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1

El asalto

Carlos Drummond de Andrade


Escritor Brasileño

La casa suntuosa en Leblon está guardada por un mastín de terrible semblante, que
duerme con los ojos abiertos; o quizás no duerma, de tan vigilante que es. Por eso, la
familia vive tranquila, y nunca hubo noticia de asalto a una residencia tan bien protegida.

Hasta la semana pasada. La noche del jueves, un hombre logró abrir el pesado portal de
hierro y penetrar en el jardín. Iba a hacer lo mismo con la puerta de la casa, cuando el
perro, que astutamente lo había dejado acercarse (para arrancarle toda la ilusión
conquistada), se lanza hacia él y lo acomete en la pierna izquierda. El ladrón quiso sacar
el revólver, pero no hubo ni tiempo para ello. Cayendo al suelo, bajo las patas del
enemigo, le suplicó con los ojos que lo dejase vivir y con la boca prometió que jamás
intentaría asaltar aquella casa. Habló por lo bajo para no despertar a los residentes,
temiendo que la situación pudiera agravarse.

El animal pareció entender la súplica del ladrón y lo dejó salir en un estado lamentable. En
el jardín quedó un trozo de pantalón. Al día siguiente, la criada no comprendió por qué
razón una voz, al teléfono, diciendo que era de Salud Pública, preguntaba si el perro
estaba vacunado. En ese momento, el perro, que estaba al lado de la doméstica, agitó la
cola, afirmativamente.

2
Génesis, 2

Marco Denevi
Escritor Argentino

Imaginad que un día estalla una guerra atómica. Los hombres y las ciudades
desaparecen. Toda la tierra es como un vasto desierto calcinado. Pero imaginad también
que en cierta región sobreviva un niño, hijo de un jerarca de la civilización recién
extinguida. El niño se alimenta de raíces y duerme en una caverna. Durante mucho
tiempo, aturdido por el horror de la catástrofe, sólo sabe llorar y clamar por su padre.
Después sus recuerdos se oscurecen, se disgregan, se vuelven arbitrarios y cambiantes
como un sueño. Su terror se transforma en un vago miedo. A ratos recuerda, con indecible
nostalgia, el mundo ordenado y abrigado donde su padre le sonreía o lo amonestaba, o
ascendía (en una nave espacial) envuelto en fuego y en estrépito hasta perderse entre las
nubes. Entonces, loco de soledad, cae de rodillas e improvisa una oración, un cántico de
lamento. Entretanto la tierra reverdece: de nuevo brota la vegetación, las plantas se
cubren de flores, los árboles se cargan de frutos. El niño, convertido en un muchacho,
comienza a explorar la comarca. Un día ve un ave. Otro día ve un lobo. Otro día,
inesperadamente, se halla frente a una joven de su edad que, lo mismo que él, ha
sobrevivido a los estragos de la guerra nuclear. Se miran, se toman de la mano: ya están a
salvo de la soledad. Balbucean sus respectivos idiomas, con cuyos restos forman un
nuevo idioma. Se llaman, a sí mismos, Hombre y Mujer. Tienen hijos. Varios miles de años
más tarde una religión se habrán propagado entre los descendientes de ese Hombre y de
esa Mujer, con el padre del Hombre como Dios y el recuerdo de la civilización anterior a la
guerra como un Paraíso perdido.

3
Sueño marino
Sam Shepard
(Estados Unidos, 1943)

La cama era para él un océano, incluso cuando estaba despierto. Las mantas se
ondulaban como las olas. Las sábanas espumeaban como las rompientes. Las gaviotas
caían en picado y pescaban a lo largo de su espalda. Hacía bastantes días que no se
levantaba y todo el mundo estaba preocupado. No quería hablar ni comer. Sólo dormir y
despertarse y volver a dormirse. Cuando fue a verlo el médico, se le meó encima. Cuando
fue a verlo el psiquiatra, le lanzó un escupitajo. Cuando fue a verlo un cura, le vomitó.
Finalmente lo dejaron en paz y se limitaron a pasarle zanahorias y lechuga por debajo de
la puerta. Era lo único que quería comer. Los demás habitantes de la casa bromeaban
diciendo que tenían un conejito, y él les oyó. Cada vez se le aguzaba más el oído. De
modo que dejó de comer. Empujó la cama hasta ponerla contra la puerta, para que nadie
pudiera entrar, y luego se durmió. Por la noche los demás habitantes de la casa oían el
silbido de los huracanes al otro lado de la puerta. Y truenos y relámpagos y sirenas de
barcos en una noche de niebla. Aporrearon la puerta. Intentaron derribarla, sin
conseguirlo. Aplicaron la oreja a la puerta y oyeron gorgoteos subacuáticos. En la cara
exterior de las paredes de esa habitación empezaron a crecer algas y percebes.
Comenzaron a asustarse. Decidieron encerrarlo en un manicomio. Pero cuando salieron
por el coche descubrieron que toda la casa estaba rodeada por un océano que se
extendía hasta donde alcanzaba su vista. Océano y nada más que océano. La casa se
balanceaba y cabeceaba toda la noche. Ellos se quedaron apretujados en el sótano.
Desde la habitación cerrada les llegó un prolongado gemido y la casa entera se sumergió
en el mar.

4
Las ciudades y los intercambios 1

Ítalo Calvino
(Italia, 1923-1985)

A ochenta millas de proa al viento maestral, el hombre llega a la ciudad de Eufemia, donde
los mercaderes de siete naciones se reúnen en cada solsticio y en cada equinoccio. La
barca que fondea con una carga de jengibre y algodón en rama volverá a zarpar con la
estiba llena de pistacho y semilla de amapola, y la caravana que acaba de descargar
costales de nuez moscada y de pasas de uva ya lía sus enjalmas para la vuelta con rollos
de muselina dorada. Pero lo que impulsa a remontar ríos y atravesar desiertos para venir
hasta aquí no es solo el trueque de mercancías que encuentras siempre iguales en todos
los bazares dentro y fuera del imperio del Gran Kan, desparramadas a tus pies en las
mismas esteras amarillas, a la sombra de los mismos toldos espantamoscas, ofrecidas
con las mismas engañosas rebajas de precio. No solo a vender y a comprar se viene a
Eufemia sino también porque de noche, junto a las hogueras que rodean el mercado,
sentados sobre sacos o barriles o tendidos en montones de alfombras, a cada palabra que
uno dice -como “lobo”, “hermana”, “tesoro escondido”, “batalla”, “sarna,”, “amantes”- los
otros cuentan cada uno su historia de lobos, de hermanas, de tesoros, de sarna, de
amantes, de batallas. Y tú sabes que en el largo viaje que te espera, cuando para
permanecer despierto en el balanceo del camello o del junco se empiezan a evocar todos
los recuerdos propios uno por uno, tu lobo se habrá convertido en otro lobo, tu hermana en
una hermana diferente, tu batalla en otra batalla, al regresar de Eufemia, la ciudad donde
se cambia la memoria en cada solsticio y en cada equinoccio.

5
Amor cibernauta

Diego Muñoz Valenzuela


(Chile, 1956)

Se conocieron por la red. Él era tartamudo y tenía un rostro brutal de neanderthal: gran
cabeza, frente abultada, ojos separados, redondos y rojos, dientes de conejo que
sobresalían de una boca enorme y abierta, cuerpo endeble y barriga prominente. Ella
estaba inválida del cuello hasta los pies y dictaba los mensajes al computador con una voz
hermosa, pausada y clara que no parecía tener nada que ver con ella; tenía el cuerpo de
una muñeca maltratada. Fue un amor a primer intercambio de mensajes: hablaron de la
armonía del universo y de los sufrimientos terrestres, de la necesidad del imperio de la
belleza y de los abyectos afanes de los mercaderes de la guerra, de la abrumadora
generosidad del espíritu humano que contradice la miseria de unos pocos. Leían
incrédulos las réplicas donde encontraban una mirada equivalente del mundo, no igual,
similar, aunque enriquecida por historias y percepciones diferentes. Durante meses
evitaron hablar de sí mismos, menos aún de la posibilidad de encontrarse en un sitio real y
no virtual. Un día él le envió la foto digitalizada de un galán. Ella le retribuyó con la imagen
de una bailarina. Él le escribió encendidos versos de amor que ella leyó embelesada. Ella
le envió canciones con su propia voz, él lloró de emoción al escuchar esa música
maravillosa. Él le narraba con gracia los pormenores de su agitada vida social, burlándose
agudamente de los mediocres. Ella le enviaba descripciones de sus giras por el mundo
con compañías famosas. Ninguno de los dos jamás propuso encontrarse en el mundo real.
Fue un amor verdadero, no virtual, como los que suelen acontecernos en ese lugar que
llamamos realidad.

6
Capitán Luiso Ferrauto

Juan Rodolfo Wilcock


(Argentina-Italia, 1919-1978)

Una vez al año, en primavera, el capitán Luiso Ferrauto cambia de piel; de la piel vieja
emerge lustroso y rosado como un recién nacido, pero al cabo de unas horas la piel nueva
recobra su color normal, que es aceitunado, y también el pelo, que se ha desprendido
junto con la piel del cráneo, vuelve a crecer rápidamente, como corresponde a un oficial de
la Seguridad Pública. Su mujer, unida a él por un amor inusitado en estos tiempos, suele
guardar estas pieles usadas de su marido y rellenarlas de goma espuma color carne, para
hacer así un muñeco bastante presentable, bien cosido y armado, con su uniforme puesto.
Ya tiene unos quince, en el garaje: todos oficiales de policía, tan parecidos a su marido
que da gusto verlos a todos juntos, tan dignos, tan rectos, tan inalcanzables por la
corrupción. La señora hizo instalar un equipo estéreo en el garaje y cuando el capitán está
de servicio fuera de casa, la mujer baja para hacerles oír a sus ex-maridos las mejores
páginas de la lírica mundial. Absortos, como embelesados, los quince policías escuchan
inmóviles la muerte de Desdémona, el merecido asesinato de Scarpia, la disputa fatal
entre Carmen y Don José, delitos todos que exigen el arresto inmediato del culpable,
hechos de sangre y de violencia como tantas veces han visto a lo largo de su carrera.
Puesto que los muñecos de piel policíaca son producidos a razón de uno por año y cada
uno es de edad más avanzada que el anterior, presentan esta insólita característica: que
el más joven de los quince es el más viejo de todos.

7
El paseo repentino

Frank Kafka
(Praga, 1883-1923)

Cuando alguien parece haberse decidido definitivamente a permanecer en casa, se ha


puesto la bata, se sienta después de la cena a la mesa iluminada y emprende aquel
trabajo o juego que, después de concluirse, según la costumbre, implica el irse a dormir;
cuando fuera el tiempo es desapacible y hace perfectamente natural el quedarse en casa;
cuando se permanece tranquilo tanto tiempo a la mesa que el levantarse e irse produciría
asombro; cuando la escalera de la casa está oscura y el portal está cerrado; cuando, no
obstante, alguien se levanta de repente a causa de un súbito malestar, se cambia de ropa,
aparece en seguida listo para salir a la calle, declara que se va, lo hace después de una
corta despedida, cada uno según la velocidad con que cierra de golpe la puerta, y cree
dejar detrás un enfado mayor o menor; cuando se vuelve a encontrar en la calle, con los
miembros ligeros, gracias a la inesperada libertad que se les ha otorgado; cuando, gracias
a esta única resolución siente cómo toda la capacidad de decisión se ha acumulado en su
interior; cuando reconoce, con mayor importancia de la acostumbrada, que tiene más
fuerza que necesidad de realizar el cambio y soportarlo; y cuando recorre así las calles,
entonces esa noche se ha separado del todo de la familia, la cual se torna en algo
insustancial, mientras que uno mismo, bien fijo, contorneando de negro, golpeándose
detrás de los muslos, se eleva a una figura verdadera.

Todo se afianza si se busca a un amigo a esas horas de la noche para comprobar qué tal
le va.

8
Diario de un sinvergüenza

Filisberto Hernández
Escritor Uruguayo

3.8
Ahora estoy más tranquilo; pero hace unos días tuve como una locura de hombre que
corre perdido en una selva y lo excita el roce de plantas desconocidas. La realidad se
parecía a los sueños y yo me preguntaba: Pero ¿quién es que busca mi yo? ¿No será él,
mi cuerpo? ¿O será que él huye de mí como yo como un bandido que presiente la policía?

¿Entonces, la idea de justicia será de mi yo?

Después pensaba que esa idea estaba formada de pensamientos ajenos, que ellos me
vigilaban desde la infancia y habrían empezado a invadirme, como a un continente, a una
señal hecha por aquella mano y que tanto mi cuerpo como yo nos habíamos empezado a
llenar de pensamientos ajenos. Pero yo, mi yo más yo, ¿no estaría escondido en algún
rincón de este grande y misterioso continente? ¿No lo dejarían salir, alguna vez? ¿No
tendrá recreos? ¿No intentará evadirse?

Debe estar muy vigilado.

3.9
Al anochecer saqué mi cuerpo a caminar; pero en el momento de cerrar la puerta de mi
pieza me vino el sentimiento desagradable de una época en que tenía que vivir en una
pieza con otra persona.

Habiendo otra persona ya hay traición. Pero nunca creí que podría estar en esa situación
con el cuerpo donde vivo. Esto es sin esperanza.

9
El albañil

Aloysius Bertrand
Escritor Italiano

El albañil Abraham Knufer canta, con la llaga en la mano, andamiada en los aires, tan alta
que cuando lee los versos góticos de la campana mayor nivela con sus pies la iglesia de
treinta arbotantes con la ciudad de treinta iglesias.

Ve a las tarascas de piedra vomitar agua desde las pizarras al abismo confuso de las
galerías, las ventanas, las pechinas, los pináculos, las torrecillas, los techos y armazones,
que mancha con un punto gris el ala sesgada e inmóvil del terzuelo.

Ve las fortificaciones que se recortan en estrella, la ciudadela que se yergue como una
gallina en medio de una hogaza, los patios de los palacios donde el sol seca las fuentes y
los claustros de los monasterios donde la sombra gira en torno a los pilares.

Las tropas imperiales se han albergado en el arrabal. He ahí un jinete que tamborilea más
lejos. Abraham Knufer distingue su sombrero de tres picos, sus cordones de lana roja, su
escarapela atravesada por un alamar y su cola anudada con una cinta.

Todavía ve algo más, soldadotes que, en el parque empenachado de gigantescos


ramajes, en anchos céspedes de esmeralda, acribillan a tiros de arcabuz un pájaro de
madera fijado en la punta de un mayo.

Y por la tarde, cuando la nave armoniosa de la catedral se adormece, acostada con los
brazos en cruz, distingue desde la escala, en el horizonte, una población incendiada por
gentes de armas, que flameaba como un cometa en el azur.

10
La mano

Ramón Gómez de la Serna


(España, 1888-1963)

El doctor Alejo murió asesinado. Indudablemente murió estrangulado.

Nadie había entrado en la casa, indudablemente nadie, y aunque el doctor dormía, por
higiene, con el balcón abierto, era tan alto su piso que no era de suponer que por allí
hubiese entrado el asesino.

La policía no encontraba la pista de aquel crimen, y ya iba a abandonar el asunto, cuando


la esposa y la criada del muerto acudieron despavoridas a la Jefatura. Saltando de lo alto
de un armario había caído sobre la mesa, las había mirado, las había visto, y después
había huido por la habitación, una mano solitaria y viva como una araña. Allí la habían
dejado encerrada con llave en el cuarto.

Llena de terror, acudió la policía y el juez. Era su deber. Trabajo les costó cazar la mano,
pero la cazaron y todos le agarraron un dedo, porque era vigorosa corno si en ella
radicase junta toda la fuerza de un hombre fuerte.

¿Qué hacer con ella? ¿Qué luz iba a arrojar sobre el suceso? ¿Cómo sentenciarla? ¿De
quién era aquella mano?

Después de una larga pausa, al juez se le ocurrió darle la pluma para que declarase por
escrito. La mano entonces escribió: «Soy la mano de Ramiro Ruiz, asesinado vilmente por
el doctor en el hospital y destrozado con ensañamiento en la sala de disección. He hecho
justicia».

11
Ejército del Sur

Jorge Gutiérrez Martínez


Escritor Mexicano

El panteón queda solo desde las diez de la noche. La puerta se cierra con candado. Los
muertos y sus historias quedan bajo el resguardo de la oscuridad. Nadie se atreve a
visitarlo.

Durante el último año se ha escuchado el ruido de los cascos de los caballos de todo un
ejército que cruza el cementerio. La gente cree que es el diablo y sus huestes arrastrando
almas impías al infierno.

El doctor Carmona dice que el estruendo que surge del vientre del panteón se explica por
la actividad del volcán que hace que truene el subsuelo. El maestro Enríquez, que se trata
de las extracciones ilegales de la minera gringa que trabaja noche y día.

Aguijoneado por el miedo decidí buscar la verdad. Escapé de casa en la madrugada y me


aposté entre las ramas de un árbol que me permitía ver por encima de la barda del
camposanto.

Mi estado de vigilia comenzó a agrietarse. El sueño me acercó al mundo de los muertos. A


lo lejos escuche venir a los caballos con un trote que crecía y crecía en intensidad. Una
polvareda luminosa avanzaba entre las tumbas.

Entonces vi la verdad. Ni diablos ni calaveras. Era el general Emiliano Zapata; con los ojos
tristes, pero inyectados de furia; seguido de su ejército del sur. Todos montaban caballos
blancos, llevaban puestos sus trajes de charro negros con el sombrero descansando en
sus espaldas. Avanzaban a gran velocidad y cuando estaban a punto de chocar con la
pared se desvanecían.

12
El suicida

Enrique Anderson Imbert


(Argentina, 1910-2000)

Al pie de la Biblia abierta –donde estaba señalado en rojo el versículo que lo explicaría
todo– alineó las cartas: a su mujer, al juez, a los amigos. Después bebió el veneno y se
acostó.

Nada. A la hora se levantó y miró el frasco. Sí, era el veneno.

¡Estaba tan seguro! Recargó la dosis y bebió otro vaso. Se acostó de nuevo. Otra hora. No
moría. Entonces disparó su revólver contra la sien. ¿Qué broma era ésa? Alguien - pero
¿quién?, ¿cuándo? - alguien le había cambiado el veneno por agua, las balas por
cartuchos de fogueo. Disparó contra la sien las otras cuatro balas. Inútil. Cerró la Biblia,
recogió las cartas y salió del cuarto en momentos en que el dueño del hotel, mucamos y
curiosos acudían alarmados por el estruendo de los cinco estampidos.

Al llegar a su casa se encontró con su mujer envenenada y con sus cinco hijos en el suelo,
cada uno con un balazo en la sien.

Tomó el cuchillo de la cocina, se desnudó el vientre y se fue dando cuchilladas. La hoja se


hundía en las carnes blandas y luego salía limpia como del agua. Las carnes recobraban
su licitud como el agua después que le pescan el pez.

Se derramó nafta en la ropa y los fósforos se apagaban chirriando.

Corrió hacia el balcón y antes de tirarse pudo ver en la calle el tendal de hombres y
mujeres desangrándose por los vientres acuchillados, entre las llamas de la ciudad
incendiada.

13
El proyecto

Ángel Olgoso
(España, 1961)

El niño se inclinó sobre su proyecto escolar, una pequeña bola de arcilla que había
modelado cuidadosamente. Encerrado en su habitación durante días, la sometió al calor,
rodeándola de móviles luminarias, le aplicó descargas eléctricas, separó la materia sólida
de la líquida, hizo llover sobre ella esporas sementíferas y la envolvió en una gasa
verdemar de humedad. El niño, con orgullo de artífice, contempló a un mismo tiempo la
perfección del conjunto y la armonía de cada uno de sus pormenores, las innumerables
especies, los distintos frutos, la frescura de las frondas y la tibieza de los manglares, el oro
y el viento, los corales y los truenos, los efímeros juegos de luz y sombra, la conjunción de
sonidos, colores y aromas que aleteaban sobre la superficie de la bola de arcilla. Contra
toda lógica, procesos azarosos comenzaron por escindir átomos imprevistos y el hálito de
la vida, desbocado, se extendió desmesuradamente. Primero fue un prurito irregular, luego
una llaga, después un manchón denso y repulsivo sobre los carpelos de tierra. El
hormigueo de seres vivientes bullía como el torrente sanguíneo de un embrión, hedía
como la secreción de una pústula que nadie consigue cerrar. Se multiplicaron la confusión
y el ruido, y diminutas columnas de humo se elevaban desde su corteza. Todo era
demasiado prolijo y sin sentido. Al niño le había llevado seis días crear aquel mundo y
ahora, una vez más en este curso, se exponía al descrédito ante su Maestro y sus
Compañeros. Y vio que esto no era bueno. Decidió entonces aplastarlo entre las manos,
haciéndolo desaparecer con manifiesto desprecio en el vacío del cosmos: descansaría el
séptimo día y comenzaría de nuevo.

14
Postrimerías

Adolfo Bioy Casares


(Argentina, 1914-1999)

Cuando entró en el edificio, buscó las escaleras, para subir. Encontrarlas era difícil.
Preguntaba por ellas, y algunos le contestaban: “No hay.” Otros le daban la espalda.
Acababa siempre por encontrarlas y por subir otro piso. La circunstancia de que muchas
veces las escaleras fueran endebles, arduas y estrechas, aumentaba su fe. En un piso
había una ciudad, con plazas y calles bien trazadas. Nevaba, caía la noche. Algunas
casas -eran todas de tamaño reducido- estaban iluminadas vivamente. Por las ventanas
veía a hombres y mujeres de dos pies de estatura. No podía quedarse entre esos enanos.
Descubrió una amplia escalinata de piedra, que lo llevó a otro piso. Éste era un
antecomedor, donde mozos, con chaqueta blanca y modales pésimos, limpiaban juegos
de té. Sin volverse, le dijeron que había más pisos y que podía subir. Llegó a una terraza
con vastos parques crepusculares, hermosos, pero un poco tristes. Una mujer, con vestido
de terciopelo rojo, lo miró espantada y huyó por el enorme paisaje, meciéndose la
cabellera, gimiendo. Él entendió que cuantos vivían allí estaban locos. Pudo subir otro
piso. En una arquitectura propia del interior de un buque, en la que abundaban maderas y
hierros pintados de blanco, halló una escalera de caracol. Subió por ella a un altillo donde
estaban los peroles que daban el agua caliente a los pisos de abajo. Dijo: “Sobre el fuego
está el cielo” y, seguro de su destino, se agarró de un caño, para subir más. El caño se
dobló; hubo un escape de vapor, que le rozó el brazo. Esto lo disuadió de seguir subiendo.
Pensó: “En el cielo me quemaré.” Se preguntó a cuál de los horribles pisos inferiores
debería descender. En todos él se había sentido fuera de lugar. Esto no probaba que no
fuese la morada que le correspondía, porque justamente el infierno es un sitio donde uno
se cree fuera de lugar.

15
La casa encantada
Autor anónimo

Una joven soñó una noche que caminaba por un extraño sendero campesino, que
ascendía por una colina boscosa cuya cima estaba coronada por una hermosa casita
blanca, rodeada de un jardín. Incapaz de ocultar su placer, llamó a la puerta de la casa,
que finalmente fue abierta por un hombre muy, muy anciano, con una larga barba blanca.
En el momento en que ella empezaba a hablarle, despertó. Todos los detalles de este
sueño permanecieron tan grabados en su memoria, que por espacio de varios días no
pudo pensar en otra cosa. Después volvió a tener el mismo sueño en tres noches
sucesivas. Y siempre despertaba en el instante en que iba a empezar su conversación con
el anciano.

Pocas semanas más tarde la joven se dirigía en automóvil a Litchfield, donde se realizaba
una fiesta de fin de semana. De pronto tironeó la manga del conductor y le pidió que
detuviera el automóvil. Allí, a la derecha del camino pavimentado, estaba el sendero
campesino de su sueño.

-Espéreme un momento -suplicó, y echó a andar por el sendero, con el corazón latiéndole
alocadamente.

Ya no se sintió sorprendida cuando el caminito subió enroscándose hasta la cima de la


boscosa colina y la dejó ante la casa cuyos menores detalles recordaba ahora con tanta
precisión. El mismo anciano del sueño respondió a su impaciente llamado. -Dígame -dijo
ella-, ¿se vende esta casa?

-Sí -respondió el hombre, pero no le aconsejo que la compre. ¡Esta casa, hija mía, está
frecuentada por un fantasma!

-Un fantasma -repitió la muchacha-. Santo Dios, ¿y quién es?

-Usted -dijo el anciano y cerró suavemente la puerta.

16
Las advertencias

Cuento Popular Chino

Un día, un joven se arrodilló a orillas de un río. Metió los brazos en el agua para
refrescarse el rostro y allí, en el agua, vio de repente la imagen de la muerte. Se levantó
muy asustado y preguntó:

-Pero… ¿qué quieres? ¡Soy joven! ¿Por qué vienes a buscarme sin previo aviso?

-No vengo a buscarte -contestó la voz de la muerte-. Tranquilízate y vuelve a tu hogar,


porque estoy esperando a otra persona. No vendré a buscarte sin prevenirte, te lo
prometo.

El joven entró en su casa muy contento. Se hizo hombre, se casó, tuvo hijos, siguió el
curso de su tranquila vida. Un día de verano, encontrándose junto al mismo río, volvió a
detenerse para refrescarse. Y volvió a ver el rostro de la muerte. La saludó y quiso
levantarse. Pero una fuerza lo mantuvo arrodillado junto al agua. Se asustó y preguntó:

-Pero ¿qué quieres?

-Es a ti a quien quiero -contestó la voz de la muerte-. Hoy he venido a buscarte.

- ¡Me habías prometido que no vendrías a buscarme sin prevenirme antes! ¡No has
mantenido tu promesa!

- ¡Te he prevenido!

- ¿Me has prevenido?

-De mil maneras. Cada vez que te mirabas a un espejo, veías aparecer tus arrugas, tu
pelo se volvía blanco. Sentías que te faltaba el aliento y que tus articulaciones se
endurecían. ¿Cómo puedes decir que no te he prevenido?

Y se lo llevó hasta el fondo del agua.

17
La historia se repite

Gabriel García Márquez


Escritor colombiano

Cuando éramos niños esperábamos ilusionados la Nochebuena.

Redactábamos una ingenua carta con una enorme lista de “Quiero que me traigas”, y
pasábamos contando los días con un aparato que llamábamos “Ya solo faltan”.

Y cada mañana nos asomábamos a ver cuántos días faltaban para Navidad.

Pero a medida que se acercaba el día, las horas se nos hacían eternas y pasaban llenas
de advertencias de “Si no te portas bien”.

Gozábamos las posadas, visitábamos a la familia, íbamos de compras, llenábamos de


focos nuestro pino hasta que, por fin, llegaba la anhelada Nochebuena.

La casa se llenaba de alegría y, con la mágica aparición de los regalos, las ilusiones se
volvían realidad y, por un momento, olvidábamos el verdadero significado de la Navidad.

Hoy nuevamente llega la Nochebuena y la historia se repite con los hijos, que pasan los
días redactando borradores de tiernas cartas con una imaginación sin límites. Piden, piden
y piden: juguetes, pelotas, muñecas, “O lo que me quieras traer”.

Y mientras a los niños la Navidad los llena de ilusión, a los adultos nos llena de esperanza
y nos permite convivir con la familia regalándonos unos a otros cariño y buenos deseos,
brindando por nuestros éxitos, apoyándonos unos a otros, apoyándonos en nuestras
derrotas y tratando de entendernos.

¡Porque la mejor forma de festejar el nacimiento de Jesús es llamando al que está lejos,
olvidando rencores tontos y resentimientos necios… amando y perdonando!

18
La verdadera historia

Anónimo

Un día en el paraíso, Eva llamó a Dios y le dijo:

-Tengo un problema...

- ¿Cuál es el problema, Eva?

-Sé que me has creado, que me has dado este hermoso jardín para que lo cuide, todos
estos maravillosos animales y esta serpiente con la que me muere de risa, pero... no soy
del todo feliz...

- ¿Cómo es eso, Eva? -. Replicó Dios desde las alturas.

-Me aburro un poco...

-Bueno, Eva, en tal caso, tengo una solución: crearé un hombre para ti.

- ¿Qué es un hombre?

-Un hombre será una criatura imperfecta, con muchas artimañas, mentirá, hará trampas,
será engreído. Además, lo haré más rápido y más fuerte que tú, le gustará cazar y matar
cosas. Tendrá un aspecto simple, pero lo crearé de tal forma que satisfaga tus... eh...
necesidades físicas elementales. Tampoco será muy listo y se destacará en cosas
infantiles tales como dar golpes o dar patadas a una pelota. Necesitará tu consejo siempre
para actuar cuerdamente. ¡Vamos! Te va a dar problemas, pero te aseguro que estarás
entretenida...

-Suena bien – dijo Eva, mientras levantaba la ceja irónicamente.

- ¿Cuál es el trato?

-Lo tendrás con una condición...

- ¿Cuál?

-Como te decía, será arrogante y muy narcisista, así que tendrás que hacerle creer que lo
hice a él primero. Recuerda, será nuestro secreto... de mujer a mujer...

19
Ese inolvidable cafecito

Juan Carlos Vásquez Castro


Escritor Español

Un día en el Instituto nos invitaron -a los que quisiéramos acudir-, a pintar una pobre
construcción que hacía de colegio y que era el centro de un poblado de chozas, cuyo
nombre no puedo acordarme, en una zona muy marginal, muy pobre y muy apartada de
nuestras urbanizaciones, aunque, no muy distante.

Voluntariamente, acudió todo el curso, acompañado de nuestros hermanos guías, los


promotores de la iniciativa solidaria.

Fue un sábado muy temprano, cuando montados en nuestras dos cafeteras de autobuses;
todos tan contentos, armados con nuestras respectivas brochas, para pintar de alegría y
de esperanza, los rostros de aquella desconocida gente.

Cuando llegamos, vimos como unas veinte chozas alrededor de una pobre construcción
de cemento que hacía de colegio y, escuchamos la soledad escondida, excluida, perdida.

Nos pusimos manos a la obra: unos arriba, otros abajo; unos dentro, otros fuera. Como
éramos como ochenta pintores de brocha grande, la obra duró tan solo unas tres o cuatro
horas.

Pero, antes de terminar, nos llamaron para que descansáramos, y salimos para fuera y
vimos una humilde señora que nos invitaba a tomar café. La señora, con toda la
amabilidad, dulzura, y agradecimiento, nos fue sirviendo en unas tacitas de lata que
íbamos pasando a otros después de consumirlo.

Nunca olvidaré ese olor y ese sabor de café, pues quedó grabado en mi memoria olfativa y
gustativa para siempre. Nunca me han brindado un café tan rico como el que nos
ofrecieron en ese día solidario.

Fue un café dado con todo el amor del mundo. Me supo a humanidad, me supo a gloria.

Fue mi mejor café, el café más rico del mundo.

20
Milagro

José Fernando Orpí Galí


Escritor Cubano

Muchos años después, frente al pelotón que formaban sus compañeros de investigación y
en el acto donde sería condecorado, volvió a ver aquellos ojos. Y en el calor de la mañana
el aleteo de una mariposa amarilla como las que acompañaban a Mauricio Babilonia.
Presentía que aquellos ojos, ya devueltos a la normalidad, desde algún lugar lo
escrutaban. Tragó en seco. No quería mostrar turbación ante el público asistente e
introdujo las manos en los bolsillos de la bata. Docto, ¿usted cree que yo pueda verle la
cara algún día? Amaranta se llamaba esa paciente que él nunca pudo olvidar porque la
piel despedía un inquietante olor a albahaca y le recordaba a su abuela materna. A través
de la lluvia la vio llegar un día a la consulta, escoltada por dos muchachas escuálidas
como figuras recortadas de un viejo álbum. Experimentó un ligero temblor al escuchar que
lo nombraban y tuvo que dirigirse al centro de la tribuna para recibir un diploma y un ramo
de flores. Respiró de nuevo el olor a albahaca. Una de las flores tenía pétalos amarillos
que semejaban alas y sobresalía del resto con arrogancia. Desde allí Amaranta parecía
contemplarlo sobre el jardín agreste de un país lejano. Ojos-cielo. Ojos-luz. Siempre lo voy
a recordar, docto. Usted es un santo. La señora que colocaba en su pecho la medalla le
devolvió un rostro conocido, borroso por la lluvia y las cataratas de la infelicidad. Entonces
sintió en el pie la mordedura y se vio a la deriva, sin fuerzas, arrastrado por el ocre
remolino del río. Una abeja, atraída por el fulgor de las flores le había enterrado el aguijón
mientras él recordaba lecturas de adolescencia en el agridulce panal de la historia. Docto,
¿le puedo ayudar en algo? La voz le llegó clara y precisa y sintió el estremecimiento
primigenio. Cuando volvió la cabeza ya era tarde. Amaranta se perdía en el tumulto de
personas, con una flor amarilla que aleteaba en su pelo blanco.

21
El pan ajeno

Varlam Shalámov
Escritor ruso

Aquel era un pan ajeno, el pan de mi compañero. Éste confiaba sólo en mí. Al compañero
lo pasaron a trabajar al turno de día y el pan se quedó conmigo en un pequeño cofre ruso
de madera. Ahora ya no se hacen cofres así, en cambio en los años veinte las muchachas
presumían con ellos, con aquellos maletines deportivos, de piel de “cocodrilo” artificial. En
el cofre guardaba el pan, una ración de pan. Si sacudía la caja, el pan se removía en el
interior. El baulillo se encontraba bajo mi cabeza. No pude dormir mucho. El hombre
hambriento duerme mal. Pero yo no dormía justamente porque tenía el pan en mi cabeza,
un pan ajeno, el pan de mi compañero.

Me senté sobre la litera… Tuve la impresión de que todos me miraban, que todos sabían
lo que me proponía hacer. Pero el encargado de Día se afanaba junto a la ventana
poniendo un parche sobre algo. Otro hombre, de cuyo apellido no me acordaba y que
trabajaba como yo en el turno de noche, en aquel momento se acostaba en una litera que
no era la suya, en el centro del barracón, con los pies dirigidos hacia la cálida estufa de
hierro. Aquel calor no llegaba hasta mí. El hombre se acostaba de espaldas, cara arriba.
Me acerqué a él, tenía los ojos cerrados. Miré hacia las literas superiores; allí en un rincón
del barracón, alguien dormía o permanecía acostado cubierto por un montón de harapos.
Me acosté de nuevo en mi lugar con la firme decisión de dormirme.

Conté hasta mil y me levanté de nuevo. Abrí el baúl y extraje el pan. Era una ración, una
barra de trescientos gramos, fría como un pedazo de madera. Me lo acerqué en secreto a
la nariz y mi olfato percibió casi imperceptible olor a pan. Di vuelta a la caja y dejé caer
sobre mi palma unas cuantas migas. Lamí la mano con la lengua, y la boca se me llenó al
instante de saliva, las migas se fundieron. Dejé de dudar. Pellizqué tres trocitos de pan,
pequeños como la uña del meñique, coloqué el pan en el baúl y me acosté. Deshacía y
chupaba aquellas migas de pan.

Y me dormí, orgulloso de no haberle robado el pan a mi compañero.

22
El otro yo

Mario Benedetti
(Uruguay, 1920-2009)

Se trataba de un muchacho corriente: en los pantalones se le formaban rodilleras, leía


historietas, hacía ruido cuando comía, se metía los dedos a la nariz, roncaba en la siesta,
se llamaba Armando Corriente en todo menos en una cosa: tenía Otro Yo.

El Otro Yo usaba cierta poesía en la mirada, se enamoraba de las actrices, mentía


cautelosamente, se emocionaba en los atardeceres. Al muchacho le preocupaba mucho
su Otro Yo y le hacía sentirse incómodo frente a sus amigos. Por otra parte, el Otro Yo era
melancólico, y debido a ello, Armando no podía ser tan vulgar como era su deseo.

Una tarde Armando llegó cansado del trabajo, se quitó los zapatos, movió lentamente los
dedos de los pies y encendió la radio. En la radio estaba Mozart, pero el muchacho se
durmió. Cuando despertó el Otro Yo lloraba con desconsuelo. En el primer momento, el
muchacho no supo qué hacer, pero después se rehízo e insultó concienzudamente al Otro
Yo. Este no dijo nada, pero a la mañana siguiente se había suicidado.

Al principio la muerte del Otro Yo fue un rudo golpe para el pobre Armando, pero
enseguida pensó que ahora sí podría ser enteramente vulgar. Ese pensamiento lo
reconfortó.

Sólo llevaba cinco días de luto, cuando salió la calle con el propósito de lucir su nueva y
completa vulgaridad. Desde lejos vio que se acercaban sus amigos. Eso le lleno de
felicidad e inmediatamente estalló en risotadas. Sin embargo, cuando pasaron junto a él,
ellos no notaron su presencia. Para peor de males, el muchacho alcanzó a escuchar que
comentaban: “Pobre Armando. Y pensar que parecía tan fuerte y saludable”.

El muchacho no tuvo más remedio que dejar de reír y, al mismo tiempo, sintió a la altura
del esternón un ahogo que se parecía bastante a la nostalgia. Pero no pudo sentir
auténtica melancolía, porque toda la melancolía se la había llevado el Otro Yo.

23
XII – Para mi niña

Gregorio Manzur
Escritor argentino

Todo ha cambiado. El estanque algarea en cisnes, berro y flores de loto; setenta cabras;
un chivo de raza; la gallera repleta y el telar floreciente bajo el ceibo.

Hábil el cojo ha cultivado la ladera en terrazas, beneficiando al máximo del regadío:


manzanos, cerezos, nísperos y guarabiáes, respetan el aire mutuo y dan tiempo a la tierra.
Con estrellas empieza el cojo su día: sacar majada a pastorcito (menos mal que tiene a
Tiburcio, perro ovejero), cardar alubias y podar ciruelos; alimentar palomas, pavos,
codornices, y lechones; al ocaso arredilar la grey y curarla si hay dolencias. Noche, ya,
enciende el hogar, asa camotes al rescoldo y piensa en Pastora, si viese lo linda que está
la quinta; quizá lo perdone y vuelva a hablarle como antes; cuando trocaban quesillos por
baratijas. Lindos tiempos. Si la cosecha de papa sale buena, me gustaría levantar dos
piezas más...a lo mejor quiere estar sola. ¿Dónde andará?

A veces la siento cerca y reírse al verme trajinar. Otras creo que no vive.
¿Qué haré con la alquería? Es de ella, yo se la estoy cuidando. Me acuerdo cuando vine
por primera vez... se escondió toda la tarde tras el boíl. En vano la llamaba Mama Chacha
riéndose.

-Es un gatito montés, cojo, no le hagas caso...

Ella ignora que el telar se lo hice yo; y que puse flores a su madre. Recuerdo atardeceres
ocultos entre guardalobos, viéndola arrear la majada haciendo cabriolas y correr cantando
tras las crías. Un solcito era mi niña. Y cuánto miedo le tenía. Era la única que no se reía
de mí, pero ¿si un día se burlaba?

Entonces prefería no hablarle, o fingir apuro. Al morir Mama Chacha, juntos la velamos y
juntos visitamos el sosiego. Noches que dormí entre cabras sabiéndola cerca. Inmenso el
mundo y nosotros en la sombra viviente, respirando a la par. Así será. Habrá que
acostarse; mañana empieza el tomate y hay que empacarlo. Este año haré conserva en
frascos y los tendré al resguardo, para su vuelta. El poncho con su nombre en tres meses
lo termino. Purito de vicuña, para el invierno de mi niña.

24
El verdugo Wang Lung

Arthur Koestler
(Hungría, 1905-1983)

Durante el reinado del segundo emperador de la dinastía Ming vivía un verdugo llamado
Wang Lun. Era un maestro en su arte y su fama se extendía por todas las provincias del
imperio. En aquellos días las ejecuciones eran frecuentes y a veces había que decapitar a
quince o veinte personas en una sola sesión. Wang Lung tenía la costumbre de esperar al
pie del patíbulo con una sonrisa amable, silbando alguna melodía agradable, mientras
ocultaba tras la espalda su espada curva para decapitar al condenado con un rápido
movimiento cuando este subía al patíbulo.

Este Wang Lung tenía una sola ambición en su vida, pero su realización le costó cincuenta
años de intensos esfuerzos. Su ambición era decapitar a un condenado con un mandoble
tan rápido que, de acuerdo con las leyes de la inercia, la cabeza de la víctima quedara
plantada sobre el tronco, así como queda un plato sobre la mesa cuando se retira
repentinamente el mantel.

El gran día de Wang Lung llegó por fin cuando ya tenía setenta y ocho años. Ese día
memorable tuvo que despachar de este mundo a dieciséis personas para que se reunieran
con las sombras de sus antepasados. Como de costumbre se encontraba al pie del
patíbulo y ya habían rodado por el polvo once cabezas rapadas, impulsadas por su
inimitable mandoble de maestro. Su triunfo coincidió con el duodécimo condenado.
Cuando el hombre comenzó a subir los escalones del patíbulo, la espada de Wang Lung
relampagueó con una velocidad tan increíble, que la cabeza del decapitado siguió en su
lugar, mientras subía los escalones restantes sin advertir lo que le había ocurrido. Cuando
llegó arriba, el hombre habló así a Wang Lung:

- ¡Oh, cruel Wang Lung! ¿Por qué prolongas la agonía de mi espera, cuando despachaste
a todos los demás con tan piadosa y amable rapidez?

Al oír estas palabras, Wang Lung comprendió que la ambición de su vida se había
realizado. Una sonrisa serena se extendió por su rostro; luego, con exquisita cortesía, le
dijo al condenado:

-Tenga la amabilidad de inclinar la cabeza, por favor.

25
El fallo del sabio

Stephen Crane
Escritor Estadounidense

Un pordiosero se arrastraba entre lamentos por las calles de una ciudad. Un hombre se
acercó, le ofreció un poco de pan y dijo:

—Te doy esta hogaza debido a las palabras de Dios.

Otro se acercó, le ofreció un poco de pan y dijo:

—Toma esta hogaza; te la doy porque estás hambriento.

Los habitantes de aquella ciudad competían por ver quién era el hombre más piadoso, y el
caso de los regalos al pordiosero suscitó una disputa. La gente se apiñaba y discutía con
fervor. Finalmente, recurrieron al pordiosero, pero este hizo una humilde reverencia al
suelo, impropia de alguien de su clase, y respondió:

—Lo más curioso es que las hogazas de pan eran del mismo tamaño. ¿Cómo puedo
decidir yo cuál de los dos hombres me dio su pan de forma más misericordiosa?

La gente había oído hablar de cierto filósofo que estaba de visita en la ciudad. Alguien dijo:

—Los que no le hemos dado pan al pordiosero no estamos capacitados para juzgar a
quienes le dieron pan. Consultemos, por lo tanto, a este sabio”.

—Pero acaso este filósofo tampoco esté capacitado, si nos atenemos a la regla de que
solo quienes dieron pan pueden juzgar a quienes dieron pan —intervino alguien.

—Este dato es indiferente tratándose de un gran filósofo.

Así que fueron en busca del sabio y enseguida dieron con él.

—Oh, ilustrísimo —exclamaron—. Hay dos hombres en la ciudad. Uno le dio pan a un
pordiosero, debido a las palabras de Dios; el otro, debido a que lo vio hambriento. Ahora
bien, ¿cuál de los dos es más piadoso?

—Amigos míos —dijo el filósofo, dirigiéndose con calma a la concurrencia—. Veo que me
toman por un hombre sabio. No soy yo la persona que buscan. Sin embargo, hace un rato
vi a un hombre que responde a mi descripción. Si se apresuran, tal vez logren darle
alcance.

26
La hija del guardagujas

Vicente Huidobro
(Chile, 1893-1948)

La casita del guardagujas está junto a la línea férrea, al pie de una montaña tan empinada
que sólo algunos árboles especiales pueden escalonar a gatas, aferrándose con sus
raíces afiladas, agarrándose a los terrones hasta llegar a la cumbre.

La casita de madera desvencijada a causa del estremecimiento constante y los fragores.


La casita pequeña en un terraplén de veinte metros junto a tres líneas.

Allí vive el guardagujas con su mujer, contemplando pasar los trenes cargados de
fantasmas que van de ciudad en ciudad. Cientos de trenes, trenes del norte al sur y trenes
del sur al norte. Todos los días, todos los meses, todo el año. Miles de trenes con millones
de fantasmas, haciendo crujir los huecos de la montaña.

La mujer, como buena mujer, le ayuda a enhebrar los trenes por el justo camino

La responsabilidad de tantas vidas satisfechas les ha puesto un gesto trágico en el rostro.

Apenas si pueden sonreír cuando se quedan como suspendidos mirando a su pequeña,


una criatura de tres años, graciosa, delicada, con gestos de flor y de paloma.

Pasan los trenes con el fragor de hierros y largos metales arrastrados de toda una ciudad
que soltara sus amarras, de tantos fantasmas desencadenados y ebrios de libertad.

La hija del guardagujas juega entre los trenes de su montaña con una confianza
aterradora. Ignora que los niños ricos de la ciudad se entretienen con unos trenes
pequeñitos como ratones sobre rieles de lata. Ella posee los trenes más grandes del
mundo… y ya empieza a mirarlos con desprecio.

Es un encanto de niñita. Vive despreocupada, suelta como si no quisiera apegarse a


nadie. Se diría que un tren la arrojó allí al pasar como por casualidad.

En cambio, sus padres viven pendientes de ella, la contemplan, mientras todavía es


tiempo, la miman, la adoran.

Ellos saben que un día la va a matar un tren.

27
La última flor

James Thurber
(Estados Unidos, 1894-1961)

La duodécima guerra mundial, como todo el mundo sabe, trajo el hundimiento de la


civilización. Pueblos, ciudades y capitales desaparecieron de la faz de la tierra. Hombres,
mujeres y niños quedaron situados debajo de las especies más ínfimas. Libros, pinturas y
música desaparecieron, y las personas sólo sabían sentarse, inactivos, en círculos.

Pasaron años y más años. Los chicos y las chicas crecieron mirándose estúpidamente
extrañados: el amor había huido de la tierra. Un día, una chica que no había visto nunca
una flor, se encontró con la última flor que nacía en este mundo. Y corrió a decir a las
gentes que se moría la última flor. Sólo un chico le hizo caso, un chico al que encontró por
casualidad.

El chico y la chica se encargaron, los dos, de cuidar la flor. Y la flor comenzó a revivir. Un
día una abeja vino a visitar a la flor. Después vino un colibrí.

Pronto fueron dos flores; después cuatro… y después muchas, muchas. Los bosques y
selvas reverdecieron. Y la chica comenzó a preocuparse de su figura y el chico descubrió
que le gustaba acariciarla. El amor había vuelto al mundo.

Sus hijos fueron creciendo sanos y fuertes y aprendieron a reír y a correr.

Poniendo piedra sobre piedra, el chico descubrió que podrían hacer un refugio. Muy
deprisa toda la gente se puso a hacer casas. Pueblos, ciudades y capitales surgieron en la
tierra. De nuevo los cantos volvieron a extenderse por todo el mundo.

Se volvieron a ver trovadores y juglares, sastres y zapateros, pintores y poetas, soldados,


lugartenientes y capitanes, generales, mariscales y libertadores. La gente escogía vivir
aquí o allí.

Pero entonces, los que vivían en los valles se lamentaban por no haber elegido las
montañas. Y a los que habían escogido las montañas, les apenaba no vivir en los valles…

Invocando a Dios, los libertadores enardecían ese descontento. Y enseguida el mundo


estuvo nuevamente en guerra. Esta vez la destrucción fue tan completa que nada
sobrevivió en el mundo.

Sólo quedó un hombre… una mujer… y una flor.

28
Buena acción

Roland Topor
(Francia, 1938-1997)

El anciano señor Scrouge no conseguía dormirse. Le atormentaban toda clase de


pensamientos extraños, cosa a la que no estaba acostumbrado. Era como si una bolsa de
ideas, guardada intacta durante setenta y cinco años hubiera reventado de repente.

El anciano señor Scrouge daba vueltas en la cama. Al ritmo de sus movimientos, las
imágenes surgían ante ojos abiertos. Pasaba revista, una tras otra, a todas las personas
con las que se había relacionado a lo largo de su existencia, sin haber conseguido nunca
hacerse un sólo amigo. Volvía a ver los rostros de las mujeres con las que nunca quiso
mantener una relación íntima, por miedo a perder su precioso y pequeño confort.
Recordaba al mendigo al que había rehusado un pedazo de pan, al ciego, perdido en el
centro de la calzada, al que deliberadamente había fingido no ver. Ahogó un sollozo.

Tuvo de repente tanto frío que se estremeció. Se envolvió en las mantas e introdujo la
cabeza en su interior para reconfortarse con su propio calor. Las doce campanadas de la
medianoche llegaron a él, amortiguadas por el espeso tejido de lana. Después le pareció
oír que alguien gritaba.

Retiró las mantas bruscamente y escuchó con la máxima atención. No se había


equivocado.

Una voz que se debilitaba rápidamente gritó aún varias veces: «¡Socorro!»

El señor Scrouge vivía en un apartamento situado junto al río. La voz provenía, sin duda,
de un desgraciado caído al Sena.

Sin hacer caso al frío que hacía temblar sus resecos miembros, se puso apresuradamente
el batín y las zapatillas y se precipitó al exterior. Atravesó la calzada y apoyado en el
parapeto escrutó el agua negra. Un hombre, como cogido en una trampa de líquido
viscoso, se debatía débilmente.

«Soy viejo -se dijo el señor Scrouge-. ¿Qué puedo esperar ya de la vida? Si salvo a este
hombre que se está ahogando, obtendré más satisfacciones que las que puedan darme
algunos años de vida miserable.»

Franqueó valientemente el parapeto y se lanzó al agua.

Se fue al fondo, porque tenía un corazón de piedra.

29
Venus

Juan Conitzer Bedregal


La Paz en 1949 y murió en 2009

Panchito Zambrana, no sé cómo clasificarlo, no era como los otros humanos, semidiós,
diré, porque podía estar con los vivos y pasada la medianoche habitaba el mundo de los
muertos; la balanza pesaba más para los vivos, en mi opinión, pues sé que realizaba el
guión para el video Para comprender el canto de los pájaros; su actitud era positiva. Esta
mañana, sin embargo, no pudo dedicarle la hora de siempre al libreto, porque al rayar el
alba salió a la posta, le hicieron 27 puntos en una pantorrilla; extrañamente en la ficha
médica, costuras en los bíceps (lapsus scriptorim). Soy el doctor Fico que está de turno a
estas horas y me puse a conversarle a Panchito a fin de entender la solicitud y origen de la
herida y ojeras, y su vida y la vida mía que me pareció una repetición de quehaceres,
como el tracatrá de la máquina de coser. Después de la sutura él me invitó a desayunar a
su casa que era un verdadero palacio, enorme, lujosa, no había servidumbre, pero tenía
comodidades. Un cuarto del semifondo era el dormitorio de su esposa porque fondo no se
puede decir dentro de aquella casa; son corredores anchos y piezas alfombradas a ambos
lados unidas por arcos y vanos, o separadas de otros espacios por ventanales. De las tres
habitaciones con puerta una está a un extremo del pasillo, la otra al centro y la última en el
otro extremo, cuento como se ve.

En la mesa me contó que, después de hacer el amor con la señora no queda satisfecho, y
no duermen juntos, que él se va a su recámara atravesando toda la casa y en la puerta del
centro lo espera una joven fumando, a veces sola, a veces con su madre, y lo abraza,
consolándolo con pasión y sensualidad, aunque está fría como el mármol, en realidad está
muerta, con tanta fuerza busca el cuerpo de Francisco que rompe sus propios brazos. La
herida de la noche anterior fue provocada por un trozo del brazo izquierdo que antes de
caer al piso le hizo ese largo tajo en la pierna y el brazo derecho le produjo un moretón
cuando le golpeó una tibia. Después del café con croissant, Panchito me llevó a una de las
piezas con puerta; había en el escritorio varios antebrazos de mármol con dedos rotos,
algunos brazos con mano entera, más brazos y manos izquierdas, polvo de Carrara en
montones y deditos blancos; casi cada noche acarreaba algún fragmento, los amontonaba
en orden cronológico, me dijo, para algún día restaurar las esculturas, las Venus que
adornaban su mansión.

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