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UNIVERSIDAD DE TALCA

PSICONEUROBIOLOGÍA I

¿Determinismo genético o interacción


con el medio ambiente?

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Hoy en día, uno de los temas de mayor divergencia en el mundo de la
ciencia es el cuestionamiento de la adquisición de las características de los seres
vivos y su comportamiento. Sin duda alguna, las distintas especies han sufrido
procesos evolutivos que han conducido a la biodiversidad y al empleo de una serie
de comportamientos a modo de adaptación a las exigencias del medio. Ahora
bien, ¿qué mecanismo regula estas conductas? ¿El comportamiento de las
especies es genético o adaptativo? La respuesta a esta interrogante es, por parte
baja, compleja. Para vislumbrar una posible solución es necesario tomar como
ejemplo a la criatura más compleja del espectro de especies del planeta: el
hombre, quien ha sido capaz de dar un salto desde el instinto animal y
desarrollado conductas sociales, con razonamiento, facultades cognitivas,
lenguaje y sentimientos. Más allá de este hecho, también presenta una serie de
fenómenos y rasgos –el fenotipo- que logra distinguir a cada individuo de otro. El
patrón que define este fenotipo es el genoma humano, pero ¿es este genoma la
última palabra a la hora de definir cómo se desarrollará el hombre –su color de piel
y ojos, su grupo sanguíneo, sus enfermedades, su personalidad-?
En esencia, el dilema entre determinismo genético y ambiental no se
resuelve de forma tan sencilla y la respuesta no es rotunda. En pocas palabras,
tanto la genética como el ambiente trabajan en concierto: los genes proporcionan
los cimientos y el ambiente da los toques finales a gran construcción que es el ser
humano, en mayor o menor medida dependiendo de la característica humana que
se esté analizando.
Los rasgos fenotípicos corporales están determinados por la herencia de los
genes aportados por el óvulo y el espermatozoide al nuevo ser durante la
concepción. Beck (1999) define fenotipo como “la compleja combinación de la
información genética que determina nuestra especie e influye en todas nuestras
características únicas” (p. 94).
“Los fenotipos (…) también están afectados por una historia larga de
influencias ambientales –algunas empiezan incluso antes del momento de
la concepción (…) Los genes ejecutan su tarea enviando instrucciones al
citoplasma (…) para hacer una rica variedad de proteínas (…) Son los

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fundamentos biológicos a partir de los cuales se construyen nuestras
características y habilidades” (Beck, 1999, p. 94-95).
Siendo así, venimos al mundo con un 50% de rasgos maternos y la mitad
restante de rasgos paternos y según criterios de dominancia, recesividad y
codominancia, expresaremos uno o ambos alelos para un mismo gen o bien
intervendrán genes múltiples en el desarrollo de determinada característica. Estas
leyes son válidas para rasgos que determinan tanto el color de ojos, pigmentación
de la piel o tipo de sangre –entre otras propiedades del organismo- como nuestra
salud o enfermedad. Podemos manifestar enfermedades producto de anomalías
en el número cromosómico –síndromes de Down o Turner, entre otras afecciones-
o males de carácter recesivo, como la hemofilia o la anemia falciforme o aun peor,
enfermedades dominantes, tal es el caso de la enfermedad de Huntington o el
síndrome de Marfan (Beck, 1999).
En el caso de los fenómenos anteriormente descritos, nada puede hacer el
ambiente. Pero la historia no termina en la concepción, ¿la razón? Estos genes sí
pueden cambiar, es lo que llamamos mutaciones. Algunas mutaciones ocurren por
azar, otras, por agentes ambientales que inciden a nivel de gametogénesis. Rara
vez estas mutaciones son favorables y, si lo han sido, han ocurrido con el fin de
aumentar la variabilidad genética y ayudar a las especies a sobrellevar alguna
eventualidad ambiental (Beck, 1999). Cabe considerar además que los
teratógenos (llámese a cualquier agente ambiental que cause daño durante el
período prenatal) actúan sobre los genes homeóticos durante el período sensible o
de desarrollo rápido del embrión; la madre, con sus hábitos alimenticios o su
estado psicológico –tanto antes como durante el embarazo-, también puede ser
capaz de alterar el óptimo crecimiento del futuro bebé. Sin embargo, este déficit se
puede revertir con el apropiado estímulo del hogar (Werner & Smith, 1992, citado
por Beck, 1999).
Con este escenario de antesala, es ahora preciso entrar en el terreno de la
conducta. Algo muy similar a lo recién mencionado alusivo al desarrollo
embrionario ocurre con los llamados por algunos científicos “genes de la
conducta”. Esta expresión abarca características humanas complejas como la

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inteligencia, las destrezas o la personalidad, lo que en conjunto podemos definir
como la conducta del ser humano. La conducta es la forma en cómo el individuo
se comporta para con su entorno, por lo tanto, existe una mayor influencia
ambiental sobre sus facultades. Plomin (1994, citado por Beck, 1999, p. 151)
expone que “se necesita un ambiente para que la información genética se
exprese”, en otras palabras, la correcta estimulación de los genes por parte del
ambiente llevará a la activación de los mismos. De esta forma, “la conducta es el
resultado de una interacción dinámica entre estas dos fuerzas” (Beck, 1999, p.
155). Con este antecedente, no se puede concebir la conducta como un mero
resultado de leyes genéticas, sino que ésta se ve moldeada y potenciada por
múltiples fenómenos más allá de la heredabilidad.
La facultad de la inteligencia es un buen ejemplo para analizar la influencia
correlacionada entre genotipo y ambiente sobre la conducta. “Algunos expertos
defienden un papel importante para la herencia, mientras otros creen que los
factores genéticos están apenas implicados” (Bell, 1999, p. 152).
“El hecho de que la inteligencia de niños adoptados está más
relacionada con las puntuaciones de sus padres biológicos que con las de
sus padres adoptivos ofrece más apoyo al papel de la inteligencia” (Horn,
1983; Scarr & Weinberg, 1983; citado por Bell, 1999, p. 152).
Ridley (2001) agrega: “Ningún estudio de las causas de la inteligencia ha
dejado de encontrar una heredabilidad considerable” (p. 99)
Al estudiar gemelos idénticos, Bouchard (1979, citado por Ridley, 2001, p.
100) reconoció que la mayor correlación de C. I. entre distintos individuos se
observar entre gemelos idénticos criados en un mismo hogar (86% de
coincidencia), lo que dista mucho de la relación entre niños adoptados criados
conjuntamente (coincidencia equivalente al 0%), lo que atribuye un papel
preponderante a la genética y a los acontecimientos ocurridos en el útero durante
el embarazo, siendo este factor tres veces más influyente que cualquier otro
suceso o estímulo posterior al nacimiento.
Sin embargo, heredabilidad no es sinónimo de inmutabilidad. Según Ridley
(2001), “no se hereda el C. I., sino la capacidad para desarrollar un C. I. elevado

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en ciertas condiciones ambientales” (p. 107), lo que nuevamente nos obliga a
replantear el rol del ambiente en las facultades intelectuales. En 1982, Werner y
Smith (citado por Bell, 1999, p. 148) lograron observar cómo niños artificialmente
expuestos a pobreza y padres adoptivos con trastornos mentales desarrollaron
problemas de aprendizaje posterior. Lo mismo plantea una investigación realizada
con niños negros en las que éstos son adoptados por familias ricas y exhiben un
mayor C. I. que los infantes criados en hogares necesitados (Bell, 1999, p. 155)
Otro hecho que reafirma la influencia ambiental sobre la inteligencia es el
llamado “efecto Flynn”, que da a conocer un ascenso constante del C. I. en todos
los países del mundo en un promedio de 3 puntos por década, seguramente
debido a una mejora general en la nutrición. Además, hoy por hoy los niños se ven
expuestos a una mayor cantidad de estímulos visuales, lo que eleva su habilidad a
la hora de acertar respuestas en las pruebas de C. I. (Ridley, 2001).
En definitiva, alrededor del 50% del C. I. es heredable, el resto es aportado
por el útero, la educación y los correctos estímulos sobre las habilidades innatas
del individuo.
Por otro lado, yendo más allá de la puntuación en un test de coeficiente
intelectual, también existen otras destrezas asociadas a inteligencias múltiples o
habilidades especiales por parte de un individuo para desempeñarse en un área
determinada. En este sentido, el entorno del niño en desarrollo es fruto tanto de
sus genes como de factores externos: existe una correlación entre genotipo y
ambiente (Plomin, 1994; Scarr & McCartney, 1983, citado por Bell, 199, p. 157).
Estas correlaciones pueden ser activas o pasivas, en la primera, el mismo niño
busca un ambiente afín a su tendencia genética, lo que se denomina “elección de
nicho” (Scarr & McCartney, 1983, citado por Bell, 1999, p. 157), esto se observa,
por ejemplo, cuando un niño con habilidades musicales ingresa a una orquesta,
mientras que en la segunda, son los padres quienes potencian la heredabilidad en
el niño (por ejemplo, un hijo de padres atletas estimulado a hacer deporte) (Bell,
1999).
Otro elemento posible de analizar -dentro de este gran espectro de
características humanas constituido por la conducta- es la personalidad. Algunas

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teorías sobre la personalidad indican que ésta viene predeterminada por una
herencia poligénica, es decir, por la acción de varios genes implicados, aunque los
principios genéticos con los que operan son aún desconocidos (Bell, 1999).
Rasgos como sociabilidad y caracteres emocionales han arrojado una
heredabilidad muy similar a la inteligencia (Braungart et. al., 1992; Loehlin, 1992,
citado por Beck, 1999, p. 152). Algunos científicos se inclinan férreamente por
esta explicación, afirmando, por ejemplo que “los familiares biológicos de
esquizofrénicos y deprimidos adoptados es más probable que sufran la misma
enfermedad que los familiares adoptivos” (Loehlin, Willerman & Horn, 1988, citado
por Bell, 1999, p. 153). Esta idea fue altamente apoyada durante los años 70,
donde era usual separar a los gemelos idénticos al momento de nacer. Un
psicólogo freudiano sometió a dos hermanas newyorkinas –Beth y Amy- a esta
prueba, insertando a Amy en un hogar hostil y a su hermana en un núcleo afable y
opulento: una vez superada la adolescencia la diferencia en sus personalidades
era casi imperceptible (Ridley, 2001).
Sin embargo, también se ha estudiado que factores como pobreza, conflicto
familiar y vida desorganizada en el núcleo parental están correlacionados con
trastornos emocionales y conductuales en los sujetos (Beck, 1999).
Muchos de los rasgos psicológicos del individuo vienen dados por la
constitución química de su cerebro: las señales interneuronales y sus
neurotransmisores, manifestaciones químicas como dopamina, norepirefrina y
serotonina. En el caso de esta última, un estudio reveló que al comparar sus
niveles en monos dominantes y subordinados, las concentraciones son mayores
en el primero, es decir, “los niveles de serotonina responden a la percepción que
tiene el mono de su propia jerarquía, no viceversa” (Ridley, 2001, p. 195). En
definitiva, la química cerebral, en primera instancia comandada por la expresión
génica, está dada también por los estímulos del entorno: la genética da los
ingredientes al comportamiento y el entorno entrega la receta, de modo que la
influencia social enciende o apaga los genes (Ridley, 2001).
La heredabilidad o la influencia ambiental de la inteligencia y la
personalidad dependen de una plasticidad o capacidad del individuo de dejarse

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moldear por su entorno, pues esta influencia no es constante a lo largo del tiempo
y a medida que se avanza en edad la plasticidad decrece (Bell, 1999).
En definitiva, no se puede concebir una conducta humana definida en un
100% por los genes ni totalmente por el ambiente. Los genes son la materia prima
de las proteínas sintetizadas por el organismo, es decir, de aspectos corporales
como la estructura, el funcionamiento, la autorregulación y la acción enzimática,
siendo ésta última la principal responsable de los procesos metabólicos en el
individuo. Sólo considerando este hecho, podríamos afirmar que la genética
determina la conducta. Sin embargo, si pensamos en el solo hecho de que el
ambiente es capaz de alterar bases del ADN para efectos de corporalidad,
también debemos considerar que tiene la facultad de activar o desactivar genes,
dependiendo del grado de estímulo externo, las condiciones del contexto y la base
genética existente en el organismo.
Y no pudiera ser de otra forma, considerando la pluralidad y particularidad
de cada una de nuestras características que nos define como humanos: ¿cómo
serían nuestros temperamentos y comportamientos si éstos fuesen meramente
heredados? La genética no sería más que una máquina segregadora de familias
de clones, dicho en otras palabras, tener liderazgo, iniciativa, ser tímido o apático
sería lo mismo que heredar ojos azules o negros. ¿Y si el ambiente determinara
nuestra psicología? Cada contexto generaría masas de individuos mimetizados.
Brevemente, nuestra manera de desenvolvernos en el mundo no puede ser más
que la mezcla entre la dinámica hereditaria y ambiental: ni tan biológicos, ni tan
sociales. ¿El resultado? Un animal social que adapta sus disposiciones genéticas
a las exigencias y la realidad de su medio, con los matices propios de la diversidad
que genera el hecho de que cada ser responde de manera única a su medio.

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REFERENCIAS:

• Bell, L. (1999). El desarrollo del niño y del adolescente. Prentice Hill: Madrid.

• Ridley, M. (2001). Genoma (2ª ed.). Taurus: Madrid.

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