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Después de celebrar la Semana Santa, el domingo de Pascua llega

como un rayo de esperanza. Hemos vivido de cerca la muerte de


Jesús. Y en su muerte hemos hecho memoria de las nuestras, de las
que vivimos día a día: en nuestras personas, en nuestras familias,
en el trabajo, en la sociedad. La guerra y la injusticia son muerte.
Pero también lo son los egoísmos, los rencores y los odios, que nos
comen por dentro, dejándonos sin ánimo por compartir la vida con
los demás. Tantas son las muertes que nos rodean que a veces
podemos llegar a pensar que no tenemos futuro, que no hay salida.
Pero dice el Evangelio, que muy de mañana unas mujeres fueron al
sepulcro donde habían enterrado a Jesús y vieron quitada la losa
del sepulcro. Luego, llegó Pedro y el otro discípulo y vieron que
Jesús no estaba allí. Y algo sucedió en ellos, algo surgió. La fe, les
hizo ver más de lo que veían sus ojos. Donde otros no verían más
que un sepulcro vacío, en ellos la fe les hizo descubrir otra realidad
mucho más profunda: Jesús había resucitado. Y esa promesa de
Dios Padre se hizo esperanza para toda la humanidad.
Aquella mañana del domingo, Simón Pedro y el discípulo amado
entraron en la tumba de Jesús y la encontraron vacía. Pero en medio
de este panorama vacío y desolador, el discípulo amado creyó.
Creyó ver una chispa de Vida nueva entre aquellas mortajas. Creyó
ver a Alguien levantado entre aquellas prendas tiradas. Vio
despojos de muerte, y creyó en la Vida. Vio la tristeza de una
tumba, y creyó en la alegría de la resurrección.
Hoy a los discípulos de Cristo, nos toca caminar en un mundo
muchas veces semejante a una tumba. Donde vemos despojos,
mortajas y signos de muerte por todas partes. Donde el vacío y la
soledad hielan el entendimiento. Pero a nosotros nos corresponde
descubrir, en esos signos de muerte, los signos de la Vida, de un
victorioso Cristo resucitado, vencedor del mal y de la muerte.
Hoy es Pascua, y ante el sepulcro vacío, los que creemos en Jesús
comprendemos que no cabe en nuestras vidas lugar para la
desesperación. No la hay. Somos en adelante hombres y mujeres
de esperanza. Sabemos, desde la fe, que para Dios no hay ningún
caso desesperado. Por más difícil, impensable, o amenazador que
sean nuestros problemas, mantenemos firme la esperanza. Y
aunque nos llegue la muerte corporal, sabemos que ni siquiera ésta
es definitiva. Porque Jesús ha resucitado. La muerte ya no es el fin,
sino un momento más de la vida.
Si es así, entonces les deseamos felices pascuas de resurrección.
Que así sea.

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