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Introducción
5. Conclusiones
En primer lugar
hemos de situarnos dentro del particular momento en que se encuentra la propia disciplina
arquitectónica. Superados ya los postulados teóricos del Movimiento Moderno y su rechazo a
la arquitectura del pasado, tenemos que reconocer que hoy todos somos deudores, en cierta
medida, de las teorías arquitectónicas propiciadas por los libros La Arquitectura de la Ciudad y
Complejidad y contradicción en la Arquitectura Moderna. Ambos libros y desde concepciones
completamente diversas proponían una nueva lectura de la historia y su puesta al día,
consolidando los valores positivos y alejándose muchísimo del inicial olvido del pasado que las
vanguardias de principio de siglo defendían. En Cataluña no podemos olvidar el contacto
directo con Italia y la influencia que l'intemento ha comportado; desde los viajes y noticias de
los mismos arquitectos a la revista Casabella y las teorías de las preexistencia~ ambientales.
Con este importante poso cultural que todavía perdura y que ha constituido toda una
casuística, a la hora de enfrentarse al tema del patrimonio, no ha de extrañarnos nada la
facilidad de asimilación de las teorías de A. Rossi, el papel asignado a los monumentos como
hitos de la memoria colectiva' o la importancia del conocimiento de la historia como
instrumento para el trabajo de la nueva proyección?
Hay que considerar también el actual momento ecléctico y las ambigüedades de los lenguajes
de la arquitectura contemporánea como un factor decisivo, desde la propia familia
arquitectónica, para potenciar la actuación de edificios antiguos, que permiten ponerse a
trabajar sobre un material existente -superando la a menudo agobiante fase de la proyección a
partir del papel en blanco- y que parece que ha de dar desde el comienzo la tranquilidad de un
cierto pedigree con independencia del resultado final del trabajo del arquitecto.
En segundo lugar, no podemos olvidar la crisis del urbanismo racionalista, las nuevas ciudades
-los nuevos suburbios- construidas según aquellos criterios se han convertido en lugares
inhóspitos, llenos de déficits, sin futuro y lo que es peor -sin carácter-, la ciudadse ha
despersonalizado profundamente y en este contexto la tradición y el carácter de los lugares con
historia o de los pueblos y edificios con pasado se han convertido en lugares ideales para
detenerse y donde todas las miradas convergen (políticos, arquitectos, urbanistas o
ciudadanos). En este contexto es ya un hecho aceptado que el crecimiento de nuestras
ciudades para las décadas del 80 y 90 se producirá en su interior, en contraposición a las de las
dos décadas anteriores en las que este crecimiento se ha producido fuera de los límites de la
ciudad construida. Será -construir dentro de la ciudad. por oposición a construir fuera de la
ciudad.
En tercer lugar y por motivos externos a la disciplina arquitectónica, la recuperación de
las libertades democráticas, la consecución de la autonomía y la asunción de los nuevos
gobiernos municipales ha comportado una nueva voluntad de arraigarse en la tradición del
pasado y ha considerado emblemáticos, en contraposición a lo que había sucedido estos
últimos años, edificios o lugares, barrios o núcleos que se consideraban depositarios de unos
valores autóctonos que hasta ahora 110 habían sido considerados, o que no habían ~odidosa
lir a la luz pública, y que era necesario que salieran. Paralelamente y desde su campo específico,
la revalorización que el concepto .historian ha tenido en toda la sociedad, el fortalecimiento de
la idea que todos formainos parte de un acontecer continuo y religado -la historia total- en
contraposición al concepto clásico de la historia como fruto de etapas sucesivas, sin relación
entre ellas, también ha sido un factor condicionante a la hora de potenciar el estudio e
intervención sobre los elementos del Patrimonio. Jordi Casadevall, EL PASADO,
COMPANERO DEL PROYECTO.
PABLO La sociedad mental
La sinestesia es a su vez el isomorfismo existente entre los cinco sentidos de la percepción, que
a pesar de uno usar la lengua y registrar comida y otro la piel y registrar textura, la forma que se
percibe es la misma, razón por la cual la salsa Tabasco "pica", que es lo mismo que hace un
alfiler, o como dice Gómez de la Serna, "el agua mineral sabe a pie dormido". La realidad se
encuentra unificada: los colores suenan y tienen temperatura, los sonidos tienen tacto y peso y
tamaño, los olores se ven, y así sucesivamente. El lenguaje cotidiano nombra las sinestesias, y
se habla de colores chillones como si fueran niños malcriados o cálidos como si fueran estufas,
la música se "toca" como si fuera un objeto sólido, y hasta tiene "volumen", el cual lo puede
uno subir o bajar. Un gastrónomo (Medina, 1988, p. 91) habla de "un vino limpio, sin grandes
aristas, pero nada pastoso". Paradójicamente, del olfato no hay mucho ejemplos porque es el
más sinestésico de todos y siempre aparece como si fuera otro sentido, pero cuando alguien
"tiene olfato" para los negocios, es que los percibe sin saber cómo, que es lo mismo a lo que se
referían en los seminarios cuando se decía que alguien tenía "olor de santidad". Los recuerdos
se huelen. Las voces se apagan, como si fueran luces, existen "ruidos sordos", y Baudelaire
resume: "dentro de una oscura y profunda unidad, los perfumes, los colores y los sonidos se
responden".
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*.- La Psicología Colectiva es una historia mental de la sociedad. Historia y psicología colectiva
han figurado más de una vez como sinónimos, y razonablemente constituyen una misma
disciplina. Cuando el historiador, filósofo y profesor de retórica Henri Berr, en 1900, publicó
su revista Synthèse Historique, lo hizo "con la finalidad de producir una psicología histórica o
colectiva" (L. Moya, 1966, p. 66). Desde antes, historiadores básicos como Michelet ya se
habían percatado de la presencia de una psicología colectiva dentro de su disciplina (S.
Corcuera, 1997, p. 262). Y en todo caso, uno de los modelos de lo que podría ser una
psicología colectiva, concretamente, la Psicología de los Pueblos de Wundt, es una exposición
histórica del pensamiento de la sociedad, porque como él mismo dice, "la historia de la mente
es la fuente inmediata del conocimiento histórico", "la historia es realmente el recuento de la
vida mental" (1912, pp. 509, 522). En efecto, por antonomasia, toda psicología colectiva es
histórica, es Historia. Lo que opinen los historiadores es asunto suyo, pero, comoquiera, hay
un tipo de historia que resulta ser psicología colectiva: quienes abiertamente lo declararon
fueron las sucesivas generaciones de la Escuela de los Annales, revista fundada en 1929, en
Francia; ahí se asume que la historia debe comprender las formas de pensamiento y
sentimiento de las sociedades, épocas y acontecimientos que estudia: primero Lucien Febvre y
Marc Bloch, luego Fernand Braudel (S. Corcuera, 1997, pp. 168-201), y más tarde Jacques Le
Goff; ahí se utiliza el término Historia de las Mentalidades, acuñado por Braudel (S. Corcuera,
1997, p. 179). "Mentalidad" es una palabra dicha en inglés en 1913 por el antropólogo
Bronislaw Malinowski para criticar la conciencia colectiva de Durkheim, y cuando, en efecto, lo
transplanta el también antropólogo Lucien Levy-Bruhl al francés, tiene influencia de las
"representaciones colectivas" de Durkheim (Burke, 1997, p. 221). Para Le Goff, su usuario más
asiduo, la "mentalidad" es un término, desperdiciado por la psicología, que designa "la
coloración afectiva del psiquismo", y que en francés -y en español- posee fuertes
"connotaciones afectivas" (Le Goff, 1974, p. 88). A los historiadores de las mentalidades no les
interesa tanto qué fue lo que sucedió en un momento dado, sea una guerra o un tratado, sino
cuáles eran las percepciones, emociones, creencias, modos de trato, sueños, de la gente común
de la época, que es completamente semejante al objetivo de la psicología colectiva. Y de hecho,
la noción de historia de las mentalidades corresponde bastante bien a la categoría de Memoria
Colectiva, sin ninguna casualidad, porque Febvre y Bloch, que pasaron la década de los veinte
en la Universidad de Estrasburgo, ahí platicaban y discutían "con el psicólogo social Charles
Blondel cuyas ideas fueron importantes para Febvre, y el sociólogo Maurice Halbwachs, cuyo
estudio sobre la estructura social de la memoria, publicado en 1925, produjo profunda
impresión en Bloch" (Burke, 1990, p. 224). Blondel, dicho de paso, es el autor de un libro
primigenio sobre psicología colectiva (1928). La memoria colectiva refiere a los modos de
pensar y sentir de las sociedades, localidades y grupos, modos éstos que se mantienen como
esencia de la identidad y pertenencia del grupo, y que no cambian o cambian lentamente, a
pesar de las transformaciones del resto de la sociedad; la memoria colectiva puede aparecer
como el último ejemplo no fragmentario de la psicología colectiva en el siglo XX (Cfr.
Halbwachs, 1944). Podría decirse que la memoria colectiva es la historia que no cambia o
cambia casi nada, que es como Le Goff describe a las mentalidades: la mentalidad, como la
memoria, "es lo que cambia con mayor lentitud. Historia de las mentalidades, historia de la
lentitud de la historia" (Le Goff, 1974, p. 87). En ambos casos subyace la idea de la "larga
duración" de Braudel, que se refiere a aquellos acontecimientos de la sociedad que son casi
inconscientes porque tardan siglos en transcurrir con toda parsimonia, y no son del orden
político ni espectacular, sino del orden psíquico, y cuyo cuerpo no son los individuos ni los
grupos, sino la sociedad. Parece pues, que si a la historia se la detiene en su paso, se vuelve
psíquica, y si a la psicología se la alarga en el tiempo, se vuelve colectiva. Así es la psicología
colectiva, y no se trata nada más de una moda francesa: Peter Burke señala con asombro que
en el siglo XVIII había una historia del pensamiento casi idéntica a la historia de las
mentalidades del siglo XX (1997, p. 30). Si se entiende a la epistemología como gnoseología,
como la forma del pensamiento, como filosofía del conocimiento o como teoría de la sabiduría
cotidiana, puede concluirse que la tarea teórica de la psicología colectiva consiste en convertir a
la epistemología en una historia, y a la historia en una epistemología.
Más recientemente, la historia de las mentalidades, como disciplina, sufrió los castigos
de la minuciosidad metodológica propia de la historiografía académica (tal vez no exenta de
envidias competitivas ni siquiera intelectuales sino meramente pecuniarias), y por eso, quizá,
los historiadores acepten regalársela a la psicología colectiva, donde, como decía Wundt, no
importa el dato preciso ni la fuente de primera mano, sino la verosimilitud psicológica del
acontecimiento, que es una veracidad narrativa. Al parecer, ya se está prefiriendo hablar, para
no correr riesgos, de una más amplia y genérica "historia cultural" (Burke, 1997; Rioux y
Sirinelli, 1997). Da lo mismo: Bruner (1990, p. 30) afirma que "la psicología cultural es a
menudo indistinguible de una historia cultural".
Los mitos ni se ven ni se leen ni se oyen, sino que se caminan, se habitan, se recorren y se
ocupan, de suerte que son más bien una categoría kinestésica, como lo es la arquitectura, cuya
apreciación común por los legos no es visual ni intelectual, sino una manera de estar contento,
cómodo, protegido en el lugar, y cualquier arquitectura que logre esto es buena.
En fin, no importa qué se diga, haga o piense, de todos modos, por debajo y por dentro de
cualquier comprensión y conocimiento, se encuentra un pensamiento que está antes del
pensamiento, una estructura que los trasciende y de la cual no pueden desembarazarse so pena
de deshacerse.
En este pensamiento del espacio heterogéneo, ni siquiera los números pueden ser
meramente una cantidad, ni una colocación dentro de una serie, ni sirven para contar, sino que
son igualmente cosas por derecho propio con sus cualidades singulares (Bergson, 1888, pp.
100, ss.) que no están determinadas por su relación con los números de junto. Si los genios de
las lámparas y las botellas conceden tres deseos no es porque sepan que existe un número dos
y un cuatro, sino porque todo deseo tiene la característica de ser tres, de la misma manera que
los cuatro puntos cardinales no implican que por poco y eran cinco. Cada número es una
cualidad heterogénea, como lo son ser gris o ser simpático. Dentro del espacio mítico, un
número es algo que no tiene que ver con la numeración: todo número es uno, es "un" número,
aunque sea 17, y éste es irreductible, insumable
El espacio heterogéneo era genuinamente el éter. Cuando el espacio deja de tener estas
cualidades, los objetos que lo pueblan pierden su liga de pertenencia y se quedan como
desprendidos y desapartados del lugar sobre el que están, y sin nada que ver unos con otros
porque no hay éter que los comunique, sólo vacío, y lo que le suceda a algún objeto no altera
para nada la existencia del de junto. La solidaridad mítica del mundo se disuelve. Y la gente,
como cuerpo en el espacio, deja de tener vínculo íntimo con el suelo que pisa, y se siente como
desasida y forastera en un mundo que fue reducido a un conjunto de Xs y Ys y con el cual se
relaciona mediante coordenadas de esta índole, las cuales pueden ser conocidas, previstas y
controladas por los mismos individuos, de suerte que la gente ya sólo ocupa terreno, pero ya
no pertenece al mundo y ya no participa del orden que le otorgaba sentido a todo. Dicho en
lenguaje viejo, ya no tiene raíces, anda por el suelo pero está desarraigada. Ocupa pero no
"radica". Entre la gente, las cosas y el mundo desaparece el nexo de la pertenencia mutua y se
inicia la era de las relaciones mecánicas, de un "cuerpo", como dicen los físicos -y como en
inglés se le dice a un cadáver-, con respecto a otro. En este espacio, que es un receptáculo
negativo y nadificado, solamente tienen realidad las cosas positivas, es decir, las únicas que
pueden ver los positivistas.
Canetti (1960, p. 23) habla de los estadios como productores de masas, toda vez que se trata de una
arquitectura que hace que la multitud le dé la espalda a la ciudad y se vea a sí misma: se desprenda de la
otra realidad y se descargue sobre sí misma: un estadio es circular, tiene un límite y un centro, y
notoriamente tiene un abajo, que es el nivel de las pasiones, y por ser así, tiene estrictamente la misma
forma que las masas, por lo que no es de extrañar que cuando la gente adopta esta forma, se convierte en
multitud. Podría decirse a partir de este dato de Psicología Colectiva que el espacio es poseedor de un
alma o mente que extiende a todo el que lo ocupa. Hay históricamente una connivencia entre las masas y
las plazas, pero, a niveles más sutiles, puede igual detectarse que las ambientaciones de los lugares
constituyen un pensamiento que se instila en quien ande por ahí: los lugares pequeños o de iluminación
tenue son más "cariñosos" que los lugares largos o amplios; las bancas invitan a sentarse, los corredores a
moverse. Mientras que las masas son la encarnación más escandalosa de la mente colectiva, el espacio es
la encarnación más concreta, y más duradera, como lo argumento Halbwachs (1941) en su psicología
colectiva. El espacio, en sus modalidades de urbanismo/arquitectura/decoración, o si se prefiere,
ciudad/casa/cuerpo, es la entidad cultural que todo lo incluye, y es contraparte de la naturaleza de los
objetos ya sea como receptáculo o intermediación, esto es, como lo que contiene a todos los objetos
incluyendo al observador, y asimismo como lo que queda entre todos ellos, por donde también transcurre
tanto el tiempo como el lenguaje, sin que sea entonces tan casual que el tiempo sea una espacialización de
la vida o, como se dice, una cuarta dimensión del espacio, y que el lenguaje esté tan invadido de
terminología espacial -incluyendo la palabra "invadido"-, según se puede advertir en el hecho de que la
enorme mayoría de las metáforas lo sean de lugares como se aprecia en el caso de los mitos narrados que
son metáforas de lugares dados, aunque también en frases como "te llevo dentro de mí", "el mes que
entra", "se metió en líos", "estoy en una encrucijada". En efecto, el pensamiento es considerado como un
espacio por el mismo pensamiento, y utiliza, y se comporta con, los lugares míticos. El término que tiende
a expresar más generalmente este carácter psíquico del espacio es el de "situación", que significa en efecto
estar situado o estar en un sitio con todas las consecuencias que esto implica, cuyo alcance se nota en
enunciados como "estar en una situación muy delicada" o "no se podía hacer otra cosa en esa situación".
La noción de situación es, por cierto, el espacio considerado como una sociedad mental. George H.
Mead, filósofo y psicosociólogo norteamericano del principios del siglo XX en las Universidades de
Michigan y Chicago, cuya obra partió de la premisa de que "la sociedad es anterior al individuo" (1927. p.
54), eligió hacer su tesis de doctorado (dirigida por Wilhelm Dilthey, aquel que propone a las Ciencias del
Espíritu frente y contra el positivismo decimonónico) sobre el espacio en relación con la percepción
(Farr, 1996, p. 23). Más indudablemente espacial es la psicología topológica de Kurt Lewin, un psicólogo
de la Gestalt, alemán, alumno de Cassirer (Bonin, 1983), que al refugiarse en las universidades
norteamericanas de Cornell y Massachusetts, se dedica a hacer una psicología social basada en la idea de la
situación como un campo de fuerzas (1947) hecho de distancias, atracciones, barreras, tensiones, que
producen conjuntamente ambientes, atmósferas, de simpatía, de animadversión, etcSi una forma es una
unidad que escapa a su descripción y atrapa a su observador, entonces, sin duda, la inauguración es la
primera forma y la forma más intensa de la sociedad: lo que sólo existe como de rayo, que siempre estuvo
pero nunca está, que sólo está presente como lo que falta: una ausencia que brilla, un resplandor baldío.
Los objetos, cuya forma son contornos, desde etéreos como el ánimo hasta cortantes
como los bisturíes.
Los mitos, cuya forma es de lugar, lleno como un mundo mágico, vacío como el
espacio físico.
Llevamos cinco. La sexta forma serían todas las anteriores, y las que sigan, juntas, esto
es, la sociedad completa, que es una forma hecha de formas, y donde cada forma es una
sociedad en sí misma, Y si su creación tenía la forma de un punto, la de la sociedad terminada
tiene la de un círculo, o más exactamente, una esfera, y más empíricamente, un domo, que es
como se representaba en las cúpulas de las iglesias, y asimismo, para techar cualquier ciudad se
requiere un domo, como se pone sobre las maquetas, o como Kandor, la ciudad en miniatura
que tenía Superman embotellada en su Fortaleza de la Soledad, para que se vea que el norte de
Norteamérica ya es capaz de producir mitología.
El lenguaje poético, que es pura cadencia y nada de información, es un lenguaje rítmico: las
rimas son "ritmas". Los sentimientos que nos arrebatan y hacen de nosotros lo que quieren,
son objetos rítmicos; Ribot (1904, p. 154) dice que "la excitación sentimental es rítmica en sí
misma". La memoria, que asalta y se embosca, es el ritmo interno del recuerdo, y como dice
Tarde (Caso, 1945, p. 114), "la memoria es el ritmo psíquico". Y los lugares cargados de
propiedades duales y simétricas son el ritmo de los mitos con los cuales vivimos. Susanne
Langer opina (1957, p. 59) que lo rítmico es la cualidad de lo que está vivo; Gadamer también
lo dice (1977, p. 67), y la definición, como se ve, excede la noción biológica, y abarca ciudades,
palabras, pinturas y piedras: en suma, lo que está vivo es la realidad a la que se pertenece. La
sociedad es una entidad viva, con todo y sus muros, parques, atardeceres, constituciones,
movimientos civiles, clases de natación, basura y monumentos. Como decía Cassirer, la
realidad es "la sociedad de la vida" (1944, p. 129). Notoriamente, las tradiciones, los hábitos, las
costumbres, los quehaceres, las rutinas, la cotidianeidad, es el ritmo de la vida de la sociedad, y
uno está envuelto en todo eso, dejándose llevar como en un baile, en el baile de la vida. Otros
ritmos muy didácticos son las olas del mar o los péndulos, y lo que Eliade (1955, p. 39)
denomina ritmos cósmicos, como el día y la noche, el verano y el invierno, que muestran cómo
el ritmo de la realidad se impone al conocimiento, y que cualquier objeto, para perdurar, genera
espontáneamente su propia estructura cognoscible (S. Langer, 1967, p. 158), y en suma, que los
ritmos no son idea de nadie, sino una propiedad de la realidad porque se hacen solos, como lo
dice Eusebio Rubalcaba, "la vida no anda preguntando cómo se hace un ritmo", y que la
primera forma de existencia cognoscible sean los ritmos: algo primero se conoce como un
ritmo y luego ya como otra cosa; por eso son tan queridos, por su familiaridad, porque
producen la sensación necesaria de estar vivos y pertenecer a una sociedad, y es por ello que
cualquier cosa que se ponga en hilera, uno sí y uno nó, una pieza - una pausa - una pieza, es
automáticamente agradable y estética, ya sea una hilera de fichas de dominó u otras seriaciones,
como los motivos ornamentales de grecas, volutas y ondas que se hacen sobre frisos, celosías y
papel tapiz. Todo lo que existe, que es nuestro como sociedad, tiene un ritmo, y así, incluso el
azar entra dentro de las seriaciones, como la distribución inmejorable en que caen las hojas de
los árboles, que nadie podría superar adrede, o la disposición de los agujeros en el queso
gruyere, que, bien vistos, tienen un orden ritmado de colocación, lo cual permite que exista
algo tan ilógico como la teoría de las probabilidades, y que además funcione: cada tanto ha de
caer el número seis de los dados o estar el electrón en equis posición, que hace que Karl
Popper (1990) pueda imaginar "un mundo de propensiones", que postula que el azar tiene
ciertas preferencias por ciertas probabilidades, que le guste más el seis que el cuatro.
Un ritmo no es una cosa que esté compuesta de dos partes, la que va y la que viene,
que se repiten iguales, como tic tac y tic tac, porque puede que así sean los relojes pero no la
vida de la sociedad. En realidad, en la oscilación del ritmo lo que se retira es más bien una
preparación para lo que irrumpe, como si la resaca del mar fuera una toma de impulso para la
ola que vuelve a reventar, como alguien que se balancea para saltar mejor, de suerte que,
entonces, cada fase del ritmo es una preparación para la que sigue y así sucesivamente, y resulta
por lo tanto que el final de lo que sube es ya el comienzo de lo que baja, como el punto de
inflexión en que el péndulo cambia de dirección: cuando más parecía que iba subiendo, en
realidad es que ya estaba pensando en bajar, y en rigor no son dos movimientos, sino una sola
tensión (Susanne Langer, 1967, p. 204), una tensión entre dos fuerzas cuya resolución se
resuelve en una nueva tensión. Cada evolución en la pista de baile o patinaje es sobre todo el
preparativo para la próxima evolución; por eso todo ritmo tiene algo de espera, de estar a la
expectativa por lo que inminentemente va a venir. Cuando uno sigue en el radio una canción
que ya se sabe y que le gusta mucho, parece que está siempre más pendiente de la frase que
todavía no se dice pero que ya se va a decir, como esperando a que el cantante la diga. De ello
se colige que los ritmos, que parecen empezar como una intermitencia y parecen continuar
como un vaivén, se convierten en un ciclo, un movimiento circular, como de rueda o como de
noria, o como el ritmo del mareo y del alcohol, como el de la montaña rusa, o como
justamente son los ritmos de los días de la semana, de dormir y despertarse, de cumplir años,
que si al principio parecen puntos de llegada y puntos de partida, a la postre cualquiera se da
cuenta que cuando algo se marcha en realidad es que ya está regresando, que partir es al mismo
tiempo empezar a llegar, que nacer es una manera de morirse, y que lo mismo sucede con las
revoluciones, crisis, golpes de estado, innovaciones, etcétera, que a primera vista parecen
excepciones, pero que con tantito escepticismo que uno tenga, son retornos. Este carácter
cíclico de los ritmos, que se replican a sí mismos sin repetirse, porque cada lunes es otra-vez-
lunes pero no es el mismo, hace que los ritmos sean la unidad sintética de todas sus variaciones
(Bayer, 1961, p. 350). Pero aquello que parece consolidarse como un ciclo, todavía le falta
convertirse en espiral, ya que, en efecto, en cada vuelta en aparente redondo que va dando el
ciclo, el movimiento hecho no se pierde, sino que se guarda para la próxima, y así, en cada
recomienzo, el ritmo no empieza como estaba antes, sino que va, por así decirlo, acumulando
el impulso, la fuerza, las ganas y el gusto de sus fases previas, como sucede en los versos y en
las rimas, que a medida que se van leyendo, el lector como que va subiendo de tono, como si el
poema se fuera cargando de emoción a medida que se lee, porque cuando se lee una palabra
que rima, la consonancia de la anterior todavía resuena en los oídos, y se suma a la que se está
leyendo, y así, los ritmos crecen, se desarrollan, transcurren, prosiguen, es decir, no son ya un
círculo que gira sobre su propio eje, sino uno que se desplaza, como espiral, esto es, en
redondo pero hacia adelante, helicoidalmente, como el ADN y las escaleras de caracol, como
las hélices y las propelas, y entonces el ritmo avanza, tiene un movimiento de rotación y otro
de traslación, tiene un destino, una dirección, un sentido, va hacia algún lado aunque hacia
ninguna meta. Como el ritmo del río de paraguas por la calle, que suben, se hunden, se
deslizan, se detienen, salpican, se van, y salta por ahí cada tanto un paraguas amarillo entre
tanto paraguas apagado por la lluvia y por la tarde, y así, una y otra vez, interminablemente
ondulan. Y avanzan.
la máquina ya no es local sino global, que ya no es mecánica sino mecatrónica, y que las
revistas de espectáculos científico-tecnológicos nos prometieron que en breve va a ser
biomecatrónica.
Para cuando terminó el siglo XX, la sociedad ya era una imponente máquina global,
que como buena máquina, insume trabajo, recursos materiales, cocientes intelectuales, ánimos,
capital fijo y capital variable, y que desecha, como buena máquina, bagazo, basura, empaques
no reciclables, monóxido de carbono y dos mil millones de hambrientos esparcidos por el
planeta. Y produce, como toda buena máquina, produce. Produce más piezas que cumplen
más funciones que incrementan la máquina que no produce nada. Porque la maquinaria
societal no puede producir nada que sirva para otra cosa que no sea ella misma: ni modo que
haga cosas para los marcianos o para los ángeles del más allá, así que lo único que puede
producir son más piezas, más insumos y más desechos, incluida la gente, que en este aspecto
no es muy diferente de los hidrocarburos ni de los accesorios de Giorgio Armani. Por cierto, lo
único que puede y debe producir una sociedad es sentido, significado, razones para vivir, y lo
único que no puede producir una máquina es sentido. Los aparatos pueden estar dentro de las
razones para vivir, pero las razones para vivir no pueden estar dentro de los aparatos.
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*.- La Psicología Colectiva es un juego; este juego se trata de inventar cómo es la realidad: la regla básica
es que nadie se dé cuenta de que así no es la realidad y de que eso es un invento; por lo tanto, el chiste y la
delicadeza del juego radica en construir una versión consistente y verosímil, para lo cual tiene que ser
congruente con otras versiones de la realidad. Al igual que la psicología colectiva, todas las demás ciencias
son igualmente juegos: no pueden ser otra cosa; si, por ejemplo, la psicología no fuera un juego, sino un
ritmo, se convertiría en masaje, en performance o en capricho; y si fuera una función, se volvería
ortopedia conductual, aplicacionitis metodomaníaca con regulares dividendos económicos. Pero no juego.
Claro que hay una ciencia de los ritmos, como lo sería una teoría de la danza o una psicología de las
masas, y claro que hay una ciencia de las funciones, como lo sería la física clásica, que tiene como regla de
juego considerar al universo como si fuera un mecanismo, aunque no lo sea. Pero ambas son juegos. Y
toda ciencia, si verdaderamente lo es, si su interés es la generación de conocimiento y no la aplicación del
método y la consecución del financiamiento, debe saber que lo que hace es un juego, lo cual le implica
estar situada en ese lugar limítrofe que le permite estar dentro del juego con toda seriedad y al mismo
tiempo saber que sólo se trata de un juego. La física, que por lo común sí sabe jugar, se ha dado cuenta
durante el siglo XX que la realidad física no sólo es mecánica, cumplidora de leyes, sino que también es
lúdica, seguidora de reglas, e incluso rítmica, como baile de probabilidades. Y toda burocracia, aunque se
autodesigne ciencia, no es un juego, sino un aparato, cosa que le ha sucedido en general a los grupos de
investigación de las universidades, que se institucionalizaron en demasía y se convirtieron en empresas
encargadas de allegarse prestigios, dineros y poderes, que, después de todo, es lo que quiere cualquier
inculto que sólo alcanza para ser sensible a las cosas más burdas de la vida.
La Psicología de las Masas, aquélla que describía las multitudes y que se desarrolló sobre todo
alrededor del año 1900, es una psicología de ritmos, una teoría de los ritmos de la sociedad. La realidad
que describe es una realidad supraindividual, en la que no existe tal cosa como los individuos o las
personas, ya que éstos se disuelven en un todo armónico e integral, el cual se mueve, hace, piensa y siente,
no con ideas, sino con sentimientos e imágenes. Su realidad es una realidad emocional, y el método, por
así decirlo, para entenderla, fue el de una descripción lírica, muy apasionada aunque no muy literaria.
Ahora bien, lo que dio en llamarse hacia el año 2000, de una manera vaga, Psicología Social Crítica
(Ibáñez-gracia e Íñiguez, 1997), que surgió a partir de los años setenta del siglo XX, aunque dueña de una
tradición larga (Blondel, 1928; Sherif, 1936; Cantril, 1941; Asch, 1952), es una psicología social que ve la
realidad como siendo un juego, esto es, una realidad intersubjetiva en donde los diversos participantes,
sean personas, grupos, actos o discursos, construyen conjuntamente una realidad simbólica, dentro de la
cual viven y dentro de la cual encuentran el significado de la vida y de la sociedad. Esta realidad lúdica es
conflictiva en el mejor sentido de la palabra, o sea, que se hace mediante la conversación, el debate, la
controversia, la oposición de puntos de vista. Y el método, si se puede llamar así, que emplea la psicología
social crítica para comprender su realidad, es el de la interpretación, el de la narración del posible sentido
que la realidad tiene para sus participantes y para los psicólogos sociales. Ejemplos de esta psicología
social crítica pueden ser, entre otros, la versión original de las Representaciones Sociales de Moscovici
(1961, 1984b), la Aproximación Etogénica de Rom Harré (1979), la Aproximación Retórica de Michael
Billig (1987), el Socioconstruccionismo de Kenneth Gergen (1994) o el Socioconstruccionismo más
atrevido y radical de Tomás Ibáñez-Gracia. Es una psicología social crítica en dos sentidos interesantes:
uno, proviene de la crisis de las ciencias sociales y de la psicología social a partir de 1968, y dos, le gusta
ser crítica, o sea, poner en crisis al conocimiento institucionalizado de la sociedad y de las psicologías
sociales académicas y estandarizadas, por lo que se advierte claramente su carácter de juego en tanto
ciencia y disciplina: la psicología social crítica sabe jugar, y sabe que está jugando.
Y finalmente, hay una Psicología Social Comercial, que es la que predomina entre los profesionistas y
sus profesores que aprenden y enseñan a hacer encuestas, sumar las respuestas y proponer aplicaciones
empíricas que por lo común siempre redundan en la salud del mercado. Data de los años veinte del siglo
XX, y se ha desarrollado casi exclusivamente en los Estados Unidos de Norteamérica, desde donde se
exporta a las más apartadas regiones del mundo y, como película de Walt Disney, doblada a cualquier
idioma. Para la psicología social comercial, la realidad y la sociedad están compuestas de individuos
aislados que mediante sus acciones se afectan entre sí siguiendo las leyes causa-efecto o estímulo-
respuesta, y se investiga por la vía metódica de llevar a cabo mediciones objetivas y cuantitativas, como
debe hacerse dentro de una realidad física clásica; recientemente, entrando a la moda soft del
neoliberalismo, ha incluido la investigación "cualitativa", que igual necesita la existencia de una realidad
positiva, objetiva y verificable: la misma gata pero revolcada. Ejemplo suficiente de esta psicología social
comercial debe ser el Manual, llamado Handbook en todas partes, de psicología social, de Lindzey y
Aronson, editado en 1985 (Cfr. Ibáñez-gracia, 1990, pp. 147 ss.; Farr, 1996, pp. 160 ss.).
Y la psicología colectiva. La psicología colectiva es una psicología de formas: del pensamiento como
forma, o de las formas como un pensamiento que, antes de haber empleado este término, tal vez uso
otros como estructuras, corrientes o estilos de pensamiento de la sociedad, como bien lo intentó sintetizar
el término de Mentalidades (Le Goff, 1974). Sus ejemplos torales serían las Representaciones Colectivas
de Durkheim (1898), la Psicología de los Pueblos de Wundt (1912), y la segunda versión de la Memoria
Colectiva de Halbwachs (1944), toda vez que la primera (1925) pertenecería mejor a los antecedentes de la
psicología social crítica, sobre todo por su énfasis en el discurso como depositario de la memoria,
mientras que en la segunda versión la memoria va a depositarse a los objetos y los lugares, esto es, es más
una forma que un discurso de la sociedad. Por lo demás, cualquier otro estudio que respire el mismo aire
que los ejemplos mencionados, como los trabajos de Le Goff, Baudrillard o de Gilles Lipovetsky, por
citar franceses, pueden ser considerados, con lo cual se ve que la psicología colectiva es sobre todo una
mirada, una forma de ver.
La realidad, para la psicología colectiva, es la cultura en general. Y ya se sabe, la cultura piensa con
formas. El método, si existe tal cosa, parece ser, más que hermenéutico, analógico, porque busca formas,
y una analogía es la presencia de la misma forma en objetos que son dispares de "contenido". En tanto
psicología de formas, la psicología colectiva puede hacer una psicología de las funciones, los juegos y los
ritmos, así como del lenguaje, los objetos, los recuerdos y los mitos, todos vistos como formas, y también,
de la forma total de la sociedad. Por lo tanto, la psicología colectiva resulta ser una especie de psicología
social de las otras psicologías sociales, ya que éstas no se le presentan como siendo ciencias de la realidad,
sino realidades de la cultura, es decir, mientras que, en términos generales, una psicología social cree que
lo que estudia es la realidad o la sociedad, en rigor ella misma es una cosa de esa realidad y de esa
sociedad, y por ende, bien puede ser vista como un objeto por parte de la psicología colectiva, lo cual la
convierte, ipsofacto, a la psicología colectiva, en una epistemología. Por ello se puede decir que las
psicologías sociales no son una serie de verdades descubiertas sobre la realidad, sino que son el juego de
creerse la realidad que inventan, lo cual está bien; el problema sólo surge cuando no se cree que es un
juego, sino "la verdad".
La psicología de las masas es ciertamente un juego que, por supuesto, nunca se dio cuenta de que lo
era, sino que se creía ciencia en el sentido cientificista muy decimonónico de situarse por encima de la
realidad. Sin embargo, esta psicología se diluyó, hacia los años veinte, debido a que empezó a mimetizarse
con su objeto, esto es, a adoptar la forma de una pasión, de un ritmo y no ya de un juego, ya que empezó
a desplegar en sus textos la furibundez y espontaneísmo propios de las mismas masas que estudiaba.
La psicología social crítica también es un juego, concretamente un juego que habla sobre otros juegos,
donde, por lo tanto, las reglas que rigen para sus objetos también rigen para sí misma, ya que si, por
ejemplo, la realidad es un discurso que analizar (Íñiguez, 1997), este análisis a su vez es un discurso que
analizar, lo que hace de ella una psicología que piensa mucho sobre sí misma, lo que la convierte en una
disciplina muy epistemológica (Ibáñez-gracia, 1997, pp. 32), y también muy crítica de sí misma, que le
permite descreer sanamente tanto de la realidad como de su propia disciplina. El caso de Tomás Ibáñez es
precisamente éste. Sin embargo, como se sabe, los juegos, cuando duran más de lo que deben durar,
empiezan a acartonarse, a rigidizarse, a dogmatizarse, a institucionalizarse, y en suma, a creer que su
realidad es verdaderamente real, y que su ciencia es productora de verdades duras en lugar de ser jugadora
de juegos, siempre blandos y suaves. Éste es el caso de las versiones degradadas de los discípulos de la
representación social, que asumen que su concepto es una cosa de veras que anda por ahí en la realidad,
como los conejos, y por lo tanto ya sólo se dedican a discutir cuál es el mejor método para atraparlo, o el
caso del socioconstruccionismo que, una vez que tuvo éxito académico, intenta preservarlo y sin querer
va transformando sus reglas en leyes que hay que obedecer para ser socioconstruccionista leal o, por lo
demás, intenta idear aplicaciones de su teoría a la realidad empírica, por la vía terapéutica por ejemplo,
como parece hacerlo Gergen (1994, pp. 288 ss.), lo que provoca que el pensamiento de la psicología social
crítica se descritique, y se haga funcional, y se haga complaciente. El precio del éxito suele ser mayor que
el precio del fracaso.
Y finalmente, habrá que conceder sin pruebas que la psicología social comercial empezó también
como un juego, por ejemplo, el de diseñar experimentos de laboratorio como los que proponía Floyd
Allport (Buceta, 1979, p. 59), o los que hacía Leon Festinger (Deutsch y Krauss, s.f., p. 68; Doise et al.,
1980, p. 263; Paéz et al., 1992, p. 95). Sin embargo, si, como argumentaría la psicología colectiva, el
pensamiento y su realidad son una misma forma, entonces, esta psicología social, al creer que la única
realidad posible es positiva, física, objetiva, cuantitativa y funcional, entonces ella misma se empieza a
concebir como una ciencia natural que por lo mismo dejó de hacer psicología para dedicarse a una suerte
de administración conductual, o sea, que se convierte desde el inicio en una máquina metodológica
solamente interesada en obtener resultados que pueden ser ciertamente algún cambio de actitudes en
algún individuo o grupo, pero que, a falta de esto o junto con esto, sus resultados pueden ser
asociaciones, publicaciones y congresos donde se aplauden y se dan premios y nombramientos entre ellos.
Después de todo, las máquinas y los aparatos no están para comprender la realidad sino para producir
algo, de preferencia dinero y poder, que son los únicos criterios que quedan cuando los juegos se
extinguen. Festinger, al fin y al cabo buen jugador, un día de 1979 cerró su laboratorio par siempre y se
dedicó a jugar ajedrez; cuatro años después escribió un libro, que ya no era de psicología social, donde se
pregunta por qué la psicología social nunca se ocupó de lo que sí importaba: la estética y el juego (1983, p.
x).
Comoquiera, las diferentes psicologías sociales no están afuera o arriba, sino adentro de la cultura, y
por eso pueden ser descritas como rasgos de esa cultura, igual que lo son otros juegos como el parkassé,
otros ritmos como la gimnasia u otras máquinas como los teléfonos de bolsillo. Pero la psicología
colectiva tampoco se puede colocar por encima de esa cultura que la hizo ponerse a averiguar qué es la
cultura o la sociedad o la realidad o las formas. Se puede, si acaso, poner solamente en los límites por
medio de la reflexión o de la especulación, porque la reflexión es aquel modo de pensamiento que permite
situarse en el límite del pensamiento para ver al pensamiento como si fuera algo distinto, como sucede
con un espejo, que le permite a uno situarse en el límite de sí mismo, y verse desde afuera estando dentro;
un límite es aquello que inventa eso otro de lo que está hecho lo uno. La psicología colectiva, en tanto
reflexión, consiste en ponerse a pensar el pensamiento, o dicho de otro modo, consiste, junto con otras
disciplinas, en averiguar la cultura a partir de la cultura misma, usando el pensamiento y las formas de
pensar de esa cultura: la psicología colectiva trata de ser algo así como la cultura que se piensa a sí misma,
y, evidentemente, la cultura también comprende otras teorías, disciplinas e ideas, lo cual hace que esto que
se ha llamado psicología colectiva sea una disciplina que se desdisciplinariza sola. Por todo lo anterior, la
psicología colectiva es ella misma algo de cultura, ella misma es parte de su propio pensamiento y del
mismo proceso de pensar, de modo que poder llegar a decir qué es la psicología colectiva es igual a tratar
de decir qué es la sociedad
LA AFECTIVIDAD COLECTIVA
Por su parte, los psiconeurólogos, frente a esto, han determinado que todo sentimiento es una cuestión de
neuronas, los psicofisiólogos determinan que todo este asunto es una cuestión de glándulas. La psicología
colectiva determinará que el cuerpo y la materia es una instancia psicológica: lo físico es psíquico
"Sentir", parece ser, es ser impactado por algo, es aquello que sucede demasiado cerca; lo que está
"resentido" es lo que queda con la marca del impacto. Por ello la "sensibilidad" es la susceptibilidad a los
impactos, y por eso se dice de los niños y de las películas fotográficas que son sensibles, a la luz y al mal
ejemplo. A partir de esto se puede advertir que sentir es un verbo perceptual. De hecho, el término
"sensación" nunca ha podido ser disociado del de "sentimiento" (Merani, 1976), y la sensación se refiere a
una "percepción difusa", a "un proceso perceptual simple" (Mckeachie y Doyle, 1970). "Originalmente,
sensación no significaba otra cosa que percepción", dice Türkei. Es así que se habla de "sentidos" de la
percepción, y los verbos perceptuales como oír, tocar, gustar, u oler son perfectamente sensibles, como
de sentimiento: sentir un ruido o sentir la música, sentir lo suave y lo áspero, sentir el olor de las flores y
el sabor del vino. La excepción es ver, pero no porque la visión no sea sensitiva, sino porque en nuestra
cultura, ver es equivalente de tocar, y de hecho, se usa como sentirii: "¿ves cómo huele?", "mira lo que te
estoy diciendo!". Los órganos de la percepción son aparatos del sentimiento. Por ello, los sentimientos se
sienten con las características de los objetos perceptuales, lo cual implica, además, que no están adentro
del cuerpo, sino dentro de la sociedad. Es obvio que una tristeza muy honda no puede caber en un
cuerpo que mide como 1.70 mts.; una alegría muy grande seguramente rebasaría la talla de cualquiera.
Comoquiera, el sentimiento parece pertenecer a los objetos del mundo. O sea, lo sensitivo y lo perceptual
se funden en lo adjetival, mas o menos así:
adjetivos Visuales: claro, oscuro, negro, blanco, rojo, azul, etcétera;
adjetivos auditivos: agudo, grave, callado, ruidoso, etcétera;
adjetivos táctiles: suave, duro, blando, rasposo, filoso, frío, etcétera;
adjetivos olfativos: floral, amoniacal, etcétera;
adjetivos gustativos: agrio, amargo, dulce, etc.;
adjetivos kinestésicos: vertical, horizontal, pesado, ligero, estable, etc.
La disociación de los dos términos da cuenta de un achatamiento perceptual en la edad moderna; como
i
prosigue Türke: "hoy, de entre la avalancha de acontecimientos y catástrofes de los que se da noticia, ya
sólo se percibe lo que destaca muy especialmente. Sensación es todo lo que saca a la percepción de su
rutina. Ni siquiera los ojos y los oídos más sensibles están a salvo de la progresiva ceguera, del imparable
ensordecimiento colectivo para todo lo que no sea espectacular, para el registro medio y los matices del
gris" (citado por Roura, El Financiero).
Como muestran Lakoff y Johnson (1989, p. 89), dentro del lenguaje metafórico que nos permite
ii
entender el mundo, la metáfora "ver es tocar", es completamente común y corriente, vgr. "al alcance de
mi vista". Lo interesante es que hay otra metáfora fundamental del lenguaje cotidiano: "tocar es sentir",
como en "la muerte de su madre fue un duro golpe para él". En el vaivén de ambas, puede documentarse
específicamente la disolución de los sentidos del tacto y de la vista, fundidos en los que puede
denominarse un "sentido háptico", con lo que se disuelve la distinción entre la percepción distal, y la
percepción proximal: lo lejos y lo cerca quedan a la misma distancia. "Háptico" es un término acuñado
por A. Riegel (Cfr. Maffesoli, 1990, p. 29; Read, 1955, p. 25; Veldman, 1989), que refiere a la experiencia
táctil en las artes, como la pintura. Según Veldman lo afectivo es táctil, y según Read, lo táctil es visual:
ver, tocar y sentir es el mismo hecho. El erotismo, por ejemplo, se basa en esto, en que la vista se sienta
como tacto, con los diversos resultados que cualquiera puede experimentar.
EL MAGMA AFECTIVO
Da la impresión de que el acto de quitar las diferencias provoca una especie de sumidero
donde todo lo que cae se revuelve, como si se echaran todas las nociones a la licuadora, y
quedara un puré hermético. Ciertamente, la suma de todo lo confuso y lo indistinto da lugar a
otra imagen de lo sentimental: el acontecimiento de sentir constituye una entidad homogénea
global, hecha de la fundición de todos los objetos innominables. Esta entidad tiene que estar
viva, tanto en el sentido de que encarna en seres vivos, como en el sentido emotivo,
etimológicamente dicho, de que tiene e irradia un movimiento, y de que es una entidad
centrada en sí mismaii. Para decirlo con llaneza más didáctica, está viva porque "se siente",
porque nosotros sentimos y lo estamos.
Hay, cuando menos, una falta de finesa teórica, muy propia de frívolos y tecnólogos, en
el hecho de estudiar los sentimientos como si éstos fueran cosas fijas, discretas y discontinuas
entre sí. Hacer tal cosa tal vez sea útil para ciertos fines, pero actualmente es difícil que lo sea
para efectos de comprensión. El caso es que los sentimientos, o cualquiera de sus sucedáneos
académicos, como la emoción, no existen en la realidad como tales, sino que, en su lugar, lo
que existe es una afectividad, general y difusa, que constituye la otra parte de la realidad, aquélla
que no es alcanzada por el lenguaje, pero que, obviamente, no es la realidad dura y dada de los
positivistas, toda vez que nace como siendo cultura y sociedad. Por definición se puede tomar
la susodicha: la afectividad es aquella parte de la realidad que no tiene nombre.
La imagen de la entidad afectiva no es nada desconocida: hay muchas cosas que se le
parecen, como el puré que está dentro de la licuadora o el metal fundido que está dentro de los
crisoles; en ellos, no importa qué haya entrado, lo que queda es indiscernible. Quizás, dada la
candencia de las cuestiones afectivas, sobre todo cuando uno ha caído en ellas, la imagen más
apropiada sea la del magma, ese vistoso caldero donde lo más duro, inerte y durable, como la
roca, se derrite en un hervidero donde se licúa cualquier cosa que creía tenerse en pie por sí
misma. En efecto, la afectividad puede pintarse como una masa incandescente.
Este libro es una de las obras teóricas sobre arquitectura de mayor éxito después de la guerra; hasta 1991
se publicaron seis ediciones y se tradujo a diez idiomas. Charles Jencks, nacido en Baltimore (Estados
Unidos) en 1939, estudió en la Universidad de Harvard, primero Literatura Inglesa y después
Arquitectura; en 1970 se doctoró en Historia de la Arquitectura en la Universidad de Londres. Jencks
practica como arquitecto. En su obra Modem Movements in Architecture, aparecida en 1972, empleó un
modo de observación orientado por el estilo inglés de ensayo literario y por el tono provocador del pop
art, cuyas observaciones y conclusiones pueden ser tan perspicaces como inconsistentes.
Jencks fue uno de los primeros en transponer el concepto de la posmodernidad, procedente de la crítica
literaria, a la arquitectura (en 1975). Aunque The Language of PostModern, Architecture (El lenguaje de la
arquitectura posmoderna) tenga más bien el carácter de un diagnóstico empírico reflexivo y descriptivo,
condimentado con mucha ironía, que el de un escrito programático y sistemático, aunque muchas de las
tesis se puedan refutar desde el punto de vista de la historia de la arquitectura y algunas observaciones
parezcan de aficionado e incluso objetivamente incorrectas, el libro tuvo mucho éxito y se convirtió en el
fundamento teórico de la arquitectura posmodema.
El apartado I, titulado «La muerte de la arquitectura moderna», comienza con las siguientes palabras:
«Afortunadamente, la muerte de la arquitectura moderna se puede fechar con toda exactitud: se extinguió
completa y definitivamente en 1972», al ser derribado, debido a problemas sociales, el amplio conjunto de
viviendas Pruitt-Igoe de St. Louis (Missouri), construido por Minoru Yamasaki —quien más tarde
proyectaría el World Trade Center de Nueva York en 1952-1955». Según Jencks, se debió a la
contradicción entre la arquitectura y los códigos arquitectónicos de los habitantes, pertenecientes a la capa
baja de la sociedad.
A Jencks le importan exclusivamente las cuestiones estéticas. Emplea el concepto semiológico de
«códigos» —que el estructuralismo francés había puesto muy de moda en los años setenta— para criticar
la «univalencia» y el «reduccionalismo elitista» de la arquitectura moderna y para postular una «ampliación
del lenguaje arquitectónico en diferentes direcciones: hacia lo castizo, lo tradicional y hacia la comercial
«jerga de la calle». En la arquitectura posmoderna, Jencks ve un «eclecticismo radical» en el que diferentes
lenguajes formales arquitectónicos se comentan unos a otros, un «doble código... que se dirige tanto a la
élite como al hombre de la calle». Critica la «forma univalente» de los edificios de Mies van der Rohe, cuya
«gramática universal» significa un «desprecio universal por el lugar y la función», en la que todo es
intercambiable. Del mismo modo critica la estética mecanicista de la arquitectura de los años sesenta y la
creencia en un espíritu de los tiempos definido por máquinas y tecnología.
Jencks considera que la arquitectura moderna surgió de los intereses de los grandes grupos económicos y
del progreso técnico en la construcción. La estética de las fábricas y los edificios de ingeniería se traspasó
después a los edificios de vivienda. Tomando como ejemplo la urbanización de Weissenhof (Stuttgart,
1927), Jencks da la razón a la crítica de los nazis. Según él, la arquitectura de la posguerra refleja solo el
triunfo económico de la sociedad consumista en el occidente y el capitalismo estatal burocrático en el
este.
En el apartado II, Jencks analiza «las especies de la comunicación arquitectónica» y dice: «Mientras que
antes hubo las reglas de la gramática arquitectónica..., ahora solo reina la confusión y la disputa». Jencks
intenta analizar la arquitectura como un sistema semántico: en primer lugar, la forma arquitectónica
aparece como una metáfora. El hombre considera un edificio siempre como una metáfora, que relaciona
con sus experiencias. Las metáforas para los edificios construidos por la arquitectura moderna son la caja
de cartón o el papel cuadriculado. La observación metafórica es siempre ambivalente. Después, Jencks
analiza la dirección de la arquitectura tardomoderna, que emplea esa ambivalencia como modo de
configuración. Remite a la diferenciación de Robert Venturi entre lo gráfico (el «pato») y la forma gráfica
del edificio (la «caja decorada»): define lo primero como «signo iconográfico» y lo segundo como «signo
simbólico»: cuantas más metáforas despierte una arquitectura, tanto mayor será el dramatismo; sin
embargo, cuanto más sean esas metáforas meras insinuaciones, tanto mayor será la incertidumbre
semiótica. Lo ejemplifica críticamente con la Ópera de Sidney (1957-1974) y el terminal de TWA de
Saarinen (1962). Considera como aplicación más lograda de la metáfora insinuante Ronchamp de Le
Corbusier (1955). En segundo lugar, el lenguaje formal arquitectónico consta de palabras. Como tales,
Jencks entiende motivos y elementos fijos como la columna o la cubierta inclinada. La arquitectura
moderna ha abolido las palabras, formas que son familiares por su tradición, con su fe fundamentalista en
el progreso. La elección de estilo para la fachada en la construcción comercial de vivienda en Estados
Unidos, que se deja al criterio de sus propios habitantes, satisface las necesidades de identificación; por el
contrario, la casa consecuentemente moderna es solo expresión de una postura elitista. La arquitectura
moderna se ocupó hasta la pasión de la sintaxis del lenguaje arquitectónico; es decir, con las reglas y los
métodos de la forma integral. Por último, como semántica, Jencks entiende el estilo en el sentido en que
se emplea ese concepto en la historia del arte. Un estilo nunca es algo eternamente vigente; por tanto, la
pretensión de la arquitectura moderna: haber creado el estilo del siglo XX se ha convertido en un
superficial producto de consumo. Jencks reivindica de los arquitectos que apliquen de nuevo un sistema
de orden semántico y postula una mezcla de estilos.
En el apartado III de su libro, Jencks trata la nueva «arquitectura posmoderna»; encuentra sus pioneros en
los movimientos que se vienen desarrollando desde los años cincuenta: la paráfrasis barroca de Paolo
Portoghesi en Italia, los «semi-historicistas» —como los llama— en Estados Unidos(Minoru Yamasaki,
Eero Saarinen); para él, el de mayor talento y el más inteligente es Philip Johnson. A este, como a los
japoneses Kenzo Tange, Kikutake y Kurokawa, los clasifica entre los «semi-posmodernos». Contempla de
modo distanciado y crítico las obras tempranas de Robert Venturi y Charles Moore. Ve puntos de
referencia para un nuevo historicismo en la arquitectura estatal del fascismo en Italia y Alemania, así
como en la arquitectura estalinista, en la reconstrucción histórica de Varsovia y en los inventos históricos
de la arquitectura de vacaciones como Port Grimaud (1965-969).
Para Jencks, un fenómeno importante de la posmodernidad es la «reanimación de la arquitectura
autóctona», que encuentra en formas decorativas y materiales de construcción, en la arquitectura de casas
de vivienda de pequeña escala, más o menos historicista, de Ralph Erskine en Inglaterra, de Theo Bosch
en Holanda y de Martorell en España.
En relación con su «pseudo-tradicionalismo» dice: «Lo que pierden en autenticidad, lo ganan en alegría»,
un comentario típico de Jencks.
Con la ecuación «adhocista + urbano = contextual», Jencks se entusiasma por el «magnífico pluralismo»
de «Byker Wall» (1974) de Erskine en Newcastle (Inglaterra) y por los edificios de Lucien Kroll en Bélgica
(1969-1974), que irradian una improvisación caótica. Según él, la arquitectura moderna es responsable de
la decadencia de nuestras ciudades. En urbanismo, la posmodernidad se orienta de nuevo por el programa
de espacio urbano cerrado de Gamillo Sitte.
Jencks hace referencia a Colín Rowe («Collage City») y a los principios de la composición «contextúala
entre ciudad y grandes edificios, que constan de unidades completas en sí: aunque se encuentran en un
contexto entre sí, no constituyen un gran orden completo (Oswald Mathias Ungers). En la arquitectura
posmoderna, Jencks elogia que, en lugar de la metáfora implícita, recurre de nuevo a la explícita, gráfica.
Jencks dedica el último capítulo al «espacio posmoderno»; trata aquí ampliamente las estructuras
matemáticas de Meter Eisenman y el «desenmascaramiento irónico del espacio
público» en el Kresge College de Charles Moore.
En las conclusiones de su libro, Jencks constata en la arquitectura posmoderna una tendencia «hacia lo
misterioso, lo equívoco y lo sensual» y hacia un «eclecticismo radical» como el «resultado naturalmente
desarrollado de una cultura de posibilidades de elección» de los «diferentes códigos».
Observa la dialéctica entre dos códigos, «uno popular, tradicional, que se transforma lentamente como
una lengua viva, lleno de clichés y que hunde sus raíces en la vida familiar, y otro moderno, lleno de
neologismos y cambios rápidos en la tecnología, el arte y la moda». La arquitectura posmoderna une los
dos en un «código doble»; como ejemplo más logrado y creativo menciona la Piazza d'Italia de Charles
Moore en Nueva Orleans (1979).
TEORIA DE LA ARQUITECTURA
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