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En todo caso, lo que pareció producirse políticamente en Rusia a raíz del asesinato
de Stolypin en 1911, fue un giro a la derecha, no un cambio hacia la revolución. La
evolución hacia un sistema constitucional, que se inició de hecho, aunque
tímidamente, tras la revolución de 1905, probablemente resultaba ya imposible en
1914. Pero Rusia no estaba en esa fecha en una situación revolucionaria. Una
mayoría de historiadores piensa que, de no haber mediado un acontecimiento tan
determinante como resultaría ser la Primera Guerra mundial, el régimen zarista no
habría caído. Desde luego, todo indicaba que, tras la crisis de 1911, Rusia se
encaminaba hacia algún tipo de régimen nacional-autoritario o como Martin Malia
argumentó en “Comprendre la revolution russe” (1980), es muy posible que, sin la
guerra, hubiese habido algún tipo de crisis revolucionaria, pero lo probable habría
sido la derrota de la revolución por un régimen militar y nacionalista.
Porque en efecto, como ya argumentaran en su día Milioukov, Seton-Watson y
Schapiro, entre otros, fue la Primera Guerra mundial lo que interrumpió lo que pudo
haber sido la evolución gradual rusa hacia la modernidad, a impulsos de la
transformación económica y social que el país estaba experimentando desde finales
del siglo XIX. Y es que, por razonables que fuesen los motivos para la entrada en la
guerra –ayudar a Serbia ante el ultimátum de Austro-Hungría– y por
esperanzadoras que pudieran resultar las previsiones de los militares, basadas en la
fuerza numérica del ejército ruso, la guerra fue un desastre y, sin duda, la causa
fundamental de la caída del zarismo.
Las derrotas casi ininterrumpidas que el ejército ruso sufrió entre agosto de 1914 y
diciembre de 1916 –no paliadas ni por algunos éxitos iniciales contra las tropas
austro-húngaras ni por la brillante, aunque costosísima, contraofensiva lanzada en
junio del último año citado por el general Brusilov en Galitzia– dejaron un balance
de más de dos millones de muertos y cuatro de heridos; obligaron al abandono de
Polonia, Lituania y parte de la Ucrania occidental; provocaron la desmoralización
del ejército y la desorganización total de sus servicios auxiliares y de intendencia. La
guerra acabó por hacer colapsar el sistema ferroviario, reorientado para facilitar el
transporte de material y alimentos a los frentes, y provocó así el desabastecimiento
de las grandes ciudades: inflación, hambre y corrupción se hicieron endémicos
desde 1915.
Todo ello tuvo su traducción política inmediata: reveló la total incapacidad del
zarismo –que llegó a cambiar hasta cinco veces de gobierno en 1916– para conducir
la guerra; en ese contexto, la escandalosa conducta del asesor de la zarina, Rasputín,
y el aislamiento de la Corte, acrecentaron el descontento popular, manifestado en
deserciones y amotinamientos en los frentes, y protestas y huelgas en la capital,
Petrogado5. Desde mediados de 1915, la oposición liberal de la última Duma, elegida
en 1913, formó un Bloque Progresista: posiblemente, sólo la formación de un
gobierno de unidad nacional que hubiese gozado de la confianza del país, exigido
responsabilidades por los reveses militares y llevado a cabo reformas sociales que
compensasen el esfuerzo de guerra, habría podido restablecer el orden, restaurar la
disciplina militar y acallar el malestar. Son bastantes los historiadores que, como
Anthony Wood (en “The Russian Revolution”, Londres, 1979), piensan que
concesiones masivas del Zar en ese momento –diciembre de 1916 a febrero de 1917–
pudieron todavía haber salvado al régimen. No se hizo nada de eso. Al agravarse la
situación en la capital a fines de febrero (según el calendario antiguo, marzo, según
el occidental), tras una semana de huelgas y motines en las guarniciones, sucesos
que culminaron el día 27 de febrero (12 de marzo) en que se produjo un
amotinamiento general de las tropas y, al tiempo, manifestaciones, asaltos a las
cárceles, linchamiento de policías, saqueos, ocupación de edificios y otros incidentes
similares, el Zar, asesorado por sus colaboradores y por varios generales, optó por
dimitir, lo que hizo el 2 de marzo (o 15, según el calendario moderno). Ese mismo
día, la Duma formó un gobierno provisional: la revolución de febrero se había
consumado.
Dentro del mito de la revolución de octubre, la revolución de febrero fue una
revolución democrático-burguesa que, por su naturaleza, no podía resolver las
contradicciones del sistema, agudizadas por la guerra. La realidad fue muy otra. De
acuerdo con los estudios de T. Hasegawa (“The February Revolution: Petrograd
1917”, Seattle, 1981), G. Katkov (“Russia 1917: The February Revolution”, Londres,
1967) y Marc Ferro (“La revolución de 1917. La caída del zarismo y los orígenes de
octubre”, Barcelona, 1975), la revolución de febrero fue una revolución popular y
espontánea –o, al menos, acéfala o sin planificación previa–, provocada básicamente,
como ha quedado dicho, por las huelgas y movilizaciones que se produjeron en la
capital y por el amotinamiento de la guarnición de la misma; y fue, además, una
revolución con una dirección política plural y heterogénea, a cuyo frente, en el
gobierno provisional mencionado, se colocaron hombres en su mayoría de
significación liberal, con el concurso de conservadores y socialistas moderados.
La de febrero fue una revolución popular y espontánea, con una dirección política
plural y heterogénea
Las razones del fracaso de la revolución de febrero fueron, desde luego, muy
diversas y complejas, lo que excluye que quepa interpretarlas como contradicciones
de una determinada clase social. Al contrario, todo el proceso de febrero a octubre
de 1917 fue, como señalaba Malia, un proceso fundamentalmente político, no social
y, probablemente, ni siquiera octubre de 1917 fue una verdadera revolución social:
porque, de acuerdo con el autor citado, la revolución social vino después. Y si esa
afirmación puede ser discutible, en cambio, parece haber pocas discrepancias entre
los historiadores en cuanto a las circunstancias y factores que jalonaron, y
provocaron, el rápido agotamiento de las distintas soluciones que se ensayaron en
los meses citados y que fueron: el gobierno provisional, que cayó en mayo, y los dos
ministerios de coalición (mayo a julio y julio a octubre) dominados por Kerensky,
ministro de la Guerra en el primero de ellos, y jefe del Gobierno en el segundo. Como
tampoco hay grandes diferencias a la hora de interpretar ese agotamiento de
soluciones como consecuencia de la situación de vacío de poder que se creó en Rusia
tras la caída del zarismo y que los hombres de febrero no supieron ni impedir ni
rectificar.
En síntesis, aquellas circunstancias y factores a que se aludía más arriba fueron dos:
la guerra y la dualidad de poder entre Gobierno y Soviets –las asambleas de obreros
y soldados que surgieron más o menos espontáneamente al hilo de los sucesos de
febrero (con el precedente de lo sucedido en la revolución de 1905)–. Pero ambos
problemas suscitan a su vez distintas cuestiones. Respecto al primero, resulta
indiscutible –o eso cree una mayoría de historiadores– que la decisión del gobierno
provisional, primero, y de Kerensky, después, de continuar en la guerra fue el factor
que más contribuyó a erosionar la legitimidad del régimen de febrero y a impedir,
por tanto, la estabilización de la revolución democrática. Pero, al tiempo, igualmente
indiscutible resulta: primero, que los principales responsables del gobierno
provisional, y ante todo, Miliukov el nuevo ministro de Asuntos Exteriores y líder
del liberalismo ruso, creyeron que la continuidad de la guerra era obligada tras el
inmediato reconocimiento del nuevo régimen por los principales países aliados, y
necesaria para impedir el triunfo de Alemania y Austro-Hungría; pensaron
igualmente que los soldados y el pueblo rusos apoyarían, ahora, una guerra que ya
no se libraba en nombre de un imperio autocrático y tradicional y de una corte
corrompida y distante, sino bajo la dirección de un régimen liberal y popular;
segundo, que Kerensky estuvo igualmente convencido de que la supervivencia de
la democracia en Rusia dependía del Ejército y de que éste recobrara la moral y la
disciplina, y, al estilo de los girondinos, quiso, para ello, convertir la guerra en una
guerra nacional-democrática: nombró comisarios del pueblo, galvanizó los frentes
con sus discursos y diseñó una gran contraofensiva al mando del general Brusilov,
el hombre de 1916, que comenzó, ya en la segunda mitad de junio, muy
favorablemente para las armas rusas. De haber triunfado –lo que pareció posible por
unas dos semanas–, la ofensiva de Brusilov pudo cambiar el curso de los
acontecimientos; su fracaso supuso un durísimo revés político para Kerensky y para
sus proyectos democráticos. La alternativa, sacar a Rusia de la guerra, no era fácil.
El precio era el que tuvo que pagar Lenin en marzo de 1918: la renuncia a Polonia,
Finlandia, Ucrania, Letonia, Estonia, Lituania y otros territorios.
El análisis del problema de la dualidad de poder Gobierno-Soviets (o mejor,
Gobierno-Soviet de Petrogrado) también ha sido revisado. Por una razón: porque,
inicialmente, en febrero, el Soviet de Petrogrado tenía mayoría menchevique, e
incluso más tarde, al reunirse en junio el I Congreso de Soviets de toda Rusia,
todavía social-revolucionarios y mencheviques (285 y 248 delegados,
respectivamente) retenían un grado de representatividad popular muy superior a la
de los bolcheviques (105 delegados). En esa fecha, por tanto, las posibilidades de una
solución no bolchevique al proceso revolucionario abierto en febrero eran más que
evidentes.
Lenin y Trotsky
De ahí que los historiadores trataran desde pronto de determinar las posibles causas
de lo que Malia definiría como proceso de “izquierdización casi ininterrumpida” de
la revolución, y que los más singularizaran entre aquéllas los dos hechos que Pipes
convertiría en argumentos centrales de su historia de la revolución, publicada en
1990: Primero, la falta de gobiernos fuertes y decididos entre febrero y junio,
situación que creó un verdadero vacío de poder e hizo del Soviet de la capital –y no,
del Gobierno– el verdadero ejecutivo del país; y, segundo, el aislamiento en que
quedaron los gobiernos de julio a octubre, esto es, Kerensky, atenazados entre la
doble amenaza de la contrarrevolución, encarnada por el general Kornilov, y de la
insurrección bolchevique.
El primer punto apenas si plantea debate alguno. Simplemente, Pipes subrayaría la
responsabilidad de las primeras decisiones tomadas por el primer gobierno
provisional: la disolución de la policía, por ejemplo, dejó a la revolución de febrero
sin el aparato coercitivo esencial a la gobernación del Estado (lo que comprendió
muy bien Lenin, una de cuyas primeras medidas tras llegar al poder fue crear
la Cheka, la policía); el retraso en la convocatoria de elecciones a una asamblea
constituyente –anunciadas el mismo 15 de febrero, pero no convocadas hasta que
Kerensky se hizo cargo del gobierno y celebradas ya tras el golpe bolchevique, el 25
de noviembre– y en la elección de nuevos consejos municipales desmanteló la
administración.
Pero la segunda cuestión ya es más problemática. Kerensky tuvo su biógrafo en
Richard Abraham, cuya obra, “Alexander Kerensky: The first Love of the
Revolution” (Nueva York, 1987), demasiado admirativa, le presentaba como un
demócrata sincero y capaz, cuya política perseguía tres objetivos: restablecer el
funcionamiento del aparato del Estado, crear las bases de un nuevo orden político y
social post-revolucionario y continuar la defensa del país. En esa interpretación –
que, por supuesto, nada tiene que ver con la caricaturización de Kerensky como
representación de la burguesía contrarrevolucionaria difundida por el mito oficial–
, el fracaso de Kerensky se debió a la doble traición de la derecha pro-zarista y de la
izquierda revolucionaria. Pero la interpretación más convincente parece otra: la que,
como la del citado Pipes, subraya las responsabilidades del propio Kerensky,
hombre de carácter errático, equívoco y vacilante, o que, al menos, pone de relieve
el papel que, en el proceso revolucionario, tuvo la indecisión del jefe del gobierno,
paralizado entre el temor a un golpe militar contrarrevolucionario (Kornilov) y su
voluntad de no antagonizar al Soviet de Petrogrado, controlado por los bolcheviques
desde septiembre y presidido por Trotsky desde el 6 de octubre, cuyo Comité para
Combatir la Contrarrevolución –que recayó en la Guardia Roja bolchevique– pareció
en algún momento la única fuerza existente para resistir un posible golpe de la
derecha.
Posiblemente, Kerensky se equivocó. Ya en un artículo que publicó en 1955, Leonid
I. Strakhovsky se planteó la cuestión de si verdaderamente había habido o no una
rebelión de Kornilov, y llegaba a la conclusión de que el general –hombre de origen
campesino, inteligente, prestigioso oficial de carrera, excelente conocedor de
lenguas asiáticas, poco próximo a los círculos cortesanos– ni intentó un golpe para
restaurar el zarismo, y ni siquiera conspiró contra el gobierno8. Para Strakhovsky,
como para Pipes, Kornilov quería, simplemente, que Kerensky aceptara un gobierno
fuerte, que restaurara la disciplina militar, militarizase la industria y la producción,
de cara al esfuerzo bélico, y pusiese fin a la dualidad de poder que se prolongaba
desde febrero. En esa interpretación –avalada por el hecho de que Kornilov no
sublevó las tropas, y de que ningún general le apoyó cuando fue detenido el 15 de
septiembre–, fueron la desconfianza y el histrionismo casi patológicos de Kerensky
quienes inventaron una conspiración que nunca existió. Con un doble agravante: el
“affaire Kornilov” desacreditó totalmente la autoridad de Kerensky y provocó el
reforzamiento de los bolcheviques. Kerensky ordenó la excarcelación de sus
principales dirigentes, detenidos, salvo Lenin que había huido a Finlandia, tras el
intento insurrecional de julio; los bolcheviques se hicieron de inmediato con el
control de los Soviets de Petrogrado y Moscú.
La de octubre no fue una revolución de obreros y campesinos: fue decidida y
planeada por el comité ejecutivo del partido bolchevique, integrado por unos 12
miembros