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REPENSAR LA NATURALEZA HUMANA

REPENSAR
LA NATURALEZA
HUMANA
Juan Manuel Burgos

EDICIONES INTERNACIONALES UNIVERSITARIAS


MADRID
Queda prohibida, salvo excepción prevista en la ley, cualquier forma de reproducción,
distribución, comunicación pública y transformación, total o parcial, de esta obra sin
contar con autorización escrita de los titulares del Copyright. La infracción de los dere-
chos mencionados puede ser constitutiva de delito contra la propiedad intelectual (Ar-
tículos 270 y ss. del Código Penal).

Primera edición: Mayo 2007

© 2007. Juan Manuel Burgos


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Tratamiento: Pretexto. Pamplona


ISBN: 978-84-8469-206-5
Depósito legal: NA 1.545-2007
Impreso en España por: GraphyCems, S.L. Pol. San Miguel. Villatuerta (Navarra)

6
A Maribel, Charo, Óscar, Elena,
Juanjo y todos aquellos que me
ayudaron en el inicio
de la Asociación Española
de Personalismo.
Índice

INTRODUCCIÓN .............................................................................. 11

PARTE I
EL PROBLEMA TEÓRICO

1. CONCEPCIONES DE LA NATURALEZA HUMANA ........ 17


1. 1. La naturaleza humana como naturaleza: el naturalismo 19
1. 2. El concepto clásico de naturaleza humana ..................... 27
1. 3. El concepto moderno de naturaleza humana: el cultura-
1. 3. lismo .................................................................................. 33

2. PRIMER DEBATE: CLASICISMO VERSUS MODERNI-


1. DAD ........................................................................................ 39
1. 1. Los términos del debate ................................................... 39
1. 2. El conflicto aparente ......................................................... 44
1. 3. El conflicto real ................................................................. 49

3. SEGUNDO DEBATE: TOMISMO VERSUS PERSONA-


1. LISMO .................................................................................... 53
1. 1. ¿Un debate cerrado?: las razones de la modernidad ...... 53
1. 2. El lastre griego y el problema de la ampliación .............. 58
1. 3. La doctrina tomista de la naturaleza humana ............... 64

9
4. NATURALEZA Y PERSONA ................................................ 89
4. 1. Recapitulando ................................................................... 89
4. 2. La naturaleza humana como humanidad ....................... 94
4. 3. Reformulación del concepto metafísico concreto de na-
1. 3. turaleza humana: de la teleología a la autoteleología .... 99
4. 4. De la naturaleza a la persona .......................................... 102

PARTE II
ESCENARIOS CULTURALES

5. UNA INSTANCIA DE APELACIÓN MORAL ..................... 111

6. EL PROBLEMA DE LA LEY NATURAL ............................. 121


4. 1. Ley natural y objetividad moral ...................................... 121
4. 2. La ley natural como código universal .............................. 125
4. 3. La ley natural como estructura práctico-moral de la
1. 3. persona .............................................................................. 130
4. 4. La transición a la persona en la ley natural ................... 138
4. 5. La ley natural como herramienta cultural ..................... 142

7. ¿ES LA FAMILIA UNA INSTITUCIÓN NATURAL? .......... 147


4. 1. Planteando el problema .................................................... 147
4. 2. Buscando respuestas ........................................................ 152
4. 3. Implicaciones sociales y culturales .................................. 158

10
Introducción

Repensar la naturaleza humana. El título de este libro pue-


de parecer, desde luego, profundo, pero también bastante abs-
tracto y, por lo tanto, suscitar un cierto rechazo. ¿Qué interés
puede tener reflexionar sobre algo a primera vista tan alejado
de lo real? ¿No sería mejor emplear las propias energías inte-
lectuales en algo más concreto y, por lo tanto, más provechoso?
Desde luego, temas relevantes y de actualidad no faltan. La ob-
servación parece pertinente, y creo que lo es, al menos en parte.
El concepto de naturaleza es sin duda abstracto y eso supone un
cierto alejamiento del mundo cotidiano, pero lo abstracto y, por
tanto, general o universal, también tiene su utilidad que, en el
caso de los conceptos fundamentales, como es el de naturaleza,
puede resultar muy alta. Por eso tiene sentido, desde luego, y
está plenamente justificado, hacer el esfuerzo de pensar y re-
pensar el concepto de naturaleza; especialmente, el de natura-
leza humana. ¿Qué puede tener más valor intelectual que pen-
sar sobre el hombre para precisar y mejorar las claves de la
propia antropología?
En este terreno todo tiene un valor singular. No sólo cuen-
tan los grandes planteamientos y las visiones globales; también
importan los detalles, los matices. Los errores básicos sobre lo

11
qué es el ser humano son, por supuesto, los principales. Pero
son también los más patentes. Si alguien propone una visión
crasamente materialista del hombre, resultará evidente para
muchos que está equivocado. Los errores secundarios, por el
contrario, son mucho más difíciles de detectar, pero un ligero
desajuste en la formulación inicial de un concepto fundamental
puede tener enormes repercusiones que, además, corren el ries-
go de pasar desapercibidas porque es justamente ese concepto-
base ligeramente distorsionado el que determina la arquitec-
tura conceptual de la teoría que sobre él se construye.
¿Sucede algo de este estilo con el concepto de naturaleza hu-
mana? ¿Tiene algún problema –grande o pequeño– que deba re-
solverse y exija un repensamiento? Sí, el concepto de naturale-
za humana tiene problemas. Es más, se podría decir que el
mismo concepto es problemático puesto que existen infinidad
de nociones no sólo de naturaleza humana sino del concepto
previo de naturaleza, pero el objetivo de este libro no es hacer
un elenco de tales nociones. Semejante lista requeriría ante
todo una erudición que no poseemos pero, por encima de ello,
sería probablemente inútil. Las visiones que el hombre tiene de
sí mismo y de su naturaleza pueden ser tan diversas que hacer
una lista de ellas no conduciría a ninguna parte.
Nuestro objetivo es otro. Lo que nos proponemos es repensar
el concepto de naturaleza en la tradición clásica, lo que signifi-
ca pensadores como Sócrates, Aristóteles y Platón, San Agustín,
Santo Tomás, las filosofías medievales y las antropologías rea-
listas del siglo XX. Esta tradición ha desarrollado a lo largo de
más de dos milenios una visión muy poderosa del concepto de
naturaleza y, en particular, de su aplicación al hombre: la natu-
raleza humana. Este concepto ha sido muy fecundo durante mu-
cho tiempo y ha disfrutado de una gran relevancia cultural, pero
poco a poco ha ido suscitando perplejidades y oposiciones hasta
el punto de que, ya desde hace siglos, ha ido perdiendo presti-
gio hasta convertirse en una noción más bien sospechosa. Muy
pocos, por ejemplo, se atreverían a defender hoy en un debate
público que el matrimonio es una institución natural o que no se
debe realizar un determinado comportamiento porque es con-
trario a la ley natural. Y, en el caso de que lo hicieran, contarí-

12
an con toda seguridad con una oposición cerrada por parte del
entorno cultural. Algunos, probablemente, interpretarían este
hecho exclusivamente en clave de coherencia personal. La pre-
sión externa, por fuerte que sea, no debe llevar a cambiar las
propias convicciones e ideas. Es una posición respetable, por su-
puesto, pero puede que el problema sea de otro tipo y existe un
ejemplo reciente tremendamente significativo en ese sentido. Al-
guien tan poco sospechoso como Ratzinger decidía prescindir del
concepto de derecho natural en su conocido debate-diálogo con
Habermas por considerar que este concepto había dejado de ser
fiable por el influjo de la teoría de la evolución1.
El problema, en efecto, es de tipo estructural: el concepto de
naturaleza humana sufre una crisis significativa que exige un
profundo repensamiento que vaya a sus raíces más profundas
e indague los motivos de tal situación. ¿Por qué ha entrado en
crisis? ¿Por qué ha perdido su prestigio? Hay muchas respues-
tas posibles. Para algunos, el problema está en el concepto que
es poco preciso o incluso erróneo, lo cual genera muchas pre-
guntas, todas ellas difíciles: ¿cuáles serían las consecuencias?,
¿estaría afectando y perturbando a la tradición clásica sin que
esta fuera consciente de ello?, ¿habría entonces que modificar
el concepto, y en qué sentido? Para otros el problema está en el
entorno cultural, que niega validez a este concepto para no asu-
mir algunas de sus implicaciones, como, la aceptación implíci-
ta de la existencia de una dimensión trascendente o de un cú-
mulo de cualidades no disponibles por parte del hombre. Si esto
fuera cierto surgiría otro grupo distinto de preguntas, pero tam-
bién difíciles: ¿Cómo habría que actuar? ¿Habría que modificar
en parte el concepto para adaptarlo o, por el contrario, habría
que intentar modificar el entorno cultural? ¿Tendría sentido al-
guna estrategia para mejorar la imagen del concepto?, etc.
Este es el tema que pretendemos abordar en estas páginas.
Se trata de una cuestión bastante compleja aunque quizá una
primera reflexión algo ingenua pudiera pensar lo contrario. El
concepto de naturaleza es semánticamente resbaladizo, incluso

1
Cfr. J. RATZINGER y J. HABERMAS, Dialéctica de la secularización, En-
cuentro, Madrid 2006, p. 61.

13
dentro de la tradición clásica. Por eso, nuestra primera tarea con-
sistirá en intentar determinar con la mayor precisión posible los
principales sentidos que puede adoptar en la medida en que afec-
ten a la tradición clásica, bien porque la contrasten (como el na-
turalismo o el culturalismo), bien porque se trata de acepciones
diversas dentro de esta tradición (el tomismo o el personalismo).
A ello hemos dedicado la primera parte de este texto que conclu-
ye con una propuesta de trabajo: la transición a la persona.
En la segunda parte exploramos diversos escenarios cultu-
rales en los que tiene aplicación el concepto de naturaleza: como
instancia de apelación moral, la ley natural, la familia. Si bien
esta parte puede considerarse un desarrollo de la primera, más
teórica y de fundamentación, en realidad ambas se encuentran
estrechamente relacionadas. Un concepto vive de sus aplica-
ciones y gracias a ellas, y en esas aplicaciones define de mane-
ra última su perfil y sus características. Por eso, el análisis de
los escenarios culturales no es solamente una consecuencia de
lo establecido en la primera parte; es también, un punto de par-
tida para el repensamiento y redefinición del concepto. Lo que
funciona o lo que no funciona del concepto de naturaleza en los
ámbitos reales de la existencia es, en el fondo, definitivo acer-
ca de su validez.
Repensar el concepto de naturaleza humana es una osadía
por la que pido disculpas. La grandeza del concepto exigiría un
analista mejor y más profundo. Pero esta vez no ha podido ser.
Afortunadamente puedo compartir parte de la culpa con José
Pérez Adán, quien me propuso abordar esta tarea después de la
lectura de un artículo mío sobre el tema, «Sobre el concepto de
naturaleza en el personalismo», que se publicó en la revista Es-
píritu y suscitó después un animado debate en la red. Le agra-
dezco sinceramente la oportunidad que me ha brindado de me-
dirme, en la medida de mis posibilidades, con un concepto tan
poderoso, al igual que agradezco a Urbano Ferrer la lectura del
original y la aportación de valiosas sugerencias. Espero que el
resultado aporte, por lo menos, algunas luces a los lectores an-
tes de la llegada de nuevos estudios, mejores y más profundos,
sobre uno de los conceptos centrales de la antropología.

14
Parte I
El problema teórico
1. Concepciones de la naturaleza humana

Intentar determinar de manera absoluta el concepto de na-


turaleza humana es una tarea no solo imposible sino probable-
mente inútil. Preguntarse por la naturaleza humana es, en el
fondo, preguntarse por el hombre, interrogarse sobre lo que sig-
nifica ser una persona. Pero la complejidad inagotable de ese
ser misterioso ha hecho que las respuestas a esta cuestión a lo
largo de la historia de la humanidad sean tan inabarcables
como dispares. El hombre se ha pensado a sí mismo tanto cer-
cano a los ángeles o a los dioses como siendo un pedazo de ma-
teria condenado a la aniquilación más absoluta, junto con todas
las posibilidades intermedias unidas a una cantidad asombro-
sa de mutaciones, permutaciones y combinaciones. Seguir y
perseguir todas esas visiones no conduciría a nada, más que a
obtener, después de un trabajo ímprobo, un inventario inmen-
so correspondiente a los innumerables modos en los que el hom-
bre se ha entendido a sí mismo 1. Pero eso no nos ayudaría mu-

1
Solamente a modo de ejemplo doy dos referencias para indicar esa com-
plejidad del término. Ferrater Mora afirma que «se han dado centenares de de-
finiciones del término ‘naturaleza’, y ello, además, en diversos terrenos: en las
ciencias positivas, en la jurisprudencia, en la ética, en la teología, en la esté-

17
cho. A lo más, obtendríamos un voluminoso libro de referencia
útil para consultas eruditas.
Sea de ello como fuere, no es la tarea que pretendemos rea-
lizar en esta obra. Ya lo hemos apuntado en la introducción.
Nuestro objetivo es repensar la noción de naturaleza exclusi-
vamente en el entorno de la tradición clásica por dos motivos 2.
El primero, porque intelectualmente nos situamos en el interior
de esa tradición entendida en sentido amplio, es decir, en la me-
dida en que comprende a las filosofías que se pueden denomi-
nar realistas; el segundo, porque el concepto de «naturaleza hu-
mana» de esta tradición no se encuentra actualmente en su
mejor momento, y, justamente por ello, resulta necesario re-
pensarlo para intentar llegar al fondo de los problemas que
plantea –reales o presuntos– y de las críticas que recibe para
valorar si son consistentes o no y cuáles son los caminos que de-
ben adoptarse a la luz de los resultados de ese análisis. Por todo
ello, nuestra reflexión se va a limitar voluntariamente a los
conceptos de naturaleza humana relacionados con esta tradi-
ción, bien porque nos indiquen su origen y sus raíces, bien por-
que se trata justamente del concepto clásico, bien porque se
oponen a este concepto y lo rechazan o incluso lo combaten.
Esto nos conduce a tres concepciones básicas que son las
que analizaremos a continuación: 1) la naturaleza humana

tica, etc. Parece ser, pues, lo más razonable concluir que no hay en la moder-
nidad ningún concepto común de naturaleza» (Voz «Naturaleza» en J. FERRA-
TER MORA, Diccionario de Filosofía, Ariel, Barcelona 2004). Pannikar, por su
parte, en su primer trabajo, que fue de carácter metafísico, señala hasta 20 sig-
nificados distintos del concepto de naturaleza, y si bien subraya que el rasgo
fundamental es el de principio, según aquello que se tome por principio se ob-
tiene uno u otro concepto de naturaleza, pudiéndose llegar a identificar como
tal no solo realidades muy diferentes, sino totalmente antagónicas como la ma-
teria y Dios. Cfr. R. PANIKKAR, El concepto de naturaleza. Análisis histórico y
metafísico de un concepto (2ª ed.), CSIC, Madrid 1972 y, en particular, el es-
quema conceptual de p. 52.
2
Ya hemos señalado en la introducción que por tradición clásica entende-
mos la compuesta por pensadores como Sócrates, Aristóteles, Platón, San
Agustín, Santo Tomás, las demás filosofías medievales, y las antropologías re-
alistas (fenomenológicas, existencialistas, neoescolásticas, personalistas) del
siglo XX, etc.

18
como naturaleza; 2) el concepto clásico y 3) el concepto moder-
no. Accederemos a ellas mediante un procedimiento histórico
si bien debe quedar muy claro que en ningún modo pretende-
mos realizar una historia concienzuda y exhaustiva del con-
cepto de naturaleza (esto nos conduciría de nuevo al inventa-
rio que pretendemos evitar). Se trata únicamente de utilizar las
bondades del método genético para introducir los conceptos so-
bre los que va a versar nuestra reflexión.

1. La naturaleza humana como naturaleza:


el naturalismo

El concepto de naturaleza, como casi todos los grandes con-


ceptos de la filosofía, tiene origen griego. Proviene de la palabra
latina natura, que es una traducción del griego physis, un sus-
tantivo cuya raíz phyo significa nacer, brotar, surgir, producir,
crecer, etc. En el mundo griego, la pregunta por la naturaleza
fue, inicialmente, una pregunta por el sentido y por el signifi-
cado de todo lo real, también por el fondo último de todo lo que
existe y, desde esta perspectiva, se identifica inicialmente con
el arché de los presocráticos, el principio último que daba sen-
tido y explicaba todo lo real. Explica Zubiri que, «cuando el
hombre griego se enfrenta con el universo preguntando: ¿Qué
es la Naturaleza?, entiende por Naturaleza el conjunto de todo
cuanto existe: conjunto no solamente en el sentido de que sea
ella suma de las infinitas cosas que en el universo hay, sino, so-
bre todo, en el sentido de que, naturalmente, brotan de la Na-
turaleza toda esas infinitas cosas, y dentro de ellas el hombre,
con su propio, personal e individual destino. Por eso es este con-
junto natura, physis, Naturaleza» 3. La naturaleza es, simple-
mente, el conjunto de lo que existe y que posee en su interior
una fuerza originaria y dinámica que genera el maravilloso flu-
jo de la materia y de la vida que el hombre puede contemplar.
El aire, el fuego, el viento, el agua, los materiales y las rocas, las

3
X. ZUBIRI, Naturaleza, historia, Dios, Alianza, Madrid 1994, p. 270 y, más
en general, todo el tema «Hegel y el problema metafísico», pp. 267-287.

19
plantas y los animales nacen, crecen, se desarrollan, viven y
mueren impulsados por una tensión y fuerza interior que les di-
rige y les orienta. Todo ello es naturaleza.
Este es el origen y el primer significado del término natu-
raleza; un significado que permanece vigente literalmente en
nuestro lenguaje y que podríamos traducir –de manera repeti-
tiva, pues los conceptos primarios sólo se pueden describir–
como el conjunto de las cosas naturales, es decir, el cosmos, las
plantas y los animales. ¿Pertenece el hombre a la naturaleza?
Por supuesto que pertenece. La naturaleza es todo. El proble-
ma es hasta qué punto se diferencia. Diógenes de Apolonia y
Demócrito usaron ya la expresión antrophine physis (naturale-
za humana) apuntando así la necesidad de distinguir al hom-
bre del resto de los seres, pero, en general, como veremos con
detalle más adelante, los griegos no insistieron en esta dife-
rencia y, sobre todo, no lo hicieron a través del concepto de na-
turaleza que quedó referido y fijado fundamentalmente al mun-
do natural. Sólo por extensión se aplicaría a los hombres.
En cualquier caso, lo que nos interesa a nosotros ahora no
es tanto la datación y fijación histórica detallada de este con-
cepto sino el hecho de que el mundo griego genera una prime-
ra concepción del término naturaleza que es, por otra parte, la
más difundida actualmente, y que se identifica con el mundo
configurado por los seres materiales y biológicos y por las leyes
que los gobiernan. La naturaleza es así, en buena medida, el
mundo específico de lo no humano a la que el hombre pertene-
ce si se le identifica con ella (perdiendo o difuminándose de este
modo su humanidad) o si se considera sólo los aspectos natu-
rales de su estructura antropológica.
¿Qué contenidos implica hoy en día este concepto? La natu-
raleza así entendida sugiere perfección, belleza, espontaneidad,
armonía, pureza, antigüedad no violada, situación originaria.
Contiene la idea de principios o leyes de desarrollo estableci-
dos por vías independientes del hombre que este no puede al-
terar ni controlar internamente. La naturaleza se configura
como el mundo de lo dado, de lo estable y de lo definido (aun-
que con matices por la aparición de la teoría de la evolución) y
también de lo independiente del hombre puesto que éste no ha

20
intervenido para nada en su constitución. De hecho, el hombre
sólo puede acceder a la naturaleza «desde fuera», utilizando sus
recursos para alcanzar sus objetivos, o alterándola, algo que ge-
neralmente ha hecho para mal mediante una destrucción igno-
rante y violenta que ha generado –como reacción– la moderna
mentalidad ecológica.
Obtenemos de esta manera el primer núcleo de significado
de lo natural o de la naturaleza y también el más difundido y
asentado en la actualidad. Cuando hoy afirmamos que algo es
«natural» es muy probable que estemos remitiendo de un modo
más o menos directo y más o menos consciente al núcleo de sig-
nificado que se cela dentro de esa idea originaria griega asumi-
da por nuestras sociedades. Así, por ejemplo, los «productos
naturales» están elaborados según las reglas propias de la na-
turaleza y con mínima intervención humana que, en todo caso,
se dirige justamente a preservar la pureza del proceso «natu-
ral»; se dice que alguien se «comporta de manera natural» cuan-
do actúa de manera espontánea y sin artificios; «un parque na-
tural» es un territorio en el que se conserva la naturaleza tal
como es originariamente eliminando todo tipo de intervención y
presencia del hombre si no es exclusivamente para la preserva-
ción de la vida «natural y salvaje» o para su contemplación, etc.
Este concepto de naturaleza no es, de todos modos y como se
podría pensar a primera vista, un concepto simple. Hay acon-
tecimientos «naturales» que se presentan de manera paradóji-
ca como «antinaturales», como contrarios al desarrollo espera-
do y previsto por parte de las reglas materiales y biológicas. Los
monstruos, por ejemplo, no parecen seguir las reglas de gene-
ración de las especies y, si bien han surgido sin ninguna inter-
vención humana, no dejan de aparecer como antinaturales,
como contrarios a la naturaleza; hay fuegos surgidos por cau-
sas naturales que destruyen la naturaleza calcinando miles de
hectáreas de bosque y requieren –también paradójicamente– la
intervención humana (antinatural o no natural) para reponer
el orden «natural».
Además, no se puede dejar de lado otro factor relevante: la
misma concepción de «naturaleza» como conjunto de las cosas
naturales varía su significación con el tiempo. «Lo natural», al

21
fin y al cabo, no deja de ser un concepto que el hombre forja
para describir una parte del mundo existente, por lo que resul-
ta inevitable que esté transido de la visión que tiene de sí y de
su relación con el mundo natural. La moderna mentalidad eco-
lógica, de respeto y cuidado de la naturaleza, surge, por ejem-
plo, en una época en la que el hombre no sólo ha dejado de te-
mer a la naturaleza, sino que por el enorme incremento de su
poder tiene la capacidad efectiva de destruirla, algo totalmen-
te inconcebible en otras épocas. De hecho, en las épocas primi-
tivas, el poder enorme e inescrutable de la naturaleza, ante el
cual el hombre aparecía como una débil criatura que luchaba
por sobrevivir, fue la causa de que algunas sociedades le confi-
rieran un carácter sagrado o semi-sagrado. El cristianismo,
como ha mostrado Jaky entre otros, contribuyó decisivamente
a la desacralización de la naturaleza mediante el concepto de
creación. El Dios cristiano trascendía totalmente a la natura-
leza creada por lo que ésta perdió su carácter mistérico o reli-
gioso y se convirtió en naturaleza en el sentido más moderno de
la palabra: un mundo biológico regido por leyes que pueden ser
conocidas, estudiadas y utilizadas 4.
De todos modos, y a pesar de estos matices y dificultades,
parece que puede aislarse aquí de manera bastante definida el
primer núcleo de significado del término naturaleza: el conjun-
to de los seres físicos y biológicos, es decir, el conjunto de las re-
alidades no humanas.
Esta primera conquista terminológica puede suscitar ya
una primera perplejidad en relación con nuestro tema. El ob-
jetivo de estas páginas no es repensar el concepto de naturale-

4
Para Glacken, que ha realizado un monumental trabajo de investigación
sobre la evolución del concepto de naturaleza a lo largo de la historia, las re-
laciones del hombre con el mundo natural se han concebido básicamente de
tres modos (que pueden interactuar entre sí): 1) el mundo natural entendido
como designio, es decir, una producción de los dioses (de Dios) para el hombre;
2) el mundo natural entendido como un medio que influye en el modo de ser de
los hombres; 3) el hombre como trasformador de la naturaleza (agente geo-
gráfico). Cfr. Huellas en la playa de Rodas. Naturaleza y cultura en el pensa-
miento occidental desde la Antigüedad hasta finales del siglo XVIII, Edicio-
nes del Serbal, Barcelona 1995.

22
za biológica, sino el ser del hombre, la naturaleza humana.
Ahora bien, lo que acabamos de encontrar es que el concepto
más genuino y originario de naturaleza parece erigirse justo
como contraposición y diferenciación de lo que es humano,
como el conjunto de las cosas que no son humanas. Tendremos
tiempo para reflexionar sobre este hecho e intentar sacar sus
consecuencias; ahora todo lo que podemos hacer es tomar nota
de ese dato y apuntar dos primeras indicaciones. El título de
este libro, Repensar la naturaleza humana, apunta a evitar esa
equivocidad. No pretendemos de ninguna manera reflexionar
sobre el concepto de naturaleza en su acepción más común,
como conjunto del mundo natural; por eso hemos precisado que
se trata de la naturaleza humana; eso es lo que nos interesa
en estas páginas.
La segunda cuestión, más relevante por el momento, es que
no todos los filósofos ni pensadores están de acuerdo en que se
pueda o se deba establecer una distinción estricta entre natu-
raleza y naturaleza humana. Es más, para la corriente con-
temporánea que Spaemann ha denominado «fisicalista» y que
nosotros denominaremos «naturalista» por abarcar un espectro
más amplio de ideologías –una posición que, por otro lado,
siempre ha existido, pensemos, por ejemplo, en los atomistas–,
la naturaleza humana no es una naturaleza especial, no se di-
ferencia esencialmente de la naturaleza de los animales y las
plantas y, por eso, entra perfectamente dentro del reino de la
naturaleza, forma parte de ella.
Existen numerosos representantes y tendencias dentro de
esta corriente. Nos limitaremos a apuntar la posición de una
versión reciente, la sociobiología de E. O. Wilson. Esta teoría
tiene dos vertientes: desde un punto de vista científico consiste
básicamente en una interesante ampliación de la biología me-
diante el estudio del comportamiento colectivo de los animales.
Wilson, un prestigioso biólogo, desarrolló durante años profun-
dos estudios sobre animales muy sociales (los insectos y en par-
ticular las hormigas) y, sobre la base de esos estudios y de un
enorme y brillante trabajo de síntesis del material elaborado
por otros investigadores, generalizó las reglas de comporta-
miento que había observado en los animales y las expuso en su

23
famoso libro: Sociobiology: the New Synthesis (1975). El libro
fue muy bien recibido desde el punto de vista científico con una
excepción: el último capítulo de su obra en el que aplicaba las
reglas generales del comportamiento social de los animales, ob-
tenidas en los capítulos precedentes, a los hombres. Su posición
fue criticada desde muchas perspectivas y planteamientos (la
sociología, por ejemplo, lo consideró una invasión injustificada
de su territorio académico), pero Wilson no sólo mantuvo su te-
sis, sino que la expuso de manera sistemática varios años más
tarde en una obra ya explícitamente no científica, sino ideoló-
gica, On Human Nature (1978).
La sociobiología ha encontrado una amplia acogida entre
autores de orientación naturalista o animalista (que identifican
a los hombres con los animales), probablemente porque propor-
ciona un instrumento conceptual muy útil para superar uno de
los puntos más débiles en la identificación de los hombres con
los animales: la presencia de comportamientos complejos y cul-
turales en las sociedades humanas. Es evidente que tales com-
portamientos no pueden surgir en ningún caso de tendencias
meramente instintivas, sino de complejos procesos de aprendi-
zaje. Y si esto no se explica existe aquí un potente argumento a
favor de la radical diferenciación entre hombres y animales.
Wilson, sin embargo, habría superado esta dificultad al explicar
cómo se generan comportamientos similares en los animales
(sociedades de insectos) y al proporcionar las reglas para su ge-
neralización en el caso de los hombres. De este modo, para ex-
plicar este tipo de comportamiento en los humanos ya no habría
que acudir a ningún principio nuevo de tipo espiritual o inma-
terial sino a un mero proceso de incremento de la complejidad
en el caso de los hombres que se podría solventar mediante el
recurso a la correlativa complejidad cerebral.
En torno a este núcleo de pensamiento se ha generado una
curiosa tendencia que, frente a la posición culturalista –que
consideraremos más adelante y que, al afirmar que lo propia-
mente humano es la cultura, rechaza con dureza el concepto de
naturaleza humana–, reivindica por el contrario con entusias-
mo la idea de naturaleza humana, entendida como un conjun-
to de estructuras innatas en el hombre no dependiente de la

24
cultura, con la peculiaridad de que considera que esa naturale-
za humana es esencialmente de tipo animal. Existe una natu-
raleza humana, afirman con convicción los representantes de
esta tendencia, sólo que esa naturaleza humana es animal, es
pura naturaleza. Steven Pinker, uno de los principales repre-
sentes de esta corriente ha sistematizado el rechazo a la posi-
ción culturalista dominante mediante una crítica sistemática
de sus tres estereotipos fundamentales simbolizados en tres
construcciones teóricas: la Tabla Rasa, generada por el empi-
rismo y que afirma que no hay nada innato en el hombre, todo
es cultura; el Buen Salvaje (la posición romántica cuyo repre-
sentante típico es Rousseau y afirma que el hombre es bueno
por naturaleza) y el Fantasma en la Máquina (el dualismo re-
presentado idealmente por Descartes según el cual, el hombre
sería una mente que emplearía un cuerpo para sus fines) 5.
Sin descartar las razones que presenta esta crítica de la ide-
ología culturalista, no parece nada claro que la solución al cul-
turalismo exagerado sea una vuelta al biologicismo, y menos
aún si se hace, como Mosterín (otro representante de esta ten-
dencia), con una radicalidad sorprendente y aparentemente
también con una notable superficialidad. «Pocas dudas caben,
afirma, de que la tesis de la inexistencia de una naturaleza hu-
mana o la de su carácter incorpóreo y cuasiespiritista son fal-
sas. Aunque en el pasado las concepciones tradicionales, de raíz
religiosa, han inspirado gran parte de las ideas filosóficas acer-
ca de la naturaleza humana, su incompatibilidad con la cien-
cia actual las hace irrelevantes. Parece que lo que necesitamos
es, valga la redundancia, una concepción naturalista de la na-
turaleza humana. Tal concepción solo ha resultado posible des-
de la revolución llevada a cabo por Charles Darwin (1809-1882)
y sus seguidores en la biología. Aunque el naturalismo evolu-
cionista ha triunfado en toda regla en el pensamiento científi-
co y en la filosofía cercana a la ciencia, todavía colea la resis-
tencia a considerarnos como lo que somos, como animales, y la
predilección por los mitos que nos identifican con ángeles caí-

5
S. PINKER, La tabla rasa. La negación moderna de la naturaleza huma-
na, Paidós, Barcelona 2003.

25
dos, fantasmas incorporados, sujetos trascendentales en un rei-
no de espíritus puros o meros productos culturales implantados
en tábulas rasas»6.
Como se ve, Mosterín se sitúa explícitamente en la línea del
«nuevo materialismo» de Wilson hasta el punto de que acude
explícitamente a los principios generalizadores del comporta-
miento social animal para superar el escollo que supone la pre-
sencia de la cultura para la posición naturalista. En el fondo, no
se trataría más que de un problema de origen; desde luego no
de cantidad, pero tampoco de cualidad. «La información cultu-
ral se genera en el cerebro mediante un invento o descubri-
miento más o menos aleatorio o intencional, y se transmite de
unos cerebros a otros por aprendizaje social. El que cierto ras-
go del comportamiento de un organismo sea natural o cultural
no depende del tipo de rasgo de que se trate, sino de la manera
como se transmita. Si se transmite genéticamente, es natural;
si se transmite por aprendizaje social, es cultural»7. El asunto,
por otra parte, parece quedar completamente aclarado cuando
se afirma sin ningún rubor que «los chimpancés son animales
muy culturales» lo que confirmaría definitivamente –si es que
hiciera alguna falta– que no hay ningún tipo de diferencia esen-
cial entre los animales y los hombres.
Sin embargo, y, por lo que atañe a nuestra investigación,
esta posición tiene muy poco interés. Pocas dudas caben que la
tesis que identifica a los animales y los hombres es falsa 8. Aun-
que hay posiciones cientificistas que, tomando prestado el pres-
tigio de las ciencias, insisten en este hecho, su evidente incom-

6
J. MOSTERÍN, La naturaleza humana, Espasa Calpe, Madrid 2006, p. 23
(cursiva nuestra).
7
Ibid., p. 243.
8
Una interesante crítica de este reduccionismo desde una perspectiva de
origen kantiano la proporciona Habermas. Por un lado, estima que el análisis
filosófico de la persona muestra que no puede reducirse a biología. Además,
considera que la sociedad postmetafísica no puede inhibirse de los retos que
la genética plantea a la naturaleza humana pues se está poniendo en juego la
igualdad básica de los sujetos humanos y se corre el peligro de cosificarlos (J.
HABERMAS, El futuro de la naturaleza humana, Paidós, Barcelona 2002, en
particular, pp. 134-137).

26
patibilidad con la experiencia las hace irrelevantes. Recuerdo
en este sentido un congreso de antropología de hace varios años
en el que ante mi quizás ingenua sorpresa, algunos de los par-
ticipantes mantenían posturas explícitamente animalistas. Na-
die se oponía explícitamente y con rotundidad a estas tesis y el
escenario me recordaba al cuento del emperador desnudo. Sólo
algunos apuntaban leves matizaciones a las tesis dominantes.
Por mi parte, sorprendido o temeroso o sin ganas de significar-
me, o todo ello a la vez, no alcé la voz para discrepar de esas to-
mas de postura, pero no podía dejar de pensar en lo grotesco de
la situación. Un congreso de filósofos proclamaba no sólo nues-
tra cercanía sino incluso nuestra identificación con el mundo
animal. Pero, sobre la base de la importancia hermenéutica de
la experiencia quizá habría que esperar a las conclusiones del
primer congreso de animales para dar razón a este grupo de fi-
lósofos y, mientras ello no suceda, admitir al menos tímida-
mente que parece existir una cierta diferenciación esencial en-
tre el mundo animal y el humano. El sucedido sí puede mostrar,
sin embargo, un punto de investigación conceptual interesante
e importante. Si bien la diferenciación hombre-animal es evi-
dente, no siempre resulta tan sencillo precisar conceptualmen-
te en qué consiste exactamente, pues los animales, y especial-
mente los animales superiores, realizan funciones similares a
las humanas (pensemos, por ejemplo, en el lenguaje). En ese
sentido, intentar determinar los rasgos propios e identificativos
de funciones como el lenguaje, la inteligencia o la sociabilidad
en hombres y animales supondría sin duda una buena contri-
bución tanto a la comprensión de lo que son radicalmente esas
funciones como a la diferenciación científica entre los hombres
y los animales.

2. El concepto clásico de naturaleza humana

Debemos volver ahora al pensamiento griego que habíamos


abandonado para determinar el segundo concepto básico de na-
turaleza humana que vamos a emplear. Y esto nos conduce fun-
damentalmente a Aristóteles, pues si bien puede encontrarse
ciertamente el concepto de naturaleza en muchos otros filóso-

27
fos –por ejemplo, en los estoicos– su formulación filosófica pre-
cisa en el marco de la tradición clásica depende sobre todo de
Aristóteles. Este concepto de naturaleza, con muy pocas modi-
ficaciones, es el que ha perdurado a lo largo de los siglos y ha te-
nido –a través de la tradición aristotélica-tomista– una in-
fluencia inmensa en el pensamiento occidental en general y en
el cristianismo en particular. Pensemos, por poner sólo un
ejemplo, en el impresionante proyecto especulativo de defini-
ción dogmática de los misterios trinitario y cristológico a par-
tir de los conceptos de naturaleza y persona (hypostasis) que
ocupó al cristianismo en sus primeros siglos de existencia 9.
El gran mérito de Aristóteles es la transferencia del con-
cepto de naturaleza del mundo empírico al filosófico, acción que
se consolidaría por la elucidación precisa y poderosa de un prin-
cipio fundamental de la realidad que –en el marco de un sólido
cuadro metafísico– se convertiría en uno de los conceptos claves
del pensamiento filosófico occidental sea –como sucedió inicial-
mente– para asumirlo, sea, como sucedería a partir de la mo-
dernidad, para rechazarlo.
En un primer acercamiento al concepto aristotélico de na-
turaleza se podría pensar que se trata de un principio simple
cuya misión consiste en indicar el ser esencial de las cosas. Pero
un primer aviso para navegantes nos lo proporciona el mismo
Aristóteles en un texto breve de la Metafísica en el que distin-
gue cinco sentidos de este término: «se llama naturaleza, en un
sentido, la generación de las cosas que crecen; por ejemplo, si
uno pronunciara la v alargándola; en otro sentido, aquello pri-
mero e inmanente a partir de lo cual crece lo que crece. Además,
aquello de donde procede en cada uno de los entes naturales el
primer movimiento, que reside en ellos en cuanto tales […] Y se
llama también naturaleza el elemento primero, informe e in-
mutable desde su propia potencia del cual es o se hace alguno
de los entes naturales. Y todavía en otro sentido, se llama na-
turaleza la substancia de los entes naturales» 10.

9
Un resumen de ese complejo proceso se puede encontrar en J. A. SAYÉS,
Señor y Cristo. Curso de cristología, Palabra, Madrid 2005, pp. 201-271.
10
ARISTÓTELES, Metafísica, 1014b.

28
Para intentar recoger la complejidad de matices de este con-
cepto, y no perderse al mismo tiempo en esa complejidad, pro-
bablemente lo más práctico es proceder desde el origen, desde
la fuente desde la que Aristóteles ha forjado su concepto. Y esa
fuente es la naturaleza material, el concepto de naturaleza bio-
lógico tal como lo entendemos hoy y lo entendían la mayoría de
los griegos. El resultado de esta reflexión es lo que podemos de-
nominar el concepto filosófico aristotélico de una «naturaleza
corpórea».
Desde esta perspectiva, el concepto de naturaleza recoge
fundamentalmente dos ideas esenciales. La primera es que las
cosas naturales tienen un modo de ser material, estable y con
una estructura dada y fijada: la esencia. La segunda es que este
modo de ser no es estático, sino dinámico: los seres naturales
poseen un principio activo que les orienta y les empuja hacia su
perfección que consiste en desarrollarse según los patrones co-
rrespondientes a su modo de ser. Ese principio es también na-
turaleza, es más, se configura como el sentido más auténtico de
naturaleza: «la naturaleza, primariamente y en el sentido fun-
damental de la palabra, es la entidad de aquellas cosas que po-
seen el principio del movimiento en sí mismas por sí mismas»11.
La unión de ambos lleva a la conocida definición de naturaleza
como la sustancia o la esencia corpórea en cuanto principio de
operaciones o pasiones.
Artigas y Sanguineti han sintetizado muy bien los rasgos
principales de la «naturaleza corpórea aristotélica». «La natu-
raleza, explican, se distingue de lo que es espiritual y de lo que
es artificial. Veamos cómo:
a) Respecto al ser espiritual: la noción física de naturaleza
incluye materia, y, por tanto, todo lo que de alguna manera es
suprafísico o supramaterial no es natural. Natural es lo espon-
táneo que no procede de la razón. Los hechos naturales se re-
piten siempre del mismo modo –salvo los eventos casuales–,
pues obedecen a la necessitas materiae, al condicionamiento
unívoco que impone la materia; en cambio, los fenómenos de la

11
ARISTÓTELES, Met V, c. 4, 1015a 10-15.

29
vida del espíritu son variadísimos y libres (por ejemplo, que un
individuo dé una conferencia no se considera un fenómeno de la
naturaleza).
b) Respecto de lo artificial: objetos artificiales son los pro-
ducidos por el trabajo o ingenio humano (que lo antiguos deno-
minaban ars, arte). El arte es un principio racional de hacer co-
sas externas, que la naturaleza no hace. Estos objetos se
mueven totalmente ab extrínseco, como una silla, un martillo,
o una computadora, aunque, evidentemente, estos entes pose-
en fuerzas naturales que el hombre aprovecha para que pro-
duzcan efectos no previstos por la naturaleza»12.
En resumen, el concepto originario aristotélico de natura-
leza se toma del mundo físico e importa las siguientes notas: ca-
rácter no espiritual, no racional, determinado unívocamente y
opuesto al arte o a lo artificial que se define por proceder de la
razón o de la intervención humana. La determinatio ad unum
se enmarca también en el contexto de una causalidad más bien
rígida establecida por los fines que fija la naturaleza. Por su ca-
rácter dinámico la naturaleza apunta y tiene sentido en rela-
ción a ese telos o fin que determina el comportamiento del ser
en cuestión; sus acciones se orientan a la consecución de ese te-
los, pero de manera necesaria, porque la materia no deja lugar
a la libertad.
Hasta aquí el concepto de naturaleza corpórea, un concepto
preciso y poderoso pero que nos plantea algunas perplejidades
para aplicarlo directamente al hombre, es decir, para llegar al
concepto de naturaleza humana, que es el que realmente nos
interesa. ¿Cabe aplicar el concepto de naturaleza al hombre?
En principio parecería que no, pues no parece diseñado para al-
bergar la libertad; es más, parece diseñado justamente en con-

12
M. ARTIGAS y J. J. SANGUINETI, Filosofía de la naturaleza (3ª ed.), Eun-
sa, Pamplona 1993, pp. 116-117. Como es sabido, Artigas ha desarrollado pos-
teriormente una filosofía de la naturaleza muy sugerente en torno a los con-
ceptos de dinamismo y estructura. Ver, por ejemplo, M. ARTIGAS, La
inteligibilidad de la naturaleza, Eunsa, Pamplona 1992 y M. ARTIGAS, Filoso-
fía de la Naturaleza, 4ª edición renovada, Eunsa, Pamplona 1998. Uso este
texto porque me parece que refleja bien la posición aristotélica.

30
tra de la libertad y la racionalidad humana puesto que intenta
definir y determinar el reino de lo natural en contraposición
justamente al de lo artificial. Aristóteles lo dice expresamente:
«Algunas cosas son por naturaleza, otras por otras causas. Por
naturaleza, los animales y sus partes, las plantas y los cuerpos
simples como la tierra, el fuego, el aire y el agua –pues decimos
que éstas y otras cosas semejantes son por naturaleza. Todas
estas cosas parecen diferenciarse de las que no están constitui-
das por naturaleza, porque cada una de ellas tiene en sí misma
un principio de movimiento y de reposo, sea con respecto al lu-
gar o al aumento o a la disminución o a la alteración. Por el con-
trario, una cama, una prenda de vestir o cualquier otra cosa de
género semejante, en cuanto que las significamos por su nom-
bre y en tanto que son productos del arte, no tienen en sí mis-
mas ninguna tendencia natural al cambio»13.
Esta es, pues, la pregunta trascendental: ¿cabe o no aplicar
el concepto de naturaleza al hombre? Para Aristóteles –y para
la tradición clásica que le sigue– la respuesta es afirmativa por-
que si bien el concepto ha surgido de unos presupuestos natu-
rales y en el marco de la filosofía de la naturaleza, el concepto,
en sí mismo es metafísico o tiene una valencia metafísica, y, por
lo tanto, puede ser despojado de sus caracteres materiales y ser
aplicado trascendentalmente a toda la realidad. En palabras de
Artigas y Sanguineti, «el concepto de naturaleza puede perder
su connotación material, y extenderse así a todo ente. Desde
esta perspectiva, naturaleza es la esencia en cuanto principio de
operaciones»14. Cabe hablar por tanto, de una ampliación tras-
cendental o metafísica del concepto cosmológico de naturaleza
que permite su utilización en toda la realidad. La ampliación
desmaterializa el concepto transformándolo en un principio
metafísico universal que –ahora sí– se puede aplicar al hombre
sin empacho –o a los ángeles o incluso a Dios– puesto que ya
no hace referencia al modo de ser de la naturaleza, sino al modo
de ser específico de cada ente. Y, puesto que el modo de ser del

13
ARISTÓTELES, Física, II 192 b, 1-19, traducción de G. R. de Echandía,
Gredos, Madrid 1998.
14
M. ARTIGAS y J. J. SANGUINETI, Filosofía de la naturaleza, cit., pp. 118-119.

31
hombre es libre, su principio de operaciones, es decir, su natu-
raleza, incluye en este caso la libertad.
Desde esta perspectiva, el hombre tiene una naturaleza
como el resto de los seres creados pues, en la medida en que se
es algo, se tiene inevitablemente una esencia y un principio de
operaciones, es decir una naturaleza; pero, a diferencia de los
demás entes –y esto es lo fundamental–, puede adherirse o no
libremente a ella; puede obrar según lo que ella le dicta u opo-
nerse a esas indicaciones. Aquí está la diferencia esencial gra-
cias a la cual es posible salvar la noción de naturaleza para el
hombre y aplicarle una noción que, inicialmente, no sólo no ha-
bía sido forjada para él sino, más bien, para distinguir a algu-
nas realidades (las naturales) de ese mismo hombre.
En definitiva, y por cuanto se refiere a Aristóteles, tenemos
lo siguiente. El concepto metafísico de naturaleza es aplicable
a todos los entes e implica básicamente dos ideas distintas:
1) lo que las cosas son, el qué de las cosas. La naturaleza
de una cosa indica su modo de ser y en este sentido es un
concepto muy cercano a la esencia;
2) el principio intrínseco de movimiento de las cosas que
les hace tender hacia sus fines; la naturaleza desde este
punto de vista es un principio dinámico y activo.
Estos dos elementos se unen para dar el concepto general y
clásico de naturaleza desde el punto de vista de la tradición me-
tafísica: la esencia en cuanto principio de operaciones, el prin-
cipio de cada realidad que le lleva a comportarse de la manera
adecuada a lo que ella es.
El concepto de naturaleza así concebido trae en causa tam-
bién a otras dos importantes nociones. La primera es la de sus-
tancia que, desde cierto punto de vista, se asemeja a la esen-
cia. La segunda, quizá más importante que la primera para los
razonamientos que vendrán a continuación, es la de causa. La
naturaleza es causa del movimiento de la cosa desde dos pun-
tos de vista. Ante todo es causa porque produce de hecho el mo-
vimiento; el ser se mueve gracias a la fuerza que se cela en su
naturaleza; pero es también y sobre todo causa final. La natu-
raleza determina los fines de los entes y, como sabemos, estos

32
determinan a su vez el movimiento. Por tanto la naturaleza es
causa final. Ejemplificar estas nociones es sencillo. La natura-
leza de los animales es el modo de ser que les impele a conse-
guir y obtener aquello a lo que aspiran (fines) y que viene de-
terminado por su mismo modo de ser. Y lo mismo ocurre con el
hombre. Su naturaleza le hace actuar para conseguir y obtener
aquello que es propio del modo de ser del hombre.
Ni el medioevo ni, en concreto, Tomás de Aquino, parecen
haber hecho aportaciones significativas a la herencia aristoté-
lica sobre el concepto de naturaleza por lo que se refiere a su es-
tructura intrínseca. Pero sí hay un aporte significativo por lo
que se refiere al origen de las naturalezas. El cristianismo vio
aquí la mano de Dios. El carácter dado y estable de las natura-
lezas (incluida la humana), su definición mediante un conjun-
to de leyes y principios internos que ningún ser (tampoco el
hombre) se había dado a sí mismo remitía necesariamente en
última instancia a un agente inteligente capaz de crear esa her-
mosísima constelación de causas finales. Y ese agente sólo po-
día ser Dios. Las tesis griegas fueron así asumidas e integradas
originalmente en la cosmovisión cristiana dando lugar, según
Glacken, a «una concepción del mundo habitable de tal fuerza,
poder de persuasión y flexibilidad, que pudo mantenerse como
una interpretación de la vida, la naturaleza y la tierra acepta-
bles para la gran mayoría de los pueblos del mundo occidental
hasta el sexto decenio del siglo XIX»15.

3. El concepto moderno de naturaleza:


el culturalismo

La irrupción de la modernidad, sin embargo, dio al traste


con esta estructura de pensamiento invirtiendo de forma radi-
cal la concepción de la naturaleza humana. Generalmente se
suele considerar a Descartes y su separación radical entre la res
extensa y la res cogitans como el elemento desencadenante de
este cambio de tendencia. La physis aristotélica –como acaba-

15
C. J. GLACKEN, Huellas en la playa de Rodas, cit., pp. 179-180.

33
mos de ver– nunca había sido una realidad estática ni pasiva
sino, al contrario, la fuente intrínseca del movimiento de cada
ser. Pero Descartes reduce la corporeidad a extensión expul-
sando automáticamente los principios del movimiento hacia las
dimensiones espirituales de la persona. El cuerpo se convierte
de este modo en una máquina pasiva movida por el espíritu (el
dualismo del «Fantasma en la máquina» criticado entre otros
por Pinker).
Pero, probablemente, sería más exacto decir que Descartes
no es propiamente quien inicia el cambio de tendencia sino
quien formaliza, de una manera ya clara y rotunda, un plante-
amiento que se había iniciado justo con la crisis del mundo me-
dieval y que se manifiesta, por lo que a la concepción del hom-
bre se refiere, en la exaltación humanista de su capacidad
creativa, una capacidad que también debía afectar de algún
modo al hombre mismo, es decir, a su naturaleza. Este es exac-
tamente el momento en el que irrumpe una nueva concepción
de la naturaleza humana –más flexible, más móvil, incluso apa-
rentemente capaz de modificarse a sí misma– que comienza a
distanciarse y separarse de la concepción aristotélica. Este es-
pléndido texto de Pico Della Mirandola refleja ese cambio de
mentalidad de manera incomparable: «Así pues, (Dios) tomó al
hombre, obra de aspecto indefinido y, colocándolo en la zona in-
termedia del mundo, le habló de esta forma: ‘No te hemos dado
una ubicación fija, ni un aspecto propio, ni peculio alguno, ¡oh
Adán!, para que así puedas tener y poseer el lugar, el aspecto y
los bienes que, según tu voluntad y pensamiento, tú mismo eli-
jas. La naturaleza asignada a los demás seres se encuentra ce-
ñida por las leyes que nosotros hemos dictado. Tú, al no estar
constreñido a un reducido espacio, definirás los límites de tu
naturaleza según tu libre albedrío, en cuyas manos te he colo-
cado. Te he situado en la parte media del mundo para que des-
de ahí puedas ver más cómodamente lo que hay en él. Y no te
hemos concebido como criatura celeste ni terrena, ni mortal ni
inmortal, para que, como arbitrario y honorario escultor y mo-
delador de ti mismo, te esculpas de la forma que prefieras»16.

16
PICO DELLA MIRANDOLA, Discurso sobre la dignidad del hombre, edición
de P. J. Quetglas, PPU, Barcelona 1988, pp. 50-51.

34
Frente a este estado de los espíritus, el escolasticismo de-
cadente no fue capaz de mantener el dinamismo intrínseco y
poderoso de la physis aristotélica, abogando por una naturale-
za cada vez más mecanicista y depauperada y abriendo de este
modo el camino a la contraposición abierta entre las exigencias
del espíritu de los tiempos sobre la autoconcepción del hombre
y las formulaciones filosóficas que lo reflejaban. Así, señala
Spaemann que, si bien Tomás de Aquino, como fiel seguidor de
Aristóteles, opta por concebir la naturaleza humana como un
principio metafísico y abierto, todos los tomistas del siglo XVI
caen en la consideración pasiva-corporal de la naturaleza. «El
hombre es pensado en analogía con los ‘cuerpos celestes’»17. De
este modo, la ruptura estaba servida pues, a partir de esta con-
cepción resulta imposible concebir simultáneamente al hombre
como ser natural y como persona. Uno de los dos lados de la ba-
lanza debía vencer y humillar al otro, lo que ocurrió por el lado
más lógico, el espiritual. Si bien el hombre es cuerpo y alma, en
la medida en que ambos aspectos se pueden separar, es más
alma que cuerpo y aquella tiende a prevalecer (al menos en los
niveles teóricos).
De este modo, el concepto moderno del hombre se forja en
confrontación directa al de naturaleza. Si bien se admite, pues
se trata de un hecho incontestable, que el hombre tiene una
base biológica, se considera que lo específicamente humano es
justamente lo que no es naturaleza, sino aquello que supera a
la naturaleza: la libertad, la razón y sus obras, es decir, la cul-
tura. La formulación concreta de este principio es tan variada
como lo son los pensadores «modernos», pero el núcleo funda-
mental en todos ellos es el mismo: el hombre, en sentido estric-
to, no tiene naturaleza; tiene una base material y biológica que
le convierte en un ser de la especie humana, pero el constituir-
se plenamente como hombre es fruto de la actividad de su in-
teligencia y de su libertad que no conoce límites ni fronteras y
que evoluciona continuamente y está en continua construcción.
Intentar imponer, por lo tanto, un contenido fijista, estable y
universal de la naturaleza humana es un tremendo error his-

17
R. SPAEMANN, Lo natural y lo racional, Rialp, Madrid 1989, p. 43.

35
tórico puesto que la historia muestra con superabundancia de
ejemplos que el hombre se va haciendo a sí mismo a lo largo de
su devenir, transformándose y perfeccionándose de civilización
en civilización y, además, equivale a una esclavización del hom-
bre pues se le obliga a someterse a lo más bajo y material de su
ser: la parte biológica y material, cuando lo que pide la realidad
de las cosas es justamente lo contrario: que lo material se so-
meta y ordene a lo espiritual o, en otras palabras, que el sus-
trato biológico humano se ponga a disposición de la inteligencia
y la libertad.
Este es el origen de la poderosísima dicotomía espíritu-na-
turaleza que opera en el pensamiento contemporáneo desde
hace siglos y que ha dado lugar, en numerosísimas versiones,
a la concepción culturalista del hombre. El tema está presente
en Kant, quien entiende que «toda propensión es física –esto es:
pertenece al albedrío del mismo como ser natural– o es moral,
esto es: perteneciente al albedrío del mismo como ser moral»18,
un planteamiento que determina toda su concepción de la mo-
ral; en Marx, quien, como es sabido, niega el concepto de natu-
raleza humana porque considera que «esta suma de fuerzas de
producción, capitales y formas de intercambio social con que
cada individuo y cada generación se encuentran como con algo
dado, es el fundamento real de lo que los filósofos se represen-
tan como la ‘sustancia’ y la ‘esencia’»19; en los existencialistas
radicales (léase Sartre) que dan prioridad a la existencia sobre
la esencia transformando al ser humano en un vector proyecti-
vo sin estructura y en un largo etcétera.
Ortega, con sus matices peculiares, también se sitúa en esta
tradición de pensamiento y ha expresado sintéticamente su po-
sición de manera brillante: «Podéis llamar a la Naturaleza
como gustéis; es la diosa que acude a una evocación de mil nom-
bres: naturaleza es la materia, es lo fisiológico, es lo espontá-
neo. En una sinfonía de Beethoven pone la Naturaleza las tri-

18
I. KANT, La religión dentro de los límites de la pura razón, Alianza, Ma-
drid 2001, p. 49.
19
K. MARX y F. ENGELS, La ideología alemana, Pueblos Unidos-Grijalbo,
Montevideo-Barcelona 1970, p. 34.

36
pas de cabra sobre el puente de los rubios violines, da la made-
ra para los oboes, el metal para los clarines, el aire vibrátil para
las ondas sonoras. Y todo lo que en una sinfonía de Beethoven
no es tripas de cabra, ni madera, ni metal, ni aire inquieto, es
cultura»20.
Una observación conclusiva que quizá pueda sorprender a
primera vista, pero que es perfectamente cierta. En realidad, la
concepción moderna del concepto de naturaleza coincide con la
perspectiva naturalista. Ambas, en efecto, consideran que la na-
turaleza es el conjunto de realidades físicas y biológicas que
existen en el universo consideradas como conjunto (la Natura-
leza) o tomadas de modo individual (los seres naturales). En lo
que se distinguen es en la concepción del hombre. Para los na-
turalistas, naturaleza humana y naturaleza simplemente coin-
ciden (de ahí el título que hemos dado al epígrafe en el que nos
hemos ocupado de esta corriente); para la concepción moderna
o culturalista, por el contrario, se oponen. El hombre se afirma
justamente en contra o por encima de la naturaleza biológica;
el hombre es tal por su inteligencia y libertad, no por una car-
ga biológica por otra parte cada vez más prescindible gracias a
la tecnología. De hecho, este es el sustrato de muchas de las
concepciones culturales contemporáneas como, por ejemplo, la
teoría de género que no hace más que aplicar estos presupues-
tos a la diferencia varón-mujer. Para esta teoría, los hombres y
las mujeres nos diferenciamos exclusivamente en el aspecto
biológico-corporal pero no en el cultural, que, una vez supera-
das las barreras de género (opresión de la mujer), es idéntico
para ambos. Pero como lo cultural es la dimensión principal de
la persona, esa estructura biológica –justamente por ser sólo
biológica– no es algo que deba imponerse a los sujetos; al con-
trario, el ejercicio pleno de la humanidad por parte de hombres
y mujeres supone e incluso exige una superación de los condi-
cionamientos biológicos en la medida en que se vean llamados
a ello. Vistas así las cosas, la sexualidad plenamente humana

20
J. ORTEGA Y GASSET, Renan, Obras Completas, I, Alianza, Madrid 1909,
p. 459. Sobre el concepto de naturaleza en Ortega vid.: F. J. MASSA, El concepto
de naturaleza en Ortega y Gasset, Editeuro Universitaria, Lérida 1996.

37
consiste no en el sometimiento a las leyes de una estructura so-
mática sino en una elaboración cultural y libre a partir de unos
datos somáticos; una elaboración, lógicamente, que queda al ar-
bitrio de cada sujeto puesto que la cultura no conoce reglas es-
pecíficas a las que tendría que someterse.

38
2. Primer debate:
clasicismo versus modernidad

1. Los términos del debate

El debate, por tanto, está servido. Nuestra primera explo-


ración en torno a los significados del concepto de naturaleza hu-
mana nos ha conducido a tres concepciones enfrentadas de
diversas maneras. La concepción naturalista ve al hombre fun-
damentalmente como biología y, por ello, se opone a la visión
culturalista que lo concibe, fundamentalmente, como cultura.
Sin embargo, ambas comparten una misma visión de la natu-
raleza humana que remite exclusivamente a los aspectos so-
mático-fisiológicos de la persona. Desde esta perspectiva, am-
bas se oponen a la posición clásica puesto que, para ésta, la
naturaleza humana refleja al hombre entero, no solo su di-
mensión biológica. Pero los motivos de la oposición son muy di-
versos. El naturalismo rechaza de la posición clásica que no re-
duzca al hombre a pura naturaleza y defienda la existencia de
una dimensión espiritual. El culturalismo, por su parte, recha-
za su concepto de naturaleza humana (que le parece similar al
del naturalismo) y la acusa tanto de fijismo y universalismo
como de naturalismo, es decir, de supeditación de lo propia-
mente humano a lo biológico y natural.

39
Un análisis detallado de cada una de estas confrontaciones
sería, sin duda, muy interesante y sugestivo pero quizá tam-
bién excesivamente prolijo. Por otro lado, lo que nos interesa no
es una reflexión genérica sobre el concepto de naturaleza sino
repensar y ajustar –en la medida en que sea necesario– la no-
ción clásica. Por eso, y teniendo en cuenta que consideramos in-
telectualmente irrelevante la reducción del hombre a biología,
nos vamos a limitar a considerar el enfrentamiento entre la po-
sición clásica y la moderna o culturalista.
¿En qué términos se establece este debate? En principio y en
una primera aproximación parece que en los de un enfrenta-
miento directo y total. Hay, ante todo, una oposición histórica
pues, en buena medida, la concepción moderna de naturaleza
procede de una determinada interpretación o comprensión de la
noción clásica que se ve como negativa y, por lo tanto, se recha-
za. El principal motivo de este rechazo –que habría que matizar
según los autores pero que, en esta perspectiva global, no po-
demos tomar en cuenta– es la convicción de que la concepción
aristotélica de la naturaleza establece un marco teleológico ex-
cesivamente estricto que, si ya presenta fisuras en el mundo pro-
piamente natural, impide de manera decisiva la posibilidad de
existencia de las categorías específicamente humanas como la li-
bertad, la cultura, el arte o el espíritu. Lo propio de la naturale-
za (fisiología, biología, etc.) es la determinación mientras que lo
propio del hombre es la libertad. Por eso, para los modernos, la
indagación y comprensión de lo específico humano debe hacerse
liberándose, más aún, oponiéndose a la concepción clásica de na-
turaleza. Massa ha sintetizado muy bien el núcleo del problema:
«La noción de ‘naturaleza’ tenía, antes de Descartes, un sentido
muy diverso del que después de él ha adoptado la modernidad.
Resumiendo mucho, puede decirse que esa diferencia consiste en
que modernamente se contraponen los ámbitos de la naturale-
za y de la libertad, debido a la concepción mecanicista-geometri-
zante que surge del reducir la naturaleza a la ‘res extensa’. A par-
tir de ese momento no tendrá ya ningún sentido hablar de una
actuación natural libre, ni de una ley moral natural»1.

1
F. J. MASSA, El concepto de naturaleza en Ortega y Gasset, cit., p. 48.

40
Frente a esta postura, la filosofía clásica reacciona seña-
lando que este rechazo del concepto de naturaleza, además de
estar intelectualmente injustificado, genera muchos y muy
graves problemas, entre ellos el de propiciar un deletéreo rela-
tivismo antropológico. La experiencia nos muestra que todo ser,
incluido el hombre, tiene una naturaleza, un modo de ser esen-
cial. Y si rechazamos ese concepto, caemos tanto en un profun-
do error intelectual como en una grave confusión antropológi-
ca y ética. Porque, si el hombre no tiene naturaleza, es decir, un
modo de ser determinado, ¿de qué hablamos cuando hablamos
del hombre? ¿A qué nos referimos? Como todas las plantas y
animales tienen su naturaleza específica, los podemos conocer
y reconocer, pero si el hombre no tiene naturaleza, si es sólo
cultura, arte y libertad: ¿qué es el hombre, si es que existe?
¿Cómo podemos establecer un mínimo común denominador
–que habría que llamar naturaleza– entre los hombres del si-
glo XXI, los medievales, los romanos o los primeros pobladores
del planeta? ¿Estaríamos hablando del mismo ser o, simple-
mente, de una realidad indiferenciada que evoluciona y que,
por comodidad, denominamos hombre? ¿Qué posibilidades que-
darían entonces para una ética colectiva más allá de un mero
relativismo moral? El problema, además, no se plantea sólo a
nivel diacrónico, sino también sincrónico: ¿Qué nos permite
afirmar que todos los hombres que hoy existen en el planeta
son auténtica e igualmente hombres? ¿Y qué nos permite afir-
mar, en consecuencia, la validez universal de los derechos hu-
manos?
Si intentamos sistematizar las líneas principales de esta
controversia podemos encontrar al menos las siguientes oposi-
ciones:
• Datitud contra libertad: la posición clásica, al apostar por
una naturaleza humana determinada y configurada, apuesta
simultáneamente por el carácter «dado» o recibido del ser hu-
mano. El hombre no se ha hecho a sí mismo; recibe gratuita-
mente lo que es y queda configurado como hombre, indepen-
dientemente de su voluntad, antes de que ejercite su libertad.
No se trata de afirmar con esto que el hombre no sea realmen-
te libre; lo que se afirma es que esa libertad se establece en el

41
marco de una naturaleza dada, determinada y establecida, de
la que el hombre no puede disponer, entre otras cosas, por la ra-
zón de que no se la ha dado a sí mismo sino que es su punto de
partida desde el que ejercita su libertad. El culturalismo, por
el contrario, se sitúa en la orilla opuesta y puede ser represen-
tado idealmente (aunque se trate de una de las formulaciones
más radicales) por el existencialismo sartriano. El hombre no
es, sino que se hace; la existencia precede a la esencia y si algo
caracteriza al hombre es su libertad, pero una libertad radical
no atada por la esencia ni por cualquier otra estructura meta-
física. El hombre dispone radicalmente de sí mismo salvo el
peso de una instancia biológica por la que puede quedar limi-
tado e incluso derrotado, pero en cuanto ser natural no en cuan-
to hombre.
• Universalidad frente a singularidad: la existencia de una
naturaleza humana metafísica permite a la concepción clásica
fundamentar de manera consistente la universalidad de las ca-
racterísticas básicas de las personas. Todos somos hombres por-
que todos disponemos de la misma naturaleza humana (si bien
individualizada) y, por eso mismo, las características básicas de
todo hombre son idénticas. Aquí se encuentra la base para la
fundamentación absoluta e igualitaria de los derechos huma-
nos ya que, si se negase esta universalidad, caería toda posible
sustentación. La posición culturalista, por su parte, admite
como mucho una universalidad muy formal aplicable a algunos
rasgos especialmente emblemáticos del hombre: inteligencia, li-
bertad, autonomía, etc.; pero, en la medida en que se descien-
de a un terreno más concreto, la universalidad es rechazada de
plano sobre base de la experiencia. Lo que muestra la cultura
y la historia es que los hombres difieren entre sí. Las costum-
bres, las instituciones sociales, las reglas morales varían de cul-
tura a cultura de modo tan profundo que resulta imposible in-
tentar establecer un conjunto de reglas universales (ya sea
morales o comportamentales) válidas en cualquier cultura. La
estructura familiar, por ejemplo, admite innumerables varian-
tes (monogamia, poligamia, divorcio, poliandria, etc., etc.) sin
que tenga sentido afirmar que una de ellas es la que responde
realmente a la naturaleza humana.

42
• Fijismo frente a historicidad: pretender determinar y fijar
formalmente ese conjunto de reglas universales implica, para
el culturalismo, un error más: desconocer el carácter variable
e histórico de la naturaleza humana. En el fondo, para el cul-
turalismo, suele haber aquí un engaño, consciente o incons-
ciente, por parte de la posición clásica. Se formaliza lo que hoy
se considera bueno, correcto y conveniente de acuerdo con la
«naturaleza humana» y se proyecta retrospectivamente a lo lar-
go de la historia. Pero se trata de un procedimiento ficticio
–cuando no manipulador– porque un examen atento de la his-
toria muestra que nunca ha existido tal constancia en la moral
o en las costumbres. Los representantes de la tradición clásica,
por ejemplo, pueden hoy defender con pasión la democracia o
rechazar la tortura, pero no lo han hecho en el pasado. Y, como
es sabido, Aristóteles, el representante por excelencia de esta
tradición, consideraba «natural» la esclavitud. A esto, la tradi-
ción clásica responde (con una diversidad de matices) que los
errores en la concepción de la naturaleza humana no anulan la
existencia de tal naturaleza y que, si bien esta puede modifi-
carse de manera accidental, en sustancia sigue permanecien-
do idéntica. Ciertamente que las civilizaciones desaparecidas
se diferencian profundamente de nosotros, pero no tanto como
para que quienes las construyeran fueran radicalmente diver-
sos. Bárbaros y romanos, aztecas y egipcios, persas y hunos vi-
vían de modo muy diferente y pensaban de modo muy diferen-
te, pero eran hombres y, por encima de esa diversidad, tenían
los mismos anhelos, ambiciones y angustias que han afectado
a los seres humanos de todos los tiempos.
• Naturalismo frente a moral: por último, cabe añadir que
la posición culturalista puede incluso acusar de naturalismo a
la tradición clásica. Apoyándose en la crítica kantiana al empi-
rismo de Hume señala que la sumisión a los principios de la na-
turaleza no es en sí moral, sino más bien amoral ya que supo-
ne imponer a lo libre la rendición ante lo natural, es decir,
obligar a lo superior a inclinarse ante lo inferior. La moralidad,
por el contrario, debe ser autónoma y no inclinarse ante lo na-
tural sino asumirlo en su dinamismo. Lo contrario, aunque se
realice utilizando una nomenclatura excelsa, supone reducir el
hombre a lo biológico-material. Para la tradición clásica tal acu-

43
sación, sin embargo, no tiene sentido y además se vuelve con-
tra sí misma, desencarnando al hombre y convirtiéndolo en un
fantoche desarraigado e irreal (el «Fantasma en la máquina» de
Pinker). No se trata de someter el hombre a «lo» natural sino a
«su» propia naturaleza; con eso no se le humilla sino que se le
rinde el servicio más precioso: mostrarle el camino que le con-
duce a la felicidad.

2. El conflicto aparente

¿Es posible solucionar esta controversia? ¿Cabe un acerca-


miento entre ambas posiciones? Probablemente, un primer im-
pulso llevaría a responder que no, puesto que ambas posiciones
se presentan no sólo como diversas sino como opuestas, y no
sólo en un punto sino en muchos y fundamentales. Cabría acha-
car la radicalidad de la oposición a la exposición que acabamos
de hacer. Quizás impulsados por el deseo de presentar una con-
troversia brillante y atractiva habríamos caído en el defecto de
radicalizar las posturas y eliminar sus contornos de modo que
el resultado final aparecería dibujado como un dúo de posturas
globalmente opuestas y contradictorias. Algo de esto, puede ha-
ber sucedido, efectivamente. Toda exposición –sobre todo cuan-
do versa sobre problemas importantes y no se quiere descender
a los detalles para no perder la visión de conjunto– lleva consi-
go necesariamente una cierta simplificación. Pero, a pesar de
todo, estimamos que las líneas principales del conflicto –con to-
dos los matices y precisiones que quieran añadirse– están co-
rrectamente dibujados. ¿Cabe entonces –volvemos a nuestra
pregunta– alguna aproximación entre ambas, algún tipo de
conciliación?
Teniendo en cuenta que, de hecho, la posición victoriosa es
la culturalista, no es de extrañar que los intentos de armoniza-
ción entre ambas posturas hayan venido de la posición clásica.
El culturalismo se ha dedicado más bien a disfrutar de su vic-
toria. Algunos representantes de la tradición clásica, por el con-
trario, han intentado tender puentes con el objetivo de salvar la
noción de naturaleza en el debate cultural contemporáneo por-
que, si bien esta noción no presenta particulares problemas en

44
el interior de la tradición clásica, sí los presenta –y notables
como hemos visto– para el culturalismo, que es la opción victo-
riosa y vigente culturalmente. Por eso, si no se logra ningún
tipo de conciliación, de acercamiento o de toma en considera-
ción por parte de los culturalistas, el concepto de naturaleza hu-
mana corre el peligro de quedar confinado exclusivamente al
debate interno, y en cierto sentido endogámico, de la tradición
clásica puesto que ha sido apartada del main stream cultural.
Justamente para evitar este peligro y esta «desaparición en
combate» algunos representantes de la tradición clásica han in-
tentado algunas vías de conciliación entre ambas posiciones.
Una de las argumentaciones más básicas y recurrentes ha
consistido en señalar que la concepción que la modernidad tie-
ne de la noción metafísica de naturaleza es errónea y reducti-
va, por lo cual, al menos una parte de este debate no consisti-
ría en realidad en un conflicto intelectual poderoso, como los
puntos de fricción previamente señalados podrían dar a enten-
der, sino en un conflicto aparente de tipo terminológico, en uno
de los pseudo-conflictos filosóficos que se ha complacido en de-
nunciar la filosofía analítica. Lo que ocurriría en realidad es
que los tomistas y los modernos o culturalistas, al referirse al
concepto de naturaleza o de naturaleza humana, estarían usan-
do el mismo término lingüístico, pero le atribuirían una signi-
ficación filosófica muy diferente. Y esa equivocación de partida
es la que daría origen a la confusión.
Karol Wojtyla ha desarrollado explícitamente esta idea del
conflicto aparente en un artículo titulado «Persona humana y de-
recho natural», por lo que seguiremos de cerca su argumenta-
ción: «Si comparamos estas dos realidades, por un lado, la noción
de persona y, por otra, la noción de naturaleza, debemos darnos
cuenta de que hay al menos dos significados de la noción de ‘na-
turaleza’. En la escuela tomista, en la escuela de la ‘filosofía pe-
renne’, estamos acostumbrados a entender exclusivamente la
naturaleza en sentido metafísico, es decir, como sustancia de una
cosa tomada como principio de toda actualización de la misma
cosa. Subrayo toda, porque esta acentuación más adelante se nos
revelará útil. Nos será particularmente útil cuando procuremos
darnos cuenta de que ‘naturaleza’ puede tener otro significado.

45
Sin duda será el significado que atribuyen a esta noción los fe-
nomenalistas, pero quizá también los fenomenólogos. Se puede
decir que, desde su punto de vista, la naturaleza es como el su-
jeto de una actualización instintiva. Tiene, por tanto, un signifi-
cado más estricto y limitado. Si decimos que algo sucede por na-
turaleza, subrayamos inmediatamente que eso ‘ocurre’, que se
‘actualiza’ y no que alguien realiza un acto, que alguien actúa.
En un cierto sentido, la naturaleza según este último significa-
do excluye a la persona como sujeto activo»2.
Los conceptos moderno y clásico de naturaleza aparecen en
este texto con mucha claridad y con la conciencia de que, si se
mantiene la diversidad de significados, la discrepancia resulta
irresoluble. Pero justamente ahí se atisba la posible solución
del problema. La posición moderna, apunta Wojtyla, rechaza
para la persona un concepto de naturaleza limitado al mundo
de lo biológico e instintivo. Y en esto tiene razón porque tal con-
cepción es incompatible con la afirmación de la persona como
sujeto activo. Si el hombre debiera regirse por una tal natura-
leza sería más bien un juguete pasivo en manos de los instin-
tos o de las fuerzas biológicas, algo que, evidentemente, es
inasumible, y que la posición culturalista rechaza (no así el na-
turalismo, como hemos visto). Lo que ocurre es que la tradición
clásica nunca ha concebido la naturaleza humana de tal modo.
Aristóteles y Santo Tomás jamás aceptarían semejante tesis;
ellos hablan de otra cosa y aquí es donde se produce el error y
la confusión que genera la controversia.
Ortega proporciona un buen ejemplo de conflicto aparente.
En una famosa y conocida frase sentencia rotundamente «que
es falso hablar de la naturaleza humana, que el hombre no tie-
ne naturaleza»3. La afirmación no parece dejar lugar a equívo-
cos y, sin embargo, es profundamente equívoca si no se lee en su
contexto, pues a renglón seguido añade: «Yo comprendo que oír
esto ponga los pelos de punta a cualquier físico, ya que signifi-

2
K. WOJTYLA, «La persona humana y el derecho natural», en Mi visión del
hombre (4ª ed.), Palabra, Madrid 2003, p. 354 (cursiva nuestra).
3
J. ORTEGA Y GASSET, Historia como sistema, Ed. Revista de Occidente,
Madrid 1975, p. 33.

46
ca, con otras palabras, declarar de raíz a la física incompeten-
te para hablar del hombre». En realidad, a quien parece que se
le deberían poner los pelos de punta es a cualquier represen-
tante de la posición clásica, no a los físicos. Pero Ortega no los
menciona porque lo que tiene en mente no es un puro histori-
cismo ni un relativismo radical sino algo muy diverso: la rei-
vindicación de lo específicamente humano y de su dignidad,
como explica a continuación: «La vida humana, por lo visto, no
es una cosa, no tiene una naturaleza y, en consecuencia, es pre-
ciso resolverse a pensarla con categorías, con conceptos radi-
calmente distintos de los que nos aclaran los fenómenos de la
materia». Si Ortega realiza esta tarea correctamente o no, es
algo que no interesa ahora. Interesa y mucho esa confusión o
reducción explícita del concepto de naturaleza a lo físico-bioló-
gico unida a una visión del hombre con la que la tradición clá-
sica puede entablar, sin duda, un diálogo razonable. Un caso
paradigmático, por tanto, de conflicto aparente.
El concepto clásico de naturaleza, sin embargo, no se limita
ni se reduce a las dimensiones instintivas; en realidad ni siquie-
ra se funda en ellas porque no se identifica con la naturaleza cor-
pórea aristotélica, sino con la versión ampliada transformada
en principio metafísico que da razón del dinamismo de todo el
ente, no sólo de un sector. El concepto de naturaleza humana,
por tanto, no se limita en absoluto a los dinamismos biológicos
de la persona sino que, en cuanto concepto metafísico, da razón
de ser de todos los dinamismos del sujeto, como subraya Wojty-
la, e incorpora tanto los aspectos somáticos como los psíquicos y
espirituales con sus rasgos ineludibles e inseparables de inteli-
gencia y libertad. Que el hombre tenga naturaleza, en conse-
cuencia, no significa en absoluto que tenga que comportarse de
modo instintivo, mecánico o biológico, como si se tratara de un
animal; significa que, al igual que las plantas o los animales, tie-
ne un modo de ser específico, una esencia en cuanto principio de
operaciones, si bien a esa igualdad fundamental hay que aña-
dir una profunda diferencia, que la misma naturaleza del hom-
bre es inteligente y libre. Por eso, cuando se dice que la persona
se comporta o se debe comportar según su naturaleza no se está
haciendo una cesión al mecanicismo ni se está describiendo a la
persona con una instrumentación conceptual deficiente; se está,

47
simplemente, expresando de manera verdadera y completa
–aunque quizás de modo implícito– la realidad del ser humano:
que el hombre tiene una naturaleza, que debe comportarse de
acuerdo con esa naturaleza, y que esa naturaleza es libre.
Se podría contraargumentar objetando que, en realidad, la
dimensión espiritual y libre de la naturaleza humana es una
consideración externa a ese concepto, a la que se recurre para
resolver el problema que la historia del pensamiento ha acaba-
do planteando: la confrontación entre naturaleza y libertad, en-
tre naturaleza y espiritualidad. Estaríamos, por así decir, ante
el último recurso de una estrategia defensiva. El tomismo, sin-
tiéndose acorralado ante las acusaciones de naturalismo, recu-
rriría a esta estratagema reivindicando una relevancia de la ra-
zón y de la libertad que nunca habría estado, al menos de una
manera tan clara, ni en sus presupuestos ni en su doctrina.
Pero esta acusación resulta a todas luces infundada e injustifi-
cada. La reivindicación de la racionalidad del hombre y de la
naturaleza humana por parte del tomismo y del aristotelismo
es un rasgo demasiado evidente como para que pueda ser bo-
rrado de un plumazo. Se trata, por el contrario, del rasgo esen-
cialmente característico del hombre para Aristóteles (animal
racional) al igual que para Santo Tomás, si bien su posición
puede estar atemperada por el influjo del cristianismo en el
sentido de limitar un cierto racionalismo latente en Aristóteles.
No es esta, de todos modos, la cuestión ahora. Lo que importa
recalcar en este momento es que el tomismo siempre ha rei-
vindicado la racionalidad de la naturaleza humana y, conse-
cuentemente, su espiritualidad, reivindicación que se encuen-
tra en una amplia multitud de textos que no vale la pena
elencar. Valga por todos la referencia a la conocidísima defini-
ción boeciana de la persona plenamente asumida por Tomás de
Aquino por lo que se refiere al hombre. El hombre, la persona,
es una «substancia individual de naturaleza racional» 4. Racio-
nal, es decir, voluntaria y libre puesto que, como sabemos, para
Tomás de Aquino, la voluntad es un apetito racional.

4
BOECIO, Liber de persona et duabus naturis contra Eutychen et Nesto-
rium, PL 64, 1343 D.

48
3. El conflicto real

Vistas así las cosas, el rechazo moderno de la noción clásica


de naturaleza parecería consistir en realidad en un malenten-
dido lingüístico, ligado quizás a una diferente ponderación de
las cualidades de la persona en las diferentes tradiciones filosó-
ficas. La posición clásica atendería más a las estructuras esen-
ciales y permanentes al referirse a la naturaleza de la persona,
mientras que la modernidad, enamorada de la libertad, resal-
taría los aspectos de creatividad e irrepetibilidad propios de
cada sujeto humano. Ahora bien, como la naturaleza de la que
habla el tomismo es una naturaleza libre no tendría por qué
plantearse una oposición sustancial entre ambas a menos que la
posición moderna en realidad pretendiera otra cosa, a saber, ne-
gar la realidad de un núcleo común en todas las personas. Ahí
sí que nos encontraríamos frente a un problema real y, por lo
tanto, a una ruptura y oposición radical entre ambas. En la me-
dida en que la posición moderna negase la estabilidad de un nú-
cleo personal y nos deslizásemos hacia un concepto completa-
mente evolutivo o historicista de la naturaleza, la confrontación
con la posición clásica sería total e insuperable porque lo que es-
taría en juego no sería un banal malentendido lingüístico, y ni
siquiera una malinterpretación de algunos conceptos filosóficos;
estaría en juego la concepción más profunda de la persona. Para
unos, los clásicos, el hombre sería una estructura estable y uni-
taria, formada de soma y espíritu, y esencialmente idéntica a sí
misma tanto diacrónica como sincrónicamente. Para otros, los
culturalistas modernos, el hombre sería un mero proyecto que
forjaría su propia naturaleza a lo largo de la historia, una natu-
raleza más o menos cambiante según las diversas escuelas de
pensamiento, pero nunca, por principio, esencialmente estable.
Los motivos por los que la posición culturalista (en sus di-
versas modalidades) puede rechazar una noción estable de hom-
bre son muchos, pero ahora queremos detenernos especialmen-
te en uno: las referencias a una realidad externa al hombre que
implica el carácter de «datidad» intrínseco al concepto clásico de
naturaleza. El hombre entendido como creación de sí mismo (en
mayor o menor medida) no necesita (al menos de un modo muy
directo) una referencia explícita a un Ser diverso de él que le

49
funde o establezca como hombre. Cabe pensar –aunque se trata,
evidentemente, de una solución insatisfactoria– que la libertad
está ahí como dato y el hombre sólo tiene ante sí la tarea de uti-
lizarla. Ahora bien, este panorama se complica notablemente si
lo que encuentra el hombre ante sí, mejor, dentro de sí, es una
estructura estable que él no se ha dado a sí mismo y a la que
debe obedecer (libre y racionalmente, por supuesto).
¿A quién se debe entonces recurrir para fundarla? Los grie-
gos, que no poseían un concepto radical de trascendencia, po-
dían operar con la carga pasiva que supone el concepto de na-
turaleza sin resolver explícitamente esta pregunta. Aristóteles,
de hecho, no lo hizo, y la divinidad que él concibe, con unas ca-
racterísticas bastante difusas, opera como motor inmóvil, pero
no desde luego como formadora de las esencias. Pero, en un
mundo cristiano, esto ya no es posible porque se ha enunciado
otra respuesta: Dios es el creador de las naturalezas y, en es-
pecial, de la naturaleza humana por su dignidad espiritual: «Y
vio Dios que era muy bueno». En ese marco, que es el nuestro,
el problema ya no puede ser eludido porque la pregunta no sólo
ha sido formulada en toda su radicalidad sino que ha recibido
una respuesta concreta –la creación– que, si bien está inspira-
da en el dogma cristiano, es perfectamente formulable y soste-
nible desde una perspectiva filosófica.
Ante este hecho, determinadas posiciones ateas o agnósti-
cas han podido considerar ineludible la eliminación del concep-
to metafísico de naturaleza porque apela de manera natural a
Dios como su fundamento. Si existe una naturaleza humana y
el hombre no la ha creado, sólo puede haberla creado Dios.
Wojtyla ha expresado el problema con lucidez: «la coherencia
entre la persona humana y el derecho natural es posible sólo
cuando se admite una cierta metafísica de la persona humana
y, por consiguiente, también una cierta subordinación con rela-
ción a Dios, subordinación, por lo demás, muy honorable. Si,
por el contrario, no admitimos tal concepción del hombre, en-
tonces el conflicto es inevitable y real»5.

5
K. WOJTYLA, «La persona humana y el derecho natural», cit., p. 359.

50
No se trata de ninguna suposición arriesgada o malinten-
cionada. El rechazo del concepto metafísico de la naturaleza hu-
mana por sus inevitables implicaciones teológicas está presen-
te en un buen número de pensadores contemporáneos entre los
que destaca de modo singular Sartre por la lucidez, rayana con
el cinismo, con la que ha afrontado la cuestión.
Sartre entiende, en efecto, que la idea de naturaleza huma-
na está ligada inevitablemente al concepto de un Dios creador.
Correspondería, en concreto, a la idea o proyecto que Dios tie-
ne sobre el hombre. En la Ilustración, muchos pensadores pres-
cindieron de Dios (Diderot, Voltaire, quizá Kant 6), pero siguie-
ron manteniendo el concepto de naturaleza como el modelo
universal de lo humano presente en todos los hombres. Sin em-
bargo, explica Sartre, «el existencialismo ateo que yo represen-
to es más coherente. Declara que si Dios no existe, hay por lo
menos un ser en el que la existencia precede a la esencia, un ser
que existe antes de poder ser definido por ningún concepto, y
que este ser es el hombre o, como dice Heidegger, la realidad
humana. ¿Qué significa aquí que la existencia precede a la
esencia? Significa que el hombre empieza por existir, se en-
cuentra, surge en el mundo, y que después se define. El hom-
bre, tal como lo concibe el existencialista, si no es definible, es
porque empieza por no ser nada. Sólo será después, y será tal
como se haya hecho. Así, pues, no hay naturaleza humana, por-
que no hay Dios que pueda concebirla» 7.
La contundencia de las afirmaciones de Sartre, al no dejar
margen a la interpretación, cierran esta primera parte del de-
bate que podemos resumir en los siguientes términos. El con-
flicto entre los conceptos clásico-metafísico y moderno-cultura-
lista esconde un problema aparente y un problema real. Hay un
problema aparente cuando la controversia se limita a malin-
terpretar el concepto clásico de naturaleza identificándolo con
una visión biologicista y naturalista. Se concluye entonces que

6
Cfr. J. M. BURGOS, «Sobre el concepto de religión en Kant», en Paideia,
n. 72, 2-2005, pp. 233-249.
7
J. P. SARTRE, El existencialismo es un humanismo, Edhasa, Barcelona
1989, pp. 16-17.

51
el tomismo propone una visión mecanicista del hombre y se re-
chaza el concepto de naturaleza. Solucionar este conflicto es
muy sencillo: basta con darse cuenta de que el concepto tomis-
ta de naturaleza humana es metafísico, no naturalista. Sin em-
bargo, este conflicto aparente puede ir acompañado de un con-
flicto real: el rechazo del concepto clásico como consecuencia
inevitable de la negación de cualquier tipo de dependencia de la
estructura ética y antropológica humana de una instancia su-
perior; en otras palabras, el rechazo de cualquier tipo de sub-
ordinación a Dios. En este caso, el conflicto sí resulta intelec-
tualmente poderoso hasta el punto de que se torna irresoluble
ya que enfrenta a dos visiones irreconciliables sobre el hombre
y el mundo: una abierta a la trascendencia y otra radicalmen-
te inmanente.

52
3. Segundo debate:
tomismo versus personalismo

1. ¿Un debate cerrado?:


las razones de la modernidad

Los argumentos esgrimidos hasta el momento podrían lle-


var a pensar que el debate está completamente cerrado y que
simplemente habría que optar por una de las dos opciones dis-
ponibles. O por el culturalismo contra la posición clásica o por
la clásica frente al culturalismo. En medio estaría el débil puen-
te tendido para el caso de que se hubiera producido una hipo-
tética confusión de conceptos. Pero, si se mantuvieran opciones
ideológicamente consistentes, la separación entre ambas pare-
cería asemejarse a la que encontramos en la parábola evangé-
lica sobre el pobre Lázaro y el rico Epulón. Sin embargo, a nues-
tro juicio el debate dista mucho de estar cerrado. ¿Por qué?
Porque no toda la corriente de pensamiento que podemos in-
cluir dentro de la tradición clásica se manifestaría satisfecha
con la argumentación desplegada ni con las conclusiones. Es-
taría de acuerdo con la sustancia, pero no con los matices, con
la letra pequeña o quizá no tan pequeña como intentaremos
mostrar a continuación. Esta discrepancia de pareceres es la
que va a originar un segundo debate sobre el concepto de natu-

53
raleza, con la importante diferencia de que ahora se trata de un
debate dentro de la tradición clásica, o, en términos más gene-
rales, si se quiere, un debate en el interior de la filosofía rea-
lista.
El marco de esta nueva controversia es el siguiente. Por un
lado, encontramos la posición tradicional dentro de la postura
clásica que podemos identificar ahora de manera más estricta
como la filosofía aristotélico-tomista. Por otro lado, encontra-
mos al personalismo 1. Y la cuestión que se debate es la si-
guiente. Para el tomismo habría muy poco que añadir a la con-
troversia en torno al concepto de naturaleza humana sobre lo
que ya se ha contado en estas páginas. Quedaría, fundamen-
talmente, una toma de decisión intelectual sobre la base de las
reflexiones y convicciones personales. El personalismo, sin em-
bargo, ve las cosas de diferente manera. Si bien acepta sin re-
servas el núcleo de la argumentación, al mismo tiempo la con-
sidera insuficiente; estima que, a pesar de su aparente solidez,
deja cabos sueltos y no acaba de tocar fondo.
Es cierto que el recurso a la dimensión espiritual de la na-
turaleza resuelve una parte sustanciosa del contencioso que se
había planteado, incluso la más importante, pero no resuelve el
problema por completo. Deja flecos pendientes, preguntas
abiertas. Ante todo, el mero planteamiento del problema. En
efecto, ¿por qué se ha producido esta controversia, este rechazo
de la noción de naturaleza o, para ser más preciso, esta identi-
ficación por parte de la modernidad con las dimensiones instin-
tivas o biológicas? No se trata en absoluto de una pregunta ba-
ladí, pues hay que tener en cuenta que el tomismo o la tradición
clásica, si se prefiere, dispuso de la hegemonía cultural en la
Edad Media. ¿Qué es lo que falló para que esa hegemonía se
perdiera? Y, limitándonos a nuestro asunto particular: ¿qué es
lo que pasó para que la noción de naturaleza comenzara a apa-

1
Una visión clásica del personalismo es la de E. MOUNIER, El personalis-
mo, Acción Cultural Cristiana¸ Madrid 1997. Una perspectiva actualizada se
encuentra en J. M. BURGOS, El personalismo (2ª ed.), Palabra, Madrid 2003 y
J. M. BURGOS, Antropología: una guía para la existencia (2ª ed.), Palabra, Ma-
drid 2005.

54
recer como insatisfactoria? ¿Se podría haber evitado esa insa-
tisfacción si hubiera estado patente siempre con claridad que el
concepto de naturaleza implica necesariamente la historicidad,
la cultura, la libertad y la creatividad? O, por el contrario, ¿no
se ha ido afianzando esta posición al no subrayar la posición to-
mista estos factores con la suficiente intensidad? Es más, ¿no
quedaría confirmada esta tesis por la escasa presencia de la di-
mensión creativa en el pensamiento tomista, tanto por lo que se
refiere al tratamiento específico del tema como al desarrollo de
las áreas que lo configuran: la estética o la cultura, por ejemplo?
En definitiva, y es la cuestión esencial, el rechazo moderno al
concepto de naturaleza, ¿es fruto sólo de un malentendido –de-
jando de lado a quienes sostienen una visión relativista del ser
humano– o está basado en argumentos más sólidos, en un fon-
do de realidad, en una intuición o constatación de una rigidez y
determinismo excesivo en el concepto tomista de naturaleza?
El personalismo es de esta opinión. Acepta plenamente la
solución clásica al primer debate tanto por lo que se refiere a
la posible existencia de un conflicto aparente (generado por una
concepción reductiva de la naturaleza) como a la existencia de
un conflicto real (generado por el rechazo del concepto de natu-
raleza como consecuencia de la hostilidad a cualquier tipo de
subordinación a un ser divino). Pero añade un punto más: la
perspectiva moderna tiene parte de razón, no está completa-
mente equivocada. El concepto metafísico de naturaleza tal y
como se ha presentado habitualmente no ha subrayado con la
suficiente decisión la dimensión creativa y libre de la persona
–incluso en relación consigo misma (autodeterminación limita-
da frente a mera libertad de elección)–, no ha sabido articular
de forma suficientemente satisfactoria la relación entre las es-
tructuras antropológicas humanas dadas y la dimensión cultu-
ral de la persona. Y esta carencia es la que ha impulsado o, al
menos, potenciado, el paulatino rechazo de un término que pri-
vilegiaba lo fáctico frente a la libertad. Como, por otro lado, la
cultura occidental ha mostrado de manera cada vez más pa-
tente el creciente poderío de la inteligencia y de la libertad hu-
manas, ese rechazo se ha ido generalizando y fortaleciendo has-
ta llegar a la situación actual en la que se ha dejado de
considerar a la naturaleza como un rasgo distintivo de la per-

55
sona, identificándola por el contrario con las dimensiones de-
terministas propias de la biología.
Trataremos esta cuestión con detalle porque su relevancia
lo merece, pero antes de iniciar nuestra investigación puede ser
interesante detenerse en una posible objeción previa que podría
formularse más o menos así. Como correctamente se acaba de
indicar, el concepto metafísico de naturaleza incluye automáti-
camente la racionalidad y se presenta, por tanto, como un flu-
jo flexible de tendencias hacia la perfección de la persona. No
tiene ningún sentido, por tanto, acusar a este planteamiento de
rigidez o de desatención a la dinamicidad humana en ninguna
de sus posibles acepciones puesto que, estructuralmente, se tra-
ta de un concepto sumamente flexible. En todo caso, cabría
aceptar esa crítica para algunas versiones escolásticas del to-
mismo que no han sabido captar ese aspecto tan esencial y que,
quizás influidas por los epígonos de la Ilustración, han ofreci-
do versiones del tomismo con un sesgo racionalista. Pero esta
crítica no es en absoluto válida para los grandes responsables
del neotomismo contemporáneo como Pieper, Gilson, Maritain
o Fabro, que han desarrollado una filosofía dinámica y abierta.
En definitiva, los espíritus más perspicaces serían capaces de
captar al auténtico Santo Tomás frente a pensadores bien in-
tencionados pero menos sutiles que tomarían, al menos en par-
te, el rábano por las hojas.
Creo que la observación se sostiene. Es cierto que ha habi-
do interpretaciones reduccionistas y esclerotizadas del pensa-
miento de S. Tomás, llegando en algunos casos a exposiciones
tan esquemáticas y logicistas que han acabado –a pesar de su
deseo de adhesión leal– por deformar su pensamiento. De he-
cho, León XIII lamentaba justamente ese hecho en la encíclica
Aeterni Patris y abogaba por una vuelta a las fuentes, es decir,
al estudio directo del Aquinate, para solventar esas injustas y
estériles deformaciones. Y, en efecto, un acceso directo al pen-
samiento de S. Tomás resuelve muchos de los reduccionismos
que han podido consagrarse con el paso de los siglos y permite
recuperar una doctrina poderosa y viva. Todo esto es cierto y re-
suelve parte de las objeciones que se han planteado, pero ¿las
resuelve todas? Esta es la cuestión fundamental y, para diluci-

56
darla de una manera definitiva, hay que plantear con honesti-
dad y valentía lo siguiente: ¿por qué las visiones deformadas o
limitadas del tomismo conducen siempre hacia posiciones es-
táticas, logicistas y excesivamente objetivistas y no en otras di-
recciones? Subrayo que se trata de doctrinas deformadas. No
estoy diciendo que el auténtico tomismo esté formulado de esta
manera, pero lo que sí resulta fuera de duda es que el tomismo
empobrecido o excesivamente formalizado tiende a acabar en
este concreto callejón sin salida y no en otro. La cuestión me
parece fuera de discusión y por eso no abundo en ella. Remito
únicamente –como modo de exposición formalizada– a la cono-
cidísima obra de J. Gredt, Elementa philosophiae aristotelico-
thomisticae 2 que comienza justamente por un tratado de lógica.
Y apunto también una percepción típica de ese hecho por par-
te de un estudiante que recibió ese tipo de enseñanza: Joseph
Ratzinger. Después de relatar la influencia que tuvieron en él
algunas escuelas filosóficas y teológicas, añade: «En cambio,
tuve más bien dificultades en el acceso al pensamiento de To-
más de Aquino, cuya lógica cristalina me parecía demasiado ce-
rrada en sí misma, demasiado impersonal y preconfeccionada.
Pudo influir en ello también el hecho de que el filósofo de nues-
tra Escuela Superior, Arnold Wilmsen, nos presentara un rígi-
do tomismo neoescolástico que para mí estaba sencillamente
demasiado lejano de mis interrogantes personales (…) Nos im-
presionaba profundamente su entusiasmo y su profunda con-
vicción, pero ahora no parecía ser alguien que se planteara pre-
guntas, sino alguien que defendía con pasión frente a cualquier
interrogante lo que había encontrado»3.
¿Por qué sucede esto? A mi juicio, tal fenómeno no puede te-
ner otra respuesta posible que la siguiente: ese rasgo se en-
cuentra de una manera más o menos implícita en la arquitec-
tura conceptual tomista, de modo que es fácil que una mente no
atenta o no excesivamente perspicaz se deslice con facilidad por
esa pendiente. Se puede discutir, por supuesto, el grado en que
esto ocurre y hasta qué punto es más o menos cierto, pero el nú-

2
Herder, Barcelona 1958, 12ª ed.
3
J. RATZINGER, Mi vida (4ª ed.), Encuentro, Madrid 2005, pp. 68-69.

57
cleo de la argumentación me parece irrefutable: el pensa-
miento tomista empobrecido y debilitado ha conducido de ma-
nera más o menos clara hacia posiciones especulativas de tipo
racionalista y formalista y esto sólo puede justificarse si esas
tendencias están presentes –en qué medida no es una cuestión
que interese ahora– en la fuente originaria. No hay otra expli-
cación posible. La argumentación a contrario conduce al mis-
mo camino: ¿han surgido concepciones estáticas u objetivistas
de la tradición agustiniana? Ni han surgido ni pueden surgir
porque no contiene tales semillas. Esta tradición puede tener
y tiene otros problemas pero nunca el de conducir a la estati-
cidad o al objetivismo. Es posible, por supuesto, afirmar que
las características comunes al tomismo depauperado no están
en los textos de S. Tomás, pero la observación no satisface. De
algún modo o de otro, en mayor o menor medida, tienen que es-
tar ahí puesto que la tradición tomista se orienta sistemática-
mente en esa dirección.

2. El lastre griego y el problema de la ampliación

Retomemos ahora nuestro problema. Queremos determinar


si es cierto que la modernidad tiene razones para oponerse al
concepto de naturaleza humana o, al menos, a un determinado
concepto de naturaleza humana, en concreto, al que propone la
tradición aristotélica-tomista. Y esto sólo podremos esclarecer-
lo mediante un análisis detallado de este concepto, lo cual nos
conduce directamente a Aristóteles. El origen de cualquier re-
alidad suele ser siempre muy instructivo sobre su sentido y su
significado y la noción de naturaleza no constituye ninguna ex-
cepción, tanto más cuanto, como veremos posteriormente, To-
más de Aquino modificó muy poco este concepto. Vayamos,
pues, a Aristóteles.
El punto clave en torno al cual hay que interpretar toda la
construcción aristotélica es tan simple como radical: Aristóteles,
al igual que todos los griegos, desconoció el concepto de persona
con la unicidad y el valor que le concedería posteriormente el
cristianismo. El hombre es, para Aristóteles, el ser más perfec-
to de la naturaleza, pero no es persona; es, en concreto, un ani-

58
mal racional, pegado a la tierra, al mundo material sin que re-
sulte muy clara su inmortalidad. El biólogo Aristóteles trans-
fiere parte de su mentalidad científica y terrena al hombre y lo
convierte y considera como un animal muy perfecto, una especie
singular y única, pero que se despega poco del devenir del mun-
do natural. Wojtyla ha sido muy claro al respecto: «La antropo-
logía aristotélica tradicional se fundaba, como se sabe, sobre la
definición anthropos zoon noetikón, homo est animal rationale.
Esta definición no sólo corresponde a la exigencia aristotélica de
definir la especie (hombre) a través del género más próximo (ser
viviente) y el elemento que distingue una especie dada dentro de
su género (dotado de razón); esta definición está estructurada,
al mismo tiempo, de tal modo que excluye –al menos cuando la
asumimos inmediata y directamente– la posibilidad de mani-
festar lo irreductible en el hombre. Esa definición contiene –al
menos como evidencia primordial– la convicción de la reducción
del hombre al mundo. (…) Este tipo de comprensión podría ser
definida como cosmológica»4.
La cuestión es clara y ha sido puesta de manifiesto por mu-
chos autores: los griegos, y entre ellos Aristóteles, desconocie-
ron teóricamente tanto el concepto de persona como su profun-
da originalidad por su tendencia a considerar al hombre
sumergido y medio identificado con el cosmos 5. He subrayado
la palabra teórico porque me parece importante aclarar que se-
mejante observación no pretende poner en solfa toda la cons-
trucción aristotélica ni tampoco tildar groseramente a Aristó-
teles de naturalista. Los hermosísimos capítulos que dedica a
la amistad en la Ética a Nicómaco o sus sutiles y profundas ob-

4
K. WOJTYLA, «La subjetividad y lo irreductible en el hombre», en El hom-
bre y su destino (4ª ed.), Palabra, Madrid 2005, pp. 27-28. John Crosby se ins-
pira expresamente en este texto para desarrollar su particular antropología
personalista en The Selfhood of the Human Person, The Catholic University of
America Press, Washington 1996.
5
La metafísica griega «tiene una limitación fundamental y gravísima, la
ausencia completa del concepto y del vocablo mismo de persona» (X. ZUBIRI,
El hombre y Dios, Alianza, Madrid 1984, p. 323). «Con semejante noción (la
de persona) nos vemos llevados mucho más allá del pensamiento griego, ya se
trate del de Platón o del de Aristóteles» (E. GILSON, El espíritu de la filosofía
medieval, Rialp, Madrid 2004, p. 208).

59
servaciones sobre los hombres y sus deseos en la Política, por
mencionar simplemente dos ejemplos, constituirían una refu-
tación incontestable. Lo que queremos decir es que, en Aristó-
teles, hay, en ocasiones, resabios naturalistas y que estos afec-
tan a su definición de hombre y, como veremos a continuación,
a su concepto de naturaleza, algo que también Julián Marías
ha señalado con frecuencia 6.
Intentaremos ahora analizar con más detalle la estructura
de este concepto, para lo cual nada mejor que recordar su im-
portantísimo texto de la Física en la que Aristóteles expone su
posición sobre el tema. «Algunas cosas son por naturaleza,
otras por otras causas. Por naturaleza, los animales y sus par-
tes, las plantas y los cuerpos simples como la tierra, el fuego,
el aire y el agua –pues decimos que éstas y otras cosas seme-
jantes son por naturaleza. Todas estas cosas parecen diferen-
ciarse de las que no están constituidas por naturaleza, porque
cada una de ellas tiene en sí misma un principio de movimien-
to y de reposo, sea con respecto al lugar o al aumento o a la dis-
minución o a la alteración. Por el contrario, una cama, una
prenda de vestir o cualquier otra cosa de género semejante, en
cuanto que las significamos por su nombre y en tanto que son
productos del arte, no tienen en sí mismas ninguna tendencia
natural al cambio»7.
¿Qué es lo que afirma aquí Aristóteles? Lo que afirma es que
el concepto de naturaleza está ligado a las realidades naturales
(la tierra, el fuego, el aire, el agua, los animales y las plantas),
sin que el hombre aparezca en ningún momento; y lo que se dice
también es que este mundo se opone al de las realidades artifi-
ciales (que son, justamente, las producidas por el hombre). Po-
dría objetarse que esa oposición no tiene nada que ver con el
hombre, sino que sólo se menciona para señalar que los objetos

6
«Es dudoso que se pueda aplicar a la vida humana la noción de natura-
leza; en todo caso, no en el sentido de las cosas, sino una naturaleza en ex-
pansión. Lo indiscutible es la condición histórica» (La perspectiva cristiana,
Alianza Editorial, Madrid 1999, p. 19) y también, más en general, Antropolo-
gía metafísica, Alianza, Madrid 1987.
7
ARISTÓTELES, Física, II 192 b, 1-19, cit.

60
naturales tienen el principio del movimiento en sí mismo y los
artificiales, no. Y se trataría de una observación cierta que su-
braya además el carácter dinámico del concepto de naturaleza.
Pero, al mismo tiempo, no pueden dejarse de lado los ejemplos
que se usan para describir cada cosa: para la naturaleza, ejem-
plos «naturales»; para lo artificial, ejemplos procedentes de la
actividad humana. Hay muchos elementos más en esa línea en
el pensamiento de Aristóteles. Sin ir más lejos, su libro sobre
la física (physis, es decir, naturaleza) trata del mundo material
y, de ahí surge la materia filosófica clásica denominada «Filo-
sofía de la naturaleza» que igualmente estudia sólo el mundo
material. No parece que sea necesario insistir, tanto más cuan-
to que no estamos afirmando que Aristóteles utilice ese con-
cepto sólo para el mundo natural, sino que su origen está en el
mundo natural, es decir, que Aristóteles, cuando lo ha pensa-
do, tenía en mente ante todo y sobre todo, la tierra, el aire y el
fuego, los animales y las plantas, y no al hombre y menos al
hombre-persona.
El tema, por supuesto, es conflictivo por lo que no espera-
mos que todos apoyen esta tesis. Spaemann, por ejemplo, con-
sidera que, si bien antiguamente la teoría del hombre forma-
ba parte de la Filosofía de la naturaleza, no por ello era una
antropología naturalista. «Y no lo era porque el concepto de na-
turaleza no era ‘naturalista’. La naturaleza, según Aristóteles,
no era precisamente la pura exterioridad. Physei, por natura-
leza, es más bien aquello que tiene ‘en sí mismo’ el principio del
movimiento y del reposo. Pero lo que significa ‘tener en sí mis-
mo’ un comienzo, sólo puedo saberlo porque soy un sí-mismo,
porque tengo la experiencia de mí mismo como comienzo, como
origen de una espontaneidad»8. A mi juicio, Spaemann mezcla
aquí dos cuestiones distintas. Que el concepto metafísico de na-
turaleza no sea pura exterioridad, que se refiera al principio in-
terior de los entes y en este sentido sea aplicable al hombre es
algo perfectamente correcto y plausible. Pero no es esto lo que
estamos discutiendo aquí. Lo que estamos buscando es ir más
allá de esta primera afirmación para determinar cuál es el mo-

8
R. SPAEMANN, Lo natural y lo racional, cit., pp. 30-31.

61
delo concreto y específico de naturaleza que propone Aristóte-
les, pues no basta simplemente con decir que ésta es el princi-
pio del movimiento. De hecho, Aristóteles no se queda aquí, y
construye sobre ella su poderosa teoría teleológica. Y, en este
segundo nivel, en un nivel de concreción de ese principio me-
tafísico, discordamos con Spaemann y nos acercamos a Wojty-
la señalando un cierto «naturalismo» en la posición aristotéli-
ca. Ante todo, y es lo que estamos discutiendo ahora, por su
origen. Que Aristóteles se basara en la propia experiencia de
sí mismo para forjar el concepto parece sumamente discutible
ya que se trata de un procedimiento filosófico mucho más tar-
dío, prácticamente contemporáneo; pero, además, lo que suce-
de es que, de hecho, habla de otras cosas: los cuerpos simples,
los animales y las plantas; ellos son la materia de la filosofía de
la naturaleza.
Artigas y Sanguineti, como vimos –y justamente en un tex-
to de filosofía de la naturaleza–, también son de esta opinión y,
por eso, postulan la necesidad de lo que hemos llamado la am-
pliación. La ampliación de un concepto originariamente pensa-
do para el mundo natural al mundo humano. Para efectuarlo,
se requería que el concepto perdiera «su connotación material»
para «extenderse así a todo ente» y transformarse en un prin-
cipio metafísico genérico: «la esencia en cuanto principio de ope-
raciones». La cuestión que debemos analizar ahora es si esta
«ampliación» ha funcionado correctamente. Y la respuesta, a
nuestro juicio, es negativa, aunque también en una segunda di-
mensión. Nos explicamos.
En un primer nivel, la ampliación es perfectamente válida,
pues al «desmaterializar» el concepto de naturaleza proceden-
te de la realidad corpórea nos encontramos con un principio
«trascendental» que se puede aplicar a cualquier realidad. Todo
ente, en la medida en que existe, tiene un dinamismo, y el prin-
cipio íntimo o motor de ese dinamismo es justamente la natu-
raleza. El hombre, pues, al igual que todos los demás seres, tie-
ne una naturaleza. Hasta aquí, todo concuerda perfectamente.
Pero el problema es que existe un segundo nivel en el que se
concreta ese principio, y aquí las cosas ya no están tan claras.
La naturaleza aristotélica, en efecto, no sólo es un principio, es

62
mucho más, es el elemento central de la compleja teoría teleoló-
gica con todas sus implicaciones: la tendencia hacia unos fines,
la existencia misma de esos fines, la consecución de esos mis-
mos fines mediante la transición de la potencia al acto, etc. La
pregunta del millón es la siguiente: ¿Sirve esta estructura sin
más y directamente para los hombres?
Aquí es donde se distancian los caminos del tomismo y del
personalismo. El tomismo considera básicamente que sí; el per-
sonalismo disiente. Estima que, si bien esa estructura refleja
una parte de la verdad del ser humano, es necesario repensar-
la profundamente para aplicarla al hombre so capa de deformar
u oscurecer la realidad personal. El problema es que el hombre
no tiende como tienden los animales, y, en realidad, ni siquiera
tiende, sino que responde libremente a los motivos; tampoco sus
fines están estrictamente fijados como los de los animales sino
que la persona interviene en su determinación; no se dirige sólo
hacia objetos exteriores sino que se busca a sí mismo, etc. En
definitiva, su estructura dinámica es profunda y radicalmente
diferente de la de los animales, por eso, no se le puede aplicar sin
más una estructura dinámica cuyo origen se basa en la biología.
Es necesario reelaborarla con profundidad. Esto es lo que el to-
mismo no hizo y lo que la modernidad ha sabido o intuido de
manera más o menos lúcida, y lo que detecta –dejando aparte
las concepciones anti-teológicas– en determinadas exposiciones
del concepto de naturaleza, que son, por eso rechazadas. En ese
punto personalismo y modernidad coinciden porque ambas ad-
vierten y sienten o presienten una cierta «falta de humanidad»
en la descripción de ese «segundo nivel» del concepto tomista de
naturaleza.
El tema está, por supuesto, únicamente apuntado. Es nece-
sario profundizar y lo haremos a continuación, pero antes nos
parece de justicia señalar que, si bien Tomás de Aquino, no
avanzó sustancialmente con respecto a Aristóteles en el con-
cepto de naturaleza, sí lo hizo en el de la persona9. El Estagiri-
ta no habló de la persona; Tomás de Aquino sí, al asumir la de-

9
Cfr. E. FORMENT, Ser y persona, Ediciones Universidad de Barcelona,
Barcelona 1983.

63
finición de Boecio e insistir en su carácter individual. Ahí in-
tuimos ya esa reinvidicación moderna de la singularidad e irre-
petibilidad de cada persona que, iniciada por Kieerkegaard, se
convertirá en la piedra de toque del personalismo. Pero en To-
más de Aquino sólo se encuentra intuida, como señala con
acierto Wojtyla: «la doctrina tradicional del hombre en cuanto
persona, cuya expresión más clara fue la definición de Boecio
como rationalis naturae individua substantia, expresaba sobre
todo la individualidad del hombre en cuanto ser sustancial que
posee una naturaleza racional o espiritual, y no todo lo especí-
fico de la subjetividad esencial del hombre como persona»10. El
descubrimiento del hombre como persona acontecería muchos
siglos más tarde.

3. La doctrina tomista de la naturaleza humana

a) El concepto metafísico y su potencial ambigüedad

Superados los prolegómenos iniciales, es el momento de in-


tentar llegar al fondo de la cuestión para ir definiendo posicio-
nes sobre el concepto de naturaleza humana en el contexto de
la tradición clásica. Y ello nos conduce inevitablemente a un
análisis de este concepto en S. Tomás. Comenzaremos por un
aspecto que, en parte, ya hemos tratado: la naturaleza como
concepto metafísico.
En una reflexión somera sobre el hombre podemos distin-
guir dos dinamismos básicos; aquellos en los que el hombre
siente que algo sucede o se origina dentro de él («algo ocurre en
el hombre», en terminología de Wojtyla), y aquellos en los que
el hombre se yergue como realizador y causante («el hombre ac-
túa»). También muy someramente, podemos identificar los pri-
meros con la parte somático-biológica de la persona (con sus in-
clinaciones naturales) y los segundos con la dimensión
espiritual-personal, con la acción libre, con aquello que decidi-
mos hacer.

10
K. WOJTYLA, «La subjetividad y lo irreductible en el hombre», cit., p. 30.

64
Pues bien, en la medida en que identificamos la naturaleza
con el primer tipo de dinamismo se produce automáticamente
la oposición naturaleza-persona (o sujeto) que, en diferentes
versiones, ha denunciado la modernidad. Ser hombre o sujeto
autónomo supondría –justamente y necesariamente– elevarse
por encima de esa naturalidad (o rebelarse) para ejercer lo que
es propiamente humano: el dinamismo racional-volitivo. Ya sa-
bemos lo que responde a ese punto la doctrina clásica. Tal di-
namismo no responde al concepto metafísico de naturaleza hu-
mana; este concepto da razón de todos los dinamismos del
sujeto (incluidos los racional-volitivos) y, por tanto, no hay tal
oposición. Dicho en otros términos, la naturaleza del hombre es
una naturaleza racional y libre de modo que, al ejercer la racio-
nalidad y la libertad, no se opone en ningún modo a ella mis-
ma, al contrario, se autoafirma como naturaleza humana.
Hasta aquí, todo es correcto y no hemos aportado ninguna
novedad al discurso ya expuesto previamente. Sin embargo,
ahora debemos añadir dos matices que son muy importantes.
El primero lo aporta Wojtyla en su análisis del concepto de na-
turaleza en Persona y acto, su obra principal y posterior al ar-
tículo que hemos comentado previamente. Wojtyla acepta sin
problemas toda esta discusión previa, es más, la desarrolla y
expone él mismo; pero añade a continuación que todo esto se
puede aceptar sin ningún inconveniente siempre que quede
muy clara la distinción entre persona y naturaleza porque am-
bas realidades ni son idénticas ni reconducibles: la persona es
mucho más que la naturaleza porque la naturaleza es lo común
pero la persona es lo individual y, al contrario de lo que sucede
con el resto de los seres, en el hombre, el individuo está por en-
cima de la especie 11. La persona, cada persona, es más y es dis-
tinta que su naturaleza. Por eso, si bien Wojtyla es partidario

11
Se trata de una tesis clásica del personalismo y de sus precursores. «En
el género humano, la situación, a causa del cristianismo, se invierte y el indi-
viduo es más alto que el género» (S. KIERKEGAARD, Diario, 1854, XI, Planeta,
Madrid 1993, p. 485). «En el hombre, todo individuo es, por decirlo de algún
modo, único en su especie» (L. PAREYSON, Esistenza e persona, Il Melangolo,
Genova 1985, p. 176).

65
de integrar la naturaleza en la persona y no oponerla (como
hace el culturalismo) explica con claridad que tal integración
«no puede consistir sólo en la individualización de la naturale-
za por la persona, lo que alguno podría considerar ateniéndose
estrictamente a la definición de Boecio: ‘persona est rationalis
naturae individua substantia’. La persona no es sólo ‘humani-
dad individual’. Es, por el contrario, un modo de existencia in-
dividual exclusivo (entre los seres del mundo visible) de la hu-
manidad. Este modo de existir deriva del hecho que la
existencia individual propia de la humanidad es personal. La
primera y fundamental dinamización de cualquier ser deriva
de la existencia, del esse. La dinamización a través del esse per-
sonal debe encontrarse en la raíz de la integración de la huma-
nidad por la persona»12. Lo que Wojtyla parece querer decir, en
definitiva, es que si queremos explicar radicalmente el dina-
mismo total del sujeto, el primer paso que hay que dar es acu-
dir al concepto de naturaleza, pero ese recurso no es suficiente
porque ahí sólo encontramos la «dinamización común y gene-
ral» de todos los hombres; ahora bien, como cada persona es sin-
gular e irrepetible, su dinamicidad también lo debe ser y para
justificarla sólo cabe recurrir en última instancia a su ser per-
sonal que incluye también, lógicamente su comunidad de na-
turaleza con el resto de los hombres, pero no sólo eso.
Este primer matiz refleja, de algún modo, lo que no dice o a
dónde no llega el concepto metafísico de naturaleza. Diríamos
quizá que parece quedarse corto. La segunda reflexión es de
otro tipo, apunta a una confusión o ambigüedad que parece ge-
nerar automática e inevitablemente el concepto metafísico de
naturaleza a causa de su origen, o, en la terminología que he-
mos acuñado, del «lastre griego». Sabemos que el concepto de
naturaleza tuvo su origen en el mundo natural y que este con-
cepto fue ampliado. Pues bien, el problema que queremos se-
ñalar aquí es que este concepto parece ser incapaz de liberarse
de su marca de origen y una y otra vez recae sobre su signifi-
cado primario creando un grave problema de interpretación y
de comprensión. Resulta muy común, en efecto, un desplaza-

12
K. WOJTYLA, Persona e atto, LEV, Roma 1982, p. 109.

66
miento de significado inconsciente e intuitivo del significado
metafísico al biológico (que es el original) con la consiguiente y
grave confusión interpretativa y de análisis 13.
Este malentendido influye y afecta a muchísimos temas y
cuestiones. Uno de ellos –como veremos con detalle más ade-
lante 14– es la concepción de la familia como «institución natu-
ral» que, con frecuencia, tiene marcados tintes biologicistas y
naturalistas; pero no resulta necesario esperar a una «aplica-
ción» del concepto de naturaleza. Esa confusión y ambigüedad
se da también en la misma teorización general del concepto de
naturaleza. Pienso que Spaemann, que es un partidario deci-
dido y consciente del concepto metafísico, nos da un buen ejem-
plo de esa problemática ambigüedad. Tomemos ante todo el tí-
tulo de uno de sus libros en el que afronta justamente esta
materia: Lo natural y lo racional. Ya aquí parece darse esa am-
bigüedad pues –conscientemente o no– se plantea una oposi-
ción entre ambas: lo natural y (es decir, algo distinto) lo racio-
nal. Pero si se trata de cosas distintas, parece lógico pensar que
«lo natural» debe ser lo biológico ya que la disyuntiva que se
aplica deja fuera la racionalidad.
Pero, dejando de lado la intencionalidad o no del título y
yendo a los contenidos, encontramos que lo que Spaemann quie-
re afirmar es una tesis muy correcta e integradora. Sólo se pue-
de hablar de la naturaleza del hombre si se tiene en cuenta no
sólo lo «natural» sino también lo «racional» ya que no tiene sen-
tido hablar del hombre ni de sus dinamismos fuera de la racio-
nalidad. Sus dinamismos, sus inclinaciones, deben ser inter-
pretados racionalmente y sólo entonces son humanos y morales.

13
Buttiglione también ha advertido el problema: «La doctrina tradiciona-
lista usa un concepto de naturaleza que es equívoco y que, por su ambigüedad,
pone en peligro de perder de vista la diferencia entre el orden personalista
(fundado en la naturaleza espiritual particular del hombre y, por consiguien-
te, en la libertad) y el orden propio al resto de la naturaleza (en el cual la na-
turaleza en el sentido ontológico coincide con la naturaleza entendida en sen-
tido fenomenológico-naturalista, o al menos se desprende de ella de una
manera menos drástica que en el caso de la persona)» (R. BUTTIGLIONE, El pen-
samiento de Karol Wojtyla, Encuentro, Madrid 1982, p. 214).
14
Cfr. cap. 7.

67
Afirma Spaemann, en concreto: «de por sí, la naturaleza no da
lugar a algo así como un deber ser. Lo que contiene son tenden-
cias. Como dice Fichte, la productividad de la naturaleza se ago-
ta con la generación de la inclinación. Es a un ser racional, re-
flexivo y libre al que la inclinación y la naturaleza se desvelan
como tales. Allí donde la naturaleza puede ser distanciada por
la reflexión es donde puede ser reconocida a la vez en libertad
y convertirse en una fuente de apreciaciones morales»15.
La pregunta que nos hacemos ante este texto es la siguien-
te: la naturaleza de la que habla Spaemann, ¿es una naturale-
za metafísica que, por lo tanto, afectaría a toda la persona, o es
una naturaleza biológica y, por lo tanto, afectaría sólo a la par-
te biológica? En el texto parece claro que se trata de una natu-
raleza biológica si bien Spaemann es defensor de la naturaleza
metafísica. ¿Qué sucede entonces? ¿Se está contradiciendo o es
que lo estamos malinterpretando? Nada de eso. Se trata sim-
plemente de un problema de ambigüedad semántica o de un uso
analógico del concepto que raya en la equivocidad como mues-
tra de manera incontrovertible otro texto distinto. «La inter-
pretación de la inclinación no tiene lugar por sí sola. No es na-
turaleza, sino precisamente eso que llamamos lo racional. Es
justamente en la razón donde la naturaleza aparece como natu-
raleza»16. La ambigüedad no sólo es aquí patente, sino que está
conscientemente asumida o incluso buscada. Spaemann está
hablando de dos sentidos distintos de naturaleza: uno biológico
y otro humano, que se caracteriza por asumir racionalmente la
biología. Sólo este, en realidad, es el que podría representar de
verdad a la naturaleza humana. Y así, si hacemos explícita la
significación oculta del texto, llegaríamos a la siguiente formu-
lación: «La interpretación de la inclinación no tiene lugar por sí
sola. No es naturaleza (biológica), sino precisamente eso que lla-
mamos lo racional. Es justamente en la razón donde la natura-
leza (biológica) aparece como naturaleza (humana)».

15
R. SPAEMANN, «La naturaleza como instancia de apelación moral», en R.
ALVIRA (ed.), El hombre: inmanencia y trascendencia, vol. I, Servicio de Publi-
caciones de la Universidad de Navarra, Pamplona 1991, p. 64 (cursiva nuestra).
16
Ibid., p. 59 (cursiva nuestra).

68
Quedaría sólo por comentar que utilizar el mismo concepto
con dos significados tan distintos es muy arriesgado. Puede que
Spaemann no se confunda pero quizá otros sí, y el precio que
se paga por semejante equivocación es muy elevado: imponer
más o menos conscientemente una tendencia «biologicista» a la
naturaleza humana o, cuando menos, contraponer automática-
mente naturaleza y razón, dando la razón así al culturalismo.
Y si, por último, nos preguntáramos por qué razón utiliza esta
doble terminología, creo que habría que recurrir a la idea de
«lastre griego» para encontrar una explicación satisfactoria.
Spaemann tiene en mente sin duda una visión integral de la
persona17, pero la explica utilizando el concepto metafísico con-
creto (es decir, teleológico) de naturaleza que, por su diseño de
fábrica, es biologicista. De ahí las dificultades, y de ahí que ten-
ga que, de algún modo, racionalizar –es decir, humanizar– ese
concepto impregnándolo –desde fuera, ese es el problema– de
razón.

b) La particular visión tomista de la naturaleza humana

Desvelada la potencial ambigüedad del concepto metafísi-


co hay que abordar otro aspecto del problema: el carácter gené-
rico de este concepto y las consecuencias que de ello se deducen.
Una descripción precisa del concepto de naturaleza desde un
punto de vista metafísico permite superar las críticas más ele-
mentales del culturalismo (lo que hemos denominado problema
aparente) e identificar y, por lo tanto, estar en condiciones de
superar (al menos desde un punto de vista teórico) el problema
de la ambigüedad. Pero todavía queda un punto pendiente: su
carácter genérico. El concepto metafísico de naturaleza, por ser
trascendental, no dice nada concreto sobre la naturaleza del
hombre. Dice, y resulta muy importante, que todos los hombres
tienen naturaleza y que esa naturaleza recoge todas sus ten-
dencias (incluidas las espirituales), pero no dice nada específi-
co sobre el hombre. Para eso hace falta una antropología que

17
Cfr. R. SPAEMANN, Personas. Acerca de la distinción entre ‘algo’ y ‘al-
guien’, Eunsa, Pamplona 2000.

69
desarrolle y concrete una determinada visión del hombre y de
la naturaleza humana. Resulta fácil ver que, aceptando la exis-
tencia del concepto metafísico, se pueden tener visiones muy di-
ferentes del hombre según las características que se asignen a
las tendencias humanas y el modo de concebirlas. El tomismo,
por supuesto, tiene una. Pero, y aquí está la cuestión esencial,
tiene una específica y concreta, la propia del tomismo, que se
puede distinguir, es más, que resulta importantísimo distinguir
del principio metafísico. ¿Por qué? Porque no es la única posi-
ble. Concepto metafísico de naturaleza y visión tomista de la na-
turaleza humana no son exactamente la misma cosa; este es el
punto que debemos resaltar ahora porque su relevancia es tras-
cendental. Lo que estamos intentando señalar, en definitiva, es
que el tomismo propone: 1) un concepto metafísico de natura-
leza, 2) una concepción específica de la naturaleza humana. Ya
hemos analizado suficientemente el concepto metafísico; toca
ahora describir la visión específica de la naturaleza humana
que tiene el tomismo y sacar las consecuencias.
Para el tomismo, hablando de manera muy sintética, po-
dríamos decir que la naturaleza del hombre consiste en un di-
namismo inscrito en el interior de su ser por el Creador que lle-
va consigo, de manera automática, una potencialidad de
desarrollo hacia los fines propios de esa naturaleza 18. La natu-
raleza es, por su propia estructura, finalista y tiende a lograr la
plenitud de esos mismos fines en los que consiste tendencial-
mente. Al hacerlo, pasa de la potencia al acto y, al actualizar-
se, se va dirigiendo hacia la plenitud. En el hombre hay dife-
rentes tipos de tendencias y dinamismos, pero los que le
caracterizan y distinguen de los animales (a los que se podría
adscribir plenamente la descripción previa) son los espirituales
y, en concreto, la inteligencia y la voluntad. El hombre, ante
todo, es capaz de conocer sus fines en cuanto fines. Los anima-
les pueden tener algún tipo de conocimiento del fin, pero no bajo
la razón de fin. El hombre, por el contrario, sabe lo que signifi-

18
Esta visión la desarrolla S. Tomás en muchos lugares pero el principal
es la I-II de la Summa Theologiae, donde recoge de manera magistral su teo-
ría de la acción.

70
ca el fin y conoce sus fines en cuanto tales. La segunda gran di-
ferencia es la libertad. Los animales tienden automáticamente,
o mejor, instintivamente, hacia sus fines. El hombre lo hace li-
bremente. Lo cual significa, entre otras cosas, que puede opo-
nerse a su naturaleza y a su dinamismo eligiendo el camino del
error. Puede saber que algo es, efectivamente, un fin suyo, por
tanto, algo que le conviene, y no quererlo o incluso optar en su
contra. Estamos ante el misterio de la libertad que genera la
moralidad y el reino del bien y el mal. Si el hombre opta por
aquellos fines que le convienen, se perfecciona y hace el bien;
si el hombre opta por los fines que no le convienen, elige lo in-
correcto, lo que le perjudica y hace el mal. Los fines, por últi-
mo, están encadenados y un fin inferior remite a otro superior,
siendo Dios el último de todos y el que actúa como motor y cri-
terio definitivo de acción. Esta estructura de fines está sustan-
ciada metafísicamente pero el hombre tiene la capacidad de
aceptarla o rechazarla. La persona que actúa correctamente es
la que concreta la tendencia general a la felicidad –presente en
todo hombre– en la búsqueda de la relación con Dios concebido
como fin último. La persona que no lo hace rompe o distorsio-
na de diversos modos la cadena de los fines pero siempre, de
una manera o de otra, acaba poniendo como fin último al pro-
pio yo en vez de a Dios.
Maritain lo sintetiza así: «Damos por sentado que hay una
naturaleza humana y que esta naturaleza es la misma en todos
los hombres. Damos también por sentado que el hombre es un
ser dotado de inteligencia y que, en consecuencia, obra com-
prendiendo lo que hace y con el poder de determinarse a sí mis-
mo los fines que persigue. Por otra parte, al poseer una natu-
raleza o una estructura ontológica que es un lugar de
necesidades inteligibles, el hombre tiene fines que correspon-
den necesariamente a su constitución esencial y que son los
mismo para todos»19. Se trata, por supuesto, de una descripción
sencilla y sumaria de la visión tomista de la naturaleza huma-
na, pero estimo que suficiente para comenzar nuestro análisis.

19
J. MARITAIN, La loi naturelle ou loi non écrite, Editions Universitaires,
Fribourg (Suisse) 1986, pp. 20-21.

71
En todo caso, y si resulta necesario, desarrollaremos los pun-
tos que vengan al caso.
El primer aspecto que nos interesa resaltar, porque quizá no
sea evidente para algunos lectores, es que no hemos descrito
«la» naturaleza humana, sino «la concepción tomista» de la na-
turaleza humana. El punto puede parecer sutil, pero no lo es en
absoluto. Hay muchas visiones no sólo de lo que es el hombre,
sino de cómo debe concebirse la naturaleza humana y esta es
una de ellas. Es, desde luego, una visión potente, sensata y con
una poderosísima tradición a sus espaldas que la apoya y la
confirma. Pero, a pesar de todo, es una perspectiva concreta y,
por ello, la filosofía no puede menos de hacerse la siguiente pre-
gunta: ¿es una concepción válida?, ¿es una concepción adecua-
da? A nuestro juicio, se trata de una concepción correcta pero li-
mitada; dice muchas cosas sobre el hombre y las dice bien, pero
no dice todo lo que debería decir, o, por lo menos no lo dice con
suficiente claridad. Y, el problema que de ello se deriva, es que
una descripción incompleta puede acabar siendo una descrip-
ción incorrecta, no por lo que dice, sino por lo que deja de decir.
Un ejemplo –un poco chusco, ciertamente– puede aclarar lo
que intentamos señalar. La afirmación: «los gatos tienen tres
patas», ¿es falsa o verdadera? Podríamos decir que es verdade-
ra puesto que los gatos tienen tres patas. Ahora bien, en reali-
dad, no lo es porque los gatos no tienen tres, sino cuatro patas.
Y, cuando decimos que los gatos tienen tres patas, lo que en re-
alidad estamos pensando, y lo que se espera que signifique la
afirmación es que los gatos solo tienen 3 patas o, en otros tér-
minos que lo propio y lo normal de los gatos es que tengan tres
patas. Ahora bien, como lo normal es que los gatos tengan 4 pa-
tas, por eso, la afirmación anterior, en sentido estricto, es fal-
sa, aunque en sentido amplio no lo sea pues nos da una infor-
mación verdadera pero incompleta sobre los gatos. Esto es en
mi opinión lo que le pasa a la descripción tomista de la natura-
leza. Es esencialmente correcta (mucho más que el ejemplo ele-
mental del gato por el que pido disculpas), pero es incompleta
y, en ese sentido, no da, hoy en día, una buena y precisa des-
cripción de la naturaleza humana, es decir, del hombre. Mos-
traré ahora brevemente lo que, a mi juicio, constituyen los prin-

72
cipales límites de esta descripción que se pueden agrupar alre-
dedor de tres ejes: estaticidad, rigidez y exterioridad.

1. Estaticidad. Parecería que no tiene sentido acusar a la


concepción tomista de estaticidad cuando la naturaleza se con-
cibe justamente como el principio del dinamismo del ente. Esta
objeción tiene su parte de verdad. En efecto, el concepto de na-
turaleza tomista es dinámico. Pero, ¿lo es suficientemente?
Esta es la auténtica cuestión que debemos plantearnos. Para
el personalismo (y no sólo para él), la respuesta a esta pregun-
ta es negativa; la dinamicidad que imprime el tomismo al con-
cepto de naturaleza es insuficiente. Este hecho se puede ad-
vertir, al menos, en los siguientes puntos. Por un lado, los
dinamismos tomistas están muy definidos y se dirigen estric-
tamente a los fines; hay pues dinamicidad, sí, pero unidireccio-
nal, sólo de ida y de retorno hacia el fin, nada más; lo que se
confirma por la gran importancia de la causa final. Lo que po-
dríamos denominar dinamicidad transversal es muy escasa so-
bre todo en la medida en la que los fines no son modificables ni
variables, o lo son en muy escasa medida.
Pero, además, hay otra cuestión todavía más importante: la
misma concepción de la dinamicidad en el tomismo tiene un
cierto carácter de pasividad que se refleja al menos en dos as-
pectos: el primero es su caracterización como tendencia. La ten-
dencia, en efecto, sugiere un movimiento en cierto sentido au-
tomático que se impone al hombre y que éste sólo puede asumir
o rechazar, pero no modelar. La tendencia está ahí y el hombre
la sufre, aceptándola o rechazándola, pero sin ser nunca el res-
ponsable pleno de ella sino sólo su gestor. De este modo, el hom-
bre aparece como un ser relativamente pasivo frente a sus ten-
dencias. La libertad humana, sin embargo, parece pedir algo
más. Ante todo, no una mera aceptación de las tendencias
–aunque esto en parte sea cierto– sino un ejercicio creativo y
responsable. Parece, en efecto, mucho más adecuado describir
a la persona no como un ejecutor de tendencias, sino como un
ser personal que responde libremente y creativamente a los va-
lores, y que ejerce su autodeterminación y su autoposesión de-
terminando en alguna medida sus propios fines, no siguiendo
exclusivamente los fines de la especie humana. No podemos

73
ahora extendernos en este sentido 20. Se trata de dar única-
mente una pincelada para subrayar que la descripción del hom-
bre como un mero aceptador de tendencias supone una des-
cripción reductiva de la libertad humana con una orientación
estaticista. El poder de la libertad no está adecuadamente re-
flejado en este modelo caracterizado por una cierta pasividad.
Una nueva dimensión de esta pasividad se encuentra en la
relación hombre-Dios y se hace explícita cuando se explica que
el responsable último de esas tendencias no es el hombre, sino
Dios, que «mueve» a todos los seres naturales –y también al
hombre, aunque a su modo– a través de esas tendencias ins-
critas en su ser. Así, el hombre se convierte en un instrumento
(aunque libre), en las manos de Dios. Es bien cierto que S. To-
más superó en este terreno a S. Agustín, como recordó Gilson,
e insistió en la autonomía relativa de las causas segundas con
respecto a la causa primera, pero la terminología que emplea
sigue siendo deficiente. Afirma, por ejemplo, en la cuestión 6 de
la I-II: «Y así como no es contrario a la índole de la naturaleza
que el movimiento natural venga de Dios como del primer mo-
tor, en cuanto que la naturaleza es cierto instrumento de Dios
que mueve, tampoco es contrario a la índole del acto volunta-
rio que venga de Dios, en cuanto que la voluntad es movida por
Dios»21. ¿Resulta satisfactoria esta expresión hoy en día para
referirse al hombre?
A mi juicio, nos encontramos de nuevo con el problema que
estamos arrastrando a lo largo de todo este ensayo: el «lastre
griego» y sus consecuencias. Afirmar que Dios mueve a los seres
a través de su naturaleza puede quizá servir para explicar el
comportamiento del mundo material y biológico, pero, desde
luego, resulta chocante para el hombre que no es movido como
si fuera una cosa sino que se autodetermina libremente porque
se posee parcialmente. La expresión puede justificarse, cierta-
mente, y Santo Tomás lo hace, aunque necesite para ello recu-

20
El mejor tratamiento de la libertad que conozco se encuentra en la obra
de Wojtyla Persona y acto. Ahí puede profundizarse ampliamente en esta pro-
blemática.
21
TOMÁS DE AQUINO, S. Th. I-II, q. 6, a. 1, ad 3.

74
rrir a todo su espíritu italiano bajo una envoltura de formalis-
mo. Así, cuando se le objeta, por ejemplo, que entonces Dios
mueve al hombre de manera necesaria, su respuesta es la si-
guiente: «Si Dios mueve la voluntad a algo, es imposible que la
voluntad no se mueva a ello. Sin embargo, no es imposible ab-
solutamente (simpliciter). De donde no se sigue que la voluntad
sea movida por Dios de manera necesaria»22. ¿Resuelve plena-
mente la objeción? El tema daría para mucho si bien, en térmi-
nos españoles esta vez, diríamos que se trata de una respuesta
gallega. En cualquier caso, a nosotros nos basta señalar que,
tenga o no solución la cuestión dentro de la doctrina del Aqui-
nate, lo que resulta indiscutible es que, con este planteamien-
to, lo que se privilegia no es la libertad ni la diminacidad, sino
la pasividad y la instrumentalidad y, justamente por eso, tiene
que defenderse de esas objeciones y no de otras.
En este sentido, Álvarez Munárriz, ha caracterizado el con-
cepto de naturaleza del mundo clásico precisamente por la es-
taticidad y ha señalado con agudeza que una de las razones que
lo explican es la concepción griega del movimiento como im-
perfección 23. Es sabido que Aristóteles explicó genialmente el
movimiento como el paso de la potencia al acto: «El movimien-
to es la actualidad de lo potencial en cuanto potencial»24. Pero
conviene advertir que, desde este punto de vista, el movimien-
to se concibe como imperfección a la búsqueda de la perfección,
lo que conlleva automáticamente una revalorización de lo aca-
bado o estático. En esta formulación encontramos, sin duda, un
brillante logro intelectual, un núcleo de verdad imperecedero
sobre el movimiento. Pero, volvemos a lo mismo: ¿puede apli-
carse esa construcción pensada para el movimiento local direc-
tamente al «movimiento humano»? Y, si se hace, ¿no acabará el
pensamiento arrastrando una vez más el «lastre griego» que lle-
va a pensar en las personas como si fueses cosas? La hipótesis
no parece muy alejada de la realidad.

22
TOMÁS DE AQUINO, S. Th. I-II, q. 10, a. 4, ad 3.
23
Cfr. L. ÁLVAREZ MUNÁRRIZ, Perspectivas sobre la naturaleza humana,
DM, Murcia 1996, p. 47.
24
ARISTÓTELES, Física, III 201 b, 5, cit.

75
Ante todo, el hombre no se «mueve», sino que actúa, lo cual
es algo muy diferente. Y, en esa acción, la perfección no está
siempre en la quietud, sino, a veces, en la misma la acción: co-
rrer, construir, nadar, cazar, etc. no son acciones que se realicen
exclusivamente en vista de un fin, de un resultado, sino por el
mero gusto de la acción. A ningún cazador le interesa que le den
las piezas que intenta capturar para evitarse la caza, pues lo
que desea justamente es cazar, con todo lo que eso supone de
cansancio, riesgo, invención y, en definitiva, de aventura. Del
mismo modo, a ningún piloto de carreras le apetecería que le co-
locasen directamente en la línea de llegada, ya que lo que bus-
ca es la adrenalina de la competición. Y esta perspectiva de la
acción por la acción está muy poco presente en la teorización to-
mista. Por eso, y por las otras razones que hemos señalado, no
parece injusto considerar que existe en el tomismo un cierto ca-
rácter estático o, si se prefiere, una infravaloración de la acti-
vidad.

2. Rigidez. La segunda característica negativa de la con-


cepción tomista es una cierta rigidez que se puede detectar so-
bre todo en el modo en el que se describe la estructura finalis-
ta. En efecto, los fines parecen presentarse muchas veces como
una estructura ya dada, organizada jerárquicamente y conec-
tada entre sí quasi-silogísticamente por la razón práctica, fren-
te a la cual, la misión o la tarea que le quedaría al hombre, se-
ría sobre todo la de descubrirla y aceptarla libremente, y, esto
es menos claro, la de determinarla en algunos aspectos meno-
res. Caben, desde luego, diversas matizaciones dentro del to-
mismo en el modo concreto de exponer esta estructura y en la
rigidez con la que se describa, pero el esquema que hemos des-
crito es el marco común general. Por ejemplo, si analizamos la
cuestión en términos de ley moral tenemos en primer lugar la
ley eterna, después la ley natural con sus categorías de princi-
pios coordinados por la razón práctica: el primer principio evi-
dente por sí mismo, los primeros principios también evidentes
y, después, los principios secundarios pero que se deducen de
los primeros principios mediante la razón práctica. Todos ellos
serían necesarios. Sólo después llegaríamos a la ley positiva
que sí es coyuntural y depende del arbitrio humano. No pre-

76
tendo ahora entrar en la pertinencia o no de este esquema pues
requeriría prácticamente una revisión de toda la moral 25. Pre-
tendo simplemente hacer patente que presenta una estructura
de tipo algo racionalista –un nivel de principios da lugar a
otros, etc.– y más bien rígida. Se insiste sobre todo en la dati-
dad de los esquemas y en su estructura ya determinada y que-
da oscurecido un aspecto dinámico que, sin embargo, es muy
importante en la vida diaria: la intervención del hombre en la
determinación de sus propios fines.
¿Puede o no el hombre determinar sus propios fines y en
qué medida? La respuesta a esta cuestión dentro del tomismo
no es evidente pues Tomás de Aquino no la rechaza de plano,
como sí hacen otros tomistas. De hecho, parece haber ciertas os-
cilaciones en su pensamiento. Por ejemplo, en la q. 13 de la I-II
señala que «el fin en cuanto tal, no cae bajo la elección»26 si bien
continúa indicando que lo que es fin en un orden puede ser me-
dio en otro, y así sí que cae bajo la elección. Pero un poco antes,
también en la q. 10, afirma que «el fin último mueve a la vo-
luntad necesariamente, porque es un bien perfecto. Y, de igual
modo aquello que se ordena a este fin, sin lo cual el fin no pue-
de ser, como ser y vivir y cosas similares»27. Por tanto, el asun-
to, como decíamos, no es sencillo pero lo que sí resulta claro –y
retomamos la observación del punto anterior– es la tendencia
general que se desprende: una imagen de la libertad depen-
diente de unos fines que existen, en principio, independiente-
mente del hombre y que, eso sí, este puede o no asumir.
Otro rasgo que pone de manifiesto el carácter rígido de esta
concepción es la escasa sensibilidad que presenta para las di-
mensiones culturales e históricas y que alimenta la oposición
entre naturaleza y cultura. Los fines que aquí se describen no
aparecen mediatizados por la cultura y la historia; son presen-
tados como atemporales por su arraigo en la naturaleza huma-
na que es también universal y ahistórica. Este planteamiento

25
Más adelante, en el cap. 6, tratamos con detalle un aspecto concreto, la
ley natural.
26
TOMÁS DE AQUINO, S. Th., I-II, q. 13, a. 3.
27
TOMÁS DE AQUINO, S. Th., I-II, q, 10, a. 2.

77
tiene ciertamente una parte de verdad: la naturaleza humana
no cambia esencialmente. El problema es que esa naturaleza
humana, junto con sus fines, existe siempre en un momento de
la historia y en una cultura determinada, y si no se tematiza y
se formula esa relación, si no se establecen y se teorizan los me-
canismos de variación, se corre el peligro de acabar proponien-
do una estructura de fines abstracta y aislada de la historia y
de la cultura concreta y que, por eso mismo, carezca de interés
y atractivo. Esto es justamente lo que ha sucedido con algunas
formulaciones neotomistas –influidas tal vez de modo incons-
ciente por el racionalismo de los siglos XVII y XVIII– que pre-
sentan una estructura finalista tan rígida o un esquema tan de-
ductivo y predeterminado de las leyes morales que parece tener
poco que ver con la vida real de los hombres y que, en todo caso,
se siente más que como una motivación o estímulo para el
obrar, como una estructura agobiante y opresiva que se abate
sobre la estructura libre y creativa del obrar humano 28.
En los casos extremos, se puede llegar incluso a posiciones
logicistas, en las que las estructuras antropológicas concretas
son sustituidas por conceptos quasi-lógicos, que, si bien tienen
un origen antropológico, han perdido en el proceso de elabora-
ción filosófica buena parte de su carga humana y operan en los
razonamientos como entidades autónomas liberadas de su rela-
ción con el sujeto, que es, sin embargo, el único lugar en el que
tienen sentido y significación. Pensemos, por ejemplo, en la teo-
rización sobre la estructura medios-fines. Es evidente que res-
ponde a un dato elemental de la experiencia sobre la acción hu-
mana. Podemos buscar algo como medio o como fin, y en ese
sentido es totalmente válida. Pero lo que no se puede hacer es
absolutizar ese dato y crear un mundo de medios y de fines se-
parado estructuralmente y vivencialmente del sujeto que les

28
La ética moral católica y la teología moral llegaron a ser muy conscien-
tes de este problema lo que impulsó poderosos movimientos de renovación des-
de diversas perspectivas y sobre la base de las reflexiones del Concilio Vatica-
no II. Una reciente línea de trabajo en esta dirección, que incluye orientaciones
de Veritatis splendor, se debe a L. Melina, J. J. Pérez-Soba y J. Noriega. Ver,
por ejemplo, La plenitud del obrar cristiano (2ª ed.), Palabra, Madrid 2006 y
Una luz para el obrar, Palabra, Madrid 2006.

78
confiere sentido. Expresándolo de modo esquemático: 1) el me-
dio y el fin (o, mejor, las cadenas de medios y de fines), no exis-
ten aisladamente del sujeto sino que representan la intenciona-
lidad de las acciones que el sujeto se propone; 2) tampoco existen
como entidades puras; la intencionalidad de la acción humana
es muy compleja y no reducible a un simple mecanismo medio-
fin. Si esto no se tiene en cuenta, se procede a hablar de la es-
tructura medio-fin prácticamente como de entidades a-antropo-
lógicas existentes por sí mismas al margen de los sujetos reales,
y regidas por las leyes de una lógica quasi-mecanicista, y no,
como debería suceder, de unas acciones de intencionalidad com-
pleja en las que la estructura medio-fin es relevante, pero no la
única ni, por supuesto, sustituye a la persona.

3. Exterioridad. El tercer punto problemático del concepto


de naturaleza tomista lo podemos sintetizar en torno a la idea
de exterioridad. Con ello queremos decir que la estructura fi-
nalista tiende a presentarse como externa al hombre al menos
desde dos puntos de vista. Ante todo, parece que esos fines es-
tán siempre fuera del hombre, son cosas que hay que alcanzar
y que obtener, pero que no tienen que ver con lo que el sujeto
es hoy y ahora, sino que están allí fuera y hay que ir a por ellas.
Correlativamente, se ve la poca importancia que parece tener la
subjetividad de la persona, es decir, su individualidad irrepeti-
ble. Se insiste en que los fines son los mismos para todas las
personas porque todas tienen la misma naturaleza humana,
pero quién sea esta persona concreta, cuál sea su itinerario vi-
tal y qué es lo que desea conseguir en la vida parece que cuen-
ta poco en esta estructura finalista determinada.
Wojtyla fue perfectamente consciente de la existencia de
este problema en la ética tomista y por eso señaló que «la con-
cepción de la persona que encontramos en Santo Tomás es ob-
jetivista. Casi da la impresión de que en ella no hay lugar para
el análisis de la conciencia y de la autoconciencia como sínto-
mas verdaderamente específicos de la persona-sujeto. Para
Santo Tomás, la persona es obviamente un sujeto, un sujeto
particularísimo de la existencia y de la acción, ya que posee
subsistencia en la naturaleza racional y es capaz de conciencia
y de autoconciencia. En cambio, parece que no hay lugar en su

79
visión objetivista de la realidad para el análisis de la concien-
cia y de la autoconciencia, de las que sobre todo, se ocupan la
filosofía y la psicología modernas. (…) Por consiguiente, en San-
to Tomás vemos muy bien la persona en su existencia y acción
objetivas, pero es difícil vislumbrar allí las experiencias vividas
de la persona»29. El tomismo analiza la persona, pero no su in-
terioridad, quizás al intercambiarla con un subjetivismo o sen-
timentalismo desechable. Pero reflejar y asumir la subjetividad
de la persona no es ningún ejercicio de subjetivismo sino, al con-
trario, una muestra de realismo que asume uno de sus rasgos
más valiosos, lo más propio y singular que la hace diferente de
los otros millones de personas que (con la misma naturaleza)
pueblan el mundo y le confiere un valor irrepetible.
Cabría señalar, por último, que exterioridad y rigidez se au-
toalimentan y también están conectadas con la pasividad. Son,
en realidad, facetas de un mismo problema. La exterioridad
produce una desconexión del sujeto. Como éste no es tenido en
cuenta en la determinación de los fines, estos nunca se con-
vierten en proyectos, en elaboraciones personales, sino en es-
tructuras compactas ya dadas y fijadas. ¿Y qué genera este
planteamiento? Pasividad y rigidez. Pasividad porque el suje-
to no interviene en su elaboración; él no es coautor de su propia
finalidad sino mero receptor de un orden existente y determi-
nado por Dios; su misión es la mera recepción libre de ese or-
den. Pero, ¿qué estímulo para la acción puede tener una perso-
na a la que se le da ya todo decidido? ¿Dónde puede dejar el
destello de su singularidad? Y, si no hay singularidad, la rigidez
está servida porque la variabilidad procede del hombre indivi-
dual que elabora su propio mundo, distinto de cualquier otro.
Pero la desconexión con el sujeto generada por la exterioridad

29
K. WOJTYLA, «El personalismo tomista», en Mi visión del hombre, cit.,
pp. 311-312. Maritain, respondiendo en parte a Sartre, también insistió en la
necesidad de rescatar la importancia de la dimensión personal y subjetiva en
la moral, aunque sin abandonar la norma objetiva. «En todo acto auténtica-
mente moral, el hombre, para aplicar y al aplicar la ley, debe encarnar y asu-
mir el universal en su propia existencia singular, en la que está solo frente a
Dios» (Court traité de l’existance et de l’existant, Oeuvres Complètes, vol. IX,
Étitions Universitaires (Fribourg) y Éditions Saint Paul (Paris), p. 63).

80
no permite acceder a esa originalidad y, por eso, al final sólo
destaca la naturaleza con su inevitable universalidad unifor-
mizadora que, si bien puede presentar al hombre la verdad de
sus aserciones generales, simultáneamente ofrece la carencia
de humanidad consiguiente a la pérdida de la subjetividad.
Una carencia que el hombre individual percibe –especialmen-
te en nuestra mentalidad contemporánea– como una deficien-
cia grave y ante la que reacciona –o puede reaccionar– con un
rechazo más o menos rotundo con el que pretende reivindicar
su dignidad personal, es decir, su singularidad irrepetible.

c) El problema en una cuestión tomista: I-II, q. 10, a. 1:


c) «Si la voluntad se mueve naturalmente hacia algo»

Dando una vuelta de tuerca más a la cuestión, la última, va-


mos a estudiar el problema directamente en un texto tomista.
Con ello pretendemos ante todo hacer un esfuerzo último de
profundización para verificar la validez de nuestras tesis. Y,
además, hacer justicia a S. Tomás estudiando con detalle al me-
nos un punto de los muchos que estamos apuntando. Estamos
proponiendo, por tanto, un modelo de análisis generalizable, en
principio, al resto de cuestiones que no hemos tratado por falta
de espacio.
Para este objetivo, hemos escogido un texto de la I-II que
nos parece especialmente adecuado porque en él, es el mismo S.
Tomás el que se plantea con franqueza y directamente una de
las cuestiones claves de toda la discusión que estamos desarro-
llando: la relación entre la naturaleza y la libertad, o, más pre-
cisamente, la voluntad. Se trata del artículo 1 de la cuestión 10:
«Si la voluntad se mueve naturalmente hacia algo»30. Esta cues-
tión examina el concepto de voluntad como elemento esencial
de la teoría de la acción del Aquinate y, en concreto, se plantea
si tiene una base natural. Estamos, por tanto, en el núcleo de
nuestro debate. De hecho, las objeciones con las que se abre el
artículo plantean directamente la oposición entre voluntad y

30
«Utrum voluntas ad aliquid naturaliter moveatur».

81
naturaleza y, precisamente por eso, resultan particularmente
interesante ver lo que responde S. Tomás.
Las objeciones, en concreto, son tres. La primera plantea
sin ningún tipo de ambages la oposición directa entre lo natu-
ral y lo voluntario que parece implicar el concepto aristotélico
de naturaleza, y hace referencia al mismo texto que hemos usa-
do en estas páginas. «El agente natural se divide contra el
agente voluntario, como se muestra al inicio de II Physic. La vo-
luntad, por lo tanto, no se mueve naturalmente hacia algo»31. La
objeción segunda indica que lo que es natural tiene lugar siem-
pre mientras que ningún movimiento se da siempre en la vo-
luntad y, por lo tanto, ningún movimiento se da naturalmente
en la voluntad. Por último, la tercera objeción, señala que la
«naturaleza está determinada ad unum mientras que la vo-
luntad se dirige (se habet) a los opuestos. Por lo tanto, la vo-
luntad no quiere nada naturalmente». Como se ve, se trata de
objeciones de peso que apuntan al núcleo de la discusión: ¿es
compatible lo natural con lo voluntario?
La contestación de Santo Tomás, en el corpus del artículo,
es la siguiente. «Respondo, indica, diciendo que, como Boecio
dice en el libro De duabus naturae y el Filósofo en V Metaph.,
la naturaleza se dice de muchos modos. Algunas veces se dice
como el principio intrínseco en las cosas móviles. Y tal natura-
leza es o materia o forma material, como se muestra en II
Physic. De otro modo naturaleza se dice de cualquier substan-
cia o de cualquier ente. Y en este sentido se dice ser naturale-
za de la cosa lo que le conviene según su substancia. (...). Y, por
lo tanto, es necesario que, tomando a la naturaleza de este
modo, siempre el principio de aquello que conviene a la cosa,
sea natural. Y esto resulta manifiesto en el intelecto, pues los
principios del conocimiento intelectual son conocidos natural-
mente. Del mismo modo, el principio del movimiento volunta-
rio conviene que sea algo querido naturalmente»32.
El texto muestra ante todo que S. Tomás es consciente de la
necesidad de replantear el problema porque las dificultades, tal

31
TOMÁS DE AQUINO, S. Th., I-II, q. 10, a. 1.
32
TOMÁS DE AQUINO, S. Th., I-II, q. 10, a. 1, c.

82
como se expresan en las objeciones, no tienen solución. Sólo cabe
salvarlas si se supera una visión de la naturaleza reducida al
mundo material. De ahí que comente que el término naturale-
za no es unívoco sino que se dice de muchas maneras. Una de
ellas corresponde al principio intrínseco de los cuerpos móviles.
Pero no es la única posibilidad; en realidad, naturaleza se dice
«de cualquier substancia o de cualquier ente» o de «lo que le con-
viene según su substancia». Ahora bien, como es fácil de obser-
var, este desplazamiento semántico coincide con lo que hemos
denominado proceso de ampliación, sólo que aquí lo encontra-
mos descrito por el mismo Santo Tomás. La naturaleza pasa de
estar limitada a los cuerpos móviles a aplicarse o decirse de
cualquier realidad. De este modo, el conflicto que opone natura-
leza y voluntad parece resolverse en su raíz ya que, al hablar de
naturaleza, no se está refiriendo a los cuerpos móviles sino a
cualquier clase de sustancia que, por tanto, podrá tener modos
de acción muy variados y no necesariamente deterministas.
¿Resuelve este planteamiento de manera completa las ob-
jeciones? Lo vamos a analizar a continuación con detalle pero
ya adelantamos que S. Tomás ofrece aquí lo que hemos deno-
minado solución aparente del conflicto, cuya esencia consiste en
que la oposición voluntad-naturaleza se salva, pero no de modo
completo. Se salva por la ampliación del concepto pero no de
modo completo porque el concepto de naturaleza va a recaer
una y otra vez de manera inevitable en los rasgos propios de su
origen: necesidad y determinación. No va a haber, por tanto, su-
peración completa de la dificultad.
Analicemos las respuestas a las objeciones para constatar
la validez de nuestra tesis. La objeción primera decía lo si-
guiente: «El agente natural se divide contra el agente volunta-
rio, como se muestra al inicio de II Physic. La voluntad, por lo
tanto, no se mueve naturalmente hacia algo». S. Tomás res-
ponde: «la voluntad se divide contra la naturaleza como una
causa contra otra: en efecto, unas cosas suceden naturalmente
y otras voluntariamente. Pues el modo de causar propio de la
voluntad, que es dueña de su acto, es distinto del modo que co-
rresponde a la naturaleza, que está determinada ad unum.
Pero como la voluntad se fundamenta en una naturaleza, es ne-

83
cesario que participe, de algún modo, del movimiento propio de
la naturaleza, así como de lo propio de la causa anterior parti-
cipa la posterior. Porque en cada cosa el ser mismo, que es por
naturaleza, es anterior al querer, que es por voluntad. Por eso
la voluntad naturalmente quiere algo»33.
Analicemos esta compleja respuesta. Ante todo, lo primero
que hay que advertir es que, como adelantábamos, S. Tomás no
ha sido fiel a la ampliación y, de hecho, acaba recayendo en el
concepto determinista de naturaleza cuando afirma que «el
modo de causar propio de la voluntad, que es dueña de su acto,
es distinto del modo que corresponde a la naturaleza, que está
determinada ad unum». Aquí, en efecto, no hay ampliación,
sino de nuevo oposición entre naturaleza (determinista) y vo-
luntad (libre). Parece, por tanto, que S. Tomás está incurrien-
do asimismo en el uso semánticamente ambiguo del concepto de
naturaleza por la incoherencia al asumir la ampliación. Afirma
que se amplía, que el concepto es genérico, pero el que se usa en
concreto es el corpóreo. Ya hemos visto los problemas que este
planteamiento puede generar. Veamos ahora si también los en-
contramos aquí.
La clave de la respuesta de S. Tomás se encuentra en la fra-
se siguiente: «Pero como la voluntad se fundamenta en una na-
turaleza, es necesario que participe, de algún modo, del movi-
miento propio de la naturaleza, así como de lo propio de la
causa anterior participa la posterior. Porque en cada cosa el ser
mismo, que es por naturaleza, es anterior al querer, que es por
voluntad. Por eso la voluntad naturalmente quiere algo».

33
«Ad primum ergo dicendum quod voluntas dividitur contra naturam, si-
cut una causa contra aliam; quaedam enim fiunt naturaliter, et quaedam fiunt
voluntarie. Est autem alius modus causandi proprius voluntati, quae est do-
mina sui actus, praeter modum qui convenit naturae, quae est determinata ad
unum. Sed quia voluntas in aliqua natura fundatur, necesse est quod motus
proprius naturae, quantum ad aliquid, participetur in voluntate: sicut quod
est prioris causae, participatur a posteriori. Est enim prius in unaquaque re
ipsum esse, quod est per naturam, quam velle, quod est per voluntatem. Et
inde est quod voluntas naturaliter aliquid vult» (TOMÁS DE AQUINO, S. Th., I-
II, q. 10, a. 1, ad 1, cursiva nuestra).

84
Vayamos por partes. S. Tomás dice que «la voluntad se fun-
damenta en alguna naturaleza». Ahora bien, esto, ¿qué quiere
decir exactamente? Acaba de afirmar que ambas operan de
modo diferente. ¿Cómo es posible entonces que se fundamente
la una en la otra? Esto sólo es posible si se trata de la natura-
leza ampliada, porque en este caso todo ente tiene una natura-
leza y, por lo tanto, la voluntad también la tiene. Pero antes de
avanzar recordemos que la naturaleza ampliada no dice nada
concreto sobre el modo de ser de las cosas, simplemente dice que
tienen un modo de ser. La naturaleza corpórea, en cambio, sí
aporta cualidades específicas porque se refiere a un tipo con-
creto de entes. Sigamos ahora. Santo Tomás concluye que, como
la voluntad tiene necesariamente una naturaleza, necesaria-
mente quiere algo de modo natural.
¿Qué significa en concreto esta afirmación? Para poderlo sa-
ber hay que precisar de qué sentido de naturaleza está hablan-
do porque, como acabamos de ver, usa de manera alternativa
el metafísico y el corpóreo. Ahora bien, el sentido metafísico no
puede ser porque con este concepto la afirmación no significa
nada. En efecto, como acabamos de recordar, el concepto meta-
físico es genérico y lo único que afirma es que los entes tienen
un modo de ser, pero no dice cuál es. En este caso, como el modo
de ser de la voluntad es la libertad, lo único que se estaría afir-
mando es que la voluntad es libre, lo cual es evidente y no apor-
ta nada. La posición de S. Tomás, lógicamente, no puede ser
ésta, pues para semejante conclusión no habría hecho falta toda
esta argumentación. Lo que está afirmando es que la voluntad
se apoya en un fondo de necesidad que proviene de la natura-
leza. Como la voluntad tiene una naturaleza y la naturaleza
quiere necesariamente algo, la voluntad quiere naturalmente,
es decir, necesariamente, algo.
Lo que la voluntad quiere necesariamente no es ningún
misterio. Lo explica con detalle en la respuesta a la tercera ob-
jeción, que planteaba una dicotomía, en principio insalvable,
entre la naturaleza, que opera necesariamente de modo deter-
minado y la voluntad, que puede operar hacia los opuestos. ¿Es
posible compaginar ambos elementos? La respuesta de Santo
Tomás es la siguiente: «la naturaleza siempre responde a una

85
cosa (unum), pero proporcionada a su naturaleza. La naturale-
za en general, responde a algo unitario en general, la natura-
leza en una especie determinada responde a algo unitario en
especie, y la naturaleza individuada responde a un uno indivi-
dual. Como la voluntad es una fuerza inmaterial, como el inte-
lecto, responde naturalmente a un algo común, es decir, el bien:
como el intelecto lo hace a algo común, es decir a lo verdadero,
al ente o a lo que es. Bajo el bien común se contienen muchos
bienes particulares, a los que la voluntad no está determina-
da»34. Santo Tomás sostiene en definitiva que la voluntad quie-
re algo necesariamente, el bien, pero que este objeto de la vo-
luntad es de tipo formal por lo que genera espacio para la
libertad al no particularizar completamente su objeto. Cabría
así categorizar la voluntad tomista como una estructura bipo-
lar formada por un fondo necesario (voluntas ut natura) sobre
el que emergería una estructura libre que se ejercería en la
elección concreta del bien (voluntas ut ratio).
¿A dónde hemos llegado? En realidad, tenemos dos tipos de
cuestiones diferentes. La primera, que es la que realmente nos
importa, es cómo emplea S. Tomás el término de naturaleza. La
segunda, que es el vehículo que hemos utilizado para saberlo,
su concepción de la libertad. Respecto a la primera, lo que he-
mos podido comprobar es que en Tomás de Aquino aparecen con
claridad los problemas y dificultades en torno a este concepto
que hemos detectado en la tradición tomista: 1) el origen con-
creto de esta noción está en el cuerpo móvil de Aristóteles, lo
que le confiere un carácter determinista; 2) hay una ampliación
metafísica del concepto que conduce a una solución aparente
del problema; 3) esa solución no acaba de ser satisfactoria por-
que con frecuencia se produce una ambigüedad semántica o
equivocidad en el uso del término por no precisar qué sentido se
está utilizando y 4) porque el uso concreto acaba remitiendo
casi siempre a la versión corpórea y determinista. En el caso
que hemos estudiado supone justamente que la dimensión na-
tural de la libertad es aquella por la que no es libertad, sino por
la que está determinada. A la vista de estas conclusiones, obte-

34
TOMÁS DE AQUINO, S. Th., I-II, q. 10, a. 1, ad 3.

86
nidas ahora de un estudio directo del Aquinate, se entiende en-
tonces mejor el rechazo moderno al concepto de naturaleza y las
objeciones del personalismo a la perspectiva tomista.
Sobre el segundo punto, la concepción tomista de la liber-
tad, cabría decir –muy apresuradamente, pues no es el lugar
para estudiarlo– que la solución de S. Tomás es brillante. Man-
tiene el concepto determinista de naturaleza pero elimina par-
te de las trabas de esa determinación generalizando y formali-
zando el concepto de uno; el uno concreto y determinado de los
entes naturales se convierte para el hombre en un uno mera-
mente formal capaz de contener dentro de sí una pluralidad de
entes variados. El hombre quiere necesariamente el bien, pero
este bien no es más que un principio formal que acoge bajo sí
la infinita gama de bienes que han sido creados, ninguno de los
cuales responde perfectamente a la noción de bien. Santo To-
más, en definitiva, acepta que la voluntad se fundamenta en
una necesidad sólo que de tipo formal, y es en esta formalización
donde abre el espacio para la libertad. Ahora bien, ¿resulta ló-
gico, o mejor, resulta intelectualmente satisfactorio fundamen-
tar la libertad en una necesidad de tipo formal?, ¿no habría que
justificar más bien la libertad por la libertad y no por la nece-
sidad? ¿No topamos aquí tanto con uno de los motivos del esca-
so valor que se le ha dado tradicionalmente a la libertad en la
escuela tomista como a la presencia de carencias significativas
o paradojas de difícil solución?
Mencionaremos rápidamente para concluir una carencia y
una paradoja. La libertad, en la tradición tomista, se ha enten-
dido siempre fundamentalmente en relación al objeto del acto,
pero no en relación a la persona. Se subraya con acierto que la
persona es libre de elegir, de asumir o no el fin, pero no se afirma,
ni por supuesto se insiste, en que esa libertad afecta al mismo
hombre. En otras palabras, la tradición tomista ha entendido bá-
sicamente la libertad como indeterminación frente al acto, pero
no como autodeterminación, y esto significa que el hombre es
principalmente dueño de su libertad pero no dueño de sí mismo35.

35
Wojtyla ha analizado el acto de libertad partiendo de la expresión feno-
menológica que mejor lo representa: «Yo quiero algo». Una de las conclusiones

87
Consideremos ahora la paradoja. La posición tomista afir-
ma que el hombre es libre frente a todo, excepto frente a Dios.
¿Por qué? Porque el Sumo Bien colma todos los aspectos for-
males posibles del bien y, por lo tanto, activa el mecanismo de
la necesidad. La libertad tomista, recordémoslo, está fundada
en la necesidad y no se transforma en necesidad exclusiva-
mente por una limitación del bien terrestre, porque este nun-
ca es suficientemente perfecto. El hombre, por tanto, desde una
perspectiva tomista no está obligado a elegir a Dios, si bien no
deja de resultar sorprendente que «en toda la obra de Santo To-
más jamás se encuentra la expresión electio finis ultimi o elec-
tio Dei»36. Pero, en cualquier caso, cuando se supera la condición
terrenal y se presenta el Bien Sumo, la libertad se convierte in-
evitablemente en necesidad. Ahora bien, esto significa, y ahí
está la paradoja, que en el cielo, donde estamos cara a cara con
el Sumo Bien, no puede haber libertad. Pero ¿qué es entonces
la libertad si debe desaparecer en el cielo: un don o un defecto?
Puede ser complicado –lo es, ciertamente– explicar cómo se
puede compaginar en el cielo la no pecabilidad con la existencia
de la libertad pero lo que parece evidente es que la solución no
debe ir por la transformación de la libertad en necesidad por-
que se paga un precio excesivamente alto: la destrucción, entre
otras cosas, del concepto cristiano de cielo. Un hombre no libre
no es un hombre, y, además, no puede amar, por lo que el cielo
deja de tener sentido.

a las que llega es que «en la tradición filosófica y psicológica este ‘quiero’ se ha
examinado probablemente de manera excesiva desde el punto de vista del ob-
jeto externo, considerado por tanto de un modo excesivamente unilateral como
‘quiero algo’ y quizá no lo suficiente desde el punto de vista de la objetividad
interna, como autodeterminación, como simple ‘quiero’» (K. WOJTYLA, Perso-
na e atto, cit., p. 137).
36
T. ALVIRA, Naturaleza y libertad. Estudio de los conceptos tomistas de vo-
luntas ut natura y voluntas ut ratio, Eunsa, Pamplona 1985, p. 87. Maritain
ofrece buenas exposiciones de la visión tomista de la libertad con explícitas
referencias a este problema en De Bergson à Thomas d’Aquin, Oeuvres com-
plètes, vol. VIII, cit., pp. 71-93 y La philosophie bergsonienne, Oeuvres com-
plètes, vol. I, cit., pp. 415-458.

88
4. Naturaleza y persona

En los capítulos previos hemos expuesto diversas concep-


ciones acerca de la naturaleza humana y hemos hecho asimis-
mo muchas observaciones sobre dichas concepciones. Parece,
pues, llegado el momento de establecer conclusiones así como
de determinar, en la medida de lo posible, líneas de investiga-
ción para el futuro. Y, para avanzar con claridad en esa direc-
ción, nada mejor que comenzar por una recapitulación.

1. Recapitulando

Ante todo, el concepto de naturaleza humana se ha pre-


sentado como un concepto complejo, lo cual ha diluido de par-
tida una posible perspectiva inicial que lo considerase simple
y evidente. Si bien tal perspectiva es posible, filosóficamente
no está justificada y resulta inviable. Es más, el concepto ha
resultado enormemente polisémico por lo que, para estudiarlo,
hemos debido limitarnos exclusivamente a algunos significa-
dos particularmente relevantes en relación a una tradición clá-
sica entendida en sentido amplio. Por esta vía, hemos llegado
a la determinación de tres significados fundamentales: 1) el
concepto naturalista de naturaleza humana; 2) el concepto clá-

89
sico: corpóreo y ampliado y 3) el concepto culturalista. El con-
cepto naturalista concibe la naturaleza humana como el
conjunto de tendencias físicas y biológicas que existen en el
hombre con la particularidad de que reduce el hombre a ese
conjunto de tendencias. Es, por tanto, una posición decidida-
mente materialista que identifica la noción de naturaleza
como conjunto de realidades materiales (el mundo natural) con
la naturaleza humana. No habría ninguna diferencia esencial
entre ambas.
La posición clásica, por el contrario, incluye en la naturale-
za todas las tendencias de la persona, las físico-biológicas y las
espirituales. Es una perspectiva integradora y global. Hay que
señalar, de todos modos, que el concepto clásico, históricamen-
te, se piensa para las realidades físico-biológicas y, después, se
amplia, al hombre. Hay, así, dos modalidades en la posición clá-
sica. La original generada en la filosofía de la naturaleza: natu-
raleza como esencia corpórea en cuanto principio de operacio-
nes; y la ampliada, metafísica o general: naturaleza entendida
como esencia en cuanto principio de operaciones. Por último, la
posición culturalista se identifica con la posición naturalista en
lo que se refiere al modo de entender la naturaleza humana
pero difiere radicalmente en la manera de entender al hombre.
Para los culturalistas, la naturaleza humana coincide con lo
que dicen los naturalistas pero, justamente por eso, el hombre
no solo no se reduce a la naturaleza sino que más bien se opo-
ne a ella. Lo propio de la persona humana es la libertad y la cre-
atividad, la cultura y la historicidad, el dominio de sí y la auto-
determinación, cualidades, todas ellas, que sólo se pueden
ejercitar en la superación y/o oposición a una naturaleza biolo-
gicista y, por tanto, determinista. El hombre, en definitiva, tie-
ne naturaleza pero es cultura y, por lo tanto, puede usar su na-
turaleza como le parezca conveniente ya que ésta no es,
especialmente en las versiones más extremas –Sartre, la teo-
ría radical del género–, más que la materia de su libertad.
Este primer esquema de posiciones ha sacado a la luz di-
versas controversias y debates. Hemos dejado de lado la posi-
ción naturalista, por considerarla demasiado elemental, y nos
hemos centrado en lo que hemos denominado «primer debate»:

90
la controversia ideológica entre la posición clásica y la cultura-
lista. ¿Qué es lo que se achacan una a otra? El culturalismo,
que constituye la posición actualmente predominante, se opone
a la visión clásica por considerar que ofrece una imagen inade-
cuada del hombre; y, si bien sus críticas son múltiples, se pue-
den agrupar grosso modo en estas cuatro categorías: datitud
frente a libertad; universalidad frente a singularidad; fijismo
frente a historicidad, naturalismo frente a moral. La posición
clásica, según esta perspectiva, ofrecería una imagen del hom-
bre que privilegiaría los aspectos preconstituidos o naturales
(en el sentido biológico) frente a la libertad que lo hace dueño
de sí y de su destino; insistiría en la universalidad abstracta de
la naturaleza humana sin tener en cuenta que cada hombre es
distinto de los otros y forja su propio destino y, por esta corte-
dad de miras, no contemplaría para nada la historicidad, es de-
cir, la evolución y modificación del modo de ser de los hombres
que se opone, como un dato de hecho, a esa pretendida univer-
salidad que sólo es posible mantener ignorando la temporali-
dad. Por todas estas razones, concluye el culturalismo, el con-
cepto clásico de naturaleza humana debe ser rechazado como
contrario a la verdadera realidad del ser humano.
La posición clásica responde a esta poderosa crítica distin-
guiendo dos aspectos diversos que permiten desdoblar este de-
bate en un conflicto aparente y en un conflicto real. Solo hay un
conflicto aparente cuando este debate se basa en una equivo-
cación consistente en una malinterpretación del concepto me-
tafísico de naturaleza. De acuerdo con esta perspectiva, las crí-
ticas del culturalismo, en realidad, no tendrían sentido ni
estarían justificadas ya que se basarían en una identificación
errónea entre el concepto naturalista y el metafísico. En el prin-
cipio metafísico no hay rigidez, ni universalidad abstracta ni
ahistoricidad. Puede haberla, quizás, en el naturalista, que
deja fuera de su definición la inteligencia y la libertad pero esto
no tiene nada que ver con el planteamiento metafísico que in-
cluye en su interior todos los dinamismos humanos. Así pues,
y dentro de los términos que acabamos de delimitar, estaríamos
frente a un conflicto aparente generado por una confusión que
se disolvería si ambas tradiciones fueran capaces de dialogar y
superar el equívoco que genera su distinto uso de la palabra

91
«naturaleza»: con sentido naturalista para los culturalistas, con
sentido íntegro para los clásicos.
Pero, añade la posición clásica, cabe ir más allá. Cabe que
los culturalistas se opongan al concepto de naturaleza no por
una equivocación, sino con plena conciencia, para evitar que se
introduzca subrepticiamente en la concepción del ser humano
cualquier rasgo que lleve consigo el carácter de «datidad», es de-
cir, de cualidad recibida y no generada completamente por la
persona. ¿Por qué esta oposición? Porque este carácter remite
–se quiera o no– a un ser creador. Si el hombre tiene unos ras-
gos determinados y precisos que no dependen de su libertad, al-
guien –mejor Alguien– debe haberlos hecho existir. Aquí se en-
tra en un terreno diferente y el conflicto se hace real porque la
posición clásica mantiene justamente ese origen último divino
de la naturaleza: el hombre no se ha creado a sí mismo, le ha
creado Dios. Y, si esto no se quiere aceptar, o, si de manera más
sutil, se quiere prescindir del concepto de naturaleza para blo-
quear esa vía, entonces el debate está servido pues para la tra-
dición clásica tal posición resulta, además de falsa, inaceptable.
Así concluye el primer debate, un debate entre tradiciones
filosóficas diversas. Pero justamente aquí se inicia el segundo
que, esta vez, tiene lugar dentro de la tradición clásica entre dos
posiciones que hemos agrupado en torno al tomismo y al per-
sonalismo. ¿Por qué se genera esta controversia? Porque para
el tomismo ya no hay nada más que decir sobre la cuestión
mientras que el personalismo considera que, en realidad, el de-
bate se ha cerrado en falso. En efecto, si bien acepta funda-
mentalmente los términos en los que se ha planteado el primer
debate añade una coletilla decisiva: la posición culturalista o
moderna tiene algo de razón. No, por supuesto, en el rechazo o
bloqueo de la trascendencia sino en una parte de sus críticas al
concepto metafísico de naturaleza.
Lo que el personalismo advierte es que, si bien el concepto
metafísico, es, en teoría, un concepto lo suficientemente abier-
to para escapar a las críticas del culturalismo, de hecho no ha
funcionado como tal sino que ha proporcionado una imagen del
hombre excesivamente rígida y pasiva, en la que lo dado, la na-
turaleza, ha prevalecido sobre la libertad, la cultura y la histo-

92
ria. Lo que indica el personalismo, por tanto, es que el presun-
to conflicto aparente no sería en realidad tan aparente, sería un
conflicto real en el que la posición moderna-culturalista se
opondría, al menos con una parte de razón, a la perspectiva
que, de hecho, ha desarrollado la posición clásica.
¿Es esto cierto o no? Para dilucidarlo, advierte la posición
personalista, es necesario distinguir dos conceptos metafísicos:
el primero consiste exclusivamente en la definición genérica
(esencia como principio de operaciones). Este concepto no ge-
nera ningún problema, pero es excesivamente general porque
no dice nada concreto sobre cómo es la operatividad humana.
Y, por tanto, es insuficiente. De hecho, el tomismo no se limita
a entender la naturaleza humana así, sino que tiene un modo
específico de entender la naturaleza humana que se puede iden-
tificar con la teleología aristotélica. Y aquí es justamente don-
de se origina el problema porque la teleología aristotélica
–especialmente en algunas formulaciones– refleja muy ade-
cuadamente una parte del dinamismo humano pero no refleja
tan bien otras características también propias de ese dinamis-
mo. Es más, con cierta facilidad puede dar lugar a una des-
cripción de la dinamicidad del hombre con tintes pasivos y es-
táticos, rígidos y a-subjetivistas u objetivistas. La teleología, en
efecto, insiste con suma facilidad en la estructura de fines ya
dados y constituidos y presta poca atención al sujeto humano li-
bre y creativo en el que tales fines existen y en relación al cual
sólo tienen sentido.
Estos son, a grandes rasgos, las líneas principales de nues-
tro análisis histórico-crítico del concepto de naturaleza. Ahora
se trata de establecer conclusiones y de determinar las salidas
que, desde una perspectiva personalista, pueden darse a los
problemas y dificultades que hemos señalado. Ante la entidad
y relevancia de los problemas apuntados cabe, en efecto, pre-
guntarse: ¿es viable el concepto de naturaleza o no?, ¿lo asume
el personalismo de algún modo o de ninguno?, ¿cuál es el con-
cepto de naturaleza que el personalismo emplea? Estas cues-
tiones las vamos a abordar desde tres perspectivas que, en
nuestra opinión, son las principales vías de salida y de supera-
ción de los problemas relatados. La primera apunta al mante-

93
nimiento del concepto de naturaleza entendido como humani-
dad; la segunda investiga la posibilidad de una reformulación
del concepto metafísico concreto y la tercera propone un desli-
zamiento del concepto de naturaleza al de persona 1.

2. La naturaleza humana como humanidad

Comenzaremos planteándonos si, a la vista de las dificulta-


des que hemos constatado, resulta oportuno o no, y en qué con-
diciones, emplear el concepto de naturaleza, para lo cual es im-
portante tener en cuenta el marco cultural. Las palabras, en
efecto, no están semánticamente aisladas, sino que toman su
significado último del contexto en el que son utilizadas. Por eso,
si bien se puede hacer un análisis para determinar con la ma-
yor precisión posible lo que teóricamente debería ser su verda-
dero y auténtico significado, no se puede tener la ingenuidad de
pensar que ese significado se va a imponer socialmente de modo
automático y con facilidad por el simple hecho de haberlo dilu-
cidado en una investigación. El sentido que, de hecho, seguirá
teniendo es el que esté impuesto socialmente, dato que es muy
importante tener en cuenta para valorar si conviene o no em-
plearlo.
Pues bien, en el caso de la naturaleza, que es el que nos ocu-
pa, los significados mayoritariamente vigentes desde un punto
de vista social son dos. El primero, dentro de la tradición filo-
sófica clásica es el metafísico pero en su vertiente teleológica.
Desde que Aristóteles elaborara esta teoría hace 25 siglos, la
naturaleza, en el marco de esta tradición, se ha entendido ge-
neralmente no sólo como la esencia en cuanto principio de ope-
raciones sino también y simultáneamente como una estructura

1
Las propuestas que se presentan a continuación son elaboraciones per-
sonales apoyadas en Mounier y sobre todo en Karol Wojtyla, dos representan-
tes de la vía más ontológica del personalismo. La vía dialógica no se plantea
directamente este problema pues su modo de acceder al misterio del hombre
es diverso, a través de la relación interpersonal. Véase, por ejemplo, M. BUBER,
Yo y tú (3ª ed.), Caparrós, Madrid 1998 o E. LÉVINAS, Totalidad e infinito (5ª
ed.), Sígueme, Salamanca 2002.

94
dinámica de tipo teleológico. A lo largo de todo ese tiempo esa
conexión se ha consolidado, se ha fundamentado y se ha auto-
matizado. Y, como 25 siglos son muchos siglos, esto significa, a
nuestros efectos, que, en el interior de esta tradición resulta
muy difícil, por no decir prácticamente imposible, referirse al
concepto de naturaleza sin emplear automáticamente la inter-
pretación teleológica o metafísica-concreta; o, en otros términos,
que hablar de naturaleza humana dentro de esta tradición y no
identificarla automáticamente con la estructura teleológica
aristotélica lleva consigo un esfuerzo intelectual enorme pues
sólo resulta posible superando una inercia milenaria.
El segundo factor que hay que tener en cuenta es que el tér-
mino naturaleza en el lenguaje común se identifica de manera
abrumadora y general con el mundo biológico-natural: plantas,
animales, etc., lo cual coloca al filósofo que pretenda usar este
concepto en una perspectiva no naturalista en una tesitura
muy incómoda. En efecto, cuando él lo emplee querrá indicar
al hombre en su totalidad –dejamos de lado ahora si su pers-
pectiva es teleológica o no pues no viene al caso– pero la mayo-
ría de los oyentes pensará que se está refiriendo a lo que ellos
entienden por naturaleza con la probable consecuencia de ad-
judicarle una posición naturalista que es justamente la que in-
tenta rechazar. Por lo tanto, lo primero que deberá hacer al in-
corporarse a un debate es intentar evitar este inoportuno
equívoco, para lo cual tendrá que comenzar aclarando los equí-
vocos que genera su terminología. Desde luego, no es una pers-
pectiva muy halagüeña.
Estos dos problemas –prácticamente insuperables por el
profundo arraigo de ambos significados– son los que han lleva-
do en general a los autores personalistas a un uso escaso o re-
nuente del término naturaleza o naturaleza humana. Desde un
punto de vista filosófico, su uso implica la identificación con una
perspectiva teleológica que, si bien no se rechaza totalmente,
tampoco se asume de manera integral. Pero no se trata tan sólo
de una posible «etiquetación» por parte del mundo filosófico. El
problema es más profundo. Por esa conexión automática que
existe entre el concepto de naturaleza y el paradigma teleoló-
gico resulta prácticamente imposible usar ese concepto sin em-

95
plear, al mismo tiempo, toda la estructura teleológica. El peligro
que se corre está a la vista: introducir de una manera clandes-
tina y poco consciente en la propia elaboración filosófica los es-
quemas y planteamientos de una estructura conceptual que no
se comparte de modo pleno. Además, como ya hemos comenta-
do, se corre el riesgo de ser automáticamente tachado de natu-
ralista. De ahí la consiguiente renuencia o cautela ante el uso
de este término.
Esta cautela ha sido a veces malinterpretada dentro de la
tradición clásica. En ocasiones se ha pensado que los persona-
listas no adoptaban con claridad una posición favorable a la
existencia de una naturaleza humana con la consiguiente e in-
evitable caída en el relativismo; en otras se ha pensado que no
se daban cuenta del significado metafísico del concepto y lo
identificaban con el naturalista. «Los personalistas, afirma por
ejemplo Rodríguez Lizano, suelen evitar hablar de naturaleza
al referirse al hombre porque, por influencia de las posiciones
fenoménicas y existencialistas, tienden a reducir el concepto de
naturaleza a lo corpóreo y determinado. (...). No aprecian que la
naturaleza expresa el modo de ser de cada ente y por ende re-
flejará que una naturaleza es libre cuando se refiere al ser hu-
mano o a cualquier ser espiritual»2. Pero, como creemos haber
mostrado con claridad, ninguna de estas perspectivas acierta.
Ni los personalistas tienen un concepto de naturaleza limitado
a lo corpóreo ni ignoran que el concepto metafísico incluye la di-
mensión espiritual ni tienen dudas sobre la igualdad esencial
de todos los hombres; el problema que advierten, y en el que no
quieren caer, es el lastre determinista que puede incorporar el
concepto de naturaleza. Y una manera de evitarlo es usándolo
poco y con cautela.
Sin embargo, el concepto de naturaleza humana resulta
irrenunciable porque, en su estructura más esencial, además de
significar la dinamicidad humana, da razón de un hecho hu-
mano fundamental: la igualdad esencial de todos los hombres.

2
J. RODRÍGUEZ LIZANO, «El personalismo. Sus luces y sombras», en El pri-
mado de la persona en la moral contemporánea, Universidad de Navarra,
Pamplona 1997, p. 306.

96
Todos los hombres somos radicalmente iguales –y, por lo tanto,
tenemos las mismas reglas morales, los mismos derechos y de-
beres, la misma dignidad– porque tenemos la misma naturale-
za, porque somos igualmente hombres. No está en juego aquí
un mero principio filosófico, sino un postulado básico de la so-
ciedad: la asunción de la igualdad de hombres y mujeres con to-
das las consecuencias que conlleva para el ordenamiento jurí-
dico, moral, político y para la vida cotidiana 3.
¿Cómo compaginar entonces ambos aspectos: es decir, las
connotaciones negativas que tiene el concepto tanto desde un
punto de vista filosófico como en el lenguaje común, con sus as-
pectos positivos e irrenunciables? La vía utilizada por algunos
personalistas ha sido la de entender la naturaleza humana
como simple humanidad o, en otros términos, como el modo de
ser común de todos los hombres pero sin entrar en ningún tipo
de especificación técnica. Esta acepción tiene la gran ventaja de
que se usa en el lenguaje común sin una significación negati-
va. En efecto, una afirmación del tipo: «las leyes de la natura-
leza humana» genera normalmente una sensación negativa
porque sugiere una estructura rígida que aherrojaría la liber-
tad; en cambio, la afirmación: «está en la naturaleza de los
hombres el amar (o el odiar)» no genera esa reacción porque im-
plica más bien que, a pesar de que los hombres somos muy dis-
tintos, hay algunos rasgos comunes que hacen que, a pesar de
todo, nos podamos considerar hombres, siendo uno de ellos, en
este caso, nuestra capacidad de amor o de odio. Nótese, y es el
segundo punto, que aquí no hay ninguna referencia técnica al
modo concreto de concebir la naturaleza humana; lo que está
implícito exclusivamente en el uso del término es que, de algún
modo u otro, todos los hombres somos iguales en algunos as-
pectos (en este caso, el amor o el odio) pero deja completamen-
te abierto el modo filosófico en el que se entiende o se formula
esa igualdad. Esto es lo que entiendo por emplear el concepto
de naturaleza humana como humanidad. Esta perspectiva, por

3
Álvarez Munárriz señala, que, además de la universalidad, en el con-
cepto clásico están implícitos los siguientes valores: realismo, orden y senti-
do. Cfr. L. ÁLVAREZ MUNÁRRIZ, Perspectivas sobre la naturaleza humana, cit.

97
otro lado, está presente también en numerosos estudios filosó-
ficos que, cuando se plantean determinar los rasgos propios de
la naturaleza humana, lo único que intentar es determinar qué
es el hombre. Trigg, por ejemplo, en su libro Concepciones de la
naturaleza humana 4, se limita a exponer una docena de con-
cepciones sobre el hombre de algunos de los filósofos más im-
portantes de la historia sin entrar en los problemas más técni-
cos relativos a lo que signifique propiamente naturaleza. Y, el
mismo Hume, en su conocido Tratado sobre la naturaleza hu-
mana, tampoco aborda directamente el concepto de naturaleza,
sino que se limita a exponer su visión del hombre.
Mounier ha descrito esta opción con su característica bri-
llantez: «Hay un mundo de las personas. Si ellas formaran una
pluralidad absoluta, resultaría imposible pronunciar a su res-
pecto este nombre común de persona. Es necesario que haya en-
tre ellas alguna medida común. Nuestro tiempo rechaza la idea
de una naturaleza humana permanente, porque toma concien-
cia de las posibilidades aún inexploradas de nuestra condición.
Reprocha al prejuicio de la ‘naturaleza humana’ limitarlas de
antemano. En verdad, resultan a menudo tan sorprendentes
que no se debe fijarles límites sino con extremada prudencia.
Pero una cosa es negarse a la tiranía de las definiciones for-
males y otra negar al hombre, como a menudo lo hace el exis-
tencialismo, toda esencia y toda estructura. Si cada hombre no
es sino lo que él se hace, no hay ni humanidad, ni historia, ni
comunidad (…). Así, el personalismo coloca entre sus ideas cla-
ves la afirmación de la unidad de la humanidad en el espacio y
en el tiempo, presentida por algunas escuelas de fines de la An-
tigüedad y afirmada en la tradición judeocristiana»5.
En resumen. Frente a las consistentes dificultades que
plantea el término de naturaleza humana, una de las opciones
que adopta el personalismo es la de emplearla exclusivamente
en el sentido de «humanidad» o «unidad de la humanidad», lo
cual implica: 1) asunción sin reservas de la común humanidad

4
Cfr. R. TRIGG, Concepciones de la naturaleza humana. Una introducción
histórica, Alianza, Madrid 2001.
5
E. MOUNIER, El personalismo, cit., p. 26 (cursiva mía).

98
de los hombres o, en otros términos, de su esencial igualdad a
pesar de todas las variaciones culturales e históricas; 2) empleo
del concepto de naturaleza humana en el sentido general de
unidad esencial de la humanidad o de modo de ser de los hom-
bres; 3) uso restringido o muy limitado del concepto de natura-
leza desde un punto de vista técnico para evitar el peligro de ser
malinterpretados culturalmente e incurrir en los problemas fi-
losóficos que tiende a generar la teleología.

3. Reformulación del concepto metafísico


concreto de naturaleza humana:
de la teleología a la autoteleología

La segunda opción que resulta viable ante las dificultades


que plantea el concepto de naturaleza es la reformulación del
concepto metafísico concreto. Recordemos que podemos distin-
guir dos modalidades del concepto metafísico (el ampliado, por
tanto). La primera es el concepto metafísico genérico, es decir,
simplemente la esencia entendida en cuanto principio de ope-
raciones. La segunda es la versión metafísica concreta que ex-
plicita la estructura dinámica de la persona empelando la tele-
ología aristotélica. Como esta segunda versión no parece
completamente asumible y la primera, que sí lo es, tiende a uti-
lizarse con el significado de la segunda, la mayoría de los per-
sonalistas –como acabamos de ver– ha decidido restringir el uso
general del concepto y emplearlo sólo en el sentido genérico de
humanidad.
Otros autores, sin embargo, han intentado una vía distin-
ta: la reelaboración del concepto metafísico de naturaleza para
lograr que incorpore los elementos que se echan en falta den-
tro de la perspectiva tomista. Esta es, en concreto, la perspec-
tiva que Karol Wojtyla ha desarrollado al proponer su concep-
to de autoteleología. Wojtyla es perfectamente consciente tanto
de las virtualidades de la posición tomista como de sus límites.
En particular, es muy sensible a la escasa presencia en esta tra-
dición de la dimensión subjetiva –no subjetivista– de la perso-
na porque es ahí donde reside aquello que la hace irrepetible.
El hombre nunca está volcado al mundo exterior sin estar vol-

99
cado al tiempo sobre sí mismo; es más, la autorelación es mu-
cho más importante que la tendencia hacia objetos exteriores
porque el hombre es mucho más digno y más relevante para sí
mismo que los objetos que le rodean, a menos que se trate de
personas; y, en este caso, y por muy fuerte que sea la relación
interpersonal, la autodependencia y autoresponsabilidad del yo
nunca es transferible. ¿Qué significa esto? Significa, en defini-
tiva, que el hombre nunca tiende a algo fuera de sí sin tender
hacia sí mismo o, en otras palabras, que la teleología es, en re-
alidad, autoteleología.
Para desarrollar esta idea, Wojtyla emplea el doble sentido
del término telos: el de fin y el de confín o límite mostrando que,
siempre que el hombre se dirige hacia un fin, se dirige también
hacia sí mismo. «En esa relación, precisamente, afirma, está
contenido de algún modo el ‘núcleo’ de la autoteleología del
hombre. Ya hemos dicho que telos significa no solo ‘fin’ sino tam-
bién ‘confín’. El análisis de la autodeterminación indica que el
voluntarium, en cuanto estructura dinámica interior de la per-
sona constituyente del acto, encuentra su ‘confín’ propio, no en
los valores, hacia los cuales intencionalmente se dirige el acto
humano del querer, sino en el mismo ‘yo’ subjetivo que, a través
del acto de voluntad que quiere cualquier valor y la elección con-
tenida en él, dispone, al mismo tiempo, de sí mismo y quiere y
se escoge a sí mismo en un cierto modo»6.
Se trata de una perspectiva muy novedosa, que todavía no
ha sido estudiada a fondo, y que sin duda requeriría mucha ma-
yor atención de la que ha recibido hasta el momento. No es, por
otro lado, un mero apunte o sugerencia. Si bien Wojtyla no pudo
desarrollar esta idea porque su elección como Papa truncó su
investigación filosófica, este planteamiento no es más que un
desarrollo y una ampliación de todo lo tratado en Persona y
acto 7. En este texto, en efecto, ha desarrollado con gran pro-

6
K. WOJTYLA, «Trascendencia de la persona y autoteleología», en El hom-
bre y su destino, cit., pp. 141-142
7
Cfr. J. M. BURGOS, «La antropología personalista de Persona y acción»,
en J. M. BURGOS (ed.), La filosofía personalista de Karol Wojtyla, Palabra, Ma-
drid 2007.

100
fundidad una concepción de la persona con una estructura vo-
luntaria bi-direccional. En la dirección horizontal, el hombre
elige objetos (cosas o personas); en la dimensión vertical se eli-
ge a sí mismo a través de la elección de objetos o, más precisa-
mente, se autodetermina a través de esas elecciones. De estas
dos dimensiones, y en contra de lo que podría parecer inicial-
mente, la más importante es la vertical porque la primera im-
plica instancias externas al sujeto mientras que la segunda im-
plica al mismo sujeto. ¿Puede el hombre decidir sobre sí mismo?
Para Wojtyla, esto no solo es evidente, sino que la estructura
central de Persona y acto no es más que una articulación de esta
idea. Pero esto sólo es posible, y es el punto que nos interesa
ahora, porque el hombre es fin para sí mismo. Es más, si bien
los fines externos son importantes, no cobran sentido en cuan-
to fines más que en relación al sujeto que los elige. Sólo son fi-
nes para el hombre porque este, a su vez, es fin para sí mismo.
Con esta teorización tan original, Wojtyla, de hecho, ya ha
transformado la teleología en autoteleología, sólo que en Per-
sona y acto no insiste en esta perspectiva pues lo que le ocupa
en ese momento es la comprensión de la libertad. Pero, cierta-
mente, las bases de la teoría autoteleológica ya están puestas y,
además, a su modo, es decir, no suprimiendo la teleología, sino
asumiéndola e integrándola en una perspectiva más amplia
que implica un giro antropológico en el que el hombre se eleva
sobre el mundo circundante, lo que traducido en términos fina-
listas significa que la autofinalidad prima sobre la heterofina-
lidad, pero no la elimina. «La autoteleología, afirma expresa-
mente Wojtyla, presupone la teleología: el hombre no es el confín
de la autodeterminación, de las propias elecciones y de los pro-
pios actos de voluntad independientemente de todos los valores
hacia los cuales se dirigen las elecciones y los actos de la volun-
tad. La autoteleología del hombre no significa, ante todo, un en-
cerrarse del hombre en sí mismo, sino un contacto vivo, propio
de la estructura de la autodeterminación, con toda la realidad
y un intercambio dinámico con el mundo de los valores, en sí
mismo diferenciado y jerarquizado. La autoteleología del hom-
bre implica sólo que tal contacto e intercambio vivificante tie-
ne lugar en el nivel y en la medida que es propia del ‘yo’ perso-
nal, en el que encuentra su punto de llegada y de partida, en el

101
que de algún modo comienza y en el que, en última instancia,
se funda, del que toma su forma y al que da forma»8.

4. De la naturaleza a la persona

Karol Wojtyla, sin embargo, ha usado de manera muy limi-


tada el concepto de naturaleza en su gran obra de antropología
Persona y acto. Y esto resulta muy significativo pues vendría a
constatar que, para él, el concepto de naturaleza no es impor-
tante en la antropología. Esta afirmación podría sorprender ya
que parece que se contradice con cuanto hemos dicho en el
apartado anterior, es decir, con su intento de reformular el con-
cepto de naturaleza. Por eso, vale la pena analizar la cuestión
con detalle.
En Persona y acto el uso del concepto de naturaleza se pue-
de considerar residual. Apenas se le dedica atención en unos
cuantos epígrafes donde, eso sí, se trata con profundidad y pre-
cisión. ¿Por qué sucede esto? Porque Persona y acto es un tra-
tado sobre la persona, no sobre la naturaleza, es una reflexión
en la que Wojtyla quiere determinar lo que constituye la es-
tructura específicamente personal del ser humano. Y esta es-
tructura, que para él estriba en la autodeterminación, no es po-
sible encontrarla en el concepto clásico de naturaleza humana
porque, como hemos visto, está limitado a la dimensión ten-
dencial-objetiva. Ese concepto está pensado para describir cómo
el hombre tiende a objetos exteriores, pero lo que le interesa re-
calcar a Wojtyla es que la persona es tal fundamentalmente por
la relación de autodominio y la capacidad de autodeterminación
que tiene sobre sí misma. Y como acceder a esta perspectiva
desde la visión teleológica clásica es prácticamente imposible,
de ahí su uso limitado, de acuerdo con la posición general de los
personalistas que ya hemos descrito. Ahora bien, en escritos
posteriores señala que el autodominio y la autodeterminación
pueden ser aplicados directamente a la teleología haciendo que

8
K. WOJTYLA, «Trascendencia de la persona y autoteleología», en El hom-
bre y su destino, cit., pp. 142-143.

102
se transforme en autoteleología mediante una integración del
mecanismo teleológico y el autoreferencial, cuya síntesis es la
autoteleología. A esta reelaboración integradora es a lo que he-
mos llamado concepto reformulado de naturaleza humana.
¿Hasta qué punto es posible emplear este concepto refor-
mulado de naturaleza en la elaboración de la antropología? A
mi juicio, y hoy por hoy, se trata de una cuestión abierta. Ante
todo, porque es un tema muy poco estudiado y que, por lo tan-
to está pendiente de precisar y explorar en muchos aspectos. Y,
en segundo lugar y sobre todo, porque el personalismo, y este es
el aspecto que queríamos abordar ahora, prefiere, en el fondo,
hacer una transición a la persona 9. El motivo principal ya lo he-
mos señalado: el peso de la tradición en torno al concepto de na-
turaleza es enorme y, por eso, su utilización en un nuevo mar-
co conceptual resulta problemática. De manera prácticamente
inevitable va a forzar la orientación de los conceptos hacia la
perspectiva teleológica. Por eso, el mejor modo de evitar este
problema es, justamente, el de transitar hacia la persona y li-
mitarse a usar el concepto de naturaleza de manera restringi-
da y entendida simplemente como humanidad, es decir, como
modo de ser de los hombres 10.
Transitar hacia la persona quiere decir fundamentalmente
construir la antropología no a partir del concepto de naturale-
za sino a partir del concepto de persona 11. Tal opción metodoló-
gica tiene grandes ventajas porque supera desde el mismo pun-
to de partida los inconvenientes doctrinales que presenta el
concepto de naturaleza. Considerémoslo.
Al concepto tomista de naturaleza humana se le habían
achacado tres límites ligados a su excesiva dependencia de la

9
Un interesante análisis de esta tesis para el caso de la moral sexual en
K. WOJTYLA, «El problema de la ética sexual católica», en El don del amor (3ª
ed.), Palabra, Madrid 2003, especialmente pp. 136 y ss.
10
La transición hacia la persona por parte de la corriente realista de la
fenomenología (Scheler, Stein, Hildebrand) está expuesta con detalle en U. FE-
RRER, ¿Qué significa ser persona?, Palabra, Madrid 2002.
11
Esto es justamente lo que he intentado en J. M. BURGOS, Antropología:
una guía para la existencia, cit.

103
estructura teleológica: estaticidad, rigidez y exterioridad; lími-
tes que, conjuntamente, pueden describirse como una falta de
sensibilidad frente a las dimensiones culturales y creativas de
la persona. ¿Sucede esto también en el caso de la persona? En
absoluto. Esta noción no depende estructuralmente de la tele-
ología y, por eso, no genera las características conceptuales co-
munes a esta descripción y tampoco la sugiere en el marco del
lenguaje común. Referirse a la persona como criterio de mora-
lidad o de acción no implica ningún «riesgo cultural». Al con-
trario, supone, en bastantes casos, una apelación a un marco de
valores comúnmente aceptado.
De igual modo se supera la contraposición naturaleza-cul-
tura que parece generarse automáticamente en cuanto se re-
curre a la naturaleza, a pesar de todos los esfuerzos de clarifi-
cación de la posición clásica. Hablar de naturaleza significa
inevitablemente –recordemos el análisis de la cuestión tomis-
ta– separarse de lo que no es naturaleza, es decir, de la volun-
tad y de la cultura. Pero tal contraposición genera confusión y
desorientación, y distorsiona la elaboración de una antropolo-
gía equilibrada en la que esos dos factores, que son ambos cons-
titutivos esenciales de la persona –no existe persona sin cul-
tura–, se articulen de manera armónica. El mejor modo de
solventar el problema y facilitar esa articulación es no diferen-
ciarlos en el punto de partida, pues la experiencia muestra so-
bradamente que todo aquello que se diferencia desde el inicio
en una teoría filosófica muy difícilmente puede ser unido a pos-
teriori de manera consistente.
También se supera automáticamente la ambigüedad poten-
cial del término «naturaleza» porque la polisemia del término
persona es mucho más limitada. Sabemos que naturaleza pue-
de significar mundo de lo «natural» o bien «naturaleza huma-
na espiritual». Entre ambos significados media un abismo que
es la causa de múltiples malentendidos. Se puede acusar a
quien lo usa de naturalismo, pensando que reduce la naturale-
za humana a materialidad porque erróneamente se identifica
esta posición con el naturalismo biologicista, y, por oscilación
pendular, justificar la posición culturalista que se centra ex-
clusivamente en la dimensión creativa olvidando que el hombre

104
no se hace exclusivamente a sí mismo sino que tiene un modo
de ser específico que sólo puede modificar en parte. Todas esas
confusiones y contraposiciones desaparecen automáticamente
con el recurso al término «persona» porque este implica con-
ceptualmente tanto la libertad como el cuerpo y la psique: es
una integración equilibrada y armónica de estos elementos.
Esta es, pues, en definitiva, la opción última y más profun-
da del personalismo: la transición a la persona, una transición
que no tiene por qué olvidar ni prescindir del término «natura-
leza» pero que se usará habitualmente de manera limitada
–para no recaer en la arquitectura conceptual ligada a este con-
cepto– y en el sentido amplio de humanidad.
Esta posición puede recibir la siguiente objeción. Se puede
admitir, efectivamente, que el concepto de persona supera al-
gunos de los límites o de las sensaciones intelectuales que ge-
nera el concepto de naturaleza en la línea que se ha señalado:
rigidez, determinismo, etc. Pero esto sólo sucede porque pasa-
mos de un concepto preciso y lleno de contenidos a un concepto
vacío y difuso, a un mero contenedor. De acuerdo, se diría, ha-
blemos de la persona; pero, ¿cómo se define a la persona? Como
es sabido, los personalistas no quieren o no saben dar una de-
finición de persona. Y si no se dispone de esta definición se pue-
de pasar de una situación con defectos pero definida y contro-
lada a un escenario abierto que supera algunas objeciones pero
totalmente indiferenciado. Y de aquí al relativismo no hay más
que un paso.
La objeción, inicialmente, puede parecer poderosa, pero, en
realidad, no lo es. ¿Por qué? Por la sencilla razón de que exac-
tamente lo mismo puede decirse del concepto de naturaleza.
¿Quién puede dar una definición de la naturaleza humana que
no sea formal? Porque –como venimos insistiendo– afirmar que
la naturaleza es la esencia en cuanto principio de operaciones
no es decir nada concreto y específico del hombre. De ahí no se
saca ningún contenido ni antropológico ni moral. Para que eso
sea posible hace falta, en primer lugar, desarrollar esa concep-
ción mediante la teleología y, después, dar contenido específico
a las tendencias humanas pues, si prescindimos de la libertad,
la teleología opera de manera prácticamente idéntica en hom-

105
bres y animales. En otras palabras, ni de la definición general
de naturaleza humana ni de la definición específica-teleológica
se puede extraer lo que es bueno o propio del hombre.
Analicemos un caso concreto: el tema del bien. La posición
clásica sostiene que el bien es lo que conviene a la naturaleza
humana o lo que es conforme a la razón. Ambas afirmaciones
son esencialmente correctas aunque el personalismo preferiría
probablemente decir que lo bueno es lo que conviene a la per-
sona porque así evitaría: 1) el riesgo de identificar persona y
naturaleza humana cuando, en verdad, la persona no es su na-
turaleza humana, sino mucho más: un sujeto concreto e irre-
petible; 2) el riesgo de racionalismo o intelectualismo de la se-
gunda formulación. En efecto, si no se tiene cuidado se puede
acabar pensando que lo bueno no es lo conforme a la razón sino
lo que conviene a la razón, mientras que, en realidad, lo que
hace la razón únicamente –aunque no es poco– es mostrar lo
conveniente a la persona; pero el punto de referencia para es-
tablecer el contenido del bien es el hombre no la razón. Pero, in-
dependientemente de estos matices –que son importantes– lo
que importa tener presente en este momento es que ambas de-
finiciones son igualmente formales. O se tiene una idea concre-
ta de lo que es la naturaleza humana o no se puede ir más allá;
no puedo determinar los bienes concretos del hombre. Exacta-
mente lo mismo que sucede si no se tiene una idea específica
de persona.
Por tanto, la objeción no es particularmente relevante. Pone
de manifiesto que, para seguir adelante, no basta con una re-
ferencia a la persona. Hace falta un concepto de persona des-
arrollado. Pero eso no es un problema para el personalismo; al
contrario. La antropología es su punto fuerte y donde más ener-
gías ha concentrado, si bien queda todavía mucho trabajo por
delante. El terreno está por tanto despejado, es más, parece
muy prometedor. Sin embargo, y a pesar de esta hermosa pa-
norámica, llega el momento de detenerse. El objetivo de este en-
sayo no es desarrollar un tratado de antropología personalista
sino definir el marco teórico actual del concepto de naturaleza
humana con especial referencia a la tradición clásica entendi-
da en sentido amplio, pues es la tradición con la que nos iden-

106
tificamos. Estimamos que ese marco ha quedado dibujado de
una manera suficientemente clara como para estar en condi-
ciones de abordar la vertiente más concreta de la cuestión: las
aplicaciones y utilizaciones del concepto de naturaleza humana
en diversos escenarios culturales 12.

12
Si bien este texto es filosófico, dada la trascendencia del concepto que es-
tamos analizando, me interesa remarcar que las tres vías que acabo de pro-
poner plantean sin duda retos teológicos pero no afectan para nada al núcleo
doctrinal cristiano, en particular al cristológico. En efecto, la primera vía en-
tiende la naturaleza humana como el modo de ser común de los hombres sin
entrar en más especificaciones y coincide en esto con la posición del Catecis-
mo de la Iglesia Católica que, sin entrar en tecnicismos, afirma: «Creados a im-
agen del Dios único y dotados de una misma alma racional, todos los hombres
poseen una misma naturaleza y un mismo origen» (CIC 1934). Lo que afirma
el dogma es que Cristo asume esa naturaleza humana común. La transfor-
mación de la teleología en autoteleología es una cuestión técnica sobre cómo
los hombres se entienden a sí mismos que no afecta directamente a la
cristología. Quizás puede plantear más dificultades a primera vista la transi-
ción a la persona por su uso limitado del concepto de naturaleza. Pero tampoco
aquí hay ningún problema sustancial. Por un lado, el concepto de naturaleza
o de humanidad se sigue usando y, en cualquier caso y sobre todo, lo que per-
manece es el contenido: la asunción de que todos los hombres comparten unos
rasgos esencialmente idénticos. Lo único que ocurre es que no se construye la
antropología sobre el concepto de naturaleza por los problemas que genera
(por ejemplo, la contraposición automática con la cultura) sino sobre el de per-
sona. Pero nada de esto afecta a la doctrina central cristológica; es decir, al
hecho de que se estima que los hombres son esencialmente iguales y que Dios,
al encarnarse, ha asumido ese modo de ser común.

107
Parte II
Escenarios culturales
5. Una instancia de apelación moral

Resulta frecuente en el lenguaje cotidiano el recurso a la na-


turaleza como criterio moral. Afirmar de una acción que resul-
ta anti-natural significa descalificar tal acción, mientras que
señalar, por el contrario, que un determinado comportamiento
corresponde a la «verdadera naturaleza» de la persona consti-
tuye un elogio de su bondad. Tal comportamiento resulta natu-
ral (valga la redundancia) puesto que si la naturaleza refleja el
dinamismo del hombre, comportarse de acuerdo con esos pará-
metros significa, de un modo u otro, ser leal a la propia esencia
y tener un comportamiento correcto y, en el caso del hombre,
bueno. Este modo de hablar es frecuente y, en determinados
contextos tanto sociales como culturales, puede resultar válido
y útil. La naturaleza se convierte así, como reza el título del epí-
grafe –que he tomado prestado de un artículo de Spaemann–,
en una instancia de apelación moral y en un recurso herme-
néutico que nos permite conocer qué es lo correcto y lo bueno
para el hombre.
Esta presentación de esta cuestión –con toda la verdad que
encierra– podría dar la impresión de que el recurso al concepto
de naturaleza es una vía fácil y segura para argumentar so-
cialmente en problemas morales. Pero, un análisis mínima-
mente atento muestra que, para bien o para mal, las cosas no

111
son tan sencillas. Para comenzar, hay muchos conceptos de na-
turaleza, y no resulta arriesgado deducir que eso va a compli-
car notablemente la cuestión. Pero, además, entre esos concep-
tos, la postura dominante es la culturalista que se caracteriza
por rechazar el concepto de naturaleza humana o, lo que es lo
mismo, por reducirlo a una versión biologicista superable por la
cultura. El resultado es que, hoy en día, el concepto de natura-
leza humana está desprestigiado al identificarse con la posición
naturalista y su empleo como instancia moral no se acepta pa-
cíficamente en muchas ocasiones. Más bien al contrario, quien
lo utiliza puede tener que emplearse a fondo para defenderse de
las acusaciones de naturalismo. Si se afirma, por ejemplo, que
usar preservativos está mal porque es contrario a la naturale-
za de las relaciones sexuales entre el hombre y la mujer, una
respuesta bastante probable diría que, en realidad, en esa vi-
sión de la naturaleza se esconde un prejuicio biologicista según
el cual el hombre y la mujer tendría que someterse a su es-
tructura biológica sin tener en cuenta lo que les dicta su inteli-
gencia, sus sentimientos y su voluntad.
Esta percepción es justamente la que Ratzinger tiene pre-
sente cuando decide no emplear el término naturaleza en su de-
bate-diálogo con Habermas acerca de la secularización. «El de-
recho natural ha seguido siendo –sobre todo en la Iglesia
Católica– el argumento con el cual se apela a la razón común en
el diálogo con la sociedad laica y con las demás comunidades re-
ligiosas y se buscan las bases para un entendimiento sobre los
principios éticos del derecho en una sociedad laica y pluralista.
Pero este instrumento, por desgracia, ha dejado de ser fiable, y
por eso en esta conversación mía no quiero basarme en él. La
idea del derecho natural presuponía un concepto de naturale-
za en el que la naturaleza y la razón se entrelazaban y en el que
la naturaleza misma era racional. Al prevalecer la teoría de la
evolución, esta concepción de la naturaleza se ha quebrado: la
naturaleza en cuanto tal no es racional –se nos dice– aunque
haya en ella comportamientos racionales; éste es el diagnósti-
co evolucionista, que hoy en día parece indiscutible»1.

1
Cfr. J. RATZINGER y J. HABERMAS, Dialéctica de la secularización, cit., p. 61.

112
¿Anula entonces la perspectiva naturalista a la anterior?
No necesariamente. Es más, generalmente, ambas conviven de
manera natural en el lenguaje y en las argumentaciones por-
que se emplean con significados diferentes. En el primer caso,
se usa en el sentido de «humanidad» o «modo de ser del hombre»
y, con este significado, la argumentación busca el apoyo del con-
cepto de naturaleza para indicar que lo que se afirma (o se re-
chaza) es justamente lo propio y adecuado (o lo inadecuado)
para los hombres. Valgan como ejemplo las afirmaciones si-
guientes: «el masoquismo es un comportamiento antinatural» o
«es natural o conforme con la naturaleza humana ayudar a los
demás cuando tienen alguna dificultad». Tenemos, por tanto, en
una primera aproximación, que el concepto de naturaleza hu-
mana puede operar como criterio general de orientación moral
pero que ese uso no siempre va a ser aceptado de forma gene-
ralizada y sin oposición. Si la naturaleza se entiende como «hu-
manidad» generalmente será bien aceptada, pero si se entien-
de –con razón o no es otra cuestión– como un factor biológico o
determinista que constriñe la libertad de la persona, será re-
chazado.
Estas reflexiones, de todos modos, se mantienen en un nivel
formal. Con ello queremos decir que estamos considerando ca-
sos en los que la naturaleza interviene sólo como apoyo a una
conclusión ya sacada o a una opinión ya establecida. El recur-
so a la naturaleza, aquí, es un mero apoyo retórico, pero poco
más. No se busca argumentar a partir de él sino confirmar la
posición que ya se mantiene. En otros términos, primero está la
convicción moral: el masoquismo es malo; y después viene el in-
tento de apoyar esa convicción en el argumento «naturaleza»: el
masoquismo es malo porque es anti-natural.
Establecido este primer punto es necesario dar un paso más
y plantearse lo siguiente: ¿Tiene la naturaleza capacidad de ser
criterio moral de manera concreta y específica más allá de una
apelación general? Para responder a esta cuestión me parece
que se deben distinguir dos ámbitos de moralidad porque ope-
ran de modo diferente en la argumentación moral relacionada
con el concepto de naturaleza. Uno se refiere a las característi-
cas que apelan a la igualdad de los hombres, el segundo a ac-

113
ciones morales específicas no relacionadas explícitamente con
la igualdad. En el primer ámbito, el concepto de naturaleza ope-
ra de un modo eficaz defendiendo la igualdad esencial de todos
los hombres pues es uno de los rasgos integrados en su signifi-
cado tanto si se usa el concepto metafísico (que hace referencia
a la esencia) como el de «unidad de la humanidad». Desde este
punto de vista, la naturaleza es el concepto que recoge esa
igualdad esencial y se puede apelar a él tanto cuando esa igual-
dad ha sido violada, para defenderla, como, en una actitud po-
sitiva, para fomentarla.
Por ejemplo, frente a un comportamiento racista o xenófo-
bo, cabe afirmar: este comportamiento es inmoral porque todos
los hombres somos esencialmente iguales, todos tenemos la
misma naturaleza. No creo que nadie cuestionara esta afirma-
ción. Lo mismo ocurriría si, por ejemplo, se discriminara a la
mujer. No se puede discriminar a la mujer, se podría argumen-
tar, porque tiene la misma naturaleza que el hombre. Es posi-
ble que, hoy en día, sea más frecuente recurrir al concepto dig-
nidad humana o de derechos humanos: no se puede discriminar
a la mujer porque tiene la misma dignidad que el hombre, o
bien, no se puede discriminar a ninguna raza porque los dere-
chos humanos son los mismos para todos. Pero, aún siendo esto
cierto, la afirmación basada sobre la naturaleza probablemen-
te sería aceptada. Y lo mismo podemos decir de cualquier in-
tento de fundamentación universalista de la ética. Una ética
que valga para todos sólo puede apoyarse en la universalidad
de la naturaleza humana. Kant, por ejemplo, fomentó la visión
biologicista del concepto clásico de naturaleza y su consiguien-
te rechazo, pero, al mismo tiempo, intentó establecer una ética
universal que, sólo se puede basar en que todos los hombres so-
mos esencialmente iguales, es decir, en la naturaleza común de
los hombres. De hecho Kant usa de vez en cuando el término
naturaleza en este sentido, pues resulta muy difícil prescindir
absolutamente de él.
Vemos, por tanto, que el concepto de naturaleza tiene una
utilidad práctica, concreta y fundamental en el discurso moral
cuando está en juego la esencial igualdad del género humano:
derechos humanos, discriminación, universalidad de la ética,

114
etc. Y hemos visto también que esta potencialidad la puede po-
ner en juego no sólo en el discurso teórico-filosófico sino en el
cultural (más adelante profundizaremos en esta diferencia).
Queda ahora por ver si es capaz también de intervenir signifi-
cativamente en la determinación de la moralidad de comporta-
mientos específicos no relacionados explícitamente con la igual-
dad de los hombres. En este terreno, sin embargo, las cosas
están mucho más difíciles. ¿Por qué? Porque cuando no está en
juego la igualdad, todo depende del concepto concreto de natu-
raleza que se tenga, y no me refiero principalmente a los con-
ceptos teóricos de naturaleza, sino sobre todo a la visión con-
creta que se tenga del hombre.
La discusión sobre los diferentes conceptos teóricos de na-
turaleza ya la hemos llevado a cabo en la primera parte y, por
tanto, no vamos a repetirla. Se trata, fundamentalmente, de
una discusión entre escuelas filosóficas aunque tiene, por su-
puesto, repercusiones prácticas. La que más afecta al punto que
estamos considerando es el prejuicio contra la naturaleza en
cuanto esta se presenta con resabios –reales o presuntos– de-
terministas. Ahora vamos a tratar otra cuestión. Vamos a exa-
minar si, en un debate cultural, se puede acudir o no a la na-
turaleza para establecer la moralidad de una acción y, para no
complicar la argumentación, vamos a prescindir de esa peque-
ña o grande espada de Damocles que la naturaleza –por el pre-
juicio culturalista– tiene sobre su cabeza. Pues bien, aquí todo
depende, fundamentalmente, de si el tema en discusión es un
valor compartido socialmente o no. Si el valor moral del com-
portamiento que se discute tiene una calificación moral más o
menos unánime en la sociedad, el recurso a la naturaleza pue-
de tener un cierto peso; en el caso de que no sea así, su utilidad
es escasa y puede ser casi contraproducente.
Pensemos, por ejemplo, en la tortura. Si se afirma que tor-
turar a otra persona es un comportamiento antinatural, que va
contra la naturaleza del hombre o contra la verdadera natura-
leza de la persona, es muy probable que la objeción no suscite
ningún comentario crítico. Pero ¿se debe esta aceptación al po-
der del concepto de naturaleza o a otros motivos? A mi juicio, la
aceptación de esta tesis se funda sobre todo en que la afirma-

115
ción «la tortura es mala» es un valor socialmente compartido.
Todo el mundo (en términos sociológicos, se entiende, siempre
puede haber algún fanático o perverso que no esté de acuerdo
con ello) acepta esta idea y, por eso, socialmente hablando re-
sulta muy fácil sostenerla. En realidad, el debate no necesita
prácticamente de la argumentación puesto que, en realidad, ni
siquiera se va a iniciar ya que tan solo plantear la validez de la
tortura supondría automáticamente el rechazo y la exclusión
social. La afirmación «la tortura es mala» se sostiene hoy en día
socialmente por sí sola por lo que, en la práctica, se puede apo-
yar en cualquier sostén conceptual: los derechos humanos, la
dignidad del hombre, la naturaleza humana, etc.
Ahora bien, cuando el comportamiento en discusión no se
refiere a un valor compartido sino en discusión la cuestión cam-
bia completamente (y, con más motivo, si el valor no sólo no es
compartido sino que se rechaza de manera generalizada). Aho-
ra es bastante probable que el recurso a la naturaleza tenga
poca utilidad porque no dispone de ese sustrato común en el
que apoyarse. Entendámonos, no estoy hablando aquí del va-
lor absoluto (bueno o malo) del comportamiento. Para eso, el
concepto de naturaleza en el marco de una teoría específica
siempre tiene un valor muy importante. Lo que estoy intenta-
do establecer es hasta qué punto el recurso a ese concepto en el
marco del debate social puede ser útil para establecer con vali-
dez social la moralidad o inmoralidad de un comportamiento.
Estos dos aspectos –bondad o maldad moral absoluta e im-
plantación social– están ciertamente unidos, pero son distintos
y operan con mecanismos relativamente distintos. El aborto,
por ejemplo, es un hecho radicalmente negativo (primera ver-
sión del problema), pero, lamentablemente, la sociedad (o par-
te de ella) no lo considera así. De hecho, en España y en muchos
otros países no está solo despenalizado sino, en la práctica, le-
galizado. Lo que aquí nos planteamos es dilucidar cómo es po-
sible que ese valor se imponga socialmente y, en concreto, si el
concepto de naturaleza resulta útil para ello. Y nuestra res-
puesta es que su utilidad es escasa cuando se discute sobre
comportamientos sobre los cuales la sociedad no tiene una op-
ción definida. ¿Por qué? Porque en estos casos el concepto de
naturaleza opera sólo desde un punto de vista formal, como un

116
punto de referencia genérico sobre el modo de ser global del
hombre, pero no aporta contenidos concretos y, por lo tanto, no
sirve para la argumentación. En esos casos, la defensa o re-
chazo de una posición solo puede basarse en argumentación an-
tropológica concreta.
Pongo un primer ejemplo. Afirmar en un debate en Espa-
ña, hace 50 años, que el divorcio era contrario a la naturaleza
del matrimonio probablemente cerraría la discusión del pro-
blema. Hoy, esa afirmación es socialmente inviable e insosteni-
ble. ¿Por qué? Porque hace 50 años la inmensa mayoría de los
españoles compartía esta tesis. Por eso, el recurso a la natura-
leza servía como apoyo teórico para la fundamentación del re-
chazo del divorcio. Pero hoy no es así y, por lo tanto, no es posi-
ble la misma argumentación ya que la contrarréplica inmediata
sería: ¿de qué matrimonio se habla? Porque hay muchas con-
cepciones del matrimonio y el divorcio ser contrario a la natu-
raleza de lo que algunos entienden por matrimonio, pero no a lo
que muchos otros entienden. Por eso, se podría incluso sobre-
argumentar que recurrir a la naturaleza humana para funda-
mentar la indisolubilidad del matrimonio es, en el fondo, una
estrategia demagógica en la que se intenta pasar por «pertene-
ciente a la naturaleza humana» lo que, en realidad, no es más
que la opinión personal de un sujeto o de un grupo social o re-
ligioso. No se trata en absoluto de un argumento banal o cap-
cioso en el contexto de un debate pluralista. Tiene su peso y,
frente a él, sólo cabe una honesta y profunda argumentación
antropológica, es decir, no una apelación a un concepto genéri-
co de naturaleza sino un razonamiento detallado de por qué ese
concreto comportamiento es dañino para el matrimonio 2.
Pongamos otro caso todavía más reciente, en el que además
se puede contemplar cómo la cultura varía la concepción de lo
natural o de lo normal: la homosexualidad. Hace 30 años (o in-
cluso menos), la homosexualidad se consideraba en España un
comportamiento antinatural. Y, en línea con los ejemplos que

2
El argumento también vale, por supuesto, para rechazar otras visiones
sociales, como el laicismo, que pueden pretender imponerse presentándose
como «la» visión justa de la sociedad.

117
hemos mencionado, bastaba con esa identificación para que
fuese rechazado. Sin embargo, y de manera muy rápida, esa
percepción social ha variado radicalmente hasta convertirse en
un comportamiento aceptado socialmente, especialmente como
opción individual. ¿Cabe sostener hoy en el debate público que
la homosexualidad es un comportamiento antinatural? Es muy
complicado. Y no sólo porque quien lo intentara tendría enci-
ma automáticamente la presión mediática del lobby gay, sino
porque ha desaparecido o se ha debilitado notablemente la per-
cepción social de la antinaturalidad del comportamiento. Si
bien muchos ciudadanos lo consideran todavía extraño o poco
frecuente, la sociedad ha asumido que es una posible opción se-
xual que los hombres o las mujeres pueden elegir gracias al po-
der que tienen de superar su biología (teoría del género).
Me parece claro que, en semejante contexto, el recurso a la
naturaleza es poco eficaz. ¿Por qué? En el fondo, porque lo que
se está discutiendo justamente es en qué consiste la naturaleza
en este preciso punto, por lo que el argumento se vuelve circu-
lar 3. Quien justifica la homosexualidad lo hace en nombre de
la naturaleza humana, es decir, en nombre de lo que piensa que
es realmente la persona; y quien la rechaza, lo hace por el mis-
mo motivo: porque considera que este tipo de comportamiento
no es adecuado para la persona. Por eso, el recurso a la natu-
raleza en estos casos no resuelve nada; es, en buena medida,
una mera petición de principio que puede ser rechazada con la
argumentación elemental de que esa posición responde única-
mente a una determinada visión de la naturaleza humana o de
la persona. Sólo cuando esa posición no puede rechazarse por
las implicaciones sociales que conlleva –como en el caso de los
valores compartidos– es cuando esa apelación tiene valor. Pero
si no es así, lo único que tiene valor es la argumentación an-
tropológica concreta. En el ejemplo que estamos analizando, ar-

3
Rhonheimer ha advertido el problema: «Por paradójico que parezca: para
saber qué es la ‘naturaleza humana’, o para interpretarla adecuadamente, te-
nemos que conocer ante lo ‘bueno para el hombre’. El conocimiento de la na-
turaleza humana, así pues, no es un punto de partida de la ética, sino más bien
uno de sus resultados» (M. RHONHEIMER, La perspectiva de la moral. Funda-
mentos de la ética filosófica, Rialp, Madrid 2000, p. 194).

118
gumentar específicamente por qué el comportamiento homose-
xual daña moral y antropológicamente al hombre y a la mujer.
En definitiva. El recurso a la naturaleza en el marco del de-
bate social puede resultar de utilidad cuando lo que está en jue-
go es un valor socialmente compartido, especialmente, si tal va-
lor apunta a la igualdad básica de todos los hombres. Pero, en
el caso de que no sea así, en el caso de que se estén oponiendo
posiciones encontradas ninguna de las cuales tiene un sólido
apoyo social, el recurso a la naturaleza no puede ir más allá de
una mera apelación formal, cuya incidencia en el debate será
probablemente irrelevante. Lo que resulta imprescindible es
una argumentación antropológica poderosa y específica. Cabe
añadir, por último, que, por idénticos motivos, el límite del con-
cepto de naturaleza en las discusiones específicas tampoco se
solventa recurriendo al concepto de persona. En una discusión
pluralista, el concepto de persona opera también de manera for-
mal porque lo que está en juego, lo que se está debatiendo, es
justamente qué es lo bueno para la persona; eso es lo que no
está claro socialmente hablando y por eso se discute. El recur-
so a la persona genera, por tanto, el círculo vicioso al que ya he-
mos hecho referencia.
La única ventaja que puede tener recurrir a este término en
vez de al de naturaleza es evitar la contra-argumentación bio-
logicista que, hoy en día, es un arma poderosa siempre al al-
cance de la mano. Esto se puede ver con facilidad, por ejemplo,
en el caso de la homosexualidad. La afirmación de que el com-
portamiento homosexual es contrario a la naturaleza es más
que posible que atraiga automáticamente las iras de la correc-
ción política junto a la acusación de biologicismo, es decir, de
confundir al hombre con su biología y de pretender esclavizar-
le a ella 4. Pero si la afirmación toma la siguiente forma: «el com-
portamiento homosexual es contrario al modo de ser del hom-
bre y de la mujer», será igualmente rechazada por quien no esté
de acuerdo, pero quedará libre de la objeción biologicista.

4
Un ejemplo muy claro del peso social de este argumento lo encontramos
en la reciente novela de Álvaro Pombo, que sigue una línea pro-homosexual,
y que se titula polémicamente Contra natura.

119
6. El problema de la ley natural

1. Ley natural y objetividad moral

Uno de los grandes temas y aplicaciones del concepto de


naturaleza lo constituye la ley natural. Se trata de una cons-
trucción intelectual de gran potencia y complejidad y muy
arraigada en la tradición clásica y en importantes sectores del
pensamiento cristiano. Por eso conviene examinarla con cierto
detalle si bien, evidentemente, no podremos más que apuntar
algunas ideas de fondo que consideramos especialmente im-
portantes pues, el argumento, en sí mismo, es inabarcable. Pero
antes de entrar en materia conviene realizar un prolegómeno
breve pero absolutamente esencial, ya que, si no se es cons-
ciente de este punto, se puede alterar o distorsionar toda la dis-
cusión posterior.
Todas las personas tienen una experiencia de la moral, un
sentimiento y un conocimiento, más o menos claro, más o menos
profundo, más o menos preciso, del bien y del mal. Y también
todos –o la inmensa mayoría de los hombres– tienen una expe-
riencia sobre la objetividad del bien y el mal. Esa objetividad sig-
nifica –en términos un tanto generales– que el bien no es un «in-
vento» o «producción» de la persona, sino algo con lo que, en una
u otra medida, el hombre se encuentra y con lo que tiene que ha-

121
cer cuentas. El bien está ahí, en las acciones; la persona no lo
crea. Hay cosas que son buenas o malas y que, por lo tanto, el
hombre tiene o no tiene que hacer. Y esas cosas, al menos las más
grandes, importantes y generales son buenas y malas para to-
dos. Matar, robar, torturar, odiar son cosas malas y ayudar al
prójimo, pagar a los empleados, ser leal con los amigos son co-
sas buenas. Y no hay nada que se pueda hacer sobre ello. No está
en el poder del hombre cambiar este tipo de cosas. Por mucho
que se desee, robar nunca será una cosa buena y ser leal con los
amigos nunca será una cosa mala. Puede que los ladrones se
multipliquen y los amigos leales disminuyan, pero esto no cam-
bia la realidad de las cosas, porque el hombre no puede decidir
lo que es bueno y lo que es malo. Puede hacer el bien y el mal,
que es un gran poder, ciertamente, pero una cosa muy distinta.
Este discurso algo rudimentario presenta un aspecto del mis-
terio humano que, no me parece arriesgado decirlo, muchos
hombres a lo largo de la historia, han captado de una manera si-
milar. Aunque no todos. Algunos han entendido la realidad el
bien y del mal de una manera muy distinta: como un fenómeno
meramente sentimental o una emoción sin valor cognoscitivo,
como un discurso bello pero falso o, simplemente, como una su-
cesión de palabras. «Esta tendencia, comenta Maritain, encuen-
tra su expresión más clara y a ultranza en ciertos seguidores del
positivismo lógico (empirismo lógico). Según Ayer, ‘la presencia
de un símbolo ético en una proposición no añade nada a su con-
tenido como enunciación de un hecho’. Se trata de una pura or-
questación emocional, que no constituye ninguna afirmación y
no implica ninguna posibilidad de verdad o de error. Un hombre
puede disputar conmigo acerca de mi apreciación moral de tal o
cual caso, pero no me puede contradecir. Yo expreso simplemen-
te ciertas emociones morales y mi oponente también expresa,
simplemente, otras emociones morales. En este terreno somos el
uno y el otro como animales que se enfrentan sin un lenguaje co-
mún. Esta manera de ver es coherente con el sistema del positi-
vismo lógico. Yo la considero absurda»1. Quien está de acuerdo

1
J. MARITAIN, Neuf leçons sur les notions premières de la philosophie mo-
rale, Oeuvres complètes, cit., vol. IX, p. 782.

122
con los elementos esenciales de esta postura –en sus múltiples
variedades posibles– podría ser clasificado en términos muy am-
plios de relativista de uno u otro tipo. Para este tipo de personas,
el bien, entendido como una realidad sustancialmente objetiva
e independiente del querer humano, no existe. La postura con-
traria es la objetivista u objetiva y afirma, simple y sencilla-
mente, que existe el bien y el mal y que no depende, al menos en
lo esencial, de la voluntad humana.
Pues bien, el punto esencial que hay que aclarar antes de
abordar nuestro argumento es que la objetividad moral no se
identifica con la ley natural o, dicho de modo más preciso, que
la ley natural es sólo uno de los muchos modos en los que se pue-
de intentar sistematizar y formular la experiencia moral. La
cuestión es clave porque la objetividad de la moral es un punto
irrenunciable en la estructuración de las sociedades. Resulta
muy sencillo –especialmente en nuestros tiempos– elaborar
discursos o actitudes provocadoras en las que se rompe con la
moral convencional y se erigen nuevas leyes, o, dando un paso
más, promover posturas abiertamente relativistas en las que se
alaba cualquier toma de posición por el mero hecho de ser es-
pontánea y auténtica. Pero este discurso, socialmente hablan-
do, es inviable. La sociedad y la persona necesitan la moral y,
si la moral sucumbe, todos pagaremos el precio con nuestra pro-
pia destrucción. Quien es consciente de este hecho –y respon-
sable– defiende por eso la objetividad de la moral, la existencia
del bien y del mal, y está dispuesto incluso a luchar por ello.
Pero, y aquí está el punto que nos interesa remarcar, si bien
la existencia de una moral y de una realidad moral objetiva es
un dato fundamental que no admite ningún tipo de juego, com-
ponenda o debilidad, eso no quita que los modos concretos de en-
tender y de formalizar conceptualmente esa realidad son, han
sido y serán inevitablemente diversos. La complejidad de la re-
alidad humana y la limitación y sectorialidad de nuestra inte-
ligencia lo hacen inevitable. Existen muchos modos de teorizar
la objetividad moral, y la ley natural es uno de ellos, pero sólo
uno. La teoría de la ley natural es un modo determinado y es-
pecífico de explicar dicha objetividad; un modo con una gran
tradición y, por tanto, con un gran valor, pero sólo un modo: no

123
es la objetividad moral. La ley natural o la teoría de la ley na-
tural no ha existido siempre. Hay atisbos en Grecia (la famosa
tragedia de Antífona, por ejemplo) y en Roma, pero sólo atisbos.
Cobra un gran desarrollo con los estoicos (aunque ellos la con-
cebían más bien con un sentido cosmológico) y se consolida en
el medioevo gracias, especialmente, a la gran síntesis de Tomás
de Aquino 2. Posteriormente aparece una línea de tradición pro-
testante, con nombres tan significativos como Hugo Grotio y
Samuel Pufendorf (siglos XVI-XVIII), que intenta, en el marco
de las luchas de religión, fundamentar la moral en una natu-
raleza universal depurada de referencias explícitas a la tras-
cendencia. Es el famoso «como si Dios no existiera» de Grotio.
Esta línea se agotaría entrando el siglo XIX, mientras que la to-
mista siguió vigente, es más, llegó a conocer un auge en el si-
glo XX merced al impulso de la neoescolástica. Después, em-
pieza también a decaer hasta llegar la situación actual en la
que resulta poco utilizada más allá de ámbitos culturales res-
tringidos de sustrato católico.
La ley natural, en definitiva, es una teoría filosófica y teo-
lógica y como tal ha de ser tratada. Ni menos ni tampoco más.
Eso significa, en concreto, que valorar, criticar o incluso dudar
de la validez de la teoría de la ley natural no es equivalente a
valorar, criticar o incluso dudar de la objetividad moral. Es,
simplemente, reflexionar y opinar sobre una construcción teó-
rica, con una poderosa tradición y una enorme relevancia por
los contenidos a los que se refiere, pero no tiene por qué signi-
ficar en principio cuestionar esos contenidos.
Esta es la observación que deseábamos hacer antes de co-
menzar nuestras reflexiones. Para el filósofo o teólogo será pro-
bablemente insustancial; pero quizá no ocurra lo mismo con un
lector menos técnico. Dependiendo de la formación intelectual
que se haya recibido la identificación entre ley natural y obje-
tividad moral puede ser tan estrecha que no se conciba men-
talmente la posibilidad de teorizar esa realidad de otro modo.

2
Se le considera el representante por excelencia de la ley natural, a pe-
sar de que tampoco le dedicó excesiva atención. La referencia fundamental es
la Summa Theologie, I-II, qq. 90 y ss, especialmente la 94 que es la única que
dedica específicamente al tema.

124
Y si, con toda la razón del mundo, se está a favor de la objetivi-
dad moral, se puede rechazar automáticamente toda crítica a
la ley natural considerando que se está poniendo en duda la ob-
jetividad moral. Pero se trata de dos cosas diferentes. La ley na-
tural es una teoría, la objetividad moral es una realidad que
una y otra vez intentamos comprender y explicar.
Además, en realidad, la ley natural no es una teoría, es un
conjunto de teorías sobre una base común. Dicho en otros tér-
minos, no existe una única teoría de la ley natural sino varias,
lo cual, por otra parte, resulta lógico, teniendo en cuenta la com-
plejidad de lo que se quiere explicar. En este ensayo, nos vamos
a limitar a analizar las dos que nos parecen más interesantes e
importantes dentro de la tradición de la filosofía clásica y, en
particular, de la tradición aristotélico-tomista. La primera es
una versión simple y divulgativa, pero muy extendida, que con-
siste en entender a la ley natural como un código universal de
comportamiento. La segunda, mucho más sofisticada, identifi-
ca la ley natural con la estructura-práctico moral de la razón.

2. La ley natural como código universal

La versión simple o divulgativa de la ley natural se puede


encontrar en las versiones escolásticas del tomismo, lo que in-
cluye tanto el escolasticismo decadente como algunas modali-
dades de la neoescolástica o neotomismo del siglo XX; en las
propuestas racionalistas procedentes de la tradición protestan-
te de la ley natural y, también, en algunas explicaciones de tipo
doctrinal catequético sobre la ley moral apoyadas principal-
mente en la síntesis tomista de la ley natural o en alguna de sus
versiones más o menos acertadas.
Tal propuesta, en sus líneas principales, sostiene lo si-
guiente. El hombre tiene una naturaleza inmutable y univer-
sal, es decir, una naturaleza que no cambia con el tiempo y que
contiene los aspectos comunes a todos los hombres de todos los
tiempos. Por ser la naturaleza una realidad dinámica esas di-
mensiones universales se presentan como principios de movi-
miento o de actualización de su ser y, por ser válidos para todo
hombre, se presentan como universales y necesarios. Constitu-

125
yen, por tanto, una ley de su obrar acorde con la naturaleza, es
decir, una ley natural. Dicho en otros términos, la ley natural
constituye la ley necesaria y universal del obrar del hombre.
Esta ley admite una cierta graduación en la universalidad
de los principios (los hay de diversos niveles), pero los más bá-
sicos son conocidos por evidencia por todos los hombres de to-
dos los tiempos y obligan moralmente a la persona. Puede se-
guirlos o no, porque es libre; y, de hecho, con cierta frecuencia
no lo hace, lo que explica en parte la enorme variabilidad de los
comportamientos humanos a lo largo de la historia. Pero todo
hombre dispone de esa luz interior para dirigir su destino de
manera digna de una persona. Y, en la medida en que esos prin-
cipios se formalizan, se transforman en un código de compor-
tamiento moral de gran utilidad pues permite orientar de una
manera precisa la conducta.
La formulación más clara y precisa que se ha dado de he-
cho de estos principios es la que se encuentra en el Decálogo.
Allí se encuentran expresados con la mayor universalidad po-
sible, y también de modo inequívoco, dada la autoridad divina
de las Escrituras. Pero la conciencia del hombre también pue-
de llegar a formularlos, si bien lo más frecuente es que se equi-
voque y, por eso, el Decálogo constituye una ayuda preciosa en
esa difícil tarea. La coincidencia entre ambos caminos muestra,
por otro lado, que tanto la naturaleza humana como la inteli-
gencia reflejan de diversos modos la razón divina que ha crea-
do tanto la ley natural como la luz de la razón que permite co-
nocerla. También es una muestra del carácter sagrado que
posee la ley natural y que justifica su fuerza moral obligatoria
absoluta: la ley natural no admite excepciones.
Hasta aquí un resumen de la versión simple, clásica o di-
vulgativa de la ley natural que puede describirse con más o me-
nos detalle. La nuestra ha sido bastante sintética pues no re-
sulta necesario entrar en pormenores y, por otra parte, se trata
de una concepción muy conocida que se puede encontrar des-
crita en muchos lugares 3. Lo que nos interesa es valorarla como

3
Ver, por ejemplo, entre muchos otros sitios posibles J. GREDT, Elementa
philosophiae aristotelico-thomisticae, cit.

126
una de las posibilidades o escenarios de aplicación del concep-
to de naturaleza.
Es muy claro, en primer lugar, que estamos ante un modo
brillante de formalizar el principio general de la objetividad de
la moral: apela a la conciencia de las personas; establece una
conexión perfecta con los principios morales del Decálogo; per-
mite fundamentar los denominados absolutos morales al obte-
nerlos de un concepto de naturaleza universal; etc. La prueba
de todas estas ventajas es que ha sido una concepción que ha
gozado de gran favor durante mucho tiempo en la tradición clá-
sica y en la cultura cristiana, especialmente en la católica. Sin
embargo, y aunque quizá a primera vista no resulte evidente,
no todo son ventajas. Esta versión de la ley natural presenta
también problemas de notable entidad que no son fáciles de re-
solver. Señalaremos a continuación algunos de ellos.
En primer lugar, encontramos el ya conocido problema de la
contraposición entre naturaleza, cultura e historia. El recurso
a la universalidad de la naturaleza resuelve, en principio, la
cuestión de la universalidad de los principios morales pero al
precio de considerar cultura y de la historia como ajenos a la
naturaleza humana o, por lo menos, externos a ella. La natu-
raleza sería como un núcleo estable e inalterable separado de la
cultura e historia que serían los elementos variables. La difi-
cultad, posteriormente, se desplaza a la formulación y deter-
minación de los conceptos universales: ¿cabe una formulación
acultural y ahistórica de esos principios? Es decir, ¿cabe una
formulación que prescinda totalmente de la sociedad en la que
uno se encuentra? Parece difícil, ciertamente, que el mundo en
el que uno habita no influya tanto en la comprensión como en
la formulación de esos principios; pero, si esto es así, ¿no que-
daría afectada su universalidad?
La necesidad de expresar formalmente los principios gene-
ra a su vez otras dificultades: ¿quién los formula y cómo se de-
termina el contenido exacto de la naturaleza humana o de esos
principios? Cabe una respuesta teórica: los contenidos los de-
termina la naturaleza humana. El problema es que la natura-
leza humana, en abstracto, no existe. Lo que existe, de hecho,
son hombres concretos que, con frecuencia, entienden de ma-

127
nera muy diversa tanto la ley natural como su contenido 4. A
este propósito, Jacques Maritain comenta que, en el frenesí del
racionalismo, que pretendía establecer de modo completamen-
te deductivo la ley de la naturaleza humana se llegó a decir en
Alemania «que después de la feria de 1870, cada año aparecí-
an en Leizpig al menos ocho sistemas diversos de la ley natu-
ral y J. P. Richter podía escribir que cada guerra y cada feria
traen consigo una nueva ley natural»5.
Cabría hacer una referencia al Decálogo como punto de dis-
criminación de las diversas teorías, pero, lógicamente, este re-
curso no tiene validez filosófica. Por otro lado, y con esto entra-
mos en la cuestión de los contenidos, el alcance estricto de los
conceptos del Decálogo tampoco es evidente si se va más allá de
una mera referencia catequética o doctrinal. «No matarás», por
ejemplo, es uno de los principios más evidentes. Pero, ¿qué in-
cluye exactamente?: ¿Prohíbe la pena de muerte? ¿Prohíbe la
defensa propia? ¿Prohíbe la guerra?
Otro tipo de problemas surgen por el modo de conocimiento
de los primeros principios. Para la teoría codicial se conocen de
modo necesario y universal, y si esto es cierto, quedan resuel-
tas de raíz un buen número de dificultades, como el de la mo-
ralidad de la ley natural. Hay que tener en cuenta, en efecto,
que si la ley natural no es conocida no es ley natural (en senti-
do moral). El hombre sólo está moralmente obligado a realizar
lo que conoce como bueno. Por tanto, si el hombre no conoce un
principio de ley natural, para él, de hecho, no es ley natural
(moral). Vemos de este modo que la dimensión cognoscitiva pue-
de afectar a la universalidad real de la ley natural. Y un modo
de evitar radicalmente este problema es postular que todos los
hombres conocen necesariamente los principios esenciales de la
ley natural.
Para sostener esta tesis de manera concluyente habría ade-
más que establecer exactamente cuáles son los principios esen-
ciales de la ley natural. Pero, dejando de lado los contenidos, y

4
Una aguda crítica de este problema en N. BOBBIO, Giusnaturalismo e po-
sitivismo giuridico, Edizioni di comunità, Milano 1972, pp. 168-172.
5
J. MARITAIN, La loi naturelle ou loi non écrite, cit., p. 19.

128
centrándonos en la cuestión cognoscitiva hay que plantearse le-
almente: ¿es posible afirmar con certeza que todos los hombres
conocen necesariamente los primeros principios de la ley natu-
ral? La respuesta, al menos en nuestra opinión, no es en abso-
luto clara. Es cierto que parece existir una luz interna que guía
de algún modo nuestro comportamiento moral. Y yo me atre-
vería a afirmar que esta luz no admite error en el primer prin-
cipio moral por excelencia: hay que hacer el bien y evitar el mal.
Pero que se conozcan de modo evidente los primeros principios
morales concretos es harto dudoso. Volvamos al precepto «no
matarás». No hay duda de que el respeto a la vida humana está
enraizado en el hombre de manera muy profunda. Pero tam-
bién está igualmente enraizada la agresividad. El hombre es
agresivo por naturaleza y existen culturas de la agresividad.
El imperio azteca basado estructuralmente en la muerte y
en los sacrificios humanos. Y –por poner tan solo un ejemplo–
en el famoso juego de pelota, de gran importancia ritual –de he-
cho no era exactamente un juego– se sacrificaba a los dioses a
quien ganaba, lo cual era considerado un honor Las conse-
cuencias para nuestro tema son evidentes. Un azteca educado
desde su nacimiento en esta cultura, ¿habría llegado a pensar
en algún momento que matar a los enemigos o a quien se le opo-
nía era malo? ¿Podía un azteca haber conocido de manera evi-
dente nuestros criterios de respeto de la vida humana? Y es que
no se puede dejar de lado nunca que la cultura forma parte de
la naturaleza humana, lo que significa que es inseparable del
modo concreto en que cada generación y grupo humano se en-
tiende a sí mismo 6.
Otra opción posible es el innatismo, pero esta vía tiene to-
davía mayores dificultades. Por un lado habría que justificarlo
filosóficamente, lo cual no resulta nada sencillo si se tiene en
cuenta que todo nuestro conocimiento parece proceder de la ex-
periencia; y, por otro, resultaría probablemente más difícil de

6
El reciente Compendio de la doctrina de la Iglesia Católica parece adop-
tar esta posición pues a la pregunta (417): ¿Son todos los hombres capaces de
percibir la ley natural?, responde: «A causa del pecado, no todos, ni siempre,
son capaces de percibir en modo inmediato y con igual claridad la ley natural».

129
explicar –o, por lo menos, igual– la variabilidad del comporta-
miento moral según las culturas. Si los primeros principios son
innatos, ¿cómo es posible que los comportamientos morales
sean tan dispares? ¿Podría achacarse sin más a errores en la
aplicación de esos principios o al mal moral inseparable del co-
razón humano? Parece excesivamente simple.
Otro grupo de dificultades proceden del concepto de ley.
¿Qué se debe entender exactamente por esta palabra? La ley, en
principio, es externa al sujeto al que se aplica; esa exterioridad
hace posible la coactividad y de ahí surge la utilidad y viabili-
dad de la ley. Nadie se va a imponer a sí mismo normas que no
quiera cumplir. Pero si la ley natural es ley en este sentido en-
tonces aparecerá ante la persona como una imposición, como
una realidad heterónoma, producto de una voluntad ajena que
pretender someter la voluntad humana a sus deseos. ¿Es esto
la ley natural? Y, si no lo es, como parece evidente, si es una ley
interior, ¿qué tipo de ley es y quién la determina? Si la deter-
mina el propio hombre parece que entraríamos en un círculo vi-
cioso: el hombre se dictaría la ley moral a sí mismo; pero si no
la dicta él, ¿quién lo hace? ¿La naturaleza? ¿No significaría esto
–si distinguimos entre naturaleza y hombre– someter a la per-
sona a algo inferior, abstracto e impersonal? También cabría se-
ñalar que es Dios, a través de la naturaleza humana, quien
muestra al hombre la ley moral. Pero esta respuesta, en prin-
cipio correcta, conduce a otra de difícil solución: ¿cómo lo hace
exactamente? ¿Prescinde de la razón humana, y entonces que-
da en el aire la moralidad de la acción; o lo hace a través de la
razón humana? Pero, si asumimos la segunda opción, volvemos
al punto de partida. El hombre sería quien, de hecho, dictami-
naría con su razón cuál es el contenido de la ley natural.

3. La ley natural como la estructura práctico-moral


de la persona

Las dificultades apuntadas son consistentes. Se puede in-


tentar responder a cada una de ellas, pero, en nuestra opinión,
apuntan a debilidades importantes de la teoría sobre todo si,
como hemos hecho hasta el momento, esta se expresa en una

130
forma particularmente rígida y universalista. En el fondo, y no
resulta sorprendente, encontramos aquí, en una nueva versión,
algunos de los problemas que suscitaba el concepto de natura-
leza tomista: carácter a-cultural y a-histórico, una excesiva ri-
gidez y abstracción, la minimización del papel del sujeto, el
riesgo de un cierto naturalismo por la insistencia en la prima-
cía de la naturaleza, etc.
El problema ha sido advertido dentro del tomismo y ha ge-
nerado un amplio movimiento de repensamiento y actualización
de la ley natural 7. Jacques Maritain, por ejemplo, fue muy cons-
ciente de la existencia de los problemas mencionados –y aún
añadió otros– y trabajó con intensidad en la renovación de la ley
natural tomista. Su gran aportación puede considerarse el re-
chazo de la idea de ley natural entendida como código escrito y
su reelaboración y repensamiento como una estructura interna
de la persona. De hecho, este es el título que dio a su tratado es-
pecífico sobre la ley natural: La ley natural o ley no escrita. Ac-
tuando así volvía, en buena medida, a la formulación original
tomista. Tomás de Aquino, en efecto, no insistió machacona-
mente, como han hecho muchos de sus seguidores en el carácter
de código de la ley natural, y menos de un código universal es-
crito. Esta no era la mentalidad de la Edad Media, sino la del
racionalismo siempre proclive a cuadricular la vida. Hay, cier-
tamente, elementos en Tomás de Aquino que apuntan hacia una
estructura codicial pero están matizados y controlados, y basa-
dos en una profunda concepción del acto moral que se desarro-
lla sobre todo en la I-II de la Summa 8. Por otro lado, la ley na-

7
Cfr. C. I. MASSINI CORREAS, La ley natural y su interpretación contempo-
ránea, Eunsa, Pamplona 2006. El libro de E. SERRANO VILLAFAÑE, Concepcio-
nes iusnaturalistas actuales, Editora Nacional, Madrid 1967 también sigue
siendo útil aunque trata sobre todo del derecho natural.
8
La perspectiva codicial está más presente en sus escritos de juventud
como el Scriptum super Sententiis, De veritate y la Summa contra Gentiles
mientras que en sus escritos tardíos y de madurez, como la Summa, su posi-
ción es más abierta. Esta evolución ha sido estudiada con mucha seriedad por
G. ABBÀ, Lex et virtus. Studi sull’evoluzione della dottrina morale di san Tom-
maso d’Aquino, LAS, Roma 1983 aunque, a mi juicio, tiende a modernizar ex-
cesivamente las posiciones últimas del Aquinate. También Maritain fue cons-
ciente de la diversidad de perspectivas y la estudia en el capítulo IV de La loi
naturelle ou loi non écrite, cit.

131
tural no constituye para el Aquinate el principio de su teoriza-
ción moral, sino la cumbre o síntesis final o, casi mejor, el nom-
bre que culmina una estructura que ya está elaborada previa-
mente. De hecho, Santo Tomás, estrictamente hablando, sólo
trata la ley natural (y le dedica exclusivamente una cuestión) en
la famosísima q. 94 de la Summa, cuando toda la estructura de
la acción humana moral está ya perfectamente pensada, anali-
zada y explicada. Pues bien, Maritain, como decíamos, advirtió
estos problemas y volvió a la pureza de la doctrina tomista, ade-
más de añadir otros elementos de su propia reflexión, a veces
basados en sugerencias del Aquinate, como, por ejemplo, su te-
oría del conocimiento por inclinación de la ley natural que pre-
tendía responder a algunas de las objeciones de tipo cognosciti-
vo que hemos mencionado anteriormente.
Otro importante impulso de renovación y profundización a
la teoría de la ley natural ha venido de la denominada «nueva
teoría de la ley natural», desarrollada sobre todo en ámbito an-
glosajón, y cuyos principales representantes son Germain Gri-
sez y John Finnis 9. Por su origen anglosajón, esta teoría se ha
confrontado especialmente con las posiciones analíticas y ha
puesto especial cuidado en superar la denominada «falacia na-
turalista» según la cual no se podría pasar de enunciados sobre
hechos a enunciados sobre deberes. La formulación de esta fa-
lacia se atribuye generalmente a Hume, quien tendría el honor
de haber sido el primero en detectar la barrera que separa el
mundo del ser (naturaleza) del mundo del deber (moralidad) así
como la consecuencia que se deriva: de afirmaciones sobre lo
que el hombre es no pueden en ningún caso deducirse afirma-
ciones sobre lo que el hombre debe ser.
Se han vertido ríos de tinta sobre esta «falacia» pero en este
texto no hemos querido prestarle mucha atención pues no la
consideramos especialmente relevante. En nuestra opinión tal

9
El artículo seminal de esta teoría es G. GRISEZ, «The First Principle of
Practical Reason. A Commentary on the Summa Theologica, 1-2, Question 94,
Article 2», Natural Law Forum, 10 (1965), pp. 168-201; otro de los textos más
importantes es: J. FINNIS, Natural Law and Natural Rights, Clarendon Press,
Oxford 1980. Información y bibliografía sobre esta corriente en C. I. MASSINI,
La ley natural y su interpretación contemporánea, cit.

132
enunciado sólo puede sostenerse sobre una separación artificial
de dos realidades que se dan integradas en la persona: su ser y
su deber-ser. La persona es y debe-ser al mismo tiempo porque
tiene una estructura dinámica-moral inseparable de lo que ella
misma es. El hombre no es una realidad estática a la que se le
insufla el dinamismo desde el exterior. Es, originariamente, un
ser dinámico-moral que se ve impelido por su misma estructu-
ra antropológica a la consecución del bien. La «falacia natura-
lista», por tanto, es, en sí misma, una falacia. Existen, sin em-
bargo, formulaciones de la moral que sí pueden ser afectadas
por la «falacia naturalista». Esto sucede cuando se utiliza
–conscientemente o no– una visión de la naturaleza excesiva-
mente estática y naturalista. Si en la naturaleza del hombre no
se incluye desde el principio su dimensión dinámica-moral, en-
tonces la acusación de Hume puede resultar razonable. La bio-
logía, el puro ser-fáctico no es capaz de imponer ninguna obli-
gación moral. Del hecho de que el hombre tenga dos manos, no
se sigue que esté obligado moralmente a coger objetos, del mis-
mo modo que, del hecho que tenga capacidad generativa, no se
sigue que esté obligado a tener hijos. Lo que sucede es que, en
el hombre, no hay separación estricta entre biología y moral.
El hombre tiene una estructura personal en la que todos esos
elementos están coordinados e imbricados y la tendencia mo-
ral no está fuera de ellos, sino que representa la misma estruc-
tura del ser humano en su tendencia hacia el bien sea este de
tipo sexual, alimenticio o interpersonal.
Justamente para obviar este problema, los autores de la
«nueva teoría de la ley natural» han insistido en el carácter
práctico de la razón moral y también en que el razonamiento
práctico no surge de premisas meramente teóricas (hechos, por
tanto), sino que se inserta desde el inicio en la tendencia del
hombre hacia el bien. No hay pues, ningún paso «al deber» ya
que se parte desde el deber. Un punto débil quizá de esta teo-
ría es su insistencia en el carácter autoevidente de los primeros
principios morales. Tal aserto asegura la corrección inicial de
todo el razonamiento moral pero, como hemos señalado ante-
riormente, parece difícilmente compatible con lo que muestra
la experiencia de la humanidad.

133
Otra área de renovación del concepto clásico de la ley natu-
ral conecta con el movimiento de la rehabilitación de la razón
práctica que surgió en Alemania a mitad del siglo pasado 10. Tal
movimiento quería recuperar –fundamentalmente en un con-
texto neoaristotélico– la dimensión práctica de la razón que, se
encuentra profusamente afirmada tanto en Aristóteles como en
Tomás de Aquino, pero que la tradición neoescolástica había de-
jado caer en el olvido. Una de las consecuencias de esta actitud
–además del abandono de áreas como la filosofía política, por
ejemplo- había consistido justamente en derivar hacia formu-
laciones racionalistas y estáticas de la acción humana y de la
ley natural. Se pensó entonces que la superación de estas difi-
cultades podía venir por una revalorización de la razón prácti-
ca y por una integración –o más bien– por una identificación de
la ley natural con esta estructura. Si la ley natural dejaba de
aparecer como un código escrito, es decir, como una estructura
externa impuesta al hombre y se identificaba con su misma ra-
zón moral, muchas de las críticas y de los problemas que susci-
taba la versión codicial desaparecerían automáticamente.
Spaemann y Martin Rhonheimer pueden considerarse dos
de los principales representantes de esta línea, si bien es el se-
gundo quien ha afrontado el tema de manera más sistemática
especialmente en su obra Ley natural y razón práctica 11. Tam-
bién Ana Marta González se puede encuadrar en esta tenden-
cia y, en un texto algo largo pero que vale la pena reproducirlo
por entero, ofrece muchas de las claves más importantes de
esta posición.

10
Cfr. F. VOLPI, «Rehabilitación de la filosofía práctica y neo-aristotelis-
mo», Anuario Filosófico, 1999 (32/1), pp. 315-342.
11
M. RHONHEIMER, Ley natural y razón práctica. Una visión tomista de la
autonomía moral, Eunsa, Pamplona 2000. Esta publicación suscitó una en-
cendida reacción tanto por parte de teólogos morales progresistas que recha-
zaban cualquier intento de fundamentación de la moral en la naturaleza, por
más que se tratase de una naturaleza racional-dinámica, como por parte de to-
mistas más tradicionales que estimaban que este replanteamiento no respon-
día a la auténtica mente del Aquinate. Los pormenores se puede seguir en el
«Postcriptum 1995» de la edición española (pp. 521-554) que es muy posterior
a la primera alemana que fue la que suscitó la discusión.

134
La ley natural, afirma González, «en primer lugar, es ley, y
por tanto un principio extrínseco, que tiene su último origen en
Dios legislador; pero es al mismo tiempo natural, y por tanto un
principio intrínseco a la propia razón humana. Esto se debe a
que es un principio intelectual y, como tal, metafísicamente
constitutivo del obrar moral, es decir, del obrar racional y libre,
sin por ello ser innato, pues se asienta sobre la noción de bien,
que el alma racional forma al hilo de la experiencia. En todo
caso, en virtud de ese principio se introduce la primera dife-
rencia en el ámbito de la acción, del mismo modo que el princi-
pio de no contradicción introduce la primera diferencia en el
ámbito del pensamiento.
Así, el primer principio práctico prescribe algo tan básico
como hacer el bien y evitar el mal. En la práctica, la razón pue-
de o no atenerse a tal principio, y, en función de eso, será ver-
dadera o falsa, y el obrar será bueno o malo. Pero, en todo caso,
su vigencia metafísica permanece.
En segundo lugar, la ley natural es una ley de la razón, sin
embargo no excluye la referencia a los bienes anunciados en las
inclinaciones naturales. En efecto: aunque el primer principio
sea muy simple no es puramente formal: la referencia al bien,
en el nivel mismo del principio, entraña la referencia a un con-
tenido todavía por concretar. Según Santo Tomás, la primera
concreción de ese contenido, con valor universal, la proporciona
la razón que capta como buenos los fines a los que apuntan las
inclinaciones naturales. De acuerdo con ello, pertenecen a la ley
natural aquellos preceptos que prohíben las acciones cuya es-
tructura intencional entraña una contradicción directa a los
bienes propios de tales inclinaciones, en la medida en que el in-
telecto los reconoce como constitutivos del bien humano. Pero
también los actos de virtud, a los que inclina la naturaleza.
En tercer lugar, por tanto, la ley natural es universal, pero
no minimalista, porque cuando prescribe obrar el bien se des-
vela efectivamente como semillero de virtudes.
En cuarto lugar, la ley natural es universal, pero no ahistó-
rica, porque su misma indeterminación reclama una determi-
nación positiva. Con todo, la ley natural no se identifica con las

135
leyes positivas, sino que, en el caso de las leyes humanas, ope-
ra desde dentro de ellas como su criterio corrector, y en el caso
de la ley divina, reclamando ser corregido por ellas»12.
Veamos ahora cómo responde esta nueva versión de la ley
natural a las críticas que había suscitado la formulación de có-
digo escrito. Ante todo, habíamos observado una contraposición
con la cultura y la historia por su carácter universal. Aquí, ob-
servamos en primer lugar que se es consciente de esa dificultad,
pues se rechaza que sea ahistórica y la razón que se da es que
la ley natural es en principio indeterminada y se debe concretar
en cada momento. Hay, pues una renuncia explícita a una uni-
versalidad formal, es decir, a la posibilidad de que la ley natu-
ral se pudiera redactar de una vez y para siempre. La ley natu-
ral tiene un aspecto indeterminado que corresponde concretar
a los hombres de cada época. Al asumir este planteamiento des-
aparecen también lógicamente todos los problemas relativos a
la formulación explícita de los principios, ya que no se contem-
pla esa posibilidad como contenido imprescindible de la ley na-
tural. Lo que ésta proporciona es la orientación de fondo, el bien
humano, y un criterio de acción más cercano: «pertenecen a la
ley natural –afirma González– aquellos preceptos que prohíben
las acciones cuya estructura intencional entraña una contra-
dicción directa a los bienes propios de tales inclinaciones». Pero
no llega a la determinación concreta de los bienes. No dice cuá-
les son. Eso es una tarea de cada hombre en cada cultura.
El repliegue de esta versión de la ley natural hacia los ni-
veles morales más profundos también desactiva los problemas
de tipo cognoscitivo. Ahora, el único conocimiento que se consi-
dera evidente por sí mismo es el primer principio de la ley na-
tural: obra el bien y evita el mal. Los demás exigen una elabo-
ración de la inteligencia y, por eso, caben errores en su proceso
de formulación explícita. Y el innatismo, con buen sentido, se
rechaza. Quizás el problema que parece peor resuelto es el que

12
A. M. GONZÁLEZ, «Ley natural como concepto límite. Una lectura de To-
más de Aquino», Ponencia en el Congreso, La ley natural, Universidad de Na-
varra, 2006 (en prensa). Su posición la desarrolla en Moral, razón y naturale-
za: una investigación sobre Tomás de Aquino (2ª ed.), Eunsa, Pamplona 2006.

136
genera el concepto de ley, que obliga a afirmar en la misma fra-
se que la ley natural es un principio extrínseco e intrínseco.
González, en efecto, sostiene que la ley natural «en primer lu-
gar, es ley, y por tanto un principio extrínseco, que tiene su úl-
timo origen en Dios legislador; pero es al mismo tiempo natu-
ral, y por tanto un principio intrínseco a la propia razón
humana». Si bien la afirmación, obviamente, se hace respecto
a realidades diferentes, no deja de resultar algo paradójica.
La versión renovada de la ley natural, en resumen, está ba-
sada en un recurso más atento a los textos tomistas, lo que ge-
nera una mayor fidelidad al Aquinate, y en una insistencia es-
pecial –en parte por influjo de la corriente de renovación de la
filosofía práctica– en la dimensión práctico-racional de la ley na-
tural. Desde el punto de vista de su configuración, consiste en
un repliegue hacia la estructura moral más profunda de la per-
sona. La ley natural no consistiría tanto en el catálogo de bien-
es y males concretos que hay que realizar, sino en la estructura
moral profunda del hombre que le orienta hacia el bien y que da
sentido a ese catálogo de bienes que deben concretarse inevita-
blemente en cada momento de la historia. Esto significa que, en
cierto sentido, la ley natural queda prácticamente reducida al
primer principio, pero entendido este no como un mero princi-
pio intelectual sino como el fundamento del dinamismo moral
o como el núcleo de la razón práctica moral 13. El impulso racio-
nal para realizar el bien y evitar el mal es, en efecto, el núcleo
y centro de toda la ética que, sin él, no se sostiene y pierde su
sentido. Entendido el primer principio de este modo, la ley na-
tural, si bien pierde extensión con respecto a la formulación co-
dicial, gana en profundidad y evita la mayor parte de las críti-
cas y objeciones que se hacían a esa versión más tosca.
No desaparecen todos los problemas, desde luego. Ya hemos
hecho referencia a la cuestión de la ley, y existen otras dificul-
tades a las que no hemos aludido. Atendiendo a estos proble-
mas, González ha señalado que la ley natural debe entenderse

13
Una profundización de esta perspectiva, inspirada en la posición de Ma-
ritain, en J. M. BURGOS, La inteligencia ética. La propuesta de Jacques Mari-
tain, Peter Lang, Berna 1995, pp. 113-127.

137
como un concepto límite, que mantiene en delicado y difícil equi-
librio numerosos elementos que operan en direcciones opues-
tas: universalidad y determinación, principios intrínsecos y ex-
trínsecos, etc. Podemos concluir, de todos modos, que, a pesar
de estos inconvenientes, esta teoría de la ley natural aparece
como un buen instrumento para entender con profundidad la
moralidad.

4. La transición a la persona en la ley natural

¿Cuál es la valoración personalista de la versión renovada


de la ley natural? Personalmente, estimo que se trata de una te-
oría consistente que supera los principales problemas de la ver-
sión más divulgativa (si bien, más cómoda y útil desde un pun-
to de vista práctico: una lista de principios válida en cualquier
momento y circunstancia). Quizá el punto más problemático es
la persistencia, si bien mucho más matizada, de la contraposi-
ción naturaleza-razón. El esfuerzo de profundización de los sos-
tenedores de esta teoría ha evitado una visión simplista y exce-
sivamente rígida del concepto de naturaleza, pero el concepto no
ha sido modificado sustancialmente y se encuentra, por tanto,
muy cercano a lo que hemos denominado posición metafísica-
concreta. El resultado es que el «lastre griego» vuelve a hacer su
aparición a través de la tradicional oposición naturaleza-razón.
En el fondo, nos encontramos de nuevo con los mismos proble-
mas o perplejidades que suscitaba la posición de Spaemann so-
bre la naturaleza aunque desde otra perspectiva.
Recordemos que, para Spaemann, era la razón la que daba
sentido en última instancia a la naturaleza, hasta el punto de
que sólo la unidad o integración de ambas generaba la auténti-
ca naturaleza humana. Pero –como vimos– este es un lenguaje
ambiguo que acaba generando, facilitando o manteniendo la
dualidad razón-naturaleza. Exactamente lo mismo ocurre con
la ley natural. Si se sostiene, siendo en esto estrictamente fiel
a S. Tomás, que la ley natural es «una ley de la razón»: ¿no vol-
vemos exactamente al mismo problema? ¿Qué pasa entonces
con la naturaleza? Que es interpretada por la razón; luego la
naturaleza en sí misma no es ley.

138
Una buena formulación de estas perplejidades o ambigüe-
dades la encontramos en el texto de González: «la ley natural
–afirma– es una ley de la razón, sin embargo no excluye la re-
ferencia a los bienes anunciados en las inclinaciones natura-
les»14. Ante todo, parece paradójico afirmar que la ley natural es
una ley de la razón. ¿Por qué no se llama entonces ley racional,
en vez de ley natural? De nuevo la extraña contraposición o des-
coordinación entre naturaleza y razón. Pero, dejando de lado la
cuestión terminológica, lo que podemos observar es que se pro-
duce la contraposición naturaleza-razón típica de este plantea-
miento. Por un lado está la razón (que parece formal), por el
otro los bienes «anunciados en las inclinaciones naturales», que
«no se excluyen». ¿Cómo se van a excluir si son los que aportan
el contenido del bien? Pero, si esto es así, y me parece el punto
clave: ¿Quién genera el sentido de este bien: las inclinaciones o
la razón que adviene desde fuera? No se trata de una cuestión
fácil. Estamos tocando la dimensión última de la moral. Pero,
justo por eso, de la respuesta que se dé depende toda la estruc-
tura de la ética. La propuesta renovada de la ley natural ofre-
ce una respuesta sólida pero tiene, a nuestro juicio, un punto
débil en el gran protagonismo que se da a la razón y que, si no
se controlara, podría degenerar en un cierto racionalismo de
tipo kantiano. En esta perspectiva, en efecto, la razón domina
ampliamente todos los pliegues y resortes de la ley natural
pues es la que interpreta y determina –desde fuera, si no nos
equivocamos– el contenido de las inclinaciones naturales que
no son racionales. El planteamiento, como ya he dicho, se sos-
tiene pero deja la impresión de un cierto desequilibro a favor de
la razón, de una cierta inestabilidad antropológica generada
por una integración insuficiente y poco armónica de las diver-
sas dimensiones de la persona.
En este sentido, una observación fundamental que haría el
personalismo es: ¿dónde está el sujeto? En efecto, llevamos mu-
cho tiempo hablando de la ley moral, pero el sujeto, el yo del
hombre, no ha comparecido por ningún lado. Si volvemos men-

14
El tema requería un tratamiento mucho más detallado. Aquí nos limi-
tamos a plantear la dificultad que entrevemos en esta posición.

139
talmente sobre las reflexiones previas podemos comprobar que
en todo momento ha dado la impresión de que estamos tratan-
do de realidades impersonales: «la naturaleza», «la razón», etc.
Pero, ¿no deberíamos haber tratado, por lo menos algo más, del
hombre y de su yo, que es, al fin, quien toma las decisiones mo-
rales, no «la razón»? ¿El recurso al sujeto no permitiría, por
otra parte, una mejor integración de las diversas dimensiones
del hombre en torno al yo? La posición clásica muy raramente
tiende a referirse al yo, porque no entra dentro de su esquema
conceptual, dado que normalmente no tematiza la subjetivi-
dad. Y esa es, en nuestra opinión, una de las claves que gene-
ra la inestabilidad antropológica, ya que entonces debe recu-
rrirse a la razón. Pero la razón es una facultad formal; en sí
misma no tiene más contenido que el que recibe y, si se consti-
tuye como criterio último, se corre el peligro de caer en un cier-
to racionalismo.
Desde el punto de vista del personalismo, la mejor opción
para solventar esta situación es renunciar al concepto metafí-
sico-concreto de naturaleza y apostar por una integración de
sus contenidos en la persona. El uso de este concepto (lo aca-
bamos de comprobar otra vez) genera de una manera automá-
tica y prácticamente insuperable una dialéctica naturaleza-ra-
zón contraria a la experiencia, pero no es la única opción posible
para teorizar la moralidad. Cabe describir las tendencias o di-
namismos del hombre de modo integral desde el principio, es de-
cir, como tendencias de la persona.
Se puede concebir la tendencia sexual, por ejemplo, como
una tendencia biológica que la razón debe comprender, mode-
rar y a la que se debe dar sentido. Pero, ¿no se trata de una des-
cripción de corte dualista? En el hombre hay una dimensión
biológica que tiene un cierto grado de autonomía; pero tal di-
mensión sólo existe en el contexto de la realidad personal. Se-
parada del hombre o de la mujer, tal tendencia no tiene ni vida
ni sentido. Al fin y al cabo, no son las tendencias quienes son
atraídas, es el hombre o la mujer quienes se sienten atraídos
por las personas del sexo contrario. La tendencia sexual, por
tanto, si bien tiene una base corporal y biológica, es eminente-
mente personal. La atracción sexual entre el hombre y la mu-

140
jer es una atracción entre personas y, por lo tanto, inevitable-
mente voluntaria y racional. No se trata, por tanto, de que la
razón tenga que interpretar la naturaleza biológica, se trata de
que la persona tiene que entender qué significa y qué repercu-
siones tiene que le atraigan (sexualmente, afectivamente o de
otros modos) las personas del otro sexo.
Lo que proponemos, por tanto, es un análisis de la tenden-
cialidad humana desde la perspectiva personal, es decir, te-
niendo como elemento de juicio y de referencia a la persona. Y
para realizar este análisis, repetimos, no hace falta el recurso
al concepto metafísico-concreto de naturaleza. Es más, no sólo
no hace falta, sino que es bastante probable que distorsione el
análisis generando las dialécticas razón-naturaleza con las que
nos hemos topado ya en numerosas ocasiones. Basta con un
concepto de persona suficientemente potente y estructurado. Lo
que proponemos, en definitiva, es aplicar el concepto de «tran-
sición a la persona» a la ley natural.
Esta transición conceptual se debería completar con una
transición terminológica. Si se desea prescindir del concepto
metafísico-concreto de naturaleza, no parece que tenga mucho
sentido seguir hablando de «ley natural». Tal expresión es per-
fectamente coherente si se pretende fundar la moral en la na-
turaleza, pero si no se quiere actuar así, el cambio de nombre
parece imprescindible. Las posibilidades son múltiples: se pue-
de hablar de ley moral de la persona, de ley moral o simple-
mente de análisis de la moralidad. El personalismo no se ha de-
cantado por ninguna de ellas por una razón muy concreta,
porque no es necesario. Ya vimos en su momento que, incluso
desde la perspectiva tomista, el término de ley natural no es es-
trictamente necesario. Cuando Santo Tomás lo emplea en la
Summa (y recordemos que le dedica una única cuestión) ya está
todo dicho. ¿Por qué? Porque el problema fundamental es otro.
El problema real es explicar la moralidad humana y, en parti-
cular aquella objetividad a la que nos referimos al comienzo de
este capítulo. Eso es lo fundamental. La «etiqueta» que se pon-
ga a esa explicación no tiene por qué ser única. La ventaja de
la expresión «ley natural» es que parece implicar en su misma
formulación esa objetividad moral que se quiere defender. Y,

141
por eso, resulta cómodo recurrir a ella. Pero también tiene sus
problemas y no son pequeños.
Cabría, por último, plantearse si las reflexiones que hemos
realizado son aplicables a un concepto ligado estrechamente al
de ley natural, el derecho natural. Hay una corriente que tien-
de prácticamente a identificar ambos conceptos pero, a nuestro
juicio, se trata de realidades que, si bien tienen una conexión
profunda (y no sólo por el apelativo «natural»), son muy dife-
rentes. La ley natural es un concepto fundamentalmente mo-
ral, mientras que el derecho natural es un concepto esencial-
mente jurídico que requiere, para su adecuado tratamiento, la
elucidación precisa de conceptos como lo justo, la ley, el derecho,
etc. Por tanto, debemos detenernos aquí. De todos modos, nos
consideraríamos muy satisfechos si, alguna de las observacio-
nes que hemos hecho, sirviera para avanzar en el viejo debate
entre el derecho natural y positivo que, a pesar de algunos in-
tentos recientes de mediación, como el del «positivismo inclusi-
vo» está lejos de resolverse. Nuestra intuición, que aquí sólo po-
demos proponer, es que la solución puede encontrarse en un
recurso al concepto de persona que permita: 1) evitar las nota-
bles ambigüedades del término natural y 2) una construcción
antropológico-social de los conceptos jurídicos que dé al derecho
natural la fundamentación antropológico-ontológica del dere-
cho y al derecho positivo la especificidad de lo jurídico, es decir,
la admisión, con palabras de Ollero, de que «sólo es derecho el
derecho positivo»15.

5. La ley natural como herramienta cultural

Cuando reflexionamos en el capítulo anterior sobre la efi-


cacia y utilidad del concepto de naturaleza humana, nuestra
conclusión fue ambivalente siendo el punto de referencia la

A. OLLERO, «Derecho positivo y derecho natural, todavía…», en J. A. RA-


15

MOS y M. A. RODILLA (eds.), El positivismo jurídico a examen. Estudios en ho-


menaje a José Delgado Pinto, Ediciones Universidad de Salamanca, Sala-
manca 2006, p. 914. Este estudio proporciona una buena síntesis actualizada
del estado de este viejo debate.

142
aceptación social del argumento en discusión. Si este disfruta-
ba de buena receptividad social el recurso podía ser eficaz. Se
sumaba, además, la posibilidad de recurrir a la naturaleza
como unidad de la humanidad, perspectiva que en general es
bien recibida. El aspecto negativo consistía en la altísima posi-
bilidad de ser acusado de mantener posiciones naturalistas
apenas se hiciese uso un poco sistemático del concepto de na-
turaleza. A mi juicio, sin embargo, esta ambivalencia no existe
en el caso de la ley natural. La percepción social de esta noción
es fundamentalmente negativa. Ello se debe a que no sólo in-
corpora todos los problemas subyacentes al término natural,
sino que añade y suma todos los relativos al concepto de ley
aplicado a la moralidad.
Los problemas del término naturaleza los conocemos. Los
problemas del término ley, sin embargo, los hemos apuntado
muy someramente. El núcleo de las dificultades estriba en que
socialmente –y de forma abrumadora– el término de ley se en-
tiende desde un punto de vista jurídico y, por lo tanto, como un
ordenamiento externo impuesto coactivamente a la persona.
¿Qué sucede si aplicamos este término a la moralidad humana?
Que, lógicamente, tiende a concebirse también como un con-
junto de leyes heterónomas impuestas desde fuera. Esta im-
presión se suaviza un poco si se habla de ley moral, porque la
moralidad apela de algún modo al mismo sujeto, pero si el cali-
ficativo que se añade es el de natural, la percepción de exterio-
ridad impuesta no hace más que reforzarse, sólo que ahora con
el agravante de que lo más directo es pensar que las leyes a las
que se hace referencia son las naturales en el sentido estricto
del término, es decir, las físicas y biológicas, etc. Recurrir a la
ley natural, en otros términos, puede ser interpretado como una
propuesta de que el hombre se rija por sus dinamismos natural-
biológicos 16.
Tenemos pues que el concepto de ley natural, hoy en día, se
entiende por una buena parte de la población como: 1) unas le-
yes de tipo jurídico que alguien impone heterónomamente a los

16
De hecho, como vimos al comienzo, esta es la tesis explícita de la socio-
biología de Wilson y de sus seguidores: Pinker, Mosterín, etc.

143
sujetos; 2) un conjunto de leyes biológico-naturales; 3) una con-
fusa mezcla de ambas. A la vista de este panorama no parece
muy arriesgado concluir que recurrir a este término puede con-
ducir, con suma facilidad, a situarse automáticamente en un
contexto cultural extraño a la cultura en la que se vive.
Este hecho me parece que debería hacer pensar bastante a
los defensores de la versión renovada de la teoría de la ley na-
tural. ¿Tiene realmente sentido continuar manteniendo este
término? Porque, al final, se puede llegar a situaciones real-
mente paradójicas. Si alguien recurre en un debate cultural a la
ley natural, lo que quiere hacer en la mayoría de los casos es re-
vindicar la existencia de unos principios universales válidos
para todos los hombres. Esta es la utilidad fundamental que es-
tima que le proporciona este concepto tanto para uso propio
–sus convicciones personales– como para el debate social. Si hay
una ley natural, existen unos principios válidos para todos y
aquí se acaba el problema. Otra cuestión es si la sociedad quie-
re seguirlos o no; esta es una dificultad importante, pero de tipo
práctico, no conceptual. Ya se sabe que los hombres no siempre
nos comportamos como deberíamos. Ahora bien, esta posición,
si bien resulta ventajosa en algunos aspectos presenta –y los he-
mos considerado– numerosos problemas a un análisis detalla-
do. Y, por eso, las nuevas teorías de la ley natural no sostienen
esta posición (la codicial o divulgativa) sino una mucho más
compleja y sofisticada que, sobre todo, se cuida muy mucho de
concretar. Porque concretar, en efecto, es complicado.
Pero entonces se produce un fenómeno muy curioso. Los de-
fensores de las nuevas versiones de la ley natural acaban sos-
teniendo una posición que no coincide con lo que la mayoría de
la gente piensa que es la ley natural y, me parece que no me
equivoco, también con lo que les interesa que sea.
En una reciente entrevista –por tanto, de tono divulgativo–
Ana Marta González señalaba dos rasgos de la ley natural que
atañen al caso. El primero es que, «más allá de las controver-
sias académicas, tanto la referencia a una ley natural como la
referencia a los derechos humanos recogen una idea funda-
mental: hay criterios morales que preceden a nuestros acuerdos
convencionales, que son anteriores incluso a nuestras diferen-

144
cias de credo, cultura, nación o partido»17. Personalmente estoy
completamente de acuerdo con esta afirmación. De hecho coin-
cide con nuestra descripción de la objetividad moral. Pero ten-
go una objeción importante de tipo terminológico. Para soste-
ner esta tesis no hace falta recurrir a la ley natural; se puede
hacer –y de hecho se hace muy eficazmente– desde otros pará-
metros muchos más convincentes culturalmente: los derechos
humanos, que se mencionan explícitamente, o, simplemente, la
referencia a la existencia de una objetividad moral, de una éti-
ca que no puede estar al arbitrio de los gustos, sino de lo que el
hombre realmente es.
El segundo punto que se explica es el modo en que se con-
creta (o mejor en que no se concreta) la ley natural. «La ley na-
tural es un principio muy básico: ‘Haz el bien y evita el mal’, en
eso estamos todos de acuerdo, porque somos seres morales por
naturaleza. El problema viene cuando eso tan general se con-
creta en situaciones distintas, de lugar, de cultura, de tiempo.
Acertar, en la práctica, no es cuestión de fórmulas hechas: es
cuestión de meter cabeza, de ponderar los bienes que están en
juego. Y ahí podemos equivocarnos de muchas maneras». Per-
sonalmente también me encuentro perfectamente de acuerdo
con esta tesis, pero permítaseme la expresión: para este viaje
no hacían falta tantas alforjas. Porque si, al final, lo que se afir-
ma es la existencia de una estructura moral fundamental –el
primer principio de la razón práctica– que tenemos que con-
cretar en nuestro contexto cultural con la inteligencia que Dios
nos ha dado, ¿para qué insistir tanto en describir esa realidad
como ley natural, cuando, cultural y socialmente esta expresión
suscita un rechazo generalizado y, en realidad, no responde a
lo que la mayoría de la gente busca en ese concepto?
Una de las razones que a veces se esgrime en este sentido es
que el concepto de ley natural refleja muy adecuadamente el as-
pecto de «datidad», propio del ser humano, un concepto que la
sociedad contemporánea parece haber perdido. El hombre, efec-
tivamente, no es completamente dueño de sí, ni se ha hecho a

17
Entrevista realizada por Corina Dávalos en el marco de las XLIV Reu-
niones Filosóficas de la Universidad de Navarra.

145
sí mismo, sino que tiene una estructura recibida, dada, que re-
fleja el concepto de ley natural. Es un punto a favor ciertamen-
te. No tengo claro, sin embargo, que compense por el resto de
problemas que presenta, toda vez que, estrictamente hablando,
la dimensión de datidad no desaparece en otras concepciones.
El concepto de persona, por ejemplo, también implica esa «da-
titud»; no es un invento nuestro; somos personas por concesión
de Alguien.
Otra razón que me parece que opera con fuerza en la apues-
ta por mantener el término de ley natural es el reparo a romper
o a cortar el hilo con una tradición que ha usado esa termino-
logía durante siglos. El reparo me parece fundado. La tradición
no debe valorarse a la ligera. Pero si un análisis serio de un as-
pecto de la tradición muestra que ésta debe renovarse, conti-
nuar ligados a fórmulas antiguas es un flaco servicio a nuestros
contemporáneos. Es dar gato por liebre en dos sentidos. Ante
todo porque se mantiene una fórmula con una fisura funda-
mental entre su significado técnico y el vulgar. Y en segundo lu-
gar porque se mantiene una fórmula que ha perdido su vigen-
cia y que genera un cierto desprestigio cultural de quien la usa,
existiendo otras fórmulas mucho más adecuadas y aceptables
socialmente de sostener en lo esencial las mismas posiciones.

146
7. ¿Es la familia una institución natural?1

1. Planteando el problema

Otra de las aplicaciones o desarrollos importantes del con-


cepto de naturaleza toca a la familia, mediante su descripción
como una «institución natural» en el marco de la tradición clá-
sica. Aunque está cayendo poco a poco en desuso –porque su-
giere una visión naturalista– sigue utilizándose todavía y, so-
bre todo, está muy arraigada en el subconsciente de esa
tradición 2. Es una idea que, de un modo u otro, pervive en los
cimientos intelectuales de la perspectiva clásica aunque se use
con menos frecuencia por motivos de corrección política. Por
ello, estimo que es de sumo interés analizarla a fondo tanto

1
Este capítulo recoge sustancialmente las reflexiones del artículo: «¿Es
la familia una institución natural?», Cuadernos de bioética, XVI, 2005/3ª, pp.
359-374.
2
Esta definición es la que emplea recientemente la asociación familiar
Profam: «la familia es una institución natural que existe antes que el Estado
o cualquier otra comunidad, constituye la célula básica de la sociedad y se con-
forma como elemento angular del desarrollo social». El texto completo se ad-
junta como apéndice al final del capítulo y se emplea, evidentemente, sin nin-
gún afán polémico. Únicamente porque resulta muy ilustrativo de una
determinada mentalidad.

147
para establecer si se trata de una definición correcta como para
descubrir cuáles son esas vías profundas que hacen que, en el
marco de la tradición clásica, se tienda a recurrir a esta pers-
pectiva. Como intentaré mostrar, si bien esta perspectiva pue-
de parecer que funda de manera radical a la familia alejándo-
la del peligro del subjetivismo o de las interpretaciones eso no
se logra sin generar problemas culturales de una entidad qui-
zá mayor. Pero no adelantemos acontecimientos. Comenzare-
mos afrontando la parte directamente teórica, lo cual se puede
hacer preguntándose simple y llanamente si la afirmación «la
familia es una institución natural» es correcta o no.
A estas alturas de nuestra reflexión sabemos ya que tal pre-
gunta es esencialmente ambigua por la polisemia del concepto
de naturaleza. Y sabemos también por tanto que sólo es posi-
ble seguir adelante de una manera medianamente sensata si
distinguimos los diversos conceptos de naturaleza que hemos
obtenido y analizamos la respuesta en relación a cada uno de
ellos. Por motivos de simplicidad hemos agrupado los diversos
significados de naturaleza del siguiente modo:
• concepto naturalista (significado 1); en este debate la po-
sición culturalista queda fuera, pues, evidentemente no sostie-
ne en ningún momento que la familia pueda ser una institución
natural sino todo lo contrario;
• concepto metafísico corpóreo (significado 2). Nos referi-
mos a la interpretación aristotélica de physis, que consiste fun-
damentalmente en la formulación filosófica del concepto natu-
ralista y, por eso, los consideraremos de manera conjunta;
• la naturaleza como modo de ser del hombre (significado
3). La naturaleza entendida de este modo incluye tanto el con-
cepto de humanidad como el principio metafísico ampliado,
puesto que no significa otra cosa que lo que el hombre verda-
deramente es, aunque cada posición lo formule filosóficamente
de manera distinta). Si resulta necesario a lo largo de la discu-
sión distinguiremos los dos sentidos que están unidos en este
significado.
Una vez realizadas las definiciones pertinentes toca co-
menzar a recabar respuestas a un interrogante que ahora po-

148
demos formular de una manera más precisa refiriéndonos a
uno u otro de los sentidos que hemos establecido. El sentido co-
mún, quizá, llevaría a descartar de modo absoluto el primer sig-
nificado y, entre las dos posibilidades de carácter filosófico, op-
tar decididamente por la segunda. Sin embargo, aunque pueda
resultar sorprendente, no siempre ocurre esto. En la tradición
que tiende a designar a la familia como «institución natural»
más bien sucede lo siguiente. Se descarta de modo general la
definición 1 aunque tomando algunas de sus características y
no se realiza ninguna opción clara entre las definiciones 2 y 3.
En realidad, parece más bien que se da una cierta confusión en-
tre ambas que se emplean de forma alternativa y sin distin-
guirlas suficientemente. En ocasiones se opta abiertamente por
expresiones y formulaciones muy cercanas a la posición 2, lo
que significa que la familia se concibe de manera muy natura-
lista y, en otras, se opta por la posición 3 mediante un recurso
general y muy indefinido a la naturaleza humana.
Un texto muy útil para observar este planteamiento es el
estudio de Jean Leclercq, La familia según el derecho natural 3
porque es un estudio profundo, relativamente moderno (se es-
cribe en 1959), e incorpora ya una cierta evolución conceptual
en relación a formulaciones mucho más arcaicas de esta tradi-
ción 4 debido a la toma de conciencia por parte del autor de la
necesidad de asumir algunos cambios en el modo de entender
y estudiar a la familia. Pues bien, en este texto encontramos las
siguientes definiciones e ideas acerca de la familia.
«Respecto a la familia, afirma Leclercq, se da un acuerdo
universal del género humano que se explica por el mismo ca-
rácter de la institución familiar. No hay institución más cerca-
na a la naturaleza. Sociedad simple, apoyada de manera muy
inmediata en ciertos instintos primordiales, la familia nace es-
pontáneamente del mero desarrollo de la vida humana»5. Más

3
J. LECLERCQ, La familia según el derecho natural, Herder, Barcelona
1961, 384 págs.
4
Cfr., por ejemplo, I. GOMÁ, La familia según el derecho natural y cristia-
no (1926), Barcelona, 1959 (7ª ed.).
5
J. LECLERCQ, La familia según el derecho natural, cit., p. 12.

149
adelante insiste en la misma idea. «La familia, aun entre los
pueblos más civilizados, se conserva en un estado muy cercano
a la naturaleza. Compuesta de un padre, una madre y sus hi-
jos, la familia se apoya en sentimientos naturales sensiblemen-
te idénticos tanto entre los civilizados como entre los primitivos,
y no evoluciona, como la sociedad civil, hacia un organismo com-
plicado, cada día más artificial»6. Y, en este punto, se apoya en
un texto más antiguo escrito por Bonnecasse, que suscribe un
naturalismo extremo, en el que se afirma: «La familia es, en ver-
dad, aun en la época moderna, no tanto un conjunto de personas
y voluntades individuales agrupadas arbitrariamente, cuanto
un dato de la naturaleza misma de las cosas que se nos impone
y que se manifiesta por un organismo especial de contornos pre-
cisos, animado de una vida colectiva propia, de la cual partici-
pan de modo absolutamente necesario lo mismo nuestra condi-
ción física y patrimonial que nuestra existencia moral»7.
Probablemente, los textos sorprendan al lector por su in-
tenso reclamo a una visión naturalista de la familia. En efecto,
no se trata sólo de que se considere una institución adecuada a
la naturaleza humana sino que se la concibe como un hecho casi
natural en el sentido biológico y cosmológico de la palabra. Las
expresiones no dejan lugar a dudas. La familia «se conserva en
un estado muy cercano a la naturaleza», es una realidad «sim-
ple», surge «espontáneamente», de «instintos primordiales», «no
evoluciona» hacia realidades artificiales, etc.; expresiones que,
en el texto de Boneccasse, se convierten en «un dato de la na-
turaleza misma de las cosas que se nos impone y que se mani-
fiesta por un organismo especial de contornos precisos, anima-
do de una vida colectiva propia». Ahora bien, ¿qué es esto más
que una visión cosmológica –o cuasi-cosmológica si no se quie-
re cargar las tintas– de la realidad familiar?, ¿una visión en la
que los elementos propiamente humanos –libertad, razonabili-
dad– prácticamente desaparecen hasta transformar a la fami-
lia en una institución quasi-biológica cercanísima a las estruc-

6
Ibid., p. 33 (cursiva nuestra).
7
J. BONNECASSE, La philosophie du Code Napoléon appliquée au droit de
famille (cit. en J. LECLERCQ, La familia según el derecho natural, cit., p. 33).

150
turas de reproducción de los animales? Es este, pues, un primer
significado de la familia como institución natural: una estruc-
tura análoga (no idéntica, evidentemente) a las unidades de re-
producción animales, cercana a la naturaleza, estable (no evo-
luciona o muy poco) y en la que las referencias a los rasgos
específicamente humanos son escasas.
Jean Leclercq, sin embargo, no usa exclusivamente las de-
finiciones 1 y 2. También usa la tercera. Cuando pasa de la de-
finición conceptual de familia a una descripción más fenome-
nológica, el discurso cambia de registro. Se habla del hombre y
de la mujer, de su igualdad, diferenciación y complementarie-
dad, del compromiso y entrega que supone la creación de una
nueva unidad familiar, etc. Este no es, ciertamente, el contex-
to de las definiciones 1 y 2, sino el de la definición 3; es decir,
ahora se describe a la familia como una realidad adecuada al
modo de ser del hombre, pero sin un recurso intenso al térmi-
no naturaleza. Recalco esta última idea porque me parece im-
portante ya que, en efecto, tiende a ocurrir lo siguiente: si se
recurre con mucha frecuencia al término naturaleza parecen
primar las ideas de tipo naturalista. Cuando esa referencia no
es reiterativa el discurso se dulcifica de estas connotaciones.
Pero Leclercq todavía emplea el término naturaleza en una
tercera modalidad consistente en usar los diversos significados
de manera simultánea, confusa y con tintes contradictorios. El
texto más claro es el siguiente. «La familia, afirma, es una ins-
titución natural; nace espontáneamente dondequiera que haya
hombres. No espera, para aparecer, a que el Estado le asigne un
estatuto jurídico. En la mayoría de sociedades la familia existe
sin intervención del Estado y se rige por costumbres tradicio-
nales. Sin embargo, la unión de los sexos y la procreación pue-
den darse en condiciones contrarias a las exigencias de la na-
turaleza humana» 8.
El texto muestra, en efecto, una primera referencia a la na-
turaleza de tinte biologicista pues se afirma que surge de ma-
nera espontánea (¿significa eso que se produce sin que inter-

8
J. LECLERCQ, La familia según el derecho natural, cit., p. 32.

151
venga la razón?), se rige por costumbres tradicionales (¿signi-
fica eso que deberían ser iguales en todas partes?) y conduce,
también en versión biologicista, a la unión de los sexos (no de
las personas) y a la procreación (perpetuación de la especie).
Ahora bien, y aquí es donde surge la sorpresa, todo esto puede
acabar realizándose de «manera contraria a las exigencias de la
naturaleza humana». Esta naturaleza, ahora, tiene que ser evi-
dentemente la del sentido 3, pues, de otro modo, el texto resul-
taría incoherente. En efecto, ¿cómo puede surgir la familia de
manera espontánea, sin intervenciones externas, de modo na-
tural y, al mismo tiempo, ser contraria a la naturaleza huma-
na? Parece, ciertamente, algo de muy difícil explicación a me-
nos que se esté usando el término naturaleza en sentidos
distintos.

2. Buscando respuestas

a) ¿Es la familia una institución natural?


a) (Sentido naturalista)

Una vez hechas las distinciones pertinentes, e introducidos


en el argumento a través de la obra de Leclercq es el momento
de afrontar directamente la pregunta que nos interesa: «¿Es la
familia una institución natural?». Pero, para evitar las confu-
siones a las que hemos hecho alusión, desdoblaremos esta pre-
gunta en dos. La primera es la siguiente: ¿Es la familia una ins-
titución natural en el sentido naturalista?
A este interrogante, la respuesta sólo puede ser una: no. La
familia no es una institución natural en el sentido de simple, es-
pontánea, cercana a la naturaleza, no influenciada por el arti-
ficio, etc. No existen familias humanas de estas características.
No existen, ante todo, por una cuestión de principio. La fami-
lia es una instancia humana y, por tanto, voluntaria, libre, ra-
cional y cultural. Las familias no surgen como las setas o los ár-
boles, son el producto de decisiones que se toman en contextos
sociológicos determinados y, por tanto, están mediadas siempre
por la inteligencia y la voluntad individuales y por la cultura.

152
La respuesta teórica negativa está corroborada –o funda-
mentada según se mire– por la antropología cultural. Si la fa-
milia fuese un hecho espontáneo y natural tendría que ser bá-
sicamente idéntica en todas las sociedades, pero esto, de hecho,
no es así. Por un lado, existen formaciones familiares muy di-
fundidas y al mismo tiempo diversas, como la monogamia y la
poligamia, lo cual plantea ya cuestiones muy sustanciosas.
¿Cuál de ellas sería la familia natural? Ambas quizá podrían
considerarse naturales pues están ampliamente difundidas
pero, precisamente por esto, también es cierto lo contrario: nin-
guna de ellas puede considerarse natural porque no lo pueden
ser simultáneamente. O bien, si ambas lo son, entonces cabe
pensar que cualquier tipo de estructura familiar lo puede ser
puesto que significaría que el criterio para adscribirla a esta ca-
tegoría consiste simplemente en que «surja espontáneamente»
de la vida de los hombres, lo cual plantea, a su vez, una nueva
dificultad: ¿con qué criterio determinamos la espontaneidad?,
¿con el de «salvajismo», en el sentido de mera antigüedad histó-
rica y, por lo tanto, de presunta menor influencia de la cultura
o de la civilización? Si así fuera, entonces algunas costumbres
aberrantes serían particularmente espontáneas (primitivas) y,
por lo tanto, naturales (en algunas tribus africanas, por ejem-
plo, había que presentarse con los cráneos de tres enemigos
para poderse casar ).
Además, para acabar de complicar la cuestión, lo estudios
etnológicos y antropológicos nos muestran una amplia variedad
de estructuras familiares (¿espontáneas?) tan distintas entre sí
que, por ejemplo, en el trabajo realizado por Zelditch en el que
se intenta buscar lo común a todas ellas, se concluye que el úni-
co factor presente en todas sería, asombrémonos, la capacidad
de dar legitimidad a un tipo de relaciones (sexuales, de procre-
ación, etc.) que, sin embargo, no se podrían definir estricta-
mente como familiares porque también se dan en estructuras
o relaciones sociales que no tienen ese carácter 9.

9
Cfr. M. ZELDITCH, «Familia, matrimonio y parentesco», en R. E. L. FARIS
(dir.), Tratado de sociología, vol. IV, Hispano Europea, Barcelona 1976, pp. 1-4.

153
Es cierto que del análisis del estudio de Zelditch se despren-
de la impresión de que ha querido insistir más en la diversidad
que en la comunidad del hecho familiar y que hubiera resultado
más correcto remarcar el núcleo de elementos familiares comu-
nes; pero este matiz, aunque tiene su importancia, en el fondo no
es significativo. Y no lo es porque la diversidad existente, la que
ya conocemos, es tan grande que da al traste con cualquier in-
tento de pretender explicar o fundamentar la familia en un con-
cepto de tipo biologicista que debería dar lugar –como sucede en
los animales– a unos comportamientos esencialmente idénticos
en el tiempo y en el espacio. Esto, en los hombres, simplemente
no sucede porque se pueden encontrar excepciones para todos los
comportamientos, y no sólo en grupos minoritarios sino en gru-
pos relativamente extensos de población. La diferencia entre fa-
milia monógama y familia polígama –que no es cuestión de poca
monta– no es más que uno de estos casos.
Leclercq, en su momento, intentó responder a esta objeción
minimizando la diversidad. En realidad, afirma, las diferen-
cias en las costumbres familiares no serían tan importantes
como parecen demostrar la cultura o las leyes. La vida iría por
otro lado y, a pesar de que las leyes de las civilizaciones han sido
diversas, la gente se comportaría a lo largo de la historia de un
modo básicamente similar. Hay un punto de verdad en esta
cuestión, pero sólo un punto. Ciertamente, al fin y al cabo to-
dos somos hombres (naturaleza como unidad de la humanidad)
y, por eso, nos comportamos de modo similar, pero también jus-
tamente porque somos hombres nos comportamos de modo di-
verso. Y el problema básico es que resulta muy difícil, por no de-
cir imposible, determinar el tipo específico de comportamiento
que se daría en «todos» los hombres porque la inteligencia hu-
mana es tan natural como la biología y, por eso, no existen es-
tructuras matrimoniales o familiares que se hayan formaliza-
do socialmente sin la intervención de la concepción mental que
el hombre tiene del matrimonio y de la familia. Una manera de
intentar atajar esa variabilidad es prescindir de la razón y de
la voluntad y acercar la familia a la naturaleza. Pero esa vía es
doblemente errónea porque despoja al hecho familiar de su di-
mensión humana y, posteriormente, se estrella con la contra-
dicción de los hechos que ponen de relieve la diversidad.

154
No es raro, por último, que la insistencia en el carácter na-
tural de la familia se base en un deseo más o menos consciente
de asegurar su universalidad e inmutabilidad, y preservarla
así de cualquier ideología que pretenda criticar o alterar sus
principios básicos. Y también se evita de este modo la influen-
cia quizá nociva o deformante, pero en cualquier caso variable,
de la acción civil y estatal. En otras palabras, si la familia es na-
tural, no hay nada que discutir sobre su estructura pues es in-
mutable y de lo que se trata es de implementarla, de llevarla a
la práctica o de oponerse a las teorías que la contradicen. Y lo
mismo sucede en relación al Estado. Si la familia es natural, el
Estado tampoco tiene nada que decir ni que opinar ni que afir-
mar; sólo tiene que apoyar a ese institución previa (por ser más
natural y básica) que es la familia.
Este planteamiento puede ser, desde luego, bienintenciona-
do. Su único problema es que es falso y sólo puede subsistir –y
con dificultades– en un contexto social que apoye mayoritaria-
mente esta posición y en el que no exista un debate cultural sig-
nificativo. Los hechos son los hechos. Y el dato sociológico inelu-
dible es que no existe la familia natural; existen muchos tipos de
familia diversos entre sí aunque con elementos comunes. Por eso,
el intento de apoyar un determinado tipo de familia en su pre-
sunta naturalidad está inevitablemente condenado al fracaso en
cualquier debate sociológico serio. Esto no quiere decir, sin em-
bargo, que la realidad familiar en nuestras sociedades sea algo
completamente arbitrario. En todas las sociedades humanas
existe lo que podemos denominar «hecho-familia», es decir, un
modo interpersonal y social de concebir y vivir las realidades hu-
manas relacionadas con la transmisión de la vida, el amor y la
procreación. Pero, como venimos insistiendo, no existe ninguna
que sea la «natural», porque tal afirmación no tiene sentido ni
desde un punto de vista antropológico ni sociológico.

b) ¿Es la familia una institución conforme


b) a la naturaleza humana (sentido 3)?

Respondida la pregunta para el sentido naturalista, debe-


mos responder a la misma pregunta para el tercer sentido. En

155
este caso, sin embargo, y como puede observarse en el título del
epígrafe, hemos cambiado el modo de formularla para evitar
ambigüedades. La pregunta sobre si la familia es una institu-
ción natural remite de manera casi inevitable a una concepción
biologicista y acabamos de mostrar que tal concepción es pro-
fundamente errónea. Por eso, preferimos plantear la pregunta
de manera que se evite desde el principio esa posible interpre-
tación desviada. La pregunta, reformulada de acuerdo con es-
tas premisas, queda del siguiente modo: ¿es la familia una ins-
titución conforme con la naturaleza humana?
Quizás podría dar la impresión de que, ahora sí, se podría
dar rápidamente y sin dudarlo, una respuesta positiva a este
interrogante, pero tampoco en esta ocasión las cosas son tan
sencillas. Ante todo, cabría preguntarse si un entramado de re-
laciones –como es la familia– puede tener naturaleza o esencia.
La familia, señala Pérez Adán, no tiene esencia sino relacio-
nes 10, lo cual no significa que la familia no sea «algo concreto»
sino que ese algo tiene estructura relacional. La expresión
apunta igualmente al carácter social-institucional de la fami-
lia. La familia se diferencia de la persona en que esta nace na-
turalmente hombre o mujer, es decir, como un individuo sub-
sistente con una naturaleza radicalmente no modificable. Pero
la familia no nace, sino que se hace. Es el conjunto de relacio-
nes que establecen el hombre y la mujer en torno al mundo de
la procreación; por eso, es inevitablemente una estructura re-
lacional. Esto no quiere decir que la familia pueda ser cualquier
cosa, sino que no tiene una esencia de igual modo que la puede
tener el hombre, puesto que es, inevitablemente, se quiera o no,
una construcción interpersonal y social; el resultado del modo
en que el hombre, la mujer y la sociedad entienden que debe
gestionarse interpersonal y socialmente las experiencias vita-
les relativas a la perpetuación de la sociedad: amor, matrimo-
nio, relaciones sexuales, maternidad y paternidad, procreación,
etc. Pues bien, insistimos, todo este complejo entramado de ex-

10
Cfr. J. PÉREZ ADÁN, Repensar la familia, Eunsa, Pamplona 2005. Vid.
también P. DONATI, La famiglia come relazione sociale, Franco Angeli, Milán
1989.

156
periencias humanas nunca sucede de modo «natural» y «espon-
táneo». Acontecen siempre en el contexto de la reflexión y ex-
periencia personales y de la cultura. Esta discusión nos lleva,
de todos modos, hacia el terreno de la familia como institución,
que no es el punto focal de nuestra atención y, por eso, debemos
volver de nuevo a nuestro problema.
Puesto que la definición 3 supera los límites de la visión bio-
logicista, parece que ya no hay ningún problema en asumir esta
posición y se puede responder que la familia es conforme a la
naturaleza humana. Esto es perfectamente cierto, pero cuan-
do se da esta respuesta hay que ser muy consciente de que para
que tenga valor, para que no sea meramente formal, y, por lo
tanto, carente de contenido, hay que explicitar de qué familia y
de qué naturaleza humana estamos hablando. «La familia» no
es un concepto unívoco y la «naturaleza humana» tampoco lo es.
Hay muchas visiones de la familia y de la naturaleza y, para
unificar ambas significativamente, es necesario antes dotarlas
de contenido.
El texto de Profam al que nos hemos referido al comienzo
del capítulo, consciente de esta necesidad, da ese paso de ma-
nera explícita e indica: «La familia está fundada sobre el ma-
trimonio, unión íntima de vida, complemento entre un hombre
y una mujer, constituido por un vínculo formal y estable, libre-
mente contraído, públicamente afirmado y al que se le ha con-
fiado la transmisión de la vida. El matrimonio, continúa el tex-
to, responde a la estructura personal del ser humano, que se
expresa en la diferencia y la complementariedad sexual entre
el varón y la mujer, de tal manera que, mediante la unión de los
esposos se puede generar una nueva vida». Ahora sí, dispone-
mos ya de una definición lo suficientemente concreta como para
intentar dictaminar su adecuación a la naturaleza humana.
¿Lo es? Sí; este tipo de familia es el más adecuado al modo de
ser del hombre y de la mujer y por eso se puede afirmar que es
concorde con la naturaleza humana.
En resumen. A la pregunta de si la familia es una institución
natural se debe contestar que no porque supone de manera casi
inevitable una visión biologicista y naturalista del hombre y de
la mujer. A la pregunta sobre si la familia se corresponde con la

157
naturaleza humana hay que responder en principio que sí, pero
añadiendo rápidamente que se trata de una pregunta formal
puesto que requiere una definición de familia y de naturaleza
humana. Sólo si se da una definición correcta de ambas, se pue-
de responder que sí sin ningún tipo de ambigüedad.

3. Implicaciones sociales y culturales

Vamos ahora, por último, a intentar desentrañar las impli-


caciones y repercusiones prácticas de las concepciones que he-
mos analizado. Se trata de un aspecto importante porque esta
reflexión no tiene un mero objetivo teórico y especulativo, sino
que está motivada por problemas culturales concretos, a cuya
solución se pretende contribuir en la medida de lo posible, aun-
que sea solo señalando su existencia.

a) Implicaciones socioculturales de la posición naturalista

La posición naturalista, recordémoslo, supone una visión


biologicista de la familia que conlleva los caracteres de a-cul-
turalidad y a-historicidad. La familia se concibe como una rea-
lidad, simple, sencilla y espontánea, que depende mínimamen-
te de la historia y de la cultura porque tiene un modo de ser
muy específico y determinado. Y así, empujada por su propio di-
namismo, por su fuerza interior, acaba siempre adoptando la
forma que conviene a su estructura esencial, sin que le alteren,
más que de forma muy secundaria, los cambios externos a ese
impulso teleológico. La pregunta que nos hacemos es la si-
guiente: ¿cuál es la mentalidad que forja este tipo de plantea-
miento y, a su vez, cuál es la mentalidad que impulsa y difun-
de en la medida que se generaliza?
Ante todo, cabría apuntar la presencia más o menos explí-
cita de una actitud de apoyo y defensa de la institución familiar.
Ya lo hemos comentado, se defendería la naturalidad de la fa-
milia por sus supuestas ventajas de cara a una defensa de esta
institución. Pero, siendo esto cierto, no es este el matiz que que-
remos desentrañar. No nos interesa determinar la actitud pro

158
o anti-familia de este planteamiento –aunque pueda tener su
interés–, sino las coordenadas intelectuales, la mentalidad, el
modo de pensar, que conduce a su elaboración y a su difusión.
Pues bien, y asumiendo el riesgo de parecer excesivamente crí-
ticos, se pueden señalar al menos las siguientes:
• superficialidad y atonía intelectual. La posición natura-
lista, supone, en primer lugar una notable superficialidad por-
que apuesta por una presunta sencillez y espontaneidad de la
familia frente a su manifiesta complejidad. La familia, en efec-
to, sólo puede parecer una institución sencilla y espontánea a
quien no la haya estudiado con un mínimo de profundidad. Su
riqueza humana, antropológica, social y cultural es inmensa,
como lo es su historia y sus implicaciones jurídicas y religiosas.
La familia no es en absoluto una realidad simple como una mi-
rada superficial puede llevar a creer. Es simple sólo si no se pro-
fundiza, si no se va más allá de una mera apariencia de estabi-
lidad y armonía que puede darse en sociedades muy estáticas
(desde luego no en las nuestras).
Esta superficialidad que se encuentra en las raíces de la po-
sición naturalista tiene, además, un problema añadido: genera
superficialidad reforzando la mentalidad pasiva y poco inquisi-
tiva que está en su origen y creando de este modo un poderoso
círculo vicioso que tiende a aislarse de la cultura circundante.
Nótese que no estamos hablando principalmente de actitudes
morales (aunque estas puedan tener su relevancia) sino de me-
canismos intelectuales que tienden a generar, se sea consciente
de ello o no, un determinado tipo de pensamiento y de estructu-
ra mental. Y esto es justamente lo que sucede con la mentalidad
naturalista: genera mecánica y automáticamente superficiali-
dad intelectual. ¿Por qué? Porque si la familia es natural, es de-
cir, es una institución que se constituye de manera espontánea
por la misma realidad de las cosas, no tiene mucho sentido ni
mucho interés intentar profundizar en por qué las cosas suceden
o son de esta manera. Equivaldría, en cierto modo, a pregun-
tarse por qué las cosas son como son, pero esta pregunta no tie-
ne respuesta más allá de una referencia a Dios creador. ¿Por
qué las gacelas son animales herbívoros y los leones son carní-
voros? ¿Por qué existen hombres y mujeres y se reproducen y

159
nacen nuevas generaciones? No sólo no lo sabemos, sino que
nunca podremos saberlo. Son realidades que exceden a la capa-
cidad humana. Proceden del designio de Dios creador que ha
querido que las cosas fueran así, y el hombre puede admirarlas
y aceptarlas. Pero, nada más. Preguntarse el por qué no resul-
ta ni práctico ni inteligente. Eso –proseguiría el razonamiento–
no supone cancelar toda investigación. Cabe, por supuesto, in-
vestigar, pero lo inteligente es centrarse más bien en el cómo, en
el modo en que se ejecutan y realizan los proyectos divinos, pero
no en las razones o en los motivos de su existencia.
Esto significa, en concreto, para la familia, que no tiene mu-
cho sentido reflexionar sobre su estructura y concepción, ya que
es espontánea y natural, y nos conduciría a resultados obvios.
Cabe, evidentemente, realizar algún tipo de reflexión para re-
chazar aquellas teorías que, por motivos ideológicos, se oponen
a la auténtica estructura familiar. Pero, en realidad, continúa
esta línea de argumentación, a poco que se vaya a la sustancia
del asunto, a poco que se profundice, se descubre que esas teo-
rías no tienen ningún valor y por eso la actitud más sensata
consiste simplemente en rechazarlas sin prestarles una aten-
ción que no se merecen por rechazar la evidencia que muestra
la naturaleza.
• ignorancia sociológica: esta postura necesita también
para sustentarse una cierta dosis de ignorancia sociológica. El
conocimiento de los hallazgos de los antropólogos culturales o,
simplemente, de las culturas de otros tiempos debería dar fá-
cilmente al traste con ella pues muestra de modo fehaciente la
diversidad de las estructuras familiares. Ha habido, por su-
puesto, como ya hemos comentado, intentos de explicar teóri-
camente desde la posición naturalista esta variabilidad –que
siempre, de algún modo, ha sido conocida–, intentos que han
apuntado generalmente hacia la presencia de errores intelec-
tuales o morales en el proceso de construcción social de la fa-
milia. Pero estimamos que un estudio mínimamente profundo
de esa variabilidad (no sólo en culturas exóticas y extrañas)
sino en la misma familia europea habrían servido para plante-
ar preguntas profundas sobre la estructura real de la familia.
No deja de ser en este sentido muy paradójico y aleccionador

160
que las primeras teorías desarrolladas sobre la historia de la fa-
milia hayan sido elaboradas por autores de tendencia anti-fa-
miliar como los marxistas o los evolucionistas.
• Estos dos rasgos constitutivos generan, a su vez, un ter-
cero de gran trascendencia: la vulnerabilidad. Esta concepción,
en efecto, resulta extremamente vulnerable desde el punto de
vista intelectual y cultural. En primer lugar, por su debilidad
intrínseca, pero, además, porque la atonía intelectual que ge-
nera impide de raíz la creación de instrumentos formales que
permitan analizar a fondo la estructura familiar. De este modo,
se convierte en una presa muy fácil para estructuras concep-
tuales competidoras. Si estas estructuras alternativas, además,
y como es lógico suponer, están al tanto de los avances socioló-
gicos, la debilidad de la postura naturalista se incrementa to-
davía más y resulta muy difícilmente sostenible.
Alguien podría pensar que hemos exagerado de modo cari-
caturesco esta posición para poder rebatirla con facilidad, pero
lamentablemente no es así. Refleja con bastante fidelidad la ac-
titud de una parte sustanciosa de la cultura de raigambre ca-
tólica a lo largo del siglo XIX y XX. Escuchemos a Leclercq: «En
cuanto a los principios fundamentales de la moral familiar, hay
que decir que han sido considerados como evidentes hasta épo-
ca reciente. Apenas existe la preocupación de demostrarlos. Las
teorías opuestas se refutan despreciándolas, y los argumentos
del consentimiento del género humano y de las exigencias de la
naturaleza son los que más se esgrimen. Hoy en día la situación
ha cambiado. Una doctrina nueva propugna opiniones contra-
rias a la moral tradicional; y los autores católicos sienten la ne-
cesidad de apoyar la concepción tradicional y cristiana de la fa-
milia en una argumentación racional y más estricta. Esta
actitud es reciente y no todavía general»11.
Hay poco que añadir a lo que ya de por sí dice este texto,
pero puede ser interesante aportar un dato que refleje la enti-
dad del problema. Corría el año 1959 cuando Leclercq escribía

11
J. LECLERCQ, La familia según el derecho natural, cit., p. 15 (cursiva
nuestra).

161
estas líneas y afirmaba que la actitud de reconocimiento del
problema era reciente y todavía no general. Pues bien, las po-
tentes teorías familiares que se oponían a la concepción tradi-
cional de la familia (evolucionistas, marxistas, freudianas) es-
taban plenamente operativas desde hacía un siglo 12. Hoy,
afortunadamente, la mentalidad de la cultura pro-familia, en
particular de la cristiana, ha cambiado de forma sustancial.
Existe un poderoso proyecto innovador de comprensión de la fa-
milia, inspirado en buena medida en la filosofía personalista,
y una de cuyas manifestaciones principales por lo que se refie-
re al cristianismo se puede encontrar en el tratamiento tan in-
novador que se plantea en la Gaudium et Spes y que ha sido
después reforzado por otros documentos magisteriales como la
Familiaris Consortio o la Carta a las familias. Pero se ha pa-
gado un gran precio por tan enorme retraso: la profunda debi-
litación cultural y social de la familia occidental, es decir, del
modelo de familia forjado en nuestro continente bajo la in-
fluencia de la cultura occidental y del cristianismo 13.

b) Implicaciones socioculturales de la posición 3

¿Se enfrenta la posición 3 con los mismos problemas de or-


den social y cultural que la posición naturalista? No, puesto que
la definición de naturaleza es mucho más sólida y le permite de-
jar de lado los planteamientos simplistas o erróneos que surgen
de aplicar una visión biologicista a la familia. Sostener que la
familia es conforme a la naturaleza humana no conlleva en
principio ningún límite para una concepción más sofisticada y
profunda de la naturaleza de esta misma familia. Sin embar-
go, en la práctica, las actitudes de quienes sostienen esta posi-

12
Por ejemplo, el decisivo libro de ENGELS, El origen de la familia, la pro-
piedad privada y el Estado es de 1884. Una síntesis de las principales tesis
sobre la familia se puede encontrar en J. M. BURGOS, Diagnóstico sobre la fa-
milia, Palabra, Madrid 2004 y R. BUTTIGLIONE, La persona y la familia, Pala-
bra, Madrid 1999.
13
Sobre el concepto de «familia occidental» vid. J. M. BURGOS, Diagnósti-
co sobre la familia, cit., pp. 107-131.

162
ción no siempre son tan distintas de la anterior, y esto funda-
mentalmente por dos motivos.
Ante todo porque, como ya comentamos al hablar de la obra
de Jean Leclercq, no siempre se posee una clara conciencia de
la distinción que hay –que debe haber– entre los dos conceptos.
Leclercq, por ejemplo, no los distinguía con claridad, pero po-
demos advertir que el texto de Profam que estamos comentan-
do tampoco lo hace. De hecho, comienza con una declaración de
intenciones muy precisa –«La familia es una institución natu-
ral»– que se encuadra en el concepto naturalista. Pero luego, en
el cuarto párrafo, el sentido se traslada, en principio clara-
mente, a la posición 3. Lo transcribo de modo completo: «El ma-
trimonio no es el resultado de la cultura, de la historia o de los
dictados del poder, sino que pertenece a la propia naturaleza hu-
mana y permite que el ser humano se realice en el amor y se re-
alice como persona»14.
¿Qué cabe deducir de estas expresiones? Pues que de la mis-
ma manera que no se distingue claramente entre la perspecti-
va naturalista y la ampliada, de esa misma manera es posible
que se caiga, al menos en parte, en los defectos que caracteri-
zaban a la posición naturalista. Y, de hecho, esto es exacta-
mente lo que sucede. Volvamos a leer el texto que ya hemos
mencionado: «El matrimonio no es el resultado de la cultura, de
la historia o de los dictados del poder» se afirma. Ahora bien,
¿qué implica este tipo de afirmación?, ¿cuál es la mentalidad
que lleva a una expresión de estas características? La mentali-
dad que genera afirmaciones de este tenor es, justamente, de
tipo naturalista, y se manifiesta en que tiende a separar la fa-
milia del mundo de la historia, de la política y de la cultura. Tal
afirmación es, sin duda, bienintencionada. Su objetivo es ase-
gurar la estabilidad de la concepción familiar que se sostiene:
esta sería natural y, por tanto, independiente del devenir de la
humanidad. Ya hemos hablado de esto. El problema es que tal
afirmación, tomada en su literalidad, es falsa. El matrimonio
y la familia, son, al menos en parte y como cualquier realidad

14
La cursiva es nuestra.

163
humana, el resultado de la cultura y de la historia. Y no hay que
irse demasiado lejos para comprobarlo. Basta observar nuestra
sociedad. El matrimonio en España es hoy distinto del de hace
40 años y del de hace 80. Los españoles cambian, la sociedad
cambia y, por lo tanto, el matrimonio también cambia. Y lo mis-
mo puede decirse de la política o de «los dictados del poder». No
se puede establecer una separación artificial entre la política y
las leyes, y el resto de las realidades humanas como si fuesen
de distinto género. Las leyes las hacen los hombres a impulsos
de la sociedad, y una vez establecidas repercuten directa o in-
directamente sobre esa sociedad. Esto vale para cualquier sec-
tor social y, por supuesto, para la familia puesto que esta no es
en absoluto un ente aislado del tejido social por algún tipo de
cápsula invisible. La familia, de hecho, no es más que el modo
concreto en el que una sociedad regula las relaciones sexuales
y la procreación y, por tanto, inevitablemente, está sometida a
una evolución similar a la que sufre la sociedad. Por lo tanto,
el texto, tomado en su literalidad, es incorrecto.
Otra cuestión diferente –aunque muy importante– es si el
matrimonio cambia totalmente, es decir, si es sólo un producto
de la cultura, de la historia o del Estado o, por el contrario, tie-
ne un núcleo inalterable en todas las sociedades. Se trata de una
cuestión trascendental pero difícil de resolver. A nuestro juicio,
una respuesta correcta o, por lo menos, iluminadora, sólo se pue-
de dar distinguiendo con claridad dos tipos de perspectivas: una,
sociológica, que nos hable de lo que es la familia de hecho; y otra,
ideológica, que se refiera a lo que debe ser la familia.

Perspectiva sociológica. Establecer mínimos comunes para el


hombre resulta una tarea muy difícil, si no prácticamente im-
posible. Hemos topado con el problema al considerar la ley na-
tural y lo volvemos a encontrar con la familia. Resulta muy com-
plejo y dificultoso establecer estructuras sociales que se den o se
hayan dado en todas las agrupaciones matrimoniales que han
existido en nuestro planeta. Y el problema se complica si esos mí-
nimos se pretenden describir con precisión. Este dato, pues se
trata de un dato, no tiene, sin embargo, por qué conducir a una
especie de relativismo familiar al igual que la discusión sobre la
ley natural no conducía a un relativismo moral. Ante todo, por-

164
que si hablamos de familia y sabemos de qué estamos hablando
es porque hay un núcleo de significado común que nos permite
utilizar este concepto de modo no equívoco. Si no fuera así, ni si-
quiera nos entenderíamos. Nuestra conversación caería en el ab-
surdo. ¿Cuál es, en este caso, el núcleo de significado común? Lo
que hemos denominado hecho-familia: el núcleo de relaciones so-
ciales, existente en toda sociedad, que opera sobre la sexualidad
y la procreación. El problema es que resulta muy difícil ir mu-
cho más allá de esta genérica afirmación si se pretende que esa
concreción esté presente en todas las culturas. La inteligencia y
la libertad humana, presentes también en todas las culturas, lo
impiden. Parece ser, de todos modos, como se han encargado de
poner de relieve los estructuralistas, que es posible señalar la
existencia de una estructura social familiar que sí estaría pre-
sente en todas las sociedades: el tabú del incesto, que prohíbe las
relaciones sexuales entre los miembros del mismo clan familiar,
genera la exogamia, obligando a los miembros de cada clan a
buscar mujeres fuera del propio grupo social, y constituye así el
primer principio de una organización social más compleja 15. No
se puede infravalorar, desde luego, la importancia de semejante
descubrimiento, pero de igual modo hay que advertir que tal es-
tructuración resulta mínima en relación con lo que hoy podemos
entender por familia. El número de estructuras familiares que
se fundan y que respetan el tabú del incesto puede ser muy va-
riado (lo hacen, por ejemplo, sin ir más lejos, tanto la poligamia
como la monogamia). Todo esto significa, en definitiva, que des-
de un punto de vista sociológico no se puede afirmar que la fa-
milia «no es el resultado ni de la historia ni de la cultura».

Perspectiva ideológica o de principios. Una perspectiva di-


versa sobre la familia es la que atiende no a los datos históri-
cos o sociales sino a los principios. Se puede considerar, en efec-
to, que si bien, el matrimonio y la familia se han concretado
sociológicamente de muchas maneras a lo largo de la historia,
su auténtica formulación, la que responde de hecho a la verdad

15
Cfr. C. LÉVI-STRAUSS, Las estructuras elementales del parentesco, Paidós,
Madrid 1998.

165
antropológica más profunda sobre el hombre y la mujer, sólo es
una, por ejemplo, la familia entendida como la unión de un
hombre y de una mujer con afán de perpetuidad y abierta a la
vida. La afirmación ideológica se presenta, por lo tanto, no como
una afirmación de hecho sobre lo que ha sido la familia a lo lar-
go de la historia, sino como una afirmación de derecho sobre lo
que la familia debe ser, sobre cuáles son sus características a
partir de una determinada concepción del hombre y de la mu-
jer (que, en el caso del ejemplo que hemos dado es una antro-
pología de corte occidental y cristiano).
Este planteamiento es perfectamente válido. De la misma
manera que es razonable admitir afirmaciones sobre lo que la
persona debe ser, cabe admitir la posibilidad de realizar este
tipo de afirmación sobre la familia. Ahora bien, quien sostiene
este tipo de afirmación debe ser muy consciente de las caracte-
rísticas de esta tesis, es decir, que no se trata de afirmaciones
de hecho sino de derecho, no se habla de historia de la familia
sino de lo que la familia debe ser desde una perspectiva deter-
minada (basada, por ejemplo, en la igual dignidad del hombre
y de la mujer). Y debe ser consciente además que una descrip-
ción de principio es siempre una afirmación genérica que debe
ser concretada culturalmente incluso aunque se esté hablando
del matrimonio cristiano.
No podemos salirnos de la cultura. Nunca. Se trata de una
pretensión utópica y en cierto sentido infantil. No existen ma-
trimonios reales a-culturales o a-históricos por la sencilla razón
de que no pueden existir. Las familias reales no son separables
de la cultura circundante ni de la visión que el hombre y la mu-
jer tienen de sí mismos en un determinado momento de la his-
toria. Por eso, incluso la realidad del matrimonio cristiano cam-
bia ya que no es separable de las circunstancias en las que se
desenvuelve. Sí es cierto en este caso que la Iglesia propone un
núcleo fundamental invariable ya que está ligado a la Revela-
ción. Pero nadie vive exclusivamente con ese núcleo invariable
(unicidad, estabilidad, etc.); vive en un mundo específico con
una cultura y unas condiciones mediomabientales determina-
das que varían. Y el matrimonio cristiano real se constituye por
la fusión de ambas realidades: la invariable y la cultural.

166
En este sentido, si bien resulta muy sugerente y útil la pers-
pectiva teológica difundida recientemente que invoca un pro-
yecto divino originario sobre la familia 16, los defensores y pro-
motores de este planteamiento no deberían olvidar lo siguiente:
1) ese proyecto y ese modelo se sustentan en una antropología
cristiana, por lo que sólo logrará aceptación social en la medi-
da en que se acepte también esa antropología; 2) ese proyecto
así formulado no es completamente real en el sentido que aca-
bamos de indicar, pues si bien propone contenidos específicos
para la configuración de la estructura familiar no la hace de
modo totalmente concreto. Sólo dando ese último paso, «el di-
seño de Dios sobre la familia» se convierte en un tipo de fami-
lia sociológicamente existente en una época y cultura determi-
nada (familia tradicional, familia moderna o nuclear, etc.). Pero
es muy importante darlo. Si se omite y se insiste en la pers-
pectiva teológica, las familias que lo sigan pueden tener un pro-
blema de conexión con su entorno social. Serán capaces quizá,
de saber, cómo tender puentes entre su vida familiar y su vida
cristiana y espiritual, pero desconocerán cuál es su papel en el
conjunto de la sociedad y cómo defender o exigir los derechos co-
rrespondientes a las funciones sociales que realizan.

* * *

«Modelo familiar que defiende Profam:


La familia es una institución natural que existe antes que
el Estado o cualquier otra comunidad, constituye la célula bá-
sica de la sociedad y se conforma como elemento angular del
desarrollo social.
La familia está fundada sobre el matrimonio, unión íntima
de vida, complemento entre un hombre y una mujer, constitui-
do por un vínculo formal y estable, libremente contraído, pú-

16
El desarrollo más elaborado de esta propuesta lo ha hecho Juan Pablo
II, Hombre y mujer lo creó, Cristiandad, Madrid 2000. El Instituto Juan Pa-
blo II para la Familia se ocupa de desarrollar sistemáticamente esta pro-
puesta.

167
blicamente afirmado y al que se le ha confiado la transmisión
de la vida.
El matrimonio responde a la estructura personal del ser hu-
mano, que se expresa en la diferencia y la complementariedad
sexual entre el varón y la mujer, de tal manera que, mediante
la unión de los esposos se puede generar una nueva vida.
El matrimonio no es el resultado de la cultura, de la histo-
ria o de los dictados del poder, sino que pertenece a la propia na-
turaleza humana y permite que el ser humano se realice en el
amor y se realice como persona.»

168
COLECCIÓN REPENSAR

Repensar las Virtudes


Carlos Díaz
Repensar la Universidad. La Universidad ante lo nuevo (2.ª edición)
Alejandro Llano
Repensar la Cultura
José Luis González Quirós
Repensar el Trabajo
Miguel Alfonso Martínez-Echevarría
Repensar la Familia
José Pérez Adán
Repensar la Paz
Jesús Ballesteros
Repensar la Ciencia
Natalia López Moratalla
Repensar la Educación
Inger Enkvist
Repensar la Sociedad. El enfoque relacional
Pierpaolo Donati
Traducción y estudio introductorio de Pablo García Ruiz
Repensar la naturaleza humana
Juan Manuel Burgos

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