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¿COMUNISTAS SIN COMUNISMO?

por brumaria

Jacques Rancière

Lo que tengo que decir aquí es simple y podrá, incluso, parecer simplista. Pero, dado que se nos pide reflexionar sobre
lo que puede querer decir hoy la palabra comunismo, es legítimo volver a poner sobre el tapete algunas cuestiones
elementales y tener en cuenta, por lo mismo, algunos simples hechos. El primer hecho es el siguiente: la palabra
comunismo no designa solamente movimientos gloriosos y monstruosos poderes de Estado del pasado. No es un
nombre arrinconado o maldito cuya heroica y peligrosa carga tuviéramos que levantar. “Comunista” es hoy el nombre
del partido que gobierna la nación más poblada y una de las potencias capitalistas más prósperas del mundo. Este
vínculo presente entre la palabra “comunismo”, el absolutismo estatal y la explotación capitalista debe, también, estar
presente en el horizonte de toda reflexión sobre lo que pueda hoy significar dicha palabra.

Mi propia reflexión sobre esta palabra partirá de una frase extraída de una entrevista recientemente concedida por Alain
Badiou al órgano del Partido comunista francés: “La hipótesis comunista es la hipótesis de la emancipación”. Tal y como
yo la entiendo, la frase significa que el sentido de la palabra es intrínseco a las prácticas de la emancipación, que el
comunismo es la forma de universalidad construida por estas prácticas. Y estoy enteramente de acuerdo con la
proposición así comprendida. Por su puesto, queda definir lo que se entiende por emancipación para saber qué
comunismo es el que aquí está implicado.

Para que no haya ninguna sorpresa, partiré de la noción de emancipación que, a mi juicio, es más poderosa y
coherente, a saber: la que fue formulada por el pensador de la emancipación intelectual, Joseph Jacotot. La
emancipación es la salida para (de) una situación de minoría. Menor es aquel que tiene necesidad de ser guiado para
(por) no arriesgar a extraviarse siguiendo su propio sentido de la orientación. Tal es la idea que gobierna la lógica
pedagógica tradicional donde el maestro parte de la situación de ignorancia —por tanto de desigualdad— del alumno
para guiarlo (o guiarla), paso a paso, por el camino del conocimiento que es también el de la igualdad por venir. Tal es,
asimismo, la lógica de las Luces donde las elites cultivadas deben guiar al pueblo ignorante y supersticioso en los
caminos del progreso. Y, para Jacotot, ello es precisamente el verdadero medio de perpetuar la desigualdad en el
nombre mismo de la igualdad. El ordenado proceso que conduce al ignorante y al pueblo hacia la igualdad promete al
término de su presupuesta instrucción una desigualdad irreductible entre dos suertes de inteligencia. El maestro jamás
será igualado por el alumno porque a él le está reservada la ciencia que hace la diferencia, aquella que el niño-alumno y
el alumno-pueblo no ganarán jamás, y que es simplemente la ciencia de la ignorancia. A esta lógica desigualitaria, el
pensamiento de la emancipación opone un principio igualitario definido por dos axiomas: primero, la igualdad no es un
fin a esperar, es un punto de partida, una presuposición que abre el campo de una posible verificación. Segundo, la
inteligencia es una. No hay inteligencia del maestro e inteligencia del alumno, la inteligencia del legislador y la del
artesano, etc. Hay una inteligencia que no corresponde a ninguna posición en el orden social, que pertenece a
cualquiera en tanto que inteligencia de cualquiera. Entonces, emancipación quiere decir: afirmación de esta inteligencia
una y verificación del potencial de igualdad de las inteligencias.

Romper con el presupuesto pedagógico de la dualidad de las inteligencias es, también, romper con la lógica social de la
distribución de las posiciones tal y como Platón la fijó en dos proposiciones de La República que explican por qué los
artesanos deben atenerse a su propio trabajo y a ningún otro: en primer lugar porque el trabajo no espera y, en
segundo, porque el dios les ha dado la aptitud propia para el ejercicio de ese trabajo, que implica la ineptitud para
cualquier otra ocupación. La emancipación de los trabajadores implica, entonces, la afirmación de que el trabajo puede
esperar y que no hay aptitud —ni, por tanto, ineptitud— propia al artesano. Implica la ruptura de los vínculos de
necesidad que ligan una ocupación con una forma de inteligencia y la afirmación de la capacidad universal igual de
aquellos a los que se había supuesto tener solamente la inteligencia propia a su trabajo, es decir la (in)inteligencia
correspondiente a su posición subordinada.

La emancipación implica, así, un comunismo de la inteligencia, puesto en obra en la demostración de la capacidad de


los “incapaces”: la capacidad del ignorante para aprender por sí mismo, dice Jacotot. Y nosotros podríamos añadir: la
capacidad, para el obrero, de dejar a su mirada y espíritu evadirse del trabajo de sus manos; la capacidad, para una
colectividad de trabajadores, de detener ese trabajo que “no espera” por mucho que se tenga necesidad de él para vivir,
transformar el espacio privado del taller en espacio público, organizar la producción por ellos mismos o tomar a su cargo
el gobierno de una ciudad que sus gobernantes han abandonado o traicionado, y todas las formas de invención
igualitaria propias a demostrar la potencia colectiva de los hombres y las mujeres emancipados.

Digo: “podemos añadir”. O sea, podemos deducir de la tesis del comunismo de la inteligencia las formas de
actualización colectivas de este comunismo. Y es aquí donde la dificultad aparece: ¿en qué medida la afirmación
comunista de la inteligencia de cualquiera puede coincidir con la organización comunista de una sociedad? Jacotot
deniega totalmente esta posibilidad. La emancipación, sostenía, es una forma de acción que puede transmitirse hasta el
infinito, de individuo a individuo. En eso, se opone estrictamente a la lógica de los cuerpos sociales, lógica de
agregación dirigida por leyes de gravitación social análogas a las de la gravitación física. Cualquiera puede emanciparse
y emancipar a otras personas, y uno puede imaginarse a la humanidad entera compuesta de individuos emancipados.
Pero una sociedad no puede ser emancipada.

No se trata solamente de la convicción personal de un pensador excéntrico. Ni tampoco de un simple asunto de


oposición entre individuo y colectividad. La cuestión es la de saber cómo la colectivización de la capacidad de
cualquiera puede coincidir con la organización global de una sociedad, cómo el principio anárquico de la emancipación
puede convertirse en el de una distribución social de los lugares, de las tareas y de los poderes. Es este un problema
que ya sería hora plantear dejando a un lado los trillados sermones sobre la espontaneidad y la organización. La
emancipación es, seguramente, un desorden, pero este desorden no tiene nada de espontáneo. Y, a la inversa, la
organización generalmente no es más que la reproducción espontánea de las formas existentes de disciplina social.
¿Qué es una disciplina de la emancipación? Tal era el problema de aquellos que, en el siglo de Jacotot, se proponían
fundar colonias comunistas como Cabet, o partidos comunistas como Marx y Engels. Las colonias comunistas, como la
colonia icariana conducida por Cabet a los Estados Unidos, fracasaron. No fracasaron, tal y como sostiene la opinión
perezosa, porque los caracteres individuales no pudieran plegarse a la disciplina común, sino a la inversa, porque la
capacidad comunista, la compartición de la capacidad perteneciente a todos, no podía privatizarse, transformarse en
virtud privada del hombre comunista. La temporalidad de la emancipación —la temporalidad de la exploración del poder
intelectual colectivo— no pudo coincidir con el empleo del tiempo de una sociedad organizada dando a cada uno y cada
una su lugar y su función. Otras comunidades de los alrededores salieron, en cambio, mucho mejor paradas. La razón
es simple: no estaban compuestas por trabajadores comunistas emancipados, sino por mujeres y hombres reunidos
bajo la autoridad de una disciplina religiosa. La Comunidad icariana sí estaba compuesta por comunistas. Y desde el
principio su comunismo se encontró escindido entre una organización comunista de la vida cotidiana, dirigida por el
Padre de la Comunidad, y una asamblea igualitaria, que encarnaba el comunismo de los comunistas. Después de todo,
un trabajador comunista es un trabajador que afirma su capacidad de hacer y de discutir las leyes comunes en lugar de
limitarse a la ejecución de su tarea de trabajador útil. Este es, no lo olvidemos, el problema que La República de Platón
había resuelto a su manera. En esta república, los trabajadores, los hombres del alma de hierro, no pueden ser
comunistas; sólo los legisladores con el alma de oro pueden y deben renunciar al oro material para vivir, en (como)
comunistas, de la producción de los trabajadores no comunistas. Entonces, la república se define propiamente como el
poder de los comunistas sobre los obreros. Es una vieja solución pero todavía muy de moda en el Estado comunista
que mencionaba al comienzo, al precio, claro, de un reforzamiento muy serio de los cuerpos de guardianes.

Cabet había olvidado a los guardianes. En cuanto a Marx y Engels, decidieron disolver el partido comunista que ellos
mismos habían creado y esperar a que la evolución de las fuerzas productivas trajera a verdaderos proletarios
comunistas en lugar de esos “asnos redomados” que se consideraban como sus hermanos sin haber comprendido nada
de su teoría. Para ellos, el comunismo no podía ser la reunión de individuos emancipados que experimentan la vida
colectiva como respuesta al egoísmo y a la injusticia de la sociedad. Debía ser la plena realización de una forma de
universalidad ya en obra en la organización capitalista de la producción y en la organización burguesa de las formas de
vida. Era la actualización de una racionalidad colectiva ya existente bajo la forma misma de su contrario, la
particularidad de los intereses privados. Las fuerzas colectivas de la emancipación ya existían. Faltaba solamente la
forma de su reapropiación subjetiva y colectiva.

El único problema era este “solamente”. Pero se podía rodear la dificultad al precio de dos axiomas. Primero, hay una
dinámica intrínseca al desarrollo de las fuerzas productivas: este desarrollo pone por sí mismo al trabajo una potencia
de comunidad que debe hacer explotar las formas del interés privado capitalista. Segundo, debe hacerlo tanto más
cuanto destruye por su lógica misma todas las otras formas de comunidad, todas las formas de comunidad separadas
encarnadas por la familia, el Estado, la religión o cualesquiera otras relaciones sociales tradicionales. Así, se habría
rodeado el problema del “solamente”: el comunismo aparecería como la única forma de comunidad posible en la
debacle de todas las otras.

También era, asimismo, posible suprimir la tensión entre los comunistas y la comunidad. Sólo que esta solución tenía el
inconveniente de borrar la heterogeneidad de la lógica de la emancipación con respecto a la lógica del orden social.
Borraba lo que es el corazón de la emancipación, a saber, el comunismo de la inteligencia, la afirmación de la capacidad
de cualquiera para estar allí donde no puede estar y para hacer aquello que no puede hacer. Al contrario, tendía a
fundar la posibilidad del comunismo sobre su incapacidad. Pero esta declaración de incapacidad lo es en una doble
instancia. Por un lado, liga la posibilidad de una subjetividad comunista a una experiencia de desposesión resultante del
proceso histórico: el proletariado, dice Marx, es la clase de la sociedad que ya no es una clase de la sociedad sino el
producto de la descomposición de todas las clases. No tiene, así, nada que perder salvo sus cadenas. Y la conciencia
de su situación, necesaria para su constitución en fuerza revolucionaria, es algo que esta situación misma le fuerza a
adquirir. La competencia del proletario se identifica, así, en un oro del conocimiento que no es más que el producto de la
experiencia del hombre de hierro, la experiencia de la fábrica y de la explotación. Pero, por otro lado, esta condición que
debe instruirle es ella misma planteada como una condición de ignorancia producida por el mecanismo mismo de la
dominación ideológica: el hombre de hierro, el hombre atrapado en el sistema de explotación sólo puede ver este
sistema en el espejo invertido de la ideología. De ahí que la competencia del proletario no pueda ser su competencia.
Es el conocimiento del proceso global —y de las razones de su ignorancia—, un conocimiento accesible solamente a
aquellos que no son apéndices de la máquina, a los comunistas en tanto que no sean nada más que comunistas.

Por lo tanto, cuando nosotros decimos que la hipótesis comunista es la de la emancipación, no deberíamos olvidar la
tensión histórica entre las dos hipótesis. La hipótesis comunista sólo es posible sobre la base de la hipótesis de la
emancipación. Sólo es posible como colectivización del poder de cualquiera. Pero, desde los orígenes, el movimiento
comunista —y con ello entiendo el movimiento que se da por objetivo la creación de una sociedad comunista— estuvo
impregnado de la presuposición contraria, la presuposición desigualitaria bajo sus diversas formas: hipótesis
pedagógico-progresista de la diferencia de las inteligencias; análisis contrarrevolucionario de la Revolución francesa
como eclosión del individualismo destructor de todas las formas tradicionales de comunidad y de solidaridad; denuncia
burguesa de la apropiación salvaje de las grandes palabras, imágenes, ideas y aspiraciones por parte de los niños del
pueblo, etc. La hipótesis de la emancipación es una hipótesis de confianza. Pero el desarrollo de la ciencia marxista y
de los partidos comunistas la ha confundido con su contrario, una cultura de desconfianza fundada sobre la
presuposición de la incapacidad de la gran mayoría para ver y entender.

Muy lógicamente, esta cultura de desconfianza ha retomado por su cuenta la vieja oposición platónica entre el
comunista y el obrero. Y lo ha hecho bajo la forma de un double bind, descalificando el entusiasmo de los comunistas en
nombre de la experiencia de los trabajadores y la experiencia de los trabajadores en nombre del saber de la vanguardia
comunista. Aquí, el trabajador ha jugado, por turno, el papel del individuo egoísta, incapaz de ver más allá de sus
intereses económicos inmediatos, y el del experto formado por la larga e irremplazable experiencia del trabajo y la
explotación. El comunista, por su parte, ha jugado bien el papel del anarquista pequeñoburgués, impaciente por ver sus
aspiraciones realizarse, aun a riesgo de poner en peligro la marcha lenta y necesaria del proceso, bien el del militante
instruido enteramente abnegado a la causa colectiva. La represión mutua del alma de oro comunista por el hombre de
hierro obrero y del hombre de hierro obrero por el alma de oro comunista fue llevada a cabo por todos los poderes
comunistas, desde la NEP hasta la revolución cultural, y fue interiorizada tanto por la ciencia marxista como por las
organizaciones izquierdistas. Pensemos solamente en la manera en que mi generación pasó de la fe althusseriana en la
ciencia, encargada de desvelar las inevitables ilusiones de los agentes de la producción, al entusiasmo maoísta por la
reeducación de los intelectuales mediante el trabajo de fábrica y la autoridad de los obreros —aún a riesgo de confundir
la reeducación de los intelectuales mediante el trabajo manual con la reeducación de los disidentes mediante los
trabajos forzados—.

Sacar a la idea comunista de este double bind me parece ser un objetivo esencial si algo nuevo quiere ser pensado bajo
este nombre. En efecto, no vale la pena reanimar la idea de comunismo con la sola clave de que, seguramente, el
comunismo ha producido demasiados muertos y cosas terribles, pero que, después de todo, el capitalismo y las
susodichas democracias tampoco andan nada mal de sangre en las manos. Es el mismo género de razonamiento que
compara el número de víctimas palestinas de la ocupación israelí con el de las víctimas judías del genocidio nazi, el
número de víctimas judías del nazismo con los millones de africanos sometidos a la deportación y a la esclavitud, las
víctimas de la colonización republicana francesa o los indios masacrados por la América democrática. Esta manera de
comparar y jerarquizar los males acaba siempre por bascular en su contrario, la borradura de toda diferencia en nombre
de la equivalencia de la explotación con la explotación, que es la última palabra de un cierto nihilismo marxista.

No vale la pena consagrar demasiado tiempo a esta argumentación. Tampoco reanimar las discusiones sobre la buena
organización y los medios de la “toma de poder”. La historia de los partidos y de los Estados comunistas puede
enseñarnos cómo construir sólidas organizaciones para tomar y conservar el poder de Estado. Pero es muchísimo
menos apropiada para decirnos a qué puede parecerse el comunismo como poder de cualquiera. Así pues, estoy de
acuerdo con Alain Badiou en pensar que la historia del comunismo como historia de la emancipación es, antes que
nada, la de los momentos comunistas, los cuales por lo general han sido momentos de evaporación de las instituciones
estatales y de hundimiento de la influencia de los partidos institucionales. La palabra no debe llevar a desprecio. Un
momento no es simplemente un punto evanescente en el curso del tiempo. Es también un momentum, un
desplazamiento de los equilibrios y la instauración de otro curso del tiempo. Un momento comunista es una nueva
configuración de lo que quiere decir “lo común”, una reconfiguración del universo de los posibles. No es solamente un
tiempo de libre circulación de partículas desligadas. Los momentos comunistas han demostrado más capacidad
organizativa que la rutina burocrática. Pero es cierto que esta organización siempre ha sido la del desorden, con
respecto a la distribución “normal” de los lugares, de las funciones y de las identidades. Si el comunismo es pensable
para nosotros lo es como la tradición creada por estos momentos, célebres u oscuros, donde simples trabajadores,
hombres y mujeres comunes y corrientes, demostraron su capacidad de pelear por sus derechos y por los derechos de
todos, de hacer funcionar las fábricas, las sociedades, las administraciones, las escuelas o los ejércitos colectivizando el
poder de igualdad de cualquiera con cualquiera. Si algo merece ser reconstruido bajo esta bandera es una forma de
temporalidad que singularice la conexión de estos momentos. Esta reconstrucción implica la reafirmación de la hipótesis
de confianza, una hipótesis debilitada o destruida por la cultura de desconfianza al uso en los Estados, partidos y
discursos comunistas.

Este vínculo entre la afirmación de una subjetividad específica y la reconstrucción de una temporalidad autónoma es
crucial para toda reflexión, hoy, sobre la hipótesis comunista. Ahora bien, me parece que la discusión sobre este punto
se encuentra barreada por algunas “evidencias” problemáticas relativas a la lógica del proceso capitalista. Éstas toman,
hoy en día, dos formas principales. Por un lado, hemos visto reafirmarse con fuerza la tesis que hace del comunismo la
consecuencia de las transformaciones intrínsecas del capitalismo. El desarrollo actual de las formas de producción
inmaterial ha sido presentado como la demostración del vínculo entre dos tesis esenciales del Manifiesto comunista:
aquella que afirma que “todo lo sólido se desvanece en el aire” y aquella otra que afirma que los capitalistas serán sus
propios sepultureros. Se nos dice que el capitalismo hoy produce, en lugar de bienes apropiables, una red de
comunicación intelectual en la que producción consumo e intercambio se transforman en un solo y mismo proceso. De
tal suerte, el contenido de la producción capitalista haría estallar su forma al siempre identificarse, y cada vez más, con
el poder comunista del trabajo inmaterial colectivo. Al mismo tiempo, la oposición latente entre el comunista con el alma
de oro y el trabajador con el alma de hierro estaría reglada por el proceso histórico con ventaja para el primero. Pero
esta victoria del comunista sobre el obrero aparecía cada vez más como una victoria del comunismo del Capital sobre el
comunismo de los comunistas. En su libro Goodbye M. Socialisme, Antonio Negri cita la afirmación de un teórico
contemporáneo según la cual la institución financiera, particularmente a través de los fondos de pensión, es hoy la única
institución capaz de proporcionarnos la medida del trabajo acumulado y unificado, así pues, la única capaz de encarnar
la realidad de este trabajo colectivo. Por tanto, habría un capitalismo del Capital que tendríamos “solamente” que
transformar en capitalismo de las multitudes. En su intervención en el presente coloquio, Antonio Negri ha señalado
claramente que “este comunismo del Capital” era de hecho una apropiación de lo común por parte del Capital, por tanto
una expropiación de las multitudes. Sólo que, es demasiado llamar a eso un comunismo. Es demasiado consagrar así
una racionalidad histórica de este proceso. Lo que la presente “crisis” financiera ha puesto en cuestión es precisamente
la racionalidad de esta racionalidad. De hecho, la actual “crisis” es el notorio parón de la utopía capitalista, que ha
reinado sin división durante los veinte años que siguieron a la caída del imperio soviético: la utopía de la autorregulación
del mercado y de la posibilidad de reorganizar el conjunto de las instituciones y de las relaciones sociales, de
reorganizar todas las formas de vida humana según la lógica del libre mercado. Un reexamen de la hipótesis comunista
hoy debe tener en cuenta el inédito acontecimiento que constituye esta quiebra de la utopía capitalista.
La misma situación debería conducirnos también a volver a poner en cuestión otra forma contemporánea del discurso
marxista: aquella que nos describe un estadio final del capitalismo que produciría una pequeño burguesía mundial que
encarnara la profecía nietzscheana del “último hombre”: un mundo enteramente entregado al servicio de los bienes, al
culto de la mercancía y del espectáculo, a la inyucción superyoica del goce y a las formas narcisistas de
autoexperimentación generalizada. Todos aquellos que nos describen este triunfo global del “individualismo de masas”
están de acuerdo en darle el nombre de democracia. La democracia aparecería, así, como el mundo vivido producido
por la dominación del Capital y por la destrucción galopante de todas las formas de comunidad y de universalidad que lo
acompaña. Esta descripción construye, entonces, una simple alternativa: o bien la democracia —es decir, el
despreciable reino de “último hombre”— o un “más allá de la democracia” que tomaría ahora, muy naturalmente, la
figura del comunismo.

El problema es que hoy mucha gente comparte esta descripción sacando de ella conclusiones exactamente opuestas:
intelectuales de derechas deplorando la destrucción por parte de la democracia del vínculo social y del orden simbólico;
sociólogos a la antigua oponiendo la buena vieja crítica social a la perniciosa “crítica artista” de las revueltas de 1968;
sociólogos posmodernos riéndose de nuestra incapacidad para aceptar el reino de la abundancia universal; filósofos
invitándonos a la tarea revolucionaria de hoy, que sería la de salvar el capitalismo insuflándole un contenido espiritual
nuevo, etc. En el seno de esta constelación, la simple alternativa —atolladero democrático o sobresalto comunista—
pronto aparece como problemática. Cuando se ha descrito el reino infame del narcisismo democrático universal,
ciertamente se puede concluir: sólo el comunismo nos sacará de este pantano. Pero, ahora, la cuestión es: ¿con quién,
con qué fuerzas subjetivas se pretende construir este comunismo? La llamada al comunismo por venir, ahora, se
parecería más a una profecía heideggeriana, llamando a la vuelta atrás al borde del abismo, a menos que no se
determinen las formas de acción que se proponen como único objetivo el de golpear al enemigo y bloquear la máquina
capitalista. El problema es que, para el bloqueo de la máquina económica, los brokers americanos y los piratas somalíes
se han probado mucho más eficaces que los militantes revolucionarios. Desgraciadamente su eficaz sabotaje no ha
creado ningún espacio para ningún comunismo.

Por tanto, hoy un reexamen de la hipótesis comunista supone un trabajo para desenredar sus formas de posibilidad de
los escenarios temporales que hacen del comunismo ya sea la consecuencia de un proceso inmanente al capitalismo,
ya la última oportunidad para agarrarse al borde del abismo. Estos dos escenarios temporales siguen siendo
dependientes de las dos grandes formas de contaminación de la lógica comunista de la emancipación por la lógica
desigualitaria: la lógica pedagógica progresista de las Luces, que hace del Capital el maestro que instruye a los
trabajadores ignorantes y los prepara para una igualdad siempre por llegar, y la lógica reactiva antiprogresista que
identifica las formas modernas de la experiencia vivida con el triunfo del individualismo sobre la comunidad. El proyecto
de reanimar la hipótesis comunista sólo tiene sentido si se vuelven a poner en cuestión estas dos formas de
contaminación y la manera en que aun hoy dominan los análisis supuestamente críticos de nuestro presente. Sólo tiene
sentido si se vuelven a poner en cuestión las descripciones dominantes del mundo llamado posmoderno. Las formas
contemporáneas del capitalismo, el estallido del mercado de trabajo, la nueva precariedad y la destrucción de los
sistemas de solidaridad social crean, hoy, formas de vida y experiencias del trabajo a menudo mucho más próximas a
las de los proletarios del siglo XIX que a la del universo de los técnicos hightech o a las del reino mundial de una
pequeño burguesía entregada al culto frenético del consumo descrito por tantos sociólogos. Pero no se trata solamente
de contestar a la exactitud de estas descripciones. Más radicalmente se trata de poner en causa un cierto tipo de
conexión entre los análisis de procesos históricos globales y la determinación de las cartas de lo posible. Deberíamos
habernos enterado de cuán problemáticas las grandes estrategias fundadas sobre el análisis de la evolución social. En
cuanto a la emancipación, jamás será ni el cumplimiento de una necesidad histórica ni la inversión heroica de esta
necesidad. Hay que pensarla a partir de su intempestividad, que significa dos cosas: primero, la ausencia de necesidad
histórica que funda su existencia; y segundo, su heterogeneidad con respecto a las formas de experiencia estructuradas
por el tiempo de la dominación. La única herencia comunista que vale la pena examinar es la que se nos ofrece por la
multiplicidad de formas de experimentación de la capacidad de cualquiera, ayer tanto como hoy. La única inteligencia
comunista es la inteligencia colectiva construida a través de estas experimentaciones.

Se me podrá objetar que, de este modo, defino el comunismo en términos apenas diferentes de los que uso para definir
la democracia. Respondería que mi concepción de la emancipación seguramente vuelve a poner en causa la tesis que
opone el comunismo a la democracia, concebida ésta como forma estatal de la dominación burguesa o como mundo
vivido organizado por el poder de la mercancía. Sabemos que la palabra “democracia” puede (en)cubrir cosas bien
diferentes, pero sabemos también que ocurre lo mismo con la palabra “comunismo”. Y el hecho es que combinando la fe
en la necesidad histórica con la cultura del desprecio llegaremos a un tipo de comunismo muy específico: el comunismo
como apropiación de las fuerzas productivas por el poder de Estado y su gestión por una elite “comunista”. Y, una vez
más, eso puede ser un porvenir para el capitalismo. Pero no lo es para la emancipación. El futuro de la emancipación
solamente puede consistir en el desarrollo autónomo de la esfera de lo común creada por la libre asociación de los
hombres y de las mujeres que ponen en acto el principio igualitario. ¿Deberíamos contentarnos con llamar a esto
“democracia”? ¿Hay alguna ventaja en llamarlo “comunismo”? Veo tres razones que pueden justificar este último
nombre. La primera es que pone el acento sobre el principio de unidad y de igualdad de las inteligencias. La segunda es
que señala el aspecto afirmativo inherente a la colectivización de este principio. La tercera es que indica la capacidad de
autosuperación inherente a este proceso, su infinidad que implica la posibilidad de inventar futuros todavía no
imaginables. En cambio, rechazaría el término si significara que ya sabríamos lo que esta capacidad puede realizar
como transformación global del mundo y que ya conocemos el camino para llegar ahí. Lo que sabemos es solamente lo
que esta capacidad es capaz de realizar hoy como formas disensuales de combate, de vida y de pensamiento
colectivos. El reexamen de la hipótesis comunista pasa por la exploración del potencial de inteligencia colectiva
inherente a estas formas. Esta exploración supone, en sí misma, la plena restauración de la hipótesis de confianza.

* Texto de la comunicación ofrecida en el momento del coloquio On the idea of communism que tuvo lugar los días 13,
14 y 15 de Marzo de 2009 en el Birbeck Institute for the Humanities (Londres, Reino Unido).

— Traducción y establecimiento al español: Alejandro Arozamena —

Publicado 11th August 2010 por Paz, Fuerza y Alegría - Primaria

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