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Instituto de Expansión de la Consciencia Humana

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CÓMO OCURRE EL CAMBIO


(artículo publicado en Revista Uno Mismo Nº131, Santiago de Chile, Noviembre 2000)

Alejandro Celis H.

Una de las preguntas más frecuentes que se reciben cuando uno se dedica a ofrecer caminos y
posibilidades de cambio personal y global, es “Bueno, bueno; muy bonito. Pero, ¿cómo se hace ese
cambio?”.

Muchas veces esta pregunta es de veras sincera y otras es una mera manipulación para
declararse impotente e incapaz de realizar cambio alguno, o para confirmar que es “Tan difícil”
que la persona finalmente no se desplaza ni un milímetro de donde está. Obviamente que este
escrito va dirigido a los primeros: los que se sienten atraídos por un posible cambio personal,
mas sinceramente no visualizan un “cómo”.

Los métodos y recetas mágicas

Una de las grandes ilusiones que subsisten en nuestra sociedad –junto con el Viejo Pascuero, el
conejo de la Pascua de Resurrección y el matrimonio “que vivió feliz para siempre”- son
aquellas recetas o métodos que, mágicamente y sin esfuerzo ni costo por nuestra parte, nos
proporcionarán fácilmente una nueva y deseable situación de vida. Esta inocente creencia -que
se equipara fácilmente con el dicho de “creer en el Viejo Pascuero”- es explotada por el
marketing de un sinnúmero de productos, desde sustancias y frotaciones que en un santiamén te
hacen bajar sustantivamente de peso –quemando los kilos de más como por arte de magia- hasta
métodos de cambio personal que, sin esfuerzo, tensión o sufrimiento de tu parte, te hacen la
vida maravillosa y light.

Hace cosa de un año conversé con un hombre que había sido adicto a la heroína. Como se sabe,
las adicciones que conocemos usualmente –café, tabaco, alcohol, cocaína y sus derivados- son
como un juego de niños comparadas con la dependencia que generan los derivados de la
amapola -entre los que se cuenta la heroína-. Cuando le pregunté cómo había dejado de
consumir la sustancia, simplemente me dijo que después de arrastrar la dependencia durante
años y de haber caído en lo más bajo, generándose gravísimos problemas sociales y familiares,
en un momento dado simplemente decidió dejarla... y lo hizo. Obviamente, no sin costo
emocional, y experimentando una serie de síntomas físicos desagradables.
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En Chile, casi todas las familias tienen a algún alcohólico y conocen de cerca el problema y sus
consecuencias. Sabemos lo que implica y hasta dónde puede autodegradarse un alcohólico.
Existen, por supuesto, los consabidos mitos acerca de esto: los “remedios milagrosos” y las
“estupendas clínicas” que solucionan el problema. Lo mismo ocurre con los fumadores
compulsivos: también se oye hablar de “tal o cual tratamiento maravilloso” que corta de raíz el
problema. Los que hemos visto esto más de cerca, sin embargo, sabemos que esto no es todo:
que muchas individuos se someten a estos tratamientos y luego reinciden. ¿Cuál será, entonces,
el elemento faltante?

Responsabilidad por la propia vida

Fritz Perls, el creador de la terapia Gestalt, solía decir que el neurótico común –la generalidad de
la población- desea seguir en estado infantil. Que le digan qué hacer y qué no, y evitar tener que
decidir y asumir el costo de decisiones correctas o incorrectas. De hecho, uno de los grandes
atractivos de un gobierno totalitario –fascista o comunista, al menos en sus versiones más
caricaturescas- es que el individuo pierde importancia: lo importante es “el bien común”, el
Estado es el que da las directivas, las cosas están claras y nadie debe realizar el esfuerzo de
tomar una decisión por sí mismo. Uno de nuestros más grandes deseos, cuando cometemos un
error, es tener algo o alguien a quien echarle la culpa –y con eso eludir nuestra propia
responsabilidad-. Por último, “Mi hermanito me dijo que lo hiciera”, “Hice lo que se me dijo”,
etcétera. El lector puede con seguridad imaginar muchísimos más ejemplos...

Víktor Frankl, psiquiatra austríaco, solía proponer que los americanos construyeran una Estatua
de la Responsabilidad en la costa de California, sólo para equiparar la Estatua de la Libertad en
Nueva York. La libertad no es gratuita: implica hacernos responsables de nuestra vida. Y eso no
es fácil: requiere de nosotros que dejemos de ser niños. Esta idea, dicho sea de paso, ha sido
propuesta por todos aquellos individuos que se han atrevido a pararse en sus propios pies y a
ser individuos. Alguien que se me viene a la cabeza en este sentido –además de Frankl- es Erich
Fromm.

El elemento faltante para que el cambio personal ocurra es, entonces, la responsabilidad.
Responsabilidad es darnos cuenta de que nuestro bienestar interno –nuestras vivencias, grado
de expansión, nuestra armonía interior y hasta las emociones que experimentamos- dependen
exclusivamente de nosotros. Hay múltiples ejemplos que ilustran eso, pero la idea general es
que no somos esclavos de las circunstancias externas: éstas sólo dan el contexto, pero nosotros
elegimos cómo reaccionar dentro de ese contexto. El ejemplo más clásico es el que vivió Frankl en
un campo de concentración en la Segunda Guerra Mundial: dentro de ese contexto
extremadamente limitante, él eligió no suicidarse -algo que muchos hacían-, eligió intentar
aprender de la experiencia y eligió ayudar, dentro de sus posibilidades, a sus compañeros de
prisión.

¿Te echaron de tu trabajo? Puedes deprimirte o lamentarte por el resto de tu vida, culpando de
tu situación a quienes te echaron... o puedes tomarlo como una oportunidad de explorar una
nueva vida. ¿Tu pareja te abandonó? Las mismas reacciones son posibles. ¿Te informaron que
tienes una enfermedad incurable? Puedes lamentarte, llenarte de amargura y resentimiento y
hacerles la vida imposible a los que te rodean por el tiempo que te quede de vida o puedes
decidir, por ejemplo, que en el tiempo que te quede vas a realizar muchas de las fantasías que
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habías postergado una y otra vez. Podemos elegir, dentro de las posibilidades. Y esas
posibilidades suelen ser muchas más que las que imaginamos.

El penetrante derrotismo

Antes de unir todos estos elementos para cumplir con lo que el título de este artículo promete,
debo examinar algunos de los obstáculos que nos encontraremos en nuestro propósito de
cambio personal. Los obstáculos más grandes son, a mi entender, la “desesperanza aprendida”, el
simple pesimismo y la ignorancia respecto a nuestras verdaderas posibilidades. Debemos el concepto
de “desesperanza aprendida” a Martin Seligman, psicoterapeuta que descubrió -en síntesis- que
animales y humanos aprendemos, en ciertas experiencias de vida, que hagamos lo que hagamos
no podremos evitar un dolor o sufrimiento determinados.

Seligman verificó esta actitud en animales, al someterlos a situaciones de dolor o sufrimiento


inevitables (por ejemplo, recibían un shock eléctrico independientemente de lo que hicieran). El
animal finalmente se quedaba inmóvil (dejaba de intentar escapar) y moría. El experimento no
es nada humanitario y muy cuestionable éticamente, pero no hay duda de que nos muestra algo.
Nosotros los humanos también podemos caer en esa actitud extrema de abulia en que no vemos
salida, y donde simplemente nos dejamos morir o derechamente nos suicidamos.

El pesimismo es una actitud más conocida y generalizada, en la que la persona simplemente elige
–conscientemente o no- ver las cosas desde un ángulo más oscuro. Esta actitud es también
aprendida, por supuesto, mas no por ello irreversible. Podemos aprender a ver las cosas desde
una perspectiva diferente y más luminosa, y por cierto que eso cambia no sólo cómo nos
sentimos, sino que también –literalmente- las oportunidades que se despliegan frente a nosotros.

Una situación bastante menos obvia –que también nos afecta a todos- es que no imaginamos
nuestras verdaderas posibilidades. Aquí es también muy importante el entorno cultural, puesto que
es allí donde vemos modelos inspiradores de una posibilidad. Por ejemplo, ¿qué modelos
sociales tenemos de una vida íntegra y satisfactoria basada en la honestidad frente a uno mismo
y los demás? Si no los tenemos, concluiremos que no es posible unir esos factores. Vemos líderes
políticos y religiosos deshonestos y que practican todo tipo de componendas: ¿qué conclusión
sacamos de eso? Vemos parejas en que se engañan mutuamente, ocultando hechos y
sentimientos... ¿es éste un mensaje apropiado para que concluyamos que el amor incondicional
y transparente es posible?

Por otra parte, en nuestra niñez y adolescencia se nos frustró una y otra vez nuestro impulso de
explorar, de conocer, de experimentar cosas que se alejaban de los márgenes de lo aceptado
socialmente. ¿Qué mensaje le queda a uno con eso? ¿Ha visto usted cómo se reprime la
curiosidad y la exploración sexual en las escuelas, aún en la más tierna edad? El inocente enano
o enana de cuatro o cinco años que pregunta cosas que le resultan incómodas a una profesora
boba o reprimida es acusado(a) poco menos que de degenerado(a) en potencia. Para qué hablar
de lo que ocurre si juegan “al doctor”... Esto que parece risible es causa de expulsiones de
colegios y de verdaderas palizas propinadas por padres o profesores. ¿Cree usted que después
de experiencias como ésta le quedan muchas ganas al niño o niña de experimentar cosas –de
cualquier índole, no sólo sexual- que no apruebe la sociedad?
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Una de las cosas que aprendemos de este modo es a bajar considerablemente nuestras expectativas:
aprendemos que de este modo evitamos mayor dolor y frustración. ¿Tenemos una fantasía llena
de estrellitas?: “Bajémosle el perfil para que no duela, no nos dejemos sentir ese deseo en toda su
intensidad. Conformémonos con lo que tenemos. A fin de cuentas, ¿de qué nos quejamos? Tenemos todo lo
que necesitamos: no seamos desagradecidos. Las cosas son como son y así seguirán siendo. La vida, el
trabajo, la relación de pareja son como son y no hay que darle más vueltas: dejemos de soñar y seamos
“prácticos”.”

El aprecio exterior versus lo que yo deseo

Una disyuntiva que se repite una y otra vez en nuestras mentes es la que supuestamente existe
entre buscar nuestra propia armonía o felicidad y el aprecio que recibimos de los demás. En
general, los vemos como opuestos: para vivir con los demás, debemos hacer lo que les agrade,
no “herirles” expresando lo que realmente sentimos y, en general, transar con lo que realmente
deseamos y sentimos para no incomodar al resto.

No tengo idea cómo llegamos a la situación actual como sociedad, pero el panorama no es
alentador: existe un grado de violencia patológica a la que ya prácticamente nos hemos
acostumbrado, hay destrucción del planeta, de los animales y de unos y otros, los poderosos
explotan a los más débiles, las guerras se dan por las causas más estúpidas y las supuestas
“autoridades” del mundo no son modelos íntegros o atractivos, excepto para los más psicópatas.
¿Desea usted seguir perpetuando un mundo como éste? Porque el mundo, tal como está, lo
estamos produciendo entre todos. Nuestra pequeñez, nuestra avaricia, nuestra violencia, nuestra
insensibilidad, nuestra deshonestidad -nuestra inconsciencia, a fin de cuentas- es la que genera
-desde una escala pequeña hasta una sumatoria de todos nosotros- la situación que vemos.

El círculo se puede romper en cada uno de nosotros: si bien no está en nuestras manos cambiar
al mundo, al menos podemos cambiar nosotros e invitar a los demás a seguir nuestro ejemplo.
Para ilustrar, es claro que la verdad le resulta incómoda a muchas personas. Pruebe, por
ejemplo, expresarle todo lo que siente a su círculo más cercano de parientes, amigos y relaciones
afectivas. Generalmente, la reacción no es positiva: se prefiere la apariencia, el encubrimiento, la
falsedad. Es más cómoda una apariencia plastificada y perfumada que la verdad tal como es. La
opción no es ofender a todo el mundo y romper con todo nuestro entorno, sino comenzar –al
ritmo que lo deseemos- a honrar y a respetar lo que sentimos y pensamos: nuestra verdad.
Podemos comunicarle esa verdad a quien veamos dispuesto a escucharla, pero no tiene sentido
subirse a un techo y gritarla con un altavoz. No tiene sentido generar una reacción negativa
gratuitamente. Sin embargo, el honrar esta verdad también implica vivirla internamente y no
violentarnos haciendo o diciendo algo que no deseamos hacer o decir.

Si usted comienza a respetar su propia verdad y a no cuestionarla, a no culparse por el supuesto


“daño” que genera a los demás –otro de los grandes mitos de nuestra sociedad- y a conectarse
cada vez con mayor aceptación con lo que de veras siente y piensa –incluso con ese deseo de que
los demás le aprecien y que lo dejen de considerar una “oveja negra”- logrará paulatinamente
una armonía interna que compensa con amplitud el supuesto espejismo/recompensa de la
aprobación de los demás. Los amigos, pareja y familia que de veras se queden junto a usted
serán aquellos que de verdad le aprecian y que no necesitan que usted se acomode a sus deseos
y expectativas. Los demás nunca le dieron un verdadero apoyo: en el mejor de los casos,
aprobaban la idea que ellos tenían de lo que usted es o podía ser.
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¿Cómo es, entonces, que ocurre?

Cuando hablo de cambio interno y personal, me refiero a cualquier modificación de cualquier


índole en la propia vida: dejar de fumar, modificar las propias actitudes respecto a los hombres
o las mujeres, respecto a las propias potencialidades, respecto al trabajo o al dinero, modificar
hábitos o estilos de vida, etcétera. El primer requisito para que cualquier cambio ocurra –y, a mi
juicio, el más importante de todos- es desearlo de veras. Muchas veces nos planteamos opciones
o alternativas sin primero preguntarnos si de veras queremos eso. ¿Es esto algo que de veras nos
inquiete, que nos motive? ¿O es acaso sólo una idea atractiva que alguien nos ofrece? ¿Es este
deseo realmente mío, en buenas cuentas?

El segundo elemento, si se cumple el anterior, es el atrevernos a realmente sentir lo que


deseamos, a no dejarnos desalentar por todas aquellas voces internas que nos dicen que esto no
es posible o que no nos lo merecemos, que no somos capaces de lograrlo, etcétera. Para esto, y
como vimos antes, deberemos sobreponernos a todo el condicionamiento que nos hace ver las
cosas como imposibles, o al menos inalcanzables para nosotros.

Un tercer elemento es hacernos responsables de nuestro deseo y de veras ver que de nosotros
depende el concretarlo. Me imagino ese momento como una ventana que se abre, a través de la
cual uno ve que “es posible” el cambio. Es muy útil para lograr ver esto que recordemos
ocasiones en que, en el pasado, logramos algo que nos propusimos. Tenemos esa capacidad, y
sólo debemos descubrirla en nosotros.

Un quinto elemento –muy cercano al anterior- es hacerse cargo del aspecto práctico de la
posibilidad que acabamos de percibir. ¿Qué debemos hacer, en un plano estrictamente práctico,
para llevar a cabo ese cambio?

El elemento final –y no menos importante que los demás- es estar dispuesto a pagar el precio
que implica realizar el cambio. Dicho sea de paso, este precio puede ser menor que el que
imaginamos, y las personas que no desean de veras llevarlo a cabo (la primera condición) suelen
intentar desalentarse a propósito imaginando consecuencias catastróficas si realizan lo que
desean hacer. En la realidad, sin embargo, sí es posible que incomodemos a más de alguien o
que experimentemos sentimientos y vivencias desagradables o situaciones incómodas o
demandantes. Esto es, por supuesto, posible y es quizás un precio necesario. Si estamos
dispuestos a pagarlo y de veras deseamos el cambio... lo haremos. Y es, por supuesto, legítimo y
deseable buscar todos los elementos o personas que nos ayuden o apoyen en ese proceso.

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