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SEGUNDA PALABRA:

“TE LO ASEGURO: HOY ESTARÁS CONMIGO EN EL PARAÍSO”

DEL SANTO EVANGELIO SAN LUCAS 23, 42-43: “Uno de los malhechores colgados le
insultaba: ¿No eres tú el Cristo” pues ¡sálvate a ti mismo y a nosotros! Pero el otro respondió
diciendo: ¿Es que no temes a Dios, tú que sufres la misma condena? Y nosotros con razón, porque
nos lo hemos merecido con nuestros hechos; en cambio Éste nada malo ha hecho. Y decía: Jesús,
acuérdate de mí cuando vengas con tu reino, Jesús le dijo: hoy estarás conmigo en el paraíso”.

La crucifixión era un espectáculo espantoso. Dice un historiador que los primeros cristianos se
horrorizaban al poner a Cristo en la cruz, porque con sus propios ojos habían visto esos hombres
desnudos, clavados por las manos y los pies a un palo tosco, con el cuerpo que se caía por su peso,
la cabeza inclinada, perros atraídos por el olor de la sangre les lamían los pies, buitres que volaban
alrededor del lugar de la ejecución y la víctima, extenuada por las torturas, ardía por la sed y llegaba
a invocar la muerte con gritos desgarradores. Era el suplicio de los esclavos y de los bandidos. Fue
la muerte que Jesús soportó, haciéndose, según la visión de Israel, como dice San Pablo, “un
maldito” (cf Gal 3,13 ).

Pero en donde los ojos de la carne no ven sino una espantosa tragedia, los ojos de la fe contemplan
un grandioso misterio. Ese crucificado bañado en sangre es el Hijo eterno de Dios. Parece
arrastrado por la fuerza de los acontecimientos; pero allí, Dios estaba reconciliando consigo todas
las cosas, tanto las de la tierra como las del cielo, pacificándolas por la sangre de su cruz (cf 2 Cor
5,19; Col 1,19-20). Su primera palabra ha sido para pedir el perdón y ya el perdón está en marcha
para llevar al paraíso a uno de los dos malhechores crucificados con él. El destino de estos dos
hombres es misterioso. Toda vida que se acerca a Jesús, para rechazarlo o para aceptarlo, ve de
repente que se profundiza su propio misterio.

El destino diverso de estos dos hombres representa los resultados extremos que puede producir el
sufrimiento: la libertad del alma o la rebelión. Hay cruces que llevan a la blasfemia y cruces que
llevan al paraíso. En la colina del Calvario, externamente, las tres cruces ensangrentadas son
iguales. Los ojos de la carne ven la misma horrible tragedia; sin embargo, como dice San Agustín,
de estos tres hombres, uno da la salvación, otro la recibe y el otro la desprecia. Uno de los
malhechores, sin esperanza de escapar a la muerte, lleno de rabia y de odio le decía a Jesús: “¿No
eres tú el Mesías? Sálvate a ti mismo y sálvanos a nosotros”. Así se unía a los escribas y a los que
pasaban por el camino que se burlaban de Jesús (cf Mc 15,31-32). No reconoce la posibilidad de
salvación que tiene, aunque no sabemos si, en el último instante, un relámpago de la gracia iluminó
su noche.

El otro malhechor, aunque su dolor es también atroz, logra dejarse impresionar por la santidad con
que Jesús sufre y con un cierto sentido de la justicia sale en su defensa. Y luego, movido por la
gracia, pone toda su vida y toda su esperanza en este grito: “Jesús, acuérdate de mí cuando llegues
a tu Reino”. Qué grande es la fe de este hombre. Un moribundo ve a Jesús moribundo y le pide la
vida; un crucificado ve a Jesús crucificado y le pide salvación; un condenado ve a Jesús condenado
y le pide entrar en su Reino. En medio de la tragedia y la tristeza del patíbulo, la fe le hace ver al
ladrón “un cielo nuevo y una tierra nueva en donde habita la justicia” (2Pe 3,13).
Jesús le responde: “Hoy estarás conmigo en el paraíso”. Tres palabras que Bossuet comenta con
otras tres: Hoy, qué prontitud; conmigo, qué compañía; en el paraíso, qué descanso y plenitud. No
se entra en el paraíso mañana, ni pasado mañana, ni dentro de diez años, se entra hoy; una vez que
se da el paso de la fe y se le entrega todo el proyecto personal a Cristo, comienza para cada uno de
nosotros la vida eterna. Sólo se entra al paraíso con Cristo, él es el camino para ir al Padre, él es el
pastor que nos guía a las moradas eternas. La llave para entrar al paraíso es la cruz del Señor, pues,
como advierte San Pedro, no fuimos rescatados con plata y con oro, corruptibles, sino con la sangre
preciosa de Cristo, cordero sin mancha” (cf 1Pe 1,18-20).

Hay tres abismos en estas tres cruces. El odio que encierra en la muerte, el arrepentimiento que
lleva a la esperanza, el amor redentor que produce la salvación. Es preciso que esta noche veamos
las grandes posibilidades de nuestra vida; no estamos hechos para quedarnos en esta mala posada
de que hablaba Santa Teresa. Nuestra existencia no puede reducirse, como parece ser el programa
del mundo de hoy, a trabajar y consumir, ganar dinero y deleitarnos. Eso no es vida; el vacío, la
frustración, la melancolía que deja un placer efímero y barato no pueden ser la razón de vivir para
una persona humana. No podemos admitir tampoco que nuestro futuro es la nada o la oscuridad de
un sepulcro o la triste transmigración en otros seres. ¡No! Nuestra perspectiva futura es el cielo;
nuestro corazón no está en paz sino buscando y poseyendo para siempre a Dios.

En esta noche, cuando tenemos la gracia de estar junto a la cruz del Señor, contemplando su muerte
redentora, despertémonos a la esperanza en la vida eterna y comprometámonos seriamente a
caminar hacia Dios asumiendo, con fe y con amor, nuestra misión en la tierra. San Pablo escribe:
“Considero que los sufrimientos del tiempo presente no tienen proporción con la gloria futura que
se nos revelará” (Rm 7,18). Y también dice: “Pues por la momentánea y ligera tribulación nos
prepara un peso eterno de gloria incalculable, y no ponemos nuestros ojos en las cosas visibles,
sino en las invisibles; pues las visibles son temporales y las invisibles son eternas” (2 Cor 4,17).
Que la meditación de esta noche avive en nosotros el deseo de querer estar para siempre con Dios
y el empeñó serio de buscar esa vida que, como dice la Escritura, ni el ojo vio, ni el oído oyó, ni el
corazón del hombre alcanzó a presentir y que Dios ha preparado para los que le aman (cf 1 Co 2,9).

SEXTA PALABRA:
“TODO ESTÁ CUMPLIDO”

DEL SANTO EVANGELIO SEGÚN SAN JUAN 19,30: Después de haber gustado el vinagre,
dijo Jesús: “Todo está consumado” (Jn 19,30).

Esta palabra de Jesús significa no solamente que las profecías se han cumplido, sino que se han
consumado de una manera tan elevada y tan plena, que sobrepasan todo lo que esperaba el pueblo
elegido. Israel soñaba siempre con la liberación mesiánica, que muchos se imaginaban como una
era de felicidad temporal o una dominación política garantizada por el mismo Yahvéh. Pero todas
las expectativas quedaron superadas por el Reino de Dios instaurado por Cristo, en el que se
realizan todas las esperanzas de la humanidad. Con Jesús, a quien Tertuliano llama “el iluminador
del pasado”, se descorre el velo y aparece el sentido pleno de la creación, del paraíso terrenal, de
la caída del hombre, de los patriarcas, de la liberación de Egipto, de los profetas, de la tierra
prometida, de la nueva Jerusalén.

Todas las profecías se han cumplido; él lo sabe y así trató de explicarlo a los judíos advirtiéndoles
que ellas testifican sobre él (Jn 5,39). Ahora, él contempla esa larga serie de anuncios, en el orden
que aparecieron para orientar progresivamente la esperanza de Israel hacia ese punto misterioso
del tiempo en el cual finalmente todas las cosas, en el cielo y en la tierra, se reconciliarían con la
sangre de su cruz (Col 1,20). La serenidad soberana de esa mirada que abraza toda la sucesión de
los siglos, aparece en la sexta palabra, llena al mismo tiempo de tristeza y de majestad: “Todo está
consumado”.

Jesús conoce plenamente todo el proyecto salvífico de Dios: “Mi Padre, dice él, me confió todas
las cosas” (Mt 11,27); por eso, toda su vida no es sino un acto filial de obediencia. Expresiones
suyas, en este sentido, son las siguientes: Mi alimento es hacer la voluntad de quien me ha enviado;
es necesario que el mundo sepa que yo amo al Padre y que obro según el mandato que me dio (cf
Jn 10,17; 14,31). Así obedeciendo aun en medio de muchos sufrimientos “se convirtió para todos
aquellos que le obedecen en principio de salvación eterna” (Heb 5,7). Es el nuevo Adán que repara
el no al plan de Dios, dado al principio, con un acto radical de confianza y de disponibilidad frente
a la voluntad divina. “Todo está consumado” significa, en último término, que el designio del Padre
de salvar el mundo, con la obediencia de Jesús ya se ha cumplido.

Al final de su primera venida, cuando se concluye sobre la cruz su pasión redentora, dice: “Todo
está consumado” y al final del tiempo, cuando se concluya la peregrinación de la humanidad por
este mundo, según el decir de San Pablo, pronunciará una palabra semejante al entregarle al Padre
el mundo restaurado: “Todo está sometido”, para que Dios sea todo en todas las cosas (1 Co 15,24-
28). Así ahora todo está consumado con la obra redentora de la cruz; y al final, en el momento de
la segunda venida, todo quedará sometido porque su amor hasta la sangre todo lo va transformando
en vida eterna.

Pero entre el todo está consumado y el todo está sometido es el tiempo de nuestra responsabilidad
y nuestro trabajo en el plan de la salvación. Ninguno de nosotros ha venido al mundo sin una misión
concreta e importante. Nuestra responsabilidad ahora es no cerrarnos en nuestro egoísmo, sino
abrirnos con todas nuestras capacidades y posibilidades para aportar mucho a la construcción de
esa tierra nueva y ese cielo nuevo en los que habita la justicia (cf 2 Pe 3,13). Por eso, la Iglesia está
llamando con urgencia a los laicos católicos a que se formen, a que se unan, a que se lancen a la
conquista del mundo para Dios en los distintos campos en donde es posible y necesario entregar la
luz y la fuerza del Evangelio.

Así cuando llegue nuestra muerte, no será un momento desgarrador, sino la hora de la madurez en
que nuestro destino realmente se ha cumplido porque podemos ofrecerle a Dios la tarea realizada.
Entonces, Cristo, abrazando con la fuerza de su muerte y de su resurrección nuestra vida y nuestra
misión ya terminadas, culminará su tarea de buen Pastor introduciéndonos en la gloria como
verdaderos hijos de Dios.

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