Sei sulla pagina 1di 31

Becquer, Gustavo Adolfo, Rimas, ed.

Luis Caparrós Esperante,


[edición digital] Centro Virtual Cervantes

Bécquer tiene la rara fortuna de ser un escritor para los muchos y para los pocos, susceptible
de lecturas muy diferentes, incluso opuestas o contradictorias. Acaso lo más sorprendente sea
que casi todas esas lecturas estén justificadas: tanto el cursi como el raro, el exquisito como el
bohemio, el conservador como el progresista, el bohemio como el censor, el alegre como el
triste... Otro tanto sucede con sus lectores. Generaciones de niñas cursis y poetas surrealistas lo
han compartido. Y mientras Zorrilla o Núñez de Arce no lo consideraron poeta, Juan Ramón
Jiménez y los del 27 lo reconocerán fundador de la poesía de la modernidad.

Pero en la recepción de Bécquer han mediado hasta no hace mucho factores espurios, nada
inocentes. Desde el mismo momento de su muerte, en diciembre de 1870, se comenzó a
construir una imagen plana del hombre, apta para el lanzamiento de su obra póstuma, que
como señalaba Ramón Rodríguez Correa [1871: VII], su amigo y editor, era un ejercicio de
caridad:

La edición está ya terminada; todo el mundo ha cumplido con el deber que impuso una
admiración unánime, y las páginas que siguen, donde se contiene todo lo que
precipitadamente trabajó en su dolorosa vida mi pobre amigo, sólo aguardan estos
oscuros renglones míos para convertirse en una obra que edita la caridad, y que el
genio de su autor hará vivir eternamente. ¡Póstuma y única recompensa que él puede
dar al generoso desprendimiento de sus contemporáneos y amigos!

Bécquer acababa de morir con treinta y cuatro años. Su hermano Valeriano había muerto sólo
tres meses antes, a los treinta y siete. Dejaban varios hijos en una situación familiar desoladora.
Sus primeros editores encabezaron la edición de sus Obras, en 1871, con un grabado de
Severini donde aparecía Gustavo muerto, tendido en el lecho, con los rasgos afilados por la
enfermedad. Léase el prólogo de Rodríguez Correa —prólogo magnífico, por otra parte— y se
entenderá mejor la atmósfera emotiva en que se iba a desarrollar esta presentación.

En la segunda edición, en Fernando Fe, se intentó cambiar el retrato para que apareciese
«ilustrada con el verdadero retrato del autor, no acabado de expirar, como figura en la edición
primera, sino lleno de vida y esperanzas, tal como se agitó en el mundo» [Rodríguez Correa,
1877: XI]. Sorprendentemente, la familia no poseía ningún retrato,
escribe Francisco de Laiglesia [1922: 15], y hubo de encargarse a
Luque y Povedano. Poco queda del rostro real de Bécquer en esos
retratos, que o buscan embellecer idealmente al poeta, como en el
caso de Luque, o darle un empaque señorial que lo vuelve impersonal,
como hace Povedano.

Ahora bien, esos retratos de las ediciones de Fernando Fe están


tomados de una fotografía de Ángel Alonso Martínez que permaneció
inédita hasta bien entrado el siglo XX, lo cual dice bastante de ese afán
por esquivar al hombre auténtico. De Laiglesia, al publicar los que él
llama auténticos retratos —que tampoco incluyen fotografías— se queja de la serie completa
de los «falsos», que alcanza a la estatua de Sevilla:

De este modo se ha extendido y popularizado un retrato de Bécquer que no se parece


al original, que altera la impresión que debe tenerse de su fisonomía y que no armoniza
con la del autor de las rimas. La barba lisa y recortada de la estatua, el pelo rizoso de su
cabellera, dan carácter burocrático y comercial al rostro fatigado, a la barba desigual, al
conjunto expresivo y vivaz de su verdadero semblante. [Ibídem]

Gustavo Adolfo Bécquer retratado por su hermano Valeriano. Pero ninguna de esas imágenes
son las que pueblan la memoria visual de los lectores de hoy.
Para ellos, Bécquer es el muchacho que nos mira entre soñador y desafiante en el retrato de
Valeriano, con el bigotillo y la mosca, con los rizos negros y rebeldes agitándose sobre la
frente.

La imagen idealizada del joven Gustavo corresponde al prototipo del poeta romántico, algo
que ya debía de resultar desfasado por entonces.

Sin embargo, en la cuarta edición, de 1885, quince años después de su muerte, se recupera ese
retrato, aunque en un grabado de Maura que sustituye los rasgos casi adolescentes por los de
un hombre ya hecho, y por tanto, aun más anacrónicamente romántico. Es, con ligeras
variaciones, el que aparecerá en los billetes de cien pesetas de los años sesenta.

Todo esto resultaría anecdótico si no fuese porque es la cara externa de una estrategia
semejante, aunque menos perceptible, que afecta a su obra literaria. La imagen de un Bécquer
doliente y soñador, casi angelical, creada espontáneamente en los días de duelo, se fue
afianzando incluso entre sus mismos amigos y por razones muy diversas. La política no debía
de ser la menos importante, pues Bécquer, aunque no tuviese un perfil político muy definido,
había sido protegido del ministro conservador González Bravo, y además, gracias a él había
llegado a ser nada menos que censor de novelas. Cuando González Bravo cae en 1868, con
Isabel II, los hermanos Bécquer desaparecen de Madrid y buscan un prudente segundo plano
en su amada Toledo. Ahora, en 1870, la revolución prosigue su marcha, pero también la
actividad periodística de los hermanos volvía a encauzarse y tenían ante sí un panorama
despejado. Pero, aun sin perder la dignidad, era preciso velar ese pasado. Los editores de 1870,
sus amigos, simpatizaban con la revolución y resultaba lógico que quisiesen presentar al poeta
como un ser alejado de cualquier contingencia:

Para Gustavo, que sólo hallaba la atmósfera de su alma en medio del arte, no existía la
política de menudeo, tan del gusto de los modernos españoles. Su corazón de artista,
amamantado en la insigne escuela literaria de Sevilla, y desarrollado entre catedrales
góticas, calados ajimeces y vidrios de colores, vivía a sus anchas en el campo de la
tradición; y encontrándose a gusto en una civilización completa, como lo fue la de la
Edad Media, sus ideas artístico-políticas y su miedo al vulgo ignorante le hacían mirar
con predilección marcada todo lo aristocrático e histórico, sin que por esto se negara
su clara inteligencia a reconocer lo prodigioso de la época en que vivía. Indolente,
además, para las cosas pequeñas, y siendo los partidos de su país una de estas cosas,
figuró en aquél donde tenía más amigos y en que más le hablaban de cuadros, de
poesías, de catedrales, de reyes y de nobles. [Rodríguez Correa, 1871: XII-XIII]

Por cierto, palabras muy semejantes se aplicarán mucho después a Valle-Inclán, y también para
diluir los grados de su compromiso con el tradicionalismo.
Por otra parte, la obra que dejaba Bécquer tras de sí, especialmente la lírica, se prestaba muy
bien para explicar al hombre que figuraba muerto en las primeras páginas del libro de 1871.
Así, las Rimas se presentan a los lectores como confesiones de un alma herida por el amor y el
destino, la obra de un ángel. Rodríguez Correa lo llama así, y parafrasea de un modo
inequívoco el contenido de los poemas. «Son primero las aspiraciones de un corazón ardiente
que busca en el arte la realización de sus deseos, dudando de su destino» [p. XXXII].
Desengañado de la gloria, «vuélvese espontáneamente hacia el amor, realismo del arte, y goza
un momento y sufre y llora y desespera largos días» [p. XXXIII]. Debe subrayarse cómo
Correa vincula siempre ese supuesto giro temático a las vicisitudes de la vida del hombre
Bécquer: «Anúnciase esta nueva fase en la vida del poeta», escribe, con la «magnífica
composición» que ocupará la décima posición en la edición de 1871. «Sigue luego
desenvolviéndose el tema de una pasión profunda, tan sentida como espontánea», que el
prologuista resume en este argumento:

Una mujer hermosa, tan naturalmente hermosa, [...] conmueve y fija el corazón del
poeta, que se abre al amor, olvidándose de cuanto le rodea. La pasión es desde su
principio inmensa, avasalladora, y con razón, puesto que se ve correspondida, o, al
menos, parece satisfecha del objeto que la inspira: una mujer hermosa, aunque sin otra
buena cualidad, porque es ingrata y estúpida. ¡Tarde lo conoce, cuando ya se siente
engañado y descubre dentro de un pecho tan fino y suave, un corazón nido de sierpes,
en el cual no hay una fibra que al amor responda! [p. XXXIV].

En fin, la reflexión sobre lo solos que se quedan los muertos vendría a ser preámbulo para un
reencuentro con la fe, pues «siente dentro de la religión de su infancia un nuevo amor, que
únicamente pueden sentir los que sufren mucho y jamás se curan». En la última rima del libro,
«se enamora de la estatua de un sepulcro, es decir, del arte, de la belleza ideal, que es el
póstumo amor, para siempre duradero, por lo mismo que nunca se ve por completo
correspondido». Con ese final, los dos últimos versos del poemario sonaban irremediablemente
a epitafio:

¡Oh, qué amor tan callado, el de la muerte!


¡Qué sueño el del sepulcro, tan tranquilo!

El propio autor, se diría, buscaba sosiego en la muerte y ésta llegaría casi como respuesta al
último poema del libro. El siguiente poema ya no estaba escrito. Poesía y vida se entrelazaban
perfectamente. Otro de los editores, Narciso Campillo [1871: 3], adelantaba esa imagen el día
15 de enero de 1871, a menos de un mes de haber muerto el amigo, y ya en línea con los trazos
editoriales descritos:
Muerto se juzgaba ya, aunque no exhalaba su pesar en estériles ayes; muerto para la
alegría y la confianza; así le veíamos siempre triste y meditabundo, como si fuera
recordando en su interior continuamente una por una las páginas de su dolorosa
historia, a que puso fin una rápida enfermedad el 22 de diciembre de 1870.

Libro de registros contables que conserva las «Rimas» de Bécquer, ms. 13.216 de la Biblioteca
Nacional.Pero conviene recordar que estamos hablando
de una táctica editorial. Esa secuencia argumental
y falsamente biográfica es ajena a Bécquer y a la disposición que él dio a sus poemas en el
Libro de
los gorriones. Piénsese que el último poema del manuscrito es el de los ojos verdes, el 79
(XII).
Sin embargo, el canon editorial estaba ya fijado:
los poemas como narración, como la historia de un ángel triste.
En esa «dolorosa historia» que relatarían las rimas fueron encajándose poco a poco todas las
piezas. La casilla más clamorosamente vacía era la de la protagonista femenina, la Laura del
poeta, su Beatriz. No podía serlo su legítima esposa, Casta Esteban, separada de él hasta poco
antes de su muerte y de quien todos conocían pasados deslices amorosos. La candidata ideal
para ese papel era Julia Espín, a quien Gustavo conoció hacia 1858 y cuya cercanía alimentó un
puñado de poemas decisivos, al menos hasta 1861, cuando él se casa con Casta. Muy
probablemente, aquel joven bohemio y enfermizo, buen dibujante y correcto periodista, no
recibiese más que corteses desdenes de la muchacha, socialmente bien situada, considerada por
todos una belleza y muy pagada de su valía como cantante. Años más tarde, cuando para
sorpresa de muchos el nombre del poeta muerto comienza a brillar, las miradas debieron de
dirigirse a ella. Pero Julia Espín seguía sin estar dispuesta a asumir públicamente el papel de
musa que empezaban a colgarle en los mentideros madrileños. Claro que para entonces, en
1873 y con 35 años, se había casado con Benigno Quiroga y López Ballesteros, de 26 años, un
magnífico partido y un personaje que alcanzaría puestos elevados en la política española, hasta
su muerte en 1908, dos años después que ella. Solamente después de estas fechas comienza a
circular el nombre de la «musa».

Pero aún habría más historias. La más peregrina —y divertida ¿por qué no?— sería la
invención de Elisa Guillén por Fernando Iglesias Figueroa [1923-1924]. Iglesias se inventa
cartas, escribe leyendas y le regala a Bécquer la paternidad de sus propios poemas, uno de los
cuales, «A Elisa», conseguirá ser loado por becqueristas de primer orden y llegará a sustituir a la
rima 11 (I) en la cabecera de muchas ediciones. Recuérdese su comienzo:

Para que los leas con tus ojos grises,


para que los cantes con tu clara voz,
para que llenen de emoción tu pecho
hice mis versos yo.

Todo este montaje iba encaminado a demostrar que lo de Julia Espín era cosa de niños,
pasajera y platónica, incapaz de justificar el dolor real y maduro de las rimas. Para eso estaba
Elisa, por supuesto. Montesinos [1970] fue quien desveló la patraña, y de sus contactos con
Iglesias Figueroa nos ha dejado curiosas páginas [1992: 83-125].

En realidad, ¿qué sabemos del hombre concreto Bécquer? Si el lector está interesado en los
datos biográficos, podrá consultar la síntesis cronológica que aquí se incluye como apéndice o,
para mayor aprovechamiento, deberá leer los libros de Montesinos [1977] y de Pageard [1990],
que organizan esos pocos datos de su vida y los ligan con los avatares de su obra. Para ser
justos, habría que citar también los trabajos pioneros de Rica Brown [1941, 1963]. En cualquier
caso, debe señalarse que su biografía discurre más por vericuetos emocionales y privados que
por derroteros públicos y novelescos. Si procuramos una imagen suya no más auténtica, pero sí
más completa, deberíamos fijarnos en esa otra iconografía que los contemporáneos
marginaron. En su fotografía más conocida hoy, el poeta no tiene nada que ver con el
mozalbete romántico de los óleos de Valeriano. Es un hombre aún joven, de pelo negro y
abundante, con barba espesa, que quiere parecer elegante con su levita bien planchada, el
sombrero de copa en la mano derecha, la pierna izquierda ligeramente flexionada y adelantada,
pero que revela su incomodidad en la rigidez del brazo izquierdo, cuya mano mete en el
bolsillo. Por el contrario, en los dibujos de campo que Valeriano fue desgranando, Gustavo
Adolfo aparece como el bohemio que realmente fue, vestido con ropas cómodas y arrugadas, o
con el sombrero hongo y blando que usaba la gente del pueblo. Es también ese «desaliño» o
esas «barbas luengas» de que habla Correa en su prólogo. Son dos caras del mismo hombre,
cuya mejor imagen y la más fiel siguen siendo esos pocos poemas que lo auparon al puesto más
destacado de la lírica de nuestro siglo XIX.

En la formación literaria de Bécquer intervienen estratos de grosor y calidad muy diferentes,


sean los propios de su época o sean aquellos determinados por sus especiales circunstancias
personales, tanto de origen como de relaciones.
A vista de pájaro, puede dar la impresión de que el panorama lírico de España en los años
cincuenta fuese tierra de nadie. El romanticismo se considera un movimiento pasado, aunque
sus representantes vivos sigan ocupando la primera línea del retrato oficial, como es el caso del
duque de Rivas o el de Zorrilla. Sin embargo, no apunta en el horizonte ninguna nueva
tendencia que aspire a sustituirlo, pues el realismo es más un síntoma que algo real y efectivo,
con poética propia y consciente, y tampoco hay en España algo semejante a lo que fue el
parnasianismo francés. Esta situación ha propiciado el uso y abuso del concepto comodín de
post-romanticismo, que tanto puede definir aquello que viene tras el romanticismo pleno, en
un sentido lato, como la tendencia que busca alternativas desde el propio romanticismo.
Bécquer es post-romántico en ambos sentidos, aparte cuanto pueda tener de pre-simbolista,
como se analizará en el apartado siguiente. En su formación temprana no podían faltar los
nombres de Espronceda o Zorrilla, que marcarán la literatura posterior con sus respectivas
lecturas del romanticismo, la del subjetivo y rebelde, de un lado, y la del colorista y musical, del
otro. A ellos se suman impregnaciones francesas, como el inevitable sentimentalismo a lo
Musset o Lamartine. Pageard [1972] y Díez Taboada [1965] han estudiado exhaustivamente el
cuadro de relaciones y contactos con otros escritores. Pero lo peculiar no es eso, sino la
necesidad compartida de superar las limitaciones que ellos marcaban, de superar moldes tanto
más desgastados cuanto más hipercaracterizados. Esa tendencia depuradora, casi obligada, que
buscaba un tono intimista reñido con la musicalidad enfática, tenía precedentes en plena
explosión romántica. Eran los poemas de Gil y Carrasco o de Nicomedes Pastor Díaz o de
Arolas. Léase, por ejemplo, «Sé más feliz que yo», de Juan Arolas, y se descubrirá un
precedente clarísimo:

Sobre pupila azul, con sueño leve,


tu párpado cayendo amortecido,
se parece a la pura y blanda nieve
que sobre las violetas reposó;
yo el sueño del placer nunca he dormido:
sé más feliz que yo.

Así comienza. Aunque tampoco podemos olvidar que durante el XIX pervive un
academicismo muy belicoso, hostil a los grandes cambios, y cuyas falanges están formadas en
gran medida por antiguos románticos conversos y arrepentidos, con todo lo que ello significa.
Academicismo, en este contexto, significa la pervivencia más o menos fosilizada o ecléctica de
los ideales clasicistas del XVIII, basados todavía en los cánones del «buen gusto», lo cual hacía
de Meléndez Valdés —y en menor grado de Quintana— la principal autoridad lírica, y elevaba
al rango de teorizadores a los Hermosilla de turno, abastecedores de manuales para la
enseñanza. Esta componente está también presente en la formación literaria de Bécquer,
dentro del peculiar ambiente literario de Sevilla, donde se hace culturalmente y donde
comienza a escribir y publicar. Sevilla es un bastión del clasicismo. Todo gira allí en torno a
Alberto Lista, discípulo de Meléndez Valdés, viejo amigo de Blanco White y de Reinoso,
maestro de un Espronceda aún adolescente —luego, alumno díscolo—, y ya de vuelta en
Sevilla, de Rodríguez Zapata, su muy vulgar continuador. Allí, en 1848, un Bécquer de doce
años escribirá una «Oda a la muerte de Alberto Lista». Él y Narciso Campillo escribirán quién
sabe cuántas anacreónticas y odas, limadas concienzudamente según las enseñanzas horacianas,
en busca de ese absoluto de perfección formal que propugnan los maestros sevillanos. Incluso
podría encontrar entre ellos un temprano acomodo de las formas de la lírica popular con
tratamiento culto [Reyes Cano, 1995].Campillo seguirá fiel a esa estética, de la que Bécquer
tampoco se desliga completamente, como ilustran las Rimas. Ahí están las ideas de la 42 (III) y
ahí está el lenguaje formal de la 27 (IX), como muestras más llamativas. Es más, cuando sus
contemporáneos quieran elogiar la poesía del poeta recién desaparecido, la referencia al rigor
formal de la escuela sevillana será obligatoria.

Volviendo al principio, en general puede afirmarse que la lírica más innovadora procura
rebajar los tonos grandilocuentes del momento anterior y acercarse de nuevo al lenguaje
hablado. En esa estrategia cuenta mucho la construcción de un sujeto poético menos
histriónico que aquellos que había popularizado Espronceda, aunque el sentimentalismo siga
siendo valor poético dominante. Pero ahora, la voz que habla en los poemas tiende a un
registro más coloquial, o intimista, o incluso ensimismado, según los casos. Así podemos
explicar tanto el deliberado prosaísmo de Campoamor, con sus pruritos de poesía reflexiva,
como la búsqueda de ese tono personal que se quiso llamar poesía subjetiva, concepto éste que
baraja Rodríguez Correa en el prólogo a las Obras de Bécquer de 1871. Y si al margen de
Campoamor, hay mucho de Musset en buena parte del lánguido sentimentalismo post-
romántico, lo más novedoso es la introducción de modelos alemanes que habían sido
esquinados en la época anterior, más interesada por el neomedievalismo a lo Schlegel. Ahora
nos vamos a encontrar con escritores que tienen una experiencia directa de la lengua y la
cultura alemanas, y además —para lo que aquí interesa—, muy cercanos al propio Bécquer,
como es el caso de Eulogio Florentino Sanz, y sobre todo, de Augusto Ferrán. Lo alemán, en
este contexto, se asocia al lied, la canción culta hecha sobre un patrón popular, y que tanta
importancia tiene en el desarrollo de la música alemana del XIX.
En este modelo encuentran los españoles una perfecta conjugación de lo que sienten moderno
o diferente, y que tiene mucho que ver con esa búsqueda del tono menor, de la sencillez, del
intimismo. Claro que tampoco esos valores van a ser seguidos por todos, como lo ilustra bien
aquella frase maliciosa de Núñez de Arce acerca de los «suspirillos líricos de corte y sabor
germánicos, exóticos y amanerados», que colocó al frente de sus Gritos del combate. Pero
frente a lo que Núñez de Arce sugiere, los poetas que siguen la tendencia creen descubrir en la
síntesis germánica de lo popular y lo culto una maleabilidad que facilita su adaptación a la
tradición propia. Esto es cierto sobre todo en lo que concierne al lied, subgénero
esencialmente lírico. Pero alemanas son también las leyendas o los cuentos fantásticos que
alimentan directa o indirectamente la prosa becqueriana. En poesía, esa vertiente más narrativa
y hasta dramática «que bien hubiera podido asociarse a nuestro romance» se incluye en el saco
de la balada, subgénero también mixto y poco definido que tiñe de nordismo tantos títulos de
la época que analizamos [Díez Taboada, 1961]. Algo de lo que participa también el Byron de
las llamadas melodías, y que recoge la popularísima rima 29 (XIII).

En este contexto, afloran nombres por lo general muy olvidados o letra pequeñísima en los
manuales: Dacarrete, Blest Gana, Larrea, Selgas, Sanz... La crítica ha comparado una y otra vez
sus poemas prebecquerianos, recogidos en revistas de la época, con los de Bécquer. Este
ejercicio tiene un valor muy limitado, si se trata de caracterizar la originalidad de Bécquer, pero
sí sirve para constatar la existencia de un clima lírico donde su singularidad lo es menos, sin
detrimento del valor. Ese tono se afianza más en los poetas cercanos a él por edad y gustos. El
éxito de estos modelos ayudó a conformar una notable semejanza tonal y formal entre ellos y
explica el buen número de rimas apócrifas que han ido cazando los estudiosos en las
publicaciones de aquellos años. Véase ésta, a modo de ejemplo:

En el fondo del mar nace la perla;


en verde roca, la violeta azul;
en la nube, la gota de rocío;
en mi memoria, tú.

Muere la perla en imperial diadema;


en búcaro gentil muere la flor;
en el aire, la gota de rocío;
en tu memoria, yo.

La supuesta rima de Bécquer fue primero descubierta por Montesinos y luego atribuida por él
mismo a su auténtico autor, Eusebio Blasco, quien la había publicado en 1866 [Montesinos,
1992]. Blasco era contertulio de Bécquer en el café Suizo de Madrid, pero no es la cercanía a él
lo que explica las semejanzas, sino la común participación en unos modos y modas líricos que
impregnaban, como comprobamos, la atmósfera literaria de la época.
Veámoslo más de cerca y por sus pasos. El 15 de mayo de 1857, en el número nueve de El
Museo Universal, se publican unas «Poesías alemanas traducidas de Enrique Heine». Son
solamente quince poemas tomados del Lyrisches Intermezzo, una obra no demasiado
representativa de Heine, por otra parte. Pero más que el texto mismo de Heine, lo que suena
familiar a un oído actual es aquello que depende del traductor, Eulogio Florentino Sanz: el
fraseo, el lenguaje o el molde estrófico. Allí donde el alemán escribe:

Wenn zwei voneinander scheiden,


So geben sie sich die Händ,
Und fangen an zu weinen,
Und seufzen ohne End.

Wir haben nicht geweinet,


Wir seufzten nicht «Weh!» und «Ach!»
Die Tränen und die Seufzer,
Die kamen hintennach.

Sanz [1857: 66] evita el metro único heptasílabo y la rima completa:

Al separarse dos, que se han querido,


¡ay! las manos se dan;
y suspiran y lloran,
y lloran y suspiran más y más.

Entre nosotros dos no hubo suspiros


ni hubo lágrimas… ¡Ay!
Lágrimas y suspiros
reventaron después… ¡muy tarde ya!

En esas traducciones podemos reconocer acentos típicamente becquerianos, comunes por otra
parte a un buen número de poetas coetáneos: la brevedad del poema, el apunte sintético o
sugerido, la libertad estrófica, la asonancia, la cercanía a usos y valores de la canción popular, lo
sentimental o melancólico, lo subjetivo... Becqueriana será también la combinación de
endecasílabos y heptasílabos, con rima asonante en los versos pares, o incluso el pie quebrado,
formas ajenas a Heine con las que Sanz resuelve muchas de las dificultades del verso alemán.

Hay otros ejemplos, y el de Augusto Ferrán tiene un especial interés, por su cercanía intelectual
y afectiva a Bécquer. Augusto Ferrán continúa la labor de Sanz como introductor de Heine en
España, pero además de su labor como traductor, a él le corresponde el mérito de haber
forjado con sus cantares la versión española del lied. Recuérdese que su libro La soledad
aparece en 1861, momento decisivo de la escritura de Bécquer, y que el propio Bécquer lo
reseñó inmediatamente en lo que es un documento decisivo de su propia poética.

De este modo, y por paradójico que pueda resultar, el modelo germánico se traduce en
acercamiento a los cantares andaluces. Ferrán [1969: 44] escribe:

Yo no sé lo que yo tengo,
ni sé lo que me hace falta,
que siempre espero una cosa
que no sé cómo se llama.

Y el tono nos suena doblemente familiar, por becqueriano y por jondo. También Bécquer
suena a veces a Ferrán, y por las mismas razones, como en esta rima 4 (XXXVIII):

¡Los suspiros son aire y van al aire!


¡Las lágrimas son agua y van al mar!
Dime, mujer: cuando el amor se olvida
¿sabes tú a dónde va?

Bocetos de Bécquer en un borrador de su reseña a «La soledad» de Augusto FerránEn su


prólogo a La soledad, Ferrán aclaraba:
He escrito estos versos en el estilo sencillo y espontáneo de las canciones populares, las
cuales he intentado imitar.

Si me he separado algunas veces del carácter peculiar de este género de poesías, no lo


puedo atribuir más que a mi predilección por ciertas canciones alemanas, entre ellas las
de Enrique Heine, que en realidad tienen alguna semejanza con los cantares españoles
[Ferrán, 1969: 19].

Las traducciones de Ferrán van a menudear en las mismas publicaciones donde publica
Bécquer sus rimas, en ocasiones juntas.

Claro que Bécquer solamente había publicado catorce rimas cuando muere, y dispersas en
publicaciones de lo más variado. No puede sorprendernos demasiado que su voz lírica no
fuese singularizada por sus contemporáneos. Había pocos poemas para analizar y ese telón de
fondo que hemos ido viendo habría de difuminar su personalidad.

El desdoblamiento del escritor en crítico y la actitud autorreflexiva sobre la propia escritura


son claves de la modernidad literaria que comparte Bécquer, puestas de relieve por cuantos han
tratado este aspecto (Alonso [1944], Guillén [(1969) 1999], López Estrada [1972], etc.). Estas
poéticas de autor son siempre libres, abiertas, no sujetas a ningún preceptismo o norma ajena

a la propia experiencia, que es la auténtica vara de medir. También Campoamor, tan diferente,
escribió una Poética que, con todos los matices que se quiera, planteaba cuestiones sustanciales
para la lírica del momento. Pero Bécquer no alcanzó en vida el reconocimiento que tenía
Campoamor, y ni siquiera fue visto como poeta, sino como periodista que ocasionalmente
escribía versos. Por esa razón, buena parte de su poética debe extraerse de las reseñas sobre la
obra de otros, o de fragmentos y textos periodísticos muy condicionados por el medio. Las
excepciones pudieran ser la «Introducción sinfónica» (1868) y las propias rimas. Pero ahí está
otra clave de su modernidad: la importancia que alcanza en su obra lírica el poema sobre la
poesía, sobre los problemas del propio poema que los expresa, con todo lo que ello implica de
juego de espejos y de metaliteratura.

Sin embargo, ¿hasta qué punto se puede hablar de la modernidad de Bécquer cuando antes lo
habíamos incluido bajo el membrete de post-romántico? Bécquer, de hecho, ocupa una
posición especial en nuestro siglo XIX, a caballo entre lo antiguo y lo nuevo, fluctuante entre
romanticismo y simbolismo, epígono y precursor, nunca en tierra firme, especialmente solitario
ante el papel, pese a cuantos «ambientes prebecquerianos» hayamos podido ver. Esto explica
también los abundantes desacuerdos entre su concepción de lo poético y su práctica.
Las dos cuestiones esenciales que plantea Bécquer en su poética acaso sean los problemas para
alcanzar la escritura y, sin llegar a entrar a fondo en el análisis de ésta, la preocupación por su
recepción fiel. Esto lo lleva a prestar una atención especial a los procesos psíquicos de la
creación y condiciona una secuencia lógica en su exposición: el proceso y las fases que
conducen de la poesía —entendida como algo genérico— al poema concreto, o dicho de otro
modo, del germen psíquico al momento de la escritura, sin olvidar la realización definitiva del
poema en la mente y en la sensibilidad del lector.

La primera fase atiende a la emoción originaria, primitiva, que se corresponde con la


«verdadera inspiración» de que habla en Cartas literarias a una mujer. Esa emoción actúa como
catalizador psíquico, pero no abre paso inmediatamente a la escritura, sino a un proceso
complejo y largo de incubación en la memoria. Vendrá después la rememoración, que es activa,
voluntaria, y por tanto artificial. Artificial sobre todo frente a la fase anterior, la de la emoción
primitiva, que

—semilla al fin y al cabo— habrá perdido entre tanto su valor y fisonomía iniciales. Por
último, la inteligencia, ya puramente artificial, conformará la escritura del poema. ¿Por último?
En realidad, no. El poema es para Bécquer sólo un puente, una partitura silenciosa. Vitalmente,
en su realidad esencial, el papel del poema escrito es servir de catalizador de las emociones del
lector, quien al recrear algo semejante a la emoción original anima y trasciende las frías letras
del idioma común.

Comencemos por ver qué entiende Bécquer por poesía, habida cuenta de que es algo anterior
al poema, a su formalización textual. Pues bien, la poesía puede existir fuera del poeta, incluso
fuera del poema: en la naturaleza —en el aire, en la luz, en la bruma— y en el sentimiento que
liga todo cuanto existe en el cosmos. Así lo expresa él mismo, en una suerte de recapitulación
de motivos, al final de la tercera de sus Cartas literarias:

¡Dulces palabras que brotáis del corazón, asomáis al labio y morís sin resonar apenas,
mientras que el rubor enciende las mejillas! ¡Murmullos extraños de la noche, que
imitáis los pasos del amante que se espera! ¡Gemidos del viento que fingís una voz
querida que nos llama entre las sombras! ¡Imágenes confusas, que pasáis cantando una
canción sin ritmo ni palabras, que sólo percibe y entiende el espíritu! ¡Febriles
exaltaciones de la pasión, que dais colores y forma a las ideas más abstractas!
¡Presentimientos incomprensibles, que ilumináis como un relámpago nuestro porvenir!
¡Espacios sin límites, que os abrís ante los ojos del alma ávida de inmensidad y la
arrastráis a vuestro seno, y la saciáis de infinito! ¡Sonrisas, lágrimas, suspiros y deseos,
que formáis el misterioso cortejo del amor! ¡Vosotros sois la poesía, la verdadera
poesía que puede encontrar un eco, producir una sensación, o despertar una idea!

Poesía es para Bécquer todo ese cúmulo de sensaciones y sentimientos caracterizados,


fundamentalmente, por su inasibilidad. Sonido, sentimiento y espacio podría ser su esquema
tripartito. No palabra plena o música escrita, sino sonidos vagos: dulces palabras que apenas
resuenan, murmullos, gemidos como voces, canción sin ritmo ni palabras. Y más que
sentimientos, presentimientos, con lo que se adelgazan más: presentimientos incomprensibles,
sonrisas, lágrimas, suspiros y deseos. Los espacios físicos, como se ve, participan de esa misma
vaguedad: son espacios abiertos, sin límites, que se corresponden con los mares sin playas o las
brumas de sus poemas.

Se puede adelantar ya que esa inasibilidad supone también resistencia a la forma, a la captación
formal, y por tanto, al poema. En la rima 62 (V), la poesía —aún no texto— es:

Espíritu sin nombre,


indefinible esencia,
yo vivo con la vida
sin formas de la idea.

Pero es que, además, tal como se expresa en la rima 39 (IV), la poesía reside fuera del poeta:

No digáis que agotado su tesoro,


de asuntos falta enmudeció la lira:
podrá no haber poetas, pero siempre
habrá poesía.

Y en esa misma rima se apuntarán los campos, siempre externos a poeta y poema, donde
reside la poesía y que, punto por punto, coinciden con los grandes bloques temáticos de las
rimas: naturaleza, misterio y sentimiento. La poesía, podría deducirse del poema, reside en la
realidad exterior —la que perciben los sentidos— y penetra como conmoción sentimental
tanto la imaginación como la inteligencia del hombre sensitivo, de cualquier hombre sensitivo.

Esta concepción del mundo sensible como representación tiene un fondo plenamente
romántico.
Y hay mucha naturaleza en las Rimas. La naturaleza, la realidad sensible, es ya símbolo de la
Idea o de lo aún desconocido: lo visible, lo audible, lo táctil o lo olfativo son el lenguaje cifrado
de lo oculto, de lo invisible. De ahí, la lectura simbólica a que conducen esas constantes
enumeraciones de la más evanescente calidad, motivos con los cuales la voz poética se funde.
Es más, esa fusión de sujeto y objeto, del yo con lo otro, responde igualmente a la poética
romántica, en la que el mundo de lo sensible —lo exterior— remite casi siempre a una
experiencia interior. La consecuencia más inmediata, para el caso de Bécquer, es la
espiritualización de lo material —de lo natural—, y al revés, la materialización o el paso al
campo de lo sensible de lo antes espiritual y abstracto. También es válido esto para el territorio
de la poesía: la poesía es lo evanescente e inmaterial que encarnará en materia, o dicho con las
mismas y expresivas palabras del poeta en la primera de las Cartas literarias, el «verbo poético
hecho carne».

Pero esta última frase la escribe a propósito de una mujer. En la última estrofa de esa misma
rima 39, el sentimiento se pasa a concretar en el amor y en la mujer: «mientras exista una mujer
hermosa, / ¡habrá poesía!». La asociación de poesía y mujer se va a repetir en muchos otros
lugares de la obra becqueriana, para demostrar que no es una ocurrencia galante. Está, por
supuesto, en el comienzo mismo de las Cartas literarias a una mujer, que es casi una prosificación
de los cuatro versos de la rima 21:

¿Qué es poesía?, dices mientras clavas


en mi pupila tu pupila azul.
¡Qué es poesía! ¿Y tú me lo preguntas?
Poesía... eres tú.

La mujer es poesía, la poesía. La identificación toma como eje el factor sentimental, tan
importante para Bécquer: «La poesía eres tú, te he dicho, porque la poesía es el sentimiento y el
sentimiento es la mujer» (Cartas). La ecuación sigue un orden riguroso: poesía igual a
sentimiento, y sólo después, sentimiento igual a mujer. La mujer encarna lo sentimental, la
sentimentalidad.

Pero el papel de la mujer en la poética becqueriana es aún más complejo. Adelantemos ahora
ese motivo tan característico de la mujer ideal e inalcanzable. La poesía, escribe Bécquer en las
Cartas literarias, es «vaga aspiración a lo bello», «esa aspiración melancólica y vaga que agita tu
espíritu con el deseo de una perfección imposible». En el hombre, añade, esto es una facultad
de la inteligencia; en la mujer, un instinto. En el hombre, algo accidental; en la mujer,
sustancial. En suma, la mujer es «el verbo poético hecho carne». Hecho carne quizás, pero aún
no texto, poema, porque corresponde al poeta la difícil síntesis de ambos planos, el del hombre
y el de la mujer. El poema, dicho de otro modo, es la cristalización de lo inasible y sentimental
mediante un esfuerzo lúcido e inteligente. Claro que una cosa es decirlo y otra lograrlo. El
poema así entendido no se entrega fácilmente. Es más, si la fijación amorosa se produce sobre
la noción de imposibilidad del objeto erótico, también este objeto erótico se convierte en
símbolo del ideal poético, de la expresión poética misma. El deseo del poema se confunde con
el deseo erótico, se erotiza. Si leemos ahora la rima 51 (XI) encontraremos reflejados todos
estos matices. Ni la morena ardiente y apasionada, ni la rubia tierna —las dos mujeres reales—
interesan al poeta, sino la mujer ideal que se esfuma en sueño, en imposible, en niebla y luz,
esos motivos que reaparecen en la mayoría de las rimas. Lo mismo encontramos en la rima 60
(XV), donde vuelve a ser la mujer evanescente e ideal la que mejor representa esa poesía de lo
inefable: «la hija ardiente / de una visión».

En el proceso hacia la escritura, que se abre ahora, el poeta es un mediador. Al menos, la rima
62 (V), aquella que definía la poesía como «espíritu sin nombre, / indefinible esencia», termina
con esa idea:

Yo soy el invisible
anillo que sujeta
el mundo de la forma
al mundo de la idea.

Yo en fin soy ese espíritu,


desconocida esencia,
perfume misterioso
de que es vaso el poeta.

Reaparece así la cuestión de la forma, de la necesidad de la expresión, asociada al poeta mismo,


intermediario entre cielo y tierra por su condición de «vaso» o alambique donde la poesía se
hace poema. Además, habrá que añadir que la poesía, por más que sea autónoma, necesita del
poema para fijarse en la conciencia de todos, ya que su existencia no deja de ser absolutamente
precaria, como evanescentes son los términos que la definen: «indefinible», «sin nombre», «sin
formas», tal como lo expresa la primera estrofa. Y ya hemos visto cómo el poeta deberá poner
en juego sus cualidades más extremas y divergentes para alcanzar el poema: la pasión y el
sentimiento, de una parte, y la inteligencia y la razón lógica, de la otra. Pero estas cualidades se
rehuyen como el agua y el aceite, y Bécquer, de hecho, las separa en el tiempo. La poesía sólo
se hace poema en un largo proceso de decantación. La percepción poética —asociada al
sentimiento— deberá alejarse de la escritura —asociada a la inteligencia. Veamos entonces
cuáles son los pasos que Bécquer recorre hacia el poema.
El inicio del proceso es lo que Bécquer denomina, con énfasis muy romántico, «verdadera
inspiración» (Cartas): una experiencia emocional que fecunda lo que hoy llamaríamos el
subconsciente del escritor. Bécquer comparte con los románticos una vivencia de ese
momento como iluminación. La Idea «se levanta —escribe en sus Cartas literarias— semejante
a un gas desprendido, y enardece la fantasía y hace vibrar todas las fibras sensibles, cual si las
tocase una chispa eléctrica—. En la rima 42 (III), hablará de «embriaguez divina / del genio
creador». El poeta aparece como vidente, como alguien que intuye el más allá, aquél que
escruta el misterio. Sin embargo, Bécquer desconfía de la omnipotencia de la inspiración, de
ese vértigo engañoso que tiende falsos atajos y espejismos al poeta. Y son espejismos porque
su sólida apariencia es solamente eso: apariencia, como un globo que se desinfla tan pronto
quiere asirse. En las cartas Desde mi celda encontramos un pasaje donde se resume de un
modo muy vívido este proceso de incubación inicial:

Después que hube abarcado con una mirada el conjunto de aquel cuadro, imposible de
reproducir con frases siempre descoloridas y pobres, me senté en un pedrusco, lleno
de esa emoción sin ideas que experimentamos siempre que una cosa cualquiera nos
impresiona profundamente y parece que nos sobrecoge por su novedad o su
hermosura. En esos instantes rapidísimos, en que la sensación fecunda a la inteligencia
y allá en el fondo del cerebro tiene lugar la misteriosa concepción de los pensamientos
que han de surgir algún día evocados por la memoria, nada se piensa, nada se razona,
los sentidos todos parecen ocupados en recibir y guardar la impresión que analizarán
más tarde. [Celda, 124]

Encuadernación del primer álbum de Julia EspínPara alcanzar la palabra justa, Bécquer aleja la
conmoción anímica. Frente al desbordamiento pasional del romántico, precisa: «cuando siento
no escribo» (Cartas). La experiencia original, la semilla de donde habrá de surgir más tarde el
poema, sufre así un proceso que él mismo define como de incubación, de germinación
subterránea, mediante un repetido símil vegetal.

En la «Introducción sinfónica», la tierra —asociada tanto a lo nocturno como al platónico


mundo de las ideas— acoge esa semilla hasta que ésta pueda romper a la luz —el reino de la
forma, diurno. Mas todo ello transcurre en ese pequeño mundo que es la cabeza —a la que, de
escribir hoy, acaso no hubiese rechazado aludir como subconsciente—, el «misterioso
santuario de la cabeza»:

Y aquí dentro, desnudos y deformes, revueltos y barajados en indescriptible confusión


los siento a veces agitarse y vivir con una vida oscura y extraña, semejante a la de esas
miríadas de gérmenes que hierven y se estremecen en una eterna incubación dentro de
las entrañas de la tierra, sin encontrar fuerzas bastantes para salir a la superficie y
convertirse al beso del sol en flores y frutos.
La revelación ha de hacerse recuerdo, pues el recuerdo es siempre depuración. Pero al decir
recuerdo, y aun recuerdo esencial, no se dice todo:

Todo el mundo siente. Sólo a algunos seres les es dado el guardar, como un tesoro, la
memoria viva de lo que han sentido. Yo creo que estos son los poetas. Es más, creo
que únicamente por esto lo son. [Cartas]

«Memoria viva», precisa en este otro pasaje de Cartas literarias, y con ello la diferencia de la
memoria estática, fotográfica. En esos «desvanes del cerebro» no sólo se da un fenómeno
pasivo de depuración. Con la memoria real se entremezclan falsos recuerdos, sueños, imágenes
fantásticas, deseos, sentimientos... La imagen de la semilla habrá de reaparecer: es «memoria
viva» porque es memoria en germinación, colindante o confundida con el entorno del sueño o
la ensoñación —otro motivo típicamente romántico—, que recompone el mundo o las
experiencias reales.

El siguiente paso habrá de ser la recuperación de aquella experiencia original, teñida


indefectiblemente con todo lo que acabamos de ver. La rememoración de «la primitiva, la
verdadera inspiración» —según sus palabras— exigirá una actitud totalmente diferente a
aquélla: «puro, tranquilo, sereno, y revestido, por decirlo así, de un poder sobrenatural»
(Cartas). Y en seguida: «Siento, sí, pero de una manera que puede llamarse artificial.» Con todo,
este momento no deja de ser transitorio. Ya en calma, con la recuperación de lo esencial del
recuerdo poético, habrá de comenzar lo que Bécquer llama esa «parte mecánica, pequeña y
material en todas las obras del hombre, que la primitiva, la verdadera inspiración desdeña en
sus ardientes momentos de arrebato» (Cartas). «Verdadera inspiración» la llama, porque ahora
se siente «de una manera que puede llamarse artificial» (Cartas). Ahora, en fin, ha de intervenir
de un modo decisivo la inteligencia. Y no es irrelevante que Bécquer utilice esa precisa palabra,
«artificial», que ha de ser clave para definir la actitud, humana y literaria, del fin de siglo
simbolista, con la importante mediación de la lectura de Poe hecha por Baudelaire.

Al llegar aquí es curioso observar cómo Bécquer aparece escindido entre la añoranza del
concepto sublime de inspiración creadora y la tendencia contemporánea a valorar el esfuerzo,
el trabajo artesanal, el oficio. Los primeros brotes del simbolismo aportarán la noción de que la
obra literaria debe ser objeto precioso en sí mismo, sin que la finalidad moral o persuasiva
enturbien el goce de lo bien hecho. Frente a la coquetería romántica del genio iluminado, que
convierte en poesía cuanto toca, surge ahora la coquetería del buen artífice, del trabajo no
regalado. Ese orgullo artesanal, esa confianza en la lengua —que contrasta con las afirmaciones
de Bécquer— nacen, conscientemente, de un cambio de perspectiva sobre los poderes y fines
del lenguaje. Gautier o Baudelaire afirman —frente a Bécquer— que lo inexpresable no existe.
Mallarmé, el gran maestro de los simbolistas, lo sentencia en su conocida frase: «Un poema no
se hace con ideas, sino con palabras».
Bécquer parece aceptar a regañadientes esa nueva concepción. Su educación y sus lecturas lo
llevan a sobrevalorar el concepto de inspiración y, de otra parte, a entender la expresión —para
él, sólo la forma— como algo dependiente o subordinado a los contenidos y sentimientos. No
puede ser más claro: el que «siente» la poesía —escribe en las Cartas literarias— «se apodera de
una idea» y «la envuelve en una forma». La forma es aún la «fermosa cobertura» del marqués de
Santillana. Sus referencias a ella son casi siempre despectivas: «parte mecánica, pequeña y
material», «el círculo de hierro de la palabra», «un idioma grosero y mezquino», «insuficiente»,
un «orden» detestable —todo lo anterior en Cartas literarias—, o el «rebelde, mezquino
idioma» de la rima 11 (I), o la palabra «tímida y perezosa» de la «Introducción sinfónica»...
¿Para qué seguir?
Frente a la mística de la visión poética, se abre ante él la vía purgativa del poema. «¡El orden!
—escribe— ¡Lo detesto, y, sin embargo es tan preciso para todo!...» (Cartas). Puede decirse
que, dentro de la tensión entre materia y espíritu, o entre realidad y deseo, dominante en
Bécquer como en el mejor romanticismo, el lenguaje corresponde al mundo de la materia,
mientras que la inspiración —como la misma poesía— es puramente espiritual y sin peso.
Según lo mismo, en una correlación que se hace eje y materia de tantos poemas,
correspondería a la inspiración el ámbito privilegiado del deseo —deseo erótico, deseo de la
poesía—, mientras que el lenguaje permanece en el ámbito de lo necesario.

No obstante, parece posible advertir en las reflexiones de Bécquer algo así como un esbozo de
evolución. En las Cartas literarias, las creaciones de su mente aparecen envueltas en un halo
irreal de suprema belleza que la forma —la palabra— no alcanza a reflejar. En la «Introducción
sinfónica», ocho años más tarde, las creaciones meramente informes —i. e., sin forma— pasan
a ser calificadas como «deformes», y es precisamente la inteligencia la que puede darles
envoltura, forma, «como se cincela el vaso de oro que ha de guardar un preciado perfume». Las
ideas, sin la forma, aparecen en «desnudez», «raquíticas» e «impotentes», son «tesoro de
oropeles y guiñapos». La palabra —el idioma—, que era «mezquino» y «rebelde» en la rima 11
(I), ahora es simplemente palabra «tímida y perezosa». Curiosamente, en un vuelco todavía más
expresivo, los «rebeldes» pasan a ser los sediciosos «hijos de la imaginación».

Encuadernación del segundo álbum de Julia EspínDespués de todo esto, habrá que reafirmar
lo tantas veces dicho sobre un Bécquer post-romántico y pre-simbolista a un tiempo. Pero,
para precisar más, ese terreno inseguro se encuentra a medio camino entre el universo
conceptual de los románticos y la práctica literaria futura, que vagamente intuye. Con todas las
salvedades vistas, el Bécquer prosista, situado en ese plano conceptual, teórico, muestra aún la
forma y la idea como dos entidades nítidamente separadas, e incluso la Idea tiene —pese a los
avances de la Introducción— una preponderancia avasalladora sobre la expresión. No
obstante, cuando se sitúa en la perspectiva abierta del poema, es decir, cuando se expresa desde
la misma práctica poética —y su poética bebe de la práctica—, esa escisión y descompensación
no son tan rígidas, y hay más de un «invisible anillo» que une el mundo de la forma y el de la
Idea en un solo concepto.
Las ideas de la rima 11 (I) empiezan a despuntar. Esta rima, leída casi siempre como expresión
de una imposibilidad o de una frustración ante las palabras, adquiere después de todo lo dicho
nuevas connotaciones. La revelación —con ecos no casuales de Juan de la Cruz— ha de
hacerse materia. El «himno gigante y extraño» del comienzo se resiste, sin embargo, a
encerrarse en el poema. En realidad, por mucha estilización simbólica que queramos ver en ese
himno ideal, parece corresponderse también con la tendencia hímnica del romanticismo más
sonoro, continuada por poetas tan alejados de la sensibilidad de Bécquer como Núñez de Arce.
En su disolución, cada una de las tres estrofas ofrece un matiz diferente, relacionados con cada
una de las fases vistas en la poética: «Yo sé un himno», «yo quisiera escribirle», «apenas... podría
al oído cantártelo a solas». Del inicial «sé» al final «podría», hay un vuelco que desbarata todos y
cada uno de los rasgos del himno: lo coral se hace monólogo de un yo masculino hacia un tú
femenino, lo sonoro se adelgaza con «al oído», el ágora implícita pasa a ser lugar íntimo con «a
solas».
Lo que queda tras esa disolución no son las ruinas de un ideal, sino más bien el resultado de
una opción inevitable, una alternativa posible de poesía, en fin. Las «cadencias que el aire dilata
en las sombras» son ecos, ecos del himno que suenan aún tras la realización del poema, pero
también ecos que siguen sonando tras su lectura, tras su ejecución. Es, como tantas veces se ha
escrito, la tensión sugeridora de la palabra que se murmura al oído y que aspira a enriquecer su
núcleo significativo, no con conceptos —la famosa Idea—, sino con una gestualidad cercana a
la expresión de lo inefable (suspiros y risas), con un fuerte asidero plástico (colores) y envuelto
en música (notas). Pero en realidad, de este modo, la palabra misma pierde protagonismo, o
mejor, pierde solidez al diluirse en el todo único que es el poema. Tenemos así un concepto de
poema muy próximo a los rasgos fundacionales de la poesía contemporánea: el significado más
amplio y abierto en el menor significante. El valor de la analogía y el correspondiente recurso a
la sinestesia, claves del simbolismo, están ya presentes.

Pero, a pesar de las apariencias, aún no estamos totalmente en el poema, en el proceso final
de la escritura. Como queda señalado, en Bécquer apenas sí hallamos esbozos sobre este
aspecto, y lo más cercano a ello será su reseña de La soledad (1861), de su amigo Augusto
Ferrán. Allí hace su conocidísima contraposición de los dos tipos de poesía, la de todo el
mundo y la de los poetas, donde, sin embargo, su perspectiva es más la del lector receptivo que
la del escudriñador de la forma:

Hay una poesía magnífica y sonora; una poesía hija de la meditación y el arte, que se
engalana con todas las pompas de la lengua, que se mueve con una cadenciosa
majestad, habla a la imaginación, completa sus cuadros y la conduce a su antojo por un
sendero desconocido, seduciéndola con su armonía y su hermosura.
Hay otra natural, breve, seca, que brota del alma como una chispa eléctrica, que hiere el
sentimiento con una palabra y huye, y desnuda de artificio, desembarazada dentro de una
forma libre, despierta, con una que las toca, las mil ideas que duermen en el océano sin fondo
de la fantasía.

La primera tiene un valor dado: es la poesía de todo el mundo.

La segunda carece de medida absoluta: adquiere las proporciones de la imaginación que


impresiona: puede llamarse la poesía de los poetas.

He destacado en cursiva aquellas ideas que interesa resaltar. Ante todo, parece importante
deshacer un equívoco generalizado: leer esa descripción de la poesía «de los poetas» como si
Bécquer se refiriese a la suya propia. Podrían alegarse razones externas, desde un lógico pudor
en quien comenta un libro ajeno, hasta el simple hecho de que ese libro lo es precisamente de
un amigo.

Bécquer, una vez más, parece querer hallar un punto de equilibrio entre dos polos opuestos
aunque igualmente necesarios, en cualquier caso cercanos a aquella dicotomía entre razón e
inspiración que se ventilaba en la rima 42 (III): el de la poesía artística y el de la natural, por así
llamarlas. Se puede llamar artística a la primera porque en ella se cumple la necesidad del Arte y
del pensamiento, aunque para nada aparece el factor sentimental. Exactamente lo contrario
sucede en el caso de la poesía natural: sobreabundan aquí las referencias a lo sentimental y
pasional, pero se subraya que es poesía «desnuda de artificio», lo cual —visto lo visto— no
acaba de ser un elogio cumplido. La «parte mecánica, pequeña y material», el orden de la
«meditación», puede ser detestable, pero «¡es tan preciso para todo!...» (Cartas) ¿A quién puede
extrañar que Bécquer, después de mostrar su profunda añoranza por la revelación poética, por
«la primitiva, la verdadera inspiración», se exalte de este modo ante una poesía que parece
confundirse plenamente con ella?

Pero más importante que esto es la implícita poética de la lectura que contiene la reseña.
Cuando el lector-poeta Bécquer cierra sus páginas, «toda mi Andalucía, con sus días de oro y
sus noches luminosas y transparentes, se levantó como una visión de fuego del fondo de mi
alma». Hemos dado un salto desde aquella búsqueda del poema ideal hasta el momento de la
lectura, al poema trascendido en poesía por un lector. De nuevo, ese tipo de poemas y esa
lectura sensitiva se asocia a la inspiración, que en las Cartas también «se levanta, semejante a un
gas desprendido, y enardece la fantasía y hace vibrar todas las fibras sensibles, cual si las tocase
una chispa eléctrica»; o bien esa misma «chispa eléctrica» que reaparecerá más adelante, en la
parte antes citada de la reseña, al tratar del efecto de la poesía natural: «una chispa eléctrica, que
hiere el sentimiento con una palabra y huye». El ramalazo eléctrico de la inspiración —primer
momento— reaparece en la lectura —último y definitivo momento.
Lograr unos poemas artísticos que consigan retener para el lector esa cualidad eléctrica de la
inspiración es así la más evidente meta becqueriana. Desde nuestra perspectiva, es fácil

y elogioso decir que con ello Bécquer adivina los valores modernos de la sugerencia, pero esto
exigiría muchos matices que ahora no caben. Baste decir que se acerca intuitivamente a esa idea
sin acabar de desvelarla. Volvamos a la cita para analizarlo. La poesía artística «completa sus
cuadros»; la natural, sin embargo, cede ese privilegio al lector: «adquiere las proporciones de la
imaginación que impresiona». Como sabemos, el valor poético de la sugerencia descansa en su
apertura a nuevos posibles significados, en su cesión de libertad a la imaginación del lector, a la
que se excita a una permanente re-creación. Pero los riesgos de ese camino son también
evidentes para Bécquer: el poema puede abrirse excesivamente, tornarse excesivamente
ambiguo, polisémico, abstracto. Y Bécquer retrocede. En esa contradicción parece residir la
lectura escindida que los poemas de Bécquer aún concitan.

«La poesía popular, sin perder su carácter, comienza aquí a elevar su vuelo», escribe Bécquer
sobre Ferrán. En cualquier caso, Bécquer consigue hacer realidad —hacer poema— su intento:
lo que en sus anteriores reflexiones aparecía como previo al poema, ahora es también su
consecuencia. El poema es mediación entre la emoción previa del creador y la emoción que se
reproduce en el lector. De este modo, aunque parezca negarlo la rima 11 (I), lo inefable puede
instalarse también en el poema, en la expresión, en lo que Bécquer consideraba parte material y
mecánica del proceso.

Todo lo visto, su concepción de poesía, su responsable angustia creadora ante la expresión, la


cadena de negaciones que en él se dan, todo esto tiene claras consecuencias estilísticas, no se
queda en el marco de la reflexión teórica y al margen de la práctica. Al calor de los cantares
populares —descubiertos por el ejemplo de los alemanes—, Bécquer concluye que solamente
la expresión «breve, seca», el destello fugaz que hiere y huye, conseguirá anclar en el papel la
poesía.

En la fortuna de Bécquer entre los poetas contemporáneos tiene mucho que ver esta apuesta
por un lenguaje desnudo y esencial, que contrasta tanto con la inmediata tradición romántica
como con la línea posterior de modernismo sonoro: ni Zorrilla ni Villaespesa, pero tampoco el
Espronceda o el Rubén de verso más trotón. En su momento, y aun después, era fácil
confundir esa difícil sencillez con la pobreza. El propio Rodríguez Correa, con todos sus
aciertos, parece indeciso a veces, sobre todo cuando subraya cuanto ve él de esbozo o apunte
inacabado en las Rimas. Aun así, ya en su primer prólogo, de 1871, demuestra haber entendido
la intención del poeta mejor que tantísimos críticos posteriores:
Las rimas de Gustavo, en que a propósito parece huir de la ilusión del consonante y del
metro, para no herir el ánimo del lector más que con la importancia de la idea, son a mi
ver de un valor inapreciable en nuestra literatura.

Generalmente las poesías son cortas, no por método o por imitación, sino porque para
expresar cualquier pasión o una de sus fases, no se necesitan muchas palabras. Una
reflexión, un dolor, una alegría, pueden concebirse y sentirse lentamente; pero se han
de expresar con rapidez, si se quiere herir en los demás la fibra que responde al mismo
afecto. De aquí la explicación de esas composiciones cortas, que han nacido
modernamente en Alemania, donde todos los grandes poetas las han cultivado.
Goethe, Schiller, Heine y otros han escrito multitud de lieder (lied-canción), que
constituyen la actual poesía lírica alemana. [Rodríguez Correa, 1871: XXXI-XXXII]

No basta con señalar que esas ideas están ya expresadas en la reseña de La soledad. Los
modelos traídos por Eulogio Florentino Sanz o por Ferrán, compartidos por tantos otros
poetas, no bastarían a crear estos poemas, que son en mayor grado deudores de su propia
poética, nacida al calor de la escritura, tal como la hemos analizado: el poema como unidad de
impresión, rápido como chispa eléctrica, la intensión lograda a fuerza de desnudez, la forma
que no ensordece la música interior... Siete años más tarde de ese prólogo, la novedad podía
entenderse mejor.

Correa acertaba de nuevo cuando contraponía el auténtico valor del ejemplo becqueriano,
sorprendentemente refrendado por los lectores, al persistente gusto hispano por las redicheces
y el estilo recargado o castizo:

Defenderse con el diccionario, arrebatar el oído con el fraseo de ricas variaciones sobre
un mismo concepto, disolver una idea en un mar de palabras castizas y brillantes, cosa
es digna de admiración y de elogio; pero confiarse en la admirable desnudez de la
forma intrínseca, servir a la inteligencia de los demás la esencia del pensamiento y herir
el corazón de todos con el laconismo del sentir, sacrificando sin piedad palabras
sonoras, lujoso atavío de amontonadas galas y maravillas de multiplicados reflejos, a la
sinceridad de lo exacto y a la condensación de la idea, y obtener, únicamente con esto,
aplauso y popularidad entre las multitudes, es verdaderamente maravilloso, sobre todo
en España, cuya lengua ha sido y será venero inagotable de palabras, frases, giros,
conceptos y cadencias [Rodríguez Correa, 1877: VII].

Queda dicho que no hay en Bécquer precisiones sobre la forma concreta que debe revestir la
poesía, o sobre qué artificios permiten construir esa difícil sencillez. Pero los poemas mismos
revelan unas constantes formales que, de modo telegráfico, pudieran resumirse en ciertos
procedimientos básicos: el gusto —casi aritmético— por la simetría y los paralelismos; la
elección de modelos estróficos originales y flexibles, siempre en función de las necesidades del
fraseo o del sentido; la brevedad, que en muchas ocasiones sigue modelos de copla o canción
popular; un verso de sonoridad amortiguada mediante la asonancia y las rimas alternas; la
ruptura métrica del pie quebrado, que sirve como estribillo o como modo de subrayar ideas; la
inversión de la frase para resaltar, al final, la palabra o la idea centrales; la economía de
adjetivos; los símiles directos; la insinuación o la alusión sin desarrollo; el léxico parco en
cultismos...

Autógrafo de la rima 43 [XVI], dedicado a Julia EspínClaro que estos procedimientos


encuentran también su desmentido concreto en tal o cual rima, lo cual no impide que la
coherencia y unidad del conjunto esté por encima de cualquier matiz. El aire ligero y popular
de la breve rima 4 (XXXVIII) —«¡Los suspiros son aire y van al aire!»— contrasta con la
longitud y verbosidad de la 71 (LXXIII), la que nos habla de la soledad de los muertos. La 27
(IX) es una rigurosa octava real, que rima como tal en consonante, pero también la agilísima y
libre 29 (XIII) —«Cendal flotante de leve bruma»— descansa sobre la consonancia, y además,
en pareados. Y ¿quién duda del carácter unitario de todos estos poemas?

Al hilo de sus ideas poéticas se han ido viendo muchos de los grandes temas becquerianos. No
tiene nada de raro, pues ya hemos comprobado cómo esas ideas nacen muy directamente de la
práctica de la escritura, como reflexión sobre las dificultades y el horizonte de la escritura.

Es más, este conjunto de poemas —y casi cada uno de ellos— aparece cruzado en diferentes
direcciones por preocupaciones muy diferentes

que se funden y enriquecen mutuamente, o acaso fuera más exacto decir que aparece
recubierto por estratos o capas que posibilitan diferentes lecturas, progresivamente complejas e
interrelacionadas, pero siempre autónomas en su raíz. Es el caso central del amor y la mujer, el
tema que varias generaciones de lectores han asociado a las Rimas. El tema amoroso, ligado
vívidamente a la experiencia de un sujeto poético bien circunstanciado, que espera o se
desespera, admite un segundo plano de lectura que nos remonta a la experiencia —no menos
vívida— del poema posible y sus dificultades y sus goces y sus dolores. Y frecuentemente,
amor y poesía se expresan en los versos mediante el recurso a motivos de la naturaleza: mar,
playa, cielo, astros, bruma, viento, nieve, flores, aves... Hay mucha más naturaleza en las rimas
de lo que generalmente se piensa. Eso sí, todos los lectores saben leer esos motivos como
claves simbólicas que, sin dejar de ser lo que son, remiten a una experiencia interior,
sentimental o metapoética. En ocasiones puede ser huracán o bien ola impetuosa que busca la
playa, pero de modo más frecuente la naturaleza se va adelgazando hacia lo más ligero y
evanescente, hasta ser bruma o niebla, o ya sólo luz o átomo de luz. En esos casos, sabemos
que lo natural nos ha conducido hasta lo ideal, cuyo símbolo es la luz, ideal asociado a la mujer
o a la poesía, o a ambas cosas.
Ese adelgazamiento o esa trascendencia de lo inmediato no impide que haya también poemas
donde el amor u otros sentimientos se agotan en sí mismos. La persecución del ideal y el
hundimiento en lo terrible son dos aspectos de lo mismo en los grandes poetas. Cernuda
señalaba, con razón, que hay mucha rabia de amor en estos poemas, «una pasión horrible,
hecha de lo más duro y amargo, donde entran los celos, el despecho, la rabia, el dolor más
cruel» [(1935) 1975: 1271-1272]. A veces, incluso de manera descarnada y brutal, como en la
rima 55, que por ello no llegó a publicarse en 1871. Y la idealidad de la mujer no es óbice para
que en ocasiones se cante el goce del puro amor físico, sin problemas, como en la 8 (LVIII). O
dando un giro impensado, hasta es posible que la asociación de mujer y poesía conduzca a la
conclusión atípica de la 65 (XXXIV): la mujer bella y estúpida se disfruta como pura forma,
como sola expresión.

También el tiempo reclama su protagonismo en buena parte del libro. En realidad, el contraste
entre el amor ilusionado y el desilusionado inserta el tiempo como factor degradante. La rima
38 (LIII), con sus golondrinas que marchan y vuelven una y otra vez, está estructurada sobre
esa idea del amor vencido por el tiempo. Y también es el tiempo, con evidentes recuerdos
seiscentistas, el tema de la 67 (LXVI). En ella, como en algunas otras, el destino incierto y la
asechanza de la muerte sitúan la meta existencial en «donde habite el olvido». O bien el rechazo
de la realidad mezquina conduce al deseo de otra realidad, que bien pudiera ser la del sueño.
Sobrepasar los límites de la realidad, sustraerse al acoso del tiempo, vencer al mismo amor.
Volvemos a lo que antes decía. Hay una marcada preferencia por los estados de tránsito a lo
inmaterial: el sueño, la duermevela, el viaje platónico de la 23 (LXXV), los espacios
indeterminados...

También por esa misma razón, habría que destacar cuánto tienen estos poemas de depuración,
de desnudez. Bécquer afirmará tajantemente en la rima 39 (IV): «mientras haya un misterio
para el hombre, / ¡habrá poesía!». La vida cotidiana, material, si no es en sus facetas más
delicadas, apenas le interesa. Esta búsqueda de lo esencial implica, como apuntaba Cernuda,
una modernidad basada en el rechazo de cuanto siente ajeno al lirismo: relato, ampulosidad
oratoria, baja explicación moral [(1935) 1975: 1274]. La modernidad, en Bécquer, no significa
atención a los motivos de la emergente sociedad burguesa, de la ciudad moderna o de los
nuevos valores que se abren paso en ella. Esa tensión entre ideal lírico y realidad prosaica,
típicamente baudeleriana, la ignora. No hay tampoco moralismo o didactismo. Lo que se
cuenta es, sobre todo, una experiencia sentimental. Y viene esto a cuento, porque en Bécquer
es tan importante lo que niega como lo que afirma.

Estamos así ante un universo temático que expresa, no ya el deseo de alcanzar la mujer
imposible o el deseo de decir lo todavía no nombrado —como tantas veces se ha escrito—,
sino el deseo mismo, desnudo, en cuanto inefable e inmaterial. El propio deseo sustantivado, el
deseo en sí mismo —como flecha en el aire—, tanto en su elevación como en su frustración,
es su gran tema. Las rimas recorren todas las variaciones posibles de ese deseo, casi siempre
ligado a una raíz erótica, sea cual sea su carácter.

Fijémonos, finalmente, en cómo esa línea erótica que enlaza los diferentes motivos del libro
propicia una expresión dialógica, algo que propugnaba ya la rima 11, que los amigos del poeta
colocaron al comienzo de la edición de 1871. Hay un yo y hay un tú —que no siempre son un
hombre y una mujer—, y esos sujetos poéticos recorren todos los grados posibles de relación:
encuentro e identificación, oposición y choque, disimulo, deseo... Por todo ello, las rimas
facilitan una sensación de cosa vivida, en ocasiones de literatura diarística.

Muchísimos lectores de Bécquer se sorprenderían de que se le busquen tantos pliegues a unos


poemas que ellos, legítimamente, han disfrutado y disfrutan como una experiencia sentimental
compartida, biográfica en un sentido intersubjetivo. Volvemos al principio: Bécquer tiene la
rara fortuna de ser escritor para los muchos y para los pocos, y acaso su clasicismo en las letras
españolas incluya también esa cualidad, la de admitir lecturas y lectores tan diferentes. El lector
libre y curioso podrá comprobar la justeza de esas lecturas al pie de las rimas de esta edición,
donde se incluye un resumen interpretativo que, si no anulará su propia lectura personal, acaso
pueda abrirle las puertas de otros bécqueres posibles. Ojalá sea así.

La publicación rigurosa de la obra lírica de Bécquer está enturbiada por la inexistencia de una
edición preparada o revisada por él mismo. Como queda dicho, lo más aproximado a ese texto
base es el manuscrito del Libro de los gorriones, que fue de hecho el utilizado por Ferrán y
Campillo para la edición póstuma de 1871 y el que siguen todos los editores modernos,
después de su redescubrimiento por Franz Schneider [1914]. Aun así, ese manuscrito ha
suscitado dudas y recelos, fundamentalmente en lo que hace referencia a la autoría de las
correcciones y al orden original de los poemas. Con respecto a las correcciones, la opinión
continúa dividida entre quienes las aceptan como de mano del autor y quienes prefieren creer
que son debidas a la revisión de Ferrán y Campillo. En este punto concreto, los argumentos de
unos y otros chocan con la evidencia de que, hoy por hoy, solamente caben posturas de
principio, sin que se vislumbre una respuesta inapelable. En cuanto al orden, la inmensa
mayoría de las ediciones ha venido aceptando la reordenación de 1871, con la excepción de la
realizada por María del Pilar Palomo [1977], y más recientemente, la de Navas Ruiz [1995],
aunque ambos la justifican con el título de Libro de los gorriones. En uno y otro caso, la
posible reaparición del manuscrito perdido en 1868, preparado para la imprenta, aportaría
valiosísimos elementos de juicio, pero aun así el Libro de los gorriones continuaría siendo la
última voluntad expresada por el autor.

Y a esa autoridad se remite esta edición, que vuelve al orden original del texto base y, a falta de
argumentos definitivos en contra, admite las variantes de ese texto como del autor.

Pero vayamos por partes. El manuscrito base está escrito en un libro de actas que Bécquer
rotuló en la etiqueta de su cubierta con tres tipos de letra diferentes, detalle que hay que
considerar cuando se acude a este argumento para rechazar su autoría en las correcciones. El
título «Libro de los / gorriones» está escrito en caracteres angulosos y gruesos, ligeramente
inclinados hacia la izquierda. Debajo aparece su nombre completo: «Gustavo Adolfo D.
Becquer», escrito con su letra más característica y suelta, inclinada hacia la derecha. Por fin, en
la cuarta línea, aparece la fecha de «Junio de 1868», en una letra menuda y recta.

Dentro, una primera hoja presenta los textos como «Libro primero», y en la hoja siguiente
aparece la siguiente portadilla, también con un tipo de letra diferente para cada bloque: «Libro
de los gorriones / Colección de proyectos, argumentos, ideas y planes / de cosas diferentes
que se concluirán o no segun / sople el viento / De / Gustavo Adolfo Claudio D. Becquer. /
1868. / Madrid 17 Jno». Véase la reproducción aquí mismo y se comprobará cómo el autor,
buen dibujante y buen pendolista, se preocupa por caligrafiar el texto con diferentes tipos de
letra. Y no sólo eso. También está concibiendo ya, mediante esta disposición tipográfica, lo que
pudiera ser un libro publicado, aunque no fuese ese el sentido, lógicamente, de esta «colección
de proyectos». Pero es que esa misma atención a la disposición tipográfica va a darse en el
texto de las Rimas, como se verá.

Siguen a esa portadilla la «Introducción sinfónica», que ocupa las páginas 5 a 7, y a


continuación, entre la página 9 y la 19, el relato inacabado «La mujer de piedra». Lo más
sorprendente será el espacio libre que deja Bécquer entre esta última página y la 529, donde
comienza el bloque de los poemas. Son nada menos que quinientas diez páginas en blanco, en
donde probablemente pensase continuar la transcripción de la obra en prosa. Pero es igual de
llamativo que las rimas ocupen exactamente todas las páginas disponibles hasta el final del
libro. Como este punto afecta de lleno al problema de la ordenación definitiva de los poemas,
permítaseme un excurso algo puntilloso, que el lector puede completar con algún trabajo mío
anterior [Caparrós, 1997].

Esa exactitud en el número de páginas que ocupan los poemas puede explicarse de dos modos.
O bien sacrificó parte de los poemas que conservaba, o bien había calculado exactamente el
espacio que ocuparían. De hecho, el índice de las rimas que va de las páginas 529 a 531 no
remite a las páginas correspondientes a cada poema, como cabría esperar, sino que señala el
número de orden de cada uno y su número de versos. Esto último solamente se explica por el
interés del poeta en hacer cuadrar los poemas en el espacio disponible, y aun más, por fijar la
caja de cada página, tal cual lo haría un tipógrafo. Escribe Pageard al respecto:

El cálculo del número de versos [en el índice] ha permitido colocar exactamente los
poemas al final del registro. Este cálculo ha permitido, también, a Bécquer componer
numerosas páginas, que contienen exactamente uno o dos poemas presentados con
elegancia, sin que se interrumpa el texto. [Pageard, 1972: 22]

Pues bien, si dejó fuera parte de los poemas, podrían ser los otros siete poemas cercanos a las
rimas que conocemos, o parte de ellos. El posible error de cálculo sería entonces de unas tres
páginas, a juzgar por la media de versos por página en el manuscrito. No es mucho. Añádase
como refuerzo de esta hipótesis que Bécquer hubo de arrancar una hoja, la correspondiente a
las páginas 557-558, aunque esto no afectó a la continuidad de la rima 31 (XXV), que salta sin
interrupción de la página 556 a la 559. Si, como parece, Bécquer había calculado exactamente el
espacio total, ese incidente le obligaría a prescindir de algunos pocos poemas. Si eliminamos
«Lejos y entre los árboles», por ejemplo, de entre las siete rimas no incluidas en el libro, los
poemas restantes suman veintidós versos: justo una hoja entera.

Añadamos que el manuscrito presenta una excepcional limpieza y orden, solamente


comparable a los que conocemos procedentes de álbumes o listos para imprenta. No hay los
característicos esbozos y dibujos que suele prodigar en sus manuscritos de trabajo, sino que el
único dibujo está pegado cuidadosamente mediante una oblea en la página 533, antes de la hoja
donde aparece el título «Rimas / de / Gustavo Adolfo Becquer». También las correcciones y
«arrepentimientos» están trazadas con sumo cuidado, incluso tachando con regla. En fin, ¿a
qué se parece todo esto sino a un manuscrito preparado para imprenta? Ya Rosales había
defendido esa idea de que el Libro de los gorriones «había quedado preparado por el propio
Bécquer para editarlo» [Rosales, 1987: 44]. Si consideramos además que este volcado en limpio
de los poemas es de hecho la versión definitiva de los poemas, en su orden definitivo, ¿por qué
no respetarla entonces?

El único argumento sólido para cuestionar ese orden está en la lectura literal de la entradilla de
la página 537: «Poesías que recuerdo del libro perdido». En los primeros pasos de la leyenda
del Bécquer doliente, Narciso Campillo quiso presentarlo rescatando a fuerza de memoria unos
poemas irremediablemente perdidos con el asalto del domicilio de González Bravo. Él fue, si
no me equivoco, quien primero lanzó la idea: «Con ímprobo trabajo consiguió el poeta ir
recordando y transcribiendo sus composiciones» [Campillo, 1871]. Sin embargo, frente a esa
imagen tan literaria tenemos la evidencia material de que Bécquer guardaba en sus carpetas
muchas copias, además de cuantas fue regalando generosamente a sus amigos o copiando en
álbumes. El libro de cuentas, como ya indiqué, apenas ofrece atisbo de indecisión o de tanteo
en esa recuperación. Es copia en limpio. Después vendrán las correcciones, igualmente limpias,
y que se pudieron dar a lo largo de ese periodo de tiempo que va desde 1868 hasta su muerte, a
finales de 1870. Como ya he escrito en otro lugar, creo mucho más sencillo interpretar la frase
«poesías que recuerdo del libro perdido» como un intento de reconstrucción del manuscrito
desaparecido, aquel concreto, y no como un rescate mental de poemas absolutamente
perdidos.

El argumento de que las rimas no guardan un orden o, lisa y llanamente, que están
desordenadas, no se sostiene. Y además, ¡si Bécquer mismo ha escrito el número de cada rima
en la primera columna del índice! ¿Con qué criterio filológico se puede enmendar la plana al
propio autor en este punto? El orden es ese, guste o no guste. Pero lo más grave es que ese
argumento del «desorden» se utilice para justificar la ordenación tradicional de la prínceps. En
el primer apartado de la «Introducción» he analizado por extenso cómo esa organización de los
poemas no era neutra ni meramente temática, sino que respondía a un argumento
sobreañadido, el del diario poético, con todo lo que de ficcionalización y narratividad postiza
acarreaba. Eso es lo último que podemos hacer con Bécquer: añadir significados facticios,
espurios, para seguir dando cuerda al mito del poeta doliente y malogrado. Por el contrario, el
orden original invita a una lectura donde cada poema se singulariza, donde los temas y los
tonos se interrelacionan de un modo más rico y plural.

Las correcciones que presenta el texto original de las rimas en el Libro de los gorriones están
hechas con tintas diferentes, hoy mucho más oscuras que la inicial, y lo que es más importante,
con letra también diferente. Hay un caso, el de la rima 55, en que todo el poema está tachado.
Rafael Montesinos [1984] y Luis Rosales [1987] también han llamado la atención sobre el
significado de las aspas y cruces que aparecen a lo largo de esas páginas, junto a algunos versos
o en los títulos del índice: «Los versos que no le habían salido bien, los versos irresponsables,
los señaló con una cruz para condenarlos y corregirlos» [Rosales, 1987: 44]. En el índice, la
rima 11 del manuscrito, que pasará a ser la primera en la edición de 1871, está señalada con una
raya en una tinta diferente a las otras. También están marcadas en el índice con una cruz los
tres poemas que desaparecerán de esa edición. Montesinos [1992], al analizar la evolución
cromática de las tintas del manuscrito, ha comprobado que fue retocado en cinco ocasiones
diferentes.

El problema que presentan estas enmiendas es si son o no de mano de Bécquer. Por supuesto,
nadie admite las variantes exclusivas de la prínceps, pero las opiniones son especialmente
encontradas en cuanto a su texto base. Recordemos que fueron Augusto Ferrán y Narciso
Campillo los encargados de revisar la obra lírica para la edición de 1871. Rodríguez Correa, en
su prólogo, destaca el protagonismo de Ferrán en esa labor, algo más que justificado por su
cercanía literaria, física y hasta emocional a Bécquer:

No menos alabanza merece el Sr. D. Augusto Ferrán, inseparable amigo del malogrado
Bécquer, que no se ha dado punto de reposo en el asiduo trabajo de allegar materiales
dispersos, coleccionarlos, vigilar la impresión y demás tareas propias de estos difíciles y
dolorosos casos, ayudado del señor Campillo, tan insigne poeta, como bueno y leal
amigo. [Rodríguez Correa, 1871: VIII]

Pero en éste como en tantos otros casos, el testimonio del lenguaraz Campillo cuidó de
enfatizar su propio protagonismo y de velar el ajeno, además de magnificar el carácter de esa
intervención sobre el texto original [Montesinos, 1992]. De ese modo, durante mucho tiempo
se consideró que las correcciones del Libro habrían de ser cosa exclusiva suya. Y no se olvide
que Campillo, además de mal poeta, era un adocenado autor de manuales de retórica. En
cambio, Augusto Ferrán, feliz poeta y discreto ciudadano, se eclipsó para todos.

En esta cuestión, los editores modernos no pueden ampararse en la postura conservadora de


mantener el canon tradicional. Hay que decidir si se aceptan o no las correcciones como de
mano de Bécquer. Y puesto que esas correcciones forman parte del texto base, lo cual las hace
en principio atribuibles al autor, correspondería justificar, no su aceptación, sino los porqués
de su exclusión. Aunque, como queda dicho, hoy por hoy no son posibles conclusiones
definitivas. Desde luego, tengo la convicción de que Bécquer, como cualquier otro poeta en su
caso, difícilmente resistiría la tentación de retocar ese libro inédito entre el año 1868, en que lo
transcribe a limpio, y finales de 1870, en que muere.

El argumento de la diferencia de letras entre el texto original y el de las correcciones, que sería
el más sólido, no lo parece hoy tanto. Montesinos [1992: 27-28] ha ofrecido la prueba gráfica al
mostrar juntos tres tipos de letra bien diferentes, correspondientes a las tres partes del Libro y
todas ellas de mano del poeta: «En realidad, la que no se parece a la letra de Bécquer es la letra
de Bécquer».

Tras Domínguez Bordona [1923], Rubén Benítez publicó sus «Notas para una edición de las
Rimas de Bécquer» [1961: 130-146] donde propugnaba la vuelta a la lección no enmendada,
salvo en un caso. Alatorre [1970, 1996] ha venido defendiendo esa misma postura, con
argumentación bien profusa y confrontando las lecturas original y enmendada. Pero en última
instancia —y como no podía dejar de suceder— sus razonamientos no logran superar la
barrera de los criterios subjetivos de gusto. «Tengo para mí que Campillo era algo tonto» [1970:
415] escribe, por ejemplo, para insistir en que la lección enmendada desvirtúa siempre la idea
original: «Afán de lógica, gramaticalerías, presupuestos poéticos y retóricos distintos, dureza de
oído, capricho puro y simple, combinados o solos, suelen producir alteraciones que destruyen
la idea del poeta» [1970: 412]. Defienden la misma postura Balbín y Roldán [1971] y Palomo
[1977]. Ésta ve en las variantes un «tono efectista, en lejanía del intimismo becqueriano» [ibíd.:
40]. Unos y otros atribuyen las correcciones al «afán purista o académico» de Campillo
[Alatorre, 1970: 409], incluso aquellas impropias de un profesor de Poética y Retórica, como
sería la del verso 7 de la rima 53 (XXIX), que convierte en un heptasílabo lo que debiera ser un
octosílabo [Alatorre, 1996: 153]. Frente a esta postura, las ediciones de José Pedro Díaz [1963],
Sebold [1991] y Montesinos [1995] han defendido el texto enmendado, mientras José Carlos de
Torres [1976], entre otros, ha optado por soluciones eclécticas. Pageard [1972] opta por
transcribir todas las versiones existentes.

Pero insisto, hoy por hoy cualquier argumento remite a criterios subjetivos de gusto o de
calidad. Y precisamente en este campo del gusto es donde más relativas parecen esas tomas de
postura. Tomemos el testimonio autorizado de los poetas. No nos importa que casi todos
admitan la atribución a Campillo de las variantes —que leen según la edición prínceps o
siguientes—, sino su opinión sobre ellas. Gerardo Diego y Alberti optan por la versión no
enmendada, aunque éste con matices. Diego [1943 b] no solamente rechaza la autoría de
Bécquer, sino que cree lastradas las correcciones por el efectismo y la obsesión academicista de
Narciso Campillo. Un año después, Rafael Alberti editaba las Rimas por primera vez sin esas
variantes, a lo que respondía el subtítulo Primera versión original. Las correcciones pasaban a
un apéndice titulado «Correcciones de Narciso Campillo a las Rimas». (Lo paradójico de esa
vuelta al texto «original» estaba en el mantenimiento de la ordenación temática de 1871.) Rafael
Alberti se amparaba en la autoridad de Domínguez Bordona [1923] para mostrar «los
auténticos versos de Bécquer, esos que andaban por debajo del tachón o la letra cariñosa del
amigo» [Alberti, 1945: 12]. Hay que matizar que para Alberti contaba más el criterio de
autenticidad que el de calidad, al admitir que algunos versos fueron corregidos «con verdadero
acierto».

Frente a la postura anterior, Guillén, Cernuda, Rosales o Montesinos prefieren el texto


enmendado. Jorge Guillén, yendo más allá que ningún otro, no tiene problema en alabar la
supuesta intervención de Campillo, quien «con fortuna y discreción enmendó por lo general los
versos de su amigo, muy desaliñado e inseguro de pluma» [(1924) 1999: 201-202]. Una opinión
semejante encontramos en Luis Cernuda, al hilo de la edición de Alberti, pues para él son
«correcciones ligeras que sólo conciernen a la dicción y, contra lo que pudiera pensarse,
benefician en general al texto» [(1957) 1975: 318]. Luis Rosales es igual de claro: «El acierto de
las correcciones es una prueba más de que están hechas por el autor, ya que acierta en todos
los casos» [1987: 43, n. 12].

Potrebbero piacerti anche