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Ciencia y Sociedad

La patria bolichera
Marcelino Cereijido »
(Clarín, 21 de noviembre de 1999)

Viajé a Buenos Aires a dar una conferencia (Life, Time and Death) en un simposio (Chronobiology), y un
par de charlas ("Por qué no tenemos ciencia") basadas en un par de libros. Estuve una semana y me
encantó encontrar todo modernizado y hermoso. Pero mis amigos objetaron que yo sólo me había
movido por el centro, Palermo, San Isidro, Pilar y la Universidad de Quilmes, que no reflejan una
bonanza económica sino el derrame de un dinero de privatizaciones que ya se acaba. Espero que no
sea así. En esas charlas constaté que los argentinos están obsesionados con que el principal problema
nacional es el económico. Yo discrepaba abruptamente y, para hacerme entender, llegué a decir:
"Supongamos que un empresario tuvo que cerrar su fábrica de vehículos porque nadie se los compraba,
no podía competir en el mercado internacional ni en el local, echó diez mil obreros a la calle y ahora, con
los dólares que le sobraron, especula en Wall Street". No hubo "convertibilidad", línea de crédito, plan de
reestructuración ni refinanciación que lo salvara a él ni a esas diez mil personas que ahora se debaten
entre el subempleo y la mendicidad. De pronto alguien le pregunta al quebrado empresario qué tipo de
vehículos fabricaba. "Carretas", responde. Yo opinaría que el problema de dicho empresario es
secundariamente económico, que el primero es en cambio tener una producción (y una mentalidad)
obsoleta.

Por eso me resulta insólito que nuestros "líderes" tengan discusiones economicistas de boliche. Es como
si lamentaran que su electroencefalograma (EEG) está mal. El EEG está muy bien, refleja fiel y
exactamente el estado de su cerebro. El día en que su cerebro se componga, el EEG se corregirá por sí
solo. La economía no está intrínsecamente mal; es la que corresponde al hecho de que, en un mundo
en el que ya no queda actividad social alguna que no dependa directa o indirectamente de la ciencia y la
tecnología, la Argentina no solamente carece de ciencia sino que ignora para qué podría servirle.
Si bien la Argentina tuvo y tiene investigación excelente (porque eso depende de unos pocos miles de
personas inteligentes y entrenadas), no tiene ni jamás tuvo ciencia, porque nunca pudo desarrollar la
visión del mundo, sin la cual no hay ciencia. El Primer Mundo puso cinco o seis siglos en forjar esa
visión del mundo y obtuvo tantas ventajas que ya no esperó a que sus sabios recogieran información
espontáneamente mientras se bañaban u observaban las oscilaciones de un candelabro en la iglesia,
sino que creó un descomunal aparato, la investigación científica, para proveerse de información en
grandes cantidades. Hoy ese aparato está integrado por millones de investigadores, laboratorios,
estaciones marinas, computadoras, sondas espaciales, academias, sistemas de becas, congresos.
Mientras que ellos atravesaban las etapas de Reforma, Renacimiento, revolución científica, Iluminismo,
Ilustración, Enciclopedismo, Revolución Industrial, lo que hoy es Tercer Mundo se atrapaba en otras muy
distintas de Contrarreforma y oscurantismo.
Pero de pronto... ¡albricias! La Argentina pareció captar las palabras de John Kenneth Galbraith:
"Antiguamente, lo que distinguía al rico del pobre era cuánto dinero tenían en el bolsillo. Ahora los
distinguen las ideas que tienen en la cabeza". La desgracia fue que cuando la Argentina quiso
desarrollar su ciencia fue víctima de lo que señalaba Piaget: "Uno no sabe lo que ve si no ve lo que
sabe". Cuando un tercermundista mira la ciencia que tiene el Primer Mundo ve, por supuesto, los
investigadores, laboratorios y toda la parafernalia de la investigación. Lo que en cambio no puede
advertir es que la investigación sólo cobra sentido cuando también se posee un aparato científico para
convertir la información en conocimiento y a éste en aplicaciones. Tampoco puede advertir que la
ciencia es una manera de interpretar la realidad, una manera que desecha el principio de autoridad, el
dogma, la revelación y el milagro. Por eso la Argentina tiene investigación pero no ciencia. Prueba de
ello es que cuando el oscurantismo destruye las universidades o las sofoca presupuestariamente, no
hay una sola cámara empresarial, un solo sindicato que lo lamente, y luego se torna coherente y habitual
que las masas de obreros acaben pidiéndoles trabajo a San Cayetano y a la Virgen de Luján. Una
sociedad que no tiene un uso para el conocimiento científico y que confía, en cambio, en imágenes
milagreras, evidencia no tener la visión imprescindible para el desarrollo de la ciencia.
Me regalaron un libro en el que dos encumbrados funcionarios economicistas discuten los grandes
proyectos nacionales, pero yo, en una especie de judo argumental, lo usé para ilustrar mi punto: lo único
que debaten dichos "líderes" son medidas económicas; en cambio, el conocimiento científico (y la
reforma hacia una estructura social sin la cual es imposible desarrollarlo y utilizarlo) brilla por su
ausencia. En ese paneconomicismo también el problema de la educación se plantea en términos de
tironeos salariales con los maestros. Tuve oportunidad de sugerir algunas alternativas en las que el
dinero, si bien es necesario, es de una prioridad secundaria, pero aún los auditorios que me
escucharon se mostraron escépticos y enfocaron sus lamentos sobre la corrupción imperante. No menos
alarmante fue constatar que decoraban sus planteos con las habituales patrañas posmodernistas.
A pesar de que no sabría qué demonios hacer con el saber científico, la Argentina se diferencia de la
mayoría de los países del Tercer Mundo en que algunas de sus universidades mantienen la capacidad
de producir investigadores de altísima calidad, muchos de los cuales acaban marchándose a la
Provincia Argentina de Ultramar (como la llamé en La nuca de Houssay). Los "líderes" bolicheros
proponen resolver primero los problemas nacionales y luego, con el dinero que sobre, desarrollar el
conocimiento científico moderno. Situación insólita si las hay, porque posponer el conocimiento para
cuando se resuelvan los problemas es aceptar que hay problemas para cuya solución es preferible
contar con la ignorancia.
Hasta hubo quien, sabiéndome investigador de ultramar, reconoció por cortesía que se hablaba de
repatriarnos. Llegué a temer que lo hicieran, pues se trataría de un conmovedor pero inservible acto
de justicia, dado que la Argentina no tiene un uso para ellos. Es como si me regalaran una pieza clave,
"high tech", de un submarino atómico: sólo la podría usar de pisapapeles o lucirla en la mesita de la sala.
El día que el país necesite investigadores, porque tiene un lugar para ellos y para la ciencia, los
investigadores de ultramar van a ser los primeros en advertirlo y volverán volando sin que se los
llame. Pero los lugares que visité están hermosos y en las universidades de Quilmes, San Martín y
muchos otros aguantaderos científicos se incuban esperanzas que, si el hipereconomicismo y el
posmodernismo no los destrozan, podrían sacar al país de la mishiadura.

» Marcelino Cereijido: Marcelino Cereijido es Doctor en Medicina de la UBA, fue investigador del CONICET y
trabajó con Bernardo Houssay y Braun Menéndez. Su especialidad es la biofísica. Trabajó en un comienzo en
membranas biológicas. Publicó en EUDEBA un clásico libro utilizado como texto en la docencia y en la
investigación que se denomina Membranas Biológicas. En 1973 fue elegido Decano de la Facultad de Farmacia y
Bioquímica de la UBA. Debió exilarse en México por el golpe militar de 1976 donde continuó su brillante carrera
científica, llegando a ser Premio Nacional de Ciencia de México. Además de sus trabajos científicos en las revistas
especializadas tiene varios libros relacionados con la historia y la política científica en Argentina y en América
Latina: La nuca de Houssay, Ciencia sin seso, ¿Porqué no tenemos Ciencia? y otros.

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