Sei sulla pagina 1di 3

Vocación a la vida monástica

¿Monjes para el tercer milenio? ¿Es que tiene sentido la vida monástica en una era
posmoderna y de avanzadas tecnologías? ¿No es un residuo medieval? ¿Este tipo
de existencia tiene algo que ver con lo que se vive en la calle? ¿Es un
planteamiento vigoroso, el del monje, que choca con la ideología “light”? ¿O es una
evasión para no afrontar los retos que nos plantea la sociedad?

A pesar de que puede aparecer a los ojos de muchos como una vida monótona,
quieta, la vida monástica es dinámica. Más aún, es un combate. Así la define, por
ejemplo, la Regla de San Benito en el capítulo I. Un combate diario. Un combate
contra muchos elementos que anidan en el propio mundo interior. Un combate que
pone en juego los elementos fundamentales de la existencia: el amor, la propia
estima, la soledad, la sexualidad, el uso de la libertad, la relación entre personas o
grupos, el cansancio por el trabajo, la limitación en el uso de los bienes materiales
y la dificultad de compartirlos. Un combate que pone en juego, también, la opción
de creer, la pregunta por el sentido de la existencia, la oscuridad de la fe.

Un distintivo calificativo de los monjes, ya desde los inicios de la vida monástica, es


el de la virginidad o el celibato. No se trata de una mera continencia soportada
estoicamente, sino de abrazar la castidad por el Reino de Dios, como una
forma de vida y amor que implica una entrega total a Cristo y una apertura,
también total, a los demás. El monje y la monja, en su itinerario de integración y
maduración de la afectividad y la sexualidad expresan la bondad de la dimensión
sexual, creada por Dios, pero al mismo tiempo su finitud; y denuncian la
absolutización del sexo: Su vida enseña que el hombre o la mujer nunca pueden
ser vistos simplemente como un objeto para satisfacer vacíos o buscar
satisfacciones egoístas. La opción evangélica por la castidad supone un profundo
respeto por el misterio personal del otro: Además, la castidad por el Reino expresa
la convicción profunda de la cercanía de Dios, a pesar muchas veces de su silencio
y su ausencia aparente. El monje, la monja, le ofrece de modo absoluto e
indivisible su amor, consciente de que sólo Dios puede llenar profundamente el
corazón humano.

Otro gran distintivo de la vida monástica es la obediencia, por medio de la cual


los monjes tratan de usar madura y evangélicamente de su libertad. En efecto, la
vivencia monástica de la obediencia está lejos de la superficialidad y de la
inmadurez infantilizante; no pretende quitar la responsabilidad de opción y de
acción: Todo lo contrario. Exige una gran madurez, que uno va adquiriendo
paulatinamente, y un ejercicio firme de la propia voluntad decidida a liberarse
plenamente en lo más profundo de su interior; allí donde se desarrolla el combate
entre la libertad o esclavitud al propio egoísmo: Por la obediencia, los monjes
quieren continuar viviendo aquella actitud fundamental de discernimiento de la
voluntad de Dios para ponerla en práctica, que encontramos en los grandes
personajes de la Biblia y de la Historia de la Iglesia.

Por medio de la simplicidad de vida y de la comunión de bienes que debe


imperar en los monasterios, tanto a nivel individual como comunitario, el monje
busca ser interiormente libre frente al uso de bienes materiales, sin ninguna
clase de apegos: También esto requiere un combate constante. Con sus
hermanos, presididos por el Abad o la Abadesa –que ha recibido la misión de ser
centro de comunión en la fraternidad monástica-, procura formar una comunidad
donde cada uno de reciba lo necesario, sin privilegios materiales ni distinciones
arbitrarias: Incluso llega a vivir -y uno se pregunta si no debería ser más a
menudo- la misma experiencia de los pobres que no tienen lo suficiente.

Con sus tareas diarias trata de subrayar la dignidad del trabajo, sin buscar la
ganancia por la ganancia, sino tratando de ser útil ante las necesidades de los
demás con el fruto directo de su labor o con la distribución de parte de los
beneficios proporcionados por el trabajo comunitario. El monasterio, y según la
sabiduría transmitida por los Padres y Madres del monacato, debe procurarse en la
medida de lo posible que el trabajo, sea del tipo que sea -manual o intelectual-, no
esclavice ni resulte excesivamente gravoso ni vaya en detrimento de otros valores,
como la oración, la convivencia, la formación, la cultura.

Tampoco el camino de la oración litúrgica o individual esta exento del combate


cotidiano. El monje es un buscador apasionado de Dios y quiere amar totalmente a
Cristo. Pero, como los demás creyentes, en determinadas épocas de su vida se
encuentra también con la oscuridad de la fe, el silencio de Dios, la oración
aparentemente no escuchada, el cansancio, la “acidia” de que hablan los Padres
del monacato. Y ello experimentado en una opción de vida, como la monástica, que
no tiene otro soporte fundamental que la fe misma. En estas situaciones, trata de
perseverar humildemente en la compunción y en el amor; sin desfallecer en la vida
de oración a sabiendas de que la pedagogía de Dios no resulta siempre
comprensible a la lógica humana. Es consciente de que la acogida de la Palabra de
Dios y la oración lo van purificando de sus pasiones, hacen nacer el amor en su
interior y lo van abriendo a Dios y a los hermanos. Sabe que, por pura gracia, el
Padre, por obra del Espíritu, va transformando –“transfigurando”, dirán los Padres-
poco a poco su persona para reproducir en él la imagen y semejanza de Cristo. El
monje, además, en toda situación, tanto cuando está en la plenitud de su vigor
espiritual, como cuando experimenta el desaliento, procura no dejar de ejercer el
ministerio de intercesión que la Iglesia le ha confiado a favor de sus hermanos en
la fe y de la humanidad entera.

A través de este itinerario va avanzando hacia la plenitud de su realización como


ser humano y como creyente. La vida en el monasterio le ayuda al trabajo lento de
conocer su mundo interior para unificarlo de la dispersión, pacificarlo y centrarlo
en Cristo; le ayuda, asimismo, a encontrar la unidad con los demás.

¿Tiene, pues, sentido la vida monástica en el umbral del tercer milenio? ¿Puede
aportar algo a sus contemporáneos? ¿O es una opción personal, respetable –cómo
no en una época que valora muchísimo las libertades individuales- que no tienen
nada que ofrecer a los demás?

Lo dicho hasta ahora permite dar un inicio de respuesta (…). Realmente, la


experiencia espiritual que se recorre a lo largo de la vida monástica no es ajena a
la experiencia fundamental que vive todo ser humano si quiere tomar consciencia
de su realidad personal y vivirla en profundidad. Y más todavía cuando se trata de
un creyente en Cristo.

A partir, por tanto, de su propia existencia y del conocimiento progresivo de las


profundidades de su ser, los monjes pueden prestar un gran servicio a sus
contemporáneos, puesto que están en disposición de acogerlos con sus valores, sus
límites, sus interrogantes y sus heridas interiores y de decirles una palabra salida
de la profundidad de su experiencia como creyentes. Una palabra de vida; una
palabra de “salvación”, en continuidad fundamental con la que pedían a los Padres
del monacato los visitantes de los desiertos monásticos allá por los siglos cuarto,
quinto y sexto.

Probablemente el servicio que puede prestar el monje es más necesario ahora que
en otras épocas de la historia. En efecto, nuestro tiempo se caracteriza por ser un
periodo de crisis de la civilización, de desencanto, de un gran progreso de la
tecnología pero que no llega a producir felicidad plena, de decepción ante los
límites de la ciencia, de desmoronamiento de las ideologías que sustentaban la
esperanza de tantos, de mucho vacío a pesar de tantas palabras como se oyen y se
leen, de consciencia de la brevedad de la vida y de la llegada inexorable de la
muerte. En este contexto, son muchos los que buscan una vivencia trascendente:
Cuando, pues, la posmodernidad ha proclamado el fracaso de tantas cosas y los
más lúcidos se preguntan por el sentido de la existencia y de la persona, los
monjes pueden portar, desde su opción peculiar, una palabra iluminadora que acoja
las inquietudes no siempre explicitadas de sus contemporáneos, puesto que en su
vida monástica viven experimentalmente el combate de la existencia y la pregunta
por el sentido de la misma. Su respuesta constituye una parábola para los demás.
Una indicación del camino que conduce a la auténtica felicidad: Esta debe ser su
aportación fundamental junto a otras en otros ámbitos concretos. Y no es algo
nuevo; este servicio ya lo prestó el monacato en otras épocas de crisis, como la que
vivió San Benito.

Cuando uno ha entrado en contacto profundo con el monacato, se da cuenta de que


continúan manteniendo toda su validez aquellas palabras del papa Pablo VI en
Montecasino el año 1964, ante una representación altamente cualificada de toda la
Confederación benedictina: “La Iglesia y el mundo necesitan que el monje salga
de la comunidad eclesial y social y se circunde de su recinto de soledad y silencio y
desde allí nos haga escuchar el acento encantador de su oración llena de paz,
desde allí nos atraiga para ofrecernos el cuadro de una oficina del “servicio
divino”, de una pequeña sociedad ideal, donde reina como fin el amor, la
obediencia, la libertad frente a las cosas y el arte de su buen empleo, la
preeminencia del espíritu, la paz; en una palabra: el Evangelio. La excitación, el
alboroto, la febrilidad, la exterioridad amenazan la interioridad del hombre. Le
falta el silencio con su genuina palabra interior, le falta orden, la oración, la paz, le
falta su propio yo. Para reconquistar el dominio y el gozo espiritual interior
necesita restaurarse en el monasterio. Y una vez recuperado para sí mismo en la
disciplina monástica, es recuperado para la Iglesia. El monje tiene una función
más urgente que nunca. Y cuando se ha reencontrado a sí mismo, puede tener
una función también respecto al mundo. Su misma lejanía viene a crear en él unas
nuevas relaciones a través del contraste, de la sorpresa, del ejemplo, de la posible
confidencia y el diálogo secreto, de la fraterna complementariedad”.

Esta complementariedad puede y debe seguir en el tercer milenio. (…)

(Tomado del prólogo del libro titulado Monjes para el tercer milenio,

de Mercé Cerezo Rellán. Ediciones Monte Casino. Zamora: 2000)

Potrebbero piacerti anche