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El darwinismo
Los funcionalistas eran darwinistas porque resaltaban el valor adaptativo de la conciencia. Su punto
de partida era que existen funciones psicológicas igual que existen funciones biológicas (crecimiento,
reproducción, alimentación, excreción, respiración, etc.). Recordar, pensar, percibir o sentir, por
ejemplo, son funciones psicológicas. Los funcionalistas —cada uno con sus propios conceptos—
suponían que las funciones psicológicas se caracterizan por formarse a través de la actividad
adaptativa de los sujetos. Además, asumían que la mente o la conciencia existen porque la naturaleza
las ha producido.
Darwin inauguró la psicología comparada moderna defendiendo la continuidad psicológica entre los
animales y el ser humano. No es que el funcionalismo fuera el producto de la importación americana
del evolucionismo inglés; es que el funcionalismo formó parte del evolucionismo, porque contribuyó
a las discusiones en torno a la evolución y la selección natural. El darwinismo proporcionó además
algunas analogías útiles. Por ejemplo, y como veremos después, al igual que Darwin recurría a la
selección natural para explicar la evolución biológica, James señalaba que en la vida psíquica es la
conciencia la que selecciona los contenidos mentales (ideas, imágenes, representaciones,
sensaciones...). La idea de que lo psicológico tiene que ver con la selección está presente en muchos
funcionalistas. Si el sujeto es activo y su actividad se dirige al mundo que lo rodea, el cual le plantea
constantemente problemas y desafíos, el sujeto debe estar continuamente eligiendo, seleccionando
posibilidades de acción, adaptándose activamente. La cuestión era qué papel jugaba en la adaptación
—y por tanto en la evolución biológica— lo que los animales hacen, es decir, su comportamiento.
Normalmente se suponía que la conciencia, la inteligencia, interviene cuando los instintos o los
hábitos aprendidos ya no son suficientes porque hay novedades en el entorno.
El pensamiento social
El funcionalismo eclosionó en un momento en que la sociedad estadounidense experimentaba un
proceso de cambio acelerado. Se trataba de un proceso de modernización caracterizado por
fenómenos como la expansión comercial, la industrialización, la inmigración y la mezcla de
identidades étnicas, etc. Esto generaba numerosos desajustes sociales e individuales. Las formas de
vida propias de la sociedad agraria se resquebrajaban. La comunidad tradicional, que giraba en torno
a la familia y el pueblo, cedía terreno en favor de escenarios urbanos masificados caracterizados por
la novedad, el cambio y la pluralidad de valores e intereses. Las ciudades se erigían como los nuevos
escenarios donde lograr el sueño americano de prosperidad y triunfo; pero también revelaban su
lado oscuro de marginación y desarraigo. Igual que en otros países occidentales en la misma época,
la alternativa a la comunidad próxima tradicional, de carácter rural, era lo que Benedict Anderson
(1993) ha denominado una «comunidad imaginada», esto es, un Estado nacional. Lo que define la
identidad personal ya no es la pertenencia a una familia, un pueblo, una comarca o una parroquia,
sino la condición de ciudadano. La gestión de las comunidades imaginadas exigía (y exige) la
participación de numerosos expertos que las dotaran de los símbolos de identificación adecuados —
transmitidos mediante la enseñanza y los medios de comunicación— y ayudaran a controlar los
conflictos. Para ello se consideraba necesario teorizar la relación entre individuo y sociedad y contar
con técnicas que, basadas en esa teorización, permitieran administrar adecuadamente la vida social.
El pensamiento social norteamericano de finales del XIX y principios del XX cumplía esa función. Sus
representantes eran por lo general intelectuales reformistas como la trabajadora social Mary P. Follet
(1868- 1933), el sociólogo Lester F. Ward (1841-1913), el educador Arland D. Weeks (1871-1936) y la
socióloga feminista Jane Adams (1860-1935). El pensamiento social de la mayoría de los
funcionalistas era de orientación progresista, a menudo basado en la defensa de lo público como
garante para la igualdad y el ejercicio de la democracia. El funcionalismo cubrió la demanda de teorías
(científicas) que justificaran la articulación entre individuo y sociedad. Incluso cabe entender el
trabajo de los funcionalistas más orientados a la teoría social como un esfuerzo por trasladar a la
comunidad imaginada estadounidense la (supuesta) armonía social y los antiguos lazos de lealtad
propios de las comunidades tradicionales. La psicología proporcionaba una base sobre la que apoyar
esa necesidad política de estabilidad social, sin la cual la construcción de la nación estadounidense
parecía imposible. Por lo demás, muchos aspectos de la concepción funcionalista del sujeto tenían
raíces profundas en la cultura norteamericana y, en particular, en el mito de los orígenes de la nación
estadounidense.
Durante el siglo XIX tomó forma la imagen del pionero como figura gracias a la cual los colonos habían
logrado asentarse en las tierras del este de Norteamérica, se habían independizado de Inglaterra y
habían seguido expandiéndose hacia el oeste en pugna contra una naturaleza agreste y unos nativos
igualmente salvajes. En 1893, el historiador Frederick Jackson Turner elevó a rango académico el mito
de la frontera, según el cual la frontera oeste había constituido el escenario de esa lucha de los
pioneros y ésta habría fomentado la forja del fuerte sentido norteamericano de la individualidad, la
iniciativa y la democracia. El pionero era, pues, un individuo eminentemente activo que se adaptaba
a un entorno hostil transformándolo para satisfacer sus necesidades y las de su familia. No había, por
tanto, una oposición radical entre lo individual y lo colectivo. Los pioneros eran individualistas en el
sentido de que, en ausencia de una estructura política a la europea (estatal) que los respaldara,
tenían que buscarse la vida a la hora de organizar sus pueblos —en el ámbito comunitario— y sus
hogares —en el ámbito familiar—. Sin embargo, para ellos la comunidad próxima (el vecindario, la
parroquia, el pueblo) era importantísima, porque constituía una red de apoyo mutuo y la única
estructura política de la que disponían. En esa tradición cultural americana hunden sus raíces dos
señas de identidad del funcionalismo: la idea de la adaptación activa al entorno y la necesidad de
conjugar lo individual y lo social.
El trascendentalismo
El movimiento trascendentalista norteamericano conoció su auge entre las décadas de los 30 y los
60 del siglo XIX. Su origen fue religioso: procedía de intentos de reforma de la Iglesia Unitaria —una
derivación del protestantismo que negaba el dogma de la Santísima Trinidad— que reivindicaban la
búsqueda de Dios en el interior de uno mismo y la armonía del yo con la naturaleza. Más que
preocuparse por las tentaciones exteriores que le pudieran llevar a pecar, el individuo debía,
entonces, preocuparse por sí mismo, sus pensamientos, sus emociones, su conducta. Desde esta
perspectiva se desconfiaba de las mediaciones institucionales (las jerarquías eclesiásticas) y se
encomendaba la salud espiritual a la responsabilidad individual y la búsqueda personal de «una
relación original con el universo», en palabras de Emerson.
Así pues, podemos entender el trascendentalismo como una forma de teorizar la subjetividad que es
a la vez individualista y comunitarista. Representa la defensa de un individualismo de connotaciones
románticas, pues no se basa en un modelo de sujeto individual enfrentado al mundo, sino más bien
armonizado con su medio, sobre todo con su medio natural, aunque también con el social, entendido
a la escala de las comunidades naturales o de base.
El pragmatismo
El pragmatismo fue a la filosofía norteamericana lo que el funcionalismo a la psicología: un producto
típicamente americano. En realidad, es difícil distinguir el uno del otro. El funcionalismo era en cierto
modo la versión psicológica del pragmatismo. De hecho, dos de los pragmatistas más conspicuos
fueron también dos de los funcionalistas más conocidos: William James y John Dewey. Para un
pragmatista no hay conocimiento que no esté ligado a su puesta a prueba y eventual corrección o
rectificación según las consecuencias que produce en el mundo. Esta idea fue esencial para los
funcionalistas. En lenguaje psicológico equivale a afirmar que los contenidos de la conciencia se
forman mediante la actividad. O lo que es lo mismo: las funciones psicológicas existen por y para la
acción.
Charles Sanders Peirce basó su psicología en un desarrollo de la idea kantiana de que algunas
creencias humanas carecen de una base completamente segura sobre la cual asentarse. Por ejemplo,
ante un diagnóstico dudoso un médico actúa mediante tanteos, sin contar con la certeza de que sus
decisiones terapéuticas son las correctas.
Peirce extendió esa idea a todo el conocimiento: no hay ninguna creencia, ninguna clase de
conocimiento, cuya verdad esté justificada más allá de sus resultados prácticos. El pensamiento está
al servicio de la acción, y no hay creencia que no sea pragmática. A esto lo llamó «máxima
pragmática», según la cual la única definición posible de algo es la que hace referencia a sus
consecuencias prácticas. En palabras del propio autor, la máxima pragmática consiste en «considerar
qué efectos, que razonablemente pueden tener manifestaciones prácticas, concebimos que tiene el
objeto de nuestra concepción.
Entonces, nuestra concepción de esos efectos es la totalidad de nuestra concepción del objeto».
Mientras que para Kant la verdad era algo estático (al menos en lo relativo al noúmeno o la realidad
en sí), Peirce pensaba que la verdad era cambiante. Si el evolucionismo darwiniano había
demostrado la evolución de las especies, el pragmatismo aplicaba ese esquema evolucionista al
conocimiento e intentaba mostrar que éste también evoluciona. La verdad no es fija. A William
James, se le suele considerar el padre de la psicología americana y, más específicamente, el padre
del funcionalismo psicológico.
La formulación de la psicología funcionalista
La psicología de William James (1842-1910)
James entendía el pragmatismo casi como una filosofía aplicada a la vida. Mientras que Peirce, sin
negarle esa utilidad, enfatizaba su carácter de método para asegurar la claridad de los conceptos
filosóficos y científicos, James lo consideraba sobre todo un principio de justificación de nuestras
creencias: es válida aquella creencia que influya (para bien) en nuestra vida y, en último término,
afecte a todo el conjunto de las experiencias vitales. Las verdades sólo son tales si son buenas para
vivir. Además, puesto que las consecuencias prácticas de nuestras ideas son inciertas mientras no se
comprueben, hemos de tener alguna fe en aquello que creemos, alguna «voluntad de creer».
- Daba la razón al dualismo espiritualista en que la mente es activa. Ahora bien, según James los
contenidos de la mente están inextricablemente unidos a los procesos neurofisiológicos. Lo
psicológico y lo neurofisiológico no constituyen realidades sustancialmente distintas y, por tanto,
no cabe hablar de interacción entre ellas.
Según James, lo que hace la conciencia es poner el foco de la atención sobre ciertos contenidos
mentales y permitir así que sobresalgan entre los demás; es decir, los selecciona, los «elige». James
subraya que esa selección posee una funcionalidad adaptativa, pues la dinámica de la mente
corresponde a novedades ambientales. Además, puesto que todo contenido mental va ligado a un
proceso neurofisiológico, los contenidos mentales seleccionados por la conciencia se convertirán en
procesos neurofisiológicos que se traducirán en movimientos, en conductas. No hay, en rigor, una
prioridad de lo neurofisiológico sobre lo psicológico ni viceversa, sino un discurrir paralelo de ambos.
Cuando explica esa concepción suya de la función psicológica, James está aplicando la llamada «teoría
motora de la conciencia», que en diferentes versiones fue asumida por prácticamente todos los
funcionalistas.
La “corriente de conciencia”
Además, el principal rasgo que oponía el funcionalismo al estructuralismo tenía una estrecha relación
con el planteamiento jamesiano sobre la conciencia. Si los contenidos de la mente existen sólo en la
medida en que la conciencia los selecciona haciendo que la atención caiga sobre ellos, entonces no
podemos entenderlos como realidades primarias, según hacía la psicología alemana. James creía que
debían ser consideradas como realidades derivadas. Aparecen en el análisis que realiza el psicólogo,
quien las puede identificar sólo porque previamente la conciencia del sujeto las ha generado. La
conciencia delimita sensaciones o ideas y, a continuación, el psicólogo las detecta. En sí misma, la
conciencia es un flujo, un continuo (corriente de conciencia).
Lo único que hace la conciencia, es interrumpir su propio flujo mediante la atención y seleccionar
unos u otros de esos contenidos. En última instancia, es al seleccionarlos cuando los convierte en
realidades psicológicas. Antes de ser seleccionados (o si no se seleccionan nunca) no son más, en
realidad, que procesos neurofisiológicos. Nos parece que son estados psicológicos y no
neurofisiológicos porque tenemos experiencia subjetiva (introspectiva) de que existen. Es decir,
experimentamos ideas, sensaciones, imágenes mentales y demás. Sin embargo, las experimentamos
porque previamente la atención las ha acotado segmentando el continuo de la corriente de
conciencia.
- Tienen una concepción evolucionista de la psicología. La conciencia existe porque juega algún
papel en la evolución biológica. Las funciones psicológicas son como son porque han servido y
sirven para adaptarse al medio ambiente. Ahora bien, esa adaptación no es pasiva. La conciencia
es un producto de la evolución, pero también interviene activamente en la adaptación al medio.