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LA FORMACIÓN DEL DOCENTE NECESARIO

Por: Antonio Pérez Esclarín 1

Quisiera enmarcar mis reflexiones sobre la Formación del Docente Necesario en


el contexto general que estamos viviendo y más en particular, en el contexto
que vive la educación en Venezuela para ver si desde allí ponemos las bases
para avanzar con pasos firmes hacia el horizonte de esa educación y ese país
transformados que, estoy seguro, late en lo mejor de nuestros esfuerzos y
nuestros sueños.

Y hablando de horizonte, voy a comenzar recordando la historia que nos


cuenta Eduardo Galeano de aquel hombre y aquella mujer que, fascinados por
el deslumbrante paisaje de colorido y luz que brotaba ante sus ojos, se
pusieron a caminar en busca del horizonte. Andaban y andaban y, a medida
que avanzaban, el horizonte se alejaba de ellos. Decidieron apresurar sus
pasos, no detenerse ni un momento, desoír los gritos del cansancio, el hambre,
la sed... Inútil, por mucho que aceleraron la marcha y multiplicaron sus
esfuerzos, el horizonte seguía igualmente lejano, inalcanzable. Cansados y
decepcionados, con los pies destrozados de tanto andar y ante el vértigo de la
sensación de haberse fatigado inútilmente, se dijeron derrotados: “¿Para qué
nos sirve el horizonte, si nunca vamos a alcanzarlo?”. Entonces, escucharon
una voz que les decía: “Para que sigan caminando”.

En educación, como en la vida, no hay camino hecho, se hace camino al andar.


Algunos piensan que el camino ya está hecho y se lanzan a recorrerlo
rutinariamente: programas, clases, evaluaciones, notas... Se suceden los
cursos y los años siempre iguales. La gran tragedia de la educación es pensar
que educar es recorrer rutinariamente caminos trazados por otros y no
inventar caminos nuevos. La rutina crea la ilusión de que se camina, pero es
un movimiento que si bien se presenta como fácil, nos va alejando de la meta
porque nos va desalmando, nos va agusanando el corazón, nos hace perder el
entusiasmo, lleva a convencernos de que no existe horizonte alguno.

Otros hablan de la necesidad de buscar nuevos caminos, de que ya no sirven


los viejos, pero se quedan instalados en sus seguridades, hablando del camino,
en lugar de ponerse a recorrerlo. Tal vez, cambian sus palabras, asimilan el
discurso de los cambios, pero siguen enquistados en las viejas prácticas,

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Artículo publicado en la revista Diálogos, de la Universidad de los Trabajadores de
América Latina "Emilio Máspero", Marzo de 2009.

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rituales y rutinas, que con frecuencia les llevan en dirección opuesta a la que
dicen quieren ir o están yendo. Olvidan la pedagogía, esa necesaria reflexión
de la práctica para adecuarla a las intencionalidades y los contextos, para que
el hacer pedagógico sea coherente con los fines y las metas, para convencerse
de una vez que los frutos que queremos recoger deben estar ya implícitos en la
semilla, la cosecha en la siembra, pues es imposible educar para, sino
educamos en: Educar en y para la participación, en y para la creatividad, en y
para la libertad, en y para la convivencia…

Hay quienes confunden el camino con las superautopistas que nos brindan las
nuevas tecnologías y piensan que si ponemos computadoras e Internet en las
escuelas y si incorporamos a las aulas el powerpoint y el bideobim, ya tenemos
resuelto el problema educativo. Ignoran que las nuevas tecnología son sólo
medios que pueden ayudarnos enormemente si tenemos claro cuál es el
horizonte al que queremos ir, pero que ciertamente no nos van a librar del
esfuerzo de “hacer camino”.

Otros confunden el camino con el mapa: gastan sus energías en elaborar una
maravillosa planificación estratégica, con su misión y su visión laboriosamente
redactadas, en la que plantean su proyecto educativo, especificando objetivos
y estrategias, pero el proyecto queda ahí, en el papel, como un mero
documento que no pone a caminar al centro educativo en un movimiento
innovador, consciente y reflexivo, no desrutiniza las prácticas, no enseña a
desaprender, no genera participación, investigación, entusiasmo, cooperación.

Tan negativo es no tener o haber perdido el horizonte como pensar que ya


hemos llegado a o peor, creer que somos el horizonte. La autocomplacencia
impide avanzar. El único modo de conseguir el horizonte es seguirlo buscando,
porque la meta no está al final del camino, sino que consiste precisamente en
seguir caminando y buscando siempre, en no claudicar, en administrar la
esperanza y seguir fieles en la búsqueda de una educación siempre renovada.
Esto exige vivir en estado de éxodo. Cada día exige sus rupturas con prácticas
acomodadas, rutinas, hábitos… Supone que los educadores se asuman como
constructores de caminos y no como dadores de programas y caminadores de
sendas abiertas pro otros; como protagonistas de los cambios necesarios,
como investigadores en la cotidianidad de las aulas y escuelas, lo que sólo es
posible si se hace de la reflexión permanente, de la pregunta, del diálogo de
saberes, una práctica habitual, si cada uno se asume más como aprendiz que
como docente, lo que supone humildad, un estado de insatisfacción
permanente y sobre todo disfrute: El educador es una persona que goza con lo
que hace, que acude con ilusión, con el corazón maquillado de alegría a la
fiesta educativa, porque asume la transcendencia de su misión, porque se

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siente educador, maestro, no por obligación, sino por vocación, y entiende que
toda genuina educación supone una propuesta ética, política y pedagógica para
la transformación.

Quiero dejar bien claro que yo les estoy hablando desde la búsqueda, no
desde la academia. Me considero un trochero de la educación que lleva 39 años
con Fe y Alegría, en la búsqueda y proposición, trabajando siempre en la
formación de educadores, aprendiendo con ellos y de ellos, formándonos,
transformándonos. Abrir caminos conlleva siempre la aventura y el riesgo de
equivocación y de pérdida, pero son aventuras y riesgos de aprendizaje
creativo y emancipador. El que cambia puede equivocarse; el que no cambia,
vive equivocado.

El cambio de época

Se ha convertido ya en un lugar común el afirmar, ante la velocidad y


profundidad con que hoy se producen los cambios en los ámbitos más diversos,
que vivimos un Cambio de Época más que una Época de cambios. Hoy somos
todos más hijos de la época que de nuestros padres. Vivimos bajo el signo de
la globalización. En esta aldea planetaria, la mundialización de todas las esferas
de la actividad humana adquiere dimensiones nunca vistas. La caída de los
muros, la supresión de las barreras económicas y financieras, los avances de la
ciencia y la tecnología, las increíbles perspectivas abiertas por la información y
la comunicación universal, nos lanzan a un universo prodigioso y desconocido.
Como nos plantea el P. General de los Jesuítas, Peter Hans Kolvenbach (1998),
“la globalización como tal no implica una connotación negativa; más bien
ofrece inmensas posibilidades para el desarrollo de la humanidad. Pero cuando
no se respetan los valores más fundamentales de la persona humana -como
ocurre en el campo económico con la absolutización del libre mercado-, la
globalización resulta verdaderamente nefasta”. Todos conocemos y la mayoría
sufrimos los efectos de las políticas neoliberales: concentración creciente de la
riqueza (350 familias acaparan tantos ingresos como media humanidad);
exclusión y ahondamiento de la brecha entre ricos y pobres (80% de la
población mundial vive en pobreza y mil millones de personas viven en pobreza
absoluta o miseria. Cada año mueren 14 millones de niños por enfermedades
asociadas a la miseria...); exacerbación del individualismo (cultura del
consumo y del multilock), competitividad desmedida y ausencia de
consideraciones éticas (el otro, sobre todo el pobre, es visto cada vez más
como una amenaza; en la competitividad extrema, sólo sobreviven los más
fuertes : darwinismo social ; la pobreza se desliga de las posibles causas de
injusticia y se considera un castigo justo por la ineficiencia, la flojera o la
vagancia).

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La educación no puede sustraerse a la globalización y al fenómeno del
mercado. Más aún, la educación corre el riesgo de reproducir en su ámbito los
mismos efectos perversos que se están produciendo en el terreno económico:
concentración del saber y del poder en unos pocos, exclusión de los débiles,
aumento de las diferencias, inversión de valores. El discurso de la calidad, la
competencia y la eficiencia -insoslayables en nuestros días-, puede de hecho
lograr efectos contrarios a los pretendidos, en beneficio de unos y perjuicio de
otros. En la nueva sociedad del conocimiento, el abismo entre quienes saben y
quienes no saben, se acentúa cada día más. Los pobres siempre pierden en la
carrera del libre mercado. Y como plantea su santidad Juan Pablo II
(Centesimus Annus, 33), “para los pobres, a la falta de bienes materiales se
ha añadido la del saber y de conocimientos”.

A los que siempre soñamos con un mundo de justicia y fraternidad y


trabajamos por hacerlo posible, los tiempos actuales se nos presentan
cargados de incertidumbre, pero también de posibilidades. Edgar Morin plantea
que debemos “movernos en medio del azar y del ruido” y Salvador Pániker nos
advierte la necesidad de aprender a vivir en la oscuridad. La incertidumbre crea
inseguridad y angustia, resulta difícil hacer planes, pero también ofrece la
posibilidad de crear, de proponer, de inventar, de nacer de nuevo. La
incertidumbre es compañera de la libertad y cómplice de la creación. Si bien
suele asociarse al miedo, podemos, con un simple cambio de las vocales,
convertirla en medio de creación y proposición. Por eso, a los genuinos
educadores los tiempos actuales se nos presentan como preñados de
posibilidades y esperanzas, convocan nuestra osadía y nuestra vocación de
entrega y de servicio. Nunca como hoy se ha evidenciado con mayor
radicalidad el poder transformador y creativo del ser humano, capaz de
ocasionar un holocausto cósmico, pero capaz también de lograr una vida digna
para todos. Nunca como hoy hubo mayor conciencia de los derechos humanos
ni se le dio tanta importancia a la educación. Si la humanidad avanzó larga y
penosamente de la Epoca muscular a la Epoca de la energía, hoy nos estamos
adentrando con pasos cada vez más firmes en la Epoca del Conocimiento.

Hoy se afirma y se repite que el verdadero recurso dominante y factor de


producción absolutamente decisivo no es ya ni las materias primas, ni el
capital, ni la tierra, ni siquiera el trabajo. Es el conocimiento. La riqueza de un
país no radica en su materia prima, sino en su materia gris. El valor se crea
hoy por la productividad y por la innovación, ambas aplicaciones del
conocimiento al trabajo. De ahí el creciente consenso, sobre todo a partir de la
Conferencia Mundial de Educación para Todos de Jomtien (Tailandia, 1990) en
considerar a la educación como elemento clave para lograr un desarrollo
sostenible que implica la superación de la pobreza, igualdad de los sexos,

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defensa del medio ambiente y profundización de las democracias. De ahí la
serie de Reformas Educativas que se están proponiendo a nivel mundial (la
educación actual no sirve a los intereses de la globalización) y el discurso cada
vez más consensuado sobre la necesidad de elevar la calidad de la educación.

Calidad de educación y formación del docente

Impulsar una educación de calidad requiere directivos y docentes distintos y,


por ello, la necesidad de formarlos. Pero no es suficiente cualquier tipo de
formación. La experiencia nos confirma (Pérez Esclarín 1997) que sirve de muy
poco el tipo de formación que se limita a impartir una serie de cursos y/o
talleres para que los docentes adquieran las nuevas teorías, conocimientos,
habilidades y destrezas que luego deberán aplicar en las aulas. Por ello, sirven
también de muy poco los meros cambios curriculares o de contenidos si sigue
intocada la concepción bancaria de la formación. Ante la constatación del
deterioro educativo, se hace al maestro el primer responsable y se concluye
como solución, en la necesidad de formarlo. Muy a tono con el paradigma
cultural imperante, el problema de mejorar la calidad de la educación y de
formar a los docentes se concibe como un problema de consumo. Los docentes
tienen que consumir cuanto curso y taller se le ocurra a los planificadores de
oficio y también a los que ven la oportunidad de lucrarse con ellos, pues con
una ingenuidad sorprendente se equipara costo (aunque hoy se habla de
inversión) con calidad. A extender y profundizar esta mentalidad ha contribuido
en Venezuela el Reglamento del Ejercicio de la Profesión Docente, en el que se
clasifica y pondera al docente fundamentalmente por la cantidad de certificados
de cursos que tenga acumulados, lo que ha llevado a disparar la espiral de
consumo de cursos. La mayor parte de los docentes buscan en ellos no tanto
la formación o cualificación, sino el certificado. De ellos suelen salir con un
discurso renovado, que repite sin el menor asomo de criticidad las nuevas
teorías consumidas, y en las aulas siguen enquistadas las viejas prácticas. Algo
semejante está pasando con la proliferación de los postgrados que, lejos de
brindar medios al estudiante para acercarse mejor al alumno y ayudarlo con
mayor eficiencia, con demasiada frecuencia están sirviendo para levantar con
ellos una supuesta convicción de superioridad, olvidando que el único modo de
comprobar la idoneidad y sabiduría de un docente es a través del éxito de sus
alumnos. Buen docente no es aquel que tiene muchos diplomas y títulos, sino
aquel que es capaz de fomentar en los alumnos el ansia de aprender.

Formar adecuadamente al docente supone un cambio radical para


transformarlo de consumidor de cursos y talleres y repetidor de conocimientos
y teorías, en productor de conocimientos, propuestas y soluciones a los
problemas o situaciones problemáticas que le plantea la práctica. Hay que

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convertir a los docentes en los sujetos de su formación-transformación, si en
verdad queremos incidir en la calidad de la educación y en la superación de los
actuales centros educativos.

Una genuina propuesta educativa implica asumir un tipo de formación que


transforme profundamente la manera de pensar, la manera de ser y la manera
de actuar del docente, pues está claro que si bien uno explica lo que sabe o
cree saber, uno enseña lo que es. Esta transformación pasa por un proceso de
deseducación o desaprendizaje, de concepción crítica de concepciones y
prácticas. La idea es (Beatriz Borjas, 1994) ir construyendo una nueva
subjetividad abierta al cuestionamiento y al crecimiento personal, a la crítica
reflexiva, al diálogo, a la tolerancia, a la diversidad, y al desarrollo integral de
las propias potencialidades, pues toda genuina formación supone una
transformación de la persona y de su hacer pedagógico. Frente a la
degradación del hecho formativo que se suele reducir a la adquisición de
algunos conocimientos y al desarrollo de determinadas destrezas o habilidades,
la auténtica formación es un proceso de liberación individual, grupal y social.
Formarse es fundamentalmente construirse, inventarse, planificarse, soñarse,
llegar a desarrollar todas las potencialidades de la persona. Hablamos entonces
de un proceso de construcción permanente de la personalidad y de un
pensamiento cada vez más autónomo, capaz de aprender continuamente, para
así poder enseñar en el sentido integral de la palabra. La triple construcción de
la personalidad, del pensamiento autónomo y de la capacidad de enseñar se
nutre del conocimiento de la realidad en acelerado proceso de cambio, un
conocimiento situado, asumido desde los intereses de las mayorías
empobrecidas, de modo que al desentrañar la red de concepciones y relaciones
que causan y mantienen esa realidad de injusticia, podamos contribuir a
transformarla. Buscamos entonces que el conocimiento se haga compromiso,
organización que va transformando la realidad y la propia práctica.

De ahí que una genuina propuesta formativa debe asumir una metodología que
supere la concepción bancaria de formación y privilegie la reflexión sobre el
ser, sobre el hacer y sobre el acontecer; sobre la persona del docente, sobre
su acción pedagógica cotidiana y su impacto transformador, de modo que el
centro educativo se vaya asumiendo como un espacio para la reflexión, para
aprender a reflexionar y para aprender a enseñar. El docente debe entender
que el centro educativo no es tanto el lugar donde él va a enseñar, sino que es
el lugar donde él va a aprender a enseñar. La práctica y la reflexión sobre ella
es el elemento primordial para construir el proceso de la propia formación-
transformación. La práctica educativa tiene que entenderse como un proceso
de investigación más que como un procedimiento de aplicación. La escuela, el
liceo y la universidad, más que ofrecer información, deben provocar su

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reconstrucción crítica, su propia y permanente transformación. El reto es lograr
un docente que investiga y reflexiona en la acción y sobre la acción, para
transformarla y transformarse. Un docente que cuestiona contínuamente lo
que hace, aprende de esa reflexión y ese aprendizaje promueve cambios
cualitativos en su actuar. Un docente que somete a una crítica severa su
relación con el saber, con el enseñar y con el aprender.

De ahí que la propuesta formativa debe orientarse a lograr docentes que más
que aplicar conocimientos y rutinas burocráticas, sean capaces de pensar sobre
el país, sobre la educación y de pensarse como docentes. Un pensamiento, por
supuesto, que promueva cambios, que vaya generando soluciones. En
definitiva, la propuesta formativa se debe orientar a hacer del docente un
educador, un instigador del hambre de aprender de sus alumnos, y un agente
democratizador. Formarlo como persona, como profesional de la enseñanza y
como ciudadano y promotor de ciudadanía. Formarlo para que enseñe a ser,
enseñe a aprender y enseñe a convivir (Pérez-Esclarín, 1995). Esto se dice
fácil, y hasta resulta evidente. El problema empieza cuando uno entiende que
sólo es posible enseñar -es decir, ayudar- a ser persona, si uno se esfuerza por
serlo plenamente, por crecer hacia adentro, si acepta que para ser educador
hay que reconocerse como educando de por vida. Por otra parte, sólo enseñará
realmente a aprender el que aprende al enseñar; del mismo modo que enseñar
a convivir exige que uno conviva al enseñar, es decir, que convierta la clase en
un lugar de democracia profunda.

Pero desarrollemos brevemente estas ideas.

1.-Formar docentes que enseñen a ser

Toda propuesta formativa debe orientarse en primer lugar a construir la


identidad del educador. La mayoría de los docentes ejercen su profesión como
meros dadores de clases y programas, sin haber tenido la oportunidad de
asomarse a las honduras de lo que significa educar. La propia sociedad, si bien
en ciertas oportunidades y celebraciones, se monta en la retórica para hablar
del maestro como apóstol y forjador de futuro, considera la profesión docente
entre las menos atractivas y valoradas y trata a los docentes como ciudadanos
de segunda categoría. Todo el mundo quiere el mejor maestro para sus hijos,
pero muy pocos quieren que sus hijos sean maestros. La mayoría de los
docentes tienen de sí una muy baja percepción y eligieron su profesión porque
se les cerraron las puertas de otras que consideraban más atractivas y
gratificantes. De ahí la necesidad de trabajar con los docentes de un modo
sistemático y permanente, no como una materia de ética sino como un eje
transversal que atraviese toda la carrera docente, la construcción de su

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identidad como personas y como educadores, que asuman la educación como
un proceso de formación de personas, construcción de voluntades, enseñanza
y vivencia de valores. Es urgente, por consiguiente, sembrar continuamente en
los alumnos la transcendencia del hecho educativo, enamorarlos para que
vivan a plenitud una profesión que implica vocación de servicio, apertura a la
propia y permanente dignificación.

Ser maestro, educador, es algo más complejo, sublime e importante que


enseñar biología, currículo, lectoescritura, electricidad o historia. Educar es
alumbrar personas autónomas, libres y solidarias, dar la mano, ofrecer los
propios ojos para que los alumnos puedan mirarse en ellos y verse bellos y así
sean capaces de mirar la realidad sin miedo. El quehacer del educador es
misión y no simplemente profesión. Implica no sólo dedicar horas, sino dedicar
alma. Exige no sólo ocupación, sino vocación.

Cuentan que (Pérez-Esclarín, 1998), en cierta ocasión, entró una niña al taller
de un escultor. Por un largo rato, estuvo disfrutando de todas las cosas
asombrosas del taller: martillos, cinceles, pedazos de esculturas desechadas,
bocetos, bustos, troncos..., pero lo que más impresionó a la niña fue una
enorme piedra en el centro del taller. Era una piedra tosca, llena de
magulladuras y heridas, desigual, traída en un penoso y largo viaje desde la
lejana sierra. La niña estuvo acariciando largamente con sus ojos la piedra y se
marchó. Volvió la niña al taller a los pocos meses, y vio sorprendida que, en el
lugar de la enorme piedra, se erguía un hermosísimo caballo que parecía
ansioso de liberarse de la fijeza de la estatua y ponerse a galopar por la
sabana. La niña se dirigió al escultor y le dijo: ¿cómo sabías tú que dentro
de esa piedra se escondía ese caballo?

Educar viene del latín, educere, que significa sacar de adentro. Es educador
quien no ve en cada alumno la piedra tosca y desigual que ven los demás, sino
la obra de arte que se oculta adentro, y entiende su misión como el que ayuda
a limar las asperezas, a curar las magulladuras, el que contribuye a que aflore
el ser maravilloso que todos llevamos en potencia. La educación implica una
tarea de liberación y de responsabilización. El educador tiene una irrenunciable
misión de partero de la personalidad. Es alguien que entiende y asume la
transcendencia de su misión, consciente de que no se agota en impartir
conocimientos o propiciar el desarrollo de habilidades y destrezas, sino que se
dirige a formar personas, a enseñar a vivir con autenticidad, es decir, con
sentido y con proyecto, con valores definidos, con realidades, incógnitas y
esperanzas. La vocación docente reclama, por consiguiente, algo más
importante que títulos, cursos, diplomas, conocimientos y técnicas. Presupone
una madurez honda, coherencia de vida y de palabra. Esta coherencia es

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imposible sin un cuestionamiento permanente del propio proyecto de vida y de
los valores que lo sustentan, pues es imposible enseñar valores si uno no trata
de enseñárselos a sí mismo, es decir, se esfuerza continuamente por
construirlos en su propia vida. Sólo quien reconoce sus limitaciones, sus
propias contradicciones, sus carencias, y las acepta como propuestas de
superación, de crecimiento, es decir, de formación, será capaz de recibir amor
y podrá darlo, será capaz de aprender y por ello de educar. El que cree que lo
sabe todo, el que se coloca con autosuficiencia frente al alumno, el que piensa
que no necesita de los demás, será incapaz de establecer una verdadera
relación comunicativa, será incapaz de entender la necesidad de su propia
formación, será por ello, incapaz de formar.

La personalidad del docente, su manera radical de ser y de estar en el mundo y


con los demás, las palabras que hace y no tanto las palabras que dice, son el
elemento clave de la relación educativa. Se trata, en definitiva, de vivir de tal
modo que los alumnos se sientan invitados a moldear su vida en el modo de
ser y de actuar de su maestro, pues como ya dijimos más arriba, uno enseña
lo que es. Si eres generoso, estás enseñando y promoviendo la generosidad. Si
eres inquieto, preocupado, ávido de saber, transmites ganas de aprender. Si
eres superficial y vano, comunicas trivialidad. Si vives amargado y te la pasas
quejándote, enseñas desconfianza, amargura, pesimismo.

Evidentemente, si un docente es capaz de captar la transcendencia de su


misión, y se percibe ya no como un mero dador de objetivos y rutinas, como
alguien que ayuda a pasar exámenes y avanzar de un curso a otro, sino como
un educador que ilumina caminos y fragua voluntades, recuperará su
autoestima y se entregará a vivir apasionadamente su profesión y su misión.

2.-Formar docentes que enseñen a aprender y aprendan al enseñar

En su obra póstuma, El primer hombre, Albert Camus rememora la escuela y


los docentes de su infancia y escribe: “No, la escuela no sólo les ofrecía una
evasión de la vida de la familia. En la clase del Sr. Bernard por lo menos, la
escuela alimentaba en ellos un hambre más esencial para el niño que para el
hombre, que es el hambre de descubrir. En las otras clases les enseñaban sin
duda muchas cosas, pero un poco como se ceba a un ganso. Les presentaban
un alimento ya preparado, rogándoles que tuvieran a bien tragarlo. En la clase
del Sr. Germain, sentían por primera vez que existían y que eran objeto de la
más alta consideración: se les consideraba dignos de descubrir el mundo”.

Este texto de Camus pinta genialmente al genuino maestro que, más que
impartir y exigir la memorización de paquetes de conocimientos, es capaz de

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despertar en sus alumnos el hambre de aprender, de descubrir, de estar en
permanente búsqueda del saber. El verdadero maestro, más que imponer la
repetición de fórmulas, conceptos y datos, orienta a los alumnos hacia la
creación y el descubrimiento.

Durante mucho tiempo, se puso el énfasis en la enseñanza. Se suponía (Rosa


M. Torres, 1992 y 2005) que si los maestros y los profesores enseñaban, los
alumnos tenían que aprender. Si no lo hacían, ellos eran los culpables: brutos,
incapaces, flojos, desinteresados...De ahí que el debate metodológico se
centraba fundamentalmente en torno a los métodos de enseñanza antes que
en los métodos de aprendizaje, pues se daba por sentado que los métodos de
enseñanza coincidían con los métodos de aprendizaje.

Últimamente las cosas están cambiando y comenzamos a entender que no


siempre la enseñanza conduce al aprendizaje, que con frecuencia se enseña
mucho y se aprende poco y que muchos aprenden sin necesidad de enseñanza.
Estos descubrimientos han llevado a centrar la atención en el aprendizaje, es
decir, en el punto de vista del alumno, hecho que marca un viraje radical en la
pedagogía. El objetivo último de la educación es el aprendizaje, y es a partir de
él que se evalúa al alumno, al docente y al sistema. En esta perspectiva, buen
docente no es el que enseña muchas cosas, el que tiene muchos títulos, sino
el que logra que sus alumnos aprendan efectivamente lo que deben aprender.

De aquí la insistencia en que los alumnos aprendan a leer, escribir y calcular


bien, basamento de todo pensamiento y de todo aprendizaje autónomo
posterior. Si la escuela enseñara realmente a leer bien y desarrollara en los
alumnos una verdadera afición por la lectura, cada vez más compleja y
personal, habría logrado lo esencial. Si de nuestras aulas salieran alumnos
lectores, a los que les gustara leer, que necesitaran leer, les estaríamos
abriendo la puerta a la sabiduría. De ahí que el reto de la escuela no es
meramente alfabetizar a lo alumnos, sino convertir a la población en lectora.
Esto no será posible si los docentes no son lectores, si no sienten la necesidad
y el placer de leer y de hacer de la lectura un instrumento de uso diario.

Afortunadamente, cada día estamos entendiendo mejor en qué consiste la


lectura. Hasta hace unos años se pensaba que la lectura era una forma de
recibir la información que el autor quería transmitir. El lector era un mero
recipiente donde el autor vertía sus ideas. Hoy sabemos que toda lectura es un
diálogo entre el texto y el contexto del lector, que el significado no se
descubre, sino que se construye. Encontrar significado, interpretarlo, significa
que el lector interactúa con el texto dentro de un contexto y construye un
determinado significado que depende tanto de las características del texto

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como de las características del lector, de su experiencia y vivencia previas.
Ningún texto habla definitivamente por sí mismo, pues toda lectura es
interpretación del texto desde la realidad en que uno vive, y por ello, son
posibles múltiples lecturas de un mismo texto. De ahí que (Isabel Solé, 1996)
leer es imposible sin la implicación activa del lector que va comprendiendo en
cuanto es capaz de establecer relaciones significativas entre lo que ya sabe, ha
vivido o experimentado, y lo que el texto le aporta. Si comprende lo escrito es
porque puede ir relacionándolo con cosas que ya conocía e ir integrando la
información nueva a sus esquemas previos.

Si la lectura es interpretación, y la interpretación es construcción de


significados, leer es un acto de pensamiento. Todos caemos bien en la cuenta
cuando un alumno lee mecánicamente, sin comprender realmente lo que lee, y
cuando lo hace con sentido, porque leer es precisamente dar sentido, construir
el significado de lo que se lee a partir de lo que ya se sabe.

No es fácil llegar a ser un buen lector. Lector de textos y del contexto, capaz
de escuchar e interpretar los gritos desgarradores de la realidad. Pasar de
lector pasivo o consumidor de textos escritos a lector crítico de ellos y de las
intenciones de sus autores. Leer para procesar, utilizar y desmitificar las
múltiples informaciones que nos lanzan, el sentido y sinsentido de tantas
propuestas educativas, políticas, económicas. En palabras de Daniel Goldin
(1996) “el buen lector es un proyecto que todo amante de la lectura aspira
cumplir. No es fácil enfrentar la ardua tarea de llegar a la buena lectura cuando
no hemos comprendido vivencialmente por qué es importante la lectura en
nuestra propia vida. Pero tampoco podremos comprender por qué es
importante si antes no sentimos con claridad que los otros tienen importancia
en nuestra vida, aunque hagan nuestra existencia más difícil y compleja”.

Si es difícil llegar a ser un buen lector, más difícil resulta todavía llegar a ser
un buen escritor. Aprender a escribir supone más que alguna otra cosa,
aprender a pensar. La escritura implica un proceso de reflexión y comunicación
con los otros, es un magnífico instrumento de expresión y reflexión del
pensamiento. Cuando escribimos (Stella Serrano y Josefina Peña, 1998),
“meditamos sobre las ideas que queremos expresar, examinamos y juzgamos
nuestros pensamientos. Durante la composición del texto podemos remirar,
valorar, reconsiderar y pulir nuestros pensamientos, ideas, creencias y
valores”. Detrás de muchas resistencias a escribir, se ocultan las resistencias a
pensar, y es triste constatar cómo con frecuencias los alumnos han pasado
diez, quince años en el sistema educativo, y muy pocas veces escribieron algo
propio, ni se les enseñó a escribir realmente, a comunicar de un modo personal

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sus pensamientos. Se limitaron simplemente a copiar y transmitir en cientos de
páginas las palabras y pensamientos de otros.

Escribir es comunicarse, derramarse en los demás. Uno escribe, pero el texto


se realiza en el lector. Las palabras viajan dentro de él, le pertenecen. De ahí
que leer y escribir necesitan de un silencio y una escucha previos. Sólo quien
es capaz de escucharse, es capaz de escuchar el silencio, podrá decir y escribir
palabras verdaderas.

Si la lectura y escritura son medios privilegiados para ordenar el pensamiento y


aprender a pensar, su promoción debe ser un objetivo prioritario en el proceso
de formación de los docentes. De ahí que, entre los indicadores para evidenciar
el alcance y calidad de los programas formativos, debe considerarse la
capacidad lectora de los docentes (nivel de lectura activa y dialógica) y la
capacidad para expresar oralmente y por escrito sus ideas y concepciones
pedagógicas.

Junto al desarrollo de las herramientas del aprendizaje (en especial, la lectura,


escritura y pensamiento), enseñar a aprender supone crear un ambiente de
aprendizaje que estimule el deseo de aprender, la creatividad, el trabajo, la
convivencia...No se trata, por consiguiente, de decirles a los alumnos cómo
tienen que enseñar, sino de proponerles experiencias pedagógicas enraizadas
en los valores y modelos que se pretenden. Aquí radica, a mi modo de ver, una
de las contradicciones más graves de la mayor parte de las actuales escuelas
de educación que asfixian con su práctica pedagógica las teorías que proponen
y mandan recitar a los alumnos. Los futuros maestros aprenden y asimilan no
lo que les dicen los profesores y ellos escriben en sus exámenes, sino la
práctica que experimentan en el salón de clases. Por ello, no enseñan como les
dijeron que tenían que enseñar, sino que enseñan como les enseñaron a ellos.

De ahí la necesidad de asegurar y afianzar una serie de principios pedagógicos


esenciales como actividad, trabajo, realidad, convivencia, humor (el humor es
el amor con h), comunicación que, por la falta de tiempo, vamos a englobar en
el más importante de todos, el afecto. En educación, es imposible ser
efectivos si no somos afectivos. Ningún método, ninguna técnica, ningún
currículo por abultado que sea, puede reemplazar al afecto en educación. Al
verdadero docente le gusta la materia que enseña (por eso está
permanentemente buscando, actualizándose), le gusta la enseñanza y quiere a
sus alumnos. A todos los alumnos, en especial a los que tienen más carencias,
necesidades y problemas. Querer al alumno supone creer en él, en sus
capacidades, tener expectativas positivas sobre sus posibilidades, alegrarse de
sus avances y logros aunque sean parciales, respetar su ritmo y modo de

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aprender, valorar y estimular su esfuerzo personal, su autonomía, y estar
siempre dispuesto a tenderle la mano y a exigirle que vaya tan lejos como le
sea posible en su crecimiento y desarrollo.

No se trata, por consiguiente, de consentir o alcahuetear a los alumnos;


tampoco de compararlos entre sí, sino de poner a cada uno a competir consigo
mismo, de modo que, más que competitivos, todos se hagan competentes y
cada uno se acostumbre a dar de sí lo máximo. Es educador quien ayuda al
alumno a descubrir y potenciar todas sus posibilidades. Quien ayuda al alumno
a que se ayude. El que entiende su función como servidor del alumno y está
consciente de que su éxito profesional sólo puede comprobarse desde el éxito
de sus alumnos. Esto implica, entre otras cosas, transformar radicalmente la
práctica común de la evaluación, que ya no puede seguir siendo un arma de
clasificación, control y sanción, sino un medio eficaz para conocer a cada
alumno y su modo de aprender para así poderle ayudar con eficacia.

Querer a los alumnos supone también trabajar para que la clase se sienta
estimulada y feliz. Este debe ser el objetivo fundamental de toda planificación.
Si la escuela tradicional es tan tediosa y aburrida, necesitamos escuelas que se
propongan seriamente ser lugares del disfrute en la comunicación, el trabajo,
la creación y la amistad. En momentos en que impera la cultura de la muerte y
la mayoría de las personas experimentan la vida como inseguridad, problemas,
miedo, violencia, frustración, anomia, soledad..., los centros educativos deben
ser lugares donde se vive, se celebra la vida y se aprende a defenderla y
disfrutarla. La pedagogía de la alegría debe penetrar todos los recintos
escolares. Pedagogía que parte de los intereses e inquietudes de los alumnos -
por eso se esfuerza por escucharlos y conocerlos- y promueve actividades que
generan su entusiasmo, que movilizan sus energías en una aventura lúdica,
compartida, creativa. La planificación, lejos de ser un ejercicio rutinario de
copiar objetivos, contenidos y actividades del programa, pone el énfasis en
preparar actividades que susciten el interés de los alumnos y los involucren
activamente en la búsqueda y producción de conocimientos. Por ello, no se
trata de que los alumnos simplemente sepan, sino que sepan buscar, expresar,
opinar, resolver, cuestionar, hacer, transformar..., pues aprender es siempre
reinventar. La creación y el trabajo significativo, el esfuerzo, lejos de ser fuente
de fastidio y aburrimiento, se transforman en germen de plenitud y de gozo. A
todos nos embarga una gran alegría cuando inventamos, cuando creamos,
cuando tras grandes esfuerzos resolvemos los problemas, cuando hacemos
cosas bellas y útiles, cuando alcanzamos metas difíciles, cuando nos vencemos
y nos damos, cuando valoran y aprecian lo que hacemos, cuando ayudamos y
servimos a los demás.

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Asumir la pedagogía del afecto y la alegría, implica también que los docentes
entiendan que su labor educativa va más allá del aula, pues actividades como
el recreo, las fiestas, el deporte, las convivencias, los grupos de excursionismo,
teatro, música, alfabetización, folklore, ecología..., tienen una dimensión
educativa más profunda que todo el trabajo del aula, sobre todo si se
entroncan con las raíces culturales de la comunidad. Este tipo de actividades
que fortalecen la identidad, la pertenencia, que desarrollan la expresión, la
sensibilidad, el goce estético, que cultivan la necesidad de protagonizar algo,
que dejan un enorme campo abierto a la innovación, la creatividad y el
servicio, son las que calan más hondo en el espíritu y marcan a la persona para
toda la vida.

Ahora bien, si queremos formar docentes que enseñen a aprender, esto sólo
será posible si ellos aprenden de su enseñar. El docente que ha dejado de
aprender se convierte en un obstáculo para el aprendizaje de sus alumnos.
Necesitamos formar docentes que sean capaces de asumir el ejercicio de la
docencia como un proceso de acción-reflexión-acción, de investigación en la
acción y de la acción, y de asumir las aulas y centros educativos como
verdaderos laboratorios. Esto supone asumir una actitud de reflexión y
cuestionamiento permanente, de modo que sean capaces de sistematizar y
teorizar su práctica. Esta primera teoría, fruto de la reflexión y sistematización
de su hacer, debe ser confrontada con la de sus compañeros y con las teorías
más elaboradas de los especialistas (de ahí que es inconcebible un docente que
no lea mucho y se actualice), pero ya no para repetir lo que ellos dicen, sino en
un verdadero diálogo de saberes que va enriqueciendo, cambiando,
profundizando la teoría que, a su vez, promueve cambios en la práctica. Teoría
y práctica se reconstruyen permanentemente en un proceso inacabado,
proceso de búsqueda, experimentación y acción.

3.-Formar docentes que enseñen a convivir y convivan al enseñar

Como ha escrito Marco Raúl Mejía (1995), la actual sociedad, buscando la


eficiencia, olvida la justicia y la inclusión de los excluídos. La consigna del éxito
para individuos, sectores sociales y países no es la cooperación o solidaridad,
sino triunfar en la competencia con los demás. Esta sociedad defiende y
fomenta una democracia cada vez más vaciada de sentido, selectiva y
excluyente, donde la calidad del ciudadano se equipara con su capacidad de
consumir. Frente a esta mentalidad, los educadores debemos ser los
abanderados de una democracia integral, sólo posible en el marco de la justicia
social, pues el primer requisito de la democracia tiene que ser asegurar la vida
y el bienestar de todos. La planificación del desarrollo debe contemplar la
planificación del desarrollo integral del ser humano y, por consiguiente, debe

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incluir las necesidades básicas, tanto materiales como no materiales, de todos:
comida, vivienda, vestido, salud, educación, recreación, espiritualidad...

Los centros educativos deben propiciar la comprensión crítica de la democracia


vivida en la cotidianidad y en la sociedad (Giroux, 1990), pero desde una
conciencia ética que haga del individuo sujeto de cambio y de construcción de
la democracia integral. La democracia integral es el sistema político que
garantiza a cada uno y a todos los ciudadanos una participación activa y
creativa, en cuanto sujetos, en todas las esferas del poder y del saber de la
sociedad. Un sistema que garantiza a todos y a cada uno el derecho de ser
coautores del mundo. Para eso, cada uno y todos los ciudadanos de la sociedad
son llamados a participar en cuanto sujetos singulares y a la vez plurales, en el
desarrollo de todas las instancias con que se relacionan, desde el barrio, la
urbanización, el caserío, la aldea, y las unidades productivas hasta el Estado.
De ahí que la participación popular es un elemento central del proceso de
profundización de la democracia. El pueblo debe tener poder real de decisión
para proponer, fiscalizar y controlar las acciones del Estado. Se trata de que las
personas logren entender y experimentar que sí es posible avanzar en hacer
realidad los valores y principios que sustentan la verdadera democracia
(participación, crítica, pluralismo, igualdad, respeto, libertad...) y que vale la
pena trabajar sin descanso por construirlos y defenderlos.

Todo esto plantea grandes desafíos a la educación. Es urgente la formación de


una mentalidad con miras a construir una cultura política que priorice la
valoración de los espacios públicos como gestores del bien común, y acabe con
la cultura política asociada al clientelismo, la apatía, sumisión, corrupción,
autoritarismo...Para hacer esto posible, necesitamos que los centros educativos
se transformen en verdaderas comunidades democráticas, donde se
experimente cotidianamente el ejercicio de la democracia. Se trata de vivir en
la cotidianidad del centro educativo los valores democráticos que buscamos, lo
que implica modificar la organización y la práctica dentro del aula, desterrando
las actitudes autoritarias, corruptas, el acaparamiento de la palabra, la razón y
el poder por parte del docente, de modo que efectivamente se desarrolle el
diálogo, la participación, la crítica y las relaciones interpersonales efectivas. El
reto consiste, en breve, en convertir al centro educativo en semilla y también
ya espejo de la sociedad que buscamos y queremos. El modo de organización y
comunicación, de ejercer la autoridad y el poder, la forma en que se tratan los
diferentes miembros de la comunidad educativa, el respeto a la diversidad y las
diferencias, la responsabilidad y compromiso con que cada uno asume sus
tareas y obligaciones, la defensa de los derechos de los más débiles, la
solidaridad que se practica en todos los recintos y tiempos escolares, la manera
como se enfrentan los conflictos y se busca solución a los problemas, los

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modos de producción y celebración..., deben en cierta forma expresar y
anunciar el modo de vida y de organización de la sociedad que queremos.
Sociedad que permita una vida digna a todos, que respete las diferencias
individuales, de género, culturales, raciales, sociales y religiosas, que posibilite
y promueva la participación en la toma de decisiones y en la vida cívica y
política cotidiana. Una sociedad que reconozca la diversidad como riqueza, que
considere el desarrollo humano como base de todo desarrollo y que respete las
diferencias sin convertirlas en desigualdades.

Todo esto plantea la necesidad de reeducar al educador, para que adquiera la


cultura del diálogo, y asuma al otro como sujeto de conocimientos y de verdad.
El diálogo pide humildad, pide comprensión, ponerse en los zapatos del otro.
Exige sinceridad, respeto, bases para el entendimiento. El otro no es el mero
eco de mi voz. Nadie es dueño de la verdad. El diálogo que reconcilia exige
justicia social. Los generosos y solidarios unen; los que dominan, separan. Para
dialogar se necesita tolerancia, virtud que nos enseña a convivir con lo
diferente, a respetar el pensamiento contrario al mío y al sujeto que lo piensa.
Ser tolerante no significa negar el conflicto o huir de él. Al contrario, el
tolerante será tanto más auténtico cuanto mejor defienda su posición si está
convencido de su justeza. Sin tolerancia, no hay democracia. Enseñar
tolerancia implica el testimonio coherente, no negar el derecho a los alumnos a
ser diferentes, no negarse a discutir sus posiciones, su lectura del mundo. Y es
que, como plantea Carlos Calvo (1993), la genuina educación se orienta a
motivar la autonomía, no la sumisión. Si en la genuina educación todo es
posibilidad, en la educación tradicional todo es determinación: el alumno tiene
que responder lo que su profesor espera. No hay lugar para el asombro, para
la intuición, para la duda, para la creación, para la incertidumbre...Educar para
la democracia implica educar para la incertidumbre. Sólo las dictaduras y
autoritarismos están llenos de certezas. El genuino educador, más que inculcar
respuestas e imponer la repetición de conceptos, fórmulas y datos, orienta a
los alumnos hacia la creación y el descubrimiento, que surgen de interrogar la
realidad de cada día y de interrogarse permanentemente. La coherencia de la
crítica supone la autocrítica. Negar al otro la crítica no es destruir al otro, sino
sobre todo destruirse a sí mismo como crítico. El autoritario no sólo niega la
libertad de los demás, sino la suya propia al transformarla en el derecho
inmoral de aplastar otras libertades.

El educador, como el poeta, es un permanente hacedor de preguntas


inocentes. La pregunta y no tanto la respuesta constituye lo medular en los
procesos educativos. Tener preguntas es querer saber algo, expresar hambre
de aprender. Quien pregunta no debe contentarse con esperar la respuesta de
otros, sino que debe esperar su propia respuesta. Por todo esto, si los actuales

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centros educativos son con demasiada frecuencia lugares para aprender
respuestas y castigar el error, debemos transformarlos en lugares para
interrogarnos e interrogar la realidad, para equivocarnos y asumir el error
como base para el aprendizaje. El error no es un pecado, sino parte del
proceso de aprendizaje. En este sentido, y con ellas quiero terminar, resultan
iluminadoras las palabras de ese gran maestro y poeta cubano, José Martí:
“Como la libertad vive del respeto y la razón se nutre de lo contrario, edúquese
a los jóvenes en la viril y salvadora práctica de decir sin miedo lo que piensan y
oír sin ira ni mala sospecha lo que piensan otros”.

NOTAS

Borjas, Beatriz (1994).La formación docente en la escuela. Fe y Alegría,


Colección Procesos Educativos, N. 7.

Calvo, Carlos (1993). ¿Crisis de la educación o crisis de la escuela? En


Osorio,Jorge y Luis W., El corazón del Arco Iris, CEAAL, Santiago.

Giroux, Henry (1990). Los profesores como intelectuales. Hacia una teoría
Crítica del aprendizaje. Paidós, Barcelona.

Goldin, Daniel (1996). Aprender a leer hoy. Espacios para la lectura, N. 3, 1.

Kolvenbach, Peter Hans (1998). “Los desafíos de la educación cristiana a las


puertas del tercer milenio”. Arequipa, Perú (mimeo).

Mejía, Marco Raúl (1995). Escuela en el fin de siglo. Cinep, Bogotá.

Pérez Esclarín, Antonio (1995). El docente necesario. Revista Movimiento


Pedagógico, N. 7. Fe y Alegría, Maracaibo.

Pérez Esclarín, Antonio (1997). Más y mejor educación para todos. San
Pablo, Caracas.

Pérez Esclarín, Antonio (1998). Educar valores y el valor de educar.


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Serrano, Stella y Peña, Josefina (1998). “La evaluación de la escritura en el


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Solé Isabel (1996). “Estrategias de comprensión de la lectura”. Lectura y


Vida, Año 17, Diciembre.

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Torres, Rosa María (1992). Enseñar y aprender, dos cosas distintas. Papeles
del CEAAL, Santiago.

Torres, Rosa María (2005). Justicia económica y justicia educativa: 12 Tesis


para el cambio educativo. Fe y Alegría.

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