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EL CUENTO:
ORÍGEN Y VALOR EDUCATIVO

CAROLINA CABANILLAS GONZÁLEZ


Mª TERESA JIMÉNEZ GORDILLO
Mª DOLORES MERINO CASTILLO

Autoras: Carolina Cabanillas González


María Teresa Jiménez Gordillo
Mª Dolores Merino Castillo

Editor: Bubok Publishing S.L.

Depósito Legal: PM 897-2009

ISBN: 978-84-9916-075-7
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PRÓLOGO

El cuento, tratado desde el punto de vista educativo, supone un gran instrumento a utilizar
en nuestras aulas de Educación Infantil. A partir de ellos, los alumnos y alumnas van a
poder realizar diversos aprendizajes de diferentes tipos: morales, lingüísticos, nocionales,
sociales,… ya que encierran en sí mismos moralejas, vocabulario, conceptos…

A lo largo de los capítulos de este libro, se va a poder realizar un viaje hacia los orígenes del
cuento, autores de la literatura que han hecho posible que sus historias y relatos hayan
llegado hasta nuestros días con el significado que guardaban antaño y vamos a realizar un
análisis de varios de los cuentos populares y así descubrir los secretos que guardan entre sus
palabras.

Como maestras de Educación Infantil, nos interesó hacer un profundo estudio sobre el
cuento en sí, ya que la mayoría de nuestras acciones educativas partían siempre de alguno
de los cuentos populares. Todas las actividades que desarrollábamos en nuestras aulas
giraban entorno a algún cuento conocido y, a partir de él, los alumnos y alumnas realizaban
sus aprendizajes.

Para poder realizar este estudio, hemos analizado obras y opiniones de diversos autores que
nos han ayudado a la hora de elaborar este libro. A todos ellos queremos agradecerles el
trabajo realizado en su día.
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ÍNDICE

Capítulo I. Historia de la literatura infantil………………………………………


Capítulo II. El cuento: orígenes, historia, definiciones
y valor educativo…………………………………………………………………
Capítulo III. Clasificación de los cuentos: elementos,
estructura, técnica y estilo………………………………………………………..
Capítulo IV. Los cuentos y sus condiciones……………………………………..
Capítulo V. Características de los cuentos según
Julio Cortázar y Flamer Y O´connor…………………………………………….
Capítulo VI. Perrault, Andersen y los Hermanos Grimm,
sus cuentos infantiles……………………………………………………………..
Capítulo VII. La narración de cuentos……………………………………………
Capítulo VIII. Los cuentos tradicionales…………………………………………
Capítulo IX. Simbolismo de los cuentos populares.
Análisis de algunos de ellos……………………………………………………….
Capítulo X. Algunas versiones de los cuentos populares…………………………
Capítulo XI. Criterios para la selección de cuentos
orales y escritos……………………………………………………………………
Capítulo XII. Narración y utilización del cuento oral y escrito…………………..
Capítulo XIII. Bibliografía………………………………………………………..

CAPÍTULO I

HISTORIA DE LA LITERATURA INFANTIL

La historia de la literatura infantil, para muchos de nuestros autores literarios, comienza con los
cuentos de los hermanos Grimm, sin embargo, su verdadero origen es mucho más antiguo. La
prueba se encuentra en la recopilación de cuentos muy antiguos realizada por Perrault y Grimm;
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cuentos con un doble sentido: la creación del pueblo y la redacción por escrito. Por lo tanto, no
se puede situar el inicio de la literatura infantil en el siglo XVII. Además, no se puede
considerar un punto de comienzo por diversos motivos, como el hecho de que no hay evolución
al producirse una suma de tendencias y no un reemplazamiento, la dificultad para encontrar un
año concreto, la coincidencia de la literatura universal e infantil y, por último, el doble origen.

A la hora de realizar una clasificación de la historia de la literatura infantil se puede recurrir a


tres espacios literarios, los cuales aparecen en diferentes relatos. Estos espacios son el
equilibrio, en el cual los relatos se desenvuelven en un ambiente familiar y tranquilo, existe lo
maravilloso pero lo fundamental es la transmisión de tranquilidad al niño; el crecimiento, en el
que desaparece el ambiente familiar para dar cabida a todo el mundo, el preadolescente
afrontará aventuras y viajes y, además, provoca la maduración de los protagonistas; y, por
último, está el espacio literario referente a la revisión, en el cual se trata la literatura realista.

En cuanto al debate establecido por diversos autores ante el hecho de la existencia o no de la


literatura infantil, podemos señalar que existen diversas opiniones dependiendo de los autores
que las emitan. Algunos consideran que no se trata de una literatura verdadera, pues afirman
que la literatura es única y no puede dividirse en otra literatura llamada infantil. Por otro lado,
está la opinión de los que defienden la existencia de la literatura infantil, señalando que no sólo
se pueden escribir libros destinados a los niños, sino que además, hay libros que sin haber sido
escritos para los niños y las niñas, los hacen suyos porque les gustan o les resultan llamativos.
También existe la opinión de que la literatura infantil es una adaptación a la mentalidad de los
niños y las niñas de la literatura para adultos. Sin embargo, diversos autores opinan que no
deberían realizarse estas adaptaciones infantiles de nuestros clásicos literarios, como por
ejemplo el caso del “El Quijote” de Miguel de Cervantes, pues los niños se negarán a leer el
original debido a la complejidad del lenguaje y al resultarles, por tanto, más aburrido.

A pesar de todas las opiniones vertidas por distintos autores, es necesario señalar que la
literatura infantil existe por ofrecer personalidad propia, definida y, además, por estar
acomodada a la psicología infantil. Además, según Gynthia Hertfelder, la literatura infantil se
puede definir como “las manifestaciones y actividades que tienen como base la palabra oral y
escrita con la finalidad artística o lúdica que interesan al niño, es decir, las actividades que
despiertan la imaginación del niño”.

La literatura infantil presenta unas características que le dan entidad propia y la definen. Estas
características son que presenta estructuras que son asequibles para los niños y niñas, potencia e
incrementa su capacidad para la creatividad, los personajes están bien delimitados y definidos,
los niños y niñas se identifican con los protagonistas del cuento que leen, que será amena para
los niños y niñas, introduce en mundos imaginarios con personajes arquetípicos y, por último, el
papel del narrador es muy importante ya que hará que el niño se sumerja en la lectura.

Con estas características la literatura infantil pretende conseguir unos fines en los niños y las
niñas, los cuales son divertir, educar e instruir, desarrollar la fantasía, mejorar su lenguaje,
despertar la sensibilidad y el sentido crítico y, por último, hacer del niño y de la niña un buen
lector.

Una vez tratado el origen de la literatura infantil, presentamos una perspectiva histórica de la
misma a lo largo de los siglos, empezando desde la Edad Media hasta el siglo XIX.

Durante la Edad Media no se escribían libros para niños porque no sabían leer. Lo que sí existía
era una gran riqueza de literatura oral del estilo de romances, cantares de gesta y cuentos de la
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tradición oral del pueblo. La primera colección de cuentos en español perteneciente a esta
época data del año 1252 “Calila y Dimna” de Alfonso X.
Lo que se escribía para los niños eran libros didácticos, religiosos y pedagógicos; no se
escribían relatos ni libros de tipo lúdico. En el siglo XIV aparece la figura de Don Juan Manuel,
cuyos cuentos fueron recogidos y de ellos se extraen moralejas aplicables a la moral de esa
época. En el siglo XV, aparecen relatos destinados a los niños escritos por el Marqués de
Santillana, debido a que el rey le pidió que escribiera historias para su hijo.

El siglo XVI está vacío de cuentos escritos para los niños, ya que no se escribió nada. Sólo se
puede destacar una obra cuyo protagonista era un niño, pero que no fue escrita para ellos, ya
que el protagonista sufre una serie de desgracias. Esta obra es “El lazarillo de Tormes”.

Durante el siglo XVII las obras escritas sólo destacan en Francia donde comienza a despuntar
Perrault (uno de los grandes clásicos de los cuentos infantiles). También destacan las Fábulas de
La Fontaine.

En el siglo de las luces, de la razón, el siglo XVIII, lo que se pretende durante esta época es un
enseñar didáctico, siendo las institutrices las que escribían para los niños. En nuestro país se
traducen las fábulas de La Fontaine y destacan fabulistas como Samaniego e Irirarte.

En el siglo XIX, destaca una obra procedente de los Estados Unidos, “Tom Sawyer” escrita por
Mark Twain. A través de esta obra se introduce el realismo en la literatura infantil. En Inglaterra
destaca Lewis Carroll que escribe su obra cumbre de la literatura infantil con “Alicia en el país
de las maravillas”. Este relato refleja un mundo con escenas absurdas, inconexas y sin final. Al
término de la historia, el autor explica que toda la historia es producto de un sueño. Y en España
destaca la obra de Juan Ramón Jiménez y su obra “Platero y yo”.

Dentro de la literatura infantil existen diferentes géneros que tienen mayor o menor aceptación
entre los niños y las niñas. Entre ellos se encuentra el cuento, el cual es el preferido por la
población infantil.

CAPÍTULO II

EL CUENTO: ORÍGENES, HISTORIA, DEFINICIONES Y VALOR EDUCATIVO

Desde el punto de vista histórico, el cuento es una de las más antiguas formas de literatura
popular de transmisión oral que sigue viva, como lo demuestran las innumerables
recopilaciones modernas que reúnen cuentos folclóricos, exóticos, regionales y tradicionales. El
origen último de estas narraciones ha sido muy discutido, pero lo innegable es que lo esencial
de muchas de ellas se encuentra en zonas geográficas muy alejadas entre sí y totalmente
incomunicadas. Sus principales temas, que han sido agrupados en familias, se han transmitido
por vía oral o escrita, y reelaborados incesantemente; es decir, contados de nuevo por los
autores más diversos.
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Las raíces del cuento se pueden situar en Egipto. En Oriente los antiguos tratados religiosos
aparecen recogidos en abundantes narraciones que, traducidas al árabe, se difunden en la Edad
Media por Europa y aparecen en gran cantidad de obras francesas, italianas y españolas. El
resultado de esta influencia es la existencia de multitud de “ejemplarios”. Durante esta época
surgieron también algunos géneros propios de narración corta, como los fabliaux franceses, que
se tratan de pequeñas historietas destinadas al público burgués con un carácter divertido y
picante.

En el aspecto histórico, el cuento proviene también de las narraciones y relatos de Oriente y,


aunque durante siglos ha tenido significados imprecisos, a menudo se confunde con la fábula.
De esta influencia, procedente de Oriente, se valió Bocaccio para escribir el “Decamerón” en el
siglo XIV, que se trata de un conjunto de cien cuentos en los que se ve claramente ésta
influencia de la que hablamos. Además, este autor fue el creador de los fabliaux franceses, en
los que los protagonistas son burgueses cuya vida no es nada heroica, sino basada en el fraude y
las burlas. El cuento infantil moderno está emparentado con estas historietas y con la fábula,
cuya finalidad es enseñar el camino recto del comportamiento.

El origen del cuento se remonta también a la India, puesto que en la actualidad nadie cree un
origen único hablando pues de poligénesis. Esto es debido a que en las distintas culturas
antiguas ya existían relatos inventados por los mayores para así dar una educación a sus
pequeños.

Continuando con los siglos, podemos destacar los cuentos de Canterbury escritos en la última
parte del siglo XVI y que se trata de una colección de relatos con prosa intercalada, organizados
en una trama general que consiste en que varios peregrinos de distintas clases y profesiones se
comprometen a narrar historietas. En el siglo XVII, en Francia, La Fontaine titula Contes
(cuentos) a unas narraciones versificadas, de cierta vinculación con la literatura folclórica.
También hay que señalar que durante este período, tanto en Francia como en España, el término
cuento aun está cargada de algunos matices folclórico-fantásticos. En el siglo siguiente, los
cuentos de Perrault, así como los cuentos de Voltaire, entre otros, impregnan este tipo de
narración con un lenguaje eminentemente literario.

Con la llegada del romanticismo en el siglo XVIII, aparece un florecimiento del cuento. Los
escritores románticos darán una nueva vida al elemento maravilloso como soporte fundamental
del cuento. Los nombres más representativos de esta fase son Nodier en Francia, Hoffmann en
Alemania y Bécquer en España. Pero, sin embargo, la aportación más significativa en este
campo es la del danés Andersen, quien en 1835 publicó su libro titulado “Cuentos para niños”.

En el siglo XIX, sobre todo en la primera mitad del mismo, los relatos costumbristas adquieren
gran interés durante la época realista. Ya en la segunda mitad del siglo, el cuento adquiere plena
vigencia y popularidad. En España aparecen cuentistas muy significativos tales como Clarín,
Valera, Pereda y Pardo Bazán. A finales de este siglo, el cuento parece haber desligado de sus
significados originarios y pasa a un plano muy semejante al de la novela.

Y, por último, en la primera mitad del siglo XX, después de la guerra civil española, el cuento
conoció un nuevo resurgir a manos de autores muy destacados en España, tales como Cela o
Laforet.

Una vez hecho un repaso por la historia y los orígenes del cuento, es necesario definirlo.
Algunas definiciones más comunes son:
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* Narración breve que normalmente se escribe en prosa, y que por su enfoque constituye un
género literario típico, distinto de la novela.
* Relato breve de hechos ficticios y con un carácter sencillo hecho con fines morales o
educativos.
* Fábula que se cuenta a los niños y niñas para divertirlos.
* Relato breve de hechos imaginarios donde destaca la sencillez de la exposición y del lenguaje
y la intensidad emotiva.
* Breve narración en prosa, que desarrolla un tema preferentemente fantástico y cuya finalidad
es divertir.
* Narración corta, breve, de hechos reales o ficticios, cuyo origen es la anécdota y su fin
entretener. A veces suele ser algo moralizadora.
* Es un relato corto donde se narra una acción realizada por unos personajes en un ambiente
determinado.

A continuación vamos a realizar una valoración educativa del cuento infantil. Una de sus
características más destacables es que el cuento tiene un final feliz, sin embargo, no han faltado
detractores de esta característica esencial argumentando que contribuía a crear en el niño una
visión excesivamente idealizada de la realidad, aunque, verdaderamente, el final feliz ocurre en
una tierra que sólo podemos visitar con nuestra imaginación. Este final feliz dota al niño de un
mecanismo de seguridad y confianza en sí mismo que le ayuda para superar dificultades y a
buscar la mejor manera de comportarse para que esos finales positivos sean posibles en su vida.
Los cuentos presentan al niño unos personajes sobre los cuales proyectan sus esperanzas y sus
miedos, a la vez que le ofrecen soluciones y alternativas.

De esta manera, se pone de manifiesto la importancia que el cuento tiene en el desarrollo


psicológico del niño, así como la transmisión de un acervo cultural que perdure a través de las
sucesivas generaciones.

En resumen podemos decir que los cuentos tienen un gran valor educativo por los siguientes
aspectos:
* potencian la atención del niño y de la niña, así como la expresividad de sus sentimientos y
emociones.
* permiten momentos de comunicación y entendimiento del niño en un ambiente relajado y
tranquilo.
* favorecen el desarrollo del lenguaje ampliando el vocabulario y proporcionando modelos
expresivos nuevos.
* despiertan el interés por los textos escritos.
* favorecen el desarrollo afectivo y social a través de sentimientos como la bondad.
* permiten la identificación con los personajes.

B. Bettelheim, en “Psicoanálisis de los cuentos de hadas”, pone de manifiesto la importancia del


cuento en cuanto a la forma de proyectar miedos y su posterior influencia en la personalidad.
Esta autor considera que los cuentos de hadas son tan buenos ahuyentadores de temores
nocturnos que no duda en recomendar que se le cuenten a los niños antes de dormir.

Para terminar este capítulo podemos decir que el cuento ofrece al niño una iniciación para la
compresión de la vida, le ayuda a interpretar sus miedos y le muestra la posibilidad de afrontar
todas las adversidades y salir airoso de ellas.
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CAPÍTULO III

CLASIFICACIÓN DE LOS CUENTOS: ELEMENTOS, ESTRUCTURA, TÉCNICA Y


ESTILO

La realización de una clasificación de los cuentos es una tarea difícil debido al enorme volumen
de materiales existentes. Antes del finlandés Aarne se registraba los cuentos por su nombre:
Cenicienta, Barbazul… o, también, por el número que tuviera en alguna de las colecciones más
populares. Pero esa forma de clasificar era algo imprecisa e inútil. Aarne, por su parte, propuso
algo más sistemático; así pues, se distinguió entre tipo, que es el cuento completo y las unidades
mínimas o motivos que en él se suceden y siempre con el mismo orden y contenido. El tipo es
el cuento entero y es independiente. El motivo es el elemento más pequeño y pervive fuera de la
unidad que es el tipo.

A continuación aparece la obra de Vladimir Propp, cuya aportación es la más importante en la


búsqueda de sistemas de clasificación de los cuentos.

Sin embargo, la clasificación del cuento puede ser muy variada. Esta clasificación va a
depender del punto de vista que adoptemos en cuanto a contenido, época literaria o autores, lo
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que permite que un mismo cuento pertenezca a varios encasillados simultáneamente. Los
principales tipos de cuentos que existen son:
o Cuentos en verso y prosa: los primeros se consideran como poemas épicos menores; los
segundos son narraciones breves. Atendiendo a la extensión del relato, se clasifica como
novela corta toda narración que fluctúe entre 10.000 y 35.000 palabras y, como cuento,
el relato que no sobrepase las 10.000 palabras.

o Cuentos populares y eruditos: los primeros son narraciones anónimas, de origen remoto,
que generalmente conjugan valores folclóricos, tradiciones y costumbres, y tienen un
fondo moral; los segundos poseen origen culto, estilo artístico y variedad de
manifestaciones.

o Cuentos infantiles: se caracterizan porque contienen una enseñanza moral; su trama es


sencilla y tienen un libre desarrollo imaginativo. Se ambientan en un mundo fantástico
donde todo es posible. Autores destacados en este género son Andersen y Perrault.

o Cuentos fantásticos o de misterio: su trama es más compleja desde el punto de vista


estructural; impresionan por lo extraordinario del relato o estremecen por el dominio del
horror. Autores destacados en este género son Hoffmann y Poe.

o Cuentos poéticos: se caracterizan por una gran riqueza de fantasía y una exquisita
belleza temática y conceptual. Autores destacados en este género son Wilde y Rubén
Darío.

o Cuentos realistas: reflejan la observación directa de la vida en sus diversas modalidades:


sicológica, religiosa, humorística, satírica, social, filosófica, histórica, costumbrista o
regionalista.

Existen diversas clasificaciones de cuentos realizadas por diversos autores, tales como Ana
Pelegrín, Sara Bryant, Rodari y Antonio Rodríguez Almodóvar. A continuación se explican sus
tipos de clasificación de los cuentos.

La escritora Ana Pelegrín clasifica los cuentos en tres tipos, los de fórmula, de animales y los
maravillosos.
I. Cuentos de fórmula: son apropiados para los niños de 2 a 5 años. Tienen una estructura verbal
rítmica y repetitiva. Interesa la forma en que se cuentan y el efecto que causan en el niño, más
que el contenido de los mismos. Dentro de estos es necesario señalar los cuentos mínimos,
como el cuento de la Banasta: “Éste es el cuento de la Banasta y con esto basta que basta”; los
cuentos de nunca acabar, que se van enlazando y no tienen fin: “¿Quieres que te cuente el
cuento recuento de pico-pico tuento de pomporera? No te pregunto ni sí ni si no, solo que si
quieres que te cuente el cuento recuento de…”; los cuentos acumulativos, en el que se van
repitiendo todos los elementos.

II. Cuentos de animales: para niños de 4 a 7 años. Los protagonistas son animales y a cada uno
corresponde un arquetipo o personalidad determinada: el zorro astuto, la tortuga perseverante…
Dentro de este grupo, se encuentran los cuentos de animales salvajes, de animales salvajes con
domésticos, de animales salvajes con humanos, de animales domésticos y de peces, pájaros y
otros animales.

III. Cuentos maravillosos: para niños de 5 años en adelante. Son todos aquellos en los que
intervienen aspectos mágicos o sobrenaturales. Pueden tener su origen en los mitos o culturas
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antiguas. Aparecen personajes con características fuera de lo común, como hadas, brujas,
príncipes…; ocurren encantamientos, hay misterios y fenómenos mágicos, como la capacidad
para hacerse invisible, convertirse en otro personaje… Los cuentos maravillosos suelen
responder al siguiente esquema y tienen tres momentos claves en su estructura interna: una
fechoría inicial que crea el nudo de la intriga, las acciones del héroe como respuesta a la
fechoría y el desenlace feliz y el reestablecimiento del orden.

Sara Bryant realiza su propia clasificación encajando en cada intervalo de edad distintos tipos
de cuentos adecuados para esas edades. De esta manera, entre los 3 y 5 años los cuentos más
propios son las historias rimadas, las historias con fragmentos versificados, las historias de
animales y los cuentos de hadas. Entre los 5 y 7 años, esta escritora incluye los cuentos del
folclore, los cuentos de hadas, los cuentos burlescos, las fábulas y las narraciones sacadas de la
historia natural. Y, por último, están los libros para mayores, en el que se incluyen relatos del
folclore, fábulas, mitos, parábolas de la naturaleza, narraciones históricas, narraciones
humorísticas y narraciones reales.

Desde el punto de vista de Rodari, los cuentos se encajan en tres categorías, en los que a su vez
se incluyen distintos tipos de relatos. En primer lugar están los cuentos de animales y, dentro de
estos, se incluyen los de animales salvajes, animales domésticos, relaciones hombre-animal y
relaciones doméstico-salvajes. En el siguiente grupo, los cuentos mágicos, aparecen los relatos
de adversarios sobrenaturales, parientes sobrenaturales, empresas sobrehumanas, objetos
mágicos, cuentos de bodas y los de carácter religioso. En el tercer y último grupo, el de los
cuentos de bromas y anécdotas, se incluyen los cuentos del tonto, los cuentos del listo y los
cuentos de fórmula con estribillo.
Antonio Rodríguez Almodóvar propone otro tipo de cuento, los cuentos de costumbres, en los
que se habla de peripecias de personajes reales y están basados en hechos de la vida real,
aunque pueden incluir algún elemento fuera de lo común. Pertenecen a este tipo cuentos con
“Garbancito”, “Juan sin miedo” y “Epaminondas”. En general, desarrollan un argumento a
veces satírico y humorístico.

Otra manera de realizar la clasificación de los cuentos sería por la forma en que aparecen ante el
niño. Éstas pueden ser contado, en imágenes y dramatizado por él mismo. El cuento contado
supera en espontaneidad y viveza al cuento leído. El contacto personal con el narrador es
insustituible por su carácter humano y directo; permitiendo el diálogo entre la fantasía y la
realidad, el ensueño y la aclaración, la mayor expansión y las precisiones concretas, que sólo la
persona presente puede proporcionar. La principal aportación del cuento contado es el contacto
con la lengua literaria, lo que supone el redescubrimiento de la lengua y la fijación del sistema.
A continuación están los cuentos en imágenes. Se llaman así a los libros ilustrados con escaso
texto o sin él, a los tebeos y a otras publicaciones con viñetas, a la televisión y al cine, a las
diapositivas y al teatro para niños (con marionetas, títeres…). La fácil identificación del niño
con los títeres y su tendencia a la imitación despertará en el niño el deseo de repetir él mismo
con sus marionetas o muñecos acciones vistas en el espectáculo. Dentro de este grupo,
tendremos presente los siguientes puntos: la conjugación equilibrada de imagen y palabra es la
técnica más adecuada, tienen la ventaja de iniciar a la lectura o provocar deseo de ello, la
imagen ofrecida por el teatro tiene sobre la imagen filmada o dibujada la ventaja del contacto
directo, la educación para la contemplación de imágenes es positiva y necesaria y, por último, la
imagen enriquece más al niño a la vez que recorta más su imaginación. La dramatización se
inserta plenamente en el marco del juego simbólico. En la representación, el niño simula
simplemente acciones normales como comer o dormir, pero vivenciadas como distintas y
separadas de las acciones reales de comer o dormir; permite pues experimentos y realizaciones
que la realidad le impide. La creación se limita a la puesta en escena: reparto de papeles,
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decorados... Una vez que los niños se hayan familiarizado con la representación, inventarán
ellos mismos el cuento.

Otro aspecto a tratar son los distintos elementos del cuento: los personajes, el ambiente, el
tiempo, la atmósfera, la trama, la intensidad, la tensión y el tono. Los personajes suelen ser
pocos, pero bien definidos. A veces el autor del cuento no los describe físicamente, pero sí sus
actitudes. El protagonista siempre es el héroe. Suele pasar que los protagonistas sean cíclicos, es
decir, que vayan creciendo a medida que avanza la aventura. El ambiente incluye el lugar físico
y el tiempo donde se desarrolla la acción; es decir, corresponde al escenario geográfico donde
los personajes se mueven. El tiempo corresponde a la época en que se ambienta la historia y la
duración del suceso narrado. La atmósfera corresponde al mundo particular en que ocurren los
hechos del cuento. La atmósfera debe traducir la sensación o el estado emocional que prevalece
en la historia. Debe irradiar, por ejemplo, misterio, violencia, tranquilidad, angustia, etc. La
trama es el conflicto que mueve la acción del relato. El conflicto da lugar a una acción que
provoca tensión dramática. La trama generalmente se caracteriza por la oposición de fuerzas.
Ésta puede ser: externa, por ejemplo, la lucha del hombre con el hombre o la naturaleza; o
interna, la lucha del hombre consigo mismo. La intensidad corresponde al desarrollo de la idea
principal mediante la eliminación de todas las ideas o situaciones intermedias, de todos los
rellenos o fases de transición que la novela permite e, incluso exige, pero que el cuento
descarta. La tensión corresponde a la intensidad que se ejerce en la manera, cómo el autor
acerca al lector lentamente a lo contado. La tensión se logra únicamente con el ajuste de los
elementos formales y expresivos a la índole del tema, de manera que se obtiene el clima propio
de todo gran cuento, sometido a una forma literaria capaz de transmitir al lector todos sus
valores y toda su proyección en profundidad y en altura. Y, por último, el tono. Éste
corresponde a la actitud del autor ante lo que está presentando. Éste puede ser humorístico,
alegre, irónico, sarcástico, etc.

Desde el punto de vista estructural, todo cuento debe tener unidad narrativa dada por una
introducción o exposición, un desarrollo, complicación o nudo, y un desenlace o desenredo. La
introducción sitúa al lector en el umbral del cuento propiamente dicho. Aquí se dan los
elementos necesarios para comprender el relato. Se esbozan los rasgos de los personajes, se
dibuja el ambiente en que se sitúa la acción y se exponen los sucesos que originan la trama. El
desarrollo consiste en la exposición del problema que hay que resolver. Va progresando en
intensidad a medida que se desarrolla la acción y llega al punto culminante para luego concluir
en el desenlace. El desenlace resuelve el conflicto planteado; concluye la intriga y el argumento
de la obra.

El conjunto de recursos que utiliza el autor para conseguir la unidad narrativa suele variar según
el autor. Si bien es cierto que la técnica es un recurso literario completo, pues está integrada por
varios elementos que se mezclan y se condicionan mutuamente. Se distinguen el punto de vista,
el centro de interés, la retrospección, y el suspenso. El punto de vista, se relaciona con la mente
o los ojos espirituales que ven la acción narrada; puede ser el del propio autor, el de un
personaje o el de un espectador de la acción. El centro de interés constituye el armazón, el
esqueleto de la historia. Es su soporte y puede ser uno o varios personajes, un objeto, un paisaje,
una idea, un sentimiento, etc. La retrospección ("flash-back"), consiste en interrumpir el
desenvolvimiento cronológico de la acción para dar paso a la narración de sucesos pasados. El
suspenso, corresponde a la retardación de la acción, recurso que despierta el interés y la
ansiedad del lector. Generalmente, en el cuento, el suspenso termina junto con el desenlace.

Sobre el estilo debemos decir que todo escritor forja su propio estilo, que se manifiesta en la
forma peculiar de utilizar el lenguaje. La imaginación, la afectividad, la elaboración intelectual
y las asociaciones psíquicas contribuyen a la definición de un estilo.
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Debido a la diversidad de estilos que existen, muchos autores para lograr efecto musical y
poético, se dejan llevar por la sonoridad de las palabras. Algunos, para lograr mayor
expresividad, adornan su prosa con múltiples modificadores; mientras que otros, pretendiendo
crear un mundo más conceptual, prefieren la exactitud en el decir y eliminan todo elemento
decorativo.

CAPÍTULO IV

LOS CUENTOS Y SUS CONDICIONES

A continuación se detallan las condiciones que deben reunir los cuentos infantiles.
Los cuentos deben estar adecuados a la edad de los niños y las niñas que lo van a leer o a
escuchar. Entre el año y los tres años predomina el interés por la palabra y el movimiento. Los
cuentos más indicados son los que encierran estribillos y pequeños textos rimados que los niños
pueden repetir. De tres a cinco años los niños tienden a atribuir características humanas a todos
los seres. Prefieren las historias sencillas, efectivas, de acción lineal y que no sean demasiado
largas. Les interesan, sobre todo, los textos de animales. Entre los 5 y los ocho años predomina
el interés por la fantasía, el mundo de lo maravilloso, protagonistas humanos en acción
complicada. Puede haber personajes secundarios y les atraen los juegos de palabras, la astucia y
el humor.

Los relatos infantiles deben contener un lenguaje adecuado para los niños y las niñas y hacer
uso de los diferentes recursos literarios y lingüísticos de la lengua. Esta adecuación va a
permitir la comprensión del cuento por parte del lector infantil.

Es necesario que en estos cuentos aparezcan comparaciones, por ejemplo con objetos de la
naturaleza (cielo, nubes, pájaro, flores, etc.), ya que enriquecen el alma infantil envolviéndolo
desde temprano en un mundo de poesía.

A la hora de crear un cuento es conveniente evitar el exceso de diminutivos en los relatos para
niños, pero se considera importante su empleo, especialmente en las partes que quieren
provocar una reacción afectiva en ellos.

También se suele requerir a la repetición deliberada de algunas palabras o de frases a veces


rimadas, ya que son importantes porque provocan resonancias de índole psicológica y
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didáctica. Toda repetición es por sí misma un alargamiento, pérdida de tiempo, un compás de


espera y de suspenso que permite (especialmente al niño) posesionarse de lo que lee y, más aún,
de lo que escucha.

Las notas de humor que en él se presentan, como una forma adecuada de acercarse al niño y
captar su interés. El humor establece unos tipos de conexión entre emisor y receptor que
facilitan extraordinariamente la comprensión.

La exageración es una condición necesaria en el cuento infantil, ya que provoca en el niño la


reflexión suficiente para devolver las cosas a sus proporciones normales, bien sea en tamaño o
en número. Lo burlesco interpone distanciamiento y favorece el espíritu crítico sin mermar la
diversión.

El cuento debe presentar un título sugestivo que al oírlo ya se pueda imaginar de qué tratará.
También puede despertar el interés del lector un título en el cual, junto al nombre del
protagonista, vaya indicada una característica o cualidad, como por ejemplo el cuento titulado
“Juan sin miedo”.

Los cuentos, además, deben tener un argumento que a medida que la edad del niño y la niña sea
mayor, aumentará la complejidad del asunto y la variedad y riqueza del vocabulario. Este
argumento constará con varias partes claramente definidas. En primer lugar está la exposición,
que es la representación de los distintos elementos que formarán el relato. Esta ha de ser breve,
clara, sencilla, y en ella quedarán establecidos el lugar de la acción y los nombres de los
personajes principales. A continuación se encuentra el nudo, que constituye la parte principal
del cuento, aunque no la esencial. El mecanismo de la exposición cobra aquí movimiento y
desarrollo; y del acierto estético y psicológico del autor para manejar los diversos elementos,
dependerá en gran parte el valor de la obra. Y, en último lugar, el desenlace. Es la última y
esencial parte del argumento. Deberá ser siempre feliz. Aún aceptando las alternativas dolorosas
o inquietantes que se suceden en el transcurso de la acción.
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CAPÍTULO V

CARACTERÍSTICAS DE LOS CUENTOS SEGÚN JULIO CORTÁZAR Y FLAMER Y


O´CONNOR

Desde el punto de vista de Julio Cortázar, las características que deben contener los cuentos son
las que a continuación vamos a analizar. Según este autor, a la hora de escribir cualquier relato o
cuento no se puede hablar de leyes generales, sino de distintos puntos de vista.

El cuento parte de la noción de límite; en primer término de límite físico. Esto quiere decir que
el cuentista se ve precisado a escoger y limitar una imagen o un acontecimiento que sea
significativo, que no solamente valga por sí mismo, sino que sea capaz de actuar en el
espectador o en el lector como una especie de apertura. En un buen cuento, existe cierta tensión
que debe manifestarse desde las primeras palabras o escenas.

De acuerdo con las ideas de Julio Cortázar, la estructura del cuento está conformada por tres
elementos, los cuales son significación, intensidad y tensión. La significación reside
principalmente en el hecho de escoger una situación real o fingida que posea esa misteriosa
propiedad de irradiar algo más allá de sí mismo. No hay temas, por sí mismos significativos; lo
que hay es un lazo entre cierto escritor y cierto tema en un momento dado. Esta significación se
ve determinada, en cierta medida, por algo que está fuera del cuento en sí, por algo que está
antes y después del tema. Antes del tema hay un escritor con sus valores humanos y literarios;
lo que se encuentra después del tema conecta con la intensidad y tensión.

La significación no reside solo en el tema del cuento, sino también, en el tratamiento literario
que se le da, la forma en que el autor se enfrenta a su tema, lo ataca y sitúa verbalmente y
estilísticamente, lo estructura en forma de cuento y lo proyecta en último término hacia algo que
excede el cuento mismo. El cuento debe crear un clima propio que permita que el lector pueda
revivir esa convicción que llevó a su autor a escribirlo; lo cual solo es logrado mediante un
estilo basado en la intensidad y la tensión, un estilo en el que los elementos formales y
expresivos se ajusten en un tiempo y en un ambiente.
La intensidad, por tanto, consiste en la eliminación de todas las ideas, situaciones intermedias y
de todos los rellenos prescindiendo, por ejemplo, de toda descripción de ambientes.
15

La intensidad adquiere el nombre de tensión cuando se ejerce en la manera con que el autor nos
va acercando lentamente a lo contado; sin saber, todavía, lo que va a ocurrir en el cuento. Tanto
la intensidad de la acción como la tensión interna del relato son producto del oficio de escritor.
La clave de un cuento eficaz, se halla en la tarea de escribir intensamente, mostrarlo
intensamente, de manera que cale en la memoria del lector.

El tema es siempre excepcional, lo cual no ha de implicar que deba ser extraordinario, fuera de
lo común, misterioso o insólito. Lo excepcional reside en una cualidad del tema, en virtud de la
cual, es susceptible de atraer un sistema de relaciones conexas, que se despiertan en el autor y,
más tarde, en el lector.

Un buen cuento genera una apertura de lo pequeño hacia lo grande, de lo individual a la esencia
misma de la condición humana. El éxito de un cuento depende de que su nacimiento tenga
origen en una motivación entrañable, traducida en una profunda vivencia, que debe lograrse con
los instrumentos expresivos y estilísticos susceptibles de hacer posible la comunicación.

Por último, Julio Cortázar recomienda que es preciso tener presente la advertencia de que no
debe escribirse un cuento pensando en que el mismo sea accesible a todo el mundo, ya que cada
cuento tendrá su público.

Flamer y O’Connor nos define el cuento como un acontecimiento dramático que implica a una
persona, en tanto persona y en tanto individuo; es decir, en tanto comparte con todos una
condición humana general, y en tanto se halla en una situación específica.

Según este autor, los personajes se muestran por medio de la acción y la acción es controlada
por medio de los personajes. Como consecuencia de toda la experiencia presentada al lector, se
deriva el significado de la historia.

El cuento no es una mera narración de hechos: la ficción opera a través de los sentidos; es decir,
para llegar eficazmente al lector, es preciso convencerlo a través de ellos, permitiéndosele
experimentar situaciones y sentimiento concretos. En este sentido, no se trata de decirle cosas al
lector, sino de mostrárselas en la escritura. El cuento debe crear un mundo con peso y espacio y,
además, tendrá que haber un principio, un nudo y un desenlace, aunque no necesariamente en
ese orden.

La brevedad del cuento no implica su superficialidad. Un cuento breve debe ser extenso en
profundidad, y debe darnos la experiencia de un significado. El significado del cuento debe
estar corporizado en la historia, debe hacerse concreto en ella. No es un significado abstracto,
sino un significado que se experimenta.

La ficción es un arte que demanda la más estricta atención a lo real. La realidad es el único
fundamento conveniente; al punto que cuanto mayor sea el apoyo de un cuento en lo verosímil,
más convincentes resultarán sus características. El cuento conforma dos cualidades, las cuales
son el sentido del misterio y el sentido de los hábitos.

Es recomendable mostrar que el personaje está dotado de una personalidad. En la mayoría de


los buenos cuentos es la personalidad del personaje lo que crea la acción de la historia. Es
aconsejable, por ello, seguir este orden: primero, encontrar un personaje, una personalidad real
y, después, pensar en la acción de la historia.

Flamer y O’Connor señala que contar una historia no es lo mismo que hacer un cuento; tomar
un hecho de la vida cotidiana y narrarlo no es hacer un cuento; elegir una acción y describirla,
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otorgándole una corporeidad a través de un personaje, no es escribir un cuento; un cueto en el


lenguaje de los autores, es mostrar; es partir de una motivación personal que nos conmueva a
imprimir nuestro estilo al hecho cotidiano tomado como base; es tensionar al lector y despertar
su curiosidad para que su mirada recorra toda la secuencia narrativa; acercándole una ficción
que lo conecte con su propia vida, con sus experiencias personales; es crear un mundo que llene
las expectativas de profundidad que el lector necesitará ver condensadas en el cuento para
seguir leyendo, para recomendar la lectura, para vivirla mientras lee.
Para Flamer y O’Connor, conseguir que el lector siga pensando en el cuento, será señal de que
se ha cumplido el objetivo del escritor. El cuento será un cuento: breve, profundo, significativo,
perdurable...

CAPÍTULO VI

PERRAULT, ANDERSEN Y LOS HERMANOS GRIMM. SUS CUENTOS INFANTILES

Charles Perrault nació en París (Francia) en 1628 y murió en 1703. Ejerció la abogacía durante
algún tiempo, pero a partir de 1683 se entregó plenamente a la literatura. Escribió el poema “El
siglo de Luis el Grande” en 1687, pero en especial es conocido principalmente por sus cuentos,
entre los que figuran: Cenicienta, Piel de Asno, Pulgarcito y La bella durmiente. Conocidos son
también los “Cuentos de mamá Oca”. Llegó a ser miembro de la Academia Francesa. Sin
embargo, su mayor fama la logró escribiendo y contando cuentos especialmente para los niños.

Los cuentos de Perrault gustaron mucho, pero ni él mismo pudo imaginar que sus historias
infantiles llegarían a perdurar a través de los siglos, puesto que hace trescientos años que
Perrault publicó sus “Cuentos de antaño”, en los que aparecieron La bella durmiente del
bosque, Caperucita Roja, Riquete el del copete, El gato con botas, Cenicienta y Pulgarcito. Con
su literatura infantil, Perrault desarrolló la imaginación de muchísimos niños y niñas y, hoy en
día, sigue desarrollándola.

Caperucita Roja

La Caperucita Roja fue escrita por Perrault hace más de 300 años e integra su libro de ocho
cuentos, “Cuentos de mamá oca”. La primera versión de La Caperucita se publicó en Francia en
1697 y provenía de la tradición oral. En ésta, la historia culminaba con la trágica muerte de la
niña. En su escrito, Perrault, le asignó un desenlace menos cruel, aunque no carente de tragedia.
La primera edición que se publicó en España tiene fecha de 1830. Los cuentos de Perrault eran
leídos en la corte. Actualmente, existen más de doscientas cincuenta ediciones y la historia fue
llevada al cine y convertida en letra de canciones.

La bella durmiente

Perrault fue el primero en plasmar por escrito esta fábula popular en “Cuentos de antaño”. Más
tarde recrearían esta historia los hermanos Grimm. De los ocho cuentos que componen su libro,
éste fue el único que Perrault ya había publicado anónimamente en la revista “Mercure Galant”.
Entre el cuento de Perrault y el de los hermanos Grimm existen varias diferencias: por ejemplo
el del primero es más extenso, ya que se le añade la historia de la ogresa, las hadas de Perrault
son siete y las de Grimm son 12, en el primero los padres de la niña no son víctimas del
encantamiento, y en el segundo, sí.
Sin embargo, ambos tienen el mismo común denominador: la lucha entre el bien y el mal y la
caracterización de las distintas personalidades que se presentan a través del relato, muchas
17

veces antagónicas. El bien triunfa sobre el mal, lo que le otorga un carácter formador y
moralizante.
Fue llevada al cine, en dibujos animados por Walt Disney, en 1959, con música de George
Bruns d'après Tchaïkovski y con cambios de contenidos, como la lucha entre el Príncipe y el
dragón.

La Cenicienta

Cuento muy famoso de Perrault en el que se relata el ambiente hostil en el que vive una
hermosa niña con su madrastra y sus hermanastras, las cuales la llevan a vivir una vida
miserable y servil. En muchos de estos cuentos la belleza viene asociada con las cualidades
morales. Aparece la antinomia entre el bien y el mal con el triunfo final del bien. Destacan las
figuras justicieras del príncipe y la madrina, que ponen fin a tanto sufrimiento de su
protagonista. Como símbolo el zapatito de cristal que unirá con amor a los dos protagonistas.
Este cuento fue llevado al cine en 1915 y en 1950, en este caso por Disney, y recreada en obras
escénico-musicales.

El gato con botas

“El gato con botas” aparece en los “Cuentos de mamá oca” con el nombre de “El gato maestro”,
en 1697. Es un cuento donde se exponen todas las artimañas que emplea un gato dejado como
única herencia al hijo de un molinero. El mérito de la obra se basa en su carácter entretenido y
jocoso, ya que el protagonista es un gato ladrón y mentiroso. Esto originó varias versiones
donde aparece el gato robando pero con fines benéficos.
En 1999, apareció una versión para video y el personaje del gato intervino en la película
“Shrek” y en sus sucesivas sagas.

Hans Christian Andersen nació en la ciudad danesa de Odense, el 2 de abril de 1805, en el seno
de una familia de escasos recursos. Se trata de uno de los escritores de cuentos de hadas más
conocidos por los niños y niñas. Vivió una infancia de pobreza y abandono, criado en el taller
de zapatero del padre. A los 14 años se fugó a Copenhague para abrirse camino como actor,
cantante o bailarín; allí trabajó para Jonas Collin, director del Teatro Real, quien le pagó sus
estudios. Poco después abandonaría sus primeras intenciones profesionales para centrarse en su
carrera literaria, comenzando a redactar poesía y novela. Andersen pasaría a la historia gracias a
sus cuentos, de los que escribió más de 150, ideando indelebles relatos originales y recogiendo
antiguas leyendas populares a las que dotó de personalidad propia con su lenguaje coloquial.
Los cuentos de Andersen se desarrollan en un escenario donde la fantasía forma parte natural de
la realidad y las peripecias del mundo se reflejan en historias que, no exentas de un peculiar
sentido del humor, tratan de los sentimientos y el espíritu humanos.
Entre sus más famosos cuentos se encuentran: El patito feo (con tintes biográficos), El traje
nuevo del emperador, La reina de las nieves, Las zapatillas rojas, El soldadito de plomo y El
ruiseñor.
También publicó crónicas de sus variados viajes por el mundo, como "Libro de estampas sin
estampas", obras teatrales, como "El mulato" y novelas, como "El improvisador" o "Pedro, el
afortunado".
Muchas de sus obras han sido traducidos a más de 80 idiomas y adaptados a obras de teatro,
ballets, películas, dibujos animados, juegos en CD y obras de escultura y pintura.
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Hans Christian Andersen recibió en vida muchos honores. En 1866 el rey de Dinamarca le
concedió el título honorífico de Consejero de Estado y en 1867 fue declarado Ciudadano ilustre
de su ciudad natal.
El gran Andersen fallecería el 4 de agosto de 1875 con la edad de 70 años.

En la línea de autores como Charles Perrault y los hermanos Grimm, el escritor danés identificó
sus personajes con valores, vicios y virtudes para, valiéndose de elementos fabulosos, reales y
autobiográficos, describir la eterna lucha entre el bien y el mal, de la supremacía del amor sobre
el odio y de la persuasión sobre la fuerza. En sus relatos, los personajes más desvalidos se
someten pacientemente a su destino hasta que el cielo, en forma de héroe, hada madrina u otro
ser fabuloso, acude en su ayuda y la virtud es premiada.

La maestría y la sencillez expositiva logradas por Andersen en sus cuentos no sólo


contribuyeron a la rápida popularización de éstos, sino que consagraron a su autor como uno de
los grandes genios de la literatura universal. En su honor, desde 1956, se concede, cada dos
años, el Premio Hans Christian Andersen de literatura infantil y, desde 1966, también de
ilustración.

El patito feo

Andersen publicó “El patito feo” el 11 de noviembre de 1843. La enseñanza moral que aporta
este cuento es la aceptación de las diferencias, y de que no siempre lo distinto es inferior. La
trama del relato lo componen el amor de madre, la indiferencia y el rechazo social, la búsqueda
de la identidad y la superación personal.

La sirenita

Es la historia de una sirena enamorada de un ser humano. Dos mundos diferentes que se
encuentran en la dimensión del amor. En este cuento la trama es la modificación de la propia
imagen y de la cultura para satisfacer y agradar al ser amado.
Fue llevada al cine en 1989 por Disney con enorme éxito, y reestrenada en España en 1998,
aunque con algunas modificaciones con respecto al texto original, pero conservando su misma
pureza y encanto.

Jacob Ludwig Carl Grimm (nacido el 4 de enero de 1785 en Hanau) y Wilhelm Carl Grimm
(nacido el 24 de febrero de 1786, en Hanau) eran dos hermanos nacidos en Alemania. Su padre
era abogado y secretario del ayuntamiento de su ciudad. Jacob y Wilhelm tenían cinco
hermanos más. Tras el fallecimiento de su padre en el año 1796, hecho que dejaría maltrecha la
economía familiar, Jacob y Wilhelm se fueron a estudiar en principio a Kassel, en donde
residieron con su tía materna y, posteriormente, en la Universidad de Marburg, instruyéndose
ambos en derecho y literatura medieval. Después de licenciarse, trabajaron, entre otros puestos
burocráticos, como bibliotecarios y profesores de universidad en las Universidades de Gotinga
y Berlín.
En 1825 Wilhelm se casó con Henriette Dortchem Wild. Jacob no contraería nunca matrimonio.
Los Hermanos Grimm ejercieron una inmensa labor en la filología germana; redactando Jacob
obras como "Gramática alemana" (1819-1837), "Historia de la lengua alemana" (1848) y
Wilhelm títulos como "El antiguo idioma alemán" (1851). Entre ambos escribieron el
"Diccionario alemán" (1852-1858).
19

A nivel popular, destacarían por sus relatos que adaptaban las leyendas, el folklore y las
historias de tradición y transmisión oral.
Sus títulos más importantes son "Sagas alemanas" (1816-1818) y "Cuentos infantiles y del
hogar" (1812-1822), que incluían cuentos como "Caperucita roja", "La cenicienta", "El
sastrecillo valiente" o "Hansel y Gretel". Varios de los cuales también fueron adaptados a finales
del siglo XVII por Charles Perrault.
Wilhelm sería el primero en fallecer, muriendo en Berlín a los 73 años, el 16 de diciembre de
1859. Cuatro años después, el 20 de septiembre de 1863, Jacob fallecería también en la capital
alemana. Tenía 78 años.

Blancanieves

El cuento de Blancanieves, muchacha hermosa, de tez clara, hostigada por la madrastra, es un


tema reiterativo en estas fábulas, que plantean el conflicto entre el bien y el mal. Sin embargo,
las investigaciones de Kart Heinz Barthles parecen demostrar que la protagonista existió, y que
sus siete enanitos, eran en realidad mineros de poca altura, exigencia requerida por el trabajo en
lugares pequeños y angostos. El espejo parece también trascender la imaginación y hallarse
tangiblemente en el castillo de Erthal.
Según Bruno Bettelheim, Blancanieves tiene un origen mítico, donde se la identificaría con la
pureza del Sol, y los siete enanos representarían los planetas que se conocían en la antigüedad y
que giraban en torno al sol.
En esta historia, de contenido moral, se plantean temas de envidia, celos, amor y odio.
En 1937, Walt Disney la llevó al cine.

Hansel y Gretel

Esta historia cuenta las hazañas de dos niños abandonados en el bosque por su padre, ya que
eran víctimas de un hogar sumido en la miseria. Los dos hermanos intentan sin éxito volver a su
hogar por un camino que habían señalado y se encuentran con una casa construida con dulces
donde son recibidos por una mujer, de apariencia amable, pero con intenciones malvadas. Con
un plan ingenioso los niños van sorteando dificultades. Es un cuento que combina, además de
las fuerzas contradictorias del bien y el mal, temas como la pobreza, la tentación, la familia, el
abandono, la astucia y el amor fraternal.
Aunque resulte duro, y tal vez poco comprensible para los niños, el relato se inspira en la
costumbre medieval de sacrificar o abandonar a los hijos por la apremiante situación
económica, que les imposibilitaba alimentarlos. Los hermanos Grimm, adaptaron la historia
para ser aceptada en la sociedad del siglo XIX.
Este relato ha sido objeto de muchas adaptaciones y de distintas manifestaciones artísticas.
Engelbert Humperdinck, compuso la ópera Hansel y Gretel, que se estrenó en Weimar el 23 de
diciembre de 1893, y se ha traducido a varios idiomas.

El sastrecillo valiente

Es una historia divertida, más que moralizante. La astucia y la suerte se privilegian frente a la
verdad. La fama, lograda a través de magnificar un hecho intrascendente, como matar a siete
moscas de un golpe, da real significado a los enredos que pueden suscitarse a partir de un
malentendido. Nos muestra, además, la poca distancia que existe entre un pobre sastre anónimo
y un Rey, capaz el primero de convertirse en el segundo simplemente con un poco de astucia.
En realidad, él no engañó a nadie, fueron los demás los que interpretaron mal el mensaje. Por lo
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tanto, enseña a no guiarse por habladurías o apariencias, sino a requerir pruebas de lo que se nos
afirma. Un simple cinturón con letras bordadas donde afirmaba su presunto acto de valentía, le
valió reconocimiento social, amor y fortuna.

CAPÍTULO VII
21

LA NARRACIÓN DE CUENTOS

G. Jean dice: “Contar no es leer, ni dramatizar. Contar es saber de modo muy riguroso la trama
de la historia”. Esta definición puede desanimar un poco, pero tal y como explica Sara Bryant:
“no se trata de memorizar, sino de asimilar”.
Cuando se cuenta un cuento se tiene la oportunidad de mirar a los niños y niñas a los ojos y así
comprobar cuáles son sus reacciones; si estamos leyendo se pierde esta magia. El truco que
tienen los narradores a la hora de contar un cuento es que no se aprenden los relatos palabra por
palabra, memorizarán solo la estructura, es decir la sucesión de acontecimientos que tienen
lugar, y el final.

A la hora de narrar un cuento es necesario que se tengan en cuenta los siguientes aspectos:
- Se evitará el abuso de los diminutivos.
- No poner voz de niños y cuidado con las deformaciones frecuentes en los adultos
cuando narran a los más pequeños.
- También se evitará el uso de muletillas. Se utilizarán otros adverbios o frases
adverbiales que se pueden emplear para la sucesión de circunstancias.
- Si el relato incluye diálogo, se intentará diferenciar las voces y tener distintas actitudes
según el personaje que interviene
- Utilizaremos onomatopeyas, ya que aportarán un sentido mágico al relato.
- No olvidaremos la expresividad de la voz (tono, textura y ritmo) y del cuerpo.
- Un recurso que tiene gran poder es el silencio, la actitud corporal y la mirada pueden
enfatizar la existencia de estos silencios.
- Se evitarán las interrupciones.
- Se podrán utilizar fórmulas de inicio y de cierre.
- Se debe crear un ambiente de distensión.
- Una vez narrado el cuento no debemos separarnos de nuestro público, ya que hemos
creado una conexión muy especial.

Para la narración de cuentos se pueden utilizar diversos recursos, entre los que se encuentra el
uso de láminas. Para Daniel Mato, la práctica habitual de este tipo de narración varía entre
sostener con una mano una lámina mientras se narra el relato y colocar láminas fijas en lugares
visibles del aula y así poder ir narrando o señalando.
Esta forma de narrar se justifica en que los niños y niñas no conocen algunas palabras del
vocabulario empleado en la narración de cuentos y que así es una forma de aprender vocablos
nuevos y a la vez poder seguir el argumento del relato. Pero esta solución no es la adecuada;
puede ser que de esta forma los niños y niñas se familiaricen a través de la imagen visual con
elementos de la realidad y así poder ampliar su vocabulario, pero el hecho de narrar cuentos es
otra cosa.
Es necesario, además de que los niños observen las láminas, tener que hablar de lo que en ellas
aparece y qué es lo que representan. Pero la magia de narrar un cuento consiste en potenciar la
imaginación y la creatividad de los niños, lo cual se potencia mediante la palabra. Ellos dejan
volar su imaginación y recrean los personajes, los ambientes,las situaciones… en su mente.
B. Bettelheim dice: “las láminas distraen más que ayudan”.

Otro de los recursos con los que podemos contar a la hora de narrar cuentos infantiles es el uso
de canciones y música. Existen diversas modalidades de utilización de estos recursos como que
el narrador tararee alguna melodía característica del personaje, que cante una canción como
parte del relato, pudiéndose acompañar con un instrumento musical, que emita efectos sonoros
con voz, con palmadas, con silbidos… o que se utilice como recurso una banda sonora o efectos
especiales mediante la reproducción en el equipo de audio.
22

Las fórmulas utilizadas en el comienzo y final del relato son otro tipo de recursos que es
imprescindible usar a la hora de narrar cuentos a los niños y niñas. En la actualidad, las
fórmulas más generalizadas son: “Había una vez…” y “Colorín, colorado este cuento se ha
acabado”, pero existen otras fórmulas variadas que propone Daniel Mato.
Para comenzar propone las siguientes fórmulas: este es un viejo cuento…, hace muchos años,
cuando todavía ni yo ni vosotros habíais nacido…, en los días del comienzo del mundo sucedió
que…, en un país muy lejano…, érase una vez…, mi abuela siempre me contaba que…, y por
último, las fórmulas de interacción pautada, como por ejemplo, el narrador comienza con Cric y
el público responde con Crac, así varias veces hasta que el narrador comienza el cuento.
Y para finalizar nuestra narración nos propone fórmulas como “colorín colorado este cuento se
ha acabado, pasó por un caminito, pasó por otro y yo mañana te cuento otro”; “y entonces el
gallo cantó y este cuento se terminó”; “se acabó el cuento y se lo llevó el viento”; “si supieran
cuanto lo lamento, porque aquí se acabó el cuento”; “pilín, pin, pin, este cuento llegó a su fin”
y, por último, “y vivieron felices y comieron perdices”.

Con todos estos recursos que hemos propuesto, está garantizada la atención de nuestro público
infantil desde el principio hasta el final del relato.

CAPÍTULO VIII

LOS CUENTOS TRADICIONALES

Los cuentos tradicionales, como manifestación del folclore, se han transmitido de generación en
generación, sufriendo con el tiempo muchas alteraciones debido a las incorporaciones o
eliminaciones que realizaban los narradores. Durante este proceso de difusión cultural algunos
23

se escribieron, pasando de nuevo a la transmisión oral, que es el rasgo fundamental de los


cuentos tradicionales y de toda la literatura popular.

De forma general, los principales tipos de cuentos tradicionales son los mitos, las leyendas y
los cuentos fantásticos, que se refieren a cualquier tipo de narración ficticia producto de la
imaginación que, por lo común, implica falsedad o inverosimilitud. Sin embargo, para los
eruditos del folclore cada uno de estos tres tipos representa una forma característica de este
género.
Otros tipos son los cuentos de animales y fábulas, los relatos fantásticos, las anécdotas y chistes,
los cuentos reiterativos, retahílas (como los cuentos de nunca acabar) y fábulas cantadas, cuya
narración incluye canciones o rimas.

A comienzos del siglo XIX, Jacob y Wilhelm Grimm publicaron “Cuentos para la infancia y el
hogar” animando a muchos escritores de otros países a recopilar y publicar materiales similares
de sus propios pueblos, observando así muchas similitudes entre los cuentos europeos y los de
otros países. Pero se ignoró el extenso acervo del folclore africano, oceánico y de los indígenas
americanos, que existían al margen de la tradición indoeuropea, e investigaron sólo en aquellas
partes del mundo que creyeron las más importantes. Así, los hermanos Grimm y el escritor
escocés William Clouston creyeron que los cuentos se difundieron gracias a los viajeros que
emigraron de la India hacia Oriente y Occidente. Esta teoría, sin embargo, ha resultado ser
incompleta a pesar de que las investigaciones de estos y otros estudiosos estimularon, en gran
medida, el interés por el folclore y por los cuentos tradicionales. Éstos empezaron a ser objeto
de una atención más detenida a partir de la inmensa popularidad que alcanzó “La rama dorada”
(1890), obra de doce volúmenes del antropólogo británico James George Frazer, y que
contribuyó a estimular la investigación.

Más recientemente, algunos investigadores, han profundizado en el estudio del folclore y


recogido los cuentos de todas las partes del mundo. Algunos, incluso, han realizado estudios
muy completos de todas las variantes conocidas de los cuentos más extendidos, tratando
siempre de descubrir y catalogar los tipos y temas básicos. Como resultado de la obra de los
investigadores, pocos folcloristas creen en la actualidad que exista una teoría que sea
satisfactoria para explicar las semejanzas y variaciones en los cuentos tradicionales y el folclore
mundial.

Al hablar de los cuentos tradicionales no debemos olvidarnos de explicar el significado del mito
y la leyenda.

Los mitos son cuentos tradicionales que están cargados de elementos religiosos que explican el
universo y sus primeros pobladores. Tanto el narrador como su audiencia, los consideran
verdaderos y narran la creación y la ordenación del mundo, tareas normalmente llevadas a cabo
por una deidad (dios o diosa) que existe en el caos, en el vacío o en algún mundo aparte. Este
dios o diosa da forma al mundo e inicia una serie de aventuras y luchas en las que él o ella logra
liberar el sol, la luna, las aguas o el fuego, regula los vientos, crea el maíz, las alubias o los
frutos secos, derrota monstruos y enseña a los mortales cómo cazar y arar la tierra. El ser que
lleva a cabo estas tareas puede presentar una forma antropomórfica (como Zeus en la antigua
mitología griega) o animal (como el coyote y el cuervo en los cuentos de los indios
norteamericanos) cambiando con frecuencia de forma.
Algunas mitologías (las americanas y las de África occidental), encierran ciclos completos en
los que el héroe cultural es un embaucador, pequeño, ingenioso, codicioso, presumido,
embustero y estúpido a la vez; una criatura paradójica que es engañada o se engaña a sí misma
tanto como engaña a los demás.
24

Las leyendas se diferencian de los mitos en que narran lo que sucedió en el mundo una vez
concluida la creación. Tanto el narrador como su audiencia creen en ellas y abarcan un gran
número de temas: los santos, los hombres lobo, los fantasmas y otros seres sobrenaturales,
aventuras de héroes y heroínas reales, recuerdos personales, y explicaciones de aspectos
geográficos y topónimos de lugares, son las llamadas leyendas locales. Como otras formas de
cuento tradicional tienden a adoptar fórmulas concretas, utilizando patrones fijos y
descripciones características de los personajes. Por ejemplo, apenas se preocupan en detallar
cómo son en realidad sus héroes.

Las "leyendas urbanas" son historias contemporáneas ambientadas en una ciudad; se toman
como verdaderas, pero tienen patrones y temas que revelan su carácter legendario. El contexto
de estas leyendas puede ser contemporáneo, pero las historias reflejan preocupaciones eternas
sobre la vida urbana, incluyendo la intimidad, la muerte, la decadencia y, muy en especial, las
gentes marginadas y fuera de la ley.

Los intentos por definir con precisión las leyendas, los cuentos fantásticos y los mitos pueden
ser útiles, pero esas clasificaciones y definiciones nunca deberán tomarse como campos
separados radicalmente. Las hazañas de Hércules o las del rey Arturo son una mezcla de
leyenda y mito que funde ambas formas y, con frecuencia, emplean ideas y temas que aparecen
también en el cuento fantástico. Una de las razones principales por las que esto ocurre es que
los cuentos cambian constantemente de función conforme unas sociedades conquistan o se
asimilan a otras, mezclándose y cambiando, por lo tanto, las creencias de los pueblos en
contacto. Sucede también que una narración que deja de ser aceptada como religiosa o
filosófica puede sobrevivir como cuento o fantasía. Por otra parte, las heroínas y los héroes
legendarios pueden asumir propiedades divinas y sus aventuras adoptar significados
mitológicos. La definición de cuento tradicional depende de su función social y de la forma en
que el narrador y la audiencia lo consideran en el momento de su existencia.

Existen otras formas de cuento tradicional muy extendidas por todo el mundo. Los relatos de
animales se engloban en dos categorías principales: los protagonizados por animales que
pueden hablar y se comportan como seres humanos, y aquellos en los que las cualidades
humanas de los animales son simplemente una convención que se acepta durante el curso de la
narración; así sucede en los ciclos medievales de animales o en las fábulas, que se caracterizan
por su moraleja. Cuando no son mitológicos, los cuentos de animales cumplen una función de
sátira social o política. Los cuentos de fórmula reiterativa incluyen las historias interminables o
los cuentos de nunca acabar. Los cuentos acumulativos, que parten de una frase básica a la que
se van añadiendo otras nuevas (por ejemplo, el famoso A mi burro le duele la garganta), y los
cuentos con un final inesperado, que abarcan desde las historias serias o ingeniosas hasta los
juegos de palabras. Muchos de estos cuentos, como las patrañas, están relacionados con la gran
cantidad de chistes y anécdotas graciosas que circulan entodas las sociedades.

Los cuentos cantados o recitados, otra forma de cuento tradicional oral, fueron muy populares
en la región del Caribe. Se trata de historias con una canción o estribillo intercalada en la
narración oral.

En cuanto al papel de los cuentos tradicionales, los seres humanos siempre han sido contadores
de cuentos y han formado a las generaciones más jóvenes con historias conservadas en su
memoria, ya fueran personales, familiares, del clan o de la sociedad más amplia, y se han
entretenido con diversos tipos de cuentos tradicionales.
Esta función social se practica, en la actualidad, tanto en la escuela, bien de manera oral bien a
través de la literatura infantil (que ha recogido por escrito y en distintas versiones los cuentos
tradicionales de todo el mundo), como en las familias o comunidades en las que siempre una
25

persona mayor cuenta una historia relacionada con la familia o con un hecho histórico vivido
personalmente y matizado por su experiencia.

CAPÍTULO IX

SIMBOLISMO DE LOS CUENTOS POPULARES. ANÁLISIS DE ALGUNOS DE


ELLOS

Los cuentos populares estimulan la fantasía del niño y cumplen una función terapéutica, porque
reflejan sus experiencias, pensamientos y sentimientos y, además, porque le ayudan a superar
sus ataduras emocionales por medio de un lenguaje simbólico, haciendo hincapié en todas las
etapas por las que atraviesa a lo largo de su infancia. Cuando el niño lee o escucha un cuento
popular, pone en funcionamiento el poder de su fantasía logrando reconocerse a sí mismo con el
personaje central, con sus peripecias y con la solución de sus dificultades.

El psicoanalista Bruno Bettelheim ha manifestado que en el campo de la literatura infantil no


existe otra cosa más enriquecedora que los viejos cuentos populares, no sólo por su forma
26

literaria y su belleza estética, sino también porque son comprensibles para el niño, cosa que
ninguna otra forma de arte es capaz de conseguir. Bettelheim, en su Psicoanálisis de los cuentos
de hadas, afirma que: “A través de los siglos (si no milenios), al ser repetidos una y otra vez, los
cuentos se han ido refinando y han llegado a transmitir, al mismo tiempo, sentidos evidentes y
ocultos; han llegado a dirigirse simultáneamente a todos los niveles de la personalidad humana
y a expresarse de un modo que alcanza la mente no educada del niño, así como la del adulto
sofisticado. Aplicando el modelo psicoanalítico de personalidad humana, los cuentos aportan
importantes mensajes al consciente, preconsciente e inconsciente, sea cual sea el nivel de
funcionamiento de cada uno en aquel instante. Al hacer referencia a los problemas humanos
universales, especialmente aquellos que preocupan a la mente del niño, estas historias hablan a
su pequeño yo en formación y estimulan su desarrollo, mientras que, al mismo tiempo, liberan
al preconsciente y al inconsciente de sus pulsiones. A medida que las historias se van
descifrando, dan crédito consciente y cuerpo a las pulsiones del ello y muestran los distintos
modos de satisfacerlas, de acuerdo con las exigencias del yo y del super-yo” (Bettelheim, B.,
1986, p. 12-13). Conforme a lo señalado por Bettelheim, no cabe duda de que casi todos los
cuentos que provienen de la tradición oral abordan el mismo tema. Estos son la sublimación de
los conflictos emocionales y los problemas existenciales que aquejan a los niños.

Existen libros que ayudan a superar los traumas psicológicos por medio del lenguaje simbólico,
que representa cosas que no están al alcance del entendimiento humano. Ya Carl G. Jung, en El
hombre y sus símbolos, dice: “Usamos constantemente términos simbólicos para representar
conceptos que no podemos definir o comprender del todo. Esta es una de las razones por las
cuales todas las religiones emplean lenguaje simbólico o imágenes. Pero esta utilización
consciente de los símbolos es sólo un aspecto de un hecho psicológico de gran importancia: el
hombre también produce símbolos inconscientes y espontáneamente en forma de sueños”
(Jung, C.G., 1995, p. 21).

La tesis de Betellheim parte de la base de que todos los cuentos populares reflejan la evolución
física, psíquica, intelectual y social del niño; por ejemplo, el fracaso del egocentrismo, la
soledad y falta de afecto, la satisfacción del deseo y el triunfo sobre el peligro está simbolizado
en el cuento Hansel y Gretel; el complejo de Edipo en Blancanieves; la pubertad en Caperucita
roja; la rivalidad entre hermanos en La Cenicienta; el temor sexual en La Bella y la Bestia y el
incesto en Piel de asno, un tema tabú del que todos saben algo, pero del que pocos se atreven a
hablar. El rey y la reina simbolizan a los padres, la flor al desarrollo sexual y la casa a la
seguridad y armonía en el hogar. El árbol simboliza la vida, el crecimiento o la maduración
física y psíquica del individuo. Así como el perro simboliza la fidelidad, las aves simbolizan la
libertad y la ayuda; esto ocurre en el cuento de La Cenicienta, cuando su madrastra echa ante
ella un montón de guisantes buenos y malos y le dice que los separe. Aunque parece una tarea
imposible, Cenicienta comienza, pacientemente, a separarlos y, de pronto, las palomas (los
ratones, según otras versiones) acuden a ayudarla. Asimismo, la rama que Cenicienta planta en
la tumba de su madre, se convierte en un árbol, en cuyas ramas vive un pájaro que, cada vez que
Cenicienta llora, le concede sus deseos; por lo tanto, el árbol y el pájaro simbolizan el espíritu o
la reencarnación de la madre de Cenicienta.

El complejo de Edipo, ese conjunto de sentimientos amorosos y hostiles que cada niño siente en
relación con sus padres (atracción sexual hacia el progenitor del sexo opuesto y odio hacia el
del mismo sexo, que considera rival), se simboliza en varios cuentos populares. Ahora bien,
¿qué es el complejo de Edipo? Según refiere una de las tragedias griegas, un oráculo había
predicho que Edipo, hijo del rey de Tebas, mataría a su padre y se casaría con su propia madre,
profecía que se cumplió fatalmente.
Los psicólogos -a partir de Freud- designan con este nombre a la atracción que el niño,
alrededor de los 4-6 años de edad, experimenta por el progenitor del sexo contrario.
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En los cuentos populares, de un modo general, el conflicto de Edipo está representado por el
héroe que mata al dragón para liberar a la princesa; un hecho que simboliza la rivalidad
inconsciente que el niño experimenta contra el padre (dragón) y el amor desmedido que siente
por la madre (princesa). El conflicto de Electra, a su vez, está representado por Cenicienta y
Blancanieves, quienes, en procura de liberar el amor sojuzgado del padre, se enfrentan a la
crueldad de la madrastra, figura que, desde el principio, encarna el peligro y la maldad. Sin
embargo, es necesario aclarar que el complejo de Edipo, en algunas versiones adaptadas para
los niños, es apenas una sugerencia sutil, debido a que un mensaje más directo podría
provocarles angustias y ahondar sus conflictos emocionales.

Como hemos dicho, en el cuento de Blancanieves se ofrece al niño el problema edípico de


manera ingenua y profunda a la vez. También a los padres porque les señala el peligro de no
aceptar el crecimiento de los hijos dando lugar a celos y rivalidades que impiden la madurez de
la familia. Si no se resuelven los problemas, los hijos los revivirán con sus propios hijos.

En la versión de los hermanos Grimm, este cuento habla de una reina que se casa y desea tener
una hija, la cual nace y crece muy bella. La madre es rival, es madrastra, es inmadura,
mostrando también narcisismo de contemplación en el espejo. El cuento muestra el encuentro
en el bosque con enanitos que reúnen las cualidades positivas de lo masculino sin el
inconveniente del sexo, no causan a la confusa muchacha temor, son asexuados y, además,
bondadosos, rutinarios y trabajadores. Blancanieves vive feliz pero de nuevo la violencia de las
pulsiones sexuales de la adolescencia. Por ello, la figura de la madrastra y las tentaciones por
tres veces mostradas con símbolos sexuales: cintas de corsé, peine para el pelo hermoso y
manzana, terminan por causar la muerte a Blancanieves en la tercera oportunidad.
Justo cuando yace en el ataúd de vidrio, que simboliza la muerte espiritual, tres pájaros acuden
a llorar junto a los siete enanitos: la lechuza (pájaro de la muerte y la sabiduría); el cuervo
(pájaro de Odín, jefe de las fuerzas oscuras) y la paloma (pájaro de Afrodita, de la inocencia y
del amor). Los tres pájaros, aparte de constituir piezas claves en la trama del cuento, simbolizan
un número mágico que también aparece en otros cuentos: el genio en Las mil y una noches
concede tres deseos a Aladino; tres son las dificultades o pruebas que deben vencer los héroes
de los cuentos fantásticos para liberar a la mujer amada y coronar su triunfo; tres veces la
madrastra de Blancanieves visita la casa de los siete enanitos,…

En su primera visita, disfrazada de una vieja buhonera, intenta estrangular a la hijastra con un
corsé, dramatizando su deseo de contrarrestar la pubescencia en proceso de la joven.
Blancanieves, medio muerta, es reavivada por los enanos, y el espejo informa a la reina
malvada del hecho. En la segunda visita, la madrastra le da un peine envenenado, que
igualmente la deja como muerta. El envenenar los cabellos parece ser otro signo de la culpa que
la madrastra le achaca a Blancanieves por crecer. Esto es confirmado por la tercera visita,
después de que los enanos nuevamente procuran salvarla. Esta vez la madrastra, disfrazada de
campesina, le ofrece una manzana con un veneno de lo más virulento. La bruja come de la
mitad blanca para demostrar su inofensividad, pero cuando Blancanieves la recoge y come de la
mitad roja, se desmaya con la manzana atragantada en la garganta” (Heisig, J.W., 1976, p. 76).

El siete es otro de los números mágicos en los cuentos populares; siete son los enanitos, a los
siete años Blancanieves se convierte en una niña hermosa, siete son los colores primarios, siete
los días de la semana, siete los planetas de la antigüedad, siete las virtudes, siete los pecados
capitales, siete los misterios, siete las maravillas del mundo y, según el mito de la creación, el
séptimo día es sagrado y de descanso.
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Por otro lado, el color rojo o colorado de la manzana -simbolismo extensamente repetido en
ritos primitivos de la pubertad- representa la menstruación, la culminación de la etapa latente y
la maduración sexual; lo mismo que la caperuza roja es un atributo de la primera menstruación
de Caperucita roja, quien, aparte de sentirse acosada por la sexualidad masculina, es capaz de
concebir y ser madre desde el punto de vista biológico.

La belleza está simbolizada por el color rojo, blanco y negro. De ahí que en el cuento de
Blancanieves, en algunas versiones, comienza con un rey y una reina que viajan por un camino
cubierto de nieve, circunstancia en que el rey dice: “Deseo tener una hija blanca como la nieve“.
Más adelante, al divisar un hueso lleno de sangre, exclama: “Deseo tener una hija con las
mejillas rojas como la sangre“, y cuando ve a tres cuervos volando hacia el cielo abierto, el rey
dice: “Deseo tener una hija con los cabellos color de cuervo”. Sin embargo, en otras versiones
modernas, el cuento comienza así: “Es invierno y la nieve cae como ovillos blancos. La reina
está cosiendo junto a la ventana, cuyos marcos están decorados en ébano. De pronto, la reina se
pincha en la mano y saca el dedo herido a través de la ventana, dejando caer tres gotas de sangre
sobre la nieve. Entonces se dice:
- Quiero tener una hija blanca como la nieve, con las mejillas rojas como la sangre y los
cabellos negros como el ébano“.

Otro tema tratado en los cuentos populares es la envidia y la rivalidad entre hermanos, el cual
está simbolizado en el cuento de La Cenicienta, quien no sólo es presa del trato inhumano de su
madrastra, sino también del odio y la envidia de sus hermanastras. La versión más antigua de
este cuento data del siglo IX en China. La historia que nosotros aprendemos de pequeños es la
de Perrault y la de los hermanos Grimm.
La diferencia básica entre los dos cuentos de estos grandes autores es que en el cuento de los
hermanos Grimm no hay hada madrina, hay una tumba que es la de su madre donde crece un
árbol que nació de una ramita que Cenicienta pidió a su padre, el cual era mercader y trajo de
uno de sus viajes. Es su relación con su madre y el recuerdo de ésta quien la ayuda.

Podemos ver que en la Cenicienta de Grimm hay tres bailes (tres porque es un número
simbólico). Cenicienta va al baile porque representa su madurez y, además, no tiene hora.
Cuando llega al baile el príncipe no la busca a ella directamente (ésta se esconde detrás de un
árbol y en un palomar) busca a su padre, ya que tiene que romper los lazos edípicos que hay
entre ellos. En cuanto al hecho de probarle el zapato a sus hermanastras y que éste sangre viene
a significar que en la antigüedad se decía que la mujer cuando sangraba era impura y cualquier
objeto que tocara tendría que ser purificado. También la mujer sangra cuando pierde su
virginidad; el hecho de que Cenicienta no sangrara viene a decir que era virgen y que sus
hermanastras eran impuras.

Otro hecho a destacar es el que durmiera en las cenizas lo cual significa “heroína maltratada en
la lumbre”. Lo de estar siempre sucia es positivo más que negativo, ya que Cenicienta
representa a los niños maltratados y marginados, entonces piensan que si los tratan así es porque
han hecho algo malo y como acto de penitencia se cubren de cenizas o también pueden pensar
que ellos son fantásticos y sus hermanos y padres les tienen envidia. Cenicienta se iba a las
cenizas o bien porque allí buscara el recuerdo de su madre o bien porque en la lumbre era donde
estaba la reina o dueña de la casa, ya que era el mejor sitio.

Otros símbolos constituyen el zapato de cristal (en la versión antigua era una zapatilla de cuero
suave) que Cenicienta pierde al salir de la fiesta, en la ceniza (símbolo del desprecio y la
humillación), en el árbol que planta en la tumba de su madre y en el príncipe que la revive y la
toma por esposa.
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El incesto, al menos como intento, aparece expuesto en Piel de asno. Todo comienza con un rey
todopoderoso, amado y respetado por su pueblo, y una reina que, sintiendo acercarse su última
hora, le dice al rey: “Cuando te vuelvas a casar, júrame que lo harás con una princesa que sea
más bella y mejor formada que yo.” El rey le jura que así lo hará. Sin embargo, al cabo de un
tiempo, no resiste a la tentación de pensar en la princesa -su hija-, quien no sólo es bella y
admirablemente bien formada, sino que sobrepasa en mucho a la reina -su madre- en donaire y
encantos. De modo que el rey, seducido por la juventud y belleza de su hija, decide tomarla en
matrimonio. La princesa, consternada por la actitud de su padre, le ruega no obligarla a cometer
un crimen. Pero el rey no desiste en su propósito y manda a preparar la boda. La princesa pide
ayuda a la Hada de las Lilas -su madrina-, quien, para salvarla del dolor y el infortunio, le
aconseja pedirle al rey la piel de un asno. Entonces el rey, obsesionado por casarse con su hija,
no le niega su deseo y deja matar a su asno preferido. La princesa se disfraza con la piel del
animal y huye del palacio sin ser reconocida. El rey moviliza a sus guardias y mosqueteros para
dar con el paradero de la princesa, quien se convierte en fugitiva y llega hasta tierras lejanas,
donde contrae matrimonio con un príncipe que la pone a salvo del incesto y la conducta
perversa de su padre.

La relación de las niñas con su sexualidad está reflejada en varios cuentos, pero quizás el más
representativo sea La Bella y la Bestia. La versión más conocida de esta historia cuenta cómo la
Bella, la menor de cuatro hermanas, se convierte en la favorita de su padre, debido a su bondad
desinteresada y su actitud cariñosa. No obstante, lo que desconoce la Bella es que, al pedir una
rosa blanca, pone en peligro la vida de su padre y las relaciones ideales con él, pues la rosa
blanca es robada en el jardín encantado de la Bestia, quien, llena de cólera, le impone el castigo
de que en el lapso de tres meses debe entregarle a su hija menor, a cambio de poner a salvo su
vida. Así es como la Bella se ve obligada a vivir con la Bestia, hasta el día en que, redimido por
el amor, vuelve a su condición humana trocado en un hermoso príncipe.
De entrada, el cuento simboliza la animalidad integrada en la condición humana, pues en
muchísimos mitos y cuentos populares se habla de un príncipe convertido por arte de hechicería
en un animal salvaje o en un monstruo, que es redimido por el beso y el amor de una doncella.
Cabe añadir que en los cuentos populares, como en gran parte de los cuentos de la literatura
infantil moderna, existe una dicotomía entre los personajes, cuyos atributos representan la
bondad o la maldad, dependiendo del rol que se les asigna en la trama del cuento. Las fuerzas
del bien están simbolizadas por el protagonista central y los personajes secundarios -el príncipe,
las hadas, las palomas y los magos-, entretanto las fuerzas tenebrosas del mal están
simbolizadas por los personajes -humanos y animales- que representan la insensatez, la astucia
y el peligro, como es el caso del lobo feroz, los gnomos, las brujas y los ogros.

Con este análisis de la simbología de los cuentos populares, podemos descubrir que no solo
cuentan historias, sino que encierran en sí mismos diversos mensajes ocultos.
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CAPÍTULO X

ALGUNAS VERSIONES DE LOS CUENTOS POPULARES

En este capítulo vamos a presentar algunos de los cuentos populares escritos por los cuentistas
más destacados en el panorama de la literatura infantil. Comenzaremos por Andersen y sus
cuentos “El patito feo”, “La sirenita”, “El intrépido soldadito de plomo”, “La joven de los
fósforos” y “El traje nuevo del emperador”.

El patito feo

En una hermosa mañana primaveral, una hermosa y fuerte pata empollaba sus huevos y,
mientras lo hacía, pensaba en los hijitos fuertes y preciosos que pronto iba a tener. De pronto,
empezaron a abrirse los cascarones. A cada cabeza que asomaba, el corazón le latía con fuerza.
Los patitos empezaron a esponjarse mientras piaban a coro. La madre los miraba, eran todos tan
hermosos, únicamente había uno, el último, que resultaba algo raro, como más gordo y feo que
los demás.

Poco a poco, los patos fueron creciendo y aprendiendo a buscar entre las hierbas los más gordos
gusanos, y a nadar y bucear en el agua. Cada día se les veía más bonitos. Únicamente aquel que
nació el último iba cada día más largo de cuello y más gordo de cuerpo.... La madre pata estaba
preocupada y triste ya que todo el mundo que pasaba por el lado del pato lo miraba con rareza.
Poco a poco el vecindario lo empezó a llamar el "patito feo" y hasta sus mismos hermanos lo
despreciaban porque lo veían diferente a ellos.

El patito se sentía muy desgraciado y muy sólo y decidió irse de allí. Cuando todos fueron a
dormir, él se escondió entre unos juncos, y así emprendió un largo camino hasta que, de pronto,
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vio un molino y una hermosa joven echando trigo a las gallinas. Él se acercó con recelo y al ver
que todos callaban, decidió quedarse allí a vivir. Pero al poco tiempo todos empezaron a
llamarle "patito feo", "pato gordo"... Una noche escuchó a los dueños del molino decir: "Ese
pato está demasiado gordo; lo vamos a tener que asar". El pato enmudeció de miedo y decidió
que esa noche huiría de allí.
Durante todo el invierno estuvo deambulando de un sitio para otro sin encontrar donde vivir, ni
con quién. Cuando llegó por fin la primavera, el pato salió de su cobijo para pasear. De pronto,
vio a unos hermosos cisnes blancos, de cuello largo, y el patito decidió acercarse a ellos. Los
cisnes al verlo se alegraron y el pato se quedó un poco asombrado, ya que nadie nunca se había
alegrado de verlo. Todos los cisnes lo rodearon y lo aceptaron desde un primer momento. Él no
sabía lo que le estaba pasando: de pronto, miró al agua del lago y fue así como al ver su sombra
descubrió que era un precioso cisne más. Desde entonces vivió feliz y muy querido con su
nueva familia.

La sirenita

En alta mar el agua es azul como los pétalos de la más hermosa centaura, y clara como el cristal
más puro; pero es tan profunda, que sería inútil echar el ancla, pues jamás podría ésta alcanzar
el fondo. Habría que poner muchos campanarios, unos encima de otros, para que, desde las
honduras, llegasen a la superficie.
Pero no creáis que el fondo es todo de arena blanca y helada; en él crecen también árboles y
plantas maravillosas, de tallo y hojas tan flexibles, que al menor movimiento del agua se
mueven y agitan como dotadas de vida. Toda clase de peces, grandes y chicos, se deslizan por
entre las ramas, exactamente como hacen las aves en el aire. En el punto de mayor profundidad
se alza el palacio del rey del mar; las paredes son de coral, y las largas ventanas puntiagudas,
del ámbar más transparente; y el tejado está hecho de conchas, que se abren y cierran según la
corriente del agua. Cada una de estas conchas encierra perlas brillantísimas, la menor de las
cuales honraría la corona de una reina.

Hacía muchos años que el rey del mar era viudo; su anciana madre cuidaba del gobierno de la
casa. Era una mujer muy inteligente, pero muy pagada de su nobleza; por eso llevaba doce
ostras en la cola, mientras que los demás nobles sólo estaban autorizados a llevar seis. Por lo
demás, era digna de todos los elogios, principalmente por lo bien que cuidaba de sus nietecitas,
las princesas del mar. Éstas eran seis, y todas bellísimas, aunque la más bella era la menor; tenía
la piel clara y delicada como un pétalo de rosa, y los ojos azules como el lago más profundo;
como todas sus hermanas, no tenía pies; su cuerpo terminaba en cola de pez.

Las princesas se pasaban el día jugando en las inmensas salas del palacio, en cuyas paredes
crecían flores. Cuando se abrían los grandes ventanales de ámbar, los peces entraban nadando,
como hacen en nuestras tierras las golondrinas cuando les abrimos las ventanas. Y los peces se
acercaban a las princesas, comiendo de sus manos y dejándose acariciar.

Frente al palacio había un gran jardín, con árboles de color rojo de fuego y azul oscuro; sus
frutos brillaban como oro, y las flores parecían llamas, por el constante movimiento de los
pecíolos y las hojas. El suelo lo formaba arena finísima, azul como la llama del azufre. De
arriba descendía un maravilloso resplandor azul; más que estar en el fondo del mar, se tenía la
impresión de estar en las capas altas de la atmósfera, con el cielo por encima y por debajo.
Cuando no soplaba viento, se veía el sol; parecía una flor purpúrea, cuyo cáliz irradiaba luz.

Cada princesita tenía su propio trocito en el jardín, donde cavaba y plantaba lo que le venía en
gana. Una había dado a su porción forma de ballena; otra había preferido que tuviese la de una
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sirenita. En cambio, la menor hizo la suya circular, como el sol, y todas sus flores eran rojas,
como él. Era una chiquilla muy especial, callada y cavilosa, y mientras sus hermanas hacían
gran fiesta con los objetos más raros procedentes de los barcos naufragados, ella sólo jugaba
con una estatua de mármol, además de las rojas flores semejantes al sol. La estatua representaba
un niño hermosísimo, esculpido en un mármol muy blanco y nítido; las olas la habían arrojado
al fondo del océano. La princesa plantó junto a la estatua un sauce llorón color de rosa; el árbol
creció espléndidamente, y sus ramas colgaban sobre el niño de mármol, proyectando en el
arenoso fondo azul su sombra violeta, que se movía a compás de aquéllas; parecía como si las
ramas y las raíces jugasen unas con otras y se besasen.

Lo que más encantaba a la princesa era oír hablar del mundo de los hombres, de allá arriba; la
abuela tenía que contarle todo cuanto sabía de barcos y ciudades, de hombres y animales.
Se admiraba, sobre todo, de que en la tierra las flores tuvieran olor, pues las del fondo del mar
no olían a nada; y le sorprendía también que los bosques fuesen verdes, y que los peces que se
movían entre los árboles cantasen tan melodiosamente. Se refería a los pajarillos, que la abuela
llamaba peces, para que las niñas pudieran entenderla, pues no habían visto nunca aves.

- Cuando cumpláis quince años -dijo la abuela- se os dará permiso para salir de las aguas,
sentaros a la luz de la luna en los arrecifes y ver los barcos que pasan; entonces veréis también
bosques y ciudades.

Al año siguiente, la mayor de las hermanas cumplió los quince años; todas se llevaban un año
de diferencia, por lo que la menor debía aguardar todavía cinco, hasta poder salir del fondo del
mar y ver cómo son las cosas en nuestro mundo. Pero la mayor prometió a las demás que al
primer día les contaría lo que viera y lo que le hubiera parecido más hermoso; pues por más
cosas que su abuela les contase siempre quedaban muchas que ellas estaban curiosas por saber.

Ninguna, sin embargo, se mostraba tan impaciente como la menor, precisamente porque debía
esperar aún tanto tiempo y porque era tan callada y retraída. Se pasaba muchas noches asomada
a la ventana, dirigiendo la mirada a lo alto, contemplando, a través de las aguas azul oscuro,
cómo los peces correteaban agitando las aletas y la cola. Alcanzaba también a ver la luna y las
estrellas, que a través del agua parecían muy pálidas, aunque mucho mayores de como las
vemos nosotros. Cuando una nube negra las tapaba, la princesa sabía que era una ballena que
nadaba por encima de ella, o un barco con muchos hombres a bordo, los cuales jamás hubieran
pensado en que allá abajo había una joven y encantadora sirena que extendía las blancas manos
hacia la quilla del navío.

Llegó, pues, el día en que la mayor de las princesas cumplió quince años, y se remontó hacia la
superficie del mar. A su regreso traía mil cosas que contar, pero lo más hermoso de todo, dijo,
había sido el tiempo que había pasado bajo la luz de la luna, en un banco de arena, con el mar
en calma, contemplando la cercana costa con una gran ciudad, donde las luces centelleaban
como millares de estrellas, y oyendo la música, el ruido y los rumores de los carruajes y las
personas; también le había gustado ver los campanarios y torres y escuchar el tañido de las
campanas.

¡Ah, con cuánta avidez la escuchaba su hermana menor! Cuando, ya anochecido, salió a la
ventana a mirar a través de las aguas azules, no pensaba en otra cosa sino en la gran ciudad, con
sus ruidos y su bullicio, y le parecía oír el son de las campanas, que llegaba hasta el fondo del
mar.

Al año siguiente, la segunda obtuvo permiso para subir a la superficie y nadar en todas
direcciones. Emergió en el momento preciso en que el sol se ponía, y aquel espectáculo le
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pareció el más sublime de todos. De un extremo el otro, el sol era como de oro -dijo-, y las
nubes, ¡oh, las nubes, quién sería capaz de describir su belleza! Habían pasado encima de ella,
rojas y moradas, pero con mayor rapidez volaba aún, semejante a un largo velo blanco, una
bandada de cisnes salvajes; volaban en dirección al sol; pero el astro se ocultó, y en un
momento desapareció el tinte rosado del mar y de las nubes.

Al cabo de otro año le tocó el turno a la hermana tercera, la más audaz de todas; por eso
remontó un río que desembocaba en el mar. Vio deliciosas colinas verdes cubiertas de
pámpanos, y palacios y cortijos que destacaban entre magníficos bosques; oyó el canto de los
pájaros, y el calor del sol era tan intenso, que la sirena tuvo que sumergirse varias veces para
refrescarse el rostro ardiente. En una pequeña bahía se encontró con una multitud de chiquillos
que corrían desnudos y chapoteaban en el agua. Quiso jugar con ellos, pero los pequeños
huyeron asustados, y entonces se le acercó un animalito negro, un perro; jamás había visto un
animal parecido, y como ladraba terriblemente, la princesa tuvo miedo y corrió a refugiarse en
alta mar. Nunca olvidaría aquellos soberbios bosques, las verdes colinas y el tropel de
chiquillos, que podían nadar a pesar de no tener cola de pez.

La cuarta de las hermanas no fue tan atrevida; no se movió de alta mar, y dijo que éste era el
lugar más hermoso; desde él se divisaba un espacio de muchas millas, y el cielo semejaba una
campana de cristal. Había visto barcos, pero a gran distancia; parecían gaviotas. Los graciosos
delfines habían estado haciendo piruetas y enormes ballenas la habían cortejado proyectando
agua por las narices como centenares de surtidores.

Al otro año tocó el turno a la quinta hermana; su cumpleaños caía justamente en invierno; por
eso vio lo que las demás no habían visto la primera vez. El mar aparecía intensamente verde, en
él flotaban grandes icebergs, parecidos a perlas -dijo- y, sin embargo, mucho mayores que los
campanarios que construían los hombres. Adoptaban las formas más caprichosas y brillaban
como diamantes. Ella se había sentado en la cúspide del más voluminoso, y todos los veleros se
desviaban aterrorizados del lugar donde ella estaba, con su larga cabellera ondeando al impulso
del viento; pero hacia el atardecer el cielo se había cubierto de nubes, y habían estallado
relámpagos y truenos, mientras el mar, ahora negro, levantaba los enormes bloques de hielo que
brillaban a la roja luz de los rayos. En todos los barcos arriaban las velas, y las tripulaciones
eran presa de angustia y de terror; pero ella había seguido sentada tranquilamente en su iceberg
contemplando los rayos azules que zigzagueaban sobre el mar reluciente.

La primera vez que una de las hermanas salió a la superficie del agua, todas las demás quedaron
encantadas oyendo las novedades y bellezas que había visto; pero una vez tuvieron permiso
para subir cuando les viniera en gana, aquel mundo nuevo pasó a ser indiferente para ellas.
Sentían la nostalgia del suyo, y al cabo de un mes afirmaron que sus parajes submarinos eran
los más hermosos de todos, y que se sentían muy bien en casa.

Algún que otro atardecer, las cinco hermanas se cogían de la mano y subían juntas a la
superficie. Tenían bellísimas voces, mucho más bellas que cualquier humano y cuando se
fraguaba alguna tempestad, se situaban ante los barcos que corrían peligro de naufragio, y con
arte exquisito cantaban a los marineros las bellezas del fondo del mar, animándolos a no
temerlo; pero los hombres no comprendían sus palabras, y creían que eran los ruidos de la
tormenta, y nunca les era raro contemplar las magnificencias del fondo, pues si el barco se iba a
pique, los tripulantes se ahogaban.

Cuando, al anochecer, las hermanas, cogidas del brazo, subían a la superficie del océano, la
menor se quedaba abajo sola, mirándolas con ganas de llorar; pero una sirena no tiene lágrimas,
y por eso es mayor su sufrimiento.
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- ¡Ay si tuviera quince años! -decía -. Sé que me gustará el mundo de allá arriba, y amaré a los
hombres que lo habitan.

Y como todo llega en este mundo, al fin cumplió los quince años.

- Bien, ya eres mayor -le dijo la abuela, la anciana reina viuda-. Ven, que te ataviaré como a tus
hermanas-. Y le puso en el cabello una corona de lirios blancos; pero cada pétalo era la mitad de
una perla, y la anciana mandó adherir ocho grandes ostras a la cola de la princesa como
distintivo de su alto rango.

- ¡Duele! -exclamaba la doncella.

- Hay que sufrir para ser hermosa -contestó la anciana.

La doncella de muy buena gana se habría sacudido todos aquellos adornos y la pesada diadema,
para quedarse vestida con las rojas flores de su jardín; pero no se atrevió a introducir
novedades. - ¡Adiós! - dijo, elevándose, ligera y diáfana a través del agua, como una burbuja.

El sol acababa de ocultarse cuando la sirena asomó la cabeza a la superficie; pero las nubes
relucían aún como rosas y oro, y en el rosado cielo brillaba la estrella vespertina, tan clara y
bella; el aire era suave y fresco, y en el mar reinaba absoluta calma. Había a poca distancia un
gran barco de tres palos; una sola vela estaba izada, pues no se movía ni la más leve brisa, y en
cubierta se veían los marineros por entre las jarcias y sobre las pértigas. Había música y canto,
y al oscurecer encendieron centenares de farolillos de colores; parecía como si ondeasen al aire
las banderas de todos los países.

La joven sirena se acercó nadando a las ventanas de los camarotes, y cada vez que una ola la
levantaba, podía echar una mirada a través de los cristales, límpidos como espejos, y veía
muchos hombres magníficamente ataviados. El más hermoso era el joven príncipe, de grandes
ojos negros. Seguramente no tendría mas allá de dieciséis años; aquel día era su cumpleaños, y
por eso se celebraba la fiesta. Los marineros bailaban en cubierta, y cuando salió el príncipe se
dispararon más de cien cohetes, que brillaron en el aire, iluminándolo como la luz del día, por lo
cual la sirena, asustada, se apresuró a sumergirse unos momentos; cuando volvió a asomar a flor
de agua, le pareció como si todas las estrellas del cielo cayesensobre ella.

Nunca había visto fuegos artificiales. Grandes soles zumbaban en derredor, magníficos peces de
fuego surcaban el aire azul, reflejándose todo sobre el mar en calma. En el barco era tal la
claridad, que podía distinguirse cada cuerda, y no digamos los hombres. ¡Ay, qué guapo era el
joven príncipe! Estrechaba las manos a los marinos, sonriente, mientras la música sonaba en la
noche.

Pasaba el tiempo, y la pequeña sirena no podía apartar los ojos del navío ni del apuesto
príncipe. Apagaron los faroles de colores, los cohetes dejaron de elevarse y cesaron también los
cañonazos, pero en las profundidades del mar aumentaban los ruidos. Ella seguía meciéndose
en la superficie, para echar una mirada en el interior de los camarotes a cada vaivén de las olas.

Luego el barco aceleró su marcha, izaron todas las velas, una tras otra, y, a medida que el oleaje
se intensificaba, el cielo se iba cubriendo de nubes; en la lejanía zigzagueaban ya los rayos. Se
estaba preparando una tormenta horrible, y los marinos hubieron de arriar nuevamente las velas.
El buque se balanceaba en el mar enfurecido, las olas se alzaban como enormes montañas
negras que amenazaban estrellarse contra los mástiles; pero el barco seguía flotando como un
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cisne, hundiéndose en los abismos y levantándose hacia el cielo alternativamente, juguete de las
aguas enfurecidas.

A la joven sirena le parecía aquello un delicioso paseo, pero los marineros pensaban muy de
otro modo. El barco crujía y crepitaba, las gruesas planchas se torcían a los embates del mar. El
palo mayor se partió como si fuera una caña, y el barco empezó a tambalearse de un costado al
otro, mientras el agua penetraba en él por varios puntos.

Sólo entonces comprendió la sirena el peligro que corrían aquellos hombres; ella misma tenía
que ir muy atenta para esquivar los maderos y restos flotantes. Unas veces la oscuridad era tan
completa, que la sirena no podía distinguir nada en absoluto; otras veces los relámpagos daban
una luz vivísima, permitiéndole reconocer a los hombres del barco. Buscaba especialmente al
príncipe, y, al partirse el navío, lo vio hundirse en las profundidades del mar. Su primer
sentimiento fue de alegría, pues ahora iba a tenerlo en sus dominios; pero luego recordó que los
humanos no pueden vivir en el agua, y que el hermoso joven llegaría muerto al palacio de su
padre. No, no era posible que muriese; por eso echó ella a nadar por entre los maderos y las
planchas que flotaban esparcidas por la superficie, sin pensar en que podían aplastarla.
Hundiéndose en el agua y elevándose nuevamente, llegó al fin al lugar donde se encontraba el
príncipe, el cual se hallaba casi al cabo de sus fuerzas; los brazos y piernas empezaban a
entumecérsele, sus bellos ojos se cerraban, y habría sucumbido sin la llegada de la sirenita, la
cual sostuvo su cabeza fuera del agua y se abandonó al impulso de las olas.

El intrépido soldadito de plomo

Érase una vez veinticinco soldados de plomo, todos hermanos, pues los habían fundido de una
misma cuchara vieja. Llevaban el fusil al hombro y miraban de frente; el uniforme era precioso,
rojo y azul. La primera palabra que escucharon en cuanto se levantó la tapa de la caja que los
contenía fue: « ¡Soldados de plomo! ». La pronunció un chiquillo, dando una gran palmada.
Eran el regalo de su cumpleaños y los alineó sobre la mesa. Todos eran exactamente iguales,
excepto uno, que se distinguía un poquito de los demás: le faltaba una pierna, pues había sido
fundido el último, y el plomo no bastaba. Pero con una pierna, se sostenía tan firme como los
otros con dos, y de él precisamente vamos a hablar aquí.

En la mesa donde los colocaron había otros muchos juguetes, y entre ellos destacaba un bonito
castillo de papel, por cuyas ventanas se veían las salas interiores. Enfrente, unos arbolitos
rodeaban un espejo que semejaba un lago, en el cual flotaban y se reflejaban unos cisnes de
cera. Todo era en extremo primoroso, pero lo más lindo era una muchachita que estaba en la
puerta del castillo. De papel también ella, llevaba un hermoso vestido y una estrecha banda azul
en los hombros, a modo de fajín, con una reluciente estrella de oropel en el centro, tan grande
como su cara.
La chiquilla tenía los brazos extendidos, pues era una bailarina, y una pierna levantada, tanto,
que el soldado de plomo, no alcanzando a descubrirla, acabó por creer que sólo tenía una, como
él.

- He aquí la mujer que necesito -pensó-. Pero está muy alta para mí: vive en un palacio, y yo por
toda vivienda sólo tengo una caja, y además somos veinticinco los que vivimos en ella; no es
lugar para una princesa. Sin embargo, intentaré establecer relaciones.

Y se situó detrás de una tabaquera que había sobre la mesa, desde la cual pudo contemplar a sus
anchas a la distinguida damita, que continuaba sosteniéndose sobre un pie sin caerse.
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Al anochecer, los soldados de plomo fueron guardados en su caja, y los habitantes de la casa se
retiraron a dormir. Éste era el momento que los juguetes aprovechaban para jugar por su cuenta,
a "visitas", a "guerra", a "baile"; los soldados de plomo alborotaban en su caja, pues querían
participar en las diversiones; mas no podían levantar la tapa. El cascanueces todo era dar
volteretas, y el pizarrín venga divertirse en la pizarra. Con el ruido se despertó el canario, el
cual intervino también en el jolgorio, recitando versos. Los únicos que no se movieron de su
sitio fueron el soldado de plomo y la bailarina; ésta seguía sosteniéndose sobre la punta del pie,
y él sobre su única pierna; pero sin desviar ni por un momento los ojos de ella.

El reloj dio las doce y, ¡pum!, saltó la tapa de la tabaquera; pero lo que había dentro no era rapé,
sino un duendecillo negro. Era un juguete sorpresa.

- Soldado de plomo -dijo el duende-, ¡no mires así!

Pero el soldado se hizo el sordo.

- ¡Espera a que llegue la mañana, ya verás! -añadió el duende.

Cuando los niños se levantaron, pusieron el soldado en la ventana, y, sea por obra del duende o
del viento, ésta se abrió de repente, y el soldadito se precipitó de cabeza, cayendo desde una
altura de tres pisos. Fue una caída terrible. Quedó clavado de cabeza entre los adoquines, con la
pierna estirada y la bayoneta hacia abajo.

La criada y el chiquillo bajaron corriendo a buscarlo; mas, a pesar de que casi lo pisaron, no
pudieron encontrarlo. Si el soldado hubiese gritado:
-¡Estoy aquí! -, indudablemente habrían dado con él, pero le pareció indecoroso gritar, yendo de
uniforme.

He aquí que comenzó a llover; las gotas caían cada vez más espesas, hasta convertirse en un
verdadero aguacero. Cuando aclaró, pasaron por allí dos mozalbetes callejeros.

- ¡Mira! -exclamó uno-. ¡Un soldado de plomo! ¡Vamos a hacerle navegar! Con un papel de
periódico hicieron un barquito, y, embarcando en él al soldado, lo pusieron en el arroyo; el
barquichuelo fue arrastrado por la corriente, y los chiquillos seguían detrás de él dando
palmadas de contento. ¡Qué olas y qué corriente! No podía ser de otro modo, con el diluvio que
había caído. El bote de papel no cesaba de tropezar y tambalearse, girando a veces tan
bruscamente que el soldado por poco se marea; sin embargo, continuaba impertérrito, sin
pestañear, mirando siempre de frente y siempre arma al hombro. De pronto, el bote entró bajo
un puente del arroyo; aquello estaba oscuro comoen su caja.

- ¿Dónde iré a parar? -pensaba-. De todo esto tiene la culpa el duende. ¡Ay, si al menos aquella
muchachita estuviese conmigo en el bote! ¡Poco me importaría esta oscuridad!

De repente salió una gran rata de agua que vivía debajo el puente.

- ¡Alto! -gritó-. ¡A ver tu pasaporte!

Pero el soldado de plomo no respondió; únicamente oprimió con más fuerza el fusil.

La barquilla siguió su camino, y la rata tras ella. ¡Uf! Cómo rechinaba los dientes y gritaba a las
virutas y las pajas:
- ¡Detenedlo, detenedlo! ¡No ha pagado peaje! ¡No ha mostrado el pasaporte!
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La corriente se volvía cada vez más impetuosa. El soldado veía ya la luz del sol al extremo del
túnel. Pero entonces percibió un estruendo capaz de infundir terror al más valiente. Imaginad
que, en el punto donde terminaba el puente, el arroyo se precipitaba en un gran canal. Para él,
aquello resultaba tan peligroso como lo sería para nosotros el caer por una alta catarata.

Estaba ya tan cerca de ella, que era imposible evitarla. El barquito salió disparado, pero nuestro
pobre soldadito seguía tan firme como le era posible. ¡Nadie podía decir que había pestañeado
siquiera! La barquita describió dos o tres vueltas sobre sí misma con un ruido sordo,
inundándose hasta el borde; iba a zozobrar. Al soldado le llegaba el agua al cuello. La barca se
hundía por momentos, y el papel se deshacía; el agua cubría ya la cabeza del soldado, que, en
aquel momento se acordó de la linda bailarina, cuyo rostro nunca volvería a contemplar.
Entonces le pareció que le decían al oído:
- ¡Adiós, adiós, guerrero! ¡Tienes que sufrir la muerte!

Entonces el papel se desgarró y el soldado se fue al fondo, pero en el mismo momento se lo


tragó un gran pez. ¡Allí sí se estaba oscuro! Peor aún que bajo el puente del arroyo; y, además,
¡tan estrecho! Pero el soldado seguía firme, tendido cuán largo era, sin soltar el fusil.

El pez continuó sus evoluciones y horribles movimientos, hasta que, por fin, se quedó quieto, y
en su interior penetró un rayo de luz. Se hizo una gran claridad, y alguien exclamó:
-¡El soldado de plomo!- El pez había sido pescado, llevado al mercado y vendido; y, ahora
estaba en la cocina, donde la cocinera lo abría con un gran cuchillo. Cogiendo por el cuerpo con
dos dedos el soldadito, lo llevó a la sala, pues todos querían ver aquel personaje extraño salido
del estómago del pez; pero el soldado de plomo no se sentía nada orgulloso. Lo pusieron de pie
sobre la mesa y - ¡qué cosas más raras ocurren a veces en el mundo! – se encontró en el mismo
cuarto de antes, con los mismos niños y los mismos juguetes sobre la mesa, sin que faltase el
soberbio palacio y la linda bailarina, siempre sosteniéndose sobre la punta del pie y con la otra
pierna al aire. Aquello conmovió a nuestro soldado, y estuvo a punto de llorar lágrimas de
plomo. Pero habría sido poco digno de él. La miró sin decir palabra.

En éstas, uno de los chiquillos, cogiendo al soldado, lo tiró a la chimenea, sin motivo alguno;
seguramente la culpa la tuvo el duende de la tabaquera. El soldado de plomo quedó todo
iluminado y sintió un calor espantoso, aunque no sabía si era debido al fuego o al amor. Sus
colores se habían borrado también, a consecuencia del viaje o por la pena que sentía; nadie
habría podido decirlo. Miró de nuevo a la muchacha, encontrándose las miradas de los dos, y él
sintió que se derretía, pero siguió firme, arma al hombro. Se abrió la puerta, y una ráfaga de
viento se llevó a la bailarina, que, cual una sílfide, se levantó volando para posarse también en
la chimenea, junto al soldado; se inflamó y desapareció en un instante. A su vez, el soldadito se
fundió, quedando reducido a una pequeña masa informe. Cuando, al día siguiente, la criada sacó
las cenizas de la estufa, no quedaba de él más que un trocito de plomo en forma de corazón; de
la bailarina, en cambio, había quedado la estrella de oropel, carbonizada y negra.

La niña de los fósforos

¡Qué frío hacía!, nevaba y comenzaba a oscurecer; era la última noche del año, la noche de San
Silvestre. Bajo aquel frío y en aquella oscuridad, pasaba por la calle una pobre niña, descalza y
con la cabeza descubierta. Verdad es que al salir de su casa llevaba zapatillas, pero, ¡de qué le
sirvieron! Eran unas zapatillas que su madre había llevado últimamente, y a la pequeña le
venían tan grandes, que las perdió al cruzar corriendo la calle para librarse de dos coches que
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venían a toda velocidad. Una de las zapatillas no hubo medio de encontrarla, y la otra se la
había puesto un mozalbete, que dijo que la haría servir de cuna el día que tuviese hijos.

Y así la pobrecilla andaba descalza con los desnudos piececitos completamente amoratados por
el frío. En un viejo delantal llevaba un puñado de fósforos y un paquete en una mano. En todo
el santo día nadie le había comprado nada, ni le había dado un mísero chelín; se volvía a su casa
hambrienta y medio helada, ¡y parecía tan abatida, la pobrecilla! Los copos de nieve caían sobre
su largo cabello rubio, cuyos hermosos rizos le cubrían el cuello; pero no estaba ella para
presumir.

En un ángulo que formaban dos casas -una más saliente que la otra-, se sentó en el suelo y se
acurrucó hecha un ovillo. Encogía los piececitos todo lo posible, pero el frío la iba invadiendo
y, por otra parte, no se atrevía a volver a casa, pues no había vendido ni un fósforo, ni recogido
un triste céntimo. Su padre le pegaría, además de que en casa hacía frío también; sólo los
cobijaba el tejado, y el viento entraba por todas partes, pese a la paja y los trapos con que
habían procurado tapar las rendijas.

Tenía las manitas casi ateridas de frío. ¡Ay, un fósforo la aliviaría seguramente! ¡Si se atreviese
a sacar uno solo del manojo, frotarlo contra la pared y calentarse los dedos! Y sacó uno: «
¡ritch! ». ¡Cómo chispeó y cómo quemaba! Dio una llama clara, cálida, como una lucecita. A la
pequeñuela le pareció que estaba sentada junto a una gran estufa de hierro, con pies y campana
de latón; el fuego ardía magníficamente en su interior, ¡y calentaba tan bien! La niña alargó los
pies para calentárselos a su vez, pero se extinguió la llama, se esfumó la estufa y ella se quedó
sentada, con el resto de la consumida cerilla en la mano.

Encendió otra que, al arder y proyectar su luz sobre la pared, volvió a ésta transparente como si
fuese de gasa, y la niña pudo ver el interior de una habitación donde estaba la mesa puesta,
cubierta con un blanquísimo mantel y fina porcelana. Un pato asado humeaba deliciosamente,
relleno de ciruelas y manzanas. Y lo mejor del caso fue que el pato saltó fuera de la fuente y,
anadeando por el suelo con un tenedor y un cuchillo a la espalda, se dirigió hacia la pobre
muchachita. Pero en aquel momento se apagó el fósforo, dejando visible tan sólo la gruesa y
fría pared.

Encendió la niña una tercera cerilla y se encontró sentada debajo de un hermosísimo árbol de
Navidad. Era aún más alto y más bonito que el que viera la última Nochebuena, a través de la
puerta de cristales, en casa del rico comerciante. Millares de velitas ardían en las ramas verdes y
de éstas colgaban pintadas estampas, semejantes a las que adornaban los escaparates. La
pequeña levantó los dos bracitos... y entonces se apagó el fósforo. Todas las lucecitas se
remontaron a lo alto, y ella se dio cuenta de que eran las rutilantes estrellas del cielo; una de
ellas se desprendió y trazó en el firmamento una larga estela de fuego.

«Alguien se está muriendo» -pensó la niña, pues su abuela, la única persona que la había
querido, pero que estaba muerta ya, le había dicho: -Cuando una estrella cae, un alma se eleva
hacia Dios.

Frotó una nueva cerilla contra la pared; se iluminó el espacio inmediato y apareció la anciana
abuelita, radiante, dulce y cariñosa.

- ¡Abuelita! -exclamó la pequeña-. ¡Llévame, contigo! Sé que te irás también cuando se apague
el fósforo, del mismo modo que se fueron la estufa, el asado y el árbol de Navidad. Se apresuró
a encender los fósforos que le quedaban, afanosa de no perder a su abuela; y los fósforos
brillaron con luz más clara que la del pleno día. Nunca la abuelita había sido tan alta y tan
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hermosa; tomó a la niña en el brazo y, envueltas las dos en un gran resplandor, henchidas de
gozo, emprendieron el vuelo hacia las alturas, sin que la pequeña sintiera ya frío, hambre ni
miedo. Estaban en la mansión de Dios.

Pero en el ángulo de la casa, la fría madrugada descubrió a la chiquilla, rojas las mejillas, y la
boca sonriente... Muerta, muerta de frío en la última noche del Año Viejo. La primera mañana
del Nuevo Año iluminó el pequeño cadáver, sentado, con sus fósforos, un paquetito de los
cuales aparecía consumido casi del todo. « ¡Quiso calentarse!», dijo la gente. Pero nadie supo
las maravillas que había visto, ni el esplendor con que, en compañía de su anciana abuelita,
había subido a la gloria del Año Nuevo.

El traje nuevo del emperador

Hace muchos años había un Emperador tan aficionado a los trajes nuevos, que gastaba todas
sus rentas en vestir con la máxima elegancia. No se interesaba por sus soldados ni por el teatro,
ni le gustaba salir de paseo por el campo, a menos que fuera para lucir sus trajes nuevos. Tenía
un vestido distinto para cada hora del día, y de la misma manera que se dice de un rey: “Está en
el Consejo”, de nuestro hombre se decía: “El Emperador está en el vestuario”.

La ciudad en que vivía el Emperador era muy alegre y bulliciosa. Todos los días llegaban a ella
muchísimos extranjeros, y una vez se presentaron dos truhanes que se hacían pasar por
tejedores, asegurando que sabían tejer las más maravillosas telas. No solamente los colores y los
dibujos eran hermosísimos, sino que las prendas con ellas confeccionadas poseían la milagrosa
virtud de ser invisibles a toda persona que no fuera apta para su cargo o que fuera
irremediablemente estúpida.

-¡Deben ser vestidos magníficos! -pensó el Emperador-. Si los tuviese, podría averiguar qué
funcionarios del reino son ineptos para el cargo que ocupan. Podría distinguir entre los
inteligentes y los tontos. Nada, que se pongan enseguida a tejer la tela-. Y mandó abonar a los
dos pícaros un buen adelanto en metálico, para que pusieran manos a la obra cuanto antes.

Ellos montaron un telar y simularon que trabajaban; pero no tenían nada en la máquina. A pesar
de ello, se hicieron suministrar las sedas más finas y el oro de mejor calidad, que se embolsaron
bonitamente, mientras seguían haciendo como que trabajaban en los telares vacíos hasta muy
entrada la noche.

«Me gustaría saber si avanzan con la tela»-, pensó el Emperador. Pero había una cuestión que lo
tenía un tanto cohibido, a saber, que un hombre que fuera estúpido o inepto para su cargo no
podría ver lo que estaban tejiendo. No es que temiera por sí mismo; sobre este punto estaba
tranquilo; pero, por si acaso, prefería enviar primero a otro, para cerciorarse de cómo andaban
las cosas. Todos los habitantes de la ciudad estaban informados dela particular virtud de aquella
tela y todos estaban impacientes por verhasta qué punto su vecino era estúpido o incapaz.

«Enviaré a mi viejo ministro a que visite a los tejedores -pensó el Emperador-. Es un hombre
honrado y el más indicado para juzgar de las cualidades de la tela, pues tiene talento, y no hay
quien desempeñe el cargo como él».

El viejo y digno ministro se presentó, pues, en la sala ocupada por los dos embaucadores, los
cuales seguían trabajando en los telares vacíos. « ¡Dios nos ampare! -pensó el ministro para sus
adentros, abriendo unos ojos como naranjas-. ¡Pero si no veo nada! ». Sin embargo, no soltó
palabra.
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Los dos fulleros le rogaron que se acercase y le preguntaron si no encontraba magníficos el


color y el dibujo. Le señalaban el telar vacío y el pobre hombre seguía con los ojos
desencajados, pero sin ver nada, puesto que nada había. « ¡Dios santo! -pensó-. ¿Seré tonto
acaso? Jamás lo hubiera creído y nadie tiene que saberlo. ¿Es posible que sea inútil para el
cargo? No, desde luego no puedo decir que no he visto la tela».

-¿Qué? ¿No dice Vuecencia nada del tejido? -preguntó uno de los tejedores.

-¡Oh, precioso, maravilloso! -respondió el viejo ministro mirando a través de los lentes-. ¡Qué
dibujo y qué colores! Desde luego, diré al Emperador que me ha gustado extraordinariamente.

-Nos da una buena alegría -respondieron los dos tejedores, dándole los nombres de los colores y
describiéndole el raro dibujo. El viejo tuvo buen cuidado de quedarse las explicaciones en la
memoria para poder repetirlas al Emperador; y así lo hizo.

Los estafadores pidieron entonces más dinero, seda y oro, ya que lo necesitaban para seguir
tejiendo. Todo fue a parar a sus bolsillos, pues ni una hebra se empleó en el telar, y ellos
continuaron, como antes, trabajando en las máquinas vacías.

Poco después, el Emperador envió a otro funcionario de su confianza a inspeccionar el estado


de la tela e informarse de si quedaría pronto lista. Al segundo le ocurrió lo que al primero; miró
y miró, pero como en el telar no había nada, nada pudo ver.

-¿Verdad que es una tela bonita? -preguntaron los dos tramposos, señalando y explicando el
precioso dibujo que no existía.

«Yo no soy tonto -pensó el hombre-, y el empleo que tengo no lo suelto. Sería muy fastidioso.
Es preciso que nadie se dé cuenta». Y se deshizo en alabanzas de la tela que no veía, y ponderó
su entusiasmo por aquellos hermosos colores y aquel soberbio dibujo.

-¡Es digno de admiración! -dijo al Emperador.

Todos los moradores de la capital hablaban de la magnífica tela, tanto, que el Emperador quiso
verla con sus propios ojos antes de que la sacasen del telar. Seguido de una multitud de
personajes escogidos, entre los cuales figuraban los dos probos funcionarios de marras, se
encaminó a la casa donde paraban los pícaros, los cuales continuaban tejiendo con todas sus
fuerzas, aunque sin hebras ni hilados.

-¿Verdad que es admirable? -preguntaron los dos honrados dignatarios-. Fíjese Vuestra
Majestad en estos colores y estos dibujos -y señalaban el telar vacío, creyendo que los demás
veían la tela.

« ¡Cómo! -pensó el Emperador-. ¡Yo no veo nada! ¡Esto es terrible! ¿Seré tan tonto? ¿Acaso no
sirvo para emperador? Sería espantoso ».

-¡Oh, sí, es muy bonita! -dijo-. Me gusta, la apruebo-. Y con un gesto de agrado miraba el telar
vacío; no quería confesar que no veía nada.

Todos los componentes de su séquito miraban y remiraban, pero ninguno sacaba nada en
limpio; no obstante, todo era exclamar, como el Emperador: -¡oh, qué bonito!-, y le aconsejaron
que estrenase los vestidos confeccionados con aquella tela en la procesión que debía celebrarse
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próximamente. -¡Es preciosa, elegantísima, estupenda!- corría de boca en boca, y todo el mundo
parecía extasiado con ella.

El Emperador concedió una condecoración a cada uno de los dos bribones para que se las
prendieran en el ojal, y los nombró tejedores imperiales.

Durante toda la noche que precedió al día de la fiesta, los dos embaucadores estuvieron
levantados, con dieciséis lámparas encendidas, para que la gente viese que trabajaban
activamente en la confección de los nuevos vestidos del Soberano. Simularon quitar la tela del
telar, cortarla con grandes tijeras y coserla con agujas sin hebra; finalmente,dijeron: -¡Por fin, el
vestido está listo!

Llegó el Emperador en compañía de sus caballeros principales, y los dos truhanes, levantando
los brazos como si sostuviesen algo, dijeron:
-Esto son los pantalones. Ahí está la casaca. Aquí tienen el manto... Las prendas son ligeras
como si fuesen de telaraña; uno creería no llevar nada sobre el cuerpo, mas precisamente esto es
lo bueno de la tela.

-¡Sí! -asintieron todos los cortesanos, a pesar de que no veían nada, pues nada había.

-¿Quiere dignarse Vuestra Majestad quitarse el traje que lleva -dijeron los dos bribones- para
que podamos vestirle el nuevo delante del espejo?

El Emperador se quitó sus prendas, y los dos simularon ponerle las diversas piezas del vestido
nuevo, que pretendían haber terminado poco antes. Y cogiendo al Emperador por la cintura,
hicieron como si le atasen algo, la cola seguramente; y el Monarca todo era dar vueltas ante el
espejo.

-¡Dios, y qué bien le sienta, le va estupendamente! -exclamaban todos-. ¡Vaya dibujo y vaya
colores! ¡Es un traje precioso!

-El palio bajo el cual irá Vuestra Majestad durante la procesión, aguarda ya en la calle - anunció
el maestro de Ceremonias.

-Muy bien, estoy a punto -dijo el Emperador-. ¿Verdad que me sienta bien? - y se volvió una
vez más de cara al espejo, para que todos creyeran que veía el vestido.

Los ayudas de cámara encargados de sostener la cola bajaron las manos al suelo como para
levantarla, y avanzaron con ademán de sostener algo en el aire; por nada del mundo hubieran
confesado que no veían nada. Y de este modo echó a andar el Emperador bajo el magnífico
palio, mientras el gentío, desde la calle y las ventanas, decía:

-¡Qué preciosos son los vestidos nuevos del Emperador! ¡Qué magnífica cola! ¡Qué hermoso es
todo!

Nadie permitía que los demás se diesen cuenta de que nada veía, para no ser tenido por incapaz
en su cargo o por estúpido. Ningún traje del Monarca había tenido tanto éxito como aquél.

-¡Pero si no lleva nada! -exclamó de pronto un niño.

-¡Dios bendito, escuchen la voz de la inocencia! -dijo su padre; y todo el mundo se fue
repitiendo al oído lo que acababa de decir el pequeño.
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-¡No lleva nada; es un chiquillo el que dice que no lleva nada!

-¡Pero si no lleva nada! -gritó, al fin, el pueblo entero.

Aquello inquietó al Emperador, pues barruntaba que el pueblo tenía razón; mas pensó:
«Hay que aguantar hasta el fin». Y siguió más altivo que antes; y los ayudas de cámara
continuaron sosteniendo la inexistente cola.

A continuación, presentamos varios de los cuentos creados por Perrault, tales como “La
Cenicienta”, “La bella durmiente del bosque” y “El gato con botas”, entre otros.

La Cenicienta

Érase una vez un gentil hombre que se casó en segundas nupcias con la mujer más altiva y
orgullosa que se pudo ver jamás. Tenía dos hijas que eran idénticas a ella, al haber heredado
todo su carácter. El marido, por su parte, tenía una hija joven, de una dulzura y bondad sin
igual, pues se parecía en todo a su madre, que había sido la mejor persona del mundo.

Inmediatamente después de la boda, la madrastra dio rienda suelta a su mal carácter; no podía
soportar las buenas cualidades de aquella niña, que hacían a sus hijas aún más odiosas. La
obligó a hacer las tareas más viles de la casa: tenía que fregar los platos, limpiar las escaleras y
toda la casa, arreglar todas las habitaciones, incluidas las de sus hijas. Dormía en un desván, en
lo más alto de la casa, sobre un mal jergón, mientras que sus hermanas disponían de grandes
habitaciones entarimadas, con camas a la última moda, y grandes espejos donde se podían ver
de cuerpo entero.

La pobre chica lo sufría todo con mucha paciencia y no se atrevía nunca a quejarse a su padre,
por temor a que le riñera, pues su mujer lo tenía completamente dominado.

Cuando la joven terminaba sus tareas, se iba a un rincón de la chimenea a sentarse sobre las
cenizas, por lo que en la casa la llamaban generalmente Culoceniza. La hermana pequeña, que
no era tan mala como la mayor, la llamaba Cenicienta; aunque Cenicienta, con sus harapos, no
dejaba de ser cien veces más hermosa que sus hermanas, a pesar de que ambas vestían con
ropas muy lujosas.

Y sucedió que el hijo del Rey dio un baile, al que invitó a todas las personas de calidad, siendo
invitadas también nuestras dos señoritas, ya que ellas pertenecían a una familia distinguida en el
país. Helas aquí, pues, muy contentas y muy atareadas en elegir los vestidos y los peinados que
les sentaran mejor. Esto ocasionó nuevos trabajos para Cenicienta, ya que era ella quien
planchaba la ropa de sus hermanas y quien almidonaba los puños. Continuamente las oía hablar
de la forma en que iban a arreglarse.

-Yo -decía la mayor- me pondré el vestido de terciopelo rojo y el aderezo de Inglaterra.

-Yo -decía la menor-, me pondré una sencilla falda, aunque también llevaré el mantón de flores
de oro y el broche de diamantes, que no está muy visto.
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Buscaron una buena peluquera que les hiciera los peinados de dos pisos, y encargaron en la
sastrería lunares postizos; llamaron a Cenicienta para pedirle su opinión, ya que tenía muy buen
gusto.

Cenicienta les aconsejó lo mejor que pudo, ofreciéndose incluso para retocarles el peinado, lo
que aceptaron inmediatamente las hermanas, pues era lo que estaban deseando.

Mientras las peinaba, ellas le decían:

-Cenicienta, ¿te gustaría ir al baile?

-¡Ay, señoritas!, ¿os estáis burlando?; eso no está hecho para mí.

-Tienes razón, la gente se reiría mucho viendo a una sucia Culoceniza acudir al baile.

Otra que no fuera Cenicienta las habría peinado al revés, pero ella, que era buena, las peinó
estupendamente.

Las dos hermanas estuvieron casi dos días sin comer, pues querían lucir una figura estilizada.
Sin embargo, aún rompieron más de doce cordones a fuerza de tirar de ellos para conseguir una
talle más fino, y no dejaban un momento de mirarse en el espejo.

Al fin llegó el feliz día y las hermanas se marcharon. Cenicienta las siguió con la mirada todo el
tiempo que pudo y, cuando las perdió de vista, se puso a llorar.

Su Madrina, que era un hada, la sorprendió hecha un mar de lágrimas y le preguntó qué le
pasaba.

-¡Me gustaría mucho..., me gustaría mucho...!

Cenicienta lloraba tan fuerte que no pudo terminar. El hada le preguntó:

-Te gustaría mucho ir al baile, ¿verdad?

-¡Ay, sí! -dijo Cenicienta suspirando.

-Bueno, si te portas bien -dijo su Madrina-, yo haré que vayas.

La llevó a su habitación y le dijo:

-Ve al jardín y tráeme una calabaza.

Cenicienta fue enseguida a coger la más hermosa que pudo encontrar, y se la llevó a su
Madrina, no pudiendo adivinar cómo esa calabaza podría hacerla ir al baile.

Su madrina la vació dejando sólo la corteza, la tocó con su varita mágica y la calabaza se
transformó en el acto en una hermosa carroza dorada.

Después miró en la ratonera, donde encontró seis ratones vivos aún, y le dijo a Cenicienta que
levantara un poco la trampilla; a cada ratón que salía, le daba un golpecito con la varita y el
roedor se transformaba en un hermoso caballo, así hasta que tuvo un precioso tiro de seis
caballos, de un bello color de ratón gris claro.

Como estuviera preocupada por encontrar algo que le sirviera de cochero, dijo Cenicienta:
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-Voy a ver si alguna rata ha caído en la ratonera, para convertirla en cochero.

-Tienes razón -dijo su Madrina-, mira si hay.

Cenicienta le llevó la ratonera, donde había tres ratas muy gordas. El hada eligió una, la que
tenía las mejores barbas, y, tocándola con la varita, la convirtió en un gordo cochero, que lucía
unos hermosos mostachos.

Después le dijo:

-Ve al jardín y allí encontrarás seis lagartos detrás de la regadera. Tráemelos.

En cuanto los hubo traído, el hada madrina los convirtió en seis lacayos, que subieron al
instante a la trasera de la carroza con sus libreas llenas de galones, muy erguidos, como si no
hubieran hecho otra cosa en su vida.

El hada dijo entonces a Cenicienta:

-Bueno, aquí tienes ya con qué ir al baile. ¿Estás contenta?

-Sí, pero, ¿cómo voy a ir con este viejo vestido?

Su Madrina no hizo más que tocar con la varita mágica las pobres ropas, y al momento se
transformaron en vestidos de tisú de oro y plata, recamados de piedras preciosas; también le dio
el hada un par de zapatos de cristal, los más bonitos del mundo.

Cuando Cenicienta estuvo de tal modo vestida, subió a la carroza; pero su madrina le
recomendó ante todo que regresara antes de la medianoche, advirtiéndole que, si permanecía en
el baile un minuto más, su carroza volvería a ser calabaza; sus caballos, ratones; sus lacayos,
lagartos, y sus ropas viejas recobrarían su aspecto normal.

Prometió a su Madrina que haría todo tal como ella decía; y se fue llena de felicidad.

El hijo del Rey, a quien comunicaron que acababa de llegar una princesa que nadie conocía, fue
a recibirla; le dio la mano cuando bajó de la carroza, y la condujo al gran salón donde estaban
los invitados.

Se hizo entonces un repentino silencio; se paró el baile y los violines dejaron de tocar, de tan
sorprendidos que estaban contemplando la gran belleza de aquella desconocida. Sólo se
escuchaba un rumor confuso:

-¡Oh! ¡Qué hermosa es!

El propio Rey mismo, a pesar de ser muy viejo, no dejaba de mirarla y de decirle a la reina en
voz baja, que hacía mucho tiempo que no veía a nadie con tanta gracia y belleza.

Todas las damas observaban con mucha atención su peinado y su vestido, para tener desde el
día siguiente otros parecidos, siempre que pudieran encontrarse telas tan maravillosas y
modistas tan expertas.

El hijo del Rey la colocó en un lugar de honor y en seguida la sacó a bailar. Ella danzó con tanta
gracia que la admiraron aún más. Los criados trajeron manjares exquisitos para los invitados,
pero el joven príncipe no probó bocado. ¡Tan embelesado estaba contemplando a la
desconocida! Cenicienta se sentó al lado de sus hermanas, haciéndoles muchos cumplidos y
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compartiendo con ambas las naranjas y los limones con que el príncipe las había obsequiado, lo
cual las sorprendió mucho, pues ellas no la conocían de nada.

Estaban charlando, cuando Cenicienta oyó que daban las doce menos cuarto; entonces hizo una
gran reverencia a todos los presentes y se marchó a toda prisa.

En cuanto llegó a casa, fue a buscar a su Madrina y, luego de haberle dado las gracias, le dijo
que desearía otra vez ir al baile al día siguiente, porque el hijo del rey se lo había pedido.

Cuando ella estaba ocupada contándole a su Madrina todo lo sucedido en el baile, las hermanas
llamaron a la puerta y Cenicienta fue a abrirles:

-¡Cuánto habéis tardado en volver!- les dijo mientras se frotaba los ojos y se desperezaba como
si acabara de despertarse; aunque, por supuesto, ella no tenía nada de sueño.

-Si hubieses venido al baile -le dijo una de sus hermanas-, no te habrías aburrido, pues ha
asistido una hermosa princesa, la más hermosa que nadie haya visto jamás, y ha sido muy
amable y atenta con nosotras, obsequiándonos con naranjas y limones.

Cenicienta estaba muy feliz y les preguntó el nombre de la princesa, pero le respondieron que
nadie la conocía, ni siquiera el hijo del Rey, y que éste daría cualquier cosa por saber quién era.

Cenicienta, sonriendo, les preguntó:

-¿Tan hermosa era? ¡Dios mío, pues sí que tenéis suerte! ¿No podría verla yo? ¡Ay, señorita
Javotte!, ¿no podrías prestarme tu vestido amarillo, ese que te pones a diario?

-¡Pues sí -dijo la señorita Javotte -, precisamente en eso estaba yo pensando! ¡Estaría loca si
prestara mi vestido a una sucia Culoceniza como tú!

Cenicienta esperaba esta negativa y se alegró de ello, porque se hubiera encontrado en un gran
dilema si su hermana le hubiera querido prestar el vestido.

Al día siguiente las dos hermanas fueron al baile y Cenicienta también, aunque todavía mejor
ataviada que la primera vez.

El hijo del Rey estuvo con ella toda la noche y no paró de decirle cosas bonitas; hasta tal punto
la distrajo, que olvidó lo que su madrina le había recomendado, de manera que oyó sonar la
primera campanada de medianoche, cuando creía que no eran aún ni las once. Cenicienta huyó
entonces, con la ligereza de una gacela.

El Príncipe la siguió, mas no pudo alcanzarla, y ella, en la precipitación de la huida, dejó caer
uno de sus zapatos de cristal, que el príncipe se apresuró a recoger con mucho cuidado.

Cenicienta llegó a su casa muy sofocada, sin carroza, sin lacayos, y con sus feos vestidos; no le
quedaba de tanto esplendor más que el otro zapato de cristal, la pareja del que había dejado
caer.

Preguntaron a los guardias de la puerta del palacio si habían visto salir a una princesa, y
contestaron que sólo habían visto salir a una muchacha muy mal vestida, que tenía más el
aspecto de una campesina que de una señorita.

Cuando sus dos hermanastras regresaron del baile, Cenicienta les preguntó si también esa noche
se habían divertido y si la bella dama había de nuevo aparecido.
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Ellas le dijeron que sí, pero que había huido cuando llegó la medianoche, y que había perdido
en su precipitación uno de sus zapatitos de cristal, el más bonito del mundo; que el hijo del Rey
lo había recogido, y que no había hecho otra cosa, en todo el resto del baile, sino mirarlo
permanentemente, y que, con total seguridad, estaba muy enamorado de la hermosa joven a
quien pertenecía ese zapatito.

Las hermanas decían la verdad, ya que pocos días después, el hijo del rey mandó publicar a
toque de corneta que se casaría con aquella joven a quien le viniese bien el zapatito de cristal.

Y comenzó a probárselo a las princesas, siguiendo las duquesas, y a todas las damas de la corte,
pero todo fue en vano.

Por fin, la prueba llegó a la casa de las hermanas, que hicieron todo lo posible para que su pie
entrara en el zapatito, pero no lo consiguieron.

Cenicienta, que las miraba y que reconoció su zapato, dijo riéndose:

-¡Puedo intentarlo yo!

Sus hermanas se echaron a reír y empezaron a burlarse de ella. El gentilhombre que efectuaba la
prueba del zapato, habiendo contemplado atentamente a Cenicienta, y encontrándola muy
hermosa, dijo que era justo, y que él tenía orden de probárselo a todas las jóvenes. Hizo sentar,
entonces, a Cenicienta y, acercando el zapato a su piececito, vio que entraba sin esfuerzo y que
le caía como un guante.

La sorpresa de las hermanastras fue grande, pero más grande aún fue cuando Cenicienta sacó de
su bolsillo el otro zapatito, que se puso en el otro pie. En ese preciso instante hizo su aparición
el hada Madrina, quien, golpeando con la varita mágica los vestidos de Cenicienta, los convirtió
en unos vestidos mucho más deslumbradores que todos los anteriores.

Entonces las dos hermanas la reconocieron como la hermosa dama que habían visto en el baile
y se arrojaron a sus pies para pedirle perdón por todos los malos tratos que le habían hecho
sufrir.

Cenicienta las levantó y les dijo, abrazándolas, que las perdonaba de todo corazón y que les
rogaba que, en adelante, fueran buenas amigas.

Cenicienta, ataviada como estaba, fue conducida ante el joven Príncipe, que la encontró más
hermosa que nunca; y unos días después se casó con ella.

Cenicienta, que era tan buena como hermosa, había hecho que sus hermanas se alojaran en el
palacio, y el mismo día las casó con dos grandes señoresde la corte.

La Bella durmiente del bosque

Érase una vez un Rey y una Reina que estaban tan afligidos por no tener hijos, tan afligidos, que
no hay palabras para expresarlo. Fueron a todas las aguas termales del mundo; votos,
peregrinaciones, pequeñas devociones, todo lo pusieron en práctica, sin que sirviera de nada.

Sin embargo, la reina quedó, por fin embarazada y dio a luz una niña. Hicieron un hermoso
bautizo; eligieron para madrinas de la Princesita a todas las hadas que pudieron encontrar en el
país (se encontraron siete), para que cada una de ellas, al concederle un don, como era
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costumbre entre las hadas de aquel tiempo, tuviera la Princesa todas las perfecciones
imaginables.

Después de las ceremonias del bautizo, todos los invitados volvieron al palacio del rey, donde
se celebraba un gran festín para las hadas. Delante de cada una de ellas colocaron un magnífico
cubierto, en un estuche de oro macizo, donde había una cuchara, un tenedor y un cuchillo de oro
fino, guarnecido con diamantes y rubíes. Pero, cuando cada uno se estaba sentando a la mesa,
vieron entrar a un hada vieja, a quien no habían invitado, porque hacía más de cincuenta años
que no salía de una torre, y la creían muerta o encantada.

El Rey ordenó que le pusieran un cubierto, pero no hubo manera de darle un estuche de oro
macizo como a las demás, pues sólo se habían mandado hacer siete, para las siete hadas. La
vieja creyó que la despreciaban y murmuró amenazas entre dientes. Una de las hadas jóvenes,
que se hallaba a su lado, la escuchó y, pensando que pudiera depararle a la Princesita algún don
enojoso, en cuanto se levantaron de la mesa, fue a esconderse detrás de las cortinas, para hablar
la última y poder así reparar en lo posible el mal que la vieja hubiese hecho.

Entretanto, las hadas comenzaron a conceder sus dones a la Princesa. La más joven le otorgó el
don de ser la persona más bella del mundo; la siguiente, el de tener el alma de un ángel; la
tercera, el de mostrar una gracia admirable en todo lo que hiciera; la cuarta, el de bailar a las mil
maravillas; la quinta, el de cantar como un ruiseñor, y la sexta, el de tocar con toda perfección
cualquier clase de instrumento musical. Al llegar el turno a la vieja hada, ésta dijo, sacudiendo
la cabeza, más por despecho que por vejez, que la Princesa se pincharía la mano con un huso, y
que a consecuencia de eso moriría. Este don terrible hizo estremecerse a todos los invitados y
no hubo nadie que no llorara.

En ese instante, el hada joven salió de detrás de las cortinas y, en alta voz, pronunció estas
palabras:

-Tranquilizaos, Rey y Reina, vuestra hija no morirá; es verdad que no tengo poder suficiente
para deshacer por completo lo que mi vieja compañera ha hecho. La Princesa se clavará un huso
en la mano; pero, en vez de morir, caerá sólo en un profundo sueño que durará cien años, al
cabo de los cuales el hijo de un rey vendrá a despertarla.

Para tratar de evitar la desgracia anunciada por la vieja, el Rey mandó publicar en seguida un
edicto, por el que prohibía a todas las personas hilar con huso y conservar husos en casa, bajo
pena de muerte.

Pasaron quince o dieciséis años. Un día en que el Rey y la Reina habían ido a una de sus casas
de recreo, sucedió que la joven Princesa, corriendo un día por el castillo, y subiendo de
habitación en habitación, llegó hasta lo alto de un torreón, a una pequeña buhardilla, donde una
anciana hilaba su copo a solas. La buena mujer no había oído hablar de la prohibición del rey
para hilar con huso.

-¿Qué hacéis aquí, buena mujer? -dijo la Princesa.

-Estoy hilando, hermosa niña -le respondió la anciana, que no la conocía.

-¡Ah! ¡Qué bonito es! -prosiguió la Princesa. ¿Cómo lo hacéis? Dejadme, a ver si yo también
puedo hacerlo.

No hizo más que coger el huso y, como era muy viva y un poco distraída, aparte de que la
decisión de las hadas así lo había dispuesto, se atravesó la mano con él y cayó desvanecida. La
buena anciana, muy confusa, pide socorro. Llegan de todos lados, echan agua al rostro de la
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princesa, la desabrochan, le dan golpecitos en las manos, le frotan las sienes con agua de la
reina de Hungría; pero nada la reanima.

Entonces el Rey, que había subido al sentir el alboroto, se acordó de la predicción de las hadas
y, comprendiendo que esto tenía que suceder ya que ellas lo habían dicho, mandó poner a la
princesa en el aposento más hermoso del palacio, sobre una cama bordada de oro y plata. Estaba
tan bella que parecía un ángel; en efecto, el desmayo no le había quitado los vivos colores de su
rostro: sus mejillas estaban encarnadas y sus labios parecían de coral; sólo tenía los ojos
cerrados, pero se la oía respirar suavemente, lo que demostraba que no estaba muerta.

El rey ordenó que la dejaran dormir en reposo, hasta que llegara la hora de despertarse.

El hada buena que le había salvado la vida, al hacer que durmiera cien años, se hallaba en el
reino de Mataquin, a doce mil leguas de allí, cuando ocurrió el accidente de la princesa; pero al
instante la avisó un enanito que tenía botas de siete leguas. El hada partió enseguida y, al cabo
de una hora, la vieron llegar en una carroza de fuego tirada por dragones.

El Rey fue a ofrecerle la mano al bajar de la carroza. Ella aprobó todo lo que él había hecho;
pero, como era muy previsora, pensó que cuando la Princesa despertara, se sentiría muy
confundida al verse sola en aquel viejo castillo, por lo cual quiso poner remedio a esa situación.
Para ello, tocó con su varita todo lo que había en el castillo (salvo al rey y a la reina): ayas,
damas de honor, sirvientas, gentiles hombres, oficiales, mayordomos, cocineros, pinches de
cocina, guardias, porteros pajes, lacayos. Tocó también todos los caballos que estaban en las
caballerizas, con los palafreneros, los grandes mastines de corral, y la pequeña Puf, la perrita de
la Princesa que estaba junto a ella sobre el lecho. Justo al tocarlos, se durmieron todos, para que
despertaran al mismo tiempo que su ama, a fin de que estuviesen preparados para atenderla
cuando llegara el momento; hasta los asadores,que estaban puestos al fuego llenos de faisanes y
perdices, se durmieron, y también el fuego. Todo esto se hizo en un instante; las hadas no
tardaban mucho en hacer su tarea.

Entonces el Rey y la Reina, después de besar a su querida hija sin que se despertara, salieron del
castillo y ordenaron publicar la prohibición de que nadie se acercara a él. Tal prohibición no era
necesaria, pues en un cuarto de hora creció alrededor del parque tal cantidad de árboles grandes
y pequeños, de zarzas y espinos entrelazados unos con otros, que ni hombre ni bestia habría
podido pasar; de modo que ya no se veía sino lo alto de las torres del castillo, y eso sólo desde
muy lejos.

Nadie dudó de que todo esto era también obra del hada, para que la princesa, mientras durmiera,
no tuviese nada que temer de los curiosos.

Al cabo de cien años, el hijo del rey que reinaba entonces y que no era de la familia de la
princesa dormida, andando de caza por esos lugares, preguntó qué torres eran aquellas que se
divisaban por encima de un gran bosque muy espeso. Cada cual le respondió según lo que había
oído decir. Unos decían que era un viejo castillo poblado de fantasmas; otros, que todos las
brujas de la región celebraban allí sus aquelarres. La opinión más generalizada era que en ese
lugar vivía un ogro y llevaba allí a cuantos niños podía atrapar, para comérselos a sus anchas y
sin que pudieran seguirlo, pues sólo él tenía el poder para abrirse paso a través del bosque. El
príncipe no sabía qué pensar de todo aquello, hasta que un viejo campesino tomó la palabra y le
dijo:

-Príncipe, hace más de cincuenta años le oí decir a mi padre que había en ese castillo una
princesa, la más hermosa del mundo, que dormiría durante cien años y sería despertada por el
hijo de un rey a quien ella estaba destinada.
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Ante aquellas palabras, el joven príncipe se sintió enardecido; creyó sin vacilar que él pondría
fin a tan hermosa aventura, e impulsado por el amor y la gloria, resolvió investigar al instante
qué era aquello.

Apenas avanzó hacia el bosque, cuando esos enormes árboles, aquellas zarzas y espinos, se
apartaron por sí mismos para dejarlo pasar. Caminó hacia el castillo que veía al final de una
gran alameda, por donde entró; pero, lo que le sorprendió fue que ninguna de sus gentes había
podido seguirlo, porque los árboles se habían cerrado tras él.

Continuó sin embargo su camino, pues un príncipe joven y enamorado es siempre valiente.
Entró en un gran patio, donde todo lo que apareció ante su vista era para helarlo de espanto.
Reinaba un horroroso silencio. Por todas partes se presentaba la imagen de la muerte: cuerpos
tendidos de hombres y animales, que parecían muertos. Sin embargo se dio cuenta, por la nariz
llena de granos y la cara rubicunda de los guardias, que sólo estaban dormidos, y sus jarras,
donde aún quedaban unas gotas de vino, indicaban claramente que se habían dormido bebiendo.

Atravesó un gran patio pavimentado de mármol, subió por la escalera, llegó a la sala de los
guardias, que estaban formados en fila, con la escopeta de rueda al hombro, roncando a más y
mejor. Atravesó varias cámaras llenas de caballeros y damas, todos dormidos, unos de pie, otros
sentados; entró en una habitación completamente dorada, donde vio sobre una cama, cuyas
cortinas estaban descorridas por todos los lados, el más bello espectáculo que jamás imaginara:
una princesa que parecía tener quince o dieciséis años cuyo brillo resplandeciente tenía algo de
divino y luminoso.

Se acercó temblando y, maravillado, se arrodilló junto a ella. Entonces, como había llegado el
fin del hechizo, la Princesa despertó; y, mirándolo con ojos más tiernos de lo que una primera
mirada puede permitir, dijo:

-¿Sois vos, Príncipe mío? -le dijo ella-. Os habéis hecho esperar mucho tiempo.

El príncipe, atraído por estas palabras y, más aún, por la forma en que habían sido dichas, le
aseguró que la amaba más que a sí mismo. Sus razones resultaron desordenadas, pero por eso
gustaron más a la princesa. Poca elocuencia y mucho amor. Estaba más confundido que ella, y
no era para menos; la princesa había tenido tiempo de soñar en lo que tendría que decirle, pues
parece (la historia, sin embargo, no dice nada de esto) que el hada buena, durante tan largo
sueño, le había procurado el placer de tener sueños agradables.

En fin, hacía cuatro horas que hablaban y no se habían dicho ni de la mitad de las cosas que
tenían que decirse.

Entretanto, todo el palacio se había despertado junto con la Princesa. Cada uno se disponía a
cumplir con su tarea y, como no todos estaban enamorados, se morían de hambre. La dama de
honor, apremiada como los demás, le anunció a la Princesa que la cena estaba servida. El
Príncipe ayudó a la Princesa a levantarse y vio que estaba totalmente vestida, y con gran
magnificencia; pero se abstuvo de decirle que sus ropas eran de otra época y que todavía usaba
gorguera. No por eso estaba menos hermosa.

Pasaron a un salón de espejos y allí cenaron, atendidos por los servidores de la Princesa.
Violines y oboes interpretaron piezas antiguas pero excelentes, que ya no se tocaban desde
hacía casi cien años; y después de la cena, sin pérdida de tiempo, el gran capellán los casó en la
capilla del castillo, y la dama de honor corrió las cortinas. Durmieron poco: la princesa no lo
necesitaba mucho, y el príncipe la dejó por la mañana para volver a la ciudad, donde su padre
estaría preocupado por él.
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El Príncipe le dijo que, estando de caza, se había perdido en el bosque y que había pasado la
noche en la choza de un carbonero quien le había dado de comer queso y pan negro. El Rey, su
padre, que era un buen hombre, le creyó; pero su madre no quedó muy convencida y, al ver que
iba casi todos los días de caza y que siempre tenía una excusa a mano cuando pasaba dos o tres
noches fuera del palacio, ya no dudó de que tuviera algún amorío.

Vivió más de dos años enteros con la princesa y tuvieron dos hijos: el primero fue una niña, a
quien dieron por nombre Aurora, y el segundo un varón, a quien llamaron Día porque parecía
aún más hermoso que su hermana.

La reina le dijo varias veces a su hijo, para hacerlo confesar, que había que pasarlo bien en la
vida, pero él no se atrevió nunca a confiarle su secreto. Aunque la quería, la temía, porque era
de raza de ogros, y el rey sólo se había casado con ella por sus muchas riquezas. En la corte se
rumoreaba, incluso, que tenía inclinaciones de ogro y que, al ver pasar a los niños pequeños, le
costaba todo el trabajo del mundo contenerse para no lanzarse sobre ellos; por lo cual el
Príncipe nunca quiso decirle nada.

Pero, cuando dos años más tarde murió el rey y él se sintió el dueño, declaró públicamente su
matrimonio y, con gran ceremonia, fue a buscar a su mujer al castillo. Le hicieron un
recibimiento magnífico en la capital, donde ella entró acompañada de sus dos hijos.

Algún tiempo después, el rey fue a hacer la guerra contra el emperador Cantalabutte, su vecino.
Encargó la regencia del reino a la Reina, su madre, recomendándole mucho que cuidara a su
mujer y a sus hijos. Debía de estar en la guerra durante todo el verano y, apenas partió, la Reina
madre envió a su nuera y a sus hijos a una casa de campo en el bosque para poder satisfacer más
fácilmente sus horribles deseos. Fue allí unos días después, y una noche le dijo a su
mayordomo:

-Mañana quiero comerme a la pequeña Aurora en la cena.

-¡Ay, señora! -dijo el mayordomo.

-¡Yo lo quiero! -dijo la Reina (y lo dijo con el tono de una ogresa que desea comer carne
fresca).Y quiero comérmela con salsa Robert.

El pobre hombre, sabiendo que no podía burlarse de una ogresa, cogió su gran cuchillo y subió
a la habitación de la pequeña Aurora; tenía por entonces cuatro años y, saltando y riendo, se
echó a su cuello pidiéndole caramelos. Él se echó a llorar, el cuchillo se le cayó de las manos y
se fue al corral a degollar un corderito, preparándolo con una salsa tan buena que su ama le
aseguró que nunca había comido algo tan exquisito. Al mismo tiempo se llevó a la pequeña
Aurora y se la entregó a su mujer, para que la escondiera en una habitación que tenía al fondo
del corral.

Ocho días después, la malvada reina dijo a su mayordomo:

-Quiero comerme al pequeño Día para la cena.

Él no contestó, resuelto a engañarla como la otra vez. Fue a buscar al niño y lo encontró, florete
en mano, practicando esgrima con un gran mono, y eso que nada más que tenía tres años.
También se lo llevó a su mujer, quien lo escondió junto con la pequeña Aurora, y le sirvió, en
vez del pequeño Día, un cabritillo muy tierno que la ogresa encontró delicioso.

Hasta ahora todo había ido bien; pero una noche, esta Reina perversa le dijo al mayordomo:
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-Quiero comerme a la Reina con la misma salsa que a sus hijos.

Fue entonces cuando el pobre mayordomo perdió la esperanza de poder engañarla otra vez. La
joven Reina tenía más de veinte años, sin contar los cien que había dormido; por lo cual su
hermosa y blanca piel era algo dura. ¿Y cómo encontrar en el corral un animal tan duro?
Decidió entonces, para salvar su vida, degollar a la Reina, y subió a sus aposentos con la
intención de acabar de una vez.

Trataba de sentir furor y, puñal en mano, entró en la habitación de la joven Reina. Sin embargo,
no quiso sorprenderla y, con mucho respeto, le comunicó la orden que había recibido de la
Reina madre.

-Cumplid con vuestro deber -dijo ella, presentándole el cuello; ejecutad la orden que os han
dado; iré a reunirme con mis hijos, mis pobres hijos a quienes tanto quise (pues ella los creía
muertos desde que se los habían quitado sin decirle nada).

-No, no, señora -le respondió el pobre mayordomo, enternecido-, no moriréis, y tampoco
dejaréis de reuniros con vuestros queridos hijos, pero será en mi casa, donde los tengo
escondidos, y otra vez engañaré a la Reina, dándole de comer una cierva joven en vuestro lugar.

La condujo en seguida con su mujer y, dejando que la reina abrazara a sus hijos y llorara con
ellos, fue a aderezar a una cierva, que la Reina comió para la cena con el mismo apetito que si
se hubiera tratado de la joven reina. Se sentía muy satisfecha de su crueldad, y se preparaba
para contarle al Rey, a su vuelta, que los lobos rabiosos se habían comido a la Reina, su mujer, y
a sus dos hijos.

Una noche en que, como de costumbre, rondaba por los patios y corrales del castillo para
olfatear carne fresca, oyó en el vestíbulo de la planta baja al pequeño Día que lloraba, porque su
madre quería darle unos azotes por portarse mal, y escuchó también a la pequeña Aurora que
pedía perdón para su hermano.

La ogresa reconoció la voz de la Reina y de sus hijos y, furiosa por haber sido engañada, ordenó
a la mañana siguiente, con una voz espantosa que hacía temblar a todo el mundo, que pusieran
en el medio del patio una gran cuba, que mandó llenar con sapos, víboras, culebras y serpientes,
para echar en ella a la reina y a sus hijos, al mayordomo, a su mujer y a su criado. Había dado la
orden de llevarlos con las manos atadas a la espalda.

Estaban allí, y los verdugos se disponían a tirarlos a la cuba, cuando el Rey, a quien nadie
esperaba tan pronto, entró a caballo en el patio; había venido por la posta, y preguntó atónito
qué significaba aquel horrible espectáculo. Nadie se atrevía a decírselo, cuando la ogresa,
rabiando al ver lo que pasaba, ella misma se tiró de cabeza dentro de la cuba y, en un instante,
fue devorada por las feas bestias que había mandado poner allí.

El rey no dejó de sentirlo: al fin y al cabo era su madre; pero se consoló muy pronto con su
hermosa mujer y con sus hijos.

El gato con botas

Érase una vez un molinero que tenía tres hijos. A su muerte les dejó, por toda herencia, un
molino, un asno y un gato. El reparto se hizo enseguida, sin llamar al notario ni al procurador,
pues probablemente se hubieran llevado todo el pobre patrimonio. Al hijo mayor le tocó el
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molino; al segundo, el asno, y al más pequeño sólo le correspondió el gato. Este último no se
podía consolar de haberle tocado tan poca cosa.

-Mis hermanos -se decía- podrán ganarse la vida honradamente juntándose los dos; en cambio
yo, en cuanto me haya comido el gato y me haya hecho un manguito con su piel, me moriré de
hambre.

El gato, que estaba oyendo estas palabras, haciéndose el distraído, le dijo con aire serio y
sosegado:

-No te aflijas en absoluto, mi amo, no tienes más que darme un saco y hacerme un par de botas
para ir por los zarzales, y ya verás que tu herencia no es tan poca cosa como tú crees.

Aunque el amo del gato no hizo mucho caso al oírlo, lo había visto valerse de tantas
estratagemas para cazar ratas y ratones, como cuando se colgaba por sus patas traseras o se
escondía en la harina haciéndose el muerto, que no perdió la esperanza de que lo socorriera en
su miseria.

En cuanto el gato tuvo lo que había solicitado, se calzó rápidamente las botas, se echó el saco al
hombro, cogió los cordones con sus patas delanteras y se dirigió hacia un coto de caza en donde
había muchos conejos. Puso salvado y hierbas dentro del saco, se tendió en el suelo como si
estuviese muerto, y esperó que algún conejillo, poco conocedor de las tretas de este mundo,
viniera a meterse en el saco para comer lo que en él había echado.

Apenas se hubo recostado, cuando tuvo la primera satisfacción; un distraído conejillo entró en
el saco. El gato tiró enseguida de los cordones para atraparlo, y lo mató sin compasión.

Muy orgulloso de su presa, se dirigió hacia el palacio del Rey y pidió que lo dejaran entrar para
hablar con él. Le hicieron pasar a los aposentos de Su Majestad y, después de hacer una gran
reverencia al Rey, le dijo:

-Majestad, aquí tenéis un conejo de campo que el señor marqués de Carabás -que es el nombre
que se le ocurrió dar a su amo- me ha encargado ofreceros de su parte.

-Dile a tu amo -contestó el Rey- que se lo agradezco, y que me halaga en gran medida.

Otro día fue a esconderse en un trigal dejando también el saco abierto; en cuanto dos perdices
entraron en él, tiró de los cordones y las cogió a las dos. Enseguida fue a ofrecérselas al Rey, tal
como había hecho con el conejo de campo. Una vez más, el Rey se sintió halagado al recibir las
dos perdices, y ordenó que le dieran una propina.

Durante dos o tres meses el gato continuó llevando al Rey, de cuando en cuando, las piezas que
cazaba y le decía que lo enviaba su amo.

Un día se enteró que el Rey iba a salir de paseo por la ribera del río con su hija, la princesa más
hermosa del mundo, y le dijo a su amo:

-Si sigues mi consejo podrás hacer fortuna; no tienes más que bañarte en el río en el lugar que
yo te indique y luego déjame hacer a mí.

El marqués de Carabás hizo lo que su gato le aconsejaba, sin saber con qué fines lo hacía.
Mientras se bañaba, pasó por allí el Rey, y el gato se puso a gritar con todas sus fuerzas:

-¡Socorro, socorro! ¡Que se ahoga el Marqués de Carabás!


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Al oír los gritos, el Rey se asomó por la ventanilla y, reconociendo al gato que tantas piezas de
caza le había llevado, ordenó a sus guardias que fueran enseguida en auxilio del Marqués de
Carabás.

Mientras sacaban del río al pobre marqués, el gato se acercó a la carroza y le dijo al Rey que,
mientras se bañaba su amo, habían venido unos ladrones y se habían llevado sus ropas, a pesar
de que él gritó con todas sus fuerzas pidiendo ayuda; el gato las había escondido bajo una
enorme piedra. Al instante, el Rey ordenó a los encargados de su guardarropa que fueran a
buscar uno de sus más hermosos trajes para el señor marqués de Carabás.

El Rey le ofreció mil muestras de amistad y, como el hermoso traje que acababan de darle
realzaba su figura (pues era guapo y de buena presencia), la hija del rey lo encontró muy de su
agrado, de modo que, en cuanto el marqués de Carabás le dirigió dos o tres miradas muy
respetuosas y un poco tiernas, ella se enamoró locamente de él. El rey quiso que subiera a su
carroza y que los acompañara en su paseo. El gato, encantado al ver que su plan empezaba a dar
resultado, se adelantó a ellos y, cuando encontró a unos campesinos que segaban un campo, les
dijo:

-Buenas gentes, si no decís al rey que el campo que estáis segando pertenece al señor marqués
de Carabás, seréis hechos picadillo como carne de pastel.

Al pasar por allí, el rey no dejó de preguntar a los segadores que de quién era el campo que
estaban segando.

-Estos campos pertenecen al señor marqués de Carabás -respondieron todos a la vez, pues la
amenaza del gato los había asustado.

El gato, que iba delante de la carroza, seguía diciendo lo mismo a todos aquellos con quienes se
encontraba, por lo que el rey estaba asombrado de las grandes posesiones del marqués de
Carabás.

Finalmente el Gato con Botas llegó a un grandioso castillo, cuyo dueño era un ogro, el más rico
de todo el país, ya que todas las tierras por donde el Rey había pasado dependían de aquel
castillo. El gato, que por supuesto se había informado de quién era aquel ogro y de lo que sabía
hacer, pidió hablar con él para presentarle sus respetos, pues no quería pasar de largo sin haber
tenido ese honor.

El ogro lo recibió tan cortésmentecomo puede hacerlo un ogro y lo invitó a descansar un rato.

-Me han dicho -dijo el gato- que tenéis la habilidad de poder convertiros en cualquier clase de
animal, que podéis transformaros en león o en elefante, por ejemplo.

-Es cierto -dijo impulsivamente el ogro-, y os lo voy a demostrar convirtiéndome ipso facto en
un león.

El gato se asustó mucho de encontrarse de pronto delante de un león y, con gran esfuerzo y
dificultad, pues sus botas no valían para andar por las tejas, se encaramó al alero del tejado.

Viendo luego el gato que el ogro había tomado otra vez su aspecto normal, bajó del tejado
confesando que había pasado mucho miedo.

-También me han asegurado -dijo el gato- que sois capaz de convertiros en un animal de
pequeño tamaño, como una rata o un ratón, aunque debo confesaros que esto sí que me parece
del todo imposible.
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-¿Imposible? -replicó el ogro- Lo veréis.

Y diciendo esto se transformó en un ratón que se puso a correr por el suelo. El gato, en cuanto
lo vio, se arrojó sobre él y se lo comió.

Mientras tanto el Rey, que pasó ante el hermoso castillo, decidió entrar en él. Inmediatamente el
gato, que había oído el ruido de la carroza al atravesar el puente levadizo, corrió a su encuentro
y saludó al Rey:

-Sea bienvenido Vuestra Majestad al castillo del señor marqués de Carabás.

-¡Pero bueno, señor Marqués! -exclamó el Rey. ¿Este castillo también es vuestro? ¡Qué belleza
de patio! Y los edificios que lo rodean son también magníficos. ¿Pasamos al interior?

El marqués de Carabás tomó de la mano a la Princesa y, siguiendo al Rey, entraron en un


majestuoso salón, donde los esperaban unos exquisitos manjares que el ogro tenía preparados
para obsequiar a unos amigos suyos que habían de visitarlo ese mismo día, aunque éstos no
creyeron conveniente entrar al enterarse de que el Rey se encontraba en el castillo.

El rey, al ver tantas riquezas del Marqués de Carabás, junto con sus buenas cualidades, y
conociendo que su hija estaba perdidamente enamorada del marqués, decidió casar a su hija con
el joven marqués, ya que a éste también se le veía beber los vientos por la Princesa.

La boda se celebró inmediatamente, convirtiéndose de este modo el hijo menor del molinero en
un príncipe; y el gato, que se quedó a vivir en el palacio junto con su amo, devino un gran
señor, que sólo corría ya detrás de los ratones para divertirse.

Y así, todos vivieron felices el resto de sus días.

Tras estos cuentos, pasamos a relatar diversos de los cuentos escritos y recopilados por los
Hermanos Grimm, tales como “Blancanieves y los siete enanitos”, “El sastrecillo valiente”, “El
lobo y los siete cabritos”, “Hansel y Gretel”, “Los músicos de Bremen” y “Pulgarcito”.

Blancanieves y los siete enanitos

Había una vez una niña muy bonita, una pequeña princesa que tenía un cutis blanco como la
nieve, labios y mejillas rojos como la sangre, y cabellos negros como el azabache. Su nombre
era Blancanieves.

A medida que crecía la princesa, su belleza aumentaba día tras día hasta que su madrastra, la
reina, se puso muy celosa. Llegó un día en que la malvada madrastra no pudo tolerar más su
presencia y ordenó a un cazador que la llevara al bosque y la matara. Como ella era tan joven y
bella, el cazador se apiadó de la niña y le aconsejó que buscara un escondite en el bosque.

Blancanieves corrió tan lejos como se lo permitieron sus piernas, tropezando con rocas y
troncos de árboles que la lastimaban. Por fin, cuando ya caía la noche, encontró una casita y
entró para descansar.

Todo en aquella casa era pequeño, pero más lindo y limpio de lo que se pueda imaginar. Cerca
de la chimenea estaba puesta una mesita con siete platos muy pequeñitos, siete tacitas de barro
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y al otro lado de la habitación se alineaban siete camitas muy ordenadas. La princesa, cansada,
se echó sobre tres de las camitas, y se quedó profundamente dormida.

Cuando llegó la noche, los dueños de la casita regresaron. Eran siete enanitos, que todos los
días salían para trabajar en las minas de oro, muy lejos, en el corazón de las montañas.

-¡Caramba, qué bella niña! -exclamaron sorprendidos-. ¿Y cómo llegó hasta aquí?

Se acercaron para admirarla cuidando de no despertarla. Por la mañana, Blancanieves sintió


miedo al despertarse y ver a los siete enanitos que la rodeaban. Ellos la interrogaron tan
suavemente que ella se tranquilizó y les contó su triste historia.

-Si quieres cocinar, coser y lavar para nosotros -dijeron los enanitos-, puedes quedarte aquí y te
cuidaremos siempre.

Blancanieves aceptó contenta. Vivía muy alegre con los enanitos, preparándoles la comida y
cuidando de la casita. Todas las mañanas se paraba en la puerta y los despedía con la mano
cuando los enanitos salían para su trabajo.

Pero ellos le advirtieron:

-Cuídate. Tu madrastra puede saber que vives aquí y tratará de hacerte daño.

La madrastra, que de veras era una bruja, y consultaba a su espejo mágico para ver si existía
alguien más bella que ella, descubrió que Blancanieves vivía en casa de los siete enanitos. Se
puso furiosa y decidió matarla ella misma. Disfrazada de vieja, la malvada reina preparó una
manzana con veneno, cruzó las siete montañas y llegó a casa de los enanitos.

Blancanieves, que sentía una gran soledad durante el día, pensó que aquella viejita no podía ser
peligrosa. La invitó a entrar y aceptó agradecida la manzana, al parecer deliciosa, que la bruja le
ofreció. Pero, con el primer mordisco que dio a la fruta, Blancanieves cayó como muerta.

Aquella noche, cuando los siete enanitos llegaron a la casita, encontraron a Blancanieves en el
suelo. No respiraba ni se movía. Los enanitos lloraron amargamente porque la querían con
delirio. Por tres días velaron su cuerpo,que seguía conservando su belleza -cutis blanco como la
nieve, mejillas y labios rojos como la sangre, y cabellos negros como el azabache.

-No podemos poner su cuerpo bajo tierra -dijeron los enanitos. Hicieron un ataúd de cristal, y
colocándola allí, la llevaron a la cima de una montaña. Todos los días los enanitos iban a
velarla.

Un día el príncipe, que paseaba en su gran caballo blanco, vio a la bella niña en su caja de
cristal y pudo escuchar la historia de labios de los enanitos. Se enamoró de Blancanieves y
logró que los enanitos le permitieran llevar el cuerpo al palacio donde prometió adorarla
siempre. Pero cuando movió la caja de cristal tropezó y el pedazo de manzana que había
comido Blancanieves se desprendió de su garganta. Ella despertó de su largo sueño y se sentó.
Hubo gran regocijo, y los enanitos bailaron alegres mientras Blancanieves aceptaba ir al palacio
y casarse con el príncipe.

El sastrecillo valiente
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Una mañana de primavera se encontraba un humilde sastrecillo sentado junto a su mesa, al lado
de la ventana. Estaba de buen humor y cosía con entusiasmo; en esto, una campesina pasaba por
la calle pregonando su mercancía:

-¡Vendo buena mermelada! ¡Vendo buena mermelada!

Esto sonaba a gloria en los oídos del sastrecillo, que asomó su fina cabeza por la ventana y
llamó a la vendedora:

-¡Venga, buena mujer, que aquí la aliviaremos de su mercancía!

Subió la campesina las escaleras que llevaban hasta el taller del sastrecillo con su pesada cesta a
cuestas; tuvo que sacar todos los tarros que traía para enseñárselos al sastre. Éste los miraba y
los volvía a mirar uno por uno, metiendo en ellos las narices; por fin, dijo:

-La mermelada me parece buena, así que pésame dos onzas, buena mujer, y si llegas al cuarto
de libra, no vamos a discutir por eso.

La mujer, que esperaba una mejor venta, le dio lo que pedía y se marchó malhumorada y
refunfuñando:

-¡Muy bien -exclamó el sastrecillo-, que Dios me bendiga esta mermelada y me dé salud y
fuerza!

Y, sacando un pan de la despensa, cortó una rebanada grande y la untó de mermelada.

-Parece que no sabrá mal -se dijo-; pero antes de probarla, terminaré este jubón.

Dejó la rebanada de pan sobre la mesa y continuó cosiendo; y tan contento estaba, que las
puntadas le salían cada vez mas largas.

Mientras tanto, el dulce aroma que se desprendía de la mermelada se extendía por la habitación,
hasta las paredes donde las moscas se amontonaban en gran número; éstas, sintiéndose atraídas
por el olor, se lanzaron sobre el pan como un verdadero enjambre.

-¡Eh!, ¿quién os ha invitado? -gritó el sastrecillo, tratando de espantar a tan indeseables


huéspedes.

Pero las moscas, que no entendían su idioma, lejos de hacerle caso, volvían a la carga en
bandadas cada vez más numerosas. El sastrecillo, por fin, perdió la paciencia; irritado, cogió un
trapo y, al grito de: «¡Esperad, que ya os daré!», descargó sin compasión sobre ellas un golpe
tras otro. Al retirar el trapo y contarlas, vio que había liquidado nada menos que a siete moscas.

-¡Vaya tío estás hecho! -exclamó, admirado de su propia valentía-; esto tiene que saberlo toda la
ciudad.

Y, a toda prisa, el sastrecillo cortó un cinturón a su medida, lo cosió y luego le bordó en grandes
letras: «¡Siete de un golpe!»

-¡Qué digo la ciudad! -añadió-; ¡el mundo entero tiene que enterarse de esto! -y su corazón
palpitaba de alegría como el rabo de un corderillo.

Luego se ciñó el cinturón y se dispuso a salir al mundo, convencido de que su taller era
demasiado pequeño para su valentía. Antes de marcharse, estuvo rebuscando por toda la casa a
ver si encontraba algo que pudiera llevarse; pero sólo encontró un queso viejo, que se metió en
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el bolsillo. Frente a la puerta vio un pájaro que se había enredado en un matorral, y también se
lo guardó en el bolsillo, junto al queso. Luego se puso valientemente en camino y, como era
delgado y ágil, no sentía ningún cansancio.

El camino lo llevó por una montaña arriba. Cuando llegó a lo más alto, se encontró con un
gigante que estaba allí sentado, mirando plácidamente el paisaje. El sastrecillo se le acercó con
atrevimiento y le dijo:

-¡Buenos días, camarada! ¿Qué tal? Estás contemplando el ancho mundo, ¿no? Hacia él voy yo
precisamente, en busca de fortuna. ¿Quieres venir conmigo?

El gigante miró al sastrecillo con desprecio y le dijo:

-¡Quítate de mi vista, imbécil! ¡Miserable criatura...!

-¿Ah, sí? -contestó el sastrecillo, y, desabrochándose la chaqueta, le enseñó el cinturón-; ¡aquí


puedes leer qué clase de hombre soy!

El gigante leyó: «Siete de un golpe» y, pensando que se trataba de hombres derribados por el
sastre, empezó a tenerle un poco de respeto. De todos modos decidió ponerlo a prueba: agarró
una piedra y la exprimió hasta sacarle unas gotas de agua.

-¡A ver si lo haces -dijo-, ya que eres tan fuerte!

-¿Nada más que eso? -preguntó el sastrecillo-. ¡Para mí es un juego de niños!

Y metiendo la mano en el bolsillo sacó el queso y lo apretó hasta sacarle todo el jugo.

-¿Qué me dices? Un poquito mejor, ¿no te parece?

El gigante no supo qué contestar, y apenas podía creer que hiciera tal cosa aquel hombrecillo.
Tomando entonces otra piedra, la arrojó tan alto que la vista apenas podía seguirla.

-Anda, hombrecito, a ver si haces algo parecido.

-Un buen tiro -dijo el sastrecillo-, aunque la piedra volvió a caer a tierra. Ahora verás.

Y sacando al pájaro del bolsillo, lo lanzó al aire. El pájaro, encantado de verse libre, se elevó
por los aires y se perdió de vista.

-¿Qué te pareció este tiro, camarada? -preguntó el sastrecillo.

-Tirar piedras sí que sabes -admitió el gigante-. Ahora veremos si puedes soportar alguna carga
digna de este nombre.

Y llevando al sastrecillo hasta un majestuoso roble que estaba derribado en el suelo, le dijo:

-Si eres verdaderamente fuerte, ayúdame a sacar este árbol del bosque.

-Con mucho gusto -respondió el sastrecillo-. Tú, cárgate el tronco al hombro y yo me encargaré
de la copa, que es lo más pesado.

En cuanto el gigante se echó al hombro el tronco, el sastrecillo se sentó sobre una rama, de
modo que el gigante, que no podía volverse, tuvo que cargar también con él, además de todo el
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peso del árbol. El sastrecillo iba de lo más contento allí detrás y se puso a tararear la canción:
«Tres sastres cabalgaban a la ciudad», como si el cargar árboles fuese un juego de niños.

El gigante, después de llevar un buen trecho la pesada carga, no pudo más y gritó:

-¡Eh, tú! ¡Cuidado, que tengo que soltar el árbol!

El sastrecillo saltó ágilmente al suelo, sujetó el roble con los dos brazos, como si lo hubiese
sostenido así todo el tiempo, y dijo:

-¡Un grandullón como tú y ni siquiera puedes cargar con un árbol!

Siguieron andando y, al pasar junto a un cerezo, el gigante, agarrando la copa, donde cuelgan
las frutas más maduras, inclinó el árbol hacia abajo y lo puso en manos del sastre, invitándolo a
comer las cerezas. Pero el hombrecito era demasiado débil para sujetar el árbol y, en cuanto lo
soltó el gigante, volvió a enderezarse, arrastrando al sastrecillo por los aires. Cayó al suelo sin
hacerse daño, y el gigante le dijo:

-¿Qué es eso? ¿No tienes fuerza para sujetar esa delgada varilla?

-No es que me falten fuerzas -respondió el sastrecillo-. ¿Crees que semejante minucia es para un
hombre que mató a siete de un golpe? Es que salté por encima del árbol, porque hay unos
cazadores allá abajo disparando contra los matorrales. ¡Haz tú lo mismo, si puedes!

El gigante lo intentó, pero se quedó colgando entre las ramas; de modo que también esta vez el
sastrecillo se llevó la victoria. Dijo entonces el gigante:

-Ya que eres tan valiente, ven conmigo a nuestra cueva y pasa la noche con nosotros.

El sastrecillo aceptó la invitación y lo siguió. Cuando llegaron a la caverna, encontraron a


varios gigantes sentados junto al fuego; cada uno tenía en la mano un cordero asado y se lo
estaba comiendo. El sastrecillo miró a su alrededor y pensó: «Esto es mucho más espacioso que
mi taller».

El gigante le enseñó una cama y lo invitó a acostarse y dormir. La cama, sin embargo, era
demasiado grande para el hombrecito; así que, en vez de acomodarse en ella, se acurrucó en un
rincón.

A medianoche, creyendo el gigante que su invitado estaría profundamente dormido, se levantó


y, empuñando una enorme barra de hierro, descargó un formidable golpe sobre la cama. Luego
volvió a acostarse, en la certeza de que había despachado para siempre a tan impertinente
saltarín. A la mañana siguiente, los gigantes, sin acordarse ya del sastrecillo, se disponían a
marcharse al bosque cuando, de pronto, lo vieron venir hacia ellos tan alegre y tranquilo como
de costumbre. Aquello fue más de lo que podían soportar y, creyendo que iba a matarlos a
todos, salieron corriendo, cada uno por su lado.

El sastrecillo prosiguió su camino, siempre a la buena de Dios. Tras mucho caminar, llegó al
jardín del palacio real y, como se sentía muy cansado, se echó a dormir sobre la hierba.
Mientras dormía, se le acercaron varios cortesanos, lo examinaron de arriba a abajo y leyeron
en el cinturón: «Siete de un golpe».

-¡Ah! -exclamaron-. ¿Qué hace aquí tan terrible hombre de guerra, ahora que estamos en paz?
Sin duda, será algún poderoso caballero.
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Y corrieron a dar la noticia al rey, diciéndole que en su opinión sería un hombre


extremadamente valioso en caso de guerra y que, en modo alguno, debía perder la oportunidad
de ponerlo a su servicio. Al rey le complació el consejo y envió a uno de sus nobles para que le
hiciese una oferta tan pronto despertara. El emisario permaneció junto al durmiente y, cuando
vio que abría los ojos y despertaba, le comunicó la propuesta del rey.

-Precisamente por eso he venido aquí -respondió el sastrecillo-. Estoy dispuesto a servir al rey.

Así que lo recibieron con todos los honores y le prepararon una residencia especial para él.

Pero los soldados del rey estaban molestos con él y deseaban verlo a mil leguas de distancia.

-¿Qué ocurrirá? -comentaban entre sí-. Si nos peleamos con él y nos ataca, a cada golpe
derribará a siete. Eso no lo resistiremos.

Tomaron, pues, la decisión de presentarse al rey y pedirle que los licenciase del ejército.

-No estamos preparados -le dijeron- para estar al lado de un hombre capaz de matar a siete de
un golpe.

El rey se disgustó mucho cuando vio que por culpa de uno iba a perder a todos sus fieles
servidores. Se lamentaba de haber visto al sastrecillo y, gustosamente, se habría desembarazado
de él; pero no se atrevía a hacerlo, por miedo a que lo matara junto a todos los suyos y luego
ocupase el trono. Estuvo pensándolo largamente hasta que, por fin, encontró una solución.
Mandó decir al sastrecillo que, siendo tan poderoso guerrero, tenía una propuesta que hacerle:
en un bosque del reino vivían dos gigantes que causaban enormes daños con sus robos,
asesinatos, incendios y otras atrocidades; nadie podía acercárseles sin correr peligro de muerte.
Si él lograba vencer y exterminar a estos dos gigantes, recibiría la mano de su hija y la mitad del
reino como dote nupcial; además, cien jinetes lo acompañarían y le prestarían su ayuda.

«¡No está mal para un hombre como tú!» -se dijo el sastrecillo-. «Que a uno le ofrezcan una
bella princesa y la mitad de un reino es cosa que no sucede todos los días».

-Claro que acepto -respondió-. Acabaré muy pronto con los dos gigantes. Y no necesito a los
cien jinetes. El que derriba a siete de un solo golpe no tiene por qué asustarse con dos.

Así, pues, el sastrecillo se puso en marcha, seguido por los cien jinetes. Al llegar al lindero del
bosque, dijo a sus acompañantes:

-Esperen aquí. Yo solo acabaré con los gigantes.

Y de un salto se internó en el bosque, donde empezó a buscar por todas partes. Al cabo de un
rato descubrió a los dos gigantes: estaban durmiendo al pie de un árbol y roncaban tan fuerte,
que las ramas se balanceaban arriba y abajo. El sastrecillo, ni corto ni perezoso, se llenó los
bolsillos de piedras y trepó al árbol. Antes de llegar a la copa se deslizó por una rama hasta
situarse justo encima de los durmientes; entonces fue tirando a uno de los gigantes una piedra
tras otra, apuntándole al pecho. El gigante, al principio, no sintió nada, pero finalmente
reaccionó dando un empujón a su compañero y diciéndole:

-¿Por qué me pegas?

-Estás soñando -dijo el otro-; yo no te estoy pegando.

De nuevo se volvieron a dormir y, entonces, el sastrecillo le tiró una piedra al otro.


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-¿Qué significa esto? -gruñó el gigante-. ¿Por qué me tiras piedras?

-No te he tirado ninguna piedra -refunfuñó el primero.

Aún estuvieron discutiendo un buen rato; pero como los dos estaban cansados, dejaron las cosas
como estaban y volvieron a cerrar los ojos. El sastrecillo siguió con su peligroso juego. Esta
vez, eligiendo la piedra más grande, se la tiró con toda su fuerza al primer gigante, dándole en
todo el pecho.

-¡Esto ya es demasiado! -gritó furioso el gigante. Y saltando como un loco, arremetió contra su
compañero y lo empujó con tal fuerza contra el árbol, que lo hizo temblar. El otro le pagó con la
misma moneda, y los dos se enfurecieron tanto que arrancaron de cuajo dos árboles enteros y
estuvieron golpeándose con ellos hasta que ambos cayeron muertos al mismo tiempo. Entonces
bajó del árbol el sastrecillo.

-Es una suerte que no hayan arrancado el árbol en que me encontraba -se dijo-, pues habría
tenido que saltar a otro como una ardilla; menos mal que soy ágil.

Y, desenvainando la espada, asestó unos buenos tajos a cada uno en el pecho. Enseguida se fue
a ver a los jinetes y les dijo:

-Se acabaron los gigantes, aunque debo reconocer que ha sido un trabajo verdaderamente duro:
desesperados, se pusieron a arrancar árboles para defenderse; pero, cuando se tiene enfrente a
alguien como yo, que mata a siete de un golpe, no hay nada que valga.

-¿Y no estás herido? -preguntaron los jinetes.

-No piensen tal cosa -dijo el sastrecillo-; no me tocaron ni un pelo.

Los jinetes no podían creerlo. Se internaron con él en el bosque y allí encontraron a los dos
gigantes flotando en su propia sangre y, a su alrededor, los árboles arrancados de cuajo.

El sastrecillo se presentó al rey para exigirle la recompensa ofrecida; pero el rey se hizo el
remolón y maquinó otra manera de deshacerse del héroe.

-Antes de que recibas la mano de mi hija y la mitad de mi reino -le dijo-, tendrás que llevar a
cabo una nueva hazaña. En el bosque se encuentra un unicornio que hace grandes estragos y
debes capturarlo primero.

-Menos temo yo a un unicornio que a dos gigantes -respondió el sastrecillo- Siete de un golpe:
ésa es mi especialidad.

Y se internó en el bosque con un hacha y una cuerda, después de haber rogado a sus escoltas
que lo esperasen fuera. No tuvo que buscar mucho: el unicornio se presentó de pronto y lo
embistió ferozmente, decidido a atravesarlo con su único cuerno sin ningún tipo de
contemplaciones.

-Poco a poco; la cosa no es tan fácil como piensas -dijo el sastrecillo.

Plantándose muy quieto delante de un árbol, esperó a que el unicornio estuviese cerca y,
entonces, saltó ágilmente detrás del árbol. Como el unicornio había embestido con toda su
fuerza, el cuerno se clavó en el tronco tan profundamente que, por más que lo intentó, ya no
pudo sacarlo y quedó aprisionado.

-¡Ya cayó el pajarillo! -dijo el sastre.


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Y saliendo de detrás del árbol, ató la cuerda al cuello del unicornio y cortó el cuerno de un
hachazo; cogió al animal y se lo presentó al rey.

Pero éste aún no quiso entregarle el premio ofrecido y le exigió un tercer trabajo: antes de que
la boda se celebrase, el sastrecillo tendría que cazar un feroz jabalí que rondaba por el bosque
causando enormes daños. Para ello contaría con la ayuda de los cazadores.

-¡No faltaba más! -dijo el sastrecillo-. ¡Si es un juego de niños!

Dejó a los cazadores a la entrada del bosque, con gran alegría de ellos, pues de tal modo los
había recibido el feroz jabalí en otras ocasiones, que no les quedaban ganas de enfrentarse a él
de nuevo. Tan pronto vio al sastrecillo, el jabalí se lanzó sobre él con sus afilados colmillos
echando espuma por la boca. A punto de alcanzarlo, el ágil héroe huyó a todo correr en
dirección hacia una ermita que estaba en las cercanías; entró en ella y, de un salto, pudo salir
por la ventana del fondo. El jabalí había entrado tras él en la ermita; pero ya el sastrecillo había
dado la vuelta y le cerró la puerta de un golpe, con lo que el enfurecido animal quedó apresado,
pues era demasiado torpe y pesado como para saltar por la ventana. El sastrecillo se apresuró a
llamar a los cazadores, para que contemplasen al animal en su prisión.

El rey, acabadas todas sus tretas, tuvo que cumplir su promesa y le dio al sastrecillo la mano de
su hija y la mitad de su reino, celebrándose la boda con gran esplendor, aunque con no
demasiada alegría. Y así fue como se convirtió en todo un rey el sastrecillo valiente.

Pasado algún tiempo, la joven reina oyó a su esposo hablar en sueños:

-Mozo, cóseme la chaqueta y echa un remiendo al pantalón, si no quieres que te dé entre las
orejas con la vara de medir.

Entonces la joven se dio cuenta de la baja condición social de su esposo, yéndose a quejar a su
padre a la mañana siguiente, rogándole que la liberase de un hombre que no era más que un
pobre sastre. El rey la consoló y le dijo:

-Deja abierta esta noche la puerta de tu habitación, que mis servidores entrarán en ella cuando
tu marido se haya dormido; lo secuestrarán y lo conducirán en un barco a tierras lejanas.

La mujer quedó complacida con esto, pero el fiel escudero del rey, que oyó la conversación,
comunicó estas nuevas a su señor.

-Tengo que acabar con esto -dijo el sastrecillo.

Cuando llegó la noche se fue a la cama con su mujer como de costumbre; la esposa, al creer que
su marido ya dormía, se levantó para abrir la puerta del dormitorio, volviéndose a acostar
después. Entonces el sastrecillo, fingiendo que dormía, empezó a dar voces:

-Mozo, cóseme la chaqueta y echa un remiendo al pantalón, si no quieres que te dé entre las
orejas con la vara de medir. He derribado a siete de un solo golpe, he matado a dos gigantes, he
cazado a un unicornio y a un jabalí. ¿Crees acaso que voy a temer a los que están esperando
frente a mi dormitorio?

Los criados, al oír estas palabras, salieron huyendo como alma que lleva el diablo y nunca
jamás se les volvería a ocurrir el acercarse al sastrecillo.

Y así, el joven sastre siguió siendo rey durante toda su vida.


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El lobo y los siete cabritos

Había una vez una cabra que tenía siete cabritos, a los que quería tanto como cualquier madre
puede querer a sus hijos. Un día necesitaba ir al bosque a buscar comida, de modo que llamó a
sus siete cabritillos y les dijo:

-Queridos hijos, voy a ir al bosque; tened cuidado con el lobo, porque si entrara en casa os
comería a todos y no dejaría de vosotros ni un pellejito. A veces el malvado se disfraza, pero
podréis reconocerlo por su voz ronca y por sus negras pezuñas.

Los cabritos dijeron:

-Querida mamá, puedes irte tranquila, que nosotros sabremos cuidarnos.

Entonces la madre se despidió con un par de balidos y, tranquilizada, emprendió el camino


hacia el bosque.

No había pasado mucho tiempo, cuando alguien llamó a la puerta, diciendo:

-Abrid, queridos hijos, que ha llegado vuestra madre y ha traído comida para todos vosotros.

Pero los cabritillos, al oír una voz tan ronca, se dieron cuenta de que era el lobo y exclamaron:

-No abriremos, tú no eres nuestra madre; ella tiene la voz dulce y agradable y la tuya es ronca.
Tú eres el lobo.

Entonces el lobo fue en busca de un buhonero y le compró un gran trozo de tiza. Se lo comió y
así logró suavizar la voz. Luego volvió otra vez a la casa de los cabritos y llamó a la puerta,
diciendo:

-Abrid, hijos queridos, que vuestra madre ha llegado y ha traído comida para todos vosotros.

Pero el lobo había apoyado una de sus negras pezuñas en la ventana, por lo cual los pequeños
pudieron darse cuenta de que no era su madre y exclamaron:

-No abriremos; nuestra madre no tiene la pezuña tan negra como tú. Tú eres el lobo.

Entonces el lobo fue a buscar a un panadero y le dijo:

-Me he dado un golpe en la pezuña; úntamela con un poco de masa.

Y cuando el panadero le hubo extendido la masa por la pezuña, se fue corriendo a buscar al
molinero y le dijo:

-Échame harina en la pezuña.

El molinero pensó: «Seguro que el lobo quiere engañar a alguien», y se negó a hacer lo que le
pedía; pero el lobo dijo:

-Si no lo haces, te devoraré.

Entonces el molinero se asustó y le puso la pezuña, y toda la pata, blanca de harina. Sí, así son
las personas.
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Por tercera vez fue el malvado lobo hasta la casa de los cabritos, llamó a la puerta y dijo:

-Abridme, hijitos, que vuestra querida mamá ha vuelto y ha traído del bosque comida para todos
vosotros.

Los cabritillos exclamaron:

-Primero enséñanos la pezuña, para asegurarnos de que eres nuestra madre.

Entonces el lobo enseñó su pezuña por la ventana y, cuando los cabritos vieron que era blanca,
creyeron que lo que había dicho era cierto, y abrieron la puerta. Pero quien entró por ella fue el
lobo. Los cabritos se asustaron y corrieron a esconderse. El mayor se metió debajo de la mesa;
el segundo, en la cama; el tercero se escondió en la estufa; el cuarto, en la cocina; el quinto, en
el armario; el sexto, bajo el fregadero, y el séptimo se metió en la caja del reloj de pared. Pero el
lobo los fue encontrando y no se anduvo con miramientos. Iba devorándolos uno detrás de otro.
Pero el pequeño, el que estaba en la caja del reloj, afortunadamente consiguió escapar. Una vez
que el lobo hubo saciado su apetito, se alejó muy despacio hasta un prado verde, se tendió
debajo de un árbol y se quedó dormido.

Muy poco después volvió del bosque la vieja cabra. Pero ¡ay!, ¡qué escena tan dramática
apareció ante sus ojos! La puerta de la casa estaba abierta de par en par; la mesa, las sillas y los
bancos, tirados por el suelo; las mantas y la almohada, arrojadas de la cama, y el fregadero
hecho pedazos. Buscó a sus hijos, pero no pudo encontrarlos por ninguna parte. Los llamó a
todos por sus nombres, pero nadie respondió. Hasta que, al acercarse donde estaba el más
pequeño, pudo oír su melodiosa voz:

Mamaíta, estoy metido en la caja del reloj.

La madre lo sacó de allí, y el pequeño cabrito le contó lo que había sucedido, diciéndole que
había visto todo desde su escondite y que, de milagro, no fue encontrado por el lobo. La mamá
cabra lloró desconsoladamente por sus pobres hijos.

Luego, muy angustiada, salió de la casa seguida por su hijito. Cuando llegó al prado, encontró
al lobo tumbado junto al árbol, roncando tan fuerte que hasta las ramas se estremecían. Lo miró
atentamente, de pies a cabeza, y vio que en su abultado vientre, algo se movía y pateaba. «¡Oh
Dios mío! -pensó-, ¿será posible que mis hijos vivan todavía, después de habérselos tragado en
la cena?» Entonces mandó al cabrito que fuera a la casa a buscar unas tijeras, aguja e hilo.
Luego ella abrió la barriga al monstruo y, nada más dar el primer corte, el primer cabrito asomó
la cabeza por la abertura y, a medida que seguía cortando, fueron saliendo dando brincos los
seis cabritillos, que estaban vivos y no habían sufrido ningún daño, pues el monstruo, en su
excesiva voracidad, se los había tragado enteros. ¡Aquello sí que fue alegría! Los cabritos se
abrazaron a su madre y saltaron y brincaron como un sastre celebrando sus bodas. Pero la vieja
cabra dijo:

-Ahora id a buscar unos buenos pedruscos. Con ellos llenaremos la barriga de este maldito
animal mientras está dormido.

Los siete cabritos trajeron a toda prisa las piedras que pudieron y se las metieron en la barriga al
lobo. Luego la mamá cabra cosió el agujero con hilo y aguja, y lo hizo tan bien que el lobo no
se dio cuenta de nada, y ni siquiera se movió.

Cuando el lobo se despertó, se levantó y se dispuso a caminar, pero, como las piedras que tenía
en la barriga le daban mucha sed, se dirigió hacia un pozo para beber agua. Cuando echó a
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andar y empezó a moverse, las piedras de su barriga chocaban unas contra otras haciendo
mucho ruido. Entonces el lobo exclamó:

¿Qué es lo que en mi barriga bulle y rebulle? Seis cabritos creí haber comido,
y en piedras se han convertido.

Al llegar al pozo se inclinó para beber, pero el peso de las piedras lo arrastraron al fondo,
ahogándose como un miserable. Cuando los siete cabritos lo vieron, fueron hacia allá corriendo,
mientras gritaban:

-¡El lobo ha muerto! ¡El lobo ha muerto!

Y, llenos de alegría, bailaron con su madre alrededor del pozo.

Hansel y Gretel

Al lado de un frondoso bosque vivía un pobre leñador con su mujer y sus dos hijos: el niño se
llamaba Hansel, y la niña, Gretel. Apenas tenían qué comer y, en una época de escasez que
sufrió el país, llegó un momento en que el hombre ni siquiera podía ganarse el pan de cada día.

Estaba el leñador una noche en la cama, sin que las preocupaciones le dejaran pegar ojo,
cuando, desesperado, dijo a su mujer:

-¿Qué va a ser de nosotros? ¿Cómo daremos de comer a los pobres pequeños? Ya nada nos
queda.

-Se me ocurre una idea -respondió ella-. Mañana, de madrugada, nos llevaremos a los niños a lo
más espeso del bosque. Les encenderemos un fuego, les daremos un pedacito de pan y luego los
dejaremos solos para ir a nuestro trabajo. Como no sabrán encontrar el camino de vuelta, nos
libraremos de ellos.

-¡Por Dios, mujer! -replicó el hombre-. Eso no lo hago yo. ¡Cómo voy a abandonar a mis hijos
en el bosque! No tardarían en ser destrozados por las fieras.

-¡No seas necio! -exclamó ella-. ¿Quieres, pues, que nos muramos de hambre los cuatro? ¡Ya
puedes ponerte a aserrar las tablas de los ataúdes!

Y no cesó de importunarle, hasta que el pobre leñador accedió a lo que le proponía su mujer.

-Pero los pobres niños me dan mucha lástima -concluyó el hombre.

Los dos hermanitos, a quienes el hambre mantenía siempre desvelados, oyeron lo que la
madrastra dijo a su padre.

Gretel, entre amargas lágrimas, dijo a Hansel:

-¡Ahora sí que estamos perdidos!

-No llores, Gretel -la consoló el niño-, y no te aflijas, que yo me las arreglaré para salir del paso.

Cuando los viejos estuvieron dormidos, Hansel se levantó, se puso la chaquetilla y,


sigilosamente, abrió la puerta y salió a la calle. Brillaba una luna espléndida, y los blancos
guijarros que estaban en el suelo delante de la casa, relucían como monedas de plata. Hansel fue
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recogiendo piedras hasta que no le cupieron más en los bolsillos de la chaquetilla. De vuelta a
su cuarto, dijo a Gretel:

-Nada temas, hermanita, y duerme tranquila. Dios no nos abandonará.

Y volvió a meterse en la cama.

Con las primeras luces del día, antes aun de que saliera el sol, la mujer fue a llamar a los niños:

-¡Vamos, holgazanes, levantaos! Hemos de ir al bosque a por leña.

Y dando a cada uno un mendruguillo de pan, les advirtió:

-Aquí tenéis esto para el almuerzo, pero no os lo vayáis a comer antes, pues no os daré nada
más.

Gretel recogió el pan en su delantal, puesto que Hansel llevaba los bolsillos llenos de piedras, y
emprendieron los cuatro el camino del bosque. De cuando en cuando, Hansel se detenía para
mirar hacia atrás en dirección a la casa. Entonces , le dijo el padre:

-Hansel, no te quedes rezagado mirando para atrás. ¡Vamos, camina!

-Es que miro mi gatito blanco, que está en el tejado diciéndome adiós -respondió el niño.

Y replicó la mujer:

-Tonto, no es el gato, sino el sol de la mañana, que se refleja en la chimenea.

Pero lo que estaba haciendo Hansel no era mirar al gato, sino ir arrojando blancas piedrecitas,
que sacaba del bolsillo, a lo largo del camino.

Cuando estuvieron en medio del bosque, dijo el padre:

-Ahora recoged leña, pequeños; os encenderé un fuego para que no tengáis frío.

Hansel y Gretel se pusieron a coger ramas secas hasta que reunieron un montoncito.
Encendieron una hoguera y, cuando ya ardía con viva llama, dijo la mujer:

-Poneos ahora al lado del fuego, niños, y no os mováis de aquí; nosotros vamos por el bosque a
cortar leña. Cuando hayamos terminado, vendremos a recogeros.

Los dos hermanitos se sentaron junto al fuego y, al mediodía, cada uno se comió su
mendruguillo de pan. Y, como oían el ruido de los hachazos, creían que su padre estaba cerca.
Pero, en realidad, no era el hacha, sino una rama que él había atado a un árbol seco, y que el
viento hacía chocar contra el tronco.

Al cabo de mucho rato de estar allí sentados, el cansancio les cerró los ojos, y se quedaron
profundamente dormidos. Despertaron bien entrada la noche, en medio de una profunda
oscuridad.

-¿Cómo saldremos ahora del bosque? -exclamó Gretel, rompiendo a llorar.

Pero Hansel la consoló:

-Espera un poco a que salga la luna, que ya encontraremos el camino.


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Y cuando la luna estuvo alta en el cielo, Hansel, cogiendo de la mano a su hermanita, se fue
guiando por las piedrecitas blancas que, brillando como monedas de plata, le indicaron el
camino.

Estuvieron andando toda la noche,y llegaron a la casa al despuntar el alba. Llamaron a la puerta
y les abrió la madrastra, que, al verlos, exclamó:

-¡Diablo de niños! ¿Qué es eso de quedarse tantas horas en el bosque? ¡Ya creíamos que no
pensabais regresar!

Pero el padre se alegró de que hubieran vuelto, pues le remordía la conciencia por haberlos
abandonado.

Algún tiempo después hubo otra época de miseria en el país que volvió a afectarles a ellos. Y
los niños oyeron una noche cómo la madrastra, estando en la cama, decía a su marido:

-Otra vez se ha terminado todo; sólo nos queda media hogaza de pan. Tenemos que deshacernos
de los niños. Los llevaremos más adentro del bosque para que no puedan encontrar el camino;
de otro modo, no hay salvación para nosotros.
Al padre le dolía mucho abandonar a los niños, y dijo:

-Mejor harías compartiendo con tus hijos hasta el último bocado.

Pero la mujer no atendía a razones, y lo llenó de reproches e improperios; de modo que el


hombre no tuvo valor para negarse y hubo de ceder otra vez.

Sin embargo los niños estaban aún despiertos y oyeron la conversación. Cuando los viejos se
durmieron, Hansel se levantó de la cama con intención de salir a recoger guijarros como la vez
anterior; pero no pudo hacerlo, pues la mujer había cerrado la puerta. Dijo , no obstante, a su
hermanita para consolarla:

-No llores, Gretel, y duerme tranquila, que Dios nos ayudará.

A la mañana siguiente se presentó la mujer a sacarlos de la cama y les dio su pedacito de pan,
más pequeño aún que la vez anterior.

Camino del bosque, Hansel iba desmigando el pan en el bolsillo y, deteniéndose de trecho en
trecho, dejaba caer miguitas en el suelo.

-Hansel, ¿por qué te paras a mirar atrás? -dijo el padre-. ¡Vamos, no te entretengas!

-Estoy mirando a mi palomita, que desde el tejado me dice adiós.

-¡Tarugo! -intervino la mujer-, no es tu palomita, sino el sol de la mañana, que se refleja en la


chimenea.

Pero Hansel fue sembrando de migas todo el camino. La madrastra condujo a los niños aún más
adentro del bosque, a un lugar en el que nunca había estado. De nuevo encendieron un gran
fuego, y la mujer les dijo:

-Quedaos aquí, pequeños, y si os cansáis, podéis dormir un poco. Nosotros vamos a por leña y,
al atardecer, cuando hayamos terminado, volveremos a recogeros.
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A mediodía, Gretel repartió su pan con Hansel, ya que él había esparcido el suyo por el camino.
Luego se quedaron dormidos, sin que nadie se presentara a buscarlos; se despertaron cuando era
ya noche cerrada. Hansel consoló a Gretel diciéndole:

-Espera un poco, hermanita, a que salga la luna; entonces veremos las migas de pan que yo he
ido arrojando al suelo, y nos mostrarán el camino de vuelta.

Cuando salió la luna se dispusieron a regresar, pero no encontraron ni una sola miga; se las
habían comido los miles de pajarillos que volaban por el bosque. Hansel dijo entonces a Gretel:

-Encontraremos el camino.

Pero no lo encontraron. Anduvieron toda la noche y todo el día siguiente, desde la madrugada
hasta el atardecer, sin lograr salir del bosque; además estaban hambrientos, pues no habían
comido más que unos pocos frutos silvestres, recogidos del suelo. Y como se sentían tan
cansados que las piernas se negaban ya a sostenerlos, se echaron al pie de un árbol y se
quedaron dormidos.

Y amaneció el día tercero desde que salieron de casa. Reanudaron la marcha, pero cada vez se
internaban más profundamente en el bosque; si alguien no acudía pronto en su ayuda, morirían
de hambre. Sin embargo, hacia el mediodía, vieron un hermoso pajarillo blanco como la nieve,
posado en la rama de un árbol; cantaba tan alegremente, que se detuvieron a escucharlo.
Cuando hubo terminado de cantar, abrió sus alas y emprendió el vuelo; y ellos lo siguieron,
hasta llegar a una casita, en cuyo tejado se posó; al acercarse, vieron que la casita estaba hecha
de pan y cubierta de chocolate, y las ventanas eran de puro azúcar.

-¡Vamos a por ella! -exclamó Hansel-. Nos vamos a dar un buen banquete. Me comeré un
pedacito del tejado; tú, Gretel, puedes probar la ventana, verás lo dulce que es.

Hansel se encaramó al tejado y partió un trocito para probar a qué sabía, mientras Gretel
mordisqueaba en la ventana. Entonces oyeron una fina voz que venía de la casa, pero siguieron
comiendo sin dejarse intimidar. Hansel, a quien el tejado le había gustado mucho, arrancó un
gran trozo y Gretel, tomando todo el cristal de una ventana, se sentó en el suelo a saborearlo.
Entonces se abrió la puerta bruscamente y salió una mujer muy vieja, que caminaba apoyándose
en un bastón.

Los niños se asustaron de tal modo, que soltaron lo que tenían en las manos; pero la vieja,
moviendo la cabeza, les dijo:

-¡Hola, queridos niños!, ¿quién os ha traído hasta aquí? Entrad y quedaos conmigo que no os
haré ningún daño.

Y, cogiéndolos de la mano, los metió dentro de la casita, donde había servida una apetitosa
comida: leche con bollos azucarados, manzanas y nueces. Después los llevó a dos camitas que
estaban preparadas con preciosas sábanas blancas, y Hansel y Gretel se acostaron en ellas,
creyéndose en el cielo.
La vieja aparentaba ser muy buena y amable, pero, en realidad, era una bruja malvada que
acechaba a los niños para cazarlos, y había construido la casita de pan con chocolate con el
único objeto de atraerlos. Cuando un niño caía en su poder, lo mataba, lo cocinaba y se lo
comía; esto era para ella una gran fiesta. Las brujas tienen los ojos rojizos y son muy cortas de
vista; pero, en cambio, su olfato es muy fino, como el de los animales, por lo que desde muy
lejos advierten la presencia de las personas. Cuando sintió que se acercaban Hansel y Gretel,
dijo riéndose malignamente:
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-¡Ya son míos; éstos no se me escapan!

Se levantó muy temprano, antes de que los niños se despertaran, y al verlos descansar tan
plácidamente, con aquellas mejillas sonrosadas, murmuró entre dientes:

-¡Serán un buen bocado!

Y agarrando a Hansel con sus huesudas manos, lo llevó a un pequeño establo y lo encerró tras
unas rejas. El niño gritó con todas sus fuerzas, pero todo fue inútil. Se dirigió entonces a la
cama de Gretel y despertó a la pequeña, sacudiéndola violentamente y gritándole:

-¡Levántate, holgazana! Ve a buscar agua y prepárale algo bueno de comer a tu hermano; está
afuera en el establo y quiero que engorde. Cuando esté bien gordo, me lo comeré.

Gretel se echó a llorar amargamente, pero todo fue en vano; tuvo que hacer lo que le pedía la
malvada bruja. Desde entonces a Hansel le sirvieron comidas exquisitas, mientras Gretel no
recibía sino migajas. Todas las mañanas bajaba la vieja al establo y decía:

-Hansel, saca el dedo, que quiero saber si estás gordito.

Pero Hansel, en vez del dedo, sacaba un huesecito, y la vieja, que tenía la vista muy mala, creía
que era realmente el dedo del niño, y se extrañaba de que no engordase. Cuando, al cabo de
cuatro semanas, vio que Hansel continuaba tan flaco, perdió la paciencia y no quiso esperar más
tiempo:

-¡Anda, Gretel -dijo a la niña-, ve a buscar agua! Esté gordo o flaco tu hermano, mañana me lo
comeré.

¡Oh, cómo gemía la pobre hermanita cuando venía con el agua, y cómo le corrían las lágrimas
por sus mejillas!

-¡Dios mío, ayúdanos! -exclamó-. ¡Ojalá nos hubiesen devorado las fieras del bosque; por lo
menos habríamos muerto juntos!

-¡Deja ya de lloriquear! -gritó la vieja-; ¡no te servirá de nada!

Por la mañana muy temprano, Gretel tuvo que salir a llenar de agua el caldero y encender el
fuego.

-Primero coceremos pan -dijo la bruja-. Ya he calentado el horno y preparado la masa.

Y de un empujón llevó a la pobre niña hasta el horno, de donde ya salían llamas.

-Entra a ver si está bastante caliente para meter el pan -dijo la bruja.

Su intención era cerrar la puerta del horno cuando la niña estuviese dentro, para asarla y
comérsela también. Pero Gretel adivinó sus intenciones y dijo:

-No sé cómo hay que hacerlo; ¿cómo puedo entrar?

-¡Habráse visto criatura más tonta! -replicó la bruja-. Bastante grande es la abertura; yo misma
podría pasar por ella.

Y para demostrárselo, se adelantó y metió la cabeza en el horno. Entonces Gretel, de un


empujón, la metió dentro y, cerrando la puerta de hierro, echó el cerrojo. ¡Qué chillidos tan
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espeluznantes daba la bruja! ¡Qué berridos más espantosos! Pero Gretel echó a correr, y la
malvada bruja acabó muriendo achicharrada miserablemente.

Corrió Gretel al establo donde estaba encerrado Hansel y le abrió la puerta, exclamando:

-¡Hansel, estamos salvados; la vieja bruja ha muerto!

Entonces saltó el niño fuera, como un pájaro al que se le abre la jaula. ¡Qué alegría sintieron los
dos! ¡Cómo se abrazaron! ¡Cómo se besaron y saltaron! Y como ya nada tenían que temer,
recorrieron la casa de la bruja, y en todos los rincones encontraron cajas llenas de perlas y
piedras preciosas.

-¡Más valen éstas que los guijarros! -exclamó Hansel, llenándose de ellas los bolsillos.

Y dijo Gretel:

-También yo quiero llevar algo a casa.

Y, a su vez, se llenó el delantal de piedras preciosas.

-Vámonos ahora -dijo el niño-; debemos salir de este bosque embrujado.

Después de algunas horas de camino llegaron a un ancho río.

-No podemos pasar -dijo Hansel-, no veo ni vado ni puente.

-Tampoco hay ninguna barca -añadió Gretel-; pero mira, allí nada un pato blanco; si se lo pido
nos ayudará a pasar el río.

Gretel llamó al patito pidiéndole que los ayudara.

El patito se acercó y Hansel se montó en él, y pidió a su hermanita que se sentara a su lado.

-No -replicó Gretel-, sería muy pesado para el patito; es mejor que nos lleve uno tras otro.

Así lo hizo el buen patito, y cuando ya estuvieron en la otra orilla y hubieron caminado un rato,
el bosque les fue siendo cada vez más familiar, hasta que, al fin, descubrieron a lo lejos la casa
de su padre. Echaron entonces a correr, entraron como una tromba y se echaron en los brazos de
su padre. El pobre hombre no había tenido una sola hora de felicidad desde el día en que
abandonara a sus hijos en el bosque; la madrastra había muerto. Sacudió Gretel su delantal y
todas las perlas y piedras preciosas saltaron y rodaron por el suelo, mientras Hansel vaciaba
también a puñados sus bolsillos. Se acabaron desde entonces todas las penas y, en adelante,
vivieron los tres muy felices y contentos.

Los músicos de Bremen

Érase una vez un hombre que tenía un asno que llevaba muchos años llevando sacos a un
molino. Pero el pobre asno se iba haciendo viejo y perdía fuerzas por momentos, de forma que
ya apenas era útil. Así que el dueño pensó deshacerse de él. Pero el asno, sospechando lo que le
esperaba, se marchó de la casa en dirección a Bremen. Allí, pensó, podría hacerse músico.

Tras haber caminado un buen rato, el asno se encontró con un perro de caza que iba jadeando
como si hubiese echado una larga carrera.
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-¿Por qué jadeas así? -le preguntó el asno.

-¡Ay! -respondió el perro-, porque soy viejo y, como cada día me encuentro más débil, apenas
puedo cazar y mi amo ha querido matarme. Por eso me he marchado. Pero ¿cómo voy a
ganarme ahora el sustento?

-¿Sabes una cosa? -dijo el asno-. Yo me dirijo a Bremen porque quiero hacerme músico; ven
conmigo y hazte músico también. Yo puedo tocar el laúd y tú el bombo.

El perro aceptó y juntos prosiguieron el camino. Al poco tiempo se encontraron con un gato con
cara de pocos amigos.

-Dinos, ¿qué te ha pasado, amigo? -preguntó el asno-. No pareces muy alegre.

-¿Cómo voy a estarlo, si mi vida peligra? Me estoy haciendo viejo y, como prefiero
acurrucarme junto a la chimenea en lugar de cazar ratones, mi ama ha querido ahogarme. De
milagro logré escapar, pero ¿y ahora qué será de mí? ¿Adónde voy a ir?

-Vente con nosotros a Bremen. Si entiendes un poco de música, podrás hacerte músico, como
nosotros.

El gato aceptó y se unió a ellos. Los tres fugitivos pasaron por una granja en la que un gallo
gritaba con todas sus fuerzas.

-¿Quieres dejarnos sordos? -dijo el asno-. ¿Qué te ocurre?

-Es que aunque mi canto debería ser alegre y anunciar buen tiempo para hoy, no puedo estar
alegre: mañana es domingo y mi ama tiene invitados. Ha ordenado a la cocinera que esta noche
me corte el gaznate y me convierta en pepitoria. Por eso grito desesperado con todas mis
fuerzas.

-Bueno, ¿Por qué no te vienes con nosotros a Bremen? Siempre será mejor que la muerte que te
espera. Además tienes una buena voz y contigo podríamos formar un cuarteto: vamos a Bremen
a hacernos músicos.
El gallo aceptó encantado y los cuatro prosiguieron su camino. Pero como no podían llegar a
Bremen en un día, al caer el sol se detuvieron en un bosque y decidieron pasar allí la noche. El
asno y el perro se echaron bajo un árbol, y el gato y el gallo se subieron a las ramas. El gallo
prefirió instalarse en la copa, pensando que allí estaría más seguro. Antes de dormirse, miró a
los cuatro vientos y le pareció divisar, no muy lejos, una pequeña luz. Llamó a sus amigos,
cacareándoles que podría ser una casa. El asno contestó:

-¡Pues en marcha! Aquí no se está nada bien.

El perro, por su parte, pensó que quizá allí conseguiría unos huesos y un poco de carne. Se
pusieron en camino guiados por aquella luz que cada vez se hacía mayor hasta que se
encontraron ante una casa que no era otra cosa que la guarida de unos ladrones. El asno, que era
el más alto de todos, se acercó a la ventana y echó un vistazo al interior.

-¿Qué es lo que ves? -preguntó el gallo.

-¿Que qué veo? -contestó el asno-. Veo una mesa repleta de exquisitos manjares y bebidas y,
alrededor de ella, una pandilla de tipos con aspecto de ladrones.
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-No nos vendría mal poder participar en el banquete -dijo el gallo.

-Tienes razón, pero ¿cómo? -preguntó el asno.

Se pusieron a deliberar sobre el modo de librarse de los ladrones, cosa nada fácil, pero
encontraron la solución. El asno debía colocar sus patas delanteras sobre la ventana, el perro
saltaría sobre el lomo del asno, el gato sobre el perro y finalmente el gallo levantaría el vuelo y
se posaría en la cabeza del gato. Luego, una vez colocados cada uno en su sitio, el asno haría
una señal y comenzarían a cantar a coro. Y así, el asno mugiendo, el perro ladrando, el gato
maullando y el gallo cacareando, entraron por la ventana y los ladrones, ante tal estruendo, se
levantaron de la mesa atemorizados, pensando que se trataba de algún fantasma y huyeron de la
casa para refugiarse en el bosque.

Los cuatro amigos se sentaron a la mesa y comieron y comieron como para ayunar durante un
mes. Cuando terminaron, apagaron las luces y buscaron acomodo para dormir cada uno a su
aire y conforme a su naturaleza. El asno se echó en el patio sobre un montón de paja, el perro
detrás de la puerta, el gato junto al fogón de la cocina y el gallo en una percha.

Pasada la medianoche, y al ver los ladrones desde lejos que ya no había luz en la casa, el jefe de
la banda dijo:

-No deberíamos habernos asustado tanto -Y mandó a uno a inspeccionar la casa.

Cuando llegó y vio que todo estaba en completo silencio, entró en la cocina con la intención de
encender una vela. Al ver los ojos relucientes del gato pensó que era algún rescoldo de carbón
que seguía encendido y acercó la mecha para encenderla. Pero el gato, que no estaba para
bromas, le saltó a la cara y le llenó de arañazos.

El ladrón, horrorizado, echó a correr hacia la puerta trasera, pero allí despertó al perro, que saltó
sobre él y le mordió en la pierna. Salió entonces al patio y tropezó con el asno, que, asustado, le
propinó una buena coz. El gallo, con tanto ruido, se despertó y comenzó a gritar: ¡Quiquiriquí!

El ladrón corrió con todas sus fuerzas y llegó al bosque casi sin aliento. Allí contó lo sucedido:

-He visto en la casa a una bruja repugnante que me arañó la cara con sus largas uñas; detrás de
una puerta me atacó un hombre con un cuchillo y me hirió en la pierna; al llegar al patio, un
monstruo negro como el carbón me golpeó con un mazo mientras arriba, en lo alto del tejado, la
voz del juez gritaba: «¡Traédmelo aquí!». No sé ni cómo he podido llegar.

Desde entonces, los ladrones no se atrevieron a volver nunca más a la casa.

En cambio a los cuatro amigos, el asno, el perro, el gato y el gallo, les gustó tanto que
decidieron instalarse en ella y vivir juntos hasta el fin de sus días.

Y todavía todo el mundo los recuerda como los Músicos de Bremen.

Pulgarcito

Érase un pobre campesino que estaba una noche junto al hogar atizando el fuego, mientras su
mujer hilaba, sentada a su lado. Dijo el hombre:
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-¡Qué triste es no tener hijos! ¡Qué silencio en esta casa, mientras en las otras todo es ruido y
alegría!

-Sí -respondió la mujer, suspirando-. Aunque fuese uno solo, y aunque fuese pequeño como el
pulgar, me daría por satisfecha. Lo querríamos más que nuestra vida.

Sucedió que la mujer se sintió indispuesta, y al cabo de siete meses trajo al mundo un niño que,
si bien perfectamente conformado en todos sus miembros, no era más largo que un dedo pulgar.
Y dijeron los padres:

- Es tal como lo habíamos deseado, y lo querremos con toda el alma.

En consideración a su tamaño, le pusieron por nombre Pulgarcito. Lo alimentaban tan bien


como podían, pero el niño no crecía, sino que seguía tan pequeño como al principio. De todos
modos, su mirada era avispada y vivaracha, y pronto mostró ser listo como el que más, y muy
capaz de salirse con la suya en cualquier cosa que emprendiera.

Un día en que el leñador se disponía a ir al bosque a buscar leña, dijo para sí, hablando a media
voz: - ¡Si tuviese a alguien para llevarme el carro!

-¡Padre! -exclamó Pulgarcito-, yo te llevaré el carro. Puedes estar tranquilo; a la hora debida
estará en el bosque.

El hombre se echó a reír, diciendo:

-¿Cómo te las compondrás? ¿No ves que eres demasiado pequeño para manejar las riendas?
-No importa, padre. Sólo con que madre enganche, yo me instalaré en la oreja del caballo y lo
conduciré adonde tú quieras.

-Bueno -pensó el hombre-, no se perderá nada con probarlo.

Cuando sonó la hora convenida, la madre enganchó el caballo y puso a Pulgarcito en su oreja; y
así iba el pequeño dando órdenes al animal: «¡Arre! ¡Soo! ¡Tras!». Todo marchó a pedir de
boca, como si el pequeño hubiese sido un carretero consumado, y el carro tomó el camino del
bosque. Pero he aquí que cuando, al doblar la esquina pasaron dos forasteros.

-¡Toma! -exclamó uno-, ¿qué es esto? Ahí va un carro, el carretero le grita al caballo y, sin
embargo, no se le ve por ninguna parte.

-¡Aquí hay algún misterio! -asintió el otro-. Sigamos el carro y veamos adónde va.

Pero el carro entró en el bosque, dirigiéndose en línea recta al sitio en que el padre estaba
cortando leña. Al verlo Pulgarcito, le gritó:

-¡Padre, aquí estoy con el carro, bájame a tierra!

El hombre sujetó el caballo con la mano izquierda, mientras con la derecha sacaba de la oreja
del rocín a su hijito, el cual se sentó sobre una brizna de hierba. Al ver los dos forasteros a
Pulgarcito se quedaron mudos de asombro, hasta que, al fin, llevando uno aparte al otro, le dijo:
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-Oye, esta menudencia podría hacer nuestra fortuna si lo exhibiésemos de ciudad en ciudad.
Comprémoslo. -Y, dirigiéndose al leñador, le dijeron: - Vendednos este hombrecillo, lo pasará
bien con nosotros.

-No -respondió el padre-, es el niño de mis ojos, y no lo daría por todo el oro del mundo.

Pero Pulgarcito, que había oído la proposición, agarrándose a un pliegue de los calzones de su
padre, se encaramó hasta su hombro y le murmuró al oído:

-Padre, dejadme que vaya; ya volveré.

Entonces el leñador lo cedió a los hombres por una bonita pieza de oro.
-¿Dónde quieres sentarte? -le preguntaron.

-Ponedme en el ala de vuestro sombrero; podré pasearme por ella y contemplar el paisaje: ya
tendré cuidado de no caerme.
Hicieron ellos lo que les pedía y, una vez Pulgarcito se hubo despedido de su padre, los
forasteros partieron con él y anduvieron hasta el anochecer. Entonces dijo el pequeño:

-Dejadme bajar, lo necesito.

-¡Bah!, no te muevas -le replicó el hombre en cuyo sombrero viajaba el enanillo-. No voy a
enfadarme; también los pajaritos sueltan algo de vez en cuando.

-No, no -protestó Pulgarcito-, yo soy un chico bien educado; bajadme,¡deprisa!


El hombre se quitó el sombrero y depositó al pequeñuelo en un campo que se extendía al borde
del camino. Pegó él unos brincos entre unos terruños y, de pronto, se escabulló en una gazapera
que había estado buscando.

-¡Buenas noches, señores, podéis seguir sin mí! -les gritó desde su refugio, en tono de burla.
Acudieron ellos al agujero y estuvieron hurgando en él con palos, pero en vano; Pulgarcito se
metía cada vez más adentro; y como la noche no tardó en cerrar, hubieron de reemprender su
camino enfurruñados y con las bolsas vacías.

Cuando Pulgarcito estuvo seguro de que se habían marchado, salió de su escondrijo. «Eso de
andar por el campo a oscuras es peligroso –se dijo-; al menor descuido te rompes la crisma».
Por fortuna dio con una concha de caracol vacía: «Aquí puedo pasar la noche seguro». Y se
metió en ella.

Al poco rato, a punto ya de dormirse, oyó que pasaban dos hombres y que uno de ellos decía.

-¿Cómo nos las compondremos para hacernos con el dinero y la plata del cura?

-Yo puedo decírtelo -gritó Pulgarcito.

-¿Qué es esto? -preguntó, asustado, uno de los ladrones-. He oído hablar a alguien.

Se pararon los dos a escuchar, y Pulgarcito prosiguió: -Llevadme con vosotros, yo os ayudaré

-¿Dónde estás?

-Buscad por el suelo, fijaos de dónde viene la voz -respondió.


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Al fin lo descubrieron los ladrones y lo levantaron en el aire:

-¡Infeliz microbio! ¿Tú pretendes ayudarnos?

-Mirad -respondió él-. Me meteré entre los barrotes de la reja, en el cuarto del cura, y os pasaré
todo lo que queráis llevaros.

-Está bien -dijeron los ladrones-. Veremos cómo te portas.

Al llegar a la casa del cura, Pulgarcito se deslizó en el interior del cuarto y, ya dentro, gritó con
todas sus fuerzas:

-¿Queréis llevaros todo lo que hay aquí?

Los rateros, asustados, dijeron:

-¡Habla bajito, no vayas a despertar a alguien!

Mas Pulgarcito, como si no les hubiese oído, repitió a grito pelado:

-¿Qué queréis? ¿Vais a llevaros todo lo que hay?

Así que lo oyó la cocinera, que dormía en una habitación contigua e, incorporándose en la
cama, se puso a escuchar. Los ladrones, asustados, habían echado a correr; pero al cabo de un
trecho recobraron ánimos, y pensando que aquel diablillo sólo quería gastarles una broma,
retrocedieron y le dijeron:

-Vamos, no juegues y pásanos algo.

Entonces Pulgarcito se puso a gritar por tercera vez con toda la fuerza de sus pulmones:

-¡Os lo daré todo enseguida; sólo tenéis que alargar las manos!

La criada, que seguía al acecho, oyó con toda claridad sus palabras y, saltando de la cama, se
precipitó a la puerta, ante lo cual los ladrones tomaron las de Villadiego como alma que lleva el
diablo.

La criada, al no ver nada sospechoso, salió a encender una vela y Pulgarcito se aprovechó de su
momentánea ausencia para irse al pajar sin ser visto por nadie. La doméstica, después de
explorar todos los rincones, se volvió a la cama convencida de que había estado soñando
despierta.

Pulgarcito trepó por los tallitos de heno y acabó por encontrar un lugar a propósito para dormir.
Deseaba descansar hasta que amaneciese y encaminarse luego a la casa de sus padres. Pero aún
le quedaban por pasar muchas otras aventuras. ¡Nunca se acaban las penas y tribulaciones en
este bajo mundo! Al rayar el alba, la criada saltó de la cama para ir a dar el pienso al ganado.
Entró primero en el pajar y cogió un brazado de hierba, precisamente aquella en que el pobre
Pulgarcito estaba durmiendo. Y es el caso que su sueño era tan profundo, que no se dio cuenta
de nada ni se despertó hasta hallarse ya en la boca de la vaca, que lo había arrebatado junto con
la hierba.
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-¡Válgame Dios! -exclamó-. ¿Cómo habré ido a parar a este molino?

Pero pronto comprendió dónde se había metido. Era cosa de prestar atención para no meterse
entre los dientes y quedar reducido a papilla. Luego hubo de deslizarse con la hierba hasta el
estómago.

-En este cuartito se han olvidado de las ventanas -dijo-. Aquí el sol no entra, ni encienden una
lucecita siquiera.

El aposento no le gustaba ni pizca, y lo peor era que, como cada vez entraba más heno por la
puerta, el espacio se reducía continuamente. Al fin, asustado de veras, se puso a gritar con todas
sus fuerzas:

-¡Basta de forraje, basta de forraje!

La criada, que estaba ordeñando la vaca, al oír hablar sin ver a nadie y observando que era la
misma voz de la noche pasada, se espantó tanto que cayó de su taburete y vertió toda la leche.
Corrió hacia el señor cura y le dijo, alborotada:

-¡Santo Dios, señor párroco, la vaca ha hablado!

-¿Estás loca? -respondió el cura; pero, con todo, bajó al establo a ver qué ocurría. Apenas
puesto el pie en él, Pulgarcito volvió a gritar:

-¡Basta de forraje, basta de forraje!

El cura se asustó pensando que algún mal espíritu se había introducido en la vaca, y dio orden
de que la mataran. Así lo hicieron; pero el estómago, en el que se hallaba encerrado Pulgarcito,
fue arrojado al estercolero. Allí trató el pequeñín de abrirse paso hacia el exterior, y, aunque le
costó mucho, por fin pudo llegar a la entrada. Ya iba a asomar la cabeza cuando le sobrevino
una nueva desgracia, en forma de un lobo hambriento que se tragó el estómago de un bocado.
Pulgarcito no se desanimó. «Tal vez pueda entenderme con el lobo», pensó, y, desde su panza,
le dijo:

-Amigo lobo, sé de un lugar donde podrás comer a gusto.

-¿Dónde está? -preguntó el lobo.

-En tal y tal casa. Tendrás que entrar por la alcantarilla y encontrarás bollos, tocino y embutidos
para darte un hartazgo -. Y le dio las señas de la casa de sus padres.

El lobo no se lo hizo repetir; se escurrió por la alcantarilla, y, entrando en la despensa, se hinchó


hasta el gollete. Ya harto, quiso marcharse; pero se había llenado de tal modo, que no podía salir
por el mismo camino. Con esto había contado Pulgarcito, el cual, dentro del vientre del lobo, se
puso a gritar y alborotar con todo el vigor de sus pulmones.

-¡Cállate! -le decía el lobo-. Vas a despertar a la gente de la casa.

-¡Y qué! -replicó el pequeñuelo-. Tú bien te has atiborrado, ahora me toca a mí divertirme -y
reanudó el griterío.
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Por fin se despertaron su padre y su madre y corrieron a la despensa, mirando al interior por una
rendija. Al ver que dentro había un lobo, se volvieron a buscar, el hombre, un hacha, y la mujer,
una hoz.

- Quédate tú detrás -dijo el hombre al entrar en el cuarto-. Yo le pegaré un hachazo, y si no lo


mato, entonces le abres tú la barriga con la hoz.
Oyó Pulgarcito la voz de su padre y gritó:

-Padre mío, estoy aquí, en la panza del lobo.

Y exclamó entonces el hombre gozoso:

-¡Ha aparecido nuestro hijo! -y mandó a su mujer que dejase la hoz, para no herir a Pulgarcito.
Levantando el brazo, asestó un golpe tal en la cabeza de la fiera, que ésta se desplomó, muerta
en el acto.

Subieron entonces a buscar cuchillo y tijeras y, abriendo la barriga del animal, sacaron de ella a
su hijito.

-¡Ay! -exclamó el padre-, ¡cuánta angustia nos has hecho pasar!


-Sí, padre, he corrido mucho mundo.

-¿Y dónde estuviste?

-¡Ay, padre! Estuve en una gazapera, en el estómago de una vaca y en la panza de un lobo. Pero
desde hoy me quedaré con vosotros.

-Y no volveremos a venderte por todos los tesoros del mundo -dijeron los padres, acariciando y
besando a su querido Pulgarcito. Le dieron de comer y de beber y le encargaron vestidos
nuevos, pues los que llevaba sehabían estropeado durante sus correrías.
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CAPÍTULO XI

CRITERIOS PARA LA SELECCIÓN DE CUENTOS ORALES Y ESCRITOS

Los maestros y maestras debemos tener en cuenta una serie de principios a la hora de
seleccionar cuentos para nuestros alumnos y alumnas, ya que los cuentos desarrollan la
vitalidad de su espíritu, ejercitan su capacidad de imaginación, producen la atención del
alumnado y el ambiente distendido en el aula, se establece confianza entre el profesor y el
alumnado y producen un encanto extraordinario en el alumnado.
Los principios a tener en cuenta son:

1. La literatura infantil ayuda al niño también en el ámbito psicoafectivo.

2. Las preferencias de los niños por determinados cuentos tienen que ser respetadas como
expresión de sus necesidades psíquicas. Así, si se le cuenta a un niño un cuento y éste
manifiesta su agrado pidiendo que se le repita, debe interpretarse que dicho cuento plantea
la respuesta adecuada a alguna de sus necesidades íntimas. El niño llega a solicitarlo una y
otra vez. Lo oportuno es satisfacer este deseo, pues si lo reclama y acepta es porque sigue
respondiendo a sus necesidades. Cuando dé muestras de cansancio y rechazo será porque el
niño ha superado ya la etapa en que le hacía falta. Por ello, empieza a exigir otro cuento. En
este sentido el narrador debe limitarse a contar los cuentos, y en modo alguno a explicar su
significado.

3. Las ventajas derivadas del contacto del niño con la literatura infantil deben recordarle al
maestro la concepción global de la misma. En consecuencia, al niño no sólo hay que darle
cuentos sino también poesía y teatro.

4. Todas las historias que estén al alcance de la comprensión del niño pueden gustarle siempre
que cumplan unos requisitos:
• Que tengan un final feliz.
• Que aparezca el triunfo del bien sobre el mal.
• La clara posición de las partes encontradas.
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De forma general, los criterios de selección son:


- Protagonismo o presencia muy frecuente de animales.
- Reiteraciones constantes que ayudan al niño a mantener el hilo del relato.
- Sencillez.
- Rapidez en la acción.

CAPÍTULO XII

NARRACIÓN Y UTILIZACIÓN DEL CUENTO ORAL Y ESCRITO

Existen muchas diferencias apreciables entre narrar un cuento y leer un cuento. Entre las
ventajas del cuento narrado podemos encontrar las siguientes:

1. La libertad del narrador para modificar y utilizar sus propias palabras.


2. La gesticulación con las manos.
3. La expresión de la mirada.
4. La modulación variada de la voz.
5. La espontaneidad de este tipo de cuento.

En cuanto a la lectura de los cuentos las ventajas serían:

1. Un léxico más variado.


2. Una sintaxis más compleja.

¿Cómo contar un cuento?

Es muy importante el papel del narrador a la hora de contar un cuento. Se exige cumplir una
serie de requisitos que son:

• El narrador debe asimilar el relato de manera que no quede nada suelto a la


improvisación.
• El niño tiene que tener la sensación de que el narrador cree en el relato que cuenta.
• El narrador tendrá en cuenta lo siguiente:
- Procurar que la voz sea agradable y que adopte matices requeridos por los
personajes y circunstancias que aparecen en el relato.
- Recurrir de vez en cuando a elementos fácticos (¿sabéis lo que sucedió?).
- Limitar el movimiento de las manos y del cuerpo a lo estrictamente necesario de
forma que la atención de los niños y niñas se centre en el relato.
- Tener un lenguaje funcional y expresivo.
- Los niños se sentarán en semicírculo para que todos se vean sin esfuerzo.
- Se puede adoptar un tono misterioso en la voz.
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Actividades después del cuento

Pueden hacerse diversas actividades una vez finalizada la narración del cuento. A modo de
ejemplo se proponen las siguientes:

1. Dramatización del cuento asumiendo los roles de los personajes.


2. Contar la historia a partir de viñetas secuenciando las imágenes.
3. Conversación y comentario sobre el cuento.
4. Representación en murales mediante diversas técnicas.
5. Representación del cuento mediante marionetas.
6. Presentación del cuento mediante láminas y dibujos.
7. La técnica de Rodari: consiste en juntar dos cuentos, por ejemplo Caperucita y
Blancanieves y poner en marcha la fantasía de los niños.

El rincón del cuento

Es necesario tener en el aula un espacio destinado a los libros, en el que los niños y niñas los
manipulen libremente, poniendo en práctica las normas de uso de los mismos. Este espacio
recibirá el nombre de rincón. Este lugar, a su vez, será tranquilo y acogedor, apartado del resto
de rincones para que los ruidos no interfieran en él y cerca, a ser posible, de una ventana para
tener buena iluminación.

Los elementos que allí habrá serán: una alfombra sin elementos distractores, algunos cojines y
una estantería para ordenar los libros que allí tendremos. Estos libros serán los proporcionados
por las distintas editoriales y además los elaborados por los niños y niñas. Las normas,
acordadas en común con todo el grupo a principios de curso, van a ser las siguientes:

- El respeto hacia los libros: no romperlos, no tirarlos, no arrugar sus hojas, no


ensuciarlos…
- Clasificación adecuada y tenerlos siempre ordenados.
- Respetar la tranquilidad de este espacio y a sus usuarios.

¿Qué cuentos les gustan a los niños?

B. Bettelheim formula: “Para que una historia mantenga de verdad la atención del niño, ha de
divertirlo y excitar su curiosidad. Pero para enriquecer su vida ha de estimular su imaginación,
ayudar a desarrollar su intelecto y a clasificar sus emociones, ha de estar de acuerdo con sus
ansiedades y aspiraciones; hacerle reconocer sus dificultades, al mismo tiempo que le sugiere
soluciones a los problemas planteados”.

Los niños y niñas prefieren los siguientes tipos de cuentos:

• Cuentos reiterativos, en los que se va repitiendo los personajes que aparecen, por
ejemplo.
• Cuentos realistas sobre ellos mismos o sobre la infancia de sus padres, hermanos…
• Cuentos sobre otros niños.
• Cuentos de intriga y con sorpresas.
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• Cuentos graciosos cuyo motivo de gracia es lo que le ocurre a alguien o a algún animal.
• Cuentos sobre animales.

A continuación, se detalla una clasificación de los tipos de cuentos apropiados a cada edad:

PARA EDUCACIÓN INFANTIL


DE 3 A 5 AÑOS

Historietas rimadas.
Historias parcialmente versificadas
Relatos de Historia Natural, donde los animales están vigorosamente personificados.
Cuentos burlescos
Sencillos cuentos de hadas

PARA EL GRADO SIGUIENTE


DE 5 A 7 AÑOS

Folklore (leyendas locales)


Cuentos de hadas y burlescos
Fábulas
Leyendas
Relatos de Historia Natural

PARA LOS MÁS MAYORES

Folklore
Fábulas
Mitos y alegorías
Historia Natural, parábolas de la naturaleza
Relatos históricos
Relatos humorísticos
Relatos verdaderos

Los cuentos de hadas más fáciles y asequibles son los de Perrault, Andersen y Grimm.
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CAPÍTULO XIII

BIBLIOGRAFÍA

1. Tames, R: Introducción a la literatura infantil. Universidad de Santander, 1985.

2. Propp, V: Las raíces históricas del cuento. Editorial fundamentos. Madrid, 1974.

3. Ventura, N y Durán, T: Cuentacuentos. Pablo del Río. Madrid, 1980.

4. Pelegrín, A: La aventura de oír. Editorial Cincel. Madrid, 1982.

5. Silvia Adela Kohan: Así se escribe un cuento. Claves de ficción narrativa. Colección
Escritura Creativa. Grafein ediciones, 2002.

6. Bettelheim, B: Psicoanálisis de los cuentos de hadas. Editorial Grijalbo, Barcelona,


1986.

7. Jung Carl.G.: El hombre y sus símbolos. Editorial Paidós, Barcelona, 1995.

8. Cortazar J: Algunos aspectos del cuento. Obra Crítica Madrid, 1994.

9. Flamer y O’ Connor, "El arte del cuento", en Cómo se escribe un cuento.

10. Daniel Mato. Editorial Ávila Editores Latinoamericana. 2ª edición, 1998

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