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JESÚS OVALLOS

Mártir
Mártir
© Jesús Ovallos
jesusdovallosc@gmail.com

ISBN: 978-958-56470-7-7

Ediciones Exilio - Bogotá


fundacionexilio@gmail.com
Edición al cuidado de Hernán Vargascarreño
Primera edición: Agosto de 2018
Tiraje: 1.000 ejemplares

Imagen de portada:
Martirio de San Sebastián, óleo sobre canvas,
de Marcela Vega, recreación a partir de una obra de Guido Remi.
Instagram: @amarillocromo

Impresión:
Editorial Gente Nueva
Tel: 320 21 88
Bogotá D.C.

Impreso en Colombia / Printed in Colombia


A la memoria de
José Ropero Alsina
Juan Carlos Pacheco Cabrales
y del tío Juancho Ovallos.
A mis padres
por 28 años de paciencia.
Y a mis amigos todos,
porque aún somos
pero pronto no.
¡Salud!
Prólogo
Jesús Ovallos, un aire puro más allá
de los estoraques

Es común escuchar, cuando se habla de


literatura escrita por nortesantandereanos
(para no usar el discutible término de
literatura nortesantandereana), nombres
como los del escritor y político José Eusebio
Caro, el del escritor y periodista Jorge Gaitán
Durán y el del poeta Eduardo Cote Lamus,
solo por nombrar los tres más destacados.
Claro que hay muchos otros, y con obras que
sin duda disputarían el podio de privilegio que
ocupan los mencionados; pero tristemente
en ocasiones la historia de la literatura se
encuentra aparejada con la historia política o
nace de la pluma oficial de algún intelectual
de turno, que se encarga de exaltar ciertos

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nombres y pasarlos a la posteridad en
letras de molde. Afortunadamente nos
ha tocado vivir un momento histórico
donde la visibilidad de los artistas, no
hablo solo de los escritores, es mucho más
evidente, una época donde definitivamente
se han alterado los rígidos mecanismos
tradicionales de difusión cultural. Digo todo
esto, precisamente porque me voy a referir a
un libro escrito por un nortesantandereano
contemporáneo, por Jesús Daniel Ovallos,
un joven ocañero que con Mártir, un
conjunto de relatos breves que conforman
su ópera prima, se presenta como una
bocanada de aire puro dentro de la literatura
escrita en el nororiente colombiano. El libro
está compuesto por seis relatos cortos, con
temáticas diferentes, pero con un buen
manejo del material narrativo todos ellos.
Es destacable cómo Ovallos, recurriendo a
la economía verbal, logra manejar la tensión
narrativa y atrapar al lector con historias

8 Jesús Ovallos
que siempre guardan una dosis de suspenso.
Cuando digo economía verbal no me refiero
a la evasión de la descripción del detalle, que
muchas veces está presente cuando el texto
la demanda, sino quiero decir que hay una
voluntad explícita del autor de alejarse de un
lenguaje recargado, amanerado, anacrónico.
Veamos cómo en el cuento “Mártir”, por
ejemplo, con unas pocas pinceladas precisas
el autor nos pinta narrativamente un tipo
ideológico reconocible en la figura del
capitán Matallana, cuando este se refiere a
los rojos:
–Recientemente– retomó el capitán –han
conseguido muchos adeptos entre los
colegiales, entre los poetas borrachos y los
degenerados disfrazados de intelectuales.
Los estudiantes se están dejando ensuciar
los oídos con las patrañas liberadoras, que
no son sino depravación reprimida, señor
Obispo…

Mártir 9
El lector se encontrará en este libro, en
primer lugar, con la soledad del samaritano
en Tanatocracia. En principio, un espectador
de la barbarie irracional impulsada por
una secta fantasmagórica que incita a la
autoeliminación de los habitantes del pueblo,
luego, víctima también él de ese estado de
cosas.

Cándido Can, si se quiere título emblemático,


porque llama la atención sobre el perro, de
manera que, como lectores, solo con leer el
título esperamos que en el desarrollo de la
acción del relato el perro juegue un papel
fundamental. Pero como en toda buena
narración, aparecen allí diversos aspectos
del mundo que rodean y a su vez contienen
el hecho narrativo. En este sentido es
interesante el punto de vista que elige el
autor, porque pareciera como si los hechos
que narra fueran vistos por los habitantes de
esa vecindad a la que se mudan los dueños
de Karenin, el cándido can. Ellos son testigos

10 Jesús Ovallos
de los cambios que experimenta la pareja, los
que ven al camión de mudanzas y a Karenin
tirarse del auto en movimiento. Son los que
reparan en los cambios de hábitos, tanto
del dueño del perro como de la mascota.
Finalmente, son los que llaman a la policía,
para que estos se encuentren con esa escena
entre previsible y sorpresiva.

Premio Internacional de Poesía de Los


Infiernos es un cuento que por momentos
me recordó a Sensini, ese gran relato de
Roberto Bolaño. Quizá porque su temática
sea un concurso literario, que es a su vez
el disparador del texto del chileno, pero
además tienen ambos relatos otra cosa en
común, el cuestionamiento implícito a la
poca rigurosidad y falta de profesionalismo
por parte de quienes convocan a ese tipo
de justas literarias. El relato recoge la
accidentada comunicación de Nicolás
Bustillo Parra, un joven bogotano, con los
murcianos organizadores del concurso.

Mártir 11
Manuel Jacinto Palomo, máximo hombre
de letras de la ciudad, es el relato más
extenso del libro. Una crónica que comienza
cuando el personaje narrador, siendo niño,
conoce al autor del himno de su colegio, un
candidato a alcalde frustrado que termina
convirtiéndose muchos años después en
su mentor. Siguiendo la voz de un ingenuo
narrador protagonista, veremos cómo ciertos
personajes con experticia en mover los hilos
burocráticos pueden ascender en distintas
esferas y hacer un culto de la personalidad.

Mártir, el cuento que da título al libro,


es un relato muy bien logrado que deja al
descubierto algunos de los intereses que
están presentes en momentos de conflicto
armado y político, incluso entre personas
del mismo bando. Más allá del proceso
psicológico del capitán Matallana y de la
tensión que se apodera del discurso cuando
este está haciendo su confesión de tintes
reaccionarios, es un relato si se quiere

12 Jesús Ovallos
costumbrista, que tiene como telón de fondo
los aconteceres de una sociedad.

En, Y solo yo sabía por qué, el cuento


que cierra el libro, Ernesto, el narrador
protagonista de la historia, nos cuenta los
pormenores de una amistad con desenlace
fatal.

Resumiendo, Mártir es un libro que he


comparado con una brisa de aire puro que
viene desde más allá de los estoraques,
porque creo que es una muestra valiosa,
un trabajo juicioso y cuidado de la nueva
narrativa colombiana. Jesús Daniel Ovallos
supo mostrar en estas páginas, no solo el
dominio de la técnica narrativa, sino también
el conocimiento de la compleja condición
humana.
Fernando Chelle
San José de Cúcuta, 9 de julio de 2018

Mártir 13
Tanatocracia1

Acababa de exhalar la primera bocanada


de humo del cigarrillo cuando escuchó el
crujir del cráneo que se reventaba contra
la acera. Se apresuró a alcanzar la pequeña
pared que separaba la terraza del vacío para
confirmar que alguien había caído desde
el edificio contiguo. Arrojó el cigarrillo en
cualquier parte y bajó con prontitud las
escaleras mientras buscaba en su celular el
número de alguna ambulancia. Ya en la calle,
avanzó algunos metros a tientas mientras sus
pupilas se acostumbraban al implacable sol
de la media tarde. No tardó en percatarse de
que el auxilio paramédico sería en vano, pues
la larga estela de sangre que emanaba del
cráneo roto se escabullía hasta la autopista
1 Cuento semifinalista del Concurso Nacional de Cuento de RCN
y el Ministerio de Educación Nacional (Colombia, 2017)

Mártir 15
y comenzaba a coagularse. Pensó que en
lugar de una ambulancia, llamar a Medicina
Legal habría sido más conveniente. Absorto
en la contemplación del cuerpo e intentando
identificarlo solo por su vestimenta, le tomó
un tiempo considerable advertir que era el
único, de entre los miles de habitantes de
su ciudad, que había mostrado interés en el
finado.

Tratando en vano de llamar la atención de


algún transeúnte, gritó. Se plantó en medio
de la calle buscando que algún automóvil se
detuviese para ayudarlo, pero más de una vez
tuvo que hacer maniobras de esgrimista ante
los vehículos para proteger su integridad.

Entre los sonidos de los autos y sus respectivas


bocinas escuchó lo que parecía ser el zumbido
de un furioso enjambre de abejas asesinas.
Afiló su oído. Halló el origen del ruido en un
megáfono que era sostenido por un sujeto de
aspecto fantasmagórico, envuelto en un frac

16 Jesús Ovallos
negro y que iba acompañado por algunos
personajes en similar atavío; mientras sus
acompañantes aplaudían, un hombrecillo
encorvado por el peso de su propia sotana
blanca repartía bendiciones a diestra y
siniestra.

El samaritano se percató de que quienes


pasaban a su lado buscaban conglomerarse
en la plaza principal, justo en frente del
sujeto del megáfono; desde su posición, se
dispuso a desenmarañar la distorsión de los
mensajes que el aparato amplificaba. Tardó
más tiempo intentando descifrar las palabras
que en comprender su terrible magnitud.

Incrédulo aún, escuchó sendos discursos que


alentaban a la destrucción del pueblo a través
de la autoeliminación de sus habitantes. Las
premisas eran claras: una vida tranquila, una
realidad promisoria más allá de su respectivo
tiempo y de su propia existencia terrenal.
Según los sujetos en la tarima, la inmolación

Mártir 17
era el camino hacia la redención, solución
definitiva. El samaritano volvió su mirada
a los edificios que rodeaban la plaza solo
para constatar que la muerte de su vecino no
había sido ni un accidente ni mucho menos
un caso aislado. Varios de los asistentes a
la plaza ahora recorrían el camino señalado
por las bestias en la tarima, lanzándose de
los edificios cercanos o interponiéndose en
el camino de los conductores indiferentes.
Mientras el hombre de sotana bendecía
el frenesí suicida, un vaho sanguinolento
comenzaba a apoderarse de la ciudad.

A empujones buscó abrirse paso hasta


el frente de la tarima. Cuando estuvo lo
suficientemente cerca de ellos, sus rostros le
alarmaron tanto como sus palabras; sus caras
parecían sostenidas a la fuerza a sus cráneos,
irreales, desfiguradas por una sonrisa
inerte. Ahora, en peligrosa proximidad,
notó cómo sus trajes dejaban ver las varitas
que sostenían las máscaras con las que se

18 Jesús Ovallos
dirigían al público. Desde su posición, podía
distinguir los verdaderos rasgos detrás
de las caras falsas, facciones demacradas
por la eternidad misma, rostros llenos de
cicatrices y de pústulas que expelían un olor
nauseabundo, prestas a reventar. Buscó con
su mirada al de sotana, de quien alcanzó
a percibir cómo de sus cuencas oculares
salían regordetes gusanos del tamaño de sus
dedos. No dudó que se trataba de criaturas
sobrenaturales, más allá de las leyes del
mundo y de Dios.

Con cautela, pero con premura, se abrió


paso por la marea humana. Buscaba
acercarse más, ansiaba dejar al descubierto
a los impostores, derribar sus caretas de un
zarpazo, pero mientras se aproximaba a las
abominaciones, quienes salían del sermón le
dificultaban más el paso; peor aún, quienes
salían de la plaza eran inmediatamente
reemplazados por corrientes de nuevos
concurrentes que aparcaban sus autos en

Mártir 19
los alrededores y se sumaban a la audiencia.
Sin embargo, su determinación de desnudar
la verdadera esencia de las criaturas lo llevó
hasta la primera línea de la multitud, desde
donde podría dejarlos en evidencia.

Cuando finalmente logró tenerlos a su


alcance, estiró su mano tratando de tomarlos
de sus caretas o túnicas. Cuando estuvo
a distancia de asir la manga del de sotana,
tuvo que ver cómo sus manos parecían cazar
mosquitos; tras varios intentos infructuosos
por tomar las vestimentas, las manos o las
caretas, desistió de su objetivo. No solo eran
repulsivos, sino también etéreos, intocables,
invencibles.

La imposibilidad de derribarlos lo desahució.


Miró a su alrededor pero el panorama no
había cambiado: el samaritano era una gota
en el mar de crédulos.

El destino de su ciudad estaba sellado pero


él decidió que no atestiguaría el holocausto

20 Jesús Ovallos
definitivo. Avanzó por la marea tratando
de llegar al cuerpo de policía, que desde la
última fila y en absoluta tranquilidad parecía
cuidar lo que parecía un macabro ritual. Ya
que el escuadrón seguía hipnotizado por
los discursos de las criaturas, se le facilitó
despojar furtivamente a uno de los policías de
su arma de dotación. Con el dedo en el gatillo
se acercó lo más que pudo a la tarima, a solo un
par de metros de los monstruos. Era la última
esperanza para desterrarlos de la existencia,
y sentía que debía agotarla. A pesar de ser
consciente de lo inútil de su acción, disparó
dos balas que atravesaron sin lastimar a
los predicadores, quienes continuaron sus
diatribas y pregones mortales.

Habiendo confirmado que la suerte del


pueblo estaba echada, ya no le quedaba sino
consumar su propio destino.

Abrió su boca, apoyó el cañón de la pistola


en el paladar y la accionó en agónica

Mártir 21
desesperación. Tal como era de esperarse, el
acto público no fue interrumpido ni por su
muerte ni por las siguientes. Nadie pareció
alarmarse, el pueblo seguía absorto en la
palabra que esas prístinas criaturas les
presentaban.

Solo un objeto se atrevió a perturbar la


ceremonia: un globo de helio con forma de
corazón rojo que pasó en frente del megáfono
y se elevó impune por los aires. Su pequeña
dueña permanecía absorta, con la mirada fija
en el cadáver de aquel hombre aterrorizado
por la indolencia de sus coterráneos.
Los diminutos dedos por donde se había
deslizado el hilo del globo permanecían
ligeramente separados.

22 Jesús Ovallos
Cándido can

Al dueño de Karenin lo conocieron tres


años atrás. Había llegado al barrio en su
auto blanco con su esposa al volante, y por
la ventanilla asomaba la cabeza el entonces
cachorro de labrador que miraba jadeante.
Antes de terminar de establecer la mudanza,
el perro ya hacía las delicias de los niños del
barrio, a quienes correteaba en la acera, con
la mirada complaciente de los padres y de
sus dueños. En la opinión de los vecinos, se
trataba de recién casados corrientes.
Los dos primeros años de la pareja en la
vecindad fueron idílicos. Eran parte activa
de los distintos eventos, iban juntos a las
celebraciones del aniversario de la fundación
del barrio. Incluso, el hombre lideró el
proyecto para la adecuación de la vía de acceso
al vecindario, un objetivo cuya consecución

Mártir 23
pareció agilizarse con la llegada de la familia.
En todas sus actividades, el perro los
acompañaba, siempre echado a sus pies.

Pero el tiempo, implacable con las relaciones


como con los humanos, se encargó de
hacer estragos con el matrimonio. Ya eran
contadas las ocasiones en las que veían
salir el auto blanco con los dos asientos
delanteros ocupados, y en el mejor de los
casos, Karenin ocupaba el lugar al lado del
conductor. Eventualmente, la pareja salía a
la calle para que su mascota jugara con los
niños, pero pocas veces se sonreían el uno
al otro y muchas menos se dirigían palabra
mientras su mascota correteaba por ahí.
Paulatinamente, el silencio se transformó
en vociferaciones recriminatorias, quejas y
llanto esporádico que escapaban a través de
los ventanales del hogar otrora feliz.

Para los vecinos no fue sorpresa ver el camión


de mudanzas aparcado al frente de la casa de

24 Jesús Ovallos
la pareja. Los encargados llevaron los muebles
al camión mientras el hombre, botella de
cerveza en mano, se limitaba a observar el
desalojo desde la tiendecita de enfrente. Los
últimos en salir de la casa desocupada fueron
la mujer y Karenin, llevado por ella con un
lazo hacia el auto familiar.

Cuando el carro ya había avanzado algunos


metros, se vio la ya corpulenta figura del perro
asomada por la ventanilla del conductor. El
animal saltó del coche en movimiento para
caer de costado sobre el pavimento, pero
se incorporó con rapidez y se apresuró a
sentarse al lado de su amo mientras lamía su
mano, al tiempo que el auto blanco se alejaba
para nunca más volver.

Después de la separación, pocas veces se vio


al hombre salir de su casa. De su fiel mascota
solo se sabía por sus aullidos cuando el amo
se iba y por los ladridos de emoción cuando
regresaba tarde en la noche. Por su parte, los

Mártir 25
vecinos de la casa contigua se enteraban de
la llegada de su vecino cuando escuchaban
el ruido de un televisor catódico encenderse
pasada la media noche.

La última vez que le vieron entrar a la casa fue


dos semanas antes de la llamada a la policía
ambiental. Algunos afirmaron que había
llegado un poco más temprano de lo habitual,
con un caminar sobrio y una bolsa de papel
en la mano. Nadie lo había visto salir, así que
supusieron que el hombre dejó abandonado
a Karenin durante la madrugada.

El perro aulló desde el primer día de la


desaparición, y sus lamentos se hacían
más angustiosos a medida que el tiempo
transcurría. Los vecinos, que por la
cordialidad del animalito y su efusividad
con los niños habían cultivado cierto cariño
hacia él, procuraron alimentarlo lanzándole
comida desde una ventana contigua, hasta
que notaron que esta se acumulaba en el piso.

26 Jesús Ovallos
Cuando decidieron llamar a la autoridad
ambiental, ya las señales de vida del can eran
una rareza.

Días después del llamado a las autoridades,


comenzó a percibirse en el barrio un hedor
que provenía de la casa del perro. Los padres
de familia tuvieron que responder a sus niños
con evasivas las preguntas sobre el origen
de aquel nauseabundo olor. Llamaron de
nuevo a la policía para notificar la novedad,
quienes se presentaron esta vez de forma casi
inmediata, pero tuvieron que soportar los
reproches de los vecinos por no acudir antes
de que en la escena hubiera un cadáver.

A la vista de los vecinos que se agolparon al


frente de la casa, uno de los policías procedió
a hacer sonar el timbre y la respuesta que
obtuvo fueron unos poderosos ladridos
desde el interior. En medio de la algarabía y
la emoción de los vecinos por saber aún vivo
al perro, el policía forzó la cerradura de la

Mártir 27
casa. Karenin hizo el respectivo recibimiento;
meneaba su cola y arqueaba su columna en
señal de sumisión, lo que le dio la confianza
a uno de los uniformados para acercar su
mano al hocico del animal, quien lamía la
mano brevemente y brincaba para hacer lo
mismo con su rostro. El policía se deleitó
con la espontánea y legítima efusividad del
can hasta que este le ladró casi al oído y se
apresuró a la puerta de la habitación de su
amo. Allí permaneció y ladró repetidamente
hasta que los policías se acercaron a registrar.
A medida que se aproximaban, el olor a
mortecina que los había llevado hasta allí se
mezclaba con el aroma del whisky.

En la habitación encontraron un cadáver


con el rostro despellejado, con la calavera
perfectamente visible y algunas pequeñas
marcas de sangre en lo que había sido la cara.
El único rastro de carne en la cabeza era el
que sostenía en su sitio el cabello. La mano
izquierda del cuerpo presentaba las mismas

28 Jesús Ovallos
características de la cabeza: quedaban a la
intemperie los huesos de las manos y los de
una parte del antebrazo. Al lado de la cama,
en la mesa de noche, encontraron una copia
de La insoportable levedad del ser y una
bolsa de papel junto a un paquete vacío de
Clonazepam; al otro costado, una botella de
whiskey reventada contra el suelo.

Aún tan confundidos como horrorizados,


los policías debieron escuchar a uno de sus
compañeros explicar que, alguna vez, en
alguna parte, había leído que las mascotas
que quedaban a solas con el cadáver de su
amo se encargaban de devorarlo, y que los
animales comenzaban su ingesta con las
partes más carnudas.

Mártir 29
Premio Internacional de Poesía
de Los Infiernos

Para Jorge Carreño

–Muy buenas tardes, ¿me he comunica’o con


el señor Nicolás Bustillo Parra?

–Sí señor, habla con él. ¿Qué necesita?

–Maestro Nicolás, os hablo de parte del


ayuntamiento de Los Infiernos, Murcia.
Llamamos para anunciaros que habéis sido
escogí’o como el gran ganador del Primer
Concurso Internacional de Poesía de Los
Infiernos ¿Cómo os hace sentir eso?

–Eh, vea usted, en este preciso momento iba


saliendo de mi casa, ¡pero es una magnífica
noticia! Es la primera vez que gano un
concurso de poesía.

Mártir 31
–Pues para nosotros, debo decir, vuestra
participación ha sido todo un honor que…

–Discúlpeme por interrumpirlo, eh… ¿Cuál


es su nombre?

–José Francisco. José Francisco Ruiz-


Ortega.

–Don José Francisco, verá usted, voy


saliendo hacia a mi trabajo y no quiero
retrasarme. ¿Me puede dar una dirección
de correo electrónico para contactarme con
usted en cuanto llegue de trabajar?

–Mucho me temo que eso es imposible,


maestro Nicolás. Veréis, la administración
local ha recorta’o el presupuesto concerniente
a los servicios públicos en el departamento
de cultura. Por lo tanto, para hacer esta
llamada hemos recurrí’o a la amabilidad del
señor alcalde, quien nos ha permití’o hacer
la llamada internacional desde su oficina. Así
que este es el único momento que tenemos

32 Jesús Ovallos
para conversar y concretar la entrega del
premio.

–Okay. Está bien. Pero por favor, que sea


breve…

–Antes de daros la información respectiva,


maestro, permitidnos anunciaros que
tenemos por acá al mismísimo director de la
Gaceta de Los Infiernos, quien desea haceros
un par de preguntas. ¿Podríais por favor
regalarnos unos minutos? Os garantizo no
demoraros, además, seguramente vuestro
jefe entenderá…

–Emmm, sí, seguramente comprenderá…


Bueno, si no hay otra opción…

–(…) ¿Con don Nicolás Bustillo Parra?

–Sí señor.

–Es un honor para mí hablar con usted,


maestro Bustillo. Soy Ramiro Fuentesbravas,
director de la gloriosa Gaceta de Los Infiernos.

Mártir 33
Quisiera haceros un par de preguntas acerca
de vuestra vida y de cómo llegasteis a la
inspiración para componer ese maravilloso
poema que es Bajo el cielo azul de Los
Infiernos.
–Le agradezco mucho la amabilidad, don
Ramiro; me disculpará si llego a ser cortante,
pero de verdad el tiempo que tengo es muy
limitado…
–No os preocupéis. Para no perder más
tiempo, maestro, ¿podéis decirme vuestra
edad, domicilio y profesión? Seguramente
seréis un profesor de literatura o algo
relacionado con la lengua castellana…
–Realmente no. No señor. Soy estudiante de
ciencias políticas de la Universidad Nacional.
Y a las otras preguntas, tengo veinticinco
años y vivo en Bogotá.
–Ya veo. Pero entonces supongo que os
encontráis ya en la etapa final de vuestra
carrera…

34 Jesús Ovallos
–La verdad, apenas voy en tercer semestre…

–¡Pero me habéis dicho que tenéis que salir


a trabajar pronto! ¿Cuál es vuestra profesión
acaso?

–Soy valet de parqueo en un famoso


restaurante de la ciudad…

–¡Joder, maestro Bustillo, que no estamos


para bromas!

–No bromeo. Esa no es más que mi realidad.


Ahora, si me disculpa…

–¡No, no, no!. ¡Esperad! Para que el reportaje


se vea más nutrido, decidme por favor qué
os motivó a participar en el flamante Primer
Concurso Internacional de Poesía de Los
Infiernos y cómo os inspirasteis para escribir
el poema ganador.

–Para ser totalmente honesto, este premio es


apenas uno de tantos a los que me inscribo
con tal de arañar algo de plata y llegar a fin

Mártir 35
de mes con cierta holgura. A menudo navego
por internet en búsqueda de certámenes
literarios y me encontré con este. Como los
cien euros de la dote me caían bastante bien,
pues busqué una foto de Los Infiernos y me
puse a jugar con la irónica belleza del lugar
respecto a su nombre. De allí viene Bajo el
cielo azul…

–Momento, ¿Cómo que por fotos? ¿No


habéis nunca estado en Los Infiernos?

–La verdad, no, señor. La situación econó-


mica de mi familia nunca ha sido la mejor y
he debido trabajar para ayudar a sostener a
mis hermanos. Hasta hace muy poco pude
iniciar mi carrera de pregrado y por ello no
tengo mucho dinero o tiempo para vuelos
transatlánticos.

–¿Pero si no vais a viajar hasta acá entonces


cómo reclamaréis el…? Bueno, lo arreglaréis
con el organizador. ¿Aló? ¿maestro Bustillo?,
¿sigue en la línea?

36 Jesús Ovallos
–Sí, acá estoy, pero...

–En fin, ya os acerco a la línea al organizador.


Os agradezco por la entrevista, y enhorabuena
por el triunfo.

–Vea, no quiero ser grosero, pero creo que


voy a colg…

–¿Don Bustillo?

–¿Hablo con don José Francisco? Preci-


samente le estaba diciendo al señor Ramiro
que voy a colgar el teléfono ya…

–Esperad, maestro. Debo daros las


indicaciones para que reclaméis vuestro
galardón. ¿No os interesa?

–La verdad, sí. Pero sea breve, por favor, que


ya me han hecho perder mucho tiempo.

–Veréis, como ya os había comenta’o, la


crisis por la que ha atravesa’o la región nos
ha hecho recortar significativamente el gasto
general y nuestro departamento cultural se

Mártir 37
ha afecta’o; así que mucho temo deciros que
el tamaño de la estatuilla se ha reducí’o de
cuarenta centímetros de altura a solo diez.
Espero no os ofendáis…

–Eh, digamos que no hay ningún problema.


Si quieren les doy mi dirección para que me
la envíen por correo, pueden descontarme el
costo del envío de la misma dote…

–¿De qué envío habláis? ¡Tenéis que venir a


recoger el galardón personalmente, que acá
no tenemos acceso a correo oficial! Y por
cierto, ¿qué es eso de la dote que mencionáis?

–De los cien euros que me corresponden por


el premio ¿no?

–¡Pero de dónde habéis sacado semejante


locura! ¿Quién os ha dicho que hay dinero de
por medio? ¡Que os han engaña’o!

–¡La misma página web donde me inscribí al


concurso hablaba del incentivo económico!

38 Jesús Ovallos
–Pues que ha debí’o ser un error en la
digitación, chaval.

–No, ¡qué error ni qué hijueputas! ¿Ustedes


creen que nadie se da cuenta de que se
gastaron la plata en quién sabe qué? Yo ya
me los conozco, porque acá también hay
miles iguales de torcidos a ustedes, que
organizan cualquier estúpido evento para
gastarse la plata del gobierno y al final
acaban no haciendo un carajo. ¿Y sabe
que es lo peor? Que por hacerme perder el
tiempo ahora hasta puede que me despidan
de mi inmundo trabajo. A la mierda su puto
premio, a la mierda sus putos Infiernos. ¿Y
la estatuilla? Pues bien pueden cubrirla de
grasa y metérsela por el culo. ¡Hasta nunca,
malparidos! (Clank).

–¿Aló? ¿Aló? Ostia, que no sé qué pudo


haber disgusta’o tanto al chaval. ¡Que es
un desagradecido el tío este! Pero al menos
tenéis la entrevista, ¿no?

Mártir 39
–La pura verdad, don Fernando. Que es
un tío ingrato este tal Bustillo. Despreciar
un certamen de la importancia de nuestro
concurso. Y sí, acá tengo la entrevista,
por lo menos. Ahora sí, a lo que habíamos
veni’o. ¿Está to’o listo para el Concurso
Internacional de Flamenco Moderno Urbano
de Los Infiernos?

–Ese va viento en popa, periodista. Que


pasa’o mañana abrimos las inscripciones ya.

–¡Y así se atreven algunos a decir que en este


mundo no se apoya al arte!

40 Jesús Ovallos
Manuel Jacinto Palomo,
máximo hombre de letras de la ciudad

I
La primera vez que tuve la fortuna de ver a
Manuel Jacinto Palomo fue en los cándidos
años de mi infancia. En mi memoria
permanece vívido el día en que se presentó
a nuestra escuelita, en plena época electoral;
también recuerdo que nos visitó en nuestro
salón de clases después del descanso de las
diez de la mañana. Ya imaginará usted el
cuadro: mis compañeritos con sus pantalones
de dril y las rodillas puercas de tierra; sus
camisas, unas horas antes impecables, ahora
llenas de estampas de balonazos, y esas
caritas redondas, coloradas y sudadas por
la actividad física. Al frente de nosotros, un
señor de cabellera y barba excepcionalmente
negras, ataviado de camisa guayabera y

Mártir 41
pantalones blancos inmaculados, rematados
por unos zapatos impecables del mismo
color. Alto como una casa de dos pisos, el
hombre nos miraba con complacencia.

“¿Alguno de ustedes sabe quién soy, niños?”,


preguntó el hombre. Mis compañeros se
miraron los unos a los otros con sus caras
de tomaticos confundidos, al igual que las
escasas niñas del curso, quienes a esa hora se
abanicaban con sus cuadernos para tratar de
espantar del salón el calor y el olor a sudor de
los muchachitos. Después de una sonrisa de
resignación, el tipo preguntó “¿Saben quién
escribió el himno que cantan en sus izadas
de bandera después del himno nacional?”. A
diferencia de mis compañeros, entre quienes
reinaba la confusión, yo sí podía responder
a esa pregunta: justo antes de que sonara el
himno del colegio, nos hacían escuchar el de
la ciudad, y yo tenía bien presente el nombre
de su autor. “¡Manuel Jacinto Palomo!”, me
apresuré a responder.

42 Jesús Ovallos
El hombre se acercó sin ocultar su
satisfacción y me estrechó la mano. “Mucho
gusto, yo soy Manuel Jacinto Palomo”. Ni
siquiera volteé para ver la cara de asombro
de mis compañeros; sí, debía ser de asombro,
pues, ¿cuándo el compositor de un himno
había visitado nuestra escuelita? “A este
tipo deben conocerlo en todo el país ¡Y me
dio la mano, qué orgullo!”, pensaba en ese
entonces. Manuel Jacinto nos contaba de sus
libros (sí, porque además de ser compositor
de himnos escribía ensayos, poesías, recetas
culinarias, entre otras) y de sus obras
sociales. ¡Había escrito nada más y nada
menos que sesenta y nueve libros! ¡69! ¡Y el
tipo no tenía aún ni cincuenta años! Luego
nos dio a conocer sus propuestas y sus planes
en el caso de llegar a ser elegido alcalde, que
era la razón por la que nos había visitado.
¿Pero qué importaban sus proyectos e ideas?
¡Un hombre que ha escrito sesenta y nueve
libros debe tener la cura para los males
del mundo, era obvio que convencería sin
Mártir 43
mucho esfuerzo a mi familia de votar por él!
Por mi recién adquirida admiración por el
hombre de traje níveo, nunca perdonaré la
insolencia de mi maestra cuando, después de
que Manuel Jacinto se había ido, dijo que el
letrado era “de lo más regular que tenía este
pueblo” y remató con un falaz “cuando sean
más grandes lo entenderán”. Y lo decía ella,
una nadie que solo había escrito dos libritos
y cuyos máximos orgullos eran haber sido
finalista del Concurso Nacional de Poesía
y haber escrito el himno del colegio, aquel
que sonaba justo después del compuesto por
Manuel Jacinto.

Al final de la jornada tomé la ruta del colegio


convencido de cuál sería el galgo ganador de
la carrera por la Alcaldía. Seguía analizando
la cifra de sus publicaciones, que retumbaba
en mi cabeza: para haber escrito sesenta y
nueve libros, suponiendo que su vena literaria
se hubiese manifestado a una prodigiosa
edad de trece años, el maestro Palomo

44 Jesús Ovallos
debió escribir la nada despreciable cifra de
un libro cada seis meses, un poco más, un
poco menos. ¡Por fin tendríamos un político
del que se pudiera decir que era inteligente!
Preso aún por el entusiasmo de mi saludo con
Manuel Jacinto, me bajé del bus escolar y me
apresuré a la casa para notificar a mi familia
de tamaño acontecimiento. Esperé a que
estuvieran todos en la mesa y les anuncié que
había conocido al hombre más famoso que
hubiera nacido en esta ciudad. Mis padres
se miraron entre sí; en los ojos del otro, sin
decirse, buscaron entre actores, futbolistas,
cantantes y demás personalidades notables
de mi terruño. Sin respuesta, volvieron
sus pupilas hacia mí, con inconfundible
curiosidad. “Manuel Jacinto Palomo”, les
informé. Mis padres volvieron a mirarse
entre sí. Mi madre dejó escapar una expresión
de ternura mientras que mi padre apenas
disimuló una mueca socarrona. Más tarde,
a la hora de la siesta, alcancé a escuchar
la conversación de mis padres. Alcancé a
Mártir 45
escuchar de boca de mi padre frases como
“No le bastó la desfachatez de cambiar el
himno para poner el de él”, pero no entendí
a qué se refería.

El día de las elecciones acompañé a mi madre


al puesto de votación, en un ritual que se
repetía cada que había elecciones. Dentro de
la cabina, mi madre me entregó el respectivo
marcador y me indicó que marcara el rostro
de Manuel Jacinto, a lo que obedecí con
orgullo. Ese día no solamente disfruté del
helado de ron con pasas que mi madre me
brindaba solo por acompañarla, sino que
también tuve la satisfacción de influir en su
conciencia. Ahora solo quedaba acabarme
el helado y esperar a que la Registraduría
proclamara el triunfo de mi candidato.

Aquel día pasó a mi memoria perma-


nentemente por haber sido mi primera
gran decepción electoral. Mi incredulidad
aumentaba a medida que la radio anunciaba

46 Jesús Ovallos
cada reporte de la Registraduría. Debí
escuchar cómo los candidatos de los partidos
de siempre, liberales, conservadores y
demás, se repartían miles de votos, mientras
que los sufragios por nuestro hombre de
letras se podían contar con los dedos de
las manos. Al final, a las diez de la noche,
el último boletín anunció que el candidato
de los conservadores había ganado la
alcaldía con dos mil quinientos votos, dos
mil cuatrocientos ochenta y tres más que
el gran Manuel Jacinto. Desencantado por
el resultado y con el corazoncito como bola
de papel, prometí que nunca volvería a
interesarme por el asunto político.

II

Volví a saber de mi ídolo unos diez años


después de aquellas elecciones. Antes de
graduarme como bachiller, leí sus lúcidos
artículos en la prensa nacional, en los que
demostraba su pasión por los buenos poemas,

Mártir 47
aspecto que se podía notar en artículos como
“¿Por qué volver al verso alejandrino?” o el
“Memorial de agravios de Walt Whitman al
arte poético”. Recuerdo un fragmento de un
poema que da cuenta de sus convicciones
poéticas y filosóficas que reza: Para salvar la
humanidad/y ya que la biblia pide tal / palo
al homosexual. De igual manera, recuerdo
algo de su prosa panfletaria que mostraba la
firmeza de su convicción política: Mi padre
mató un liberal ayer / el tipo cristiano no era
/ al confesarse, el padre le dijo / que el lugar
del liberal es la hoguera.

El caso es que vi de nuevo a Manuel Jacinto


cuando salía de la puerta principal del
ayuntamiento. Iba con su cuñado, otro
gran hombre de letras local cuyo aspecto
era una semblanza idéntica al profesor
Tornasol, el amigo de Tin Tin. El maestro
Palomo aún conservaba su atuendo blanco,
angelical, pero su barba y su cabellera, tan
negras como una noche sin luna veinte

48 Jesús Ovallos
años atrás, ahora se veían grisáceas y le
daban un aspecto de sabiduría, como el de
un Gandalf recién afeitado. Mi emoción por
verlo después de tantos años, sin ápice de
rencor con este pueblo ingrato, me animó
a saludarlo y presentarle mis credenciales
como bachiller recién egresado. Traté de
acercarme, y cuando estuve a apenas un par
de metros, como con poder telequinético, la
palma de su mano detuvo mi andar. “¿Quién
es usted?” me preguntó. Mis esperanzas
de que me recordara de inmediato, por ser
aquel niño que lo había reconocido en la
calurosa mañana del año 97 en mi escuela, se
esfumaron de inmediato. “Yo fui el único que
sabía que usted era el compositor del himno
cuando usted visitó la Escuela Núñez, en
plena campaña por la Alcaldía, ¿recuerda?”.
Manuel Jacinto Palomo me analizó de arriba
a abajo, arqueó las cejas y miró al cielo
mientras apretaba ligeramente sus labios.
Cuando bajó sus ojos, vio mi figura expectante
y con los dedos de mis manos entrelazados a

Mártir 49
la altura del ombligo. “Ah sí”, dijo “¿Necesita
algo?”. No dudé en responderle que, desde
que lo había conocido, quería convertirme
en su aprendiz. Manuel Jacinto dirigió
su mirada hacia el profesor Tornasol; me
pareció verles un semblante de incrédula
alegría. “No pudiste haber llegado en mejor
momento”, dijo el maestro. “¿Tienes dinero
para comprar algo de comer? Si lo tiene,
acompáñanos y te comentaré de un proyecto
en el que podrás sernos muy útil”. No lo podía
creer, el sueño principal de mis años recientes
estaba próximo a cumplirse. Aunque solo
llevaba dinero suficiente para tomar el bus
de vuelta a casa, acepté la oportunidad para
acompañar a los dos hombres por el resto de
la tarde.

Luego de atravesar el parque principal


llamado Manuel Jacinto Palomo, caminamos
un par de cuadras hacia una cafetería en el
barrio Manuel Jacinto Palomo. Mientras
pisaba las calles de su barrio homónimo,

50 Jesús Ovallos
el doctor Palomo le contaba al profesor
Tornasol cómo la violencia política lo había
condenado al destierro. Según narraba, el
maestro había recibido cartas anónimas
que lo habían obligado a dejar a su familia
y buscar refugio en un lejano paraje a cinco
kilómetros de nuestra ciudad. Tamaña
injusticia cometió la revolución, exiliar al
máximo representante de la literatura local
por expresar con claridad y respeto sus
puntos de vista tan imparciales como sus
poemas.

Nadie adentro de la cafetería fue indiferente


a la llegada de Palomo, su cuñado y otro
escuálido acompañante. Algunos de los
comensales giraban sus cabezas para
apreciar al compositor, otros sonreían,
murmuraban y señalaban con sus bocas
hacia donde estábamos. A veces se miraban
entre sí y hacían gestos exagerados para
denotar la grandeza de Manuel Jacinto, y
luego reían sin disimulo, supongo que por

Mártir 51
sentirse afortunados de compartir el recinto
con semejante personaje. Los más deferentes
incluso se levantaban de sus sillas para
estrechar la mano de Manuel Jacinto y de su
cuñado. Yo por mi parte, debía conformarme
con ser testigo de honor del respeto con que
eran tratados.

Manuel Jacinto deseaba que nos sentáramos


en la mesa más cercana a la ventana, así
que decidió que estuviéramos cerca de ella
hasta que quienes la ocupaban se levantaran
y se fueran. Después de que la mesa estuvo
disponible y de que el mesero se llevara
la media taza de café aún caliente que los
otros habían dejado, tomamos asiento. Por
primera vez, desde que me había sugerido
acompañarlos, Manuel Jacinto me dirigió la
palabra. “Aún hay quien se atreve a decir que
Dios no existe. Pero si no fue él, ¿qué mágica
coincidencia te puso en nuestro camino,
muchacho?”, dijo, mientras acercaba el café
a su boca. “Estamos iniciando un nuevo

52 Jesús Ovallos
proyecto a cargo de la Biblioteca Pública
Manuel Jacinto Palomo. ¿La conoces”.
Asentí. “Resulta, y necesito que me prometas
que vas a mantener esto en secreto, que
la Biblioteca Palomo está organizando el
Primer Festival Internacional de Poesía del
departamento. ¿Qué te parece?”. En nuestra
ciudad, realizar un evento de tal envergadura
era impensable, pero gracias a la habilidad
del maestro Palomo como gestor cultural,
ahora contaríamos con recursos de parte
del gobierno para semejante empresa. En
ese instante vino a mi cabeza una pregunta
fundamental. “¿Y qué puedo hacer yo por
usted?”. Manuel Jacinto me puso las manos
sobre mi cabeza con ternura. “Por ahora,
debes ir todos los días a la Biblioteca y allí
te diré lo que tienes que hacer. Te puedo
pagar un salario mínimo mensualmente,
¿te parece bien?”. ¿Que si me parecía bien?
¡Hubiera trabajado gratis con tal de estar al
lado del maestro Palomo! Así que acepté sin
miramientos.

Mártir 53
Llegado el momento, pagué mi cuenta y me
fui a casa. Caminé durante más de una hora,
pero por lo menos ahora tenía trabajo.
III
Por primera vez en mucho tiempo sentí
plenitud en el alma. Mi jornada, que iniciaba
a las seis de la mañana y culminaba a las seis
de la tarde, no representaba mayor dificultad.
Mi labor principal era leer los poemas de
Manuel Jacinto, versos elevados como
cohete gringo, así que de a poco fui tomando
pericia en la crítica poética y cuentística.
Verlo trabajar era un deleite: podía escribir
unos veinte poemas al día cuando no quería
dedicarse a los asuntos del concurso; la
tinta corría a chorros por las hojas; cuando
terminaba un total de cien poemas, yo los
organizaba y dejaba listos para ponerles una
portada y un título. Manuel Jacinto Palomo,
a ese ritmo, era capaz de publicar un libro
por semana, y hasta dos cuando se sentía
inspirado.

54 Jesús Ovallos
Por otra parte, mi trabajo como coordinador
del concurso de poesía se limitaba a firmar
papeles y más papeles exigidos por el
Ministerio de Cultura y las secretarías
departamental y municipal de cultura, ya
que el maestro, con esa pericia burocrática
que tanto le había ayudado a la hora de
hacer justicia a su legado y bautizar tamaña
cantidad de sitios de interés con su nombre,
se encargaba de todo lo concerniente de los
aspectos ejecutivos del concurso. Él mismo
llenaba formularios, agendaba a los jurados
y les enviaba los poemas participantes,
programaba las reuniones concernientes
a la realización del concurso y, además, se
cercioraba de que los recursos provenientes
del gobierno estuvieran disponibles.
Incansable, se encargó hasta del último
detalle para que no hubiera riesgo de que mi
impericia arruinara el éxito del certamen.

Varios meses después de la gestión inicial se


realizó el acto de premiación del Concurso

Mártir 55
Internacional, al que asistió lo más granado
de la ciudad. Bibliotecarios, gestores
culturales, profesores de español, de
danza, el arzobispo, autoridades políticas y
algunos jóvenes curiosos asistieron a la gran
clausura; en total, una multitud de quince
personas. Allí me parecía estar viendo de
nuevo a todos mis compañeritos de la
escuela, sudados y maltrajeados, al frente de
un hombre precedido por la grandeza que
sus contemporáneos ignoraban; el cuadro
también me recordó a mis compañeritas,
representadas por esas señoras elegantes que
ahora no se abanicaban con sus cuadernos,
sino con el folletito de la programación
del día, a la par que espantaban el olor a
aguardiente que expelían los invitados que
no esperaron el brindis de agradecimiento
para ponerse a tomar.

La Biblioteca Palomo, que había sido creada


hacía apenas diez años, solo contaba con la
obra completa del maestro Palomo, publicada

56 Jesús Ovallos
en su totalidad por la Editorial Palomo, y
constituían una enorme cantidad de libros
apiñados en tres estantes recostados a la pared
frontal; según el maestro, las colecciones de
literatura universal llegarían a completar el
catálogo de la biblioteca en el transcurso de
este mismo año, pero desde ya me imagino
lo bien que se verán los Poemas Clásicos de
Palomo al lado de las Rimas de Bécquer o el
Werther de Goethe. El espacio que dejaban
libre los estantes, unos doscientos metros
cuadrados del lugar, fue aprovechado para
realizar la clausura y premiación del evento.
El profesor Tornasol, designado maestro
de ceremonias, leía el programa desde el
atril frente al público; a su lado, reposaba
en una mesita forrada en un mantel blanco
el gran galardón de la noche: el Palomo de
Plata, una estatuilla hecha de aluminio con la
figura de una Columba Livia, o en términos
coloquiales, una paloma común, con su pico
en alto y las alas extendidas al vuelo. Los tres
jurados eran conocidos para mí, pues fueron

Mártir 57
aquellos que con más efusividad saludaron al
maestro Manuel Jacinto el día que sellamos
nuestro contrato verbal de trabajo en la
cafetería.

Después del respectivo protocolo, himnos,


agradecimientos y demás, llegaba el
momento crucial de la noche. El profesor
Tornasol ya había recibido de los jurados
el sobre con el nombre del poeta ganador.
Antes de proclamar el fallo, Tornasol anunció
que la organización del concurso había
recibido poemas provenientes de veinticinco
países, así que el concurso definitivamente
tuvo el estatus de internacionalidad que se
perseguía. Ganarlo sería motivo de orgullo
y prestigio no solo para el participante, sino
también para su país de origen.

Pues cuán sería nuestra alegría cuando la


mano del profesor Tornasol sacó del sobre el
veredicto que proclamaba que el ganador del
Concurso Internacional de Poesía Manuel

58 Jesús Ovallos
Jacinto Palomo, organizado por la Biblioteca
Pública Manuel Jacinto Palomo, era nada
más y nada menos que: ¡Manuel Jacinto
Palomo!

Sin duda, era el día más importante en la


historia de la literatura de la ciudad, y la
noticia, seguramente, aparecería en todos
los periódicos nacionales, y pudiera ser que
hasta en uno internacional. Manuel Jacinto
subió al estrado, recibió de parte de su
cuñado el galardón, no sin antes abrazar a
cada uno de los miembros del jurado ¡Qué
gran calidad humana y cuánta humildad
desparramaba ese hombre por donde pasaba!
La verdad, la estatuilla lucía muy bien en sus
manos, casi como si hubiera sido esculpida
específicamente para él. Manuel Jacinto
aprovechó el momento para anunciar que
el próximo mes publicaría cinco libros, y
también que estaba guardando lo más selecto
de su poesía para publicar una antología
que sin duda revolucionará el mundo de la

Mártir 59
poesía. Pensé que, semejante trabajo, quizá
hasta podría candidatizarlo al Nobel, ¿por
qué no?

Mientras agradecía a la organización del


concurso, y no me lo van a creer, dirigió su
mirada hacia mí. “¿Ven a aquel muchacho
que está allá? Dios lo puso en mi camino
para poder hacer esto posible. Este premio
es también tuyo, jovencito, muchas gracias,
lo hiciste posible. Llegarás muy alto como
gestor cultural”. Ese momento dio sentido
a toda mi vida. Organizar el máximo evento
literario de la historia del pueblo para que
además, entre participantes de países de
habla hispana, inglesa y hasta alemana, el
premio hubiera quedado en manos de una
figura local que tanto se lo merecía.

Antes de abandonar el lugar el maestro


Palomo me solicitó dejar la biblioteca en
orden; así que me quedé allí acomodando las
sillas y barriendo las envolturas de alimentos

60 Jesús Ovallos
y vasos de cocteles que los invitados habían
dejado tirados en el suelo.

Cuando ya casi había terminado, pude ver a


través de la ventana el parpadeo de las luces
rojas y azules que se acercaban; debía ser
alrededor de la una de la mañana, cuando los
policías golpearon a la puerta de la biblioteca.

IV

La cárcel no es un lugar tan incómodo cuando


se cuenta con la protección de un ángel como
Manuel Jacinto Palomo. El maestro me visita
cada semana sin falta, y en una ocasión,
logró esconder entre las mangas de su traje
el Palomo de Plata para que lo conservara
en mi celda y me animara observarla ante
cada mínimo descuido de los guardias, pues
es una señal inequívoca del gran aprecio que
Manuel Jacinto siente por mí. Es por su cariño
inmutable que moverá sus hilos para que
me sea asignado el mejor defensor público
disponible; incluso, no descarta contratar

Mártir 61
un abogado privado por si el asunto se pone
más peludo y, en sus palabras, la Fiscalía se
pone más insistente con su preguntadera.
Hoy, cuando cumplo mi tercer mes
encerrado, ha venido a conversar conmigo
el fiscal delegado. Me ha insistido en que,
para salir de acá en el menor tiempo posible,
lo único que tengo que hacer es admitir que
yo no gesté nada del concurso, que todo fue
maquinado por Manuel Jacinto: la idea de
organizarlo, la elección de los jurados, las
bases del concurso, todo. El fiscal insiste en
que basta eso para que yo salga de la cárcel
y, según él, poner a quien es el verdadero
delincuente acá. Pero no entiendo a qué
crimen se refiere, y me rehúso firmemente a
que mi legado como el organizador fundador
del legendario Concurso Internacional de
Poesía Manuel Jacinto Palomo quede en el
olvido. La verdad, poco entiendo de lo que
me ha dicho el Fiscal, y mi abogado no se
interesa mucho por explicarme a qué se
refiere cuando dice que “Peculado esto”,

62 Jesús Ovallos
“Peculado en favor de terceros lo otro” y
demás. Mi abogado solo me recomienda
aceptar la responsabilidad, y que del resto
se encargarán él y Manuel Jacinto, y aunque
no comprendo bien lo que eso implica, sé
que el maestro Palomo no permitirá que
ocurra una injusticia conmigo. Así que no
me queda sino confiar en las habilidades de
mi abogado y de mi mentor, que no dudo
que estarán en pro de sacarme de acá lo más
pronto posible.

En cuanto a mis padres, afortunadamente


llegan después de que Manuel Jacinto se ha
ido, pues mi madre llora desconsolada cada
vez que menciono el nombre del maestro
como el hombre que se ha encargado de
gestionar mi defensa, mientras que mi
padre, con una ira irracional e infundada,
asegura que si ve al maestro Palomo “lo caga
a trompadas”. Sinceramente, no veo por qué
mis padres insisten en odiar al hombre que
ha puesto todos sus recursos a disposición

Mártir 63
para que mi estadía en la cárcel sea tan breve
como esta línea.

Por eso decidí, mientras me llega la libertad,


empezar a hacer este relato de lo que ha
sido mi relación con Manuel Jacinto, de
cuán orgulloso estoy de conocerlo, pues
quizá en un futuro, ojalá no muy lejano,
su grandeza sea reconocida no solo entre
los hispanoparlantes, sino que su obra sea
traducida a todos los idiomas habidos y
por haber. Quizá, en algún momento, esta
historia sea suficiente, ¿por qué no?, hasta
para ganarme un concurso departamental de
crónica, porque por algo hay que empezar.

Ya es la hora de ir a mi juicio; mientras me


alisto para salir, veo el inmaculado y níveo
traje, los zapatos de perfecto cuero blanco de
aquella persona a la que conocí en aquella
mañana calurosa de escuelita. Me saluda,
viene con mi abogado, vamos a aclarar
el malentendido de una vez, y en cuanto
vuelva a ver el sol a través de la ventana de

64 Jesús Ovallos
mi habitación completaré la crónica con el
final perfecto: celebrando mi libertad con mi
mentor y con mi abogado.

Ya que no encuentro mejor forma de


terminar este relato que expresar lo que
pienso de este gran hombre y de lo que ha
representado para la cultura del pueblo, solo
voy a decir: ¡Qué gran hombre es Manuel
Jacinto Palomo!

Mártir 65
Mártir

El Capitán Matallana cerró tras de sí la


enorme puerta falsa de la catedral dejando
atrás el rosáceo cielo de las cinco y treinta
de la tarde; se dirigió con una decisión
parsimoniosa hacia la nave oriental
buscando el cubículo confesional donde el
obispo Manrique expiaba los pecados de
los feligreses más ilustres. Los candelabros
antiguos distribuidos a lo largo del techo
engalanaban el paso del oficial, a la par que
los coloridos vitrales con imágenes santas
vibraban a efecto de los porros que la banda
municipal ejecutaba desde la tarima del
parque principal, justo al frente de la iglesia.
De no ser porque llevaba su boina en la mano,
tal como lo exige el protocolo en lugares
cerrados, se podía decir que Matallana lucía
impecablemente su uniforme. Mientras se

Mártir 67
persignaba, el Capitán apoyó sus rodillas
en el reclinatorio, dispuesto a anunciar
las novedades y a descargar una que otra
angustia en el obispo; sabía que no podía
demorar más de la cuenta, pues era él
quien debía encender la cadena de cohetes
pirotécnicos que clausuraría las fiestas del
pueblo y que la misma policía financiaba.

–Su puntualidad habitual no deja de


sorprenderme, Capitán– le saludó con sincera
amabilidad el obispo mientras, dentro del
confesionario, desgranaba las cuentas del
rosario de oro que el mismo Matallana le
había obsequiado en la última fiesta de San
Sebastián, patrono del municipio. Por ser
el oficial de más alto rango en la región, el
Capitán quedaba encargado de las decisiones
administrativas de la ciudad durante las
prolongadas ausencias del alcalde, quien se
excusaba por sus quebrantos de salud para
frecuentar la capital de la nación.

68 Jesús Ovallos
–Mi papá solía decir, señor Obispo, que
la puntualidad es la forma más sutil de
demostrar el respeto, y hacia usted, eso me
sobra– se explicó. Dentro del confesionario,
el obispo esbozó una sonrisa de satisfacción
ante la delicada reverencia.
–Cuénteme, ¿viene esta vez a contarme sus
culpas o solo a darme a conocer las novedades
de la actividad?
–Un poco de ambas, señor Obispo, aunque
debo decir, con total honestidad, que cierta
circunstancia turba mi tranquilidad…
–O sea, que las noticias sobre la lucha no son
buenas.
–Definitivamente no, de ninguna forma,
señor Obispo –replicó el capitán, antes de
inhalar una enorme bocanada de aire. –Las
calles están llenas de rumores de que los
rojos están planeando un golpe, un golpe
duro. Hablan de dos personas importantes
como probables objetivos...

Mártir 69
El rostro risueño del obispo Manrique
demudó en un semblante de intriga. La
curiosidad lo llevó a preguntar por los
nombres de los amenazados. El policía se
tomó su tiempo para responder.

–Hablan del Capitán Augusto Matallana y


del Obispo Horacio Manrique– respondió
con solemnidad.

Durante algunos segundos, el Obispo sintió


el flujo de su sangre en el rostro y el vacío
en el pecho típico del miedo. Por primera
vez en su vida le sobrecogió la sensación del
peligro inminente. Pasó saliva, en un intento
por aliviar su incipiente angustia. Sintió,
además, la necesidad de fumar, pero había
gastado su último Piel Roja algunos minutos
atrás.

– ¿Qué tan confiable es la información,


Capitán?

–Muy confiable, monseñor. El dato provino


de nuestro infiltrado. Es una certeza absoluta

70 Jesús Ovallos
que, en una o dos semanas, a alguno de los
dos nos van a matar.

Gruesas gotas de sudor comenzaron a


resbalar por la calva del obispo, bordeando
sus sienes; trataba de secarlas con un
pañuelo púrpura a medida que aparecían.
Respiró hondo y recobró la compostura para
continuar su indagación.

–¿Y ya se ha tomado alguna medida?– Había


guardado su pañuelo, ahora pasaba las
yemas de los dedos por su barbilla mientras
con su mano libre seguía sosteniendo el
rosario de oro. No esperó a la respuesta del
Capitán. Desprendió la mano siniestra de su
rostro y la sacudió al aire con un ademán de
irrelevancia.

–Definitivamente no conocen de escrúpulos.


¡Pensar en atentar contra un hombre
de Dios, habrase visto! No piense que
considero que las amenazas en contra suya
son más justificables, Capitán, pero usted

Mártir 71
era consciente de los riesgos que corría
cuando aceptó la carrera policial– sentenció
Manrique.

–En ambas cosas tiene usted razón, señor


Obispo– consintió Matallana. –No sería bien
visto, dada mi posición, que me acobarde
justo en el momento en que más se espera
de mi parte. En cuanto a la moral de los
rojos, me sorprende que usted, hombre de
reputada inteligencia, pueda pensar que
semejante plaga conserve algo parecido a los
escrúpulos.

El obispo asintió, en reconocimiento a su


propia torpeza.

–Recientemente– retomó el capitán –han


conseguido muchos adeptos entre los
colegiales, entre los poetas borrachos y los
degenerados disfrazados de intelectuales.
Los estudiantes se están dejando ensuciar
los oídos con las patrañas liberadoras, que
no son sino depravación deprimida, señor

72 Jesús Ovallos
Obispo. Capturamos algunos, pero no hablan,
no dan nombres de jefes o algo parecido.

El obispo Manrique escuchaba con absoluta


atención a Matallana. Compartían la visión
de que las nuevas tendencias políticas
constituían una amenaza para la devota
comunidad, y aplaudía los esfuerzos de
la Policía para controlar su expansión e
influencia.

–¡Qué suerte tiene este pueblo de contar con


gente como usted, capitán!– Aseveró con
complacencia y exaltación el obispo. –No me
cabe la menor duda de que todo ese revuelo es
obra del diablo mismo. ¡No hay que permitir
que se tome la ciudad, porque si se apodera
de una comunidad tan consagrada a Dios
como la nuestra, se puede tomar cualquier
parte del mundo! ¡Hay que hacer lo que sea
necesario, Capitán, lo que sea!– finalizó con
vehemencia, alterado, como cada vez que
discutía sobre asuntos políticos. Sus últimas

Mártir 73
palabras alentaron de forma especial al
Capitán Matallana a cumplir con el cometido
que se había propuesto para aquel día.
Augusto Matallana, aún un temeroso de
Dios, sentía el deber de seguir consultando
al Obispo.

–Debo confesarle, monseñor, –comentó


dubitativo– que he sentido miedo de obrar
mal, de caer en algún tipo de desacuerdo con
los designios divinos.

El rostro de Manrique se tornó tosco,


vehemente, para luego suavizarse en una
sonrisa de tranquilidad.

–Habrá oído usted aquella típica frase que


dice que “Dios trabaja en formas misteriosas”,
Capitán. A veces, estas formas parecen
contradecirse con la misericordia misma
del creador –explicó el obispo– Por eso no
cualquiera es capaz de atender el llamado
del deber, y pocos son los que se atreven a
ejecutar su obra; pocos son los llamados a

74 Jesús Ovallos
cumplir el deber. Usted, Capitán, tiene el
carácter y los valores necesarios.

Las palabras del obispo Manrique acabaron


de convencer al capitán. Ahora, al militar
le rodeaba un aura de superioridad moral
basada en el beneplácito del mismo obispo y
sostenida por la firme convicción de la rectitud
de sus acciones. Matallana se convencía a
sí mismo de ser un hombre de costumbres
correctas, de conducta intachable, dedicado
y fervoroso protector de las más nobles y
fundamentales causas: Dios, la patria y la
familia. La conversación con el Obispo, sin
duda alguna, había reafirmado su convicción
de ser un soldado de Dios, y como tal, haría
lo necesario para cumplir sus designios. Aun
así, la duda no tardó en aparecer de nuevo.

–Monseñor... ¿Y si fallo?

–Entonces será usted un mártir de la causa,


Capitán –señaló con gravedad el Obispo–
Será usted como tantos otros que han

Mártir 75
muerto defendiendo la cruz y los valores que
ella representa, santos, hombres de Dios.
Además, si la desgracia ocurriese y alguno de
los dos resultásemos muertos, Capitán, usted
bien sabe que el caso llamará la atención de
la opinión pública nacional y que el gobierno
se verá obligado a reforzar la lucha, con más
pie de fuerza y recursos, Capitán.

Matallana reflexionaba sobre cada una de


las palabras del obispo, ahora con total
certidumbre de la pertinencia del paso a
seguir, pues hasta el mismo Manrique le
había confirmado la convicción con la que
había entrado a la iglesia. Se disponía a
despedirse cuando volvió a su cabeza la
pregunta elemental.

–Monseñor Manrique, ¿es normal temer a la


muerte?

El obispo se reclinó, había memorizado la


respuesta que todos los feligreses recibían de
su parte al respecto.

76 Jesús Ovallos
–Capitán, quien muere en Dios, obrando de
acuerdo a su palabra, no debe tener miedo
a la muerte. Usted ha sido un cristiano
ejemplar y honesto, y puede estar tranquilo.

Se hincó, haciendo una última reverencia


antes de despedirse del obispo.

–Padre, no se olvide de disculpar mis pecados.

El padre realizó la reverente señal de


absolución desde su cubículo.

–Yo te perdono, en el nombre del Padre, del


Hijo, y del Espíritu Santo. Recuerde, Capitán,
cerrar la puerta, como siempre.

El capitán agradeció la atención del obispo


y emprendió su camino de vuelta a la
calle, nuevamente por la puerta por la que
entraban y salían los suicidas. Pero esta vez
no cerró la puerta al salir, sino que alzó su
mano derecha para persignarse. Mientras
formaba la cruz imaginaria, miró a los dos
hombres a los costados de la entrada de

Mártir 77
la iglesia y asintió con su cabeza. Cuando
los subordinados pasaron por su lado, les
recordó que debían actuar sin temor, pues
obraban con la complacencia de Dios.
La algarabía producida por la música de la
banda y la multitud que bailaba a su ritmo
concentraban la atención de todos los
presentes en el parque, quienes esperaban
que el Capitán Matallana apareciera para
encender los fuegos artificiales.
Los dos sujetos esperaron hasta que el
primero de los voladores de la hilera de
cien explotara en el aire para actuar; uno se
quedó custodiando la puerta desde afuera
mientras el otro, también uniformado,
repitió los pasos previos de su Capitán hasta
el confesionario, abrió la cortina del cubículo
y encontró al obispo aún sentado secándose
el sudor de la frente. Ninguno de los
habitantes se percató de que se escucharon
ciento dos detonaciones, en lugar de las cien
correspondientes a los juegos pirotécnicos. El

78 Jesús Ovallos
gendarme encargado de ejecutar la treta tuvo
tiempo de cerrar la puerta por donde había
entrado y hacer la señal a su compañero para
alejarse caminando con tranquilidad, pues
solo su capitán los vio entrar, y nadie los vio
salir.
Dos horas después el pueblo notó el retardo
del Obispo para la bendición de la clausura
de las fiestas. Lo buscaron primero en la
casa cural, pues algunos aseguraron haberlo
visto entrar antes de las cinco de la tarde.
Al no hallarlo, continuaron su búsqueda en
la iglesia, a la que accedieron a través de
la puerta que la conectaba con la casa que
habían registrado previamente. El denso olor
a cobre y el charco de sangre procedente del
confesionario delataron pronto la ubicación
del cuerpo de Monseñor Manrique.
Fue el mismo capitán Matallana el designado
para anunciar el terrible suceso a la multitud.
Aprovechó la tribuna pública para exaltar las
cualidades del inmolado faro espiritual de la

Mártir 79
ciudad. Ordenó a la comunidad recluirse en
sus casas al tiempo que decretaba un duelo de
tres días y el fin inmediato de las actividades
festivas.

La reacción del Gobierno no se hizo esperar,


y pronto el presidente de la República
desplegó todo su poder retórico en un
emotivo discurso radiofónico que versó sobre
cómo las ideologías emergentes estaban
destruyendo a la sociedad actual, al mismo
tiempo que reiteró la necesidad de aumentar
el pie de fuerza en la región, tal cual como
el obispo y el capitán habían previsto que
ocurriría. El capitán, por su parte, escuchó
complaciente el anuncio de más hombres a
disposición para combatir a los rojos, y con
este la confirmación de que su predicción
había sido correcta; permaneció convencido
de que había actuado por el bien común, pues
Manrique era mucho menos indispensable
en la lucha contra la insurgencia roja, sobre
todo porque monseñor no era capaz de tomar

80 Jesús Ovallos
las medidas necesarias para evitar que el mal
se propagara.

El resto del país escuchó la alocución


presidencial con el periódico en sus manos,
ese con la foto del ensangrentado cadáver de
monseñor Manrique en la portada. La mano
derecha del obispo aún se aferraba al rosario
de oro.

Mártir 81
Y solo yo sabía por qué

Fue en una mañana de mediados de enero


cuando mi vecino Julián Carmona se paró
al frente de su casa para pegarse un tiro en
la cabeza. Y solo yo sabía por qué. A Julián
lo conocía desde la infancia. Había llegado
al barrio donde he vivido siempre cuando
ambos rondábamos los siete años, y muy
pronto nuestras afinidades por los juegos de
video nos hicieron afines. Eso sí, a diferencia
mía, Julián era más bien reacio a salir a la
calle, era un tipo ensimismado y tímido,
bastante respetuoso de los mandatos de su
madre, quien prefería mantenerlo encerrado
en casa que rondando por allí; aun así,
pronto ambos me tomaron confianza y le
permitieron algo de libertad a Julián.
No mucho tiempo después, con mis otros
amigos del barrio, formamos una cofradía

Mártir 83
a la que se iban adhiriendo otros niños a
medida que llegaban y se iban del vecindario.
En andadas infantiles duramos hasta que
cumplimos doce años, cuando los padres de
Julián terminaron de construir su casa a las
afueras de la ciudad. Después de eso, solo
nos saludábamos cuando nos topábamos
accidentalmente en alguna calle; además,
nuestras amistades e intereses empezaron a
cambiar y nos distanciamos levemente. Eso
sí, cada vez que nos topábamos nos sobraban
las anécdotas, la risa y los comentarios sobre
la actualidad del fútbol mundial.

Cuando llegó la hora de comenzar nuestros


estudios universitarios, los encuentros se
volvieron aún más esporádicos, pues ambos
tomamos rumbos distintos. Yo me fui a la
capital mientras él a una ciudad más cercana
a nuestro pueblo natal. Pero al poco tiempo
comenzó el auge de las redes sociales, y
pronto nos volvimos a ver en contacto casi
permanente. Ahora nuestras charlas no solo

84 Jesús Ovallos
eran sobre fútbol y recuerdos ya lejanos, sino
también sobre música, cine, política, y cómo
no, mujeres. Fue precisamente a través de
redes sociales que Julián me comentó que sus
padres volverían a vivir al barrio de nuestra
infancia, y que esperaba que eso se tradujera
en más charla, chiste y cervezas en época de
vacaciones.
Y así había sido en general. En los periodos
de descanso, varias veces a la semana, nos
sentábamos al frente de mi casa con nuestros
otros amigos de infancia sin más objetivo que
comentar cuán incómoda podía resultar la
vida de joven adulto. “Sin plata, sin tiempo, sin
novia, lo único que tengo es sueño”, solía decir
él, mientras que los ahorros que hacíamos
para vacaciones ebullían en nuestras lenguas
en forma de cerveza o gaseosa.
Fue en ese tiempo cuando empecé a
percatarme de las visitas femeninas a casa de
Julián mientras sus padres salían al trabajo.
Se puede decir que estas visitas se daban sin

Mártir 85
mayor frecuencia; supongo que su timidez
era un rasgo que aún se conservaba, y que
eso hacía que no las recibiera en la misma
cantidad que yo. Eso sí, valga decirlo, cada
visita se trataba de una muchacha distinta,
cada cual de una belleza muy diferente a la
última que le había visto entrar.
Esto cambió cuando lo vi llegar una y otra
vez de la mano, repetidamente durante dos
años, con una muchacha muy morena, de
piernas torneadas y una cadencia al caminar
como de modelo; su cabello se curvaba a la
altura de sus prominentes nalgas y se movía
con soltura al ritmo de su cabeza. Más de
una vez le expresé a Julián que su novia era
una auténtica belleza, a veces incluso con
comentarios que se podrían considerar de mal
gusto, pero él, muerto de risa, solo atinaba a
agradecer y a advertirme irónicamente que
la chica estaba fuera de mi alcance.

Considero que la relación de Julián comenzó


a deteriorarse un año después de que los

86 Jesús Ovallos
vi juntos por primera vez, precisamente
en el día de mi cumpleaños. Yo había
rentado una cabaña en las afueras para la
celebración de la fecha y naturalmente mis
amigos del barrio fueron invitados, junto
con algunos excompañeros del colegio con
los que nos congregábamos a jugar fútbol.
Mientras mis amigos trataban de seducir
a las solteras invitadas, quienes habían
llevado a su respectiva pareja, Julián
incluido, bebían y bailaban con ellas. En
uno de esos momentos de jolgorio miré
hacia donde Julián y su novia bailaban,
solo para percatarme de la incomodidad de
la morena; él se veía ridículamente torpe
tratando de seguir el ritmo que con tanta
gracia y soltura le imponía ella. Sabiendo que
Julián no se incomodaría o se sentiría celoso
de mí, puse mi mano sobre su hombro, y a
modo de chanza le pedí que me “prestara”
a su mujer; “ni más faltaba, muchas gracias
hombre, seguramente contigo se sentirá más
cómoda”, me dijo, y se apresuró a tomar

Mártir 87
asiento en la mesa de nuestros amigos de
barrio. No tardé mucho en acostumbrarme al
paso sensual de Carolina; seguía sus caderas
casi serpenteantes con destreza y mis pies se
movían a la par. Yo aprovechaba para hacer
señales burlonas a Julián, ella le lanzaba uno
que otro beso mientras girábamos alrededor
de la pista. En medio de nuestra segunda
canción, Carolina acercó su boca a mi oído
para decirme que, indudablemente, yo era
mejor bailarín que él. Agregó que ella, al
igual que yo, vivía en la capital, e insinuó que
Julián no se molestaría si fuera yo quien la
invitara a bailar los fines de semana en lugar
de alguno de sus compañeros de clase. Al
final de la pieza, terminó con un “Entonces
saldremos a bailar alguna vez, ¿no?”, y
remató asegurando que el baile sería el único
vínculo que habría entre nosotros.

El caso es que nuestra tercera salida dio


inicio a todo un idilio romántico que
durante un poco más de dos meses nos

88 Jesús Ovallos
unió en sendos despliegues pasionales que
repetidamente nos llevaron a la cama. Al
principio entendí cada encuentro sexual
como meras casualidades irresponsables
motivadas por la lujuria, pero al tiempo me
percaté de que ella amanecía con sus brazos
aferrados a mi pecho. Esto me llevó a optar
a no comunicarme nunca más con Carolina
y a romper toda relación o contacto con ella.
Al fin y al cabo, a pesar de sus muestras de
afecto, si se les puede llamar así, considero
que debía entender nuestra situación de
amantes furtivos.

Así pasaron un par de meses hasta la


siguiente época de vacaciones. Más de una
vez habíamos ido a jugar fútbol con Julián y
los muchachos de siempre, y nos habíamos
tomado varias cervezas como era habitual.
Un día, Julián rechazó una invitación a jugar
diciendo que se sentía indispuesto y que no
quería salir de casa, lo que se me hizo muy
inusual. En aquella ocasión llegué solo a mi

Mártir 89
casa y lo vi, primero asomado por su balcón,
y luego abriendo la puerta de su casa para
abordarme. Ese día no me devolvió el saludo,
sino que se acercó para encararme con sus
ojos hinchados y enrojecidos, pero en calma
aparente.

“No hay nada que se oculte para siempre


en este mundo, Ernesto, ya me enteré de
absolutamente todo, todo”. En ese momento
agaché la cabeza. ¿Qué más podía hacer
acaso?, y él prosiguió: “Entiendo que follen,
sí, es normal, no creas que no lo hice con
alguien más cuando ella no estaba. Lo que
no voy a perdonarte jamás es que te hayas
dado al trabajo de enamorarla, de cogerla
a tu antojo y dejarla destruida y totalmente
desenamorada de mí. No quiero ni una
explicación ni palabra de esto a nadie, ni a
nuestras familias ni amigos, si es que aún
tienes respeto por lo que fue nuestra amistad.
Y no quiero escuchar explicaciones tuyas,
no estoy para eso”, y procedió a guardarse

90 Jesús Ovallos
en su casa. No tuve oportunidad de decirle
que nuestros encuentros sexuales habían
sido casi que accidentales, una deshonrosa
casualidad, y mucho menos alcancé a
explicarle que nunca hubiera pensado en
enamorar a su novia a propósito.

Aquellas palabras, las últimas que le escuché,


retumban aún en mi cabeza cada vez que veo
la puerta de su casa, como también truena el
disparo con el que se voló los sesos, como la
bocina del auto que sonó para que se moviera
de en medio de la calle antes de matarse,
como el violento y descarnado aullido de su
madre al ver a su hijo sangrante en medio
del pavimento; así mismo las palabras de la
señora, que en el funeral de su hijo enredó
sus manos a mi cuello para decirme que le
alegraría mucho verme cada vez porque le
recordaría cuánto me quería su hijo. Y por
mi mente se desliza, como rollo de película,
la imagen de Julián, recostado al balcón, o
mirando hacia el infinito desde su terraza, un

Mártir 91
cuadro que se repitió por dos semanas hasta
que tuvo el arrojo de suicidarse en frente de
su casa, que también resultaba ser el frente
de la mía.
¿Y en cuanto a Carolina? Sospecharía apenas
de los motivos de Julián, o quizá muy en el
fondo no quisiera admitir que los conocía. La
vi por última vez en el velorio, al entierro no
quise ir; a veces nos cruzábamos no miradas
de odio, sino de culpabilidad, pero nadie entre
nuestros conocidos, sentados todos ellos
cerca de mí, pudo darse cuenta del secreto
escondido entre nuestras miradas. Solo supe
que, tiempo después, ella había optado por
una beca internacional, había terminado sus
estudios en Europa y establecido su familia
allí.
Ha pasado una década ya desde el suicidio
de Juliancho. Tendríamos treinta años y
seguramente tendríamos varios estudios
de posgrado ambos. Quizá estuviéramos de
vacaciones con nuestras familias, mis niños

92 Jesús Ovallos
y sus posibles hijos, quizá ellos de Carolina
misma. O quizá le hubiera jugado una mala
pasada el destino, quién sabe, a veces me
consuelo pensando esta posibilidad. Pero en
últimas, siempre que salgo de mi casa tengo
que encontrarme la de Julián de frente, allí
donde vivieron sus padres hasta unos meses
después de su muerte. Diez años desde el
suicidio de Julián, y contando. Y, hasta hoy,
solo yo sabía por qué.

Mártir 93
Contenido

Prólogo
Jesús Ovallos, un aire puro más allá
de los estoraques 7

Tanatocracia 15

Cándido can 23

Premio Internacional de Poesía


de Los Infiernos 31

Manuel Jacinto Palomo,


máximo hombre de letras de la ciudad 41

Mártir 67

Y solo yo sabía por qué 83

Mártir 95
Este libro se terminó de imprimir
para Ediciones Exilio
en el mes de agosto de 2018
en los talleres gráficos de Gente Nueva Editorial
en el barrio Teusaquillo de Bogotá

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