cómo se convierte tu sueño en camino?


Pequeña serenata nocturna

¡No puedo describir este deleite! Toda esta invención, esta obra se lleva a cabo en un
sueño viviente placentero. Aunque escuchar el ensamble completo es, después de
todo, lo mejor.
Wolfang Amadeus Mozart

Observé al danzar del fuego la peculiar historia del Tigre Trovador, del contador que se
volvió artista.
Jorge contaba y enseñaba a contar. Números, porcentajes, reportes, estados financieros,
cargos y abonos, su trabajo le gustaba y lo hacía bien. Los números, la precisión y la
técnica tienen cierto encanto que atrapa, cierta seguridad que el mundo rara vez brinda.
Verdaderamente pensar en su labor –y en su vida– le hacía sonreír, le agradaban sus
rutinas, compartía lo que sabía, contaba y enseñaba a contar. Sin embargo aunque
quisiera negarlo, sentía un llamado que lo invitaba a ir más allá, un llamado que
últimamente insistía con más frecuencia, con más fuerza. Tenía alma de artista y
anhelaba expresarla.
El llamado del artista, la expresión profunda de la belleza del ser, es uno de esos
llamados imposibles de acallar, se cuela como el agua entre las rocas… y no siempre
lo hace de formas placenteras.
En cuanto Jorge bajaba la guardia este anhelo aparecía junto con una incómoda
sensación vacía, como si algo le faltara, algo que ni el mundo, ni los números, ni
siquiera sus agradables rutinas podían brindarle. Durante un tiempo lo negó sólo para
aumentar su fuerza e insistencia, sólo para que el agua entre las rocas siguiera
colándose como lo hace después de una fuerte lluvia.
Misteriosamente el canal que escogió el llamado para por fin ser atendido fue de lo más
inesperado para Jorge. El día parecía sólo uno más, había contado con la precisión
acostumbrada, enseñado a contar con la sencilla alegría de compartir lo que se sabe;
llegó a casa, puso música –curiosamente al niño prodigio de Salzburgo, pequeña
serenata nocturna– y ahí fue donde el agua por fin impregnó la roca. Se sentó a
descansar y los acordes hicieron su magia, relajándolo y conduciéndolo a un estado de
profundo contacto consigo mismo, no sólo con sus lugares, ni sólo con sus quehaceres:
fue más allá de sus habilidades y sus valores, contactó con la bellísima alegría de ser él
mismo. Trascendió ideas, conceptos, definiciones, números y palabras y con toda
claridad surgió en su mente – del modo más inesperado – la poderosa imagen del Tigre
Trovador, aquel símbolo de lo que era en realidad.
El mágico sonido fue hilo conductor que armónicamente lo llevó más profundo y no
solamente observar al felino y sentir su trova, sino a fundirse en él, dejarse transformar
en zarpa y canto, permearse de su instinto y melodía, mutar su cuerpo, moldear su mente
y descansar profundamente.
Quedándose dormido en la más bella melodía. pequeña… serenata… nocturna…
Regresando a casa.
Soñando sueños de jungla y de guitarra, de poderosa cascada entre las rocas.
Y ya nada fue lo mismo.

Al día siguiente se despertó invadido de deliciosas sensaciones de un suave bienestar,


como si en sus sueños hubiese sanado, crecido, como si ahora hubiese rayas en su piel.
Decidió dejar el carro y caminar hasta el trabajo. Caminó entre notas, tarareando en
contacto sutil con su fuerza y su poesía. Tan, tan tan, tan tan tan tan tan tan.
Y moviendo su cuerpo siguió tarareando. Sin saber de dónde, ni cómo surgían, tarareó
momentos. Tan, tan tan, tan tan tan tan tan tan.
Momentos de alegría infantil. Tan tan, tarararárantan.
Momentos de amor y de sueños. Tararararantan.
Momentos futuros de gozo. Tarararantan, tararan.
El camino se volvió melodía y gozo. Pequeña serenata nocturna. Cada instante
tarareado evocaba en su cuerpo agradables sensaciones, cada sensación lo llevaba a
tararear un momento más.
Hasta que llegó al trabajo. Inspirado contó y enseñó a contar, fue preciso y metódico,
aunque algunos observaron que esta vez Jorge iba más allá; por así decirlo se veía más
Jorge que nunca, sus ojos tenían un brillo animal, su voz una dulzura armónica. Fue
como si la poesía y la música enriquecieran la técnica y la lógica, ya que la razón
seguía funcionando, las normas y el conocimiento estaban de pie, funcionales y útiles.
El Tigre Trovador caminó de regreso hasta su casa tarareando una vez más, pero esta
vez la música comenzó a evocar sabores, sus momentos tarareados se sentían en la
boca, combinándose unos con otros, volviéndose manjares al gusto, ácidos, amargos,
dulces, suaves, intensos, salados, banquete musical al paladar. Encontrando una
estructura propia, única, deliciosa.
Y así regresó a su casa.
Pequeña serenata nocturna.
Esta vez no se quedó dormido, sólo se deslizo a un interesante estado de apertura y
relajación. Seguía siendo Tigre Trovador pero esta vez se dio cuenta que formaba parte
de algo más grande, de algo más importante y duradero que él mismo. ¡Y su alma se
incendió! El banquete de sabores tomó forma y color, sombra y perspectiva, con el
alma en llamas observó matices, tonos, luz y brillo. La más fascinante imagen surgió
con toda claridad. Esta no era una experiencia cotidiana, podía observar la obra de arte
de su vida simultáneamente, como si todo estuviese ocurriendo al mismo instante, como
se observa la más bella escultura, como si el anhelo artístico se hubiera transformado
en lienzo y pintura.
Y ya nada fue lo mismo.

Jorge -el Tigre Trovador, el contador que se volvió artista– siguió contando y
enseñando a contar, disfrutando sus rutinas, tarareando vida, generando deliciosos
sabores con ella, dejando que el color y la forma surgiesen con el alma en fuego… y
claro, escuchando a Mozart.
¿Qué puedes hacer hoy para reconocer dos notas que se aman?
El viaje de Shasarani – Parte I

Observé al danzar del fuego que el pozo seguía abandonado, semiderruido en un oscuro
rincón del bosque; sus piedras desgastadas, su escasa agua estancada y sucia como si
encerrara dolores tan profundos que no deberían volver a ser vistos. Shasarani ya no
era un muchacho, sus rituales de hombría hace tiempo habían pasado y sin embargo no
se atrevía a recorrer los caminos hasta el pozo desolado; ni siquiera pensaba en él.
Simplemente sus pasos evitaban siempre esa parte del bosque.
El hombre era alfarero, tenía habilidad con las manos y le gustaba sentir y moldear el
barro; sus ollas y macetas eran las mejores del pueblo ya que siempre ponía algo de él
en cada obra y probablemente era por eso que su mujer adoraba sus masajes, mientras
Shasarani disfrutaba enormemente leer, relajar y a veces despertar -a través de sus
manos– su cuerpo de mujer.
La vida de Shasarani parecía, para cualquiera, una buena vida; y de hecho lo era. Sin
embargo en aquellos momentos en los que se quedaba solo y en silencio, una suave
pero ininterrumpida corriente de insatisfacción y de tristeza lo recorría: era como si
estuviese siendo llamado a ser más grande y él no estuviese respondiendo… Entonces
tomaba el barro o iba al mercado o bebía una cerveza, cualquier cosa que lo
anestesiase un poco.
Hasta aquella tarde en la que escuchó los tambores. Shasarani había ido a la taberna del
pueblo, charlado alegremente con un par de sus amigos, y tal vez fue que bebió una o
dos cervezas de más, de modo que cuando caminaba de regreso a casa los oyó…
Tum… Tum… Tum-tum… Probablemente fue su curiosidad natural o el último trago
que tomó o simplemente que los llamados tienen formas interesantes de hacerse
escuchar… Tum… Tum-tum… Tum-tum…
Así que comenzó a seguir las percusiones, a dejarse guiar por los tambores con un poco
de miedo –es cierto– pero con un mucho de curiosidad. Así que sus pasos lo llevaron
poquito a poco a dejar la aldea y poquito a poco a entrar en el bosque… Tum… Tum…
hasta llegar a un claro y descubrirla…
La mujer que tocaba los tambores le pareció extrañamente familiar, la profundidad de
sus ojos y el ritmo de sus manos de alguna forma le recordaron a la propia tierra. Era
morena, vestía de blanco y su edad era sencillamente incalculable, un curioso amuleto
carmesí colgaba de su pecho. Shasarani llegó y se sentó frente a ella, hipnotizado por el
ritmo ancestral que escuchaba y por largo rato no pudo ver más que sus manos de
mujer; manos que transformaban el aire, llenándolo de color y de sonido, desaparecían
el bosque a su alrededor generando una ventana a un mundo diferente.
El alfarero había suspendido sus pensamientos y sólo miraba y escuchaba fascinado.
Hasta que de pronto la mujer se quedó quieta y en medio del silencio dijo: “Shasarani,
alfarero, estás llamado a convertirte en sembrador de luz” y con fuerza irresistible
ordenó “¡Observa mi amuleto!”
Él se quedó mirando y descubrió que el amuleto era un pequeño cáliz de un material
plateado y que el brillo carmesí en su centro no era una joya rojiza sino una pequeña y
danzante flama. Shasarani miró con mayor atención y la llama creció mostrándole
dentro una visión fantástica: ¡un árbol de luz, dorada y plateada, sutil, cambiante, viva!
Todavía alcanzó a escuchar nuevamente la voz de la mujer diciendo: “El camino se
extiende ante ti.”
Al día siguiente se levantó aturdido por la luz, tenía la boca seca y le dolía la cabeza.
Se tardó en darse cuenta que estaba despertando en un rincón de la taberna… Y hubiera
pensado que todo había sido un sueño de borracho sino fuera por el calor en su pecho y
el hermoso amuleto -con una pequeña llama en el centro- que colgaba alrededor de su
cuello sostenido por una delicada cadena de oro-plata.

¿A qué te está llamando la vida?


Serpiente

La ilusión me envuelve:

Al frente el Cielo, detrás la Tierra


A mi derecha el Agua, al corazón el Fuego
Mi espada es Viento y Relámpago
Lago y Montaña cierran la estrella.

Al centro la guerrera encapuchada,


La que devora y duerme, la que abandona sus ropajes.
Instinto, mente ancestral, colmillos. Agua deslizándose, caricia de Fuego.
La gran Serpiente.

En ella me disuelvo.

¿Cómo es la ilusión que a ti te envuelve?


Kuautlan y Amixtli

Observé al danzar del fuego una historia más de amor.


En un sitio muy parecido a este pero en un tiempo muy muy distinto, los árboles de pirul
no tenían aroma y esto a nadie extrañaba pues nunca lo habían tenido.
Pues bien, en aquel tiempo – me mostró el fuego entre sus llamas – existieron dos
pueblos. Uno estaba en lo alto de la montaña y el otro más abajo en la llanura y entre
los dos había un bellísimo bosque de pirules. El bosque parecía de lo más normal, sus
árboles eran sanos y frondosos, con troncos caprichosos como todo buen pirul, verdes
hojas que se mecían al viento, aves, roedores, bichitos y hasta venados, aunque
curiosamente era un bosque sin aroma.
Los habitantes del pueblo de la montaña tenían una maravillosa vista (además de
buenos ojos); eran grandes arqueros, buenos artistas y vivían de lo que podían cazar en
el bosque. Mientras que los habitantes del pueblo de la llanura se dedicaban a cultivar
la tierra, eran amantes de la música y de toda forma de vida. Ambos vivían muy
tranquilamente mientras sus pobladores no se encontraran unos con otros ya que por
innumerables generaciones habían sido enemigos irreconciliables. Para los arqueros la
vida no era sencilla ya que siempre tenían que estar esforzándose en la caza, acechando
a sus presas y aunque tenían una mirada certera como el águila, los animales estaban
alerta y no era nada fácil que se dejasen atrapar,; por el contrario los habitantes de la
llanura contaban con tierras fértiles que generosamente les brindaban sus frutos, todo lo
que cultivaban se les daba muy bien e incluso les quedaba tiempo para la música y el
canto.
Arriba, en el pueblo de la montaña había nacido y crecido un apuesto joven. Tenía la
mirada más fina y brillante de todas, y cuando disparaba su arco las flechas parecían
pintar rayos de luz en el lienzo del cielo. Se llamaba Kuautlan y como pueden imaginar
era un gran cazador.
Kuautlan había salido esa tarde de caza, estaba acechando entre la sombra de un par de
árboles, mirando atentamente hacia el claro por donde sabía que era común que los
ciervos pasearan. Estaba quietecito casi sin pestañear cuando lo vio: un precioso
venado blanco y bermejo recibía nervioso los rayos del sol. No tuvo que pensarlo, sus
ojos brillaron un poco más, el arco se tensó y una flecha de madera, metal y pluma
surcó a toda velocidad luces y sombras y se clavó certera en el corazón del ciervo.
Kuautlan alcanzó a mirar cómo se derrumbaba su presa un segundo antes de escuchar la
voz de una doncella gritar. Se quedó sin moverse sólo para observar cómo una
bellísima joven corría hacia el venado, lamentándose y tratando desesperadamente de
conservarlo con vida. El arquero no sabía si salir o no de su escondite: la belleza y el
dolor de la joven lo mantenían entre las sombras. Finalmente tuvo que forzarse para
moverse hacia donde estaban la mujer y el ciervo. Ella se le quedó mirando mientras el
cazador sólo atinaba a decir “Ho-hola soy Kuautlan” pero ella con voz firme y
femenina –sin detenerse a pensarlo– le reclamó airadamente por la muerte del
venado… hasta que se dio cuenta que, presa del enojo y la tristeza ¡estaba hablando con
un habitante del pueblo enemigo! Terminó la frase y salió corriendo entre los árboles
rumbo a su pueblo.
A partir de ese día Kuautlan comenzó a rondar con más frecuencia por el bosque; su
corazón se había quedado prendado de la doncella. No había día en el que no bajara a
caminar por los senderos entre los árboles de pirul, buscando con atención de predador
enamorado a la mujer que con voz firme había querido evitar la muerte de aquel ciervo.
Para su buena fortuna, Amixtli –así se llamaba la doncella– también frecuentaba el
bosque, así que se quedaba escondido detrás de un árbol o junto a una roca y
simplemente la miraba y la miraba; en esos momentos parecía que el bosque se llenaba
de un brillo distinto, como si los colores tomaran vida, tal como ocurre cuando acaba
de llover.
Muy a su pesar, Amixtli también había quedado enamorada del arquero y no podía
sacar de su mente la breve frase que le había escuchado, el sonido de su nombre la
acompañaba en sus quehaceres y la llevaba a visitar una y otra vez el bosque. Se
sentaba en el tronco de algún pirul y bajo su agradable sombra cantaba muy bajito. Una
de esas tardes ella estaba sentada y él se había atrevido a observarla desde un poco
más cerca, la rutina se repitió hasta que Amixtli terminó de cantar una melodía antigua y
nostálgica, volteó directamente hacia donde él estaba y le dijo “Kuautlan sal, ven a
platicar, te escuché cuando llegaste tratando de no hacer ruido”… Kuautlan salió con el
rostro enrojecido… y platicaron… y se confesaron enamorados… y ni siquiera
recordaron la historia de rencores entre sus pueblos.
Conforme los días pasaban Amixtli y Kuautlan se reunían en uno de los claros del
bosque; charlaban, se miraban, en ocasiones Amixtli cantaba para él, otras veces
Kuautlan le compartía sobre el arte del arco y de la flecha. Su amor crecía despacito
como crece la luna noche tras noche.
Sin embargo Kuautlan estaba descuidando sus obligaciones con su pueblo. A los
mayores esto les extrañó de modo que mandaron a un grupo de guerreros a observar sus
movimientos. No tardaron mucho en descubrir sus frecuentes idas al bosque de pirules
y una desventurada tarde llegaron a apresarlo justo cuando el arquero escuchaba el
canto de la doncella. Amixtli quiso interponerse, pero los guerreros no escucharon sus
palabras; sin embargo Kuautlan no se resistió, dijo que hablaría con el consejo de
ancianos de su pueblo, que sabía que podría convencerlos de que respetaran su amor y
que fuese como fuese volverían a reunirse.
Caminando erguido, Kuautlan llegó hasta la reunión del consejo; con brillo en los ojos
expuso sus razones, habló del amor, del perdón, de la necesidad de abandonar viejos e
inútiles dolores pero los ancianos no supieron escuchar. El portavoz del consejo fue
quien emitió la sentencia: Kuautlan había faltado a sus obligaciones con su pueblo y
peor aún, se había enamorado de una mujer del pueblo de la llanura, ¡nuestros enemigos
acérrimos! Eso estaba prohibido y tendría que ser castigado. El arquero nunca imaginó
cual sería el castigo que le impondría su propio pueblo. ¡Sería capturado en el verde de
las hojas de pirul desde ese momento hasta que el bosque dejara de existir!
Amixtli regresó una y otra vez al bosque buscando a su amado y a pesar de que las
hojas le recordaban el brillo en la mirada de Kuautlan, no podía encontrarlo. Su
corazón estaba roto como una vieja vasija de barro y no encontraba consuelo alguno, de
modo que hizo lo que sabía hacer, con lágrimas en los ojos y una voz triste y dulce,
cantó. Un canto de vasija rota, de palabras antiguas, del dolor que sienten los que se
quedan. Un canto triste y hermoso.
Noche tras noche Amixtli caminaba los senderos del bosque llorando y cantando.
Donde caían sus lágrimas la tierra se volvía más fértil, lo que su voz tocaba se volvía
más vivo. Así que la Luna –diosa de los que aman- al mirar lo transparente del amor y
del dolor de la doncella se apiadó de ella, dejó el cielo por unos instantes y se presentó
en el claro del bosque; Amixtli le suplicó que la reuniera con Kuautlan y ella con un
resplandor plateado la transformó en suave brisa.
Desde esa noche Kuautlan –el bosque– y Amixtli –la brisa– están juntos nuevamente.
Juegan y danzan, se besan y acarician sin que nadie lo note; ella sigue cantando entre el
verde de las hojas, él disfruta su canto y su roce… ¡y el bosque se llena de aromas!
Parece que toma nueva vida, ya que ahora no sólo hay luces, brillos, sombras, verdes y
bermejos; ahora no sólo hay cantos, ritmos de crecimiento, crujidos… ahora el amor
del arquero y la doncella permea suavecito, fresco, dulce, aromático en ese antiguo
bosque entre el pueblo del valle y el pueblo de la montaña.
Y según me contó el fuego entre sus llamas, aquellos que caminan por los senderos del
bosque cuando Amixtli canta y Kuautlan brilla -cuando el ambiente se llena de aromas–
sanan su corazón, que se vuelve vasija nuevecita y están listos para amar nuevamente.
¿Cuál va a ser el primer cambio que notes al caminar entre la brisa y el bosque?
¿Cómo te darás cuenta que tu corazón sanó?
Historias verdaderas

Entonces, si nosotros sentimos alegría o tristeza, ellos también la sienten. No es la


misma alegría ni la misma tristeza. Pero las diferencias son distintos tonos de gris,
no se trata de blanco y negro.
Marc Bekoff, Biólogo

El trabajo en equipo no es lo mío. De estudiante aborrecía las tareas en equipo y las


reuniones a estudiar. Ya trabajando siempre preferí las labores individuales, me
costaba trabajo coordinarme con otros; no me gustaba perder el tiempo en interminables
y poco productivos encontrones de egos.
Así que acudí nuevamente con el fuego. Como siempre me quedé mirando su danza y
cuando ya sólo estábamos él y yo, pregunté ¿qué es lo más valioso de un equipo?
El danzante fuego chisporroteó sonriéndome y en su danza miré imágenes poco precisas
primero; una tras otra iban cambiando a gran velocidad, creo que pude verme
facilitando algún taller de equipos de trabajo, luego en una reunión con los supervisores
de la empresa para la que trabajé, también estudiando cálculo, haciendo la maqueta
para historia, una piñata de niño, jugando a policías y ladrones y finalmente, como si
las llamas me hubiesen transportado a otro tiempo y a otro espacio miré la historia
verdadera de Mzee la tortuga y Owen el hipopótamo.
Ocurrió en Kenia en el 2004, una de las más asombrosas historias de amistad animal.
¿Qué hizo posible que un bebé hipopótamo de más de un cuarto de tonelada hiciera
amistad con una anciana tortuga de 130 años? Antes de proseguir con su historia el
fuego me aclaró: a pesar de vivir en comunidad, las tortugas gigantes de Aldabra son
animales hoscos y que no generan lazos profundos, ni siquiera con los de su misma
especie; del mismo modo, los hipopótamos a pesar del aspecto bonachón que tienen en
las caricaturas, son mamíferos hostiles con aquellos que no son de su especie y sólo
generan vínculos temporales con sus madres. Pues bien, un terrible tsunami acabó con
toda la manada de hipopótamos que chapoteaba en el río Sabaki, bueno casi con todos:
Owen logró sobrevivir siendo apenas un bebé y los biólogos de la región lo llevaron a
una reserva para cuidar de él; ahí ya vivía Mzee dentro de su caparazón cargando sus
casi 150 kilos.
Por razones desconocidas Owen sintió curiosidad por la tortuga, la olisqueaba y se
acomodaba junto a ella, Mzee por más que intentaba alejarlo no lo lograba. Quizá el
“pequeño” hipopótamo simplemente estaba necesitado de cariño maternal. Para
asombro de los biólogos y tal vez de la propia Mzee un estrecho lazo de afecto se fue
desarrollando entre ellos. Pasaron los días y la tortuga se volvió maestra y el
hipopótamo, fiel discípulo. Owen aprendió con ella a buscar las mejores hierbas,
lengüeteaba el rostro de su anciana amiga, caminaba y dormitaba junto a ella e incluso
cambió sus hábitos, volviéndose más diurno ¡contrario a las costumbres de un
hipopótamo que se precie de serlo! Mientras tanto, Mzee cada que podía sacaba su
cabeza y usaba la barriga de Owen como almohada.
Sin embargo lo más sorprendente fue el nuevo lenguaje que desarrollaron para
comunicarse, se empujaban y daban pequeños mordiscos para indicarse cuando y hacia
donde avanzar o detenerse y por increíble que parezca comenzaron a emitir sonidos
nuevos que jamás se le habían escuchado a una tortuga o a un hipopótamo. ¡El esperanto
inter-especies estaba naciendo!

Las llamas del fuego danzaron con más fuerza y las imágenes se desvanecieron, yo no
tuve más que preguntarme ¿y esto? ¿qué tiene que ver conmigo? Y como el fuego es
buen maestro suavizó sus llamas y dejó que nuevas imágenes aparecieran en su interior.
Una serpiente ratonera de un bellísimo color verde y un pequeño hámster de nombre
Gohan (comida en japonés) acurrucados juntos. Esto sucedió en un zoológico de Japón
en 2006; la serpiente llamada Aochan llevaba días sin comer y su guardián decidió que
el hámster enano sería un platillo irresistible para ella, dejó al roedor en el tanque de la
serpiente y miró asombrado lo que ocurrió a continuación. Ella sintió el calorcito del
mamífero, “olisqueó” con su lengua y en lugar de atacar con velocidad y asfixiarlo en
sus anillos, lo dejó retozar con ella. Gohan brincó encima de la serpiente como jugando
y Aochan no se inmutó, finalmente el pequeño hámster se acurrucó entre los anillos que
la serpiente había adaptado al tamaño del roedor. ¡Se quedaron dormidos juntos!
Desde entonces el hámster y la serpiente viven juntos en el mismo tanque.
El fuego preguntó curioso ¿qué hizo posible esta interacción pacífica entre presa y
predador? ¿las escamas de una serpiente podrán volverse consuelo para un nervioso
roedor? ¿el calorcito de un hámster puede ser disfrutado por un ofidio que no es
vegetariano? ¿qué se necesita para que los más disímbolos encuentros terminen en
resultados asombrosos?

Nuevamente las llamas tomaron fuerza y mi confusión siguió creciendo. Cuando por fin
se apaciguaron, el fuego generoso decidió continuar con su lección, utilizando relatos
verdaderos.
Baloo, Shere Kan y Leo. Un oso negro americano, un tigre asiático y un león africano
jugando con la descomunal fuerza que la naturaleza les brindó. Si no hubiese sido por el
hombre estos 3 animales hubieran vivido libres en sus lugares nativos, no hubieran sido
encarcelados ni privados de sus familias siendo cachorros, si no hubiera sido por el
hombre tampoco hubiesen sido rescatados en una redada antidrogas en el 2001, no
hubieran llegado a un centro de rehabilitación animal, jamás se hubieran encontrado,
crecido juntos ni formado una bellísima, poco usual y feroz amistad. Siendo apenas
cachorritos fueron confiscados – observé en el fuego – a un grupo de narcotraficantes y
dados en custodia al santuario Arca de Noé en Georgia, Estados Unidos.
Ahí crecieron juntos. El oso pesa ahora cerca de 600 kilos y el tigre y el león casi 200
cada uno. Se alimentan, duermen y juegan en un espacio diseñado para ellos. 3 temibles
predadores han generado una relación que sólo se puede llamar amistad.

Las llamas del fuego crecieron con la mayor intensidad, chisporroteantes, intensas.
“Quieres saber qué es lo más valioso de un equipo” parecía preguntarme y sin darme
tiempo a asentir, me mostró garras de tigre, caparazón de tortuga, escamas de serpiente,
músculos de oso, pequeñez de roedor, dientes de hipopótamo, melena de león.
“¿Por qué vale el esfuerzo generar un “nosotros”?” - y me mostró el bosque, la selva, el
valle, la sabana, la costa, la montaña.
En esta tierra se calcula que hay cerca de 10 millones de especies animales distintas. 1
millón 600 mil especies vegetales diferentes. Se llama diversidad, diferencia,
pluralidad, milagrosa variedad, heterogeneidad pródiga de conflictos.

Esa noche tuve sueños de alebrije.

(Inspirado en el gigantesco reto del trabajo en equipo entre seres humanos y los
bellísimos relatos de la vida real narrados en el libro “Amigos insólitos” de Jennifer S.
Holland)
¿Cómo puedes generar un espacio tan amplio que abarque e incluya lo distinto?
Yin Yang

Observé al danzar del fuego enseñanzas sobre el equilibrio, el ritmo y la vida. Con
llamas de diversos colores -vivas, vibrantes- me fue mostrando:

En el corazón del invierno palpita la primavera, sobre un lecho de flores


descansa el invierno.

Águila azteca y serpiente ancestral, danza infinita sobre el lago, la roca, el
nopal. Ombligo de la luna, corazón de mi tierra.

En la más oscura noche -sin luna, sin nubes– brillan innumerables estrellas.
Amanece un día nuevecito -fresco, recién parido– la luna me regala su sonrisa.

La vida no tiene contrarios. Es ola que se eleva y luego se disuelve, es ola que
se disuelve para elevarse nuevamente.

Abrazo íntimo, fuerza y suavidad, cascada y estanque.

Yo mismo –dijo el fuego- soy luz que ahuyenta las sombras, suave calor que
aleja al frío y al mismo tiempo explosión volcánica, inmensa llamarada. Tu
amigo el viento es sutil caricia que refresca… y vendaval irrefrenable. La tierra
es madre fértil, receptora que no teme a ser roca impenetrable. Incluso el agua es
violento granizo, profundidad del mar, vapor ascendente y alegre manantial.

Y tú, tú eres todo eso -danzó la llama.

¿Dónde te serviría llevar suavidad? ¿Dónde fuerza? ¿Cuándo ser luz y cuándo
sombra? ¿Águila y serpiente?
Hechizo

Observé al danzar del fuego el rostro desencajado de la maestra de magia diciendo “¡no
todos pueden ser Einsteins!”… y lo mejor del caso es que tenía razón.
Una vez por año se reunían los maestros de la magia, los célebres y los desconocidos,
los grandes y los pequeños, los que hacían magia espectacular y los que hacían magia
verdadera. Por una sola ocasión en el año, se miraban como amigos y compañeros.
Ser maestro de magia normalmente es una tarea solitaria. A pesar de la relación entre
maestro y aprendiz, cada mago se encuentra con la magia de una manera muy personal,
muy íntima; hay una soledad muy hermosa en este encuentro individual con la magia,
pero si esa soledad se mantiene puede volverse agotadora o conducir a la fantasía de
que el camino propio es el único camino.
De modo que desde hace incontables ciclos lunares, magos y magas de todos los
rincones de la magia se reúnen una vez por año a compartir, a cotorrear, a reír y a
aprender unos de otros… y para qué negarlo, también a presumir un poco, a criticarse
un mucho y a discutir el futuro de la enseñanza mágica.
Como la mayoría sabe, el proceso de enseñar las artes y ciencias mágicas incluye las
más diversas áreas, desde conectar la intención con la voz y su vibración hasta
desaparecer la torre Eiffel o atravesar la muralla china, pasando por rituales, pócimas,
la ciencia alquímica y el origami. Todo esto sin olvidar el estudio de los grandes
Magos y Magas.
La discusión de ese día le iba a dar un insospechado giro al ejercicio y a la vivencia de
la magia. Brujos, hechiceras, alquimistas y magos ni siquiera lo presentían, pero
estaban a punto de presenciar y ser protagonistas de grandes cambios. Las reuniones
siempre se hacían en sitios propicios para el encanto y ese día se habían reunido en la
Ciudad de los Arcos, en la Isla de la Salamandra Azul. Habían estado discutiendo
sobre el potencial y los retos de las nuevas generaciones de aprendices… y las
opiniones eran de lo más diversas. Desde el mago narizón que pensaba que el más
grande encantamiento es despertar la grandeza en cada aprendiz, hasta la hechicera muy
bien vestida que con voz pulcra decía que estos no son tiempos para buscar magias de
libertad y placer, sino más bien hechizos de orden y normalidad. La discusión –como
siempre– pasaba por todas sus etapas: palabras acaloradas, silencios indiferentes,
preguntas sinceras, miradas apasionadas, compromisos personales, tedio, emoción y
cansancio. Observarlos y escucharlos hacía pensar en la paleta de pinturas de un gran
artista.
En lo más álgido del debate, un brujo joven de barba, gordito de aspecto bonachón,
invitaba a sus camaradas a confiar en el poder de sus aprendices, a llamarlos a
despertar todo su potencial, a creer que su magia podría transformar mundos. Y una de
las decanas respondía vehementemente desde una posición contraria y desde sus
larguísimos años de experiencia diciendo “No debemos sobreexigirles ni tener
demasiadas expectativas, no todos están hechos para la grandeza” y poniendo un énfasis
particular en su voz sentenció “¡No todos pueden ser Einsteins!”
¡Y tuvo razón! El problema de las discusiones entre magos es que cuando cargan sus
palabras de emoción y de intención éstas dejan de ser simples frases y se transforman
en poderosos hechizos. “No todos pueden ser Einsteins” se cargó de toda la magia de la
experimentada decana, así que no pudo seguir siendo una simple frase y su vibración
tocó las mentes de los maestros más distraídos mezclándose con sus propios
pensamientos… Y no sólo se quedó ahí, sino que siguió irradiando como ondas que se
expanden en el agua de un estanque y llegó a los pensamientos de toda una generación
de jóvenes aprendices, se filtró por los resquicios de su mente humedeciendo sus ideas
y tiñéndolas con el color de este encantamiento.
“No todos pueden ser Einsteins” se volvió el hechizo dominante en el mundo mágico y
por paradójico que parezca, esto dio inicio a uno de los momentos más luminosos en la
historia de la magia.
El hechizo tuvo su efecto y no todos pudieron ser Einsteins. Pero hubo algunos que si…
El hechizo tuvo su efecto y no todos pudieron ser Einsteins. Pero la genialidad de
cientos y miles de otros grandes magos se hizo presente. No todos pudieron ser
Einsteins, así que hubo quien pudo ser Newton, Da Vinci, Picasso… En el aire se
empezó a respirar y multiplicar la magia de Gandhi, Mandela, Luther King… No todos
pueden ser Einsteins y muchos fueron Shakespeare, Tagore, Rushdie, Hafiz y Rumi.
¡Qué hechizo más poderoso! El mundo se pobló de Mozarts, de Lennons, de Marleys.
También de Teslas, de Sócrates, de Menchús, de Buddhas, de Jesús, de Franciscos, de
Chaplins. Se multiplicaron las Teresas y los Jobs, los Jordans, los Messis, los Juárez,
los Cervantes, los Cousteaus… y hasta uno que otro Einstein.
El fuego terminó el relato y yo me sentí profundamente agradecido con esa maestra de
magia y lo que me permitió aprender.

¿Y tú? ¿Cómo quién NO puedes ser?


Yo te cielo

¿Se pueden inventar verbos? Quiero decirte uno: yo te cielo.


Frida Kahlo

Observe al danzar del fuego los ojos oscuros de la pequeñita que me tiene loco…

Yo te cielo. Me océano en tu sonrisa.


Me brindas alas;
Alas para mis raíces, para mis manos,
llenas de alas mi llama.

Frágil, pequeña, resplandor de luna. Fuerte, decida, carcajada de plata.

No se si te das cuenta
pero sin duda
me universas.

¿Qué es lo que a ti te universa?


El viaje de Shasarani – Parte II

Observé al danzar del fuego que a partir de ese día Shasarani nunca se quitó el amuleto
de su cuello. El pequeño fuego en su interior sin duda era especial; de algún modo
respondía a lo que el alfarero estaba viviendo: cuando el hombre estaba contento o
enojado, brillaba con más fuerza (aunque con una tonalidad diferente); cuando estaba
triste o cansado, la llama se volvía más pequeña; cada que tomaba la mano de su
esposa, chisporroteaba un poco; y cuando recordaba los tambores y el mensaje de la
mujer-tierra, el fuego se llenaba de vida.
Shasarani continuó con su vida normal por algún tiempo aunque algo en su interior le
decía que el momento de tomar camino y ser un sembrador de luz estaba cada vez más
cerca. Sin embargo sentía que aún no estaba preparado, que no era lo suficientemente
fuerte y que le faltaba coraje. Como pueden suponer, en esos momentos la llama en el
amuleto palidecía.
En cierto sentido parecía que el hombre estaba en guerra consigo mismo, por un lado el
potente llamado y por el otro la sensación de pequeñez. La primera en notarlo fue su
mujer, quien no sólo era hermosa sino que tenía la mirada profunda. Así que una tarde
de otoño lo tomó de la mano y lo condujo al bosque por un sendero que él siempre
evitaba; Shasarani intuía un poco a qué lugar iban y porqué… No se hubiera atrevido a
llegar solo, pero el ir acompañado lo hizo un poco más fácil. En realidad el camino no
fue largo aunque caminaron despacio, aún tomados de la mano llegaron a una zona más
sombría; al fondo se miraba un antiguo pozo en ruinas.
Sin soltarlo, ella se sentó y lo invitó a sentarse también; mantuvo el silencio unos
instantes y finalmente habló: “Shasarani, sabes que te amo, pero no estoy dispuesta a
seguir junto a alguien que vive luchando contra sí mismo” –no había dureza en sus
palabras, sólo una tremenda determinación– “Esto tampoco es fácil para mí; mas quiero
que te vayas, que enfrentes tus demonios, que salgas victorioso, que regreses con ese
amuleto brillando intensamente y que celebremos juntos con tus manos de alfarero.” Él
pasó saliva, quiso decir algo pero no pudo y ella le acarició la mejilla mientras
continuaba diciendo: “Ve y regresa. Te estaré esperando.” Shasarani dibujó media
sonrisa en su rostro y se sintió enormemente afortunado.
La hermosa mujer de profunda mirada con la que compartía su vida se fue caminando
mientras atardecía y él se atrevió a mirar el pozo derruido en el fondo. “Soy un
sembrador de luz” se dijo y tratando de no pensarlo más se acercó a la vieja oquedad;
controlando su temblor de piernas se asomó al interior… y entonces algo inesperado
pasó cuando Shasarani se arriesgó a mirar la oscuridad… Fue como si el pozo lo
absorbiera jalándolo a su interior. Su miedo regresó mientras caía en la oscuridad.
Descendía extrañamente despacio como si el aire fuera más denso y aunque cada vez su
temor crecía más, sabía claramente que esta vez no habría vuelta atrás.
Después de lo que le pareció una eternidad, cayó al suelo con un ruido sordo. No había
ninguna luz, sólo su propio amuleto brillando frágilmente; tampoco había sonidos, salvo
el débil goteo de una filtración de agua. El ambiente se sentía pesado y húmedo.
Pasaron algunos minutos hasta que sus ojos se acostumbraron a la oscuridad y entonces
lo vio al frente suyo: a unos cuantos pasos las tinieblas se hacían más densas, era como
si lo más negro de la noche se hubiera concentrado en un ser enorme y mal
intencionado, como si aquello que nunca ha recibido la luz se tornara sólido y
amenazante, tomando una forma semihumana. Shasarani estaba frente al guardián de las
sombras, quien parecía estar esperando ser mirado porque en cuanto sus ojos se
posaron en él, su voz retumbó negra y cavernosa “Más allá de este lugar se extiende un
mundo nuevo para ti, pero no tienes permitido salir a él. Yo soy el guardián oscuro y
tú… tú no eres nada.” Continuó diciendo mientras reía “Te atreviste a llegar a mí. No
puedes regresar, no puedes avanzar; el corazón de la noche será tu eterno hogar.”
Shasarani temblaba; se sentía pequeño como un niño abandonado. Quiso gritar y ningún
sonido salió de su cuerpo. Estaba a punto de derrumbarse cuando el guardián se lanzó
sobre él, no tenía fuerza para resistirse. Sintió que la noche lo mordía, que empezaba a
devorarlo, que desgarraba su cuerpo, que desmembraba su historia, que le hincaba el
diente y dolorosamente masticaba sus anhelos. Cada vez quedaba menos del alfarero
que ahora sí gritaba envuelto por la sombra que lo iba digiriendo, Shasarani se estaba
deshaciendo devorado y cuando estaba a punto de perder lo último que le quedaba se
acordó de la caricia de su mujer… Y su amuleto brilló. Ese recuerdo fue como una
bocanada de aire fresco y la caricia le hizo recordar su trabajo con el barro… y el
amuleto brilló un poco más. Y luego vino el sonido de los tambores y la imagen de un
árbol de luz… y el amuleto comenzó a arder. El fuego incendió su cuerpo dándole
forma nuevamente y Shasarani emitió una carcajada guerrera.
Fue entonces que la sombra lo soltó sonriendo. “Casi te venzo” –dijo- “Más has sido
fuerte; descansa y luego podrás seguir adelante. A partir de ahora te consideraré mi
amigo pues te conozco como pocos.” El hombre se dio cuenta que el guardián tenía
razón, que ahora eran amigos y le dio las gracias. “Pero antes de que partas quiero que
sepas que te he compartido mi don, el don de la oscuridad…”
“¿El don de la oscuridad?” preguntó el alfarero con curiosidad.
“Así es. Si enciendes una luz en medio de la luz del día poco se verá; pero si la
enciendes en medio de la noche, ella será refugio y calor. La oscuridad es el espacio
perfecto para la creación, para que surjan cosas nuevas, para transformarla según tus
deseos, para encender tu luz. Ese es tu don a partir de ahora: serás capaz de utilizar las
penumbras para el crecimiento y la transformación.”
Shasarani decidió descansar ahí mismo, envuelto entre dulces sábanas negras y
sabiéndose cuidado por el mismísimo guardián de las sombras. Al levantarse no vio a
su nuevo amigo, así que sólo dijo gracias en voz alta. Percibió entre las rocas una débil
luz que le marcaba el camino para salir de aquellas cavernas, la siguió esperanzado y
no tardó en encontrarse en campo abierto. Al principio la cantidad de luz le pareció
desmedida, sus ojos tardaron en acostumbrarse a ella pero su cuerpo respondió
alegremente a los aromas del campo abierto.
Las aventuras de Shasarani se volvieron legendarias. Con el paso del tiempo fue
recogiendo nuevos nombres en aquellas tierras: fue llamado el del corazón en llamas, el
maestro de la noche, el señor de las montañas murmurantes y también la espada que
libera al esclavo; cada nombre, una aventura; cada título, ganado a pulso… Pasaba el
tiempo y cada vez estaba más cercano a la prueba verdadera: él no se daba cuenta pero
se estaba preparando para ser un verdadero sembrador de luz. Para encontrarse frente a
frente con la muerte y con aquel árbol luminoso -dorado y plateado- que hace una
eternidad se encontró en el bosque entre la percusión de los tambores.

¿Cuál será el regalo que tiene para ti el guardián de las sombras?


Sol y canto

Entre las llamas del fuego observé mi grandeza y pequeñez.

En mi corazón habita un sol que canta.


Una brillante estrella
con ritmo, música y voz.

No siempre la observo.
No siempre la escucho, la busco, la respeto, la alimento
No siempre permito que su contacto me embriague.

Me contraigo, me escondo,
rechino los dientes, salgo corriendo.

Pero hay veces en que su luz me asalta,


su canto me invade salvaje, incontenible.
Y sólo puedo reír y brillar
y sé que sólo soy un sol que canta
unas cuantas notas
pequeñas, vibrantes, efímeras, sonrientes.

En la oscura noche hay luz, hay canto.


¿Qué puede ser hoy distinto si permites que el canto del sol te embriague?
Hach Winik

Esa tarde regresé a mirar el fuego. Llegué con mil proyectos en la mente, revueltos
como agua turbia, como cuando el rio crece trayendo consigo rocas, lodo de la montaña
e incluso árboles. Necesitaba claridad para darle sentido y dirección a mis esfuerzos.
Me senté frente a sus llamas y esta vez fui yo el que habló intentando a través de las
palabras desenmarañar mi madeja de imágenes, sonidos y sensaciones. Debo
confesarles que tenía miedo: muchas de las veces que charlé con el fuego sus imágenes
me confrontaban, me obligaban a definirme. A veces el fuego también quema.
El fuego me dejó hablar, aunque no por mucho tiempo; nunca se ha caracterizado por
ser paciente. Así que pronto se aburrió de mis palabras circulares, elevó un poco una
de sus llamas y crepitando me dijo: “Acuérdate de la Lacandona”
Mi mente se quedó en silencio y regresaron vívidas y poderosas las imágenes de la
selva chiapaneca. Estábamos en Bonampak -el lugar de los muros pintados- hacía un
calor de los mil demonios y atrasito nuestro la selva zumbaba completamente
despreocupada.
Llevábamos ya días vacacionando en el paraíso: asombrados, divertidos, asoleados. Y
ahí fue donde conocimos a uno de los Hach Winik: vestido de blanco, sonriente, cabello
largo y un impresionante porte de guerrero, aún con su abdomen abultado. Mientras nos
contaba orgulloso sobre princesas secuestradas y guerras ancestrales, sobre Palenque y
Yaxchilán, nos reveló su nombre: Chan Bor Yuk –¿Y qué quiere decir? preguntamos –
“Pequeña-Abeja-Venado” nos dijo.
Nos invitó a la selva, a ver cascadas, pozas, nos contó sobre lianas que guardan agua
para beber y sobre plantas que salvan vidas. Me impactó la selva y el hombre. Caminar
por la selva es adentrarse en el vientre del jaguar, te devora y al mismo tiempo te
alimenta la mente; vibra, fluye, respira como un solo organismo gigantesco, cruje, canta,
aúlla, te despierta. No puedes caminarla y salir de ella como llegaste, es imposible no
salir herido y sanado. La Lacandona es vientre de jaguar.
Tampoco puedes salir ileso después de entrar en contacto con un hombre verdadero,
con un Hach Winik. Yo no pude. Se saben guardianes de nuestra tierra, hombres de
maíz, eslabones de una cadena que a pesar de todo no se ha roto. En realidad la visita,
el andar y el contacto fueron breves; sin embargo Chan Bor Yuk regresa a mi mente con
frecuencia.
¿Por qué usan el cabello largo? –pregunté.
Se me quedó mirando apreciando el valor del silencio y sus ojos oscuros brillaron un
poco más cuando me contó sobre los mayas. Cuando el jefe de una tribu capturaba al
jefe de la tribu contraria –comenzó– lo tomaba por el cabello, igual de largo que el
mío, en señal de dominación. Con su cabello en la mano era fácil cortarle el cuello. Y
ante mi cara de sorpresa continuó –“yo traigo el cabello largo, igual que aquellos
hombres, porque no tengo miedo”. Pequeña-Abeja-Venado-Sin-Miedo dejó que sus
palabras me tocaran y sólo cuando estuvo seguro de que lo habían hecho, siguió
contando divertido –“Pero no creas que eso es todo. ¡También estoy vestido de blanco!
Y eso es un recordatorio para que mi corazón se mantenga abierto”. Y entonces sí
guardó silencio y siguió caminando dueño de la selva y de sí mismo.
No salí ileso de sus palabras ni de su andar. No sé con cuántos hombres verdaderos has
tenido contacto, pero a Pequeña-Abeja-Venado-Sin-Miedo-Corazón-Abierto le creí:
¡No tenía miedo y su corazón no tenía puertas ni paredes! Quise parecerme un poco a
él, quise que se multiplicara en mí y en muchos otros. Lo sigo queriendo.
La selva siguió haciendo lo suyo y yo no tenía demasiado tiempo para reflexionar.
Fuimos digeridos varias veces esa tarde, adormecidos por sus rumores y despertados a
una dimensión de vida que no conocíamos. Éramos bolo alimenticio del gigantesco
jaguar, materia que regresa a ser tierra velozmente.
Después de un rato llegamos a las Cascadas de las Golondrinas. En el camino el Hach
Winik, el lacandón, siguió charlando de plantas medicinales y plantas de ornato, de la
nauyaca y hasta se dio tiempo de nombrar y bendecir al más pequeño de los viajeros,
al que iba en brazos sonriendo aún sin caminar, lo llamó Pequeño-Diente. La cascada y
el río no puedo describirlos, sólo recuerdo que jugamos como niños, tomamos muchas
fotos, disfrutamos de la hermosa bendición que el sureste mexicano nos brindó.
Chan Bor Yuk todavía nos hizo un regalo más. Mientras disfrutábamos de la selva y el
agua, nuestro guía extendió su hamaca y se sumergió en sus pensamientos a unos 50
metros de nosotros, en lo alto. Un ratito más tarde llegó otro grupo de turistas haciendo
lo mismo que nosotros, disfrutando, jugando, siendo devorados, pero lo que dejó una
huella permanente en mí fue lo que ocurrió cuando una de las mujeres que venía en ese
grupo sacó un botecito de champú e intentó lavarse el cabello en las aguas de la selva.
Casi puedo jurar que el tiempo comenzó a dilatarse y transcurrir mucho más lento
mientras ella destapaba –inocentemente– el botecito y lo inclinaba sobre una de sus
manos, Pequeña-Abeja-Venado se transformó en mono sagrado, viajó de árbol en árbol
con agilidad de serpiente arbórea, voló unos metros como águila y vuelto Hach Winik –
hombre verdadero– se plantó frente a ella, con fuerza y sin violencia le arrebató el
champú y dijo palabras que todavía resuenan en mi mente:
“¿Quién eres tú para ensuciar mi río? ¿Qué te da derecho a dañar mi tierra? ¿Por qué le
faltas al respeto a lo nuestro?”
No recuerdo nada más, fue como si ahí se hubiera terminado la visita. Han pasado
algunos años y debo confesar que no salí ileso de la selva, que quedé herido por ella y
por los hombres verdaderos. La herida sigue abierta.
Fue entonces cuando el fuego me sacó de mi ensoñación y repitió “Acuérdate de la
Lacandona, abandona el miedo, abre tu corazón y respeta lo nuestro”

¿Qué más necesitas para convertirte en un hombre verdadero – en una mujer


verdadera?
De niño quería ser mago

Como luna nuevecita. Como un volcán que despierta. Como sombra en el camino –eso
me mostró el fuego.
Esta vez el fuego me recordó que de niño quería ser mago y asombrar a los demás,
desaparecer juguetes, provocar sonrisas y tener una capa larga. Tal vez llamarme
Kazam.
En lugar de mago, crecí y me volví ingeniero. Sigo soñando, escucho al viento y me
gustan los cuentos.. Hoy estoy frente del fuego dejando que me transporte, que su baile
me seduzca… que refleje lo que soy. Nunca sé que miraré ni que decida mostrarme; me
fascina llegar y me da un poco de miedo.
Hoy me preguntó quién soy y qué le paso a aquel mago… se burló de mi silencio y
como si su llama fuera risa, chisporroteó diciendo: “¡Hoy te llamarás Kazam! Hoy te
mostraré la magia”
No me pidió permiso, ni me preguntó si estaba listo, sólo se volvió más suave
respirando despacito, como fogón que calienta lento. Me quedé mirando, mirando el
centro de su brillo, los carbones encendidos, las tonalidades del rojo, sintiendo un
calorcito sutil y envolvente. Cerré los ojos un instante y cuando los abrí de nuevo el
mundo ya no estaba.
Creo que yo mismo ya no estaba. Sólo quedaba el fuego aunque él mismo transformado
(también cerró los ojos un instante). Era Saruman, Dumbledore, Merlin, Gandalf,
Shilbalam, Elodin, también el hechicero anónimo de la tribu y el ilusionista del pueblo.

La magia verdadera – dijeron sus voces – sólo cuatro cosas necesita:


Uno. Tu mente en completa calma.
Y yo me volví la luna cuando está nueva. Un estanque jamás mirado. Me quedé
dormido en los brazos de mamá.
Dos. Una intención poderosa.
Fui volcán que despierta. Violenta tormenta en la selva. Rugido del mar. Fui
sonrisa sin pena.
Tres. Desapego total del resultado.
Me convertí en hoja que mece el viento. Niño asombrado en una catedral
barroca. Fui sombra, remanso en el camino.
Cuatro…
Me quedé esperando, esperando, esperando. Pero el mago-fuego nunca dijo con
palabras cual era el cuarto elemento. Y yo sonreía porque sé que hay cosas que no es
necesario nombrar, sé que hay cosas que no necesitan nombre.

Y aquí estoy frente al fuego, mirando como danza y ríe. Feliz de llamarme Kazam.

¿Qué quería tu corazón que fueras cuando eras niñ@? ¿Cómo te llamas hoy?
El templo doble

Observé al danzar del fuego esta historia que ocurrió hace tiempo en un lugar muy
parecido al nuestro.
En aquel sitio vivía un poderoso monarca que no sólo estaba interesado en las
cuestiones de este mundo, en la prosperidad de su pueblo, en las técnicas de la guerra y
del amor, sino que constantemente sentía el llamado de la sabiduría: quería conocer y
conocerse más, se hacía preguntas de todo tipo –de las pequeñas, de las grandes, de las
profundas, de las superficiales, de las prácticas, de las que tenían una sola respuesta y
de las que tienen infinidad de ellas.
Sus múltiples intereses habían llevado al rey Otheo a leer, a meditar, a charlar con
sabios y con poderosos, a guardar silencio y a mirar la naturaleza. Sin embargo no
estaba satisfecho, le parecía que a pesar de su esfuerzo su búsqueda seguía siendo
superficial. Hasta que un día le llegó el rumor de la diosa Spatha, la que había
dedicado vidas infinitas a cortar la ignorancia, la que tenía rostro de lechuza, la que
había construido el templo doble, la que vivía en la tierra más allá de los límites.
Así que Otheo no lo dudó un segundo, hizo caso a su corazón y comenzó a prepararse
para el viaje. Le habían dicho que tenía que viajar ligero, que el camino debía hacerse
por su propio pie y que necesitaba viajar al mismo tiempo solo y acompañado. Sin
ningún problema decidió qué llevaría en su alforja –una cobija, un cuchillo, una piedra
imantada que marcaba al norte, una pequeña garrafa, un cuaderno de notas y algunas
monedas– quería pasar desapercibido, así que se despojó de sus ropajes reales, de sus
joyas, incluso de su espada y su corona. Tampoco vaciló al saber que debía viajar por
su propio pie, sabía que el camino era largo y exigente pero también conocía su propia
fuerza y decisión; sus pies sabían andar la tierra. Lo único que lo hizo dudar fue la
cuestión de viajar al mismo tiempo solo y acompañado.
Tuvo que darle muchas vueltas al acertijo. ¿Cómo podría al mismo tiempo estar solo y
con compañía? No tenía demasiada lógica ni siquiera en ese tiempo remoto de un
pasado que aún no llega… Sin embargo al cabo de un tiempo se dio cuenta que en
incontables ocasiones había estado con multitud de personas sintiéndose solo y que en
otras tantas se había encontrado totalmente acompañado, nutrido y sostenido aun en
medio de la soledad. Darse cuenta de esto fue como encender una vela en la oscuridad
y con esa luz encendida decidió que quería llevar en su viaje –mientras lo andaba solo–
el apoyo de su linaje familiar y humano, la sonrisa de sus amores presentes y respeto
por sus conexiones futuras.
Otheo caminó un largo sendero haciéndose pasar por un caminante más; así atravesó
valles y llanuras. Después anduvo otro largo tiempo convirtiéndose en un caminante
más y así cruzó un desierto multicolor. Finalmente el buscador recorrió una senda
extensa y ascendente siendo un caminante más; de este modo subió montañas y atravesó
fronteras. En el camino el rey se encontró con otros viajeros rumbo al mismo destino,
sin embargo cada uno iba solo: a su ritmo, a su paso, con su propia compañía interna.
Por fin llegó a la tierra más allá de los límites. Otheo esperaba encontrarse con una
tierra diferente a todo lo que conocía y así fue. No sólo llegó a un lugar un poco más
lejos y un poco más arriba, sino que halló un sitio frío, semiárido y de una belleza
cortante, los horizontes eran amplios, limpios; las aristas afiladas de las montañas y del
propio aire lo obligaron a pensar en el cristal.
Se cuenta que la diosa Spatha no había descansado un solo día desde que llegó a estas
tierras, trabajando incesante hasta que estuvo construido el templo doble. No aceptó
ayuda de nadie (y de hecho muy pocos se la ofrecieron) estaba decidida a hacer un
santuario que cortara la confusión y la ignorancia y que al mismo tiempo fuera un lugar
de descanso y de gran belleza. Ya puedes imaginar –me contó el fuego– el tiempo que le
tomó a la diosa lechuza tener terminada su obra maestra.
El templo tenía dos entradas, una por la cara norte y otra por la sur. Se distinguía en lo
alto de una de las montañas y al fondo, detrás del templo, se podían ver mil cumbres
más. Literalmente eran dos templos en uno, contrastantes, diametralmente opuestos y al
mismo tiempo perfectamente complementarios. El sendero que conducía hasta él
llegaba por el poniente de forma que el viajero tenía que tomar a su derecha o a su
izquierda para entrar al templo.
Conforme Otheo caminaba el sendero al templo su soledad y su compañía se iban
intensificando. Al principio no lo notó pero pronto fue imposible no sentirlo; se dio
cuenta que estaba completa y totalmente solo y al mismo tiempo que estaba conectado
con todo, que el mundo y sus amores lo abrazaban, sostenían, protegían. Fue un darse
cuenta que no sólo estuvo en su mente, sino que, tal vez de tanto caminar, fue un darse
cuenta que entró por sus pies… probablemente eran los efectos del templo y su
sabiduría cortante.
En fin, cuando Otheo terminó de caminar el sendero y el templo doble estaba justo
enfrente suyo, se encontró con un pedestal de bienvenida: una columna de una roca
verde traslúcida en cuyo interior se podía mirar la mismísima espada de Spatha
irradiando luz suavemente. Una oleada de respeto lo recorrió y de la columna surgió
una voz susurrante como el aleteo de un ave al descender:
Al iniciar tu camino pretendiste ser uno más. Al recorrerlo te fuiste convirtiendo.
Ahora lo eres.
En el mundo hay innumerables verdades. En este templo hay dos. Juntas en realidad
son una.
Abre tu corazón para que puedas recibirla. La única. La doble. Las incontables.
Y la espada brilló un poco más. El rey no entendió del todo el mensaje pero se permitió
recibirlo mientras contemplaba el templo. Frente a él estaba el sitio en el que los dos
lados del santuario se fundían: a su derecha una imponente construcción barroca de
cantera blanca, a su izquierda una sobria estructura de cantera negra y delante de él, el
lugar en el que parecían disolverse una en la otra. A pesar de la impactante diferencia
entre un lado y el otro la unión era fluida, orgánica; parecía como si la propia
naturaleza se hubiese dado a la tarea de crear ambos templos y su unión.
El andante rey se sintió llamado hacia la izquierda, así que comenzó a recorrer por
fuera el templo de piedra oscura. Era elegante, sobrio, simple, de una enorme dignidad,
tenía la belleza del desierto, la del cielo sin nubes, la del estanque en calma. Sin
embargo era imperfecto. Conforme Otheo lo recorría iba descubriendo pequeñas
fisuras, lugares en los que la roca no seguía un patrón preciso, y para su sorpresa cada
imperfección le añadía belleza y dignidad. Luego de un rato de ir caminando despacio
llegó hasta al portal de entrada, una sencilla estructura con un grabado en la parte
superior que con sencillos trazos mostraba la figura de una lechuza; en el suelo en orden
perfecto estaba el calzado de los peregrinos que se habían adentrado ya. Se descalzó,
dejó sus zapatos junto a los del resto y en contacto con el frío piso se adentró en el
templo.
El fuego no quiso mostrarme el interior del templo, sólo me dejó claro que era un sitio
de rectitud, de presencia, de silencio. Ahí Otheo se deslizó en un profundo trance
meditativo y la voz de Spatha resonó para él.
Sólo eres polvo. Ceniza de otras cenizas. Un guijarro en la inmensidad del universo.
La voz fue como espada en manos samuráis que, con precisión quirúrgica, cortó algo
dentro del rey y Otheo sintió como si cuerdas que lo habían amarrado largo tiempo
cayeran.
Sólo soy polvo. Ceniza de otras cenizas. Un guijarro en la inmensidad.
Sonriendo y caminando ligero salió del templo. Se sintió tentado a regresar
directamente a casa con la sensación de que su viaje –y su búsqueda- ya estaba
completo; ya no había la necesidad de seguir buscando. Así que ahora no fue la
carencia sino la simple curiosidad la que lo impulsó hacia el lado claro del templo.
Tomó sus zapatos y no se los puso; caminando descalzo siguió recorriendo el exterior
del santuario, llegó al punto en el que se volvían a unir las construcciones y siguió
adelante junto a la construcción de roca blanca. Esta tenía infinitos detalles: la cantera
figuraba hojas de roble con todos sus filamentos, olas de mar, joyas, innumerables
estrellas, figuras marinas, terrestres, estelares y todo uniéndose con una belleza
exquisita. Si el otro lado era el desierto éste era la selva, si aquel era cielo invernal
éste era tormenta. Otheo fue descubriendo que tampoco era perfecto, que había trazos
ligeramente imprecisos y que una vez más no hacían más que profundizar la belleza del
sitio y añadirle vida; se dio cuenta que esa era la razón por la que a la Diosa Lechuza le
había tomado vidas infinitas terminar el templo. Finalmente llegó al portal de entrada,
que figuraba un brocado de incontables hilos surgiendo de la tierra y transformándose
en lo alto en cielo estrellado; en la parte superior la figura de una lechuza con las alas
extendidas y los ojos atentos parecía observarlo. Dejó nuevamente sus zapatos en el
piso y se adentró en el santuario.
Para deleite de mi imaginación, el fuego decidió no mostrarme nuevamente el interior
del templo, sólo me dejó claro que era un lugar de gozo, de vida; sensual en su música y
aromas. Ahí el rey Otheo entró en contacto con su cuerpo y sus corrientes de energía,
supo que lo correcto era danzar, así que bailó y bailó. En medio de la danza la voz de la
diosa resonó una vez más.
Eres sagrado. La estrella del mundo. La joya de Dios.
La voz nuevamente fue una espada cortante. Una gigantesca carcajada surgió del
corazón del rey quien a plena voz cantó mientras seguía danzando.
Soy sagrado, la estrella del mundo, la joya de Dios.

Seguramente fueron horas las que Otheo bailó hasta caer completamente rendido,
abandonándose confiado y libre se quedó dormido dentro del templo. Cuando despertó
estaba frente al pedestal de bienvenida en cuyo interior seguía irradiando la espada de
la diosa. No le extrañó tener el calzado puesto y colgado del pecho un pendiente de
cantera blanca y negra grabado con las runas “polvo” y “estrellas”.
El fuego tampoco me mostró cómo fue su camino de vuelta a casa, lo que si me dijo es
que esas runas se volvieron el blasón de su linaje y que había buenas razones para que
yo lo supiera.

¿Cómo podrías expresar más plenamente la dignidad del polvo? ¿Cómo puedes
atreverte a ser estrella del mundo? ¿Qué necesitas para recordar las dos verdades
que en realidad son una?
Estrella

Observé al danzar del fuego que en un lugar muy parecido a este, pero en un tiempo
distinto, había una estrella que vivía en lo alto y lejano; era una estrella pequeña y
brillante y a diferencia de otras, tenía un corazón; un corazón hecho de sueños y de
anhelos.
Esta estrella hacía lo que le habían enseñado a hacer: brillaba, titilaba sin descanso de
noche y de día, de día y de noche. No siempre era vista por los hombres y las mujeres
de su tiempo –en parte porque ellos y ellas no siempre dirigían su vista hacia el cielo,
en parte porque a veces el clima lo impedía y en parte porque a veces ella misma se
sentía pequeña–, sin embargo ella seguía y seguía. La vida de las estrellas es diferente
a la nuestra, sus vidas son más largas, mucho más largas; así que irradiar luz sin
descanso durante tanto tiempo llega a cansar… y así se sentía ella: muy cansada, en
especial las noches nubladas ya que tenía que redoblar su esfuerzo, concentrar y mandar
su energía a millones de kilómetros de distancia. A veces era tan frustrante sentir que su
luz no podía atravesar las nubes; ni siquiera las blancas, ya no digamos las de lluvia o
los amenazadores nubarrones de tormenta.
Mientras la estrella más se esforzaba más fracasaba; su cansancio crecía y crecía, se
sentía ignorada, invisible y aunque sabía que no podía rendirse, palidecía, se
adormecía, se desgastaba, le faltaba el aire y el enojo y la tristeza aumentaban en su
corazón.
Sin embargo una noche de lluvia el cansancio la obligó a parar. Tomó aire y decidió
que en esa ocasión se iluminaría a sí misma, así que en lugar de mandar su luz hacia
afuera la mandó hacia adentro; y fue entonces que escuchó la voz que tienen las
estrellas en el corazón que le decía luminosamente: “sé fuerte, sé suave” titilando… “sé
fuerte, sé suave”… “sé fuerte, sé suave”
¡Y le hizo caso! Calladita se hizo fuerte y se hizo suave… sin prisa se hizo fuerte y se
hizo suave… abrazándose a sí misma se hizo fuerte y se hizo suave, y una hermosa
explosión de confianza surgió de su interior y recorrió su brillante cuerpo estelar. Se
quedó un tiempo simplemente disfrutando de esta nueva energía hasta que, confiando en
ella misma se soltó: descendiendo, flotando hacia la tierra, atravesando nubes, bajando
hasta posarse despacito –en la mitad de la noche - en medio de uno de los bosques de la
tierra de aquel tiempo. Ahí se permitió descansar profundamente, hasta que al salir del
sol el aire fresco la despertó acariciando su piel de estrella; la tonada de lo que le
parecieron infinitas aves alegró su amanecer, aspiró libremente el aroma de la vida del
campo, tomó un delicioso baño en las suaves aguas de un arroyo cercano que cantaba
por ahí, lavó su cuerpo y su mente. Su brillo se volvió más claro y más visible.
Fue entonces que levantó su voz sencilla diciendo eso que hace tiempo había querido
decir. Se hizo amiga del río, de los árboles, del canto de los pájaros y sobre todo se
volvió amiga del aire fresco. Habitó el bosque por mucho tiempo; la confundieron con
hada, con ninfa, con elfa, mientras ella terminaba de sanar. Por fin Estrella se atrevió a
subir nuevamente, a elevarse renovada y alegre, compartiéndose fuerte y suave.
El fuego me contó que desde entonces esa estrella se supo más libre; que a veces brilla
en las noches desde lo alto, que a veces entra en las nubes y se vuelve lluvia, lluvia de
estrellas, que a veces canta con las aves convirtiendo su brillo en música, que va y
viene y que -si tengo suerte- tal vez un día la encuentre y pueda aprender un poco de lo
que puede que enseñarme.

¿Cuál será un buen momento para detenerte y mandar tu luz hacia adentro? ¿Qué
pasaría si permites que la fuerza y la suavidad se enriquezcan mutuamente?
Luciérnagas en el vientre

El fuego me mostró en su danza que las historias pueden cambiar con el tiempo, que hay
veces que se pierde el sentido original de las leyendas, que diluyen su poder y que por
eso me quería contar la verdadera historia de la serpiente y las luciérnagas.
Nada de que se las comió por envidia –me dijo el fuego– no era que quisiera tener
foquitos en su interior, ni tampoco fue por hambre, aunque eso hubiera sido más
aceptable. No era que ellas fueran tan débiles que no hubieran podido enfrentarla; de
hecho en aquel tiempo el ejército de luciérnagas era uno de los más temidos.
Resulta –me mostró– que los dioses ya lo habían creado casi todo: la tierra con su
corazón de fuego, también las aguas y el aire, las montañas, los relámpagos, hasta los
lagos, los ríos, las nubes y las azucenas. Árboles de todos tamaños, aves, creaturas del
mar, seres voladores, musarañas y dragones. Incluso habían creado –de barro, de masa
de maíz o de hilos de colores- también a la mujer y al hombre con su inagotable caudal
de preguntas. En fin, ya casi todo estaba en su lugar. Los dioses sonreían satisfechos
con su mundo nuevecito pensando que habían hecho un buen trabajo y para celebrarlo
se pusieron a bailar.
Sólo que el tiempo pasa de modo muy diferente para los dioses que para el resto de los
seres, así que mientras ellos bailaban pasaron años y más años. Las mujeres y los
hombres vivían llenos de miedo pues el mundo era oscuro y sus ojos no eran tan
buenos; le temían a la muerte, a la enfermedad, a la pérdida, incluso se empezaron a
temer unos a otros.
Cuando por fin los dioses terminaron de bailar estaban agotados. Todos menos uno.
Ahau era un poco más fuerte y un poco más aventurero, así que mientras los otros
dormían, él fue a ver la tierra y sus seres y así descubrió que una de sus mejores
creaciones vivía sumida en el temor. Ahau siempre fue impulsivo, así que no lo pensó
dos veces y buscando terminar con el miedo de mujeres y hombres se concentró en su
corazón –descubriendo en su latir fuerza, energía y empuje- y empezó a calentarlo y
calentarlo y cuando su corazón era una brasa encendida tomó una gran respiración… y
se incendió en una gigantesca esfera de fuego y luz.
Así nació el Sol iluminando a hombres, mujeres y hasta dioses. La transformación de
Ahau funcionó bastante bien; muchos de los temores se disiparon del mundo junto con
las sombras. Claro que hubo que hacer ajustes, ya que ahora la cantidad de luz era
cambiante, había periodos de oscuridad y periodos de brillo y calor; así que hombres,
bestias y hasta plantas ajustaron su vida honrando la transformación del dios. Al resto
de los dioses al principio no les gustó mucho lo que había ocurrido ya que les gustaba
crear en medio de la oscuridad, pero como no tenían muchas opciones pronto se
acostumbraron y hasta se dieron cuenta que los seres de su creación ahora vivían más
felices.
Y como eran bondadosos –y pachangueros– los dioses decidieron celebrar la alegría de
sus creaciones y honrar la luminosa transformación de uno de los suyos cantando y
haciendo música. Disfrutaron enormemente una fiesta que para nosotros hubiese durado
años completos. Habían pasado ya cientos y cientos de años desde la transformación de
Ahau y la fiesta no cesaba, de modo que mientras la fiesta seguía, la diosa Lua quien
siempre había sido un poco más solitaria que el resto de su especie decidió caminar
por los senderos de la tierra. Cual no fue su sorpresa al darse cuenta que en los
periodos de sombra las mujeres y los hombres aún eran presa del miedo; sus ojos
seguían sin ver del todo bien y su imaginación era fecunda, así que fantaseaban con toda
clase de terribles situaciones, le temían a seres inexistentes, a la tristeza, la soledad y el
enojo.
Lua quiso terminar con ese sufrimiento y consultándolo sólo consigo misma decidió
seguir el ejemplo de Ahau. Se concentró en su corazón y notó que lo que ahí vivía era
belleza, amor y cambio; de modo que dejó crecer estas cualidades al principio poco a
poco, pero luego con la fuerza del río que se desborda o de la marea que sube. Tal
liberación la convirtió en una bellísima esfera plateada, femenina, cambiante, que
comenzó a iluminar suavecito la oscuridad de las noches.
Esa luz sutil hizo su magia y las mujeres, los hombres y las aguas sonrieron al disiparse
algunas sombras.
El resto de los dioses pronto notaron la ausencia de Lua y se alegraron al mirarla allá
en lo alto, aún más espléndida de lo que la conocían. Sin embargo estaban muertos de
cansancio, así que se quedaron profundamente dormidos, y según me mostró el fuego,
aún siguen disfrutando de los sueños más divinos.
El tiempo pasó, y para tristeza de Ahau y de Lua, hombres y mujeres volvieron a temer.
Sus transformaciones no habían sido suficientes para erradicar al miedo por completo.
Las mujeres y los hombres ahora se asustaban ante su propio potencial, ante la luz que
vivía dentro de ellos, ante su grandeza y su poder, de modo que era fácil que fueran
víctimas, que pelearan por pequeñeces, que se aferraran a lo poco en lugar de abrazar
lo mucho. El tiempo siguió pasando y estos temores sobrevivientes allanaron el camino
de regreso de los viejos miedos, de los originales: del miedo a la muerte, la
enfermedad, la tristeza, la soledad y el cambio.
Lua y Ahau pensaban que todo había sido en vano. Pero no era así.
La gran serpiente era la creación consentida de Ahau, se alimentaba de calor y de luz (y
también de pequeños roedores). Le dolió ver la tristeza de su padre allá en lo alto. Las
luciérnagas eran la creación predilecta de Lua, volaban por la tierra como caudales de
luz prefiriendo la cercanía de los ríos. Les pesó mirar el dolor de su madre allá arriba.
Así que se reunieron la serpiente y las luciérnagas y charlaron largo sobre el miedo de
mujeres y hombres, sobre el dolor de sus padres, sobre los dioses pachangueros que
seguían dormidos, sobre sus propias fuerzas y posibilidades. La plática terminó como
terminan las buenas conversaciones, de modo que la decisión estaba tomada: la
serpiente soltaría su posesión más preciada: el contacto con la tierra; las luciérnagas
dejarían de volar entre los árboles y los ríos y habitarían donde no llega ni la luz del
sol ni la de la luna: ¡en un vientre de serpiente!
Así que las luciérnagas entraron una por una en la serpiente. No hubo víctimas ni
envidia. Mientras más bichitos entraban más bichitos luminosos cabían y la luz en el
interior de la serpiente empezó a transformarla. No sólo iba creciendo sino que se iba
volviendo más y más ligera, se despidió del roce de la tierra con una sola lágrima y
mientras iba expandiéndose se iba elevó.
La serpiente de luces pasó flotando cerca de Lua quien le regaló a sus hijas un brillo
aún más hermoso y duradero. Después pasaron cerca de Ahau quien acarició la piel de
su creatura más querida haciéndola transparente. Y siguieron subiendo, flotando,
reptando en la oscuridad del espacio.
Aún ahora desde muy arriba, siguen haciendo lo que ni los dioses pudieron. Aún ahora
cuando la noche es oscura en campo abierto, en las montañas o en el medio del mar, si
miras hacia arriba verás una gigantesca serpiente con infinitas luciérnagas estelares en
su vientre.
Y según me mostró entre sus llamas el fuego, aquellos que la miran y se dejan tocar por
su luz y su belleza se dan cuenta que están hechos justo para lo mismo, para permitir
que la luz en su interior brille libre.
¿Hace cuánto que no buscas la Vía Láctea?
El consejo de los seis

Los dragones y los hombres (dragonas y mujeres también) son tal vez las creaturas de
leyenda más impresionantes. Y los hay de todos tipos: famosos y anónimos, grandes,
pequeños, reales y hasta imaginarios.
Si hablamos de dragones, ¿cómo olvidar a Smaug y su desolación? ¿o a Fújur el dragón
de la suerte? Por no mencionar a la dragona de Shrek, al colacuerno húngaro y al mucho
más humilde Nûli y su búsqueda del fuego. Ha habido dragones terribles y poderosos,
llenos de fuerza, maliciosos, deseosos de sangre y de tesoros, aunque también los ha
habido fulgurantes, lejanos, soberbios en su vuelo y su mirar o aquellos que se
sacrificaron volviéndose pequeños y yendo a habitar en el corazón de los hombres.
Hay dragones de tierra, habitantes de las montañas y las profundidades. Dragones de
agua, cambiantes, metamórficos, de elegantes movimientos y escamas transparentes.
Dragones de viento que se confunden con las nubes y juegan con las mentes a su antojo.
Dragones de fuego de vientre escarlata y ojos como brasas encendidas. Y dragones de
éter, de los cuales yo nada puedo decir.
La mayor parte de los hombres y las mujeres les han temido, otros cuantos han luchado
contra ellos (normalmente con pésimos resultados), muy pocos han trabado amistad con
estos seres y se han vuelto sus jinetes y los menos –yo sólo conozco a dos– han logrado
la hazaña de transformar su cuerpo en el de la magnífica serpiente alada, su voz en
rugido de fuego y su mente en el enorme océano de la conciencia del dragón.
Masawa pertenecía a la Orden del Viento Nocturno. Era un joven sanador que se había
alejado de casa para dominar las artes de la salud y para aprender sobre dragones. Sus
aventuras como sanador sin duda fueron las más grandes e importantes, pero el fuego
sólo me mostró cómo le fue con los dragones. Desde pequeño le había interesado la
salud y le habían fascinado y aterrado las bestias aladas, desde pequeño aprendió qué
hacer con ellos… y hasta el momento la estrategia había funcionado. De hecho seguía
una estrategia tremendamente exitosa, un camino que ha permitido a los humanos crecer
y multiplicarse.
Creo que Masawa la conocía desde pequeño de una manera muy intuitiva, pero fue
hasta que se integró a la Orden que la hizo consciente. Con los dragones se pueden
hacer tres cosas: huir, rápido porque vuelan; esconderse, bien porque su mirada es
penetrante; o luchar, temerariamente ya que las posibilidades de vencer son bien
chiquitas. Huir o esconderse no era lo suyo y aunque el joven era un sanador también
tenía alma de guerrero, así que lo que él deseaba era enfrentarse a los dragones, luchar
con ellos y –claro- ¡salir victorioso!
Como tal vez ya sabes, la Orden del Viento Nocturno es una comunidad ancestral de
mujeres y hombres que dedican vida y corazón al estudio de los gigantes alados.
Masawa fue aceptado en la orden al cumplir los trece; los seis miembros del consejo se
reunieron, uno a uno miraron su corazón y los seis asintieron dando la sencilla señal de
que el joven ya era un miembro más de la comunidad.
Desde ese día Masawa caminó un poco más erguido y dedicó cada ratito de tiempo que
le quedaba libre a estudiar y a imaginar dragones. Se dio cuenta que no quería ni huir,
ni esconderse, que lo suyo iba a ser más heroico… así que su mente se llenó de
enfrentamientos y estrategias, de épicas batallas con dragones de todos los colores,
razas y tamaños.
El entrenamiento de la Orden del Viento Nocturno incluía estudio, observación
profunda de uno mismo y por supuesto acción. El tiempo pasó y pronto Masawa estuvo
listo para su primer encuentro cara a cara con los dragones: se enfrentaría con un
dragón de tierra.
Antes de partir hacía las cuevas silbantes donde vivían los gigantescos seres, el joven
se reunió con los miembros del consejo. Uno a uno lo miraron y uno a uno le brindaron
su consejo. Masawa no sabía muy bien qué pensar de ellos; se decía que eran
ancestrales y que el tiempo no jugaba con ellos como juega con el resto de nosotros. El
primero en mirarlo fue el niño, después el vencido, más tarde la que se sacrifica, el
cuarto fue el viajero, luego la guerrera y por último el mago. Las miradas y las palabras
fueron muy distintas unas de otras y el joven salió más confundido de lo que había
entrado. Sin duda admiraba a la guerrera –tenía un porte feroz y un brillo en la mirada
que hacía imposible no retroceder a su paso-, también respetaba al mago –sus palabras
lo envolvían y parecía que el aire mismo se transformaba cuando él llegaba-, pero le
parecía que los otros cuatro no tenían mucho que enseñarle… ¿Qué iba a saber un niño
sobre bestias aladas? Y el vencido ¿qué podría mostrarle si lo habían vencido? Además
el viajero nunca estaba y la que se sacrifica le parecía débil y quejumbrosa.
El joven Masawa salió rumbo a las Cuevas silbantes cargando su espada, pensaba que
la mejor estrategia sería la de usar un par de poderosas estocadas… sin embargo todo
lo que había leído e imaginado no lo habían preparado para el encuentro que estaba por
tener. Se debía encontrar a solas con el dragón –como son todos los encuentros
verdaderos con estos seres–, así que luego de tres días de camino solitario llegó hasta
las cuevas silbantes. Era evidente la razón de su nombre: las cavernas al frente suyo
literalmente silbaban; incluso si las escuchabas con atención emitían una estimulante
melodía. Al adentrarse en la cueva sus pisadas retumbaban rítmicamente y no tardó
mucho en acompasar sus pies con los silbidos de la cueva brindándole percusiones a la
música de viento; el ambiente olía a tierra fértil y humedad, y cuando sus ojos se
adaptaron a la oscuridad se dio cuenta que seguía sin ver más que vagas sombras.
Masawa avanzó a tumbos por varias horas con los pies (las manos, las rodillas y hasta
la espalda) cada vez más adoloridos. Finalmente se sintió en un espacio mucho más
amplio -probablemente una gran caverna- la sensación y el aroma del aire cambiaron.
El sanador y aprendiz de dragones percibió con toda claridad un aroma antiguo,
penetrante, un aroma a roca, a joyas preciosas, a humus y a magma. El miedo comenzó a
apoderarse de él, las fantasías de épicas batallas lo abandonaron y su corazón empezó a
latir a gran velocidad, estaba casi congelado cuando lo vio: un brillante y enorme ojo
escarlata como un rubí lo miraba fijamente como si lo estuviera desnudando. El resto
de la fuerza del joven lo abandonó y cayó desmayado, como roca sobre la tierra.
Tres días más tarde despertó en su propia casa y nadie le quiso decir cómo había
regresado. Cuando se repuso de este fracaso, redobló sus esfuerzos y pensó que muy
probablemente había equivocado la estrategia; de modo que ahora se enfocó en la
magia: había escuchado de personas con tal habilidad que lograban transformar a los
terribles seres mitológicos en inofensivas ranas. Se entrenó en hechizos y
transmutaciones, en encantamientos sutiles y hasta logró aparecer un conejo en un
sombrero.
Cuando se sintió listo decidió que ahora enfrentaría a un dragón de agua. Así que, sin
pensarlo más se embarcó en una pequeña balsa de remos y dirigió su mente y sus
esfuerzos hacia el Mar de los opuestos; remó y remó durante una semana completa
descansando un poco por las noches. El Mar de los opuestos era el sitio más
extraordinario de la Tierra en aquellos tiempos; era de día y de noche a la vez, el mar
estaba congelado y al mismo tiempo permanecía cálido, una terrible tormenta de plena
calma amenazaba plácidamente a Masawa y su pequeña embarcación. A unos pocos
metros de él, transparente y gigantesca, estaba la serpiente alada de los mares, el joven
miraba hipnotizado los suaves movimientos del dragón que reflejaba en sus escamas la
luz del día-noche. El enorme ser comenzó a abrir sus fauces haciendo que Masawa
olvidara cualquier tipo de magia que supiera, las tripas del muchacho gritaron y él supo
–con toda certeza– que tenía que salir de ahí en ese momento, entró en un trance de
supervivencia, sus brazos y piernas se llenaron de una fuerza que desconocía y nadó sin
descanso hasta la costa.
El joven sanador lloró su derrota por varios días y aunque su decisión no había
mermado, no sabía qué hacer: ni invocar su fuerza ni llamar a la magia había
funcionado… por lo que decidió que lo que le faltaba era conocimiento. Presa de un
fervor casi febril se dedicó a leer, a preguntar, a investigar… y al cabo de algunos
meses se lanzó a la aventura del dragón de viento. Los dragones de viento, contra la
costumbre de otras especies, son seres comunitarios que disfrutan de la compañía de
los suyos y habitan en un reino de nubes conocido como el Palacio Yún.
Masawa, al ser miembro de la Orden del Viento Nocturno esperó a que anocheciera. Al
salir la luna llamó al viento de la noche, quien atendió su súplica y lo llevó por los
aires derechito hasta el palacio de los dragones. El Palacio Yún era -¿es?– un lugar
cambiante como las nubes, se desplaza por los aires, se forma, se condensa, cambia y
se disuelve siguiendo sus propios ritmos; Masawa llegó suspendido por el viento y lo
primero que notó fue un súbito descenso en la temperatura, ¡hacía frío allá arriba! Así
que en el estado de alerta que genera la emoción y el frío, intentó mirar a los
dragones… sin suerte… Por más que buscó y rebuscó lo único que veía eran nubes
cambiantes… ¡Caray, qué frío!... Buscaba cerca y lejos con la mirada sin pensar un solo
segundo en rendirse, pero parecía que los dragones de viento no querían hallarse con
él… Sin embargo las heladas temperaturas empezaron a hacer su efecto; su cuerpo le
empezó a doler y su mente se estaba entumeciendo como quedándose dormida, como
sumergiéndose en un sueño congelante… como perdiéndose entre las nubes…
Y entonces los escuchó: cientos y cientos de rugidos, vibrantes, musicales, rítmicos,
ensordecedores cual sinfonía guerrera dentro de su mente. Masawa no era capaz de
resistirse; parecía incluso disfrutar de ese canto ancestral que lo estaba devorando
desde adentro, cada acorde y cada nota mezclándose con su consciencia buscando
cambiarlo, desarmarlo, perderlo de sí mismo.
Masawa nunca supo cuánto tiempo pasó en el Palacio Yún bajo el canto de las bestias
aladas, lo único que le quedó muy claro es que no fueron sus fuerzas, su magia, ni su
conocimiento lo que le permitieron sobrevivir. Tal vez finalmente los dragones de
viento tuvieron compasión de él o quizá algo más grande y fuerte lo rescató en el
momento justo. Lo primero que notó fue que la temperatura de su cuerpo estaba
volviendo; iba nuevamente en los brazos del viento de la noche quien lo abrazaba
cálidamente, viajaban suave de vuelta a casa; su mente parecía estarse recuperando
también, ganando claridad y enfoque.
El joven se sentía tres veces vencido. Los dragones de tierra, de agua y de viento
habían resultado rivales muy superiores a sus fuerzas; así que hizo lo único que podía
hacer: aceptar su derrota. Tal vez fue que Masawa había crecido ya que la aceptó
completamente, sin dolor, enojo ni tristeza; estaba asombrado de sí mismo ya que al
observar su corazón no encontró deseos de venganza, ni arrepentimientos. Se sentía en
paz consigo mismo y con sus poderosos hermanos alados.
Caminando despacio y erguido, respirando libre se dirigió al santuario de la Orden; un
hermoso claro circular en el bosque. Cuando llegó ya estaban reunidos, platicando
como viejos amigos; cada uno sentado en una roca lo estaban esperando. La que se
sacrifica le sonrió indicándole una piedra plana para que tomara asiento y se integrará a
la reunión. Lo recibieron con una naturalidad que él nunca había percibido, como si
fuera uno más del grupo, como se recibe a un hermano al regresar por la tarde.
Por fin te vemos en paz –dijo el mago guiñando el ojo–. Tenemos un consejo que darte.
Escúchanos bien y grábalo en el corazón –añadió el escapista-. Nunca lo olvides, te
será muy útil pero debes saber que nuestro consejo no es gratuito; si lo escuchas
verdaderamente serás transformado, no habrá vuelta atrás y sabrás sobre dragones –
remató la guerrera. Masawa los miró uno por uno dándose cuenta del honor que le
brindaban, sonrío con facilidad y guardó completo silencio.
El primero en acercarse fue el niño, tomó su mano izquierda con la derecha y con voz
fresca como un manantial habló: “Nunca has perdido la inocencia; la curiosidad y el
asombro aún viven en ti. ¡Recupera la fascinación por el mundo!” y mientras sonreía
despreocupadamente, como lo hacen los niños, sus palabras resonaron en Masawa.
El vencido se acercó muy despacito, puso su mano izquierda sobre el hombro derecho
del joven y tomando una respiración profunda dejó que su voz sonara: “El camino es
sólo tuyo, no hay nadie más. Recibe el regalo de tu soledad. En ella hay libertad,
suavidad, compasión: son tuyas.” Y sus palabras estremecieron al muchacho que
entusiasmado contactó con su propia dignidad.
Fue entonces cuando la que se sacrifica tocó su pecho. “Tu corazón está hecho para
romperse una y otra vez –comenzó diciendo– una y otra vez en mil pedazos hasta llegar
a su centro de luz y suavidad. Deja que tus lágrimas caigan libres en la tierra, deja que
sean lluvia para las semillas de nueva vida.” Estas frases tocaron profundamente el
corazón del joven (que efectivamente estaba roto) y desde ahí empezó a derramar
lágrimas honestas, húmedas, llenas de dolor compartido, luminosas.
Masawa se estaba transformando al recibir cada uno de estos mensajes, así que sin
verlo percibió como el viajero se acercaba suavemente y tocaba el centro de su
espalda; un par de lágrimas seguían recorriendo sus mejillas cuando el escapista habló:
“Deja atrás lo que ya no te sirve, viaja lejos, explora lo desconocido, descubre
posibilidades y lugares nuevos. Eres libre para ir donde tus pies te lleven. Hay mucho
más en el mundo que sólo dragones.” Las palabras de aquel hombre fueron como brisa
fresca y Masawa no tuvo que voltear para saber que al terminar de pronunciarlas el
viajero ya se había ido.
Fue entonces que la guerrera lo tomó por ambos hombros y se le quedó mirando con
fuerza. Su voz sonaba a yelmo y estocada: “Siente la energía que se está moviendo
dentro de ti. Escucha su llamado a proteger la vida, a ser capaz de decir NO, a reclamar
y defender tu sitio en este mundo” –y luego con una voz mucho más suave añadió–
“respira tu propia fuerza, estás unido al coraje y al amor ancestral.” El joven tomó una
respiración profunda y se sintió sólido y flexible.
El mago no se movió para hablar con él, dejó que sus pensamientos viajaran
directamente hasta su mente. Masawa notó el contacto como un cosquilleo con aroma a
hierbas, como una caricia que sana… A su mente llegaron imágenes, sonidos, aromas y
hasta sabores; si tuviéramos que ponerlos en palabras habrían dicho algo como -Hay un
sitio en ti que nunca ha sido herido, que no puede ser herido, que está sano y completo.
Tú eres eso. Sabes que formas parte de algo inmenso; eres grande y misterioso como el
propio universo y es así que haces magia.
Cuando el mago terminó su mensaje el joven sintió como dentro suyo todo se
acomodaba. Sintió la presencia de la inocencia del niño, la soledad del vencido, el
corazón roto –como fuego radiante– de la que se sacrifica, la libertad del viajero, el
fiero compromiso de la guerrera y la energía creativa y sanadora del mago. Lo sintió
todo al mismo tiempo, alimentándose y enriqueciéndose… ¡Y soltó una sonora
carcajada! Una carcajada libre, valiente, humana. Una carcajada de fuego. Una
carcajada que invoca dragones.
Poderoso apareció el dragón de fuego con su vientre escarlata, sus escamas carmín, sus
ojos como brasas encendidas. Llegó rugiendo vida. Masawa rugió de vuelta
saludándolo; pegó un ágil salto, acarició su cuello y como si hubiera sido jinete de
dragones toda su vida, ajustó las piernas alrededor del mítico ser y con toda su fuerza
gritó: ¡Volemos!
Entre risas volaron disfrutando uno del otro. Volaron compartiendo sus regalos, volaron
conociéndose, amistándose. Se sentían vivos, estimulados por el viento, asombrados
por la belleza del mundo, divertidos por la velocidad del vuelo. Volaron días enteros
sobre las Cuevas silbantes y sobre el Mar de los opuestos, subieron hasta el palacio
Yún y desde ahí se dejaron caer en picada. Masawa estaba vivo y no paraba de reír
cuando pensaba que hubo un tiempo en que quiso convertir mitos en ranas. Aquí terminó
la historia que miré al danzar del fuego y con sonrisa de dragón, me dirigí al trabajo.

¿Será momento de volar o prefieres seguir luchando?


Coordenadas

Esa tarde llegué tarareando ante el fuego. La tonadita no me había abandonado en todo
el día: “pero si busco estás, pero si busco estás… aquí en mi corazón”, yo creo que él
también había estado escuchando a los rockeros de Ciudad Satélite, porque si más me
preguntó:
¿Dónde estás? – yo pensé que era obvio responder: “Aquí”
¿Qué hora es? –preguntó nuevamente y la respuesta fue sencilla: “Ahora”
Sin embargo me quedé pensando a qué me refería con “aquí”, qué quería decir con
“ahora”.
¿Estoy aquí escribiendo frente a la computadora en la sala de mi casa?
¿O aquí en esta ciudad planita del bajío mexicano?
¿O tal vez aquí entre el Río Bravo y el Suchiate?
¿Y si este aquí fuera más grande? Un aquí con playas y montañas, un aquí de bosques y
desiertos en él que quepa cada ciudad y cada pueblo. Un aquí con las lunas de cada
planeta, con estrellas nuevecitas y galaxias espirales. Un aquí en el que estás tú.
Seguramente influido por la canción que rondaba mi mente, pensé en un aquí de arenas
y espumas de mar, de labios que casi se besan.
¿Ahora un martes?
¿Ahora en febrero, julio o noviembre?
¿Ahora este año?
¿Y si este ahora no fuera tan fugaz? Un ahora con la luna creciente y menguante, de
marea alta y baja. Un ahora de invierno y primavera, de la primer ciudad, la primer
historia, la primer estrella y también del último cuento y el último sueño. Donde mi
primer madre recoge frutos y hierbas, donde mi último hijo me mira desde los límites
de la constelación de Orión. Un ahora de estrellas que seguramente estallarán, de
silencio entre los rezos.
Y es que si siempre estoy aquí, Aquí es un lugar enorme. Por más que camino no lo
abandono, no importa si corro o descanso, si vuelo –con el cuerpo o con la mente– o si
me sumerjo bajo las olas Aquí sigo. Y es que si siempre es ahora, Ahora es eterno.
Entre prisas es ahora, con calma es ahora, ayer lo fue y mañana lo será. Ahora cuando
la nada explota creándolo todo, Ahora cuando surge la vida, Ahora hasta el tiempo sin
final.
¿Cómo estar solo si estoy Aquí? ¿Cómo extrañarte si estás Aquí? ¡Maravilloso sitio
que todo lo abarca! Están tus ojos de sol, está el canto de tu risa, también está cada sitio
que conozco y cada amigo con quien he compartido camino. Extraño lugar donde
también caben todos los amigos que aún no conozco y los lugares que aún no me
asombran. Aquí estás conmigo entre líquenes y duraznos, rodeados de corrientes
marinas, de dunas de arena, tu sonrisa y la mía más allá de Merak y Dubhe.
¿Cómo sentir nostalgia si estoy Ahora? Ahora dando mi primer beso, ahora en brazos
de mamá, ahora jugando entre la tierra. Ahora al nacer la luna, ahora cuando la tierra es
de fuego, ahora siempre Ahora. Ahora de segundos y milenios, ahora sin reloj ni
calendario.

¿Dónde estás? ¿Qué hora es? –Volvió a preguntar el fuego


Aquí es mi casa, Ahora es mi tiempo, yo sólo soy mis coordenadas –respondí.
El resto de la tarde la pasé cantando: “pero si busco estás, pero si busco estás…” El
resto de la tarde la pasé contento y asombrado de que al fuego también le gustara Café
Tacvba.

(Inspirado y agradecido por la buena compañía que han resultado los Cafetos a lo largo
de tantos años. La escribí escuchando y tarareando “Espuma” – canción incluida en “El
objeto antes llamado disco” y escrita por Emmanuel del Real)

Y tú… ¿Dónde estás? ¿Qué hora es? ¿Cuáles son tus coordenadas?
Cenzontle

Hoy el fuego cantó con innumerables voces para mí.


En tiempos muy muy lejanos los hombres y las mujeres de barro carecían de voz. Se
parecían mucho a nosotros pero no podían quedarse mucho tiempo al sol, ya que se
volvían rígidos y quebradizos, tampoco podían bailar bajo la lluvia ni vivir cerca del
mar porque comenzaban a disolverse, pero lo más triste es que no podían cantar, gritar
de enojo ni decirse palabras suavecitas que vinieran de su corazón de barro. Esto hacia
que fueran mujeres y hombres tristes, silenciosos y temerosos del sol y del agua.
Cuando el dios del viento los miró sintió que su corazón se hacía pequeño; nadie mejor
que él lo sabía ¡los hombres y las mujeres debían charlar y cantar! y él –el señor del
viento viajero– debería hacer que sus palabras y sus cantos llegasen lejos. Así que sin
consultarlo con los otros dioses, puso a los hombres a dormir y en medio de sus sueños
sopló a través de ellos y de ellas dotándolos de voz.
Al principio las mujeres y los hombres se alegraron de su capacidad de hacer sonido,
sin embargo era imposible distinguir una voz de otra ya que la voz de todos era la
misma, agradable pero monótona, tenía el mismo ritmo, el mismo tono, la misma
cadencia, el mismo volumen. De modo que al poco tiempo se aburrieron de usarla y
aunque su capacidad seguía intacta volvieron a ser silenciosos, sólo que ahora estaban
aún más tristes pues habían soñado que cuando tuvieran voz podrían sonar distintos y
cada uno cantar su propia canción. El tiempo pasó y la tristeza de mujeres y hombres de
barro no hacía sino aumentar, tener voz y canto era un sinsentido si todos sonaban igual,
algunos comenzaron a llorar remojando el barro mientras otros se resquebrajaron por
dentro, la tristeza y el regalo malogrado del viento los estaba destruyendo.
Pero hubo algunos que decidieron hacer algo al respecto; eran los más grandes, las más
valientes, los más generosos. Con su voz monocorde invocaron a los dioses del viento y
el fuego y a las diosas del agua y de la tierra… y los dioses al verlos tan tristes, tan
generosos y tan decididos decidieron acudir. Fue entonces cuando esas mujeres y esos
hombres de barro -a una sola voz- le pidieron a los dioses que usarán sus cuerpos para
re-crear a la humanidad, para hacer hombres, mujeres, niños y viejitas que no sólo
tuvieran voz, sino que tuvieran voces, cantos y palabras múltiples; que estaban
dispuestos a sacrificarse por un mundo con palabras de todos los colores. Así que la
diosa del agua humedeció sus cuerpos, volviéndolos suaves y maleables e hizo con
ellos un gran horno de barro; el dios del fuego frotó sus dedos y encendió una pequeña
hoguera dentro del horno; la diosa de la tierra trajo granos de maíz de las cuatrocientas
variedades: rojos, azules, blancos, amarillos, negros y con sus propias manos los
molió, los mojó, los hizo masita, les dio forma humana y cada uno era distinto ya que
puso mucho cuidado en usar siempre cantidades diferentes de cada maíz para cada uno,
cuando estaban listos les puso un grano de teocintle –el abuelito del maíz- a cada uno, a
algunos en el ombligo, a otros en el corazón, a unos más en la cabeza, a otros en la
garganta; luego con mucho cuidado los cuatro dioses metieron a los nuevos seres en el
gran horno de barro y los pusieron a cocer, cuando estaban casi listos el dios del viento
sopló suavecito dentro de ellos dándoles voz nuevamente, sólo que esta vez no llevaba
prisa así que sopló cantos distintos, silbó, susurró, suspiró y jugó con todas las
variedades del canto: desde la suave brisa hasta el fuerte vendaval.
Cuando los nuevos seres despertaron inmediatamente empezaron a hablar con voces de
todos los tonos, colores y matices, luego cantaron, gritaron y murmuraron en tonos
graves y agudos; por supuesto que no se entendieron, sin embargo estaban alegres y el
aire se llenó de músicas.
Los dioses bailaron de gusto al verlos tan parlanchines y el señor del viento, quien
siempre ha sido él que más ama las palabras, sonriendo dijo:

Son cenzontle, son el ave de todas las voces.


Son cuatrocientos innumerables cantos.
Orquesta, legión, iglesia. Cenzontle.

Dicen que desde ese día la gente sabia le tiene cariño al pájaro de cuatrocientas voces,
ya que nos recuerda que la diversidad es la mayor de las riquezas humanas y que
aunque nos cuesta tanto entendernos nuestro corazón se agrieta cuando todas las voces
suenan igual. También dicen que desde ese día la comida más sabrosa se cocina en
horno o en olla de barro para que no se nos olvide el sacrificio de los que fueron antes
de nosotros.
Eso me mostró el fuego y así te lo cuento yo.

¿Qué puedes hacer hoy para que renazcan todos los cantos?
Alquimista

Observé en la danza del fuego que es posible cambiar al mundo. Que desde siempre ha
habido una comunidad de brujos y brujas, de hechiceros, encantadoras y alquimistas
que en esas andan.
El alquimista venía de muy cerquita de uno de los sitios donde cuentan que nació la
luna. Se llamaba Ístor y se dedicaba a cambiar el mundo; nunca le interesó cambiar el
plomo en oro, ni la fuente de la juventud eterna más bien se fascinó con la posibilidad
de transformar –aunque fuera por ratitos– cachitos de mundo.
Ístor era un alquimista errante. Tomaba pedacitos de mundo y con todo y sus habitantes
los cambiaba al antojo de su palabra y su intención. Yo creo que el fuego quería que
aprendiera un poco de él ya que me mostró algunos secretos de su magia y el extraño
fenómeno que le ocurrió.
Cuando el alquimista andaba por estas tierras afortunadas con frecuencia se encontraba
con otros; con los que sólo por diversión querían ver su mundo transformado y también
transformarse un poco, con los que al igual que él eran magos a su manera y
multiplicaban en todos los lugares posibles las palabras de transformación, y con los
que –como yo– querían aprender el oficio de jugar y cambiar los elementos unos en
otros. Y si algo le gustaba a Ístor, además de caminar y cambiar pedazos de mundo, era
platicar, de modo que no fue difícil mirarlo hacer su magia y escucharlo platicarla.
La gente estaba reunida para mirarlo, escucharlo y transformarse (sí, aunque fuese por
un rato). Como buen mago el alquimista de Cundinamarca conoce la importancia del
drama, así que vestido con unos jeans y playera blanca, Ístor guarda silencio en medio
del redondel a transformar, su cuerpo se inclina ligeramente hacia adelante y su mirada
se enfoca como la del halcón tras su presa. ¡Pon atención! -me dijo el fuego- así
empieza la magia.
Su mente se vuelve lienzo en blanco y su corazón con una voz muy suave que sólo él
alcanza a escuchar pronuncia “adoro contar”; y es que es a través de las historias que el
mundo cambia. Una corriente eléctrica recorre su piel y lo primero que cambia en el
mundo es el aroma, ¡el aire empieza a oler a teatro viejo!
Pero no se puede transformar el mundo sin transformarse uno mismo; así que a pesar de
ser el centro de la atención, el alquimista empieza a disolverse muy suavecito sin que
casi nadie lo note y gracias a esto las historias que emergen tienen vida y color: están
hechas de material sagrado.
Yo no podía separar mis ojos de las llamas del fuego; muy atento observé lo que seguía.
Ístor abre la ventana de las palabras y su voz comienza a resonar, el aire se llena de
colores, de brillo, de imágenes… corrijo, no es el aire el que se llena, más bien el aire
mismo se transforma en colores, en brillo, en imágenes. Surgen etéreos, transparentes y
completamente reales el diablo y el trovador, el alcalde que quería construir la torre
más alta de todas las torres, la mujer que sufría ataques de hermosumbre, el corazón
sacrificado de una madre y miles de zapatos marchando por las calles. El hombre de
playera blanca camina, se mueve, cambia su mirada, extiende su mano y sigue
permitiendo que su voz vibrando cambie al aire. Sin embargo en su interior sólo hay
silencio. Se asombra de las imágenes junto con sus amigos ahí reunidos y un placer
suave lo recorre.
¡Mira a la gente! -reclamó el fuego- observa los efectos de la alquimia. Están
hipnotizados, inmersos en ese aire teñido de colores, no pueden evitar inhalar el aroma
a antiguo teatro, transformarse junto con el mundo, infectados por sitios lejanos. Ellos
también se disuelven un poco.
Finalmente el mundo se cambió y la historia fue contada. El alquimista guarda silencio
y se da cuenta que el cuento está feliz; cierra sus ojos, se retira un poco y al abrirlos
nuevamente nota que el cuento sigue ahí flotando en el aire, la gente se está yendo y él
mismo también sabe que pronto se irá, pero el cuento sigue ahí, etéreo como una
neblina muy ligera que poco a poco se irá disolviendo. El corazón de Ístor vuelve a
hablar suavecito “Quiero volver a hacerlo”.
Yo estaba a punto de irme también, pero el fuego me dijo -¡Sigue mirando!- y fui testigo
de la extraña desaparición de ese hombre.
Tal vez fue que ese día lo disfrutó demasiado, que el aroma a teatro fue más intenso o
que no sólo abrió la ventana de las palabras sino la puerta entera. Pero al irse
disolviendo el cuento, también él lo fue haciendo; su ropa, su piel y sus cabellos se
fueron difuminando en el aire, como luces de colores que van reduciendo suavemente su
intensidad: el alquimista fue como una gota de tinta que se deja caer en un estanque. Lo
último que desapareció fue su sonrisa tal vez en homenaje a un famoso gato inglés… y
la frase “quiero volver a hacerlo”
El fuego me contó que de vez en vez se ha vuelto a ver a Ístor; reaparece cuando el
cuento se cuenta y queda feliz, pero no puede quedarse mucho: el aroma a teatro viejo
lo disuelve otra vez. Así que si te lo encuentras ¡aprende de él y cambia el mundo!
¿Cómo te vendría hoy disolverte un poco?
Ella coleccionaba nombres

Su mundo era un mundo chato, planito, tal vez extenso pero superficial, ni siquiera
llegaba a ser maqueta, era una foto que había perdido brillo y color.
No siempre había sido así. Al inicio fue vibrante y real, profundo y vivo, sin embargo
Aparta fue coleccionando nombres. Al principio le sirvieron -¡es que eran tan bonitos!–
con ellos podía señalar lo que no veía, entenderse con los otros y hacer que su voz
sonara cantarina y sonriente evocando magia.
Cada nombre que guardaba tenía un poquito de la magia del mundo, si decía “agua” ese
sonido tenía un poco de lluvia, un poco de mar, un poco de nube y un poco de quitar la
sed; si decía “mamá” ese sonido tenía un poco de abrazo, un poco de canto, un poco de
protección y un mucho de corazón; y si decía “árbol” eso tenía la magia de la tierra, del
hogar de las aves, de la transformación de la luz y el aire, además de invitaciones a
trepar, descansar a la sombra y morder frutas.
Pero Aparta fue creciendo y casi no pasaba día en el que no encontrara un nombre
nuevo. Así coleccionó casa, leche, perro, ombligo, risa, corre, si, no, bueno, malo,
tarea, castigo, premio, amor, ternura, dios, novio, beso, futuro, dolor, pérdida, muerte,
esperanza, trabajo, moral, sexo, arruga, oruga, dinero. Cada nuevo nombre seguía
teniendo un poquito de magia y la colección creció y creció, y a Aparta le gustaban
tanto esos nombres que no se dio cuenta como cada uno que añadía le quitaba un poco
de brillo al mundo.
Al principio los sonidos-palabras-nombres eran sencillos y tenían la magia de cosas
sencillas, poco a poco se fueron complicando, mezclando entre ellos, haciendo
historias, conceptos, juicios y prejuicios, dejando al mundo un poco más chato, dejando
a Aparta un poco menos fresca y un poco más plana. Los nombres no tardaron en ser
simplemente etiquetas que alguna vez tuvieron magia -cuando recién encontrados– y que
ahora parecían deslavadas. Pero el hechizo estaba hecho, maravillosamente bien hecho,
con una sutileza y elegancia capaces de engañar al propio mago que hacía el conjuro,
como una mentira que de tan repetida se hace fuerte e invisible.
Aparta creía que miraba el sol, que tenía amigos, que caminaba sobre la tierra. No se
daba cuenta que no lo hacía, que en realidad miraba un concepto de sol, que convivía
con etiquetas de amigos y que caminaba sólo sobre la historia que se había contado. Así
fue que su mundo perdió profundidad y se disolvió en una maraña planita de conceptos.
Aunque no notaba lo que le había pasado a su mundo -ya que el resto de sus amigos
vivía en un mundo igual de chato- se sentía separada, aburrida, insatisfecha, adulta;
claro que no sospechaba que todo tuviera que ver con su ahora gigantesca colección.
Sin embargo algo muy profundo en su interior se rebelaba, algo la despertaba en las
noches diciéndole que alguna vez las cosas no fueron así.
De modo que Aparta intentó resolverlo.
Se fue de vacaciones y trajo consigo los nombres de lugares nuevos. Se inscribió al
gimnasio y coleccionó nuevas palabras. Fue a terapia y añadió ego, insight, duelo y
creencia limitante a su colección de relucientes etiquetas. Tomó cursos, entró en
temazcales, aprendió a meditar y cada experiencia le quitaba un poco más de brillo al
mundo, mientras su colección amenazaba con aplastarla, con desbordar su mente, su
cuerpo y su corazón.
Pero así como algo muy profundo dentro de ella se rebelaba, del mismo modo la magia
del mundo no se podía apresar por siempre en una cárcel de palabras. Detrás de todas
esas etiquetas el mundo seguía nuevecito, recién horneado a cada momento, vibrante,
profundo, vivo, cambiante… y lleno de ganas por que Aparta regresara a él. Así que el
mundo, ¡si, el mundo! Decidió tomar cartas en el asunto y comenzó a mandar mensajes,
unos sutiles, otros a gritos, todos con la misma intención: regresa, vuelve a la magia,
reconéctate con la vida… regresa, vuelve a la magia, reconéctate con la vida…
No creas que Aparta escuchaba mucho, perdida como estaba en su desbordante
colección, más el mundo tenía sus victorias. La sonrisa brillante de un niño de pronto
derrumbaba conceptos… una luna llena y redondita por un instante lograba devolver de
golpe toda la profundidad al mundo… lo mismo que esa noche estrellada, ese primer
trago de un café cargado, el abrazo de su viejo padre o la vez que se tropezó a media
calle. Las victorias eran pequeñas pero el mundo es paciente; una y otra vez enviaba
mensajes y mensajeros y en cada ocasión que Aparta se reunía con la vida sin
intermediarios ni separaciones, él sonreía esperanzado.
Cada pequeña victoria abría un huequito en la extensa planicie en la que Aparta vivía.
Eran destellos de vida verdadera, de conexión con el mundo, pero eran breves como el
paso de una estrella fugaz. Lo triste es que una vez que pasaban ella los catalogaba para
que cupieran en su bien-amado, plano e insatisfecho mundo de conceptos. Así que el
mundo y esa vocecita rebelde en su interior decidieron redoblar esfuerzos, volvieron
los mensajes más intensos: regresa, vuelve a la magia, reconéctate con la vida.
¡Regresa! ¡Vuelve a la magia! ¡Reconéctate con la vida!
Esa tarde Aparta iba más ensimismada que nunca, caminando de vuelta a casa bajo un
cielo nublado, platicando consigo misma y poniendo poca atención. Tal vez fue por eso
que no dio la vuelta donde siempre la daba, que no se dio cuenta que siguió andando y
que pasó por la tienda de don Pepe, por el puesto de tamales, por la mercería, la
papelería y el sitio de taxis y sin quererlo se encontró en el parque. Aún sin esperar lo
que vendría, empezó a regañarse por su distracción, ¡llevaba 15 minutos alejándose de
casa y además con un cielo tan nublado! Fue entonces que levantó la vista. Ahí enfrente
estaba el gigantesco Laurel, ese gran árbol con casi 200 años a cuya sombra jugaba de
niña… El mundo aprovechó el momento y gritó con todas sus fuerzas: ¡REGRESA!
De golpe Aparta estaba frente al árbol verdadero, no frente a su etiqueta, su especie, su
definición, ni las ideas que tenía de cómo deberían ser los árboles. Abrió mucho los
ojos, curvó su boca en infantil sonrisa y el mundo brilló a su alrededor, de pronto no
había nada que la separara del árbol, de ese gigante con 200 años de historia que se le
presentaba nuevecito, como nunca antes había sido, como nunca después volvería a ser.
Así que Aparta tomó una decisión: le devolvió su nombre, lo desnombró y con eso ella
recuperó la magia de la tierra, del hogar de las aves, de la transformación de la luz y el
aire, de las invitaciones a trepar, la magia de descansar a la sombra y ensuciarse la cara
mordiendo frutas.
¡Qué alivio! Que descanso ya no ser responsable de guardar una magia tan poderosa.
Que alegría de niña. Por fin podía jugar de nuevo… y jugó a devolver los nombres.
Siguió con el columpio y al devolverle el nombre recuperó la magia del vaivén y de la
brisa en el rostro, nada se interponía entre ella y él, se dio cuenta que en cierto modo
formaban parte uno de la otra. Al devolverle su nombre a las flores floreció de nuevo,
al hacerlo con el cielo se hizo grande y nublada y empezó a chispear y cada gotita de
agua disolvía etiquetas, devolvía nombres, lavaba conceptos, reconectaba con la vida,
hacía crecer sonrisas honestas y claras como agua limpia lista para beberse.
Aparta siguió reencantando al mundo y comenzó a reir y a reir con una alegría tan
simple que carecía de razones. Que ligera se sentía cuando decidió devolver el nombre
final, el que atrapaba su propia magia. Regresó su propio nombre y por fin no hubo
nada que la separara de sí misma. Devolvió su nombre y estuvo completamente viva de
nuevo, entregó la palabra-sonido-concepto con que se definía a sí misma y el mundo
estuvo completo.

Esta historia también me la mostró el fuego en su danza. Largo tiempo me quedé


mirando a Aparta -la mujer que fue feliz al devolver su nombre- y debo decirte que
entonces yo también devolví mi nombre, lo logré por un instante y mientras reía
reencanté el mundo de nuevo.

¿Cuántos nombres te hacen falta para completar la colección? ¿Cuáles necesitan


llenarse de magia? ¿Cuáles otros empiezan a estorbar?
Rayo

El fuego me mostró en su danza sobre la insatisfacción del rayo. Me enseñó que


descender con gran potencia, desgarrar la noche, iluminar los cielos, abrirse paso entre
las nubes y sacudir la tierra no es tan fácil.
Se sentía cansado. Cansado de ser el responsable de presagiar tormentas, de ser
símbolo de fuerza, de estar condenado a la más corta de las vidas, le agobiaba esperar
a reformarse, tener que pacientemente juntar fuerza y poder para luego ser tan breve. El
ciclo de su vida parecía tan vano, tan solo, tan rutinario. Estar obligado a ser ejemplo
brillante, a volver fértil la tierra con su impacto a veces cansa, a veces parece no tener
sentido… hacer esto una y otra y otra vez no era fácil para él.
Aunque a veces lograba olvidarse de su incomodidad, cada vez le costaba más trabajo.
Sin duda lo sentía tan pesado, era tanta la confianza depositada en él, tanto lo que
depende de su esfuerzo y su paciencia que sólo se sentía un chispazo; un breve chispazo
perdido en la inmensa oscuridad, cayendo sin sentido, sin poder cambiar, efímero,
preso de las condiciones del clima y con tantas preguntas sin hacer.
Y es que aun a los rayos les cuesta preguntar, sobre todo cuando las preguntas se
dirigen a si mismos. ¿De qué estoy hecho en realidad? ¿Cuál es mi esencia? ¿Quién soy
verdaderamente? Sin lugar a dudas es imposible encontrar respuestas ante preguntas no
hechas.
Y fue ahí cuando el fuego me mostró que el tiempo y el cansancio enseñan. Al fin se
dieron las condiciones; este fue el tiempo en que la electricidad estática entre el cielo y
la tierra se mantuvo un poco más, uno de esos momentos en que los humanos sentimos
el ambiente cargado de una rara expectación que se extiende lo suficiente para que
hasta nosotros sepamos que algo va a pasar. Inmerso en este ambiente, al fin el Rayo fue
vencido y el cansancio triunfante abrió la puerta a la humildad y a las preguntas.
De modo que signos de interrogación se formaron en la eléctrica piel del Rayo, suaves
cosquilleos de curiosidad recorrieron su brillante cuerpo, su mente se dirigió hacia
adentro y comenzó a sembrar preguntas, preguntas honestas, preguntas valientes, libres,
claras, preguntas que serían orgullo de cualquier relámpago. Preguntas que fueron
puerta, camino, escalón y puente hacia su más deslumbrante esencia. Y mientras cielo y
tierra se asombraban de la creciente estática, él simplemente descansó en sí mismo
sorprendido de su propio brillo, de su fuerza y su potencia, de la creciente, inagotable y
siempre nueva energía que es él mismo. Largo tiempo pasó conmovido en su
descubrimiento, escuchando, observando, dejándose recorrer por su propia vibrante
naturaleza; le parecía tan sorprendente darse cuenta que siempre había estado con él: en
el caer fulgurante donde era tan obvia, pero también al disolverse en la tierra, y sin
duda en la sutil reformación que pocos notan.
Fue así como aquel rayo se encontró a sí mismo, se hizo amigo y guardián de su
esencia, escuchó su vibrar y sus historias, ion a ion se fue llenando de fuerza
nuevamente, se supo trepidante instrumento que corta la oscuridad y se impregnó de
gozo.
Y mientras caía sonriente se supo EL rayo, EL brillo, EL cincel y EL mazo, se supo EL
impulso, EL cuestionamiento, EL valor, EL día, EL hombre. Fue tan poderoso saberse
único y al mismo tiempo descendiente de reyes y guerreros, de cazadores, de
conquistadores, de amantes y de poetas, de sabios ancianos y de niños relámpago.
Saberse rayo y conocer su esencia.
Esa noche el fuego me mostró en su danza sobre el disfrute del rayo. Descender con
gran potencia, desgarrar la noche, iluminar los cielos, abrirse paso entre las nubes y
sacudir la tierra carente de esfuerzo y lleno de gozo.

¿Qué preguntas te conectan con tu brillante esencia?


El viaje de Shasarani – Parte III

Observé al danzar del fuego que Shasarani vivió por lo menos cincuenta y dos
innumerables aventuras en aquel mundo nuevo para él. Atravesó gélidas montañas que
se cerraban a su paso y susurraban palabras desalentadoras en su mente, aprendió a
confiar por completo en su propio corazón y en el llameante amuleto que colgaba de su
cuerpo, comenzó a aprender sobre el don de la oscuridad y con él transformó algunas
sombras en obras de arte, liberó a un esclavo doliente y él mismo se hizo más libre,
construyó una hermosa fuente en el cruce de seis caminos y se reencontró con la mujer-
tierra y sus tambores. Se hizo famoso y pronto su nombre precedió a sus pasos.
A pesar de estar disfrutando su viaje por aquellas tierras, de sentirse vivo como pocas
veces, sabía que había una razón para estar ahí: había emprendido ese viaje para
convertirse en un sembrador de luz y todavía no lo era; además el anhelo de regresar a
casa crecía día con día.
El reencuentro con la mujer-tierra no fue fortuito, simplemente ocurrió cuando llegó su
momento. Shasarani estaba recostado sobre una gran roca en el claro del bosque de los
mil perfumes mirando las estrellas y la luna, distrayendo sus pensamientos en imaginar
a dónde van los cachitos de la luna cuando mengua, en dónde duerme el astro de plata
cuando es de día o cuando se vacía completamente y en pensar que tal vez su esposa
también estaba en ese mismo momento –muy lejos de aquí- mirando el cielo nocturno.
No estaba demasiado incómodo con la espalda sobre la roca gris, percibiendo sin darse
cuenta los aromas del bosque, cuando escuchó los tambores nuevamente -ancestrales,
llenos de ritmo, vivos– llamándolo. Al instante supo que era ella, se puso de pie alerta
como un felino al acecho y no tuvo que buscar mucho, a veinte pasos estaba la mujer
que había conocido hace tiempo, piel morena, ojos profundos, edad insondable y ahora
vestida de un rojo intenso.
Acércate –le dijo con suavidad mientras seguía percutiendo los tambores –siéntate
frente a mí y escucha por un rato, después charlaremos.
El alfarero se sentó sobre la tierra con naturalidad, cerró los ojos y sencillamente
escuchó. Dejó que el ritmo, el tono, el golpeteo lo envolvieran, lo reconfortaran, lo
acariciaran, lo sanaran y al mismo tiempo lo retaran. Cuando la mujer terminó abrió los
ojos y se dio cuenta que se sentía como un té de hierbas recién hecho.
Me dicen Tashi –dijo ella– ¿sabes para qué estás hoy aquí?
Si –dijo él– he venido a convertirme en un sembrador de luz.
La respuesta de Tashi fue una gran sonrisa y continuó diciendo –Lo primero que
necesitas para poder sembrar luz es descubrir cuál es el sentido de la vida– y guiñó un
ojo.
Shasarani no sabía si ella se estaba burlando, las palabras que había escuchado le
habían sonado solemnes y cargadas de profundidad pero los ojos de la mujer parecían
estar jugando -¿el sentido de la vida?....
Así es pequeño ¿cuál es el sentido de la vida? ¿lo conoces? –dijo ella y jugó con dos
dedos sobre su tambor
No sé… ¿ser feliz? ¿tener éxito? ¿compartir con los que amas? ¿reír y cantar lo más que
puedas? ¿aprender y crecer?... no sé –respondió
Tashi extendió sus brazos haciendo un movimiento circular como abarcando todo lo que
miraban, el bosque, el claro, la roca, los tambores, incluso la luna y las estrellas –Te
equivocas… y tienes razón –dijo enigmáticamente– inténtalo otra vez ¿cuál es el
sentido de la vida?
Shasarani dijo dudando -¿crecer y multiplicarse? ¿dejar un legado? ¿amar
profundamente? ¿esforzarse? ¿sufrir? ¿disfrutar mientras dure?
La risa de la mujer sonó como lluvia suave cayendo en el estanque –jajajaja claro que
no… aunque a veces sí. Piénsalo bien e inténtalo una vez más, mi tiempo es ilimitado
para escucharte.
Pasaron horas y horas y aunque cada respuesta que daba el alfarero era distinta Tashi
cada vez decía más o menos lo mismo “eso no es cierto, pero a veces es verdad”.
Estaba a punto de amanecer y lo que al principio parecía un juego divertido se estaba
volviendo un tormento. Shasarani no podía ocultar su frustración ¿cuál es el sentido de
la vida? ¿cuál es el sentido de la vida? ¿cuál es el sentido de la vida?... hasta que
finalmente el alfarero no pudo más y con un leve susurro dijo –si todo eso está
equivocado debe de ser que entonces la vida está vacía de significado.
La sonrisa de Tashi creció como río en tiempo de lluvias –Tienes razón: ¡la vida carece
de sentido! Y eso es una gran noticia– respondió con alegría y sus manos hicieron sonar
nuevamente los tambores –Como la vida está vacía de significado hay espacio
suficiente para que tú la llenes, para que tú le des un sentido valioso; si ya tuviera
significado no podrías hacer gran cosa con ella, pero como no lo tiene es como barro en
tus manos esperando volverse obra de arte –sentenció– Ahora si ya puedes convertirte
en sembrador de luz.
Shasarani se dio cuenta que la mujer-tierra tenía razón: ¡la vida carece de sentido y eso
es una gran noticia! Oleadas de una fresca alegría lo recorrieron… su sonrisa se hizo
más amplia, sus ojos brillaron y el amuleto de su pecho llameó libremente.
Ahora te enseñaré a sembrar luz –dijo la mujer– entrarás en un profundo sueño en el
que deberás morir ¡nos vemos del otro lado! –y golpeó tres veces sus tambores.
El alfarero no discutió; ya estaba acostumbrado a que en estas tierras cosas extrañas
ocurrieran. Se recostó sobre el césped en el que estaba sentado y suavemente se deslizó
en un mundo de sueños, los aromas del bosque lo guiaron, también el suave ritmo que
Tashi tocaba en los tambores, su respiración se hizo profunda y lenta y el mundo de
sueños lo envolvió. Cuando Shasarani abrió los ojos dentro de su sueño se encontró
solo frente a una hoguera en el mismo bosque, ni Tashi ni los tambores estaban ahí; era
de noche, no había luna y en el cielo sólo brillaban unas pocas estrellas frías y lejanas.
Al mirar el fuego frente de si el alfarero notó que tenía una intensa sensación de
propósito, recordó claramente las últimas palabras de la mujer y se preparó para morir.
Primero se quitó la camisa verde que llevaba y la entregó al fuego, las llamas se
avivaron y al quemarse la camisa se transformó en una garza de luz que se fue volando;
Shasarani se fue despojando de toda su ropa y al soltarla al fuego observó maravillado
como las prendas se convertían en luciérnagas, peces e iguanas luminosas y chispeantes
que permanecían danzando unos instantes y luego –como si fuera lo más natural del
mundo– tomaban su camino y se alejaban volando, nadando o corriendo. Ya que estaba
desnudo le entregó al fuego la habilidad de sus manos, el brillo de sus ojos y la fuerza
de sus pies, también cedió las sonrisas de su boca, el viento de su respiración y su
rítmico latir cardiaco. Shasarani estaba muriendo, pero aun así miró divertido las
transformaciones que generaba el fuego, de sus llamas salieron un jaguar rugiendo, un
dragón alado, un delfín, una sirena, un árbol gigantesco y una mujer desnuda. Después
fue alimentando la hoguera con sus recuerdos, soltándolos uno a uno, los triviales y los
mejor guardados, los de la infancia, el de su encuentro con el barro, cuando se enamoró
por vez primera… cada recuerdo se incendiaba con facilidad, chisporroteaba y
formaba una figura de luz que se quedaba flotando y luego se desvanecía; Shasarani
hizo lo mismo con sus sueños, sus anhelos, sus metas y lo poco que quedaba de él se
sentía nostálgico aunque extrañamente libre.
Finalmente ya no había nada más que entregarle al fuego… ni cuerpo… ni mente… ni
pasado… ni futuro… no quedaba ni miedo, ni tristeza, ni gozo. De modo que la nada en
que se había convertido Shasarani saltó dentro de las llamas y el mayor milagro
ocurrió: destellos dorados y plateados surgieron de ella, primero unas cuantas luces
que danzaban unas con otras flotando como peces en arrecifes de coral, luces que al
juguetear unas con otras hacían surgir más brillos como sutiles pedacitos de oro y plata.
Lo que estaba ocurriendo no sólo era enormemente bello sino que también estaba lleno
de alegría. La luz se multiplicaba y parecía reír con la risa honesta y transparente de un
niño pequeño, había belleza y música en aquellas luces que brillaban como diminutos
soles, como pequeñas lunas y su danza iba generando una creciente figura con raíces,
ramas y hojas. Los destellos eran ligeros hilos musicales de luz de día y de noche que
se entretejían, se mezclaban, formaban una sinfonía que hacia crecer un árbol dorado y
plateado, vivo, respirando, latiendo.
En aquel extraño sueño el árbol de luz echó raíces que le hicieron cosquillas a la tierra,
extendió sus ramas acariciado por una suave brisa nocturna, delicadas hojas de luz
nacieron, moraron y se disolvieron, flores aromáticas y brillantes palpitaron, como
frutos brotaron estrellas.
Finalmente los tambores trajeron de vuelta al hombre. Shasarani se despertó
completamente alerta y desnudo, sólo llevaba el amuleto colgando de su cuello. Tashi
seguía ahí, le sonrío con naturalidad y dijo -¡Feliz renacimiento! Bienvenido de vuelta:
Shasarani, sembrador de luz. Es momento que regreses con los tuyos.
Salir de este mundo mágico fue fácil: la música de los tambores se volvió camino. El
alfarero en cuestión de segundos estaba nuevamente junto al antiguo pozo de su
conocido bosque. Junto al pozo encontró fruta, agua y ropa limpia, se vistió, comió y
con paso firme y ligero volvió a casa. Habían pasado tres días y tres noches de nuestro
tiempo cuando abrazó nuevamente a su mujer, cuando le narró sus aventuras, cuando
sonriendo sus manos se posaron en la espalda de ella y le dio un masaje de luna y de
sol.
El fuego me mostró que a partir de ese día un suave brillo dejaba Shasarani en cuanto
hacía; sus obras de alfarero tenían una luz sutil que algunos podían percibir, el rincón
sombrío del bosque dejó de serlo ya que él mismo sembró humildes margaritas blancas
y amarillas, reparó el antiguo pozo… y sembró luz cada que pudo. Dicen que aún ahora
de vez en cuando los tambores vuelven a sonar y que hay veces que Shasarani regresa a
aquel otro mundo llevando su luz y que hay otras veces que es su mujer –la de la mirada
profunda– quien genera leyendas de aquel lado… y también de este.

Si la vida no tuviera sentido ¿de qué la llenarías?


Olla de barro

Esta vez el fuego me enseñó que las palabras son como las ollas de barro, que de tanto
usarse se quiebran y dejan de guardar significados.
Que son como las ollas de barro pues hay que curarlas, calentarlas, llenarlas de lo más
sabroso, tenerles paciencia y compartir lo que guardan.
Que son como las ollas de barro: herramienta ancestral, vientre que crea.

¿Si las palabras son olla de barro qué se te antoja cocinar con ellas?
Ave Fénix

Observé al danzar del fuego un mundo y un tiempo en el que las palabras eran
importantes. Se parecía mucho al nuestro, sólo que en él las palabras tenían vida propia
y convivían con hombres y mujeres. Las palabras nacían pequeñitas, eran cuidadas y
queridas, soñaban, reían, lloraban de gozo y de tristeza, jugaban y reñían unas con
otras, se llenaban de vida y luego se gastaban, envejecían y finalmente daban paso a
otras nuevas.
Era un mundo casi como el nuestro, donde las grandes historias las protagonizaban
hombres y palabras, los grandes se apellidaban Cortazar, Neruda, García Márquez,
Whitman, Rushdie, Kipling y miles más que formaban leyendas que brindaban sentido a
esa apalabrada sociedad.
Pues bien, fue ahí donde la palabra Vivir notó que sus días y sus frases se agotaban, que
le empezaba a fallar la fuerza, que se estaba quedando sin sueños, que poco a poco su
significado se gastaba como prenda vieja y muy lavada. A Vivir le gustaba la vida y se
puso triste, no sólo por la perspectiva de marcharse a donde van las palabras a morir
sino porque supo con toda certeza que mujeres, hombres y frases también se estaban
vaciando de ella, que de tanto usarse había dejado de transmitir y permitir que su fuerza
y cosquilleo fueran el impulso transparente que movía al mundo.
Vivir estaba herida de muerte y no había nada que pudiera hacer. Poco a poco fue
olvidando su larga historia; primero su vejez, luego cuando fue madura y profunda, más
tarde sus amores y su tremenda fuerza, después olvidó sus sueños e impulsos
adolescentes y cuando sólo le quedaban vagas memorias de una infancia muy lejana
caminó con paso lento y enfermo al inmenso cementerio de las lenguas muertas. Entró
temblando. El lugar estaba lleno de flores marchitas, de aromas tristes y de los
innumerables fantasmas de palabras que alguna vez fueron y ya no son. Vivir sintió que
estaba en suelo sagrado, se enjugó los ojos, se recostó con suavidad y por un fugaz
momento recuperó toda la dignidad que una vez tuvo. No hubo que hacer nada más: sólo
cerrar los ojos. Ni una oración, ni una lágrima, ni siquiera un suspiro; su cuerpo de
letras y de sentidos empezó a desmoronarse, no hubo un crack, un resplandor, una
campana, ni un gemido. Sólo una palabra que moría sin ceremonia alguna.
El fin de Vivir tuvo serias consecuencias. De pronto frases y pensamientos se quedaron
vacíos de esta palabra, las personas no pudieron decir más frases como “quiero vivir
una aventura” ni hacer preguntas sencillas como “¿y dónde vives?” es más, ya ni
siquiera se pudo pensar “quiero vivir contigo”, “he vivido bien” o “¿se podrá vivir en
otros planetas?”
Todo parecía indicar que el mundo perdería riqueza y profundidad con esta muerte, sin
embargo algo inesperado sucedió. A pesar de que ya era imposible vivir, hombres y
mujeres se vieron obligados a seguir adelante, los días y las noches seguían
sucediéndose, los momentos extendiéndose y mezclándose unos con otros… la vida
seguía ahí aunque no pudiera vivirse. De modo que las más valientes y los más
apasionados decidieron que algo se debía hacer con esa vida; y como ya no se podía
vivir, alguno dijo:
“A partir de hoy voy a sonreír la vida” y el mundo se volvió rostro infantil y agua que
brota.
“Yo voy a caminar la vida” dijo otro mientras el mundo se volvía sendero.
Moviendo los brazos una mujer agregó “Y yo volaré la vida” convirtiendo la
experiencia en aire y nubes.
Uno tras otro cada hombre, mujer y niño de esa tierra –tan parecida a la nuestra– se fue
animando y cada frase transformaba el mundo.
“Yo escucho la vida” y todo fue música, susurro y canto. “Fluyo la vida” y se deslizó
por un mundo de ríos, lluvia, arroyos y océanos. “Yo expreso la vida” y la existencia se
volvió lienzo y pinturas.
Maravillar la vida. Enamorar la vida. Ser vida. Respirar la vida. Soñar. Presenciar.
Encender. Atender. Experimentar. Expandir. Orar. Hacer el amor. Peregrinar. Amar la
vida.
Mujeres, niños y hombres estaban creando el mundo. Cientos y miles de palabras daban
brincos de contento, rejuvenecían llenándose de fuerza y de gozo.
Fue de este modo que la muerte de Vivir le regresó vida al mundo.
¿De qué palabra quieres llenar hoy tu vida?
Posiciones perceptuales

Observé al danzar del fuego que el mundo cambia cuando cambia la mirada.

Hoy te voy a enseñar a mirar –me dijo entre sus llamas.


Mira hacia adentro –ordenó.
Avanza hasta al fondo –danzó.
Esta vez no lo dudé.
Salté al abismo como roca buscando el fondo del pozo.
¡Que delicia sorprendente lo que esperaba por mí!
Los planos del Taj Mahal, el cincel que sacó al David de la
piedra, los colores de Van Gogh, Primavera de Vivaldi, las
palabras de Rumi, caligrafía ancestral, haiku.
Arte. Belleza. Yo.

Hoy te voy a enseñar a mirar –me dijo entre sus llamas.


Observa a tu hermano –ordenó.
Avanza hasta el fondo –alcancé escuchar.
Decidí atreverme.
Me desplomé dentro de tu corazón como lluvia
buscando la tierra.
¡Que agradecido estoy por lo que me diste!
El abrazo de mamá, la sonrisa de un niño, una mano que
sana, la mirada de María, las palabras de Cristo, bálsamo,
remanso, cobija, hogar compartido.
Amor. Compasión. Bondad. Tú.

Hoy te voy a enseñar a mirar –me dijo entre sus llamas.


Observa al mundo –ordenó.
Avanza hasta el fondo –alcancé escuchar.
Limpié mis ojos.
Me lancé hacia afuera como la gran explosión.
¡Que fresco y que vivo estaba el mundo!
¡Eureka! Ondas y partículas, vectores, cosmos, gravedad,
polos opuestos que se atraen. Vida, espiral del ADN,
evolución, fisión y fusión. Expansión.
Asombro. Curiosidad. Impulso hacia la Verdad. Esto.

Aprende a mirar así –siguió danzando mi amigo.


No tienes que llegar lejos, solo limpiar tus ojos –sonrió.

¿Cómo sería tu vida si decidieras volver a ver?


Loba y mujer

Observé al danzar del fuego el caminar de Okami.


Okami quería pensar que era una mujer normal, de hecho se esforzaba por serlo. Era
hermosa a su modo, menuda, de pies pequeños, silenciosa, contenida y con una mirada
que la traicionaba; aquellos que se atrevían a observar sus ojos con algún detenimiento
no sólo miraban el color de la obsidiana, sino un brillo profundo, salvaje, imposible de
domesticar.
Iba del trabajo a la casa, de la casa al trabajo inmersa en la rutina, sujeta, caminando
con sus pequeños pies. Por fuera su vida parecía sólo una más; nadie hubiera imaginado
lo que ocurría en su interior y es que Okami no era sólo una mujer. Okami en realidad
era una loba-mujer y ni siquiera ella lo sabía. ¡Debajo de su coraza de autocontrol
había una loba luchando por salir!
No era raro que día tras día acabara exhausta al llegar del trabajo, con la sensación de
haber librado una durísima batalla; y es que aunque no se hubiera dado cuenta, SÍ había
librado –una vez más- un feroz combate. Mantener una loba salvaje aprisionada y ni
siquiera notarlo agota al guerrero mejor entrenado.
Pero las cosas cambiaban cuando Okami dormía. Sobre todo aquellas noches en las que
llegaba más cansada a casa; se preparaba un té, permitía que su aroma llenara la
habitación, lo tomaba lento y en silencio, se desnudaba, lavaba su rostro y sólo con una
ligera bata se recostaba… y al cabo de un rato se quedaba profundamente dormida…
Entonces corría libre, salvaje por los bosques nocturnos, su cuerpo se curvaba
al correr fuerte, viva, libre. El oído agudo percibiendo los ruidos de la noche,
inmersa en el aroma a tierra, a hojas, a madera, a vida animal.
Era el instinto el que tomaba el control como un río que se desborda. Okami era
una sombra más corriendo entre los lobos, veloz, sensual. Aullándole a la luna.
Por las mañanas al despertar sus ojos negros brillaban con más vida y la fragancia del
bosque quedaba suspendida unos instantes en la habitación.
Esta rutina se repetía una y otra vez: una vida cotidiana silenciosa y contenida, una
lucha interna -agotadora y desapercibida– entre mujer y animal salvaje… y sueños de
bosque, carrera, luna y aullido. Estaciones iban y venían, y Okami caminaba de la casa
al trabajo, del trabajo a la casa.
Sólo que cada vez el cansancio de Okami era más grande, su silencio más triste, su
energía prisionera como carta antigua arrumbada en un cajón… Hasta que el brillo
salvaje de sus ojos no pudo soportarlo más.
Esa noche preparó su té, dejó que el aroma llenara nuevamente la habitación; pero no
alcanzó a tomarlo ni a ponerse la bata después de desnudarse, ya que el bosque de
sueños la envolvió sin previo aviso.
Fue loba salvaje otra vez. Nuevamente se curvó al correr y se dirigió hasta el
corazón del bosque, a la parte más antigua y profunda, hasta donde pocos se
atreven a llegar. La manada entera la estaba esperando, aullaron juntos. Okami-
loba entendió con claridad la voz de cada fiera diciéndole:
“Acepta ya que no eres sólo el grano de arena sino el desierto entero. No sólo la
superficie sino también el abismo. Lo que te das cuenta pero también la
inmensidad que no observas. Eres Okami y la manada entera”
La siguiente mañana el olor del bosque se quedó flotando un poco más en la habitación.
Okami no recordó su sueño, le pareció raro despertarse aún desnuda y se apresuró a
vestirse y prepararse para sus actividades del día. Sin embargo, esa mañana al caminar
en silencio con sus pies pequeños, una sonrisa se filtraba inocentemente, sin conocer la
razón en su mente surgía la bellísima imagen de lobos libres corriendo. Hacía breves
pausas; era como si por vez primera se tomara su tiempo para estar con ella misma.
Mientras caminaba con este nuevo ritmo decidió hacer lo que nunca hacía: ¡Faltó al
trabajo y se compró una nieve! Se dirigió al parque, se subió al columpio y conforme se
balanceaba con sonrisa infantil, sueños largamente olvidados volvieron a la vida.
Esa noche Okami llegó cansada a casa, un cansancio diferente la embargaba: el
delicioso, bendito cansancio que brinda rescatar sueños antiguos y sonreír con ellos.
Preparó su té pero tampoco alcanzó a tomarlo ya que de modo intempestivo, un salvaje
sueño la arrebató de la vigilia como si fuera vendaval y ella una hoja ligera.
Una vez más su cuerpo se volvió sombra veloz, animal libre, una más de la
manada; volvió a correr entre aromas enervantes. Sólo que esa noche siguió
corriendo. Atravesó el bosque con sentido y propósito… y siguió corriendo… y
corrió más… y llegó a la montaña del vigía; sin pensarlo dos veces comenzó a
subirla por senderos en la roca. Se sentía viva, vibrante, poseída por una
corriente energética que la hacía seguir subiendo… hasta que llegó a la cima en
el momento justo que el sol comenzaba a nacer en el horizonte, en el instante en
que la temperatura desciende para despedir la noche y en que el aire se empieza
a volver claro para saludar al día.
Ante los ojos de Okami–loba se extendía una amplísima vista, hasta donde su
mirada llegaba podía ver –desde su posición privilegiada– el bosque, el valle,
las colinas, la siembra de los hombres, también el arroyo, el verde que a lo lejos
se iba volviendo azul y presentido más allá: el océano inagotable.
Y como este mundo era un mundo de sueños… y como la vista era tan amplia y
hermosa… de un modo muy natural, ella dejó que sus ojos se volvieran aún más
precisos, que sus huesos se hicieran ligeros; sus patas delanteras se
transformaron en alas, cambió pelos en plumas, hocico en pico y salió volando
como un águila. La vista se hizo aún más amplia, brillante y hermosa, vibraba de
un modo nuevo, espacioso, extenso; podía mirar cada detalle, el horizonte no
terminaba en ninguna dirección, incluso pudo ver las olas del mar jugando unas
con otras. Mientras Okami–águila estaba suspendida en ese ambiente de belleza,
gratitud y amor, por fin entendió el mensaje que parecía estarle gritando el aire
mismo:
“No olvides la inmensidad del cielo, suéltate en él y deja YA lo que te estorba”
Con esas palabras resonando Okami-mujer despertó, sus ojos brillando con el color de
la obsidiana y en la habitación suspendido como ligera pluma, el aroma del bosque, del
cielo y la montaña.
Se alistó para ir a trabajar y mientras caminaba con sus pies pequeños, se dio cuenta
que se sentía en casa en su cuerpo, que lo estaba habitando como desde niña no lo
hacía; en su mente surgían lobos corriendo y aves volando, y para su propia sorpresa
fue saludando y sonriendo a cada persona que encontró. Durante el día siguió haciendo
pausas tomándose su tiempo para estar con ella, por la tarde regresó a casa, preparó su
té y decidió escribir en una vieja libreta… fue vertiendo sus anhelos, sus sueños, sus
metas, sus deseos del corazón; se vertía generosa como manantial poniendo por escrito
sueños de pequeña, de adolescente, de mujer, de loba y de loba-mujer. Cuando se sintió
satisfecha se desnudó, se lavó el rostro, se puso su bata y se lanzó al bosque.
Ahí estaba Okami visitando el bosque aromático una vez más, por primera vez en su
forma humana, iba descalza en contacto con la tierra y caminaba por el bosque como si
fuera suyo, como si conociera cada árbol, cada rincón. Lobos pasaron corriendo y sólo
inclinaron suave la cabeza saludándola… Ella fluía caminando suave, ligera, sensual,
terrena; mujer en ese bosque ancestral.
Se dirigió hasta el corazón del bosque y se sentó. Se sentó en el centro del corazón del
bosque. Dejó que su voz cantara y con un ritmo ancestral y voz fértil cantó sobre
puertos seguros, sobre pies suaves, sobre ser cuidada, querida y protegida, sobre el
abrazo de su madre, sobre el viento que sostiene al águila y sobre la manada cuidando a
cada lobo. El bosque entero se quedó en silencio para honrar su canto. Al terminar se
puso de pie y en voz alta hizo vibrar las siguientes palabras:
Eres infinitamente más de lo que piensas.
Permite que la semilla mire al roble
Sube a la montaña del vigía y abre las alas
No te olvides de volver a casa, al abrazo y la caricia.

Entonces miró a la luna, inhalo profundo y con voz firme terminó:


¡Y lánzate a la caza con los lobos!

De vez en cuando, Okami sigue regresando a la ciudad que entonces se llena del
aroma del bosque, camina con sus pies pequeños, sonríe y saluda a quien
encuentra, juega en los columpios y se prepara su té.
Aquellos que la miran reciben a través de sus ojos negros una invitación a aullar
bajo la luna.

¿Qué significa para ti convertirte hoy en lob@?


Silencio

Observé al danzar del fuego que hace tantísimo tiempo, tanto que ni él mismo lo
recuerda, el Silencio se cansó de mirar -sin decir nada- al Universo sufrir. Así que
calladamente hizo de sí mismo Canto, Cuento y Danza.

¿Qué canto, qué danza, qué cuento podrá surgir desde tu propio silencio?
Cuauhtli

Cuauhtli se había ganado su nombre a pulso. Había sido –y todavía era- un guerrero
formidable. Fuerte, poderoso, estricto consigo mismo, ordenado, duro y al mismo
tiempo generoso. En las guerras floridas de antaño su presencia llenaba de valor a los
suyos y hacía temblar a los guerreros enemigos. Era águila en combate.
Muchas batallas se habían ganado gracias a él. El reino era más grande y próspero
gracias a los guerreros de su clase.
Pasados los años su viejo rey, el gran Tlatoani, decidió utilizar la experiencia de
Cuauhtli y nombrarlo Jefe de la Casa de los Caballeros Tigre; ahí lucharía guerras
diferentes: su misión sería formar a las nuevas generaciones de guerreros, hacer de
ellos hombres firmes, fuertes, respetuosos de sí mismos y de los rituales de la guerra.
Cuauhtli dedicó a esta tarea cuerpo y alma. Descubrió que no sólo era guerrero, sino
también mentor; innumerables caballeros se forjaban bajo su guía, era exigente con
ellos y todavía más consigo mismo.
Los cinco alumnos más destacados eran entrenados por Cuauhtli personalmente durante
los tres últimos años de su formación. Con ellos formaba una relación estrecha y el
entrenamiento era aún más exigente. Para los jóvenes siempre era un honor ser
elegidos. Este año era el último de una nueva generación, los cinco guerreros tenían
enormes habilidades y eran –cada uno a su modo- excepcionales: Coatl, la serpiente;
Ozomatli, el mono; Mazatl, el venado; Ocelotl, el jaguar; y Tojtli, el halcón.
Cada uno tenía sus fortalezas y debilidades, cada uno tenía su brillo y su sombra, cada
uno era un reto para Cuauhtli, sin embargo Tojtli –el halcón- estaba siendo un reto más
grande que cualquier otro… y Cuauhtli –el gran guerrero- estaba cansado. El halcón,
como buen halcón, era difícil de guiar; tenía sus propios ritmos, sus propias normas que
no eran las del águila. A cada estrategia del maestro encontraba un pero, a cada
instrucción una objeción, a cada orden “vuela lejos” un suave aleteo en círculos.
A Cuauhtli esta situación lo oprimía, le hacía sentir como águila presa, como si su
propio pico le raspara; no era sólo que el joven discípulo fuera difícil, era que él
mismo se sentía impotente, sin saber qué hacer, como si sus antiguas batallas fueran en
vano. Su corazón antaño incandescente estaba enojado y frustrado, como si en lugar de
ser ave libre y poderosa, ahora fuese sólo dura roca. Cuando nadie lo miraba Cuauhtli
quería rendirse y dejaba que una lágrima –secreta y escondida- saliera de sus ojos.
Había tenido largas charlas con Tojtli pero pasado el tiempo parecía que cada uno
hablara su propio idioma. Como si el guerrero-águila hablara la antigua lengua de los
toltecas y el joven-halcón un español de los siglos por venir. Lo que ocurría con
Cuauhtli no sólo afectaba al Jefe de la Casa de los Caballeros Tigre, sino que todos los
alumnos empezaban a percibir el cansancio del gran guerrero, además Ozomatli, Coatl,
Mazatl y Ocelotl –los otros cuatro- estaban tensos, tirantes como cuerda de arco a punto
de reventar. Y Cuauhtli no sabía qué hacer.
¡Y a veces no saber que hacer es un gran regalo!
Esa tarde Cuauhtli decidió hacer lo que hace años no hacía. Se quitó la armadura de
cuero, dejó el escudo y el casco, soltó el peso, respiró profundo permitiendo que el
pecho y el abdomen se llenaran de vida y con paso ligero fue al temazcal. Ahí se quitó
el resto de las ropas y dejó que ese espacio sagrado hiciera lo suyo; el vapor y el suave
aroma de hierbas tocó su piel y acarició su mente… y Cuauhtli se olvidó por un
momento de ser guerrero, de ser maestro y sólo fue lo que en realidad era: él mismo.
Cerró sus ojos y eso le abrió la vista. Llameando ante él estaba su propio corazón –
relajado, ligero y juguetón- diciendo rítmicamente:
“Ven, aquí estoy” con cada latir.
“Ven, aquí estoy” como ligero tambor.
“Ven, aquí estoy” como ola acariciando la playa.
Entonces fue más valiente que nunca; con una sonrisa se fue hasta el fondo del yolotl,
hasta el fondo de su incandescente corazón… y lo que encontró fue una sorpresa
deliciosa: ¡Dentro de su corazón estaba el mar! Voló libre sobre él, agitó sus alas de
águila, jugó con las olas, se dejó caer en picada sólo para salpicarse y sonreír, disfrutó
de su vaivén y riendo como ríen los niños dijo:
“¡Yo también estoy aquí!”
Esta frase no lo abandonó nunca. Regresó a su vida; fue guerrero, maestro, padre,
enamorado y nunca se cansó de encontrar regalos: el del águila sin duda, el de la
serpiente y el venado, el del mono, el del jaguar y el bellísimo regalo de Tojtli, el
halcón.

¿Dónde está tu propio temazcal?


Nube

Las llamas del fuego me llevaron años atrás; me recordaron el amor, los viajes y los
sueños de entonces.
I. Donde esta historia comienza
Una mirada traviesa detrás de unos hermosos ojos, de unos ojos del color del café
recién tostado, el cabello largo y oscuro y los labios… los labios entre seductores e
infantiles, entre explosivos y silenciosos, entre la mar y el desierto, completamente
indescriptibles.
Esta es la historia de una niña y su amigo el Viento. Una niña como muchas otras y sin
embargo única.
La niña se llamaba Nube y vivía en una de las esquinas del mundo. Nube no sabía
cuantas esquinas tenía el mundo, pues era una niña pequeña, pero de algo estaba segura:
la esquina del mundo en que vivía era hermosa.
Esta esquina del mundo, a la que por cierto sus habitantes llamaban Zo, era
particularmente antigua. Cuentan los viejos que de niños sus abuelos les decían que en
Zo había nacido el Tiempo y que aún ahora –en las ocasiones en que el Tiempo se
siente viejo y achacoso– regresa a Zo y al observar los lugares en los que jugaba de
niño siempre se emociona y no puede evitar que una lágrima se escurra por su cachete y
entonces… ¡llueve! Y nacen niñas y también niños, como muchos otros y sin embargo
únicos.
Además de hermoso y antiguo Zo era desértico, esto quiere decir que era un sitio seco y
arenoso. No era como los desiertos árabes, ni tampoco como el desierto de Sonora, era
más bien como aquellos desiertos hermosos y antiguos que se dan tan bien en las
lejanas esquinas del mundo.
Pues resulta que Nube vivía feliz en Zo desde el día en que nació. Sus papás le decían
que era una niña única y verdaderamente lo pensaban, no sólo porque la querían mucho
sino también porque el día en que nació cayó un asombroso chubasco, cosa poco común
en un lugar tan seco como Zo.
Nube tenía un don, un precioso regalo, al que apreciaba muchísimo, incluso más de lo
que apreciaba la belleza de Zo, aunque menos de lo que apreciaba el amor de sus
padres. Este regalo era la infinita capacidad de soñar, de soñar sueños de todos los
colores, luminosos como el sol y oscuros como las cuevas; sueños de mil sabores: de
chocolate, de fresa, de ácidos limones y hasta de sabores complicados, una vez hasta
soñó un sueño de sabor chile relleno (aunque nunca pudo platicar ese sueño, porque en
aquella esquina del mundo no conocen los chiles rellenos); también sueños musicales:
rítmicas marchas, cumbias populares, tamborazos tribales y rockeros, canciones de
amor y hasta coros de ángeles.
En fin Nube soñaba y soñaba, cosas lejanas y cercanas, pequeñas y grandes, tristes y
divertidas. Soñaba y le gustaba soñar. Además como ella también quería mucho a sus
papás, les contaba sus sueños y lograba que se olvidaran un momento de las
preocupaciones, los problemas y todas esas cosas que los adultos inventan para
mantenerse ocupados.
II. El Viento
Aire en movimiento, ese es el Viento; él también tiene sus años, quizá más que el
propio tiempo. Eterno viajero que rara vez descansa. Terrible y violento en ocasiones,
travieso, juguetón y tierno.
Hablar del Viento no es fácil y no porque las palabras se las lleve el viento, sino
porque es voluble y está en cambio permanente. Ha tenido infinidad de chambas, que
toma con pasión y luego víctima del hastío pospone buscando un mejor momento. Él ha
sido de todo: impulsor de veleros, sostén de papalotes, destructor de pueblos enteros,
benefactor que trae consigo a su amiga la Lluvia, transporte de semillas, esporas y hasta
vacas… y viajero, siempre ha sido viajero. Conoce todos los mares, las altas y nevadas
montañas, los chaparritos cerros, descansa en algunas cuevas, recorre la selva, el valle
y cuentan que ha llegado a todas las esquinas del mundo por hermosas y antiguas que
sean.
Esta historia habla del día en que el Viento se dio cuenta que ya conocía el mundo
entero, que no había rincón por escondido, lejano o desconocido que él no hubiera
visitado ya, no una sino varias veces y esto lo puso triste; a él curioso por naturaleza, el
mundo no le ofrecía ya nada nuevo.
A partir de ese día el Viento se encerró en sí mismo atacado por la peor de las
nostalgias. Sentía un profundo dolor en el pecho y recordaba aquellos tiempos en los
que lugares desconocidos se descubrían ante él y el asombro lo impulsaba cada vez
más lejos.
III. El Fuego, la Brisa y la Lluvia
La tristeza del Viento preocupó a sus amigos, en especial al Fuego, la Brisa y la Lluvia,
que decidieron visitarlo. El primero en llegar fue el Fuego, como siempre impulsivo
aunque misterioso y profundo. Al llegar al sitio donde el Viento descansaba, el Fuego le
dijo -Amigo Viento, ya no soplas ni recorres el mundo como antes y yo me debilito. Ya
no hay quien me alimente e impulse; recién prendido me extingo y el mundo tiene frío.
A esto el Viento respondió con un susurro -Eso ya no me importa, el mundo ya no tiene
nada desconocido que ofrecerme. ¿Qué sentido tiene entonces recorrerlo?
Después de haber dicho esto, el Viento se arremolinó en un rincón y no quiso escuchar
más. Así que su amigo el Fuego se marchó igual como llegó.
La segunda en visitar al Viento fue la Brisa, quien además de ser su amiga era su prima
segunda. La Brisa era bastante ligera y famosa por su carácter refrescante. Al llegar
todavía se encontró al Viento arremolinado en su rincón, entonces le dijo -Primo
Viento, estoy preocupada porque ya no vas y vienes, ni viajas divirtiéndote como lo
hacías antes; además ya no hay quien me empuje hacia las costas que tanto me gustan.
Ya no refresco a los pescadores y ellos tienen calor.
El Viento levantó la vista y con un leve soplo le respondió -Eso ya no me importa, el
mundo ya no tiene nada nuevo para mí. ¿Qué sentido tiene entonces recorrerlo?– y se
quedó quietecito, apenas respirando. De esta forma la Brisa se fue aún más triste de lo
que había llegado.
Al día siguiente la Lluvia se apareció ante el Viento. Era una mujer sabia y con su fuerte
carácter siempre llevaba esperanzas consigo. Así que sin más le dijo -Viento ¿qué no te
da pena estar convertido en menos que un soplo? Ya no hay quien me lleve y traiga y el
mundo me necesita para llenarse de vida.
A esto el Viento respondió un poco apenado -Eso ya no es importante para mí, el mundo
ya no tiene nada desconocido que ofrecerme. ¿Qué sentido tiene entonces recorrerlo?
Al escuchar sus palabras la Lluvia molesta le dijo -Tu tristeza no te deja ver que te
equivocas, pues el mundo aún tiene mucho que tú no conoces; en el pueblo de Zo hay
una niña que tiene una infinita capacidad para soñar, si pudieras conocer uno sólo de
sus sueños nunca dejarías de asombrarte– y como una fuerte ventisca, la Lluvia se fue
tal como vino.
IV. De búsquedas y encuentros
Mientras tanto Nube y su maravilloso don iban dejando de ser niños. Y es que al ir
creciendo Nube se tuvo que ir olvidando de soñar; cada vez lo hacía menos y cuando
soñaba ya no se lo contaba a nadie. No es que hubiera dejado de ser una niña como
muchas otras y sin embargo única que vivía en una antigua y desértica esquina del
mundo, más bien se le estaba olvidando serlo. Y es que un día sus padres –con los que
compartía sueños y cariños– tuvieron que irse a trabajar a un sitio distinto, también
desértico y hermoso pero lejano. Ese día Nube lloró, pero tenía que ser fuerte para
cuidarse y cuidar de sus hermanos pequeños y aunque sus padres le escribían largas
cartas todos los días, ella poco a poco se fue olvidando de soñar.
Al mismo tiempo el Viento recobraba fuerzas y se lanzaba a recorrer nuevamente el
mundo, tímidamente al principio pero cada vez con más energía al sentir que sus viajes
otra vez tenían sentido y que en realidad si quedaban sitios y sueños por descubrir; así
el Viento viajero volvió a soplar en los mares impulsando barcos, a llevar la Lluvia a
los valles, a alimentar el Fuego y a refrescar a los pescadores junto con su prima la
Brisa, y después de mucho ir y venir, de viajar en círculos, de mojarse y secarse y
calentarse y enfriarse, finalmente el Viento llegó a Zo.
Fue curioso. El ya conocía Zo pero ese día lo vio con ojos diferentes; parecía que era
la primera vez que lo observaba, que lo estaba descubriendo con toda su antigüedad y
belleza desértica. El Viento fue preguntando, preguntando hasta que dio con Nube que
en ese momento leía una carta de su padre y la nostalgia -una nostalgia triste y dulzona-
la acompañaba.
Ensimismada como estaba, Nube no se dio cuenta de la presencia del Viento hasta que
él –juguetón– hizo que las hojas volaran y ella al levantar sus bellos ojos color café se
encontró cara a cara con el mismísimo Viento.
Encontrarse cara a cara con el Viento no es una experiencia común, aún para seres
únicos como Nube, pues el Viento aunque tierno y juguetón, puede ser terrible e
impredecible. Pasaron algunos segundos en los que se miraron tratando de reconocerse,
hasta que el Viento dijo -Niña hermosa el mundo ya no tiene nada nuevo para mí, pero
mi amiga la Lluvia dice que tienes una infinita capacidad para soñar y que si yo pudiera
conocer uno de tus sueños nunca dejaría de asombrarme. Te pido por favor que me
prestes uno sólo de tus sueños, para recorrerlo y viajar por él.
Nube escuchó atenta y silenciosa, alargando ese silencio casi demasiado y cuando
parecía que ya no iba a responder con un leve susurro dijo -Hace tiempo yo soñaba
pero he olvidado como hacerlo, ya no tengo tiempo– y una lágrima salada se escurrió
hacia el desierto.
V. Los viajes y los sueños
El Viento no podía darse por vencido después de tanto buscar, recorrer todas las
esquinas del mundo, pasar fríos y calores. Sobre todo no podía darse por vencido
después de mirar en la profundidad de los ojos de Nube. Así que días después, luego de
mucho darle vueltas a sus aéreos pensamientos, regresó con Nube y le dijo con un soplo
fresco -Niña hermosa, el mundo ya no tiene nada nuevo para mí y tú no puedes
prestarme un sueño ya que has olvidado como soñar; te propongo que durante 21 días
viajes conmigo de arriba a abajo y por los lados también, tal vez al viajar acompañado
descubra en este mundo cosas que ni yo he visto ni tú has soñado.
Pero Nube dudó; tenía unos hermanos que cuidar, unos padres que extrañar y una vida
en la que, si bien ya no podía soñar, si podía ser fuerte. El Viento al ver sus dudas le
dijo con un jirón de aire -Conocerás verdes selvas, océanos sin fin, valles fértiles y
hasta montañas frías y nevadas– a Nube estas palabras de tierras extrañas, nunca vistas,
escuchadas de lejos, apenas presentidas, la hicieron sonreír.
Así que Nube y el Viento se prepararon para recorrer juntos durante 21 días el mundo.
Nube nunca había salido de Zo, por lo que estaba un poco nerviosa, pero emocionada
como hace mucho no lo estaba. Le escribió una extensa carta a sus papás y habló largo
con sus hermanos, asegurándose que podrían hacerse cargo de ellos mismos durante
este tiempo. De esta manera el Viento y Nube, Nube y el Viento comenzaron a viajar
por el mundo entero, viajaban ligeros casi sin equipaje.
Para Nube fue una experiencia mágica: nunca había imaginado que el mundo fuera tan
amplio y hermoso. Sintió la Brisa húmeda y salada en sus mejillas al visitar costas
extrañas; observó a hombres y mujeres danzando en torno al Fuego; se maravilló al
descubrir dentro de una selva espesa y llena de vida los restos silenciosos de
civilizaciones amigas de la piedra y las estrellas. Sintió un poco de miedo cuando en un
bosque oscuro y lleno de aromas vio como los mitos aún tenían forma física; incluso le
dolió un poco la cabeza al pasar por ciudades enormes, modernas y bulliciosas donde
el aire era denso y enfermo.
Para el Viento este viaje por lugares que él ya conocía no sólo fue mágico sino que fue
una experiencia asombrosa en cada momento; no podía creer como la compañía de una
niña de cabellos largos y oscuros le hacía ver cosas que él nunca había notado.
Descubrió por vez primera el placer del cóndor andino al emprender el vuelo, escuchó
palabras de amor en un callejón en penumbras, sintió el roce de pequeñísimos granitos
de arena al soplar por las dunas en África del Norte. No es que mirara cosas que nunca
había visto, más bien ahora las veía con ojos nuevos.
Nube y el Viento eran felices al descubrir y redescubrirse, pero el Tiempo –fiel a su
costumbre– caminaba infatigable. La noche del último día Nube estaba agotada: habían
recorrido miles de kilómetros, pies, pulgadas y hasta millas náuticas y el cansancio por
fin la rindió; para ella era difícil definir como se sentía: muy contenta por su aventura y
a la vez triste porque esta terminara; alegre de regresar a Zo y al mismo tiempo
melancólica al pensar que quizás ya no vería a su amigo el Viento… y cansada, muy
cansada… así que esa noche… Nube durmió profundamente y milagrosamente recordó
como soñar y soñó sueños sin fin, alegres y tristes, húmedos y secos, de viajes, de
despedidas y de reencuentros.
VI. Donde la historia podría terminar
Esa mañana al llegar a Zo y para despedirse, el Viento le dijo a Nube -Niña preciosa
gracias, porque aunque ya no recuerdas como soñar, al acompañarme me ayudaste a
descubrir que el mundo cambia y que yo mismo siempre cambio; me permitiste ver las
cosas desde tus ojos y darme cuenta que el mundo sigue ahí, muy antiguo pero siempre
nuevo y que si yo lo deseo no dejaré de asombrarme– y al decir esto le tendió una
pequeña flauta de carrizo y con un soplo continuó -éste es un regalo que quiero hacerte;
cuando lo desees toca esta flauta, llámame con ella y su música me traerá de vuelta y tal
vez podamos volver a viajar juntos.
Nube después de un largo silencio contestó -Amigo Viento gracias, porque ayer por la
noche recordé como soñar; al visitar el mundo en tu compañía encontré sitios que nunca
imaginé y pude sentir nuevamente la emoción, el asombro y la risa, y no sé cómo, ni de
qué manera, pero los sueños regresaron– y abrazando al Viento le dijo -yo también
tengo un regalo para ti– y le entregó un mechón de sus cabellos, largos y oscuros –
cuando quieras explorar tierras nuevas, sostén estos cabellos y yo te permitiré que
entres en mis sueños.
Sin decir más Nube y el Viento se despidieron.
El Tiempo siguió pasando y aún ahora cuentan los que saben y los que observan, que
hay ocasiones en las que una Nube como muchas otras y sin embargo única se ve pasar
en compañía del Viento y que parece que están descubriendo el mundo por vez primera.
También dicen que es importante que escuchemos al Viento porque puede hacernos
recordar nuestros más bellos sueños. Yo todavía me quedé un buen rato mirando al
fuego, agradecido porque sus llamas me acercaron de nuevo a ti.
¿Qué viaje tienes pendiente? ¿Qué sueño vas a explorar?
Plegaria

Entre sus llamas el fuego me insistió “Por favor recuérdalo: es la intención la que
siembra magia. No puedes simplemente seguir viniendo a que te hechice, necesitas
claridad.” Y con una flama inesperada preguntó “¿Por qué vienes una y otra vez a seguir
mirando mis historias?”
Yo no lo había pensado… me quedé en silencio y mi corazón comenzó a hablar:
¡Que se encienda mi fuego!
Que no se apague. Es lo que pido.

Que reúna fuerzas, que se eleve y se extienda en las 5 direcciones.


Que deje chispas regadas.
Que se despida ya del miedo, que se sacuda el frío,
que chamusque el velo que lo opaca.
Que dance una y otra vez, que afine la garganta,
que incendie mis quehaceres,
que me abra el pecho.

Para seguir huyendo ahí está la nube,


me prestó su sombra y su frescura, me llenó de sueños.
Me ablandó la carne para ser manjar jugoso
que sigue posponiendo hasta dejar de hacerlo.

¡Que se incendie mi fuego!


Que me acerque a aquellos que alimenten mi flama.
¡Que no se calle!
Que me bese y me consuma, que me embriague y me despierte.
Eso le pido.

Que se quede aquí, conmigo. Que vaya lejos y se comparta.


¡Que se incendie mi fuego!

Esta vez observé al danzar del fuego el reflejo de mi propio canto, de mi anhelo y mi
plegaria.
Y tú, ¿con qué intención vienes a mirar la danza del fuego?
Las razones del fuego: ¿Por qué seguir contando historias?
La vida continuará mientras haya quien cante, quien baile, quien cuente historias y
quien las escuche.
Oren Lyons

Sin duda hay magia en los cuentos. Es imposible –para mi y tal vez también para ti–
escaparte de su encanto; las historias enamoran, seducen, transforman, espantan, hacen
llorar o reír, despiertan la mente, te llevan hacia adentro, sacuden al corazón y también
son un bálsamo para él.
Los hombres y las mujeres hemos sido fascinados por su hechizo desde el inicio de los
tiempos. No es difícil imaginar a los hombres de las cavernas, agotados por un día de
caza y sobrevivencia, reunirse en torno al fuego a mirarse, a escucharse, a contar sus
sueños y sus pesares, a inventar leyendas, a mentirse y decirse verdades
apasionadamente. Tampoco cuesta trabajo imaginar futuros dentro de milenios en los
que las mujeres y los hombres siguen –en medio de sus retos, sus afanes y sus ocios–
dedicando tiempo a la palabra y sus embrujos.
En mi libro anterior “Escuché decir al viento” quise dedicar una sección a explorar las
características de la comunicación metafórica, sus elementos, la manera de generarlas,
la forma de contarlas e incluso abordamos la cuestión del lenguaje como la metáfora
fundamental. Ahora el danzar del fuego me llama a profundizar en ese viaje, a poner los
ojos del asombro en otros aspectos de la magia, a buscar mi corazón y sus razones para
seguir contando historias y con un poco de suerte al hacerlo llevarte por ese viaje
también: invitándote –si es un buen momento para ti– a unirte a la comunidad de seres
humanos que transforman un poco al mundo, por lo menos un ratito, al ritmo de las
metáforas.
Usaremos en este viaje la guía de uno de los grandes de la Programación
Neurolingüística: ¡Robert Dilts! Robert es un genio que ha abordado innumerables
aspectos de la experiencia humana, de la comunicación y del cambio hacia el bienestar.
Como un explorador incansable ha visitado las montañas de grandes seres humanos
desde Jesús hasta Einstein, pasando por Mozart y por Tesla, ha visitado con curiosidad
los oasis de la salud, los santuarios del aprendizaje, los senderos por los que transitan
los héroes e incluso las noches estrelladas que invitan a una conexión verdadera con lo
que está más allá de nuestra envoltura de piel y nuestra arquitectura ósea. Así que
recurriremos a uno de los múltiples mapas con los que nos invita a hacer una
exploración hermana a la suya: los niveles neurológicos.
Niveles neurológicos permite explorar a profundidad múltiples aspectos de un sistema
o de un fenómeno de modo que será una buena “guía roji” o una buena conexión con el
“google maps” para esta aventura. No es necesario que seas experto en PNL para
entrarle, tampoco es necesario que seas completamente nuevo en el tema, lo único que
necesitarás es mucha curiosidad y algunas ganas de aprender (sobre el tema y sobre ti
mismo). Robert Dilts nos plantea seis niveles presentes en todo sistema: 1) Contexto, 2)
Conductas, 3) Capacidades, 4) Valores y Creencias, 5) Identidad y 6) Trascendencia o
Espiritualidad. Esta será la guía que nos lleve a conocer a mayor profundidad el mágico
territorio de las historias. Bienvenid@ otra vez.

Donde la magia ocurre: el contexto


¿Dónde y cuándo se cuentan las historias? ¿Hay lugares y momentos más propicios para
encender su fuego? Sé de buena fuente que los cuentos se parecen mucho a las personas:
habitan cada rincón a su alcance, conocen de geografía, algunos son viajeros y a otros
les encanta quedarse –comoditos– en casa. Imagino a las metáforas acechando atentas
para brincar en el momento y en el lugar más inesperado; no tengo muy claro donde
estaban antes del brinco, cuando miraban muy atentas, pero las he visto aterrizar
acrobáticamente y volverse dueñas del lugar.
De hecho me cuesta trabajo pensar en lugares que no hayan sido tocados por su magia.
He visto metáforas pasar por cada signo del zodiaco y por cada hora en mi reloj.
Algunas que aún siguen conmigo me las encontré en:
El salón dónde estoy dando clase a un grupo de adultos profesionales, se
apropiaron de mi (y después de ellos) dejando al disolverse el aroma de la
curiosidad.
Mi almohada cuando mamá me contaba del bollito redondito y sus aventuras al
dejar el marco de la ventana en que descansaba. También el carro de papá
cuando en viajes largos se llenaba de las aventuras de Pecos Bill derribando
estrellas sobre Texas.
La sierra de Guanajuato rodeando una fogata y cubriéndonos el manto más
estrellado que he observado. Entre hermanos que un día prometimos cifrar
nuestro honor en ser dignos de confianza y remar nuestra propia canoa.
El consultorio donde empezaron a llover lágrimas mientras un árbol danzaba
sonriente.
El ombligo de la luna -el meritito Zócalo del DF– inundando los ojos y las
palabras de una multitud esperanzada.
La cama que comparto con la mujer que ha sido corazón latiendo, roca sólida,
tierra fértil, ungüento para el dolor y sal de grano.
La biblioteca Efraín Huerta donde miré el amor furioso de un cocodrilo
aletargado.
El escenario de un bar que de pronto vio nacer la amistad entre un muchacho y
un dragón, miró el beso de la luna y la niña más hermosa de toda Cundinamarca
y descubrió la vida entera de una mujer muuuy lenta (y muy amada)
Un templo franciscano y una gonpa budista. No recuerdo cual era cual pero en
una se caminaba sobre las aguas y en la otra la sombra de los árboles en lugar de
dormirte te despertaba.
Una mesa de café donde las historias compartidas estrecharon los lazos entre el
corazón de mi hermano y el mío.
El dojo itinerante en el que busco seducir serpientes.
Frente a la pantalla de la laptop donde sin decir “agua va” habito (habitamos) el
reino de los semidioses y estoy en múltiples lugares a la vez, mi voz toma tanta
fuerza que se escucha lejos, lejos y hasta más guapo me veo. En el misterioso
mundo de las redes sociales.
Casi casi parece que el lugar es lo de menos, pero en realidad no lo es. Es de
fundamental importancia definir dónde, cuándo, con quién quieres que la magia ocurra.
De modo que yo no tengo ni respuestas, ni sugerencias que darte en el nivel de contexto,
aquí lo “único” que puedo hacer es sembrar curiosidad y dejar regadas unas cuantas
preguntas esperando que haya algunas que caigan en mente fértil.
¿Dónde te gustaría que nuevas metáforas aterricen acrobáticamente?... ¿Con quién
quisieras compartir la magia de los cuentos?... ¿Cuándo será un buen momento para
echarte un chapuzón en alguna buena historia?... ¿y cuándo será un buen día para dejar
que sea tu voz la que coloree un nuevo mito?

El quehacer del narrador: las conductas


Esta parte del terreno metafórico la podemos explorar por lo menos desde 3 ángulos.
Qué hacer cuando escucho -o leo para mí mismo– una metáfora, qué hacer cuando
comunico una metáfora a alguien más y por último qué hacer para generar metáforas.
Así que como diría Jack el Destripador: “vámonos por partes”.
Al recibir la metáfora…
Nada mejor que “flojito y cooperando”. Aunque no lo creas hay sabiduría profunda en
esa frase. Por flojito podríamos entender relajado, suelto, abierto, curioso. La metáfora
apela a procesos de comunicación y aprendizaje no-lineales, profundos y al mismo
tiempo ajenos a la lógica tradicional que sólo pueden ser permitidos cuando nos
relajamos ¡el estrés es enemigo de la metáfora!
Si quieres echarte a perder una película de fantasía, una novela de realismo mágico, un
cuento de tu infancia o hasta el juego de tu hermanito, hijo, sobrino o nieto de 5 años, lo
único que tienes que hacer es ponerte tenso y pensar en todo lo que es ilógico,
irracional, absurdo e imposible en esa historia. Hacer esto bloquea –en un tris– toda
posibilidad de comunicación con esa mente profunda.
Así que te invito a tomar un par de respiraciones… suavecitas… profundas…
abdominales… a permitir que la inhalación te brinde descanso y la exhalación se lleve
cualquier cosa que no te sea útil en este momento (aunque sea por un ratito)… y
quedarte descansando… como descansa una hoja sobre el césped… y tal vez sonreír
como sonríe una nube al tomar forma de borreguito… y es que cuando descansas hay
ventanas que se abren trayéndote el aroma –estimulante– de sitios y tiempos muy
remotos… en los que las montañas eran andariegas, el cielo cambiaba de color según tu
estado de ánimo y hombres y mujeres se alimentaban de diamantes y rubíes…
Cuando escuchas una metáfora te recomiendo mucho que pospongas por un ratito el
juicio y el análisis, sólo permítete recibirla, inhalarla y exhalarla, abrirte a su encuentro
y dejar que te acaricie. No necesitas quedarte ahí para siempre, si ese contacto te invita
a darle una pensada ¡claro que puedes hacerlo! Pero primero recíbela y sólo después de
invitarle un café o un vaso de agua explórala desde la razón.
¡Pero “flojito y cooperando” tiene 2 partes! Así que primero flojito y luego
cooperando. Por cooperando me gusta entender “aceptando la invitación al viaje”, en
otras palabras dejando que la historia te envuelva, que el mundo cambie a tu alrededor
como le pasó a Bastián al leer la historia interminable, como me pasó a mi cuando entré
a la tienda del señor Koreander. Jorge Volpi en su libro “Leer la mente – el cerebro y el
arte de la ficción” plantea que quien lee (y podríamos añadir quien escucha cuentos,
quien ve películas, quien va al teatro y hasta quien juega video juegos) vive muchas
vidas. Entonces cooperar es vivir muchas vidas; si la metáfora literalmente te captura:
permítelo, si no lo hace tanto entonces tal vez quieras ser tú el que de un salto y se meta
en ella.
Una vez dentro pasarán cosas. Por un lado podrás caminar caminos nuevos, asombrarte
en un lugar distinto al acostumbrado, probar sabores que no por fuerza serán deliciosos
pero seguramente serán distintos, podrás ponerte ojos diferentes y ser dragón,
hechicera, guerrero, demonio… de hecho te lo recomiendo mucho: ahí adentro cambia
de piel y camina ese mundo desde muchos pies. Por otro lado habrá cosas que
simplemente te pasen y no podrás más que dejar que ocurran… y cuando la historia se
disuelva regresar a ser tú –pero un poquitito diferente.
Así que: ¡Flojito y Cooperando!
Al comunicar la metáfora…
Del otro lado del camino estás tú cuando cuentas o cuando quieres contar. Así que
desde ese lado lo mejor que puedes hacer es contactar la voz con el corazón.
La comunicación metafórica es una comunicación que va dirigida más al niño que al
adulto (y no estoy hablando de edades), más al mago que al contador (sin hablar de
profesiones), más al arte que a la ciencia, más al profundo océano que a la fugaz ola, en
fin más a lo que entendemos como “corazón” que a lo que asociamos como “mente”. De
modo que para llegar a casa tiene que salir de casa.
La metáfora debe estar conectada con el corazón de quien la cuenta para tocar el
corazón de quien la escucha. Así que la recomendación fundamental es la de entrar en
contacto con la intención, es como hacer bucitos (esos que hacemos para aprender a
sostener el aire bajo el agua), sumergirnos para salir empapados a respirar nuevamente
y dejar que -¡ahora sí!- la voz se escuche. La palabra, el ritmo, la entonación se vuelven
entonces instrumentos del corazón y la melodía que emerge es la de tu intención; de
modo que la idea es llenar de intención las palabras, si quieres que el cuento genere
asombro, curiosidad, paz, compasión, alegría, amor… zambúllete en esa cualidad y que
desde ahí surja tu melodía.
Una vez que la voz y el corazón se conectaron: lo demás es lo de menos, sin embargo
no sobra dar algunas sugerencias prácticas:
Rodéate de la historia, métete en ella. Observa con tus propios ojos lo que
ocurre en esa tierra mágica, escucha con tus oídos lo que suena en ese sitio,
siente con tu propia piel… y como protagonista privilegiado comparte lo que
estás viviendo ahí adentro.
Tu principal instrumento es la voz. Se como Saruman –el blanco– antes de su
caída y permítele transmitir la magia de la historia. Juega con el volumen, el
ritmo … … … ¡la pausa!
El cuerpo también juega. Señala, toca, camina, respira, quédate mirando… No
es necesario que actúes (de hecho no te lo recomiendo), simplemente involucra a
tu cuerpo en tu comunicación, tal como lo hacen los grandes conversadores.
Integra lo que está ocurriendo a la historia. Mete a tus escuchas en ella; al hablar
de cómo la corte entera estaba esperando al caballero rebelde puedes señalarlos
sutilmente, si suena un teléfono inesperadamente entonces cuenta como sin
esperarlo la amazona escuchó el llamado de la libertad. Ayúdalos a que vayan
de viaje contigo.
Así que resumiendo: cuando cuentes viaja al corazón y llena tu palabra de su intención;
sumérgete en la historia, juega con el cuerpo y la voz… y llévanos de viaje, invítanos a
explorar el mar de los opuestos, el desierto andarín, la selva silenciosa o cualquier otro
destino que enriquezca nuestra mente.
¿Qué hacer para invocar la magia?
Sin duda es delicioso escuchar y leer historias, para algunos (entre ellos yo) contarlas
también es un gran placer. Recibir y entregar regalos –cuando son verdaderos– es
fuente de gozo; generar esos regalos es un reto y un deleite creativo. Según Aristóteles
una mente avanzada se descubre por su capacidad para pensar metafóricamente, de
modo que ahondemos en esa modalidad del pensamiento.
Si me pidieras que defina qué es una metáfora tendría que decirte que simplemente es
poner una cosa en lugar de otra; un dragón en lugar de un problema, un demonio en
lugar del miedo, un anciano sabio en lugar de mi propia mente profunda. La estructura
básica del pensamiento metafórico es: X es como Y… dónde X puede ser cualquier
cosa y ¡Y cualquier otra! Si lo piensas un poquito esto hace que tus posibilidades de
generar una metáfora no sólo sean infinitas, sino que sean infinitas al cuadrado. Nuestra
mente es como el universo: mientras más lejos miramos más crece. ¡Vaya potencial el
nuestro! (y sólo estamos hablando de una de sus capacidades)
Así que para generar metáforas lo que tienes que hacer es cambiar de lugar las cosas.
Ser como el colibrí que era alérgico a las flores y se fue a vivir a una biblioteca, así
que tuvo que cambiar las rosas, azucenas y jazmines por libros, tratados, diccionarios y
cuentos…
Si estás de ánimo te propongo un ejercicio para activar el músculo metafórico.
Completa las siguientes preguntas con lo primero que venga a tu mente, no lo pienses
mucho ya que no es un ejercicio dirigido a la razón.
Si hoy fueras un animal ¿qué animal serías?
Si tu estado de ánimo el día de hoy fuera un fenómeno climático (brisa, huracán,
relámpago, tormenta, calma, etc…) ¿cuál sería?
Si tu pasado fuera un lugar lejano ¿cómo sería?
Si tu principal objetivo actual fuera un cuerpo celeste ¿qué características
tendría?
Si los obstáculos que enfrentas fuesen un ser mitológico ¿qué ser serían?
Si tu principal cualidad fuera una joya ¿cómo sería?
Responder estas preguntas –además de invitarte a una exploración interesante de ti
mismo– pone en funcionamiento el pensamiento metafórico. Como pudiste observar la
pregunta central es ¿a qué se parece esto? ¿como qué es esta situación?
Evidentemente este par de preguntas no tienen una respuesta correcta sino múltiples y
cambiantes respuestas. Si dentro de algunos días, meses o años regresas al ejercicio
que te planteé hace algunas líneas, notarás que tus respuestas son completamente
diferentes a las del día de hoy. Igual de válidas pero distintas. Así que la tarea para
desarrollar este tipo de pensamiento es generar conexiones, buscar similitudes, abrirte
a un mundo –afuera y adentro– en él que todo está mucho más conectado de lo que
parece y dónde los límites no son tan rígidos como habíamos pensado.

La estructura de esta magia: las capacidades


El reino de las capacidades es el reino de los como’s. Siguiendo con nuestro guía por
este terreno; Robert Dilts plantea que son las capacidades las que conectan las
creencias y los valores con los comportamientos específicos, en otras palabras son el
eslabón entre lo que es importante para nosotros y las acciones cotidianas.
Las capacidades son series de pasos en su mayoría inconscientes que los seres humanos
seguimos para lograr determinado resultado. Así que ¿cuál es la estructura –el conjunto
de pasos– para transmitir, generar y disfrutar una metáfora?
Haciendo caso a mi interés y curiosidad le hice esta pregunta a facilitadores,
instructores y PNListas. Todos me brindaron información útil y en algo coincidieron:
para contar una metáfora hay que primero hacerla tuya, hay que resonar con ella, hay
que sentirla, masticarla, explorarla, quererla. De modo que antes de compartirla
habremos de amistarnos con ella, sólo podemos regalar lo que es nuestro, así que este
es el primer paso: domestícala como el principito con el zorro. Probablemente esta sea
la capacidad fundamental: establecer una amistad verdadera con el cuento y como toda
amistad verdadera, esta requiere tiempo, cariño, paciencia. Dedícaselo. Quédate con la
historia. Visítala e invítala a visitarte.
A lo largo de los años he tenido la gigantesca fortuna de estar en contacto con grandes
narradores, la mayoría informales pero también con algunos narradores orales
profesionales. Puedo presumir que me considero amigo de muchos de ellos y lo que te
voy a compartir es la estrategia de uno de los grandes, mi amigo Walter Díaz Ovalle:
fundador de la red latinoamericana de cuentería, colombiano nacido en el mismo sitio
que la luna (según sus cuentos) y generoso multiplicador de la palabra.
Walter es un alquimista transforma el plomo en oro, conoce las sustancias, las ama y
estas le obedecen. Así que ahí les va lo que este alquimista me compartió. Mi
recomendación es que mientras lees su estrategia te la calces, imagines que la estás
viviendo y te permitas disfrutar de su forma de hacer magia.
1) El instante previo

Justo antes de comenzar a narrar hay algunas cosas que tu pensamiento puede hacer

Limpia tu mente de imágenes, deja que se diluyan.


Usando una voz placentera que viene del corazón permite que surjan las
palabras: “adoro contar”
Genera la sensación de un escalofrío ligero, como una corriente eléctrica
que te recorre con suavidad.
Recuerda –o imagina– un suave aroma a “teatro viejo”.
Piensa que en este momento lo más importante es el cuento. El cuento en
general, las historias, la que vas a contar y todas las que se han contado.
Imagina que pierdes importancia (por un ratito) y que te pones al servicio
de las historias.
Anticipa el placer de contar. Mmmmmh.
Ahora tu cuerpo también puede involucrarse
Enfoca tu mirada (como al afinar puntería), observa el micrófono (si lo
hay), la silla y el público.
Lleva tu cuerpo ligeramente hacia adelante.
Y quédate en espera un instante generando expectativa.
¿Listo? ¿Lista? ¡El cuento está por llegar!
2) El momento de contar

Al estar narrando tu mente… (recuerda imaginarlo mientras lo lees)…

Guarda silencio interior. Las palabras sólo están afuera, adentro hay
quietud.
Genera las imágenes del cuento frente a ti, ahí con una cualidad etérea,
transparente, que te permite mirar a tus escuchas.
Cuando algún personaje usa la voz entra en él mentalmente, no es
necesario que actúes sólo préstale tu voz.
Al describir mantente en tu propio cuerpo.
Recuerda que lo importante es el disfrute del cuento y el disfrute de ser tú
quien lo cuenta.
Permite que un placer suave recorra tu cuerpo.
Date permiso de asombrarte cuando te escuches a ti mismo permitiendo
que sea el cuento quien se cuenta.
Además con tu cuerpo y tu voz podrás
Dirigir la mirada a las imágenes del cuento y de ahí al público.
Platicar con el público sobre lo que ocurre en el cuento.
Desplazarte por tu escenario.
Y cuando el cuento se contó…
3) El instante posterior
Pareciera que ya terminaste, pero todo hecho importante requiere de un ritual de cierre.
Así que ahora con la mente puedes
Asegurarte que haya nuevamente silencio interior.
Imaginar que la sensación del cuento se queda en el ambiente, que no se
ha ido por completo y luego permitir que se vaya disolviendo.
Pensar que el cuento quedó feliz.
Imaginar que las imágenes externas (gente, escenario, etc) toman una
cualidad “bohemia” se vuelven un poco más opacas, amaderadas,
cálidas.
Internamente y otra vez desde el corazón decir las palabras “quiero
volver a hacerlo”
Y utilizando tu cuerpo, simplemente
Retírate un poco.
Cierra tus ojos un instante.

Si ya te pusiste la piel del alquimista, tal vez sea una buena idea regresar a una de las
metáforas de este libro. Se llama así: “Alquimista”, por favor reléela y considérala una
invitación para que tu mente profunda entre en contacto con el narrador, con la
contadora de historias, que hay en ti.
Ahora si tu interés es –además de contar historias– generarlas, ¿qué hay en la tierra de
las capacidades para ti? ¿cuál es la estrategia para tejer metáforas?
Como lo mencioné en “Escuché decir al viento” David Gordon –uno de los precursores
de la PNL y autor del libro “Terapheutic Metaphors”- nos recomienda generar
metáforas isomórficas, en otras palabras que se parezcan a la situación de la persona
para la cual la estamos generando. David nos invita a pensar en el estado actual y el
estado deseado y buscar a qué se parecen; tal vez la situación de algún amigo es como
encontrarse en el fondo de un pozo o el reto que está enfrentando es como ir a la guerra
con una espada oxidada o como tener que sembrar una ceiba en la que quepan todas las
ceibas… y desde ahí tejer la historia, pasando aventuras, añadiendo recursos,
comunicando indirectamente, hilando hacia la posibilidad de mirar las estrellas desde
el fondo del pozo y escalarlo esforzadamente o llenarlo de agua y flotar hacia arriba o
permitir que alas de viento nazcan en la espalda… (Si te gustaría profundizar en esta
estrategia te recomiendo leer tanto el libro de Gordon como “Escuché decir al viento”)
Lo que sí puedo añadir aquí es que la mejor forma de hacer metáforas es haciéndolas.
Escribe. Empieza con una idea y deja que se vaya desarrollando frente a tus ojos,
desliza la pluma sobre la hoja blanca, presiona las letras del teclado de la
computadora, no busques perfección sino disfrute. Tim Hallbom –otro de los grandes de
la PNL– me compartió hace tiempo una estrategia que además de sencilla es divertida,
se llama la Espina dorsal de la historia y es una propuesta de Kat Koppet y que es
descrita en mayor detalle en su libro “Training to Imagine”. Yo la he usado en muchas
ocasiones y siempre me divierto.
Si tienes tiempo ahora puedes probarla, simplemente completa las siguientes frases con
aquello que venga a tu mente, puedes elaborar una serie de eventos o ser sintético, lo
importante es hacerle cosquillas al papel con letras nuevas:
• Hace mucho, mucho tiempo había…

• Y todos los días…

• Pero una vez…

• Debido a eso…

• Y justo por esa razón…

• Así que…

• Pero finalmente…

• Y desde entonces…
El encanto de esta estrategia es que es sencilla y ésta serie de pequeños comienzos para
las frases ayudan a romper la inercia, a ponerte en movimiento… y tal vez a asombrarte
de lo que puede surgir de ahí.

El corazón del hechicero: los valores


Soy muy afortunado: la gente viene, me permite contarle historias, luego se van y
transforman su vida.
Milton Erickson
Como seguramente estás descubriendo –o recordando– el territorio de las metáforas es
rico, vivo e incluso cambiante. Robert Dilts nos decía hace algunas páginas que las
capacidades conectan a las conductas con los valores y las creencias. Así que
ascendamos una nueva montaña para ver las cosas desde más alto o si lo prefieres,
vayamos más profundo hacia el corazón de esta tierra.
Una manera sencilla de definir los valores es pensar que son aquellas “cosas” que la
gente considera importantes, que son lo suficientemente valiosas como para permitir
que guíen nuestra vida y que incluso vale la pena esforzarse y defenderlos ya que le dan
significado a nuestro caminar.
Entonces aquí la pregunta es ¿por qué? ¿por qué seguir contando historias? Esta
pregunta es personal e íntima de modo que lo que te comparto a continuación son
respuestas personales e íntimas que he ido recopilando de amigos, narradores,
escritores conocidos del pasado y del presente. Estoy seguro que te parecerán
inspiradoras y que habrá muchas que resuenen en tu propio corazón. Además me
disculpo por el desorden en el que te las presento, no están ordenadas de ningún modo,
ni alfabéticamente, ni cronológicamente, ni por lo famoso o desconocido del
personaje… así me las fui encontrando y así te las comparto.
¿Por qué seguir contando historias?
1. “Porque nos transportan a un lugar de magia y sabiduría. Las historias nos
invitan a mirar al mundo con asombro; son un recordatorio tanto de la fragilidad
como de la fortaleza de nuestra cualidad humana” – Jan Elfline, master coach.
2. “Porque es un medio para despertar conciencias. Porque dan alas para volar
más alto. Porque dan voz a los susurros del corazón. Porque pueden ser el
empujón si se detuvo el motor. Porque son una delicia leerlas y escucharlas” –
Perla Córdova, psicóloga mexicana.
3. “Porque me hacen recordar los cuentos que nos contaba mi mamá” – Iliana
Hernández Ledward, maestra de Yoga (y mi hermana).
4. “Porque si dejáramos de contarlas dejaríamos de vivir” – Pilar Ayala.
Colombiana, psicóloga.
5. “Comencé a contar y sigo contando por una fuerte necesidad; soy artista
plástico: pintor y calígrafo. Para mí contar es pintar. En lugar de pincel uso la
voz. En lugar de pinturas uso palabras. En lugar de lienzo uso la imaginación
compartida entre el público y yo” – Yoshi Hioki, Narrador Japonés avecindado
en Barcelona.
6. “Creo que porque a través de esta maravillosa tradición logramos conocernos y
conocer a los demás de una manera más profunda... Nos caen veintes, soñamos y
muchas de las veces contar historias se vuelve un trampolín hacia nuevas
direcciones” – Edgar Guía Moya, ingeniero mexicano.
7. “Porque no siento que el día se haya completado si no he contado una historia” –
David Gordon, maestro de PNL y autor del libro “metáforas terapéuticas”
8. “Para construir la memoria, vivir el presente de manera plena y recordar el
futuro” – Esther Sanginés García, socióloga y maestra de Tai Chi.
9. “Porque este mundo aún necesita magia, esperanza...sueños” – Alicia de Jesús
S, servidora pública en la Ciudad de México.
10. “Porque tenemos la necesidad de ser escuchados, de compartir, de
conocer y confirmar que formamos parte de la historia de la vida” – Paty
Pescador, maestra mexicana.
11. “Porque si no las contara se me oxidaría la garganta y me
envenenaría” – Guillermo Arriaga, guionista cinematográfico de “amores
perros” y “21 gramos” entre otras.
12. “Sin duda alguna mi mayor razón para contar, es que este acto
mágico me hace plenamente feliz” – Walter Díaz, narrador colombiano y
promotor cultural.
13. “Porque enseñan deleitando” – Miguel de Cervantes Saavedra,
famoso por aquello de “en algún lugar de la Mancha…”
14. “Porque es lo único que hago más o menos bien” – Gabriel García
Márquez, colombiano, premio nobel de literatura 1982
15. “Porque las historias son -en una noche- un canto a la alegría, a la
alegría de vivir” – José Merino Pérez, creador del modelo de coaching
ejecutivo estratégico.
16. “Porque contar es viajar en el tiempo y en el espacio, es disfrazarte
de mil personajes y vivir con emoción sus acontecimientos sabiendo que
después de la angustia, del llanto, del terror y para pesar tuyo, también después
de la pasión, simplemente vuelves a ser ¡TÚ! . . . Pero un "TÚ" diferente, con
otra mirada, con otro pensamiento y con otra emoción. Porque para seguir
existiendo tengo que seguir contando” - Fabio Torres Sandoval, psicopedagogo
y narrador nacido en Chía: La Ciudad de la Luna, Colombia.
17. “Porque las historias nos enseñan que el oro brilla en nuestros ojos,
que la belleza de cada gema está en nuestro corazón y que el cofre de toda la
riqueza reside en nuestra alma” – Nick LeForce, poeta californiano y maestro de
PNL, coaching e hipnosis
18. “Porque es imposible no hacerlo. Símbolos y metáforas nos reúnen
en un intento casi vano de compartir la pinche paradoja que es la vida” – Justus
Paiewonsky. Noruego, maestro de PNL, Coaching e Hipnosis.
19. “Hay que seguir contando porque el cuento constituye un reflejo de
nosotros mismos y nos ofrece la oportunidad de leer en el libro abierto de
nuestro propio corazón” – Edouard Brasey, recopilador francés de leyendas y
cuentos.
20. “Porque una metáfora puede salvarte la vida” – Anthony Robbins,
autor de “Despertando al Gigante Interior”, Neoyorquino.
21. “Porque contar cuentos es una vacuna contra la guerra” – Annette
Simmons, autora de varios libros entre ellos “El que cuente la mejor historia
gana”
22. …
23. …
Lo que encontramos aquí es que el corazón de esta tierra late. En su centro hay un gran
tambor marcando el ritmo; ancestral como todas las razones verdaderas y novísimo
como agua que brota de un manantial. Pero yo no puedo decirte como suena ese tambor,
no puedo describirte que recuerdos me trae, ni que partes mías revive, no soy capaz de
transmitir a que sabe esa agua recién brotada. Eres tú quien ha de escucharlo, eres tú
quien ha de probarla. ¿Por qué habrías de seguir contando historias?

¿A través de quién fluye el encanto?: la identidad


Estamos llegando al corazón del reino de las historias: al palacio donde habita
Sherezada, donde tiene su santuario la mujer que para contarle cuentos a su tribu se
vendaba los ojos y de ese modo evitaba que las miradas de asombro deformaran la
historia, al sitio donde Eva Luna da rienda suelta a sus palabras, estamos llegando al
nivel de identidad. Pero ¡cuidado! Este es un terreno sagrado, misterioso y cambiante.
Robert Dilts nos plantea que la identidad se relaciona con nuestro sentido de quienes
somos, es un nivel de cambio y experiencia distinto de y que organiza a nuestros
valores, capacidades, conductas y contextos en un solo sistema. Nuestra sensación de
identidad –dice Dilts– también se relaciona con nuestra percepción de nosotros mismos
en relación con los sistemas mayores de los que formamos parte, determinando nuestro
sentido de “rol”, “propósito” y “misión”. El término identidad proviene del latín ídem
que significa “lo mismo”; así que la identidad es nuestra idea de quienes somos, es la
sensación de que hay alguien o algo que no cambia, que permanece constante como un
hilo que enhebra cada experiencia, que une el pasado con el presente y este con el
futuro.
El tema es apasionante, nos mete en campos filosóficos, permite debates interesantes y
gente mucho más sabia que yo piensa que ese hilo enhebrador –la identidad– en
realidad no existe, ya que no se puede separar de otros hilos y está en cambio
permanente. Pero como este libro habla de cuentos y no de filosofía –o por lo menos no
de un modo tan descarado– dejaremos esa discusión de lado para entrarle a la pregunta
¿quién soy cuando cuento? ¿a través de quién fluye el encanto?
Si el tema de los valores era un tema íntimo, este lo es mucho más. Me pregunto a mí
mismo ¿quién soy cuando cuento? O ya de perdida ¿quién siento que soy al narrar o al
escribir historias?... y mi respuesta es elocuente: silencio. Jorge Volpi nos dice que
contar y escuchar historias nos hace humanos, así que esa podría ser la respuesta
correcta: cuando cuento soy humano, con la grandeza y fragilidad que eso implica.
La manera que tiene la PNL para responder a esta pregunta es interesante, ya que más
que buscar definiciones precisas y palabras capaces de capturar la esencia, nos
propone encontrar un símbolo, una metáfora, una historia… de modo que al contar ¡me
convierto en lo contado!, me vuelvo historia, leyenda, cuento.
Me siento tentado a unir estas tres respuestas parciales y descubrir que pasa. Al narrar
soy silencio: ¡Qué paradójico! Al narrar soy humano: ¡Qué esperanzador! Al narrar
dejo de ser yo y me convierto en el cuento: ¡Qué liberador!
Por supuesto que estas respuestas no son más que un intento pequeñito y parcial de
explorar un terreno que como decía en líneas anteriores es sagrado, misterioso y
cambiante; un antiguo templo construido con bruma, música y sueños.
Así que más que respuestas, aquí siembro interrogantes: ¿quién eres cuando deseas
contar? ¿en qué te conviertes cuando el hechizo de una narración te lleva de viaje? ¿qué
pasa contigo cuando te pones al servicio de las historias y estas utilizan tu voz para
contarse a sí mismas?
Yo tampoco tengo respuestas para eso… silencio. Pero te invito a descubrir tu propia
respuesta para ellas y la mejor manera de hacerlo es la más placentera: CONTANDO.
Cuenteros y hechiceras ¡uníos!: el suprasistema
Se necesitan mil voces para contar una sola historia
Dicho de los nativos norteamericanos
¿A poco hay algo más en esta tierra? ¿Qué no estábamos ya en el corazón de este reino?
¿Qué no ya habíamos llegado hasta las mismísimas sábanas de Sherezada y su sultán?
Pues claro que hay más –y más grande. El último nivel propuesto por Dilts es el nivel
de espiritualidad o suprasistema. Este nivel se refiere a la experiencia subjetiva de
formar parte del sistema mayor, uno que se extiende más allá del individuo a la familia,
la comunidad y los sistemas globales; se trata de la sensación de conexión con aquello
que es más grande, más importante y más duradero.
Así que sin duda hay más. Las sábanas del sultán y de Sherezada son una parte –
importantísima– de un tejido mucho más grande; pertenecen a esa misteriosa clase de
lienzos testigos del encuentro, el desencuentro, la palabra, el silencio, el amor, las
rencillas y los sueños.
Entonces ¿qué es más grande que el cuenta-cuentos? ¿de qué forma parte el narrador?
Narrar y escuchar nos hace parte del clan. Las historias nos unen, generan lazos, son
arcilla, cemento, resistol 5000. Si lo piensas en cada reencuentro con los tuyos, con tu
clan, pasa poco tiempo para que la charla –o los recuerdos– empiece a girar en torno a
los cuentos comunes, a las aventuras compartidas, sean estas tristes o alegres, míticas o
anecdóticas, de tiempos muy muy remotos o de ciencia ficción futurista. Así que la
primer respuesta es esta: el narrador forma parte de su clan ¡y el escucha también!
Me atrevo a decir que el clan no está formado por sus miembros individuales, más bien
está integrado por las historias que comparten. Muriel Rukeyser –feminista y poeta– lo
dijo así: “el universo no está hecho de átomos, sino de historias”. Incluso a nivel
fisiológico, los cuentos generan lazos; estudios realizados en Princeton demostraron
que las personas que escuchan una historia experimentan patrones cerebrales muy
similares a los de la persona que la está contando, así que compartir cuentos genera
sintonía. Aquí valdría la pena cuestionarnos qué tipo de historias compartimos, qué tipo
de arcilla nos une con los nuestros.
Pero el cuento no sólo me hace parte de mi clan, sino que me conecta con EL CLAN, así
con mayúsculas, me integra a la hermandad de todos los seres humanos. Ha habido
culturas que no han usado la rueda, hay comunidades donde no hay luz eléctrica y otras
dónde toda la comunicación se da a través de medios tecnológicos, pero no ha habido
un solo grupo de seres humanos que no compartan historias, nuestra curiosa especie se
deleita y necesita de los cuentos; El rabino Nachman de Bratzlev lo dijo de una manera
muy hermosa: “Dios hizo al hombre porque le encantan los cuentos” y aquellos que
compartan la idea de que nos hizo a su imagen y semejanza comprenderán porque
contamos, escuchamos y seguimos contando. Así que narrar nos hermana con el hombre
de las cavernas, con el árabe y el chino, con la anciana de la sierra y con el niño
neoyorkino.
Pero narrar también nos hace parte de un linaje, de una tradición tan larga como la
humanidad y tan amplia que tiene representantes en cada momento de la historia y en
cada rincón geográfico. Cada que alguien cuenta se vuelve parte de una hermandad que
incluye a Fernando Marcos y Ángel Fernández, a Cachirulo, a Shigeru Miyamoto, a Eva
Luna, a Harún el del mar de las historias, a Kvothe el sin sangre, a los ancianos
narradores de cada tribu, a trovadores, juglares, chamanes, a cada amante de la palabra
bien dicha y el silencio bien usado, e incluso a narradores gigantescos como Jesús y el
Buddha. ¡Qué privilegio y que responsabilidad! ¡Qué afortunado quien toma una
historia, la hace suya y la comparte!
Así que las historias nos unen con nuestra tribu, nos hacen parte del gran clan y
miembros de un linaje ancestral y novísimo. Pienso que hay que recordarlo.
Además el cuento nos hace parte del propio cuento, el caso de Bastian y sus aventuras
en Fantasía no es atípico. El cuento nos seduce, nos captura, nos secuestra y una vez ahí
ya somos parte de él; muchas veces una parte silenciosa, tímida y pequeña, pero aún
así, parte de él: espectadores-protagonistas que con un poco de suerte quedamos
indefensos ante la magia y que cuando generosos y compasivos pagamos nuestro propio
rescate no podemos más que asumir que las cosas ya no serán igual, que algo en nuestro
interior se movió, que la historia ya habita dentro nuestro y que una parte nuestra se
quedó ahí. De modo que narrar –y escuchar– nos sumerge en un mundo donde todas las
posibilidades florecen como orquídeas y acechan cual felinos y del que es imposible
salir completamente.
Entonces contar conecta. Nos hace parte del cuento: del que se está contando y de todos
los contados. Nos une con nuestro linaje: una cadena torzal de millones de pequeños
eslabones, algunos pulidos y brillantes, otros humildes y sencillos; todos necesarios.
Nos conecta con nuestra especie: Homo sapiens narratio. Nos acerca a la tribu: es
fuego y abrazo compartido, también pan, techo, lecho y mirador hacia las estrellas, es
lugar de reunión.
En este terreno del universo metafórico es difícil hacer recomendaciones, creo que sólo
me atrevo a sugerirte que permitas el abrazo, que te sueltes en él y ¡que el cuento se
cuente!
Nuevamente me quedé mirando el fuego. El baile de sus llamas volvió a silenciar mi
mente.
Amarillo, rojo, naranja. Movimiento. Chispas ocasionales. Aroma a vida simple.
Crepitar.
Y entonces desde su centro surgió su voz. Viva, profunda, transformadora, juguetona,
animal:
Que el cuento te sorprenda en el momento justo, en el lugar adecuado.
Que tu cuerpo, tu voz y tu silencio le den vida.
Que en tu corazón se escuche: “adoro contar” y que el aroma a teatro viejo
surja.
Que el gran tambor marque tu ritmo.
Que descubras el templo de bruma, música y sueños.
Que las historias te rapten indefenso, vulnerable y que al volver sepas que no
has vuelto del todo.
El fuego guardó silencio y siguió brillando. Yo hice lo mismo. Pensé que había
terminado pero entonces rugió salvaje y amoroso:
¡Que su abrazo te haga humano! ¡Que su calor te haga cuento!

Sergio Hernández Ledward


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