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LAGO
DE
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CARLOS MESTERS

MARÍA,
LA MADRE DE JESÚS
3.a edición

EDTCrONES PAULINAS
© Ediciones Paulinas 1981
(Protasio Gómez, 13-15. 28027 Madrid)
© Editora Vozes Ltda., Petrópolis/Río de Janeiro 1977
Título original: María, a Mae de Jesús
Traducción del portugués: Teófilo Pérez
ISBN: 84-285-0860-7
Depósito legal: M. 22.735-1987
Impreso en Artes Gráficas Gar.Vi. Humanes (Madrid)
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1
Llevando las andas
de Nuestra Señora
EL NOMBRE DE MARÍA

Es muy frecuente entre el pueblo llamar a las


mujeres con el nombre de María. Cuando alguien
no' sabe cómo se llama una pobre muchacha en la
calle, la llama así: «Eh, tú, María, ven aquí.» Y
ellas no suelen protestar. ¡El nombre de María les
va bien a todas!
Pero resulta además que María es de hecho el
nombre real de muchas personas. Difícilmente se
encontrará, en toda la amplia área iberoamerica-
na, una familia que no tenga uno o varios miem-
bros con el nombre de María glosado de mil ma-
neras: Ana María, María Jesús, María José, José
María, Mario, Mariano, Pilar, Montse, Begoña,
Rocío, Fátima, Lourdes, Conchita, Piedad, Dolo-
res, Socorro, Puri, Rosario, Amparo, Guadalupe,
Mercedes, Consuelo, Asunción, Carmen, Nati, Vi-
sitación, Dulce, Paloma, María Teresa, María Lui-
sa, Eva María, o María simplemente.
Estos y otros muchos nombres tienen todos el
mismo origen. Vienen del nombre de la Madre de

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Jesús, que se llamaba María. Era ella una mucha-
cha pobre y humilde. Vivió hace unos dos mil
años, pero hasta hoy al pueblo le gusta llevar ese
nombre. Le gusta mirarla e invocarla con una bre-
ve oración, ya muy antigua, llamada abreviadamen-
te y en una sola palabra: avemaria.

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EL AVEMARIA (*)

La primera parte de esta oración viene del án-


gel Gabriel, cuando trajo a María la invitación a

(*) E n nuestra lengua castellana solía usarse —y algo


todavía se usa— la expresión «Ave María» o «Ave María
Purísima» como fórmula devota de saludo a María (e,
indirectamente, a los demás). Pero respecto a la saluta-
ción angélica ha prevalecido el n o m b r e o título en una
sola palabra común: avemaria (como el padrenuestro, en
el caso de la oración del Señor). Sólo como título, por-
que luego la fórmula del saludo se ha convertido, curio-
samente, en la perífrasis «Dios te salve, María». Ave y
salve eran dos modos latinos de saludar ( = desear salud,
salvación, protección de lo alto), una forma de dar albri-
cias, diríamos. En las principales lenguas occidentales
modernas, el avemaria se ha traducido como un saludo
que el fiel devoto repite a María, de una manera perso-
nalizada (Je vous salue, Marie —yo te saludo, María—, dice
el francés) o cual objetiva reiteración de la fórmula usada
por el ángel (Ave, María, dicen el italiano y el portugués;
Hail, Mary —salve, María—, el inglés; Gegriisset seist Du,
Maria —saludada seas tú, María—, el alemán). Quien reza
el avemaria en castellano también repite, p o r su parte,
el saludo del ángel, pero con un delicado matiz: quisiera
que María reviviese aquel momento preciso en que reci-
bió el anuncio p o r parte de Dios. «Yo te saludo, María
—viene a querer decir—, pero mi deseo es que estas mis

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ser la Madre de Dios. Entrando en su casa, el
ángel dijo:

«Alégrate, favorecida ( =Dios te salve, María),


el Señor está contigo» (Le 1,28).

La otra parte viene de santa Isabel, prima de


nuestra Señora. Cuando ésta fue a visitarla, Isabel
le dijo:

«Bendita tú eres entre todas las mujeres


y bendito el fruto de tu vientre» (Le 1,42).

Más tarde, los cristianos añadieron a los saludos


del ángel y de Isabel la invocación:

«Santa María, Madre de Dios,


ruega por nosotros, pecadores,
ahora y en la hora de nuestra muerte.»

Después del padrenuestro no hay otra oración


más común entre los cristianos. Desde hace siglos
una multitud incontable la repite sin cesar. Cada

palabras resuenen en tus oídos como si te saludase Dios


mismo; justo como sucedió aquella vez de Nazaret...» He
aquí el porqué del «Dios te salve, María». (Obviamente,
«salve» no es aquí una petición —como alguien menos ins-
truido puede pensar— de que Dios conceda la salvación
a María, sino que significa sencillamente: «Dios te salu-
da.» En esto, nuestra fórmula se aproxima con más inten-
sidad al original griego: «Alégrate, María»... porque Dios
está contigo, te saluda.) (NdT.)

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rosario incluye cincuenta veces la misma plegaria.
Es muy difícil encontrar entre nuestro pueblo his-
panohablante alguien que no haya rezado nunca o
que ya no sepa el avemaria. La mamá o la abue-
lita se la enseñan a los pequeños. Cuando uno
quiere decir que de religión o de rezos no sabe
ni jota, confiesa: «Ya no sé ni el avemaria.» Para
muchos, saber rezar el avemaria es el principio de
la instrucción religiosa.

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LAS ANDAS DE NUESTRA SEÑORA

La historia de España y de toda Iberoamérica


parece unas inmensas andas de Nuestra Señora lle-
vadas por el pueblo humilde a través de los tiem-
pos. Pueblo anónimo, sin placa de identificación
en la solapa. Pueblo cuya preocupación es la de
quedar escondido, tras el nombre de María y tras
los adornos y las flores que cuelgan por los lados
de las andas hasta el suelo. Lo que aparece y
debe resaltar es el nombre y la imagen de Nues-
tra Señora, aclamada e invocada por miles de vo-
ces que lloran y gritan, desde abajo y sin parar:
¡avemaria!
Llevando las andas de Nuestra Señora, el pue-
blo lleva por las calles la esperanza de poder lle-
gar un día allí donde Nuestra Señora ya llegó, es
decir, a gozar la libertad total de los hijos de Dios.
Llevando la imagen de María, el pueblo da a to-
dos la prueba concreta de que caminando con Dios
es posible realizar esa esperanza.
La historia de María es la imagen de la historia

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del pueblo sencillo. Una historia que no ha ter-
minado aún. Sigue, hasta hoy, en las pequeñas y
grandes historias de este pueblo que va escondido
bajo las andas, rezando sin parar el avemaria.

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LOS GRANDES Y LOS PEQUEÑOS

María, muchacha humilde de un pueblecito del


interior de Palestina, es saludada hasta hoy por
millones de personas. El pueblo entero la venera
y la invoca. Ella misma lo previo y así se lo dijo
a Isabel: «Desde ahora me felicitarán todas las
generaciones» (Le 1,8). ¿Cómo' explicar esto, si
tiene explicación?
La pregunta no es tan necia como pudiera pa-
recer. Veamos. Cuando el ángel visitó a María
todas esas generaciones y pueblos de que ella ha-
blaba a Isabel estaban gobernados por Augusto,
emperador de Roma, dueño del mundo. Augusto
se quedó sin saber nada de aquellas visitas del
ángel a María y de María a Isabel; ni se le con-
sultó, por más que se tratase de un asunto muy
importante respecto al destino de aquellas nacio-
nes. Y es que Dios no pide permiso a los amos
de este mundo para poder hablar a los pequeños
y humildes. Por lo demás, casi todos se quedaron
sin saber nada. Dios no hace propaganda de las
cosas que realiza.

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Si aquel día alguien hubiera avisado al empe-
rador: «¡Señor emperador!, allá en Palestina una
joven acaba de recibir la visita de un ángel. Con-
vendría tomar medidas, pues la cosa parece muy
seria. Esa joven anunció que iba a ser proclama-
da bienaventurada por todas las naciones del mun-
do. Dijo también que los poderosos van a ser
derribados de sus tronos (cf Le 1,52)»...
¿Cuál hubiera sido la respuesta del emperador?
Quizá dijera: «¡No sea ridículo, por favor! Un
ángel y una muchachita no son ninguna amenaza
para mí ni para mi trono. ¡Soy yo al que están
llamando feliz todas las naciones del mundo! Mi
trono está bien firme, ¡no se preocupe! Tengo ene-
migos más serios que combatir.»
¡Y, sin embargo, la joven de Nazaret tuvo ra-
zón! Muchos años después, el trono de Augusto
cayó podrido; y en el lugar donde estaba el tem-
plo de la diosa Roma surgió una iglesia en honor
de Santa María de la Victoria.
¿Cómo se explica todo esto, si cabe una expli-
cación?

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2. MARÍA...
SER DE DIOS Y DEL PUEBLO

¡Claro que hay una explicación! Por dos mo-


tivos.
Primero: María era mucho más que una simple
muchachita. Era portavoz de la esperanza de todo
un pueblo, ¡del Pueblo de Dios!
Segundo: María, además de ser del pueblo, era
también de Dios, totalmente, ¡y Dios estaba con
ella!
¡Ser de Dios y del Pueblo! Estos dos puntos
marcan la vida de Nuestra Señora. Por eso el pue-
blo la venera con tanto entusiasmo llevando sus
andas por las calles e invocando su nombre. ¡Por-
que es exactamente eso lo que el pueblo espera
de quienes trabajan por su libertad! Para poder
ser del pueblo hay que ser de Dios. Para poder
ser de Dios hay que ser del pueblo. ¡Así lo quie-
ren Dios y el pueblo!
¡Ser de Dios y del Pueblo! Son éstos los dos
grandes retratos que de Nuestra Señora sacó la Bi-
blia y que la Iglesia conserva en su álbum. En un

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tercer retrato, la Biblia muestra cómo María supo
unir, en su vida, su amor a Dios y al pueblo.
Vamos a abrir ahora el grande álbum de la Igle-
sia para contemplar a las claras estos tres retratos
de nuestra Madre. Abrir el álbum de la Iglesia
para mirar los retratos de María es como mirar a
la luz del día las imágenes de Nuestra Señora.

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LA IMAGEN DE MARÍA ES POBRE
Y MORENA (*)

La imagen de Nuestra Señora es pequeña, cu-


bierta con un manto bonito y ricamente adornado,

(*) El a u t o r aplica estas características —pequeña y


«negra»— a la imagen de Ntra. Sra. Aparecida, Patrona
de Brasil y la advocación más difundida en aquel inmenso
país. Entre las innumerables Vírgenes españolas —e ibero-
americanas— son muchas las que presentan esas facetas.
Baste recordar la Virgen del Pilar, diminuta hasta llamar-
se más por su peana que por su fisonomía; la Virgen de
Montserrat, la entrañable «Moreneta»; la Virgen de Cova-
donga, conocida p o r el diminutivo de «la Santina»; la
Virgen de los Desamparados, popularmente «la Cheperu-
deta» ( = j o r o b a d i t a , porque se inclina hacia los necesita-
dos); otra imagen valenciana se denomina expresivamente
la Purísima Chiqueta ( = chiquita) por ocupar u n espacio
mínimo en un pequeño cuadro; la Virgen de Guadalupe,
«pintada» en la b u r d a tela de una tilma; la Virgen de
Begoña, de tez más bien oscura. Y tantas imágenes ro-
mánicas talladas casi a azuela, sin grandes exquisiteces de
rebuscada «belleza». Sin hablar de las Vírgenes andaluzas,
todo cara y manos, o sea p u r o gesto acogedor. En contra-
posición a esa pequenez de las imágenes tradicionales,
¡qué mantos espléndidos, abigarrados y grandiosos no ha
ofrecido el pueblo a lo largo de los siglos, con incesantes
pruebas de amor sacrificado! (NdT.)

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¡presente del pueblo! Exactamente. Pues al pue-
blo le gusta adornar y enriquecer lo que ama. Sólo
que el manto rico ha acabado por esconder gran
parte de la imagen de María, imagen pobre y
morena. Sólo mirando con detención la gente per-
cibe que la Virgen es pequeña, y morena. El
manto es bonito, precioso; nadie podría llevarlo
así por la calle. Pero la gente no puede olvidar
que esa imagen de Nuestra Señora es atezada, jus-
to como el rostro de tantas «Marías» que encon-
tramos por la calle.
Lo que sucedió con su imagen, pasó con la
misma María. Glorificada por el pueblo y por la
Iglesia como Madre de Dios, ha recibido un man-
to de gloria. Pero éste acabó escondiendo gran
parte de la semejanza que ella tiene con nosotros.
Hizo de ella una persona diferente, y la gente
casi olvida que fue, y es todavía, una pobre y
sencilla muchacha del pueblo. Sólo mirando a las
claras los tres retratos que la Iglesia conserva en
su álbum percibe la gente que María, en la Bi-
blia, es pobre y sencilla, muy parecida a la mayo-
ría de nuestro pueblo.
La Biblia habla muy poco de Nuestra Señora,
pero lo poco que dice es muy importante. Es lo su-
ficiente para que la gente pueda conocer la gran-
deza de su sencillez y la riqueza de su pobreza.
Es lo suficiente para que la gente pueda descubrir
su mensaje a nosotros.

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2
Los tres retratos
de la Madre de Dios
que la Biblia nos ha conservado
PRIMER RETRATO:
MARÍA ERA DE DIOS

Oír, creer y vivir la Palabra de Dios

En la visita a Isabel, María mostró su gratitud


a Dios tejiendo un himno, cantado hasta hoy: «El
Poderoso ha hecho tanto por mí, él es santo» (Le
1,49). Todo este cántico, enteramente, está lleno
de frases sacadas de la Biblia (cf Le 1,46-55).
Únicamente una persona que conoce la Biblia casi
al dedillo es capaz de componer un canto así.
Ello demuestra que María conocía muy bien la
Biblia. Ella meditaba la Palabra de Dios, leyéndo-
la en casa o participando en las reuniones con el
pueblo. Conocía la historia de Abrahán y del Éxo-
do, la ley de Moisés, las promesas de los profetas,
los salmos de David. Estaba al tanto del plan de
Dios, descrito en la Biblia (cf Le 1,54-55).
Y no sólo eso. No solamente oía y meditaba la
Palabra de Dios, sino que también procuraba vi-
virla, para ayudar así en la realización del plan
de Dios. Tal aparece en la visita del ángel. Cuan-

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do Gabriel le presentó la palabra de Dios, María
no dudó. Creyó y se puso a disposición de Dios:
«Aquí está la esclava del Señor, cúmplase en mí
lo que has dicho» (Le 1,38). O sea: «Que esta
palabra de Dios se realice en mí.» Por eso la
alabó Isabel: «Dichosa tú que has creído, porque
lo que te ha dicho el Señor se cumplirá» (Le
1,45).

La Palabra de Dios en la Biblia y en la vida

Hay que notar bien lo siguiente: la palabra


de Dios que el ángel anunció a María no estaba
escrita en la Biblia; era un hecho nuevo que acon-
tecía en aquel preciso instante. Para María, Dios
hablaba no sólo a través de la Biblia sino tam-
bién en los acontecimientos de la vida. Ella fue
capaz de reconocer la palabra de Dios en los acon-
tecimientos, porque se alimentaba de la palabra
de Dios escrita en la Biblia. La meditación de la
palabra escrita purifica los ojos y hace descubrir
la palabra viva de Dios en la vida. «Dichosos los
limpios de corazón, porque ésos van a ver a Dios»,
proclamaba Jesús treinta años después (Mt 5,8).
En esta atención constante a la palabra de Dios
en la Biblia y en la vida está la causa de la gran-
deza de María. Una vez que Jesús estaba hablan-
do al pueblo, una mujer no pudo contenerse y
piropeó a su madre: «¡Feliz la que te dio a luz
y te amamantó!» (Le 11,27). Pero Jesús no se

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mostró muy de acuerdo y dedicó otro elogio a su
madre: «¡Felices sobre todo los que escuchan la
palabra de Dios y la practican!» (Le 11,28).
La causa de la grandeza de María no estribaba
en el hecho de ser la madre de Jesús, de haberle
llevado nueve meses en el seno y de haberle ali-
mentado a sus pechos. Eso era una consecuencia.
La causa estaba en que María había escuchado la
palabra de Dios, cumpliéndola en su vida. Por esta
su obediencia a la palabra de Dios, ella dijo al
ángel: «¡Cúmplase en mí lo que has dicho!» (Le
1,38). Así llegó a ser Madre de Dios.
Y conviene recordar aún que Jesús no dijo: «Fe-
lices los que leen la Biblia y la llevan a la prác-
tica», sino: «Felices los que escuchan la palabra
de Dios y la practican.» La palabra de Dios no
está sólo en la Biblia. Se revela tanto en la Biblia
como en la vida.

A pesar del sufrimiento

Nadie debe pensar que todo eso resultase muy


fácil a Nuestra Señora. En su voluntad de oir y
practicar la palabra de Dios, encontraba no sólo
su felicidad y paz sino también la fuente de su
sufrimiento. Mucho de lo que Dios la exigía, ella
no llegaba a entenderlo del todo. Trataba de en-
tenderlo, pero no siempre lo conseguía.
Así, ante la palabra de Dios, algunas veces se
quedaba con miedo. El ángel tuvo que decirle:

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«¡Tranquilízate, María!» (Le 1,30). Otras veces
se quedaba admirada; por ejemplo, cuando el vie-
jo Simeón le dijo que Jesús era la luz de las na-
ciones (cf Le 2,32-33). Y debió preocuparse gran-
demente cuando el mismo Simeón le anunció: «Una
espada te atravesará el alma» (Le 2,35). Se quedó
sin entender el ofrecimiento del ángel a ser la
madre de Jesús (cf Le 1,34) y tampoco entendió
las palabras que el mismo Jesús le dirigió después
que ella estuvo buscándole durante tres días y le
encontró en el templo en medio de los doctores
(cf Le 2,50). Tuvo que sufrir horriblemente cuan-
do, por su fidelidad a la palabra de Dios, provo-
có la duda en san José (cf Mt 1,18-19).
La Biblia dice que María escuchaba todo, y lue-
go conservaba el recuerdo de ello, meditándolo en
su corazón. Se quedaba rumiando, remembrando
y meditando las cosas, las cosas grandes y peque-
ñas de la Biblia y de la vida (cf Le 2,19.51). No
lo entendía todo. Había mucha oscuridad. ¡La luz
se hace en la travesía!

Un resumen de la vida de María

La palabra de Dios tenía entrada franca en la


vida de María, sin ningún obstáculo. Encontraba
un corazón abierto y una voluntad dispuesta que
decía: «Aquí está la esclava del Señor, cúmplase
en mí lo que has dicho» (Le 1,38). O sea: «Estoy
a las órdenes de Dios.»

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Estas palabras son como un resumen de la vida
de María. En fuerza de eso, ella ya no pertenecía
a sí misma. Pertenecía a Dios. ¡Era de Dios, to-
talmente! «El Señor está contigo», decía el ángel.
Dios no era apenas una idea bonita, sino Al-
guien sin el que ella ya no podía vivir. Ella se
ancló en Dios, declarándose su criada o sierva (cf
Le 1,38.48). Dios tomó la responsabilidad de la
vida de María, y ella le dejó hacerlo. No opuso
resistencia alguna, nunca, ni siquiera un ápice.
Igual que para Abrahán, el padre del Pueblo al
que pertenecía, también para María no resultó fá-
cil aceptar y vivir la palabra de Dios en su vida.
Al contrario, le fue motivo de mucho sufrimiento
y duda, de mucha tristeza y oscuridad. Pero ella
permaneció firme, como se había mantenido el pa-
dre Abrahán. De tal padre, tal hija.

Desde la Concepción hasta la Asunción

La Iglesia enseña que Dios tomó en cuenta la


vida de María desde su primer comienzo hasta su
último fin, desde el momento en que fue conce-
bida hasta el instante en que fue elevada al cielo;
o sea, desde su Inmaculada Concepción hasta su
Asunción a los cielos.
Estas dos verdades enseñadas por la Iglesia son
la confirmación de cuanto la Biblia dice claramente:
la palabra de Dios tomó en cuenta la vida de Ma-
ría de punta a cabo. Ella era de Dios totalmente

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y radicalmente. Nunca hubo en ella nada que fue-
se contrario a Dios. Dios reinaba en María. En
ella, el Reinado de Dios era ya un hecho. El pecado
de Adán, por el que el hombre se separó de Dios,
nunca tuvo parte alguna en María.
Esto es lo que celebramos, cada año, en las dos
grandes fiestas: la Inmaculada Concepción de Nues-
tra Señora, el 8 de diciembre, y la solemnidad de
Nuestra Señora de la Asunción, el 15 de agosto.

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SEGUNDO RETRATO:
MARÍA ERA DEL PUEBLO

Atenta y preocupada con los demás

La ancha entrada de la palabra de Dios en la


vida de María no hizo de ésta una persona aérea,
desligada de las cosas de la vida y del pueblo.
Al contrario, hizo de ella una persona bien atenta
y comprometida con los problemas de los demás.
Por ejemplo, cuando aceptó la palabra de Dios
transmitida por el ángel, su primer pensamiento
no fue para sí misma sino para su prima Isabel.
El ángel le había informado de que Isabel, mujer
ya de edad, había quedado embarazada por pri-
mera vez (cf Le 1,36). Una mujer así necesita asis-
tencia. María no lo dudó y se desplazó a Judea,
a más de 120 kilómetros de Nazaret. ¡Veinte le-
guas! Emprendió semejante viaje sólo para ayudar
a su prima en los tres últimos meses de gravidez
(cf Le 1,39.56). Por entonces no había tren ni
autobuses. Un leproso de Acre, leyendo este paso,

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dijo así: «Me avergüenzo. Cuando voy a visitar a
mi madre, llego diciendo que me quedaré poco
tiempo. ¡Pobre viejecita, que ya no puede ni atro-
par la leña! La próxima vez voy a hacer como
Nuestra Señora y quedarme más tiempo para ayu-
darla.»
Otra vez María fue invitada a una boda en Cana
(cf Jn 2,1). Estaba también allí Jesús. La fiesta de
bodas era entonces la gran ocasión de comer y
beber a saciedad. Llegó un momento en que Ma-
ría se dio cuenta de la falta de vino, y en seguida
tomó las debidas medidas y se fue a hablar con
Jesús: «¡No les queda vino!» (Jn 2,3). Y así con-
siguió que Jesús hiciera su primer milagro en favor
de unos novios pobres, para que no quedasen aver-
gonzados y la fiesta se estropease (cf Jn 2,6-11).
Resumiendo, en vez de hacerla encerrarse en sí
misma y pensar en su propia salvación, la pala-
bra de Dios hizo que María saliese de sí y se
olvidase de sus problemas para poder pensar en
los demás.

No abandona a los amigos en el momento


del aprieto

Aunque no siempre entendiese todo lo que Je-


sús enseñaba y hacía, ella le apoyó siempre. Por
eso tuvo problemas con los parientes. ¿Quién no
los tiene? Los parientes andaban preocupados por
Jesús, creyendo que estaba yendo demasiado lejos,

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que había perdido el juicio (cf Me 3,11). Querían
llevárselo por la fuerza a casa (cf Me 3,21) y
habían logrado que María estuviera allí para man-
darle ese recado (cf Me 3,31-32). Pero Jesús no
picó y dio a entender a sus parientes que no tenían
autoridad ninguna sobre él. Sólo Dios la tenía, y
lo importante era hacer su voluntad (cf Me 3,33-
35). En otra ocasión, los parientes querían que
Jesús fuera un poco más osado y se presentase
en seguida en Jerusalén para ganarse mayor fama
(cf Jn 7,2-4).
Al fin y al cabo los parientes no creían en
Jesús (cf Jn 7,5). Eran oportunistas. Querían sólo
aprovecharse de su famoso primo. Lo que Jesús
había dicho: «Los enemigos de uno serán los de
su casa» (Mt 10,36), estaba aconteciendo con él
mismo, dentro de su propia familia. ¡Mucho de-
bió sufrir María por ello!
Pero cuando al final Jesús fue apresado como
subversivo (cf Le 23,2) y condenado como hereje
(cf Mt 26,65-66), los parientes desaparecieron to-
dos y ninguno daba la cara a no ser algunas mu-
jeres. Pero María aguantó. No huyó, no tuvo mie-
do. Incluso los apóstoles, excepto Juan, se eclip-
saron (cf Mt 26,56). Ella no. Se quedó con Jesús
y le apoyaba. Estuvo con él hasta en el Calvario
y allí permaneció, asistiéndole en su agonía (cf
Jn 19,25). Eso formaba parte de su misión, asu-
mida ante el ángel: «Soy la esclava del Señor;
que se haga en mí lo que has dicho» (Le 1,38).
Las autoridades condenaron a Jesús como anti-

33
3. MARTA...
Dios y anti-pueblo. A María no le importó; fue
la única de la familia que no retrocedió. Ella no
abandona a las personas en la hora del aprieto.
¡Va con ellas hasta el final!
Lo mismo hizo con los apóstoles. Aunque había
sido abandonada por ellos, no les dejó. Se quedó
con ellos, perseverando en la oración por nueve
días para que la fuerza de Dios les ayudase a supe-
rar el miedo que les acoquinaba y les hacía huir
(cf He 1,14).

Era del pueblo por decisión propia


y por condición de vida

Todo esto muestra que María no era sólo de


Dios, sino también del pueblo de Dios. ¿Qué sig-
nificaba para ella ser del pueblo de Dios? Signi-
ficaba ser del pueblo pobre y vivir sus problemas.
María era del pueblo pobre no como quien baja
de un alto trono para dar una pequeña ayuda o
limosna a los pobres cuitados que están abajo.
Era del pueblo porque vivía la misma vida de
todos. No era ni rica ni poderosa (cf Le 1,52-53),
sino pobre, casada con un muchacho pobre, José,
emigrante o hijo de emigrantes. Tenía un hijo
pobre, Jesús, que carecía hasta de un hogar donde
reclinar la cabeza (cf Le 9,58). Para unos pobres
como ellos, no había lugar en las posadas y sólo
disponían de los abrigaños de animales, las gru-
tas y chozas (cf Le 2,7).

•¡.A
Pero hay pobres que a pesar de serlo están
del lado de los ricos y poderosos, despreciando
a sus compañeros. María no era así. Su cántico
en casa de Isabel muestra muy bien de qué lado
quiso quedarse: del lado de los humildes (Le 1,52),
de los que pasan hambre (Le 1,53), de los que
temen a Dios (Le 1,50). Además, se despegó cla-
ramente de los orgullosos (Le 1,51), de los pode-
rosos (Le 1,52) y de los ricos (Le 1,53). Para
María, ser del pueblo de Dios significaba vivir
una vida pobre y asumir la causa de los pobres,
que es la causa de la justicia y de la liberación.
Estas cosas pueden chocar a los ricos y a los
poderosos que gustan de ir tras las andas de Nues-
tra Señora, llevadas por el pueblo humilde. Pero
ésta es la verdad. Si alguien no lo cree, dé una
ojeada al cántico de María (Le 1,46-55).
Por fin, María era del pueblo porque llevaba
en sí misma la esperanza de todos, la misma fe
y el mismo amor. Todo el pasado, desde Abra-
hán, corría por su sangre y la empujaba a actuar
(cf Le 1,54-55).
TERCER RETRATO:
REZA CON NOSOTROS
¿De dónde sacaba María la fuerza para ser siem-
pre de Dios y del pueblo? Hay dos pasos en la
Biblia que dan una respuesta a esta pregunta.

Primer paso

La Biblia atesta que María, tras la subida de


Jesús a los cielos, se quedó con los apóstoles y
pasó con ellos nueve días, rezando, hasta la ma-
ñana de Pentecostés (cf He 1,14). Aquí está el
secreto de su fuerza. ¡En la oración! Ella oró nue-
ve días seguidos con aquellos hombres miedosos.
El efecto de la oración fue la bajada del Espíritu
Santo, que los transformó en hombres valerosos
y esforzados. Perdieron el miedo. Ya no se ame-
drentaban ante las amenazas (cf He 4,18-21), ni
con la cárcel (cf He 5,17-21) y la tortura (cf
He 5,40-42).
María hizo lo que Jesús había recomendado:

1/L
«Si vosotros que sois malos sabéis dar cosas bue-
nas a vuestros hijos, cuánto más el Padre del
cíelo dará el Espíritu Santo a los que se lo pidan»
(Le 11,13). Gracias a la oración de María, hecha
juntamente con los apóstoles, el Espíritu Santo
descendió con abundancia y fundó la Iglesia el
día de Pentecostés (cf He 2,1-4; 4,31).

Segundo paso

Es, de nuevo, el cántico de Nuestra Señora


(Le 1,46-55), imbricado de referencias a los sal-
mos del Antiguo Testamento. De tanto rezar los
salmos, María se los sabía de memoria y era capaz
de usarlos para expresar su propia gratitud a Dios.
Por su oración constante atraía los dones del Espí-
ritu Santo no sólo sobre sí, sino también sobre
el pueblo. Y es el Espíritu Santo quien hace -na-
cer no sólo a la Iglesia, sino también al propio
Jesús (cf Le 1,35).
Los dones del Espíritu Santo son: sabiduría e
inteligencia, prudencia y fortaleza, ciencia y temor
de Dios (cf Is 11,2). María poseía esos dones en
alto grado, como fruto de su oración. Por la ora-
ción estaba unida a Dios y al pueblo.
Estos tres retratos que la Biblia nos conserva
de la Madre de Dios nos dan una idea de la jo-
ven que recibió la visita del ángel Gabriel y que
es aclamada y venerada, hasta hoy, por todo el
pueblo.

37
3
Ave, María,
llena de gracia

i
!
LA VIDA EN NAZARET

El lugar

Nazaret, el lugar donde el ángel bajó a visitar


a María, era un pueblecito, una aldehuela del in-
terior. Estaba medio perdido en la sierra de Ga-
lilea, un poco por encima del lago. Tenía poco
prestigio, pues el pueblo solía decir: «¿Puede sa-
lir algo bueno de Nazaret?» (Jn 1,46).

La condición de vida del pueblo

Las casas eran pobres, cavadas en parte en la


ladera del collado. Pocas casas, poca gente. Todos
conocían a todos y sabían la vida de cada uno.
Tanto es así que cuando Jesús regresó, anuncian-
do el evangelio después del bautismo en el río
Jordán, el pueblo se quedó asombrado y se pre-
guntaba: «¿De dónde saca éste todo eso? ¡Si es
el carpintero, el hijo de María!» (Me 6,2-3). Así
pasa en los pueblos. Cualquier cosa que uno haga
diferente de los demás, ¡comentario al canto!
Nazaret tenía una sola fuente para abastecer a
todos. Era un lugar de encuentro para las muje-
res que iban por agua. Allí se esparcían las noti-
cias, mezcladas con los comentarios del pueblo,
como sucede todavía hoy en muchos poblados y
aldeas de Palestina y del resto del mundo.

Las reuniones del pueblo en torno a la Biblia

Había allí una casa de oración, llamada sinago-


ga (cf Le 4,16), donde el pueblo se reunía todos
los sábados para rezar y escuchar la lectura de la
Biblia, explicada y comentada por el coordinador
de la comunidad o por uno de los presentes in-
vitados por aquél. Así, una vez, Jesús, que no era
el coordinador de la comunidad de Nazaret, reci-
bió la invitación de hacer la lectura y dar una
explicación al pueblo (cf Le 4,16-22).
Enfrente de la sinagoga, la comunidad mantenía
una escuelita donde los niños aprendían a leer la
Biblia en hebreo. El pueblo hablaba arameo, como
nosotros hoy hablamos español.

El trabajo

La población de Nazaret vivía principalmente


de la labranza. Trabajaba el campo. Uno que otro,
A A
como Jesús, prestaba además algún servicio a la
comunidad como carpintero o herrero. He ahí por
qué Jesús contaba tantas parábolas sobre el labran-
tío, la simiente, los árboles y las flores. Conocía
todas estas cosas por propia experiencia.
La tierra no les pertenecía, pues eran meros
colonos. Había una especie de latifundio. Los amos
de la tierra vivían principalmente en la ciudad de
Tiberíades que quedaba junto al lago.
Las mujeres vivían en casa, con un estilo más
retraído, cuidando de los hijos y de las faenas do-
mésticas. Salían por agua a la fuente para llenar
en casa las tinajas.

La situación del país

A primera vista, Nazaret podría parecer una


aldea simpática y tranquila. Pero de tranquila,
nada. El país estaba ocupado por los romanos,
extranjeros que exigían impuestos gravosos al pue-
blo, cobrados por fiscales a quienes el evangelio
llama publícanos. La mayoría de éstos era gente
deshonesta que robaba a mansalva.
Los romanos organizaron hasta un censo (cf
Le 2,1) con vistas a la recaudación de dinero.
Los latifundistas trabaron amistad con los roma-
nos y les iba bien. Era el pueblo pobre el que
sufría. Por eso empezó a surgir un movimiento
para luchar contra los romanos.
Los miembros de esta facción liberadora se lia-
maban zelotas. La mayor parte de ellos vivían en
Galilea. Era gente violenta. Cuando podían, ma-
taban a los soldados romanos, sobre todo en la
oscuridad de la- noche. Ello provocaba represiones
furibundas con esparcimiento abundante de san-
gre. Estas u otras cosas parecidas el pueblo las
comentaba de boca en boca, a media voz, cuando
iba por agua a la fuente. Era el asunto del día,
principalmente en Galilea. Muchos galileos se ha-
bían incorporado al movimiento. Tanto que la
palabra galileo, en el sur, equivalía a gente rebe-
lada contra los romanos. Informa de todo esto
Flavio Josefo, un historiador que vivía por enton-
ces y que se dedicó a escribir la historia del pue-
blo de Palestina.
Así que Nazaret no era un lugar tan tranquilo
para vivir en él. Estaba enclavado en una región
explosiva. El tiempo en que Nuestra Señora vi-
vía por allí era un tiempo de incertidumbre e
inseguridad.

A /.
LA VIDA EN FAMILIA.

En casa de los padres

Poco sabemos de esta vida. La Biblia apenas


dice nada. La vida de María debe haber sido como
la de cualquiera otra joven de Nazaret: ir por
agua, cuidar la casa, ayudar en la educación de
los hermanos más pequeños, charlar en la fuente,
leer y meditar la Biblia, orar a Dios en el silencio,
participar en las fiestas y en las oraciones del
pueblo... Nosotros la llamamos María, pero por
entonces el pueblo la llamaba Miriam.
La Biblia nada dice acerca de los padres de
Miriam, pero los cristianos saben que se llamaban
Joaquín y Ana. De ellos recibió su fe en Dios,
su amor a la vida y su esperanza en el futuro
de Israel.
Como las otras muchachas del lugar

Al igual que todas las jóvenes de su tiempo,


Miriam llevaba en sí la esperanza del pueblo, ali-
mentada por las profecías, la esperanza de que un
día habría de nacer el libertador, el Mesías.
Al igual que todas las muchachas de su pueblo,
ha debido sentir el deseo de poder contribuir a
la realización de tal esperanza. ¿Cómo? Hacién-
dose madre, engendrando hijos que en un futuro
próximo o remoto hiciesen nacer al libertador del
pueblo.
Y quizá, como tantas otras, alimentase en sí el
secreto deseo de ser ella misma la escogida por
Dios para ser la madre de ese futuro libertador.
Y es que según los cálculos hechos por los docto-
res de entonces todo indicaba que la fecha del
nacimiento mesiánico estaba al llegar.

El noviazgo con José

En Nazaret vivía un muchacho llamado José,


cuya familia no era de allí. Procedía del sur, de
Belén (cf Le 2,4). Por entonces mucha gente ve-
nía del sur, buscando una vida mejor en el norte,
en Galilea. José era uno de ésos. Emigrante o hijo
de emigrantes. Persona pobre, pero honesta. La
Biblia dice que era justo, o sea del talante que
Dios quería (cf Mt 1,19).
A O
María y José se hicieron novios (cf Mt 1,18).
Iban a casarse pronto para realizar su sueño,
como tantos otros chicos y chicas de su tiempo.
Nada de extraordinario en todo ello. Pero los hom-
bres planifican y Dios interviene disponiendo las
cosas de otro modo. Se presentó el ángel Gabriel
y cambió totalmente todo para los dos novios.
¡No fue un cambio fácil! ¡Costó bien de sufri-
miento!

El sufrimiento de José y María

El ángel Gabriel no fue a pedir permiso a José


para que le concediese a María, su prometida es-
posa, ser la madre de Jesús. Fue a hablar direc-
tamente con María. Y ella aceptó la invitación
y quedó embarazada por obra y gracia del Espí-
ritu Santo, sin que José supiese nada de todo ello
(cf Mt 1,18-19). Por lo demás, nadie lo sabía.
Sólo María misma y su prima Isabel (cf Le
1,43-45).
José se quedó de una pieza ante la gravidez de
María. No sabía cómo reaccionar y pensaba aban-
donarla (cf Mt 1,19). Finalmente, iluminado por
Dios, descubre su misión junto a Nuestra Señora
y acepta pasar como padre del niño que va a na-
cer (cf Mt 1,20-24; Le 3,23).
Claro que no fue sólo José quien percibió la
preñez de María. ¡También el pueblo! Y con se-
guridad en los comadreos junto a la fuente, las

Aa
mujeres habrán comentado el hecho. ¿Y los pa-
rientes? Todos, pueblo y parientes, han debido
desconfiar, pensando que iba a ser una madre sol-
tera. «¡Y ese viajecito de tres meses al sur! ¿Será
verdad que sólo fue a visitar a su prima Isabel?»
La lengua de la gente en un lugar pequeño corta
más que la navaja y las tijeras.
A tanto debió llegar el chismorreo, que José,
cuando tuvo que ir a Belén a causa del empadro-
namiento, prefirió llevarse consigo a María en vez
de dejarla en Nazaret (cf Le 2,4-5). Podía haber
ido él sólito a Belén. Sólo él era de allí. María
se podía haber quedado en Nazaret, junto a los
parientes. De ese modo le hubieran ayudado las
mujeres a la hora del alumbramiento. Hubiera sido
lo normal. Pero María prefirió la compañía de
José, que había aceptado la gravidez a deshora,
más que la de las mujeres de Nazaret, quienes pro-
bablemente la machacaban con su desconfianza y
sus habladurías. Prefirió las dificultades de un lar-
go viaje y de un alumbramiento lejos de casa a la
comodidad de Nazaret, sin el apoyo de José.
Para poder ser la madre de Jesús, el liberta-
dor del pueblo, María corrió un doble riesgo: per-
der su honra en el decir del pueblo y tener que
pasar el resto de la vida como madre soltera, en
caso que José no la aceptase en su casa. Pero José
aguantó la situación, recibió a María en su casa
como esposa (cf Mt 1,24) e impidió así que la
honra de María anduviese de boca en boca. Tal
vez los amigos le lanzasen sus pullas: «¡Dónde

sn
se ha visto! ¡Casarse con una futura madre solte-
ra!» Pero José hizo oídos sordos y asumió plena-
mente su misión. ¡Fue grande de veras! Por amor
a su novia, a Dios y al pueblo aguantó la incom-
prensión de ese mismo pueblo.

Dios no pide permisos

Para realizar su plan, Dios no solicitó licencia


ni a José, ni al sumo sacerdote, ni al emperador
Augusto, ni a la moral o a las normas de socie-
dad, y ni siquiera a nuestra lógica. Tanto que la
propia madre de Jesús corrió el riesgo de pasar
por una mujer infiel a los ojos de los demás. Por
si fuera poco, en la lista de los antepasados de
Jesús, el nombre de María se codea con el de otras
cuatro mujeres. Y bien, la primera de ellas, Tamar
(cf Mt 1,3) se hizo pasar por prostituta para po-
der tener un hijo (cf Gen 38,1-30). Rajab, la se-
gunda (cf Mt 1,5) era una verdadera prostituta
en la ciudad de Jericó (cf Jos 2,1). Rut, la tercera
(cf Mt 1,5) era una extranjera (cf Rut 1,1-4). La
cuarta es la mujer de Urías (cf Mt 1,6), con la
que David cometió adulterio (cf 2 Sam 11,1-27).
La quinta mujer de la lista es María «de la que
nació Jesús, llamado el Mesías» (Mt 1,16).
Este simple catálogo de nombres (cf Mt 1,1-16)
muestra que Dios no pide permiso a las normas
que establecen los hombres. Lo pide, eso sí, a la

^1
persona interesada, a María, para que ésta dé una
respuesta libre.
Dios es libre, actúa libremente, y allí donde
se manifiesta su libertad las ideas y los planes de
los hombres tienen que modificarse. Así fue como
José y María tuvieron que cambiar los suyos para
que sus vidas pudieran entrar en el plan de Dios.
María llega a ser la madre de Jesús por obra y
gracia del Espíritu Santo; y José asume, ante la
ley judía, la paternidad de Jesús (*).

(*) LOS HERMANOS DE JESÚS


Se ha entablado una discusión entre católicos y protes-
tantes acerca de los «hermanos de Jesús». Esta expresión
aparece varias veces en los evangelios.
Los protestantes, apoyándose en la propia tradición, ex-
plican esa frase al pie de la letra y dicen: «María tuvo
más hijos. No fue virgen.» Efectivamente, Marcos señala
que los hermanos de Jesús eran cuatro, y da sus nom-
bres: «Santiago, José, Judas y Simón» (Me 6,3). Y habla
asimismo de las «hermanas de Jesús». Luego entre todos,
Jesús incluido, serían por lo menos siete hermanos, hijos
todos de José y María.
Los católicos, apoyándose también en la propia tradi-
ción bien antigua, dicen que Nuestra Señora sólo tuvo u n
hijo, Jesús, y que permaneció virgen hasta el fin de su
vida. Aducen argumentos. Aseguran que no se puede ex-
plicar al pie de la letra la expresión «hermanos de Jesús»,
pues en la lengua de entonces la palabra hermano era
muy elástica. En ella cabía mucha gente, no sólo los her-
manos, hijos de los mismos padres, sino también los pri-
mos y otros parientes. Era más o menos como la palabra
primo en nuestro castellano. Palabra muy elástica, que
no puede tomarse en sentido literal estricto. Por ejem-
plo, un tal te viene diciendo: «Mira, aquél es un primo
mío.» Tú interpretas la palabra primo literalmente y pre-
guntas: «¿Entonces es hijo de un h e r m a n o de tu p a d r e
o de tu madre?» Y él: «¡Qué va! Es hijo del h e r m a n o
de un tío de mi abuelo.» O sea que no se puede t o m a r
al pie de la letra la palabra primo. Y el mismo caso tene-

^T
mos con la palabra hermano en la lengua de Jesús. Si
vas a preguntar a san Marcos: «Entonces, ¿aquellos cua-
tro hermanos de Jesús son todos hijos de José y María?»,
él respondería: «¡Nada de eso! Son hijos de una prima
o una hermana de la m a d r e de Jesús.» Efectivamente, el
mismo Marcos dice que Santiago es hermano de Jesús
(cf Me 6,3) e hijo de otra María (cf Me 16,1). San Mateo
aclara muy bien que se trataba de «otra María» (Mt 28,1).
[De este Santiago, «hermano del Señor» (cf Gal 1,19), se
habla a menudo porque ocupaba cargos de importancia
en la primitiva Iglesia]. Así que las personas llamadas
hermanos o h e r m a n a s de Jesús eran en realidad primos
y primas. Por otra parte, si Jesús hubiera tenido más her-
manos y hermanas, ¿cómo a la hora de morir en la cruz
iba a confiar a su madre al apóstol Juan, que era u n
extraño y n o pertenecía a la familia? (cf Jn 19,27). ¿Pode-
mos pensar que esos hermanos y, sobre todo, las herma-
nas iban a permitir semejante cosa?
De cualquier modo, tanto los católicos como los protes-
tantes esgrimen sus argumentos. Pero no es el caso de
pelearse por eso, ni conviene perder tiempo en tales dis-
cusiones, ¡nadie va a conseguir convencer al otro! Cada
cual se quedará con su idea, que en el fondo no de-
pende de los argumentos sino del amor. ¡Lo que importa
es imitar el ejemplo de María!

•SI
LA VIDA DE LOS «POBRES DE DIOS»

La decepción frente a los grandes

Suele decirse del pobre que «no levanta cabe-


za», para expresar que no se cuenta para nada con
él. La Biblia lo expresa así: «El rico ofende y
encima se ufana; el pobre es ofendido y encima
pide perdón» (Eclo 13,3).
En efecto, al pobre nunca le llega la vez, no
obstante todas las promesas de los grandes. Y al
fin del Antiguo Testamento, ya casi en tiempo de
Jesús, los fariseos colmaron la medida. Los ricos
sonsacaban el dinero a los pobres. Los poderosos
les habían usurpado todo poder y participación.
Fariseos y doctores de la ley completaron el robo
quitándoles hasta el saber. Decían que el pueblo
pobre no entendía nada, que era ignorante y mal-
dito (cf Jn 7,49; 9,34). ¡Sólo ellos, los fariseos,
sabían las cosas! De tanto oir semejante cantile-
na, el pueblo pobre acabó creyendo lo que decían
los doctores y se tenía por ignorante cabal.

KA
Su único apoyo era Dios

Un número bien grande de gente, la mayoría


del pueblo, se quedó sin voz y sin vez. De ahí que
ya en el Antiguo Testamento los pobres fueron per-
diendo por completo la fe en las palabras y en
las promesas de los hombres, de los grandes. Y se
decían: «No confiéis en los nobles, en hombres
que no pueden salvar» (Sal 146,3). ¡Ni siquiera
confiaban en los mismos zelotas, que luchaban por
la liberación del pueblo contra los romanos! Por-
que, en el fondo, los zelotas no tenían fe en el
pueblo, sino sólo en sus propias ideas sobre el
pueblo. El único verdadero apoyo que les que-
daba eran las palabras y las promesas de Dios.
El profeta Sofonías describe a este pueblo des-
preciado y oprimido como «un pueblo pobre y
humilde que se acogerá al Señor» (Sof 3,12). Se
les llamaba los pobres de Dios (cf Sal 74,19;
149,4) y aparecen en el Antiguo Testamento como
un pueblo sin lugar en el sistema organizado de
la nación.

Dios escoge a los pobres

Y bien, cuando Dios comenzó por fin a reali-


zar sus promesas, no escogió a los ricos, ni a los
poderosos, ni a los sabios, ni a los sacerdotes,
ni a los fariseos, ni a los zelotas. Escogió a per-

55
sonas en medio de ese «pueblo humilde y pobre»
para poder realizar con ellas su plan de salvación.
Los pobres reciben de Dios una misión importante.
¿Se darán cuenta de ello? ¿Estarán asumiendo su
misión?
María y José y la mayor parte de los apóstoles
pertenecían a esos pobres de Dios. El mismo Je-
sús crece y se forma en medio de ellos, partici-
pando del desprecio con que los grandes y los
sabios trataban a ese pueblo.
Y cuando llegó el momento de proclamar la
Buena Nueva, gritó a los cuatro vientos: «Dicho-
sos vosotros los pobres, porque tenéis a Dios por
Rey» (Le 6,20). Y uno de los signos de que ha-
bía llegado el Reinado de Dios era el anuncio de
la Buena Nueva a los pobres (cf Mt 11,5). Feliz
quien no se queda desilusionado ante este proce-
der de Dios (cf Mt 11,6). En el plan del Señor,
los pobres tienen voz y vez: ¡Dios está con ellos!

56
«EL SEÑOR ESTA CONTIGO, MARÍA»

Dios se manifestó presente en la vida de María,


como en la vida de las grandes figuras del Anti-
guo Testamento. El ángel Gabriel vino y dijo:
«Alégrate, favorecida (=Dios te salve, María), el
Señor está contigo» (Le 1,28). O sea: «Alégrate,
María, favorecida por la gracia; el Señor está con-
tigo.»
María se quedó impresionada ante semejante sa-
ludo del ángel y no sabía qué significaba todo
aquello (cf Le 1,29). No era para menos, pues se
destacaban dos puntos bien importantes:

1. «Favorecida por la gracia»

En la Biblia, la palabra gracia indica el amor


y el cariño con que Dios quiere a su pueblo, la
fidelidad con que él le sustenta y el compromiso
que él asume consigo mismo de estar siempre
con ese pueblo para liberarlo.

57
Nadie debe pensar que el amor, la fidelidad y
el compromiso de Dios sean una especie de re-
compensa por el buen comportamiento de uno. ¡Ni
hablar! No se trata de un merecimiento del pue-
blo, pues en tal caso ya no sería gracia. Dios ama
porque le gusta amar y querer bien al pueblo.
Y lo hace para que el pueblo «humilde y pobre»
recuerde y descubra su propio valor como perso-
nas. Dios ama para que también el pueblo em-
piece a amar con un amor verdadero y empiece
a liberarse de todo cuanto impide la manifesta-
ción de ese amor.
En el Antiguo Testamento, el pueblo siempre
fue objeto de esta fidelidad amorosa de Dios. Ma-
ría lo sabía, pues conocía la historia de su pueblo.
Y mira por dónde, ahora, según las palabras del
ángel, toda esa carga de amor fiel de Dios hacia
su pueblo y todo el compromiso de liberar a los
oprimidos iban a concentrarse en su persona. Ella,
María, era «la favorecida de la gracia». ¡Estaba
llena de la gracia con que Dios quería beneficiar
a su pueblo! <

2, «El Señor está contigo»

En el Antiguo Testamento, Dios siempre estu-


vo con su pueblo. Cuando llamaba a alguien para
una misión importante a favor del pueblo, la pala-
bra de garantía era siempre la misma: «¡Yo estoy
contigo!» Así sucedió con Moisés (cf Ex 3,12),

58
con Jeremías (cf Jer 1,8.19) y con tantos otros.
Ahora, el ángel declara que ese mismo Dios liber-
tador estaba con María.
Iba a acontecer algo de gran importancia. Toda
la historia, guiada por Dios con tanto amor y con-
ducida adelante por el pueblo con tanto esfuerzo
y sufrimiento, desembocaba en María y parecía
estar llegando a su punto decisivo. ¡En aquel mo-
mento, ella era la representante de todo el pue-
blo! Nada de extraño, pues, que María, persona
humilde y pobre, se haya turbado e impresionado
ante el saludo del ángel.

•ÍQ
«NO TEMAS»

El ángel la serenó y dijo:


«¡Tranquilízate, María!,
que Dios te ha concedido su favor.
Mira, vas a quedar embarazada
y darás a luz un hijo,
al que pondrás el nombre de Jesús.
Será grande,
le llamarán Hijo del Altísimo,
y Dios le dará el trono de David,
su antepasado.
Reinará para siempre en la casa de ]acob
y su reinado no terminará jamás»
(Le 1,30-33).

Con esta respuesta del ángel todo se aclaró. Ma-


ría entendió que ella era la escogida de Dios para
ser la madre del libertador del pueblo, esperado
desde hacía tantos siglos. ¡Iba a realizarse la es-
peranza de todos!
Pero, aclarada una dificultad, surge en seguida

60
otra: «¿Cómo podré ser madre, si no tengo rela-
ción con ningún hombre?» (Le 1,34). María no
estaba casada todavía. ¿Cómo ser madre del liber-
tador del pueblo en tal caso?
Esta dificultad la expuso porque pensaba que
los planes de Dios se realizarían dentro de las co-
munes normas de la lógica humana. Pensaba que
el niño nacería como todos los niños, mediante la
unión del padre y la madre.
Sólo que la lógica humana no basta por sí sola
para comprender los caminos de Dios. ¿Por qué?
Porque quien realiza las cosas de Dios es el Espí-
ritu Santo. Sólo el mismo Espíritu de Dios es ca-
paz de hacernos entender los caminos de Dios
(cf 1 Cor 2,10-14).
«EL ESPÍRITU SANTO BAJARA SO»BE TI»

Ante la dificultad de María,


el ángel respondió:
«El Espíritu Santo bajará sobre ti
y la fuerza del Altísimo te cubrirá
con su sombra;
por eso al que va a nacer
le llamarán 'consagrado',
Hijo de Dios.
Ahí tienes a tu parienta Isabel:
a pesar de su vejez ha concebido un hijo,
y la que decían que era estéril
está ya de seis meses;
para Dios no hay nada imposible»
(Le 1,35-37).

Cuando Sara, esposa de Abrahán, recibió la pro-


mesa de que iba a ser madre, no lo creyó y se
echó a reír (cf Gen 18,12). La lógica humana de
Sara decía: «¡No nace un hijo de una mujer año-
sa que nunca tuvo hijos!» Pero se le dijo casi re-

A?
prochándola: «¿Hay algo difícil para Dios?» (Gen
18,14). Lo mismo tiene que oir ahora María:
«¡Para Dios no hay nada imposible!» (Le 1,37).
Lo que el ángel aseguraba estaba fuera de la
comprensión de María, como estaba fuera de la
comprensión de Abrahán la orden de sacrificar a
su hijito (cf Gen 22,1-2). Pero Abrahán creyó y
obedeció. María hizo como Abrahán. No se echó a
reír como Sara; aceptó con fe la invitación del
ángel, se puso a disposición de Dios y respondió
muy sencillamente: «Soy la esclava del Señor; que
se haga en mí lo que has dicho» (Le 1,38).
En ese preciso momento, por la fe y la fideli-
dad de María, la Palabra de Dios se realizó, «se
hizo hombre y habitó entre nosotros» (Jn 1,14).
Llegó la plenitud de los tiempos (cf Gal 4,4). El
plan de Dios entró en su fase final. ¡Dios se hizo
hombre! ¡Un hombre llegó a ser Dios!
En la hora en que el ángel preguntaba a Ma-
ría si quería ser la madre del libertador del pue-
blo, fue como si la historia toda de la humanidad
quedase parada un momento, suspendida ante la
respuesta de aquella joven Miriam. Dios permi-
tió que la respuesta libre de una muchacha «hu-
milde y pobre» decidiera el futuro de la huma-
nidad. ¡Y no fue una decepción!

A*
MARÍA, MADRE Y VIRGEN,
RETRATO DEL PUEBLO DE DIOS

¿Cómo entender la acción del Espíritu Santo


en María?

Mucha gente se pregunta: «¿Pero Jesús nació


propiamente de una virgen?» No lo creen, porque
nunca se oye decir que los niños nazcan de muje-
res vírgenes. En cierto modo, son como María
cuando preguntaba: «¿Cómo sucederá eso, si no
vivo con un hombre?» (Le 1,34). Son como Ni-
codemo cuando decía: «¿Cómo puede uno nacer
siendo ya viejo?» «¿Podrá entrar otra vez en el
vientre de su madre y volver a nacer?» (Jn 3,4).
Pagadas de su ciencia, tales personas no logran
entender la acción del Espíritu Santo.
Para poder entender la obra del Espíritu Santo
en María no basta la sola ciencia. Hay que mirar
también lo que el mismo Espíritu está realizando
hoy en día. ¡Dios no ha cambiado de entonces
acá! Lo que la Biblia afirma acerca de María está

¿4
aconteciendo hoy en nuestro país con el pueblo
humilde, que como ella se abre a la palabra de
Dios y procura vivirla.

La acción del Espíritu Santo


en Marta y en el pueblo
María preguntaba: «¿Cómo sucederá eso, si no
vivo con un hombre?» Y el ángel respondió: «El
Espíritu bajará sobre ti.» Ella creyó, concibió por
obra y gracia del Espíritu Santo y la Palabra de
Dios se hizo hombre (cf Jn 1,14).
El pueblo «humilde y pobre» siempre dice:
«¿Quiénes somos nosotros? ¿Cómo vamos a po-
der ser Iglesia de Cristo, si no tenemos recursos,
si no sabemos nada, si somos débiles?» Dios le
responde con el anuncio del evangelio: «El Espí-
ritu bajará sobre ti.» El pueblo creyó en este men-
saje, concibió del Espíritu Santo, y la Iglesia ya
está naciendo. Es en la vida y en el testimonio
de esta Iglesia donde la palabra de Dios se hace
carne y nos revela su mensaje.
En el seno de María, Jesús crecía como fuerza
y esperanza de liberación. José trataba de com-
prender aquella gravidez, pero no había manera.
Y dado que no quería juzgar mal, resolvió sepa-
rarse. Claro que no todos eran como él. Los libros
antiguos relatan las calumnias de los maldicientes:
«¡Es una prostituta! ¡Durmió con un soldado ro-
mano!» Eso decían los enemigos de Nuestra Se-
ñora.

¿•>
Hoy, en seno al pueblo pobre, nace y crece la
Iglesia como fuerza y esperanza de liberación. Mu-
cha gente intenta explicar esta «gravidez» con ar-
gumentos sacados sólo de la ciencia, y no lo con-
siguen. Son como José, gente honesta. Otros, en
cambio, son maldicientes y esparcen calumnias:
«Esa Iglesia llamada de los pobres —así se ex-
presan—, ¡eso es comunismo, amasado con dine-
ro extranjero!»
¡Tales explicaciones no explican nada! Son de
gente que no cree en quien es humilde y débil.
Apuesta sólo por sus propias ideas, y lo que no
encaja con ellas lo aparca o lo niega sin más. Se
consideran «doctores de la ley», dueños de la ver-
dad. Justo por eso no pueden ser alumnos del
Espíritu Santo, que enseña con la fuerza nacida
de la debilidad, con la vida nueva nacida de una
virgen, con la Iglesia servicial que surge del pue-
blo humilde.
¡Como en María, así hoy! El Espíritu Santo
llena el mundo. Hizo nacer a Jesús de la virgen
María y hace nacer a la Iglesia del pueblo pobre
como de una virgen.

María, Madre y Virgen, *


retrato del pueblo de Dios
¡María, Madre y Virgen! Esto es mucho más
que una mera cuestión biológica, mucho más que
un enigma científico. Es el fiel retrato del modo
como Dios obra con su pueblo.

¿<
Cuando Dios actúa siempre produce algo nuevo.
Lo que él hace no cabe en ninguno de nuestros
esquemas. Dios es creador. ¡Actúa sin recursos!
No depende de nosotros, ni viene a consultarnos
si estamos o no de acuerdo con él o si su acción
encaja en los esquemas de nuestra ciencia. Nos-
otros sí dependemos de él, porque nos amó pri-
mero. Es siempre él quien toma la iniciativa. Cuan-
do él entra en escena, ¡arrumba con todo! Sor-
prende siempre. El es libre. Y donde existe el
Espíritu del Señor, ahí comienza a existir la li-
bertad (cf 2 Cor 3,17).
¡No es fácil entender los caminos de Dios! El
pide la conversión, y no sólo en el comporta-
miento. Hasta ahí la cosa no sería difícil. Basta
tener una voluntad fuerte. ¡Pero él pide un cam-
bio en el modo de pensar: hay que caer del ca-
ballo, como san Pablo! Hay que creer incluso que
Dios es capaz de hacer lo imposible, lo mismo hoy
que ayer. Se debe reconocer que él supera nuestra
ciencia, «que está por encima de nuestra concien-
cia» (1 Jn 3,20).
Sólo cuando uno empieza a desconfiar un poco
de sus propias ideas y a reconocer que lo que
nace del pueblo supera lo que su lógica es capaz
de explicar, sólo entonces está en condiciones de
comenzar a entender lo que la Biblia quiere de-
cir cuando afirma que María concibió por obra y
gracia del Espíritu Santo (cf Mt 1,18).
ha incomprensión del propio pueblo

Pero no conviene pagarse con «el pueblo hu- ,


milde y pobre», como si le bastase a uno ser de ¡
este pueblo para salvarse y gozar la comprensión
de las cosas de Dios. ¡Al contrario! No eran sólo
los enemigos quienes no entendían el embarazo de
María. Era el propio pueblo el que no entendía
y la hacía sufrir, empujándola a aquel viaje obli-
gado e incómodo en compañía de José, el único
que le permaneció fiel. El pueblo sólo fue capaz
de entender el sentido de la gravidez tras la ma-
nifestación de Jesús como Mesías. Y aun así, ante
Pilato, se echó atrás y pidió su muerte (cf Me
15,6-15).
No está en el hecho de pertenecer al pueblo
pobre el que uno tenga la llave de la comprensión
del misterio de Dios presente en la vida. La his-
toria de María muestra lo contrario. A veces, los
preconceptos del pueblo son tan grandes que le
impiden ver las cosas y los acontecimientos. ¡Una
virgen arriesga su honra por la liberación del
pueblo, y éste no quiere entender tal sacrificio!
El sufrimiento resultante para María debe haber
sido mucho mayor que todo el sufrimiento cau-
sado por la incomprensión de los «orgullosos»,
de los «poderosos» y de los «ricos» que ella men- \t
ciona en su cántico (cf Le 1,51-53). '<
Dios pide la conversión a todos, a pobres y a
ricos, a pequeños y a poderosos, a humildes y a
soberbios. Únicamente que en el plan de Dios son
justo los pobres, los pequeños y los humildes
quienes entienden el mensaje del evangelio y lo
aceptan. «Sí, Padre, porque así te pareció bien»
(Mt 11,26).

M
4
Lucha entre la mujer
y el dragón maligno
EL N A C I M I E N T O DE JESÚS

A los nueve meses de la visita del ángel, Jesús


nació en la gruta de Belén. Para rememorar este
acontecimiento solemos hacer fiesta y montar bo-
nitos belenes. ¡Muy bien! Pero no debe olvidarse
que el portal real no era bonito. Era pobre y cho-
cante.

Era pobre , ¡ ,

La orden del emperador, llegada allá de Roma,


no admitía dudas. Todos tenían que inscribirse
en el censo de la ciudad de origen (cf Le 2,1-3).
Era el modo de hacer entonces estas cosas. Por
eso José viajó a Belén, su tierra, junto con María,
su esposa, que estaba encinta (cf Le 2,4). Viaje
obligado de más de 130 kilómetros por caminos
difíciles.
Llegados a Belén, no encontraron sitio en las
posadas (cf Le 2,7). O todas las plazas estaban ya
reservadas, o los dueños no querían ofrecer aloja-
miento a la gente pobre. Se dirigieron a unos co-
bijos de animales. Y allí fue donde María dio
a luz.
Cuando hoy en día una joven esposa tiene a
su primer bebé, allí está, por lo general, su madre
para ayudarla. En Belén no había nadie. La familia
de María estaba lejos, allá en Nazaret. Nació el
niño, fue envuelto en unos pañales y recostado en
un pesebre, sobre unas pajas (cf Le 2,7). Los pas-
tores vinieron a visitarle (cf Le 2,8-12). No se pre-
sentó ninguna persona importante. Solamente gen-
te pobre. ¡Todo era pobre!

Era chocante

Imagínate que vas a hablar con los doctores de


aquel tiempo, con los sacerdotes del templo, con
los ricos latifundistas de Galilea o con los gober-
nantes del pueblo, y les dices: «¡Oigan, que ha
acabado de nacer el Mesías, allá en Belén! Está
reclinado en el pesebre de un establo.» ¿Les ca-
bría eso en la cabeza? Quizá ni se enfadasen, con-
siderando que era una broma. ¿Pensar que Dios
hubiera realizado su promesa con aquella mucha-
cha pebre de Nazaret sin ir a decírselo a ellos,
los doctores, y que aquel nene, echado en un canas-
tillo de cualquier casa popular acá en Belén, fuese
el Mesías? ¡Eso nunca! ¡Era demasiado chocante!
Sólo la gente pobre, como los pastores, y humil-
de, como los magos, toman en serio semejante no-
ticia y se la creen.

77
HERODES Y LOS REYES MAGOS

El único entre los grandes del país que parece


haberse tomado a pecho la nueva, fue Herodes.
Claro que no para creerla y vivirla; todo lo con-
trario: para combatirla y matar.
Herodes se consideraba dueño del pueblo y de
la religión. Repentinamente llegaron a Jerusalén
unos extranjeros, magos, venidos de Oriente, con
el mensaje de que había nacido el rey de los ju-
díos (cf Mt 2,1-2). Herodes se alarmó (cf Mt 2,3).
¡Se sintió amenazado en su poder por un recién
nacido! ¿Cómo iba a poder nacer un rey sin ha-
blar con él, Herodes, que era el amo del pueblo?
Vio derrumbado su trono, como había cantado Ma-
ría en casa de Isabel (cf Le 1,52).
Ante la noticia traída por los magos, Herodes
trazó un plan. Fingió sumisión y mucha fe y trató
de sonsacar noticias a aquellos extranjeros (cf Mt
2,7-8). Pero la humildad de los magos dio al traste
con el plan de Herodes. Aunque ellos habían ve-
nido a buscar al Rey en los palacios de la capital,

7R
no tuvieron dificultad en • adorarle cuando le en-
contraron humilde y pobre allá en Belén (cf Mt
2,10-11). Porque eran humildes; es decir, tenían
más amor a la verdad que a sus propias ideas.
En ellos se realizó la palabra de Jesús: «El que
está por la verdad, escucha mi voz» (Jn 18,37).
Percibieron la presencia de Dios en la pobreza
de aquella casa, escucharon su voz, descubrieron
la falsedad del plan de Herodes y regresaron a su
país por otro camino (cf Mt 2,12).
Dándose cuenta de que su plan había quedado
burlado, Herodes echó mano al arma de los dé-
biles que es la fuerza bruta y mandó matar a los
niños de Belén. José y María tuvieron que coger
al niño y huir de prisa a Egipto (cf Mt 2,13-18).
Así empezó la fase final de lucha entre la bendi-
ción y la maldición, entre la vida y la muerte,
entre la mujer y el dragón (cf Ap 12,1-6).

79
LAS DOS SEÑALES EN EL CIELO:
LA MUJER Y EL DRAGÓN

En el capítulo 12 del Apocalipsis —el último


libro de la Biblia— aparecen dos señales grandio-
sas en el cielo. Por un lado, se presenta «una
mujer, vestida del sol, con la luna bajo los pies
y en su cabeza una corona de doce estrellas» (Ap
12,1). «Estaba embarazada y gritaba de dolor,
porque había llegado su tiempo de dar a luz»
(Ap 12,2).
Por otro lado apareció un enorme dragón, co-
lor fuego, con siete cabezas y diez cuernos. En cada
cabeza lleva una diadema (cf Ap 12,3). Se trata
de la «antigua serpiente» (Ap 12,9), la que pro-
vocó la caída de Eva, la primera mujer (cf Gen
3,1-7). Esta serpiente, que ahora se ha convertido
en dragón, es tan poderosa que de un coletazo barre
un tercio de las estrellas (cf Ap 12,4).
Entre la mujer y el dragón va a empezar una
lucha. El dragón se pone delante de la mujer en
plan de ataque, queriendo devorar al niño en
cuanto naciera (cf Ap 12,4). Humanamente ha-
blando, la lucha ya está decidida antes de co-
menzar: ganará el dragón, pues la mujer, justo
en el momento del alumbramiento, no puede de-
fenderse ni luchar. Pero eso es humanamente ha-
blando.

¿Quién es la mujer?

La mujer que aparece aquí, en el último libro


de la Biblia, es aquella de la que se habla en la
primera página de la misma Biblia, cuando Dios
dice a la serpiente: «Pongo hostilidad entre ti
y la mujer, entre tu linaje y el suyo: él herirá tu
cabeza cuando tú hieras su talón» (Gen 3,15).
Con otras palabras, la mujer es Eva, la madre
de los vivientes. Es la humanidad toda, en cuanto
engendra hijos que luchan contra las fuerzas de la
muerte y de la maldición. Es el pueblo de Dios
llamado a defender la vida humana, transmitir la
bendición de Dios a todos los hombres (cf Gen
12,1-3) y restaurar el mundo arruinado por la mal-
dición y la muerte. Es María, la muchacha humil-
de y pobre de Nazaret, en cuanto engendra al niño
Jesús, esperanza de liberación para todos.
Esta mujer, gritando en los dolores del parto,
representa la esperanza de vida que hay en el co-
razón de todos, principalmente de los pobres. La
esperanza es, al mismo tiempo, frágil y fuerte.
Es frágil como la mujer en la hora de dar a luz:

01
está indefensa, sin poder luchar, pues mira exclu-
sivamente a dar vida a un nuevo ser humano.
Pero justamente por eso es fuerte, ¡el ser más fuer-
te del mundo! Sin las mujeres frágiles, con su valen-
tía de dar a luz, ya hubiera acabado la vida sobre
la faz de la tierra y nosotros no hubiéramos na-
cido.
Pues bien, aquella lucha, anunciada por Dios
desde la primera página de la Biblia, alcanza ahora
su punto culminante en María que da a luz el niño
Jesús. María representa a todas las madres que en-
gendran hijos y garantizan así el futuro de la hu-'
manidad. Las madres que luchan para transmitir
a los hijos su esperanza, su enorme voluntad de
ser personas. María representa a todos cuantos
creen en el bien y en la vida, que luchan para
que la vida pueda vencer la maldición entrada
en el mundo por la serpiente. Representa sobre
todo al «pueblo humilde y pobre, un resto de Is-
rael que se acogerá al Señor» (Sof 3,12).

¿Quién es el dragón?

El dragón es el poder del mal, «el diablo o


Satanás, el seductor del mundo entero» (Ap 12,9).
Es aquella misma «antigua serpiente» que sigue
obstruyendo la vida de los hombres, desde el prin-
cipio, intentando separarlos del Dios Padre y
queriendo provocar la violencia asesina de Caín,
la corrupción del diluvio y la opresión de la torre
de Babel.
Más concretamente, ¿quién es este dragón? El
Apocalipsis dice que el dragón entregó su propio
poder a una bestia feroz (cf Ap 13,1-3), la cual
adquirió así un gran poderío y autoridad en el
mundo entero (cf Ap 13,3-4). Seguidamente la Bi-
blia describe todas las maravillas que esa bestia
realiza (cf Ap 13,5-17). Y concluye diciendo que
la fiera lleva un número, «un número humano»,
el 666 (cf Ap 13,18).
¿Qué significado tiene la cifra 666? ¿A quién
indica? Por aquel entonces el pueblo de Dios era
perseguido por el gobierno del imperio romano.
Así como Herodes había perseguido al niño Jesús,
ahora el emperador romano perseguía a los cris-
tianos. El imperio romano quería destruir la Igle-
sia que estaba naciendo en medio del pueblo po-
bre. Pero los cristianos no cedían. Sufrían mucho,
pero veían que el sufrimiento era un dolor de par-
to, comienzo de nueva vida. Sabían que Dios es-
taba con ellos, como había estado con Nuestra Se-
ñora cuando tuvo que huir de Herodes. Para ellos,
pues, la situación era clara: la bestia feroz que
había recibido el poderío del dragón maligno era
el emperador romano. ¡Pero no cometían la insen-
satez de decirlo abiertamente, porque les hubieran
acusado de subversivos! Sabían ser prudentes e in-
ventaron un medio discreto para enseñar a los de-
más esta verdad. Decían: «¡A ver, el discernimien-
to! Quien sea inteligente descifre la cifra de la fie-

O 1
ra, que es una cifra humana, y su número es seis-
cientos sesenta y seis» (Ap 13,18).
Y bien, quien sabe hacer los cálculos que ellos
hacían sabe que este número indicaba exactamente
al emperador romano, al perseguidor de los cris-
tianos. En efecto, sumando los números de cada
letra del nombre César-Nero, se logra la suma
exacta de 666. César-Nero (en latín, Nerón en cas-
tellano) era el nombre del emperador de Roma que
perseguía por entonces a los cristianos.
De este modo la Biblia muestra que el poder
del mal no existe sólo en la estratosfera, sino den-
tro de las personas y de las instituciones que ellas
organizan para luchar contra la vida y contra la
esperanza. En concreto, para la Biblia, la bestia
feroz que recibió el poder del dragón es la poten-
cia organizada del imperio romano, un poder anti-
Dios y anti-Cristo, anti-vida, anti-esperanza, el po-
der del mal y de la maldición.
¿QUIEN GANARA ESTA LUCHA?

Por un lado, está la mujer, es decir, la huma-


nidad en cuanto cree en el futuro y lucha por él;
está el pueblo de Dios, sobre todo el pueblo hu-
milde del que habla Nuestra Señora en su cántico
(cf Le 1,46-55); está María, la madre de Jesús.
La «mujer» representa a todos cuantos creen en
Dios y en su palabra y tratan de suscitar nueva
vida. Ellos sufren por eso, pero no les importa,
pues saben que sus dolores son dolores de parto,
¡promesa de vida y de esperanza!
Por otro lado, está el dragón, es decir, la huma-
nidad en cuanto cree sólo en su propio poder y
saber y en sus propias riquezas; está el imperio
romano, los ricos, los orgullosos y los poderosos,
de quienes habla el mismo cántico. Ya no creen
ni en Dios ni en la vida. No les interesa el fu-
turo, a no ser en cuanto sirve para conservar el
poder y la riqueza que ya poseen. Matan la vida
y la esperanza para poder defender sus propios
intereses. El dolor que prueban en esta lucha no

85
es dolor de parto, sino un estertor de muerte,
¡el anuncio del fin!
La enemistad que hay entre la mujer y el dra-
gón viene desde el principio. Existió siempre. Am-
bos contrincantes saben que la paz entre ellos no
es posible. No es posible un tratado de paz entre
la bendición y la maldición, entre la vida y la
muerte, entre la justicia y la injusticia, entre el
bien y el mal. Esta enemistad entre los dos sólo
quedará superada y anulada por la victoria comple-
ta del uno sobre el otro.
¿Quién va a ganar esta lucha: la mujer o el
dragón, la vida o la muerte, la bendición o la
maldición, María que da la vida a Jesús o Herodes
que quiere matarle, los cristianos o el imperio ro-
mano, la debilidad o la fuerza? Humanamente ha-
blando, irá a perder la mujer...

8A
DIOS INTERVIENE A FAVOR DE LA VIDA

El Apocalipsis narra que la mujer dio a luz un


niño que fue arrebatado al cielo (cf Ap 12,5-6).
Es ésta la descripción más breve de la vida de
Jesús: nació de María en la gruta de Belén, vivió
treinta años en Nazaret, anduvo predicando al pue-
blo durante tres años, estuvo a punto de ser devo-
rado por el dragón que le condenó a muerte y le
mató en la cruz... pero Dios intervino y le resu-
citó. Le arrebató a la muerte, de la boca del dra-
gón malvado, y le llevó al cielo, haciéndole sentar
a su derecha (cf Ap 12,5). Allá arriba, Jesús re-
cibió todo el poder y se convirtió en_el„Señor de
la historia (cf Ap. 12,10-12).
Humanamente hablando, la mujer iba a perder.
Pero intervino Dios, poniéndose del lado de la
vida. ¡Triunfó la mujer, triunfó la vida! El dragón
de la maldad y de la muerte quedó derrotado. ¡No
tuvo opción! ¡La debilidad venció a la fuerza!
Esta victoria de Dios nos garantiza la victoria
final del bien en la lucha contra el mal que sigue

87
combatiéndose aún hoy día. Dios tomó partido y
definió su posición. ¡El dragón de maldad caerá
derrotado!
Esta lucha titánica comenzó muy humildemente
con la visita del ángel a casa de María, allá en
Nazaret, y con el nacimiento tan pobre de Jesús
en Belén. Cuando vino el ángel, Augusto, el em-
perador, no se enteró de nada. Nadie se enteró.
Es que las cosas grandes de Dios suelen aconte-
cer en el escondimiento de la vida de las personas
humildes que creen que para Dios nada hay impo-
sible. Personas que se merecen el elogio de Isabel
a Nuestra Señora: «¡Dichosa tú que has creído!
Porque lo que te ha dicho el Señor se cumplirá»
(Le 1,45). Así se realizan las cosas verdaderamen-
te grandes que carecen de apariencias.

«¡Felices vosotros, los pobres!» (Le 6,20)

Cuando nació Jesús, sólo se presentaron unos


pobres pastores. Únicamente los pobres consiguen
descubrir la riqueza escondida en la pobreza. Si al
campesino de nuestras áreas subdesarrolladas le
hubieran invitado a visitar al niño Jesús en el por-
tal de Belén, hubiera exclamado: «¡Señora mía!
Ha nacido un niño, el mundo vuelve a empezar.»
En cada débil niño que nace, desnudo e inerme,
él columbra algo del poder y de la grandeza de
Dios.
Sólo los pobres y los humildes descubren la

88
grandeza del poder de Dios presente en la debili-
dad de las cosas humanas. Jesús mismo decía al
Padre: «Padre, Señor del cielo y de la tierra, yo te
alabo porque has mantenido ocultas estas cosas a
los sabios y prudentes y las has revelado a la gente
sencilla. Sí, Padre, gracias porque así te pareció
bien» (Mt 11,25-26).
Por eso mismo los pobres pueden considerarse
felices, porque es grande la misión que deben des-
empeñar. Han de descubrir y anunciar a los de-
más la Buena Nueva de la liberación que viene
de Dios.
Ahí está la razón de que el pueblo humilde lleve
las andas de Nuestra Señora por las calles y se
recate bajo el nombre de María. Es en ésta en
quien los pobres se reconocen, como en un espejo
que Dios pone ante ellos. En tal espejo de la vida
de María, el pueblo descubre su rostro humano
y la misión que debe cumplir. La historia de este
pueblo pobre es igual a la historia de María, que
sigue hasta hoy. Hasta hoy continúa entre nos-
otros la lucha de la mujer contra el dragón de la
maldad, llenando el corazón de todos de una nueva
esperanza. ¡La mujer va a vencer, porque Dios está
con ella!
Veremos ahora algunos de estos hechos de hoy
en día, continuadores de la historia de María. Ello
nos ayuda a percibir la importancia de nuestra
vida y de nuestra historia dentro del plan de
Dios.

89
5
La historia de María
que sigue hasta hoy
UNA VÍSPERA DE NAVIDAD GRÁVIDA
DE JESÚS

La mujer entró y se presentó: «Me llamo Ma-


ría.» Sentóse, dejó de llorar y en seguida pasó a
desahogarse: «¡Este año he sufrido horrores!
¡Cuántas cosas hacen sufrir a la gente! No se pue-
den ni contar. Varias veces, hasta quise matarme:
La semana pasada, en vísperas de Navidad, ya no
aguantaba más. El deseo de acabar con la vida era
tan fuerte que casi me venció. No me explico
cómo estoy viva hoy. Me ayudó este pensamiento
que se me metió en la cabeza no sé cómo, así.
Quizá fue debido a la fiesta de Navidad, ya cerca-
na. Yo me decía a mí misma: 'María, tú no pue-
des morir. ¡Tienes que vivir! ¡Estás grávida de
Jesús! Matándote, matas a Jesús. ¡Y él no puede
morir! ¡Tiene que nacer!' Este pensamiento me
ayudó; vencí, estoy viva y hago vivir.»
Esta mujer, María, afrontó al dragón de maldad
y de muerte, y le venció. Se unió a Jesús y a
María, y fue más fuerte. Triunfó, a pesar de los

Q'C
horribles dolores, que en este caso eran de parto.
¡Cuántas pequeñas luchas por el estilo se tra-
ban diariamente dentro de las personas! Nadie lo
percibe; el rostro no lo da a entender. Pequeñas
luchas victoriosas, como las pequeñas raíces que
alimentan y hacen crecer el árbol de la libertad.
NAVIDAD: D I O A LUZ UN N I Ñ O

El otro día, hace ya algún tiempo, una señora


embarazada entró en el ambulatorio médico de la
parroquia, y sucedió que dio a luz allí mismo. Un
niño fuerte y sano. Había sólo gente pobre para
recibir al recién nacido. Me quedé sin saber el
nombre de la madre, que vive en una chabola.
Viendo a aquellas señoras, queriendo ayudar
todas a la madre y al niño, me puse triste. Pen-
saba en los miles de niños abandonados. «¡Uno
más para crecer en la miseria, sin casa y sin ca-
riño! ¿Cuál será el futuro de ese niño, al que
llamarán Jesús?» Así pensaba yo.
En cambio no descubrí ni pizca de tristeza en
aquellas mujeres pobres. No hablaban conmigo,
pero su modo de actuar hablaba mejor que cual-
quier palabra. Era como si gritasen: «¡Niño Jesús!
¡Seas bienvenido! ¡Hay un lugar para ti! En la
chabola estarás un poco estrecho -—la gente te
hará sitio—; ah, ¡pero en el corazón tendrás lu
gar sobrado!»
Era como si denunciasen mi tristeza: «¿Por qué
está usted contra el nacimiento de este rorro?
El tiene tanto derecho a vivir como usted. ¡Usted
se parece a Herodes, que quería matar al niño
Jesús!»
Y una de ellas cogió al nene en brazos, le
levantó ante las otras y dijo: «¡Esta es nuestra
riqueza, nuestra única riqueza! ¡Algo que no tiene
precio! Nadie lo vendería ni por un millón.»

Cíff
BELÉN: ACOSTÓ AL N I Ñ O EN UN PESEBRE

Luisita recibió esta carta, escrita en la hoja arran-


cada de un cuaderno:
«Puebloviejo, 19 de octubre de 1975. Amiga
Luisita, te escribo estas pocas líneas sólo para dar-
te noticias mías; hasta hoy estoy con salud, gra-
cias a Dios, y di a luz una criaturita linda como
el lucero del alba; pero es tan pobrecita que ni
siquiera tiene una cunita para dormir. Te ruego
que le enjaquimes una; disculpa mi franqueza.
Cuando yo estaba embarazada, todo mi deseo era
que tú fueses madrina de mi hijo. Quiero saber
si quieres ser su madrina o no. Nada más. Tuya
que lo es, Aurora Alvez Mas.»
Aurora es madre de cuatro hijos. El padre no
aparece casi. Ella vive en una casa sin pavimento,
con paredes desconchadas y goteras por todas par-
tes. Todo muy pobre, como en la gruta de Belén.
Señalando al niño, dice: «Esta criatura tiene
cuatro madres. Me tiene a mí. Tiene a ella (e in-
dicó la abuelita), a ella (y apuntó a la partera), y

qq
a ella allá arriba (y señaló el cielo). A visitar a
la madre y a la criatura, el día del bautizo, sólo
había gente pobre, como lo eran los pastores de
Belén. De reyes magos, ya más ricos e instruidos,
sólo tenía a Luisita y a mí. La estrella... era la
alegría del pueblo allí reunido.
LA H U I D A A E G I P T O :
HERODES SIGUE M A T A N D O A LOS NIÑOS

Bauticé a María del Socorro. La bauticé antes


que a las demás criaturas porque se estaba mu-
riendo en los brazos de su hermana mayor. La ma-
dre había fallecido de parto, quince días atrás. El
padre había huido hacía poco. Quedaban sólo la
Ramoncita, la hermana mayor, y sus nueve herma-
nitos para acoger a esta niña que estaba mori-
bunda. Ramoncita contaba unos 16 años.
Por la tarde volví a visitarlas. Una casa pobre,
de adobes a la vista. En la semioscuridad descubrí
a toda la tropa, eñ pie alrededor de Ramoncita
que estaba sentada con María del Socorro agarra-
da a su cuello. María estaba muriendo. Llevaba
el vestido del bautismo. Un hermanito le sostenía
en la mano una vela encendida. La vela del bau-
tismo encendida en el cirio pascual, símbolo de
victoria de la vida sobre la muerte.
Pregunté: «¿Murió?»

mi
«—No ha muerto, no. Hace poco dio todavía
un respingo.
—¿Nació enferma?
—¡Ni hablar! Nació fuerte.
—Entonces, ¿qué pasó?
—Hace unos días le dio una colitis, y por eso
está así.
— ¿ Y qué le estás dando?
—La gente da lo que tiene, un poco de leche
en polvo.
—¿Sólo eso?
—Sólo.»

Poco después Ramoncita restregó los ojos de


María del Socorro y dijo: «Me parece que ha muer-
to porque ya no mueve los ojos. ¡Sí, sí, ha muer-
to!» Casi a coro, los hermanitos repitieron: «¡Ha
muerto!»
En este caso el dragón venció. Mató a la mujer
y a la hijita. Sucedió como en Belén, la noche
aquella de la matanza. La Biblia dice: «Un grito
se oyó en Rama, llanto y lamentos grandes: es
Raquel que llora por sus hijos y rehusa el con-
suelo, porque ya no existen» (Mt 2,18).
Este llanto se oyó cuando Jesús acababa de na-
cer para defender la vida. Hoy, el mismo llanto
va mezclado con los acontecimientos en todas par-
tes. ¿Dónde renace hoy Jesús para retomar la de-
fensa de la vida contra el dragón de la maldad?
Herodes perdió el nombre, pero sigue matando
niños. ¡Mató a María del Socorro! Al Herodes de

1 m
ayer se le podía acusar porque su crimen era pa-
tente. El Herodes de hoy pasa como libre y
honrado; nadie le acusa, porque su crimen no apa-
rece. Perdió el nombre, pero sigue vivo, actuando
en el mundo entero, matando niños, esterilizan-
do a las mujeres pobres, privando al pueblo po-
bre de los recursos más elementales en cuestión
de higiene y salud. ¿Quién es el responsable de
la muerte de María del Socorro? ¿Quién es el
Herodes infanticida? Es el salario de hambre, es
el tiranuelo que oprime al pueblo y le quita la
tierra, es el progreso que sólo mira a la ganancia
y no se preocupa del hombre que ha construido
el progreso con la fuerza de su trabajo, es la
abundancia, de los ricos robada a los pobres, es el
sistema que margina al pueblo como ignorante, sin
voz y sin vez, ¡son tantas cosas...!

103
LA ESTRELLA DE BELÉN:
LOS MAGOS OFRECEN SUS DONES

María del Carmen estudió en la universidad y


se diplomó en medicina. Tenía ante sí un futuro
brillante. Podría ganar mucho dinero, si quería.
Pero rehusó. Hicieron una especie de voto de po-
breza, ella y su marido, de común acuerdo. Sólo
quieren ya lo necesario para vivir y criar los hijos.
Llevan una vida muy sencilla en un barrio popu-
lar y se dedican a sus hermanos pobres.
Ella misma admite: «Dejé atrás muchas rique-
zas, pero encontré otra mayor. Lo que dejé no pue-
de compararse, ni con mucho, con lo que ahora
tengo. Antes yo era rica, tenía de todo, pero me
remordía la conciencia. Sentía una gran necesidad
de perdón, dándome cuenta, no sé por qué, que
no me bastaba sólo el perdón de Dios. Mi riqueza
era grande en demasía, frente a tantos pobres, her-
manos míos, hijos del mismo Padre. Y pensé: los
únicos que me pueden perdonar son los pobres.
Y ahí apunté. Lo dejamos todo, yo y mi marido.

104
Y debo decir que los pobres perdonan ¡setenta
veces siete!»
La estrella apareció en la vida de María del
Carmen cuando ésta se alejó de donde moraba He-
rodes. Justo como sucedió a los reyes magos (cf
Mt 2,9). Volvió a encontrar la estrella del perdón
y de la paz junto a los pobres, a quienes ahora
ofrece sus dones (cf Mt 2,11). Avisada por Dios,
ya no regresó adonde Herodes sino que sigue por
otro camino, indicado por Dios y por su concien-
cia (cf Mt 2,12).

m^
NAZARET: EL N I Ñ O CRECÍA
Y ESTABA SUMISO A SUS PADRES'

José Domínguez se casó con María. Tuvieron


varios hijos e hijas. Pero los chicos murieron to-
dos, con gran tristeza de los padres. Quedaron
sólo las niñas. «No se logra sacar adelante a los
niños. ¡No sé por qué!», decía José.
José es labrador. Trabaja un campo, lejos de
casa. Esta, aunque pobre, es muy limpia. María
se empeña. Las hijas son guapas, un verdadero
capricho de la naturaleza: Ester, Cristina y Conchi.
Finalmente, nació también un niño, y José dijo
a su esposa: «María, este niño tiene que vivir.
¡No puede morir!» María le miró, algo desanima-
da, como si quisiera decir: «Pero, José, eso no
depende de nosotros, ¡depende de Dios!» José
adivinó el pensamiento de la esposa y remachó:
«Eso mismo, María. ¡Dios nos va a tener que ayu-
dar! La gente le va a llamar 'el niño Nazareno'.
Es el nombre de Jesús. Con tal nombre escapará
de la muerte y vivirá.» A los parientes les pare-

109
ció un nombre raro, pero José insistió: «Se lla-
mará Nazareno, porque tiene que vivir.»
Tras el nacimiento de Nazareno, María no gozó
ya de sosiego. Vive para el niño, con una preocu-
pación constante, día y noche. Las hijas, peque-
ñas aún, la ayudan. Y Nazareno está creciendo en
edad y sabiduría, ante Dios y ante los hombres,
vivaracho y fuerte, allá en el caserío (cf Le 2,52).

110
AL P I E DE LA CRUZ:
A H Í TIENES A TU MADRE

Todas las historias que vamos contando son


verdaderas historias del «pueblo humilde y pobre»
que lleva las andas de Nuestra Señora por las ca-
lles de la historia. Las lleva hacia el Calvario,
donde Jesús está colgado en la cruz. El pueblo
es como el apóstol Juan, el único que no huyó
y se quedó con Nuestra Señora al pie de la cruz
(cf Jn 19,25-26). El pueblo no escapa, no tiene
miedo a sufrir. ¡Sufre ya tanto! Pero tampoco
va solo. Va con Nuestra Señora, cargando su ima-
gen, para llegar delante de Jesús moribundo, has-
ta hoy, en tantos hermanos.
Llegado al Calvario, el pueblo no habla. Se que-
da simplemente mirando, haciendo acto de presen-
cia. Jesús tampoco habla. Permanece rezando en
lo alto de la cruz. Y desde ahí, en el silencio de
aquel dolor, los ojos de Jesús repiten hasta hoy
las mismas palabras que resonaron por primera
vez en el Calvario de Palestina: «Al ver Jesús a

111
su madre y junto a ella al discípulo ( = e l pueblo)
más querido, dijo: 'Mujer, ahí tienes a tu hijo.'
Después dijo al discípulo: 'Ahí tienes a tu ma-
dre.' Desde aquel momento el discípulo se la llevó
a su casa» (Jn 19,26-27).
Desde que Jesús, en lo alto de la cruz, poco an-
tes de morir, pronunció esas palabras, el pueblo
humilde no ha vuelto a separarse nunca de Nues-
tra Señora. La lleva consigo, dentro del corazón,
dentro de su casa, doquiera que vaya. ¡Jesús lo
mandó! Fue su última voluntad.
PASCUA: LA EXTRAÑA FUERZA
DE LA RESURRECCIÓN

Todas estas narraciones muestran cómo la histo-


ria de María se prolonga hasta hoy en las pe-
queñas y grandes luchas de nuestra vida. Silen-
cioso y sin nombre, el pueblo va llevando las an-
das de Nuestra Señora, llevando por las calles su
esperanza. Casi nadie le conoce por nombre, y él
no habla. ¿A quién hablar, si nadie le escucha? Se
oye solamente el murmullo de su voz, bajo las
andas, mezclado con las voces de miles de hom-
bres y mujeres de todas las lenguas y naciones,
llorando y rezando sin parar: avemaria.
Pero quien sabe escuchar la voz del silencio
del pueblo y de su entrega a la vida, capta un
mensaje y empieza a entender algo de la extraña
fuerza de resurrección que aparece en la cruz.
La cruz de Cristo, la cruz del pueblo, escán-
dalo para unos y locura para otros, pero para nos-
otros expresión de la sabiduría y del poder de
Dios (cf 1 Cor 1,18.23).

1 i t
Ese tal empieza a entender que de quienes opri-
men la vida no puede venir la fuerza de la vida.
De ésos viene sólo la muerte, pues ellos mismos
están muertos, atollados en pensamientos muer-
tos, sin vida. Ellos mismos necesitan redención y
liberación, que podrán venir sólo de los débiles
y oprimidos. Porque la fuerza de la vida única-
mente nace y aparece allí donde se la crucifica,
se la oprime, se la tortura y se la persigue. ¡Sólo
allí aparece la fuerza de la Resurrección! Sólo re-
sucita quien primero muere.
A muchos les gustaría que el pueblo no se de-
tuviese en el viernes santo, sino que pasara en
seguida al domingo de Pascua. Pero ¿cómo pa-
sar, si el viernes santo se prolonga hasta hoy en
la vida del pueblo? ¿Abandonar el Calvario an-
tes de hora y dejar solos a los hermanos sufrien-
do en la cruz? Por el simple hecho de que el pue-
blo permanece al pie de la cruz, junto a Nuestra
Señora, está anunciando a todos su fe en la resu-
rrección y en la vida. Sí no creyese, ¡la vida habría
terminado ya hace mucho tiempo sobre la faz de
la tierra!
Hablar así parece «locura y escándalo» (cf 1 Cor
1,23). Pero hay un motivo para ello. Igual que el
«pueblo humilde y pobre» del tiempo de Sofonías
(cf Sof 3,12), así nuestro pueblo ya no parece
creer en ideas y promesas humanas, por muy bue-
nas que sean. Le engañaron durante siglos. Sufrió
en demasía para poder confiar aún en los hombres
que prometen un futuro mejor Sólo cree en Dios
mismo y en la vida, y sólo con ellos dos, Dios y
la vida, se compromete. El pueblo ha adquirido
una sabiduría, una sabia desconfianza, que no se
deshace con peroratas y discursos políticos. Para
poder creer, los pobres exigen pruebas y testimo-
nios concretos. Únicamente así aceptan y se com-
prometen. Antes de pretender alguien que el pue-
blo le crea, debe merecer esta fe del pueblo con su
testimonio. ¡María la mereció!
Precisamente por eso, aunque oprimido, este
pueblo es libre. Libre tanto frente a sus opreso-
res, cerno frente a sus libertadores, ¡juzga a unos
y a otros!

11 s
6
El homenaje del pueblo
a la Madre de Jesús
LOS NOMBRES QUE EL PUEBLO
D I O A MARÍA

Es el amor quien inventa los nombres, y en el


nombre se expresa lo que más gusta de la perso-
na amada. ¡Cuanto más amada, más nombres!
El amor del pueblo inventó los nombres para
la madre de Jesús. Son tantos que no caben en
esta página. Recuerdo sólo algunos: Nuestra Se-
ñora de la Concepción, Nuestra Señora del Buen
Parto, Nuestra Señora de la O, Nuestra Señora
del Buen Viaje, Nuestra Señora del Destierro,
Nuestra Señora del Perpetuo Socorro, Nuestra
Señora del Buen Consejo, Nuestra Señora del Am-
paro, Nuestra Señora de los Remedios, Nuestra
Señora de la Salud, Nuestra Señora de la Ayuda,
Nuestra Señora de la Guía, Nuestra Señora de los
Navegantes, Nuestra Señora de la Consolación,
Nuestra Señora de los Dolores, Nuestra Señora
de la Buena Muerte, Nuestra Señora de la Sole-
dad, Nuestra Señora de la Piedad, Nuestra Señora
de la Liberación, Nuestra Señora de las Victo-

119
rias, Nuestra Señora de las Gracias, Nuestra Seño-
ra de la Asunción, Nuestra Señora del Rosario,
Nuestra Señora de la Alegría...
Ella tiene nombres para todos los momentos
de la vida, desde el nacimiento hasta la muerte.
Nuestra Señora acompaña al pueblo en el «des-
tierro» y en la «soledad», en los «dolores» y en
la «muerte». Va con él en toda circunstancia, ali-
mentándole la esperanza con su «ayuda», con sus
«consejos», con su «consolación». Ella «ayuda» y
«ampara», «guía» y «socorre», «remedia» y «li-
bera», conduce a la «victoria» e introduce en la
«gloria». ¡A todos comunica su «alegría»! Tiene
nombres emparentados con los lugares en que vi-
vió y donde se la venera: Nuestra Señora de Na-
zaret, Nuestra Señora de Belén, Nuestra Señora
de Loreto, Nuestra Señora de la Peña, Nuestra
Señora de Fátima, Nuestra Señora de Lourdes,
Nuestra Señora del Carmen, Nuestra Señora de
Montserrat, Nuestra Señora de Covadonga, Nues-
tra Señora del Rocío, Nuestra Señora del Camino,
Nuestra Señora de Lujan, Nuestra Señora de Gua-
dalupe, Nuestra Señora del Pilar...
Decenas de municipios y centenares de pobla-
ciones en todas las regiones y países de España e
Iberoamérica tienen nombres relacionados con el
de la madre de Jesús, como el de santa Ana, ma-
dre de Nuestra Señora, y con el de san José, el
esposo de María.
La imagen de Nuestra Señora con el Niño en
brazos o la de la Inmaculada Concepción pisando

120
la cabeza de la serpiente, se encuentra en casi to-
das las casas de nuestro pueblo, pintada o copiada
de mil maneras. ¡Es la imagen de las madres que
engendran sus hijos creyendo en la vida y derro-
tando al dragón!

121
LAS FIESTAS DEL PUEBLO
EN H O N O R DE NUESTRA SEÑORA

Los santuarios de Nuestra Señora, a los que el


pueblo acude de todas partes, están esparcidos por
toda nuestra geografía patria. Filas interminables
de carretas, o de coches y autobuses, cruzan, prin-
cipalmente en ciertos meses, todas las rutas con
multitud de romeros y peregrinos. Van cantando
y rezando, un rosario tras otro, ininterrumpida-
mente. En la gran plaza ante el santuario, encuen-
tran amigos o conocidos, traban nuevas amista-
des, ríen y charlan. ¡Todo se vuelve un gran rego-
cijo que anticipa la fiesta final!
Doña Rosa, viuda, madre de muchos hijos —va-
rios fallecidos—, resumió su idea en una sola fra-
se. Le pregunté: «¿Y usted por qué va a esa pere-
grinación? ¿Qué espera hacer allá en el santuario?»
Respondió: «Sentir el cielo abierto.»
Quien no puede desplazarse lejos, se queda en
casa y hace una novena en la propia parroquia.
Va a la procesión, toma parte en el mes de mayo,

1??
asiste al rito de la coronación o participa en la
tradicional rifa.
Son muchas las maneras que el pueblo usa para
manifestar su devoción. Novenas y rosarios, mes de
las flores y coronaciones, romerías y procesiones,
cantos y fiestas, imágenes y andas, letanías y ben-
dición, santuarios y rifas, sin hablar de la devoción
personal de cada uno.
Regiones enteras se reúnen, en miles de luga-
res, para homenajear a la Madre de Dios en sus
fiestas. Dicen que debajo de algunos montes hay
un río subterráneo que, de aprovecharse, daría agua
para transformar el páramo en un jardín florido
y verdeante. ¡Tan inmenso es el río! Hay en el
pueblo un río subterráneo que aflora aquí y allá.
Aflora en esta devoción inmensa de siglos que el
pueblo tiene a Nuestra Señora. Sólo que sus aguas
no están aún bien aprovechadas. Si fuese posible
canalizarla, esta agua de Dios y todo lo que re-
presenta para el pueblo, la vida de éste se trans-
formaría en un jardín verdeante y florido, y el
pueblo cantaría hoy el himno de Nuestra Señora
como se cantó la primera vez.
Sería la llegada del Reinado que Dios prometió,
para cuya realización él quiso y todavía quiere
depender no del consentimiento del emperador
romano o del gobierno, pero sí del consentimien-
to del pueblo humilde y de aquella muchacha bien
pobre de Galilea, llamada María.

193
LA IMAGEN D E NUESTRA SEÑORA

El tiempo desgasta las imágenes. Estas requie-


ren muchos cuidados. Hay que protegerlas contra
los ladrones que conocen su gran valor. Hay que
restaurarlas para que descuelle nuevamente la be-
lleza que el artista puso en ellas.
Todo eso es un símbolo y da pie a una compa-
ración. El tiempo fue desgastando la «imagen» que
el pueblo tiene de Nuestra Señora. Los responsa-
bles no tuvieron todo el cuidado necesario. Al-
gunos ladrones vinieron y robaron sus joyas. No
resulta ya tan fácil reconocer toda la belleza que
Dios, el artista, puso en ella cuando dijo: «Ahí
tienes a tu madre» (Jn 19,27).
¡Si fuera posible restaurar y remozar la «ima-
gen» de Nuestra Señora, sin destruirla ni defor-
marla!
Restaurarla de tal modo que transparentase me-
jor el mensaje de Dios al pueblo y apareciera bien
claramente, a los ojos de todos, el testimonio que

1?zt
María nos legó de su fe en Dios y de su entrega
a la vida.
Renovarla de tal modo que se transformase en
un espejo límpido y sin empañar, para que el pue-
blo pudiera contemplar su propia faz de personas,
de hijos de Dios, y descubrir en ella la propia
misión en el mundo de hoy.
¡Si fuera posible limpiar este espejo...!
Un día tal sueño se hará realidad. Aunque por
ahora todavía no seamos capaces de ver toda la
belleza de la «imagen» de Nuestra Señora, la gente
sabe que hay tal belleza en' ella e intuye en la
misma un secreto muy importante para nuestra
vida. Por eso el pueblo la lleva consigo doquiera
que vaya, protegiéndola con su devoción. No juzga
externamente lo que aún no entiende. Sabe que la
vida es más grande de lo que se comprende. Es-
pera el día en que alguien le ayude a descubrir
todo el secreto de la «imagen» de Nuestra Se-
ñora.
Ese día, cuando llegue, será el día del gran mi-
lagro, nunca visto aún, que hará coincidir el vier-
nes santo con el domingo de Pascua y transfor-
mará la gran procesión del Señor muerto en el
cortejo festivo de Resurrección y de Vida.
¡Nuestra Señora de la Liberación, ruega por
nosotros! ¡Nuestra Señora de las Victorias, ruega
por nosotros!

125
índice
LLEVANDO LAS AMDAS DE NUESTRA SE-
ÑORA 5

El nombre de María 9
El avemaria 11
has andas de Nuestra Señora 14
Los grandes y los pequeños 16
Ser de Dios y del pueblo 18
La imagen de María es pobre y morena 20

2. LOS TRES RETRATOS DE LA MADRE DE


Dios QUE LA BIBLIA NOS H A CONSER-
VADO 23

Primer retrato- María era de Dios 25


Oir, creer y vivir la Palabra de Dios 25
La Palabra de Dios en la Biblia y en
la vida 26
A pesar del sufrimiento 27
Un resumen de la vida de María 28
Desde la Concepción hasta la Asunción 29
Segundo retrato. María era del pueblo 31

Atenta y preocupada con los demás 31


No abandona a los amigos en el momen-
to del aprieto 32
Era del pueblo por decisión propia y
por condición de vida 34

Tercer retrato: reza con nosotros 36

Primer paso 36
Segundo paso 37

AVE, MARÍA, LLENA DE GRACIA 39


La vida en Nazaret 43
El lugar 43
La condición de vida del pueblo 43
Las reuniones del pueblo en torno a la
Biblia 44
El trabajo 44
La situación del país 45

La vida en familia 47
En casa de los padres 47
Como las otras muchachas del lugar 48
El noviazgo con José 48
El sufrimiento de José y María 49
Dios no pide permisos 51

^^o
La vida de los «pobres de Dios» 54
La decepción frente a los grandes 54
Su único apoyo era Dios 55
Dios escoge a los pobres 55

El Señor está contigo, María 57


1. «Favorecida por la gracia» 57
2. «El Señor está contigo» 58

«No temas» 60
«El Espíritu Santo bajará sobre ti» 62
María, Madre y Virgen, retrato del pue-
blo de Dios 64
¿Cómo entender la acción del Espíritu
Santo en María? 64
La acción del Espíritu Santo en María
y en el pueblo 65
María, Madre y Virgen, retrato del pue-
blo de Dios 66
La incomprensión del propio pueblo 68

4. L U C H A ENTRE LA MUJER Y EL DRAGÓN

MALIGNO 71

El nacimiento de jesús 75
Era pobre 75
Era chocante 76

m
Herodes y los reyes magos 78
Las dos señales en el cielo: la mujer y
el dragón 80
¿Quién es la mujer? • 81
¿Quién es el dragón? 82

¿Quién ganará esta lucha? 85


Dios interviene a favor de la vida 87
«¡Felices vosotros, los pobres!» (Le
6,20) 88

LA HISTORIA DE MARÍA QUE SIGUE


HASTA H O Y 91

Una víspera de Navidad grávida de Je-


sús 95
Navidad: dio a luz un niño 97
Belén: acostó al niño en un pesebre 99
La huida a Egipto: Herodes sigue ma-
tando a los niños 101
La estrella de Belén: los magos ofrecen
Sus dones 104
Nazaret: el niño crecía y estaba sumiso
a sus padres 109
Al pie de la cruz: ahí tienes a tu madre 111
Pascua: la extraña fuerza de la resurrec-
ción 113

1 X7
6. E L HOMENAJE DEL PUEBLO A LA MA-
DRE DE JESÚS 117

Los nombres que el pueblo dio a María 119


Las fiestas del pueblo en honor de Nues-
tra Señora 122
La imagen de Nuestra Señora 124

1 22

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