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Instituto de Expansión de la Consciencia Humana

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ENFRÉNTALO TODO, NO EVITES NADA


(artículo publicado en revista Uno Mismo Nº146, Santiago de Chile, Febrero 2002)

Alejandro Celis H.

El guía espiritual Andrew Cohen, quien en Octubre 2000 visitó Chile (ver Uno Mismo Nº 137,
Mayo 2001), editó ese mismo año la traducción al español de un significativo librito suyo:
“¿Quién Soy?¿Cómo debo vivir?” (Ed. Transformación, Santiago), que tiene el ambicioso propósito
de “presentar en profundidad todo lo que cualquier ser humano sincero necesita saber si es que quiere ser
libre”. En los viejos tiempos, “ser libre” solía ser un deseo relativamente popular... o al menos
eso parecía, si leíamos a Hermann Hesse, Aldous Huxley, Walt Whitman, Wofgang Goethe… un
puñado de escritores pioneros que nos inspiraron en el pasado con el despertar, la iluminación,
la libertad interior. Últimamente, sin embargo, el tema no es tan popular –me asalta la duda si
alguna vez lo ha sido-. La gran mayoría parece conformarse con adecuarse a la sociedad, ganar
dinero, casarse, tener niños y ”un buen pasar”. Este artículo va para aquellos que aún podrían
interesarse de verdad en el tema...

Los cinco principios básicos de la iluminación

Andrew especifica cinco principios que, a su juicio, son los centrales para vivir una existencia
iluminada:

Claridad de intención: el primer principio señala que, si deseamos ser libres, tenemos
que cultivar la intención de serlo en un grado tal que siempre sea más poderosa que cualquier
otro deseo;

La ley del libre albedrío: señala que no somos víctimas de nuestra experiencia, y por tanto,
invita a no dejarse tentar por la posibilidad de sentirse una víctima en circunstancia alguna;

Enfrenta todo y no evites nada: este principio declara que, si lo que más anhelamos es
ser libres, tenemos que estar dispuestos en todo momento a enfrentarlo todo y no evadir nada.

La verdad de la impersonalidad: este principio declara que cada aspecto de nuestra


experiencia personal es, en esencia, completamente impersonal. Existe una única experiencia
humana; sin embargo, cada uno de nosotros cree que su propia experiencia es exclusiva, única.
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Para el bien del Todo: el último principio declara que, si queremos ser seres humanos
liberados, debemos llegar a un punto en el que ya no vivimos para nosotros mismos, sino para el
bien del Todo.

Si uno examina los principios y tiene alguna familiaridad con las enseñanzas o escritos de
diversos maestros espirituales, se dará cuenta de que no son novedosos, pues son muchos los
guías que los han sugerido, de uno u otro modo. A mi entender, Andrew tiene sí el mérito de
sistematizarlos en una forma simple y al acceso de cualquiera que de verdad se interese. No
intento aquí comentar el libro completo, sino sólo uno de los principios, el que Andrew Cohen
expone de un modo particularmente inspirador.

Enfrenta todo, no evites nada

¿A qué se referirá este principio? Para empezar, quiero dejar claro que, a mi entender, NO se
refiere a que debamos vivirnos TODAS las experiencias por las que un ser humano puede
atravesar. Cuando hablamos de “vivir el presente”, “abrirse a la experiencia” y otras expresiones
por el estilo, lo que suele entenderse es lo anterior, y éste es un error. El temor nos hace imaginar
lo peor: deberemos hacer y experimentar cosas que no nos atraen y hasta nos repelen. Ése será –
imaginamos- el camino hacia la “liberación”.

Felizmente, nada está más lejos de la realidad. Hay un proceso, claro; no se trata simplemente de
acomodarnos a la situación actual. Hay cosas que debemos hacer. El principal obstáculo a la
liberación es (para variar) nuestro condicionamiento: hemos aprendido a actuar como máquinas,
a responder a cada situación de un modo pre-pautado, automático e inconsciente. No
respondemos a la situación presente desde nuestro ser; respondemos desde nuestro programa
automático, desde el condicionamiento. Nuestro ser es amoroso, compasivo y verdadero;
nuestro programa es mezquino, egocéntrico, calculador y falso. Nos lleva, no a expresar nuestra
verdad, sino a calcular cuál es la respuesta que más conviene a nuestras prioridades mezquinas
y paranoides.

Voy a ilustrar con ejemplos, para que no se crea que exagero. Imaginemos que nos llama la
atención un(a) desconocido(a) en la calle. Quizás nuestra espontaneidad nos llevaría a
simplemente acercarnos y decirle, “Hola, me llamaste la atención. Quiero saber quién eres, quiero
satisfacer mi curiosidad”. ¿Qué ocurre en vez de eso? Generalmente, una serie de diálogos
internos, -mientras mantenemos una apariencia exterior lo más inexpresiva posible- ”Me llama la
atención esta persona. Parece interesante. Me pregunto qué hace, quién es. Quizás podríamos tener una
relación amistosa o amorosa. Pero claro, ya estoy saliendo con “X”… no puedo hacerle eso. Además, ¿qué
sentido tiene? Lo más probable es que no sea como la imagino. Puras tonterías. Tengo que aprender a
controlarme y a no pensar idioteces”.

O bien, “Qué atractiva es esa persona. Pero lo más probable es que yo no le interese. Además, ¿cómo voy
a simplemente acercarme, si no sé ni quién es? Voy a hacer el ridículo… o quizás se burle de mí o se
aproveche”. A pesar de lo familiares y extendidas que son estas experiencias, hay una versión
peor, aún más extendida: actuar como un robot ensimismado, sin siquiera percibir lo que
sentimos en un momento determinado. Esto hasta puede tener diversas justificaciones: “los
buenos modales”, “la decencia”, “la fidelidad”, “el vínculo matrimonial”, “la seriedad”, etc.
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En el ejemplo anterior, dejarse llevar por el impulso no implica absolutamente nada más allá de
la situación estrictamente presente: nuestras fantasías nos dicen que el mero acercamiento a esa
persona que nos llama la atención implica prácticamente entregarnos de pies y manos atadas a
una situación incontrolable. Acercarnos implica quedar absolutamente vulnerables a esa
persona, a merced de sus deseos: nos hemos –supuestamente- puesto a su disposición.
Obviamente, la idea no es ésa: nunca debemos perder de vista nuestras señales internas.
Supongamos que nos acercamos; ésa será una nueva situación, con nuevos índices, nuevas
posibilidades. Probablemente deseemos seguir adelante con el contacto, o quizás no. En cada
instante deberemos seguir realizando esa evaluación: ¿qué queremos hacer ahora? ¿Cuáles son
nuestras señales internas?

Y bien: la dificultad consiste, precisamente, en que prestamos atención a toda esta serie de
dictámenes internos, y no a nuestras auténticas señales. Nuestro ser interior –quienes realmente
somos- quiere experimentar, jugar, contactarse con todo lo que esta vida ofrece. Desea
aprovechar lo que el momento entrega (el “Carpe Diem” de Horacio), estrujar la generosidad de
la vida ahora –no en un supuesto futuro con mejores condiciones-. En vez de dejarnos llevar por
ese impulso, ¿qué hemos aprendido a hacer? A ser cautos. A pensar las cosas. A calcular lo que
nos conviene. A ofrecer una determinada imagen (falsa) a los demás. A pensar en el futuro. A
pensar en términos de una supuesta (y absolutamente inexistente) “seguridad”.

"¿Qué provecho obtiene el hombre ganando el mundo entero si al hacerlo pierde su alma?" (Mateo, 16:
26). Realmente grandiosa es esta cita de Jesús, una de mis favoritas –ojalá los que se llaman a sí
mismos “cristianos” le prestaran un poco de atención-. En una sola frase, resume muchas cosas.
¿Qué se gana, en verdad, acumulando bienestar económico y prestigio social para sí mismo y la
familia si en el camino se actúa pasando por encima de otros seres humanos? Un antiguo slogan
del Banco Edwards decía: “Tenga la seguridad de que su hijo un día será Don Tomás”…¿y quiénes
serán los que lo llamarán “Don” Tomás? ¿Aquellos que serán “pasados por encima”?… ¿Qué se
gana si no se respetan las necesidades de otros? ¿Si lograr nuestros propósitos implica sacrificar
nuestra vida presente? Si, en suma, “perdemos el alma” por desconectarnos del llamado de
nuestro ser interior, de momento en momento?

El llamado interno

Y, ¿cuál será ese llamado? Es muy simple, pero la respuesta no es fácil. El llamado es a
responder a lo que cada instante presenta, desde nuestra sensibilidad y nuestra consciencia.
El universo, a pesar de las apariencias, no es un caos: existe una armonía, un orden, una
sincronicidad de la que todos y todo formamos parte. Nada es accidente, nada es azar; esto no
significa que existan razones ocultas para cada cosa, como se entiende comúnmente:
simplemente, significa que cada cosa ocurre porque ese Todo lo permite, autoriza o desea.
Tampoco es una “decisión” de ese Todo. Cuando Jesús dijo, “Hágase Tu voluntad, y no la mía”,
supongo que no se refería a la voluntad de cierto personaje –Dios- sino a la del Todo, la de esa
armonía, la de ese Orden.

Nuestra pequeña voluntad egocéntrica –hasta Jesús tenía una- muchas veces entra en conflicto
con la del Todo, y es claro quién va a ganar: una gota de agua oponiéndose al océano, una
hormiga a una tormenta de arena en el desierto. En ese momento, Jesús se entregó a esa
voluntad más amplia, y muchos dicen que fue entonces cuando alcanzó su plena realización.
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Como partes de este Todo, cada uno de nosotros posee claves internas que nos señalan cuál es la
acción o la respuesta adecuada a cada instante. Se presenta una situación: si de veras
escuchamos y dejamos de lado el condicionamiento, sabremos qué es lo que de veras deseamos
hacer, y distinguiremos eso de lo que nos sugieran el temor, la comodidad o la supuesta
“seguridad”. Y ÉSE es el llamado, no otro. No se trata de lo que “deberíamos” hacer según tal o
cual norma: de lo que se trata es de responder a ese llamado interno, que es a la vez nuestro y el
del Todo.

El problema, nuevamente, reside en lo que se nos ha enseñado: a velar por la seguridad, la


estabilidad y el futuro. A cuidar la duración de las cosas, no su vitalidad. Es así como una
relación de pareja es evaluada según su duración, no por su calidad o por su profundidad. Una
relación breve será evaluada casi siempre como un “fracaso” o como algo “que no resultó”,
independientemente de lo que experimentamos o aprendimos de ella. Las cualidades de un
empleo rara vez son evaluadas por el grado en que nos sentimos realizados en él, por el grado
en que sentimos que nuestra creatividad se vuelca en esa labor. ¿Cuántos son aquellos que
evalúan su trabajo casi exclusivamente por la “seguridad” –estabilidad, plan de jubilación- que
implica?

Si nos dejamos llevar por nuestro condicionamiento, nos empequeñecemos y nos alejamos de
nuestro verdadero potencial; nos centramos en la supervivencia, y no en la expansión de nuestro
ser. Consciente o inconscientemente, estaremos insatisfechos con la vida estrecha y carente de
verdaderos desafíos que nosotros mismos habremos elegido. Culparemos de nuestra
insatisfacción a los que nos rodean, quienes sólo serán -a lo más- nuestros cómplices; quizás sin
darnos cuenta, envidiaremos a aquellos que son más honestos y corren más riesgos en su vida.
Sin embargo, lo más probable es que no reconozcamos esto como envidia, y que caigamos en
pequeñeces como la crítica y el abierto “pelambre” encubierto, intentando bajar a nuestro nivel a
quienes nos inspiran envidia.

La otra alternativa consiste, simplemente, en decirle “sí” a cada una de nuestras vivencias,
independientemente de que nos agraden o no. Enfrentarlo todo y no evitar nada significa,
simplemente, dejarnos sentir cada una de nuestras vivencias; estar con ellas, recoger su mensaje
y, con ello, hacernos más plenos. Y eso incluye dejarnos sentir el temor, el rechazo o cualquier
otra vivencia que se genere en relación a ellas. Es así de simple y, por más que busco palabras
para dejarlo más claro, vuelvo a las mismas que ya utilicé. “Evitarlo casi todo” –nuestra
situación actual- estrecha nuestro mundo y nos hace perder libertad: dedicamos gran cantidad
de energía a evitar, reprimir, esquivar, desensibilizarnos... imaginen la expansión y la libertad
que se producen en nosotros cuando simplemente nos dejamos sentir –con curiosidad,
aceptación y respeto- lo que ocurre en nuestro interior...

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