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4to
PRESENCIA DE CRISTO EN LA
EUCARISTÍA Y ADORACIÓN
P. Antonio Vidales CMF

4
2

LA PRESENCIA DE CRISTO EN LA EUCARISTÍA

PRESENTACIÓN

Un día de jueves santo, terminada la celebración de la Eucaristía, en esa peregrinación popular de


iglesia en iglesia para ver los monumentos al Santísimo, vi que llegó una mamá con un niño
pequeño, lo alzó en brazos y le mostró el sagrario diciéndole con cariño que allí, en aquella casita
estaba Jesús. El niño, después de escrutarlo todo con su mirada, dijo con aplomo de racionalista:
“mamá, en esa casita no hay nadie”. En cambio, otro niño, en la mañana del viernes santo cuando
se reanudan las visitas, al llegar al templo, vio la puerta cerrada y la golpeó con la mano diciendo:
“Diosito, ábreme”.

Son dos posturas ante el misterio de la presencia eucarística de Jesucristo, que de algún modo
reflejan lo que piensan los adultos. Pero hay otra postura con más adictos: la indiferencia a esa
presencia, incluso en los que hacen el recorrido de visitas a los monumentos en la noche del jueves
santo. Admiran la belleza o la originalidad del monumento y lo comparan con otros, para mejor o
peor, pero no tienen ni un pensamiento, ni una palabra con el Señor. Quizás no era él a quien iban a
visitar. Algo parecido ocurre con quienes entran en el templo en plena celebración de la Eucaristía,
incluso en el momento de la consagración, y sin dedicar ni una mirada ni un pensamiento al Señor
que preside la celebración, se van derechos a negociar con la imagen de su devoción.

En este cuarto folleto de la colección de cartillas o cuadernillos sobre la Eucaristía vamos a hablar de
la “presencia real” del Señor resucitado en la celebración eucarística y particularmente en el pan y el
vino consagrados. Presencia que se mantiene también una vez terminada la celebración de la misa.
¿Cómo se produce esa presencia? ¿Qué ocurre con el pan y el vino al ser transformados por la
fuerza del Espíritu en el Cuerpo y la Sangre del Señor? ¿De qué manera está presente en ellos?
Son preguntas que todos nos hemos hecho alguna vez, que no son fáciles de responder, pero
reclaman alguna respuesta, por incompleta que sea, reconociendo con gozo que la realidad de esa
presencia supera totalmente nuestros conceptos.
3

LA PRESENCIA DE CRISTO

1. Todo es cuestión de fe

Es claro que el creer o no creer en la presencia real de Cristo en la Eucaristía es una opción
estrictamente de fe. Ni la razón ni la ciencia ni nada, fuera de la fe, puede demostrar que el Señor
resucitado está presente en la celebración eucarística y en el pan y vino, una vez consagrados. Si
aceptamos esa presencia y establecemos una relación personal con el que está presente, es
únicamente movidos por la fe; una fe que se funda en la promesa de Jesús, garantizada como
verdadera por el hecho mismo de su resurrección.

El gran maestro de la Iglesia universal de todos los tiempos, santo Tomás de Aquino, dijo que “la
presencia del verdadero cuerpo y sangre de Cristo en este sacramento no es accesible a los
sentidos, sino sólo a la fe que se poya en la autoridad divina”1. El mayor gesto de esa autoridad
divina que apoya nuestra fe es el que Dios resucitara a su Hijo. Ese gesto es el sí rotundo a todo lo
que dijo e hizo Jesús.; también a su promesa de estar presente en medio de los que se reúnen en su
nombre y la verdad de sus palabras sobre el pan y el vino cuando dijo: “Esto es mi cuerpo…”

Como he dicho muchas veces, en la fe cristiana nos lo jugamos todo a una sola carta: creer o no
creer en Jesucristo y en su resurrección y, consecuentemente, creerle o no creerle a él. Lo más
nuclear y lo más rico de nuestra fe, lo creemos porque él lo dijo y porque su palabra quedó
definitivamente garantizada como verdadera con el hecho de su resurrección. En eso nos vamos a
apoyar a la hora de hablar de la presencia del Señor en la Eucaristía y, dentro de ella, en la
asamblea de hermanos y, de manera especial, en el pan y el vino consagrados.

Acabo de decir que en la fe cristiana todo se apoya en la resurrección de Cristo, ahora quiero decir
que en la fe cristiana, todo se entiende desde Cristo resucitado. Ese acontecimiento, su
resurrección, fue la luz que iluminó esplendorosamente todo el acontecimiento Jesús de Nazaret y
reveló el sentido pleno de lo que él fue y de lo que él es hoy para nosotros. Todos los testimonios
escritos que tenemos en el Nuevo Testamento acerca de Jesucristo se escribieron después del
sorprendente hecho de su resurrección y a luz de la misma. A esa misma luz hemos de leer hoy el
hecho de su presencia en todas partes y en todas las personas.

Este tema de la presencia de Jesucristo en la eucaristía hay que verlo también a esa misma luz,
porque resucitó y vive, puede reunirse hoy con nosotros para celebrar su cena. La presencia
indudable del Señor resucitado es lo que lo posibilita ese encuentro con él en la comida eucarística.

1
J. Espeja, oc p. 66
4

2. Primero el encuentro con el Resucitado en la Eucaristía, después vino la reflexión


sobre el acontecimiento

La presencia de Cristo resucitado en la asamblea eucarística y la entrega de su persona presente


en el pan y el vino consagrados, antes que una doctrina o un dogma de la Iglesia, fue una
experiencia de fe de la comunidad cristiana, es decir, los cristianos no formularon primero una
enseñanza sobre la presencia del Resucitado y después se pusieron a vivir esa doctrina. Fue al
revés. Los primeros discípulos lo experimentaron vivo después de su resurrección y sintieron su
presencia al celebrar la Cena del Señor semanalmente después de su ascensión a los cielos. Y,
para resaltar esa presencia, decidieron celebrar la Eucaristía precisamente en el día en que
resucito, el primero de la semana, que posteriormente pasó a llamarse día del Señor (dies dómini)
traducido al castellano con la palabra domingo.

Lo repito, primero fue la experiencia indudable y la vivencia intensa de ese encuentro con el
Resucitado en la Eucaristía. Después de la ascensión, las comunidades cristianas siguieron
celebrando ese encuentro con el Señor resucitado con la absoluta seguridad de que se cumplía su
promesa: “donde dos o más estén reunidos en mi nombre allí estoy yo en medio de ellos” (Mt 18,
20). La expresión reunidos en su “nombre” quiere decir en comunión con su persona que es la que
une a todos los que creen en él. Nadie se preguntó cómo estaba presente; sencillamente, por la fe,
sentían su presencia. Y siguieron gozando de ella durante siglos sin hacerse más preguntas.

Jesús Espeja en su libro “Para comprender los sacramentos” dice: “La Eucaristía fue primero una
práctica de la comunidad cristiana; después vino la reflexión teológica sobre ella. Admitiendo la
continuidad entre el Jesús histórico y la Iglesia, el encuentro con el Resucitado fue la experiencia
decisiva para la comunidad cristiana. El fracaso del Crucificado había sumergido a los discípulos en
la desesperanza, que lograron superar porque el Resucitado irrumpió en sus vidas. Y les aseguró:
“yo estaré con ustedes hasta el fin del mundo”2.

Cuando Pablo o Juan confiesan que Cristo está presente y activo en la celebración eucarística, no
se plantean directamente la pregunta de cómo está presente en el pan y el vino. Sencillamente
afirman que el Resucitado, con la trayectoria desconcertante de su vida y de muerte, se hace
presente para alimentar e impulsar a la comunidad de la Iglesia3.

“Los Padres de la Iglesia (es decir, los grandes escritores cristianos de los primeros siglos) dan
testimonio de una fe espontánea en la presencia de Cristo en el pan y el vino eucarísticos. No se
plantean preguntas acerca del cómo está presente. Para ellos, la presencia de Cristo se refiere a su
persona concreta”4. La fe les asegura que está ahí y eso les basta. Uno de ellos, san Cirilo de
Alejandría (Siglo V) dijo: “No te preguntes si esto es verdad, sino acoge más bien con fe las palabras
del Salvador, porque Él, que es la verdad, no miente”.

2 J. Espeja, oc 58
3 J. Espeja, oc 66
4 B. Sesboué, oc. p.223
5

Un biblista francés, P. Benoit, dice que “la Biblia no responde directamente al cómo de la presencia
real o al modo de la presencia, sino al hecho y a la indeclinable realidad personal y salvífica que
excluye toda interpretación débil de la presencia real5. Dice “débil”, es decir meramente simbólico.

3. ¿Cómo explicar el inexplicable misterio de la presencia de Cristo en la Eucaristía?

Con respecto a la presencia real de Cristo en la Eucaristía, es necesario confesar, ya de entrada,


como hemos dicho anteriormente, que estamos ante a un misterio que nos desborda absolutamente.
¿Cómo está presente el Señor resucitado en el pan y el vino consagrados? La respuesta la da el
mismo sacerdote en todas las misas cuando, después de la consagración, proclama: “Este es el
misterio de nuestra fe”. No sólo un misterio, sino “el misterio” de nuestra fe, con lo cual resalta su
importancia. Esforzarnos por entenderlo es un deber; pretender encerrarlo en nuestras ideas, es un
sacrilegio. Santo Tomás ya en el siglo XIII en un himno que compuso para la misa del Corpus decía:
“Adoren postrados este sacramento. Dudan los sentidos y el entendimiento: que la fe lo supla con
asentimiento”. Por eso la mejor comprensión del misterio es adorarlo en silencio y pidiendo insistente
y humildemente: ¡Señor, aumenta mi fe!

El biblista antes citado, P. Benoit, dice: “¿De qué modo el pan y el vino pueden convertirse en el
cuerpo y la sangre del Señor? Es un misterio de fe que creemos porque prestamos fe a la palabra
del Señor. Él nos dice que esto es su cuerpo, que eso es su sangre; y hemos visto que su intención
y la naturaleza de su salvación no pueden contentarse con una simple representación simbólica.
Ahora bien, si él quiere con ese pan darnos realmente su Cuerpo (su persona), puede hacerlo” 6.
¿Quién se lo puede impedir?

Juan Pablo II en su carta apostólica con ocasión del año de la Eucaristía dice: “Todos estos
aspectos de la Eucaristía confluyen en lo que más pone a prueba nuestra fe: el misterio de la
presencia «real». Junto con toda la tradición de la Iglesia, nosotros creemos que bajo las especies
eucarísticas de pan y vino está realmente presente Jesús, el Señor. Una presencia —como explicó
muy claramente el Papa Pablo VI— que se llama «real» no por exclusión, como si las otras formas
de presencia no fueran reales, sino por antonomasia o por excelencia, porque por medio de ella
Cristo se hace sustancialmente presente en la realidad de su cuerpo y de su sangre. Por esto la fe
nos pide que, ante la Eucaristía, seamos conscientes de que estamos ante Cristo mismo. La
Eucaristía es misterio de presencia, a través del que se realiza de modo supremo la promesa de
Jesús de estar con nosotros hasta el final del mundo.7

El Espíritu Santo es el que realiza esta admirable presencia de Cristo en la Eucaristía. Por eso,
antes de la consagración, invocamos al Espíritu que es la fuerza creadora de Dios para que él
transforme los dones materiales de pan y vino. Él hace posible este misterio de la presencia y

5 Cf. J. CASTELLANO, oc, p. 59


6 Cf. J. CASTELLANO, oc, p. 59
7 Ecclesia de Eucaristía, 16.
6

donación de Cristo a su comunidad8. Como dice una conocida oración al Espíritu Santo, “ven
Espíritu Santo, porque sin ti Cristo se nos queda en el pasado, pero contigo se hace presente”.

4. La omnipresencia del Resucitado

La palabra “omnipresencia” no es de uso corriente entre la gente sencilla. No obstante, es fácil


entender su significado si se tiene en cuenta que el término “omni”, antepuesto a presencia para
formar con ella una palabra compuesta, significa en la lengua latina “todo”. En consecuencia, la
omnipresencia es la cualidad, que sólo tiene Dios, por la cual puede estar presente a la vez y de
manera directa en todas partes y con todos. Esa cualidad la tiene también el Señor resucitado por la
transformación operada en su cuerpo material al ser transformado en un cuerpo humano espiritual
en su resurrección y por haberse liberado así de estar sujeto a un lugar y a una hora determinada
como ocurre con los cuerpos materiales. Durante su vida terrena, Jesús podía estar únicamente en
un lugar y con unas personas concretas y no en otros lugares y con otras personas. Una vez
resucitado y plenamente identificado con Dios Padre, puede estar simultáneamente en todas partes;
se ha vuelto omnipresente.

El Señor resucitado está presente en el cosmos inmenso, en la humanidad y en su historia, está


presente en cada persona, particularmente, como él dijo, en los pobres y en todos los que sufren (Mt
25, 35-36) Está presente en la Iglesia y en cada pequeña comunidad cristiana que se reúne en su
nombre: “Donde dos o tres se reúnen en mi nombre, allí estoy yo en medio de ellos” (Mt 18, 20) Está
presente y actúa en la celebración de cada uno de los sacramentos, ya que son acciones suyas
hechas por medio de la Iglesia. Está presente de manera especial en el sacramento de la Eucaristía.

El mismo y único Señor resucitado está presente en todos esos lugares, personas y acciones. En
cada uno de ellos su presencia tiene connotaciones especiales y resalta aspectos diferentes del
inabarcable misterio de Cristo.

a) Así en el cosmos inmenso está presente como la Palabra o Hijo de Dios “mediante el cual
todo fue hecho y sin él no se hizo nada” (Jn 1, 3) y ahora, una vez resucitado, está presente
en el cosmos sosteniéndolo en su existencia (1 Cor 8, 7) y conduciendo al encuentro
definitivo con el Padre “para que, al final, Dios sea todo para todos” (1 Cor 15, 28)
b) Está presente en la humanidad de la que forma parte por haberse hecho verdadero hombre
y haberla unido a si mismo para convertirla en lo que él es, la nueva humanidad.
c) Está presente en la Iglesia como cabeza y corazón de la misma, ya que ella es su cuerpo
espiritual o social, a través del cual se hace visible y sigue actuando en el mundo.
d) Está presente y habita en cada creyente que se ha adherido a la persona de Cristo por la fe.
Por eso cada uno puede decir como san Pablo: “ya no vivo yo, es Cristo quien vive en mí”
(Gal 2, 20)
e) Está presente en los sacramentos, sobre todo en la Eucaristía, como salvador y como
alimento de una vida nueva.

8 J. Aldazábal, oc 353
7

El mismo y único Señor resucitado tiene distintos modos de presencia y también nosotros vemos
esa presencia desde distintos ángulos. Cada modalidad de presencia es un llamado a nuestra
conciencia. En la Eucaristía se nos hace presente de manera más viva el Cristo que entregó su vida
por los demás y en particular por los sufrientes y esa presencia es para nosotros una invitación a
hacer lo mismo.

Dentro de este marco inmenso de la presencia del Señor resucitado, vamos a hablar ahora
únicamente de su presencia en la Eucaristía, pero sin olvidar la relación de esta presencia con todos
esos otros modos de presencia, que son reales, no imaginarios. Pero cuando hablamos de la
“presencia real” de Cristo, nos referimos casi siempre a ese modo de presencia tan específico que
se da en la eucaristía y si decimos “real” es porque en algún momento algunos dijeron que no era
real, sino meramente simbólica. Cuando hablamos de la “presencia real” de Cristo en la Eucaristía
nos referimos principalmente a la presencia de su persona en la comunidad y en el pan y el vino,
que han sido transformados por la fuerza de su Espíritu en el Cuerpo y la Sangre de Cristo Al decir
cuerpo, nos referimos a su persona.

5. Varios momentos y modalidades de la presencia de Cristo en la Eucaristía

En el párrafo anterior hemos hablado de varios modos de presencia del Resucitado en el mundo, en
la humanidad y en la Iglesia. Ahora nos centramos en la Eucaristía, en la que también su presencia
adquiere varias modalidades.

Cristo no está ahí, en la Eucaristía, inactivo para admirarlo y adorarlo. Su presencia no es estática,
sino activa y dinámica, que avanza desde la reunión inicial en la que Cristo está presente y actúa
como anfitrión de los invitados a su cena, hasta la consagración y entrega de sí mismo en los dones
pan y el vino y el envío al final de la celebración para continuar su obra en el mundo.

El relato de los discípulos de Emaús que regresan a casa desilusionados por todo lo que aconteció
con Jesús, es una excelente composición catequética de Lucas que tiene como objetivo resaltar la
presencia nueva del Resucitado a los suyos, distinta de su presencia terrena. Aunque es el mismo
Jesús de Nazaret, ahora dos discípulos experimentan su presencia de diversas maneras:
a) Lo experimentan presente a través de sus palabras. Al recordar esa experiencia, los
discípulos de Emaús dicen: “¿No sentíamos arder nuestro corazón mientras nos hablaba?
(Lc 24, 32)
b) Lo descubren en la fracción del pan. “Tomó el pan, lo bendijo, lo partió y se lo dio. Entonces
se les abrieron los ojos y lo reconocieron” (24,30-31)
c) Descubrieron su presencia en la comunidad misma, cuando volvieron a Jerusalén y vieron
que ”los once con los demás compañeros afirmaban: realmente ha resucitado el Señor” (Lc
24, 33-34) Según el evangelio de Jn, en las dos primeras apariciones a los Apóstoles Jesús
“se colocó en medio” de ellos, de la comunidad. Después de la primera aparición, los
Apóstoles, le dice a Tomás: “Hemos visto al Señor” (Jn 20, 25) La han visto formando parte
de nuevo de su comunidad.
8

Los primeros cristianos que no conocieron a Jesucristo en su vida terrena experimentan así su
presencia viva. Precisamente las tres claves para descubrir su presencia: la palabra, la eucaristía y
la comunidad, se concentran de modo privilegiado en la celebración cristiana por excelencia, que es
la eucaristía9.

En un documento de la Congregación para el Culto Divino se habla de algunos de estos modos de


presencia cuando dice: “En la celebración de la misa se ponen de relieve gradualmente las
principales formas de presencia de Cristo en la Iglesia. Está presente, ante todo, en la propia
asamblea de los fieles reunidos en su nombre; está presente en su palabra cuando se lee en la
iglesia la Escritura y se comenta; está presente en la persona del ministro; está presente, por último
pero por encima de todo, bajo las especies eucarísticas de pan y vino”10.

Algunos cristianos poco instruidos piensan que antes de la consagración Cristo está ausente de la
misa y que llega de repente, como bajado del cielo, cuando el sacerdote pronuncia las palabras de la
consagración. Y no es así. Ya antes Cristo estaba presente en la comunidad celebrante reunida en
su nombre. La canción que algunos cantan sólo después de la consagración, “Jesús está aquí, tan
cierto como el aire que respiro…” para afirmar la presencia del Resucitado, se podría cantar también
al principio de la Eucaristía, porque ya él entonces está presente.

En el marco de la unión que se da entre los miembros de la comunidad celebrante es donde Cristo
mismo toma el pan y el vino en sus manos para transformarlos en su cuerpo entregado y su sangre
derramada y, de ese modo, nos entrega hoy su persona.

a) Cristo primero se hace presente en la comunidad que celebra la eucaristía

San Agustín, siguiendo el pensamiento de san Pablo, dentro de las diversas formas de presencia de
Cristo en la Eucaristía, da prioridad a su presencia en la Iglesia. Para él, el “cuerpo real” de Cristo es
la Iglesia de4ntro de la cual se realiza la presencia eucarística; antes que la transformación del pan y
del vino en la eucaristía, se da la transformación de la comunidad cristiana” en cuerpo espiritual o
social de Cristo. San Agustín da un paso decisivo al introducir el misterio de la Iglesia, pueblo de la
nueva alianza, como fuente y explicación de la presencia real eucarística11.

Cristo se hace presente en el pan y el vino porque previamente está presente en la comunidad.
Como dice el catecismo de la Iglesia, la que celebra la Eucaristía es la comunidad cristiana presidida
por Cristo como cabeza de ella. Cristo se hace presente en pan y el vino, porque ya está presente y
activo en la comunidad de los cristianos.

Urge recuperar la idea de san Agustín: el “cuerpo verdadero” de Cristo es la Iglesia; mediante la
transformación de la comunidad cristiana por la fe en cuerpo de Cristo, se hace posible el cambio en

9 J. Aldazábal, oc 191-192
10
Sugerencias para el año de la Eucaristía (año 2004), n.26.
11
J. Espeja oc 67
9

el pan y el vino de la eucaristía. Lógicamente, podemos afirmar: en la eucaristía está presente toda
la Iglesia, su cabeza (Cristo) y sus miembros (los fieles): “el propio misterio de ustedes, su condición
de cuerpo de Cristo, decía san Agustín, está en la mesa del Señor y lo reciben cuando comulgan.
Sin esta perspectiva eclesial y comunitaria, fácilmente se reduce la presencia eucarística sólo en los
elementos de pan y de vino12. Esa frase de san Agustín significa que en la Eucaristía comulgamos
de manera inseparable el cuerpo individual del Señor resucitado y su cuerpo espiritual que es la
Iglesia, que somos nosotros.

José Aldazábal dice: Cristo, el Señor, está presente en todo momento a su Iglesia y a la humanidad:
pero su presencia se hace más sacramental, es decir, visible en signos eficaces, en la asamblea
reunida, sobre todo cuando proclama la palabra de Dios o celebra los signos sacramentales, en
particular la eucaristía13.

En la Eucaristía Cristo está presente, no sólo con su cuerpo individual resucitado, sino también con
su cuerpo eclesial o espiritual que está formado por todos los que creen en él y están unidos a él,
tanto si viven en este mundo como si ya están en el otro. Así se realiza plenamente la comunión de
los santos celestes y terrestres. Por eso decimos que en la celebración eucarística estamos todos
presentes: los santos, los difuntos y los vivos formando un solo Cuerpo, unidos entre nosotros y con
Cristo, que es la cabeza de ese cuerpo.

b) En la palabra

El Señor resucitado, que está presente y habita en la comunidad reunida en su nombre, hace sentir
su presencia en la proclamación de la Palabra, como se la hizo sentir a los dos discípulos de Emaús
cuando les hablaba en el camino.

Él mismo nos habla en vivo como maestro a través de las lecturas bíblicas de la misa. En la
celebración Cristo se hace presente en la Palabra proclamada. Cristo se nos da primero en la
Palabra salvadora antes de dársenos como alimento en el pan y el vino. Según cuenta el evangelio
de Juan en el discurso del pan de vida (Jn 6), Jesús mismo ofrece su persona como pan la vida
nueva a sus seguidores de dos maneras. En los versículos 35 a 49 cuando Jesús dice que es el pan
de vida se refiere a sí mismo como Palabra y en los siguientes como eucaristía. Por eso el mayor
biblista de la antigüedad cristiana, San Jerónimo dijo que el evangelio es el cuerpo de Cristo. Por
tanto, acoger al Cristo que nos habla en el evangelio y su mensaje es también una forma de
comulgarlo, dejar que su persona entre en nuestra vida.

c) En el pan y el vino consagrados

La presencia de Cristo en el pan y vino consagrados no es la única, como hemos dicho, pero es la
más densa y la más significativa en cuanto a la entrega o donación de Cristo En la eucaristía, Cristo

12 J. Espeja, oc, 71
13 J. Aldazábal, oc 353
10

llega a una identificación misteriosa con el pan y el vino para dársenos en ellos14. En ella está
presente en actitud de donación o entrega total de su persona y de su vida al Padre y a sus
hermanos. Igual que el pan y el vino, símbolos de todos los alimentos, al comerlos, sostienen
nuestra vida material, la recepción de la persona misma de Jesucristo presente en esos dos
símbolos materiales, sostiene la vida nueva a la que nacimos en el bautismo; una vida como la de
Jesús, entregada por los demás. Y no sólo despierta y sostiene nosotros una vida como la suya, sino
que nos comunica su misma vida para vivamos como él vivió y hagamos las mismas obras que él
hizo. Lo expresó muy bien Jesús mismo con la alegoría de la vid y los sarmientos que tiene un
marcado carácter eucarístico: “Yo soy la vid, ustedes los sarmientos: quien permanece en mí y yo en
él dará mucho fruto” Jn 15, 5)

La Eucaristía es la mejor realización de la alegoría de la vid y los sarmientos. En la eucaristía la


comunidad vive intensamente la unión con Cristo y la experiencia del amor inmenso que nos tiene,
ese amor que lleva a dar la vida por los amigos. En la Eucaristía la comunidad oye el mandato de
Jesús: “hagan esto en memoria mía”, es decir, hagan lo que yo he hecho dar la vida por los demás.

6. ¿Con qué cuerpo individual está presente Cristo en la Eucaristía?

Ya hemos dicho que Cristo está presente en la Eucaristía primero con su cuerpo social o espiritual,
que es la Iglesia. Ahora nos preguntamos con qué cuerpo individual está presente.

En la Edad Media se desató una fuerte discusión sobre este tema. Algunos interpretaban la
presencia real de manera carnal, como la entendieron los judíos que rechazaron la oferta de la
persona de Jesús diciendo: “¿Cómo puede este darnos a comer su carne” (Jn 6, 52) pensando que
se trataba de su carne biológica. en su vida terrena Contra esa interpretación física o biológica
reaccionó Berengario obispo de Tours hablando de una presencia no corporal, sino puramente
espiritual.

Sabemos que es la persona de Cristo la que está presente en la Eucaristía y que las palabras “esto
es mi cuerpo” se refieren a su persona, no a su cuerpo biológico, pero sí a un cuerpo humano. La
presencia de Jesús en la Eucaristía es una presencia corporal, pero ¿con qué clase de cuerpo
individual está presente? Como hemos indicado anteriormente, en la Edad Media se dieron dos
posturas extremas igualmente inaceptables: la fisicista y la espiritualista. Si esas teorías se hubieran
quedado en la Edad Media, no sería necesario hablar de ellas ahora, a no ser por curiosidad
histórica, pero siguen vivas en algunos creyentes.

6.1. Postura fisicista: Cristo está presente con su cuerpo físico, nacido de María.

Un monje del siglo IX llamado Pascasio Radberto enseñaba que en la Eucaristía no hay otra carne
que la que nació de María. Esta postura cae en un realismo físico exagerado, al afirmar que Cristo
está presente en la Eucaristía con el mismo cuerpo carnal que tuvo durante su vida terrena. La

14 J. Aldazábal, oc 353
11

postura fisicista entiende la presencia real de Cristo en la Eucaristía al estilo de la Encarnación: igual
que el Hijo de Dios invisibles “bajó” del cielo y tomó un cuerpo biológico, material, en el seno de la
Virgen María, así también, en el momento de la consagración, Cristo, con su cuerpo carnal nacido
de la Virgen María, desciende de los cielos y se hace presente en el altar.

Esta opinión olvida que, a partir de su resurrección, Cristo es el mismo, pero su cuerpo ya no es lo
mismo. Ha sido radicalmente transformado y ya no es un cuerpo carnal, sino espiritual, comodice
san Pablo a los corintios.

Esta concepción fisicista llevó a Calvino en el siglo XVI a negar la presencia real de Cristo en la
Eucaristía. En su opinión, el Cuerpo de Cristo está sólo en los cielos, ya que, por ser físico, está
limitado por el tiempo y el espacio y sólo puede estar en un lugar. Y, si está en los cielos, no puede
estar a la vez en la tierra. Por eso afirma una localización exclusiva de Cristo en los cielos que le
aísla y le hace ausente de la tierra, excluyendo radicalmente un descenso a nuestros altares”15.

Es claro que en el fondo de esta postura está presente una concepción de la resurrección de Jesús
más parecida a la reanimación de Lázaro, que a una verdadera resurrección. La resurrección
supone una transformación tan radical del cuerpo, que de material pasa a ser espiritual y, por tanto,
al no ser carnal, está libre de las ataduras del tiempo y del lugar a las que está sujeto lo que es
material. Por otro lado, Calvino parece imaginar el cielo como un lugar físico concreto y delimitado.

6.2. Postura espiritualista

En el siglo XI Berengario reaccionó contra el fisicismo eucarístico de Pascasio Radberto y se pasó al


extremo contrario diciendo que el pan y el vino consagrados son meros símbolos del Señor y que
Cristo no está presente en ellos, sino que sólo está presente en la mente y en la fe de aquellos que
creen y comulgan. El pan y el vino consagrados son meros objetos vacíos de su presencia que
avivan en el creyente el deseo de estar unido a Cristo y logran unirse a él.

Defiende así una presencia espiritual y enteramente subjetiva, es decir que sólo existe en el sujeto
que piensa en ella. Se trata, como se ve, de una negación de la presencia real de Cristo en el pan y
el vino consagrados.

Como reacción espontánea contra la teoría de Berengario creció en toda la Iglesia la fe en la


presencia real, corporal y personal de Cristo en la eucaristía. Para resaltar esta fe se introdujeron en
la liturgia ciertos gestos que aún perduran, como la elevación del pan y el vino una vez consagrados
para que el pueblo, de rodillas y en profundo recogimiento, confiese que Cristo está presente en
ellos. Este gesto rompe un poco la estructura de la Eucaristía como cena en torno a la mesa del
Señor, pero tiene su justificación si lo miramos como una confesión de fe en la presencia real del
Señor en el pan y el vino consagrados. En algunos lugares la devoción popular añadió, en el
momento de la elevación, la confesión de fe de Tomás ante el Resucitado: “¡Señor mío y Dios mío!”,
que no es litúrgica ni está de suyo permitida, pero expresa muy bien lo que acontece en la

15 M. GESTEIRA, oc, p. 185.


12

Eucaristía, ya que en ella, de algún modo, se aparece el Resucitado como se le apareció a Tomás y
éste exclamó: “¡Señor mío y Dios mío!”. En el contexto de esta reacción contra la herejía de
Berengario, en el siglo XIII se crea la fiesta del Corpus Christi para rendir culto público, hasta en las
calles y las plazas, al Señor presente en la hostia consagrada en la misa y se multiplican también
otros tipos de devociones eucarísticas. De ello nos ocuparemos después, al hablar de la adoración
eucarística.

6.3. Cristo está presente en la Eucaristía con su cuerpo resucitado

Hace unos instantes nos preguntábamos: ¿Con qué cuerpo está presente Cristo en la celebración
de la Eucaristía. Nosotros confesamos que Cristo está presente en la Eucaristía con su cuerpo
resucitado. Pero la resurrección de Jesús no es una simple reanimación, como fue la de Lázaro, que
salió del sepulcro, no con un cuerpo transformado, sino con su mismo cuerpo mortal y, por eso,
pasados unos años, volvió a morir. La resurrección de Jesús supone una radical transformación del
cuerpo. Para nosotros la palabra “cuerpo” significa, así, de inmediato, el cuerpo físico. Además
contraponemos cuerpo y alma, por eso nos resulta extraño y hasta incomprensible hablar de un
cuerpo espiritual, como dice san Pablo en 1 Co 15, 44. Esa idea no cabe dentro de nuestras
categorías mentales de origen griego y no semita como las de los judíos.

Para explicar la transformación del cuerpo que se opera en la resurrección, Pablo utiliza el ejemplo
de la semilla que, después de enterrada, brota y se transforma en una planta. Si la semilla es de
trigo, la planta que surge es el mismo trigo pero con otro cuerpo. No obstante, tanto al grano
sembrado como a la planta surgida los llamamos indistintamente trigo. Entre la semilla y la planta
nueva hay una continuidad y una identidad fundamentales, pero también una notable diferencia.
Pablo mismo nos ofrece en 1Co 15, 42-44 una formulación más honda y más precisa. Establece una
contraposición entre corrupción, vileza, debilidad, corporalidad animal como características del
cuerpo humano material sometido a la muerte, e incorrupción, gloria, poder, corporeidad espiritual
como características del cuerpo resucitado.

El hecho de que “Dios da vida a los muertos y llama a ser a lo que no es” (Rm 4, 17) nos permite
afirmar esa nueva creación por la que Dios mismo otorgará un nuevo ser al cuerpo mortal, haciendo
que, precisamente por esa participación en el ser divino, el cuerpo sea auténtica y verdaderamente
humano, así como plenamente personal, pero no carnal, con esta carne biológica nuestra
perecedera.

El que está presente en nuestra eucaristía es el Señor, el Cristo pascual, el Resucitado, el Cristo
que, con su muerte, ha pasado a la nueva existencia escatológica16 o definitiva, más allá de la
muerte.

El concilio de Trento (s. XVI) acentúa la presencia personal y gloriosa de Cristo en la Eucaristía,
como verdadero hombre que ya resucitó de entre los muertos y no volverá a morir. La exégesis

16 J. Aldazábal, oc, 352


13

moderna entiende que Jesús en la última cena, con las palabras “cuerpo” y “sangre” se refiere, no a
dos cosas separadas, sino a su persona. El Magisterio más reciente, incluido el concilio Vaticano II,
se mueve en esta línea personalista, que identifica cuerpo con persona.

La mejor investigación sobre tema la encontramos en el libro de Francisco Xavier Durwell sobre la
Eucaristía. Copio a continuación algunas indicaciones teológicas de este gran estudioso del misterio
pascual.

• La clave para comprender la Eucaristía en toda su riqueza no puede ser más que el misterio
pascual, es decir, la muerte y resurrección de Jesucristo. Hay que excluir otros puntos de partida y
otras claves de lectura que no ofrecen todas las garantías.

• El misterio pascual, el Señor resucitado, es la realidad única, viva y actual de Cristo; es el modo de
estar presente en su Iglesia. El misterio pascual es misterio de presencia, aparición, comunicación y
comunión personal y vital de Cristo. Es el misterio definitivo, que viene de su situación definitiva,
escatológica y se nos ofrece hoy. Es siempre una presencia pero a través del signo: el cuerpo
entregado y la sangre derramada, pero ya en su realidad gloriosa y espiritual, colmados de Espíritu
Santo.

Hemos dicho insistentemente que es el Señor resucitado quien está presente en la Eucaristía. Ahora
nos vamos a preguntar cómo se hace presente en el pan y el vino y qué tipo de transformación
experimentan estos dos elementos materiales.

Ante todo tenemos que reconocer que aquí, como en todo el tema de la “presencia real”, hablamos
de un misterio y, por tanto, de algo que desborda completamente nuestra capacidad de
comprensión. No obstante, es necesario tratar de comprender algo para vivir con mayor intensidad
esa presencia y ese encuentro con el Señor resucitado en la celebración eucarística y
posteriormente en la adoración.

¿Qué tipo de transformación se da en el pan y el vino? Si nos fijamos en las palabras de la


consagración que se utilizan en las plegarias eucarísticas del misal romano, en todas ellas, excepto
en la primera, se comienza por una invocación al Padre pidiéndole que envíe su Espíritu Santo para
que por su acción, el pan y el vino “sean para nosotros” el Cuerpo y la Sangre de Cristo. Se dice,
pues, de una manera muy escueta.

Como ya dijimos, en los primeros siglos del cristianismo nadie se preocupó por explicar el modo
como se realizaba la presencia de Cristo en el pan y el vino. Proclamaban su presencia y eso les
bastaba. Cuando en la edad media surgieron algunas desviaciones o herejías con respecto el tipo de
presencia de Cristo en la Eucaristía, los teólogos comenzaron a buscar explicaciones. La primera de
ellas fue la transubstanciación, palabra que hasta hace pocos años se usaba mucho al hablar de la
Eucaristía y hoy ha caído un poco en desuso. Siempre fue una palabra extraña para muchos, pero
hoy lo es aún más.
14

Los teólogos, recurriendo a conceptos filosóficos propios de cada la época histórica, han dado varias
explicaciones de lo que ocurre con el pan y el vino al transformarse en el Cuerpo y la Sangre de
Cristo. Desde la Edad Media hasta el siglo XX se utilizó casi sólo el concepto de
“transubstanciación”. Posteriormente se ha hablado de transignificación o de transfinalización.
Traduciendo a un lenguaje más familiar esas palabras y conceptos tan difíciles, podemos hablar de
cuatro maneras de entender el cambio operado en el pan y el vino al ser consagrados con la fuerza
del Espíritu Santo.

- Transubstanciación: cambio de la sustancia que el pan y el vino, como elementos


materiales, tenían antes de la consagración, en otra sustancia, que es Jesucristo
- Transignificación: cambio del significado que tenían el pan y el vino como alimentos de la
vida natural para significar la persona de Cristo como alimento de la nueva vida que él nos
ha dado.
- Transfinalización: cambio de la finalidad que tenían antes el pan el vino como alimentos
naturales para tener como finalidad desarrollar la comunión con Cristo.
- Otros habla de incorporación, diciendo que Cristo incorpora a sí mismos esos elementos
materiales y de ese modo se hace presente en ellos.

Podríamos dejar así las cosas, pero también las podemos explicar algo más. Eso es lo que voy a hacer a
continuación.

6.1. La transubstanciación

El concilio de Letrán (año 1215) para explicar la presencia real de Cristo en la Eucaristía recurrió a la
idea filosófica de la transubstanciación para afirmar que la presencia real en la Eucaristía tiene lugar
mediante “la conversión de toda la sustancia del pan y del vino en el cuerpo y sangre de Cristo17.

Lutero (s. XVI) admite la presencia real de Cristo, pero no la explicación escolástica de la
transubstanciación y habla de consubstanciación. Según él, el pan y el vino permanecen después de
la consagración, pero se une a ellos una nueva sustancia, por eso habla de consusbstanción o dos
sustancias que se juntan.

El concilio de Trento, respondiendo a Lutero dijo: “Cristo Redentor nuestro dijo ser verdaderamente
su cuerpo lo que ofrecía bajo la apariencia de pan, de ahí que la Iglesia de Dios tuvo siempre la
persuasión y ahora nuevamente lo declara en este santo Concilio, que, por la consagración del pan y
del vino, se realiza la conversión de toda la sustancia del pan en la sustancia del cuerpo de Cristo y
toda la sustancia del vino en la sustancia de su sangre.

La conversión eucarística es obviamente una conversión especial y única, en cuanto que cambia la
sustancia pero permanecen los accidentes, como el color y el sabor. No se da en la naturaleza
ninguna conversión que pueda ser puesta en la misma línea de la conversión eucarística. El
problema está en saber cuál es la sustancia de ellos que cambia porque si se hace un estudio físico-

17 J. Espeja oc p. 68
15

químico del pan y del vino, se comprueba que nada ha cambiado en ellos, ni las moléculas más
pequeñas.

6.2. La transignficación y la transfinalizacion

Estas dos palabras, desde luego, son tan difíciles de pronunciar como lo es la transustanciación.
Veamos qué quieren decir los teólogos que recurren a estas explicaciones.

Ellos ven en la transustanciación un riesgo de cosificar la presencia de Cristo, es decir, que esté ahí
apresado en el pan y el vino como una cosa por excelente que sea. Por eso toman un enfoque
personalista, es decir, enfocan la presencia de Cristo no desde la naturaleza del pan, sino desde el
punto de vista de su relación con las personas de la comunidad creyente.

Bernard Sesboüé en su libro sobre los sacramentos “Invitación a creer” dice que la presencia de
Cristo hay que entenderla en el marco de una relación mutua de amor entre él y nosotros. Está claro
que nos hemos interrogado en exceso acerca del modo de presencia y en defecto sobre la calidad
de nuestra presencia en respuesta a la presencia de Cristo18.

Dice también que hay cierta insatisfacción respecto al modo tradicional de explicar el misterio
eucarístico y se busca un nuevo lenguaje, filosófico y teológico, para acercarlo más a la comprensión
del hombre de hoy. La clave de compresión de este sacramento no puede ser la transformación
físico-química; en ese nivel no les sucede nada al pan y al vino. Debe intentarse la explicación desde
la relación entre la persona de Cristo y la de los que creen en él19.

Un gran especialista en el tema de la Eucaristía dice que la presencia de Cristo tiene una intención
de relación interpersonal: Cristo está presente para hacernos entrar en comunión con él. La
presencia en el pan y el vino es el medio que Él ha pensado para hacer posible nuestra
incorporación a su vida de resucitado. El símbolo elegido, el de la comida, es el mejor para expresar
la profundidad de este encuentro interpersonal entre Cristo y su comunidad20.

En el caso de la Eucaristía es Cristo mismo el que ha dado, de una vez por todas, al pan y al vino
una nueva realidad, que consiste en darles una nueva finalidad y un nuevo significado: ahora son la
misma persona de Cristo que se da como alimento de vida eterna a los suyos21.

Realizada la consagración, las especies de pan y de vino adquieren un nuevo significado y un nuevo
fin, puesto que ya no son el pan ordinario y la ordinaria bebida, pero ese nuevo significado y ese
nuevo fin se producen porque contienen una nueva realidad, que es la presencia en ellos del
Resucitado.

18 B. Sesboüé, oc 236
19 B. Sesboüé, oc 336
20 J. Aldazábal, oc, 355
21 J. Aldazábal. 359
16

6.3. La presencia de Cristo se produce por incorporación a su persona que el hace del
pan y el vino

José Aldazábal dice: “No podemos entender el misterio del pan y del vino, como si de ellos surgiera
una nueva realidad, sino que es el Cristo glorioso, quien incorpora a sí mismo el pan y el vino para
entrar en comunión sacramental y real con los cristianos. El que se nos da es el hombre que ha
vencido a la muerte y está en su existencia gloriosa, que quiere acercarse a nosotros a través de un
gesto simbólico genial: darse a sí mismo como alimento y así llevarnos a la comunión de vida con
Dios. El mismo cuerpo de Cristo que llegó a la gloria en el acontecimiento de la cruz, el cuerpo
“espiritual” del que habla Pablo (1Cor 15, 44-50) es el que se nos da en la eucaristía, porque está
totalmente libre y presente.

El Resucitado en el la eucaristía se “apodera” del pan y del vino, los incorpora a su misma realidad
de resucitado y así puede darse en ellos como alimento a la comunidad, para que también ésta se
transforme en él. La realidad íntima del pan y del vino queda así cambiada y como fundida en la del
Señor, por la acción del Espíritu. El pan y el vino quedan asumidos en la realidad definitiva del
Resucitado y son así el medio por el que el Señor, identificándose con ellos, nos hace a nosotros
entrar en comunión con su existencia gloriosa. Así permite que su donación nos resulte
“experimentable” por los signos sacramentales, que son materiales y visibles 22.

No olvidemos que se trata de un misterio y que cualquier explicación filosófico-teológica siempre se


queda muy corta. Lo importante es que él está ahí para relacionarse con la comunidad y con cada
uno de sus miembros.

6.4. El pan y vino son necesarios para experimentar la presencia del Señor resucitado

Sesboüé habla de la necesidad de estas especies materiales para que podamos percibir la
presencia del Señor y relacionarnos con él. “Uno se hace presente a otros a través de su cuerpo.
Tenemos necesidad de estar ahí, con nuestro cuerpo, si queremos hacernos presentes los unos a
los otros y comunicarnos directamente por medio del lenguaje. Pues bien, si Cristo se nos hace
verdaderamente presente es gracias a su estar ahí, en las especies de pan y vino, para que,
además, podamos hacernos también nosotros presentes ante él al comulgar. La fe nos invita a
reconocer esta presencia a través del estar ahí, perceptible para los sentidos, en el pan y el vino.

Se me ocurre, y ruego que no se tome a la letra mi ocurrencia, comparar la presencia de Cristo en


las realidades materiales del pan y del vino, con las distintas formas corporales con que aparecía a
sus primeros discípulos. Ninguna de ellas era su cuerpo material, pero eran un cuerpo a través del
cual hacía visible su presencia. Era la manera de hacer visible u persona que ya tenía un cuerpo
espiritual, de por sí, invisible.

22 J. Aldazábal, oc 362
17

Para el diálogo
1. ¿Por qué creemos que Cristo está realmente presente en la Eucaristía?
2. ¿En qué momento de la celebración él se hace presente?
3. ¿Vivimos la celebración como un encuentro personal con él a penas pensamos en él?
4. En la Eucaristía, el pan y el vino se transforman en el cuerpo y la sangre de Cristo:
- ¿Qué significan aquí las palabras “cuerpo” y “sangre”?
- ¿Qué transformación experimentan el pan y el vino en la consagración?
5. ¿Con qué cuerpo está presente Cristo en la Eucaristía?
6. ¿Por qué son necesarios para la celebración de la Eucaristía el pan y el vino?

II
ORIGEN Y SENTIDO DE LA ADORACIÓN A CRISTO EN LA EUCARISTÍA

1. Orígenes de la reserva eucarística y del culto a la eucaristía

1.1. Primer fue la reserva del pan consagrado

Tenemos testimonios escritos ya desde mediados del s. II de el pan consagrado era conservado
después de la celebración para llevarlo a los enfermos, particularmente como viático, o a los
cristianos que iban a padecer el martirio o bien para ser enviada por una iglesia a otra iglesia en
signo de mutua comunión23. Sin embargo, no tenemos testimonio alguno en la Iglesia antigua de
que se diera culto a la Eucaristía fuera de la celebración de la misa. Se trataba el pan consagrado
con sumo respeto, pero no se exponía en público para que los fieles adoraran al “Santísimo”, es
decir, al Señor presente en el pan.

Las iglesias orientales, aunque conservan la Eucaristía para los enfermos, no sienten la necesidad
de exponerla a la adoración, sino que permanece detrás del altar oculta a las miradas de los fieles.
La adoración es, pues, un gesto propio de la Iglesia católica 24.

1.2. Siglos después, en la Edad Media, surgió la adoración

La adoración a Cristo presente en la Eucaristía después de la celebración surgió con vigor como una
reacción popular contra los escritores medievales, de los que ya hemos hablado anteriormente, que
negaban la presencia real de Cristo en la eucaristía. La adoración era un modo de confesar y
proclamar la verdad de esa presencia, aún después de terminada la celebración litúrgica de la misa.
Por esa razón, en la Iglesia católica, en el segundo milenio, se fueron desarrollando progresivamente
la adoración y el culto eucarístico en la misa y fuera de ella.

23 M. GESTEIRA, oc, pp. 284 ss.


24 M. GESTEIRA ib 286
18

Hacia el año 1210 se introduce en la misa la elevación del pan y vino consagrados en para ser
adorados por el pueblo. El aprecio por la contemplación del pan consagrado llegó hasta el extremo
de ser equiparada a la comunión y de plantearse la cuestión de si no sería sacrilegio el que un
pecador la mirase la hostia consagrada, como lo es si se atreve a comulgar el pan eucarístico
estando en pecado. Pensaban que la mirada era una especie de comunión.

Esta ansia de ver la hostia fue fomentada tanto por la teología como por la predicación popular.
Aumentó tanto la concentración psicológica sobre el momento de la elevación del pan y vino
consagrados, que de aquí arrancó el movimiento de profunda veneración a la presencia del cuerpo y
sangre de Cristo. En el s. XIII un obispo de Lieja crea la fiesta del Corpus (1246). En el s. XIV se
empezó a llevar el Santísimo por las calles en procesión como para prolongar la elevación de la
forma hecha en la misa y su adoración. Se multiplicaron las procesiones con el Santísimo de manera
desmesurada, hasta el punto de que los obispos pusieron orden y las redujeron a unas pocas 25.

La adoración se comenzó a hacer también ante el sagrario que contenía las formas consagradas o
ante la hostia grande que se encerraba en una custodia. Esas custodias se fueran haciendo cada
vez más grandes, más artísticas y de metales más precios, sobre todo las que se llevaban en
procesión por las calles. Un ejemplo es la custodia de Toledo (España) que figura en la portada de
este folleto, hecha en el siglo XVI en forma de torre gótica, toda ella de planta dorada y con más de
tres metros de altura.

Este afán de adoración influyó también mucho en la evolución del sagrario, que en sus orígenes era
una cajita guardada en la sacristía para conservar el pan consagrado y, poco a poco, fue
adquiriendo cada vez mayor importancia y fue mejorando en cuanto a la calidad de sus materiales y
a su ubicación, sacándolo de la sacristía. Al comienzo del siglo XVI el pan consagrado se guardaba
todavía en una caja situada en la sacristía o en las paredes laterales del templo. La prescripción de
conservar la Eucaristía sobre el altar mayor fue hecha por un obispo de Verona poco antes del
concilio de Trento. San Carlos Borromeo hizo obligatorio en su diócesis de Milán el sagrario sobre el
altar, aboliendo los sagrarios colocados a los lados o detrás de los altares 26. Hay que tener en
cuenta que entonces el altar estaba adosado a la pared del retablo y, por tanto, el sagrario también.
Ahora el altar recuperó su condición de mesa de familia y está separado, en medio del presbiterio, y
el sagrario se ha quedado detrás o se ha colocado a un lado.

A principios del siglo XVI se extendió en Italia la práctica de tener expuesto el Santísimo durante
cuarenta horas seguidas, es decir, por un período de tiempo igual al que Cristo estuvo encerrado en
el sepulcro27. De ahí a considerar el sagrario como un sepulcro o como “una cárcel” del divino
prisionero, no faltaba nada. La pena es que la adoración se puso por encima de la celebración de la
Eucaristía y hasta, en muchos casos, la sustituyó.

25 Ib. I, p. 379.
26M. Righetti , Historia de la Liturgia II, p. 617
27 Righetti M, Historia de la Liturgia, ed. BAC, Madrid 1955, I, p. 378.
19

Se daba el caso, por ejemplo, de personas que estaban largas horas en la adoración y, sin embargo,
no participaban después en la celebración de la misa y en la comunión eucarística, dándose por
satisfechos con la adoración.

Con la introducción de la custodia, la hostia consagrada se exponía también en otras celebraciones.


Así era normal el hacer una novena a la Virgen o a un santo con exposición mayor del Santísimo
para dar realce a dicha novena en “honor” del santo. Había categorías: la exposición menor, que
consistía en abrir la puerta del sagrario dejando el copón al borde del mismo para contemplarlo, y
exposición mayor en custodias cada vez más lujosas, hechas de materiales preciosos.

En este contexto se volvió más importante la adoración que la celebración eucarística y se terminó
llamando preferentemente “misa” a la celebración y “Eucaristía al pan consagrado que se guardaba
en el sagrario. Afortunadamente el nuevo ritual de la misa prohíbe la exposición del Santísimo en el
mismo espacio donde se está celebrando la eucaristía (Ritual 82-83)

Por desgracia, en algunos casos, la misa, se convirtió en mero trámite para hacer presente al Señor
en el pan para usos bien concretos: la comunión fuera de la eucaristía y la adoración. Se produjo así
una especie de cosificación de la Eucaristía. Es decir, se miraba más como una cosa o un objeto de
adoración que como una acción de Cristo, a quien se le veía más como un Cristo estático que como
un Cristo activo y dinámico en medio de la comunidad y en diálogo con ella.

Si durante varios siglos la adoración se desorbitó, hay que reconocer que, a partir del siglo XX, no se
le ha dado la importancia que tiene. Lo dice muy bien un teólogo de la Eucaristía: “En los últimos
años, a la vez que se ha mejorado ostensiblemente en la celebración de la eucaristía se ha notado
en la Iglesia un retroceso y hasta una cierta desatención con respecto al culto a la eucaristía. En
parte este fenómeno ha podido ser explicable como reacción a una excesiva acentuación anterior. A
partir de los siglos 12 y 13, en respuesta a quienes negaban la presencia real, el pueblo cristiano
centró su comprensión eucarística en la afirmación y el culto de esta presencia. Pero lo hizo
rompiendo el equilibrio y la síntesis con el otro aspecto de la eucaristía, que es prioritario, que hasta
entonces había conservado realmente la primacía: la celebración. Se dio más importancia al adorar
que al comulgar, al sagrario que al altar, a la devoción personal que la celebración comunitaria. La
reforma del Vaticano II ha recuperado la prevalencia de la celebración sobre el culto”28, pero,
preocupado por esta reforma de la celebración, el concilio no puso énfasis en el culto29.

2. Desenfoques

Hay que evitar ciertos desenfoques que todavía hoy se siguen dando con respecto a la adoración del
Santísimo.

a) Algunos ven y adoran a Cristo en el sagrario o en la custodia en estado de víctima y no


como el Señor resucitado y se relacionan más con el Crucificado que con el Resucitado.

28 J. Aldazábal oc 373
29 Ib. p. 374
20

Creen que el mejor modo de orar ante el sagrario es meditar la pasión paso a paso o ir
contemplando una tras otras las 7 llagas del Crucificado. En un tríptico sobre la adoración
nocturna he leído consideraciones como esta: “En las imágenes de Jesucristo hay una
corona de espinas alrededor de su sagrado Corazón. Esas espinas simbolizan el dolor del
rechazo que sufre en el Santísimo Sacramento. El santísimo Sacramento es el deseo de
Jesucristo de amar y ser amado. Este deseo lo hace ser un prisionero del amor en el
santísimo sacramento y lo hace vulnerable, capaz de ser herido por la indiferencia del
hombre”.
Es el Resucitado con toda su historia de donación quien está con nosotros en la Eucaristía
invitándonos a reproducir esa misma historia de donación.

Hay personas practican la adoración para consolar a Cristo, el divino prisionero, por los
agravios y ofensas que sigue recibiendo hoy. Yo creo que, más que contemplar los
sufrimientos de Cristo en su pasión y muerte y los que sufre ahora por las ofensas y el olvido
en que le tenemos en el sagrario, hemos de contemplar y admirar sobre todo sus gestos de
donación: la Encarnación, su entrega sin reservas a los pobres, la última cena, la cruz, y la
resurrección, porque ese amor y esa donación es la esencia de la Eucaristía. Olvidan que el
Cristo que está presente es el de la celebración eucarística en actitud de donación de su
persona y de su vida y no de búsqueda de consuelo. Además, desde el sagrario él nos dice
como a sus discípulos en la última cena: “hagan ustedes lo mismo”, frase que se puede
entender no sólo en el sentido directo que tiene de reactualizar hoy su cena, sino de repetir
su donación con nuestra donación a los demás.

b) Podemos caer también en un culto evasivo. Algunos practican forma de adoración, por
ejemplo, las horas santas caracterizadas por un intimismo evasivo de todo compromiso. En
una guía impresa sobre la adoración he encontrado frases como ésta: “Jesús bendito, estoy
ante ti y quiero arrancar a tu divino Corazón innumerables gracias para mí y para todas las
almas”. Esta frase adolece de dos enfoques muy importantes: olvida la gratuidad del Señor y
carece de referencia al compromiso cristiano a favor de los demás.

3. Los últimos Papas recomiendan insistentemente la adoración

Juan Pablo II en su encíclica “La Iglesia de la Eucaristía” dice que “en muchos lugares la adoración
del Santísimo Sacramento tiene cotidianamente una importancia destacada y se convierte en fuente
inagotable de santidad. La participación devota de los fieles en la procesión eucarística en la
solemnidad del Cuerpo y la Sangre de Cristo (el Corpus) es una gracia de Dios, que cada año llena
de gozo a quienes toman parte en ella. Y se podrían mencionar otros signos positivos de fe y amor
eucarístico”30.

Más adelante dice que “el culto que se da a la Eucaristía fuera de la Misa es de un valor inestimable
en la vida de la Iglesia. Dicho culto está estrechamente unido a la celebración del Sacrificio
eucarístico. La presencia de Cristo bajo las sagradas especies que se conservan después de la Misa
–presencia que dura mientras subsistan las especies del pan y del vino – deriva de la celebración del
Sacrificio y tiende a la comunión sacramental y espiritual Corresponde a los Pastores animar, incluso
30 Juan Pablo II, Ecclesia de Eucharistía, 10.
21

con el testimonio personal, el culto eucarístico, particularmente la exposición del Santísimo


Sacramento y la adoración de Cristo presente bajo las especies eucarísticas”31.

Benedicto XVI dice: “Obviamente, conservan todo su valor las formas de devoción eucarística ya
existentes. Pienso, por ejemplo, en las procesiones eucarísticas, sobre todo la procesión tradicional
en la solemnidad del Corpus Christi, en la práctica piadosa de las Cuarenta Horas, en los Congresos
eucarísticos locales, nacionales e internacionales, y en otras iniciativas análogas. Estas formas de
devoción, debidamente actualizadas y adaptadas a las diversas circunstancias, merecen ser
cultivadas también hoy”32.

Ambos Papas recomiendan la oración ante el Santísimo Sacramento. Juan Pablo II compartiendo su
propia experiencia espiritual escribió en su encíclica sobre la Eucaristía: “Es hermoso estar con Él y,
reclinados sobre su pecho como el discípulo predilecto (cf. Jn 13, 25), palpar el amor infinito de su
corazón. Si el cristianismo ha de distinguirse en nuestro tiempo sobre todo por el «arte de la
oración» ¿cómo no sentir una renovada necesidad de estar largos ratos en conversación espiritual,
en adoración silenciosa, en actitud de amor, ante Cristo presente en el Santísimo Sacramento?
¡Cuántas veces, mis queridos hermanos y hermanas, he hecho esta experiencia y en ella he
encontrado fuerza, consuelo y apoyo!”33.

Por su parte Benedicto XVI ha escrito: “Por eso, además de invitar a los fieles a encontrar
personalmente tiempo para estar en oración ante el Sacramento del altar, pido a las parroquias y a
otros grupos eclesiales que promuevan momentos de adoración comunitaria”34.

4. Sentido de la adoración

Hay que partir del hecho de que la adoración eucarística en toda su amplitud, objetivamente
considerada y despojada de toda exageración o posible desviación, es coherente con la fe
fundamental de la Iglesia en la presencia real de Cristo. Pero esta adoración debería tener las
siguientes características:

1ª. No disociar la adoración de la celebración eucarística

Lo primero que hay que tener en cuenta es no separar la adoración de la celebración eucarística,
porque el sentido auténtico de la adoración no es sustituir la celebración de la misa, sino prolongarla
más allá de la celebración de la misa. Hay que vivir la adoración como continuación de la
celebración eucarística. Es más, el principal acto de adoración a Cristo y de culto al Padre es la
celebración misma de la Eucaristía como se dice en la aclamación con que terminan todas las
plegarias eucarísticas: “Por Cristo, con Él y en Él, a ti, Dios Padre Omnipotente todo honor y toda
gloria”.

Lo recuerda varias veces la Exhortación Apostólica de Benedicto XVI sobre la Eucaristía: La


adoración eucarística no es sino la continuación obvia de la celebración eucarística, la cual es en sí

31 Ib. 25.
32
SCa 68.
33 Ecclesia de Eucaristía, 25.
34 SCa 68.
22

misma el acto más grande de adoración de la Iglesia. Recibir la Eucaristía significa adorar al que
recibimos. Precisamente así, y sólo así, nos hacemos una sola cosa con él y, en cierto modo,
pregustamos anticipadamente la belleza de la liturgia celestial. La adoración fuera de la santa Misa
prolonga e intensifica lo acontecido en la misma celebración litúrgica. En efecto, « sólo en la
adoración puede madurar una acogida profunda y verdadera. Y precisamente en este acto personal
de encuentro con el Señor madura luego también la misión social contenida en la Eucaristía y que
quiere romper las barreras no sólo entre el Señor y nosotros, sino también y sobre todo las barreras
que nos separan a los unos de los otros »35.

La adoración nace de la celebración y está al servicio de ella. El culto eucarístico nos prepara para
una celebración más profunda de la eucaristía. Una oración de alabanza y adoración ante el sagrario
fomenta en nosotros los sentimientos de fe que hacen posible una participación más intensa en la
celebración de la misa.

La eucaristía se ordena a la comunión de vida con Cristo. El culto, como prolongación de la


celebración, contribuye esencialmente a profundizar esa unión espiritual con Cristo, a la que se
ordena el mismo sacramento. Podemos prolongar por medio de la oración ante Cristo, el Señor
presente en el sagrario, la unión con él conseguida en la comunión y renovar la alianza que nos ha
ofrecido. El culto nos ayuda a prolongar nuestra actitud “eucarística”, tanto en su dimensión de
alabanza como de entrega, a lo largo de nuestra vida36.

Es curioso ver cómo algunas personas inmediatamente después de comulgar, antes de terminar la
celebración eucarística, se acercan al sagrario y se hincan delante de él para adorar al Señor,
olvidando que lo tienen más cerca en su corazón y que ellas mismas son el mejor sagrario, un
sagrario viviente.

No hay que olvidar nunca que el Cristo que adoramos es el de la Eucaristía, es el Cristo que, en
gesto de amor extremo, entregó su vida y su persona por los demás. Lo repito, la entrega que Cristo
realiza en la celebración eucarística la continúa haciendo en el pan consagrado expuesto para la
adoración. Lo que estamos adorando fuera de la misa es la Eucaristía prolongada, es decir, a Cristo
en acción, que nos está entregando su persona y su vida y nos está diciendo como en la misa:
Hagan ustedes lo mismo, aprendan a entregar su persona y su vuestra vida.

2ª. No disociar la presencia en la Eucaristía de la presencia y adoración en la comunidad

El culto al Cuerpo de Cristo presente en la Eucaristía incluye el culto al Cuerpo espiritual de Cristo,
porque él no está en el sagrario despojado de sus miembros, que la comunidad. Por encima de todo
individualismo, la adoración ha de incluir siempre una especial referencia al cuerpo de Cristo.
Adoramos a la Iglesia, que, aún siendo pecadora, es el cuerpo místico de Cristo. Quizás sea el culto
eucarístico el momento más propicio para orar por la Iglesia, así como para revisar nuestras
actitudes, nuestros comportamientos y nuestro compromiso con la comunión eclesial. Para recordar,

35 SCa 68.
36 J. Aldazábal, oc 378-379
23

en fin, que el Señor no quiere ver nunca disociado su cuerpo eucarístico de su cuerpo místico o
eclesial37.

3ª. No separar la adoración del Señor ante el sagrario del templo de su adoración ante los otros
sagrarios en los que está presente.

No hay que separar la presencia real de Cristo en la Eucaristía de esa otra presencia más amplia del
Señor en el universo, en la historia humana y sobre todo de su presencia en la Iglesia, en la Palabra
y en los hermanos, especialmente en los pobres. A veces lo adoramos en la Eucaristía y le damos
la espalda en sus otros modos de presencia.

Al adorarlo en la Eucaristía, si tenemos un oído suficientemente fino, oiremos que el Señor nos dice:
espero que me adoren también en mis otros sagrarios, en los que prometí estar: los pobres, los
hambrientos, los desnudos, los enfermos, los presos, es decir, todos los marginados y excluidos y
que me adoren con gestos de solidaridad para con ellos. Igual que mejoran la calidad del material de
los sagrarios, copones y custodias, mejoren la calidad de vida humana de mis otros sagrarios. Ya en
siglo IV san Juan Crisóstomo decía: “Si quieres honrar el cuerpo de Cristo no lo descuides cuando
se encuentre desnudo. Amueblando el templo cuida de no olvidarte de tu hermano que sufre, porque
este templo, es decir, el hermano que sufre, es más precioso que el otro, la Iglesia”38.

Estas tres características que debe tener la adoración nos pueden ayudar a adorar al Señor con una
mirada y unos horizontes muy amplios y también de una manera que nos lleve del éxtasis al
compromiso.

5. Vivir la existencia, la liturgia de la vida, como adoración.

En la adoración ejercemos nuestro sacerdocio poniendo ante Cristo nuestra vida dedicada al servicio
de los demás; ponemos ante el Santísimo las acciones diarias con las que realizamos este servicio.
La adoración al Santísimo se continúa con nuevas fuerzas en la vida, porque una vida
generosamente entregada es el culto que Dios quiere, la adoración que más le agrada. A Cristo se le
adora de rodillas ante el sagrario y de pie en las actividades con que realizamos nuestro servicio a
los demás. La liturgia de la vida es también una forma de adoración que se alimenta en la
celebración eucarística.

Termino con una larga cita de la exhortación apostólica sobre la Eucaristía de Benedicto XVI: “El
nuevo culto cristiano abarca todos los aspectos de la vida, transfigurándola: « Cuando comáis o
bebáis o hagáis cualquier otra cosa, hacedlo todo para gloria de Dios » (1 Co 10, 31). El cristiano
está llamado a expresar en cada acto de su vida el verdadero culto a Dios. De aquí toma forma la
naturaleza intrínsecamente eucarística de la vida cristiana. La Eucaristía, al implicar la realidad
humana concreta del creyente, hace posible, día a día, la transfiguración progresiva del hombre,
llamado a ser por gracia imagen del Hijo de Dios (cf. Rm 8, 29s.). Todo lo que hay de
auténticamente humano —pensamientos y afectos, palabras y obras— encuentra en el sacramento

37 Cf. M.GESTEIRA, oc. Pp. 292-293.


38 San Juan Crisóstomo, Homilías sobre san Mateo, L, 4: PG 58, 508
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de la Eucaristía la forma adecuada para ser vivido en plenitud. Aparece aquí todo el valor
antropológico de la novedad radical traída por Cristo con la Eucaristía: el culto a Dios en la vida
humana no puede quedar relegado a un momento particular y privado, sino que, por su naturaleza,
tiende a impregnar cualquier aspecto de la realidad del individuo. El culto agradable a Dios se
convierte así en un nuevo modo de vivir todas las circunstancias de la existencia, en la que cada
detalle queda exaltado al ser vivido dentro de la relación con Cristo y como ofrenda a Dios. La gloria
de Dios es el hombre viviente (cf. 1Co 10, 31). Y la vida del hombre es la visión de Dios39.

Para el diálogo

1. ¿Desde cuándo se adora a Cristo que sigue presente en el pan consagrado terminada la
misa?
2. ¿Por qué motivo se desarrolló tanto a partir de la Eda Media el culto al Santísimo?
3. ¿Qué desenfoque se producen a veces en la adoración?
4. ¿Cómo es el Cristo presente en el sagrario?
5. ¿Qué espera de nosotros?
6. ¿Qué condicione son necesarias para una auténtica adoración?

INDICE

Presentación

I. LA PRESENCIA DE CRITO EN LA EUCARISTÍA

1. Todo es cuestión de fe
2. Primero fue el encuentro con el Resucitado en la Eucaristía, después vino la reflexión
sobre el hecho
3. ¿Cómo explicar el inexplicable misterio de la presencia de Cristo en la Eucaristía
4. La omnipresencia del Resucitado
5. Varios momentos y modalidades de la presencia de Cristo en la Eucaristía
a) Primero se hace presente en la comunidad que celebra la Eucaristía
b) Está presente en la Palabra
c) Está presente en el pan y el vino consagrados
6. Con qué cuerpo individual está presente Cristo en al Eucaristía?
a) Postura fisicista
b) Postura espiritualista
c) Está presente con su Cuerpo resucitado
7. ¿En qué consiste la transformación del pan y el vino en la eucaristía?

39 SCa 70.
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a) ¿Qué ocurre con el pan y el vino?


b) Transubstanciación
c) Transignificación y transfinalización
d) Incorporación a Cristo

II. ADORACIÓN

1. Orígenes de la reserva eucarística y del culto a la Eucaristía


2. Desenfoques de la adoración
3. Los últimos Papas recomiendan la adoración
4. Sentido de la adoración
5. Vivir la existencia como adoración.

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