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Tengo rabia, porque sí, porque no, por todo. Y cómo no tener rabia
cuando se van a cumplir catorce años. A mi mamá le ha dado por
castigarme cada fin de semana, ya no me aguanta. Nadie aguanta mi
rebeldía temprana, el paso de tercero a cuarto de bachillerato y el
descubrimiento de verdades veladas para mí hasta este momento.
Muy chica, no sé, ocho, nueve, tal vez, guardaba con tanto recelo “mis
novelas”, me cuenta mi madre que así les decía. Pero ni yo misma puedo
recordar de qué trataban, lo poco que viene a mi mente son los
cuadernos de hojas cuadriculadas del colegio, la sala del apartamento
minúsculo donde vivíamos los cinco, y yo, escondiéndome de mis padres
para escribir. Me viene a la memoria un recuadro que dibujaba en la
parte superior, claro, ahora lo sé, era la pantalla donde hacía trazos
o la figura de cualquier monigote que intentaba dibujar. Bajo el
dibujo, la historia, ¿sería un intento de novela gráfica? O peor, y por
qué no, un remedo de las fotonovelas que leía mi tía con tanta
persistencia y me pasaba a mí para que no interrumpiera el encuentro
con su novio de turno.
Sigo sin recordar de qué iban esas historias. La de las vacaciones del
77 sí la recuerdo, aún la tengo, aunque no sé ni cómo ha sobrevivido a
tantos cambios de casa y a mis eternas mudanzas. Esa última
reprimenda de mi madre la sufrí como una condena, pero realmente fue
muy especial, no solo por un cigarro tras otro que robé de su cartera
para vengarme por los no sé cuántos días encerrada en casa. “Ni
siquiera puede ir a donde Marcela”, me dijo, entonces me planté sin
más en la ventana y le gritaba furibunda a mi amiga que no podíamos
jugar a ser Sophía Loren y Brigitte Bardot. Doña Clara, la madre de
mi amiga, fue tal vez la única que descansó y se dio el tiempo para
esconder los vestidos de fiesta y los pocos zapatos de tacón que no
habíamos acabado entre Marcela y yo.
Las más cercanas van a dar a colegios cualquiera, esos que ni siquiera
pronunciamos su nombre en los pasillos, porque lo miran a uno como la
más vaga, la mariguanera, artista, o pendenciera. Me siento como la
más loser, palabra que no existe para nosotras en ese momento, pero de
eso escribo con toda esa rabia, y porque quiero entender, encontrar
una respuesta a la muerte de mis tres vecinos del barrio. Uno de ellos
era el hermano de Tere, mi compinche del grupito, otro era el hijo de
unos amigos de mis padres, nos conocíamos desde muy niños, le decían
“el Osito”, era todo risas, “peace and love”, vivía el día entero grogui
a punta de bareta o en viaje de hongos del río Pance.
En casa nadie sabe cómo manejar mis nuevos amigos, “los grandes de la
cuadra”, porque fuman marihuana y van todos los fines de semana a
“La Bilbo”, la discoteca de donde no queremos salir nunca, así tengamos
que madrugar al otro día. Me encanta bailar hasta el amanecer, eso,
solo bailar, ni siquiera tomo alcohol, muy de vez en cuando. Pero lo
que sí me hace falta es bailar, aprender los pasos de baile y
coreografías y hacerlos con Carlitos o con Gabo, que son mis cómplices
de baile, nada más.
Apenas comienzo a leerlo, la noche se vuelve azul turquí, como dice él,
Andrés Caicedo. Y nunca vuelve a ser igual. La vida a partir de ese
viaje al que no quería ir deja de ser la misma, dejo de ser esa que en
el colegio esperaban que fuera. ¿Quién era ese tipo que hablaba de mis
calles?, de las galladas, que nombraba la guayaba coronilla y decía
que el aire “descuajaringaba” la vegetación de su nuca, que decía en
sus páginas, impajaritable, acuscambado, chocholiar y patidifuso, y que
además hablaba de una cosa rara llamada cinesífilis, y a mí me sonaba
a una enfermedad por el cine, ésa que ya me había atacado.
Pues quién más que Andrés Caicedo, recién muerto, el que se había
suicidado con la absurda suma de sesenta seconales, ya no existe en
las recetas médicas, o sí, pero con otro nombre. Y él, Andrés Caicedo
Estela, por si fuera poco, me hizo una gran revelación en las páginas
que devoré con ansias ese fin de semana, nombró el colegio, el de las
niñas decentes, el que yo odiaba con tanta furia por haber cercenado
a mi grupo de raritas, de esas niñas no bien que nos negábamos a ser.
Y sin más, Ricardito el miserable contaba que iba a ver los partidos
de las niñas de mi colegio y a las de las monjas cansonas y rezanderas
que se contramataban jugando básquet. Pero también develaba, ya
terminando la novela, que cómo era posible que una exalumna del Liceo
Benalcázar se metiera a puta, sí, a puta.
Ahí fue Troya, pero esta vez era yo la que iba a armarla. Ése, mi
grupito, las no comprendidas, claro. Las que al año siguiente nos
convertimos en el grupo Travolta, porque hasta nos tocó disfrazarnos
para ir a ver Saturday night Fever. El problema era que ya no
estábamos juntas ni en el colegio ni en el mismo salón, Cuqui y Pato,
me hacían una falta horrible, y también me preocupaban. Las dos
hablaban ya de amor, de compromisos y de novios que con el tiempo
cambiaron sus vidas por completo.
Poco o nada dijeron, por eso no insistí más y volví a leer la novela de
Andrés, porque aún muerto me seguía charlando, lo sigue haciendo
cuando pienso en los pocos que en Cali se habían atrevido a hablar de
putas niñas bien, rocanrol, salsa ventiada, tropeles y drogas, muchas
drogas que hacían alucinar y perderse en mundos de magia y
psicodelia. Entonces lo guardé, y sigue protegido a donde vaya como mi
bien preciado, con su tapa blanca y el búho púrpura, con cada página
que subrayé hasta el cansancio, hasta hoy cuando han pasado más de
cuarenta años y sigo preguntándome las mismas preguntas, sobre los
vecinos que se acercan o no se acercan, sobre sus historias de amor y
rabia, sobre sus muertes, las de los otros, y claro, la mía.