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Nathaniel Hawthorne, La letra escarlata

En 1694, los magistrados de la ciudad de Salem en Massachusetts aprobaron una ley que convertía
el adulterio en un delito por el cual se prescribía el siguiente castigo: la pareja culpable debía sen-
tarse durante una hora en el patíbulo con cuerdas alrededor del cuello, después de lo cual serían
azotado severamente, después, durante el resto de su vida debían usarlos, recortados en un color
claramente visible y cosidos a sus prendas, la letra mayúscula A, de dos pulgadas de altura.
Nathaniel Hawthorne descubrió este hecho singular al explorar los anales de los primeros años
del asentamiento de Nueva Inglaterra. La idea de escribir una historia sobre una mujer condenada
a llevar la marca de su crimen como una marca de identificación, llevar su vida cotidiana bajo la
constante mirada de censura de la comunidad, le hizo tener un interés único. A pesar de que su
historia familiar lo calificó como un eminentemente neoinglés (un Hawthorne había estado entre
los primeros pobladores de Massachusetts), tenía motivos para considerarse un traidor a sus tra-
diciones, sin ser detectado porque, a diferencia de su heroína, no tenía ninguna marca distintiva.
Como lo atestiguan sus notas, Hawthorne simpatizaba poco con la vigilancia de la moral. En la
escala de lo pecaminoso, las transgresiones sexuales le parecían muy superadas por la inhumana
frialdad del temperamento puritano en su manifestación de Nueva Inglaterra, particularmente
cuando estas se expresaban en intrusiones en la vida privada de otros en nombre del cuidado pas-
toral.
Hawthorne ideó la trama de La letra escarlata para unir dos preocupaciones suyas: el destino
de aislamiento del portador de la verdad; y la intrusión del espíritu científico, con su elección pro-
gramática de movimientos compasivos del corazón en la exploración de la psicología humana. La
primera de estas preocupaciones era relevante para su sentido de sí mismo como crítico de la
sociedad estadounidense, la segunda, para su vocación como escritor.
Hawthorne tenía unos cuarenta y tantos años cuando se embarcó en La letra escarlata. Hasta
ese momento, su producción literaria había sido escasa: aparte de los cuentos infantiles, solo dos
volúmenes de ficción corta. Para el público literario era conocido, en sus propias palabras irónicas,
como "un hombre suave, tímido, amable, melancólico, extremadamente sensible y no muy esfor-
zado", un aficionado en literatura que parecía haber adoptado "Hawthorne" como seudónimo de
escritor debido a la singularidad de la palabra. Al principio, La letra escarlata estaba destinada a
ser una historia corta, pero a medida que trabajaba en ella en un estado de total absorción creció
en longitud. La completó en unos breves siete meses y la publicó en 1850. Su arrebato de energía
creativa no se agotó: las novelas The House of the Seven Gables (La casa de los siete tejados) y The
Blithedale Romance (La novela de Blithedale) siguieron en los próximos dos años.
El editor de Hawthorne encontró que La letra escarlata era algo corta para un libro. A su suge-
rencia, Hawthorne añadió un prefacio titulado "La Aduana", que pretendía contar cómo, en el
desempeño de sus funciones como agente de aduanas del puerto de Salem, descubrió, entre ca-
chivaches en un rincón polvoriento de la aduana, un paquete conteniendo un fino paño rojo, aun-
que apolillado, con la forma de una letra A bordada en hilo dorado. De esta manera, "La Aduana"
dramatiza el momento en que aparece el germen de la novela. También se explica, más mordaz-
mente de lo que leemos en la propia novela, el propósito (o uno de los propósitos) detrás de su
escritura:
La imagen de aquel primer antepasado [es decir, el primero de los Hawthornes americanos], al que la
tradición de la familia llegó a dotar de cierta grandeza vaga y tenebrosa, se apoderó por completo de mi
imaginación infantil, y aún puedo decir que no me ha abandonado enteramente, y que mantiene vivo en
mí una especie de sentimiento doméstico y de amor a lo pasado, en que por cierto no entra por nada el
aspecto presente de la población. Se me figura que tengo mucho más derecho a residir aquí, a causa de
este progenitor barbudo, serio, vestido de negra capa y sombrero puntiagudo, que vino hace tanto tiem-
po con su Biblia y su espada, y holló esta tierra con su porte majestuoso, e hizo tanto papel como hom-
bre de guerra y hombre de paz, —tengo mucho más derecho, repito, merced a él, que el que podría re-
clamar por mí mismo, de quien nadie apenas oye el nombre ni ve el rostro. Ese antepasado mío era sol-
dado, legislador, juez: su voz se obedecía en la iglesia; tenía todas las cualidades características de los
puritanos, tanto las buenas como las malas. Era también un inflexible enemigo, de que dan buen testi-
monio los cuáqueros en sus historias. . .
Su hijo también heredó el espíritu de persecución y se hizo tan conspicuo en el martirio de las brujas
[es decir, las pruebas de brujería de 1692], que se puede decir que su sangre le dejó una mancha. Una
mancha tan profunda, de hecho, que sus huesos viejos y secos, en el cementerio de Charter-street, to-
davía deben retenerla, si no se han convertido en polvo.
Ignoro si estos antepasados míos pensaron al fin en arrepentirse y pedir al cielo que les perdonara
sus crueldades; o si aún gimen padeciendo las graves consecuencias de sus culpas, en otro estado. De
todos modos, el que estas líneas escribe, en su calidad de representante de esos hombres, se avergüen-
za, en su nombre, de sus hechos, y ruega que cualquiera maldición en que pudieran haber incurrido,—de
que ha oído hablar, y de que parece dar testimonio la triste y poco próspera condición de la familia du-
rante muchas generaciones,—desaparezca de ahora en adelante y para siempre.

El escritor no siempre puede decir el motivo más profundo detrás de su escritura. Pero Hawt-
horne claramente creía o quería que sus lectores creyeran que escribir La letra escarlata era un
acto de expiación, destinado a reconocer la culpa heredada y poner distancia entre él y sus ante-
pasados puritanos.
Aunque las voces se alzaron contra el libro (un comentarista en la Revista de la Iglesia de enero
de 1851 lo llamó "el nauseoso amorío de un pastor puritano con una frágil criatura a su cargo"), La
letra escarlata pronto fue reconocida como un hito en la literatura joven de los Estados Unidos.
Tres décadas después de su aparición, Henry James la celebró como una novela que podría ofre-
cerse con orgullo a la mirada europea, "exquisito. . . [aunque] absolutamente americano".

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