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El colegio de San Luis Gonzaga era muy hermoso. A su enorme extensión y cabida de
alumnos debía el ser conocido en toda España por “el colegio grande”. […] La situación de
aquel del Puerto, ya en las afueras de la ciudad, era maravillosa. Se hallaba limitado: por la
vieja plaza de San Francisco, con sus magnolios y araucarios, próxima a la de toros, que nos
mandaba en los domingos de primavera, a los alumnos castigados, el son de sus clarines; por
una calle larga de bodegas, con salida a un ejido donde pastaban las vacas y becerros que
despertaron en mí y otros muchachos esperanzas taurinas. […]
El primer año, no recuerdo si por timidez o demasiada inocencia, fui un alumno casi
modelo: puntual, estudioso, devoto, lleno de respeto para mis condiscípulos y profesores. En la
proclamación de dignidades del curso salí nombrado segundo jefe de fila […]
El colegio tenía una organización casi de tipo militar y Rafael, como hemos
visto, reconoce que durante el primer año en el colegio tuvo un comportamiento
ejemplar por lo que fue nombrado jefe de filas, este cargo junto al de brigadier y edil
eran las únicas distinciones a las que podían aspirar los externos ya que la más alta
distinción que era la de príncipe solo la podían ostentar los internos de clase social
elevada. Estas diferencias marcaron al joven Rafael que recuerda con rabia aquellos
años escolares y en La arboleda perdida comenta:
El uniforme, que en los internos era azul oscuro, galoneados de oro los pantalones y la
gorra, consistía para nosotros en nuestro simple traje de paisano. Las dignidades, como en el
ejército, usaban estrellas y sunchos en las bocamangas; pero nuestras categorías las marcaban
distintos medallones, verdaderos colgajos, horrorosos aún más sobre las democráticas
chaquetas. Los diplomas que conquistábamos, ya por buena aplicación o buen comportamiento,
eran de mala cartulina, medio borrosos nuestros nombres escritos a máquina, y no de
pergamino dibujado de hermosas letras góticas como las que ganaban con evidente facilidad los
internos. Estas grandes y pequeñas diferencias nos dolían muchísimo, barrenando en nosotros,
según íbamos creciendo en sensibilidad y razón, un odio que hoy solo encuentro comparable a
ese que los obreros sienten por sus patronos: es decir, un odio de clase.
Entre sus compañeros estaba su primo José Ignacio que estudiaba con él, pero en
el grupo de los internos. Estas diferencias en su propia familia le hacían recordar a
Rafael que sus tíos-abuelos habían ido perdiendo el patrimonio vinícola familiar que
había pasado a manos de los Osbornes a los que su padre representaba promocionando
sus vinos por el norte de España, esto motivó que su padre estuviera siempre ausente y
que Rafael, conocido familiarmente como Cuco, viviera con su madre y sus hermanos
en casa de sus tíos. Dada la mala situación económica, Rafael heredaba la ropa de su
primo José Ignacio del que sintió, en alguna ocasión, cierto aire de desprecio alguna
mañana cuando iban a misa de siete. Rafael vivía junto a sus primos y tíos los lujos que
su familia no se podía permitir, pero también se sentía en inferioridad con respecto a
ellos y vigilado constantemente por sus tíos y tías que vivían siguiendo una fuerte moral
católica.
Rafael confiesa su falta de interés por los libros y esto le hacía escapar de las
clases para pasar el rato en la huerta o en las dunas de arena del amplio campo del
colegio. Sin embargo, el día que supo que se marchaba a Madrid, fue a despedirse de los
jesuitas y del padre Prefecto. Al día siguiente, la familia marchó en tren hacia Madrid y
terminó la etapa de Rafael en el Puerto que estuvo marcada por los años en el colegio.
BIBLIOGRAFÍA