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EL MITO DE LA REVOLUCIÓN SOVIÉTICA

JUAN PABLO FUSI

El mito de la revolución francesa fue entenderla como la destrucción del feudalismo


por la burguesía. El mito de la revolución soviética fue definirla en términos de lucha
de clases, como la conquista del poder político por la clase trabajadora de obreros y
campesinos. El primero empezó a ser revisado a raíz de la polémica –y memorable–
conferencia que Alfred Cobban pronunció en Londres al tomar posesión de su
cátedra en 1954; el bicentenario de la revolución, celebrado en 1989, probó que del
mito original no subsistía prácticamente nada. El mito soviético –esencial para la
legitimidad del régimen soviético y para la ideología del movimiento comunista
internacional– resultaría ser más persistente. No es que faltasen interpretaciones
alternativas. Las hubo prácticamente desde el momento mismo en que se produjo el
triunfo de los bolcheviques, pero el particular ethos, a la vez proletario e igualitario,
de la revolución, y la indudable fascinación que ésta ejerció en intelectuales e
historiadores, operaron en su contra.
Los principales puntos en los que el debate historiográfico acabaría por centrarse
fueron estos: las razones de la caída del régimen zarista; la naturaleza de la
revolución de febrero de 1917; las causas del fracaso de la experiencia democrática
que siguió a esa revolución; y, por último, las causas de la victoria de los
bolcheviques en octubre y de la consolidación del nuevo régimen revolucionario.
Todos ellos remitirían a su vez a otras, y muy numerosas, cuestiones y
subcuestiones. Una conclusión al menos acabaría por imponerse, y conviene
avanzarla ya: que ni la caída del zarismo ni la victoria bolchevique fueron
inevitables.
El mito de la revolución soviética sostuvo que fue la clase trabajadora rusa, bajo la
dirección de su vanguardia, el Partido Bolchevique, la fuerza fundamental del
proceso revolucionario y que la causa última de la revolución radicó en las
contradiciones socio-económicas del capitalismo ruso, el eslabón más débil de la
cadena del imperialismo, según lo definiera Lenin. La realidad fue muy otra, a la
vista sobre todo de la reinterpretación que los historiadores harían de los años
anteriores a la Primera Guerra mundial y sobre todo de la era Stolypin o Monarquía
del 3 de junio (por alusión al 3 de junio de 1907, fecha en que el primer ministro
Stolypin disolvió la Duma, o Parlamento, e instauró un tipo de régimen bonapartista,
a la vez reformista y represivo). Porque, en efecto, cuatro conclusiones parecen
indiscutibles al respecto:
a) Que si la ambiciosa reforma agraria de Stolypin –sacar al mercado las tierras
comunales, crear una amplia clase media rural, modernizar el sector agrario– fracasó
en líneas generales, así un 10 por cien del total de tierras arables pasaron a uso
privado y el número de propietarios rurales se aproximaba en 1914 a los 9 millones;
los años de 1910 a 1914 fueron años de excelentes cosechas y, por primera vez en su
historia, Rusia exportó cereal.
b) Que la economía rusa experimentó en los primeros 15 años del siglo XX un
crecimiento indiscutible y superior, tal vez, al de cualquier otro país europeo, sobre
todo en los años 1911 al 1914: el crecimiento del sector industrial entre 1870 y 1914
se aproximó al 8,8 por cien anual.
c) Que si el malestar de los trabajadores industriales se manifestó en el elevado
número de huelgas que se registraron entre 1912 y 1914′, se trató de un movimiento
desunido y esporádico, que además la oposición, incluido el Partido Bolchevique,
cuyos principales dirigentes estaban en el exilio, fue incapaz de capitalizar.
d) Que la popularidad del zar Nicolás II –un hombre débil y reservado, indiferente
al poder y a las cosas– seguía siendo muy elevada hasta, al menos, una fecha como
1913 en que se conmemoró el tercer centenario de la entronización de los Romanov
(si bien la zarina Alexandra, mujer altiva y autoritaria, fue siempre muy impopular).

De no haber mediado un acontecimiento tan determinante como la Primera Guerra


mundial, el zar no habría caído

En todo caso, lo que pareció producirse políticamente en Rusia a raíz del asesinato
de Stolypin en 1911, fue un giro a la derecha, no un cambio hacia la revolución. La
evolución hacia un sistema constitucional, que se inició de hecho, aunque
tímidamente, tras la revolución de 1905, probablemente resultaba ya imposible en
1914. Pero Rusia no estaba en esa fecha en una situación revolucionaria. Una
mayoría de historiadores piensa que, de no haber mediado un acontecimiento tan
determinante como resultaría ser la Primera Guerra mundial, el régimen zarista no
habría caído. Desde luego, todo indicaba que, tras la crisis de 1911, Rusia se
encaminaba hacia algún tipo de régimen nacional-autoritario o como Martin Malia
argumentó en “Comprendre la revolution russe” (1980), es muy posible que, sin la
guerra, hubiese habido algún tipo de crisis revolucionaria, pero lo probable habría
sido la derrota de la revolución por un régimen militar y nacionalista.
Porque en efecto, como ya argumentaran en su día Milioukov, Seton-Watson y
Schapiro, entre otros, fue la Primera Guerra mundial lo que interrumpió lo que pudo
haber sido la evolución gradual rusa hacia la modernidad, a impulsos de la
transformación económica y social que el país estaba experimentando desde finales
del siglo XIX. Y es que, por razonables que fuesen los motivos para la entrada en la
guerra –ayudar a Serbia ante el ultimátum de Austro-Hungría– y por
esperanzadoras que pudieran resultar las previsiones de los militares, basadas en la
fuerza numérica del ejército ruso, la guerra fue un desastre y, sin duda, la causa
fundamental de la caída del zarismo.
Las derrotas casi ininterrumpidas que el ejército ruso sufrió entre agosto de 1914 y
diciembre de 1916 –no paliadas ni por algunos éxitos iniciales contra las tropas
austro-húngaras ni por la brillante, aunque costosísima, contraofensiva lanzada en
junio del último año citado por el general Brusilov en Galitzia– dejaron un balance
de más de dos millones de muertos y cuatro de heridos; obligaron al abandono de
Polonia, Lituania y parte de la Ucrania occidental; provocaron la desmoralización
del ejército y la desorganización total de sus servicios auxiliares y de intendencia. La
guerra acabó por hacer colapsar el sistema ferroviario, reorientado para facilitar el
transporte de material y alimentos a los frentes, y provocó así el desabastecimiento
de las grandes ciudades: inflación, hambre y corrupción se hicieron endémicos
desde 1915.
Todo ello tuvo su traducción política inmediata: reveló la total incapacidad del
zarismo –que llegó a cambiar hasta cinco veces de gobierno en 1916– para conducir
la guerra; en ese contexto, la escandalosa conducta del asesor de la zarina, Rasputín,
y el aislamiento de la Corte, acrecentaron el descontento popular, manifestado en
deserciones y amotinamientos en los frentes, y protestas y huelgas en la capital,
Petrogado5. Desde mediados de 1915, la oposición liberal de la última Duma, elegida
en 1913, formó un Bloque Progresista: posiblemente, sólo la formación de un
gobierno de unidad nacional que hubiese gozado de la confianza del país, exigido
responsabilidades por los reveses militares y llevado a cabo reformas sociales que
compensasen el esfuerzo de guerra, habría podido restablecer el orden, restaurar la
disciplina militar y acallar el malestar. Son bastantes los historiadores que, como
Anthony Wood (en “The Russian Revolution”, Londres, 1979), piensan que
concesiones masivas del Zar en ese momento –diciembre de 1916 a febrero de 1917–
pudieron todavía haber salvado al régimen. No se hizo nada de eso. Al agravarse la
situación en la capital a fines de febrero (según el calendario antiguo, marzo, según
el occidental), tras una semana de huelgas y motines en las guarniciones, sucesos
que culminaron el día 27 de febrero (12 de marzo) en que se produjo un
amotinamiento general de las tropas y, al tiempo, manifestaciones, asaltos a las
cárceles, linchamiento de policías, saqueos, ocupación de edificios y otros incidentes
similares, el Zar, asesorado por sus colaboradores y por varios generales, optó por
dimitir, lo que hizo el 2 de marzo (o 15, según el calendario moderno). Ese mismo
día, la Duma formó un gobierno provisional: la revolución de febrero se había
consumado.
Dentro del mito de la revolución de octubre, la revolución de febrero fue una
revolución democrático-burguesa que, por su naturaleza, no podía resolver las
contradicciones del sistema, agudizadas por la guerra. La realidad fue muy otra. De
acuerdo con los estudios de T. Hasegawa (“The February Revolution: Petrograd
1917”, Seattle, 1981), G. Katkov (“Russia 1917: The February Revolution”, Londres,
1967) y Marc Ferro (“La revolución de 1917. La caída del zarismo y los orígenes de
octubre”, Barcelona, 1975), la revolución de febrero fue una revolución popular y
espontánea –o, al menos, acéfala o sin planificación previa–, provocada básicamente,
como ha quedado dicho, por las huelgas y movilizaciones que se produjeron en la
capital y por el amotinamiento de la guarnición de la misma; y fue, además, una
revolución con una dirección política plural y heterogénea, a cuyo frente, en el
gobierno provisional mencionado, se colocaron hombres en su mayoría de
significación liberal, con el concurso de conservadores y socialistas moderados.

La de febrero fue una revolución popular y espontánea, con una dirección política
plural y heterogénea

Las razones del fracaso de la revolución de febrero fueron, desde luego, muy
diversas y complejas, lo que excluye que quepa interpretarlas como contradicciones
de una determinada clase social. Al contrario, todo el proceso de febrero a octubre
de 1917 fue, como señalaba Malia, un proceso fundamentalmente político, no social
y, probablemente, ni siquiera octubre de 1917 fue una verdadera revolución social:
porque, de acuerdo con el autor citado, la revolución social vino después. Y si esa
afirmación puede ser discutible, en cambio, parece haber pocas discrepancias entre
los historiadores en cuanto a las circunstancias y factores que jalonaron, y
provocaron, el rápido agotamiento de las distintas soluciones que se ensayaron en
los meses citados y que fueron: el gobierno provisional, que cayó en mayo, y los dos
ministerios de coalición (mayo a julio y julio a octubre) dominados por Kerensky,
ministro de la Guerra en el primero de ellos, y jefe del Gobierno en el segundo. Como
tampoco hay grandes diferencias a la hora de interpretar ese agotamiento de
soluciones como consecuencia de la situación de vacío de poder que se creó en Rusia
tras la caída del zarismo y que los hombres de febrero no supieron ni impedir ni
rectificar.
En síntesis, aquellas circunstancias y factores a que se aludía más arriba fueron dos:
la guerra y la dualidad de poder entre Gobierno y Soviets –las asambleas de obreros
y soldados que surgieron más o menos espontáneamente al hilo de los sucesos de
febrero (con el precedente de lo sucedido en la revolución de 1905)–. Pero ambos
problemas suscitan a su vez distintas cuestiones. Respecto al primero, resulta
indiscutible –o eso cree una mayoría de historiadores– que la decisión del gobierno
provisional, primero, y de Kerensky, después, de continuar en la guerra fue el factor
que más contribuyó a erosionar la legitimidad del régimen de febrero y a impedir,
por tanto, la estabilización de la revolución democrática. Pero, al tiempo, igualmente
indiscutible resulta: primero, que los principales responsables del gobierno
provisional, y ante todo, Miliukov el nuevo ministro de Asuntos Exteriores y líder
del liberalismo ruso, creyeron que la continuidad de la guerra era obligada tras el
inmediato reconocimiento del nuevo régimen por los principales países aliados, y
necesaria para impedir el triunfo de Alemania y Austro-Hungría; pensaron
igualmente que los soldados y el pueblo rusos apoyarían, ahora, una guerra que ya
no se libraba en nombre de un imperio autocrático y tradicional y de una corte
corrompida y distante, sino bajo la dirección de un régimen liberal y popular;
segundo, que Kerensky estuvo igualmente convencido de que la supervivencia de
la democracia en Rusia dependía del Ejército y de que éste recobrara la moral y la
disciplina, y, al estilo de los girondinos, quiso, para ello, convertir la guerra en una
guerra nacional-democrática: nombró comisarios del pueblo, galvanizó los frentes
con sus discursos y diseñó una gran contraofensiva al mando del general Brusilov,
el hombre de 1916, que comenzó, ya en la segunda mitad de junio, muy
favorablemente para las armas rusas. De haber triunfado –lo que pareció posible por
unas dos semanas–, la ofensiva de Brusilov pudo cambiar el curso de los
acontecimientos; su fracaso supuso un durísimo revés político para Kerensky y para
sus proyectos democráticos. La alternativa, sacar a Rusia de la guerra, no era fácil.
El precio era el que tuvo que pagar Lenin en marzo de 1918: la renuncia a Polonia,
Finlandia, Ucrania, Letonia, Estonia, Lituania y otros territorios.
El análisis del problema de la dualidad de poder Gobierno-Soviets (o mejor,
Gobierno-Soviet de Petrogrado) también ha sido revisado. Por una razón: porque,
inicialmente, en febrero, el Soviet de Petrogrado tenía mayoría menchevique, e
incluso más tarde, al reunirse en junio el I Congreso de Soviets de toda Rusia,
todavía social-revolucionarios y mencheviques (285 y 248 delegados,
respectivamente) retenían un grado de representatividad popular muy superior a la
de los bolcheviques (105 delegados). En esa fecha, por tanto, las posibilidades de una
solución no bolchevique al proceso revolucionario abierto en febrero eran más que
evidentes.
Lenin y Trotsky

De ahí que los historiadores trataran desde pronto de determinar las posibles causas
de lo que Malia definiría como proceso de “izquierdización casi ininterrumpida” de
la revolución, y que los más singularizaran entre aquéllas los dos hechos que Pipes
convertiría en argumentos centrales de su historia de la revolución, publicada en
1990: Primero, la falta de gobiernos fuertes y decididos entre febrero y junio,
situación que creó un verdadero vacío de poder e hizo del Soviet de la capital –y no,
del Gobierno– el verdadero ejecutivo del país; y, segundo, el aislamiento en que
quedaron los gobiernos de julio a octubre, esto es, Kerensky, atenazados entre la
doble amenaza de la contrarrevolución, encarnada por el general Kornilov, y de la
insurrección bolchevique.
El primer punto apenas si plantea debate alguno. Simplemente, Pipes subrayaría la
responsabilidad de las primeras decisiones tomadas por el primer gobierno
provisional: la disolución de la policía, por ejemplo, dejó a la revolución de febrero
sin el aparato coercitivo esencial a la gobernación del Estado (lo que comprendió
muy bien Lenin, una de cuyas primeras medidas tras llegar al poder fue crear
la Cheka, la policía); el retraso en la convocatoria de elecciones a una asamblea
constituyente –anunciadas el mismo 15 de febrero, pero no convocadas hasta que
Kerensky se hizo cargo del gobierno y celebradas ya tras el golpe bolchevique, el 25
de noviembre– y en la elección de nuevos consejos municipales desmanteló la
administración.
Pero la segunda cuestión ya es más problemática. Kerensky tuvo su biógrafo en
Richard Abraham, cuya obra, “Alexander Kerensky: The first Love of the
Revolution” (Nueva York, 1987), demasiado admirativa, le presentaba como un
demócrata sincero y capaz, cuya política perseguía tres objetivos: restablecer el
funcionamiento del aparato del Estado, crear las bases de un nuevo orden político y
social post-revolucionario y continuar la defensa del país. En esa interpretación –
que, por supuesto, nada tiene que ver con la caricaturización de Kerensky como
representación de la burguesía contrarrevolucionaria difundida por el mito oficial–
, el fracaso de Kerensky se debió a la doble traición de la derecha pro-zarista y de la
izquierda revolucionaria. Pero la interpretación más convincente parece otra: la que,
como la del citado Pipes, subraya las responsabilidades del propio Kerensky,
hombre de carácter errático, equívoco y vacilante, o que, al menos, pone de relieve
el papel que, en el proceso revolucionario, tuvo la indecisión del jefe del gobierno,
paralizado entre el temor a un golpe militar contrarrevolucionario (Kornilov) y su
voluntad de no antagonizar al Soviet de Petrogrado, controlado por los bolcheviques
desde septiembre y presidido por Trotsky desde el 6 de octubre, cuyo Comité para
Combatir la Contrarrevolución –que recayó en la Guardia Roja bolchevique– pareció
en algún momento la única fuerza existente para resistir un posible golpe de la
derecha.
Posiblemente, Kerensky se equivocó. Ya en un artículo que publicó en 1955, Leonid
I. Strakhovsky se planteó la cuestión de si verdaderamente había habido o no una
rebelión de Kornilov, y llegaba a la conclusión de que el general –hombre de origen
campesino, inteligente, prestigioso oficial de carrera, excelente conocedor de
lenguas asiáticas, poco próximo a los círculos cortesanos– ni intentó un golpe para
restaurar el zarismo, y ni siquiera conspiró contra el gobierno8. Para Strakhovsky,
como para Pipes, Kornilov quería, simplemente, que Kerensky aceptara un gobierno
fuerte, que restaurara la disciplina militar, militarizase la industria y la producción,
de cara al esfuerzo bélico, y pusiese fin a la dualidad de poder que se prolongaba
desde febrero. En esa interpretación –avalada por el hecho de que Kornilov no
sublevó las tropas, y de que ningún general le apoyó cuando fue detenido el 15 de
septiembre–, fueron la desconfianza y el histrionismo casi patológicos de Kerensky
quienes inventaron una conspiración que nunca existió. Con un doble agravante: el
“affaire Kornilov” desacreditó totalmente la autoridad de Kerensky y provocó el
reforzamiento de los bolcheviques. Kerensky ordenó la excarcelación de sus
principales dirigentes, detenidos, salvo Lenin que había huido a Finlandia, tras el
intento insurrecional de julio; los bolcheviques se hicieron de inmediato con el
control de los Soviets de Petrogrado y Moscú.
La de octubre no fue una revolución de obreros y campesinos: fue decidida y
planeada por el comité ejecutivo del partido bolchevique, integrado por unos 12
miembros

Kerensky se equivocó también en su valoración de los bolcheviques o en creer que


éstos, ante la amenaza de un golpe militar, optarían por defender el espíritu de la
revolución de febrero y aceptarían la vía electoral –Kerensky convocó elecciones
constituyentes para noviembre, como ha quedado indicado– hacia el socialismo.
Pero tal posibilidad era poco menos que quimérica. Pudo ser verosímil antes del
regreso de Lenin del exilio, que tuvo lugar, como es bien sabido, el 16 de abril, en
aquel tren blindado que puso a su disposición el gobierno alemán (que le suministró,
además, importantísimas cantidades de dinero como probó, usando documentación
de los archivos del Ministerio alemán de Asuntos Exteriores, Z.A.B. Zeman en su
libro “Germany and the Revolution in Russia, 1915-1918”, Londres, 1958), pero no,
luego. Fue Lenin quien llevó a su partido –un partido entonces mucho menos
leninista, esto es, menos disciplinado y centralizado y más abierto y fragmentado,
de lo que se diría– hacia la acción insurrecional y la vía revolucionaria (de ahí, pues,
la trascendencia de su regreso y la responsabilidad alemana al facilitarlo): primero,
en abril, al formular sus conocidas tesis que, si suponían la aceptación de la
legalidad, equivalían al rechazo de la vía electoral y constituyente al reclamar el
poder para los Soviets (y no, por ejemplo, la inmediata convocatoria de elecciones o
el apoyo a las huevas instituciones democráticas); luego, al desencadenar las
llamadas “jornadas de julio” contra la guerra, de carácter insurreccional y violento,
un ensayo del movimiento que en octubre llevaría a los bolcheviques a la conquista
del poder; finalmente, al planear y dirigir el golpe de Estado de 25/26 de octubre (7/8
de noviembre, de acuerdo con el calendario occidental).
De ello, las “jornadas de julio” –que supusieron un estrepitoso fracaso para los
bolcheviques y para el liderazgo de Lenin en el partido– tuvieron un interés
adicional: pudieron haber supuesto el final del bolchevismo, cuyos líderes, como ya
se ha indicado, acabaron en la cárcel, en la clandestinidad o en el exilio. Si eso no fue
así, se debió a que el curso de los acontecimientos fue de nuevo modificado por ese
episodio inesperado, azaroso y circunstancial –además, de confuso y complejo– que
fue el “affaire Kornilov” y la interpretación que del mismo hizo Kerensky. Como ha
quedado dicho, el “affaire Kornilov”, que se desarrolló entre los primeros días de
agosto y los primeros de septiembre, cambió radicalmente el equilibrio político ruso
en beneficio de los bolcheviques: no sólo no tuvo lugar el proceso que se preparaba
contra ellos por la insurrección de julio –para el que el gobierno había preparado
una ingente documentación que mostraba la implicación de los servicios secretos
alemanes en la vida del partido bolchevique–, sino que, además, fueron
excarcelados, como ya quedó dicho, y aún Kerensky recabó su colaboración ante la
eventualidad del golpe militar.
La revolución de octubre no fue una revolución de obreros y campesinos. No fue,
como la de febrero, un movimiento espontáneo y acéfalo: fue decidida y planeada,
a mediados de octubre, por el comité ejecutivo del partido bolchevique, integrado
por unos doce miembros. No fue un movimiento de masas sino la obra de una
minoría: de la Guardia Roja bolchevique –grupos de choque del partido– y grupos
de soldados de regimientos simpatizantes, un total de unos 10.000 hombres, que en
la noche del 24 al 25 de octubre (6 al 7 de noviembre) ocuparon, sin apenas encontrar
resistencia, los puntos claves de la capital: estaciones, gasómetro, puentes, teléfonos,
depósitos de carbón, bancos, edificios oficiales (el Palacio de Invierno fue ocupado,
no asaltado, el día 25 por la tarde; Kerensky había huido por la mañana). La
revolución de octubre fue, pues, un golpe de Estado dado por un partido minoritario
en una situación de vacío de poder y descomposición del Estado: ni Kerensky ni sus
colaboradores –entre ellos, algún general– pudieron recurrir al Ejército, y eso que
había casi 150.000 soldados de guarnición en Petrogrado; la disciplina y la moral
militares estaban, a todos los efectos, rotas.
Las diferencias entre las revoluciones de febrero y octubre fueron, por lo tanto,
palmarias. Los bolcheviques, además, lograron lo que no pudieron hacer liberales,
demócratas, constitucionales y socialistas moderados en febrero: consolidar la
revolución, crear un nuevo orden político revolucionario. A ello contribuyeron
diversos factores. Primero, los bolcheviques, cuyo programa prerevolucionario se
reducía a un pocos slogans de gran efecto –paz, pan, tierra y libertad–, atendieron al
sentimiento colectivo y negociaron con Alemania la retirada unilateral rusa de la
guerra, firmando un tratado, el de Brest-Litovsk, de 3 de marzo de 1918, duro y
humillante –y magnífico para los alemanes– por el que Rusia renunció a casi la
cuarta parte de su territorio, de su población y de su producción industrial y
agrícola. Segundo, los bolcheviques restablecieron los dos instrumentos básicos de
coerción y defensa del Estado: la policía, la Cheka (Comisión extraordinaria pan-rusa
de lucha contra la contrarrevolución, la especulación y el sabotaje), creada el 7 de
diciembre de 1917, y el ejército rojo, creado a principios de 1918, que cumpliría una
doble y decisiva función: militar, en la guerra civil de 1918-20 desencadenada por
generales contrarrevolucionarios y en la guerra contra Polonia de 1920-21; y
represiva en el aplastamiento de la rebelión de los marinos de Kronstadt, cuerpo
emblemático de la revolución de octubre, en marzo de 1921. Finalmente los
bolcheviques aceleraron al máximo la transformación de la revolución en un
régimen dictatorial de partido único: aunque celebraron, en noviembre del 17, las
elecciones convocadas por Kerensky, disolvieron, antes de transcurridas 24 horas, la
Asamblea Constituyente, que se reunió el 18 de enero de 1918; la Constitución
soviética, aprobada en julio de 1918, substituyó la democracia parlamentaria y los
partidos políticos por los Soviets de obreros y campesinos –ya bajo firme control de
los bolcheviques– e incorporó oficialmente el principio de la dictadura del
proletariado a la organización política del nuevo régimen. El terror rojo, nombre
usado por el propio Lenin, se desencadenó a raíz del atentado contra el líder
bolchevique que tuvo lugar el 30 de agosto de 1918: sólo en este año fueron
ejecutados unos 6.500 opositores del régimen; los campos de concentración
empezaron a funcionar al año siguiente. En marzo de 1919, el partido bolchevique
cambió su nombre por el de Partido Comunista. Su nuevo Programa lo configuraba
como un partido único que ejercía el Monopolio del poder en nombre de la clase
obrera. El nuevo partido estaba dirigido por su comité central y éste, a su vez, por el
comité político o politburó, integrado por un exiguo número de Rigentes: éste fue el
auténtico órgano de poder en la nueva Rusia revolucionaria (y lo seguiría siendo
durante casi 75 años).
La tesis de Trotsky, reiteradamente expuesta por él desde finales de los años veinte,
de la “revolución traicionada”, esto es, de la desviación estalinista de la revolución
–que él explicaba en razón del atraso de Rusia, del papel desmesurado de la
burocracia del partido y del fracaso de la revolución en Alemania– tuvo considerable
éxito. La realidad, como se ha visto, fue otra. La represión, a la que el propio Trotsky
contribuyó sustancialmente como uno de los principales responsables del
aplastamiento de los marinos de Kronstadt –verdadero punto de inflexión de la
revolución soviética– no fue un accidente impuesto por las circunstancias (guerra
civil, aislamiento internacional, etcétera): fue un elemento consustancial a la
revolución, un elemento vertebrador y hasta catalizador de la misma. Como el terror
jacobino de 1794, el terror rojo de 1918 fue la culminación de los objetivos
revolucionarios, no la desviación de los mismos. En definitiva, por parafrasear al
historiador de la revolución francesa William Doyle, la revolución de octubre fue, a
la larga, una tragedia y, al igual que aquélla, fue probablemente también una
tragedia inútil.

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