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RISCO FERNÁNDEZ, Gaspar (1991) Cultura y Región.

Centro de Estudios Regionales – Instituto Internacional


“Jacques Maritain”, Imprenta de la Univ. Nac. de Tucumán, Tucumán. 1º ed. ISBN 950-554-078-7. pp. 101-140.-

IX
EL NOA: SUPERPOSICIONES CULTURALES E
IDENTIDAD REGIONAL 1

La identidad étnico-cultural del NOA surgió del choque, fusión, alianzas, treguas y conflictos entre
tres actitudes existenciales de diferente signo: el mito amerindio, la utopía hispánica y el logos científico-
técnico de la modernidad.
Esta identidad se fue forjando en el transcurso de su prehistoria, protohistoria y proceso histórico
propiamente dicho, a la manera de tres superposiciones culturales sucesivas:
a. el NOA Indígena;
b. el NOA Hispano-indígena;
c. el NOA de la unidad nacional abstracta, nivelada hacia dentro por la puesta entre
paréntesis constitucionalista de las diferencias regionales, y anexada hacia fuera a las
hegemonías de turno (europea, norteamericana, postindustrial).
Por los intersticios de las tres superposiciones culturales, atravesándolas e intercomunicándolas, se
filtra subrepticiamente un oscuro anhelo de comunión y participación, aún no objetivado en un proyecto
viable y atractivo:
d. el NOA de la comunidad nacional de carne y hueso, integradora hacia dentro de su rica
pluralidad regional, e integrada hacia fuera a la gran fraternidad latinoamericana
interdependiente.
Intentaremos señalar, a continuación, algunos de los rasgos constitutivos de los niveles
mencionados, su interjuego y su articulación en el sujeto único que los comporta, escindida y
conflictivamente. (Cf. Anexo Bibliográfico).

1. EL NOA INDíGENA

En nuestro NOA florecieron las más altas culturas de la Argentina Indígena. El NOA del que aquí
hablamos fue el primer horizonte regional que avizoró la aventura humana en el hoy territorio argentino, allí
donde, como línea de frontera aún no objetivada, colindaba con Chile y Bolivia, y, como envolvente de
posibilidades ya fecundadas, abarcaba diversos anclajes existenciales en dinámica articulación:
1) La Puna: desde el oeste de Jujuy y Salta hasta el occidente catamarqueño a la altura del
departamento de Belén.
2) Valles y Quebradas: desde el norte de San Juan (o de Mendoza según algunos), pasando
por el centro y norte de La Rioja, toda Catamarca, el oeste de Tucumán, Santiago del
Estero a lo largo del Dulce y del Salado, y el sudoeste de Salta basta la Quebrada de
Humahuaca norte arriba, entre el macizo puneño y la Vertiente boscosa de las sierras
subandinas en el límite con Bolivia.
3) Bosques occidentales y Sierras subandinas: desde las serranías del este de Jujuy hacia la
cuenca del río San Francisco, hasta los departamentos del este de Salta y la vertiente
oriental del Aconquija en el norte y centro de Tucumán.
4) Santiaqo del Estero: desde sus llanuras y sierras bajas, de ecología muy particular, hasta
donde comienza la región chaqueña propiamente dicha, con la que se confunde desde el
punto de vista fitogeográfico.

1
Ensayo elaborado en el marco del Programa de Investigación. “La cultura del NOA: conciencia de identidad,
transformaciones y destino” (Universidad Nacional de Santiago del Estero, 1982-1983). Cf. versión sintética en VV. AA.,
Educar con el pueblo desde su cultura (Ed. Docencia, Bs. As., 1986).

1
Este mundo indígena nos ha sido presentado a veces bajo la falsa imagen de tribus aisladas e
ignorantes unas de otras dentro de un reducido espacio geográfico. Cuando, de verdad, fue una realidad
muy distinta. Amplia, dinámica y trabajada por parcialidades étnicas que tuvieron de su propia tierra un
conocimiento más extenso del que, supuestamente se les atribuye. La Puna fue una típica zona de
simbiosis. Por su misma condición de paisaje andino de altura, estuvo dividida en franjas ecológicas cuya
especialización las obligaba a mantenerse en intensas relaciones de dependencia e intercambio. Santiago
del Estero, en el otro extremo, funcionó para el complejo del Noroeste como zona de neta transición cultural,
tanto hacia el complejo amazónico del Litoral-Mesopotamia, cuanto hacia los cazadores-recolectores
nómadas del Chaco. La zona de Valles y Quebradas, donde se albergaron pueblos de elevado índice
relativo de densidad poblacional, fue transitada por sucesivas y muy distintas corrientes culturales venidas
de lejanos focos en expansión. Muchos siglos antes que los Incas, otros pueblos se arriesgaron por los
caminos de las montañas y desiertos andinos. De suerte que no sólo exploraron nuestro NOA sino que
también entablaron contacto desigual con sus culturas. La zona de Bosques occidentales o Sierras
Subandinas, finalmente, guardó estrecha vinculación con la de Valles y Quebradas. Se benefició de sus
permanentes transferencias culturales, pero también sirvió a su vez de vía de penetración en el NOA a
elementos culturales de expansiones panandinas, que no habían seguido los habituales itinerarios de Chile
o de La Puna.
El hecho de encontrarse asentadas precisamente en el Noroeste las culturas más evolucionadas de
la Argentina Indígena, se debió a las crecientes influencias que sobre él ejercieron los grandes procesos
civilizatorios de carácter autopropulsivo, originados en los actuales territorios del Perú y Bolivia. Lo que no
descarta que éstos, por su parte, mantuvieran reconocibles intercambios con los máximos centros
mesoamericanos y recibieran, por la vía marítima del Pacífico, aportes de Indochina e Indonesia, de la zona
de Célebes y Filipinas especialmente (probables tributarias de la India y el Mediterráneo antiguos), de la
India posterior y China. De ahí que nuestro Noroeste sólo tuviera sentido dentro de ese macrohorizonte, en
el que, junto con el sur de Bolivia y norte de Chile, estuvo destinado a conformar el Área Meridional
dependiente de los Imperios Teocráticos del Sol y de Regadío. Primero pacíficamente, por efecto reflejo de
intermitentes expansiones aculturadoras del lejano Centro Nuclear sobre otros puntos del área, y luego
compulsivamente por su irrupción directa manu militari.
Lo cierto es que el NOA parece haber llevado como preinscrita en su misma geografía una
estructura de pista tendida a sucesivos advenimientos, un ‘‘estar-en-disponibilidad-y-recepción-a-lo-
adveniente”. O por lo menos en tal situación lo colocaron sus múltiples vías de acceso. Desde el este, por
los grandes ríos, le vinieron los elementos básicos de las florestas tropicales, que ocupaban los bosques
chaqueños de Salta y Jujuy. Desde el oeste, por los pasos de la Cordillera de los Andes, la Puna establecía
un nexo de continuidad con las culturas del norte de Chile. Otro tanto ocurría con el sur de Bolivia. No
obstante, a pesar de los múltiples elementos culturales que compartió con el resto del conjunto Meridional
Andino, el NOA se perfiló dentro de aquél con rasgos propios y bien definidos. Ello se explica gracias a que
su configuración se llevó a cabo por la amalgama, el equilibrio y el interjuego cultural de los heterogéneos
elementos venidos a través de las mencionadas entradas naturales. Un criterio fundamental para la
comprensión de nuestro NOA Indígena, por tanto, consistirá en no asignarles preponderancia definitiva a
ninguno de lo aportes intervinientes en su gestación, ya que al entrar aquí quedaron sometidos a una
dinámica de interacciones única e irrepetible.
Intentaremos rastrear, en la medida de lo posible, algunas claves de la génesis del NOA a través del
proceso de algo más de 1700 años en que se sucedieron sus más antiguas culturas agroalfareras, según la
periodización propuesta por Alberto Rex González. No sin antes consignar, como punto referencial donde
hace pie nuestra memoria, que los vestigios más antiguos de presencia humana en la región corresponden
a una primitiva y tosca industria denominada Ampajango (Catamarca), de la que no contamos con fechado
radiocarbónico. La incógnita se con vierte en perplejidad, si se considera que de una industria de nivel
similar se logró en el Perú un fechado de cerca de 21.000 años de antigüedad, mientras que el hallazgo
argentino más remoto, el de los abrigos Fell y Palli Aike en el Estrecho de Beagle y el extremo sur
patagónico, respectivamente, arrojan una edad de casi 9.000 años a.C. La misma incógnita se mantiene en
el problema que plantea Ayampitin (Córdoba 6.000 a.C.), con su tránsito espectacular de cultura de
cazadores recolectores, a culturas agroalfareras en plena madurez. Tanto más, cuanto este vacío en el
Perú y América Central aparece mediado por culturas de agricultores que hacen sus primeras experiencias
en la domesticación de plantes y animales.

Período Temprano
El Período Temprano se extendió desde la aparición repentina de las culturas agroalfareras ya
formadas, hacia comienzos de la era cristiana o algunos siglos antes (su posible origen en Wancarani
cultura del Altiplano boliviano que se remonta a esa fecha, así lo sugiere) hasta 650 d.C. Su desarrollo tuvo
como escenario principal la porción céntrica del NOA, sus Valles y Quebradas. Aunque con toda
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probabilidad los investigadores encontrarán, en cualquier momento, culturas de igual o mayor antigüedad en
La Puna y Bosques occidentales. Las más representativas de este período son La Candelaria, Ciénaga y su
punto culminante Condorhuasi. Dick Edgard Ibarra Grasso las engloba en una sola constelación bajo el
nombre de Cultura tucumana.
El elemento diagnóstico más importante surge de la clasificación y estudio de sus múltiples y
variados tipos cerámicos: Policromo, Monocromo Rojo, Tricolor, Rojo sobre Ante, Blanco sobre Rojo, etc. En
todos ellos campea el buen gusto, tanto por la distribución armónica de los motivos, cuanto por la elegancia
y el equilibrio de formas y juego cromático. Arte esencialmente decorativo, casi un culto de la forma, su
carácter plástico predomina incluso en piezas destinadas al uso cotidiano. Ciénaga sobresalió por su
habilidad en la metalurgia del cobre y sobre todo, a partir del impreciso momento de su introducción, en la
del bronce. Pero la técnica lítica alcanzó en Condorhuasi una insuperable cumbre expresiva. Son su
exponente máximo las llamadas “figuras suplicantes”, composiciones escultóricas en las que se logró una
extraña mezcla de realismo y fantasía.
Desconocemos el sentido de su carácter simbólico, que debió ser entrañable y fundante. La
inmediata sugestión que provocan, parece consistir en la superposición de planos o volúmenes en fuga a
través de las partes perforadas, como si éstas dejaran ver a propósito sus aspectos tridimensionales desde
múltiples ángulos. Como si la puesta en suspenso del volumen constituyera por sí misma el interés
primordial. La búsqueda deliberada del efecto estético se evidencia en las piezas de alfarería que
representan personajes sentados. También, en ejemplares tanto de cerámica como de piedra, en los que se
opta por colocar a dichos personajes en la actitud de gatear, análoga al motivo del jaguar con el que se los
encuentra asociados en algunas tumbas. Cuerpos robustos profusamente pintados, de anchos hombros,
piernas cónicas abiertas o miembros reducidos a saliencias bulbosas, intencionalmente desplazados de sus
posiciones naturales. Todos estos recursos plásticos confieren a las creaciones de Condorhuasi un toque
único, excepcional no sólo en el contexto artístico de la Argentina Indígena sino también en el más amplio
del Área Andina Meridional. Idéntica apreciación merecen las efigies zoomorfas con cuerpos de aves o
mamíferos, bajo fantásticas figuras andróginas, corno si fueran alargados “zepelines’’ o globulosas
prominencias. La inverosímil combinación de caracteres animales y humanos ya no nos permite reconocer
en sus rostros los modelos originales que distorsionan. Resulta difícil imaginar cómo pudieron plasmarse
tales creaciones con tan pocos recursos de volúmenes y saliencias o con tan escuetas líneas incisas sobre
la pasta todavía fresca.
¿Cómo se explica en Período tan temprano para el NOA la presencia sin desarrollo in situ del arte
escultórico en piedra? Fenómeno sobre manera enigmático, si se tiene en cuenta que éste decaerá en el
Período Medio y desaparecerá por completo en el Tardío. De igual modo, sorprende la exquisitez artístico-
técnica de la cerámica y de la metalurgia, que aparecen sin más trámite en todo su esplendor y estabilidad,
como si no hubiesen tenido necesidad de superarse a partir de burdos tanteos y vacilantes ensayos previos.
Alberto Rex González deja abierta la cuestión. Está claro que hubo aquí una confluencia de
elementos de diverso origen. Ahora bien, ¿gracias a qué entrecruzamiento histórico se amalgamaron en
concreto? Imposible precisarlo con los datos disponibles. Más arriesgado en sus criterios hermenéuticos,
Ibarra Grasso propone las siguientes pistas. Hay que tener presente que las culturas amerindias, en
especial las mesoamericanas, perdieron su conocimiento de la metalurgia al atravesar el Pacífico. Sólo
algunas pocas lo conservaron, aunque muy empobrecido, volviendo a difundirlo más tarde. Tal, el caso de
la civilización de Paracas, antecesora de Nazca, en la costa peruana. Paracas entabló contactos por mar
con el área cultural de El Molle en Chile. De suerte que desde allí penetró hasta Araucania y parte del NOA
un conjunto de formas ya desarrolladas a pleno, tanto cerámicas como metálicas. Los procedimientos de la
cerámica policroma, en cambio, sólo pudieron entrar por la vía andina de Bolivia, puesto que nada hay en
Chile capaz de arrogarse su origen. A Bolivia debió llegarle a su vez del Perú, pero no se ha encontrado allí
rastro alguno que sea inmediatamente comparable.
Habrá que volver, pues, a suelo boliviano para profundizar en la comprensión de Sauces, cultura de
los valles de Cochabamba y Chuquisaca, en busca de algún nuevo indicio. Así es como se identificaron
rasgos olmecoides comunes a Sauces y Condorhuasi. En efecto, sus figuras antropomorfas modeladas
guardan sorprendente semejanza con las de la cultura olmeca de Tlatilco (cerca de México), con las de
Playa de los Muertos (Honduras) y con ceramios de Costa Rica. Por otra parte, las máscaras de piedra, que
aparecen en Mesoamérica como una característica del nivel olmeca, abundan en el nivel Condorhuasi del
NOA, ignorantes de tan lejana filiación. Pero se mantiene en pie la incógnita del paso de esta cultura por el
Perú. Lo más probable es que siguiera el camino andino, poco estudiado aún. Su entrada desde Bolivi a al
NOA no pudo llevarse a cabo por la Quebrada de Humahuaca, donde no hay vestigios de ella, sino por los
bosques del Chaco salteño al pie de la Cordillera. De ahí el equívoco de la hipótesis que le asigna origen
amazónico.

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Período Medio
En el Período Medio desplegó su maduro encanto la Cultura Draconiana o de La Aguada, que
aparece ya instalada hacia 778 d.C. (fechado obtenido de muestras correspondientes a yacimientos con
cerámica tardía, por lo que ha de retrotraerse a 650) y perduró hasta el 800. Henos aquí ante el momento
de mayor desarrollo en toda la extensión del NOA. No por su economía esencialmente agrícola, heredera
en gran parte de los elementos preexistentes, sino por el logro incomparable de sus manifestaciones
artístico-técnicas. La plenitud de posibilidades expresivas a que llegó su alfarería está a la vista. El intenso
simbolismo que articula los distintos elementos de su decoración permite inferir una cohesión socio-política
y religiosa de gran estabilidad y consistencia. Los motivos se reparten entre la obsesión geométrica y la
inspiración figurativa. La omnipresencia y centralidad del felino-dragón-jaguar revelan cuan profundamente
se adscribió esta cultura, Draconiana, a la generalizada obsesión que compartieron las de San Agustín
(Colombia), Chavín y Recuay (Perú) y Tiahuanaco (Bolivia). La asociación del felino con figuras humanas
portadoras de cráneos-trofeos pareciera restringir su alcance a prácticas de círculos guerreros.
Sin embargo, el barroco polimorfismo gráfico que el motivo felínico generó como por implosión a
partir de sí mismo, nos remite a una gesta totalizadora y envolvente, la gesta lúdica de la apuesta religiosa.
En efecto tan pronto vemos al felino transmutándose en dragón o jaguar y viceversa, como combinándose
con estilizaciones ofídicas (cabezas triangulares tripartitas), en las que termina casi desnaturalizado por
completo hasta no ser ya reconocible más que por las manchas y las garras. A menudo, brotan de sus
manos y patas otras tantas cabezas. O es su cola la que remata en fauces de afilados dientes, O la lengua
de su cabeza se prolonga en réplicas más pequeñas de ésta misma. Detrás o delante de todo ese
dinamismo representacional, hay un vacío simbólico estable, que debió ofrecerse como blanco a la
entrañable búsqueda de un eje en torno del cual fundar los ciclos universales de la agricultura y de la
fecundidad. En la metalurgia del bronce, se alcanzó también aquí otro punctum aureum, dado a conocer por
Lafone Quevedo: el famoso disco pectoral, que representa un personaje masculino flanqueado por dos
felinos como custodiándolo. Ha de considerárselo, sin lugar a dudas, entre las obras más destacables del
arte aborigen americano. De hecho, tal equilibrio y belleza de formas ya no serán ni igualados ni superados
en la posterior evolución del NOA Indígena.
Los 150 o 300 años áureos de La Aguada fueron, desde la óptica global de Alberto Rex GonzáIez,
la resultante de influencias homogeneizadoras, a la vez que de apropiaciones singularizantes, dentro de un
macrohorizonte común: el que se extendió a lo largo de los Andes hasta Mesoamérica. De ahí que haya que
tener en cuenta no sólo la progresiva dosificación que los centros difusores impusieron a sus flujos
expansivos, sino también las adaptaciones o transfiguraciones que sufrieron dichos flujos, tanto en la
cadena de los enclaves mediadores, como en su anclaje terminal. En consecuencia, los orígenes de La
Aguada han de rastrearse, por un lado, en las culturas locales que la precedieron (Ciénaga y Condorhuasi)
y, por otro, en el aire de familia que guardan algunos de sus elementos sapienciales y tecnológicos con el
gran Tiahuanaco clásico. La base previa se plasmó, en su momento, gracias a aculturaciones llevadas a
cabo desde otros centros de la misma área hegemónica. Sobre esa misma base, recayó ahora el impacto
venido de las costas del Titicaca. No sin antes hacer escala y aclimatarse en los oasis de La Puna chilena,
desde donde se produjeron filtraciones, probablemente según los ritmos de intermitencia con que el centro
dominador fue graduando sus entregas.
De modo que éstas llegaron, como constelaciones o conjuntos fragmentarios y discontinuos de una
simbólica superior, ya formalmente estilizadas en sus objetivaciones artísticas. Una vez en el NOA, tuvieron
que adaptarse y transformarse según las condiciones locales, hasta integrarse y estabilizarse en una nueva
estructura dependiente, sin perder los rasgos de origen. Finalmente, alcanzado el punto óptimo de
maduración, comenzó a debilitarse su maná estructurador. Los distintos componentes se desarticularon
poco a poco. Los diseños naturalistas se tornaron prácticamente in-significantes, al pasar a clave
geométrica, terminaron disolviéndose en pura abstracción. La figura mítica del felino perdió su capacidad de
realimentarse implosiva e indefinidamente. Estalló en un atomismo decorativo que fue desgastando uno a
uno los miembros dispersos, a medida que se empeñaba en sostenerlos al borde de su reabsorción en el
caos. Idéntico proceso de desintegración se registró en las costas del Perú y en otras culturas satélites,
cuando el solsticio imperial de Tiahuanaco-Wari llegó a su fin.
Ibarra Grasso introduce modificaciones de fondo en el precedente cuadro de situación. Descarta de
plano la escala chilena como vía de transferencia entre La Aguada y su centro originario boliviano. Sostiene
que éste último no se encontró propiamente en Tiahuanaco sino en el yacimiento de Mizque, donde se
consiguió identificar una Cultura Nazcoide, vencedora de la Mojocolla hacia el siglo V d.C. Dicha cultura se
habría extendido por la región de Tiahuanaco, el noroeste de Oruro y los valles de Cochabamba y
Chuquisaca, siendo conquistada más tarde por el Tiahuanaco expansivo a mediados o fines del siglo VIII.
La paternidad (relación de origen, no de difusión) que esta Cultura Nazcoide ejerció respecto de la nuestra,
se manifiesta en los complejos, recargados y curvilíneos dibujos con motivos felínico-draconianos de la
cerámica, en su policromía con la insólita inclusión del morado, y en las representaciones pictóricas de

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figuras antropomorfas. Tales características, a su vez, la hacen tributaria de Nazca -de ahí su
denominación-, y la relacionan con Recuay, Paracas y Pucara.
Sin embargo, no está todo dicho aún, porque, entre los elementos mencionados, hay algunos que
tampoco son originarios de Nazca y que nos obligan a trascender los límites de la hegemonía andina para
ubicar su centro definitivo en Mesoamérica. Hasta allí hay que remontar, por tanto la corriente acultadora
(sic) cuyos flujos penetraron en el NOA dando lugar, primero al temprano fulgor de Condorhuasi, luego a la
rama lateral Chaco-Santiagueña y, por último, a la cumplida madurez de La Aguada. En algún momento
debió cerrarse el camino por donde llegaron las sucesivas constelaciones tecnológico-estético-religiosas.
Por eso nos es desconocido en la actualidad su trazado peruano, quizás patrimonio exclusivo de los vientos
serranos más que de las brisas costeñas. ¿Qué factores desencadenaron el colapso de La Aguada en el
NOA? Tampoco lo sabemos a ciencia cierta. Pero nos consta que sus componentes típicos desaparecieron
enseguida para ceder paso a otras culturas técnica y artísticamente muy distintas, con alfarería decadente,
cambios considerables en el trabajo de los metales y hondas transformaciones en el patrón de poblamiento.

Período Tardío
Se inició en el NOA hacia 850 d.C. y quedó clausurado con la irrupción de los Incas en 1480
aproximadamente. El hecho de que aparezcan residiendo en La Puna y en Valles y Quebradas las culturas
más destacables del período, se debe fundamentalmente a la facilidad con que hoy pueden excavarse sus
restos, y a la especial atención de que han sido objeto esas zonas por parte de los investigadores. La nota
que distingue a éste, de los otros períodos, surge de que sus culturas no se desarrollaron dentro de
espacios relativamente amplios, como las de aquéllos, sino en circunscripciones muy precisas o
subregiones. Tanto, que la cerámica, sobre todo, adoptó variantes significativas, incluso de valle a valle. El
otro rasgo característico, de suma importancia también, consistió en el fenómeno de la urbanización,
emergente en el inmediato antes y después de la traumática presencia de los Incas. Carecemos de
información acerca de si se incorporaron innovaciones de peso en el orden económico. Pero no cabe duda
de que la aglomeración en centros poblacionales de considerables proporciones tuvo que generar grandes
cambios en el patrón sociopolítico. Las diferencias circunscripcionales que enmarcaron el desarrollo
selectivo de algunas manifestaciones culturales no alcanzaron, sin embargo, a obliterar la fuerza cohesiva
de un denominador común, el lingüístico. Que este existió, aunque no dejara rastros, lo sabemos por el
testimonio de cronistas. En efecto, al conocimiento arqueológico se suman ahora los documentos históricos,
para brindarnos un cuadro más completo del NOA Indígena en vísperas del gran encuentro hispanoandino.
Pisamos ya el substratum sobre el que se desenvolverá nuestra protoetnohistoria como acontecer
dramático.
Las culturas representativas de este período se denominan Sanagasta (Aimogasta o Angualasto),
Belén, Santamaría y De la Quebrada de Humahuaca. En el interior de cada una de ellas, a su vez, se
distinguen fases, según los momentos de su evolución. La cultura Sanagasta correspondiente a la
parcialidad de los capayanes, se radicó al comienzo en el norte del área central, siendo reconocible allí bajo
las formas San José y Hualfín; pero tuvo que desplazarse después hacia La Rioja y hasta el sudoeste de
San Juan en el sur. La cultura Belén, perteneciente a la parcialidad de los diaguitas, más concretamente al
señorío de los hualfines, abarcó por el sur hasta la actual ciudad de La Rioja, y por el norte hasta el valle de
Santamaría, teniendo como eje el valle de Hualfín. La cultura Santamaría, cuyos protagonistas fueron los
calchaquíes, ocupó el valle homónimo y todo su continuum geográfico (valle del Cajón y Calchaquí hasta el
nevado de Acay), extendiéndose hacia los valles transversales (el de Pampa Grande en el oeste salteño) y
manteniendo intensos intercambios con otras zonas.
Es probable que los capayanes-Sanagasta, los diaguitas-Belén y los calchaquíes-Santamaría
integraran un gran conjunto protohistórico, el de los Diaguitas-Calchaquíes, famosos por el tesón con que
defendieron su terruño y por la tenaz resistencia que opusieron a cuantos intentaron someterlos. Todo
indica allí que las distintas parcialidades anduvieron tras la oscura búsqueda de un centro de confluencia, al
que no debió ser ajeno el factor lingüístico como nexo que habría interpenetrado sus singularidades
culturales, sin uniformarlas: la lengua cacana o diaguita, con sus importantes diferencias dialectales (el
calchaquí en el norte, el cacán o diaguita propiamente dicho en el centro, y el capayán en el sur). Ahora
bien, como en la Quebrada de Humahuaca no se habló el cacán sino el ocloya, según parece, los estudios
arqueológicos exclusivamente basados en criterios lingüísticos consideraron a la cultura de los humahuacas
como un cuerpo extraño a la región Noroeste de la Argentina Indígena. Hoy, a la luz de una concepción más
totalizadora de la cultura, ya no tiene validez aquella separación. Con mayor razón aún, en el Período
Tardío, durante el cual las distintas parcialidades compartieron un horizonte cultural homogéneo sin
desmedro de sus variantes estilísticas, no mayores entre Valles y Quebrada que las existentes entre valle y
valle, más al sur.

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Las poblaciones de la Quebrada, vía por donde desde muy antiguo se llevara a cabo un activo
comercio junto con intermitentes desplazamientos étnico-culturales, debieron asumir en este período
innovaciones de origen tiahuanacota expansivo por mediación chilena. Todos los aspectos de la vida
humahuaqueña aparecen vertebrados en torno a una extrema belicosidad, que impresiona por su carácter
primigenio y coherencia: las guerras que sostuvieron entre sí, la importancia sociopolítica de sus jefes, la
estructuración de sus núcleos urbanos como fortalezas estratégicamente localizadas, el hábil manejo de la
honda, el culto del cráneo-trofeo, el uso de alucinógenos en “tabletas de ofrendas”, su espontánea
integración con los Diaguitas-Calchaquíes frente al conquistador español para mantenerlo a raya durante
todo un siglo.
Las distintas fases por las que transitaron estas culturas se reflejan claramente en sus patrones de
poblamiento, cerámica y metalúrgica. Se supone que al principio la población debió vivir dispersa en los
campos, a modo de familias extensas que habitaban en grandes casas comunales. Las casas-pozo de la
cultura Belén, que tenían capacidad para 3 ó 4 familias, se distribuían en pequeños grupos de 4 ó 5. La
conformación de la aldea se produjo más tarde por la agrupación de casas con paredes de piedra, de planta
rectangular, en conjuntos que semejaban panales de abeja. Como no regía una planificación previa, las
viviendas se iban adosando unas a otras en sitios altos, protegidos con muros de defensa o simplemente
aprovechando las laderas escarpadas de los cerros. El influjo de este tipo de centros semiurbanos pudo
venir del norte chileno, donde ya existían como aporte de la expansión postiahuanacota. Se conservan los
restos de poblaciones integradas por un total de 210 viviendas, en las que se calcula que habitaron entre
1.000 y 1.500 o más almas.
Según las referencias etnohistóricas disponibles, no sometidas aún a una crítica exhaustiva, a
mediados del siglo XVI el total de la población indígena en territorio argentino alcanzó a 340.000 habitantes,
de los cuales 215.000 se distribuyeron en el Noroeste (Difrieri), correspondiendo 55.000 al conjunto de los
Diaguitas-Calchaquíes (Serrano). En lo que respecta a la alfarería, las urnas Belén, de pasta roja por
cocción a atmósfera oxidante, responden a una estructura integrada generalmente por tres cuerpos: el cono
truncado de la base, el cuerpo más o menos globular y el cuello cilíndrico con dos asas horizontales, que
pueden llevar o no un par de figuras antropomorfas. Decoradas con dibujos negros sobre fondo rojo más o
menos oscuro, sus motivos geométricos se distribuyen en tres bandas de acuerdo con la tripartición
estructural: líneas onduladas verticales, para la parte inferior; figuras geométricas, serpentiformes o, con
mayor frecuencia, espirales angulares, motivos de manos y escalonados, para la parte media; y otro tanto
para la parte superior, que a veces ostenta dos caras con cejas y nariz en relieve, pintadas de blanco en
algunos casos.
En las urnas Santamaría, cuerpo y base tienden a confundirse, y el cuello alterna la cilíndrica con la
ligeramente achatada en sentido anteposterior. Uno de los motivos característicos de su decoración
consiste en dos caras, más o menos humanoides, en los dos lados principales según la sección vertical que
pasa por las asas. Dichas caras llevan ojos oblicuos u ovalados con pupilas de doble línea, cejas
modeladas y boca rectangular u ovalada con dientes marcados. Hay casos en que el conjunto completa con
brazos modelados. Lo más llamativo resulta la profusión de elementos geométricos con que se rellenan los
espacios libres, cono si un profundo horror al vacío agitara la mano del artesano. Entre los motivos
antropomorfos, aparecen personajes vistiendo largas ropas talares, o provistos de enormes escudos. Entre
los zoomorfos, figuras de batracios muy estilizados, representaciones del ñandú o suri, serpientes y
anfisbenas. Sobre el esquema básico descrito, se produjeron las variantes locales, tanto de forma como de
combinación cromática (siempre dentro del negro, rojo y blanco), en urnas, pucos y keros.
En cuanto a la metalurgia, finalmente, hay que reconocer que adquirió extraordinario desarrollo en
Santamaría. Desde el punto de vista técnico, se produjeron las más elaboradas expresiones en bronce con
mayor proporción de estaño. Así lo evidencian los abundantes discos-escudos de 35 cm. de diámetro
decorados con representaciones antropo y zoomorfas, las hachas ceremoniales con mango y hoja también
decorados, las grandes campanas con los motivos característicos en el borde inferior. Muchos de los
motivos decorativos aludidos, por su persistencia y carácter, nos remiten a ultimidades ancestrales, como en
el caso de los animales fantásticos, casi draconiformes, y de las anfisbenas. Debieron desempeñar, pues un
papel preciso y estable dentro de la simbólica indígena. Alberto Rex González se detiene en este umbral.
Considera inútil buscar correlaciones a larga distancia con otras culturas más conocidas. A su juicio, ello se
reducirá inevitablemente a una manipulación del fragmentario material arqueológico por parte del
investigador, que proyectará allí los cánones de su propia cultura con la ilusión de haber encontrado las
claves de otra.
El período Tardío, así evocado, nos deja con una firme persuasión. Sus culturas, aunque inferiores
a La Aguada sobre cuyas ruinas se erigieron, estaban destinadas a constituirse en una especie de
protofederación autónoma de la Argentina Indígena. De hecho, hubieran operado como entidad sociopolítica
regional, fundada sobre lo que hoy llamamos pactos interprovinciales. En caso, obviamente, de que el
poderío incaico no hubiese interrumpido su espontáneo proceso dialéctico de diferenciación y convergencia.

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De ahí que ofrezca tanto interés la cuestión del origen de dichas culturas. Ahora bien, esta cuestión nos
remite a aquella otra que quedó pendiente en el cierre del Período Medio, cuando nos preguntábamos por
los factores que en definitiva precipitaron la caída fulminante de La Aguada. Entre ambas cuestiones tiene
que haber un punto de contacto en el que se anuden y en el que quizás se resuelvan a la vez.
Alberto Rex González ensaya una tímida respuesta a la segunda cuestión. A su juicio, algunos
rasgos de filiación amazónica, como los entierros en urnas, dan pie para sospechar que fuertes influencias
venidas del este, causaron la abrupta desaparición de La Aguada. Pero la carencia de otras confirmaciones
no le permite ulteriores avances. Ibarra Grasso, en cambio, se decide a abordar las dos cuestiones en
conjunto y aventura el siguiente cuadro de hipótesis. Coincidiendo con la época expansiva de Tiahuanaco,
se produjo una total transformación de la vida en el NOA, desapareció la Cultura Draconiana y ocuparon su
lugar los Diaguitas-Calchaquíes históricos. En los dos procesos culturales se observa el mismo desarrollo
intensivo de las cistas: tumbas hechas con grandes piedras en forma de hornos de campo para el pan, con
techo en falsa bóveda o de grandes lajas. Gracias a este factor concomitante, logramos saber que hubo
entonces una relación de influencias entre el lejano centro tiahuanacota y nuestro NOA. Pero, ¿cómo
establecer en concreto la cadena de mediaciones por donde fluyeron esos aportes de un extremo al otro?
Llama la atención el hecho de que las tres parcialidades étnico-culturales que integraron el conjunto
Diaguita-Calchaquí tuvieran una serie de rasgos compartidos. Ello indica que éstos les debieron provenir de
una misma fuente.
Tal fuente, según Ibarra Grasso, existió bajo la forma de culturas tipo Chaco-Santiagueña primitiva,
como un nuevo nivel que hay que intercalar entre Condorhuasi y la Cultura Draconiana. Estas culturas
fueron Sunchituyoc y Averías, fundamentalmente pictóricas en sus ceramios, con decoración en apariencia
geométrica pero serpentiforme de hecho. Las analogías que guardan sus motivos y estilo cromático con
Tupuraya y Mojocolla en los valles bolivianos civilizados por Tiahuarnaco, nos proporcionan pistas seguras.
Hemos dado, así, con el anclaje buscado. Su situación transicional les permitió a aquéllas consolidarse al
margen de la Cultura Draconiana, mientras ésta vivió su apogeo. Pero, hacia 1000 d.C., llegaron nuevos
impulsos del centro tiahuanacota, y Sunchituyoc-Averías se encargaron de dispersarlos por Valles y
Quebradas. Así emergieron los Diaguitas-Calchaquíes para ocupar el vacío dejado por la extinta Cultura
Draconiana, cuyo esplendor ya no alcanzarán a reeditar. A pesar del trascendente papel que le había
tocado jugar, el complejo chaco-santiagueño siguió su curso independiente del nuevo proceso que había
contribuido a poner en marcha en el NOA, ratificando de este modo su carácter de, mero enclave difusor.

Período Incaico
A diferencia de las civilizaciones maya y azteca, la incaica tuvo un perfil menos místico y un
profundo sentido organizativo. Ello le permitió estructurar uno de los Imperios Teocráticos de Regadío
(Darcy Ribeiro) más coherentes y mejor integrados de la historia. Hacia 1480, aproximadamente, se produjo
su irrupción en el NOA. Sabemos que los motivos básicos de la conquista incaica fueron el dominio y la
explotación económica, de acuerdo con criterios muy precisos que dirigieron su interés hacia determinadas
especializaciones, como el trabajo de los metales útiles y preciosos. Aunque este proceso quedó trunco con
la “primera entrada” de los conquistadores españoles en 1543, los 50 ó pocos años más de presencia
incaica dejaron una impronta indeleble, en el aspecto material y, sobre todo, en el sociopolítico de las
culturas indígenas de la región.
Dicha influencia se ejerció selectivamente, según estrategias de no agresión, invasión o sujeción en
cada caso. En la porción central, Valles y Quebradas, fue particularmente intensa. Menor, tal vez, en la
Quebrada de Humahuaca y a lo largo de los caminos de La Puna. Nula, en Santiago del Estero y Córdoba.
El área de Las Selvas marcó el límite a sus prioridades. Según la versión de cierta perspectiva más bien
localista, el Inca Tupac Yupanqui habría atravesado el Tucma montañoso con toda su ambición centrada en
Chile, y los Diaguitas le habrían cedido el paso sin intercambiar cumplidos ni hostilidades (Levillier). De
suerte que nuestros Diaguitas no habrían rendido vasallaje a los Incas. Habrían Mitin aliados de sus
ocasionales huéspedes, en un pacto de no agresión que les valió el privilegio de conservar su propia
lengua, eximiéndolos de tener que hablar el runasimi (Bravo). En la versión formulada por otra perspectiva,
de mayor alcance, estos mismos acontecimientos se cargan de connotaciones sombrías. A estar con las
actuales reconstrucciones de la verdadera historia de los Incas, ésta fue falseada por el mismo Tupac
Yupanqui, lujo de Huiracocha Pachacutec.
En realidad, la grandeza del imperio incaico comenzó y terminó bajo el signo de una doble traición.
La de Huiracocha, quien hizo sacrificar a Chuchi Capac, último soberano del reino colla histórico, para
ocupar su lugar. Y la de Pizarro, quien luego hará otro tanto con Atahualpa en Cajamarca. De acuerdo con
esta restitución retrospectiva, Tupac Yupanqui mandó matar a todos los que sabían la historia de los reyes
aymaras anteriores, y ordenó cambiarla por otra, en la que se interpolaron las tradiciones mitológicas, para
que recayera sobre él una descendencia del dios Sol a sólo ocho soberanos de distancia. Hacia 1470,

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conquistado ya el reino Chimú, Tupac Yupanqui tuvo que dominar una gran rebelión de los pueblos collas.
La dureza de su represión llegó hasta el total exterminio en el valle de Cochabamba, que debió repoblarse
poco después con mitimaes de pueblos traídos de diversas regiones, entre los que se contaron los
diaguitas. Una vez dominada la rebelión aymara, hizo leva de toda la población útil que quedaba. Con ella y
con su ejército de chimúes y cajamarcas, invadió el sur de Bolivia, Chile y el NOA, conquistando todos estos
territorios de un solo golpe. Cada pueblo vencido se convertía en una nueva fuente de soldados y
cargadores.
De modo que, a aquel ejército en constante renovación, nada ni nadie podía oponérsele. Los
dominios anexados permanecían bajo tutela mediante una constelación de enclaves-fortalezas,
imponiéndoseles a sus pobladores la obligación de construir una densa red de caminos militares. Dentro de
este enfoque más integral, cobra verosimilitud la posición quizá demasiado radicalizada de Ibarra Grasso,
quien sostiene que el dominio incaico en nuestro NOA fue una tiránica explotación, destruyó las culturas
locales y no aportó en cambio nada positivo.
Lo cierto es que los Incas estaban perfectamente preparados y equipados para llevar a cabo con
éxito su empresa conquistadora. Poseían, en efecto, un medio de transporte como la llama, técnicas de
conservación de alimentos como el chuño (así almacenaban una elevada cantidad de calorías en vegetales
deshidratados muy concentrados) y un armamento superpotenciado por la aplicación intensiva del bronce.
Tuvieron a mano toda la información acumulada por la experiencia panandina de Tiahuanaco-Wari y sus
prolongaciones indirectas en nuestro NOA. Con admirable sagacidad, agudizada sobre la marcha,
combinaron su alto sentido de la organización militar con procedimientos de planificación a gran escala y de
flexibilidad aculturadora. Primero trataban de asimilar a los pueblos vencidos, incorporando algunas de sus
divinidades al propio panteón y formando a sus líderes en los centros capitalinos del Imperio. Sólo después
de agotadas las medidas pacíficas, el exterminio o los traslados en masa (mitimaes) zanjaban
definitivamente la cuestión.
En realidad, como cada cultura era un microcosmo en perfecto equilibrio con su medio, el traslado
implicaba otra forma de extinción. En consecuencia, al centrarse en la dominación económica, la conquista
incaica se vio obligada a apelar a la sujeción militar y religiosa para tales fines. Ello produjo, en términos
geopolíticos, la integración del NOA, sur de Bolivia y norte de Chile con el carácter de zona sur dependiente
del gran centro nuclear andino. Integración que sólo pudo llevarse a cabo por el dominio absoluto y la fácil
comunicación a través de vías naturales, sistematizadas y organizadas a la perfección. Así quedó diseñado
nuestro espacio por una voluntad externa, en función de sus intereses de explotación in situ o de acceso a
zonas vecinas de mayor atracción.
Así quedaron calculadas desde arriba y desde afuera, en escala decreciente, las distancias entre
nuestras grandes fortalezas regionales o pucaras, entre los centros administrativo-militares de apoyo en
cada zona, y entre los tambos de las distintas localidades. Si bien aprovecharon los centros semiurbanos
preexistentes, los incas introdujeron modalidades totalmente nuevas, en cuanto a urbanismo se refiere.
Extendieron el uso del metal con intensidad hasta entonces desconocida. Difundieron el quipus y el quichua,
que servirá de lingua franca. Con el desplazamiento compulsivo de pueblos enteros por el sistema de
mitimaes, pusieron en marcha procesos interculturales de todo tipo, provocando la emergencia de múltiples
configuraciones sincréticas y unidades mayores.

El NOA Indígena, un eficaz procesador de intermitentes aculturaciones


La Cultura Tucumana (La Candelaria-Ciénaga-Condorhuasi en el Período Temprano), la Cultura
Draconiana (La Aguada en el Período Medio), la Cultura Chaco-Santiagueña (Sunchituyoc-Averías como
nexo marginal entre los Períodos Medio y Tardío) y el complejo Diaguita-Calchaquí (Sanagasta-Belén-
Santamaría-Quebrada de Humahuaca en el Período Tardío) nos remiten invariablemente a los grandes
centros de irradiación andinos, vinculados a su vez con Mesoamérica e incluso con Indochina, Indonesia, el
remoto valle del Indo y el Mediterráneo por la vía del Pacífico. El NOA, por tanto, no es comprensible sino
como pista tendida al írsele superponiendo de esas advenientes constelaciones culturales. Como tal,
constituyó, junto con el norte de Chile y el sur de Bolivia, el Área Meridional dependiente de alternativos
centros nucleares dentro del macrohorizonte panandino.
Ahora bien, las sucesivas influencias llegadas de los centros expansivos no siguieron una sostenida
línea ascendente de desarrollo. La Cultura Draconiana fue reflejo de una fuente muy superior a aquella de la
que será tributario después el complejo Diaguita-Calchaquí. Incluso los Incas dominadores del NOA
evidenciarán ya una involución, en relación con sus matrices. De modo que el nivel cultural encontrado más
tarde por los españoles no dará la medida, ni del punctum aureum en el centro andino, ni del maximum
NOA en la región. Hasta se podría hablar de una regresión estético-religiosa en proporción inversa a los
avances de la tecnología y del patrón sociopolítico.

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En la medida en que se registra una disminución de la actitud reverencial ante la naturaleza,
burocratización cultual y empobrecimiento estético, se están imponiendo correlativamente tendencias
antropocéntricas y secularizantes: grandes progresos en el equipo productivo, mayor racionalización del
espacio urbano, rígida estratificación y eficaz sincronización de la convivencia en el sentido de un
socialismo estatizante y compulsivo manu militari (Culturas de Estados, Imperios de Regadío). No resulta
extraño, entonces, que la formación del ethos cultural del NOA revista singularísimas características. En
efecto, considerado desde los centros nucleares panandinos, el NOA aparece como una subregión
dependiente, refleja, marginal. Considerado, sin embargo, desde el espectro indígena argentino, representa
el máximo nivel étnico-cultural. Ambigua situación, que marcará profundamente su destino. Valorándolo en
su justa dimensión, habría que concluir, por el momento, que no dio signos de autopropulsividad como
centro generador de innovaciones o de intercambios de igual a igual con otros centros. Pero habría que
reconocer también que, inmerso como estuvo en un proceso de intermitentes activaciones recibidas de
lejanos centros expansivos, mostró por lo menos una gran capacidad de apropiación, adaptación,
reinterpretación e incluso recreación.
Las distancias entre el NOA y el centro hegemónico, o las reelaboraciones de que eran objeto a lo
largo de su itinerario los elementos transferidos, pudieron contribuir a ello. No obstante, creemos que el
factor decisivo residió en la estructura mítica de su propio anclaje terminal. Aludo a su originaria actitud de
apuesta a lo sagrado como centro de circularidad cerrada, que lo llevó a asimilarse hasta la obsesión a los
modelos cíclicos de la vegetación y la fecundidad, o de los comportamientos astrales. De ahí que su
relación entrañable con la Naturaleza se con virtiera en eje vertebrador y clave omnicomprensiva. Culto,
familia, orden sociopolítico, sistema productivo, equipo tecnológico, vivencia del tiempo, todo adquiría
validez y sentido allí, según los flujos del mana que irriga el macroorganismo cósmico.
Las religiones indígenas y sus tradiciones cosmogónicas desaparecieron tempranamente en la
región andina. Las del NOA y zonas vecinas también. Nos referimos a las fuentes directas, relaciones o
testimonios de sus mismos practicantes o de observadores confiables. Sólo cabe reconstruirlas, a un riesgo
altísimo, sobre la base del estudio comparado de material arqueológico perteneciente a otras regiones
afines que conservaron su patrimonio originario. La difusión en la Amazonia de elementos religiosos
andinos y mesoamericanos permite explorar, a través de la comprensión de algunos pueblos, pistas
indirectas para una aproximación a lo que hubo de ser el trato con lo sagrado en el NOA. Dos ciclos
mitológicos de extraordinaria importancia concentran las proyecciones analógicas de los ensayos
hermenéuticos más promisorios: el ciclo de la serpiente (sencilla o anfisbena y draconiforme) y el ciclo del
jaguar (con atributos serpentiformes y draconianos).
El ciclo de la serpiente parece relacionarse con la Cultura Megaxila del neolítico. En un principio
debió tratarse de una serpiente terrestre, símbolo de la fecundación, ya que se la representó con triángulos
femeninos a los costados. Su vigencia ha de atribuirse, sin duda, a círculos todavía matriarcales, pues al
declinar éstos, se transformó en serpiente alada que asciende al cielo para identificarse allí con la vía
láctea. El mito de la serpiente-arcoiris explicita la naturaleza de esta transformación, haciendo girar el
discurso narrativo en torno a un combate entre las aves y la gran hidra arcoiris, vale decir, en torno a una
ornitohidromaquia. En ello hay que ver, según Ibarra Grasso, la lucha promovida por las sociedades
secretas de varones contra una religión anterior de tipo matriarcal. La victoria de los varones decretará la
completa liquidación de las divinidades femeninas. Tal, el caso de Tiahuanaco. Entre los Incas, en cambio,
la serpiente arco-iris sobrevivió incorporada a las insignias del soberano. Pero no sabemos si constituyó una
excepción, o si también fue sometida allí a una reinterpretación masculina. La clave de la mitología original
de la serpiente, en suma, la consagra como “madre de la tierra” o, de acuerdo con otra forma emparentada,
como “madre del agua” constantemente metamorfoseada en arcoiris.
Gracias a otra variante, el mito de “las madres del agua y de la vegetación”, se nos explicita el
sentido de la serpiente monocéfala y de la anfisbena. La primera, “madre del agua”, aparece en la superficie
de la tierra como inmenso río reptante que asciende al cielo, donde se transmuta en rayo o relámpago. La
segunda, “madre de las plantas”, se manifiesta como gigantesco árbol que, en su lento andar, atrapa con la
boca de abajo las alimañas terrestres y con la de arriba los pájaros e insectos, hasta que finalmente
asciende al cielo transfigurada en arcoiris. Pese a las numerosas monografías sobre el tema, el ciclo del
jaguar-dragón-felino no ha sido descifrado todavía. Sólo se advierte con claridad, en su evolución, una
tendencia a asociarlo cada vez más con figuras humanas, a las que termina subordinándosele. Puede
observarse, al respecto, la impresionante centralidad de la figura humana, masculina, en el disco o placa de
Lafone Quevedo, donde se la presenta flanqueada como custodiándola por dos felinos o representaciones
draconianas. En otras piezas del mismo tipo, los felinos adoptan forma de aves o de serpientes hacia la
parte inferior.
¿Integraron los ciclos de la serpiente y del jaguar un conjunto simbólico orgánicamente articulado?
¿Qué plus de significación, qué nuevas dimensiones o niveles de sentido jugaron dentro de ese contexto
mayor? O, por el contrario, constituyeron bloques independientes, constelaciones cerradas sobre sí mismas,

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en un vacío primordial exorcizado por una lúdica fundacional de aciertos puntuales sobre instantes aciagos?
Creo que a la cuestión, así planteada, puede dársele, si no una respuesta, por lo menos una orientación de
búsqueda a profundizar. A tal efecto, me parecen útiles algunas observaciones de Ibarra Grasso, quien, de
la orgánica simbólica de los mitos de creación-caída-reconstitución, ha tomado como hilo conductor los
mitos de creación, fundamentalmente los referidos a la creación del hombre, para esbozar a título muy
provisorio una clasificación sucesiva de las religiones indígenas argentinas en correlación con sus diferentes
niveles culturales. Del análisis del material disponible surgen las tres categorías siguientes, de menor a
mayor nivel:
a. Los mitos de la simple aparición, a partir de una preexistencia oculta en la misma tierra: los
hombres salen de cuevas terrestres, en las que se supone llevaron algún tipo de existencia
previa, puesto que no se alude a producción alguna. Las múltiples tribus remiten a una
multiplicidad de cuevas. La ausencia de toda creación-fabricación no impide, sin embargo, que
haya seres supremos por encima de otros de mayor o menor importancia. Probablemente este
esquema corresponda a las Culturas del Desierto en el mesolítico;
b. Los mitos de la simple aparición, a partir de una preexistencia celeste o terrestre (en otra tierra
distinta aunque semejante a la nuestra): los hombres descienden del cielo o emergen de un
mundo inferior, de ningún modo equiparable con el infierno. En cualquiera de las dos variantes,
se elude toda referencia a una producción o fabricación. La aparición del hombre no forma parte
de un conjunto cosmogónico. Hombres, mundo donde preexisten y mundo donde aparecen,
están ya dados. Lo que no obsta para que haya héroes civilizadores. Este esquema
correspondería a las Culturas Agroalfareras del neolítico;
c. Los mitos de la creación-fabricación en forma directa por un Ser superior, que unas veces se
identifica con el Hacedor del universo, y otras con uno de sus sucesores o hijos. Este esquema
pertenecería a las altas Culturas de Estado en pleno neolítico.
De acuerdo con este ensayo de taxonomía demasiado elemental pero consistente, el estado de la
cuestión sobre el fenómeno religioso en el NOA Indígena parece ordenarse en sus líneas fundamentales.
Las Culturas Ágroalfareras del NOA no dieron muestras de haber alcanzado por dinámica propia el estadio
“creacionista”. Se habrían mantenido más bien en el estadio de la distinción de planos o mundos, para dar
cuentas de la epifanía terrestre del hombre y demás seres. Sólo con la dominación incaica se habría
superpuesto a este estadio la simbólica “creacionista”. De suerte que así se explica por qué los españoles
encontraron como dioses mayores de nuestras tierras a Inti, el numen solar y civilizador de los señores del
imperio, y a Pachamama, cuyo culto es anterior al de Inti en el mismo Perú. Los dos niveles de dioses
reflejan civilizaciones muy diversas. Nos encontramos, pues, ante una superposición a medio camino que
marca el tránsito del matriarcado, del comunismo tribal y de la vida agrícola, a la época patriarcal y pastoril
del Imperio, con fuerte tendencia a un monoteísmo enoteísta, cercano al Deus ignotus según el sentir de los
cronistas. Así se explica, por último, que los elementos más desarrollados de la religión incaica
desaparecieran inmediatamente. La estrategia de sustitución por la cúspide utilizada por los españoles,
tendrá especial cuidado en cambiar la superestructura incaica por el cristianismo. El culto a Pachamama
subsistirá hasta nuestros días, Su persistencia, su hondo arraigo, nos remite a creencias anteriores
referentes a la agricultura. Anclaje originario y terminal en la tierra profícua, en la montaña siempre
misteriosa y genitrix que virtió sus torrentes en los valles y atesoró sus reservas de agua, oro, plata y cobre.
Sólo de ella pudo surgir esa capacidad de procesar múltiples y heteroclíticas influencias. Sólo de ella pudo
alzarse, con bravura de divinidad ctónica, la federación de las distintas parcialidades étnicas en defensa del
común patrimonio regional. Inti, luminoso y clásico, se eclipsó. Pachamama, ¡kusiya, kusiya!, continúa
recibiendo el tributo de los descendientes de las razas autóctonas en el altar de las montañas y en las
humildes apachetas de los caminos (Agüero Vera). No sabemos qué hubiera pasado, si la presencia directa
de los Incas manu militari se hubiese prolongado más allá de los poco menos de 50 años que duró. Pero
nos consta con qué eficacia sabrán aprovechar los Diaguitas-Calchaquíes todos sus aportes de
organización urbanística y sociopolítica, para tardar un siglo en doblegarse ante el conquistador español. He
aquí un indicio de que el ethos cultural del NOA Indígena también hubiera podido emprender por su propia
cuenta y riesgo procesos de aceleración evolutiva.

2. EL NOA HISPANO-INDÍGENA

Por ser España lo menos europeo de Europa, el mito amerindio pudo, a pesar de todo, entablar un
diálogo con el mítico talante de los españoles, llegando a plasmarse en algunas líricas de aculturación
difícilmente superadas a la luz de la historia comparada de las civilizaciones. La estructura de existencia
hispánica, bajo forma de seguridad o de inseguridad (Laín Entralgo), se caracterizó por la creencia plenaria
en un destino y misión superexcelsos, a la vez que por el desbordante anhelo de alcanzarlos. Tan extrema
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instalación en lo cimero le impidió atenerse a la realidad presente. Lo que se tradujo, en el orden intelectual,
en ver las cosas desde la perspectiva de lo que ‘‘pueden ser’’, de lo soñado, y no de lo que son; y, en el
orden operativo, en despreciar el dominio de la naturaleza mediante el razonamiento o la experiencia,
siempre inútiles dentro de una cosmovisión vivida como incesante hacerse-deshacerse (Américo Castro).
Configuróse durante los ocho siglos de la Reconquista como “vida en esperanza”. AIióse con el sentido
escatológico de los pueblos bíblicos: del ‘‘amén” judaico, del “ojalá’’ islámico y del ‘‘si Dios lo quiere’’
cristiano, que disputaron entre sí por adueñarse del temple ibérico.
La victoria de los Reyes Católicos sobre el último bastión de Ia Media Luna implicaba para España
quedarse sin posibilidad histórica de ‘‘vida en esperanza”. América vino a abrirle, entonces, la más grande
oportunidad para seguir instalándose españolamente en el mundo. De nada le importaría al Emperador, el
eclipse de sus ambiciones europeas en Metz, comparado con el alumbrar de un Nuevo Mundo en Las
Indias, mucho más existentes por la intensidad de la esperanza española que por el propio peso de su
facticidad milenaria. Lo único que podía acontecer entre España y América era un encuentro. Dos
estructuras de existencia mítica se buscaban, en ellas, para fundirse en un abrazo. Tal encuentro se llevó a
cabo en un paradójico proceso de exterminios y fecundaciones, rapiña y mestizaje.
La conciencia más aguda de este abrazo en el misterio ha de rastrearse entre los grandes teólogos
de la España áurea, quienes no dudaron en calificar al descubrimiento de América como el suceso más
importante de la historia de la humanidad, después de la Encarnación del Verbo. Su vocación cristiana los
colocó de entrada ante la necesidad de hacer una “lectura de los signos de los tiempos” para descubrir cuál
era el lugar reservado al mito amerindio en la historia de la salvación. Gracias a ello, no a la casualidad,
Francisco de Vitoria desplegó el ius naturale en ius gentium dentro del horizonte siempre mayor de la
alteridad y de la ecumenicidad. Hasta qué punto se acertó en la práctica concreta, en la aplicación de la
metodología pastoral y sociopolítica más adecuadas, es una cuestión de suma complejidad que escapa a
toda simplificación o reducción. Hubo líneas misioneras que optaron por una rígida identificación
etnocéntrica entre europeizar y evangelizar. Con ello se decretaba sin más trámite la muerte del mito
amerindio como cultura y como religión.
Otras líneas, en cambio, se mostraron más respetuosas con la estructura cultural del mito, pero
intransigentes con su politeísmo cultual, lo que en última instancia liquidaba también por completo al mundo
indígena, puesto que lo desarticulaba al desarraigarlo de su mana vivificador. Otras líneas, finalmente,
lograron auscultar en el trasfondo del mito amerindio, ansias irredentas que no necesitaban vertirse a otras
formas de la finitud y labilidad humanas para encontrar misericordiosa acogida en la Pascua del Cristo
Recapitulador. En este último caso, se evangelizaba con la convicción de que la gracia cristiana, lejos de
destruir la cultura de cada pueblo, la perfecciona desde su centro originario y entra en connivencia con sus
más entrañables disponibilidades autóctonas. Así se explica la admirable combinación de inteligencia y
empatía puesta en juego por los misioneros para explorar los múltiples, e incomunicados entre sí, universos
lingüísticos indígenas. Tarea que no sólo les permitió fraternizar con ellos, sino también contribuir a su
propia integración. No se trataba de una hábil maniobra persuasiva, sino de la ley intrínseca de un misterio
de comunicación y participación, que sólo es tal comunicándose y participándose.
De ahí que el hecho de renunciar a una auténtica encarnación americana del cristianismo, hubiese
equivalido a sustraerle un modo intransferible de lo humano al llamado universal del Ágape, a su gratuita e
indulgente solicitud liberadora. Así planteado el horizonte de la escucha de la Palabra en América, la
catequesis española tuvo que arreglárselas para operar en el núcleo ético-mítico de pueblos politeístas,
mediante una propuesta de conversión al Dios Uni-Trino por reasunción dignificadora de la propia identidad,
y no por sustitución en otra supuestamente más dotada o evolucionada culturalmente. La Iglesia contaba en
su haber con un caudal riquísimo de experiencias, al respecto. Había animado, en el corazón de los pueblos
más diversos los arquetipos fundamentales de la simbólica cósmica y de la presentificación histórica de lo
sagrado. La España evangelizadora disponía, pues, de un amplio repertorio de pautas iluminadoras para
abordar una empresa que por fin se ajustaba a la desmesura de su apasionado vivir desviviéndose. Si con
frecuencia se extravió, o resultó todo lo contrario, ello se debió al peso histórico del pecado, vigente en las
proclividades idolátricas de ambas estructuras de existencia mítica, de la evangelizada-evangelizadora y de
la novísima destinataria de la evangelización.
Templada en el no tener más remedio que “habérselas con los moros” dentro del marco de una
interminable guerra de liberación, forjada en coexistencia obligada con el Islam y el Judaísmo, la Cristiandad
Hispánica se desarrolló como una variante histórica del ethos evangélico muy distinta de las de Roma y
Bizancio. Más atenida a la esperanza del futuro inalcanzable que a la insatisfacción de la realidad presente,
a las empresas descomunales y heroicas que a la constructividad cotidiana, a la instalación plenaria en lo
utópico entresoñado que a los avances de la verificación científica y de la eficiencia tecnológica. Mientras la
Cristiandad Occidental (la Europa transpirenaica) se lanzó a su aventura secularista, la Cristiandad
Hispánica se sintió heredera del Sacro Imperio. Se volcó sobre el inmenso espacio descubierto de Las
Indias para darle rienda suelta a su utopía. Cuanto más extemporánea se tornó esta, tanto mayor denuedo y

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empecinamiento le opuso. Así nació la Cristiandad dependiente Hispanoamericana bajo la responsabilidad
de la Espada y de la Iglesia, que quedó prendida en aquella inextricable urdimbre de luces y sombras,
gracia y pecado. Justificando muchas veces la destrucción del mundo indígena indisociablemente ligado a
prácticas idolátricas. Denunciando muchas otras, como contrapartida profética, las injusticias propias y
ajenas. Y sobre todo abriendo, al margen de las oficiales, experiencias nuevas más acordes con sus raíces
evangélicas y con la identidad cultural del NOA. El Régimen oficial de las Encomiendas y el Régimen de las
Reducciones jesuíticas constituyeron experiencias paradigmáticas, al respecto (Darcy Ribeiro). El modelo
ignaciano se basó en la organización colectiva de la fuerza de trabajo y en el correspondiente sistema
equitativo de distribución, animados por la paideia, el culto y la fiesta, bajo la impronta de la justicia
socialcristiana sesgada por un paternalismo teocrático (E. Jarry). Se aproximó, mucho más que al oficial, al
modelo incaico o de las culturas agroalfareras de regadío, pudiendo considerárselo de algún modo como un
intento evolutivo de reinterpretación y reelaboración de pautas autóctonas a la luz del Evangelio. Se oponía
frontalmente, pues, al modelo capitalista-colonialista de las Encomiendas, centrado en una ordenación
oligárquica, en la empresa privada, el monopolio de la tierra y la esclavización de la mano de obra.
La coexistencia de los dos modelos en la misma región era incompatible. Interminables conflictos
suscitados por la codicia, y en parte también por una concepción muy española de las relaciones Reino de
Dios-mundo (Fritz Hochwälder), obligaron al modelo ignaciano a concentrarse cada vez más sobre sí
mismo. Resistió por un tiempo dentro de su circuito autónomo de influencia, levantando un muro de
contención mediante la puesta en pie y adiestramiento de sus propias milicias. Pero, aunque más
deshumanizada, terminó prevaleciendo la formación más a tono con la Modernidad triunfante. Así se cerró
el ciclo del modelo ignaciano en las Reducciones paraguayas, no obstante haber alcanzado un altísimo
grado de organización y eficiencia. O por ello, precisamente. Nuestras Reducciones del NOA, mucho más
significativas de lo que se supone (Orestes Di Lullo), no resultaron una excepción dentro de este admirable
y trágico experimento sagrado.

Ambivalente inserción del NOA Indígena en el horizonte étnico-cultural del mestizaje


La ambivalente situación de nuestro Noroeste, a medio camino entre el máximo nivel de los grandes
centros panandinos y el primitivo estadio en que se encontraban las otras culturas de la Argentina Indígena,
se reflejó de modo muy particular en el fenómeno de su hibridación con el conquistador hispánico. Sabemos
que este proceso siguió trayectorias distintas en uno y otro caso.
En las altas culturas autóctonas, dio lugar a los Pueblos Testimonio. Así llamados, porque
sobrevivieron al impacto traumatizante de la expansión hispánica, aunque transformados por esa conjunción
de tradiciones tipológicamente tan distintas, por el inmediato esfuerzo subalternante que les demandó la
adaptación al nuevo contexto de ámbito mundial, y por las consiguientes agresiones de que los hicieron
objeto la Revolución Mercantil y la Industrial. Las protocélulas que de allí emergieron, a corto plazo ya no
fueron iguales a sus matrices originarias. Resultaron híbridas, neoindígenas y neohispánicas, con marcado
debilitamiento de la base extranjera en la nueva configuración étnico-cultural a desarrollar. En efecto, para
sus fines de conquista y dominación, los españoles habían echado mano a las estructuras autóctonas ya
dadas. Por constituir éstas una rígida estratificación social, disciplinada y eficiente, bastaba con una
estrategia de sustitución por la cúspide para que el nuevo dueño impusiera su arbitrio a todo el conjunto,
desde los cuadros burocráticos intermedios hasta el campesinado sumiso. Medida exitosa para el
dominador, sin duda, pero no carente de ventajas, en su condición alienada, para el indígena también.
Porque así pudo conservar éste, elementos clave de su antiguo acervo cultural: lenguas, formas de
organización social, cuerpos de creencias y valores profundamente arraigados en vastas áreas
poblacionales, su patrimonio sapiencial y estilos artísticos populares, en suma. De, modo que, luego de
cinco o seis décadas, la configuración resultante del machihembramiento de ambas tradiciones será capaz
de absorber a otros grupos indígenas incorporados por la expansión colonial, e incluso a contingentes
europeos o africanos llegados más tarde. Por cierto que la ordenación civil y religiosa, contraparte colonial
del centro metropolitano, constituyó la piedra angular del subsistema, mediante la duplicación espuria de los
mecanismos institucionales de la dependencia. Sin embargo, al mantenerse en gran parte el substratum
indígena, éste se impuso con frecuencia en el “cómo” sutil de la ejecución, al contenido de la voluntad
dominadora. De ahí que, cuando sean reactivados por los nuevos centros hegemónicos industriales, los
Pueblos Testimonio podrán reasumirse como etnias nacionales en busca de autonomía dentro del complejo
esquema de poderes que los acogerá.
Al abrirse paso en la inédita situación poscolonial, lo harán, no como pueblos retrasados, sino como
pueblos despojados de su historia. Despojados de su enorme acopio de riqueza originario, del fruto de su
trabajo y de su cultura, con los que habrían podido abordar ahora una digna integración. Se enfrentarán con
el problema básico de conciliar en su propio ethos nacional las dos tradiciones culturales que los escinden
de parte a parte, atrayéndolos por igual sin fundirse en una síntesis. Arrastrarán el gravoso lastre de

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deformaciones estructurales como la acentuada distancia entre capas dirigentes y pueblo, por un lado, y la
división de aquéllas en sectores patricios y oligárquicos distintos pero complementarios, por otro. La vívida
conciencia de la continuidad histórica de su dominación, primero colonial (aristocracia-oligarquía) y después
nacional (patriciado-oligarquía), juntamente con la memoria de pasadas grandezas, suscitará en los
sectores populares un sentimiento crónico de irredención. Prontos a estallar en revueltas emancipadoras,
las cuestión será cómo reconducirlos a sus fuentes soterradas para que desde allí vuelvan a aflorar con su
antigua fuerza como renovada creatividad.
En las culturas poco evolucionadas, por el contrario, el proceso del mestizaje dio lugar a los Pueblos
Nuevos. Nuevos, porque constituyeron entidades étnicas completamente distintas de aquéllas que les
dieron origen. Pero nuevas por la conjunción, deculturación y fusión de matrices indígenas, hispánicas y
africanas. Lo que indica que surgieron como subproducto de proyectos coloniales europeos, destinados a
alimentar los flujos de sus mercados y subordinarse a sus intereses. De ahí que en su formación tuvieran un
papel tan fundamental la esclavitud africana y el sistema de hacienda. Dos modelos se impusieron, según
que se contara o no con una plataforma mestiza preexistente a la llegada de los africanos, o de otros
europeos más tarde. En nuestro caso, interesa el modelo que contó con esa plataforma previa. Pues, de la
miscigenación y deculturación de españoles e indígenas surgieron protocélulas mestizas que, pocas
décadas después ya se habían consolidado como etnia nueva, ni indígena, ni hispánica.
Desvinculado por completo de sus magras tradiciones arcaicas el flanco indígena y deculturado el
flanco hispánico por el gran esfuerzo que le exigiera su implantación estructurativa y no meramente
sustitutiva, la nueva cultura se caracterizó por una actitud menos conservadora, más abierta y sensible al
cambio. De suerte que esta primera matriz se fue transformando por especialización ecológica, de acuerdo
con el determinado tipo de producción al que se aplicaba: ingenios azucareros, explotaciones mineras,
empresas extractivas de las florestas tropicales, crianza de ganado para utilización del cuero. Así fue como
las primeras cristalizaciones culturales absorbieron a los posteriores contingentes de negros y blancos,
presidiendo la aculturación de unos y otros hasta integrarse definitivamente en lo que resultará el modo de
ser de la mayoría de las sociedades americanas. Los Pueblos Nuevos nacieron, en consecuencia,
marcados por la profunda brecha que separaba a la clase señorial de los hacendados, de la masa esclava.
Dicha clase no se erigió, sin embargo, en aristocracia aculturadora, sino que hizo más bien las veces de
prolongación gerencial, en ultramar, de las empresas metropolitanas. Sólo muy lentamente, fue asumiendo
el comando de su sociedad nativa.
Y, cuando llegó la hora de la independencia, no se le ocurrió mejor cosa que extender a la nueva
nación, en su conjunto, el repertorio de experiencias que durante generaciones había acumulado al frente
de la hacienda: una ordenación oligárquica, basada en el monopolio de la tierra, que reducía a las clases
populares a simple fuerza de trabajo, esclava o libre, pero siempre al servicio de sus intereses y privilegios.
Modeladora por excelencia, la hacienda que grabó a fuego su impronta en la familia y la religiosidad,
proyectará ahora su sistema hegemónico sobre el ordenamiento legal del estado. Pueblos-en-disponibilidad,
los Pueblos Nuevos se ven hoy forzados a integrarse a la cambiante y acelerada civilización industrial que
los reactivó. Su futuro se identifica, sin más, con el futuro del hombre, ya que no supone el despojo de los
otros pueblos, sino su propia liberación como condición de posibilidad de un mundo más humano para
todos.
El NOA Mestizo participa por igual de las características de ambas modalidades de fusión, sin
inscribirse de lleno en ninguna de ellas. En cuanto beneficiario de las altas culturas, se aproxima a la
configuración de los Pueblos Testimonio. No en vano, las tribus del oeste catamarqueño se mantuvieron
más de cien años inexpugnables al conquistador español. Junto con ellas, valles enteros se coaligaron ante
el enemigo común bajo sus mandos naturales: Viltipoco en la Quebrada de Humahuaca, Juan de Calchaquí
al sur, Chelemín más al sur. “Idólatras de su propia libertad”, como les llama el Padre Lozano, fueron los
protagonistas de una epopeya sólo parangonable con la de Arauco, tanto por el teatro como por la
intensidad viril de la lucha, la indeclinable resistencia puesta en juego, los planes de guerra, el número de
los combates y el altísimo costo que les demandó a vencidos y vencedores (Adán Quiroga). El “Segundo
Alzamiento” liderado por el doblemente falso Inca Bohórquez, episodio no exento de trágico humor, nos da
la medida de la astucia con que los Diaguitas-Calchaquíes históricos supieron utilizar al impostor,
valiéndose del prestigio de una cultura que los había vencido, para lograr la unificación de sus propias
fuerzas y conjurar el peligro de una nueva dominación.
No resulta extraño, entonces, que a pesar de la derrota definitiva sobrevivieran intactos muchos de
los elementos que ellos aportaron a su posterior fusión con los españoles. Sobre, todo, en forma de
constelaciones sincréticas que encierran profundas reivindicaciones, sutiles reinterpretaciones, oscuras
compensaciones y un obstinado rechazo a la impronta del conquistador. Los criterios heurísticos de Juan
Alfonso Carrizo, quizá demasiado influido por las preocupaciones axiológicas y espiritualistas de Alberto
Rougés, le impidieron auscultar esta corriente subterránea de la memoria, de lo imaginario, del alma popular
del NOA, que con tanta penetración ha explorado Bernardo Canal-Feijóo. No todo es supervivencia

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hispano-medieval en el reservorio de nuestras tradiciones orales, como sostiene Carrizo. Existe allí también,
por debajo del discurso poético-lírico del dominador ya legitimado, otro marginal y traumático. Se lo puede
identificar con precisión en los relatos míticos y supersticiosos, en los cuentos y fábulas, que conforman
respectivamente, sus niveles ético-mítico y sapiencial, e incluso épico.
Este discurso segundo, carente de estructura formal rigurosa, evoca de un modo muy espontáneo y
directo, motivos de notoria filiación aborigen. Relatos y leyendas, cuentos, fábulas y casos, aluden a temas
y situaciones de una existencia ya sida o imaginaria, de la que se presentan como fragmentos supérstites.
Testimonios de un alma subyacente que quisiera sacudirse con retroactividad el orden superpuesto,
mediante cierta vuelta al caos original. Sus personajes adoptan sólo el español unas veces; y otras, sólo la
lengua indígena. Cuando se producen trasvasamientos de un código al otro, el contenido cambia
sustancialmente de intención o sentido. Cuando se entretejen los dos idiomas en el mismo discurso, se
busca una confrontación más o menos sutil entre lo aborigen y lo hispano, convertido en objeto de irrisión,
burla o ridículo. Secreto desquite del vencido, solapada revancha, devolución tardía contra quien lo
desplazara de su identidad, mundo y escena. Otro tanto cabe decir del mayor porcentaje de voces que en el
universo toponímico del NOA responden a las lenguas aborígenes prehispánicas y que gravitan sobre el
español, cuando llegan a hibridarse. Si los conquistadores domeñaron a nuestras distintas parcialidades
étnicas, no ocurrió lo mismo con sus respectivos anclajes telúricos. Nuestro paisaje existencial les resultó
más abarcador y totalizante que su logos forjado bajo otros climas y latitudes.
Nuestra naturaleza-morada o nuestra estancia natural, los envolvió junto con los nombres que
llevaba adheridos a su propio misterio, y así fue como tuvieron que pactar aquellos dos talentos míticos en
encuentro desigual. En análoga convergencia habría que interpretar el fenómeno de la “tonada”, como
indicador de una especie de mesticidad oral producida por la cruza de la prosodia española con las distintas
prosodias locales del NOA Indígena: el lule o diaguita en Tucumán, el jurí en Santiago del Estero, el
comechingón o sanavirón en Córdoba, el tonocoté en Salta... En efecto, el conquistador no atravesó nuestra
región de ciudad en ciudad, como lo hizo en Perú o México. Pero percibió los cambios etnográficos y
lingüísticos que marcaban el tránsito de una comarca a otra. Allí donde encontró flotando en la atmósfera un
nuevo módulo idiomático, allí reconoció el locus de una posible ciudad.
Ahora bien, el cambio de lengua, aún en el nivel dialectal, es grave síntoma, pues trae consigo
cambio de dioses lares, recomposición de alianzas, treguas y hostilidades. Perdido en la inmensidad del
entorno natural, el fundador hispánico se aferró al horizonte ya mundificado del habla indígena para
apuntalar su empresa en tiempo y suelo firmes. Los epicentros tonales y semitonales de ese invisible ámbito
geohumano lo proporcionaron las justas distancias. Entre una ciudad y otra se demarcaron los límites
tutelares de sus respectivos dioses y antepasados. Por eso comprobamos hoy que cada ciudad preside una
tonada. Así se explican las tradicionales rivalidades y emulaciones entre nuestras ciudades provincianas.
Cada una de ellas surgió, no sólo del alma cantonal o regionalista española, sino también del alma tribal de
nuestras parcialidades étnicas que de este modo tomaron parte, involuntaria e inconscientemente sin duda,
en el primer ciclo fundacional de la civilización argentina. A ello habrá que añadir el fenómeno de la
expresividad barroca. Aquel mestizaje por antonomasia, en el que el ajuste de los dos sensualismos
concurrentes le brindó a nuestro arte aborigen una oportunidad de pervivir según su espontaneidad
originaria.
Las objetivaciones plásticas de ese acorde hispano-indígena evidencian por uno y otro lado la
misma combinatoria de naturalismo y abstracción, carnalidad y geometría. Ambas propuestas se articularon
entre sí por el común denominador del sensualismo, tanto, que resulta poco menos que imposible, discernir
la respectiva ley de movimiento que las diferencia, en el conjunto de la obra ya objetivada. Todo dependerá
del círculo hermenéutico en que se encuentre el sujeto que participa en su producción u observación. El
sensualismo del aborigen tiende a connaturalizarse por extraversión ecológica, se derrama, horizontal en la
naturaleza, se anega en su cosmomorfismo. El sensualismo del español, tal vez residuo de su demonismo
medieval, hace pie en la naturaleza para rescatarse, tomar envión y trascenderla vertical hacia su vigilia de
utopías. De suerte que ambos sensualismos, el uno por inmanencia extrema, y el otro por extrema
trascendencia, dejan intacta a la naturaleza y se desentienden de todo habérselas con ella que implique
transformación tecnocrática o acumulación lucrativa del fruto de su trabajo.
Y por último, englobando todos estos epifenómenos dispersos, filtraciones de la napa aborigen a
través de sus superposiciones incaica e hispánica, hay que referirse a algunas líneas de la “evangelización
constituyente’’ (Puebla, III Conferencia del Episcopado Latinoamericano). En el NOA operaron equipos
apostólicos que asumieron a pleno su vocación profética, no sólo como denuncia, sino también como
anuncio y creatividad. Ellos supieron promover espacios de gratitud y convivencia entre los distintos estratos
étnico-culturales, sin que cada uno tuviera que despojarse de su propia identidad. Respetaron las
diferencias, incluso las que en el aborigen aparecían radicalmente antinómicas con el cristianismo, para
‘‘convertirlas” no por destrucción sino por transfiguración liberadora. No se rasgaron las vestiduras ante la
simbólica o el ritual idolátricos, sino que les aportaron luces para que se reinterpretaran como finitud en

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busca de absoluto, y encontraran su Iugar propio en la liturgia sacramental cristiana, particularmente en las
fiestas y grandes celebraciones públicas. Poco a poco se institucionalizó así un proceso circular abierto en
el que la Iglesia, como órgano rector, a la par o al margen del Estado, se dejaba impregnar de la sustancia
sapiencial del pueblo, para impregnarlo a su vez de esa misma sustancia reelaborada en clave evangélica.
En el interior de aquellas acotadas áreas donde este reciclaje allanador de distancias logró
mantenerse vigente, el mito aborigen pudo, no ya tan sólo subsistir, sino dialogar también de igual a igual
con el conquistador en su fuero democrático más íntimo, practicar un intercambio fecundo de bienes,
retomar el auténtico dinamismo de una cultura autopropulsiva. No todo es, por tanto, supervivencia hispano
medieval en el reservorio de nuestras tradiciones populares, como lo ha puesto de manifiesto Bernardo
Canal-Feijóo.
La leyenda mítico-religiosa y el cuento épico-sapiencial, como estratos más originarios de nuestra
creación folklórica contemporánea; burla, credo y culpa, como los grandes temas generadores de su
estructura dramática; la toponimia y la ‘‘tonada’’, como factores de identificación indígena en el mestizaje
oral de la prosodia española con los dialectos de las distintas parcialidades étnicas de la región; las
“distancias tonales y semitonales”, como criterio de ordenamiento geocuItural en la estrategia española de
localización urbana; el sensualismo mágico, palpitante en el barroco de la decoración y plástica artesanales;
las divinidades preincaicas de nuestro calendario folklórico actual, en indiscernible consanguinidad con las
precristianas de los campesinos-conquistadores españoles (George M. Foster) y a espaldas del cristianismo
oficial que sustituyó en la cúspide la religión solar del Incanato; las formas religiosas aborígenes que se
reconocieron Iiberadas y enaltecidas en las propuestas de reinterpretación que les devolvió la
“evangelización constituyente”.
He aquí proyecciones demasiado elocuentes de un organismo que algo de vida ha de conservar
aún, puesto que sigue liberando mensajes en la actualidad, aunque no sea más que para interlocutores
sordos e ignorantes de su clave hermenéutica. Pero fragmentos inconexos, nada más que huellas
errabundas, residuos marginales, gestos casi vergonzantes y desmemoriados de su propia intencionalidad
fundante, carentes de aquella fuerza reprimida o pregnancia revitalizadora de los Pueblos Testimonio más
genuinos, que aguardan su tiempo oportuno. Por eso el NOA Mestizo se aproxima también a la
configuración de los Pueblos Nuevos. Los conquistadores del Tucumán debieron someter a tribus
aguerridas y feroces. Debieron reducirlas al comienzo mediante formas específicas de dominación étnica y
organización productiva, bajo extrema opresión social, deculturación y compulsión. Su inevitable
mestización con las mujeres indígenas tuvo amargos resabios de violencia y de rapiña. El mayor vejamen
histórico del varón indígena no consistió tanto en la falta de mujer blanca que se le entregara, cuanto en la
fascinada oblación de la suya al varón blanco. La urdimbre de relaciones entre conquistadores y sometidos
se tensó al máximo en reiteradas ocasiones.
Algo muy profundo intuyó el Virrey Toledo, cuando se resistió a permitir el uso de armas a los
mestizos, pese a que las disposiciones legales le conferían igual estado y privilegios que a sus padres
españoles (Ernesto Palacio). A ese recelo hispánico de que la mitad de su naturaleza obediente a la madre
prevaleciera en el mestizo le correspondió, de parte de éste, un indecible resentimiento de varón humillado
y en repliegue como si ya no le quedara en adelante otro modo de enfronte que la pasividad de su costado
uterino (Bernardo Canal-Feijóo). A ello hubo de sumarse el vínculo servil-paternalista que vertebró la
estructura dominial impuesta en sus colonias por la Corona. La servidumbre en el Tucumán estuvo ligada a
una clase de producción netamente rural subsidiaria, pero alejada de las minas altoperuanas. Dentro del
sistema étnico-estamental, los naturales aparecían discriminados y explotados pero protegidos por su
condición de tales. Si bien es cierto que así se le fijaba un límite al señorío del encomendero, el
minusvalimiento en que se encuadraba al indígena como persona de derecho, le devolvía a aquél sus
fueros, a cargo de tutela y vigilancia. Ahora bien, este componente básico de los lazos de dependencia
personales entre protector y protegido, no era extraño a nuestras culturas agroalfareras. Así se explica su
aceptación y arraigo durante la colonia y mucho más allá de lo que se supone (Guillermo B. Madrazzo).
La evangelización y una criteriosa política metropolitana hicieron que en su sostenida interacción
posterior, se limaran aristas, se aflojaran tensiones. De modo que el vínculo servil-paternalista terminó
derivando hacia cierto allanamiento de las distancias raciales, hacia cierta aquerenciada democracia
instintiva, que cobrará vuelo más tarde con el inflexible código de lealtades entre caudillos y montoneras. La
cultura del NOA Mestizo, cuyo límite austral se detuvo en Córdoba, se tiñó poco a poco del estilo que habría
de configurarla finalmente: un fondo de autonomismo montañés, de cuño calchaquí, matizado por la
inflexión castellano-andaluza de los dominadores. Flor de esta cultura, las coplas, romances viejos,
villancicos de Navidad y demás composiciones, irrigaron su concepción del mundo en plenitud y coherencia.
Originadas en las capas superiores, las distintas formas descendieron a los sectores humildes, más
numerosos y estables, extendiéndose en ellos hasta engrosar la mayor parte de su caudal expresivo. En
esa apropiación debió influir el prestigio de su alta procedencia, la magia de ritmo y rima, pero por sobre
todo la afinidad de su trasfondo democrático sutilmente presentido.

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Eran, en efecto, bloques íntegros extraídos de los cancioneros populares de la península, glosas
catequísticas de la “evangelización constituyente”, que se conservaron con asombrosa coincidencia a todo
lo largo y lo ancho de la América hispano-indígena. Una nueva cultura del sentido común fructificará de esta
siembra. Los ejemplos del infante don Juan Manuel se aclimatarán a la sombra de Pachamama. El cante
jondo sabrá que no está sólo cuando descubra indescifrables aires de familia en la vidala. Los romances
cobrarán inéditos contornos dramáticos al compás del tamboril indígena. EI moro Amenámar tomará figura
de caudillo calchaquí. Bastarán tres generaciones para que el tipo criollo se fijara definitivamente. Al igual
que los Pueblos Nuevos, en cuanto la marcha del proceso se interrumpa por la mayor gravitación de
actualizaciones civilizatorias de otro signo, el NOA Mestizo quedará expuesto, disponible, inerme, ante los
centros hegemónicos de turno.

Oscilaciones de la conquista Española en la constitución del NOA Mestizo.


Esta dualidad que afectó al NOA Mestizo, desde el flanco indígena, se verá reforzada por otra,
desde el flanco hispánico. El comportamiento dual, o por lo menos la oscilación del conquistador entre dos
polos de intereses, resultará decisivo pata el NOA. O afincarse tierra adentro sin perspectiva de salida a la
metrópoli, o encontrar una vía de comunicación con desembocadura en el Mar del Norte, para recuperarse
del largo encierro por la distancia más corta. Tal alternativa debió adquirir contornos dramáticos en aquella
experiencia de inmersión mediterránea, que no parecía tener fondo. De ahí que se pusieran en marcha dos
estrategias enfrentadas a muerte. No tanto por el hecho en sí de descubrir una puerta hacia el Atlántico,
pues ello era inevitable, cuanto por el sentido que habría de tener, por los contragolpes que traería consigo,
asomarse a un horizonte surcado por ambiciosas potencias, crecientes competidoras al acecho.
La España que emprendería, así, el retorno hacia su propia mismidad, ya no sería idéntica a aquélla
que se lanzó a la aventura. Tampoco sería idéntica, cada vez menos, su situación hegemónica sobre el
resto de Europa. Las dos estrategias, pues, entrañaban proyectos y riesgos de largo alcance. La corriente
conquistadora originaria del polo virreinal altoperuano representaba a la España de la Contrarreforma,
barroca, urgida por el acometimiento de una hazaña sólo comparable con la Encarnación del Verbo:
implantar en el Nuevo Mundo el Reino de Dios, que en el Viejo había tornado irrealizable el Cisma de
Occidente. Mientras la puerta atlántica permaneciera bajo su exclusivo control, la estructura colonial de
dependencia sería teocrática, verticalista, de centro a anclaje terminal. Lo que para el NOA Mestizo
implicaría, o una succión total por los intereses del centro, o una finalización en sí mismo. Ya fuere, esto
último, por las exigencias cristianas de encarnarse en el continente amerindio hasta sus últimos extremos,
ya por el empecinamiento hispánico de no abandonar inconclusa aquella gesta, ni tan siquiera allí donde no
ofrecía aliciente alguno a su codicia.
La corriente conquistadora escindida del polo virreinal altoperuano, la chilena, de Pedro de Valdivia,
representaba otra cara de esa misma España: abierta al espíritu del Renacimiento y de la Reforma,
cesárea, mucho más atenida a lo que de empresa temporal connotaba la realización del Reino de Dios, que
a su núcleo mistérico convertido en sublime pretexto. De consolidarse un nuevo polo extravertido hacia el
Atlántico, esta España devuelta a su punto de partida, estaría dispuesta a relegar a un segundo plano la
empresa indiana, o la subordinaría a otros centros, llegado el caso, con tal de recomponer la Europa una
bajo el nuevo signo de la modernidad ya irreversible.
Para el NOA Mestizo ello implicaría terminar reducido a simple lugar de tránsito entre dos océanos,
como pura disponibilidad y recurso dentro del nuevo esquema de tensiones bipolar. Las alternativas de
estos dos proyectos en pugna encierran, así, claves esenciales para la comprensión del NOA Hispano-
lndígena. Si bien los protagonistas fueron tan sólo españoles, éstos, incluso en su más baja condición de
aventureros o usurpadores, compartieron de algún modo, con lo aborígenes, un mismo horizonte: no la
suma de sus respectivos horizontes previos, sino el ya fáctico del cuadrante Noroeste progresivamente
moldeado por la convivencia, la consanguinidad y el encuentro desigual de culturas.
Por eso las marchas y contramarchas del enfrentamiento chileno-altoperuano nos permiten abarcar,
como totalidad y figura, lo acontecido en el NOA de la Conquista y de la Colonia, vale decir en lo que fueron,
primero durante la España de los Austrias, la Gobernación del Tucumán, Juríes, Diaguitas y
Comechingones (jurisdicción del Virreinato del Perú y distrito de la Real Audiencia de Charcas) y, más tarde,
durante la España Borbónica, las respectivas Intendencias de Córdoba y de Salta del Tucumán
(jurisdicciones del Virreinato del Río de la Plata). Viniendo de Chile y del Perú, los conquistadores
irrumpieron sobre el NOA Indígena con la urgencia de alcalizar, cada uno por su flanco, el punto más
aproximado posible al non plus ultra que la provisión real les había fijado.
Comenzaron, pues, por la fundación de la ciudad terminal y no por las intermedias del camino. De
suerte que con ello afirmaban de entrada sus límites jurisdiccionales, a la vez que le cerraban el paso a la
corriente colonizadora contigua. Así fue como llegaron a cruzarse, interceptándose, los altoperuanos al
mando de Juan Núñez de Prado y los chilenos capitaneados por Francisco de Aguirre. El empeño era el
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mismo, fundar la primera ciudad mediterránea argentina: la ciudad de choque, la ciudad fronteriza (Bernardo
Canal-Feijóo).
La corriente chilena había tenido que atravesar la Cordillera para darle alcance a la altoperuana, y
contenerla a la altura precisa en que ésta no conseguía que prendiese su ciudad de El Barco.
Superponiéndole casi la suya, Santiago del Estero, aquélla pretendía retomar por sí sola la expansión hacia
el sur y hacia el naciente. Su objetivo era dar con el otro océano para reunir al fin, en una sola, las
Gobernaciones de Chile y del Río de la Plata, sirviéndose de la del Tucumán como nexo de transición entre
ambas. La reacción altoperuana no se hizo esperar: kafkianas disputas jurisdiccionales e ideológicas, con
intervención del Santo Oficio.
Treinta años de intrigas, sofisticadas en la Corte, laberínticas en los pasillos tribunalicios, y
ferozmente sanguinarias de hecho, en el terreno concreto del litigio. A pesar de todo, ni los tres agónicos
procesos contra Francisco de Aguirre impidieron que sus parciales de Lima y Charcas entraran en
connivencia con la gente de Asunción, y acordaran un rápido operativo desde allí hacia el sur. La delicada
maniobra recayó sobre el avezado Juan de Garay, quien, bordeando sin demora aguas abajo el Paraná,
fundó a sus orillas la ciudad de Santa Fe.
Sobre la misma línea y en el mismo año 1573, Jerónimo Luis de Cabrera hacía lo propio, al fundar
Córdoba en el valle de Comechingones. De este modo, se le cerraba definitivamente el paso a la corriente
altoperuana. La victoria, aunque indirecta, correspondió a los visionarios chilenos. Ellos, junto con su
protocélula fundacional santiagueña, quedaron relegados sin más rédito que su honra, en el primer
repliegue de nuestra memoria. Se abría un nuevo ciclo de fundaciones en el NOA Colonial propiamente
dicho. Faltaban todavía siete años para la erección de La Trinidad y Puerto de Santa María del Buen Aire.
Pero la Conquista podía darse ya por concluida. Si alguien se le había anticipado en el momento decisivo,
Cabrera no modificaría en lo sustancial sus planes. Se replegó a Córdoba para cimentar las bases de lo que
será, durante los dos siglos posteriores, el contrapolo espiritual y religioso, del temporal y laico a instaurarse
en Buenos Aires.

El NOA Hispano-Indígena en la encrucijada de su doble ambigüedad fundacional


Hubo en el NOA Hispano-Indígena una ambigüedad por partida doble, que se hizo presente desde
su misma génesis y terminará constituyendo, en definitiva, el núcleo de su ethos cultura. Por el flanco
indígena, se manifestó como configuración a medio trámite entre los Pueblos Testimonio y los Pueblos
Nuevos. Por el flanco hispánico, como oscilación entre el proyecto medieval-barroco, unificador y
concéntrico, y el proyecto de la modernidad secular, pluralista y ex-céntrico. Los cuatro términos de esta
doble ambigüedad, dialécticamente articulados, guardaron entre sí correlaciones muy precisas. Mientras se
mantuvo en pie el proyecto de la España concéntrica, el eje recayó sobre las altas culturas indígenas,
modelándolas por sustitución desde la cúspide e instrumentándolas como factor de irradiación sobre las
menos evolucionadas. Los resultados de este unitario proceso de mestizaje étnico-cultural presentaron dos
tipos de variantes, según el nivel de desarrollo alcanzado por cada cultura aborigen, antes del impacto. El
NOA quedó suspendido aquí, a mitad de escala, sin que las sucesivas aculturaciones le permitieran definir
su posición. En efecto, mirado desde la cúspide, fue sólo parte de la Región Meridional dependiente del
horizonte imperial panandino, y como tal no pudo inscribirse más que en el límite superior de la categoría de
los Pueblos Nuevos.
Pero mirado desde el bajo nivel de las otras culturas indígenas argentinas, le cupo el privilegio de
recibir y apropiarse los influjos tiahuanacota e incaico, y por tanto participó en alguna medida del alto rango
de sus fuentes. De ahí que el mestizaje no consiguiera obliterar, en él, ese trasfondo de supervivencias
incaicas y preincaicas que le confirieron un carácter subliminal dentro de la categoría de los Pueblos
Testimonio. Cuando se impuso el proyecto modernizador de la España ex-céntrica, los Pueblos Nuevos
sintieron que llegaba su hora. Desarraigados y abiertos al cambio, percibieron, desde su situación de
pueblos el llamado de una actualización histórica. Sus élites criollas se iniciaron en la experiencia política
que los llevó gradualmente a la independencia. En el reacomodamiento del nuevo esquema, el NOA
Mestizo se encontró, una vez más, a media andadura entre el aristocrático polo altoperuano y el emergente
polo atlántico, plebeyo y comercial. Gracias a esa constitutiva ambigüedad, hasta aquí, se había recostado
sobre su media condición de Pueblo Testimonio para tomar parte en los grandes flujos civilizatorios. No le
redituará el mismo beneficio recostarse, ahora, sobre su otra media condición de Pueblo Nuevo.
No será cuestión, esta vez, de insertarse en una relación teocrática de centro a anclaje terminal,
como la de la estructura concéntrica del sistema mercantil salvacionista altoperuano. Se tratará, más bien,
de cumplir una simple mediación entre dos atracciones polares, una de las cuales, la que triunfará
finalmente, sólo admitiría relaciones funcionales de centro a periferia, según la estructura dual del sistema
industrial capitalista: explotación de la periferia como condición de posibilidad para el desarrollo del centro.
Este nuevo juego de tensiones se refleja muy bien, y se sintetiza, en las características complementarias de
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los dos paradigmas de ciudades que presidieron la Conquista y Colonización hispánicas de nuestro territorio
(Bernardo Canal-Feijóo).
Una, la ciudad concéntrica y mediterránea, que desató el impulso inicial de la Conquista; otra, la
ciudad ex-céntrica y litoral, que respondió a la necesidad de repensar el plan político en el momento de
estabilizar la empresa. Una, nacida y destinada a sostenerse por la pura fuerza de su voluntad mística,
heroica o simplemente obstinada, frente a un entorno que ni la solicitaba como su coronación, ni la acogía
como su fruto; otra, que surgió y creció por la mera apuesta de su vitalidad y espontaneidad extraordinarias.
Una, que quedará marcada a fuego por la impronta medieval con que la plasmó el conquistador hispánico;
otra, irresistiblemente abierta al espíritu de la modernidad, de la movilización constante y de la pluralidad
que requiere integración y síntesis. Una, estructuralmente apta para conferir anchura, profundidad, volumen,
carne y hueso reales a una comunidad de destino; otra, dotada para otorgarle un perfil abstracto, jurídico-
constitucional, reconocible hacia fuera como sujeto de soberanía.
La coexistencia de estas dos ciudades se planteó desde el comienzo como una antinomia dinámica,
contrapolar. La segunda traía genéticamente, el privilegio del triunfo asegurado en la lucha por la
supervivencia. La primera, en cambio, necesitaría, fundamentalmente y en todo momento, el apoyo
normativo y fiscal para lograrlo. Los decretos reales de 1594 (a catorce años de la fundación de Buenos
Aires) y 1606 se reiteraron a lo largo del siglo XVII y principios del XVIII con carácter cada vez más
perentorio y restrictivo. Apuntaban a superar este desequilibrio inherente a su tensión estructural. Con ello,
se trató de compensar la objetiva desigualdad de oportunidades, defendiendo a la ciudad mediterránea y
concéntrica de la creciente succión que sobre ésta ejercía la ciudad litoral, dinámica y excéntrica.
Interrumpido el proteccionismo de esas medidas providenciales, hacia mediados del siglo XVIII, la ciudad
mediterránea quedó librada a su propia suerte. Pero ya para entonces había echado raíces inextirpables.
Incluso así, condenada a vegetar en la miseria quién sabe por cuanto tiempo, no habrá fuerza física o
compulsión formal capaces de poner en peligro su existencia. El abandono de la política normativa de
protección coincidió con el recambio de los Austrias por los Borbones en el trono de España, la sustitución
de la teocracia salvacionista por el despotismo ilustrado, su ciega adhesión a la revolución industrial y la
creación del Virreinato del Río de la Plata. Rotas las compuertas, legitimado el mecanismo contrapolar, el
resto corrió por cuenta de la explotación metódica del desequilibrio, hasta la succión definitiva del Interior
por el Puerto.

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