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Desde entonces el país no tiene élite conductora.

No la dio la inmigración y su integración con el país; tuvo que hacerse a través de un


caudillo: Yrigoyen.
Caído el caudillo, careció de conciencia histórica y fue cuestión de tiempo que los
descendientes de inmigrantes, en su afán de ascenso en el status, fueran absorbidos por la
ideología de la vieja clase que no contrariaba fundamentalmente la promoción de su ascenso
vinculado al desarrollo de la expansión agropecuaria.
Cuando el país ya no cabía dentro de los límites previstos en el “progreso ilimitado” el
Estatuto Legal del Coloniaje de la Década Infame le impuso un lecho de Procusto. Pero la
Gran Guerra lo reventó interrumpiendo la ecuación exportación –importación, y obligando al
país a potenciarse por sí mismo. Inmediatamente, éste dio un salto –tan contenido estaba en
su expansión—y producto de ese salto fue el hecho económico y social que generó a Perón.
Mal o bien, este caudillo rigió la nueva integración argentina: la de los criollos que sucedían a
la de los gringos, e imposible sin la modernización de las estructuras, que de hecho produjo la
guerra mundial.
Pero faltó la élite burguesa correspondiente al momento histórico que la clase obrera
por sí sola no podía reemplazar en una sociedad como la nuestra, que necesita la cohesión
vertical de las clases de ascenso para vencer al enorme poder de los intereses preexistentes,
nacionales y extranjeros, que se oponen a que seamos potencias.
La
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La Revolución de 1955 —después de la leve vacilación Lonardi— concibió la solución
suprimiendo un pedazo de historia. Quiso volver atrás borrando el paréntesis de
modernización de las estructuras que cubría 10 años de los más intensamente vividos en el
país. En lo económico y lo social, intentó restaurar la situación vigente en la Década Infame.
En lo político, la vieja ordenación de los partidos. Pero el país había crecido y era otro. Si era
imposible restaurar aquella economía y aquella sociedad, tampoco era posible restaurar su
estructura política. La expresión política Perón era el producto de que ya estaba muerta en
1946. ¿Cómo de otra manera pudo ser posible que un hombre desconocido dos años antes
rompiera los cuadros de los partidos y absorbiera al mismo tiempo las nuevas promociones
sociales que se incorporaban a la historia?
La historia de estos 10 últimos años con sus idas y vueltas no es más que la
documentación de que el viejo país está muerto y sólo puede subsistir transitoriamente y por
la imposición de la fuerza, pero así y todo, en las apariencias formales y no en la sustancia. El
emparchado traje democrático con que se quiere cubrir la ficción de una sociedad organizada,
no da para más y hay que regalarlo al cotolengo.
Las fuerzas armadas asumen el poder y abandonan también la ficción constitucional,
porque la Constitución vigente debe adaptarse al Estatuto de la Revolución emanado de la
comandancia de las tres armas. Las vestales de la Constitución, ahora ni se tapan el rostro con
las manos, ni se arrojan cenizas sobre el pelo (ésta es una ficción literaria, porque la mayoría
son peladas). Alguna, como ha dicho otro, es devorada por el Ministerio del Interior. El juez
Botet, que procesó a los legisladores peronistas por un supuesto acuerdo de facultades
extraordinarias, es funcionario de la nueva estructura jurídica que condiciona la Constitución
al "dictat" de los comandos. Allá ellos, que son los que sostenían que los pueblos son para las
constituciones y no las constituciones para los pueblos. No es problema mío ni de los que
piensan como yo. Es un problema de honradez intelectual que sólo a ellos se les plantea. El
país está al margen.
Tampoco es problema de las Fuerzas Armadas.
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La Revolución enuncia como objetivo fundamental de sus tareas, la modernización de las
estructuras, pero esto implica fatalmente la revisión de todos los supuestos de la Revolución
Libertadora; modernizar las estructuras supone sustituir estructuras, y la única estructura que
se puede sustituir modernamente es la del país viejo, conformado dentro de los límites de la
economía dependiente. Supone acelerar el desarrollo capitalista, y esto sólo es posible por la
industrialización y la diversificación de los mercados en lo interno, y la ampliación de los
externos. En lo social apareja acelerar la integración, levantando el nivel de las masas por la
plena ocupación que trae aparejada su actuación política, económica, social y técnica. Pero
esto es precisamente aquello a que se opone la estructura económica perimida.
La suerte de esta revolución está ligada a la conciencia que tenga de lo que significa la
función histórica que ha asumido.
Un publicista de mucha gracia dice que las revoluciones militares tienen tres etapas: La
víspera, el día siguiente, y el día menos pensado. Es una expresión humorística que contiene
una
verdad incontrastable, aplicable al caso.
La voluntad de modernizar las estructuras pertenece a la etapa de la víspera; ahora
estamos en el día siguiente, que es una etapa de tanteos en la que la concepción teórica
empieza recién a percibir las posibilidades de su aplicabilidad y las fuerzas profundas que se
oponen. El día menos pensado ocurre cuando ya se tiene la carta de situación, como dicen les
militares, y hay que poner en ejecución el pensamiento de la víspera. O tirarlo al canasto de
papeles donde se acumulan las intenciones.
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El país carece de élite conductora y la revolución militar significa que las Fuerzas
Armadas se constituyen en ella.
Si actúan como élite conductora, asumirán el papel que se han asignado en la víspera,
pero eso implica que deben resignarse a no contar con la unanimidad democrática que es una
máscara inconciliable con la tarea a cumplir: tendrán inevitablemente que chocar con las
mismas fuerzas que se han opuesto en lo interior y en lo exterior a todo proceso de
modernización, y serán dictadura, y también tiranía, porque eso no resulta de la mano fuerte o
de la mano blanda, sino de los intereses que se lesionan y disponen de toda la superestructura
cultural para crear la imagen política del gobierno. Frente a esas resistencias tendrán que
buscar el apoyo de los grandes sectores vinculados a la modernización del país, y esto
también las caracterizará como antidemocráticas, porque descubrirán que la democracia es
una ficción que no debe trascender de los límites convencionales establecidos por la vieja
estructura. Al mismo tiempo tendrán que defenderse de restauraciones aun más remotas que
les propondrán aquellos a quienes el país actual nunca les viene bien, porque en lugar de
caminar hacia el futuro, fugan hacia un pasado imaginario e imposible.
Las fuerzas de apoyo a la modernización del país no son hijas de una ideología, sino
de la realidad artificialmente contenida; están ahí y las etiquetas que las nominan no tienen
importancia porque los nombres son anécdotas y ellas son hijas de un hecho histórico cuya
vigencia tampoco depende de nombres sino de hechos.
Si las Fuerzas Armadas entienden que vienen a cumplir la función de élite que está
vacante en el país, tienen un largo proceso para cumplir en el ejercicio de la modernización de
las estructuras. Si no lo cumplen, y no comprenden el paralelogramo de las fuerzas del que
ellas son una, en que la oportunidad histórica les ha dado la función de élite, sus días son
cortos: el día menos pensado no estará lejos, y las fuerzas del pasado celebrarán el espíritu
civilista con que retornarán a los cuarteles, recogiendo del cotolengo el traje que habían

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