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Michel Tournier

El crepusculo de las
mascaras

Título original: Le crépuscule des masques

Versión castellana de Jacqueline y Rafael Conte


Diseño de la cubierta: Estudi Coma
Fotografía de la cubierta: Anna Magnani, San Felice, Italia, 1956 © Herbert List

Asesor de la colección: Juan Naranjo

Queda prohibida, salvo excepción prevista en la ley, la reproducción (electrónica, química, mecánica, óptica, de grabación o de fotocopia), distribución,
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Editorial no se pronuncia, ni expresa ni implícitamente, respecto a la exactitud de la información contenida en este libro, razón por la cual no puede asumir
ningún tipo de responsabilidad en caso de error u omisión.

© Editions Hoébeke, París, 1992


y la versión castellana
Editorial Gustavo Gil¡, SA, Barcelona, 2002

ISBN 84-252-1879-9

Printed in Spain
Fotocomposición: Ormograf, SA, Barcelona Depósito legal: B.
38.247-2002 Impresión: Hurope, SL, Barcelona
Índice

El extraño caso del doctor Tournier .........................................................................8


Un tal Tournachon .................................................................................................14
Emile Zola, fotógrafo ...............................................................................................21
Un americano en París: Man Ray ..........................................................................28
El oscuro lirismo de Bill Brandt .............................................................................34
Jacques Lartigue, el sabio de las imágenes ...........................................................40
Herbert List, fotógrafo del silencio .........................................................................48
Un naturalista desenfadado: Jean-Philippe Charbonnier ....................................55
Edouard Boubat o la paz de Dios ..........................................................................62
Denis Brihat, el imaginero del Luberon .................................................................73
Arraigo de Lucien Cle rgue .......................................................................................80
Mi genial amigo Arthur Tress .................................................................................85
Jan Saudek o el vientre negro de Praga .................................................................96
Muertes y resurrecciones de Dieter Appelt .........................................................103
Arno-Rafael Minkkinen o el cuerpo jeroglífico .....................................................110
Patricio Lagos o el paso de la línea ......................................................................116
¿Existe una fotografía femenina? .........................................................................123
Philippe Bonan o "las de Villadiego" ....................................................................128
El crepúsculo de las máscaras .............................................................................131

Epígrafes de las fotografías ...............................................................................137


De siempre he practicado la fotografía y mi primer juguete auténtico fue la Kodak de mis ocho años. Pero lo
sirio sólo empezó a principios de los sesenta. En el mayor anonimato había presentado un tema para una
emisión de televisión. Y mi proyecto fue aceptado. ¿ Se puede concebir algo semejante hoy en día? Bajo el
título Cámara oscura, se trataba de dedicar cada mes un documental de trein ta minutos a un fotógrafo
importante. Hicimos unos cincuenta documentales. En cada ocasión, el rodaje me obligaba a pasarme cuatro
o cinco días a solas con el protagonista de la emisión, quien me acogía con los brazos abiertos, dado el injusto
segundo plano que sufren los grandes de la fotografía. Tengo que añadir que he tenido la inmensa suerte de
codearme con Man Ray, Brassai; Lartigue, Kertesz, Bill Brandt y algunos otros, hoy por desgracia
desaparecidos. El hecho de haberlos conocido me otorga el derecho de afirmar tranquilamente que poseo una
cultura fotográfica absolutamente única en el mundo. La primera lección de esta educación fue que, por
desgracia, como fotógrafo yo no valía nada, y eso deforma definitiva.
Sea lo que fuere, he educado mi ojo para ver, para leer la fotografía, y al pasarme a la escritura, me he
atrevido a alinear palabras que me parecían dictadas por la imagen. El presente libro ha nacido de ese
dictado.

M. T.
El extraño caso del doctor Tournier

Fue en lo más caluroso del verano, en Arles y un lunes, la precisión tiene su importancia. En
efecto, los lunes, la piscina municipal de Arles cierra con el objeto de que el personal disfrute
de un merecido descanso semanal.
Al ignorar este detalle, Arthur Tress y yo habíamos recorrido unos kilómetros bajo el
bochorno de las dos de la tarde para toparnos al final con las puertas de la piscina cerradas a
cal y canto.
No estábamos solos. Un chaval de unos diez años compartía nuestro chasco. Mi chasco,
debería decir, pues a Arthur Tress le importaba un bledo la piscina, ya que sólo vivía para su
Hasselblad acoplada con un objetivo gran angular, que era como una prolongación de sí
mismo. Y preci-samente la había sacado de su estuche y hacía los gestos rituales previos al
acto fotográfico, ante la enorme curiosidad del niño que no sospechaba lo que le estaba
aguardando.
Las dos, mediodía solar. La luz caía verticalmente. Arthur, de repente irresistible, como
cada vez que prepara una fotografía (me consta que algún día mandará dar una voltereta al
Papa o al Presidente de la República) me ruega que me quite la camisa, luego que empuje una
inmunda carretilla de hierro colado, guardada allí y que evidentemente servía para las basuras;
convence al chaval para que se acurruque dentro, cierre los ojos y abra la boca. Sin duda, le
habría pedido que pusiera cara de infeliz de no ser que, por estar espontáneamente indignado y
trastornado, el niño no se hubiese lamentado: "¡Vaya por Dios, y eso que ayer me lavó mi
madre!".
Aquí está la imagen sumamente "tressiana", violenta, sofisticada, hábilmente distorsionada,
más dramática aún por su magnífico juego de sombras. Un día, Leon Bloy escribió a un
desconocido al que daba cita en una estación: "Me reconocerá con toda facilidad, pues voy
vestido como un carpintero y tengo cara de bestia". Yo también tengo cara de bestia en esa
foto. Obviamente se ve al carnicero de Düsseldorf -máscara de Frankenstein y torso abollado
de gorila- que se lleva a su última víctima para vampirizarla. Tengo cara de bestia. Pero no me
reconocerán tan fácilmente, pues no siempre tengo esta cara. Sí señores, existe otro Tournier, y
la mejor prueba de ello es la segunda foto, tomada durante aquel mismo verano del 79, en la
que derrocho una exquisita afabilidad. Cierto es que se trata de un autorretrato como los que
hago a veces para acabar un rollo que quiero revelar. Es verdad aquello de que si quieres ser
bien servido, sírvete a ti mismo. Así como me veo yo, me verán aquí, tierno, irónico,
comprensivo, algo engatusador, pero sin embargo púdico, como quien sabe mantener las
distancias. En fin, como el doctor Jekyll y Mr. Hyde.

Así que doy una primera interpretación: Tress a pesar de su amistad, o quizá por ella,
demuestra en su foto una hostilidad fundamental. Su Hasselblad se convierte en un arma
de venganza. En cuanto a mí, con toda ingenuidad, me favorezco en grado sumo,
engalanándome con todos los encantos y todas las virtudes que me deseo.
Pero no podemos dejar esto así. Cocteau solía decir: "Soy una mentira que siempre dice
la verdad". Por el contrario, la fotografía podría decir "soy una verdad que no deja de
mentir". Verdad, sin duda alguna, pues la fotografía no es más que la copia exacta,
mecánica e inocente de una realidad que nadie puede poner en tela de juicio. Pero también
menti ra, pues tanto como el retrato del retratado, la fotografía es el retrato del fotógrafo. Ese
gorila empujando la carretilla, más que Tournier, es el mismo Tress, y basta para
convencerse con mirar una colección de otras fotos firmadas por él en las que no
desempeño ningún papel como modelo: el parentesco salta a la vista.
A fin de cuentas hay cierta mala fe fundamental en el fotógrafo, lo que explica en gran
parte la ingratitud de la profesión. Por una parte el fotógrafo reivindica la dignidad y las
ventajas del artista creador. Pretende que sus obras sean suyas, firmadas, respetadas y
remuneradas. Todos están de acuerdo con este principio, pero en la práctica todo sucede al
revés, especialmente en la prensa y en el mundo de la edición. El fotógrafo, continuamente
expoliado y humillado, no tiene derecho a la décima parte de la consideración que se
concede con toda naturalidad al dibujante o al escritor. ¿Por qué? En parte por su culpa, o
más exactamente en virtud de una fatalidad propia de la fotografa. Porque de la misma
manera que se quiere creador, el fotógrafo afirma de modo implícito que las cosas eran tal
como las sacó, y que por tanto él no es más que un testigo, de una objetividad tan absoluta
que él mismo, el fotógrafo, llega, a fuerza de ser transparente, a dejar de existir. Eso es lo
que nos dice cualquier fotografa, y los usuarios de la prensa y del mundo de la edición no
desean sino tomarlo al pie de la letra. Se necesita una atención particular o un trato de
muchos años con el arte fotográfico para perforar esta afirmación patente sobre la fotografa -
no soy más que un acta- y desenmascarar la personalidad latente del fotógrafo como deus ex
machina.

Segunda interpretación: en el retrato con la carretilla, la personalidad agresiva y


sadomasoquista del fotógrafo Arthur Tress oculta, como una máscara, la ya irreconocible
máscara del retratado Michel Tournier. Esto parece un fenómeno de posesión demoniaca. El
demonio Tress se ha deslizado en el cuerpo de Michel Tournier y le dicta unas expresiones y
unas conductas propias sólo de A.T.
Sigamos.
Se puede -e incluso sin duda se debe- tener en cuenta el fenómeno literario, es decir el
hecho de que el fotografiado es, en este caso, un escritor, es decir tal escritor particular que ha
publicado tal y cual obra ya conocida del fotógrafo. Y esto tanto más cuanto que Arthur Tress
leyó mis obras antes de venir a verme; fue precisamente esta lectura la que le trajo hacia mí.
Incluso se puede afirmar que ha pasado más horas a solas con mis libros que conversando
conmi go. Dicho de otro modo, mis novelas se interponen como un cristal deformante entre él y
yo, y cuando apunta su Hasselblad hacia mí, más que a mí, saca a El rey de los Alisos. Pero
aunque un autorretrato está liberado de esta cortina, no es en absoluto más "auténtico", ya
que es muy posible que una pantalla de tal calidad y tal cantidad añada algo tanto a la
autenticidad como a la riqueza de la imagen. Arthur Tress fotografía por debajo de la obra,
mientras que el autorretrato se sitúa por encima.
Esto plantea el problema de la relación del hombre con lo que hace, con su obra -si la tiene-
, con el medio que ha generado a su alrededor para explayarse en ello. Es obvio que la
cuestión rebasa el marco literario, pues los grandes actores de teatro o cine, por ejemplo,
imponen al texto y al decorado su propio yo, e incluso dan la sensación de que emanan de sí
mismos; es el caso del Oeste para John Wayne, de los lugares de mala fama para Frank
Sinatra, o de un universo heroico-sórdido para Jean Gabin. Es harto conocido el estupor del
gran público arrancado de repente de su sueño, cuando, al azar de los medios de
comunicación, descubre a su "héroe" en privado, bajo una luz totalmente ajena a aquella en la
que suele estar inmerso; a Wayne ingresado en una clínica, a Sinatra como padre de familia, o
a Gabin como un sencillo granjero normando.
Este tipo de "descubrimiento" no se ha verificado en Arthur Tress. Es al autor de El rey de los
Alisos, depredador de niños, a quien ha retratado, a un Tournier-Erlkóning, a un Jekyll
metamorfoseado en Hyde, y me ha dejado estupefacto y abrumado por esta metamorfosis que
resulta ser injusta, e incluso injustificada, porque soy de los que nunca se ponen en escena en
sus propias novelas.
¿Qué pensar entonces de esa otra imagen, de ese otro autorretrato maravillosamente
idealizado? Situado más arriba de la obra, aparece el
hombre sonriente, aliviado, liberado de sus pesadillas. A menudo los lectores que me ven por
vez primera me suelen expresar su sorpresa: realmente y a la luz de mis historias, me
imaginaban de otra forma, más sombrío, más zafio, más inquietante. De ahora en adelante
sabré contestar a esa decepción mezclada de alivio: les enseñaré el retrato hecho por Arthur
Tress. Les explicaré que esta carretilla infernal con su con tenido jadeante ha de interpretarse a
la vez "fóricamente" (como la "foría" con la que el rey de los Alisos se lleva y trae a los niños) y
metafóricamente, como la obra misma pegada al hombre como por una operación de
apareamiento contra natura.
Pues aquí está el argumento decisivo del Dr. Jekyll contra Mr. Hyde. Creo en la total
legitimidad de la separación de cuerpos y bienes entre el autor y su obra. El autor ha de poder
ir de compras sin exhibir a hombros, como un hombre-anuncio, el inmenso cartel cubierto
con todos los signos que ha escrito. Ha de poder ligar, aunque no arrastrándola pegada al
rabo, esa enorme y estruendosa cacerola. Ha de poder viajar libre y sin trastos, después de
dejar en casa la pluma, el bicornio de académico y la máquina de escri bir.
En una palabra, ha de respetar este principio sagrado: siempre anteponer el placer a la
obra, lo que le permitirá sacar amplio provecho de tal postergamiento o "posterioridad". Es
este principio, aquí respetado con una sonrisa o allá violado con remilgos, el que ilustran,
respectivamente, el autorretrato de Michel Tournier y el retrato que le hizo Arthur Tress.
Un tal Tournachon

Corría el año 1828 o 1829, cerca de los Campos Elíseos, donde ahora está Le Petit Palais, que
en aquel entonces se llamaba Le Carré Marigny. Con motivo de la Féte du Roi, tenía lugar una
"distribución gratuita de víveres" y algunos proveedores, encaramados en sus estrados y
flanqueados por guardias a derecha y a izquierda, arrojaban panes y salchichones a voleo
hacia el gentío. Un poco más allá, una barahúnda todavía más furiosa rodeaba a los
distribuidores de bebidas. A las vociferaciones de la muchedumbre superaba el crepitar de las
carracas, el zumbido de los pitos, las llamadas de los vendedores de macarrones, de los
ballesteros y las campanillas de los vendedores de regaliz. De repente parece que un potente
tropismo mueve a la multitud hacia los Campos Elíseos. Como movidos por una tormenta
inminente, la gente corre con la cabeza levantada hacia el cielo. Yen esto resuena un ingente
clamor. Pero dejemos la palabra a un testigo: "Una forma acababa de pasar por encima de
nosotros, rozando las copas de los árboles con tan vertiginosa rapidez que apenas si tuve
tiempo de reconocer, una especie de globo que llevaba debajo, en una cesta de mimbre que
llaman barquilla y que apenas si le llegaba a la rodilla, a un ser humano, hombre o mujer, que
se aferraba al cordaje... La visión desapareció, con la misma rapidez con la que había
aparecido, mientras, con un gran clamor, la muchedumbre corría precipitada detrás de esa
mole, cruzando los Campos Elíseos... Se me estremeció el corazón. `Ya estará hecho migas el
pobre infeliz -dijo mi padre, pálido- ...Volvamos Teresa, ya te había dicho que no viniéramos' ".
Este testigo, que tenía entonces nueve o diez años, era un tal GaspardFélix Tournachon,
que se daría a conocer más adelante bajo el seudónimo de Nadar, hasta tal punto que julio
Verne haría de él el héroe de su Viaje a la luna bajo el nombre de Ardan (anagrama de Nadar).
Porque la terrible angustia que acababa de sentir era el paradójico preludio de una irresistible
vocación por lo que entonces se llamaba la aerostación. Tendría que esperar muchos años
para que llegara la oportunidad tantas veces soñada. Un día consiguió que le admitieran
gratis en la barquilla del globo de los hermanos Godard, que administraban esa especie de
ritual de los tiempos modernos llamado bautizo del aire, en el Hipódromo, en la plaza de
L'Étoile. "Y heme allí en el aire -escribe el futuro Nadargozando a pleno pulmón de esta
sensación de voluptuosidad infinita y única que produce la ascensión". Sin embargo la vuelta
al suelo solía ser menos emocionante. Félix, que terminó haciéndose adoptar por el equipo
Godard, conoce los aterrizajes en noches oscuras, bajo fuertes tormentas y en pleno bosque;
en tejados desfondados, en medio de motines de campesinos armados con horcas y
remolques; en praderas separadas por setos espinosos. Pero también conoce el desembarco
novelesco en el césped aristocrático de un castillo, la hospitalidad risueña de los dueños,
encantados de esa visita por lo menos inesperada.

Por muy emocionantes que fueran estos aterrizajes, planteaban una pregunta que Nadar
hizo a Godard a partir de sus primeras experiencias: "¿Cree usted en la posibilidad de dirigir
sus globos?" La respuesta había brotado definitiva y sin vacilación: "¡famásr'. De aquí en
adelante, ya sabe Nadar -y no dejará de repetirlo en sus escritos- que el globo, al que debe
las mejores horas de su vida, no tiene ningún porvenir Sólo una máquina voladora más pesada
que el aire, será dueña del cielo. El gran objetivo de Nadar será la construcción de "un algo
más pesado que el aire" que imagina como un especie de helicóptero movido por una
máquina de vapor. Pero para construir este sueño hace falta dinero, mucho dinero, y Nadar
no conoce más que un medio para hacer fortuna: organizar paseos en globo, en un globo que
pueda llevar cuantos más pasajeros sea posible. Así que, con la ayuda de los Godard,
construirá un enorme globo, descomunal, un verdadero ómnibus aéreo, del que cuenta la
historia en un libro que rebosa de ingenio, Les mémoires du Géant.
El Gigante contenía 6.000 metros cúbicos de gas y podía llevar a treinta personas en una
barquilla, auténtica casa de mimbre que pesaba 3.000 kilos.
Desgraciadamente, el Gigante no conocería más que dos viajes. El primero -el domingo 4
de octubre de 1863- acabó modestamente en Meaux. Salto de pulga para tal mastodonte.
Quince días más tarde, en presencia de Napoleón 111 y del rey de Grecia, otro intento. ¡Esta
vez es la aventura! Una fuerte brisa suroeste se lleva al Gigante y a sus pasajeros a toda
velocidad hacia Bélgica. La noche está helada pero exaltante. Para saber si el globo sube,
baja o se mantiene a la misma altitud, se observa la posición de las banderolas de papel
blanco sujetas en el cordaje. A la mañana siguiente, bate el récord de recorrido en globo, ya
que sobrevuela Alemania entre Bremen y Hannover. Pero la cuerda que permite abrir la
válvula de escape del globo se rompe. Imposible maniobrar para aterrizar normalmente.
Demasiado desinflado para proseguir el camino, pero todavía demasiado inflado para tomar
tierra, el globo empieza a dar brincos
fantasticos y asesinos, sembrando a sus desgraciados pasajeros por la landa "hannovriana".
La loca carrera termina en un río en el que se hunde la barquilla, como una nasa para
cangrejos, con sus últimos ocupantes, Nadar y su mujer.
El globo le daría a Nadar una gloria menos discutible a lo largo de la guerra de 1870. El 17
de septiembre, los parisinos se dan cuenta de que se les ha cortado cualquier contacto con el
exterior. Ha sonado la hora de la aerostación. La hora de Nadar. Enseguida organiza una
compañía de "aerosteros". El 23, en Montmartre, en la plaza St. Pierre, da la señal de "soltadlo
todo" al Neptuno, que toma vuelo con 125 kilos de correo para aterrizar unas horas más tarde
en Craconville, cerca de Evreux. A lo largo de los cinco meses que duró el sitio, 64 globos-
correo abandonaron la capital, llevándose en total 64 aeronautas, 91 pasajeros, 365 palomas
mensajeras y 9.000 kilos de documentos. Cinco globos cayeron en manos de los alemanes,
otros dos se perdieron en el mar. Las palomas mensajeras tenían que volver a París cargadas
con mensajes destinados a los sitiados. Pero cada paloma sólo podía llevar un mensaje de un
gramo como máximo.
El inagotable Nadar encontrará el medio para multiplicar casi al infinito tan endeble
rendimiento. Se acuerda de una fotografía microscópica -un milímetro de lado- en la que los
visitantes de la Exposición de 1867 habían podido distinguir un grupo de 450 diputados.
Encuentra al autor de este procedimiento -René Dagron - y lo manda por globo a Tours con
todos sus pertrechos de microfotografias. En adelante, cada paloma que emprende vuelo hacia
P arís se lleva en un tubo de pluma 18 películas de colodión que tienen cada una 3 por 5
centímetros y reproducen lo equivalente a 16 folios de un texto impreso a tres columnas;
50.000 mensajes reducidos cada uno a medio gramo más o menos. En París, cada película era
colocada en el soporte de imágenes de un microscopio fotoeléctrico, proyectada con una
ampliación grande en una pantalla, y transcrita por un equipo de copistas.
No era la primera vez que Nadar tenía oportunidad de unir sus dos pasiones, la fotografía y
los viajes aéreos. En 1858 realizó la primera foto aérea de la historia, a 80 metros por encima
de Petit-Clamart, lo que no suponía poco mérito, porque, dado el estado de la técnica de aquel
entonces, había que fabricar in sito -por lo tanto en la barquilla del globo, y por supuesto
resguardada de la luz- la placa de colodión que tenía que utilizarse húmeda y revelarse
inmediatamente después de la exposición.
Si los viajes aéreos de Nadar ya no son más que pequeña historia, sus retratos fotográficos
permanecen como testimonios insustituibles de su época y son obras maestras indiscutibles.
Sin duda le habría asombrado esa inversión de los valores. Como muchos de sus sucesores
famosos, -Man Ray, Brassai, Cartier-Bresson, Klein-, Nadar llegó a la fotografía a través de la
pintura, o más exactamente por lo que a él se refiere, por el dibujo. Periodista e ilustrador,
había imaginado fotografiar a las personalidades de su época, para luego, sin abusar de su
tiempo, poder esbozar a lápiz su caricatura con toda tranquilidad. En su origen, la fotografía
no era para él más que la sirvienta del dibujo. Pero poco a poco el dibujo se volvió inútil. El
panteón Nadar, concebido en principio como una colección de caricaturas, llegó a ser un
álbum de fotos.

Por su taller de la calle St. Lazare, y luego por el del Boulevard des Capucines, desfiló la
Europa de los famosos, desde Liszt hasta Delacroix y desde George Sand hasta Bakunin. Para
algunos, la operación encerraba algo maléfico y fascinante. Dominando terrores, fue como
Balzac se hizo daguerreotipar entre los primeros de su época, por el año 1842. Enseguida, la fértil
imaginación del genial novelista le había proporcionado la explicación metafísica de tan
misteriosa operación, y Nadar tuvo, por dos veces, la oportunidad de escuchar cómo Balzac
desarrollaba su extraña teoría. Según el autor de La comedia humana, cada cuerpo en la
naturaleza está compuesto de series de espectros en capas superpuestas al infinito, foliáceas y
en películas infinitesimales. Por lo tanto cada fotografía es la "monda" (la peladura) de una de
estas capas -la más superficial - y su aplicación de plano en una placa fotográfica. Por lo tanto,
para cada cuerpo fotografiado y en cada toma hay una pérdida evidente de uno de sus
espectros, es decir, de una parte de su esencia constitutiva, lo cual es una prueba temible...
Michel Braive -uno de los mejores conocedores de Nadar- ha subrayado, con razón, el escaso
interés que éste parecía conceder a la fotografía de exteriores. Este gran aventurero -en el
sentido más noble de la palabra- no tenía nada de cazador de imágenes. Si realizó la primera foto
aérea de la historia, fue con la esperanza de hacer fortuna, al aplicar el procedimiento a la
cartografía y a los trazados catastrales. Pronto dejó a otros la explotación de esta nueva técnica.
Por otra parte, fue el primero en utilizar la luz artificial en fotografía, pero su serie de clichés
sobre los alcantarillados y las catacumbas de París no tuvo continuación. No se tiene más que
una foto de él en la barquilla de un globo. La realizó en su estudio con una barquilla diminuta,
colgada de una viga. En 1886, hizo la primera entrevista fotográfica al efectuar una serie de
tomas del físico Chevreul, la víspera de su 101 cumpleaños, mientras contestaba a sus
preguntas sobre el arte de llegar a ser centenario. Pero en sus retratos, nunca intentó dar la
ilusión de "reproducido del natural". La vida intensa que irradia de la mayoría de sus retratos
emana de la mirada, de la expresión sosegada, de la personalidad ex clusiva del sujeto, jamás del
gesto y menos aún del decorado. A pesar de todas las tentaciones por lo pintoresco, Nadar
parece haber elegido, de buenas a primeras, algo fundamental que otros muchos -y esto hasta
hoy en día- harían tras él: sólo el rostro humano le parece digno de ser fijado sobre la película.
Murió en 1910 después de tener la alegría de escribir a Louis Blériot para felicitarle por
haber cruzado el canal de la Mancha en "algo más pesado que el aire".

Emile Zola, fotógrafo

Agosto de 1888. Emile Zola está de vacaciones en Royan. Allí está su editor, Charpentier, el
grabador Desmoulin, y, con unos primos, su mujer Alexandrine, que se ha traído a su
costurera, Jeanne Rozerot, una muchacha de veintiún años que no para de cantar. El alcalde
de Royan, Fredéric Garnier forma parte del grupo. Es él quien iniciará al escritor a una nueva
moda, la fotografía.
Zola tiene 48 años, el principio de la vejez en aquellos tiempos. Como es hombre
meticuloso, no ignoramos nada de su corpulencia: cien kilos, ciento catorce centímetros de
cintura. Es mucho para un hombre de un metro setenta. Su carrera literaria, que empezó
veinte años atrás con Teresa Raquin, estuvo marcada por etapas triunfales, La curée, El vientre de
París, La taberna, Nana, Pot-bouille, El paraíso de las damas, Germinal, La tierra. Es el primero, el
número uno de las letras francesas desde la muerte de Victor Hugo acaecida tres años antes.
Él lo sabe.
Lo que no sabe es que la vida le reserva más sorpresas. No puede sospechar -él, que
desconfía de la política como de la peste- que diez años más tarde, al publicar Yo acuso en
L'Aurore se va a arrojar a lo más profundo del "asunto Dreyfus" y a atraerse los peores odios.
Pero en aquel mes de agosto de su madurez, Jeanne Rozerot va a reservarle otro
descubrimiento, el del amor. Se había casado diez años antes con una mujer mayor que él,
Gabrielle-Alexandrine, que no podía tener hijos. Zola, que rendía el culto a la fecundidad,
sufría en silencio. Sin embargo fue un buen marido, dedicado por completo a su obra, en la
que volcó ardores eróticos intolerables para un público de bien. Y de repente llega esta Jeanne
Rozerot -como una rosa y un junco, diría él- con sus canciones, su risa y su figura a la Greuze
(según diría él también). Pero, además, una di cha nunca llega sola. Al mismo tiempo que el
amor, otros dos descubrimientos, que concuerdan a las mil maravillas con sus aventuras,
convertirían aquel verano del año 1888 en algo memorable: la bicicleta y la fotografía.
Amar a jeanne. Montar en bicicleta con Jeanne. Fotografiar a jeanne. Conclusión: pierde
veinticinco kilos. Esto es tanto como decir que vuelve a ser un muchacho.
Jeanne, la bicicleta, los niños, los amigos, el hermoso libro publicado por Francois-Emile
Zola y Massin' ilustran estos temas y algunos otros
más, París, la exposición de 1900, Inglaterra (donde tuvo que exiliarse desde julio de 1898
hasta junio de 1899). En total 480, de los 3.000 clichés más o menos que Zola dejó; casi
tanto como las páginas que comprende su obra escrita.
Como era de esperar, el mundo de la fotografía se arrojó sobre este libro con una única
pregunta en la mente: ¿Alcanza la grandeza del Zola novelista, el Zola fotógrafo? ¿Tiene un
lugar en la historia de este arte, entre Nadar, Eugéne Atget y Demachy? Para los que
aprecian y conocen la fotografía, la respuesta sin lugar a dudas es no. Con el espíritu
metódico y el empeño que le caracterizaban, Zola llegó a ser un excelente técnico de la
fotografía. Tuvo unas diez máquinas -de las cuales cinco siguen en manos de Francois-Emile
Zola-. Instaló tres laboratorios de prueba y de revelado. Es verdad que la mayoría de sus
placas son terriblemente negras, y por haber hecho yo pruebas originales de sus obras,
puedo decir que para revelar estas placas hace falta tener paciencia. Pero pienso que él no
sobreexponía tanto. Es más bien la película la que ha ennegrecido con los años. Además, es
indiscutible que el libro de Massin es apasionante y debe figurar en todas las bibliotecas.
Primero, porque unas imágenes que tienen casi un siglo son siempre interesantes: cualquier
documento que nos restituye los rostros y los paisajes de un mundo tan cercano, pero
desaparecido para siempre, es muy valioso para nosotros. Pero, sobre todo, estas fotos nos
revelan un aspecto nuevo e importante -aunque secundario- de la vida de un hombre de una
importancia considerable.
Lo cual no quiere decir que una obra artística -fotográfica o notenga que ser creadora. Un
gran fotógrafo tiene una visión propia que constituye la firma de sus obras. Mire cien fotos de
Weston, de Brassai, de Cartier-Bresson o de Boubat. Supongamos que le traen otra más, la
centésimo primera, que usted ve por primera vez. La colocará sin la menor duda en la obra
del artista a la que pertenece. Habrá reconocido el mundo que el autor lleva en sí y que
proyecta donde sea que vaya. He viajado con grandes fotógrafos. En todas partes -en Japón,
en Canadá, en África, en Francia- he visto cómo brotaban del pavimento, de las ciudades o de
la arena de los desiertos unos rostros, unas escenas, unos paisajes que se les parecían, que
eran suyos. Sólo les faltaba pulsar el botón. ¿Fue cuestión de suerte? Claro que no. Se tiene
suerte una vez, dos veces, a lo sumo tres. Pero no todos los días, varias veces al día. Éste es
el misterio de la creación.
Nada parecido ocurre en Zola. Su uso de la fotografía no es muestra de creación. A mi
parecer, era muestra de una doble frustración que queda por definir.
Primero recordemos que nació en París en 1840, pero que cursó todos sus estudios en
Aix-en-Provence. En el colegio de Aix, su mente algo lenta y su acento parisino son fuente de
vejaciones por parte de sus compañeros. Un forzudo le toma bajo su protección, un duro de
pelar, un año mayor, que sí es de por allí. Se llama Paul Cézanne. Fue el principio de una
profunda y larga amistad que conocería momentos tormentosos. Como ha escrito Armand
Lanoux 2, Paul sería El gran Meaulnes de este endeble Alain-Fournier. Pero la vocación de
Cézanne era la poesía, la de Zola el dibujo. Más adelante intercambiarían sus ambiciones.
Pero no está prohibido pensar que siempre hubo en Zola "un pintor frustrado". Se vería en
1886, con la publicación de su novela La obra que se inspira en la vida de Cézanne. Zola no
creía en el éxito de su amigo. Escribe: "Paul podría tener el genio de un gran pintor, pero
nunca tendrá el genio de llegar a serlo". Y más adelante: "Paul Cézanne en el que uno puede
descubrir los rasgos geniales de un gran pintor fracasador". Extraño y apasionante equívoco
que se instala entre estos dos grandes profetas del siglo xix, y que llegaría hasta la ruptura de
su amistad. No cabe duda de que Zola tenía cuentas pendientes con la pintura, y que la
fotografía se benefició de esta deuda. Porque las fotos de Zola son más una muestra de ese
arte impresionista que no practicó, que de la novela social en la que llegó a ser un maestro.
Zola fotógrafo habría podido ser la sombra del Zola novelista, y podríamos haber encontrado
entre sus clichés "el dossier" en imágenes de la zona minera (Germinal), del mercado central
(El vientre de París), del mundo campesino (La tierra) o de los ferrocarriles (La bestia humana).
Pero nada de eso existe. Zola fotógrafo no investiga sino que contempla, ama. Le fascinan los
jardines, las aguas, los rostros. Para él, la fotografía responde a una función de celebración.
Y aquí es donde interviene la segunda frustración a la que aludíamos. El novelista quiso
apasionadamente a jeanne Rozerot y a los dos hijos que tuvo con ella, Denise y Jacques. Pero
esa ternura no podía ser feliz porque se trataba de una familia adulterina. "La división de esta
doble vida que me veo obligado a vivir acaba por desesperarme", escribió. Una foto
desgarradora nos lo muestra en el balcón de su casa de Médan, enfocándoles con un
prismático, en dirección a Cheverchemont, donde había instalado a sus tres amores para el
verano. Dedica su novela El doctor Pascal a jeanne "la que me ha dado el real festín de su
juventud y me ha devuelto mis treinta años al regalarme a mi Denise y a mi Jacques". Hay
unas escenas lamentables. Avisada por una carta anónima, Alexandrine irrumpe en el piso
de la calle St. Lazare donde su marido ha instalado a jeanne y rompe las cartas de él que
encuentra. Y por supuesto, lucha con la torpeza más insigne para recuperar al infiel. Pero
reconozcamos que no le faltó ni
valor ni generosidad ya que, una vez muertos Emile y Jeanne, y sola con los niños, los
adoptó para que pudieran llevar el nombre de su padre.
En Lewis Carroll la fotografía hacía las veces de contacto físico con las niñas que eran su
gran pasión. En Zola hace las veces de vida en familia... Retrata con empeño -casi podríamos
decir con glotonería- a una Jeanne Rozerot en la que vemos cómo se va abriendo paso con los
años una hermosura algo fofa, y a dos niños cuyos semblantes a veces apenados, reflejan las
fastidiosas sesiones de tomas de vista, a menudo marcadas por los arrebatos de ira del
fotógrafo. ¡Pues menudo asunto hace cien años, el de "sacar" una foto!; y sin embargo, el
academicismo de estos retratos es flagrante. Tal vez Zola demuestre cierta originalidad al
adoptar a veces, para los retratos de Jeanne, el ángulo "tres cuartos espalda" que despeja la
oreja y realza la nuca. Pero en general, se conforma con el grupo frontal más convencional. Es
que para él la fotografía no es un terreno virgen donde explorar e inventar al mismo tiempo -
como lo es el dominio literario-, sino un instrumento dócil para atrapar y recordar; en fin, un
ojo y una memoria. Si Zola escribe con su cerebro y con su imaginación, con su corazón es
con lo que saca sus fotos.

1. Hoëbeke/D.A.A.V.P, 1990.
2. Armand Lanoux, Bonjour monsieur, Zola, Giraste, París, 1978.
Un americano en París: Man Ray

Cuando Man Ray desembarcó en París en medio del chin-chin-tatachín del 14 de julio de 1921,
le precedía una fama que, después de cerrarle las galerías de pintura neoyorkinas, había de
abrirle las del dadaísmo parisino. Le había influenciado un joven pintor francés que vivía en
Nueva York, Marcel Duchamp, cuyo Desnudo bajando una escalera había estado de moda en la
exposición Armory en 1913. Desde aquel entonces Duchamp fingía despreciar la pintura. Se
dedicaba al ajedrez o construía extrañas máquinas hechas con paneles de colores montados
sobre un eje que ponía en movimiento un motor, auténticas esculturas móviles, las primeras de
su género. Como ya sabía que todos los medios valen para expresarse, Man Ray había expuesto
bajo el título Autorretrato un lienzo que llevaba la huella de su propia mano rematada por dos
timbres eléctricos y un botón. También había inventado la pintura con aerógrafo. En lugar de
intentar pintar contornos precisos, pegaba en su lienzo esténciles que protegían las superficies
que no se pintaban. Por fin había superado la especie de horror sagrado que la fotografía
inspiraba, entonces, a los pintores. Después de fotografiar sus propios lienzos para catálogos y
prensa, se le ocurrió que era posible pintar con una máquina de fotos del mismo modo que
algunos 'pintores de antaño, e incluso de hoy, fotografían con pinceles.
Se entiende que el joven americano fuese acogido en Montparnasse como a uno de los suyos
por Francas Picabia, Paul Eluard, Philippe Soupault, Tristan Tzara y por todos cuantos hervían
con ellos en la gran olla dada de donde pronto saldría el surrealismo. Man Ray llevaba consigo,
en todos sus viajes, un pesado baúl lleno de cuadros, lo que le había ocasionado algún que
otro contratiempo en las aduanas. Breton, Aragon y Eluard patrocinaron la primera exposición
de Ray Man en la galería de Soupault cerca de Los Inválidos. En el último momento, Man Ray
añadió un objeto típicamente dada que llamó Regalo: una vieja plancha cuya superficie inferior
estaba erizada de clavos de tapicero. El objeto desapareció el día de la inauguración, pero
Soupault, sospechoso número uno, negó ser el autor del hurto. El éxito en sociedad fue
brillante pero el fracaso comercial indiscutible. En todo caso, Man Ray se ganó a un nuevo
amigo, un extraño hombrecito de unos cincuenta años, locuaz, de perilla

blanca y quevedos, bombín y paraguas negro, que parecía un empleado de pompas fúnebres o
de banco. Era Erik Satie.
Pero había que vivir, y ya que sus cuadros no se vendían, Man Ray se inclinó por la
fotografía. Lanzado por Cocteau, recibido por Paul Poiret, adoptado por Picasso, Braque y
Derain, apoyado por Anna de Noailles y el conde Etienne de Beaumont, llegaría a ser el
fotógrafo de una sociedad y de una época incomparables, la única y auténtica "belle époque"
de nuestro -recién pasado- siglo.
Fotógrafo-pintor, Man Ray fue a la vez testigo y uno de los protagonistas de un movimiento
especialmente rico y cuyas repercusiones han llegado hasta hoy. Como fotógrafo, supo
mantener suficiente distancia como para describir y juzgar la corriente a la que estaba
íntimamente unido como pintor. Su libro de memorias' rebosa de anécdotas y de revelaciones
de aparente trivialidad. En ellas nos codeamos con Paul Poiret en su lujoso palacete de la calle
Saint-Honoré, rodeado de su brillante cohorte de modelos, como un dios oriental refinado y
epicúreo; Picasso resuelto a dejar de pintar porque una sentencia de divorcio le obligaba a
abonar a su ex mujer el producto de sus cuadros; Picabia que inauguraba su nuevo coche
deportivo, largo, bajo, de color azul celeste, con un trozo de parabrisas delante del volante,
intentando demostrar cómo su largo bloquemotor de aluminio de ocho cilindros,
aparentemente sencillo hasta lo ridículo, era más hermoso que cualquier obra de arte. Y luego,
sobre todo, está Kiki de Montparnasse, con quien viviría Man Ray durante años. Durante tres
días, había posado para Utrillo. Entre las sesiones, él bebía vino tinto, se emborrachaba y le
ofrecía una copa, pero cuando ella intentaba ver el cuadro, la apartaba. Sólo podría verlo una
vez terminado. Cuando por fin pudo mirar al otro lado del caballete, vio que había pintado un
paisaje. Varios días antes, Kiki había ido a ver a Soutine y, como sabía que apenas tenía para
comer, le había llevado pan y arenques. Al entrar le invadió un hedor espantoso: un trozo de
buey y unas verduras que Soutine llevaba varios días pintando se estaban acabando de pudrir
encima de la mesa. Por amor al lujo, Kiki se pasaba horas en la bañera, o también,
arremangada, guisaba platos que le recordaban su Borgoña natal. Al final ella también se
puso a pintar e hizo obras "naïf" pero cargadas de audacia, e incluso retratos, como el de
Eisenstein que el director de cine le compró enseguida. Al morir Kiki en un hospital, todos los
antiguos de Montparnasse fueron a depositar flores en su tumba.
Pero Man Ray nos invita a ir más allá de la "pequeña historia". Encarna una experiencia
capital que se renueva de generación en generación desde 1830 y de la que nos ofrece algo
parecido a una versión surrealista: el encuentro de la fotografía con la pintura. En una obra
brillante, André

Vigneau recuerda la especie de pánico que se apoderó de los pintores cuando la fotografía
empezó a calar hondo hacia 1840. En la cumbre de su fama, Ingres dio la medida de su
desasosiego al exclamar: "¿Quién entre nosotros sería capaz de tal fidelidad, de tal firmeza
en la interpretación de las líneas, de tal delicadeza en el modelado? ¡Qué hermoso es esto
de la fotografa!... ¡qué hermoso, pero no hay que decirlo...!". En cuanto a Horace Vernet, al
volver de la academia donde se había anunciado el descubrimiento de la fotografía,
declaró sin dudarlo: "Ha muerto la pintura". Y, en efecto, la fotografía mataría cierto tipo de
pintura. Primero es la pintura de batalla, precisamente la de Horace Vernet, género capital
al que debemos más de una obra maestra, género tan tradicional que, en 1939, el
ministerio de la Guerra seguía nombrando, en conformidad con el reglamento, a un
"pintor oficial de batalla" que tenía que instalarse en el frente de la dróle de guerre con sus
pinceles, su paleta y su caballete.
Por otra parte, también el retrato fue mortalmente golpeado por la aparición de la
fotografía -y en primer lugar la miniatura-, que desapareció casi por completo. Se entiende
por qué, al confrontar algunos retratos fotográficos de Nadar con el retrato de los mismos
personajes hecho por un pintor en la misma época, la inutilidad de la pintura irrumpe con
una evidencia brutal.
Una vez superado el primer momento de estupor, llegó un fuerte contraataque por
parte de la pintura. Baudelaire -su más virulento portavoz- escribe: "En materia de
pintura y de estatuaria, el credo actual de la gente de la buena sociedad, sobre todo en
Francia, es éste: creo en la naturaleza. Creo que el arte es y no puede ser más que la
reproducción de la naturaleza... y un dios vengador ha cumplido los deseos de esta
multitud. Daguerre ha sido su mesías. Y entonces esta gente piensa: ya que la fotografía
nos da todas estas garantías deseables de exactitud, el arte es la fotografía. Desde ese
momento, la sociedad inmunda se abalanzó, como Narciso, para contemplar su tosca
imagen en el metal". Sin embargo, conviene recordar que también Baudelaire se precipitó
al taller de Nadar con el fin de conservar su imagen para las futuras generaciones.
Pero después de la guerra fría, parece que se instaura una especie de coexistencia
pacífica. Da la impresión de que la pintura convive con su temible rival. Incluso sabe
sacar provecho de la nueva situación y colmar las zanjas abiertas en su territorio hasta la
fecha inconcluso: la reproducción de lo real. Ya que en lo sucesivo, el realismo absoluto se
ve anexionado por la fotografía, el pintor se encarga de explorar las tierras vírgenes de la
composición y de la descomposición de lo sensible. Liberado de la esclavitud realista, se
dota de unos objetivos más sutiles, más exquisitos

que le llevarán al impresionismo y al cubismo. Incluso la fotografía le proporcionará algunas de


las claves de su nuevo reino. De repente brotarían los recursos del "enfoque", y de ello
Toulouse-Lautrec sacaría unos efectos sorprendentes, mientras Seurat se inspiraría en el grano
de los clichés subexpuestos para inventar el puntillismo. La reconciliación se consumaría
cuando se les ocurriera a algunos pintores que una fotografía, sacada o no con este fin, puede
servir de "modelo" perfectamente e incluso de soporte encima del cual se aplicarían
directamente sus colores. Así la usaron Degas y Utrillo.
En esta perspectiva es como hay que entender a Man Ray. Haciendo tabla rasa de todas las
clasificaciones y desde luego de todas las jerarquías, plantea como un principio que un pincel y
una máquina son herramientas intercambiables -y en sí mismas indistintas - de la creación
artística. En esa lógica no se deja impresionar más por su relativo fracaso como pintor que por
su deslumbrante éxito como fotógrafo. En él, el pintor ha hecho al fotógrafo unos favores
semejantes a los que la fotografía había hecho a la pintura medio siglo antes. Desarticulando
las máquinas, maltratando las leyes de la óptica, trastornando las reglas de la química
fotográfica, utiliza sucesivamente la granulación, la sobreimpresión, el revelado negativo, el
relieve, y, además, inventa la solarización. Pero seguramente, con sus "rayografias" (palabra
sacada de su propio apellido) es como mejor manifiesta su rechazo a la rutina. Al exponer a la
luz una hoja de papel fotográfico, sobre la cual se han colocado diversos objetos -algunos
translúcidos- se consigue una fotografía esquemática, abstracta, llena de efectos inesperados,
que tiene para un surrealista el encanto paradójico de haber sido hecha sin máquina
fotográfica.
Jamás fue Man Ray tan feliz como cuando conseguía sembrar la confusión entre el dominio
de la pintura y el de la fotografía, por ejemplo, realizando en negro y sepia un retrato al óleo de
Marcel Duchamp que todos toman por una foto, o también en algunos aforismos fulgurantes,
como cuando definió la pintura abstracta como "la ampliación de un detalle de la naturaleza".
Como yo tenía un despacho en Editions Plon, fui vecino mucho tiempo de Man Ray y de su
esposa Juliette, que vivían en un apartamento en el 2 bis de la calle Férou, a la sombra de las
torres de la iglesia SaintSulpice. Me acogía con amistad ese hombrecito encorvado, de ojos
interrogadores detrás de sus gruesas gafas y que parecía salir como de un museo surrealista
lleno de objetos insólitos y de lienzos obsesivos. Su curiosidad seguía al acecho, pero no se
sabía qué dosis de ironía se mezclaba con el entusiasmo cortés con el que saludaba los
inventos de sus

jóvenes colegas. ¿Cómo asombrar a Man Ray? La última vez que le vi, le pregunté que a qué se
dedicaba últimamente. Me enseñó unas miniaturas de una delicadeza sorprendente que
parecían pinturas sobre marfil y que no eran sino fotografías en color realizadas según un
procedimiento de su invención.
Murió el 18 de noviembre de 1976.
1. Man Ray, Autoportrait, Robert Laffont, París, 1964.

2. André Vigneau, Une Irme histoire de l'art de Niépce á nos jours, Robert Laffont, París, s.d.

El oscuro lirismo de Bill Brandt

Acurrucados en lo alto de una escombrera, unos mineros en paro rebuscan trozos de


carbón que van echando en bolsas. Una anciana se cepilla los dientes encima de un orinal.
Dos criadas, con cara de odio, tocadas con cofias blancas de cintas plisadas, montan
guardia ante una mesa sobrecargada de cristalería de Venecia. Un aburrimiento envarado
domina este salón tapizado de felpa, donde se ven cuatro señores de esmoquin, una joven
sentada en un puf ante un juego de damas. Unos chiquillos corren al fondo de una calle
resbaladiza dominada por una columnata de chimeneas de fábrica que van vomitando
hollín. Sombras de una isla: es el título que ha encontrado Michel Butor para el libro de
fotografías de Bill Brandt publicado por Editions Prisma. Por supuesto, la isla es Inglaterra.
Enseguida se adivinan intenciones polémicas, algo como un arreglo de cuentas entre un
hombre y su propio país. He visto a Bill Brandt varias veces. Era un muchacho risueño,
algo así como "el eterno estudiante", frágil e irónico, al que su mujer prodigaba cuidados
infinitos. "Pero no, en absoluto, quiero a Inglaterra, es mi país", me dijo mientras comía
caramelos, "hay que mirar mejor mis fotografías". Miré mejor y, en mi opinión, he entendido
mejor. Como pasa con algunas personas, las imágenes de Bill Brandt ganan con el trato.
Conviene convivir con ellas. Dentro de dos, diez años, las comprenderé aún mejor. ¿Existe
mayor elogio para un arte que pasa por fugitivo y superficial?
Lo propio de Bill Brandt es hacer caso omiso de las alternativas más evidentes,
basándose en la fuerza de su intuición. Por ejemplo, la alternativa tristeza-alegría. Estas
sombras de una isla nos demuestran de manera indiscutible que al llevar el realismo hasta
el límite de su negrura, se puede desembocar en un lirismo cercano a la alegría. Porque
estas imágenes rebosan lirismo, es imposible dejarlo de lado. Estas escenas de la vida
íntima de la gentry de antes de la guerra vienen como aureoladas de cierto trasfondo de
nostalgia. A estos chavales, en el fondo del callejón negro, la belleza trágica de este paisaje
industrial les llevará enseguida al cielo. ¿Por qué? ¿Cómo? ¿Se puede invocar la eliminación
de los matices, de los grises? Bill Brandt, que revela él mismo sus pruebas, utiliza siempre
papeles de extrema dureza, de modo que los blancos y los negros se entrechocan en una
sinfonía deslumbrante y al final tónica.
Pero este tipo de explicación técnica es muy limitada. Es mejor mirar otra vez y abandonarse a
la impresión de grandeza que se desprende de estas imágenes. Esta grandeza alcanza una
dimensión cósmica en los paisajes de la isla de Skye, esculpida por la erosión de los glaciares,
y en los páramos asolados de Yorkshire. En Skye volvemos atrás, a la noche de los tiempos,
cuando la tierra estaba "aún mojada y tierna después del diluvio" y destruida por las huellas de
los pies de los gigantes. Ya no hay nada humano en aquellos terribles páramos donde la vida
no se manifiesta más que por algunos huevos moteados, colocados en el hueco de una roca. En
Yorkshire, la casa de Emily Bronté es azotada por las ráfagas de viento de las Cumbres
borrascosas. La silueta de una vaca en el claro de luna, las manchas claras de un rebaño de
ovejas entre las rocas megalíticas, una mariposa monstruosa empalada en las ramas de un
árbol muerto nos recuerdan que el hombre ha pasado por allí antes de desaparecer, sin duda,
definitivamente.
En 1945 la carrera de Bill Brandt dio un rumbo decisivo al comprar en una tienda de
segunda mano cerca de Covent Garden una Kodak de madera sin obturador, que utilizaba
Scotland Yard en el siglo xix, para sacar fotos de las habitaciones donde se había cometido
algún crimen. Concebida para este fin, la máquina tiene una abertura angular y una
profundidad de foco igualmente fantásticas que arrastran deformaciones ópticas
impresionantes. Durante quince años, Bill Brandt aprendería la fotografa con esta herramienta
prehistórica, esforzándose por asimilar su lenguaje, con el fin de usarlo mejor para sus propios
objetivos. Independientemente de la máquina que utilizaría luego, le quedaron para siempre las
lecciones de aquel mentor de un género nuevo.
Aquellos años de investigación desembocaron en 1961 en un libro de fotos que salió bajo el
título Perspectivas sobre el desnudo. Por su homogeneidad, por su riqueza y su rigor, este libro
imposible de encontrar -y que fue además un fracaso comercial - es uno de los libros de
fotografías más importantes publicados hasta hoy. Levantó polémicas en los medios de la
cámara oscura. Por primera vez el artista sacaba un provecho sistemático de cierta infidelidad
a lo real, la exploraba en todas sus implicaciones, la desarrollaba como el tema de una fuga de
Bach. Se habló de foto abstracta, de formalismo, de juego gratuito. Pero todas estas
acusaciones caen por sí solas si uno acepta considerar que a pesar de la fragmentación que el
autor impone a las formas, con total libertad, los valores materiales, sin los cuales no hay
fotografa válida, no sólo se respetan sino que incluso se afirman con una insistencia obsesiva.
Se pueden contar las ranuras del entarimado, se siente la seda áspera de los sofás, la felpa de
los sillones, la frialdad lisa de los espejos y de los cristales. En los exterio-
res marinos, los cantos rodados tienen peso, el aire huele a olor marino, e incluso se
oye el fragor de las olas que se precipitan en el caracol de un enorme oído, abierto en
primer plano. Pero sobre todo aquí esta la carne, con sus arrugas, su vello, sus poros y
el variado grano de la piel. Parece que por un sentido admirable del equilibrio de los
valores, Bill Brandt se ha sumido tanto más profundamente en la materia como cuanta
más libertad se tomaba con las formas. Devuelve centuplicado el realismo en
profundidad, lo que le había negado al nivel de las líneas y de su juego.
Parece que los grandes fotógrafos se clasifican por sí solos en dos familias cuya
visión y cuya meta son totalmente distintas. Los primeros lo esperan todo de lo
instantáneo "reproducido del natural" y cosechan aquí y allí unas imágenes que dan
testimonio de la condición humana. Atget es su antepasado, Cartier-Bresson su más
famoso representante contemporáneo y las fotos de Robert Capa una de las cumbres
de su arte. Los otros anhelan la eternidad a través del instante. El retrato, el desnudo y
el bodegón son su territorio. Edward Weston es el maestro de esta casta cuya tradición
prosiguen, en Francia, Sudre, Brihat y Clergue. Es obvio que Bill Brandt pertenece a
esta línea. Pero en este caso, como en otros, este demonio de hombre sabe ir más allá
de esta alternativa. Porque, único representante de su especie, baja a la calle y hace
reportajes a su manera sobre el paro en 1930, la dolce vita de la flor y nata londinense o
los bombardeos de 1940. A su manera, claro está, pues a estos mineros, a estos
aristócratas, a estos londinenses amontonados en el pub, los trata como desnudos, como
bodegones. Y seguramente es lo que da su fuerza y su firmeza fascinantes a estos
documentos auténticamente "sacados de lo real".
Nadie discute que Bill Brandt sea considerado "el más grande fotógrafo inglés". Pero
conforme vas recorriendo su obra, te asalta una duda: ¿realmente se ha dicho todo
sobre Bill Brandt? Tal vez falte por decir la última palabra.

Jacques Lartigue, el sabio de las imágenes

La tradición literaria nos ha acostumbrado a la imagen del niño en perpetua ruptura con su
medio familiar y social. A veces su felicidad se desarrolla en una salvaje libertad que le
confiere su indigencia -Gavroche, Mowgli-, o al contrario, le aplastan las obligaciones del
cuerpo social privilegiado al que pertenece (Les malheurs de Sophie, El pequeño lord Fauntleroy).
Pero, en general, nos gusta admitir que el niño pobre es más feliz que el niño rico.
Los recuerdos de niñez de Jacques Lartigue trastornan esta convención. Vemos, ¡oh
sorpresa!, cómo un niño se las arregla a las mil maravillas con una vida de príncipe. Porque
lo tiene todo este niño, jardines, criados, coches, aeroplanos. Es probable que sea uno de los
primeros -estamos a principios del siglo xx- en practicar el esquí, el deporte del automóvil,
la fotografía o el cine de aficionado.
A decir verdad, merecería la pena examinar desde muy cerca la vida de Jacques Lartigue,
época por época, porque encierra, difuso y bajo mil formas, un secreto; el secreto por
excelencia, el de la felicidad. Intentemos coger infraganti esta extraña y maravillosa facultad.
Primero se observará que tiene un sentido innato de las alegrías sencillas, inmediatas,
modestas. Para un rico ¿existe algo más difícil que disfrutar de los placeres gratuitos? No
cortar de raíz, por un desprecio estúpido o por un descuido obtuso, los dones de cada día.
Amar la vida es amar por la mañana el olor a café y a tostadas. Es maravillarse de una
mancha de sol en la alfombra, del canto del gallo o del suave raspar del rastrillo del jardinero
por la gravilla de los senderos. Quizá esto no se encuentre de manera explícita en las páginas
de las Memorias de J. Lartigue 1, pero flota en su espíritu. Y ya que hablamos de espíritu,
observemos que cuanto más sencilla es la alegría -el aire fresco de la mañana, el resplandor
del atardecer, el olor a tierra mojada después de la tormenta, la sonrisa efímera de un niño
desconocido, el leve roce de un gatito contra la pierna-, más translúcida resulta en presencia
de Dios. Se habla de la "fe del carbonero". Al observar a Jacques Lartigue, preferiría hablar de
la fe del florista, del pastelero, del pajarero.
Me parece que nadie como él sabe disfrutar sin segunda intención de lo que le regalan y
sabe olvidar lo que le niegan. Lamentar, envidiar, ven-

fiarse... imposible. No sólo sabe dar -rara cualidad- sino que también sabe recibir, facultad
aún más escasa. "Durante nuestros años de vacas flacas, yo solía decirle a Florette que ya
que no teníamos con qué pagar el yogur o la fruta de la cena, tanto peor, vayamos a cenar a
Maxim's. Allí, en cuanto llegábamos, alguien nos invitaba".
La admiración es un estremecimiento de vida y de calor que se añade a la simple
observación. No nos olvidemos que la raíz de la palabra significa: asombrarse. Admiración =
amor + asombro. Es el amor con una frescura que brota y se embelesa. Y nada más fácil que
suscitar la admiración de Jacques Lartigue. Enséñele algo auténtico, una mujer, una fruta,
un paisaje. Enseguida admira. Pero, ¡cuidado!, su admiración es comunicativa, y no sólo para
usted sino que la irradian la mujer, la fruta o el paisaje, y les da al mismo tiempo un destello
inesperado, haciéndolos precisamente admirables. Y esto se encuentra en la fotografía o en la
pintura que hará luego. En realidad, todo cuanto toca se vuelve flor.
Este frescor que magnifica, esta disponibilidad para las alegrías sencillas nos llevan a
hablar de primavera. Cada año, la naturaleza festeja a Jacques Lartigue. Esto se llama
primavera. Él la espera con fervor, como algo merecido, y cuando empieza, se dispone a
instalarse en primera fila y no perderse nada. Sus fotos más hermosas irradian una luz de
mañana de abril; y fue uno de los primeros en utilizar la película en color.
A este respecto, apuntaremos la peculiar función de sus `juguetes" preferidos: la foto, el
automóvil, el esquí, la pintura. Siempre son instrumentos de apertura hacia el exterior, de
conquista de las cosas, de la gente o de los paisajes. Sus pasiones son pasiones claras,
enriquecedoras, mientras que las pasiones negras -el juego, el alcohol, la droga- provocan
rupturas, desconexiones, dimisiones. Tres palabras que no existen en el vocabulario de
Jacques Lartigue: evasión, vacaciones y retiro.
En cambio, una nueva palabra se presenta con toda naturalidad a quienes le ven:
juventud. Con motivo de su primera exposición de pintura en Nueva York, un periodista le
preguntó: "¿No será usted el hijo del famoso fotógrafo de mujeres de 1900?". Claro está, no
podía sospechar que el "famoso fotógrafo" tenía ocho años cuando hacía aquellas imágenes
inolvidables. En aquella época, dijo a su padre, que entonces tenía 35 años: "Intenta vivir
otros diez años más, porque así podremos morir juntos". Precisemos que su padre viviría
hasta los noventa y seis años.
Desgraciadamente el mundo es malo, y nadie está a salvo de las peores pruebas. A pesar
de todo, las páginas del diario de Jacques Lartigue fechadas en 1914-1918 podrían llamarse
"del buen uso de la guerra". Como muchos otros, también él quiso cubrirse de gloria.
Jacques Lartigue, que ingenuamente seguía el impulso patriótico general, fue rechazado de
las
filas del dios Marte. La junta de clasificación -a la que se presentó en la misma hornada que
Maurice Rostand- rechazó a este chaval de 1,80 m que pesaba 52 kilos. (Sesenta años más
tarde aún no había tragado la humillación. Me dijo: "He engordado dos kilos desde aquel
entonces. ¿Crees que les valdría ahora?".) Al final iría al frente, como Cocteau, con el
uniforme de camillero. Entre tanto cogió el sarampión, y su madre le leía en la cama cuentos
de Zola. Luego recuperó su fuerza física jugando al tenis. Rodó una película "patriótica" con
Jacques Feyder, con un uniforme de teniente inglés firmado por Burberry's. Pintó mujeres
desnudas en el taller Julian, calle del Dragón, sedujo a jovencitas gracias a su B. B. Peugeot.
Tocado con una media de seda, recibió el bautismo del aire en el caza inglés Sopwith, el
aparato más rápido de aquella época. Le operaron de apendicitis. Pero el colmo de aquellos
tiempos heroicos fue su primera gran aventura, digamos la palabra, la pérdida de su
virginidad, más patriótica todavía que su película, ya que para ello eligió a Marthe Chenal,
famosa cantante e intérprete "oficial" de la Marsellesa durante la guerra.
Pertenece a la raza misteriosa de los grandes de la fotografía que se define por el poder
inexplicable de suscitar coincidencias, chiripas, encuentros increíbles, en los que el azar
cobra tanto menos parte cuanto que estos milagros no dejan de ocurrir a su favor, y sólo a su
único favor. Un día, Lartigue estaba en mi jardín con su máquina de fotos en la mano. Yo
asomo la cabeza por la lumbrera de la buhardilla. En ese instante, dos palomas blancas se
posan en el canalón, una a la derecha, otra a la izquierda de mi cabeza. Francois
Reinchenbach ha publicado un libro de recuerdos. En la portada figura un admirable retrato
de un niño de seis años: el autor es Jacques Lartigue. Pregunta: ¿Por qué a Lartigue se le
ocurrió en 1927 sacar una foto de este niño? La escena transcurre en Arles donde se
inaugura, en el museo Réattu, una exposición de fotografias antiguas. En el grupo de
invitados notables que van recorriendo las salas, se oye la risa de Lartigue. Se detienen ante
una foto de Eugéne Atget (1856-1927) en la que se ve a un público de niños fascinados por el
guiñol del Jardín del Luxemburgo. De repente una exclamación: "¡Pero si somos mi hermano
Maurice y yo!".
Es Jacques Lartigue. Se asoma hacia la imagen. Por puro milagro, allí hay una lupa. Así
que uno de los mayores fotógrafos del siglo xix había sacado casualmente -¿pero era casual?-
a uno de los mayores fotógrafos del siglo xx. Se forma un corro. Confrontan las fechas. Todo
parece concordar. Más adelante se comprobará de forma definitiva y casi policíaca: la oreja de
Maurice -muy visible- es bastante característica. Se volverá a comprobar en otras fotos, sin
lugar a duda. Jacques tenía entonces cinco años ya que la foto de Atget tiene la fecha de 1899.
La carita que

se distingue en el documento amarillento de Atget recuerda otro rostro regordete,


despabilado, lleno de gracia y de ingenio: el del Petit Gibus en la película La guerre des
boutons y de Bébert et l'omnibus. Nada extraño. Este joven actor se llama Martín Lartigue, y es
el nieto de Jacques. Hoy en día es pintor y hombre de teatro. Un pura sangre no sabría
mentir...
Durante el otoño de 1974, se vio de repente cómo la foto de Jacques Lartigue
prosperaba en todos los periódicos, semanarios y pantallas de televisión. Es que lo había
elegido el nuevo presidente de la República para hacer su retrato oficial, el que adornaría,
entre otros lugares, los 32.000 ayuntamientos de Francia. Admiremos de paso esta sabrosa
paradoja: al hacer la foto del presidente Giscard d'Estaing, es su propia cara la que se ve
por todas partes. Pero no se conoce impunemente a este maestro de la felicidad. Desde esa
foto histórica, tiene mesa franca en el palacio del Elíseo. Con o sin máquina de fotos.
Después de Marthe Chenal, Valery Giscard d'Estaing es quien cae bajo el encanto del niño
mayor de ojos azules y de rizos blancos. No podía elegir mejor. Esperemos para bien de
Francia que lo vea a menudo y que lo mire bien 4.

1. Jacques-Henri Lartigue, Mémoires sans mémoire, Robert Laffont, París, 1975.


2. Jacques Henri -Lartigue, Les Autochromes deJ.-H. Lartigue 1912-1927, Herscher, París, 1980. 3 . Francois Reinchenbach, Le

monde a encore un visage, Editions Stock, París, 1981. 4. Escrito en 1975.


Herbert List, fotógrafo del silencio

En primer lugar conviene recordar el lugar aparte que ocupa Hamburgo, su ciudad natal, en
Alemania. Poderosa ciudad hanseática, capital del norte, puerto cosmopolita, volcado hacia los
países anglosajones, Hamburgo es la antítesis de Múnich. El hamburgués mira por encima del
hombro hacia las provincias del interior, con sus pesados dialectos campesinos, y más aún
hacia este sur católico en cuyas cervecerías se desarrollaron Hitler y el nazismo; no le va nada
el famoso Blut und Boden (sangre y tierra), doble obsesión de la ideología racista a la cual
opone gustoso el espíritu y el mar.
Después, conviene recordar la generación a la que List pertenecía. Nacido en 1903, está en
plena adolescencia cuando tiene lugar el desastre de 1918. La historia añade su peso
formidable a la embriaguez iconoclasta y a la "liquidación de los valores paternos" propios de
la crisis de los quince. Yo sé con qué júbilo dionisiaco, un chaval en plena rebelión
adolescente, asiste al derrumbamiento de su país y ve cómo ponen patas arriba y del revés
sus instituciones y su "moral": yo tenía quince años en 1940.
La Alemania que se viene abajo en 1918 es la de Guillermo II, una civilización industrial y
puritana que encuentra su equivalente y su modelo en la Inglaterra victoriana (a fin de
cuentas, Guillermo era nieto de la reina Victoria). Aquí vive la gran burguesía con sus bancos
y sus fábricas, en unos interiores asfixiados por cojines y colgaduras, humillada por el tratado
de Versalles, asustada por los sublevados de Kiel, arruinada por las reivindicaciones sociales.
Su propia juventud la escarnece, ya que la considera responsable del caos reinante. Esta
juventud se encierra sobre sí misma en una especie de secta de veinteañeros que se llaman a
sí mismos wandervógel (pájaros migratorios). Grupúsculos anarquizantes, con su prensa, su
literatura, sus citas, que recorren andando, con una guitarra como único equipaje, los
bosques, los arenales y las montañas. Estos pájaros migratorios tendrían sus descendientes:
los hippies...
Como había ganado la guerra, Inglaterra tenía un retraso de una revolución con relación a
Alemania. Conviene leer el testimonio de Stephen Spender, un joven inglés, amigo de Herbert
List, que se plantó en su pequeña sociedad en 1929. ¡Qué deslumbramiento ante esta
juventud solar, esta beautiful people que cultivaba la belleza del cuerpo, el nudismo,
el arte riguroso! Su principal fuerza era una especie de narcisismo aristocrático. Herbert List
era quien conducía el juego, aunque contrastaba con esta sociedad nórdica por su pelo negro,
sus ojos oscuros, las ventanas de sus narices abiertas y sus gruesos labios. Decían que su
aspecto era como el de un "azteca" y recordaban que tenía sangre brasileña. Por su cultura
cosmopolita, su libertad de pensamiento, su anchura de miras, List está a sus anchas en el
Berlín de los años veinte donde conviven la Bauhaus, el expresionismo, el teatro de Max
Reinhardt, la música de Kurt Weill, el cabaret de Klaus y Erika Mann. El negocio familiar de
importación de café le proporciona un desahogo económico y le permite hacer viajes
admirables por Latinoamérica y Estados Unidos.
Algo muy típico, Herbert List evoluciona desde esta profusión extremada hacia un
ascetismo progresivo mediante una sucesión de negaciones y rechazos. Primero, según
parece, se aleja de la literatura e incluso de la palabra. Quita los libros de su cabecera y
cultiva con sus amigos una especie de comunión en el silencio. Más adelante, renuncia al
dibujo. Se define como un "hombre sin atributos" según el título de la novela de Robert Musil.
En él hay algo de dandy, de eterno ocioso.
Aprendió la fotografía con Lyonel Feininger que, a su vez, procedía de la arquitectura. Al
final fue en el terreno de la fotografía donde Herbert List dio lo mejor de sí mismo. Pero se
sitúa en el lado opuesto al "testimonio". No esperen de él imágenes "sacadas de lo real" o
espontáneas. Es el anti -Cartier-Bresson, el anti-Capa, el anti Family of man, exposición de 503
fotos "humanistas" organizada por Edward Steichen después de la ü Guerra Mundial. Más
bien se reconocería en las experiencias y provocaciones de Man Ray a las que suma, además,
el culto a la belleza clásica. Una de sus obras mayores -cuya aparición se aplazó con la
guerra- es un homenaje a Grecia, sus piedras, sus paisajes, sus cuerpos. En el fondo, List
habría sido, tal vez, el fotógrafo que hubiera llegado a ser Cocteau de no haberse volcado en el
cine.
Fotógrafo del silencio y de la inmovilidad, List destaca en el retrato. Pero raras veces capta
el resplandor de la sonrisa o la expresión fugitiva que atrapa al vuelo (excepto en el caso de
Somerset Maugham). Es el fotógrafo de la meditación, del examen interior, de la angustiosa
espera. Cada uno de sus retratos intenta huir del tiempo que destruye para alcanzar una
eternidad que se escapa. La serenidad no es su cometido. Obra como un virtuoso con estos
accesorios angustiosos que exaltan la carne a la vez que la niegan: la máscara, la mordaza, el
espejo, el maniquí.
Como ya sabemos, Herbert List tenía quince años cuando el tratado de Versalles. Ahora
hay que añadir que tenía treinta cuando Hitler se apoderó del poder. Su adolescencia había
sido fecundada y exacerbada por
el fin de un mundo. La flor de su juventud se vio truncada por la llegada del in Reich. Claro
está, List no estaba comprometido políticamente. Había sido uno de esos intelectuales
alemanes que consideraban que Hitler era realmente demasiado ridículo como para que lo
tomasen en serio. Además, ¿qué lugar podía tener una libertad tan feroz como la suya en
un Estado totalitario? Y por otra parte, el terror nazi se desencadenó ante todo contra estos
dos pilares de la civilización occidental: el judío y el homosexual. Dos razones más para que
List fuese considerado como el enemigo del nuevo régimen.
Alemania, esta máquina de hacer genios, fue destrozada por el nazismo, su guerra y su
derrota. Luego volvió la vida, primero tímida, por encima de los montones de ruinas.
Herbert List, el fotógrafo del silencio, bebió en una nueva fuente de inspiración en esos
monumentos derrumbados, esas calles desfondadas, esas estatuas fulminadas. Nada más
conmovedor e instructivo que esta última adaptación de su genio particular a las nuevas
condiciones que le ofrecían las miserias de la guerra: el esteta refinado, enamorado de la
arqueología y de la antigüedad, "adoptando" las nuevas ruinas, la arqueología en presente,
las ciudades de su patria destruida.
Por supuesto se puede pensar que estas fotografías de la Alemania año cero son la parte
más notable de toda su obra, porque la "ruina moderna" le ha aportado, de modo
paradójico, lo que siempre le había faltado: el contacto directo con la realidad . Pero en mi
opinión esto sería hacer poco caso de la reivindicación del absoluto inseparable de cualquier
creación. Sin duda el contacto con la brutal realidad histórica, su elevación a la potencia
artística constituyen una conquista fundamental de la búsqueda de Herbert List. Pero,
sobre todo, veo en ello el éxito brillante de un difícil término medio. Más exaltantes me
parecen las cumbres alcanzadas justo antes de la guerra por algunas de sus naturalezas
muertas. El pez rojo de Santorin, las sillas de Sunion, y, tal vez todavía más, las gafas de
sol del lago de los Quatre Cantons, nos llevan hacia unos abismos de silencio de donde no
se vuelve jamás. Estas imágenes pertenecen a la muy escasa categoría de las que tocan lo
absoluto.

Un naturalista desenfadado: Jean-Philippe Charbonnier

Un hombre compra un billete de lotería y gana el gordo. Se hablará de casualidad. Si juega y


gana otra vez dirán que ha tenido suerte. Si juega sin parar y sigue ganando, habrá que
encontrar algo más. Hará trampas.
Ante una foto de Jean-Philippe Charbonnier, al "lector" se le ocurre: si me hubiera
encontrado allí, con una máquina de fotos, habría hecho lo mismo. Después de ver veinte,
treinta, cien fotos tan sorprendentes las unas como las otras, se ve obligado a buscar otra
cosa. Porque todos lo hemos experimentado. Hoy en día todo el mundo viaja y saca fotos. Uno
solo vuelve con unas "Charbonnier" en su caja de imágenes: precisamente él. ¿Entonces?
Comparación no es razón, y, sin embargo, quisiera abordar el misterio mediante una
analogía. He visto cómo trabajaba Charbonnier. También he visto a un ebanista, a un criador
de pollos, a un pescador de línea. La misma palabra se presenta bajo mi pluma para expresar
las diversas admiraciones que estos hombres me han inspirado: connivencia. Connivencia del
hombre con la materia, aunque sea viva. Connivencia del pulgar del ebanista con la tijera, y
de uno y otro con la madera frutal de la que sacan una. viruta fina como el papel y de perfecta
regularidad. Connivencia de la mano del criador que atrapa el ave con un aparente y brutal
desenfado pero en el que el pollo se entrega sin resistencia, y con una confianza ciega, a este
abrazo que siente como secretamente acolchado por una inmensa sabiduría. Connivencia del
río con el pescador que se ha integrado en el paisaje. Ha encontrado su lugar, el previsto
desde toda eternidad entre el sauce y la orilla, y si pesca y mata es lo mismo que cuando la
libélula roza el agua y el sol declina en el horizonte. E incluso connivencia de Charbonnier con
la ciudad, con la orilla, la casa de campo, con el transcurso de las cosas que le entregan su
reflejo, como el río entrega su pez al pescador. Hay una manera carbonera de acercarse al
"sujeto" que lleva a éste irresistiblemente, a entregarle la única imagen marcada -claro está-
con un sello invisible: JPC.
Y tan poderosa es esta incitación que, en última instancia, la imagen que se ha presentado
dócilmente y que por un accidente fortuito no ha sido recogida, podrá volver a surgir más
tarde y en otro lugar, como si estuviera condenada a vagar, huérfana, hasta encontrar el lugar
que le
corresponde en el "mundo" de Charbonnier. Por ejemplo esta mujer musulmana con velo,
que lleva una máquina de coser sobre la cabeza (hermosura plástica de esta silueta insólita,
humor, imagen surrealista, porque a lo mejor le creció en la cabeza esta máquina, de tanto
soñar con ella). Pues esta mujer estaba en una primera cita en Marruecos. Cita fallada, ya
que aquel día Jean-Philippe Charbonnier había salido sin su cámara. Nueve años más
tarde, se presentaría de nuevo, pero esta vez en Kuwait como si la mujer hubiera tardado
todo ese tiempo para cruzar de oeste a este el continente africano. También habría que
apuntar casos de leitmotiv, como esta viejecita que Charbonnier encuentra idéntica a sí
misma, de lustro en lustro, por todos los confines de Francia, a la cual, a lo mejor, no ve
más que en sus "contactos", porque suele sacarla de manera maquinal, inconsciente...
Otra comparación para avanzar algo más. Un amigo mío es el donjuán más perfecto. Sus
conquistas no se cuentan, lo cual es una manera de hablar, ya que lleva una cuenta
escrupulosa como hacía don Juan por otra parte. Mucho tiempo lo he observado y acabé
por decirle: "¿Cómo lo haces? No eres ni guapo, ni brillante conversador, ni rico y tu fama
es detestable. ¿Por qué no se te resiste ninguna mujer?".
-"Muy sencillo, me contestó. No soy deportista. No busco la dificultad. Al contrario, huyo
de ella como de la peste. Todo mi arte consiste en localizar a la mujer que no se resistirá. Y
sólo intentarlo con ella. De allí mi constante felicidad".
A la luz de este ejemplo, se me ocurre que Charbonnier -perfecto seductor de
espectáculo- no se aventura con su máquina más que cuando su instinto le avisa que hay
imagen encerrada, es decir que hay algo "a lo Charbonnier" en el aire. Aquí nos topamos
otra vez con el pescador que no lanza la caña de pescar sino en el remolino abundante en
peces.
Es evidente que las comparaciones pierden algo de su fuerza ante la extrema vari edad de
los temas de jean -Philippe Charbonnier. Este trotamundos está por todas partes: en su
casa, por lo que se ve, en las carreras de Epsom, en un psiquiátrico, en una medina
marroquí, entre los bastidores del "Folies-Bergére", o en el humilde interior de las viviendas
sociales. Entonces el juego consiste en buscar y definir el punto común de todas las
imágenes que ha firmado, o sea, este sello JPC del que hablábamos.
Primero apuntemos que, salvo contadas excepciones, se mantiene fiel al humilde
realismo de los orígenes de la fotografía. Las investigaciones formales no son su cometido,
sino para demostrarse a sí mismo, de vez en cuando, que domina al dedillo la técnica. Así
que hay realismo, y un realismo duro que no se echa atrás ni ante lo cruel ni lo sórdido.
Pero esta
fidelidad no es una esclavitud. En cada imagen de Jean-Philippe Charbonnier, uno
permanece sensible a una distancia insuperable que se cuela entre el fotógrafo y su sujeto.
Un refrán alemán recomienda, en caso de cenar con el diablo, que se use una cuchara de
mango muy largo. Jean-Philippe Charbonnier no se deja nunca deslumbrar por el sujeto.
Su primer reportaje fue justo después de la Liberación y trataba de la ejecución de un
colaboracionista. ¡Dura prueba para un principiante! Jean-Philippe Charbonnier confiesa
que le ayudó la intromisión de su cámara entre la horrorosa escena y su propia cara, como
una máscara, como un escudo. Parece que nunca se ha olvidado de esta primera lección.
Naturalista, seguro, pero naturalista desenfadado. Jean -Philippe Charbonnier creció en una
familia de pintores, en un medio de artistas. De buenas a primeras, la influencia de sus
orígenes no es visible en él, y menos mal. Pero en profundidad, se ha quedado con un
sentido de la libertad creadora que le salva de una fidelidad literal a lo real, y que hace que
un soplo de espíritu recorra toda su obra.
Edouard Boubat o la paz de Dios

Su tarjeta de presentación lo definirá profesionalmente como "gran reportero internacional", y


es verdad que esta obra íntima y serena nació en la India, en China, en Portugal, en Estados
Unidos, en el África negra. Boubat es uno de nuestros fotógrafos contemporáneos que suman
el mayor número de kilómetros recorridos en cuarenta años. Pero uno buscaría en vano en su
obra imágenes de guerras, de hambrunas, de seísmos o de epidemias. Mientras que el
reportero fotográfico tradicional nos conmueve fácilmente, al mostrarnos a hombres o a
mujeres enajenados, fuera de sí por la desgracia, a niños hambrientos, casas derruidas,
tierras inundadas o quemadas, Boubat tiene el don, según parece, de que a su alrededor
reinen la paz y el equilibrio. Es el reportero por antonomasia de los lugares donde no ocurre
nada. Nada para la mirada burda y brutal del viajero en busca de sensaciones, pero su ojo
sabe escuchar, y oye, y nos permite oír cómo crece la hierba, cómo amanece, cómo crece el
niño y cómo corre lento y majestuoso el gran río de la vida.
Precisamente Boubat nos recuerda que una cara no es más "interesante" si es tumefacta o
pustulosa, que un cuerpo no es más fotogénico porque lo haya destrozado el hambre o la lepra
y que en total son más los hombres en el mundo que viven una vida sana y normal que los que
están hundidos en un infierno de sufrimiento. Lo feo es hermoso según decía Zola. Vale,
contestaba Hugo, pero lo bello aún es más bello. Sin embargo, en Boubat no se encontrará
rastro de amaneramiento ni de sensiblería, e incluso antes de la palabra ternura yo preferiría
para definirlo la palabra bondad, más fuerte, más viril.
Cada noche de la creación del mundo, nos dice el Génesis, Dios contempló lo que había hecho y
vio que aquello estaba bien. En los paisajes de Boubat hay algo de aquella mirada divina posada
como una bendición sobre el fin de un día creador. Ante sus imágenes, se nos ocurre la
palabra gracia, con toda naturalidad, y no podemos decir si hay que entenderla en su sentido
teológico o en el sentido coreográfico de lo inseparable, que es en su caso la belleza del gesto y
la bondad del cielo.
A la mirada del fotógrafo responde aquí -algo poco frecuente- la mirada del fotografiado.
Boubat no puede hacer nada sin el consentimiento de los seres, de los hombres, de las
mujeres, de los niños a los que

fotografía e incluso parece que sabe atraerse la secreta amistad de los animales y de las
cosas.
Los fotografiados de Boubat son incomparables por la nitidez de sus ojos en los cuales
siempre se lee una señal muy discreta de entrega y de confianza.
En efecto, Boubat no intenta hacerse olvidar, ser ese testigo invisible, sino que es el
vidente con el que sueñan ingenuamente muchos reporteros. Al contrario, quiere estar allí,
ser admitido, acogido, después de pactar un trato de amistad con aquellos de quienes desea
la imagen. En cualquier sitio por donde pase, desempeña el papel de una especie de
maestro de ceremonias de unos festejos alegres y fraternales, y en ninguna parte su genio
resplandece tanto como en las fotos de grupos. Frente a un equipo de trabajadores
rumanos, una boda en un pueblo armenio, una caravana que camina por un paisaje
escabroso del Alto Atlas, o una playa del océano donde unos pescadores están recogiendo
una red, él se parece a un maestro de baile que, con el gesto o con las manos huesudas de
pianista o de partero, favorece cuanta alegría bailarina cabe en los seres, incluso en los más
desfavorecidos, o en las cosas, incluso en las más ingratas.
En la Camarga, a orillas de una pradera inundada donde vagan caballos blancos, en un
cielo cerúleo donde pastan panzudas nubes blancas como la nieve, se yergue la silueta alta y
delgada de Boubat. Una racha de viento mistral inclina suavemente las hierbas acuáticas. Él
espera. ¿Qué? Sus manos llevan el compás de una orquesta invisible. La mirada azul recorre
su orquesta con autoridad: los caballos, las nubes, el viento suave, las cañas, una familia de
gitanos que surge de repente por el camino.
Se da la vuelta hacia mí, ya que adivinará que empiezo a hacerme preguntas y
pronuncia esta frase profunda y enigmática: Estoy esperando que se organice la foto. Pienso en
las palabras de Cocteau: "Ya que estas maravillas nos superan, finjamos que las
organizamos nosotros". Cocteau tendría que haberse dedicado a la fotografía. En cuanto a
Boubat, él es el organizador de las maravillas que saca. El mundo le obedece como obedecía
a Orfeo.
Alza la vista. Su larga nariz aspira el viento. Impone sobre todo las manos y poco a poco
los animales van formando un friso, una gitana levanta un brazo y arranca a bailar, los
niños se colocan a sus pies como angelotes de Giotto, las nubes se reconstruyen como en
una gran estación de luz... Boubat acerca a su cara una Leica desgastada y patinada como
un picaporte. Por fin, las manos hacen un gesto como para borrar lo que acaba de
componerse.
Para aproximarse al misterio de la creación fotográfica, es interesante reflexionar sobre
el doble sentido de la palabra inventar Claro que inven-
tar es crear, sacar de la nada. Pero también -según un sentido arcaico sólo usado por los
juristas- es descubrir algo que ya existía. El hombre que saca un tesoro en su jardín,
jurídicamente es el inventor de ese tesoro. El fotógrafo es un inventor según este doble sentido.
Pues lo que fotografía ya existía delante de él, si no ¿cómo lo habría fotografiado? Pero al
mismo tiempo, por una curiosa magia, impone su visión al mundo, incluso se podría decir
que le obliga a entregarle imágenes que, sin él, no habrían existido.
He soñado o -tal vez me hayan hablado de ello- con una tradición que existe desde hace
siglos en Japón y que se basa en la recogida de guija rros. Cuanto más genial o inventivo es el
recogedor, más idénticos entre sí serán los guijarros elegidos dentro de su variedad -aparición
de un estilo- imposibles de encontrar para otros que no sea él, y naturalmente bonitos. De
modo que así habría -colocadas en jardines con arte- unas colecciones características de
finales del siglo xiii y de principios del siglo xviii, que se pueden reconocer a primera vista -de
la misma manera que una capilla gótica o una porcelana de Sévres- y que se han vuelto
insustituibles aunque nada haya cambiado profundamente en las colinas áridas, las orillas
desiertas o las llanuras estériles donde los recogieron.
Sólo falta la mirada del recogedor, clave perdida para siempre de este peculiar invento. De
modo que el ojo de un gran fotógrafo desempeña, a mi parecer, el papel de una especie de
clave que permite descifrar un código cuando se pone a mirar una multitud o un paisaje.
Inventa sus imágenes en el doble sentido: las recoge y las crea.
En el terreno de la imagen, cada fotógrafo encarna, en relación con la imagen, un tipo de
hombre ejemplar. Algunos son cazadores y cogen la imagen por trampa o la detienen en pleno
vuelo con un "golpe de cámara". Otros son unos enamorados algo sádicos, que no se inmutan
ante el rapto o la violación. Otros también se hacen los chulos y la tratan como a una chica
sumisa y sencilla. Otros hacen como que la desprecian y la "atrapan" aparentando una
indiferencia totalmente conyugal. Otros por fin se ponen de acuerdo con ella, la componen, la
embellecen, le dan el último toque para ofrecérnosla como un ramillete arreglado con
delicadeza.
Me gusta imaginarme a Boubat como un pastor, el dulce pastor de las imágenes que
pastan a su alrededor, alta figura lenta y angulosa cuya sola presencia tranquiliza y sosiega.
En sus brazos largos y flacos, mece de modo imperceptible la más frágil, la recién nacida
antes de depositarla a nuestros pies.
Comentarios a dos fotos de Edouard Boubat

1. Las ventanas
Pensamos en un teatro o en un juego de sociedad: 3 x 3 = 9 ventanas de las cuales 4 están
abiertas y 5 cerradas con postigos. De estas 4 ventanas abiertas, 2 las ocupan parejas, 2 las
ocupan solteros. Los dos solteros parecen observar la ventana de la pareja de la derecha.
Añadamos para decirlo todo, que aparentemente se trata de un edificio de la alta burguesía.
La fachada está cuidada, las persianas están en buen estado. Unos frontones floridos
rematan las ventanas. En fin, hace buen tiempo y calor, a juzgar por cómo va vestida la
gente.
Los datos escuetos de esta imagen no van más allá. El lector es muy dueño de florear
sobre este esquema. Se nos ocurren unos "bocadillos" que podrían salir de las bocas de estos
6 personajes. En cuanto a mí, lo que me llama la atención es la peculiar calidad de las
relaciones de vecindad aquí presentes. En un ambiente más popular, los vecinos se conocen,
son amigos o enemigos. Sobre todo por el hecho de que los niños pelean, juegan, comen
juntos, o duermen unos en las casas de otros. En un medio burgués, como visiblemente es
este caso, no hay comunicación entre vecinos. Se codean, se observan pero se ignoran.
Situación paradójica hasta el absurdo, que ilustra perfectamente esta imagen.

2. El triciclo de reparto
El sabe que este cochazo será suyo. Gracias a su labia, su arrojo, su cara bonita, pronto
cambiará su carrito por un seis cilindros. Porque todavía no tiene la edad de la seguridad
social, del INEM, de los "trabajillos" y de los "restaurantes del corazón"'. En aquel tiempo -
hace 40 o 50 años- el pueblo llano de la propina hacía entregas a domicilio, limpiaba las
botas, llevaba el equipaje en las estaciones y acogía a los clientes de los grandes restaurantes
bajo esos grandes paraguas rojos. La propina -en francés literalmente "parabeber" (pourboire)
no se dice "paracomer" ni "paravestir"- era un regalo a cambio de un favor gratuito. Suponía
el conocimiento y el respeto mutuo de un código de cortesía. Establecía relaciones ambiguas
entre ricos y pobres y derribaba las barreras entre unos y otros.
¿Adónde vas pequeño repartidor con tu sonrisa y tu tocado de mozo de pastelero? Vas con tu
sonrisa por una sociedad que no es igualitaria, donde reina el desorden de los sentimientos y
la libertad de conquista. Vas a subir a una casa señorial y llamar al timbre de una puerta de
roble oscuro. Yte preguntas quién te va a abrir ¿la doncella cómplice o la señora enjoyada?
1. Restaurantes solidarios montados por Coliche. (N. de los T)

Denis Brihat, el imaginero del Luberon

"No soy poeta, soy versificador", decía Paul Valéry. En tal declaración no había sólo
provocación y rabia contra la imagen ridícula del poeta romántico que garabateaba un
poema sublime encima de la perilla del sillín, arrastrado por el viento de la inspiración.
Como yo también ejerzo, con toda modestia, la profesión literaria, saboreo toda la verdad de
esta visión puramente artesanal de un oficio manual -manuscrito = escrito a mano- que no
debe nada a los favores divinos. La artesanía del arte posee otro mérito: en su humilde
soledad mezcla estrechamente la vida cotidiana con la labor profesional. Artesano en casa,
el escritor, el dibujante, el grabador pueden -e incluso deben quizá- comer en la mesa de
trabajo y dormir en su taller. Pues ambas vidas se nutren recíprocamente: el arte saca
provecho del humus de lo cotidiano, y los amores de cada día se iluminan con los destellos
de la creación.
Si tuviera que buscar entre mis amigos al héroe puro de tal fusión, creo que el nombre
de Denis Brihat sería el primero en acudir a mi mente. Los campesinos del Luberon lo
vieron llegar hace ya más de cuarenta años. Había estudiado para reportero fotográfico en
París.
Le mandaron a la India, de donde volvió con una cosecha de imágenes admirables en
torno al tema de la aceptación y de la serenidad. Nada más alejado del ambiente de las
salas de redacción parisinas, que buscan con ansiedad lo "sensacional" de la actualidad,
como aquellas tierras lejanas donde no cuenta el tiempo y donde cada gesto de cualquier
hombre es semejante a un acto ritual. Denis Brihat comprendió que no había vuelta atrás.
Y si volvió a Francia fue para parar enseguida, con el material fotográfico debajo del brazo,
en una borie, una de esas casitas de piedra en las que los campesinos provenzales guardan
las herramientas. Nada más erróneo que la imagen de una Provenza bendecida por una
eterna primavera. Un mistral helador barre la planicie o bien un sol abrasador la quema.
Por supuesto, la borie de Brihat no tenía ni agua caliente ni luz. Para lavar sus pruebas,
sacaba centenares de cubos de agua de su pozo, o las dejaba en remojo en la fuente del
pueblo de Bonnieux. Hacer fotos, desde luego, pero también vivir. De modo que cuando iba
a por setas, se pasaba horas fotografiando su cosecha, que después le servía de cena. Hay
que decir que de su viaje a
la India volvió siendo vegetariano, un fotógrafo vegetariano, pues si bien Denis Brihat no se
priva de comer carne, es al mundo vegetal al que le pide toda la inspiración. Durante ese
período heroico, le oí varias veces quejarse de las múltiples tareas que le imponía su vida de
Robinson Crusoe sin su Viernes al lado: "Tengo más a menudo el hacha en la mano, la sierra o
la paleta que la cámara de fotos". Pero su soledad, algo monstruosa, es la que fue, sobre todo,
su inspiradora. Ningún gato o ningún perro le daban compañía. Durante un otoño se hizo amigo
de un lirón. Luego, con el refrescar de las noches, el lirón se durmió para el invierno y se
acabó. Nunca habla de ello Denis Brihat, pero estoy seguro de que algunas ideas de suicidio
habrán rondado a veces alrededor de su cobertizo de piedras superpuestas, como un túmulo...
Como fotógrafo de la naturaleza, encontró en el monte quemado que le rodeaba una fuente
de temas cuya riqueza le pareció inagotable. "Para que algo se haga interesante, escribió
Flaubert, basta con mirarlo mucho tiempo". Mirar mucho tiempo: éste es el secreto de Brihat.
Desde hace muchos años, este gigante algo miope sigue andando con la misma lentitud,
maravillado en medio de la flora provenzal, y si de repente inclina su cuerpo de leñador, es
hacia una umbela de euforbio, una corola de mejorana, el encaje de un liquen o una ballueca
que un caracolillo ha venido a entorpecer. Lo ínfimo es su reino, y no hay en ello ninguna
renuncia, ninguna dimisión ni repliegue sobre sí mismo por miedo a la realidad. Para decir la
verdad, Denis Brihat no es en absoluto modesto. Otros dan la vuelta al mundo cada año, y
preparan la maleta en cuanto se produce un terremoto o una revolución. Pero un retrato no es
más que la imagen fugitiva de uno de los millares de rostros humanos que hierven por la tierra.
Un paisaje no es más que una pequeñísima partícula de nuestro medio geográfico. Hay una
humildad profunda en los pasos de un Brassai, de un Cartier-Bresson o de un William Klein
que intentan descubrir escenas evanescentes, gestos fugitivos, expresiones efímeras de amor o
de miedo; que ilustran con menor o mayor intensidad la desgarradora insignificancia de la
existencia humana, surgida de la nada y condenada a volver a la nada.
Por el contrario, sospechamos que Brihat se dedica a echarse en brazos de orgías de orgullo
metafísico en la soledad de su monte bajo. Porque cuando amplía una rodaja de limón hasta
darle la dimensión de un rosetón de catedral, cuando aparta una semilla de acacia o una espiga
de espliego sobre un fondo neutro -fondo de nada- alza estos diminutos testigos a la potencia
cósmica, y sin duda alguna, es lo infinito lo

que pretende poseer, un infinito sustraído al desgaste del tiempo, un infinito eterno. Es así
como una pequeña manzana silvestre, completamente resquebrajada por la helada, gracias a
su objetivo llega a ser el planeta Marte o Venus o -¿por qué no?- nuestra misma tierra
colgada en el vacío sideral y que va rodando con su rostro tumefacto por los espacios sin
límites. Hay algo de Leibniz en este fotógrafo que escudriña la estructura íntima de una
cebolla o las carnes de una trufa partida con el sentimiento triunfante de echar una sonda
en las honduras abisales del ser.
Su humildad la vuelve a encontrar luego, en el estadio artesanal al que aludía antes,
cuando se trata de transformar lo que no es sino una foto en un cuadro o en un libro. A
fuerza de tanteos, ha puesto a punto una técnica para enmarcar y para encuadernar, con el
fin de ofrecer a los escasos clientes que conocen el camino de su retiro cuadros o libros de
tirada limitada de una asombrosa perfección en su ejecución. Con una paciencia de chino,
seca, pega, estira, estarce, desbarba, pone títulos, barniza, numera. Y cuando ya está
vendido el "cuadro", realiza delante del comprador una operación que escandaliza a sus
colegas: destruye el negativo correspondiente, garantizando así el carácter único de la obra'.
¿Volverá a temas "humanos"? Antes hablaba de ello como de una eventualidad poco
probable. Supongo que se acordará de una anécdota lejana. Una amiga le había mandado, en
un sobre de celofán, unas cejas que acababa de depilarse. ¡Qué imprudente gesto de burla!
Enseguida, Brihat las puso en la base de su ampliadora e hizo así una imagen gigantesca
gracias a la cual se complacía en ver el retrato abstracto, muy revelador, de su amiga. Esta
composición, hecha de arcos de círculos negros sobre fondo blanco ¿acaso no reproducía
todas las curvas -mejillas, senos, grupade un cuerpo moreno, acogedor y flexible? Cuando
exhibía este "retrato" delan te de un visitante, no se olvidaba nunca de mencionar además que
cada pelo, lejos de constituir un rasgo opaco, presentaba, bajo la violencia de la iluminación,
cierto aspecto translúcido que daba una idea de su anatomía interna.
A la entrada del pueblo de Bonnieux, Denis Brihat se ha construido una hermosa casa
donde vive con su mujer Solange y sus hijos Anne y Pierre. Esta felicidad construida lenta y
pacientemente salió de su cámara de fotos y de las minuciosas imágenes que pertenecen a
su vida. Los amigos de siempre, y también algunos transeúntes o forasteros, conocen el
camino empinado que sube hacia las inmediaciones de su huerto, de su vergel, de su
pradera. Antaño se decía de un niño trabajador y listo que era "bueno como un santo`. Me
ha intrigado mucho tiempo el paralelo hecho entre dos de las palabras más hermosas del
idioma humano. Claro,
había la rima, pero ¿cuál es la razón? La razón que emparenta la cordura con el arte de las
imágenes, tal vez, en esta casa rústica del Luberon, es donde h allamos su mejor ilustración.
1. En ¡ni primera exposición en 1962 con J.P. Sudre, éste había preconizado la tirada única. Como la fotograba no es, a priori,
un medio de multiplicación de las imágenes (eso es la imprenta) y que las nuestras estaban destinadas' a ser contempladas en
una pared, queríamos conseguir la mayor calidad posible sin tender a la cantidad. Pero nunca he destruido negativos. ¿Para
qué?... (Nota del fotógrafo Denis Brihat.)

2. En francés, "bueno copio una imagen", sage comme une image. (N. de los T)
Arraigo de Lucien Clergue
En 1971, al visitar las exposiciones organizadas en Nuremberg para celebrar el v
centenario de Albert Durero, me llamó la atención el comprobar cuan profundamente
solidario era aquel artista (es decir, que habl a una lengua comprensible para los hombres
de todos los países y de todas las razas) con su vieja Franconia natal y con su mágica
ciudad. Arraigado en su tierra y en su sociedad, inseparable de su época y de sus
contemporáneos, Albert Durero nos asombra por la universalidad de su obra -
especialmente de su obra grabada-, y su ejemplo nos sugiere retener en el análisis de un
artista pequeño, mediano o grande precisamente este grado de arraigo -o al contrario, de
desarraigo- como una de sus características pri ncipales. Lo contrario, es fácil de encontrar
-desde Vinci hasta Van Gogh -, artistas cuya vida no fue sino un largo deambular, un viaje
al fin de la noche para unos, de la luz para otros, de cielo en cielo, de horizonte en
horizonte, para dormir al final en una tierra ajena, a menudo inhóspita, a veces hostil. En
el mundo de los fotógrafos -tan parecidos a los grabadores- se suele pensar en los
reporteros, en los trotamundos, y entonces la categoría de los desarraigados parece
imponerse por sí sola. Esto es olvidar la otra cara de la fotografía, la de los Edward Weston,
o de los Bill Brandt, todos ellos hombres de tierra, sedentarios, que buscan más la
hondura que la extensión. Es obvio que Lucien Clergue pertenece a esta familia de
arraigados. Con él nos invade una parte del país de Arles, su ciudad con la plaza de toros,
su Camarga, sus salinas, las orillas de Santa María y del Grau. Pero podría entrarnos una
duda sobre el valor universal de una obra localizada con tanta precisión. El escollo de los
desarraigados es la abstracción, un juego formal sin carne ni calor. Al revés, el peligro para
los arraigados es encerrarse en el detalle, en lo anecdótico, en lo folclórico. Un país de
provincias fuertemente compartimentadas como Alemania tiene la riqueza de sus
petimetres -Spitzieg, Thethel, Thoma- deliciosos y encantadores, pero amanerados,
anticuados, de poco alcance y que no van más allá del testimonio de una época y de una
provincia.
Por el contrario, en cada uno de los ámbitos que ha tocado, Lucien Clergue parece
haber sabido sobrepasar los límites del provincianismo. Por supuesto que es de Arles, por
nacimiento y por vocación, y pocas veces ha sacado fotografías más allá de los cincuenta
kilómetros de los
Alyscamps. Pero los temas que le inspiran, la fuerza con la que los trata, le otorgan cada vez
más un amplio pasaje hacia lo universal. Por ejemplo, estos toros son algo más que los
protagonistas de un juego de ruedo limitado a las lindes de España. No se trata sólo de
imágenes de corridas. El toro de Clergue es la virilidad, la soledad, la muerte del monstruo-
gladiador agonizando en la arena la cual bebe su sangre y donde había quedado trazada la
sombra de su combate. Ni falta que hace ser aficionado a la tauromaquia para sentirse
aludido por el drama de sangre y espuma cuyas imágenes nos ponen cara a cara con la
verdad. Cada uno de nosotros somos este héroe negro que cae bajo los golpes de un destino
con traje de luces. Los desnudos marinos -la parte más popular de su obraestán aún más
cercanos, si es posible, a los grandes mitos universales que habitan nuestro inconsciente.
Cocteau lo escribió: Clergue ha sido testigo, con la cámara de fotos en ristre, del nacimiento
de Afrodita creada, y acariciada por última vez, por el elemento marino. Y hay que recordar
aquí que estas tres palabras fundamentales -mar, madre y materia- tienen una misma raíz
etimológica.
Por lo que a mí se refiere, mi preferencia va a la tercera parte de esta trilogía, la que
canta el légamo, el lodo fecundo, las aguas tornasoladas, las arenas locuaces, las heridas
infligidas a la corteza reseca por las flechas solares, el estallido del sol en miles de ídolos
trémulos y deslumbrantes. Veo en ello una vuelta a la materia virgen y blanda de antes del
Paraíso, cuando el Verbo se esforzó por separar la tierra y las aguas para que pudiera
nacer la vida. Hay como una inmersión en las profundidades del génesis: el eterno
femenino y la virilidad taurina constituirán etapas ulteriores, seguramente más humanas,
pero menos arcaicas, menos metafísicas, de este poema del ser escrito a grandes rasgos de
sombra y de luz.
Mi genial amigo Arthur Tress

El domingo 17 de abril de 1977, teníamos cita Arthur Tress y yo, en el aeropuerto de


Tánger. Él llegaba por avión de Nueva York. Yo desembarqué con mi coche, procedente de
Séte. Entonces empezó para nosotros un descubrimiento de Marruecos que permanecerá en
nuestra memoria como una de las experiencias más desconcertantes. Me daría cierto reparo
pretender que "conozco" Marruecos -como cualquier otro país, por otra parte-, pero en fin,
lo había visitado en ocasiones anteriores. También sabía que la presencia de un compañero
de viaje basta para dar otro color a los encuentros, los rostros y los paisajes que lo van
marcando. Con un gran fotógrafo, ya no es un matiz que se añada a otros, es la
reorganización a fondo de la realidad a la que uno asiste atónito. Había tenido la
experiencia en Canadá y en Japón con Edouard Boubat. Allá vi cómo nacían, bajo nuestros
pasos por Vancouver y por Kioto, unas escenas, unos personajes directamente sacados de
la obra de Boubat que conocía muy bien. Él mismo me dio un día la contraprueba de este
poder mágico. Una tarde, en Ottawa, me dijo: "Salgamos otra vez si quieres, pero estoy un
poco cansado. Ya verás, no ocurrirá nada". Y en efecto lo vi. Salimos otra vez a la
descubierta, pero el mago ya no tenía fluido, las cosas y la gente ya no obedecían a su
exhortación secreta para adoptar determinada postura, para formar figuras, e interpretar
escenas que fueran a lo "Boubat". La ciudad que recorríamos no tenía más estilo que si la
hubiese recorrido yo solo; yo, hombre sin genio fotográfico.
Así que con Tress en Marruecos, otro Marruecos aparecería ante mis ojos, un Marruecos
más conforme con el estilo de este joven judío neoyorquino cuyas fotos me habían
demostrado que tenía la fuerza de doblegar a sus visiones más disolventes los bajos fondos
de la ciudad más dura del mundo. Nos veo otra vez en Marrakech, ciudad enfervorizada,
almizclada, frenética, cínica, que toma al viajero por los hombros y ya no lo suelta. La
demasiado famosa plaza Djemaa-el-Fna hierve como un gran circo permanente con sus
asadores, sus malabaristas, acróbatas, bailadores, profetas, cuentistas, sacamuelas,
vendedores de kif o de amor. Veía cómo a Tress no le afectaba todo aquel pintoresquismo,
aquel despliegue demasiado fácil de horrores sublimes y de bellezas gesticulantes, y yo
sabía que algo iba a ocurrir, a la fuerza, para que cuajara el encanto. El milagro
surgió bajo la apariencia de un "colega" fotógrafo. Pero ¡qué fotógrafo! El escaparate de su
tienda parecía una jaula para fieras. Su especialidad: el retrato-sueño'.
Cuando se presenta un cliente, empieza por someterlo a un psicoanálisis a su manera.
Luego se pone al trabajo. Pinta un decorado con efecto, junta accesorios, proporciona al
cliente un traje, lo embadurna con maquillaje. Y ya eres la imagen de tus sueños secretos, tal
Al Capone tocado con un borsalino inclinado hacia el ojo, apuntando una ametralladora en
una calle de un Chicago sacado de la paleta de un Douanier Rousseau. O también, ceñido de
un taparrabos de falso leopardo, eres Tarzán hinchando los pectorales entre un león disecado
y una pantera de pan mascado, sobre fondo de bejucos y de helechos arborescentes. O un
pachá de las mil y un a noches, que reina, ataviado con sedas y joyas, entre un sin fin de
mujeres embriagadoras. Y todo esto es perfectamente serio, incluso grave, pues aquí no es la
feria, no se bromea con los sueños, estos dreams que llenan la obra de Tress y cuya analogía
etimológica con dramas no ha de olvidarse nunca.
Aquel día, Tress, investido por todas partes por su propio universo onírico, no hizo ni una
foto. No lo probó salvo una vez, en una de las escaleras de la Mamounia (era justo antes de la
modernización desmedi da de ese palace de encanto kitsch) donde intentó desquitarse. Se
trataba de retratarme, pero quería poner tanto de sí mismo que habría sido -en ese caso
como en otros- más bien un autorretrato. En un descansillo polvoriento, había topado con un
cactus pustuloso que estaba agonizando en esos parajes sin luz. Como sacara de sus
inagotables bolsillos una de esas caretas negras para dormir de día y un par de esos
auriculares que permiten escuchar música en el avión, me rogó que me pusiera la careta y los
auriculares y que con una extremidad del cordón hiciera como que auscultaba al cactus
enfermo. Pero era obvio, sea dicho de paso, que no sacaría foto alguna en Marrakech. Era
demasiado tarde. Dejamos la toma para el día siguiente. Luego nos olvidamos.
Tampoco se hicieron fotos en Casablanca, que nos enseñaría su cara menos grata. "Casa
la malquerida", la potentísima, la menos "típica" de todas las ciudades marroquíes, vivía
además bajo una amenaza grotesca y apocalíptica. Un chiflado americano, que pretendía
haber anunciado la terrible colisión ocurrida unas semanas antes entre dos Boeing 707,
acababa de publicar a bocinazos que un maremoto cubriría la ciudad aquella misma noche.
El gran hotel El Mansour no tenía más que dos clientes: Arthur y yo, y la charla que di
aquella tarde no tuvo más que un oyente, Arthur. Fuera, hacía gris y frío. Cerca del faro de
El Hank, una marea terrible aplastaba unas olas lívidas contra las rocas con un fragor de
true-

no. Un viento empapado abofeteaba con salpicaduras de olas tres edificios, viviendas sociales,
hechos de hormigón bruto, y sacudía en cada balcón guirnaldas de harapos negros y blancos.
Un puñado de muchachos morenos se entretenían mandando un balón contra la fachada de
uno de los edificios y los impactos sonaban como puñetazos. Había en el aire una brutalidad,
una desolación, una energía que herían y que oprimían el corazón.
Todas estas circunstancias perfectamente "tressianas" estaban llenas de imágenes que sólo
cobraron vida en las murallas de Rabat. Allá tuve que dejarle con una panda de adolescentes
nada tranquilizadores. Con su pinta tímida de estudiante de teología, Arthur Tress se las
apañó para amansarlos y ponerlos en escena e incluso enjaularlos como fierecillas; y todo para
lograr el encuadre y la composición que quería.
Abramos un paréntesis para plantear -y resolver- la eterna e ingenua pregunta: ¿es un arte
la fotografía?
Primero nos podemos preguntar por qué esta pregunta vuelve con tanta insistencia, cuando
a nadie se le ocurre plantearla cuando hablamos del grabado o del arte culinario. Es que sólo
hay arte donde hay creación, y quien dice fotografía, primero dice copia mecánica de la realidad.
Así que el fotógrafo no es más creador -por lo tanto artista- que es poeta el alumno que copia
una poesía en su cuaderno. No más que el dueño de un magnetófono, al grabar un cuarteto de
Schubert, es compositor de música.
Esto sigue siendo verdad para la inmensa mayoría de los fotógrafos. ¿Qué hacen todos estos
turistas de París y de Venecia? Sacan copias de la torre Eiffel y del puente de los Suspiros.
Nada de creación ni de arte en tal actividad.
Pero hay excepciones. Hay magos que consiguen crear, gracias a esta máquina de copiar
que es la cámara de fotos. Y la creación es tanto más llamativa, sobrecogedora, atronadora
cuanto menos disponible para la creación es a priori el instrumento. A esta asombrosa paradoja
lleva el caminar un trecho con Arthur Tress.
Les he dado algunos ejemplos marroquíes. Dos años antes, Tress había estado unos días en
mi casa del valle de Chevreuse. Vivo a diez minutos andando del castillo de Breteuil. Como
Arthur tenía la mañana libre, le indiqué el camino que lleva allí y yo me quedé en casa,
retenido por una cita. No esperaba nada del encuentro Tress-Breteuil. Hacía mucho que
conocía el estilo brutal y desoxidante de las fotos de..mi amigo. Admiraba el hieratismo helado
con el que sabía agravar escenas y paisajes que reflejaban crueldad y locura. Por supuesto,
había salido con la Hasselblad gran angular con la que sacaba todas sus fotos. ¿Qué iba a
pensar del castillo

de Breteuil, encantador, claro está, pero de un orden muy formal en medio de su jardín a la
francesa, aquel que siente predilección los solares y las escombreras de los suburbios
neoyorkinos?
Volvió dos horas más tarde, encan tado y embarrado hasta las cejas. Según me dijo,
acababa de hacer la mejor foto de todo su viaje por Europa. ¿Qué había ocurrido? Era muy
sencillo y a la vez perfectamente increíble. Acababan de vaciar el estanque mayor situado
frente al castillo. Chicos y chicas chapoteaban en un limo secular, agarraban a manos llenas
unas gordas carpas para ponerlas a salvo durante la limpieza; esta escena era observada por
unas estatuas manieristas situadas a lo largo de los senderos. Desde hace diez y seis años
que vivo en las inmediaciones del castillo, nunca había visto algo semejante. Al día siguiente,
subí a Breteuil. Todo había vuelto a la normalidad. Las carpas retozaban en un agua limpia.
Más tarde recibí la foto: el ambiente helado e insólito, la silueta del gran edificio vacío al
fondo, y en el primer plano este personaje despavorido y asexuado... Todos los atributos de
Tress se habían juntado en Breteuil de modo milagroso, en el tiempo que duró su paso por
allí. Esta imagen tiene un sello tan propio que parece haber sido hecha en el mismo
momento, en el mismo lugar y con el mismo personaje que he situado al lado (y que sin
embargo está separado por todo lo ancho del océano, ya que la hizo en Nueva York).
Pero ya basta de anécdotas y de circumdata. Ahora conviene intentar acercarse al meollo
en torno al cual giran todas las obras de Arthur Tress y que les da, dentro de su infinita
riqueza, un aire de familia innegable. Señalemos algunos temas fundamentales e
intentemos darles sus "cifras":
- La polución. Durante mucho tiempo el "higienismo" y el optimismo convencionales han
puesto en entredicho los "lados feos" de la vida y de la civilización. El depósito de cadáveres,
el matadero, el alcantarillado estaban condenados como algo indecoroso, que sólo atraía a
seres perversos o degenerados. Sin embargo, Hugo había empezado con Los miserables a
descubrir la herida, pero la universalidad de su genio le dejaba el campo libre. Sin embargo,
a Emile Zola le insultaron por haber tenido en cuenta esta ley fundamental en su obra: nada
se crea en la naturaleza o en la sociedad sin un mínimo de basuras. Entre los fotógrafos
contemporáneos, le hizo falta cierto valor a Lucien Clergue hace veinte años para empezar su
carrera profesional con imágenes de carroña medio digeridas por los lodos del Ródano. Es
cierto que cualquier obra de arte -que sea poesía, pintura o fotografía- también es
obligatoriamente celebración, porque cualquier creación implica amor. Ergo, la polución
descrita por Zola o por Tress es una polución secretamente amada, y eso será sin duda, por
ser levemente sospechado, lo que más profundamente subleva.
¡Pobre polución, calumniada de modo tan cruel! ¿Sabes que los hombres sienten por ti una
atracción inconfesable? ¿Sabes que admiran los reflejos tornasolados del aceite encima del
agua, las esculturas compuestas por el amontonamiento de las basuras domésticas -¡qué
hermosas llegan a ser nuestras ciudades cuando hay una huelga de basureros!-, los humos
pardizos que vomitan, en forma de coliflor, las chimeneas de las fábricas? ¿Quién no ha
respirado con deleite -en la autopista francesa del Sur, especialmente en los alrededores de
Feysin- las emanaciones sulfurosas que andan rondando en torno a las refinerías de
petróleo? Hace un siglo que los perfumistas mezclan aldehídos pútridos con sus perfumes
porque éstos parecerían sosos e insulsos a nuestras narices descarriadas si no evocaran más
que el olor a flor o a fruta. En este sentido, Arthur Tress ilustra este doble aspecto del artista
moderno: ha de decir inmundicia, pero como su palabra es creadora, diga lo que diga, es acto
de amor.
- El niño. Es el testigo privilegiado. Testigo: el que ve, que sabe, que recuerda. Pero
además: objeto que sirve de prueba, que padece las adversidades, que es el cuerpo del delito.
De todos los cuerpos de delito, el cuerpo del niño es el más encantador. El niño es el objeto
privilegiado del sadismo y de la necrofilia. Pero también es memoria y esperanza, pues
mañana a lo mejor, una vez hecho un ser fuerte, se podría vengar.
- La muerte. Asoma su hocico lívido en más de una de sus imágenes. En Arthur Tress hay
una vertiente necrófila. ¡Que la siga, pero, como decía Gide, río arriba! Es que todo cadáver
posee una capacidad de pasividad y por lo tanto de obscenidad de una temible seducción.
- La opresión. La angustia de ser prisionero de una mole, de una red de cordones o de
cintas, de un embudo, de una máscara, de una bolsa de plástico, de estar encerrado en un
tarro de pepinillos, en un cubo de basura, en un sumidero, un ascensor, una bajante de
agua. La angustia de que te aplaste un balón, un caballo mecánico, un carro de asalto, etc.
Son temas clásicos de pesadillas, pero el arte de Arthur Tress consiste en darles una
terrorífica credibilidad, al colocarlos dentro de un contexto totalmente realista. Niega a la
pesadilla la parte de magia que la suele hacer soportable (especialmente en nuestros cuentos
de hadas infantiles). Sus imágenes nos obligan a creer lo que cuentan. Conviene añadir que
le ayuda, en gran parte, el entorno que EE.UU. pon e a su alcance. Pero ha demostrado que
lleva su universo consigo a dondequiera que vaya.
-La pareja. Son las imágenes más negras de esta obra. Son parejas que se dan la espalda,
parejas sádicas, parejas calladas cuyas miradas se cruzan sin tocarse, como esta anciana
frente a su gallo de cerámica, o este joven prostituto con su chulo. Una psicología simplista
concluirá que a Arthur

Tress le atormentan problemas insolubles en sus relaciones humanas. No es tan fácil y


estoy dispuesto a testimoniar lo contrario. En realidad, raras veces la obra es la imagen -
directa o invertida- de la vida. Es el resultado de una alquimia compleja, indescifrable, por
lo menos en el estado actual de nuestros conocimientos.
- La puesta en escena. Los fotógrafos de pro suelen tener la religión de la autenticidad.
Recogen los datos inmediatos de lo real. Cogen al vuelo las cosas y a la gente tales como se
presentan en su ingenua espontaneidad. Hacer lo auténtico, lo realmente auténtico, lo de
verdad. Dar "un empujón" es un pecado vergonzoso que conviene disimular lo mejor posible
y negarlo todo, incluso cuando a uno le cogen in fraganti por pura casualidad.
Toda esta moral a Arthur Tress le importa un bledo. No repara en medios con una total
tranquilidad de alma. Ya he contado cómo en la Mamounia de Marrakech había "concebido"
un retrato de mí. Suele sacar de las tiendas, de los museos, de los bastidores de teatro -o
simplemente de sus bolsillos, auténticas cuevas de Alí Baba- todos los accesorios que
requiere su foto, desde la rata di secada hasta la pipa tirolesa pasando por la custodia, la
alabarda o el cinturón herniario. Con cualquier otro, semejante descaro llevaría al
hundimiento de la imagen. Nos mofaríamos, nos encogeríamos de hombros. Con él,
funciona. Todo funciona. Su genio consiste en reunir siempre las condiciones de una
complicidad generalizada. Complicidad de las personas retratadas, de los objetos, de los
paisajes, y para colmo, la nuestra.
- La liberación. A menudo, este universo agobiante se abre, se libera, respira una gran
bocanada de aire vivificante. Encima de la cabeza del niño sumergido en el acuario,
borbollea la superficie plateada por el sol. Tal vez se ahogue el hombre, pero detrás, la
perspectiva inmensa de un puente invita a la partida. El joven saltador se echa al vuelo
lejos de la estructura metálica que le aprisionaba. Una gran escalera se abre hacia el cielo y
allá arriba se alza la pequeña silueta de un ángel. El niño ha perforado la techumbre del
cuchitril donde ha nacido, y por el mar, fluye un vapor hacia el horizonte. A menudo, la
liberación no es asequible al oprimido, no la ve, le da la espalda a pesar de que está allí, con
la llave en la puerta, y nosotros somos los que nos aprovechamos.
Ninguna imagen de uno de los libros más importantes de Tress figura en este libro. Es
que se trata de un libro rigurosamente coherente, de un solo bloque, que cuenta una
historia con un principio, un desarrollo y un fin. El título: Shadow. Librito alado, mágico, de
una sencillez sublime. Cierto que en ello, Tress ha superado la fase necrófila, pero no por
ello ha vuelto al mundo de los vivos; todo lo contrario. Ha cruzado la Estigia,
y de ahora en adelante viajará entre las sombras, o mejor dicho, nos invita al viaje y a las
aventuras de una sombra, la suya...
De sobra se conoce el gran tema romántico del hombre -o de la mujer- que ha perdido su
sombra (o que la ha vendido al Diablo). Aquí se invierte el mito: nos cuenta la desdicha de
una sombra que ha perdido a su dueño, que ha perdido a su Arthur Tress. ¿Qué puede una
sombra humana "descarnada" de carne? Mucho más y mucho menos que la carne. Primero
prisionera de un mundo hostil y cerrado, cargada de cadenas que ella misma se ha forjado,
accede a la búsqueda geográfica, astronómica, filosófica que le entregue las llaves de su
calabozo. Y ya está galopando por el mundo, a ratos montada en un caballo del Apocalipsis, o
en un animal prehistórico, a ratos atravesando a pie desiertos de arena o de nieve, luego
extraviada en la gran urbe, hecha añicos por el adoquinado, entrecortada por los soportales,
alargada por el poniente. Se pierde por laberintos, arde y se ahoga; la nutre una sombra de
pájaro y por fin estalla en prodigiosas iluminaciones. Por una parte invulnerable,
inexpugnable, ligera e inmortal, pero por otra impotente, inconsistente, exangüe. Pues para
que mi mano pueda coger, acariciar o aplastar, ha de poder ser cogida, acariciada o
aplastada. ¡No nos apresuremos a envidiar la impunidad y la eterna juventud de los muertos!
Cuando Tress me habló de su proyecto de libro de sombras, cuando vi cómo ametrallaba
con su Hasselblad su sombra o la mía dondequiera que se dibujaran, distaba mucho de
prever la sobrecogedora magia del librito que iba a salir. Es un caso bastante poco frecuente
donde la imagen lleva la delantera por sus propias fuerzas, al contar una historia profunda y
hermosa sin la ayuda de ningún guión preescrito. Pocos títulos de capítulo marcan el
"relato" (el prisionero, la búsqueda, el viaje de las maravillas, los antepasados, iniciación, la
peregrinación, llamadas y recados, el vuelo mágico, la iluminación) sin programarlo
realmente. Es exactamente lo contrario de una novela-foto cuyas imágenes no hacen sino
ilustrar un texto impuesto. No se puede hablar de Arthur Tress sin señalar esta obra -de la
que es de esperar que se edite en Europa- porque por primera vez, en mi opinión, la
fotografía habla por sí sola y encuentra una poesía e incluso una metafísica que sólo ella
podía expresar.

1. Encuentro utilizado más tarde en mi novela La gota de oro.


Jan Saudek o el vientre negro de Praga

24 de marzo de 1989. Hoy, viernes santo, descubro la ciudad de Praga donde comitivas de
chicos y chicas con coronas de flores celebran la llegada de la primavera. Ciudad espléndida,
que la guerra ha dejado intacta, Praga escalona por las márgenes del Moldava un impresionante
conjunto de palacios, catedrales y monumentos. A pesar de la multitud alegre, siento el
ambiente cargado de una angustia alimentada por los recuerdos de una historia que va desde el
héroe Jan Hus hasta el actual régimen estalinista', que pasa por la obra de Kafka y la anexión
nazi. En principio estoy aquí para recibir el primer ejemplar de mi novela El rey de los Alisos en
versión checa, y bajo el signo de este libro sombrío y brutal es como voy a permanecer en la
ciudad; pero en realidad estoy aquí, sobre todo, para descubrir ajan Saudek. Lo uno no va sin lo
otro. Me explico. Unos meses antes, un tal Didier Kohn me mandó un libro de fotos con la
siguiente carta adjunta:

Muy señor mío,


En mi estancia en Alemania durante las vacaciones de febrero, no me había llevado más que un libro: El
rey de los Alisos. Fue uno de los grandes choques de mi vida. Aquí va adjunto un regalito. Espero que le
gusten estas fotos dejan Saudek al que mandaré en cuanto pueda, una traducción al inglés de su libro.
Muy atentamente le saluda, Didier Kohn

Así fue como descubrí a Saudek. Pero, en cierto modo, era una cita de ultratumba, pues
Didier Kohn murió poco después de escribirme esta carta. Me impresionaron profundamente
tanto la potencia, la negrura corno la ternura de estas imágenes, más aún cuando están
coloreadas a mano según la antigua técnica -utilizada antes de la película en colory están
adornadas con toda una pacotilla obsoleta de encajes, coronas de flores, sombrillas, espejos de
cargados marcos dorados, biombos pintados, zapatillas de baile, sombreros de paja, etc. Estas
baratijas ajadas, llevadas por seres casi siempre jóvenes -niños, adolescentes- evocan un género
muy en boga en el siglo xvi, sobre todo en Hol anda, la "vanidad". Se trata de una naturaleza
muerta que evoca, con algunos objetos simbólicos, cráneos, cirios apagados, relojes de arena,
flores secas, la huida del tiempo y

la insignificancia de las cosas de este mundo. El tema de la flor que se abre y luego deja caer
sus pétalos es uno de los preferidos dejan Saudek, transportado a una segunda fase, de
modo muy cruel, pero con una lógica ineluctable: el cuerpo de una mujer enseñado sin
ningún miramiento, antes y transcurridos los años.
El tema del tiempo destructor, recurrente en esta obra, sólo debe su fuerza y su
originalidad a los espacios donde se pone de manifiesto. jan Saudek pertenece a la raza de los
fotógrafos sedentarios. Los viajes no son lo suyo, ni el exotismo, ni lo pintoresco de las ti erras
lejanas. Bajar a la calle -como Négre, Atget, Kertészh o Cartier-Bresson - para retratar la vida
banal y diaria, todavía es demasiado para él. Su cueva, allí está el lugar ideal. jan Saudek es
un arraigado consciente y consentido.
He nacido en Praga, en Checoslovaquia, el 13 de marzo de 1935. Es mi patria. Me quedo aquí... Ya no me queda tiempo para aprender otro idioma y

sus matices.

Se suele asociar fotografía y nomadismo. El americano Man Ray y el húngaro Brassai


pasaron la mayor parte de su tiempo en París. Nueva York, Londres, Madrid abren sus brazos
ajan Saudek. Le ofrecen puentes de oro. Él se empecina en quedarse en los pocos metros
cuadrados de su buhardilla, en los suburbios de Praga. Su "cueva" está en otra parte, y a
veces vuelve allí a pasar la noche. Es el vientre negro el que ha dado a luz esta obra dorada,
que merecería ser clasificada de monumento histórico; esta cueva mágica, de muros leprosos,
de suelo de tierra batida. Cuando sale de su buhardilla aérea, para recogerse en este foso,
Saudek se llena de energía, como Anteo, el gigante que recobraba fuerzas al tocar la tierra.
Lo más extraño es que las imágenes que de todo ello han salido no son nada confinadas,
aplastadas, ni asfixiadas. Saudek no tiene nada que ver con el ideal del enterramiento de
julio Verne para quien la felicidad perfecta no podía hallarse más que debajo de los mares
(Veinte mil leguas de viaje submarino), en una mina subterránea (Las Indias negras) o en el centro
de la tierra, porque la desgracia siempre se relacionaba en él con las agresiones de la
intemperie. Saudek lleva el cielo nublado hasta dentro de su cueva; y se reconoce el mismo
cielo en varias fotos por el fino hilillo blanco dejado por el paso de un avión, símbolo de
libertad para todos los habitantes de la Europa del Este. En efecto, es un cielo de esperanza,
de evasión, de liberación que aspira en su infinito al niño o a la mujer. Esta extraña ventana
con cortinas de grandes rayas verticales ya pertenece al museo imaginario de los aficionados
a la fotografía del mundo entero.
Yclaro, están los cuerpos. Sí, digo los cuerpos porque el cuerpo le lleva una amplia ventaja
a los rostros en el universo de Saudek. Cuerpos de
mujeres de culo y pechos desorbitados, monstruosos, que recuerdan las obsesiones de Fellini.
Cuerpos de jovencitas, cuerpos de niños. En Saudek, no es la mujer la pareja del niño, sino
que es el hombre. Pertenece a la raza de los hombres que lloran en secreto la maternidad que
les es injustamente negada. Nadie mejor que él, ha ilustrado el tema del hombre "lleva-niños"
(pedófilo). Nos da algunas pietás paternas, al modo de las de Rubens o de Santi di Tito, donde
no es la Virgen María la que lleva al cuerpo del Crucificado, sino Dios Padre en majestad. Y
esto nos devuelve otra vez a El rey de los Alisos, porque Philippe de Monés, que ha hecho el
prólogo, ha visto en esta novela el libro de la vocación materna del hombre, un tema
ciertamente esencial para mí y que me aproxima a Saudek.
El autorretrato que va marcando con tanta brillantez la historia de la pintura es mucho
más raro en fotografía. Es probable que el fotógrafo dude en volver hacia su propio rostro el
arma con la que ametralla a sus coetáneos. Rechaza para sí lo que tan gustoso hizo a los
demás. Por lo contrario, el "autodesnudo" es muy poco frecuente en pintura, y, sin investigar
demasiado, yo no conozco más que tres dibujos de Durero que merezcan tal nombre. Lo
extraño es que tres fotógrafos de la misma generación hayan hecho autodesnudos sin
influenciarse unos a otros. Se trata del alemán Dieter Appelt, del finlandés Arno-Rafaél
Minkkinen y de Jan Saudek. El cuerpo desnudo de Jan Saudek nos llama la atención por su
sequedad musculosa. Es pequeño pero flexible y recio, y será sin duda un instrumento de
vivir, gozar y sufrir de una eficacia sin par. Es lo opuesto exacto de la carne blanda y rellena
de sus mujeres, de la inocente y frágil de sus niños.
Este cuerpo del artista -poco frecuente al final pero presente- le da a esta obra su firma, un
"logo" inimitable y terriblemente convincente. Es cierto que está la exuberancia kitsch y los
colores dulzones añadidos a mano. Están estas catacumbas donde se entierra el artista para
celebrar sus misas negras, como los primeros cristianos sus cultos. Por encima de todo, está
Praga, ciudad suntuosa y gris, que evoca tan bien "la tristeza majestuosa donde reside todo el
placer de la tragedia", según las palabras de Jean Racine. Pero también está el cuerpo
sarmentoso y flexible del autor que firma estas obras con el peso de su propia carne. Todo esto
es Jan Saudek. Pero también es un porvenir que sólo le pertenece a él y que es -imprevisible y
sorprendente- el de sus futuras creaciones.

1. Texto escrito durante el régimen anterior. (N. del A.)

Muertes y resurrecciones de Dieter Appelt

Antes del reloj de arena y de la esfera,


Antes de la clepsidra y del reloj,
Antes del almanaque y del calendario,
Antes de que el signo se apodere del tiempo, existieron las nebulosas cuyos períodos se
calculan en siglos-luz, después las estrellas cuyas palpitaciones se cuentan en años-luz, y por
fin la geología terrestre, cuyas capas miden milenios. Pero esta formidable aceleración del
ritmo del tiempo seguía todavía siendo antidiluviana. Porque el diluvio -quiero decir la
invasión de lo húmedo- impuso la imagen del flujo temporal, y llenó de una vez todos los
relojes de agua. En lo más oscuro de los abismos telúricos, la unión íntima del agua y de la
piedra precipitó el doble crecimiento que aproxima el dedo erguido de la estalagmita al dedo
gacho de la estalactita, hasta su fusión en un extraño pilar de tripa estrangulada.
Yeso no era nada todavía. Porque el tiempo permanecía paralizado en una maduración
mineral inmóvil. El tiempo no era translación, sino alteración, una alteración cuyos procesos
de petrificación y de fosilización hacían pensar que volvía a la eternidad en vez de alejarse de
ella.
Entonces surgió la vida. Y con ella el movimiento, el andar, el gesto y la carrera. Y por
tanto el cronómetro, es decir, el tiempo trono-sujeto al espacio-metro. ¿Qué es la velocidad?
Es el cociente del camino recorrido por el tiempo requerido para recorrerlo. El animal es
primero un cuerpo dotado de alas, de aletas y de patas, es decir, un móvil. El animal se define
en la naturaleza por una posibilidad de translación por oposición al vegetal que no conoce más
que el crecimiento. Por su hocico, su pico o sus garras, el animal añade la depredación a la
locomoción. A estos miembros de locomoción y de depredación, el hombre superpone la mano,
órgano de prensión. La depredación no colma más que la necesidad alimenticia y, en segundo
lugar, sexual. La prensión está totalmente abierta, incluso a operaciones desinteresadas.
Así pues, con la mano la vía está abierta a una inversión del impulso primario y original,
que proyecta al hombre hacia unos actos cuya virtud es la velocidad y su finalidad la
depredación. Inversión y por lo tanto vuelta sobre sí misma con toda la lentitud requerida.
Paul Valéry subrayó la analogía entre el pulgar oponible que caracteriza la mano humana y la

facultad propia de la mente humana de pensarse a sí misma. Entre todas las operaciones,
la más desinteresada y la única que se precia de hacerse con lentitud y mucho tiempo es
sin duda alguna la reflexión, "atención del alma -dice el diccionario- que se fija en sus propias
ideas para examinarlas y compararlas". Y el mismo diccionario nos enseña que también se
habla de reflexión cuando un rayo luminoso vuelve hacia su fuente después de dar en una
superficie reflectante.
Dieter Appelt es el hombre de esta reflexión, en todos los sentidos del término. Toda su
obra no es sino un esfuerzo para invertir el movimiento espontáneo que nos arroja hacia
delante, con el fin de reencontrar la temporalidad inmemorial de los elementos.
Primero tendremos la tentación de juzgar como una paradoja increíble el hecho de que
haya elegido la fotografía como instrumento de este retorno a la lentitud original. Desde hace
ciento cincuenta años, toda la evolución de la técnica y sobre todo de la química fotográfica
está volcada hacia una aceleración de la toma de la imagen. Primero se había fotografiado
durante un día entero, luego durante una hora. Pronto se llegó al segundo, luego a la
fracción de segundo. Así se quería "reproducir del natural", es decir, encerrar el instante más
fugitivo, como se capturan moscas y mosquitos en una película pegajosa. Esta simple
metáfora permite sentir la futilidad cada vez más gratuita a la que se estaba condenando la
fotografía. Dieter Appelt le da la vuelta a este extravío y plantea como principio que una
fotografía posee tanto más peso y mayor hondura cuanto que ha exigido mayor tiempo. Toda
su técnica tiende a resolver el problema siguiente: ¿Cómo fotografiar despacio, a pesar de que
todas las condiciones técnicas de la fotografía moderna están hechas para permitir
fotografiar a toda prisa?
Siendo su fotografía una reflexión, resulta también normal que se dedicara con
predilección al autorretrato e incluso al autodesnudo. El autorretrato es una de las grandes
vías de la pintura y del dibujo. Durero, Rembrandt, Courbet, Van Gogh destacaron en este
arte reflexivo. Por el contrario, se han aventurado poco en este camino los fotógrafos. ¿Por
qué? Porque el arte de la fotografía -más cercano en este sentido a la depredación animal
que a la prensión humana (con pulgar oponible)se orienta hacia afuera y ansía la velocidad.
Arte extrovertido por antonomasia, se lanza a la conquista del mundo.
Lentitud y reflexión. Se deduce de estas primicias cierta relación con el espacio y con el
tiempo.
En cuanto al espacio, el desnudo es al retrato lo que el paisaje es a la naturaleza
muerta: relación de todo a partir de todo. El único autorretrato verdadero de Dieter Appelt
nos lo enseña soplando una mancha de
vaho en un espejo en el que se refleja su cara: aquí la reflexión domina e invade toda la
fotografía. En cambio sus autodesnudos están profundamente arraigados en el paisaje. La
arcilla cubre la piel de un caparazón, la cara de una máscara. Crece la hierba a su alrededor,
debajo de él, empieza a cubrirle. El agua, la nieve, las hojas muertas cercan este cuerpo
blanco de falso muerto. Perinde ac cadáver La famosa divisa de la orden de los jesuitas, tan
rara por otra parte (pues no se ve en qué un cadáver puede obedecer las órdenes que se le
da), cobra, sólo aquí, todo su sentido. Porque está claro que si Dieter Appelt impone este
añadido cadavérico al paisaje circundante, es para poder, por una sumisión total al espacio,
asegurarse una requisa del tiempo.
Volviendo a recorrer este camino, él es el primero en llegar a la inmortalidad húmeda,
tomando de nuevo en una zanja que ha cavado con sus manos la apariencia del hombre de
Tollund. Una vez, un obrero de una turbera de las llanuras bajas de Holanda se presentó en
la gendarmería de su pueblo: al cavar, acababa de sacar a la luz un cuerpo degollado cuyo
perfecto estado de conservación hacía suponer un crimen reciente. En realidad se trataba de
un mártir cuya muerte remontaba al principio de la era cristiana. La acidez de las aguas
turbosas conserva perfectamente los cuerpos que allí están sepultados. Dieter Appelt es este
hombre de la noche de los tiempos.
Pero pronto el hombre surge de las aguas cenagosas. En la isla del Monte Isola (Lombardía)
edificó un torreón de troncos de madera, der Augenturm, la torre-ojo'. Este mirador construido
sobre pilotes le sirve de médium entre cielo y agua. Allí acurrucado en los aires, como un feto
en su bolsa amniótica, flota en el seno de los limbos de la inexistencia. Pero su ojo permanece
fijo en el espejo de las aguas.
Lo húmedo no ha reinado siempre. La era antidiluviana se pierde en las arenas secas y
ardientes del desierto. La momia envuelta en bandas atraviesa los milenios en virtud de esta
misma aridez. Por una nueva inversión benigna, sin duda negación de la vida, llega a ser
agente de conservación. Dieter Appelt, en mantillas como un eterno bebé, sigue siendo esta
momia. Sin embargo, su dedo descarnado dispara la cámara de fotos montada sobre un
trípode.
La etapa siguiente salta todavía más milenios y se agarra a los megalitos. La landa bretona,
anegada en las nieblas del océano, pero a la que encienden las retamas en flor, observa el
corro de los crómlech en torno al peñón central. El primer paso del cuerpo de Dieter Appelt
consiste en identificarse con estas piedras: el crán eo se vuelve canto rodado, los brazos
aristas, la mano se inmiscuye en la grieta. Pero en estas piedras hay una música secreta que
atestigua la presencia de un significado en rela-
ción con la carrera de las estrellas. ¿Cuál es el secreto de los megalitos? Son relojes,
las más antiguas máquinas de medir el tiempo.
Luego está la última revelación. Una vez llegado a la nave inmensa de la cueva de
Oppelette, Dieter Appelt siente que le van creciendo alas, y comprende que ha llegado
al fin de su viaje iniciático. Pero no se convierte en un pájaro profano que acaricia los
vientos y las nubes. Se convierte en un ángel y su vocación es poblar los inmensos
espacios negros del centro de la tierra. Extraña, angustiosa, exaltadora metamorfosis
en un ser a la vez dragón y murciélago, en el que hemos de reconocer temblando al
Príncipe de las Tinieblas.

1. El Augerturm fue comprado por el Museo de Arte Moderno de Berlín.


Arno-Rafael Minkkinen o el cuerpo jeroglífico

Pagar por sí mismo, tomarse como objeto, sacar de sí mismo la materia de su obra. Esta
elección autófaga es algo corriente en literatura. "Soy la materia de este libro" escribe
Montaigne al principio de sus Essais. Y después de él, Jean Jacques Rousseau,
Chateaubriand, André Gide han encontrado lo mejor de su obra al observarse y contarse
a sí mismos. En pintura, el autorretrato tiene gran éxito. Rembrandt, Courbet, Van Gogh
no han dejado de tomarse por modelos. En su lecho de muerte, Géricault, con la mano
derecha dibujaba la mano izquierda. Curiosamente, sin embargo, a los fotógrafos, tan
influenciados por la pintura, les ha repugnado durante mucho tiempo tal ejercicio. Es
como si el apuntar contra su propia cabeza el objetivo normalmente dirigido hacia la de
los demás tuviera de por sí algo suicida.
Pero he aquí que, una vez tras otra, ya lo hemos dicho, tres fotógrafos de la misma
generación y sin influenciarse unos a otros han roto el tabú, y de manera más radical
todavía que los pintores. El alemán Dieter Appelt, el checoslovaco Jan Saudek y el
finlan dés Arno-Rafaél Minkkinen han dedicado la mayor parte de su obra no sólo al
autorretrato sino al autodesnudo, una empresa prácticamente desconocida en la historia
de la pintura con la excepción de los tres dibujos de Durero ya mencionados.
Esta excepción es instructiva. A juzgar por sus autorretratos, es probable que Durero
hubiera estado bastante orgulloso de su persona. Tiene trece años, veintidós años,
veintisiete años y veintinueve años, cuando pinta los cuatro autorretratos que poseemos
de él. Todos son sumamente halagüeños y el último evoca una figura de Cristo al límite
de la blasfemia. "Me río de verme tan bello en este espejo", parece cantar como la
Margarita del Fausto de Gounod. De otra naturaleza son los autodesnudos. Ahí ya no es el
Durero rebosando de juventud y de ingenua jactancia el que aparece. Está viejo, enfermo,
marchito. Su cuerpo ya no es fuente de orgullo ni instrumento de placer, es un campo de
dolor. Uno de estos dibujos nos muestra a Durero con el índice derecho dirigido hacia su
costado izquierdo, con esta leyenda encima: Aquí es donde me duele. En efecto, parece ser que
murió de una dolencia del bazo.
Por el contrario, la obra de Arno Minkkinen nos invita a una fiesta. Y no porque
celebre las bondades de su cuerpo. Al contrario. Vuelve a

una serie de variaciones sobre el tema de un físico realmente excepcional.


Esquelético, inmenso -mide casi dos metros-, rota la nariz y hendido el
labio, anuda y desanuda su larga osamenta como lo haría con una cuer
da. En oposición a Appelt -siempre de un serio bastante pesado
Minkkinen deja pasar un ligero temblor de gracia por cada una de sus fotos. Sus posturas
desafian la imaginación. Exhibe su brazo, su pierna, su pie, su sexo, y cada vez la imagen,
de una perfecta sencillez, tiene algo tan novedoso que deja al observador parado de
asombro.
Conviene hacer hincapié en esta asombrosa unión de sencillez y de novedad. Otros
inventaron la solarización, el mordentado, la rayografia, el montaje y otros delirios ópticos
como el objetivo fish-eye. Minkkinen utiliza sin picardía una cámara de las más corrientes.
Con esta cámara, más dos piernas, dos brazos, una cabeza, etc., ¿cómo hacer imágenes que
no se han hecho nunca y que asombren a los que las descubren? Esta increíble apuesta,
Arno Minkkinen la gana. Pues sí, tiene el don de dejarnos sin resuello con las fotografias de
su pie o su tripa. ¿Cómo se las ingenia?
Un primer elemento de respuesta se halla en el paisaje. De cada país tenemos una idea
a priori difusa, pero que no deja de ser absoluta. Y de esta idea se desprenden algunas
imágenes. Doineau no se concibe más que en París y Edward Weston sólo en California;
August Sander no puede disociarse de Berlín, ni Fulvio Roiter de Venecia. Ahora bien, nos
parece que Arno Minkkinen es necesariamente un producto de Escandinavia y más
particularmente de Finlandia. Hay en la luz de sus imágenes una nitidez, una frialdad, una
parsimonia, un rigor que no se encuentran más que encima de los 60° grados de latitud
norte. Sobre todo, las aguas, los medios lacustres, los espejos líquidos son signos del lago
hiperbóreo. Y todo este frescor da a la desnudez del cuerpo un significado muy distinto al
que recibe en el sur. Nada de pereza, de languidez, de abandono a la caricia voluptuosa del
sol. Además no hay ni sombra, ni sol en Minkkinen; tampoco alba ni crepúsculo en su
imaginería. Todo se baña en una luz intemporal, sin hora, sin pasado, sin porvenir.
Realmente estamos en el país del verano total cuando el sol ni sale ni se pone.
Además, se buscaría en vano una alusión a la meteorología. No hay intemperie en el país
de Minkkinen, ni nubes, ni lluvia, ni arco iris. ¿Qué país es éste? La repuesta es simple: es
una página en blanco. Es la página donde van a situarse los signos formados por el cuerpo
flexible y sinuoso de Minkkinen. El paisaje escandinavo forma el pergamino en el que
Minkkinen dibuja los jeroglíficos que son sus manos, sus nalgas o sus pantorrillas.
En cuanto a este cuerpo que baila en la página blanca del cielo o de la nieve finesa, él
mismo es tan desencarnado como puede serlo una caligrafía árabe pintada con tinta china
con la punta de un cálamo en un papel inmaculado. El cuerpo de Arno Minkkinen es todavía
más que el de una bailarina o el de un derviche, un cuerpo comido hasta el tuétano por el
sign o que encarna. Hay abnegación, sacrificio, algo de holocausto en este intento, que sería
trágico sin la risa que no deja de acompañarlo. Uno piensa en Nietzsche cuando canta, al
proclamar el evangelio del gay saber según Dionisos:
Escuchad, he hecho un descubrimiento maravilloso y que además es alegre. No hay verdad alguna que no sea leve y cantarina. No hay más verdad que
la viva y ligera. La gravedad es demoniaca. No hay ningún dios que no sea risueño, bailando sobre la superficie de los grandes lagos helados.
Patricio Lagos o el paso de la línea
Yo ya conocía Brasil. Chile, este anti -Brasil, sigue siendo para mí una tierra mítica. Durante
mis años en el Museo del Hombre, el azar me había asignado el estudio de los pueblos
fueguinos, últimos habitantes de la Tierra del Fuego, hoy ya desaparecidos. Había soñado
mucho con este extraño país estirado por la costa oeste del continente de América del Sur, y
que acaba en el legendario estrecho de Magallanes. Luego escribí mi primera novela Viernes
que situé -como me lo sugería Alejandro Selkirk, el náufrago real que inspiró el Robinson de
Daniel Defoe- en la mayor isla del archipiélago Juan Fernández. Así que el indígena Viernes
venía a ser un araucano, del nombre antiguo de Chile: Araucania. Porque los chilenos de hoy
proceden de la mezcla de los invasores españoles y de los indios araucanos. Hasta que un
día, un auténtico chileno irrumpió en mi casa y me dijo, "es usted el escritor de la marea
baja. La marea baja es el gran asunto de mi vida". Y de hecho el "reflujo" desempeña un
papel preponderante en mi novela Los meteoros. Las fotos que me enseñó luego Patricio Lagos
me llamaron la atención por su belleza y su originalidad. Fotógrafo, Patricio Lagos sólo lo es,
sin embargo, de manera secundaria, incluso terciaria, porque primero es bailarín y luego
escultor.
Nació el 23 de agosto de 1954 en la isla de Chiloé, de un padre oriundo de Santiago y de
una madre en parte india. Ella era la segunda esposa de su padre, que se casaría cinco
veces en total. De su niñez en aquella isla, que fue uno de los últimos baluartes españoles
antes de La independencia (1830), recuerda sobre todo las fábricas de telares donde
trabajaban los indios. Una de las hermanas de su madre conoció un éxito clamoroso pero
sin porvenir, gracias a sus creaciones textiles. Los indios de Chiloé son bajitos, fornidos, y
tienen pómulos salientes. Se emborrachan con chicha -sidra fermentada-, que les empuja
hacia unas peleas sangrientas. Patricio Lagos recuerda también unos juguetes que fabricaba
él mi smo. Ingresó en Bellas Artes en Viña del Mar y se inició en la danza, tal vez bajo la
influencia de la tercera esposa de su padre, bailarina en Santiago. Su maestro era Hernan
Baldrich; bailó en uno de sus ballets inspirado en la Fedra de Jean Racine, donde
desempeñaba el papel de Hipólito y que comprendía una parte importante de improvisación.

Paralelamente, prosiguió estudios de escenografía en la universidad de Santiago.


En diciembre de 1977 dio el gran salto. El norte le llamaba desde hacía mucho. ¿El norte?
Digamos el hemisferio boreal, pues no se trataba de nada menos. El paso de la línea se
celebraba, en la marina de vela, con una ceremonia burlesca en el curso de la cual los
"novatos" (los que franqueaban el ecuador por primera vez) sufrían algunas pruebas y
humillaciones bajo la autoridad de un Neptuno de carnaval. Patricio Lagos pasaría a su vez la
línea, pero como Alicia cuando pasa al otro lado del espejo. Habría magia y poesía en su viaje
iniciático. Que la izquierda se convierta en derecha y el derecho en revés, nada más natural.
Entre los australes, sus compatriotas, el frío está al sur y la estación caliente es en enero. En
tierra boreal, él tendría que acostumbrarse a hielos en el norte e inviernos en enero. Esto no
sería excesivo si se respetara perfectamente la simetría. ¡Ni mucho menos! No vivimos en un
universo matemático en el que los cálculos siempre caen bien y donde los relojes ni retrasan ni
se adelantan nunca. La tierra gira alrededor del sol, no según un círculo - figura perfecta- sino
según una elipse, círculo febril, círculo enfermo. De ello se deduce que está, cuando más cerca
en enero (perihelio) y cuando más lejos, en julio (afelio). Aquí pues está nuestro pájaro
migratorio, confrontado con una nueva paradoja: una iluminación y un calor que van creciendo
conforme se va alejando el sol. ¡Ésta es la lógica boreal!
Además están las mareas, este fenómeno típicamente boreal e incluso europeo, que toma su
mayor amplitud en las costas normandas, bretonas, inglesas e irlandesas... Así pues, una
marea alta arrojó en mi playa privada a este pajarraco austral con sus sueños y sus obras.
Encalló por tanto en las playas normandas, pasmado por esas extensas llanuras glaucas y
mojadas, por esos limos, esos arenales, esas rocas vestidas con algas que el reflujo crea cada
día nada más que por unas horas. Paisaje efímero, destinado a una pronta desaparición, pero
recreado enseguida con todos sus mariscos y sus crustáceos. La mar es eternamente joven;
hoy es igual a como era cuando salió de entre las manos de Dios, al principio del mundo. Por el
contrario, la tierra escribe su propia historia milenaria en sus rocas, en sus concreciones, sus
pliegues, que son como las arrugas de un rostro muy viejo. Este rostro, la marea lo lava, lo
aclara, lo refresca incansablemente, como para restituirnos nuestra tierra en su tierna
infancia. La arena abandonada por la ola, es como el rostro de nuestra anciana madre
reconvertido en el de una joven virgen, alegremente acogedora.
Todo esto, Patricio Lagos lo descubre en las playas normandas y la iniciación toma un
sentido sublime cuando, además, la silueta maciza y ele-
gante del Mont Saint-Michel se perfila en el cielo lejano. A esta mezcla de eternidad y de
juventud efímera, él responde a su manera. Es bailarín, arte evanescente si lo hay. Es
escultor, arte que se inscribe en el mármol o el bronce eternos. También conserva en lo más
hondo de su memoria un recuerdo de su niñez que compartimos con él. Durante la marea
baja, construíamos febrilmente castillos de arena, soberbios aunque frágiles a pesar de los
paquetes de varee con los que reforzábamos sus murallas. Al volver la oleada que rodeaba y
luego atacaba nuestro "fuerte", lo defendíamos con ardor, cavando zanjas de protección,
reparando las grietas, incluso atacando la ola agresiva con nuestras palas, tal Alejandro que
mandaba azotar las olas rebeldes del Ponto Euxino.
No son "fuertes" lo que modela en la arena Patricio Lagos, y no piensa en desafiar la ola.
Más bien son "endebles", quiero decir cuerpos abandon ados, amantes cansados, yacientes
víctimas de su último sueño, y estas criaturas patéticas están entregadas inermes a la caricia
asesina del agua.
He soñado mucho con aquellas imágenes. Se han apoderado del relato que estaba
escribiendo, esos Amantes taciturnos para quienes el silencio de la playa abandonada por el mar
es símbolo de su amor difunto. Patricio Lagos aceptó que le hiciera intervenir con su nombre
en mi relato, reflejo antropófago de los novelistas. Al mismo tiempo le he cogido sus amantes
d e arena, la bahía abandonada por el reflujo e incluso el Mont Saint-Michel, gigantesca
linterna mágica asentada a lo lejos. Estas líneas son testimonio de este préstamo y de mi
gratitud. Añadiré estos "últimos versos" de Rimbaud que me parecen evocar tan a propósito el
ambiente tranquilo y trágico dé algunas de estas imágenes:

°La he vuelto a encontrar. ¿Qué? La eternidad. "Y el piar ya se ha ido. Con el sol ".

¿Existe una fotografía femenina?


"¡Las mujeres y los niños primero!". Esta exhortación tradicional pregonada por el
comandante de un buque que se hunde parece más válida todavía cuando se trata de
fotografía. En efecto, las estadísticas demuestran que las tres cuartas partes de las fotos
hechas cada año en el mundo tienen por tema mujeres o niños. Hay que añadir que las han
hecho hombres. El hombre -predador empedernido- inventó la fotografía para "atrapar" lo que
quiere o lo que desea "en efigie". Apunta hacia ellos su caja mágica, y se lleva su imagen
como un cazador se lleva un perdigón en el morral. Lewis Carroll es conocido como fotógrafo
y como narrador. Pero estas dos actividades se desprendían de la misma pasión, la de las
niñas y en especial de Alicia Liddel. Inventaba historias para encandilarlas. Las fotografiaba
como un "ogro-enamorado", por no atreverse probablemente a "tomarlas" de manera menos
ofensiva.
Esta agresividad fundamental del acto fotográfico se colma en la mujer, en el cuerpo
desnudo de la mujer.
Es una violación en efigie. Pero también está el reportaje de choque en el que se ve cómo
un fotógrafo ametralla sin miramientos a poblaciones despavoridas y heridas en el drama de
una guerra, de una hambruna o de un terremoto. Así pues, ¿es una fatalidad que la
fotografía encierre esta dimensión de violencia? ¿Es que la miseria y el sufrimiento son
incomparablemente "fotogénicos"?
A esta pregunta son posibles varias respuestas. La más convincente trae a la mente a las
mujeres fotógrafas. Cuando la mujer deja de ser objeto de la foto para apoderarse de la
cámara, todo cambia. La mirada deja de ser la de un ave de rapiña para convertirse en la de
una amiga, sobre todo, si es otra mujer la fotografiada. Estudié, lo repito, durante años en el
Museo del Hombre. Una de las lecciones que tengo grabada en la memoria es la ventaja de
que goza la mujer etnóloga en las indagaciones in situ. La población estudiada la acepta mejor
que a un hombre. Se le abren las puertas. Se desatan las lenguas. Puede entrar por doquier y
mirar. Se contesta a sus preguntas. Mientras que un hombre etnólogo suscita desde el primer
momento un movimiento de defensa, no ocurre lo mismo con la mujer fotógrafa. Yo paseé con
Joyce Tenneson por las playas naturistas de la Camarga. Ella se permitía sacar clichés que
hubieran provocado, de sacarlos yo, reacciones de suma viol encia por parte de los
interesados.
No creo que haya "literatura femenina". Ni Colette, ni Marguerite Yourcenar, ni
Francoise MalletJoris me parecen representar cualquier rasgo común propio de la
feminidad.
Por el contrario las escritoras domesticadas por Giséle Freund, la dulzura de los cuerpos
entregados por Joyce Tenneson o la de las caras sorprendidas por Eva Rubenstein, o
también el encanto sereno de las imágenes de Martine Franck, o la tranquila audacia
desprovista totalmente de provocación de Bettina Rheims, en todas encuentro una calidad
común. ¿Cómo definir tal calidad? Enseguida se me ocurre la palabra ternura. Pero después
escribo: complicidad. Sí, eso es. Hay en los hombres, pero sobre todo en las mujeres y en
los niños fotografiados por ellas un a entrega confiada que añade algo a la calidad humana
de sus imágenes.
Los grandes acontecimientos del pasado no tuvieron su reportero-fotógrafo. Conozco a
más de uno que llora en secreto el no haber estado allí para presenciar cómo a Enrique IV le
apuñalaba Ravaillac o cómo Napoleón recorría el campo de batalla de Austerlitz. Pero hay
algo aún mejor. Al subir al Calvario, Jesucristo se encontró con Verónica. El nombre de esta
mujer piadosa de Jerusalén quiere decir: Imagen verdadera. Verónica secó con su velo la cara
chorreando de sangre, de lágrimas y de sudor del Salvador. Y se produjo el milagro: la cara
de Jesús imprimió su imagen en el velo de Verónica. Es ella, una mujer, y nadie más -ni
Niepce, ni Daguerre- la que inventó la imagen verdadera, la imagen fotográfica.
Philippe Bonan o "las de Villadiego"

De Philippe Bonan no conozco más que una fina libreta que comprende una primera
parte compuesta de retratos de artistas y de escritores, seguida de algunos paisajes
urbanos y rurales. En todas esas imágenes flota un ambiente de extrañeza y
desorientación del que, sin embargo, emana una felicidad paradójica cuando, por lo
contrario, uno tendría que sentirse incómodo. Buscaré el denominador común.
Un hombre anda solo por Beaubourg. Una niña da la sensación de que va a caer
dentro de un escaparate. Una vaca pace sola en un prado inmenso. Parece que estos
seres vivos gozan a sus anchas de un espacio que les pertenece. De la misma manera
estas dos gallinas son evidentemente dueñas de toda la granja. Philippe Bonan se
reconoce por cierta calidad de vacío, un vacío benéfico, feliz, liberador. Y esto también es
la clave de sus retratos. Los demás fotógrafos te "toman" en foto. Aquí, por lo contrario,
estos hombres y estas mujeres no están "tomados". Ninguna trampa les ha atrapado.
Todo lo contrario.
Van a salir, ya se marchan. Se me ocurren unas expresiones carcelarias, o mejor
anticarcelar}as: liberación, levantamiento de arresto, "tomar las de Villadiego". Es el
disparador de la cámara de Philippe Bonan el que les ha dado la salida.

El crepúsculo de las máscaras

Durante mucho tiempo me he preguntado si el bagaje de la feminidad era impuesto por los
hombres a las mujeres o más bien adoptado por las mujeres porque tal era su voluntad y
su instinto. Por "bagaje" entiendo los perfumes, el maquillaje, el peinado, la indumentaria y
hasta los zapatos de tacones, paroxismo de fealdad y de incomodidad que resume por sí
solo el estado de servidumbre secular de la mujer. Pregunta que resulta insoluble por la
simple consideración de que no hay nada mejor para imponer algo a alguien como
inculcarle la afición. Por otra parte, es obvio que si las mujeres son tal vez más
"prefabricadas" por la sociedad que los hombres, nadie, de verdad, escapa a esta misteriosa
presión del grupo que nos suministra en pret-á-porter nuestros sentimientos, nuestras ideas
y hasta nuestro aspecto exterior. La mujer tiene su modelo, que es la estrella de cine o de
la canción, la heroína nacional y hasta la militante política. Pero para el hombre, tampoco
faltan los estereotipos, y basta con citar el hombre de negocios, el oficial de carrera, el
seductor, el cura, el homosexual o el hippie como para imaginar enseguida una galería de
retratos perfectamente conocidos, fichados y al límite de la cari catura.
En mi novela Gaspar, Melchor y Baltasar, creí, en un primer momento, que había inventado
una nueva perversión a la cual se podía dar el nombre de iconofilia. Se trata de lo siguiente.
Desde su juventud, el rey Baltasar es un aficionado a los objetos de arte. De los zocos de su
ciudad trae a casa el retrato de una doncella que cuelga encima de su cama. Un día llega su
padre y le dice que, por ser el heredero, convendría que se casara. ¿Ha pensado ya en una
muchacha? A Baltasar le coge desprevenido y señala el retrato. Pero cuando su padre le
pregunta quién es, se ve obligado a confesar su ignorancia. Su padre se encoge de hombros
y se dirige hasta la puerta. Luego se para, retrocede y le pide a su hijo que le confíe el
retrato. Provisto de ese único documento, encarga a la policía que busque a la chica
retratada. Acaban por identificarla. Es la hija menor de un lejano hidalgo. Entablan tratos y
unos meses más tarde los dos chicos están casados. La vida sigue su curso, pero
desgraciadamente cuanto mayor se hace la esposa de Baltasar, más se aleja del retrato
querido. Y Baltasar siente cómo va decayendo su amor por su esposa. Porque tal es su
aberración que primero quiere a su imagen y luego al modelo, cuando suele ser lo

contrario lo que ocurre. Y esta aberración es la que yo había llamado ico


nofilia. No tendré la crueldad de ocultar la continuación de esta hermosa y triste historia.
Baltasar había perdido por completo el cariño por la reina cuando su propia hija, que tenía
unos doce años, le preguntó quién era la muchacha retratada en el famoso cuadro. La
pregunta demostraba desgraciadamente cuánto su madre -a la que no reconocía- se había
alejado de aquella imagen arrebatadora. Baltasar miró a su hija, luego al retrato y una
evidencia le golpeó como el rayo: la niña se parecía de manera patente al retrato. Y presintió la
amenaza de un amor incestuoso creciente. Entonces descolgó el retrato, se lo dio a su hija y le
dijo: "este retrato, es el tuyo, mi amor, cuando tengas diez y seis años. Llévatelo, míralo todos
los días, pero no me lo enseñes nunca más".
Ahora bien, me di cuenta más tarde de que tal perversión "iconoflica" no era invento mío y
que reinaba desde hacía muchísimo tiempo sobre la humanidad. Querer una imagen, querer
identificarse con ella o por lo menos parecerse a ella, o también, para quererla, buscar a una
persona que se parezca a esta imagen ¿no es lo que los hombres han hecho toda la vida y lo
que van haciendo cada vez más por la gracia de la fotografa y del cine? La moda lanzada por
las estrellas -trátese de peinado, de ropa o, de modo más difuso, de "estilo" en general- es
muestra de esta iconofilia, y no habría que creer que las mujeres son las únicas en obedecerla,
porque no hace tanto nos podíamos cruzar continuamente, en el barrio latino, con falsos Che
Guevara con boina vasca y melena.
Vuelvo a leer estas páginas, y se me ocurre corregirlas, poniendo todos los verbos en
pasado. Me parece en efecto que lo que acabo de escribir era verdad hace treinta años y aún lo
era más hace cincuenta, pero deja de serlo cada día más. El uniforme ya no proporciona un
éxito de taquilla. Los curas visten como todo el mundo y en el estilo star, no me parece que ni
Marilyn Monroe ni Brigitte Bardot tengan descendencia. Incluso los sexos se diferencian cada
vez menos. En los institutos a los que voy a charlar con los alumnos, me pregunto, a menudo,
si estoy frente a un chico o una chica. Desde el corte de pelo hasta el vaquero, nada permite
diferenciarlos. Después de provocar carcajadas por alguna metedura de pata mía, he
aprendido a ser cuidadoso y no arriesgar un "señor" o una "señorita" que podrían resultar
intempestivos.
Así que, ¿es el fin de los estereotipos? ¿Se va a permitir que cada uno sea sí mismo sin
máscara, panoplia u otro uniforme? En esto también hay que ser prudente, porque si es
posible que estemos asistiendo a un ocaso de las máscaras, nada impide que figuras nuevas
puedan crecer en la sombra para imponerse de repente al encarnarse en una personalidad
deslumbradora. Por lo menos este eclipse de las máscaras habrá permitido

entender su carácter artificial y provisional. La peor de las ilusiones es, con toda claridad, el
tomarlas por verdades eternas, queridas por la naturaleza e inscritas en el cielo platónico.
Basta con echar una mirada atrás para convencerse de que los supuestos "cánones" de la
belleza son en realidad una cuestión de moda. En 1882, Nietzsche encuentra por primera vez
a Lou Andreas Salomé, joven de origen ruso que se convertiría más tarde en la musa de Rilke
y de Freud. Aquel magnífico triplete hizo que un contemporáneo dijera: "cada vez que un
escritor se enamora de ella, nueve meses más tarde escribe una obra maestra". Tenemos de
Lou retratos de cuando su encuentro con Nietzsche; y nos fascina la pureza de este rostro
joven, duro y tenso, como esculpido con navaja, salientes los pómulos, abombada la enorme
frente y recogido el pelo atrás. Pero, ¿qué escribe Nietzsche a su hermana? Le pone al tanto
de que ha conocido a una chica cuya cultura e inteligencia hacen olvidar un fisico ingrato.
Nada extraño en este juicio si evocamos las bellezas famosas de aquella época, desde
Hortensia Schneider hasta Blanca de Antigny, cuyos encantos mullidos y rollizos despertaban
el deseo de los hombres.
Sí, habría que escribir una historia de la belleza femenina, y nos depararía muchas
sorpresas. En Francia, por ejemplo, hemos visto cómo se sucedían cuatro estrellas a través
de las cuales es fácil distinguir cierto "tipo" que se busca a sí mismo, se encuentra, alcanza
su pleno auge y decae en una especie de apoteosis amargo: Simone Simon, Cécile Aubry,
Brigitte Bardot y Jeanne Moreau. Se parte del pequinés y de su carita bonita y ceñuda para
encaminarse hacia la esfinge y terminar con la melancolía de una inteligencia de vuelta de
todo, que se marca en la boca en torno a las comisuras caídas de Jeanne Moreau. Un rasgo
común a este tipo: su extrema dificultad para envejecer bien. Porque desde este ángulo,
existen tres posibilidades: no envejecer nunca (Pauline Carton, Danielle Darrieux, Michéle
Morgan), envejecer bien (Gabrielle Dorziat, Simone Signoret, Francoise Christophe) ... o
envejecer mal.
Está la belleza, está la gracia, está el encanto. Pero hablemos también de otro valor
estético muy interesante: la fuerza. Durante siglos, tal vez milenios, fuerza y virilidad fueron
inseparables. Eso, hasta tal punto que en la imaginación popular, el peso y el pelo
constituían atributos obligados de la fuerza. El hombre fuerte tenía el tipo prehistórico y
añadía la obesidad, el pecho erizado y la barba tupida. No podemos prescindir de la gran
importancia, verdadera revolución en este campo de E. R. Burroughs con su personaje de
Tarzán. Porque, indiscutiblemente, Tarzán encarna la fuerza. Pero una fuerza de un tipo
completamente nuevo, lampiño y ágil. Es el héroe juvenil de barbilla y de panza lisa. En
realidad, esta historia de

la barba es una clave. Porque fíjense bien: no sólo Tarzán es impensable con una barba sino
que tampoco puede afeitarse todas las mañanas. Pero no hemos ido bastante lejos al hablar
de héroe juvenil. Infantil es lo que habría que decir. Tarzán no tiene barba y nunca la tendrá,
porque definitivamente es impúber. Es un niño de diez años espigado y crecido en fuerza.
Por eso tuvieron razón las asociaciones puritanas americanas al indignarse cuando a un
cineasta tonto se le antojó asociarle una mujer y obligarle a esbozar gestos torpemente
eróticos.
Pero si la fuerza sobrehumana ya no implica la virilidad y puede encarnarse en un niño de
diez años ¿por qué no habría de caber igualmente en una mujer? La convención que asociaba
virilidad y fuerza arrastra en su caída la que unía feminidad y debilidad. Después de todo, en
los hipódromos las yeguas son igual de potentes que los sementales y corren tan de prisa
como ellos. La pregunta podía parecer teórica en los tiempos en los que los logros de los
hombres y de las mujeres no estaban registrados. Asunto concluido desde hace unos cien
años. Ahora se puede observar un fenómeno interesante al que deberían de prestar atención
los sociólogos y los biólogos. Año tras año, la diferencia que separa los resultados deportivos
de las mujeres de los de los hombres no deja de disminuir. Sí, es un hecho: las mujeres
recuperan poco a poco el retraso con los hombres que les infligen siglos de humillación y de
servidumbre. Ahora ya, en varias disciplinas, baten los récords que tenían los hombres hace
menos de treinta años. Se anhelaba el día memorable en que una mujer se impusiera en una
especialidad cualquiera, de manera absoluta, es decir, superando a los campeon es varones
de la disciplina. Asunto concluido el 2 de agosto de 1990. Aquel día, a las 0 h. 19 GMT, la
navegante Florence Arthaud pasó el cabo Lizart al timón de su trimarán Pierre P, después de
atravesar el Atlántico en 9 días 21 horas y 42 minutos, superando así en más de día y medio,
el récord del Atlántico en solitario que tenía Bruno Peyron desde agosto de 1987. Ninguna
duda de que a esta sensacional revolución le van a seguir otros récords "absolutos"
conseguidos por mujeres en todos los terrenos.
Ha llegado el advenimiento de una nueva Eva cuyos prototipos nos trajeron California y
Alemania del Este. Nada de grasa, un monumento de músculos sueltos y pulposos que se
mueven bajo una piel sedosa. Hasta los pechos que no son sino el forro suave de los
músculos pectorales y que, seguro, molestan menos los movimientos de la máquina
muscular que las enojosas genitalia del hombre. El éxito es clamoroso y, fíjense bien, no sale
en absoluto del registro de la feminidad: ni huella de índole "hombruna" en esas mujeres
resplandecientes, de una belleza estrictamente femenina. Hay en ello un equilibrio tranquilo,
paradójico, provocador, con un rizo

de gracia además. Es que la nueva Eva hace añicos el estereotipo de la mujer delicada y
cobarde, a la vez que el del varón protector y puntilloso en materia de honor viril. Es una
parte de nuestra "civilización" la que se derrumba. ¿Destrucción? Sí, pero libertad nueva,
creación, humor y belleza. ¡Saludemos a la nueva Eva del año 2000!
Epígrafes de las fotografías

Pág
8. Michel Tournier, Autorretrato © M. Tournier.
12. Arthur Tress, Michel Tournier y muchacho, Arles, 1980 © A. Tress. 14 Félix Nadar,
Honoré de Balzac
© Arch. Phot. Centre des monuments nationaux, París. 17 Retrato de Félix
Nadar
© Arch. Phot. Centre des monuments nationaux, París.
22. Emile Zola, Jeanne viniendo al encuentro de Zola en la carretera de
Verneuil © Madame Agora Emile-Zola.
24. Emile Zola, El encuentro © Mme A. Emile-Zola. 26. Emile Zola, Paulette
Bruhat © Mme A. Emile Zola.
28. Man Ray, Rayografía, 1927 © Man Ray Trust / VEGAP. 34. Bill Brandt,
Rebuscando trozos de carbón
© Noya Brandt / Bill Brandt Archive.
36. Bill Brandt, Desnudo © N. Brandt / Bill Brandt Archive. 38. Bill Brandt, Halifax
© N. Brandt / Bill Brandt Archive.
40. Jacques-Henri Lartigue, Marthe Chenal en el Racing de París con Taho
y Boby (mayo, 1916) © Association des Amis de J.-H. Lartigue.
43. Arriba: Jacques-Henri Lartigue, Yo en Villacoublay. Fotografía tomada
por Jean Dafy con mi cámara (noviembre, 1916)
© Association des Amis de J.-H. Lartigue.
Abajo: Jacques-Henri Lartigue, En el Bois de Boulogne,
Lilian Mur al volante de mi B.B. Peugeot, 1915
© Association des Amis de J.-H. Lartigue.
44. Jacques-Henri Lartigue, Michel Tournier en su casa de Choisel, 1974
© Association des Amis de J.-H. Lartigue.
46. Jacques-Henri Lartigue, Francois Reichenbach, 1926
© Association des Amis de J.-H. Lartigue.
48. Herbert List, Anna Magnani, San Felice, Italia, 1956
© H. List / Magnum distribution.
50. Herbert List, El lago de los Cuatro Cantones, Suiza, 1936
© H. List / Magnum distribution.
51. Herbert List, Atenas, 1957 © H. List / Magnum distribution. 53. Herbert List, Bañistas,
Creta, Grecia, 1957 © H. List / Magnum
distribution.

56. Jean-Philippe Charbonnier, La máquina de coser, Kuwait, 1955 ©J.-P. Charbonnier /


Agence Top.
57. Jean-Philippe Charbonnier, La Piscina, Arles, 1975 ©J.-P.-Charbonnier /
Agence Top.
59. Jean-Philippe Charbonnier, Bastidores del «Folies-Bergére», París, 1960 ©J.-P. Charbonnier
/ Agence Top.
61. Jean-Philippe Charbonnier, El Dormitorio, hospicio Lenoir fousserand,
Saint-Mandé, 1959 ©J.-P. Charbonnier / Agence Top. 62. Edouard
Boubat, Plato del día, París (hacia 1948)
© E. Boubat / Agence Top.
65. Edouard Boubat, Square des Epinettes, París, 1951 © E. Boubat /
Agence Top.
67. Edouard Boubat, Lella, 1947 © E. Boubat / Agence Top. 68. Edouard Boubat,
Rue de Rivoli, París, 1989 © E. Boubat / Agence Top.
70. Edouard Boubat, París, 1968 © E. Boubat / Agence Top.
71. Edouard Boubat, París, XVI.°, 1954 © E. Boubat / Agence Top. 74. Denis Brihat,
Cerezo en otoño, 1989 © D. Brihat / Rapho. 77. Denis Brihat, Corte de kiwi 1990 © D.
Brihat / Rapho. 78. Denis Brihat, El plato de peras, 1990 © D. Brihat / Rapho. 80. Lucien
Clergue, Desnudo del mar, Camarga, 1958 © L. Clergue. 82. Lucien Clergue, Arlequín, Arles,
1955 © L. Clergue.
83. Lucien Clergue, El salto de la muerte, Nimes, 1962 © L. Clergue. 86. Arthur Tress,
Michel Tournier en un hospital abandonado,
Nueva York, 1984 © A. Tress.
90. Arthur Tress, Flat Dream, Nueva jersey, 1971 © A. Tress.
91. Arthur Tress, Muchacha recogiendo carpas, Choisel, 1974 © A. Tress. 95. Arthur Tress,
Silgrim/Shadow, Viejo San Juan, Puerto Rico, 1975
© A. Tress.
96. Jan Saudek © J. Saudek / Galerie Kamel Mennour, París. 98. Jan Saudek ©J.
Saudek / Galerie Kamel Mennour, París. 100. Jan Saudek © J. Saudek / Galerie
Kamel Mennour, París. 101. Jan Saudek ©J. Saudek / Galerie Kamel Mennour,
París. 104. Dieter Appelt, Mancha de vaho en el espejo, 1977
© D. Appelt / Van Laere Contemporany Art. 106. Dieter Appelt,
Camino del recuerdo, 1979
© D. Appelt / Van Laere Contemporany Art. 108. Dieter Appelt,
Huella del recuerdo, 1979
© D. Appelt / Van Laere Contemporany Art.
110. Arno-Rafaél Minkkinen, Autorretrato, Andover, 1988
© A.-R. Minkkinen / Galerie N.C.E., París.

112. Arno-Rafaél Minkkinen, Autorretrato, Praga, Checoslovaquia, 1989


© A.-R. Minkkinen / Galerie N.C.E., París.
114. Arno-Rafaél Minkkinen, Autorretrato, Kuopio, Finlandia, 1987
© A.-R. Minkkinen / Galerie N.C.E., París.
116. Patricio Lagos, Arena y agua, Caroual, Bretaña, 1989
© P. Lagos / Blue Art Experience.
119. Patricio Lagos, Aggelos, bahía de la Fresnaye, Bretaña, 1990
© P. Lagos / Blue Art Experience.
120. Patricio Lagos, Bautizo, Mont-Saint-Michel, Bretaña
© P. Lagos / Blue Art Experience.
(Publicada en Arena, bain de vie, Éd. de Lassa.)
124. Joyce Tenneson, Suzanne, 1987 © J. Tenneson
125. Martine Franck, Delphine Boleret, pescador © M. Franck / Magnum 127. Giséle Freund,
Virginia Woolf © G. Freund. 128. Philippe Bonan, Niña en la ventana, P arís, 1990 © P. Bonan.

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