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RUBÉN DEL ROSARIO

LA LENGUA DE
PUERTO RICO
Ensayos

Duodécima edición

EDITORIAL CULTURAL, INC.


Roble, 51
RIO PIEDRAS, P. R.
espíritu y lengua
Para desarrollar una idea moderna frente a nuestra lengua
vernácula, una actitud de tolerancia, es necesario vencer una
serie de preocupaciones, la principal de las cuales proviene del

campo Porque no hay duda de que, entre algunas per-


político.

sonas, el velar por la castellanidad del idioma se ha hecho sinó-


nimo de defender nuestra personalidad de pueblo o de defender
el ideal de la independencia, creando en sí mismos una especie

de fobia que los lleva a repudiar cualquier palabra que venga


o parezca venir de los Estados Unidos. Y hasta creen algunos
que, a partir del año 1898, la lengua y el espíritu y las costum-
bres se han ido deteriorando en Puerto Rico.
Esencialmente sentimental, esa fobia no sólo existe en Puer-
to Rico, sino también en como Cuba y Panamá,
otras naciones
sujetas a la misma presión Además, tales fobias se han
cultural.
dado antes en Europa en relación con Francia o con Alemania
o con cualquier otro país de poderío político. Pero, como ha
señalado don Américo Castro, lo que hay detrás de tales acti-
tudes es un sentimiento de antipatía frente a un determinado
pueblo.
Claro es que ninguna persona acomplejada nos va a decir
que tiene una fobia de tipo lingüístico, porque sería de mal
gusto. Socialmente es aceptable padecer de agorafobia o de zoo-
fobia o de pantofobia (miedo a todo), pero no de anglofobia.
En cambio, se habla de la defensa de la lengua, de la de-
fensa de nuestra tradición, de conservar la personalidad puer-
torriqueña, de conservar el espíritu. En esto, amigos lectores,

no puede haber desacuerdo; no lo ha habido nunca en lo que


a mí respecta, salvo el pequeño detalle de que la palabra lengua
significa para mí una cosa muy distinta de lo que significa en
boca de los puristas.

Sí, defender la lengua... pero ¿qué lengua? Pues natural-

mente la que hablamos todos nosotros en la casa, en la calle,


en el mercado y en las oficinas. No la lengua rígida de los

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textos gramaticales. No la lengua artísticamente trabajada en
las obras literarias. No el castellano hipotético de los teorizantes.
Sino la humilde lengua en que comunicamos nuestras ideas y
expresamos nuestras emociones, nuestros deseos y actitudes, sin
pedanterías y sin ambigüedad; la lengua corriente que emplea-
mos a diario los puertorriqueños y todos los latinoamericanos.
Esa lengua — que no es precisamente castiza ni debe confundirse
con el lenguaje jíbaro — ésa es la que estamos defendiendo', por-
que ésa es nuestra verdadera tradición, así como la verdadera
tradición idiomática de un americano es el inglés hablado en
Nueva York o Chicago o San Francisco y no el dialecto de
Londres.
El espíritu... hay que defender el espíritu y hay que
Sí,

diafanizar esto del espíritu. Porque la lengua tiene relación con


el espíritu, con el espíritu individual de cada uno de nosotros,

o sea, con el espíritu del lector A, del lector B, del lector C, etc.

Al servicio de este espíritu individual están las palabras. Y lo


peculiar del espíritu es la libertad. Cada ser humano — no im-
porta su preparación escolar — moldea y acomoda su lenguaje a
sus necesidades expresivas, libremente, sin más límite que el
que le señala la incomprensión.
No la lengua no afecte a la vida del
queremos decir que
espíritu. Todo Cada hombre nace en una comu-
lo contrario.
nidad y esa comunidad tiene un sistema de signos que lla-
mamos lengua. Estos signos se le imponen al niño (y a cual-
quier extranjero que se adapte a la sociedad en que vive). Al
imponerlos se le obliga al niño a pensar de determinada mane-
ra, a establecer las distinciones mentales que hace la comuni-
dad y a compartir sus actitudes y sus ideales. La lengua, pues,
forma y crea el pensamiento.
Como vemos, existe una relación entre lenguaje y pensamien-
to. Se forman mutuamente, pero el segundo se sirve del prime-

ro; se desarrolla y crece con ayuda de la palabra, de todas las pa-

labras, vengan de donde vengan.


Ni los neologismos ni la asimilación de voces extranjeras
representan una amenaza para la vida espiritual. En el inglés

más de la mitad del vocabulario es de origen extraño, no anglo-

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sajón. En el propio español la tercera parte de las palabras son
préstamos de otros idiomas. Y podríamos citar lenguas que tie-

nen más de un 70 % de extranjerismos. De esto puede estar


seguro el lector, pues se trata de un principio básico de la cien-

cia lingüística.
Aquí, en Puerto Rico, la convivencia del inglés y el espa-
ñol ha producido una serie de cambios en una y otra lengua y
algunos desajustes. La forma actual de esa convivencia es obje-
table porque uno de los idiomas se ha impuesto por razones
políticas y no por razones de cultura. Es también objetable que
muchos puertorriqueños hayan sobrestimado la importancia del
inglés. Y es condenable que el sistema educativo tenga una
orientación americanizadora. Pero de estas cosas nos hemos ocu-
pado antes, en la revista Isla, fijando nuestra posición.
Lo urgente hoy a mi juicio es crear una actitud de máxima
tolerancia frente a las variaciones del lenguaje, sin agallamien-
tos puristas, sin patriotería. La verdadera lengua de los puerto-

rriqueños es la lengua oral, la lengua cotidiana. Ésa es la que


tenemos todos que prestigiar.

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NACIONALIDAD Y LENGUA
Empezaremos con dos citas de dos de la filo-
figuras ilustres
logía que aclararán el sentido de todo que diremos después.
lo
Bien entendidas, estas palabras ejercerán en el lector un efecto
en su manera de pensar, creando una nueva perspectiva frente
a las cuestiones del lenguaje.
Una es de don Ramón MENÉNDEZ PIDAL:
Un idioma no es fundamentalmente, como tantas veces se
dijo, la expresión del genio, índole o alma del pueblo que lo
habla, porque sus formas de expresión no son definiciones o
descripciones de la realidad percibida, o de la impresión inter-
na, sino meros signos caprichosos, inventados y heredados de
las necesidades de la convivencia y del comercio de una colec-
tividad humana; pero si un idioma no es el reflejo del alma del
pueblo, es una síntesis de la historia del desenvolvimiento de
esa alma colectiva, es un reflejo del desarrollo intelectual del
pueblo que Innumerables son los pueblos que en un
lo habla.
momento de su vida han cambiado de idioma y este cambio
no nos quiere decir que hayan cambiado de alma, ni que hayan
que sí nos revela es que enton-
alterado su íntima sicología; lo
ces aquel pueblo cambió totalmente su orientación en la cul-
tura... Toda lengua es, pues, necesariamente una mezcla de
múltiples elementos, venidos de los otros idiomas con quien se
ha comunicado el pueblo que la habla, y cuanto más compli-
cada es la historia de un pueblo, más fuentes extrañas de su
léxico tiene. (Curso de Lingüística, 1921, páginas 9-10; publi-
cación de la Sociedad de Estudios Vascos).

La otra cita es del hispanista Karl VOSSLER:


Una palabra cuya forma fonética indica que es indígena
puede ser una palabra extranjera a causa de su significado, y
viceversa. Por ejemplo, difícilmente hay una palabra tan carac-
terística de la psique alemana, tan verdaderamente alemana a
causa de su uso, como la moderna palabra extranjera kolossal...
Casi estoy por creer que el poder creador de un pueblo con
relación a los sentimientos y las emociones se estudia mejor en
sus vocablos extranjeros, llamados préstamos, que en su heren-

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cia lingüística. (The Sfirit of Language in Civilization, 1932,
págs. 185-186.)

Suplicamos al lector que relea las dos opiniones antes de


seguir adelante.
Ambas citas, procedentes de dos hombres destacadísimos
de no sólo que los conceptos
los estudios lingüísticos, revelarán

acerca del lenguaje han cambiado radicalmente, sino también


la necesidad de echar a un lado la pasión política si es que que-

remos tener una idea más serena de la relación entre la lengua


y la personalidad puertorriqueña.
Vamos ahora a exponer nuestra opinión, sencillamente y apo-
yándonos en las enseñanzas de la lingüística moderna.
Una
nación es una unidad política y en cierto modo tiende
a ser una unidad cultural, por lo menos del siglo xix para acá.
La nación ocupa un territorio e incluye un grupo de personas,

que pueden ser unos cuantos centenares de miles o pueden


ser seiscientos millones. Lo que une a estos hombres es la con-
ciencia de haber tenido un pasado común y el sentimiento de
que van a tener un destino común. Eso es lo que hace sentirse
hermanados espiritualmente a un americano de Rhode Island
con un americano de California. Ni la raza ni la religión cuentan
en el sentimiento de la nacionalidad.
Tampoco cuenta —y esto es importante — la cuestión de la
unidad de la lengua. En una nación pueden hablarse diferentes
idiomas; como en Suiza, donde hay cuatro idiomas oficiales, o
como en Francia, Bélgica y Rusia. En la propia España,
Italia,

además del castellano, están el vasco, el catalán y el gallego, que


es un dialecto portugués, de modo que aun en España no hay
unidad lingüística. Por otro lado, un mismo idioma puede ser
compartido por varias naciones; caso de Estados Unidos e Ingla-
terra,caso de Portugal y Brasil, de Alemania y Austria, etc.
No hay, en suma, una conexión necesaria entre nación y
lengua, porque la lengua no es un espejo fiel del alma colectiva
de un pueblo, si bien los cambios de la cultura y algunas actitu-
des básicas se manifiestan en el vocabulario. El pueblo inglés
ha hablado diferentes idiomas en el curso de la historia: celta,

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luego anglosajón, luego inglés medieval y finalmente el inglés
que conocemos hoy. El pueblo español ha tenido varios idio-
mas: ibérico, celta, latín, etc. Todo esto podríamos demostrarlo
con múltiples ejemplos.
Sin embargo, desde el Renacimiento las lenguas europeas
han adquirido un valor simbólico para gobernantes y para
los

los gobernados. Las naciones invasoras han tratado de imponer


su lengua oficial en la creencia de que así se imponían los mo-
dos de pensar y costumbres del pueblo dominador. Los países
invadidos (Polonia, Hungría, Lituania, Cataluña) vieron en su
lengua hablada un instrumento para resistir la asimilación. En
esos momentos de crisis la lengua era como una tabla de sal-

vación, puesto que mantenía la unidad del grupo frente al

despotismo.
No hay, repetimos, un lazo indispensable o natural entre
la lengua y la nacionalidad, pero la lengua puede tener un va-
lor simbólico.

Caso de Puerto Rico. Aquí, desde la invasión, se ha tra-


tado de imponer el inglés bajo la creencia errónea de que se nos
americanizaba, y todavía mucha gente lo cree. Gentes que opi-
nan que el inglés es el único idioma de la democracia o del
progreso material. Fuimos de este modo víctimas del naciona-
lismo de los Estados Unidos, hecho que reconoce el lingüista
americano Mario Pei, de la Universidad de Columbia, en su
obra The Story of Language (págs. 257-58).
Pero ya en 1898 había el sentimiento de que los boricuas
eran distintos a los españoles y ese sentir se hizo conciencia
nacional al perder la autonomía política y hacer contacto con
las costumbres y las instituciones norteamericanas, tan diferentes
a las nuestras en muchos En el debate político, y en
aspectos.
directa relación con la nueva situación educativa, el lenguaje
fue idealizado, convirtiéndose en un vínculo, en un elemento
de cohesión. Lo que aparentemente no ocurrió en Filipinas, que
concentró el esfuerzo en defender su derecho político. En Fili-
pinas se habla hoy más inglés que español; el español está en
decadencia, pero los filipinos son ya independientes.
Queda así claro — esperamos — un hecho esencial de la vida

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nuestra en los últimos setenta años: el hecho de que la lengua
hablada puertorriqueña ha asumido un carácter simbólico, un
valor político. Sin embargo, nosotros como pueblo no perdimos
de vista la realidad. Hemos aceptado todas las cosas nuevas que
han venido a enriquecer y fecundar nuestra vida. Y hemos te-

nido conciencia de que la palabra desempeña ante todo una


función social.

Por eso insisto yo en renovación léxica y en la necesidad


la

de prestigiar el idioma de Puerto Rico. No porque sea una ima-


gen fiel de nuestra sicología colectiva. Sino, sencillamente, por-
que es nuestro medio de comunicación, el que está asociado a la
plena libertad del espíritu. Entiendo, además, que ni el uso de
anglicismos ni la introducción de voces nuevas tienen que ver
con el rescate de nuestra soberanía. Ningún pueblo ha perdido
su alma o su personalidad a causa de las variaciones lingüísticas.
Recuerde el lector, que los bravos indios de 1508, que no
hablaban español sino taino, no eran menos puertorriqueños que
nosotros, a pesar de las profundas y decisivas diferencias cultu-
rales que nos separan de ellos.

Como puertorriqueño preocupado por el destino de la Isla,

me gustaría que nuestro patriotismo se concentrara en la defen-


sa de nuestro irrenunciable derecho político.Tal vez el patrio-
tismo se está diluyendo demasiado; lo estamos poniendo en un
fracatán de cosas accesorias.

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