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El cristiano ante el magisterio del Judaísmo

Víctor Manuel Fernández


Síntesis de principios básicos para el diálogo cristiano con el Judaísmo.

El encuentro con aquellos que escrutaron la verdad desde otra perspectiva no consiste en un
empeño por situarlos en nuestra propia visión, sino que es un diálogo, y "el diálogo es un intercambio
de dones". [1] Siendo así, nos interesa que los demás crezcan a partir de su propia perspectiva, ya
que eso también significará un enriquecimiento para nosotros:

Es preciso que los dones de cada uno se desarrollen para utilidad y beneficio de todos (ibid).

Y podemos decir esto no sólo del diálogo ecuménico, sino también de nuestro diálogo con los no
cristianos. [2] Un auténtico creyente necesita escuchar también en otros "lugares" el mensaje de
Dios, ámbitos donde la gracia divina puede actuar "por caminos que sólo Dios conoce" (Gaudium et
Spes 22).

Incluso el diálogo con los ateos nos enriquece, puesto que nos ayuda a profundizar nuestra vía
negativa en el conocimiento de Dios; ya que ante el Misterio divino muchas veces es mejor negar o
callar. [3]

Esto no implica negar nuestra peculiaridad. Los católicos creemos que damos gloria a Dios y
enriquecemos a la humanidad poniendo de manifiesto la riqueza que hemos recibido por la acción
del Espíritu en la Iglesia. Si otros pueden alcanzar la salvación sin conocer explícitamente a Cristo,
nosotros agradecemos que se nos haya regalado "el sublime conocimiento de Jesucristo". Sabemos
que lo esencial es el dinamismo salvífico de la gracia, pero nuestra inteligencia anhela también el
conocimiento explícito de la verdad; y para nosotros la fe en Cristo y la contemplación de su Evangelio
son una riqueza que debe ser compartida.

En ese compartir, nos enriquecemos de una manera especial en el encuentro con el judaísmo,
fecundado desde sus raíces por la Revelación divina. Y ya que todo nos es dado por Cristo, y puesto
que donde hallamos una verdad lo encontramos a él, valoramos profundamente el valioso acceso a
la verdad que nos ofrece el judaísmo. El solo hecho de que Jesús sea judío hace que este camino de
verdad despierte un fuerte atractivo en todo el que ame a Jesucristo.

Veamos ahora algunos principios fundamentales para un planteo adecuado sobre el diálogo
específico y peculiar con el judaísmo, de manera que el encuentro con los judíos sea algo más que
una formalidad o un simple acto de paciencia y respeto fraterno.

1. Una lectura cristiana no cristológica de la Biblia hebrea.

Es indispensable en primer lugar un planteo convencido y convincente sobre el valor siempre actual
de la Biblia hebrea. Esto supone superar la perspectiva exclusivamente cristológica en la
interpretación de los textos veterotestamentarios. Pero a la base se sitúan los planteos
hermenéuticos aceptados por el Magisterio, según los cuales el sentido alegórico o tipológico debe
fundarse en el sentido literal de los textos, que es lo primero que hay que tener en cuenta. [4] Es
decir: todo texto del Antiguo Testamento tiene un núcleo propio de verdad que el autor de aquel
momento quería transmitir a sus contemporáneos, y que, más allá de todos sus aspectos secundarios
y circunstanciados, conserva un valor perenne. Mencionemos por ejemplo las exhortaciones
proféticas a un culto unido a la fraternidad, o la invitación del Eclesiastés a vivir el momento presente,
etc. (de lo cual el Nuevo Testamento ofrece sólo breves resúmenes, como en Mt. 5, 23-24 o 1 Tim. 6,
17). [5] La lectura cristológica no niega ese núcleo central y perenne de cada texto, sino que debería
suponerlo e incorporarlo, aunque lo cierto es que las lecturas cristológicas, legítimamente extasiadas
por la persona de Jesús, normalmente han soslayado el mensaje propio de los textos en la santa
obsesión por destacar a Cristo:

Deberá hacerse un esfuerzo por comprender mejor lo que en el Antiguo Testamento conserva su
valor propio y perenne, porque ese valor no ha sido anulado por la interpretación posterior del Nuevo
Testamento. [6]

Por otra parte, la lectura meramente cristológica del Antiguo Testamento es para muchos el indicio
de una actitud que terminó provocando, al menos remotamente, el Holocausto:

Se suele coincidir en que uno de los factores centrales del desarrollo del antisemitismo fue la
apropiación cristiana del derecho de interpretar la Escritura y el nacimiento consiguiente de ciertas
concepciones que consideran al pueblo judío como “carnal” e incapaz de reconocer el “sentido
espiritual”, tan presente en las tradiciones cristianas. El cristianismo se convertía así en el “nuevo
Israel” que superaba y suplantaba al judaísmo, al que, explícita o implícitamente, se negaba todo
ulterior derecho a existir religiosa y humanamente. [7]

Es cierto que para nosotros el Nuevo Testamento da al Antiguo un nuevo significado, pero también
reconocemos que el Nuevo Testamento “recibe a su vez luz y explicación” de su reencuentro con el
Antiguo (Orientaciones 2b). Esto debería tener consecuencias en la predicación, para que un indebido
acento en lo específico del cristianismo no lo desvincule de su raíz veterotestamentaria:

Al comentar los textos bíblicos, sin minimizar los elementos originales del cristianismo, se
pondrá de relieve la continuidad de nuestra fe con relación a la de la antigua Alianza, a la luz de las
promesas (Ibid 2c).

2. El aporte hermenéutico de las tradiciones judías.

Lo dicho en el punto anterior abre la posibilidad de encuentros compartidos con la Palabra, de


estudios bíblicos judeo-cristianos, particularmente si se acude a una exégesis que busque el valor
propio de los textos situándolos en su contexto original. Pero esto no es suficiente. El diálogo con el
judaísmo puede ir todavía más allá, en una apertura sincera ante las tradiciones judías, [8] viendo en
ellas una posibilidad de enriquecer el propio fundamento judío, que es como un sustrato permanente
de la fe cristiana llamado a nuevos desarrollos. [9]

Y nos referimos también a la posibilidad de un enriquecimiento a partir de las tradiciones de la


lectura judía posteriores a Jesús. La explicación de esta posibilidad puede sintetizarse diciendo que el
núcleo perenne de los textos del Antiguo Testamento ha tenido otra vía de desarrollo en las tradiciones
judías, independiente de su orientación explícita a Jesús (aunque sí estén orientados al Mesías). Y ese
desarrollo es también un efecto de los Libros sagrados en la historia a partir de su lectura, meditación,
enseñanza y transmisión popular dentro del contexto del Pueblo judío en los últimos dos mil años.
Ese desarrollo es una verdadera riqueza que procede de Dios mismo, puesto que no parte de un
contenido falso o contrario a la Revelación, sino que parte de los mismos textos revelados, de su
núcleo perenne. Esto no significa que ese desarrollo judío del texto bíblico contemple la totalidad de
la riqueza de un texto bíblico, que es inagotable, ni que constituya la totalidad de sus posibles
efectos.
La lectura tipológica no hace más que manifestar las riquezas insondables del Antiguo
Testamento, su contenido inagotable y el misterio del que está colmado (Notas 7).

El desarrollo que fue sufriendo el núcleo de verdad del Antiguo Testamento, independientemente
de su orientación explícita a Jesús, es un crecimiento con el cual el cristianismo también se beneficia,
ya que nunca nos podrá ser indiferente todo lo que enriquezca nuestra viva raíz veterotestamentaria.
Es sumamente valioso aplicar aquí el principio de la historia efectual, explicado por Gadamer, que
nos permite sostener que una realidad se conoce también a partir de la diversidad de efectos que
produce en la historia, y que no se la conoce plenamente si no se atiende también a esos efectos que
proceden del contacto entre esa realidad y los variados contextos históricos. [10]

Aplicando este principio, podemos decir también que “un judío desde su judaísmo puede descubrir
en las palabras de Jesús aspectos que a veces se le escapan al cristiano”. [11] La lectura cristiana de
los textos bíblicos tampoco agota su permanente vitalidad y novedad.

Es de esperar también de parte de los judíos un reconocimiento del valor de los efectos del Antiguo
Testamento en el contexto cristiano; y no se puede ignorar que el Nuevo Testamento y la Iglesia han
recogido tradiciones, también judías, que se remontan a los judíos de Alejandría varios siglos
anteriores a Jesús, rechazadas por los rabinos de Yamnia luego del año 70. [12]

Además, podríamos al menos invitar a los hermanos judíos a considerar esta preciosa reflexión de
un no creyente:

Acepte aunque más no sea por un instante la hipótesis de que Dios no existe... En ese caso, el
hombre tuvo en determinado momento la fuerza religiosa, moral y poética de concebir el modelo de
Cristo, del amor universal, del perdón a los enemigos, de la vida ofrecida en holocausto para la
salvación de los demás. Si yo fuera un viajero proveniente de lejanas galaxias y me topara con una
especie que haya sido capaz de proponerse tal modelo, admiraría subyugado tamaña energía
teogónica y consideraría a esta especie miserable e infame, que tantos horrores ha cometido,
redimida por el solo hecho de haber sido capaz de creer que todo eso fuera la Verdad... Y admita que
aunque Cristo no fuera más que el sujeto de una gran leyenda, el hecho de que esa leyenda haya
podido ser imaginada y querida por estos bípedos sin plumas que sólo saben que nada saben, sería
tan milagroso (milagrosamente misterioso) como el hecho de que el Hijo de un Dios real se hubiera
encarnado verdaderamente. Este misterio natural y terreno no cesaría de turbar y hacer mejor el
corazón de quien no cree. [13]

3. El lenguaje judío del Nuevo Testamento.

Digamos también que es imposible una interpretación completa del Nuevo Testamento si se
desconoce el Antiguo Testamento, pero también si se desconocen las tradiciones y el lenguaje del
postexilio, que influyeron decisivamente en el lenguaje y las figuras usadas en el Nuevo Testamento.
Dios no infundió a los autores del Nuevo Testamento un lenguaje y una imaginería completamente
novedosos, sino que ellos escribían con el lenguaje que habían aprendido en su contexto cultural, el
del postexilio. El mismo Jesús “emplea métodos de enseñanza similares a los de los rabinos de su
tiempo” (Orientaciones 3e), lo cual se evidencia en Mt. 26, 55. En este orden, difícilmente podremos
captar desde adentro el sentido de los textos neotestamentarios sin una lectura asidua que nos
familiarice con el lenguaje del Antiguo Testamento y con la lógica interna de la tradición judía
precristiana.
Una pobre familiaridad con el Antiguo Testamento y una escasa atención al mensaje específico de
los distintos textos del Antiguo Testamento implica un límite para la comprensión completa del Nuevo
Testamento, puesto que en la Biblia “ninguna palabra desvaloriza la anterior, cada una contribuye a
la comprensión del conjunto”. [14]

Recordemos que los relatos evangélicos no son una descripción o una crónica, sino una lectura
teológica de los hechos. En este sentido, los relatos de la pasión de Jesús son una lectura teológica
de los acontecimientos acudiendo a los textos del Siervo sufriente de Isaías (Sinópticos) y de Zacarías
(Juan). Si los relatos de la Pasión fueran sólo descripciones o crónicas, simplemente sabríamos que
alguien llamado Jesús cargó con la cruz, murió, y luego se encontró su sepulcro vacío; pero sin acudir
al Antiguo Testamento “¿cómo esa muerte hubiera podido tener un sentido para sus discípulos?”.
[15]

Una filmación de los hechos, sin el trasfondo de la fe judía, no nos permitiría captar su sentido
profundo:

¿Entenderíamos siquiera de lejos las exigencias y reivindicaciones de Jesús sin conocer el


Antiguo Testamento? ¿Cabe entender a Jesús sin la Ley y los Profetas, sin las experiencias y las
esperanzas de Israel?. [16]

La misma resurrección de Cristo es entendida por San Pablo en continuidad con las convicciones
que él tenía como fariseo, creyente en la resurrección de los muertos (Cf. Rom. 4, 17 y 24). A eso se
debe su afirmación: “Si no hay resurrección de los muertos entonces tampoco Cristo resucitó” (1 Cor.
15, 13.16). En el contexto de la fe farisea, que se expresaba en ciertas prácticas (1 Cor. 15, 29), Pablo
ve la resurrección de Cristo como anticipo y primicia de la resurrección final en la que creía ya antes
de conocer a Cristo (1 Cor. 15, 23; Rom. 4, 17), y de lo cual nunca se avergüenza: “Hermanos, yo soy
fariseo, hijo de fariseos; por esperar la resurrección de los muertos se me juzga” (Hch. 23, 6; cf. 26,
6-8). [17] Al creer en la resurrección de Cristo ve en ello una perfecta continuidad con la constante
esperanza de su pueblo: “Precisamente por la esperanza de Israel llevo yo estas cadenas” (Hch. 28,
20). [18]

Hoy podemos sostener que la supuesta “desmitologización” del lenguaje neotestamentario,


aislándolo por completo de la cultura en que fue expresado, no nos asegura una mejor captación de
ese mensaje, sino que más bien se transforma en una pretendida comprensión del texto que no es
más que hacerle decir a ese texto ideas que están en la mente moderna del pretendido intérprete:

Este evangelio fue anunciado en el lenguaje de la Biblia, a partir de la Torá, en conexión con los
Profetas... Fue dirigido ante todo a los judíos...Ignorar este contexto judío de la predicación de Jesús
¿no equivale a retornar a la pretensión criticada por Pablo de poner “la locura de la cruz” en “discursos
de sabiduría”?. [19]

Ignorar el Antiguo Testamento y el hecho de que Jesús era plenamente judío por su manera de ser,
su lenguaje, su educación, su historia, su modo de orar, [20] es volver a una idea del Jesús de la fe
completamente desligado del Jesús histórico, [21] con lo cual se prepara un sutil docetismo [22] que
nos aleja del mismo Jesús al que creemos amar:

Es necesario volver a aquel que, al encarnarse, se hizo judío entre los judíos, a aquel para quien
el hecho de ser judío no constituyó un revestimiento o un disfraz, sino su mismo ser... Jesús se ofrece
a la humanidad entera como salvador encarnándose en el pueblo judío, y no podemos confesar a
Jesús más que tal y como se nos manifestó. [23]
Debemos aceptarlo, Dios ha elegido para su Hijo esta manera precisa de ser hombre con todo
lo que ella supone de concreto... Pueblo, tierra, Torá, estos tres elementos constitutivos de Israel, Jesús
los recibe, como todo niño judío, en su nacimiento. Es la herencia de los padres, vehiculizada por
la memoria ancestral. Le aporta la lengua, la tradición, la liturgia, las costumbres, el amor a la tierra.
Conocer esta herencia es conocer mejor la humanidad de Jesús, para lo cual contamos con dos
testimonios: uno es la Biblia y el otro es el pueblo judío que vive con nosotros. [24]

La fe en la Encarnación nos exige aceptar a Jesús tal cual fue y sigue siendo, plenamente judío,
porque “la salvación viene de los judíos” (Juan 4, 22), y “a los israelitas pertenece la adopción, la
gloria, las alianzas, la ley, el culto, las promesas, y los padres, y de ellos viene Cristo según la carne”
(Rom. 9, 4-5). Esto implica entonces una necesidad de leer los Evangelios con ojos judíos, reconocida
por Juan Pablo II al decir que sólo de ese modo el misterio de Cristo puede tener sentido para
nosotros:

Privar a Cristo de su relación con el Antiguo Testamento significa separarlo de sus raíces y
vaciar su misterio de todo sentido. En efecto, para ser significativa, la Encarnación necesitó
arraigarse durante siglos de preparación. De lo contrario, Cristo habría sido como un meteorito, que
cae accidentalmente en la tierra, sin conexión con la historia de los hombres. [25]

4. El antisemitismo de la pretensión de originalidad.

Un error en la enseñanza cristiana ha sido una cierta obsesión por acentuar lo distintivo de la
enseñanza de Cristo como si su valor estuviera en lo no dicho antes, y así de hecho se reinstala un
cierto marcionismo:

Se deja entrever que el primer Testamento sólo fue una pedagogía apenas necesaria.
Instituyendo un régimen provisorio, tenía que desaparecer al llegar Jesús, como una sombra se
reemplaza por la luz, lo viejo por lo joven, lo antiguo por lo nuevo. Esa manera de presentar la venida
del Señor transforma la historia precedente en algo vacío y vano. [26]

Particularmente sucede esto cuando se dice que el Nuevo Testamento presenta un ideal del amor,
mientras el Antiguo Testamento invitaba a una religión del temor, o cuando se afirma que la ética del
Nuevo Testamento está centrada en la acción divina y en la confianza en Dios, mientras el Antiguo
Testamento se centraba en el cumplimiento externo de la ley y depositaba la confianza en las obras
humanas. Si bien es cierto que algunas afirmaciones de San Pablo parecen confirmar esta tendencia
(Rom. 7, 6; 8, 3; Gál 2, 19; 3, 13), no podemos ignorar que tanto Pablo como el Jesús presentado por
San Juan se oponían a una línea del judaísmo de su época, pero que no representaba a todo el
judaísmo de entonces ni a lo mejor de las tradiciones judías postexílicas. Sabemos también que las
distintas líneas del fariseísmo sostuvieron grandes conflictos entre sí, de lo cual precisamente el
Talmud ofrece un claro testimonio:

Es el Talmud lo que hay que leer para encontrar invectivas contra algunos “fariseos hipócritas y
pervertidos”, que superan en violencia a las de los evangelios. [27]

Por otra parte, Mateo y Santiago representan un fruto precioso del Antiguo Testamento y del
judaísmo postexílico, mostrando un estilo de cristianismo en continuidad con el Antiguo Testamento
y con las tradiciones judías.

Para evitar confrontaciones estériles hay que advertir también que la expresión “Ley” puede
entenderse de muchas maneras tanto en el cristianismo como en el judaísmo. Y es imprescindible
mencionar que algunos textos veterotestamentarios y muchos textos judíos extrabíblicos ya
manifestaban una religiosidad de la confianza en el amor de Dios e invitaban a un cumplimiento de
la ley movilizado desde el interior del corazón por la acción divina (Jer. 31, 3.33-34; Ez. 11, 19-20; 36,
25-27; Oseas 11, 1-9, etc.). La “emuná”, actitud de profunda confianza que moviliza al auténtico
cumplimiento de la Ley, “está en el corazón mismo de la exigencia de toda la Torá”. Y es interesante
advertir que el texto de Habacuc 2,4, que expresa esta actitud básica, es de hecho citado por San
Pablo al hablar de la justificación por la fe en Gál. 3, 11 y en Rom. 1, 17. [28]

También son muchos los textos judíos, particularmente del postexilio, que dan una primacía a la
misericordia con el prójimo como exigencia ética particularmente agradable a Dios (Dan. 4, 24; Tob.
4, 7-11; 12, 9; Eclo. 3, 30-4,6; 29, 12-13; cf. también Is. 1, 11-18; 58, 6-10), [29] lo cual es
evidentemente reafirmado en el Nuevo Testamento (Stgo. 1, 27; 2, 15-17; Gál. 5, 13-14; Lc. 6, 36-38;
Mt. 25, 31-46; 1 Juan 3, 14-18).

En este sentido, habría que preguntarse si ciertas expresiones que se asumen públicamente a partir
del diálogo con otras confesiones cristianas, sin suficiente explicación, no nos alejan del diálogo con
el judaísmo o provocan una suerte de esquizofrenia. Vale como ejemplo la “Declaración Conjunta”,
que sintetiza las valiosas conclusiones del diálogo católico-luterano sobre la justificación, cuando
sostiene que en Cristo y el Evangelio la Ley ha sido superada. [30]

Tampoco podemos dejar de mencionar esta expresión de un documento de la Comisión teológica


internacional:

La Nueva Alianza, al contrario de la precedente, no es de la letra sino del Espíritu. [31]

Evidentemente los redactores de estos textos no se preguntaron como resonarían esas frases en
el corazón de un piadoso judío.

Pero digamos además que la obsesión por destacar lo distintivo del cristianismo suele llevar incluso
a una sutil negación de la identidad entre el Dios judío y el Dios cristiano, lo cual, al mismo tiempo
que desvirtúa la fe cristiana, deja sin sustento alguno la posibilidad de un auténtico encuentro
religioso entre judíos y cristianos. Veamos un ejemplo:

Fuera del misterio neotestamentario, que solamente se nos hace accesible y se mantiene
gracias a la relación de Jesús con su Padre divino y gracias a su promesa del Espíritu Santo, la
coexistencia humana no llega a tener valor propio. Pues en caso contrario permanece
irrecusablemente como la expresión de la deficiencia de la multiplicidad creatural respecto a la unidad
divina, cuya imagen sólo podría resplandecer o en la autarquía del individuo o en la autarquía de la
polis y su comunismo. [32]

Sin llegar a esta dialéctica, un cristocentrismo mal entendido, donde Cristo ya no aparece con la
ineludible referencia al Padre que se evidencia en los Evangelios, induce a pensar que el Dios del
Antiguo Testamento ha sido reemplazado. Lo patentiza la opinión de S. Freud:

Surgido de una religión del Padre, el cristianismo se convirtió en la religión del Hijo y no pudo
evitar la eliminación del Padre. [33]

Sin embargo San Justino, en diálogo con el judío Trifón, pone otro acento:

Otro Dios, oh Trifón, ni lo habrá ni lo hubo desde la eternidad, fuera del que creó y ordenó
este universo. No creemos nosotros que uno sea nuestro Dios y otro el vuestro, sino el mismo que sacó
a vuestros padres de la tierra de Egipto con mano poderosa y brazo excelso; ni en otro hemos puesto
nuestra confianza sino en el mismo que vosotros, en el Dios de Abraham, de Isaac y de Jacob. [34]
A partir de esta convicción, San Pablo, después de hacerse cristiano, podía seguir diciendo: “Rindo
culto al Dios de mis padres” (Hch. 24, 14). [35]

5. El Mesías que no ha llegado.

Una de las riquezas que puede brindar a las Iglesias cristianas el diálogo con el judaísmo es la de
despertar más la espera del Mesías. Si bien es cierto que para los cristianos el Mesías ya llegó, también
es cierto que estamos esperando su venida y la imploramos (bajo la formalidad del “regreso”):

Nosotros creemos que las promesas se han cumplido con la primera venida de Cristo, pero no
es menos cierto que estamos esperando todavía su pleno cumplimiento, que se realizará cuando él
vuelva glorioso al final de los tiempos (Orientaciones 2 c).

No ignoramos que la venida de Cristo no ha plenificado la historia, la cual evidentemente gime en


su imperfección y en su miseria ansiando la liberación (Rom. 8, 18-25) que traerá el Mesías. Y “¿quién
siente más hondamente que el judío que este mundo actual de brutales injusticias no es el reino
mesiánico?”. [36] Tampoco ignoramos que la Iglesia no se identifica con el Reino de Dios, sino que es
sólo un germen o un inicio (Lumen Gentium 9), y debe esperar el Reino en plenitud, aunque está al
servicio de la instauración de ese Reino de Dios en la historia:

La Iglesia, realizada ya en Cristo, no deja de esperar su perfección definitiva, como Cuerpo


suyo... y tiende todavía a su estatura perfecta (Ef. 4, 12-13)... (Notas 8).

Y la Iglesia necesita reavivar frecuentemente su conciencia de ser la comunidad de los que esperan
la Venida del Señor, su convicción de estar inacabada, para no anquilosarse ni autocontemplarse en
exceso, como si ella misma fuera el centro de la historia:

Atender a la dimensión escatológica preserva a la Iglesia de una falsa identificación con Cristo o
con el Reino de Dios, y, en consecuencia, de todo triunfalismo. [37]

De otro modo nuestra propia fe quedaría mutilada, y un judío podría legítimamente preguntarnos:
“Si el Mesías ya llegó ¿en qué se nota?, ¿qué cambió en el mundo?”.

Así, alimentando la esperanza, incluso siendo fiel a su propia verdad, la Iglesia redescubre también
su unión con el judaísmo desde la perspectiva del fin y no sólo del origen:

Al subrayar la dimensión escatológica del cristianismo, se adquirirá una más viva conciencia
del hecho de que el Pueblo de Dios de la antigua y de la nueva Alianza tiende hacia metas análogas,
la venida o el retorno del Mesías, aun si se parte de dos puntos de vista diferentes. Y nos daremos
cuenta con mayor claridad que la persona del Mesías, en relación con la cual el Pueblo de Dios está
dividido, es también para él un punto de convergencia (Notas 10). [38]

Por eso un reciente documento de la Santa Sede se expresa en estos términos:

No se trata de regresar al pasado. El destino común de judíos y cristianos exige que


recordemos. [39]

También cabe considerar aquí que dentro del judaísmo el mesianismo ha ido asumiendo diferentes
formas, más o menos compatibles con la fe cristiana o en sintonía con distintos aspectos de la fe
cristiana (que recibió del judaísmo la perspectiva mesiánica). [40]
Por otra parte, San Pablo habla de una suerte de restauración (no conversión) escatológica del
Pueblo judío (Rom. 11, 23-33), que no implica la cristianización de todos los judíos dentro de la
historia temporal, [41] sino una acción puramente gratuita del Mesías (Is. 59, 20-21, citado en Rom.
11, 26-27), en cumplimiento de las antiguas promesas que aseguran la fidelidad de Dios (Ez. 16, 59-
60; Rom. 11, 28-29). Nuestra dificultad para pensar el “cómo” de esa restauración también la tenía
San Pablo, que al hablar de este tema lo presentaba como un “misterio” que nos impide “presumir
de sabios” (Rom. 11, 25). ¿Y no podemos afirmar desde esta perspectiva que la espera judía de un
Mesías futuro para ellos, tiene un sentido coincidente con el de San Pablo en Rom. 11, 26?. [42] En
este sentido “la Iglesia comprende que ella no es el objetivo y el fin de la voluntad de Dios para Israel”.
[43]

6. El Israel sufriente como Mesías que interpela.

Digamos también que de algún modo, incluso después de Cristo, Israel no ha dejado de ser también
el Siervo sufriente, participando, en una unión misteriosa con Cristo, de la misión del Mesías a través
de los tremendos sufrimientos y persecuciones que vivió a lo largo de la historia. [44] La unión con
Cristo se daría en este caso por la vía de la ejemplaridad o representación del Misterio de la cruz,
prefigurado en el Siervo (Isaías 53).

Podemos decir entonces que hay una suerte de misión histórica de Israel para bien de la humanidad,
reconocida en el Catecismo oficial de la Iglesia:

Los gentiles no pueden descubrir a Jesús y adorarle como Hijo de Dios y Salvador del mundo
sino volviéndose hacia los judíos y recibiendo de ellos su promesa mesiánica tal como está contenida
en el Antiguo Testamento (CATIC 528).

Pero no podemos pasar por alto las peculiares enseñanzas que nos dejan, precisamente sobre este
punto, las atrocidades de la Shoah. Auschwitz destruye el triunfalismo cristiano y un modo
desvirtuado de entender lo que ya realizó el Mesías:

Después de Auschwitz los cristianos ya no podían afirmar la plenitud de la redención en


Jesucristo. Ante el Holocausto, los cristianos tendían hacia un nuevo sentido de irredención...
comenzaron a pensar más en consonancia con el anhelo judío tradicional por los días mesiánicos...
con la reaparición de un anhelo terreno y comunitario de que se cumplan las promesas divinas en la
historia. [45]

Porque había cristianos precisamente entre los artífices de la Shoah, y sobre todo entre quienes la
toleraban y asistían impasibles sin capacidad de reacción, tanto dentro como fuera de los horrendos
escenarios de la masacre:

Hundidos en el reino de la noche. Olvidados por Dios, abandonados por él, vivían solos, sufrían
solos, luchaban solos... Solos. Esta es la palabra clave, el tema obsesionante. Solos, sin aliados, sin
amigos, total y desesperadamente solos. El mundo lo supo y guardó silencio... La humanidad los dejó
sufrir, agonizar y perecer solos. [46]

El reciente “mea culpa” emitido por una Comisión de la Santa Sede, además de destacar que la
tragedia del Holocausto “no puede ser olvidada jamás”, y que “es un hecho que nos atañe todavía
hoy”, no deja de mencionar el interrogante que nos presenta “el hecho de que la Shoah haya tenido
lugar en Europa, es decir, en países de larga civilización cristiana”, [47] lo cual plantea la cuestión de
“las actitudes de los cristianos hacia los judíos a lo largo de los siglos”. [48]
Y este dato debe interesar hondamente a la teología cristiana. ¿Cómo puede entenderse que en un
mundo donde Dios ya ha enviado a su Mesías, y donde muchos creían en ese Mesías Jesús, pudiera
perpetrarse y tolerarse tamaña brutalidad?. En todo caso, esto nos obliga a replantaer qué significa
para nosotros que ya llegó el Mesías, y a alimentar, junto con el judaísmo, la actitud de espera
humilde y suplicante ¿Puede seguir diciéndose tan rápidamente, después de Auschwitz, que en el
cristianismo está el único camino de santificación, que la fe cristiana se basta a sí misma, que es el
modelo de humanidad por excelencia, que poco tiene que aprender de los otros porque posee la
plenitud de la verdad? Podríamos recordar también que en los horrores de Bosnia, que en los
ambientes militares de la represión latinoamericana, que en los feroces enfrentamientos de hutus y
tutsis, que en los atentados de Inglaterra e Irlanda, que en los países que ordenan
embargos causando miles de muertes inocentes, en esos precisos lugares el cristianismo pretende
haber impregnado las culturas. Pero nada es comparable a lo que sufrieron los judíos, bajo la mirada
inmóvil o aprobadora de los cristianos, a lo largo de los dos mil años de cristianismo y sobre todo en
la primera mitad de este siglo.

El documento de la Santa Sede que acabamos de mencionar sugiere que el hecho de que el
Holocausto haya sido posible en un contexto cristiano invita a descubrir las consecuencias tremendas
a las que ha llevado el olvido de “los estrechos vínculos de parentesco espiritual con el pueblo judío”,
e invita a que los católicos “renueven la conciencia de las raíces judías de su fe”, ya que “la Iglesia se
sustenta de las raíces de ese buen olivo”. [49]

A partir del Holocausto ya no pensamos que la Biblia hebrea es algo caduco, irrelevante, ya
superado, o útil sólo para “ilustrar” lo cristiano, en una suerte de marcionismo práctico. Pero
particularmente volvemos a escuchar con fuerza el mensaje del Exodo para responder esta pregunta:
“¿Por qué Dios y su Mesías no liberaron a su pueblo elegido, objeto de una alianza irrevocable?”. Y el
mensaje del Exodo, donde se narra que Dios escucha el clamor de su Pueblo llamando a Moisés como
instrumento de liberación (Ex. 3, 9-10), nos dice que en el Holocausto fueron los instrumentos
humanos, particularmente los que decían creer en el Mesías, los que no aceptaron y no cumplieron
su mediación para hacer presente la misericordia y la justicia de Dios. Luego del Exodo son muchos
los textos que repiten el tema del clamor escuchado, donde queda claro que Dios escucha ese clamor
y libera a través de una mediación humana (Jue. 2, 18; 3, 9.15; 6, 6-14; Dt. 15, 7-9; Eclo. 4, 4-10 ). Y
son precisamente los “judeocristianos” Santiago y Mateo los que rescataron con más fuerza el tema
de la instrumentalidad (Mt. 25, 34-40) y la figura veterotestamentaria del clamor no escuchado por
los instrumentos que deben expresar la misericordia divina (Stgo 5, 4-6).

Fue una Alemania dominada por la doctrina luterana y católica derivada de los textos paulinos la
que habría necesitado alimentarse también de las verdades del Antiguo Testamento para no mutilar
su fe cristiana haciéndola ineficaz frente al clamor del pueblo judío oprimido y humillado. Una menor
“autosuficiencia cristiana” y una mayor sensibilidad ante el Antiguo Testamento habrían permitido
escuchar también con oídos más sensibles que Cristo vence al opresor “en unión con los suyos, los
llamados y elegidos y fieles” (Apoc. 17, 14), [50] para tomar conciencia clara de la misión liberadora
que debían ejercer los cristianos en aquel momento.

Pero no se trata aquí simplemente de lamentar el pasado, sino de revisar nuestro modo de entender
nuestra fe mesiánica y de aprender el mensaje del Holocausto, para lo cual lo primero que tenemos
que hacer es volver a escuchar a sus víctimas, sabiendo que es el acto de amor que ellos mismos nos
pidieron. Si no los escucharon cuando clamaban, no nos hagamos cómplices con la indiferencia [51]
y escuchemos al menos el testimonio que quisieron dejarnos, porque nuestro propio Mesías habla
en ellos en orden a hacernos artífices del Reino futuro:

Sólo para ti, querido lector, sigo aferrado a mi vida miserable, aunque ha perdido todo
atractivo para mí... Me acosan fantasmas de muerte, espectros de niños pequeños... Pero yo, que he
visto la suerte de tres generaciones, debo seguir viviendo porque lo necesita el futuro. Alguien tiene
que decir al mundo lo que ha sucedido. [52]

Y podemos decir que “la teología cristiana después de Auschwitz debe -por fin- estar presidida por
la conciencia de que los cristianos sólo pueden configurar y comprender suficientemente su identidad
teniendo en cuenta a los judíos... No se trata de una revisión de la teología cristiana sobre el judaísmo,
sino de una revisión de la teología cristiana como tal”, [53] incluyendo su concepción sobre el Mesías.
Retomaremos este tema en el próximo punto.

7. ¿Opción entre una Ley nueva o un legalismo antiguo?

Una interpretación completa y correcta de la Biblia hebrea y del judaísmo no da lugar a una
concepción legalista o moralizante; pero hay que destacar el fuerte carácter ético de la tradición
judía, en la cual, por la convicción de que Dios lo merece todo, hay una firme exigencia de renunciar
a todo ídolo y de responder a Dios con toda la vida. La Iglesia católica puede dialogar fácilmente con
el judaísmo con respecto a este punto, por cuanto, si bien comparte con las demás Iglesias cristianas
la convicción sobre la gratuidad de la justificación, sin embargo gusta decir también que, una vez
justificado por la gracia, el hombre está plenamente implicado con su obrar en su propio camino de
crecimiento, y llega a sostener con firmeza que las obras impulsadas por el amor “merecen” el
crecimiento hacia la vida eterna. [54] Por eso mismo, en la teología católica hay una valoración
positiva de lo que está mandado por Dios, y así la atención a la ley y a las obras externas aparece,
también en fidelidad a la línea paulina, como instrumento necesario para discernir sobre el propio
camino espiritual y corregir al que yerra (Cf. 1 Tim. 1, 8-9; Rom. 2, 6-7; 7, 7.12-14; Gál 5, 25; 6, 1-2).

No se trata aquí de justificar el legalismo moralista en que caen algunos grupos católicos, [55]
que olvidan la centralidad y la primacía del amor por encima de todas las demás normas y esfuerzos
morales, y que pueden asumir un estilo de “mal fariseísmo” que el mismo Evangelio critica (Lc. 11,
37-41). Pero precisamente en este punto no podemos olvidar que tanto el mandato de amar al
prójimo como a sí mismo, como la ley de oro de hacer a los demás lo que deseo que me hagan a mí,
no son novedad absoluta del cristianismo, [56] sino que ya estaban presentes en la tradición judía
precristiana (Lev. 19, 18; Tob. 4, 15). [57] ¿Y dónde mejor que en el Holocausto podemos descubrir
plasmado en los judíos este descubrimiento de Dios en el hermano como síntesis de la actitud
religiosa?. En medio de los terrores del Holocausto, donde parecía imposible reconocer al Dios justo
y misericordioso, los judíos comprobaban patéticamente que la exigencia radical de la Ley es
descubrir a Dios en el hermano, y así se manifestaba que la ignorancia y el desprecio de la Ley de Dios
por parte de los verdugos eran la principal causa de lo que estaban sufriendo. Así lo ilustra el relato
de una ejecución, en la cual cuelgan a un niño en la horca y el niño, por su poco peso, sufre una
muerte lenta. Allí, mientras un judío espectador preguntaba “¿Dónde está Dios ahora?”, otro
respondía: “¿Que dónde está? Ahí está, colgado en la horca”. [58]

Mientras tanto, como dijimos antes, muchos cristianos preferían ignorar al Dios presente en los
hermanos que sufrían. Y en Auschwitz se patentiza que sólo “el que ama al hermano está en la luz y
no tropieza” (1 Juan 2, 11), que desde la indiferencia y el desamor es blasfemo hablar de Dios:

Después de Auschwitz, sólo podemos hablar de Dios como de alguien que nos llama a una
nueva unidad de hermanos. [59]
Pero además de mencionar esta común convicción sobre lo que sería el mandamiento central, la
exigencia fundamental de la Ley, también podemos constatar que las enseñanzas de Cristo en
general, no suenan extrañas a los oídos de los judíos. [60] Veamos cómo lo atestigua precisamente
un judío:

En Jesús resuenan para el judío tonos que le son muy conocidos... Al cristiano le resultará
paradójico que el judío pueda aprender de Jesús cómo ha de orar, cuál es el verdadero sentido del
sábado, cómo se debe ayunar, cómo se debe ayudar al prójimo, cuál es el significado del reino de los
cielos y del juicio final. El judío abierto se siente siempre profundamente impresionado por el rostro
de Jesús y entiende que allí un judío habla a los judíos. [61]

Por otra parte, tampoco es correcto decir que en el Antiguo Testamento sólo se habla de amor a
los miembros del Pueblo judío, porque en él ya se constata una apertura del corazón hacia los
extranjeros (Ex. 22, 20; 1 Re. 17, 7-24; Jonás 4, 9-11; Is. 45, 1.4; Job 1,1-3; Sab. 11, 23-26).

Es cierto que al referirse al amor a los enemigos el Nuevo Testamento parece hablar de una
sustitución de algunos preceptos del Antiguo Testamento (Mt. 5, 38-48), pero tenemos que decir más
bien que tanto en este caso como cuando se cuestiona el olvido de los mandamientos por seguir
tradiciones secundarias (Mt. 15, 3-9; Mc. 7, 8-13), en realidad se está polemizando con algunas
corrientes del judaísmo de la época y no con el judaísmo en general ni con el Antiguo Testamento.
Por eso, al polemizar se argumenta precisamente con textos del mismo Antiguo Testamento (Is. 29,
13 en Mt. 15, 3-9). Entonces, lo que algunos mal llamaron “sustitución” debería entenderse más bien
como una profundización en la misma línea de la evolución ya iniciada en el mismo Antiguo
Testamento. Esta parece ser la visión del Catecismo oficial de la Iglesia:

El Sermón del monte, lejos de abolir o devaluar las prescripciones morales de la Ley antigua,
extrae de ella sus virtualidades ocultas y hace surgir de ella nuevas exigencias: revela toda su verdad
divina y humana... El Evangelio conduce así la Ley a su plenitud mediante la imitación de la perfección
del Padre celestial (CATIC 1968).

También ésa es la visión de la Pontificia comisión bíblica, para la cual no hay en Jesús “un capricho
contestatario sino, al contrario, fidelidad profunda a la voluntad de Dios expresada en la Escritura”.
[62]

Sabemos, por ejemplo, que la ley del Talión, más que admitir la crueldad, tuvo la función de limitar
el uso de la violencia en las disputas de justicia. Y no olvidemos que el Antiguo Testamento nos ofrece
preciosos ejemplos de lo que es responder al mal con el bien, y exhortaciones a amar y perdonar al
que nos ha hecho daño (1 Sam. 24, 12-20: advertir aquí la expresión “enemigo”; Gén 45, 1-15; Ex. 23,
4; Prov. 24, 17; Job 31, 29; y particularmente Prov. 25, 21).

Sobre el valor de una ética judeo-cristiana de la solidaridad y la justicia me parece ilustrativo


mencionar que en un encuentro con el Presidente de la Federación Luterana mundial en el ISEDET
(Bs. As.), en abril de 1998, un docente luterano de ese instituto preguntaba si el acento luterano en
la justificación por la sola fe no se hizo a expensas de otras verdades de la Palabra de Dios muy
necesarias en la sociedad actual, como el valor de la justicia y el respeto a la ley en un mundo
sumamente sensible ante la corrupción reinante. No olvidemos que en el decadente Imperio romano
la ética judía, antes que el cristianismo, despertaba admiración y respeto, motivando los corazones a
un cambio de actitudes. También hoy es necesario dejar a salvo la necesidad de un determinado
estilo de vida, de una forma cristiana de vivir. En este sentido, cristianos y judíos podemos asumir
una misión común:

Nos corresponde dar testimonio de una común esperanza en Aquel que es el Señor de la
historia. Deberíamos así asumir nuestra responsabilidad de preparar el mundo a la venida del Mesías,
operando juntos por la justicia social, el respeto de los derechos de la persona humana y de las
naciones, en orden a la reconciliación social e internacional. A ello somos impulsados, judíos y
cristianos, por el precepto del amor al prójimo, una común esperanza del Reino de Dios y la gran
herencia de los Profetas (Notas 11).

Aunque, tanto para judíos como para cristianos, esto implica necesariamente un cambio desde los
corazones que, si bien en el cristianismo suele ser llamado “ley nueva”, podemos decir que ya estaba
presente en el Antiguo Testamento y en las tradiciones judías. Ni cristianos ni judíos decimos que lo
que vale es el cumplimiento externo de ciertas costumbres sin el impulso interior de la gracia de Dios
que transforma el corazón y precede toda obra buena. En este sentido, no podemos decir que la
infidelidad del Pueblo en el Antiguo Testamento provocó una ruptura de la Alianza, como si Dios no
tuviera la primera y la última palabra. Más bien hay que pensar, fieles a toda la Escritura, incluso a
San Pablo, que Dios va más allá de la infidelidad y no revoca su Alianza, sino que hace posible otro
modo de cumplirla. [63] Creo que la teología judía en realidad coincide con la doctrina cristiana en
este punto, sobre todo si se parte de la lectura de Jeremías y de Ezequiel. Judíos y cristianos
reconocemos que la sola ley externa no puede cambiarnos sin la obra purificadora y transformadora
de Dios (Ezequiel 36, 25-27), que para nosotros ya comenzó a hacerse presente en su Mesías (Gál. 2,
20-21). Por otra parte, recordemos que según la profundísima interpretación de San Agustín y de
Santo Tomás sobre la teología paulina de la ley nueva, la esterilidad de una ley externa sin la gracia
divina no es sólo una característica de la Ley judía, sino también de los preceptos que el mismo Jesús
nos dejó:

Dice el Apóstol en la segunda carta a los Corintios que la letra mata pero el Espíritu da la vida.
Y San Agustín exponiendo esta sentencia dice que por letra se entiende cualquier escritura que está
fuera del hombre, aunque sean los preceptos morales como se contienen en el Evangelio. De modo
que también la letra del Evangelio mataría si no tuviera la gracia interior de la fe que sana. [64]

Además, lo que Santo Tomás llama “ley nueva”, refiriéndose al impulso interior de la gracia de Dios,
no es algo específico o exclusivo de los hombres del Nuevo Testamento:

Bajo el régimen del Antiguo Testamento hubo almas que tuvieron la caridad y el Espíritu Santo,
que esperaban las promesas espirituales y eternas. Luego pertenecieron a la ley nueva. Del mismo
modo, en el Nuevo Testamento hay hombres carnales... [65]

8. Polémicas del siglo primero y posibilidad de un cristianismo no helenista.

También es necesario que nos reubiquemos frente a las polémicas del siglo primero. Parece que la
consciencia cristiana ya ha asumido que no puede culparse genéricamente a los judíos o al judaísmo
de la muerte de Cristo, de la cual fueron responsables (sociológicamente) “algunas” autoridades
religiosas de aquel tiempo y de ninguna manera el Pueblo, como lo muestra claramente el texto de
Juan 7, 45-49. Pero además, una lectura más teológica sobre la muerte de Cristo nos permite decir
lo siguiente:

La Iglesia no duda en imputar a los cristianos la responsabilidad más grave en el suplicio de


Jesús, responsabilidad con la que ellos, con demasiada frecuencia, han abrumado únicamente a los
judíos... Y es necesario reconocer que nuestro crimen, en este caso, es mayor que el de los judíos.
Porque, según el testimonio del Apóstol, “de haberlo conocido ellos no habrían crucificado jamás al
Señor de la Gloria” (1 Cor. 2, 8). Nosotros, en cambio, hacemos profesión de conocerle, y cuando
renegamos de él con nuestras acciones ponemos de algún modo sobre él nuestras manos criminales
(CATIC 598).

Pero tenemos que decir también que todo lo que dicen los textos del Nuevo Testamento (escritos
en su mayoría por judíos) sobre los judíos y sus costumbres, debe ser ubicado en su contexto, que
ciertamente no era uniforme:

El judaísmo del tiempo de Cristo y de los Apóstoles era una realidad compleja, que englobaba
todo un mundo de tendencias, de valores espirituales, religiosos, sociales y culturales (Orientaciones
3c).

Aquel judaísmo vivía un fuerte conflicto entre las diferentes corrientes; y finalmente el judaismo
ecléctico, donde cada grupo creía ser el auténtico Israel, cedió paso al judaísmo normativo, en directa
oposición al cristianismo, lo cual abrió el camino a la ruptura. [66]

La Iglesia reconoce que “los Evangelios son fruto de una labor redaccional prolongada y
complicada”, de manera que “no se excluye que algunas referencias hostiles o poco favorables a los
judíos tengan como contexto histórico los conflictos entre la Iglesia naciente y la comunidad judía”,
sin olvidar que “ciertas polémicas reflejan la condición de las relaciones entre judíos y cristianos bien
posteriores a Jesús”, lo cual “tiene un valor capital si se quiere recabar el sentido de algunos textos
de los Evangelios para los cristianos de hoy” (Notas 21). Al reconocer las tensiones entre las primitivas
comunidades cristianas y los judíos no cristianos, Juan Pablo II exhortó a los exégetas a “contribuir a
disminuir las tensiones”. [67]

Demos un paso más: En la Iglesia primitiva, inicialmente constituida por judíos cristianos que
conservaban las tradiciones judías, surge la novedad de la conversión de los paganos, y la particular
insistencia de Pablo hace que los Apóstoles se adapten a la situación de los nuevos conversos,
permitiéndoles reducir a unas pocas exigencias el cumplimiento de las tradiciones judías (Hch. 15,
28-29). Pablo, en su primera carta a los Corintios, demuestra su preocupación por hacer cumplir esas
pocas normas (1 Cor. 8, 7-13; 10, 23-31), procurando “no escandalizar ni a judíos ni a griegos” (1 Cor.
10, 32). [68] Pero esta adaptación a los paganos no implica que los Apóstoles de Jerusalén hayan
reducido sólo a esas pocas normas la continuidad con las tradiciones judías en Jerusalén. Más bien
queda claro que en Jerusalén se mantenía el estilo cristiano de la línea Mateo-Santiago, que
continuaba con la circuncisión y con muchas otras costumbres del judaísmo sin ver la necesidad de
una ruptura con esas tradiciones, puesto que la valoración de esas costumbres no implicaba para
ellos que ocuparan el lugar de Cristo o que de ellas se obtuviera la justificación, como reprochaba
Pablo (Gál. 2, 15-21).

Por lo tanto, si bien la línea judía del cristianismo primitivo se fue perdiendo en la Iglesia, [69] por
la acción de la inmensa mayoría pagana que terminó otorgando a la Iglesia un peligroso poder estatal,
esto no implica que ese “cristianismo judío” no pueda volver a tener un lugar en el cuerpo eclesial.
Cabe recordar que en los primeros siglos, según el testimonio de Eusebio, existía una “Ecclesia ex
gentibus” y una “Ecclesia ex circumcisione” (Hist. Eccl. IV, 5). Y hasta San Justino, en su áspero diálogo
con el judío Trifón, manifestaba que no tenía “ninguna objeción sustancial contra los que siguen
observando las prescripciones judías”. [70]
En este sentido podemos admitir, discrepando parcialmente con Von Balthasar, que un judío que
ingresa al cristianismo puede seguir siendo judío. [71] Resulta obvio, además, si partimos del simple
hecho de que “Jesús era judío y no ha dejado nunca de serlo” (Notas 12).

Pero además podemos afirmar que “aquel judeocristianismo es para siempre la forma generadora
del cristianismo... Y los mismos gentiles no serán completamente hijos de la Iglesia mientras no hayan
aceptado todas las lecciones que el primer Pueblo elegido de Dios -y nunca rechazado- tiene todavía
que hacerles entender”. [72]

El triunfo de la línea paulina, con su insistencia sobre el peligro de atribuir la salvación a la


circuncisión y a otras prácticas judías, tampoco implica que no pueda atribuirse a las costumbres
judías un valor salvífico instrumental, de modo que en el caso de los judíos no se hable sólo de una
posibilidad de asociación al Misterio de Cristo “por caminos que Dios conoce” (Gaudium et Spes 22),
sino por los conocidos caminos del judaísmo, queridos e instituidos por Dios mismo. Y dentro de estos
caminos de la tradición judía no están los preceptos morales completamente aislados de toda forma
de culto, ya que en el Antiguo Testamento “la adoración de Dios y la moral, el culto y el ethos, son
totalmente inseparables”. [73] El mismo Nuevo Testamento presenta una valoración positiva del
culto judío:

Y si ahora estoy aquí procesado es por la esperanza que tengo en la Promesa hecha por Dios a
nuestros padres, cuyo cumplimiento están esperando nuestras doce tribus en el culto que
asiduamente, noche y día, rinden a Dios (Hch. 26, 6-7).

Es cierto que en los comienzos del cristianismo la línea paulina temía que se produjera una
universalización de las prácticas judías, por cuanto se podía pretender que de ellas procediera la
salvación; pero esa no es evidentemente la situación actual. [74]

Por otra parte, el Jesús que presentan los Evangelios era un judío practicante, [75] que mostraba
respeto ante la Ley judía, manifestando expresamente que él “no vino a abolir la Ley” (Mt. 5, 17).
Además, Jesús no dejaba de invitar a los de su pueblo a prestar atención a la Ley: “¿qué lees en tu
Ley?” (Lc. 10, 25-28), elogiando la sensatez de algunos escribas ( Mc. 12, 34). Para Jesús “el cielo y la
tierra pasarán antes que pase una i o una coma de la Ley”, e invitaba al cumplimiento de los
mandamientos (Mt. 5, 17-19) y de otras prácticas judías (Mt. 6, 17-18). También elogiaba al escriba
hecho cristiano que no deja de sacar de su arcón “las cosas viejas” (Mt. 13, 52). Y advirtamos cómo
la expresión “sin descuidar aquello”, en el siguiente texto, implica una clara valoración de las prácticas
judías:

¡Ay de ustedes escribas y fariseos hipócritas, que pagan el diezmo de la menta, del aneto y del
comino, y descuidan lo más importante de la Ley: la justicia, la misericordia y la fe! Esto es lo que
habría que practicar, aunque sin descuidar aquello (Mt. 23, 23; Lc. 11, 42).

La polémica con las autoridades judías de aquel momento no implicaba un rechazo de la Ley que
ellos enseñaban; más bien se les reprochaba el no ser fieles a lo que ellos mismos proclamaban:

En la cátedra de Moisés se sentaron los escribas y fariseos. Guarden y cumplan, por lo tanto,
todo lo que les digan, pero no actúen como ellos, porque dicen y no hacen (Mt. 23, 2-3).

Los Evangelios y los Hechos da testimonio de una época en que los cristianos, incluso
Pablo, procuraban cumplir con ciertas costumbres judías (Mt. 17, 27; Hch. 3, 1; 15, 20-21; 16, 1-3;
21, 20-26; 24, 14; 28, 17), [76] lo cual no da lugar a una exigencia de ruptura total con el judaísmo
para poder ser cristiano.
Cabría recordar aquí que frente a los que nacen en una tradición no cristiana el Vaticano II ha pedido
no sólo que “en materia religiosa no se obligue a nadie a obrar contra su consciencia”, sino también
que “no se le impida que actúe conforme a ella” (Dignitatis Humanae 2).

Hay que decir algo más: la obra salvífica de Dios en la historia tiene una estructura fundamental
formada por judíos y gentiles. Así fue querida por Dios la Iglesia y así fue en sus comienzos. Esto
implica “que existan de manera permanente hombres que atestigüen la prespectiva judía de Jesús”,
por lo cual “existe un pueblo judío que está siempre realmente en escucha de la voz de Dios que
atestigua el Libro del primer Pacto”. [77] Y la Iglesia necesita permanentemente realimentar su
aspecto judío:

La Iglesia debe retornar también constantemente hacia su fuente y procurar comprender a Jesús
a partir de la tradición judía de la que él mismo se nutrió y en cuyo marco nos entregó su evangelio.
La misión de la Iglesia ante las naciones no queda garantizada si no es a través de este retorno
permanente a las fuentes. [78]

9. Nuestra identidad judía y la Alianza nunca revocada.

Siguiendo en la línea de lo dicho hasta ahora, tenemos que plantear las relaciones entre cristianos y
judíos desde el punto de vista de la identidad. Con el judaísmo no podemos hablar de un diálogo
“inter-religioso”, como si se tratara simplemente de “otra religión”. Porque hay elementos del
judaísmo que, o son parte de la propia identidad cristiana, o, como hemos visto, pueden ayudar a
comprenderla mejor. Porque el judaísmo es una suerte de raíz y de tronco donde hemos sido
injertados (Rom. 11, 16-18) para participar de la “israelitica dignitas”, [79] por lo cual el Papa ha dicho
que cristianismo y judaísmo están “vinculados en el nivel mismo de su propia identidad” (Discurso
del 6/3/1982). Los cristianos somos partícipes de una herencia del “Pueblo de Dios de la Antigua
Alianza, nunca revocada” (Alocución de Juan Pablo II a los judíos en Maguncia, 17/9/1980), [80] de
manera que la identidad es anterior a las diferencias. [81] Pero causa asombro leer artículos recientes
de reconocidos teólogos donde todavía, sin matiz alguno, parece sostenerse exactamente lo
contrario:

El amor paternal (de Dios) ya no está ligado a la preferencia reservada a un pueblo


particular...no importa cual sea su cualidad racial... Todos los hombres participan de una manera igual
y sin derecho de precedencia (préséance) de la filiación del Hijo encarnado. [82]

El Papa Juan Pablo II indica además que el reconocimiento de la común identidad implica la
necesidad de reconocer la riqueza común a judíos y cristianos (Nostra Aetate 4) y de “hacer el
inventario de ese patrimonio”, pero no sólo de lo que pueda ser anterior a Cristo, sino “también
teniendo en cuenta la fe y la vida religiosa del pueblo judío, tal como se la practica hoy”, ya que
también este desarrollo “puede ayudar a entender mejor determinados aspectos de la vida de la
Iglesia” (Discurso del 6/3/1982).

Por último, ya que la Iglesia invita a reconocer mejor la paternidad de Dios, que él ejerce también a
través de mediaciones humanas, no podemos ignorar el origen remoto de la Iglesia en los patriarcas
del Antiguo Testamento, que siguen siendo también nuestros padres en la fe:

La Iglesia de Cristo reconoce que los comienzos de su fe y de su elección se encuentran ya


en los patriarcas, en Moisés y en los profetas, conforme al designio salvífico de Dios (Nostra Aetate
4).

De hecho, tanto el Nuevo Testamento (Rom. 4, 11-12.16-17; Gál 3, 7; Heb. 11, 2; 1 Cor. 10, 1) como
la Tradición de la Iglesia (Canon romano) reconocen la paternidad de Abraham y de los grandes
patriarcas de la Antigua Alianza. Y San Pablo, que veneraba a los antiguos padres (Hch, 24, 14; 1 Cor.
10, 1) sostenía que “a los israelitas... pertenecen los patriarcas” (Rom. 9, 5).

Los judíos siguen siendo objeto de la peculiar elección de Dios, siguen siendo particularmente
“amados en atención a sus padres, ya que los dones y la elección de Dios son irrevocables” (Rom. 11,
28-29).

Esta paternidad común que es objeto de religiosa veneración para ambos, al hacernos conscientes
de un común origen nos permite reafirmar la convicción de una común identidad.

Pero además podemos reconocer en el judaísmo una mediación del aspecto materno de Dios, ya
que “la religión cristiana surgió de la matriz judía”. [83] De hecho, la figura de la Mujer-madre de
Apocalipsis 12 no designa sólo a María y a la Iglesia, sino también al Pueblo judío que ha engendrado
a Cristo (12, 5) y a los cristianos (12, 17).

Pbro. Dr. Víctor M. Fernández

ptucho@arnet.com.ar

[1] Juan Pablo II, Ut Unum Sint 28. En adelante UUS en texto.

[2] Pablo VI, Ecclesiam Suam 28.

[3] San Buenaventura, De Scientia Christi, 7, ad 19-21.

[4] Pio XII, Divino Afflante Spiritu, Dz 2293-2294.

[5] V. M. Fernández, El Antiguo Testamento como mensaje actual, en Revista bíblica (Bs. As.), 1993/4,
225-234.

[6] Orientaciones y sugerencias para la aplicación de la declaración conciliar Nostra Aetate 4, Roma,
01/12/1974, punto 2b. En adelante se citará Orientaciones en el texto.

[7] M. Knutsen, El Holocausto en la filosofía y la teología, en Concilium 195, Madrid 1984, 284.

[8] Pontificia comisión bíblica, La interpretación de la Biblia en la Iglesia, Roma 1993, I.C.2.

[9] Notas para una correcta presentación de judíos y judaísmo en la predicación y catequesis de la
Iglesia romana, Roma, 24/06/1985, punto 6. En adelante Notas en el texto.

[10] H. G. Gadamer, Wahrheit und Methode, cap. 9, p. 4; Salamanca 1977, 370ss; Milán 1.972, 340ss.

[11] D. Flusser, ¿Hasta qué punto puede ser Jesús un problema para los judíos?, en Concilium 98,
Madrid 1974, 279.

[12] J.-M. Garrigues, Juifs et chrétiens: identité et différence, en Nouvelle revue théologique 115/3,
Tournai 1993, 358.
[13] Umberto Eco, ¿En qué creen los que no creen?, Bs. As. 1997, 96-97.

[14] Comité episcopal francés para las relaciones con el judaísmo, Leer el Antiguo Testamento, en
Boletín del Secreatariado de la Conferencia de obispos de Francia, junio 1977, IIf.

[15] B.-D. Dupuy, ¿Qué significa para el cristianismo que Jesús fuera judío?, en Concilium 98, Madrid
1974, 286.

[16] G. Lohfink, Ahora entiendo la Biblia, Madrid 1977, 160-161.

[17] No siempre se dice con claridad que, si bien Pablo se oponía al legalismo fanático de algunos
fariseos, nunca renunció a muchas convicciones de la fe farisea.

[18] No ignoro los estudios críticos que cuestionan la autenticidad histórica de las narraciones de los
Hechos. Pero más allá de eso, los Hechos son un testimonio valiosísimo que refleja las costumbres y
convicciones de las comunidades cristianas de aquella época.

[19] B.-D. Dupuy, art. cit., 285.

[20] J.-L. Vesco, Les Psaumes, prière du Christ, en Sources vives 72, París 1997, 47-49.

[21] M. R. Macina, L’“antijudaïsme” néotestamentaire, en Nouvelle revue théologique 118/3, 1996,


410-416; P. G. Aring, La christologie dans le dialogue judéo-chrétien aujourd’hui, en Istina 31, 1986,
371.

[22] M.-T. Huguet, La mère de Jeshoua, en Sources vives (cit), 81-82.

[23] Ibid, 284. No hay que olvidar que uno de los hechos que crearon las condiciones propicias para
el Holocausto fue precisamente el olvido de lo histórico concreto, el debilitamiento del sentido
histórico: “Fue el optimismo dialéctico de Hegel y no la observación de que la historia era un campo
de exterminio lo que prevaleció en el mundo liberal”: E. Schüssler Fiorenza-D. Tracy, La interrupción
del Holocausto, retorno cristiano a la historia, en Concilium 195, Madrid 1984, 295. Para estos autores
el método histórico crítico y las teologías liberales modernistas también llevaron “a una pérdida de
la historia concreta, paradójicamente encubierta por la llamada conciencia histórica”.

[24] R. Geftman, Jésus de Nazareth, en Sources vives (cit), 54-55.

[25] Juan Pablo II, Discurso a la Pontificia Comisión bíblica, en L’ Ossevatore romano 16,
18/04/1997, 4 (184).

[26] Comité episcopal francés para las relaciones con el judaísmo (cit), IIIb.

[27] M. Collin-P. Lenhardt, Evangelio y tradición de Israel, Estella 1993, 7; cf. Ch. Saulnier-B. Rolland,
Palestina en tiempos de Jesús, Estella 1979, 53.

[28] Cf. C. Kessler, Le plus grand commandement de la Loi, en Sources vives (cit), 97. Cabe indicar aquí
que las afirmaciones de Pablo sobre una “caducidad” de la Ley deberían situarse también en el
contexto de “la doctrina rabínica de los eones”, según la cual al final de los tiempos el instinto del mal
sería erradicado de los corazones humanos y la ley externa ya no sería necesaria. Pablo precisamente
creía vivir en los últimos tiempos y esperaba un retorno inminente del Mesías: “Pablo era un fariseo
convencido de vivir en el tiempo mesiánico”: H. J. Schoeps, Pau1. The theology of the Apostle in the
light of jewish religious story, Filadelfia 1961, 113. Por este motivo, en 1 Timoteo, cuando la espera
de una venida inminente se había mitigado mucho, la ley adquirió mayor importancia (1 Tim. 1, 8-9).

[29] Cf. nota 57.

[30] Aunque precise “as a way to salvation”: Joint Declaration on the Doctrine of Justification,
publicada por el Institute for Ecumenical Research, Estrasburgo 1997, punto 4.5 (31.33).

[31] Comisión teológica internacional, El cristianismo y las religiones, punto 53.

[32] H. U. Von Balthasar, Teodramática II, Madrid 1992, 190.

[33] S. Freud, Moisés y el monoteísmo, París 1948, 202-204.

[34] San Justino, Diálogo con el judío Trifón 11, 1.

[35] Sobre la autenticidad histórica de las narraciones de los Hechos ver nota 18.

[36] D. Flusser, art. cit., 277.

[37] F. Kerstiens, Esperanza, en Sacramentum Mundi II, Barcelona 1972, 799.

[38] Cf. también Catecismo de la Iglesia Católica 840.

[39] Comisión para las relaciones religiosas con el Judaísmo, Nosotros recordamos, Roma
16/03/1998, 1.

[40] Cf. los distintos artículos de Concilium 245, Estella 1993.

[41] H. U. Von Balthasar, Cuestión disputada: El problema Iglesia-Israel, en Communio (España), mayo
1995, 181-182; E. Petersen, Die Kirche aus Juden und Heiden, Salzburgo 1933.

[42] Al menos así lo evidencia la doctrina rabínica de los eones: cf. nota 28.

[43] K. Barth, Kirchliche Dogmatik II/2, 1942, 323.

[44] F. Mussner, Traktat über die Juden, Kösel 1979, 86-87.

[45] G. Baum, El Holocausto y la teología política, en Concilium 195, Madrid 1984, 229. Citando: E.
Fackenheim, To mend the world, Nueva York 1982, 285; J. Paulikowski, Sinai and Calvary, Beverly Hills
1976, 222.

[46] E. Wiesel, The Holocaust as literary inspiration, en L. B. Smith (ed), Dimensions of the Holocaust,
Evanston 1977, 7; cf. C. Vidal, El Holocausto, Madrid 1995, 173-176.

[47] Así lo reconocía Juan XXIII en una preciosa oración: “Perdónanos por haberte crucificado una
segunda vez en la carne de ellos, porque no sabíamos lo que hacíamos”: en Sources vives (cit), 117.

[48] Nosotros recordamos (cit), 1-2.

[49] Ibid, 1 y 5.
[50] Esto evidentemente tampoco coincide con la fe moderna en la civilización y el el progreso,
cuestionada desde la raíz por el Holocausto. Así lo destaca W. Benjamín: “No existe ningún
documento de la civilización que no sea al mismo tiempo un documento de barbarie”. Benjamín se
refiere a “esta tempestad que llamamos progreso”, y reafirma más bien la necesidad de una
dramática y total ruptura con la historia por el acontecimiento mesiánico, la redención de la totalidad
mediante un acontecimiento y una fuerza que Horkheimer denomina “lo totalmente Otro”: Theses
on the philosophy of the history, en Hannah Arendt (ed), Illuminations, Nueva York 1969, 256.

[51] S. Shapiro, A la escucha del testimonio, en Concilium 195, Madrid 1984, 179.

[52] Relato autobiográfico citado por E. Wiesel, art. cit., 14.

[53] J.-B. Metz, Teología cristiana después de Auschwitz, en Concilium 195, Madrid 1984, 209.

[54] Conc.de Trento, ses. 6, cap 16; CATIC 2008-2010.

[55] Juan Luis Segundo, El caso Mateo. Los comienzos de una ética judeocristiana, Maliaño (Cantabria)
1994, 13-15.

[56] D. Marguerat, Le judgement dans l’Évangile de Matthieu, Ginebra 1987, 120 y nota 38.

[57] Hillel sostenía que lo principal de la Ley es no hacer a los demás lo que a nosotros no nos gusta,
“todo lo demás es comentario” (Tb Shabbat 30b-31a). El rabino Aquiba indicaba como mandamiento
central el amor al prójimo como a uno mismo (Midrash Sifra sobre Levítico, n. 89b, sobre Lev. 19, 18).
Cf. también el Targum Neofiti de Dt. 34, 6. Y podríamos mencionar también la síntesis de Miq. 6, 8.
Un desarrollo sobre este tema en la tradición judía en C. Kessler, Le plus grand commandement de la
Loi (cit).

[58] De los testimonios de E. Wiesel, citado por J.-B. Metz, en art. cit., 215.

[59] F. Sherman, Speaking of God after Auschwitz, en Worldview 17, 9. Hoy muchos autores cristianos
reconocen que el antijudaísmo es precisamente “lo contrario de la buena noticia cristiana”: U. Luz,
L’antigiudaismo nel Vangelo di Matteo come problema storico e teologico, en Gregorianum 74/3,
Roma 1993, 425.

[60] Varios testimonios en el tomo 72 de Sources vives (cit), 165-175.

[61] D. Flusser, art. cit., 279.

[62] Pontificia comisión Bíblica, La interpretación de la Biblia en la Iglesia (cit), IV.A.2.

[63] E. Main, Ancienne et nouvelle Alliances dans le dessein de Dieu, en Nouvelle revue théologique,
118/1, 1996, 34-57.

[64] S. Tomás, ST I-II, 106, 2.

[65] S. Tomás, ST I-II, 107, 1, ad 2.

[66] A. Overman, Matthew’s Gospel and formative judaism, Minneapolis 1990, 6-34.

[67] Juan Pablo II, Discurso a la Pontificia Comisión bíblica (cit).


[68] No coincido aquí con la demasiado rápida afirmación de J. L Segundo cuando sostiene que Pablo
no hace caso a lo pactado en el “Concilio de Jerusalén”: en El caso Mateo... (cit).

[69] J. Daniélou, Théologie du judéo-christianisme, París 1958.

[70] L. Robberechts, La séparation?, en Sources vives (cit), 115-116 (interesante artículo que habla de
una separación nunca consumada). Cf. también J.J. Ayán, Otra alianza rige ahora, en Communio (cit),
243.

[71] H. U. Von Balthasar, Cuestión disputada (cit), 184.

[72] B. Rodríguez, ¿Cuál fue la posición de Pablo sobre sus hermanos judíos que no aceptaron a Jesús?,
en Communio (cit), 230.

[73] J. Ratzinger, Jesús de Nazaret, Israel y los cristianos, en Communio (cit), 225.

[74] Peligrosamente un importante exégeta como A. Vanhoye, fundándose en su voluntad de ser fiel
“a la enseñanza del cuerpo paulino”, pero sin contemplar la Escritura en su conjunto, llega a decir,
polemizando con N. Lohfink, que la alianza del Sinaí ha sido revocada por Dios. Vanhoye insiste en
que es imposible que el judaísmo sea “un camino de salvación independiente de Cristo”. Pero en
realidad Lohfink no sostiene eso, sino que precisamente quiere mostrar el lazo intrínseco que existe
entre la Ley y Cristo: en A. Vanhoye, Salut universel par le Christ et validité de l’Ancienne Alliance, en
Nouvelle revue théologique 116, 1994, 815-835; N. Lohfink, Der niemals gekündigte Bund, Friburgo
Br. 1989.

[75] Soeur Marie-Pascale, Jésus, fils d’Israël, en Sources vives (cit), 63-68.

[76] Como ya mencioné antes, si bien podría cuestionarse la historicidad de algunos de estos relatos,
los Hechos atestiguan la praxis generalizada y las convicciones eclesiales de un momento histórico.

[77] C.-D. Dupuy, art. cit. 287.

[78] Ibid, 290.

[79] Expresión del Catecismo de la Iglesia Católica, 528. Además, esta participación de la dignidad de
Israel o de su privilegio se pide para todos los hombres en las oraciones posteriores a la tercera lectura
de la Vigilia Pascual: “Que la plenitud del mundo entero entre en la descendencia de Abraham y en
la dignidad de Israel... Que todas las naciones, adquiriendo por la fe el privilegio de Israel...”.

[80] Cf. N. Lohfink, La Alianza nunca derogada, Barcelona 1992.

[81] Cf. J.-M. Garrigues, art. cit.

[82] J. Galot, Le Mystère de la Personne du Père, en Gregorianum 77/1, Roma 1996, 19.

[83] A. Abecassis, Conditions d’un dialogue, en Sources vives (cit), 135.

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