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Artículo publicado en la revista Diálogos, de la Universidad de los Trabajadores de
América Latina "Emilio Máspero", Marzo de 2009.
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rituales y rutinas, que con frecuencia les llevan en dirección opuesta a la que
dicen quieren ir o están yendo. Olvidan la pedagogía, esa necesaria reflexión
de la práctica para adecuarla a las intencionalidades y los contextos, para que
el hacer pedagógico sea coherente con los fines y las metas, para convencerse
de una vez que los frutos que queremos recoger deben estar ya implícitos en la
semilla, la cosecha en la siembra, pues es imposible educar para, sino
educamos en: Educar en y para la participación, en y para la creatividad, en y
para la libertad, en y para la convivencia…
Hay quienes confunden el camino con las superautopistas que nos brindan las
nuevas tecnologías y piensan que si ponemos computadoras e Internet en las
escuelas y si incorporamos a las aulas el powerpoint y el bideobim, ya tenemos
resuelto el problema educativo. Ignoran que las nuevas tecnología son sólo
medios que pueden ayudarnos enormemente si tenemos claro cuál es el
horizonte al que queremos ir, pero que ciertamente no nos van a librar del
esfuerzo de “hacer camino”.
Otros confunden el camino con el mapa: gastan sus energías en elaborar una
maravillosa planificación estratégica, con su misión y su visión laboriosamente
redactadas, en la que plantean su proyecto educativo, especificando objetivos
y estrategias, pero el proyecto queda ahí, en el papel, como un mero
documento que no pone a caminar al centro educativo en un movimiento
innovador, consciente y reflexivo, no desrutiniza las prácticas, no enseña a
desaprender, no genera participación, investigación, entusiasmo, cooperación.
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siente educador, maestro, no por obligación, sino por vocación, y entiende que
toda genuina educación supone una propuesta ética, política y pedagógica para
la transformación.
Quiero dejar bien claro que yo les estoy hablando desde la búsqueda, no
desde la academia. Me considero un trochero de la educación que lleva 39 años
con Fe y Alegría, en la búsqueda y proposición, trabajando siempre en la
formación de educadores, aprendiendo con ellos y de ellos, formándonos,
transformándonos. Abrir caminos conlleva siempre la aventura y el riesgo de
equivocación y de pérdida, pero son aventuras y riesgos de aprendizaje
creativo y emancipador. El que cambia puede equivocarse; el que no cambia,
vive equivocado.
El cambio de época
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La educación no puede sustraerse a la globalización y al fenómeno del
mercado. Más aún, la educación corre el riesgo de reproducir en su ámbito los
mismos efectos perversos que se están produciendo en el terreno económico:
concentración del saber y del poder en unos pocos, exclusión de los débiles,
aumento de las diferencias, inversión de valores. El discurso de la calidad, la
competencia y la eficiencia -insoslayables en nuestros días-, puede de hecho
lograr efectos contrarios a los pretendidos, en beneficio de unos y perjuicio de
otros. En la nueva sociedad del conocimiento, el abismo entre quienes saben y
quienes no saben, se acentúa cada día más. Los pobres siempre pierden en la
carrera del libre mercado. Y como plantea su santidad Juan Pablo II
(Centesimus Annus, 33), “para los pobres, a la falta de bienes materiales se
ha añadido la del saber y de conocimientos”.
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defensa del medio ambiente y profundización de las democracias. De ahí la
serie de Reformas Educativas que se están proponiendo a nivel mundial (la
educación actual no sirve a los intereses de la globalización) y el discurso cada
vez más consensuado sobre la necesidad de elevar la calidad de la educación.
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convertir a los docentes en los sujetos de su formación-transformación, si en
verdad queremos incidir en la calidad de la educación y en la superación de los
actuales centros educativos.
De ahí que una genuina propuesta formativa debe asumir una metodología que
supere la concepción bancaria de formación y privilegie la reflexión sobre el
ser, sobre el hacer y sobre el acontecer; sobre la persona del docente, sobre
su acción pedagógica cotidiana y su impacto transformador, de modo que el
centro educativo se vaya asumiendo como un espacio para la reflexión, para
aprender a reflexionar y para aprender a enseñar. El docente debe entender
que el centro educativo no es tanto el lugar donde él va a enseñar, sino que es
el lugar donde él va a aprender a enseñar. La práctica y la reflexión sobre ella
es el elemento primordial para construir el proceso de la propia formación-
transformación. La práctica educativa tiene que entenderse como un proceso
de investigación más que como un procedimiento de aplicación. La escuela, el
liceo y la universidad, más que ofrecer información, deben provocar su
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reconstrucción crítica, su propia y permanente transformación. El reto es lograr
un docente que investiga y reflexiona en la acción y sobre la acción, para
transformarla y transformarse. Un docente que cuestiona contínuamente lo
que hace, aprende de esa reflexión y ese aprendizaje promueve cambios
cualitativos en su actuar. Un docente que somete a una crítica severa su
relación con el saber, con el enseñar y con el aprender.
De ahí que la propuesta formativa debe orientarse a lograr docentes que más
que aplicar conocimientos y rutinas burocráticas, sean capaces de pensar sobre
el país, sobre la educación y de pensarse como docentes. Un pensamiento, por
supuesto, que promueva cambios, que vaya generando soluciones. En
definitiva, la propuesta formativa se debe orientar a hacer del docente un
educador, un instigador del hambre de aprender de sus alumnos, y un agente
democratizador. Formarlo como persona, como profesional de la enseñanza y
como ciudadano y promotor de ciudadanía. Formarlo para que enseñe a ser,
enseñe a aprender y enseñe a convivir (Pérez-Esclarín, 1995). Esto se dice
fácil, y hasta resulta evidente. El problema empieza cuando uno entiende que
sólo es posible enseñar -es decir, ayudar- a ser persona, si uno se esfuerza por
serlo plenamente, por crecer hacia adentro, si acepta que para ser educador
hay que reconocerse como educando de por vida. Por otra parte, sólo enseñará
realmente a aprender el que aprende al enseñar; del mismo modo que enseñar
a convivir exige que uno conviva al enseñar, es decir, que convierta la clase en
un lugar de democracia profunda.
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identidad como personas y como educadores, que asuman la educación como
un proceso de formación de personas, construcción de voluntades, enseñanza
y vivencia de valores. Es urgente, por consiguiente, sembrar continuamente en
los alumnos la transcendencia del hecho educativo, enamorarlos para que
vivan a plenitud una profesión que implica vocación de servicio, apertura a la
propia y permanente dignificación.
Cuentan que (Pérez-Esclarín, 1998), en cierta ocasión, entró una niña al taller
de un escultor. Por un largo rato, estuvo disfrutando de todas las cosas
asombrosas del taller: martillos, cinceles, pedazos de esculturas desechadas,
bocetos, bustos, troncos..., pero lo que más impresionó a la niña fue una
enorme piedra en el centro del taller. Era una piedra tosca, llena de
magulladuras y heridas, desigual, traída en un penoso y largo viaje desde la
lejana sierra. La niña estuvo acariciando largamente con sus ojos la piedra y se
marchó. Volvió la niña al taller a los pocos meses, y vio sorprendida que, en el
lugar de la enorme piedra, se erguía un hermosísimo caballo que parecía
ansioso de liberarse de la fijeza de la estatua y ponerse a galopar por la
sabana. La niña se dirigió al escultor y le dijo: ¿cómo sabías tú que dentro
de esa piedra se escondía ese caballo?
Educar viene del latín, educere, que significa sacar de adentro. Es educador
quien no ve en cada alumno la piedra tosca y desigual que ven los demás, sino
la obra de arte que se oculta adentro, y entiende su misión como el que ayuda
a limar las asperezas, a curar las magulladuras, el que contribuye a que aflore
el ser maravilloso que todos llevamos en potencia. La educación implica una
tarea de liberación y de responsabilización. El educador tiene una irrenunciable
misión de partero de la personalidad. Es alguien que entiende y asume la
transcendencia de su misión, consciente de que no se agota en impartir
conocimientos o propiciar el desarrollo de habilidades y destrezas, sino que se
dirige a formar personas, a enseñar a vivir con autenticidad, es decir, con
sentido y con proyecto, con valores definidos, con realidades, incógnitas y
esperanzas. La vocación docente reclama, por consiguiente, algo más
importante que títulos, cursos, diplomas, conocimientos y técnicas. Presupone
una madurez honda, coherencia de vida y de palabra. Esta coherencia es
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imposible sin un cuestionamiento permanente del propio proyecto de vida y de
los valores que lo sustentan, pues es imposible enseñar valores si uno no trata
de enseñárselos a sí mismo, es decir, se esfuerza continuamente por
construirlos en su propia vida. Sólo quien reconoce sus limitaciones, sus
propias contradicciones, sus carencias, y las acepta como propuestas de
superación, de crecimiento, es decir, de formación, será capaz de recibir amor
y podrá darlo, será capaz de aprender y por ello de educar. El que cree que lo
sabe todo, el que se coloca con autosuficiencia frente al alumno, el que piensa
que no necesita de los demás, será incapaz de establecer una verdadera
relación comunicativa, será incapaz de entender la necesidad de su propia
formación, será por ello, incapaz de formar.
Este texto de Camus pinta genialmente al genuino maestro que, más que
impartir y exigir la memorización de paquetes de conocimientos, es capaz de
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despertar en sus alumnos el hambre de aprender, de descubrir, de estar en
permanente búsqueda del saber. El verdadero maestro, más que imponer la
repetición de fórmulas, conceptos y datos, orienta a los alumnos hacia la
creación y el descubrimiento.
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como de las características del lector, de su experiencia y vivencia previas.
Ningún texto habla definitivamente por sí mismo, pues toda lectura es
interpretación del texto desde la realidad en que uno vive, y por ello, son
posibles múltiples lecturas de un mismo texto. De ahí que (Isabel Solé, 1996)
leer es imposible sin la implicación activa del lector que va comprendiendo en
cuanto es capaz de establecer relaciones significativas entre lo que ya sabe, ha
vivido o experimentado, y lo que el texto le aporta. Si comprende lo escrito es
porque puede ir relacionándolo con cosas que ya conocía e ir integrando la
información nueva a sus esquemas previos.
No es fácil llegar a ser un buen lector. Lector de textos y del contexto, capaz
de escuchar e interpretar los gritos desgarradores de la realidad. Pasar de
lector pasivo o consumidor de textos escritos a lector crítico de ellos y de las
intenciones de sus autores. Leer para procesar, utilizar y desmitificar las
múltiples informaciones que nos lanzan, el sentido y sinsentido de tantas
propuestas educativas, políticas, económicas. En palabras de Daniel Goldin
(1996) “el buen lector es un proyecto que todo amante de la lectura aspira
cumplir. No es fácil enfrentar la ardua tarea de llegar a la buena lectura cuando
no hemos comprendido vivencialmente por qué es importante la lectura en
nuestra propia vida. Pero tampoco podremos comprender por qué es
importante si antes no sentimos con claridad que los otros tienen importancia
en nuestra vida, aunque hagan nuestra existencia más difícil y compleja”.
Si es difícil llegar a ser un buen lector, más difícil resulta todavía llegar a ser
un buen escritor. Aprender a escribir supone más que alguna otra cosa,
aprender a pensar. La escritura implica un proceso de reflexión y comunicación
con los otros, es un magnífico instrumento de expresión y reflexión del
pensamiento. Cuando escribimos (Stella Serrano y Josefina Peña, 1998),
“meditamos sobre las ideas que queremos expresar, examinamos y juzgamos
nuestros pensamientos. Durante la composición del texto podemos remirar,
valorar, reconsiderar y pulir nuestros pensamientos, ideas, creencias y
valores”. Detrás de muchas resistencias a escribir, se ocultan las resistencias a
pensar, y es triste constatar cómo con frecuencias los alumnos han pasado
diez, quince años en el sistema educativo, y muy pocas veces escribieron algo
propio, ni se les enseñó a escribir realmente, a comunicar de un modo personal
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sus pensamientos. Se limitaron simplemente a copiar y transmitir en cientos de
páginas las palabras y pensamientos de otros.
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aprender, valorar y estimular su esfuerzo personal, su autonomía, y estar
siempre dispuesto a tenderle la mano y a exigirle que vaya tan lejos como le
sea posible en su crecimiento y desarrollo.
Querer a los alumnos supone también trabajar para que la clase se sienta
estimulada y feliz. Este debe ser el objetivo fundamental de toda planificación.
Si la escuela tradicional es tan tediosa y aburrida, necesitamos escuelas que se
propongan seriamente ser lugares del disfrute en la comunicación, el trabajo,
la creación y la amistad. En momentos en que impera la cultura de la muerte y
la mayoría de las personas experimentan la vida como inseguridad, problemas,
miedo, violencia, frustración, anomia, soledad..., los centros educativos deben
ser lugares donde se vive, se celebra la vida y se aprende a defenderla y
disfrutarla. La pedagogía de la alegría debe penetrar todos los recintos
escolares. Pedagogía que parte de los intereses e inquietudes de los alumnos -
por eso se esfuerza por escucharlos y conocerlos- y promueve actividades que
generan su entusiasmo, que movilizan sus energías en una aventura lúdica,
compartida, creativa. La planificación, lejos de ser un ejercicio rutinario de
copiar objetivos, contenidos y actividades del programa, pone el énfasis en
preparar actividades que susciten el interés de los alumnos y los involucren
activamente en la búsqueda y producción de conocimientos. Por ello, no se
trata de que los alumnos simplemente sepan, sino que sepan buscar, expresar,
opinar, resolver, cuestionar, hacer, transformar..., pues aprender es siempre
reinventar. La creación y el trabajo significativo, el esfuerzo, lejos de ser fuente
de fastidio y aburrimiento, se transforman en germen de plenitud y de gozo. A
todos nos embarga una gran alegría cuando inventamos, cuando creamos,
cuando tras grandes esfuerzos resolvemos los problemas, cuando hacemos
cosas bellas y útiles, cuando alcanzamos metas difíciles, cuando nos vencemos
y nos damos, cuando valoran y aprecian lo que hacemos, cuando ayudamos y
servimos a los demás.
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Asumir la pedagogía del afecto y la alegría, implica también que los docentes
entiendan que su labor educativa va más allá del aula, pues actividades como
el recreo, las fiestas, el deporte, las convivencias, los grupos de excursionismo,
teatro, música, alfabetización, folklore, ecología..., tienen una dimensión
educativa más profunda que todo el trabajo del aula, sobre todo si se
entroncan con las raíces culturales de la comunidad. Este tipo de actividades
que fortalecen la identidad, la pertenencia, que desarrollan la expresión, la
sensibilidad, el goce estético, que cultivan la necesidad de protagonizar algo,
que dejan un enorme campo abierto a la innovación, la creatividad y el
servicio, son las que calan más hondo en el espíritu y marcan a la persona para
toda la vida.
Ahora bien, si queremos formar docentes que enseñen a aprender, esto sólo
será posible si ellos aprenden de su enseñar. El docente que ha dejado de
aprender se convierte en un obstáculo para el aprendizaje de sus alumnos.
Necesitamos formar docentes que sean capaces de asumir el ejercicio de la
docencia como un proceso de acción-reflexión-acción, de investigación en la
acción y de la acción, y de asumir las aulas y centros educativos como
verdaderos laboratorios. Esto supone asumir una actitud de reflexión y
cuestionamiento permanente, de modo que sean capaces de sistematizar y
teorizar su práctica. Esta primera teoría, fruto de la reflexión y sistematización
de su hacer, debe ser confrontada con la de sus compañeros y con las teorías
más elaboradas de los especialistas (de ahí que es inconcebible un docente que
no lea mucho y se actualice), pero ya no para repetir lo que ellos dicen, sino en
un verdadero diálogo de saberes que va enriqueciendo, cambiando,
profundizando la teoría que, a su vez, promueve cambios en la práctica. Teoría
y práctica se reconstruyen permanentemente en un proceso inacabado,
proceso de búsqueda, experimentación y acción.
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incluir las necesidades básicas, tanto materiales como no materiales, de todos:
comida, vivienda, vestido, salud, educación, recreación, espiritualidad...
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modos de producción y celebración..., deben en cierta forma expresar y
anunciar el modo de vida y de organización de la sociedad que queremos.
Sociedad que permita una vida digna a todos, que respete las diferencias
individuales, de género, culturales, raciales, sociales y religiosas, que posibilite
y promueva la participación en la toma de decisiones y en la vida cívica y
política cotidiana. Una sociedad que reconozca la diversidad como riqueza, que
considere el desarrollo humano como base de todo desarrollo y que respete las
diferencias sin convertirlas en desigualdades.
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centros educativos son con demasiada frecuencia lugares para aprender
respuestas y castigar el error, debemos transformarlos en lugares para
interrogarnos e interrogar la realidad, para equivocarnos y asumir el error
como base para el aprendizaje. El error no es un pecado, sino parte del
proceso de aprendizaje. En este sentido, y con ellas quiero terminar, resultan
iluminadoras las palabras de ese gran maestro y poeta cubano, José Martí:
“Como la libertad vive del respeto y la razón se nutre de lo contrario, edúquese
a los jóvenes en la viril y salvadora práctica de decir sin miedo lo que piensan y
oír sin ira ni mala sospecha lo que piensan otros”.
NOTAS
Giroux, Henry (1990). Los profesores como intelectuales. Hacia una teoría
Crítica del aprendizaje. Paidós, Barcelona.
Pérez Esclarín, Antonio (1997). Más y mejor educación para todos. San
Pablo, Caracas.
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Torres, Rosa María (1992). Enseñar y aprender, dos cosas distintas. Papeles
del CEAAL, Santiago.
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