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LA TEOLOGÍA DE LA EXPIACIÓN (FINAL)

¿Se han preguntado alguna vez por qué la obra de Charles Darwin les pareció y aún les
parece tan amenazadora a los cristianos conservadores y al cristianismo institucional?
En las regiones del mundo más fundamentalistas o apegadas a la letra de la Biblia, los
cristianos han hecho esfuerzos ímprobos para ningunear la enseñanza de Darwin. Cabe
recordar la publicación, entre 1910 y 1915, de una serie de panfletos escritos por
cristianos literalistas del Seminario Teológico de Princeton, que se enviaron por correo
cada semana a más de medio millón de líderes cristianos de todo el mundo. Se les
llamó, a estos panfletos, “Los Fundamentales”, y sus autores se llamaron a sí mismos
“fundamentalistas”. La Universal Oil Company de California fue la promotora de estos
panfletos, que fueron un intento de defender el cristianismo conservador ante el
"desafío" del darwinismo. Después, podemos recordar el caso de Scopes, en Dayton,
Tenessee, en 1926. John Scopes fue un joven profesor de biología en la escuela pública
que fue juzgado culpable por enseñar una teoría considerada “contraria a la palabra de
Dios”. Después, y aun hasta hoy, se han dado muchos otros intentos de llevar el tema a
las urnas y controlar así el currículo académico de las escuelas públicas para evitar que
las ideas de Darwin corrompan la "fe" de los hijos de los cristianos conservadores.
Recientemente, esta gente ha tratado de introducir, en las escuelas públicas, libros de
texto que primero enseñaban la “ciencia de la Creación” y ahora el “diseño
inteligente”, ambos alternativas a Darwin en la clase de ciencias. Todavía el año pasado
(2014), cuatro de los siete candidatos republicanos en las primarias para elegir al
representante de Georgia en el Senado de los Estados Unidos se declararon contrarios a
la evolución, por considerar decisiva dicha posición de cara a ganar la nominación. Al
final, todos estos intentos han fracasado, unas veces debido a las leyes y otras a las
decisiones de los votantes. Lo que está claro es que Darwin y la evolución han
molestado a la fe de muchos cristianos. Parte de este miedo se debe a que, si Darwin
está en lo cierto, ya no se puede defender la interpretación literal de la Biblia. Sin
embargo, de fondo, lo que Darwin desafía son los presupuestos del mito bíblico
fundamental que subyace en la "teología de la expiación". Y por eso en estos medios se
cree que Darwin representa una especie de amenaza suprema a lo que ellos consideran
la esencia doctrinal del cristianismo.
Esta clase de cristianismo sostiene que hubo una perfección original de la que los seres
humanos cayeron debido al “pecado original”. De no ser por esta caída, la intervención
divina sería innecesaria y todo el gran relato de la Salvación se vendría abajo: la
operación de rescate emprendida por Dios enviando a Jesús para que éste padeciese y
muriese y nos redimiese no tendría sentido. Frente a estas ideas, Darwin puso ante
nosotros, aparte de un relato de la formación del universo y de todo lo que existe muy
distinto del relato de los famosos siete días, pero como consecuencia del mismo la idea
de un origen de la humanidad en el que no entraba una “caída” por desobediencia sino
un proceso de una forma de ser incompleta que se desarrolla. Según esta nueva visión
darwiniana, la naturaleza tiene una historia y la vida surgió de las fuerzas de la
naturaleza, en las células más simples, y a partir de ahí comenzó su viaje. Desde aquel
comienzo, hace unos 3.800 millones de años, la vida evolucionó durante cientos de

[© texto: www.ProgressiveChristianity.org] «Introducción al Evangelio de Mateo» 25, pág 1


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millones de años, primero hacia conjuntos de células agregadas que fueron teniendo
cada vez más complejidad, diferenciación y especialización. Después, y de nuevo
durante cientos de millones de años, lo que llamamos vida se separó en dos
direcciones, animal y vegetal, aunque ambas con una fuerte dependencia mutua. Todo
ser vivo estaba y está en la cadena alimenticia de algún otro ser vivo. Fue en la parte
animal de la vida en donde empezaron a crecer formas primitivas de conciencia. ¿Qué
grado de consciencia tiene un insecto, una almeja o una langosta? Compárenlo con la
conciencia de un caballo, un perro o un gato. Las criaturas que están vivas y son
conscientes no trascienden los límites de la naturaleza aunque la naturaleza de todo ser
vivo, consciente o no, tiende a maximizar su supervivencia. En las selvas de todo el
mundo, las plantas trepadoras crecen con el impulso de buscar agua y luz, la luz del
sol. Los depredadores y sus víctimas comparten lo que parece una suerte de “danza de
la supervivencia” en las junglas del mundo. Muchas especies parecen formar alianzas
para ayudarse mutuamente a sobrevivir, alianzas que desafían toda explicación
racional. Hay hormigas y avispas que construyen sus hormigueros y avisperos en el
mismo árbol, de modo que cada especie protege a la otra contra sus enemigos. Ciertos
periquitos que se alimentan de semillas tóxicas aprenden a chupar el antídoto en el
suelo del bosque, y así sobreviven. Estos comportamientos son instintivos, pero todos
están al servicio de la supervivencia, que impulsa y dirige a todo ser vivo.
Finalmente, llegó un día en nuestra historia evolutiva en el que se rebasó un nuevo
umbral. La vida consciente llegó a la autoconsciencia. Fue el momento en que surgió
una criatura que no se veía a sí misma como parte de la naturaleza únicamente sino,
además, como sujeto frente a ella. Esta criatura, mediante el lenguaje, podía decir “yo”,
“para mí”, “mío”. No escapaba al impulso de supervivencia pero trascendía los límites
anteriores que habían dado en la naturaleza. Esta criatura sabía, era consciente de estar
orientada a la supervivencia. Toda decisión que tomaba estaba al servicio de esa
supervivencia. A veces renunciaba a la vida individual para garantizar la
supervivencia del grupo. Así que conocía y valoraba lo que podemos llamar el
sacrificio. Sin embargo, la supervivencia era el valor más alto; a sabiendas, y siempre,
actuó con vistas a la supervivencia. Si una criatura sabe que está orientada a la
supervivencia, si el valor más alto que ha establecido para sí es la supervivencia (ya sea
la propia o la de la especie), y si además esta criatura es autoconsciente, entonces no
puede evitar estar centrada en ella misma. Tal es la más profunda y universal
característica de la vida, pero solo la vida humana es consciente de esto, y serlo es parte
de lo que significa ser humano.
Cuando los antiguos buscaron comprender esta autoconciencia radical de su condición
por parte del hombre, la interpretaron como un comportamiento egocentrado al que
criticaron como moralmente inferior; no la interpretaron como parte de nuestra
biología sino como un defecto resultado de una “caída” original. Como los seres
humanos se saben todos egocentrados, creyeron que esto se debió a haber habido un
tiempo en el que todos eran “uno”, en el que estaban en comunión con el mundo
natural y con Dios, en el que, sin embargo, fallaron. Así que buscaron recuperar esta
plenitud originaria. Ocasionalmente, cuando descubrían un amor trascendente,
experimentaban una rara capacidad de ir más allá del impulso de supervivencia.
Podían incluso renunciar a la lucha por su supervivencia particular y entregar su vida
por amor de otros. Los maridos y las esposas, los padres y los hijos conocen, a veces,

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esta realidad. Los creadores de los grandes relatos o mitos de los orígenes relacionaron
esta experiencia de la vida con una perfección original y con una unidad de la que
caímos en el pecado omnipresente del egocentrismo natural, orientado a la
supervivencia particular. Los humanos empezaron a desarrollar mitos sobre una
perfección original perdida, que se vivió en un lugar mítico (que luego se creyó ser
prehistórico y haber existido) llamado el Jardín del Paraíso, en el que estábamos en
comunión con Dios, con los otros seres humanos y con la naturaleza. Luego, perdimos
la perfección original y no pudimos volver ya nunca al Paraíso. Toda vida tendría que
vivirse “al este del Edén”. Sin embargo, tan indeleble era esta idea y este deseo de
retorno que sentimos que teníamos que ser rescatados del estado actual por un poder
superior a los límites de nuestra naturaleza.
En último término, la experiencia de Jesús se explicó a partir de los mitos del origen
que hay en el Antiguo Testamento. Jesús vino de otro reino. Compartía nuestra
humanidad pero sin estar limitado por ella. Por su muerte entendida como un
sacrificio, fue nuestro “salvador”; él hizo por nosotros lo que nosotros no podíamos
hacer: destruyó el poder de raíz del egocentrismo y no solo el egoísmo y nos restauró
en el estado original, en el que estábamos en comunión con Dios. Cuando quisimos
explicar cómo sucedió esto, el relato se tornó una barbaridad. Al parecer, Jesús, para
vencer los efectos de la "caída", padeció el castigo decretado por un Dios lleno de ira.
Le pagó el precio de nuestra falta y nos restauró en nuestra comunión original con
Dios.
¿Qué es lo que falla en esta interpretación? Falla todo, a mi modo de ver. No hubo una
perfección original ni ninguna caída; no pudimos caer de una perfección que nunca se
dio, ni se nos tuvo que rescatar de una caída que tampoco sucedió. Tampoco, por tanto,
se nos tuvo que devolver a una situación que antes no habíamos conocido. El “pecado
original” es una idea mítica basada en una antropología equivocada, y una buena
teología no debe defender una antropología inservible en su tiempo, por más antigua
que sea, tal como hace la "teología de la expiación".
¿Podemos dejar estos conceptos y seguir siendo cristianos? ¿Podemos dejar atrás esta
concepción y ver a Jesús no como el rescatador de la caída sino como quien aumenta el
potencial de nuestra propia humanidad? ¿Podemos desprendernos de la idea de
“redención” y sustituirla por la idea de que la obra de Jesús nos hace más plenos y nos
da la capacidad de ir más allá del instinto de supervivencia? ¿Podemos contar la
epopeya de Jesús de este modo tan distinto? Hacerlo significa reformular las
interpretaciones tradicionales de la encarnación e incluso de la Trinidad. Ambas
doctrinas, hijas del siglo IV, no definen definitivamente a Dios sino que son una
interpretación de Dios basada en ideas que ya no podemos tener por verdaderas.
También debemos desechar la separación entre lo humano y lo divino tal como se suele
pensar porque lo humano no es lo opuesto a lo divino sino que es la puerta que nos
conduce de lo uno a lo otro. Lo humano y lo divino están en continuidad, sin saltos
como abismos, de forma parecida a lo que ocurre entre lo masculino y lo femenino o
entre la vida y la conciencia.
Además, también debemos comprender la tarea de Jesús de otra manera; su misión no
fue realizar una salvación o un rescate sino llamarnos y darnos fuerza para ser
plenamente humanos y, por tanto, universales, es decir, en comunión con todos los

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seres y con la fuente del ser y de la vida, a la que llamamos Dios. Para nosotros, Jesús
es nuestro guía hacia lo profundo de nuestra humanidad. La elección es clara pero no
es fácil en sus consecuencias. Caminar en la fe incluye todo esto.
– John Shelby Spong

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