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1 El Correo Curioso era la única publicación periódica (semanal) de la época. Fue fundado por el
Presbítero José Luis de Azuola y Lozano y su primo Jorge Tadeo Lozano en 1801. El número 1º salió
a la luz pública el martes 17 de febrero de 1801, una vez autorizada su publicación por el Virrey
Mendinueta el 9 de febrero.
2 La legislación española fue copiosísima sobre el punto de la libertad de imprenta, y su lectura permite
formar una idea de las limitaciones y restricciones a la circulación del discurso. Tal vez por el carácter
de noticia puntual y de anuncio, esta sección del periódico no tenía censura como si lo estaba el resto
del semanario.
Pero lejos de ser simplemente unos avisos limitados de la época, esta sección
recoge, en una perspectiva fresca y rica, la multiplicidad de la vida colonial de
finales del siglo XVIII y comienzos del XIX, reflejando en aquella sección el
nivel restringido del intercambio comercial entre compradores y vendedores
que caracterizaba la incipiente economía del Nuevo Reino de Granada, hecho
preocupante para algunos intelectuales, como lo demuestran las reflexiones
publicadas en el número 17 del periódico.
Allí los editores se expresan acerca “de la necesidad del dinero corriente, y de
la inutilidad del dinero guardado”. Para ellos, “el dinero como la sangre del
cuerpo, vivifica y reparte a todos y a cada uno proporcionalmente el
movimiento, y robustez que necesita”. Por esa época, era costumbre de muchos
potentados colocar el dinero a rédito o intereses en alguna obra pía o de
beneficencia, antes que arriesgarse a realizar alguna inversión en cualquier tipo
de negocio; los intereses eran considerados suficientes y el dinero estaba así
seguro de los riesgos de la inversión. A este respecto, los editores decían que
“el que impone una cantidad de pesos a rédito o censo, se contenta con la más
estéril de todas las ganancias” y se preguntaban: “¿Qué se dirá pues de los que
guardan el dinero? Lo uno que son amantes de la inación, lo otro que son
enemigos de su fortuna, y lo tercero inútiles individuos a la sociedad. De nada
sirve el dinero sino que para andando de mano en mano, se convierta en todas
las cosas necesarias a la vida; y aplicables a la comodidad... Si los árboles
guardasen sus semillas, como se hace con en dinero ya hubiera perecido gran
parte de la naturaleza”3.
Pero volviendo a aquellas noticias sueltas, nada mejor para darnos idea del
contenido de sus páginas que una rápida lectura:
3 Correo Curioso: Erudito, Económico y Mercantil de la ciudad de Santafé de Bogotá. B.N.C. Sala de
Investigadores, Fondo Pineda, No. 769, pág. 65.
“Ventas. Quien quisiere comprar dos solares en el Barrio Santa
Bárbara en la Calle del Purgatorio, hable con Andrés Guerrero que
tiene tienda en la Calle de la Carrera baxo la Casa del Sr. Urdaneta.
Este aviso nos llama la atención por su encabezamiento. ¿Sería esta imprenta la
misma que fundara Antonio Nariño, allá por el año 1793? ¿Acaso la cartilla
reseñada en el aviso fue elaborada con los mismos tipos que permitieron la
impresión de aquel folleto que costó en destierro y encarcelación a Don
Antonio Nariño?
4Ibid, pág. 8
5Como consecuencia del proceso que se le siguió en torno a la publicación de la traducción de los
“Derechos del Hombre” hacia finales de ese año, la imprenta fue confiscada por el Gobierno y
permaneció por algún tiempo en un rincón de la Biblioteca Real.
imprenta se localizó en la plazuela de San Carlos (hoy plazuela Cuervo), más
exactamente en los bajos de la casa del prestigioso médico francés De Rieux.
Ya en 1797 inició sus publicaciones unas cuantas manzanas hacia el norte,
siguiendo por la Calle Real primera (hoy carrera séptima), hasta llegar a la
Calle de los Carneros (actual avenida Jiménez entre carreras 7ª y 8ª)6.
Era allí donde, entre otras publicaciones, se editaba el Correo Curioso que
constituye para ese entonces el más fiel cronicón de la “muy noble y muy leal
ciudad de Santafé de Bogotá”, en cuyas líneas encontramos precisiones sobre
el ambiente de la época en que se desarrolla nuestra pesquisa sobre aquel
maestro de primeras letras.
6 “El nombre de los Carneros debió originarse no porque existiera esa cuadra venta alguna de dichos
animales, sino porque, semejante al que metafóricamente lleva el cronicón homónimo escrito por
Rodríguez Freyle, provino del hoyo grande destinado en la adyacente iglesia de San Francisco para
enterrar los muertos que no iban al regular panteón, o al destinado al mismo en el cementerio adjunto
para las osamentas sacadas ya de las sepulturas, hoyo que se llamaba Carnero, según dice la primera
edición del diccionario de la Academia Española en su cuarta acepción”. Ver: Rosa, Moisés de la. Las
calles de Santafé de Bogotá, Bogotá, Concejo de Bogotá, 1938, pág. 229.
7 El oficio de pregonero público de Santafé se constituyó en una labor susceptible de reglamentación,
así fuese mínima, como se puede observar en la postulación de José María Castañeda como pregonero
público de Santafé en el año de 1790. Ver A.G.N. Empleados públicos Cundinamarca, Tomo XVIII,
fols. 737 r-747v.
Haciendo gala de su nombre, el Correo Curioso recurría constantemente a sus
lectores para llevar a cabo algunas de sus empresas periodísticas, como
también, para tener el gusto de satisfacer la curiosidad de aquellos. Es el caso
del “padrón general del virreinato” que proponía en el número 6 del martes 24
de marzo de 1801. En su tercera página los editores suplicaban “a las personas
curiosas de todas las poblaciones, y con especialidad a los S.S. curas, a quienes
les es más fácil se tomen el trabajo de formar el de sus respectivos lugares
correspondiente al año pasado de 1800, y nos lo remitan para extractarlos”8.
Para realizar este trabajo y como guía a los interesados, se proponía como
modelo el presentado durante los dos números anteriores del periódico en los
cuales se daba cuenta del padrón realizado en Santafé, cuyo objetivo era, como
lo refiere el mismo periódico, “dejar memoria de la situación en que principió
la ciudad de Santafé el siglo 19”9.
Según este padrón, la ciudad se hallaba compuesta por 4.517 puertas “tanto de
casas como de tiendas”, agrupadas en 195 manzanas por entre las cuales se
deslizaban las figuras anónimas de criollos y mestizos, españoles pobres y
mulatos, nobles y esclavos, frailes y monjas; una ciudad conformada por un
tejido más o menos complejo de calles y callejones, pilas y plazoletas, iglesias
y parroquias, conventos y seminarios, y un sinnúmero de pulperías y
chicherías, además de 30 puentes que como el de San Victorino o el de los
Micos (denominado así por las maromas y múltiples piruetas que tenía que
hacer quien intentaba pasarlo), permitían al santafereño atravesar los caudales
de los ríos de San Francisco y San Agustín o de un sinnúmero de riachuelos y
quebradas que en esa época cortaban en sendas tajadas la ciudad de oriente a
occidente. Entonces los ríos le daban un sentido a la ciudad: no es hecho casual
que la Plaza Mayor se encontrara en el centro de una especie de isla. De la
Santa Iglesia Catedral hacia el norte se encontraba el río San Francisco, su
iglesia y respectivo monasterio, la iglesia de la Veracruz y la de la Tercera, la
parroquia de las Nieves y la iglesia de San Diego que marcaba el límite de la
ciudad por este costado. Una vez pasaba bajo el puente de San Francisco,
desviaba el río su curso hacia el sur, cercando así la parte occidental del centro
de la ciudad cuya comunicación con la parroquia de San Victorino se hacía a
través de un puente construido a cuatro cuadras de la Plaza. Por el costado
opuesto se deslizaban, desde las partes altas del cerro de Guadalupe, varias
Dividida en cuatro parroquias (la de San Victorino, las Nieves, Santa Bárbara y
la Catedral) la capital del Nuevo Reino, siempre caracterizada por un profundo
misticismo, giraba en torno al “pasto espiritual” que ofrecía a sus devotos un
grueso contingente de eclesiásticos agrupados en los trece conventos existentes
dentro del recinto de la ciudad, ocho de religiosos y cinco de monjas, no pocas
veces en disputa por alguna prebenda real o por la partición de los diezmos
voluntarios recogidos en los treinta y un templos a donde recurrían sus
feligreses, prontos a consignar sus dádivas como contrapartida generosa al
necesario respiro de sus pecados, que sin falta iban a subsanar durante
matutinos ejercicios piadosos, complementados a su vez con noctámbulas
oraciones, las de las seis y las de las nueve, ya en casa por aquello de la “señal
de queda” anunciada por los serenos que rondaban la ciudad, espantando con
sus faroles de cebo la espesa oscuridad para defender así las calles del
comercio, pero ante todo para sorprender a los atrevidos e insensatos pecadores
que aprovechando el velo de la noche se deslizaban por las calles en busca de
algunas de las tantas chicherías, casas de juego o tras alguna mujer de “livianas
costumbres”.
10 Idem.
11 Sería tal el impacto de este fenómeno natural en los santafereños que se constituiría en el primer
acontecimiento registrado a través de una publicación con alguna periodicidad llevada a cabo en
Santafé. Aquellas hojas sueltas recibieron en ese entonces el sugestivo título de Aviso del Terremoto.
12 Correo Curioso... Op. Cit. pág. 19.
13 A.G.N. Cabildos, Tomo VIII, fol. 138.
escandalosas y de livianas costumbres, además de un ejército nada exiguo de
perros, recuas de mulas y bueyes, gallinas, marranos y otros representantes del
reino animal, que en no pocas ocasiones ponían en apuros al transeúnte
desprevenido y en cuya notoriedad y aumento se convivía, a pesar de los
muchos bandos públicos expedidos para su pronta erradicación en atención al
bienestar e higiene de la ciudad.
16 Donzelot, Jacques. La Policía de las familias, Valencia, Editorial Pretextos, 1979, pág. 10 y 11.
17 A.G.N. Real Audiencia, Cundinamarca, Tomo III, fols. 298r-308v.
Si bien la petición busca ganar para los miserables encarcelados las sobras que
diariamente se reparten, teniendo presente que los pobres “verdaderos” podían
obtenerlas en otras caritativas puertas y que en “breve habrían de ser recogidos
en los Hospicios”, el Síndico General plantea que una obra de “cuerpos tan
religiosos” no debía ser un acto indiscriminado, pues dentro de los que ocurren
a dichas porterías “hay muchos que pueden buscar el sustento por sus propias
manos y que por su holgazanería perjudican a los verdaderamente
necesitados”18.
18Idem.
19 Unos siglos atrás, los pobres estaban investidos de una cierta experiencia religiosa que los
santificaba. Inscrita en la concepción de la pobreza que tradicionalmente había sostenido la Iglesia, el
miserable poseía una especie de dignidad asociada a la presencia de Dios. Lo que estaba en vigor era la
“idea tradicional que presentaba al pobre como intercesor privilegiado entre el creador y sus criaturas,
como el que abre las puertas al reino divino”. De allí que el cristiano, para salvarse, tuviese que pasar
por el ejercicio de la caridad. Bennasar, Bartolomé. La España del Siglo de Oro, Barcelona, Editorial
Grijalbo, 1983, pág. 217.
La irrupción de la pobreza en el ámbito público fue, sin lugar a dudas, un
hecho fundamental en el Nuevo Reino de Granada. Hecho que suscitó una
serie de posturas cuya pretensión fue asegurar el alejamiento, la erradicación o
el constreñimiento del desorden impuesto por la miseria. Por esa época,
aparece un conjunto de intentos por limitar el número de pobres y discriminar
claramente entre pobres y pícaros, entre “mendigos impedidos y limosneros
capaces”. Además de las medidas de orden práctico como los censos de
mendigos y enfermos, su reclusión en hospitales, la fundación de casas de
miseria, casas de niños expósitos, la expedición de licencias para mendigar o
las penas de flagelación y expulsión para ociosos y mendigos disfrazados,
aparecen también propuestas y planes de solución para el pauperismo.
“los que se hallaren sin destino, los vagos y mal entretenidos, los
huérfanos y muchachos abandonados por sus padres o parientes;
también los pobres mendigos de ambos sexos...” para que valiéndose de
esta información “a los últimos los trasladen sin dilación al Hospicio o
Casas de Recogidas con una voleta circunstanciada, para que se
asiente y firme en el libro de entrada: a los que por las diligencias y
noticias de que ellos se tomasen, resultaren ser vagos y sin destinos, se
les pondrá en la cárcel [...] entregándose los muchachos abandonados
al cuidado de Maestros, que les enseñen oficio, poniendo particular
vigilancia, en que ni los mancebos y aprendices, ni los criados de las
casas anden ociosos por las esquinas, sin atender a su trabajo, y muy
particularmente, que no se entreguen a los juegos, ni en los trucos, que
visitarán a todas horas los Alcaldes, para no permitir esta diversión,
sino a aquellas personas en quien no hai motivo para impedirla, por los
años que resultan que algunos artesanos e hijos de familia se vicien y
pierdan el tiempo en ella...”22.
21 Más de ochocientas, según los censos realizados entre 1717, 1739 y 1740.
22 A.G.N. Real Audiencia, Cundinamarca, Tomo III, fols. 306-307
asegurar su coexistencia, pero siempre al margen de un estatuto político que
permitiera articularlas a una estrategia más global. Dentro de esta perspectiva
se inicia un proceso de reglamentación de los oficios artesanales “en aplicación
de estas gentes reducidas al Estado de insensiblez por su abandono y universal
desidia”23. Se trataba ahora de poner las artes en el mejor estado posible para lo
cual se hacía necesario, en palabras de Francisco Robledo, asesor general para
el arreglo de los gremios del virrey Florez, “formar una instrucción que
[sirviese] de regla y método para enseñarlas y aprehenderlas”24.
Se trataba de reconocerle a ese gran conglomerado que era así mismo la casi
totalidad de la plebe, un espacio público totalmente controlado por el superior
gobierno. El principio de la reglamentación general de los gremios planteaba
como precepto, que no habiendo ningún oficio peor o de más baja condición
que otro, ya que “sería un error político creerlo así”, lo único, óigase bien, lo
único que debiera tener impresa la nota de la deshonra y merecer todo el
repudio de la sociedad, la religión y el Estado, era la ociosidad.
23 La cita en mención hace parte de la comunicación con la que el virrey Flórez da su concepto
favorable a las Reglas generales para el mejor método de los gremios que deben observarse por los
Padres, Tutores, Maestros y encargados de la Jubentud, Governadores, Corregidores, sus tenientes y
demás Justicias y Ayuntamientos. A.G.N. Miscelánea, Cabildos, Tomo III, fols. 287r-313v.
24 Ibid., fol. 288r.
25 Ibid., fol. 287v.
26 Idem.
27 Idem.
Implicado dentro del reordenamiento del trabajo y la vida del artesano, el
Reglamento General de 1777 no pudo, al parecer, llevarse a efecto. Pero las
alternativas, propuestas y planes de solución al problema del pauperismo,
continuarán apareciendo como también la persistente denuncia de sujetos que
“vagan por las calles maleándose de mil maneras”, y paralela a ella, la
advertencia sobre la gravedad de tal problema.
...Y siendo “que es constante y notorio para una buena República, que su dicha
y felicidad dependen del orden y buena disposición de sus havitantes,
especialmente en los pobres, artesanos y gentes de trabajo [en tanto que] de
este modo se evitan los desórdenes y vicios, se exterminan los vagos y
delinquentes, y a mas de lograr todos estos su necesaria subsistencia se logra el
dichoso fin de su salvación”28, el 26 de julio de 1789, a petición del virrey
Espeleta, Don Manuel Díaz de Hoyos presenta su reglamento de gremios como
un instrumento fundamental para atajar el pernicioso daño que causa el
desorden y la holgazanería, remedio eficaz para la miseria y vicios inherentes a
la plebe contenida en la ciudad y todo el reino. El “Reglamento para la buena
administración de los oficios artesanos” sería, en palabras del autor, el
mecanismo que garantizaría “tener sujetos y en útil ejercicio a tanta gente,
como es toda la pleve, destinada en los gremios, bagamunda y olgazana, como
se halla en esta ciudad, con precisa necesidad de sujeción”29.
De allí que la enseñanza fuese propuesta como la única alternativa posible para
detener y erradicar definitivamente el mal,
30Caldas, Francisco José de. “Discurso sobre la educación”, en, Semanario del Nuevo Reino de
Granada, Bogotá, Ed. Minerva, 1943, pág. 71. El subrayado es nuestro.
legisladores. Sin educación no pueden felicitarse los pueblos; el vicio
cundiría por todas las partes, las leyes, la religión, la pública seguridad
y la privada serían violadas si no se procurase desde el principio
inspirar a la juventud las sanas ideas y obligaciones propias del
cristiano y del vasallo”31.
Son pues estos dos problemas el eje en torno del cual giró la vida política del
Nuevo Reino de Granada a fines del siglo XVIII, y es precisamente en este
paisaje social en donde concentraremos la búsqueda del autor de aquella
curiosidad literaria reseñada en el Correo Curioso. Esas mismas calles, por
donde deambulaban mendigos y ociosos, vagabundos y mujeres escandalosas,
debieron registrar también las huellas de Don Agustín Joseph de Torres; pero
otras pistas nos ayudarían a resolver algunos de nuestros interrogantes: ¿Quién
podría ser aquel maestro? ¿Acaso alguno de los intelectuales o ilustrados
criollos? ¿Maestro de qué escuela? ¿Era religioso o secular? ¿Qué clase de
incentivos le reportó esta publicación? Y paralelas a estas preguntas nos
planteamos otras más generales: ¿Cuáles eran las particularidades que definían
y diferenciaban el oficio de maestro de escuela a finales del siglo XVIII y
principios del XIX? ¿Cuál era la relación entre este oficio público y la
enseñanza que impartía la iglesia?
Unos sujetos
Públicos
“que con dolor se experimenta que cualquier hombre, que no tiene para
comer tome el arbitrio de abrir en su casa, o en una tienda una escuela
donde recoge algunos muchachos, a quienes por su sola autoridad,
enseña lo que sabe, o tal vez aparenta enseñarles para sacar alguna
gratificación con qué alimentarse, sin que proceda licencia, examen ni
noticia de sus superiores”37.
36 Rodríguez, Simón Narciso. “Estado actual de la Escuela y nuevo establecimiento de ella (1794)”, en,
Boletín de la Academia Nacional de la Historia, Caracas, Tomo XXIX, No. 115, julio-septiembre de
1946.
37 Método Provincional e interino de los estudios que han de observar los Colegios de Santafé, por
ahora, y hasta tanto que se erige Universidad Pública o su Majestad dispone otra cosa, Santafé, 1774.
A.G.N. Instrucción Pública, Tomo II, fol. 219 y s.s.
Años más tarde, en un plan para creación de escuela, Fray Antonio Miranda,
cura de Ubaté, sienta su preocupación y pide que por
“...ningún color, pretexto, ni motivo se permita que alguno ande por las
estancias, o en el pueblo, pretextando enseñar a leer o escribir a niños,
para solapar su vagabundería y tener que comer con título de maestro,
pues por lo general ninguno de ellos sabe leer, ni escribir y así no lo
puede enseñar”38.
Con la salida de los jesuitas se dejaba a aquel sector que tenía acceso a la
educación (gentes “principales y beneméritas”) en un alto grado de
Control de un ejercicio,
mendicidad de un estipendio
El período que va desde 1770 hasta 1800 está lleno de expedientes en los
cuales se solicita la expedición de título de maestro. Estas solicitudes antes que
pretender alguna clase de privilegio social, constituyen la única forma para
muchos de asegurar y garantizar su propio sustento. Sin embargo, no todas
eran aprobadas. Para merecer el título eran necesarios, además de la “habilidad
para leer, escribir y contar”, algunos requisitos igualmente importantes como
los de ser “hombre blanco y decente, arreglado de buen procedimiento y sin
vicio alguno”49. En una primera parte, que se extiende hasta 1790
aproximadamente, la preocupación central no es el saber del maestro, sus
conocimientos, su competencia pedagógica; el título certifica “la virtuosidad y
buenas costumbres” de un sujeto, pero sobre todo expresa el reconocimiento
legal por parte del poder para desempeñar un oficio. Un ejercicio que desde
entonces fue susceptible de control y vigilancia por parte de las autoridades
virreinales, pero que en ningún momento representó erogación alguna para las
arcas reales. De esta manera se entendía, hacia finales del siglo XVIII, “lo
público”.
Sólo años más tarde, y como consecuencia de las continuas solicitudes de los
vecinos, se autorizaría pagar el sueldo de maestro con los fondos recaudados
por el Cabildo, provenientes de aquellos impuestos llamados “propios” que se
impugnaban a las “casas de juego” y chicherías. La posibilidad de recibir su
estipendio dependía, como hoy, del recaudo oficial producto de las ventas a
parroquianos y forasteros, que compartiendo penas y glorias, nostalgias y
esperanzas, se confundían en la embriaguez y el azar. Así lo expresaría el
virrey Espeleta cuando en su relación de instrucción pública informaba al Rey
“...que en los lugares de afuera y de alguna población, se han establecido
muchas (escuelas públicas) costeadas por las rentas de propios que en esta
tendrían una digna inversión”51.
Hasta aquí, nuestra pesquisa ha arrojado una serie de elementos que nos han
permitido caracterizar el surgimiento de ese personaje que marca la segunda
mitad del siglo XVIII. Esta búsqueda, sin embargo, tiene un objeto preciso:
encontrar alguna referencia que nos permita seguir el rastro de Don Agustín
Joseph de Torres, el autor de la cartilla Lacónica que viéramos reseñada en el
aviso del “Correo Curioso”. Bastante larga había sido la búsqueda hasta este
momento y todavía seguíamos percibiendo aquellas voces reclamando salarios
desde diferentes lugares del territorio del Nuevo Reino de Granada. Entre todas
ellas, nos ha llamado la atención una certificación fechada el 7 de noviembre
de 1796 que bien podría ser una sugestiva síntesis de las condiciones de
ejercicio del oficio de maestro, en donde se expresa que a pesar de que Juan de
la Cruz Gastelbondo “ha cumplido y está cumpliendo hasta la fecha con su
obligación de enseñanza de niños de primeras letras sin falta incesante al
exercicio diario... no se le da cuenta de renta ninguna, pues aunque está
declarado y nombrado de ciento cinquenta pesos por año, no se ha
verificado”52. El caso de Gastelbondo, es el caso de un maestro que habiendo
sido nombrado para la escuela de Sogamoso desde el primero de abril de 1782,
51 Posada, Eduardo; Ibáñez, Pedro María. Relaciones de Mando. Memorias presentadas por los
gobernantes del Nuevo Reino de Granada, Bogotá, Imprenta Nacional, 1910
52 A.G.N. Fondo Colegios, Tomo IV, fol. 344v.
llevaba ya 14 años trabajando sin recibir sueldo alguno, a pesar de tener
reconocida la “muy corta dotación” de 150 pesos anuales.
Pero sería sólo hasta nuestra lectura del alegato que surgió en torno al
nombramiento de Don Miguel Bonel como maestro de primeras letras de la
escuela de San Carlos de Santafé, en donde encontraríamos la pista definitiva
que nos condujo a Don Agustín Joseph de Torres. El caso de Don Miguel
Bonel se halla incluido en un extenso expediente que daba cuenta del
acontecer, no sólo de la escuela en que había sido nombrado, sino, ante todo,
de las urgencias y las necesidades de los diferentes maestros que habían
ejercido el cargo en dicha escuela, entre los cuales figuraba Don Agustín.
Se abre el expediente
Este expediente, más que construir la historia de los avatares y las penurias, las
desdichas y las esperanzas de una tal Agustín Joseph de Torres, cuarto maestro
de la escuela pública de San Carlos, nos permitirá a su vez refrendar, desde
otra perspectiva, la aparición de este nuevo personaje llamado maestro de
primeras letras: personaje que si bien es cierto se nos presenta con un estatuto
53 La noción “estrategia de la instrucción pública” hace parte de los resultados del trabajo de
investigación que Alberto Martínez Boom adelantó en torno al surgimiento de la escuela, el maestro y
el saber pedagógico en el Nuevo Reino de Granada. Para profundizar este y otros temas sugerimos leer
sus publicaciones: “La Aparición Histórica del Maestro y la Instrucción Pública en Colombia”, en,
Revista Proyección Educativa. Bogotá, M.E.N., No. 1, 1982; El Maestro y la Instrucción Pública en el
Nuevo Reino de Granada: 1767-1809, Bogotá, CIUP, 1981; Escuela, Maestro y Métodos en
Colombia: 1750-1820, Bogotá, UPN-CIUP, 1986
todavía difuso y no completamente diferenciado, lo encontraremos de ahora en
adelante en el dominio de un espacio y un tiempo llamado escuela pública de
primeras letras, al frente de una “junta de niños” con un oficio específico:
enseñarles a leer, escribir, algo de contar y doctrina cristiana. La historia de
Agustín Joseph de Torres, unida a las referencias sobre sus antecesores en la
escuela de San Carlos, es pues, la historia de aquellos sujetos reclamando su
presencia pública que no era otra cosa que su dignidad y estabilidad salarial
como maestros.
54 C. P. I., pág. 1.
recibe para ponerlas en ejecución hasta el 31 de julio, día de la festividad de
San Ignacio de Loyola.
Llegado el día, el templo de San Carlos (hoy iglesia de San Ignacio) se vio
colmado de público como era costumbre. Las diferentes comunidades
religiosas, los miembros de la Real Audiencia, el Virrey y demás autoridades
locales, y un sinnúmero de devotos, concurrieron a la celebración de la fiesta
del santo patrono de los jesuitas. Pero esta celebración, según nos lo relata el
cronista José María Vergara y Vergara, “se convirtió en una despedida de los
hijos de Loyola de los pueblos del virreinato... El estupor del auditorio no tenía
límites. ¿Para dónde se despedían los jesuitas? ¿Por qué abandonaban la ciudad
donde estaban tan bien colocados, donde vivían hacía ciento sesenta años? El
Virrey que escuchaba atentamente sí sabía para donde iban; pero su estupor era
mayor que el auditorio, por diferentes razones. ¿Cómo habían sabido los
jesuitas el secreto de Estado tan admirablemente guardado?”55.
Aquel mismo día, el Oidor y Alcalde Pey y Ruiz recibió del padre Yarza las
llaves del Colegio Mayor y desde entonces quedaron suspendidas las
actividades académicas que se venían realizando. La escuela anexa al Colegio
funcionaba en el llamado patio de las Aulas en uno de los tres corredores de la
planta baja donde se encontraban además la carpintería y el aula de menores.
Era una pieza con “cuatro ventanas, y de uno y de otro lado sus asientos de
55 Vergara y Vergara, José María. Historia de la Literatura en Nueva Granada, 2ª.Edición, Bogotá,
Librería Americana, 1905, pág. 218.
56 Citado por: Hernández de Alba, Guillermo. Documentos para la Historia de la Educación en
muerte de un maestro a manos de sus alumnos, ante la mirada complaciente de las autoridades. Todo
sucede cuando Casiano se indispuso con las autoridades por “negarse desdeñosamente a prosternarse
ante los altares” y aquellas deciden entregarlo a sus discípulos para que le castigaren, primero
desnudándole y atándole para luego herirle y traspasar “...su cuerpo con los estiletes que utilizaban
para trazar sobre las tablillas de cera los surcos de la escritura”. Una tortura con estocadas profundas
haciendo evidente el violento desahogo que les procuraba el ataque que condujo a su agotamiento y a
la muerte del maestro. Astucia del poder manifiesta en la atinada manera de elegir el “justo verdugo”
para consumar el “castigo ejemplar”. (Mause, Lloyd de. Historia de la Infancia, Madrid, Alianza
Editorial, 1982, págs. 115-116.
La conformación a este tipo de agremiaciones fue muy común por toda Europa
hacia finales de la Edad Media, cuando las ciudades resurgieron y se
convirtieron nuevamente en los centros de la vida social a partir del auge del
comercio y de las manufacturas en general. Fue precisamente la proliferación
de artesanos la que dio origen a estas agremiaciones que tenían como objetivo
principal controlar el ejercicio de determinados oficios mediante la expedición
de licencias para abrir talleres o tiendas, previo examen o previa instrucción en
escuelas creadas para el efecto. Estas escuelas eran generalmente un taller a
donde concurrían los muchachos que querían iniciarse en el oficio o arte
respectivo (herrería, carpintería, construcción, etc.). Quien enseñaba el oficio
era llamado maestro y para realizar esta actividad debía poseer una
autorización previa por parte del mismo gremio o de las autoridades locales.
Los iniciados eran llamados aprendices y después de varios años de trabajar a
ordenes del maestro en su taller y aprobar el examen respectivo, obtenían
licencia para abrir su propio taller o tienda con lo cual ascendían a “oficiales”.
Sin embargo, no podían dedicarse a la enseñanza, para ello necesitaban
comprobada experiencia y calidad en el trabajo.
Nace un oficio
Ahora bien, aunque aquella pieza que nos describieran los jueces comisionados
para realizar el inventario del Colegio Mayor, seguiría sirviendo de espacio
para la nueva escuela de San Carlos y su distribución interior seguramente
sería la misma, a partir de su reapertura inicia un proceso de transformación
que pronto la convirtió en un espacio radicalmente diferente de lo que hasta
62 Ver: Estrada, Dorothy Tank de; et. al. Historia de las profesiones en México, México, Colegio de
México, 1982, págs. 49-60; Estrada, Dorothy Tank de. La educación ilustrada: 1785-1836, México,
Colegio de México, 1987, págs. 87-109.
63 En relación con este aspecto ver los trabajos de Dorothy Tanck de Estrada, citados anteriormente.
entonces había sido. Cuando se reabre la escuela el 16 de septiembre de 1767,
no sólo era un lugar distinto, sino que acogería, además, a unos nuevos sujetos:
el maestro era un personaje de otro orden, y el primero en representar este
papel fue Don Miguel Bonel.
Una vez conocida por el Fiscal esta representación, sería utilizada como
“piedra de escándalo”: en una comunicación dirigida al Virrey expresaba su
inconformidad con dicho nombramiento, poniendo de presente que “...no se
alcanza con que facultad ha procedido el Cabildo Eclesiástico a este
nombramiento que por ningún título le compete, por ser privativo y reservado
únicamente a Vuestra Excelencia”65, y aunque a continuación suaviza sus
términos anotando su confianza en la buena fe con que se hizo dicho
nombramiento y teniendo en cuneta que “el público ha disfrutado en este
tiempo del beneficio de la instrucción de los niños...”66 aprueba el que se le
asigne salario (que será de 200 pesos anuales), al solicitante, pero aclarando
que dicho maestro “deberá tener entendido, que su nombramiento, pende de
Vuestra Excelencia como el apartarlo siempre que lo tenga por
conveniente...”67 (eso que hoy con lenguaje del Servicio Civil llamamos
“funcionario de libre nombramiento y remoción”). De esta manera, sienta el
Fiscal la nueva posición que en adelante asumiría el Superior Gobierno frente a
lo que empiezaba a considerar como exclusivo de su potestad.
Fue el mismo expediente en cuestión quien nos dio respuesta a estas preguntas.
Bonel comentaba en la representación aludida anteriormente, que antes de
entrar a servir en la escuela se encontraba “ocupado por el exercicio de la
pluma para mantenerme de vestido, y demás alimentos para el cuerpo...”70.
Según parece, Francisco de Mendieta, sucesor de Bonel, tenía la misma
ocupación de su antecesor. Pero aquel no realizaba su oficio en Santafé sino en
No hay pues, por esta época, un estatuto preciso que configure claramente el
oficio del maestro. Sin embargo, podemos diferenciar dos elementos a partir de
los cuales se determinaba si un sujeto era apto para el ejercicio del magisterio.
Por una parte, se exigía al maestro “...conocida probidad y buena conducta,
vida pura e irreprensible”72. Sólo serían tenidos en cuenta para el magisterio
aquellos “honrados, de buena vida y costumbres, cristianos viejos, sin mezcla
de mala sangre”73. De otro lado, se hacia una segunda exigencia a este sujeto:
“saber leer con sentido, escribir correctamente y contar con expedición”74.
Podríamos decir que el estatuto de estos primeros maestros de escuela estaba
dado por su carácter de “hombres virtuosos” sin más exigencias de saber que el
de las primeras letras y las cuatro operaciones aritméticas.
El caso del tercer maestro de la escuela de San Carlos, ratifica una vez más el
estatuto todavía difuso, para esta época, del oficio de maestro. Don Joseph
Molano, portero del Cabildo de la Ciudad, presenta su solicitud para el cargo
que había quedado vacante en dicha escuela, y una vez aprobada, se le fija una
asignación anual de 300 pesos que disfrutará durante los seis años que
permaneció en el puesto, hasta la llegada de su sucesor, Don Agustín Joseph de
Torres.
71 Idem.
72 A.G.N. Fondo Colegios, Tomo II, fol. 950.
73 Novísima Recopilación de las Leyes de España, mandada a formar por el Señor Carlos IV, Libro
Octavo. De las Artes y Oficios París, Vicente Salvá, 1846., pág. 467.
74 A.G.N. Fondo Colegios, Tomo II, fol. 951.
De la escuela pía a la escuela pública:
La escuela de San Carlos
Entre los papeles que conforman este amplio expediente hemos encontrado
también el Acta de Fundación de San Carlos que data del siglo XVII, en donde
se le definía como escuela pía y no como escuela pública, designación con que
se conoce hacia finales del siglo XVIII. Sobre este aspecto es necesario tener
algún nivel de claridad para comprender, de una mejor forma, no sólo el
expediente, sino el proceso en el cual está inscrito. Por lo tanto, creemos
conveniente profundizar un poco más en las diferencias que existían entre estas
dos modalidades de escuela, y a la vez, diferenciar, de una forma más precisa,
las particularidades de la enseñanza entre los siglos XVII y finales del XVIII.
Por el momento, los detalles en torno a la historia de Don Agustín quedarán en
suspenso.
76Otero, Jesús María. La Escuela de Primeras Letras y la Cultura Popular Española en Popayán,
Popayán, 1963, pág. 23.
españoles pobres que no sean de los prohibidos...”77. Sin embargo, eran estos
“prohibidos” la mayoría de la población78. Prohibidos para la escuela, para el
colegio Mayor, para el Seminario, para los puestos públicos. La única
posibilidad para estos sujetos “libres”, como se les llamaba en el lenguaje de la
época y en la cual no tenían ninguna restricción, era la mendicidad.
Son entonces dos las características que definen y diferencian esta modalidad
de las demás formas de instrucción de finales del siglo XVII (formas que sin
embargo se mantendrán durante la primera mitad del siglo XVIII). La primera,
su carácter de obra pía, es decir, obra realizada como producto de donaciones
para efectos piadosos. La segunda, la posibilidad, todavía restringida, de la
instrucción para un grupo diferente de las élites coloniales (aunque sin dejar de
ser, por esto mismo, un fenómeno de carácter excluyente).
Ahora bien, casi un siglo después, la escuela anexa al Colegio Mayor de San
Bartolomé asumió unas características bien diferentes a las que tuviera en la
época de su fundación. Estas diferencias empiezan con el extrañamiento de la
Compañía que siempre la había tenido bajo su tutela. Una vez ratificada la
77 A.H.N.M. Sección Jesuitas, Legajo 92, Doc. No. 17 (Sin foliación).
78 Según Jaramillo Uribe, hacia 1778 la población mestiza superaba casi en 100.000 almas a la
población blanca, y si sumamos a aquella la población negra e indígena, tendremos que estos
“prohibidos” conformaban más del 70% de la población total del Nuevo Reino.
79 A.C.C. Signatura 10200 (col. III 13 SU).
expulsión, en cumplimiento del Real Decreto del 27 de febrero de 1767,
quedaron suspendidas todas las escuelas que funcionaban anexas a los
Colegios Seminarios. Pero al igual que la de Santafé, una vez abrieron sus
puertas algunos meses después, ofrecían unas características marcadamente
diferentes a las que hasta ese entonces habían presentado.
Tal vez es el caso de la escuela de Popayán fundada por Manuel Díaz de Vivar.
Cerrada por motivo de la expulsión de los jesuitas, reinició sus labores en 1768
como “escuela pública” para “la enseñanza de todo género de niños que
concurriesen a aprender”81, los que el maestro nombrado deberá “admitir sin
excepción de ninguno, para que desde hoy en adelante les enseñe a leer,
escribir y contar”.82
80 Martínez Boom, Alberto. Escuela, Maestro y Métodos: 1750-1820, Bogotá, CIUP, 1986, pág. 27.
81 A.E.P. Libro D-4, Documento 5.
82 Idem.
Aunque las nuevas disposiciones exigían que se abrieran las puertas de la
escuela a sectores sociales que estaban marginados de sus públicos beneficios,
estos acontecimientos, enmarcados dentro de las reformas borbónicas, más que
proponer una democratización de la escuela, buscaban un reordenamiento
institucional que rescatara, para el poder de la Corona, su soberanía en
diferentes dominios que como el de la educación se hallaban hasta el momento
bajo la potestad y control de las órdenes religiosas.
Un “socorro de limosna”
La escuela pública de San Carlos, como decíamos atrás, fue producto de una
donación testamentaria cedida en el siglo XVII. Su fundador, el Capitán
González Casariego, había apropiado para tal efecto la suma de ocho mil
pesos. Este dinero se había aplicado (o anexado) a las propiedades de los
jesuitas y el rédito o interés producido por esa suma, llamada el principal,
reportaba el 5% anual, lo que en términos prácticos eran los cuatrocientos
pesos con los cuales, según lo testamentado, se pagaría el sueldo del sujeto que
84 A.H.N.M. Sección Jesuitas, Legajo 92, Documento No. 17 (Sin foliación).
hiciese las veces de maestro de dicha escuela. Una vez verificado el
extrañamiento de los jesuitas, estos dineros, que se hallaban bajo tutela de la
Orden, quedaron incluidos, al igual que todos los bienes de dicha Compañía,
dentro del fondo llamado de Temporalidades. Con este nombre se conocían
por aquella época, los bienes expropiados a esa gran empresa económica que
llegó a ser la Compañía de Jesús85. Tal fondo era controlado muy celosamente
por la Corona y para su administración en cada una de las colonias de ultramar
y sus respectivas regiones, había creado las ya mencionadas Juntas de
Temporalidades. Por esta razón, todo lo que se refería a la escuela de San
Carlos y especialmente aquello concerniente al nombramiento y pago de
maestro, era de potestad exclusiva de dicha Junta.
Don Agustín se dirigía al Virrey, no sólo por las posibilidades que le ofrecía el
hecho de regentar la única escuela pública de la capital del virreinato, sino
principalmente, porque había agotado las gestiones con los burócratas de
medianos destinos y veía que era ya momento para que se tomaran decisiones
en torno a su caso, pues su estrechez aumentaba con el correr de los días. Y
fueron estas circunstancias las que dieron forma a su respetuosa solicitud a la
máxima autoridad virreinal. En todo el proceso se verá el claro reconocimiento
85En el transcurso de casi dos siglos, la Compañía de Jesús se había asentado por todo el virreinato
creando en la población la necesidad de su presencia. Después de la fundación del Colegio Mayor de
San Bartolomé en 1604, los hijos de Loyola habían creado colegios en las más importantes provincias
del reino: Popayán, Tunja, Pamplona, Cartagena, Mompox, Antioquia, Buga, Vélez, Honda, etc.; Tales
colegios conformaban los puntos de una compleja red de donaciones, limosnas, capellanías, que se
formaban en torno a los colegios y a partir de los cuales se constituyó el andamiaje económico que
sostenía a la Orden.
Era imposible pensar un colegio independiente de un conjunto de piezas de esclavo, haciendas,
ganado, despensas. Alegóricamente podríamos decir que su poder se extendía desde la esquina
suroriental de la Plaza Mayor hasta los rincones más apartados de los llanos orientales.
que hacen, tanto los funcionarios oficiales como los personajes eclesiásticos,
del mérito que ostenta y la notoriedad de su desempeño como maestro de
primeras letras. Sin embargo, la decisión final no dependía tan sólo de estas
certificaciones, ya que por ser esta escuela producto de una obra pía, el
principal que la sustentaba estaba incluido en el fondo de Temporalidades y
cualquier decisión a este respecto tenía que provenir del Rey directamente.
Este expediente seguiría su itinerario y sólo cuatro años después se conocería
la “real respuesta”.
“Hame ocurrido
un pensamiento...”
Hasta este momento se veían fructificar los esfuerzos realizados 12 años antes
por este maestro que ingeniándoselas y conviviendo con sus necesidades, había
logrado sacar a flote unos dineros que se creían perdidos o sobre los cuales
86 Estos eran funcionarios de la Real Hacienda que cumplían las tareas de recaudadores, tesoreros y
veedores de los fondos reales. Su cargo era vendible y renunciable y por lo tanto de carácter vitalicio,
por lo que podía transmitirse por herencia y a perpetuidad según la fórmula llamada “a juro de heredad
perpetua”.
87 A.H.N.M. Sección Jesuitas, Legajo 92, Doc. No. 17.
nadie se había preocupado. A partir del informe de los Oficiales Reales, el
fuerte de las solicitudes tendrá un piso de legalidad, pues los dineros que
constituían la petición de Don Agustín no significaban una nueva carga al
Ramo de Temporalidades, pues eran sobrantes de la dotación asignada para el
pago de maestros. Efectivamente, no todos los maestros de Primeras Letras de
la escuela pública de San Carlos, que desde el año de la expatriación sumaban
ya cuatro, habían recibido la suma total que les correspondía por derecho
propio y por voluntad del testamentario (400 pesos anuales), quedando
entonces un sobrante correspondiente a los veinte años y 32 días transcurridos
entre el 31 de julio de 1767 (fecha en que se verificó el extrañamiento de la
Compañía) y el 31 de agosto de 1787, año en el que se rendía el informe
solicitado.
Como puede verse, el Oficial Real cumple con lucidez su cotidiano encargo de
administrador de los dineros reales. Por lo menos, su propuesta está nutrida de
su conocimiento del caso y en atención “al mérito, vigilancia y celo con la que
ha procedido el suplicante en el desempeño de su ministerio, y ser nada menos
que trascendental al público”90. Aquí Don Manuel Revilla plasma, de una
forma precisa, la necesidad ya antes enunciada, de la educación como bien
público.
Un silencio obligado
Diez días después de aquel hecho, el nuevo rey firmó sus primeras reales
cédulas informando a sus súbditos de las colonias el “infausto” hecho. Pero
sólo tres meses después, los santafereños conocieron la fatal noticia, cuando
aún no terminaban las ceremonias que se habían programado con motivo de la
llegada del nuevo virrey, Don Francisco Gil y Lemus, y de la despedida de su
antecesor, el Arzobispo Antonio Caballero y Góngora. No fue, sin embargo,
aquella la única noticia sorprendente que recibieron los neogranadinos en aquel
año. Una vez concluidas las ceremonias, mientras se preparaban las honras
fúnebres, luto y exequias de Carlos III, y cuando aún comenzaban los actos de
“jura” al nuevo rey, éste, variando los planes de su fallecido padre y señor,
decide prolongar el viaje de Gil y Lemus más hacia el sur, nombrándolo virrey
de las tierras del Perú. En su reemplazo quedaba designado Don José de
91 Idem.
Espeleta, quien hasta entonces se había desempeñado como gobernador de la
Habana.
Durante seis años, Antonio Caballero y Góngora concentró entre sus manos el
más grande poder que haya tenido algún otro gobernante del Nuevo Reino de
Granada. Sobre su humanidad reposaron los dos supremos poderes que
articulaban y orientaban la vida colonial: el poder divino, representado en su
condición de Arzobispo, y el poder político en su calidad de Virrey. Fue ésta la
primera y única vez, por lo menos durante el reinado de los Borbones, que
concurrieron en una misma persona los más elevados cargos de la Iglesia y el
Estado en propiedad. Ahora, ¿Cómo explicar este hecho cuando uno de los
propósitos fundamentales de Carlos III y sus ministros era el de reducir
sensiblemente la influencia eclesiástica en los terrenos del Estado? No hay que
dudar que tal decisión sólo pudo tener una motivación: la destacada actitud del
Arzobispo durante los desórdenes de la revuelta comunera en 1781, hecho que
además de proporcionarle el trono del virreinato, le hizo acreedor a uno de los
más altos honores reales: la Orden de Carlos III.
No cabe duda que aquel aprecio y buen concepto real debieron aumentarse
notablemente después de los sucesos de 1781, en donde Caballero y Góngora
hizo gala de sus dotes como político, pues el 7 de abril de 1783 Carlos III lo
nombró virrey en propiedad. A partir de allí, se mantendría durante 5 años en
su doble función de Arzobispo-Virrey hasta 1788, cuando considerándose
satisfecho de su actividad en estos reinos, volvió su mirada a su tierra natal y
renunció a su doble labor.
Las Ceremonias
92 A.G.N. Miscelánea, Tomo 46, fol. 783r.
La recepción de los virreyes constituía un solemne acto que por su singular
ceremonial mantenía concentrada la atención del gobierno virreinal durante
varias semanas. Junto con la jura a un nuevo monarca, el advenimiento de un
príncipe, el cumpleaños del soberano, los onomásticos de los integrantes de la
familia real, o el deceso del monarca, representaba uno de los principales
acontecimientos en donde se articulaban los diferentes órdenes de la vida de
aquella sociedad. Es bien difícil entender desde nuestra actualidad cómo la
actividad social, política y económica de la ciudad se concentraba en torno a
los rituales ceremoniales; cómo la distribución de los cuerpos en el espacio y el
orden estricto de los movimientos determinaban jerarquías sociales, niveles
burocráticos, grados de nobleza; cómo el lujo y la ostentación, la gala y la
pomposidad que demandan gruesas sumas de dinero, eran consideradas como
digna y útil inversión. Aunque difícil de comprender, el derecho a un asiento
en las diferentes fiestas civiles o eclesiásticas, el lugar ocupado en ellos, el uso
de gorra, sombrero o bastón, las venias respectivas de acuerdo con el título
nobiliario, el uso del Don y otros muchos privilegios, constituían el eje de
miles de pleitos entablados por diferentes individuos e incluso por
corporaciones como la Real Audiencia, el Tribunal de Cuentas o el Cabildo
Eclesiástico entre otros, llegando a constituir gruesos expedientes en las
distintas salas de ayuntamiento, cabildos, despacho virreinal y en varias
ocasiones, en la misma mesa del rey.
Pero con órdenes reales o a pesar de ellas, con gran número de celebraciones o
con la determinación de su disminución, los pleitos se multiplicaban cada vez,
al punto de obligar al rey a pronunciarse sobre la minucia del ritual y la
etiqueta como mecanismo para evitar tan reiteradas pugnas. Tal es el caso de
Carlos IV quien tuvo que elaborar dos reales cédulas, en menos de una década,
Las dos reales cédulas referidas están fechadas, la una el 18 de Agosto de 1973, y la otra, el 20 de
103
Noviembre de 1801. Ver: A.G.N. Real Audiencia, Cundinamarca, Tomo XX, fols. 474-475 y A.G.N.
Reales Cédula y Reales Ordenes, Tomo 34, s.f.
su familia y se retiraban hasta la noche cuando concurrían a hacerle corte los
señores oidores, contadores mayores, alcaldes ordinarios, oficiales reales y
algunos regidores, “sirviéndose entonces un magnifico refresco acompañado
de concierto de música”104; aproximadamente hacia las diez de la noche, se
retiraban todos del aposento y el virrey cenaba sólo, sirviéndose en otra pieza
una delicada cena para su familia y algunos caballeros que se quedaban.
104 Tomada de: Papel Periódico Ilustrado, Bogotá, 20 de junio de 1882, No. 19, págs. 302-303.
105 Idem.
106 Del deleite que animaba esta exquisita bebida, confundida en la tradición santafereña, hacen eco los
siguientes versos, cantados en algunas de las sabrosas veladas de la Sociedad del Buen Gusto a finales
del siglo XVIII: El cacao delicioso, / Que abundante produce nuestro suelo, / Nutritivo y sabroso, / De
los hombres consuelo, / Y que los dioses usan en el cielo. / El néctar y ambrosía, / Se mezclan en
magnífico azafate; / Mercurio los envía, / Ceres misma los bate / Y es concedido al hombre el
chocolate. / Sobre el plato ya brilla / La arepa, el pan tostado, el biscochuelo, / El queso y mantequilla,
/ Y el hermoso espejuelo / Como ornamento de este don del cielo.
Gutiérrez Vergara, Ignacio. “Oda al chocolate”, en, Ibáñez, José María. Crónicas de Bogotá, Tomo I,
Bogotá, Imprenta Nacional, 1913, pág.
Santafé con su respectiva escolta y caravana acompañante. En el sitio del
Puente de Aranda era esperado por el antiguo virrey, quien salía de palacio con
la “Compañía de Caballos” y todos los oficiales, llevando al estribo de la
derecha al Capitán de Alabarderos y al otro estribo al Mayordomo y dos
oidores en la testera del coche. “Echando todos a pie de tierra” se saludaban los
dos virreyes con un abrazo, entregándole luego al virrey saliente el bastón del
reino a su sucesor; después de este saludo y los respectivos honores militares,
la fastuosa caravana iniciaba su marcha final hacia la muy noble y muy leal
ciudad de Santafé de Bogotá: el antiguo virrey ofrecía su coche al nuevo
gobernante dándole la derecha dentro de aquél y así entraban a la ciudad por el
“camino real”; en el puente de San Victorino los esperaba una compañía de
Alabarderos que marchaban al tiempo de llegar los dos virreyes, hasta la
entrada de la Plaza Mayor en donde la caravana se detenía: descendían los
virreyes del coche y entraban en palacio a la sala del dosel para efectuar el
respectivo juramento: se reunía el Real Acuerdo y se leía el Real Título de
“verbo ad verbum”, lo besaban y lo ponían luego sobre sus cabezas diciendo
que lo obedecerían; seguidamente mandaban traer el Real Sello, se colocaba
sobre la mesa donde también estaba preparado el libro de los Santos evangelios
y una cruz, y procedía el escribano de cámara y del Real Acuerdo a tomar el
juramento al virrey. Cumplido este acto central al que asistían las
personalidades más distinguidas de la sociedad santafereña, el antiguo virrey se
retiraba a su casa en coche, acompañado de dos oidores y un piquete de
caballería. Ese día se servía en palacio un ostentoso banquete y en la noche se
daba un refresco, se ofrecía una cena y se iniciaba un gran baile. Pocas veces
se veía tanta elegancia y etiqueta como en este acontecimiento en donde la élite
santafereña lucía con soberbia ostentación la esplendidez de sus trajes, togas,
mantos, capas, adornados con las más brillantes joyas, terciopelos, presillas
doradas, cintillos bordados en oro, plumas, todo ello con el lustro
correspondiente a la dignidad nobiliaria que ostentaban.
Y continúan
las “urgencias lloradas”
Y tal vez no sea aventurado definir como toda una gesta los sinsabores y
batallas que ha dado y seguirá enfrentando nuestro “caballero de la triste
figura” en su lucha contra las aspas de ese gran molino burocrático que era la
España de finales del siglo de las luces. Porque si bien el maestro Manjarrés
será caracterizado por Fernando González por su cepillo de dientes “...con las
cerdas para arriba, condecoración de todo maestro de escuela” y sus pedazos
de tiza en los bolsillos “...única abundancia es casa del maestro”109, Don
Agustín Joseph de Torres, delineando los contornos y definiendo los matices
del maestro como sujeto público, podría identificarse, como otros tantos en
este período, más bien bajo la figura anónima de un individuo cruzando la
Plaza Mayor con dirección al Ayuntamiento, apoyado en un bastón con su
mano derecha y llevando un pergamino bajo su brazo izquierdo, en el cual,
quizá por enésima vez, formulara una solicitud o una súplica por un “socorro
de limosna”, patentizando una vez más las urgencias lloradas de aquella figura
que nuestra sociedad conoce todavía como maestro de escuela.
Fue el día 10 de julio de 1879 cuando se produjo la nueva solicitud del maestro
de primeras letras. Su representación fue conocida días después por el recién
posesionado Virrey, quien solicitó al Escribano una copia del expediente para
hacer efectivo lo solicitado por el suplicante. En esta representación, Don
Agustín expuso una vez más su situación, colocando el estado de la enseñanza
en su escuela como justificación para que el Virrey “se sirviese mirar este corto
mérito con la claridad que exigen mujer, hijos y la escacez con que los
mantengo con los quatrocientos pesos de su dotación, que apenas me alcanza
para el sustento, sufriendo sus desnudeces” y así “se sirviese concederme del
ramo de Temporalidades una gratificación graciosa para subvenir a mis
urgencias”110. Como era de esperarse, Don Agustín recoge en esta solicitud el
último informe de Oficiales reales fechado 11 de diciembre del 87, en donde se
hacía constancia del sobrante de 1.100 pesos que no se habían pagado a los tres
maestros anteriores durante su permanencia en la escuela, incluyendo los cien
pesos que se le adeudaban por su primer año de trabajo, ya que durante este
año recibió tan sólo 300 pesos de los 400 asignados por el fundador.
109 González, Fernando. El Maestro de Escuela, Medellín, Editorial Bedout, 1941, pág. 11.
110 A.H.N.M. Sección Jesuitas, Legajo 92, Doc. No. 17.
Esta solicitud involucra un nuevo elemento dentro de la encrucijada
burocrática que poco a poco había ido envolviendo el caso. Don Agustín deja
constancia de su desespero ante la lentitud de un trámite que consideraba de
sobrada justicia, y limita su aspiración en torno a los sobrantes a que, por lo
menos, se le restituyan los “...ciento y tantos pesos que se hallan a mi
favor...”111, según el informe de los Oficiales Reales. Dos meses después de
examinar el caso, el Virrey elabora la Carta No.17 de su naciente gobierno,
fechada el día 19 de noviembre de 1789, en donde presenta a consideración de
la Corona, el “testimonio de autos formados sobre la pretensión del maestro de
escuela pública de primeras letras de esta Capital para que se le contribuya con
los réditos de cierta cantidad sobrante que ha impuesto y pertenece a la
fundación de la citada escuela que servían los exJesuitas; con cuyo motivo
recomienda el mérito del actual maestro Don Agustín Joseph de Torres”112.
Tal vez Don Agustín nunca imaginó que tan modesta solicitud alcanzara el
despacho real para dejar de ser un caso, que como tantos otros eran del solo
conocimiento de los Cabildos locales, del Fiscal o de la Junta suprema de
Temporalidades. Sin embargo, las “urgencias lloradas de un maestro público”
llevan impreso el clamor de todas esas voces que no son otras que las de ese
contingente anónimo de individuos, que alegando miseria con tintes de
retórica, configuraban las bases de un oficio, siendo el caso del maestro Torres
quizá la primera y última voz de uno de estos sujetos que llegara a los oídos
reales reclamando su presencia pública.
Ahora sólo quedaba esperar algún gesto favorable del recién posesionado
monarca. Si el nacimiento de una princesa o el matrimonio de un príncipe
impactaban de tal manera al rey, al punto que algunas veces resolvía, en
111 Idem.
112 Idem.
celebridad de tales acontecimientos, conceder indulto general a los presos que
se hallaban en las cárceles del reino o regalar uno o varios títulos nobiliarios a
cierto número de vasallos de sus colonias, habría un lugar para la esperanza y
cabría la posibilidad que Carlos IV, impactado aún con su reciente ascenso al
trono, ordenara impartir el socorro de limosna que solicitaba un maestro
público de Santafé. A la espera de la respuesta real, tuvo Don Agustín la
oportunidad de animar sus esperanzas demostrando públicamente su fidelidad
y devoción patriótica: por esta época, el Alférez mayor, en nombre de la ciudad
y en vista de la “necesidad de mostrar como gratitud sus júbilos, como
reconocimiento sus aclamaciones y como sagrada obligación la alegría
universal...”113 por la llegada al trono de Carlos IV, señaló el día 6 de
diciembre de 1789 para proclamarlo, junto con toda la ciudad, “rey suyo”.
Por tercera y última vez durante este año, los santafereños se entregarían
colectivamente al ritual de la ceremonia. Se trataba, esta vez, de la llamada
“jura a Carlos IV”, justa solemnidad en la cual se refrendaba públicamente
fidelidad y obediencia al nuevo monarca. El día señalado, Don Luis de
Caicedo, Alférez mayor, y su comitiva, se dirigieron hacia el tablado instalado
en la Plaza Mayor, y desde allí se realizó la proclamación del nuevo monarca
(en voz del Alférez), a la cual el numeroso pueblo, entre quienes se contaría sin
duda el maestro Torres, estalló en vivas y vítores al tiempo que retumbaban las
salvas de artillería. Y para mostrar a aquella multitud santafereña las bondades
regias, en nombre del monarca, el Alférez arrojó a la concurrencia, varias
monedas de plata, aumentando así el fervor del pueblo en aquel solemne acto.
Este gesto de “liberalidad y desinterés” lo repitió el Alférez, por medio de sus
cuatro hijos, desde el balcón de su casa, por donde aquellos arrojaron una
“copiosa cantidad de dinero” al innumerable pueblo que se agolpaba en la calle
presto a atrapar cualquier moneda de las que caían como muestra irrefutable de
los paternales sentimientos del rey.
113Vergara, Saturnino (transcriptor). “Jura a Carlos IV”, en, Papel Periódico Ilustrado, Bogotá, 1º de
febrero de 1882, No.9, pág. 145.
diciembre por la tarde “...se repitió por los mismos sujetos y en la misma
forma, la escaramuza a caballo... con lo que se concluyeron las fiestas, sin
experimentarse en ellas desorden ni desgracia alguna”114. De esa manera, los
santafereños rendían homenaje de fidelidad al nuevo rey, en quien de ahora en
adelante el maestro Torres concentraría su esperanza por aquel socorro
mendigado durante más de diez años.
Fue definitivamente aquel año de 1789 un año muy singular. Durante ninguno
otro la vida social, política y económica de la ciudad había girado tan
insistentemente en torno a la ceremonia, en donde la vida citadina se confundía
con el ritual. De ello da cuenta la gruesa suma de dinero (más de 10.000 pesos)
invertida durante los actos de celebración y etiqueta, y la galanura con que las
élites santafereñas saludaron tales acontecimientos. En donde hubo dinero
incluso para arrojar a manojos, pero que sin embargo no alcanzó para otorgar
la dádiva solicitada por el maestro Torres... Declinaba un año más, pero nacían
nuevas esperanzas para Don Agustín con aquella carta que pocas semanas
antes de las últimas festividades envió el virrey a la península.
Absorto, pero meditabundo, Don Agustín necesitaría todavía un año más para
salir de su desconcierto. Sólo doce meses después de conocida la Orden Real,
volvería a atravesar la Plaza Mayor con su ya acostumbrado pergamino bajo el
brazo, rumbo a la Casa de despacho del Virrey. Pero esta vez su solicitud
tendría otro propósito; el peso de 16 años de urgencias había agotado sus
Esta carta, como ningún otro documento, deja entrever con toda claridad la
situación de estos sujetos públicos, que por allá hacia finales del siglo XVIII
emprendieron, tal vez sin saberlo, la constitución y consolidación de un nuevo
oficio, con una tenacidad inigualable y muy a pesar de las múltiples urgencias
que padecían. Oficio que desde sus comienzos ha sido mirado como de
fundamental importancia para la sociedad y “útil al bien público”, pero que sin
embargo, se consolidó a costa de la “escasez y pobreza” de la “desnudez y
miseria” de las familias de estos pioneros mendigos de un salario, que a pesar
de su intensa lucha, permanecen ocultos tras dos siglos de historia que los ha
asumido en la más profunda penumbra.
He aquí otra vez la continuidad que espanta, pero cada vez más dolorosamente.
Parece que el oficio de maestro está destinado a ser, paradójicamente, un
destino pasajero. Ayer pedían cambiar de destino en cualquier cargo que les
permitiese tener una “congrua sustentación”; hoy pasan por el oficio de
maestro mientras cumplen requisitos académicos para otro destino, en el
derecho, o en la ingeniería, etc. No pretendemos dar a estos individuos la
categoría de héroes o de mártires. Creemos sencillamente que rescatar la
historia de sus vidas y sus luchas es recuperar uno de los pasajes más
importantes en la conformación cultural de nuestro país, y al mismo tiempo,
uno de los más desconocidos. Bien podríamos decir como Octavio Henao: “El
maestro de escuela: una metáfora de la miseria”.121
Henao, Octavio. “El maestro de escuela: una metáfora de la miseria”, en, Educación y Cultura,
121
Ahora bien, si esta dotación de 400 pesos anuales que recibía el maestro Torres
era realmente exigua, ¿Qué decir del salario de aquellos maestros de
provincia? porque Don Agustín, como maestro de la única escuela de la
Capital, era en cierto modo un “privilegiado”. Por ejemplo, recordemos el
salario del maestro de la escuela de Sogamoso, Juan de la Cruz Gastelbondo,
que al igual que el de los maestros Melchor Bermúdez de la escuela de
Nemocón y Josef Bonilla de la escuela de Ubaté, era de 150 pesos anuales, o
en el peor de los casos, el de José Casimiro López Sierra, maestro de la escuela
de Rioacha, que tenía asignados 50 pesos anuales de estipendio.
Volviendo al caso del maestro Torres, ante su nueva y última petición fechada
el 31 de Marzo de 1791, el Rey contestaría a través de la Real Orden del 14 de
Mayo del mismo año, en la cual demanda del Virrey Espeleta que atienda la
solicitud del maestro y le asigne, como lo pide el suplicante, otro destino
“conforme a su aptitud y mérito contraído en la enseñanza pública”. De esta
manera Carlos IV daba por concluido el caso recompensando los servicios
prestados al reino por este fiel vasallo: una paradoja más de las que seguirá
encerrado esta historia.
Pero el Virrey pensaba una cosa muy diferente. Si bien Don Agustín, ante las
circunstancias de su extrema pobreza había dejado planteada la posibilidad de
renunciar a su cargo, si no era posible el tan esperado “socorro de limosna”, y
aunque el Rey estaba totalmente de acuerdo con aquello del “otro destino”, el
Virrey Espeleta, sea por las razones que fueran, estaba empeñado en lograr
aquellos dineros, así esto lo significase “un real jalón de orejas”. De otra
122 Phelan, John Leddy. El Pueblo y el Rey, Bogotá, Carlos Valencia Editores, 1980, pág. 79.
forma, no nos podemos explicar que a un año y 8 meses de conocida la orden
real en la cual se le requería para que remitiera los mil cien pesos en el primer
barco que saliera de Cartagena, todavía este dinero no se hubiese enviado tal
como lo exigía el Rey, y por el contrario, hiciera llegar a la Corona una
comunicación en la cual ratificaba una vez más su propuesta de años atrás.
Hemos llegado aquí al final del expediente, documento que plasma entre sus
folios de una manera muy singular, aquel complejo y contradictorio proceso de
surgimiento de la escuela y del maestro en Colombia. Pero aún no sabemos
qué pasó con aquel viejo maestro, con aquel pionero de la enseñanza pública,
que vencido por sus necesidades, por su edad y atrapado en la intrincada
maraña burocrática de finales del siglo XVIII, renunciaba a la única labor de su
vida, aquella que había desempeñado con ejemplar mérito, y la cual constituía
su identidad: el magisterio de las primeras letras.
El expediente termina con esta categórica carta del Virrey Espeleta y en los
folios de los archivos se pierde la huella que habíamos venido siguiendo. ¿Qué
habrá pasado con estos dineros? ¿Cuál habrá sido la actitud del Rey ante la
ratificación de la respuesta de Espeleta? ¿Qué habrá pasado con aquel anciano,
que debería ser por aquellos años, el tan reconocido y a la vez humillado
maestro de primeras letras de la escuela pública de San Carlos, Don Agustín
Joseph de Torres?.
Unas páginas borrosas
Otras voces,
otras escuelas
Al llegar al último folio del expediente constituido por la carta del Virrey
Espeleta, vemos quebrar súbitamente nuestro relato en torno al caso del
maestro Torres. Se abre ahora un gran espacio que nos remonta hasta el año de
1801, fecha en que aparece aquel aviso del “Correo Curioso” en donde se
reseñaba la curiosidad literaria que motivó nuestra indagación.
Nos hallamos otra vez en el comienzo: hemos regresado al inicio, pero sin
cerrar el círculo. La pesquisa, que partiendo de 1801 nos había transportado
hasta el siglo XVII, nos traía de nuevo al comienzo, delineando una
circularidad que aunque inconclusa, se presiente, aun cuando no esté todavía a
nuestro alcance configurarla plenamente. Sólo nos quedaba un camino: la
búsqueda paciente de archivo, ya que ella misma era la que nos había
permitido descubrir aquellos elementos que, una vez localizados en folios y
lagajos, se habían encargado de mostrarnos una red histórica que variando en
su complejidad, permitía ser descrita en su régimen de existencia. Hasta este
momento, el caso de Don Agustín nos había permitido incursionar en las
particularidades de la sociedad neogranadina de finales del siglo XVIII,
dilucidando al mismo tiempo aquella cotidianidad cubierta de paradojas que
delineó el ejercicio de la enseñanza por aquella época.
Este nuevo caso nos llamó la atención, por varios aspectos: lo que se solicita es
el reconocimiento de un hecho cumplido, ya que desde 1804 Gerónimo Sierra
venía desempeñándose en el magisterio “ilegal”, dedicado especialmente a la
enseñanza de hijos de “clases nobles”, que reunidos en su casa pagaban una
pensión a cambio de una “educación civil, moral y científica”. Este caso no es
el de un maestro que regenta una escuela pública (como la de San Carlos) sino
por el contrario, el de un maestro pensionista, que buscando asegurar su
sustento y el de su familia, convenía en el pago de una pensión por cada uno de
los discípulos que asistían a su escuela-casa. Cuando este maestro solicita la
expedición de un título, no lo hace con el ánimo de recibir algún estipendio de
las arcas reales, pues no lo necesita. El título tiene en este caso la función de
autorizar, de legalizar el ejercicio de la enseñanza. Mientras Don Agustín,
como maestro de escuela pública, con poco más o menos de doscientos niños a
su cargo, tenía que suplicar por un “socorro de limosna”, Don Gerónimo de
Sierra y Quintana, con un corto número de discípulos, sólo necesitaba su título
para disfrutar, sin preocupación alguna, del cómodo estipendio que muy
seguramente debía reportarle su labor.
Además de estos detalles, el presente caso nos permite tener una idea más
amplia del estado de la instrucción, por lo menos en la capital del virreinato, y
de las formas en que el Estado continúa atacando dos problemas fundamentales
que todavía, por estos años, persistían a pesar de la múltiple legislación que
buscaba normalizar la práctica de la enseñanza en el Nuevo Reino de Granada:
el de la libertad de los maestros para crear escuelas, y el de la necesidad de
promover la uniformidad de la enseñanza.
Aunque hasta el momento la búsqueda nos había arrojado nuevos datos sobre
el panorama educativo colonial, todavía no obteníamos documentación que nos
relacionara directamente con el caso del maestro Torres. Fueron necesarias
largas jornadas de consulta para encontrar nuevamente una pista que nos
condujera hacia la posible solución de este extenso e insólito caso. Pero por fin
el trabajo tuvo una recompensa: sumergido en las profundidades de un legajo
del archivo, encontramos un folleto de 22 páginas de un octavo impreso en la
Imprenta Patriótica “con licencia del Superior Gobierno” en el año de 1797, y
cuya dedicatoria reza así:
El hallazgo de este documento, a la vez que nos ofrecía nuevos datos con qué
continuar hilando esta historia, nos abría, al mismo tiempo, nuevos vacíos e
interrogantes. Por un lado, nos señalaba a 1797 como el año de aparición en
público de la cartilla, cinco años después de perdida la pista del caso y
veintiuno del nombramiento del maestro Torres en la escuela de San Carlos.
Estos nuevos datos, antes que arrojarnos luces sobre el caso, nos planteaban
más bien un panorama insólito, pues no podíamos imaginarnos que ese
maestro que a finales de 1791, ahogado en sus urgencias, suplicando otro
destino con que mantener su dilatada familia, hubiese sido el mismo que
apenas cinco años después, aparecía como autor de una cartilla de aritmética,
teniendo en cuenta los altos costos que implicaba cualquier publicación, como
la compra de papel, -que era traído de España, pues estaba prohibida su
elaboración en estas tierras- y el pago al impresor: precisamente por estas
razones, en ese mismo año de aparición de la cartilla, Manuel del Socorro
Rodríguez se vio obligado a concluir la publicación de su "Papel Periódico de
Santafé de Bogotá". Y es aquí donde surge el interrogante que seguramente
debe estar planteándose el lector: ¿De dónde habrá obtenido dinero y ánimos
Don Agustín para acometer la difícil empresa de escribir una cartilla, y más
aún de aritmética?
La primera respuesta que aparece, y desde luego la más evidente es, sin lugar a
dudas, que después de tantas súplicas por fin el Rey accedió a otorgar aquel
"socorro de limosna" al maestro suplicante; pero como veremos, esta opción
aunque importante, no es la solución definitiva del caso. Veamos por qué: en el
supuesto de que Carlos IV hubiese aceptado la propuesta de Espeleta, los 1.100
pesos en torno a los cuales giraba la petición se habrían anexado entonces al
principal de 8.000, constituyendo un nuevo capital de 9.100 pesos, que a un
interés del 5% anual, como era lo acostumbrado en la época, habría significado
un aumento de tan sólo 55 pesos a nuestro maestro, lo cual vendría a ser un
verdadero “socorro de limosna”. Y estamos seguros que este leve socorro
habría aliviado sólo en una mínima parte la desnudez y demás necesidades de
136Torres, Agustín Joseph de. Cartilla Lacónica de las Quatro Reglas de la Arithmética Práctica,
Santafé, Imprenta Patriótica, 1787. B.N.C. Sala de Investigadores, Fondo Pineda, Vol. 26, pieza 2.
la dilatada familia de Don Agustín, siendo imposible que en estas
circunstancias tuviese respiro para pensar siquiera en escribir una cartilla, y
mucho menos costear de su bolsillo los gastos de su impresión.
Y aún así, en el lapso comprendido entre 1792 y 1797, había sucedido algo, un
hecho que todavía no lográbamos descubrir pero que dio el suficiente ánimo y
dinero para proponer a Nicolás Calvo, editor y dueño de la Imprenta Patriótica,
la publicación de su cartilla. En nuestra incursión por los archivos se nos
presentaron una multitud de posibilidades que, poco a poco, fueron quedando
desvirtuadas ante la ausencia de respuestas precisas, obligándonos a plantear
una serie de alternativas, ubicadas más bien en el campo de lo azaroso y de lo
casual: el mismo trabajo nos fue exigiendo asumir un tipo de hipótesis más
arriesgadas con la perspectiva de desentrañar la red todavía confusa y
empañada que constituye estas páginas borrosas.
Es muy difícil pensar en otro auxilio del Superior Gobierno que no sea el
supuesto “socorro de limosna” que el Rey hubiese venido en conceder al
maestro, pues es conocida la estrechez de las arcas reales para asumir una
erogación de esta naturaleza. Como vemos, cada avance en este caso deja
entrever un horizonte, por demás insólito, tocando a estas alturas los límites de
lo real y lo fantástico. Teníamos entonces que optar por posibilidades más
arriesgadas; quizá la Cartilla Lacónica, en ausencia de instituciones o personas
que patrocinaran su publicación, hubiese dependido más bien de un golpe de
suerte de su autor; tal vez una afortunada boleta de lotería o una ganancia
ocasional en un juego de azar, tan de moda por aquellos tiempos, o de pronto
una inesperada herencia familiar. Estas posibles respuestas se iban articulan,
poco a poco, y sólo en la medida en que profundizamos en nuestra consulta de
archivo, adquirieron vigencia, o se desmoronaron totalmente.
situación descrita en relación con los demás juegos de azar, pues precisamente su creación tuvo origen
Lejos se encontraba todavía Don Agustín de acceder a este azaroso mecanismo
para aliviar con un poco de suerte su estrechez económica. Por el contrario,
aquella tercera posibilidad, no menos insólita que las dos anteriores, se nos fue
dibujando hasta llevarnos a percibir las márgenes de este relato.
Historia y ficción:
un legado como respiro
en una propuesta para recolectar fondos con qué eregir una “Casa de Recogidas para castigo y
contención de mugeres abandonadas y prostitutas”, como lo señalaba el artículo 29 del reglamento.
usufructen y perciban mis hermanos Don Agustín y Don Antonio de Torres, en
la misma forma que en la cláusula cuarta tengo explicado...”141 la cual, dispone
que aquellos réditos se dividan en tres partes: una para cada hermano, y otra
tercera para que “...anualmente se le hagan sufragios y para que se repartan
limosnas en los pobres de Nocayma, Cuinubá y Simacota...”.142
Esta evidencia enterrada por el tiempo, se nos presenta ahora viva, reafirmando
esa realidad que no es la de hace doscientos años, ni la del papel, y en este
caso, ni la del pergamino, sino aquella que vive con nosotros. Una realidad que
desborda sus propios límites, y en donde, como diría García Márquez: “Poetas
y mendigos, músicos y profetas, guerreros y malandrines, todas las criaturas de
aquella realidad desaforada hemos tenido que pedirle muy poco a la
imaginación, porque el desafío mayor para nosotros ha sido la insuficiencia de
los recursos convencionales para hacer creíble nuestra vida. Es este, amigos, el
nudo de nuestra soledad”.144 Insólita, paradójica, ridícula, increíble: así es
nuestra realidad, y esta historia nos lo recuerda.
Retomemos aquí nuevamente aquel insólito documento que nos diera razón de
los hechos que habían permitido a Don Agustín, llevar a cabo su propósito de
141 A.G.N. Notaría 1ª, Tomo XIII, Año 1793, fol. 129r.
142 Ibid., fol. 129v.
143 Torres, Agustín Joseph de. Op. Cit., pág. 2.
144 García Márquez, Gabriel. Discurso pronunciado en el acto de entrega del premio Nobel de
Literatura, 1982.
escribir una cartilla para la enseñanza de la aritmética. Hay un aspecto en él
que nos llama la atención: la profunda diferencia que separa a estos dos
hermanos: el uno sacerdote, salvador de almas y con una gran fortuna; el otro
maestro de primeras letras, formador de la juventud en beneficio del bien
público, y mendigo de su salario. Una diferencia particular que nos da cuenta
de una práctica social generalizada por aquella época en la que el sacerdocio,
antes que obedecer a un llamado divino y a una profunda vocación, era una
profesión, y de las más importantes. No es extraño, entonces, encontrar que el
oficio privilegiado al cual aspiraban los hijos de beneméritos principales fuese
el Ministerio pastoral, pues además de proporcionar respetabilidad social,
aseguraba un buen sustento económico. El oficio de pastor “al servicio y en
aprovechamiento de las almas”, generaba en aquel tiempo jugosas
satisfacciones materiales, quizá como aliciente para sobrellevar las pesadas
cargas de la fé y los horrores de este mundo terrenal. Mientras un maestro
recibía anualmente en promedio 150 pesos, “la Parroquia del Socorro le
producía a su párroco el ingreso anual de 5.000pesos...”.145 Por otro lado, “El
curato del pueblo de Ubaté que es el mayor de la Jurisdicción de Santafé...
rentaba a su párroco 2.500 pesos (...) el Curato del pueblo de Guatabita...
1.200, el Curato de Chocontá... 1.300 pesos, el Curato del caxica... 1.200
pesos...”.146
La “Cartilla Lacónica” nos ofrece, al igual que todos los documentos que
hemos recuperado en esta historia, una doble dimensión: continuar la
descripción de la vida del maestro Torres, y paralelamente, lanzar una mirada
hacia aquella lejana y atractiva sociedad colonial de finales del siglo XVIII. Su
lectura nos permite escuchar una vez más al maestro Agustín, pero esta vez ya
no llorando sus urgencias ante el poder, sino ahora hablando desde el ejercicio
de un saber que lo afirma como maestro de primeras letras y como un
intelectual que piensa y escribe sobre su quehacer diario. La cartilla se
constituye entonces en un acontecimiento discursivo sin precedentes, para
aquel momento, en el que el acto de escribir estaba restringido a una preclara
élite, y la circulación de impresos, celosamente controlada por el poder civil y
eclesiástico.
En este sentido Don Agustín representa una fisura, un quiebre que nos ofrece
la ilusión del maestro como intelectual, disputando un lugar a la ilustración
criolla y española; un pliegue en la historia, una “rareza” en aquel ámbito
donde el maestro era, a pesar de todo el discurso, un personaje de tercera
categoría al cual se le había otorgado algún modesto puesto debajo del
ocupado por las autoridades virreinales, por el estamento eclesiástico y por la
intelectualidad de la época, en la rigurosa pirámide jerárquica que daba forma
y sentido a la sociedad colonial. Aunque el maestro recibía también el nombre
de director de escuela, su actividad dentro de ella estaba totalmente controlada
y dirigida por las autoridades civiles y eclesiásticas: a las primeras debía su
nombramiento y de ellas dependía su permanencia en el cargo, por lo tanto su
comportamiento dentro y fuera de la escuela era seguido de cerca por
funcionarios del Cabildo o del Ayuntamiento; a las segundas, debía su
aprobación moral, su “bendición” como sujeto virtuoso.
Curas y burócratas definían así las condiciones morales y de saber para el
ejercicio de la enseñanza: los procedimientos, los saberes, los fines de tal
oficio, y el estatuto del sujeto de la enseñanza.
Ahora bien, antes que las calidades intelectuales, los esfuerzos y méritos de un
maestro, la cartilla se nos presenta como una superficie sobre la cual aparece
dibujado un saber: el saber de la arismética práctica, un saber profundamente
práctico que dice de los acontecimientos de la vida diaria por su articulación
estrecha con ellos. La incipiente actividad comercial y mercantil asociada con
la ignorancia de las primeras letras y la aritmética, por parte de la gran mayoría
de la población, planteaban la necesidad de unos elementos mínimos de
instrucción para afrontar de mejor manera las actividades cotidianas, y en este
sentido la arismética práctica cumplía un papel importantísimo, pues su
función, básicamente instrumental, consistía en resolver ciertas necesidades de
orden doméstico y comercial. Quizá por estos motivos Don Agustín se empeñó
en escribir su cartilla, y no otra para la enseñanza de la lectura o la escritura.
147 A.G.N. Fondo Colegios, Tomo II, fol. 949r. El subrayado es nuestro.
148 Ibid. fol. 955r.
149 Idem.
El eje de la enseñanza de una aritmética de este tipo, no podría ser otro que el
ejemplo. Antes que una traducción simbólica que permitiera una evocación
mental de la operación, el énfasis se colocaba en la mecanización de las
actividades a partir de algunos ejemplos. Y en este sentido, la cartilla lacónica
es bien ilustrativa. La resta, para tomar un caso, se presenta al lector como la
forma de determinar “los restos”, aquello que sobra después de haber pagado
una deuda; “restar es quitar un número de otro mayor, o igual para hallar la
diferencia, como quitar 4 de 6, para saber la diferencia 2 ...Escríbase primero la
deuda, y debaxo la paga, de suerte que el número mayor ha de ser el
primero,”150 éste depende de una cosa con la cual pueda asociársele, siendo
más importante la naturaleza de la cosa a la cual se encuentra adherido que su
conceptualización o abstracción. Antes que operaciones con números, esta
aritmética centraba su interés en las operaciones con cosas.
De la incertidumbre
al desconcierto
El panorama que nos brinda la revisión de los años en que fueron impresas
estas obras y las temáticas que frecuentaban, dejan entrever el estado de atraso
de la ilustración en el Reino de Granada, en donde la imprenta, “el vehículo de
las luces y el conductor más seguro que las puede difundir...”152, además de
haber sido severamente controlada, se presentó como un fenómeno tardío en
1738, mientras que “en México y en Lima empezó a funcionar desde 1535 y
1585, respectivamente, y en Lima apareció ya en 1599, en hojas volantes, el
primer periódico del Nuevo Mundo...”153.
152 Camilo Torres. Memorial de Agravios o Representación del Cabildo de Santafé de Bogotá a la
Suprema Junta Central de España, Santafé, Noviembre de 1809.
153 Cristina, María Teresa. “La literatura en la Conquista y la Colonia”, en, Manual de Historia de
Paralelo al ejercicio de la censura a que eran sometidos por esta época todos
los certámenes, actuaciones y escritos de carácter público, encontramos la
persistente ausencia del Estado para patrocinar cualquier evento u obra de
carácter cultural, alegando, como todavía es costumbre en nuestros tiempos, su
estrechez económica y los múltiples compromisos que desangraban los fondos
de las “caxas reales”. Su interés en estos casos, se restringía más bien al
ejercicio de la censura, compartida con el poder eclesiástico, a través de cada
uno de los escalones burocráticos por los que era necesario desplazarse para
obtener “licencia del Superior Gobierno”.
157 Idem.
158 Idem.
complicado proceso al cual debieron someterse igualmente la Cartilla Lacónica
y el Papel Periódico.
Un claro ejemplo del desconcierto y los riesgos que asumía aquel que se veía
tentado a emprender tales actividades, lo encontramos en Don Tomás Ramírez,
acaudalado comerciante español, que habiendo solicitado licencia para llevar a
cabo lo que juzgaba sería un buen negocio, obtuvo la aprobación de la Junta de
Policía para levantar un Coliseo o Casa de comedias en la ciudad.159 Con tal
empeño compró Ramírez un corral “...que demoraba cuadra y media arriba de
la Plaza Mayor”160 encargando al ingeniero Domingo Esquiaqui la
construcción de la obra, siguiendo los planos del teatro de la Cruz de Madrid.
Cuenta Vergara, que el virrey Espeleta brindó abiertamente su apoyó espiritual
a la obra propuesta por Ramírez, actitud muy diferente a la asumida por el
contrariado arzobispo del reino, Señor Martínez Compañón, quien una vez
agotados los recursos de su elocuencia “...llegó a ofrecerle hasta cuarenta mil
pesos con tal que renunciara a esa obra inspirada por Satanás”161. A esta actitud
arzobispal, se sumaría la censura teológica, en atención a la “moralidad” y “al
bien público”, de varias comunidades religiosas, entre las cuales se destacaría
la cruda guerra contra las representaciones escénicas propiciadas desde la sacra
159 “El 16 de febrero de 1792 concedió el virrey Espeleta a los señores José Tomás Ramírez y José
Dionisio del Villar la licencia para establecer en Santafé una “casa de comedias”, y el 2 de agosto de
dicho año, los interesados obtuvieron concepto favorable de la Junta de Policía de la ciudad, en la cual
figuraban Don Antonio Nariño, Don José Manuel Pey y el oidor Alba”. Cordovez Moure, J. M.
Reminiscencias de Santafé y Bogotá, Bogotá, Compañía Grancolombiana de Ediciones S.A., (1949),
pág. 48.
160 Vergara y Vergara, J. M. Historia de la literatura en la Nueva Granada, Tomo II, Bogotá, Banco
“No sabemos si fue Satanás o el virrey quien aconsejó a Don Tomás que
desechase la propuesta”163 y que hiciera caso omiso al fantasma de la
excomunión, pero lo único cierto es que el coliseo, aún antes de haber sido
terminado completamente, abrió sus puertas hacia finales de 1793. El edificio,
una construcción sólida y amplia de mampostería que podía contener hasta
1.200 espectadores, “tenía tres órdenes de palcos, un escenario incompleto, y la
platea, en forma de herradura, medía 22,50 metros de largo por 15 de
ancho”.164 En esta obra invertiría Ramírez “la gruesa suma de sesenta mil
pesos”165 que muy a su pesar, significaron su ruina, presagiada ya en un
pronóstico que el arzobispo le hiciera antes de ser estrenado el coliseo: de “que
perdería toda su fortuna y que el día de mayor concurrencia se desplomaría el
teatro sobre los espectadores, dejándolos a todos sepultos bajo sus ruinas”.166
La anterior profecía se cumpliría casi al pie de la letra, pero sólo en la primera
parte, ya que en lo que respecta a la segunda, no fue posible entre otras cosas
porque el “edificio se usó sin cielo raso -que se reemplazó con un lienzo, desde
sus primeras representaciones”167. Por cierto, todavía en el año de 1846, el
cielo raso seguiría siendo, en palabras de Cordovez Moure “una maravilla de
los tiempos primitivos [consistente] en un gran toldo de lienzo ordinario todo
manchado y remendado, sostenido por el centro por un florón de madera
dorada, del cual salían radios de cuerdas forradas en percal amarillo y atados a
las columnas de los palcos de gallinero”.168
Santafé de Bogotá, Bogotá, martes 11 de Agosto de 1801, No. 26. B.N.C. Sala de Investigadores.
Fondo Pineda. No. 769, pág. 101-103.
trabajo e intereses, porque aunque no se expenda un ejemplar, los
montones de ellos que queden rezagados serán para la posteridad
monumentos irrefragables de nuestro patriotismo y prueba convincente
del egoísmo actual, que es la leche inficionada que está mamando el
infeliz recién nacido siglo décimo nono”.171
La muerte del Correo Curioso coincide con el ocaso de este capítulo. Después
de 1801, encontraríamos dos informaciones referidas al maestro Torres. La
primera consistía en una escritura pública fechada el 9 de septiembre de 1806,
en donde “...da en venta real y enajenación perpetua desde aora y por siempre
jamás [...] una casa de tapia y teja baja cituada en la Parroquia de San
Victorino, en el Camino Real como quien va para la Alameda [...] la qual huvo
por herencia de su lexitima hija doña Ma. Ambrosia de Torres, quien falleció
en esta capital sin subcesión lexitima ni marital como es público y
notorio...”.172
171 Ibid.
172 A.G.N. Notaría 1ª., 1793-1806, fol. 90r.
Doña Ma. Ambrosia fue una de las doncellas a quienes se refería el maestro Torres en sus reiteradas
solicitudes por un socorro de limosna. El hecho que haya muerto sin esposo e hijos nos hace pensar en
la imposibilidad que tuvo su padre para cumplir siquiera con la necesaria e indispensable dote
requerida para asegurarle a su hija el derecho al sacramento del matrimonio.
173 A.G.I. Audiencia de Santafé, Legajo 731. Sin foliación.
ya de la inestabilidad de las Provincias Unidas, de la guerra intestina desatada
durante estos años y las disputas sobre territorios y legitmidades, entraron en
pánico y permanente zozobra ante las noticias, la mayoría pesimistas, sobre la
avanzada de las tropas realistas dirigidas por el General en Jefe, Don Pablo
Morillo, llamado también El Pacificador, quien había desembarcado a
principios de 1815 en territorio americano, primero en las Islas Margaritas,
doblegando un importante reducto patriota, para seguir luego a Caracas. Y
entonces llegó la noticia.
Tendiendo un cerco cada vez más envolvente sobre Santafé, bastión y cuna de
la revolución, la proclama de Morillo buscaba minar lealtades y obnubilar a los
nacientes ciudadanos, especialmente a aquellos que añoraban todavía,
condición de vasallos, anteponiendo para tal efecto, la voluntad y autoridad
174 La Bagatela, una breve hoja fundada el 14 de junio de 1811 por Antonio Nariño, se constituyó en
una de sus más contundentes armas políticas, desde la cual asumió gran parte de su crítica al naciente
gobierno, a su negativa romper de manera integral con España y denunciar la inconveniencia de un
sistema federal.
regia. Firmada el 17 de mayo de 1815, Morillo se dirige a los habitantes del
Nuevo Reino de Granada, en los siguientes términos:
Díaz Díaz, Oswaldo. “La reconquista española: Invasión pacificadora – Régimen del terror –
175
Mártires, conspiradores y guerrilleros (1815-1817)”, en, Historia Extensa de Colombia, vol. VI, t. I,
Bogotá, Ediciones Lerner, 1964, pág. 39.
Miguel de La Torre177, experimentado oficial español, sobre el cual los
habitantes de Santafé habían desatado un cierto sentimiento de confianza y
optimismo por el indulto prometido desde Zipaquirá, dos días antes de
verificar su entrada en la capital. Transcribimos aquel documento en su
totalidad, ante todo porque muestra la génesis de las prácticas de delación,
algunas veces recompensada en metálico, y que hoy por hoy, constituyen la
vanguardia de nuestros modernos sistemas judiciales; por otro lado, este
documento deja entrever, por un efecto sutil de ingenuidad no sabemos si
patriótica o de tozudez endémica de los criollos y paisanos, las prácticas y
procedimientos que habrían de diluir aquel sentimiento esperanzador de los
habitantes de Santafé y que a la postre significó una verdadera sentencia de
muerte:
177 La Torre fue uno de los expedicionarios de más larga trayectoria. Participó en el Sitio de
Cartagena y en febrero de 1816 recibió el mando de la que Morillo llamó División del Oriente del
Magdalena, integrada por el regimiento de infantería de La Victoria, un escuadrón de artillería volante,
una compañía de húsares y otras compañías sueltas de distintas unidades. (Ver: Ibid., pág. 61)
la mitad, y el subteniente con la cuarta, reputándose el completo de
ella por cien hombres. El soldado de caballería o infantería que se
presente con sus armas o caballos recibirá, además, una
gratificación en metálico. Los esclavos que aseguren y presenten
algún cabecilla o jefe revolucionario a quien pertenezcan, se les
concederá su libertad, una gratificación pecuniaria y además serán
condenados conforme al mérito que contraigan con la prisión del
sujeto. Conferiré distinciones y prerrogativas a todos los
ayuntamientos, que excitando en los pueblos el noble deseo de
destruir los enemigos del rey, persigan a los contumaces y
revoltosos hasta lograr su aprehensión, elevando hasta el trono
tales pruebas de adhesión, para que la majestad conozca afecto tan
señalado, ofreciendo a los aprehensores una suma proporcionada a
la persona capturada. Por último: muy particularmente se premiará
la persecución de aquellos malvados cuyos hechos sanguinarios o
sediciosos los hagan señalar de entre los demás; haciéndose
acreedoras las corporaciones o personas que logren aprehender a
estos corifeos, no sólo a la consideración que testifiquen su lealtad
y recompensen sus méritos. Estas generosas proposiciones, que en
medio de 6.000 vencedoras bayonetas pronuncio, podrán
convenceros que ningún género de temor me las hace proclamar; y
sí sólo el ardiente deseo de restituir aquella tranquilidad que
respira todo vasallo protegido por nuestras leyes. Preguntad a los
pueblos por donde ha transitado mi ejército, los mismos pueblos
que los bandidos de Serviez178 han saqueado sin perdonar lo más
sagrado y recóndito de los templos; preguntadles qué conducta ha
observado: no hay esposa ni madre que no llore la perdida de un
hijo, cuando ve en su casa alojado un español, y deponiendo su
fuerza militar se entretiene en consolarla; jóvenes esposas clamad
vuestro llanto y vivid persuadidas que vuestros consortes
arrancados del lecho nupcial por la crueldad y el despotismo de los
que los gobiernan, volverán a enlazarse con indisoluble vínculo,
luego que sepan esta invitación que les hago en nombre del rey
nuestro señor Don Fernando VII. Zipaquirá, 4 de mayo de 1816. El
Comandante General Miguel de la Torre.” 179
178 Oficial patriota de origen francés, al servicio de las fuerzas de las Provincias Unidas.
179 Ibid., pág. 66-67.
Morillo entró en la capital, de soslayo y a hurtadillas según cuentan, el 26 de
mayo por la noche, víspera de la solemne y efusiva recepción que los
atemorizados habitantes de la capital le tenían preparada, apaciguados un tanto
por la conducta y benevolencia que había manifestado de La Torre. Pero no
bien pisó las calles santafereñas engalanadas para su recepción, determinó la
detención y captura de todos los implicados en la revolución, reprendió a La
Torre y Calzada por admitir obsequios de sus moradores y no haber reducido a
prisión a todos los insurgentes o rebeldes. Y como era de esperarse, declaró
nulo el indulto hecho por La Torre en Zipaquirá “que sólo sirvió para engañar
a los crédulos”, como ya había ocurrido con las capitulaciones firmadas entre
el gobierno español y los comuneros, en el siglo anterior. Las seis mil
bayonetas blandían ahora en el horizonte de la altiplanicie.
182 A.G.N. Sección República, Fondo Ministerio de Instrucción Pública, fol. 1r.
183 Ibid., fol. 3.
Seguramente, los años que nos ocupan están teñidos de crónicas sobre hazañas,
batallas y guerras en el terreno militar. Pero lo que nos está mostrando aquí
Joseph, ya anciano, no puede ser interpretado solamente como un alegato de
sueldo, que de por si podría catalogarse de imposible, en un momento de
escasez de recursos y guerra total. Lo interesante de esta representación es su
tesón por dar continuidad a su ejercicio y recuperar para la enseñanza un
espacio usurpado para caballeriza de un regimiento armado.
Ante ésta solicitud, que pasa de Sámano al Fiscal y de aquel al Oficial Real,
consultando si existen recursos, se responderá como ya era de suponerse, con
una negativa, ya que “no existen fondos ni para el pago de tropas”. Una
respuesta, que por cierto no cejó al maestro Torres en su empeño, como lo
vamos a ver posteriormente, y que en el entretanto lo colocó de frente al
Consejo de Purificación, según observación hecha por el Oficial Real, quien
argumentara que aunque hubiese fondos, el sujeto en cuestión tendría que
justificar “su indemnización y purificación, según se le ha practicado con los
demás empleados”184
Tres fueron entonces los testigos que presentó el Maestro Torres: Félix Lotero,
Don José María Zapata y Porras y Don Lorenzo Pacheco y Sea. El testimonio
del primero de ellos, reza lo siguiente:
Los testimonios de Don José María Zapata y Porras y de Don Lorenzo Pacheco
y Sea, ratifican la conducta arreglada, la juiciocidad y el ser notoriamente
timorato, condiciones que, según los declarantes, le han separado de
conversaciones, papeles y de todo lo demás que de algún modo pudiera obrar a
185 Ibid., fol. 6r.
su opinión y buen nombre.186 Estas consideraciones sobre las calidades del
maestro Torres, serán planteadas igualmente por Don Eugenio de Elorza
(Escribano Público del Número) y Don Vicente de Roxas (Encargado del
Despacho de asuntos de gobierno de la Provincia) en donde en consideración
al maestro describen su conducta, palabras más, palabras menos, como la de un
buen realista.
... para que mirándolas los niños por modo de distracción se les imprima su
objeto
Las novedades en mobiliario y arreglos del sitio ocupado por las tropas y
utilizado como caballeriza, debió dejar absortos y con la boca abierta tanto a
maestro como a discípulos. De tales cambios da cuenta Don Agustín en un
documento que como ningún otro nos brinda una imagen certera de la
distribución, ornamentación y organización del espacio escolar, ya en el
umbral de la colonia:
Teniendo sobre sus hombros más de cuarenta y dos años de ejercicio como
maestro Público, desde 1818 comienza a considerarse la posibilidad de
promover la jubilación de Don Agustín Joseph de Torres, jubilación que él
nunca solicitó y que fue promovida, paradójicamente, por su persistencia en
ejercicio de la enseñanza. Eso fue lo que sucedió cuando el maestro Torres,
preocupado por la demora en la entrega de la escuela, escribió una más de sus
misivas, pero esta vez en un tono enérgico que contrasta con su tradicional
acento suplicante. El 3 de abril de 1818, casi un año después de ordenarse la
refacción de la escuela, Don Agustín se dirige al General en Jefe, Juan
Sámano, en los siguientes términos:
190 A.G.N. Sección República, Fondo Ministerio de Instrucción Pública, fol. 326
Febrero, 11 de Marzo y 11 de Abril del año pasado de 1817
declararme acreedor a dicha Escuela y sueldos de su dotacion, y que
se entregase el Expediente al Procurador Gral. Dn Francisco
Dominguez para que concurriese a la composicion y reparos de ella.
En efecto a poco tiempo se compuso dicha escuela. Mas habiendole
recombenido, por mi y muchas personas por la llabe haciendole
presente la incomodidad de la enseñanza provisional en mi casa, la
de los padres de familia que anelan por sus hijos; a vista de tan
enorme y estraña dilacion de un año que se cumple este 11 de Abril
del presente año de 1818, suplico a la piedad de V.E. se sirva
mandar a dicho Dn Francisco Dominguez que en el acto entregue la
llabe de dicha Escuela para seguir en la enseñanza y cumplir con las
sabias providencias de V.E...”191
191 Idem.
192 Ibid., fol. 327
manifestó su sorpresa ante tamaña sugerencia, y en una extensa misiva de
respuesta, dejo en claro la importancia de mantener a Don Agustín en la
enseñanza y la impertinencia de la solicitud del Procurador:
Pero los argumentos del Cabildo no se quedaron allí. Ante la otra pretensión
del Procurador, aquella referida a la necesidad de establecer las reglas y el
método para sujetar el ejercicio del maestro, los cabildantes señalan
enfáticamente:
Este será el último rastro del maestro Torres bajo el régimen español. Don
Agustín, un realista y noble vasallo, ajeno a cualquier acto en contra de la
dignidad de su majestad, pero persistente en la defensa de su escuela y su
dignidad como maestro, ya en la recién fundada república, y por las paradojas
del destino, resultó ser catalogado como buen patriota, y recibió en el año de
¿Dónde estarán
aquellos maestros...?
Signados por su propio origen, las formas que definieron su inclusión dentro de
las prácticas sociales de la época, fueron las del control y la vigilancia. De aquí
y allá se escuchanban las denuncias de curas, burócratas y vecinos notables;
denuncias que en algunos casos llegaron a exigir el arresto de aquellos
novedosos personajes, que desde una casa o una tienda,
“recogen algunos muchachos a quienes por su sola autoridad
enseñan lo poco que saben, o tal vez aparentan enseñarles para
sacar alguna gratificación con qué alimentarse, sin que proceda
licencia, examen ni noticia de sus superiores”. (Francisco A.
Moreno y Escandón, 1774)
Fue precisamente en este juego entre alguna gratificación con qué alimentarse
y la ausencia de autorización estatal, examen y noticia de superiores, en donde
se debatió el estatuto del nuevo sujeto. Sujetos que por “su mala situación
económica, la abundante familia, o la necesidad de mantener por otros
medios”, (Darío Echandía, Ministro de Educación, 1936) recurrían a la
enseñanza de las primeras letras, como una posibilidad, una alternativa, una
esperanza, o simplemente una solución inmediata y pasajera mientras se
plantean mejores oportunidades. Cientos de expedientes sobre solicitud de
nombramiento o expedición de título de maestro se encuentran en los folios de
los archivos coloniales:
Limpieza de sangre,
limpieza de alma
Ante la arremetida del Estado para declarar la educación como objeto público,
entendiendo por público aquello susceptible de su control, el oficio del maestro
fue reconocido como un bien público, en tanto se hallaba articulado a la
felicidad del reino, pero ante todo porque estaba comprendido dentro de la
órbita de lo estatal; a fin de cuentas, fue el Estado quien lo engendró,
delegándole cierta autoridad y algún derecho, siempre restringido, de
pronunciar y
“ejercer un discurso dentro de un tiempo y un espacio propio,
precisamente en un momento en el cual el cura tenía el privilegio
exclusivo de intelectual además de preceptor, formador y director
espiritual de los feligreses de su parroquia”. (Escuela, Maestro y
Métodos en Colombia: 1750-1820”, Alberto Martínez Boom)
El maestro surge investido de una ética que le impone una forma de vivir,
dirigida al control del cuerpo, como resistencia al hombre en un lento proceso
de descomposición ante las ausencias de alimento corporal e intelectual. Ante
la inminencia de la crisis última, el cuerpo se sobrepone, la mente se vuelve
lúcida, la pluma se desliza sobre el pergamino, disponiendo así el maestro, tal
vez, de lo único que es suyo: el sello retórico de su discurso. Ante la
resignación total lo único que le queda es su discurso: y el primer discurso del
maestro es el de la súplica; su presencia primera evoca el profundo
acatamiento, el mayor respeto y veneración, la más humilde representación, el
socorro de limosna. Decálogos de la postración ante los pies de...
Una ilusión:
El maestro intelectual
Desde sus inicios, el magisterio de las primeras letras aparece marcado, como
una huella congénita, por la ilusión de un estatuto intelectual.
Así, e1 maestro aparece ligado a la figura del cura. Su autonomía, muy a pesar
de su designación como director de escuela, estuvo restringida. La selección
de los discípulos que asistirían a su escuela, “la fecha de los exámenes, los
horarios, la premiación y en ocasiones el premio, todo esto era decidido más
que por el maestro, por el Cabildo y aun más por el cura”, (Escuela, Maestro
y Métodos en Colombia: 1750-1820, Alberto Martínez Boom)
La autonomía del maestro queda así desdibujada.
Hace algo menos de doscientos años, Agustín Joseph de Torres Patiño, pionero
del magisterio colombiano, inauguró aquella ilusión intelectual del maestro.
Después de solicitar durante veinte años un aumento de salario, y gracias a un
designio del azar que le permitió momentáneamente subvenir a sus urgencias,
ya naturales de maestro de escuela, escribió una Cartilla Lacónica de las
Cuatro Reglas, de la Aritmética Práctica. Un acontecimiento cultural que no
bien se suscitó, quedó relegado al olvido. Primera cartilla, y de aritmética, que
escrita, según los cánones de la época, posee dos méritos particulares, entre
otros: haber sido escrita por un maestro escuela, y emerger a la luz pública en
un momento en que la escritura y los impresos estaban sometidos a una estricta
práctica de censura, además de su carácter restringido a una élite intelectual.
Cartilla que había permanecido sumergida tras dos siglos de historia y que hoy
tenemos como símbolo de una ilusión que se ahogó en las urgencias lloradas
de un maestro público. Registro que atraviesa la historia, testimonio
irrefragable de la ilusión intelectual de un maestro cuya huella se perdió en la
historia, dejándonos tan sólo su escritura, registro paradójico de su vida y de su
condición de maestro de escuela; escritura desde la cual nos enseña, a su
manera, las cuatro operaciones de cuentaguarismo, escritura que nos describe a
la vez, la condiciones del surgimiento de un sujeto en el panorama cultural de
finales del siglo XVIII.
La historia del maestro es, pues, la historia de una paradoja permanente que ha
marcado el discurso pedagógico en nuestro país. Desde sus inicios hacia la
segunda mitad del siglo XVIII, el maestro en Colombia ha sido dibujado por el
poder estatal como la figura cultural por excelencia, como el intermediario
privilegiado entre sus políticas educativas y los fines sociales de la educación,
como el sujeto digno de la mayor consideración social, como el símbolo de la
virtud y el ejemplo. Dibujo caricaturesco que se ha esmerado en pulir desde
hace ya dos siglos para superponer a la figura escuálida, mendicante, anónima,
marginada, a veces indolente, de un sujeto cuya primera huella en la historia
tiene la forma de una súplica por un “socorro de limosna con qué subvenir a
sus urgencias y a las de su dilatada familia, con qué mantenerse de vestido y
demás alimentos para el cuerpo”. Las finas líneas con que el poder ha
delineado desde el discurso al maestro, contrastan notablemente con la rudeza
de la miseria que ha marcado el cuerpo y aun el espíritu del maestro de
escuela.
Armado con los rudimentos de un saber sobre las primeras letras y las cuatro
operaciones del cuentaguarismo, un novedoso personaje, hace ya más de dos
siglos, se lanzó por villas y ciudades a derrotar su miseria con la esperanza de
un pan, una vela o un huevo semanal, trueque que recibía de sus discípulos a
cambio de su exiguo saber. Mercader de saber, no bien traspasa el umbral de lo
público, cuando ya es objeto de disímiles miradas: de aceptación y acogida
entre la población; de rechazo y persecución por parte de autoridades civiles y
eclesiásticas. Marcado por esta contradicción, pronto se ve atrapado por la red
del poder, y de sujeto libre, pasó a ser mendigo de un salario.
Visto así, el oficio de maestro sería un oficio pasajero si no existiese ese doble
mecanismo para mantener sujetos en la enseñanza: la vocación y la ilusión
intelectual. Es el caso de algunos que imposibilitados o no tan ambiciosos para
pensar en otro destino, interiorizando cierta ética de la resignación, recurren a
la vocación para dignificar su destino.
La ilusión del maestro como intelectual, surge entonces en ese choque, en ese
enfrentamiento entre las condiciones de miseria, las urgencias lloradas, las
súplicas por una “gratificación graciosa”, y la figura idealizada del maestro que
promueve el Estado. Ilusión que se imprime como signo congénito en el maestro
como lo demuestran estas palabras del ministro Jovellanos, cuando se preguntaba
hace dos siglos:
Hoy, dos siglos después, podemos afirmar, parodiando a Jovenallos: “¿Y dónde
están los futuros maestros? En todas partes donde haya un hombre o mujer
medianamente inteligente, honrado y que tenga humanidad y patriotismo. Si hay
buenos textos escolares, televisión, videos, internet, ¿para qué maestros?