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Con el objetivo de reflexionar sobre el flujo de influencias mutuas que se dan entre
el onirismo y nuestra experiencia de la urbe, planteamos las siguientes preguntas:
Sin embargo, en la ciudad en la que resido, Madrid, mis sueños suelen descubrir
nuevas zonas que no conozco y que me inquietan tanto por su mera presencia como por
su singularidad. Barrios enteros en los que entro y que se despliegan ante mis pasos,
mientras voy cruzando sus calles y sus plazas unas veces con terror, otras con
admiración, otras con verdadero asco ante la mezquindad de lo que voy descubriendo.
En todo caso, las ciudades que aparecen en mis sueños participan de un misterio
profundo, y en ellas recorro espacios de sombra que me desconciertan. Las ciudades de
mis sueños me llevan siempre a lugares nunca vistos, para bien o para mal. Estos
lugares nunca vistos, en mi opinión, no son más que la plasmación simbólica de un
deseo de encontrar lo nuevo, aquello que redimensiona la realidad al extender su
territorio, que hace variar su centro de gravedad y vuelve obsoletos los mapas. Este
deseo lo entiendo como implícito en mí y nacido de un descontento fundamental, pues
se plasma igualmente en otros símbolos oníricos recurrentes. Así, por ejemplo, también
en las casas que habito suelo encontrar en sueños habitaciones nuevas y dependencias
hasta entonces ignoradas.
Anticipación:
Siempre he tenido debilidad por conocer el lugar de los hechos. Por ello desde los
18 años, mucho antes de visitarla, tuve sueños recurrentes con París. Así, la ciudad
deseada se fue creando de manera desordenada, creciendo en mi imaginación a base de
parches. Cada noche levantaba París en mis sueños a base de ideas recibidas, pastiches
de otras ciudades y recuerdos de películas y libros.
Pero una tarde me soñé paseando por la orilla derecha del Sena bajo los árboles,
durante una mañana de verano. Al despertar me sorprendió la increíble concreción que
el sueño había alcanzado, su perfecta verosimilitud. La primera vez que estuve en París
vi perfectamente aquella imagen del sueño (que había tenido el suficiente peso
específico como para que pudiera recordarla al detalle años más tarde) sólo que
invertida, es decir, en sentido contrario. Rápidamente giré sobre mis talones para ver si
de esta forma la imagen se concretaba mejor, infructuosamente. Por tanto, la imagen
que alcanzaba a ver de frente era la misma que mi sueño había anticipado, sólo que
invertida.
Reverberación recurrente
Cada vez con un rostro nuevo, este Jardín se encuentra agazapado en mi menoría,
esperando el menor pretexto para mostrarse. En todo caso, y puesto que es necesario, no
me cabe la menor duda de que el jardín soñado volverá a aparecer, siempre distinto y el
mismo.
Correspondencias
Así ocurre por ejemplo en el mismo Jardín del Moro, donde una solitaria estatua
doliente vuelta hacia las frondas es capaz de despertar las más profundas complicidades
oníricas.
Y así ocurre también en la calle del Espejo, en Madrid. Esta calle, cuyo peculiar
trazado y situación la hacen permanecer casi secreta no sólo para los turistas del centro
de Madrid, sino también de los propios madrileños -que rara vez se internarán en ella a
no ser que estén movidos por un deseo de exploración o de abandono- posee en su
centro, en lo más profundo de la calle por decirlo así, una pequeña fuente todavía en
funcionamiento (en el silencio, conforme nos acercamos, se puede escuchar el borboteo
interminable…). Esta condensación, en la que en el fondo del Espejo se encuentra una
pequeña fuente de agua clara, me lleva a desear no estar en ningún otro lugar cada vez
que paso por allí, lo que debido a esta sensación prodigiosa, intento hacer lo más a
menudo posible.
En el número 19 de la calle Arenal, el edificio de las cariátides se desborda,
siguiendo un claro movimiento onírico, a la tienda de pelucas que hay en sus bajos. Así,
las cabezas femeninas se doblan, se multiplican y se extienden dialécticamente. Se crea
un bucle infinito, obsesionante y multiplicador como las imágenes más recurrentes de
nuestros sueños.
3) ¿Se establece para usted alguna relación entre la ciudad soñada y la ciudad
en la vigilia?
Como he dicho, cuando sueño con la ciudad donde vivo, Madrid, suelo soñar que
descubro nuevos lugares y calles, nuevos territorios desconocidos que frecuentemente
me asombra no haber recorrido con anterioridad. Eso en la vigilia me lleva, durante un
paseo por ejemplo, a intentar provocar de nuevo esa sensación de sorpresa intentando
recorrer calles que no he recorrido antes o que no conozco lo suficiente. Es en este caso
la necesidad de multiplicar una sensación onírica la que me empuja. La ciudad
desconocida que habita en mis sueños me invita a explorar la ciudad material en su
busca.
Eso en cuanto a las calles. Los parques, en cambio, suelen tener un carácter más
peculiar en lo que a actividad onírica se refiere. Pues los parques son el reverso de la
vida en la ciudad, ese otro lado que, visto desde un punto de vista analógico, funciona
de la misma forma que el sueño para la vida consciente. Al entrar en ellos, al abandonar
la ciudad bulliciosa a nuestras espaldas, entramos en el mismo territorio en el que
entramos cada vez que cerramos los ojos y, dejando atrás la vigilia, llegamos al dominio
del sueño. Son sólo unos pasos. Entrar en un parque es entrar en el lecho dispuesto de la
ciudad.
Así, el parque del Templo de Debod, por ejemplo, representa para mí a la perfección
esa otra cara velada del Madrid conocido, en el que las ensoñaciones nos atrapan y, a
poco que nos dejemos llevar, nos invaden tomando el mando. Pocos lugares de Madrid
están para mí tan cargados oníricamente como este. Durante años he acudido a él como
medida desesperada.
En el Retiro, la estatua del Ángel Caído es un sueño a plena luz del día, a la vista de
todos. Como la carta robada, es tan provocadora su presencia que casi puede parecer
más seguro no mirarla y continuar nuestro camino, por lo que pueda pasar.
También en el Retiro, la avenida flanqueada de las estatuas de los reyes Godos. Estas
estatuas parecen haber vivido las más increíbles aventuras. Pues aquí la tensión de la
inmovilidad sugiere la posibilidad de un movimiento onírico en el que las estatuas bajan
de sus pedestales cada noche. Al pasear por ella, bajo las miradas de piedra, se mezcla
el placer con el terror infantil, y se comprende que es perfectamente posible caminar en
la vigilia exactamente igual que se camina en sueños.
Los Jardines del Campo del Moro, a pesar de que sólo muy recientemente los he
descubierto en profundidad, han disparado igualmente mi experiencia onírica en la
ciudad, y se han convertido en fuente constante de deslumbramiento. Ya la reja que lo
rodea a lo largo de la Cuesta de san Vicente deja ver su profundidad en apariencia
insondable, y junto a ella los Árboles del Amor extienden sus ramas sobre los barrotes
como si quisieran acariciar a los paseantes. En el interior, sus imponentes avenidas, sus
edificios y construcciones abandonadas -cuyas ventanas de colores confieren al interior
la sensación de estar en un caleidoscopio gigante- nos invitan a encontrar lo maravilloso
al alcance de la mano. Todo conspira allí para lograr sacar a la luz las imágenes más
amadas de nuestros sueños.
Final:
A pesar de su relativa extensión, creo que estas notas no son en modo alguno
exhaustivas, ya que me resta la sensación de no haber hablado más que de una parte de
estas experiencias, las más significativas quizá en este momento de mi vida, pero desde
luego no las únicas. Lo que me parece claro es que, a día de hoy, los Jardines del
Sueño se persiguen en mi mente y en mi ciudad. Y ahora que releo estas notas,
comprendo que en ellas también se ha producido una atracción profunda desde el
recuerdo de aquel primer Jardín Soñado, imantando el discurso en una dirección
determinada. En realidad, creo que todo el texto está dispuesto a su alrededor y que sin
él se derrumbaría por su base. Este magnetismo onírico me parece tan claro como
elocuente, y suficientemente significativo como para que no considere necesario
explicarme más.