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Yordano: un poeta en Nueva York

POR Federico Vegas

Por la Facultad

Conocí a Giordano hace ya casi medio siglo. En ese entonces Rafael Caldera cerró la
Universidad Central para sofocar unas revueltas inspiradas en las que sacudieron a
París en 1968 con las consignas “Prohibido prohibir” y “Seamos realistas, pidamos
lo imposible”.
Dos añ os despué s volvió a abrirse la Facultad de Arquitectura y nadie sabía dó nde
estaban los límites, los pará metros. La gama de ejercicios de diseñ o se hizo
estrafalaria. Joel Sanz propuso a sus alumnos diseñ ar una casa para la Pantera Rosa;
otros estaba trabajando en los cortes y plantas del “Yellow Submarine”. Tambié n se
pusieron de moda unas entregas colectivas y esoté ricas que resultaron ser un
mé todo ideal para los flojos, pues era posible colarse de semestre en semestre como
un polizonte en un barco. Un amigo se graduó colaborando en una tesis, realizada
entre cinco, sobre “los ecosistemas y estructuras socioló gicas en la Península de
Paraguaná ”. Le pregunté qué había hecho y me dijo orgulloso:
—Lo que mejor quedó , la musicalizació n del video.
Las experiencias má s importantes nos ocurrieron durante el par de añ os que cada
quien tuvo que buscar dó nde continuar estudiando. Fue una diá spora a otros países
y a otros horizontes. Ese oportuno descarrilamiento nos asomó a posibles destinos
que latían escondidos en nuestro interior. Giordano se fue a Inglaterra con José
Antonio Velá zquez y convirtió su adoració n por la mú sica en un propó sito y una
obsesió n. Yo di algunas vueltas de má s y me asomé a la enigmá tica posibilidad de
ser escritor.
Pero aú n no teníamos la fuerza para seguir unas aventuras que lucían arduas y
solitarias, y ambos volvimos a la Universidad apenas abrió . Allí la vida era ordenada
y deliciosa, con sus acotados semestres, tareas encomendadas y calificadas, los
estimulantes espacios de Villanueva y las niñ as má s lindas de Caracas. Convivíamos
bajo un ré gimen de libertad desquiciante mientras la Facultad intentaba
reencontrar un nuevo rumbo.
Giordano formaba parte de un grupo de amigos que parecían conocerse desde
kínder. Yo estaba en la periferia y solo era amigo de Nelson Faillace y Francisco
Feaugas. Dos amigos y una novia era entonces suficiente para ser feliz. La periferia
que habitaba no era la de un excluido sino la de un observador. Me resultaba
fascinante verlos juntos, como si fueran los protagonistas de una historia que algú n
día tendría que contar. Luego conocí a José Antonio, quien es la má xima autoridad
en la infancia y juventud de Giordano, y tambié n hemos sido buenos amigos.
José me contaba historias de Giordano que me divertían por su amplio espectro:

—Podía ser el má s tímido o el má s seductor, pero no siempre las dos cosas a la vez.
Una vez fuimos a una fiesta de disfraces en una casona cerca de Camurí. El que la dio
debe haber tenido delirios de grandeza porque el tema era la Roma Imperial.
Giordano se vistió de Legionario. Con su altura, amplias espaldas y prominente
mandíbula, la vestimenta le cuadraba tan bien que no parecía un disfraz sino una
transmigració n, un coleado de otra é poca. Tenía las sandalias y el morral de
campañ a, casco con penacho y un escudo hasta con tetillas. Le faltaba la jabalina,
pero sí tenía la espada y debe haber infundido algo de miedo, pues las vestales y las
esclavas, las Lucrecias y las Claudias lo miraban de lejos sin acercarse. Nos
dedicamos a beber ron. A Giordano los tragos no lo ponen baboso ni agresivo, sino
má s bien catató nico, y terminó tirado al lado de unas matas de coco semicubierto
por su capa escarlata. No lo despertó ni un violento aguacero que acabó con la fiesta.
José Antonio me aseguró que una dama con algo de Agripina apoyó un pie descalzo
sobre aquel cuerpo de soldado exhausto para evitar un charco camino hacia la
salida.
—Fue un acto final de galantería —agregó .
Aquel grupo de amigos tenía hasta un idioma secreto del que nunca supe la
extensió n ni el origen. Hasta el jueves, 24 de diciembre de 2017, cuando llamé a
Nelson para desearle feliz Navidad y aproveché para preguntarle.
—Eso fue con mi primo Carlos Morales. Inventamos unas cuantas frases imitando a
la abuela Faillace mezclar el italiano con el españ ol y le metimos un toque de inglé s.
Empezamos a usarlas entre nosotros y el dialecto pegó , especialmente con Giordano
que es el má s italiano de todos. Le pedí ejemplos y recordaba solo un par de frases.
—Sería una pena que ese dialecto se perdiera —le dije.
—Tienes razó n. Cuando está bamos arrebatados llegá bamos a hablar corrido. Pero
es que ahora no vivimos las mismas cosas. ¿Có mo hago para decir “Estó n culó n” o
“Tronca afterus”?`
—¿Eso que quiere decir?
—“Estoy hasta el culo” y “Tenemos a la policía atrá s”.
Nelson me habló tambié n del padre de Giordano, una figura clave en la vida de todo
artista desde que Kafka le envió una carta al suyo.
—Era un napolitano que podía ser insoportable o esplé ndido. En la casa de Cumbres
de Curumo hizo un horno de leñ a donde cabía una vaca. De allí salieron las mejores
pizzas que me he comido en mi vida. Atormentaba a su hijo pero, de pronto, lo
apoyaba con todo. En la casa le hizo un estudio de grabació n cuando se dio cuenta
que iba en serio lo de la mú sica. Era generoso pero duro, mandó n, por eso es que
Giordano era gago y se mordía los nudillos de la mano.
Esa era la imagen que tenía en esos añ os, la de un amigo de mis amigos que
tartamudeaba el dialecto y le gustaba la mú sica.
Todo cambió una noche en que vengo saliendo de la Facultad y me dice Carlos
Gó mez de Llarena: —En el auditorio como que hay un concierto.
—¿Con quié n?
—Con Giordano.
—¡Por favor! Ese estudia conmigo. Vá monos.
Aquí debo hacer un paré ntesis, porque suena como si lo hubiera detestado. En lo
absoluto. Era un simple mecanismo de compensació n, de nivelació n. Si yo era un
arquitecto que había querido ser escritor, pero no me atrevía, y necesitaba seguir
sintié ndome có modo y tranquilo, otro arquitecto no podía convertirse en cantante.
Carlos Gó mez es un genio capaz de convencer al diablo de que visite el cielo y me
propuso escuchar al menos una canció n. Apenas entré en el auditorio se dio una
transformació n que me llegó a los huesos del alma. ¡Sí es posible! ¡Giordano es
tremendo cantante! Podía ver las irradiaciones, el aura, la exaltació n que generaba
mientras le cantaba a un amor infinito, ecumé nico y verazmente caraqueñ o:

Tú me dará s todo lo que tú tienes


Y yo te daré con todo lo que yo tengo

Me sentí avergonzado de mi rechazo, de mis dudas, de mi mezquindad, y decidí


que haría todo lo posible para que el mundo se enterara de la Buena Nueva. Pero soy
un pé simo manager y solo logré que Egas Fuentes, el má s culto y sofisticado de mis
amigos, lo contratara para una fiesta. El grupo, que entonces se llamaba
“Sietecuero”, llegó con tres horas de retraso al evento, pero fue una sensació n. Egas
luego me lo agradecería:
—Tocan muy bien... y andan con mujeres muy bellas.
La segunda parte de este comentario es el meollo del asunto. Todo lo que hacíamos y
soñ á bamos en esos añ os era para acercarnos a mujeres bellas y contarles lo que
sentíamos y queríamos hacer: desde fantá sticos proyectos hasta besos cada vez má s
profundos. Era má s que una urgencia, má s que una posibilidad. Lo concebíamos,
tontamente, como un reto y un deber.
Los siguientes episodios no los tengo muy ordenados (hay una biografía autorizada
que se puede consultar). Recuerdo una visita al apartamento de Giordano. Está
sentado en el balcó n mirando la ciudad. Lo noto triste, apagado. Algo no está
marchando. Creo que está trabajando con su padre construyendo vallas
publicitarias. Me pregunto: “¿Será verdad que los artistas terminan bajo un
puente?”. Eso pensaba entonces de la literatura. Temía —y tambié n me atraía— que
fuera un delirante despeñ adero hacia sublimes desmadres.
Luego me olvido del amigo cantante. Tengo suficiente trabajo para ignorar
vocaciones paralelas. En esos añ os todo lucía tan fá cil. Ser un profesional equivalía a
tener casa, carro, esposa e hijos. Era como una progresió n automá tica, ineludible.
Juro estar realizá ndome. Pero no es cierto. Hay algo que no calza, como cuando uno
olvida el nombre de un ser querido o busca algo donde sabe que lo dejó y ya no está .
En mi borrosa cuenta pasan unos cinco o diez añ os hasta que arranca en serio la
carrera del mú sico. Llegan los é xitos, los discos, el cambio de la G por la Y de
Yordano. Ya no es parte de un grupo, ahora es un cantautor. Pero no logro
involucrarme. Nunca me han atraído los conciertos. Solo escucho jazz y piezas
breves de mú sica clá sica en la soledad de mi estudio. Me gusta escuchar piezas que
parecen provenir de otro siglo, de otro planeta. La actualidad está demasiado cerca
para conmoverme.
Otra consecuencia de la fama sí me impresionó . Los viejos amigos comentaban
mientras jugá bamos a ser los mismos jó venes que estudiá bamos en la Facultad:
—¿Sabes las chicas esas de la “Rumba Flamenca? Giordano se las cogió a las tres.
Otro agrega el má ximo logro:
—Es novio de Fedra Ló pez.
Las mitologías sexuales se convertían en realidad. Uno de nosotros había alcanzado
el Olimpo y ademá s haciendo lo que má s le gustaba.
Un artículo de José Antonio Cabrujas en El Nacional ubicó el fenó meno “Yordano” en
una dimensió n má s seria. Escribía Cabrujas sobre unos jó venes cantantes que le
estaban dando voz propia a una generació n. Me emocionó la idea y me centré en las
letras del hé roe de nuestra Facultad. Cuando la literatura se une a la mú sica nos
revela sus orígenes. Al principio fueron cantos, como los que escucharon quienes
por primera vez supieron de una Ilíada y una Odisea. ¿Acaso estoy cometiendo el
disparate de comparar a Giordano con Homero? Pues sí, y de paso con Bob Dylan, si
de futuros premios nacionales y literarios se trata. La magia que los une es
componer un canto que varias generaciones recuerdan y entonan con el mismo
fervor por dé cadas; o siglos en el caso del griego, quien, insisto, ademá s de ciego era
cantante.
Por estas calles

Para explicar esta relació n con los cantos del pasado que narran el presente y nos
anuncian un futuro, vamos a hablar de una canció n tan influyente y persistente que
el mismo Giordano hoy la califica de pavosa, como si los profetas tuvieran la culpa
de que resulte ser cierto lo que nos anunciaron. Se titula “Por estas calles”, y con ella
llegamos a un momento estelar de la historia de Venezuela.

En 1992 confluyeron los talentos de Ibsen Martínez y Giordano di Marzo en una
aventura creativa que no tenía antecedentes y que jamá s iba a repetirse. No era una
obra de teatro, una ó pera o una novela, se trataba de una telenovela, un gé nero
manipulado segú n el rating y acostumbrado a dar lo que la gente espera. Nunca
nadie se había atrevido a innovar tanto con un medio tan imperturbable y
regimentado.
Las telenovelas venezolanas habían colocado por demasiado tiempo el epicentro de
la trama en una pareja de jó venes. Ibsen abrió el compá s hasta incluir la comedia y
la tragedia de toda una ciudad. El escenario sería Caracas y la é poca un presente tan
absoluto que uno creía estar mirando en el televisor lo que iba a suceder al día
siguiente. Los diá logos no imponían sus fó rmulas empalagosas, má s bien
auscultaban la sabiduría de la calle. Eloína le dice a su ahijado, Rodilla ’e chivo que
no hable de dinero porque el dinero es cochino, y el niñ o responde:
—Madrina, el dinero es cochino solo cuando es poquito.
Las pocas veces que había sido utilizado este registro popular era para etiquetarlo
con desprecio. Con Ibsen será una fuente de sabiduría y genuina gracia, como el
lema de Eudomar, hoy refrendado por la Asamblea Constituyente:
—Como vaya viniendo, vamos viendo.
Cuando los directivos de Radio Caracas se dieron cuenta de la mina de oro que
tenían en las manos le pidieron a Ibsen Martínez que alargara la historia. El creador
del programa con mayor audiencia en la historia de Venezuela se negó
argumentando que la historia había llegado a su final. Fue despedido y Por estas
calles sería estirada hasta convertirla en el clá sico culebró n que se muerde la cola.
Me he detenido en esta historia por ser un ejemplo má s de la dé cada de las
oportunidades perdidas. Radio Caracas estaba a las puertas de imponer un nuevo
gé nero: las series de televisió n. La receta era simple, bastaba con estructurar la
telenovela con base en un final. Los capítulos, como los días en la vida de un hombre,
debían estar contados.
El país estaba hastiado de sí mismo, de un cinismo que corría campante, y tenía la
energía, los recursos y los creadores para un gran cambio que era impostergable. El
desprecio de Radio Caracas hacia quien le había puesto en las manos un renovador y
excelente negocio no fue un hecho aislado. Esta miopía fue parte de una larga lista
de mezquindades. Los centros de poder estaban sumidos en una inercia cró nica que
les impedía cambiar al ritmo que exigía el país. Especialmente los partidos políticos,
dirigidos por padres que no creían en sus hijos, que incluso los detestaban.
En esos añ os Venezuela estaba viviendo la ú ltima oportunidad de renovarse de una
manera sensata, productiva, donde los medios para lograrlo no contradijeran los
fines que se querían alcanzar; donde la política no tuviera que morir para resucitar
como un espectro que hoy nadie logra enterrar.
Volvamos a Giordano, quien había bautizado la telenovela con el título de una
canció n que ademá s era el tema. ¿Qué es en este caso “el tema”? Se trata de una
palabra con muchas acepciones. Me atrae la versió n semá ntica: “Tema es aquella
parte del enunciado que se da por ya conocida, en contraposición a la parte no
conocida”. Cada capítulo arrancaba con una canció n que reiteraba algo con lo que
todos está bamos de acuerdo: la “compasió n que ya no aparece”, la “piedad que hace
rato se fue de viaje”, la “conciencia que mejor se esconde con la paciencia”, los
“rastros de una valentía pá lida, fría y sin compañ ía”. Sobre esta base conocida, que
preparaba al televidente anímicamente, se daban las sorpresas y giros que el gran
Ibsen había tejido con hilos de la urdimbre caraqueñ a.
Dos estrofas de “Por estas calles” anunciaban una verdad que hoy Giordano llama
pavosa y era simplemente una consecuencia: vivíamos sumergidos en una suerte de
anti-política. La solució n no parecía ya estar en los partidos, tristemente era un
asunto de cada quien: “Para cuidarte yo solo tengo esta vida mía”. Y, al final del
tema, nos reiteraba el enemigo que debíamos evitar:
Y los que andan de cuello blanco son los peores porque ademá s de quemarte se hacen
llamar señ ores tienen amigos en altos cargos muy influyentes
y hay algunos que hasta se lanzan pa’ presidente.
¿Cuá l era entonces la alternativa a los señ ores de cuello blancos? Lo que siempre ha
estado amenazando con reaparecer y por má s tiempo ha prevalecido en la historia
de Venezuela: el almidonado cuello verde oliva adornado con chapitas. Así fue, la
erupció n no vendría del centro de las instituciones civiles, sino de los bordes del

resentimiento, la improvisació n y la rapiñ a. Y nada má s alejado de lo civil que la


mentalidad militar.
Como en los cuentos de hadas, el autor del tema se casó con la actriz principal,
Marialejandra Martí, una actriz que encarnaba lo mejor de la mujer venezolana. Ante
tanta dicha no podía haber lugar para envidias ni comparaciones. Estaba feliz por el
amigo de mis amigos y dejé de pensar en é l. Tenía que concentrarme en resolver mi
vocació n y mi destino.
Por el tiempo que nos queda

Federico García Lorca estuvo en Nueva York entre 1929 y 1930 invitado por la
Universidad de Columbia. Es difícil imaginar a un andaluz en el invierno de
Manhattan, “impresionante por frío y por cruel” segú n el propio poeta. En agosto de
1929, ya en pleno verano, escribió un poema que nos concierne:
No preguntarme nada. He visto que las cosas cuando buscan su curso encuentran su
vacío. Hay un dolor de huecos por el aire sin gente y en mis ojos criaturas vestidas
¡sin desnudo!
Son tantas las preguntas que nos conducen al vacío. Así me sentía este diciembre en
Nueva York mientras atravesaba la frontera de los cero grados. El poeta que má s
resonaba en mis entrañ as en esos días no era Giordano sino José Alfredo Jimé nez
con su “Rodar y rodar” y “Yo sé bien que estoy afuera”, al meditar sobre mi nueva
condició n de turista cró nico.
El 13 de diciembre mis primos me convidan (en dó lares un verbo muy distinto a
“invitar”) a un concierto de “Yordano”. Caminando por el West Village hacia S.O.B’s
recordé aquella tarde en que asistí por carambola al que quiero creer fue su primer
concierto.
Son otras nuestras vidas; aparte del grueso abrigo y la bufanda de lana, ya no buscan
un destino, má s bien luchan por cumplir el elegido evitando que “la conciencia se
esconda en la paciencia”. Giordano viene ademá s de luchar contra la muerte. El que
la vida sea una enfermedad incurable que se transmite sexualmente es tan gracioso
como cierto, y algo ayuda. Giordano nos ha enseñ ado que otra manera de trasmitirla
es escribiendo, cantando. Eso creo y eso siento, pero no sé qué diablos hago en aquel
local. Soy un viejo que nunca sale de noche. Me preparo para los setenta añ os con un
horario de octogenario. Apenas llega la noche me enconcho y me gusta madrugar
má s que un campesino. Hay ruido y mucha gente a mi alrededor. Alguien dice que
Giordano es un gran poeta y recita tarareando en voz alta:
—Un cielo lleno de botellas... Su esposa lo interrumpe: —No es cielo, es suelo.
—¿Y yo que dije?
—Dijiste cielo.
Trato de desconectarme de la discusió n y voy agregando otras incomodidades y
absurdos. Hasta que aparece Giordano y, en un segundo, me transformo en un
morrocoy con carne de gallina. Ante su presencia se atropellan tantos recuerdos y
cosas buenas. La sola Universidad Central fue un regalo de Dios. Era tan maravilloso
el ser jó venes llenos de dudas y ansiedades. El tiempo no existe, solo sus huellas en
nuestros cuerpos.
Comienza el concierto y descubro que hay dos tipos de mú sica, la que se puede
cantar con gripe y la que clausura un simple catarro. En la ó pera de Bellini, Norma,
el romano Pollione no podría cantar sobre su amor por Adalgisa mientras se suena
los mocos. En cambio Giordano, quien por su edad ya no podría ser legionario sino
procó nsul como Pollione, se sienta con su guitarra y una caja de Kleenex al lado que
no molesta ni desentona, al contrario, enaltece su mú sica, sus letras, pues nos está
hablando de nuestras frá giles vidas y legítimas debilidades.
Hemos entrado en un estado de gracia en que las limitaciones no restan sino suman.
Uno de mis primos desafina con seriedad mientras se une al coro de todos los
presentes, incluyendo los mesoneros. Lo tengo a una cuarta de la oreja, pero no me
molesta, má s bien me revela el verdadero propó sito del canto: liberar lo que tienes
adentro gracias a un inté rprete. Por fin entiendo que el inté rprete no interpreta la
canció n, nos interpreta a nosotros, a su pú blico, a lo que tenemos dentro y no
lográ bamos decir.

Y son tantas las cosas que nunca lograré . No tengo esperanza de que alguien recite a
todo leco algo que he escrito mientras se ducha, o encontrar una imagen tan sensual
como “Le daremos a la luna de qué hablar”. La pró xima vez que la vea llena y plena
le diré como si fuera mi amiga: “¡Cuá nto sabes y cuá nto callas!”.
Giordano comienza a cantar “Días de junio” ¿Có mo pudo saber en los añ os ochenta
lo que íbamos a sentir en diciembre del 2017? La respuesta es sencilla: No lo sabía.
La poesía genera esas bombas de profundidad cuyas ondas resuenan en el futuro, y
puedo jurar que nos está hablando de nuestro amor por una desvalida criatura
llamada Venezuela:
Y olvide que tu cuerpo era
un jardín sin frontera
y ademá s era un día de mucho sol
y esta vez no vamos a dejar que se lo lleven
y aunque el miedo este ahí le sabremos ganar
y tendría que quedarme ciego para no verte má s. Yo no me voy,
yo me quedo aquí.
...
Y ahora nadie me saque de aquí
y tendrían que matarme para quitarme el tesoro de tu vivir.
Yo no me voy,
yo me quedo aquí.
...
Yo me quedo a velar tu descanso princesa de mi corazó n,
por el tiempo que nos queda, por el tiempo que nos queda, por el tiempo que nos
queda, por el tiempo que nos queda.
Me voy alejando en el río de ese tiempo que va disminuyendo en cada línea. Son los
latidos de un país agonizante. Entro en un estupor cercano al legionario catató nico.
Podría incluso decir: “Estó n culó n”, pues estoy hasta el culo y, para colmo, sobrio.
Justo entonces el cantante me reconoce y me saluda:
—Hola Federico, hace mucho que no te veía. Y otra vez el tiempo deja de existir.
De eso se trata el arte, de hacer menos definitiva la frontera entre la vida y la
muerte. No puedo decir que le he perdido el miedo a la segunda opció n, pero sí a los
aviones. Y conste que estoy escribiendo estas ú ltimas líneas sobre la endeble mesa
retrá ctil de un vuelo a punto de despegar hacia Santo Domingo, para ver a mis hijas
y nietos, lo que en mi saga personal es un noble acto de heroísmo.

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