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25 DE MAYO DE 2009

MISA POR LA PATRIA. Sermón pronunciado en Paraná, Entre Ríos,


en el Seminario, el 25 de mayo de 1981.

por el R.P. Alberto Ezcurra Uriburu

Tomado de Sermones Patrióticos


Ediciones Cruz y Fierro
Buenos Aires, 1995

El amor cristiano de la Patria

n la Misa del día de hoy rezamos, aparte de la oración habitual en este último
tiempo, por la salud del Papa y nuestros Obispos y pedimos también por la
Patria en uno de sus días de fiesta. Siempre me toca a mí la Misa en estos
días patrios, lo cual tiene algunos inconvenientes. Primero, que no voy a
inventar cosas nuevas todos los años para decir. No son tantas ni tan variadas.
Lo cual no sería inconveniente del todo, porque precisamente nuestra misión
tiende a fijar algunos conceptos fundamentales. En segundo lugar, el hecho
de amar a la Patria y de amarla incluso con cierta intensidad, es algo de lo
cual no me avergüenzo, nunca lo he hecho. Pero tiene el inconveniente en
nuestro tiempo de que en ciertos ambientes católicos el patriotismo carece
de buena prensa, o buen concepto, por algunas confusiones que será
conveniente aclarar.

Tal vez porque un amor tibio y demasiado desencarnado siente como una
exageración el amor de la Patria cuando es fuerte y concreto. Y además, por
una mala interpretación de lo que es la «oecumene católica», es decir el
universalismo católico. Que no es lo mismo que un internacionalismo de tipo
apátrida, de tipo anárquico o de cualquier otro tipo.

No es lo mismo lo universal que lo internacional, sobre todo cuando lo


internacional quiere ser la negación de las naciones como realidades
diferenciadas.

El amar a la sociedad en la cual vivimos, el tener un sentido del servicio del


Bien Común o de la comunidad, no llega a diluir el amor de las sociedades
menores: el amor legítimo de la familia o el amor legítimo de las personas.
Al contrario, una sociedad en la cual se diluyeran las familias o se diluyeran
los individuos, sería el colectivismo, sería un totalitarismo insoportable que
habría que rechazar.

Lo mismo el amor cristiano de la humanidad, no niega de ninguna manera


que esa humanidad es una humanidad diferenciada: diferenciada en patrias,
diferenciada en razas, lenguas, costumbres y en naciones. Y que en realidad
a la humanidad solamente se la puede amar a través de la mediación de la
sociedad concreta a la cual pertenecemos, de esta tierra concreta a la cual
pertenecemos y en la cual hemos nacido, a la cual llamamos nuestra Patria.

Si eso no lo tenemos en cuenta, el amor de la humanidad se diluye en un


amor vago que por ser demasiado universal, no es en realidad amor de nada
ni amor de nadie. Es esa frase que alguna vez me habrán escuchado y que no
recuerdo quién la dijo, pero decía que «mientras más amo a la humanidad
amo menos a los hombres en concreto». Porque mi amor se diluye en las
fronteras lejanas, en las fronteras infinitas de una humanidad que es una
abstracción.

La humanidad concreta es un conjunto de patrias diversas y esto incluso en


el amor cristiano de la Patria. Porque la Gracia supone la naturaleza, y el
amor de Caridad cristiano no niega el amor de estas realidades que están tan
cerca de nuestro corazón como realidades humanas. No las destruye, las
sublima.

Por eso es un error cuando en los ambientes católicos se habla solamente del
amor a la Patria para prevenir contra sus exageraciones: el peligro de un
nacionalismo exagerado, el peligro del «chauvinismo», el peligro de llegar a
través del amor de Patria a odiar a los demás. Todo eso es cierto, pero a veces
se acentúa solamente ese peligro y no los aspectos positivos, los aspectos
reales de este amor de Patria que es para nosotros una obligación de virtud
cristiana.
O se afirma el universalismo en frases como aquella de San Pablo: «Ya no
hay judíos ni griegos...». ¡Guarda! Eso se refiere a un plano de orden distinto,
interior. En primer lugar en Cristo, no hay judío ni griego; en segundo lugar,
dentro de la misma frase San Pablo dice «ya no hay varón ni mujer» y
ciertamente Cristo no quiso establecer un «unisex», no quiso borrar esas
diferencias naturales, esas diferencias que el mismo Dios ha puesto en la
naturaleza de las cosas.

Es una obligación cristiana; pertenece en primer lugar el amor de Patria a la


virtud de la Piedad, que es aquella por la cual amamos a los padres, amamos
a los antepasados, amamos a la Patria. Esa virtud que nos lleva a amar el
pasado y las raíces puestas en la tierra y que nos lleva a comprender que los
frutos del árbol se dan abundantes en el aire, o que las flores surgen hermosas
porque las raíces están clavadas en profundidad en la tierra.

Sin las raíces hundidas en la tierra no hay frutos, sin las raíces hundidas en
el pasado, en la familia, en la Patria, no hay fruto, no hay porvenir; no se
hace el porvenir con las rupturas, no se hace el porvenir con la negación del
pasado. No podemos renegar de aquello que hemos recibido en la familia y
en la Patria; no podemos renegar de nuestra herencia biológica, de nuestro
idioma, de nuestra cultura, de todo aquello que hemos recibido. Es mucho
más lo que recibimos en el pasado que lo que hemos hecho nosotros de
nosotros mismos; mucho más lo que recibimos por la herencia, mucho más
lo que recibimos por la educación, mucho más lo que recibimos por el
ejemplo, mucho más lo que recibimos por la alimentación, tanto física como
espiritual. Y entonces hacia eso: una gratitud, hacia los padres y hacia la
Patria que es etimológicamente «tierra de los Padres». No sólo la tierra, sino
aquellas comunidades de hombres, que han poblado esta tierra y que han
hecho una Patria.

Que la han hecho en las luchas de la Conquista, que la han hecho en las
guerras de la Independencia, que la han hecho en el trabajo silencioso y
callado de cada día.

Es una herencia de la cual somos responsables. La Piedad es una virtud


cristiana que nos hace mirar hacia el pasado; pero esa herencia de la cual
somos responsables es algo que tenemos también que transmitir hacia el
futuro. La Patria no es un continuo simultáneo, como la extensión, sino que
es un continuo sucesivo, como el tiempo. Es algo que se da en el tiempo.

La Patria no somos solamente los que hoy la habitamos en el territorio. La


Patria, decía el poeta, son los hombres y los muertos, y yo agregaría: y son
también aquellos que van a venir. Por eso no somos dueños, no podemos
jugar, no tenemos derecho a traicionar ni a arruinar el destino de esta Patria
concreta.

Es una herencia que hemos recibido y que tenemos que transmitirla hacia el
futuro. La virtud de la Piedad es aquella que nos hace amar y respetar a
aquellos de quienes hemos recibido la herencia, pero la virtud de la Justicia,
sobre todo entendida como Justicia legal, que nos hace mirar hacia la
promoción y hacia la defensa del Bien Común de la sociedad en que vivimos,
es algo que nos hace mirar hacia el futuro y nos señala que esa herencia que
recibimos somos responsables de conservarla, de aumentarla, de mejorarla y
de que se transmita a nuestros descendientes. Virtud de la Piedad que mira
al pasado, virtud de la Justicia que mira hacia el futuro, hacia el Bien Común
de la Patria y de la sociedad en la cual vivimos y que junta la caridad política
o la preocupación por el futuro de esta comunidad, y estas dos virtudes en el
cristiano, no pueden limitarse solamente a ser un amor natural.

Hay un amor natural de la Patria como hay un amor natural del hombre, que
es la filantropía y que nos lleva por motivos humanos a preocuparnos de los
demás, del dolor, de la alegría de los demás, a sentir la compasión por los
otros. Pero la filantropía no es la Caridad. El amor natural de la Patria no es
todavía la Caridad.

Pero en el cristiano, como lo señala el Cardenal Mercier, ese amor tiene que
estar informado por la Caridad, que no solamente lo sana y lo purifica, sino
que lo eleva a un plano superior, a un plano más alto.

Y esto sí muchas veces lo hemos señalado, incluso en este amor de la Patria


como comunidad concreta en la cual nos toca vivir, es el punto exacto donde
se coagula ese amor de Caridad para no quedarse limitado en las estrechas
fronteras del egoísmo de mi familia, de mi pueblo, de mis alrededores, en el
localismo, el provincialismo, ni tampoco perderse en las fronteras vagas y
difuminadas de ese universalismo que es el amor de una abstracción. Es el
punto exacto de coagulación por el cual se trascienden los egoísmos locales.
Es curioso que cuando se rechaza el patriotismo o el sentido de Patria, se cae
en los localismos, se cae en los separatismos que hoy dividen al mundo, se
cae en los localismos o en las competencias o en las rivalidades de clases o
de intereses de sector, o localismos provinciales o localismos zonales o
localismos de pueblo.

A veces en los ambientes católicos se rechaza ese patriotismo como una


exageración y después se hace, pongámosle, provincialismo o diocesanismo,
como si la comunidad a la cual pertenezco fuera la más importante.
O se exalta, como lo hacía el Tercermundismo, la solidaridad maravillosa de
los proletarios en lucha, sin darse cuenta de que esa lucha de clases era la
ruptura de una solidaridad anterior y de una solidaridad superior, por encima
de los sectores que componen una nación.

Es una obligación entonces de piedad y de justicia que en el cristiano tienen


que estar purificadas e informadas por la Caridad, que es la que pone todas
las otras virtudes al servicio de Dios. Y es parte de nuestra vocación cristiana
este amor de Patria.

Nuestra vocación patriótica


No hemos nacido aquí por casualidad. Si Dios quiso, para Dios es su Plan
infinito; todo es Providencia y todo está previsto, si Dios quiso que yo
naciera en este lugar del mundo, en este rincón del mundo, en este rincón del
hemisferio sur; si Dios quiso que yo naciera en este tiempo y no en otro
tiempo, o en este siglo y no en otro siglo, o en esta parte del siglo y no en la
otra, todo ello no es casualidad. Dios, que se preocupa hasta de los mínimos
detalles de mi existencia, no me arrojó al mundo como quien tira por
casualidad una pelota para ver adonde va a caer, sino que en la Providencia
de Dios estuvo el que yo naciera y que yo me hiciera presente en el mundo
en medio de estas determinadas coordenadas espacio-temporales que me
ubican en este siglo, que me ubican en este lugar del mundo que se llama
República Argentina.

Eso también está dentro del Plan de Dios y al estar dentro del Plan de Dios,
eso también marcami vocación, esto también marca mi misión, eso también
marca aquello que la Providencia de Dios tiene pensado sobre mí, no es
indiferente el que Dios me haya puesto en un lugar o en otro, porque eso de
alguna manera me condiciona, de alguna manera me forma. Los que hablan
de universalismo, dice por ahí el Padre Castellani, dicen: «Mi Patria es el
mundo», pero si uno los trasladara a la China o al Congo, que también son
parte del mundo, al poco tiempo llorarían de emoción si sienten hablar a
alguien castellano o cuando sienten que alguien toca, qué sé yo, un tango,
una zamba, o pongámosle, una chamarrita. Mi Patria es el mundo, pero en la
otra punta del mundo extrañarían ciertamente este pedazo, este terruño,
aquello donde han nacido.

Porque uno, aún cuando racionalmente quisiera renegar de su Patria, no


puede renegar de su herencia, no puede renegar de su sangre, de su lengua,
de la tierra en que ha nacido, no puede renegar de sus padres, no puede
renegar de aquello que lo constituye física y espiritualmente y que le penetra
hasta por el aire que respira. Es amarla entonces, sí, con un amor cristiano,
que no supone exclusiones, que no supone un amor cerrado, que no niega
sino que al contrario, es mediador, único mediador terreno para ese amor
universal.

Un amor crítico
Y ese amor, como alguna vez lo hemos señalado también, tiene también dos
aspectos: por una parte, ese amor es amor de complacencia; y el amor de
complacencia es el amor más sensible de la Patria y el que mira sobre todo a
su pasado. La emoción que uno puede sentir en el folklore, en la historia, en
las tradiciones de la Patria, en aquello que es típico o propio de nuestro
terruño o de nuestro pueblo; la emoción que uno puede sentir cuando
contempla un paisaje, sobre todo cuando contempla un paisaje que le es
querido por muchos motivos. Y todo aquello que hace para nosotros el
contorno físico o el contorno humano sensible de nuestra Patria. Todo esto
es el amor sensible.

Pero luego hay otro amor, y es ese amor que mira hacia el futuro. Existe ese
amor que mira a la Patria no solamente como la tierra sino como la
comunidad de hombres que viven en esta tierra y que teniendo una herencia
común en el pasado, en la historia, en la religión, en la cultura, en la raza,
tiene un destino común de Patria. Que es así mirando el futuro como una
unidad de destino que la diferencia en medio del conjunto de la universalidad
de las naciones.

Una unidad de destino en lo universal. Entonces, en mirarla como


empresa, en mirarla como algo que tenemos que construir, en mirarla como
algo que entra de una manera o de otra en nuestra misión de cristianos.

Y este amor, que mira a la Patria en su presente o en su futuro, no es tanto


un amor sensible como aquél que se complace en el folklore o en el terruño,
sino que es un amor crítico. Es un amor a veces dolorido. Lo expresa este
dolor el Padre Castellani cuando dice: «De las ruinas de este país que llevo
edificado sobre mis espaldas, cada minuto me cae un ladrillo al corazón. Y
¡ay de mí! Dios me ha hecho el órgano sensible de todas las vergüenzas de
mi Patria y en particular de cada alma que se desmorona». Esto nos muestra
hasta qué punto ese amor, sin dejar de ser sensible, puede ser un amor crítico.

O sea, amar la Patria no es solamente complacerse sino condolerse en esta


realidad de la Patria, donde hay tanta miseria, donde hay tanta corrupción,
tanta cobardía, donde hay tanta estupidez, tanta traición, tanta injusticia.
Es un amor crítico. Es como el amor del que ama al enfermo para llevarlo a
curar, o el amor del que ama al pecador para enderezarlo en el camino.

Hay muchas cosas que enderezar, y no me voy a extender en esto, pero que
sobre esto se dirija nuestra oración.

Años atrás yo recuerdo que llamaba en alguna de estas ocasiones a rezar


porque nuestra Patria estaba en guerra y era verdad. O sea una guerra dividía
a los argentinos; una guerra que hubo que combatirla; habrá habido en ella
excesos o lo que se quiera, pero fue necesaria.

Lo tremendo es que la conclusión de esa guerra ha llevado en nuestra Patria


a un orden formal, a un orden externo, es cierto, se puede caminar por la calle
sin temor a que le explote una bomba por los pies, o que le tiren un tiro por
la espalda. Sin embargo ese orden es solamente externo, formal. La
subversión no se termina cuando dejan de explotar bombas o de haber
asaltos, crímenes o asesinatos. La subversión es algo más profundo que el
desorden exterior. La subversión es algo más profundo que aquello que
atenta contra el orden establecido.

La subversión es aquello que va en contra del Orden Natural de la sociedad


y del orden querido por Dios para la sociedad. Todo lo que va en contra de
eso es subversivo.

Es subversiva la pornografía, es subversiva la injusticia, es subversivo el que


en este momento funcionen bien económicamente los que viven del dinero
que produce dinero, es decir de la usura, y que sobre la espalda del que
trabaja, pensemos solamente en el trabajo del campo, por ejemplo, se pongan
pesos insoportables.

Es subversiva la estupidez de los medios de comunicación. Es subversiva la


escuela que sigue siendo escuela sin Dios. Todas esas cosas son subversivas,
responden a la subversión profunda. Y eso no se ha arreglado, eso no se ha
solucionado.

La ceguera o la estupidez liberal cree que la paz se ha establecido cuando


hay una paz exterior, cuando hay una paz formal. Y sería lamentable,
verdaderamente lamentable, que tanta sangre que se derramó en la lucha
entre argentinos, que esa sangre fuera inútil. Que esa sangre fuera no la
semilla de una paz verdadera, sino simplemente sangre que inútilmente ha
caído y se ha mezclado en la tierra, la de un lado y la de otro.

Por eso tenemos que rezar al Señor para que nuestra Patria recuerde que
nació cristiana, y que recuerde que fue hecha con la Cruz de los misioneros
al mismo tiempo que con la espada de los conquistadores. Que los ejércitos
que nos dieron Patria levantaron la Bandera con los colores del Manto de la
Virgen Inmaculada.

Que nuestra Patria nació cristiana y que si nuestra Patria quiere la paz, no
una paz mentirosa y exterior, sino la única paz verdadera, aquella que es
como decía San Agustín: «la tranquilidad del orden», y no de cualquier
orden, sino del Orden que se funda en la Verdad y que se funda en la Justicia,
nuestra Patria tiene que volver sus ojos hacia sus orígenes cristianos y pedir
de la Virgen Nuestra Madre, nuestra Protectora, nuestra Patrona, y de Cristo,
aquella paz que solamente Cristo puede dar y que nace de la conversión de
los hombres y de los corazones en los cuales por la Gracia reina la paz con
Dios y por la paz y el amor de Dios, reina también, surgiendo de allí, como
desde su fuente, la paz y el amor por los hermanos.

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