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1.

El amor al enemigo
-Quizás lo que más llama la atención en la enseñanza de Jesús sobre el amor al prójimo es su universalidad,
una universalidad que alcanza incluso al enemigo y que contrasta, según el evangelio de Mateo, con lo que
había sido dicho a los antiguos: "habéis oído que se dijo: amarás a tu prójimo y odiarás a tu enemigo. Pero
yo os digo: amad a vuestros enemigos... para que seáis hijos de vuestro Padre celestial" (Mt 5,43-45). La
primera parte de este "habéis oído", el amarás a tu prójimo, es una referencia directa a Lv 19,18.
No te vengarás ni guardarás rencor contra los hijos de tu pueblo. Amarás a tu prójimo como
a ti mismo.
La segunda parte, el odiarás a tu enemigo, no se encuentra en su tenor literal en la Ley, como muy bien notó
Tomás de Aquino, que añadía: "eso procedía de la tradición de los escribas".(Es una expresión forzada de una
lengua pobre en matices (el original arameo) que probablemente equivale a: "no tienes porque amar a tu enemigo".
(También en Lc 14,26 se habla de "odiar" al padre y a la madre para poder seguir a Jesús.)
Con todo, en Eclo 12,4-7, (Da al hombre bueno, pero no ayudes al pecador.
12:5 Sé bueno con el humilde, pero no des el impío: rehúsale su pan, no se lo des, no sea
que así llegue a dominarte, y entonces recibirás un doble mal por todo el bien que le hayas
hecho. 12:6 Porque también el Altísimo detesta a los pecadores y dará su merecido a los
impíos. 12:7 Da al hombre bueno, pero no ayudes al pecador). en Sal 139, 21-22, (21 ¿Acaso
yo no odio a los que te odian y aborrezco a los que te desprecian? 139:22 Yo los detesto
implacablemente,
y son para mí verdaderos enemigos. ) y en los escritos de Qumram se encuentran expresiones de odio
a los pecadores, en las que Jesús ha podido pensar. También el Antiguo Testamento prescribía el anatema
contra los moabitas, amonitas o amalecitas, llegando incluso a permitir la opresión del extranjero (Dt 7,2;
15,3; 20,13-18; 23,4-7; 25,17-19). Amar al enemigo parece además una ofensa al sentido común y al interés
bien entendido que cada uno debe tener por lo suyo.( Lo cierto es que Jesús a esta enseñanza, quizás corriente en
algunos círculos del judaismo, contrapone claramente la novedad de la suya.)
El motivo de este amor universal, generoso y misericordioso que los discípulos el Reino están invitados a
practicar es la imitación del Padre celestial. Ahora debemos centrarnos en el objeto inmediato del agapé en
este texto de Mt 5,43-45 (y el paralelo de Lc 6,27-28.32-36): el enemigo, aquel que no tiene nada de amable;
y que es amado en virtud del Amor que viene del Padre, imitando al Padre. La intención primordial de Jesús
es ampliar la comprensión del prójimo y establecer la universalidad del amor. El prójimo es todo hombre,
puesto que el amor evangélico debe medirse por la amplitud de la infinita Misericordia de Dios.
A veces se califica al amor al enemigo de imposible o irreal5. TOMÁS DE AOUINO se planteaba esta
dificultad: "amar al enemigo parece imposible por ser contrario a la inclinación de la naturaleza". En su respuesta
reconocía que no amamos al enemigo en cuanto tal, sino a causa de algo que amamos más, a saber, el amor de Dios
{De Caritate, a. 8, arg. 13 y ad 13).
Por eso es importante aclarar qué significa amar al enemigo, y mostrar así su posibilidad para todos. En el
amor al enemigo no se trata de poder o no poder, no se trata tampoco de sentimientos, sino de querer o
no querer. El término que Jesús emplea para hablar del amor al enemigo es agapé, y no eros o philia. Jesús
no dice: te tiene que gustar tu enemigo o complacerte humanamente; o tienes que tener intimidad con tu
enemigo, tener con él confianzas y confidencias o "manifestarle familiaridad". "El evangelista emplea el
verbo agapáó, claramente distinto de philéó. Es evidente que no sería posible mantener amistad con un
enemigo en el sentido en que philia implica amor recíproco, intercambio y hasta vida común... El verbo
agapáó denota ante todo manifestaciones de respeto y benevolencia.
.. Se trata de un amor verdadero, puesto que se quiere el bien para él y se está dispuesto a procurárselo
eficazmente".
Amar al enemigo significa, a mi entender, adoptar estas cuatro actitudes:
1) no hacerle mal a tu enemigo, no devolverle mal por mal; no ponerte a su nivel y, por tanto, no hacer lo
que tú consideras que está mal hecho.
2) no desearle mal;
3) desearle bien (desearle bien puede ser desear que se convierta; de ahí esta explicación de Jesús al precepto
del amor al enemigo: "orad por los que os persiguen": Mt 6,44);
4) estar dispuesto, si la ocasión se presenta, a hacerle bien; o como dice Tomás de Aquino "cuando amenace
una situación de necesidad"; "si le viésemos en alguna necesidad en la que no pudiera ser socorrido sin
nosotros"
Sin duda se puede ir más allá, y llegar a un grado tal de perfección en el amor al enemigo, que uno busque
explícitamente manifestarle con signos el amor, no quedándose solo en "no dejarse vencer por el mal"
(exigencia necesaria), sino buscando positivamente "vencer al mal con el bien" (Rm 12,21). O dicho de otro
modo: no sólo dejando de odiar por la injuria recibida, sino esforzándose con beneficios por traer a su amor
al enemigo. Pero esta perfección a la que puede llegar el amor al enemigo no es exigida para cumplir con la caridad
hacia él.
Para cumplir con la caridad hacia el enemigo (permítasenos la expresión, aunque la caridad no es un
cumplimiento, sino la espontaneidad de una vida nueva animada por el Espíritu Santo) bastan las cuatro
actitudes mencionadas en el párrafo anterior, que culminan en la disposición efectiva de servirle y hacerle
bien (si la ocasión se presenta).
De Jesús bien puede decirse que llevó hasta el extremo el amor al enemigo. Es difícil encontrar a alguien
que muera por un hombre de bien, pero algún caso suele darse. Pero Cristo, cuando éramos enemigos, dio su
vida por nosotros (Rm 5,6-8).
Ahí está la grandeza de esta vida que se entrega. Otros pueden aproximarse a este modo de amar, como
sucede con los mártires, que mueren perdonando a sus enemigos. Pero Jesús no sólo muere perdonando,
muere justificando, haciendo justos a sus enemigos. Es ilustrativo, al respecto, comparar la manera cómo
muere el protomártir Esteban (Hech 7,60: "Señor, no les tengas en cuenta ese pecado") y Jesús (Le 23,34:
"Padre, perdónalos, porque no saben lo que hacen"). Jesús no sólo perdona, ofrece una razón, un motivo al
Padre por el que debe perdonar: no saben lo que hacen. Y de este modo justifica a sus enemigos, los hace
justos. Es el colmo del amor.
El amor al enemigo en algunos aspectos se parece más al amor de Dios y de Cristo (y digo en algunos
aspectos, porque -ahí no está la perfección del amor al prójimo, tal como veremos en el apartado siguiente
sobre el amor fraterno). Pues es expresión de gratuidad, de dar sin esperar recompensa, y así se asemeja al
amor a fondo perdido con el que Dios nos ama.
R. Bultmann ha hecho notar que el mandamiento del amor al enemigo era conocido en la literatura pagana
anterior a Jesús. Y como muestra cita estos textos de Séneca: "No nos cansemos de desvivirnos por el
bienestar general, de ayudar a cada uno y de ofrecer nuestra ayuda incluso al enemigo". En otro pasaje, ante
la objeción: "¡Pero la cólera procura una satisfacción! ¡Es reconfortante devolver mal por mal!", replica:
"¡No! Si es honorable en el caso del bien devolver bien por bien, no ocurre lo mismo con el mal. En un caso
es vergonzoso dejarse superar; en el otro es vergonzoso vencer"10. A partir de esta y otras consideraciones
(el número relativamente pequeño de pasajes evangélicos que tratan de nuestro tema) Bultmann se muestra
preocupado por distinguir las motivaciones paganas y cristianas del amor, concluyendo que la motivación
cristiana es el cumplimiento de la voluntad de Dios.
Hay que reconocer (con R. Bultmann) que la originalidad evangélica no es una innovación total. Es más
bien un "dar cumplimiento" a lo que ya podía encontrarse en el Antiguo Testamento y en las mejores
expresiones del judaismo. Hay que reconocer también que el agapé evangélico no es un simple amor a la
humanidad ni se funda en la búsqueda de perfección o realización del ser humano. Pero no hay que olvidar
que este amor no es sólo consecuencia de la obediencia (según la visión de R. Bultmann sólo parcialmente
exacta), sino que se propone a nuestra imitación filial, para interiorizarse en nosotros (por el don del
Espíritu, como dirá San Pablo) como un amor filial y fraterno al mismo tiempo. El agapé no es sólo
obediencia exterior, sino sobre todo un nuevo modo de ser interior. Tal interioridad es obra de Dios mismo y
deriva de la presencia y del don del Espíritu Santo.

2. Amor y realismo político

Aunque el amor al enemigo pueda y deba traducirse en estrategias políticas de no violencia, el Evangelio no
da indicaciones concretas sobre como traducirlo en las diversas situaciones sociales y políticas, situaciones
cada vez más complejas que, en nuestros días, adoptan rostros inéditos para los que no sirven soluciones
antiguas ni, desde luego, la buena voluntad.
Los problemas con los que debe enfrentarse la sociedad y en los que está en juego nuestra actitud para con el
enemigo son antiguos y nuevos (guerra, violencia, terrorismo, racismo, ataques injustificados y legítima
defensa, etc.). ¿No tendrá nada que decir el Evangelio sobre tales situaciones?
Es cierto que "el kérigma de Jesús no ofrece indicaciones concretas, sino que va a la raíz de los problemas y
abre un horizonte dentro del cual la comunidad cristiana -configurando la propia intención de fondo con la
del Señor- puede, en lo concreto de las situaciones históricas, discernir la actitud justa que hay que
asumir"12; pero también es cierto que en la reflexión teológica y eclesial encontramos algunas indicaciones
que ahora conviene recordar.
Comencemos ofreciendo un principio general relativo a las injustas agresiones y al legítimo derecho a la
defensa. Ante una agresión injusta sigue estando vigente el precepto del amor al enemigo, pero está también
presente otro amor más importante: el amor a uno mismo. "El hombre está más obligado a mirar por su
propia vida que por la vida ajena". Las consecuencias que para la vida del agresor se sigan como
consecuencia de la propia defensa, no son responsabilidad de quién se defiende, siempre que los medios
utilizados sean proporcionados a la agresión, o dicho de otro modo, "si no se ejerce una violencia mayor que
la necesaria".
Cierto que también aquí puede darse el amor al prójimo en grado heroico y negarse uno a utilizar la
violencia contra él, aún arriesgando la propia vida. Pero esta postura vale solamente para uno mismo. Pues,
en caso de que sea otro el agredido y yo pueda defenderle, incluso hiriendo al agresor, en caso de no hacerlo
me estoy convirtiendo en cómplice del agresor. Esto vale tanto más para los poderes públicos: "la legítima
defensa puede ser no solamente un derecho, sino un deber grave para el que es responsable de la vida de
otro. La defensa del bien común exige colocar al agresor en la situación de no poder causar perjuicio. Por
este motivo, los que tienen autoridad legítima tienen también el derecho de rechazar, incluso con el uso de
las armas, a los agresores de la sociedad civil confiada a su responsabilidad".
La legítima defensa adquiere connotaciones especiales cuando se trata de agresiones provocadas por una
nación o pueblo a otro pueblo o nación. Nos encontramos así con una situación de guerra. ¿Dejamos al
enemigo que cometa impunemente su agresión injusta? A esta pregunta, teniendo en cuenta la situación de
su tiempo, trató de responder Tomás de Aquino con su teoría de la guerra justa, que quizás sería mejor
calificarla de resistencia y defensa de unos derechos ante injustas agresiones. La guerra, para Sto. Tomás, es
un pecado contra la caridad. Si se justifica, en caso de injusta agresión, debe tener como finalidad la
creación de la paz y de un nuevo clima de amor. Con esta finalidad pone Tomás de Aquino tres condiciones
que legitimarían la guerra defensiva: 1) Autoridad competente para declarar la guerra; el santo indica que
"no incumbe a la persona particular declarar la guerra, porque puede hacer valer su derecho ante un tribunal
superior". Hoy habría que ampliar este principio a las propias naciones, que tienen medios para hacer valer
sus derechos ante tribunales internacionales. 2) Causa justa: unos derechos atropellados que sólo por este
medio pueden ser reparados. En este conflicto posible no caben represalias que vayan más allá del derecho,
y en ningún caso se justifican ataques cuyos efectos negativos se prevean desproporcionadamente más
graves que la injuria recibida. 3) Recta intención: "puede acontecer que, siendo legítima la autoridad de
quién declara la guerra y justa también la causa, resulte, no obstante, ilícita, por la mala intención". Este
sería el caso de la búsqueda de anexión de nuevos territorios, dominio sobre otro país o satisfacción de odios
y venganzas15. Más aún, yo me atrevo a añadir, como una consecuencia de la recta intención, que lo
primordial no es la justicia de la causa, sino la voluntad de crear o de restaurar los lazos de fraternidad entre
los hombres.
Hay que decir algo más sobre la teología de la "guerra justa" en Sto. Tomás. Primero, porque normalmente
pasa desapercibido. Y después porque resulta de sumo interés para la postura de los cristianos. En dicha
teología aparece una tensión. Tomás se pregunta si es lícito combatir a los obispos y clérigos.
Y responde que no, por dos motivos: 1) porque parece incompatible con la contemplación de las cosas
divinas, la alabanza de Dios y la oración; y 2) porque quién recibe la eucaristía no puede matar o derramar
sangre; "más bien debe estar dispuesto para la efusión de su propia sangre por Cristo"16. Lo interesante de
esta respuesta es que es perfectamente aplicable a todo cristiano. Ningún cristiano comprometido con la
política puede esquivar la pregunta: ¿qué significa el evangelio y la cruz de Cristo en tu vida política?
Esta tensión que se encuentra en la teología de Tomás de Aquino enlaza con las modernas posiciones del
Magisterio de la Iglesia, que van en línea de una prohibición absoluta de la guerra. Ya el Vaticano II recordó
algunos principios fundamentales:
- La paz es fruto del amor. La paz sobre la tierra, nacida del amor al prójimo, es imagen y efecto de la paz de
Cristo, que procede de Dios Padre.
- La obediencia ciega no puede excusar a quienes acatan órdenes criminales. Se ha de encomiar, en cambio,
al máximo la valentía de los que no temen oponerse abiertamente a los que ordenan semejantes cosas.
- Se alaba la objeción de conciencia de quienes se niegan a tomar las armas - Se acepta el derecho de las
naciones a la legítima defensa, pero notando que no por eso todo es lícito entre los beligerantes
- Toda acción bélica que tiende indiscriminadamente a la destrucción de ciudades enteras o de extensas
regiones junto con sus habitantes, es un crimen contra Dios y la humanidad
- La carrera de armamentos es la plaga más grave de la humanidad
- Todo esto obliga a examinar la guerra con mentalidad totalmente nueva. Hasta el punto de que hay que
procurar preparar una época en que pueda ser absolutamente prohibida cualquier guerra17.
El Magisterio de los Papas posteriores al Concilio ha radicalizado, si cabe, las posiciones conciliares. Pablo
VI afirmó
que en el Evangelio se encuentran "los cánones de una Paz, que podríamos llamar renunciataria". Y Juan
Pablo II ha dicho que "los riesgos espantosos de las armas de destrucción masiva deben conducir a la
elaboración de procesos de cooperación y de desarme que hagan la guerra prácticamente inconcebible".
Más aún, nuestra meta es "hacer de la paz un imperativo absoluto".
Es dudoso que la guerra moderna tenga alguna justificación. Y, aunque sigue siendo verdad que la injusticia
no se puede tolerar, hoy hay medios para controlar las situaciones. ¿No se lograría esto en gran parte si se
prohibiera el comercio de las armas e incluso su fabricación? Es cierto que hoy el terrorismo ofrece una
nueva cara de la violencia contra los gobiernos. Pero ni los actos de revancha, ni las represalias, sobre todo
si golpean indiscriminadamente al inocente, logran parar el terror, sino más bien continuar la espiral de
violencia. Además, hay que extirpar los elementos que provocan condiciones de odio y violencia, como la
pobreza y las diversas exclusiones sociales (refugiados, desplazados internos y externos, opresión física y
psicológica, etc.). Toda campaña seria contra el terrorismo necesita afrontar las condiciones sociales,
económicas y políticas que alimentan la emergencia terrorista, la violencia y el conflicto.
Construir una cultura de la paz no es un sueño disparatado ni utópico. Es una exigencia de humanidad y,
para los cristianos, una obligación evangélica. Sabiendo que en la base de todo está el egoísmo de los seres
humanos, que conlleva la falta de justicia y de amor. De ahí la necesidad de educar las conciencias, de
respetar todos los derechos, de abrir cauces de diálogo. Las exigencias de la caridad evangélica son más
actuales que nunca.

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