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Mariano H. Silvestroni
A mi mui•r; Alicia,
y a nuestros hijos, Nicolás Valentina.
Índice
Introducción
Primera parte
Puntos de partida
I. Justificaciones ético-políticas 5
Segunda parte
Presupuestos constitucionales
IX. Principio de la acción ¡ ¡
1. El derecho penal de acto i2i
2. Consagración constitucional i22
2. D. Fórmulas que imponen una interpretación a contrario 123
2. b. Fórmulas que se refieren literalmente al delito como acción 127
3. Principio de tipicidad . , , , . . . . . . 128
3. a. El principio
3. b. Algunas figuras problemáticas
Tercera parte
Teoría del delito
XV. Lineamientos generales 183
NiNo, Carlos Santiago, Introducción al andlisis del derecho, EL. Ariel, Barcelona, 7‘ ed.,
1996, Capítulo VII (L‹i vziforiicidii morn/ del derecho), p. 354. Asimismo, en Izt niifonomfn per-
sonal (“Cuadernos v Debates”, Centro de Estudios Consti tucionales), p. 33, Nluo decÍa que “La
estructura de nuestro razonamiento práctico nos compete a buscar razones autÓnomas para
justificar decisiones como las que se refieren (. . .) a cuestiones como el tratamiento del abor-
to, la eutanasia (etc.). Esas razones autónomas son principios o normas que aceptamos por
su propia validez o méritos y cuando, como en este caso, ellos tienen un contenido intersub-
jetivo, se trata de principios o normas de carácter moral o de justicia. Tales principios pueden
determinar la solución directamente u otorgar legitimidad a ciertas autoridades para que de-
terminen esa soluciÓn, pero (.. .) la legitimidad de las autoridades va a estar condicionada a
que respeten ciertas Fautas morales de contenido mínimo, las que de cualquier modo deben
ser tomadas en cuenta para determinar cómo la autoridad legítima debe actuar”.
' Ya decía David Huvin (1711-1776), en su Tratado cIe la naturaleza humana, Libro III,
Acerca de la morn/ (trad. y notas de Margarita COSTA, Ed. Eudeba, Buenos Aires, 1‘ ed., 2000),
que la moral no es un hecho que pueda ser objeto de demostraciÓn (p. 23), ni susceptible de
ser descubierta por el entendimiento (p. 29), ya que la moral “no es objeto de la razÓn. ¿Pero
puede haber alguna dificultad en probar que el vicio y la virtud no son hechos cuya existen—
cia podamos inferir poi- la razÓn? Tomad cualquier acciÓn reconocida como viciosa, por ejem-
plo, un asesinato intencional. Desde cualquier ángulo que lo consideréis, sólo encontraréis
ciertas pasiones, motivos, voliciones y pensamientos. No hay ningún otro hecho en el caso. f:/
vicio se os escapa por completo en tanto considerdis el objeto. Nunca lo enconlraréis hasta que
diríjdis la reflexidn a vuestro propio pecho y descubrdis nm sentimiento de desaprobacidn que
surge en vosotros hacia esa accidn. He aqut un hecho, pero es objeto del sentimiento, no de la
razdn. Reside en vosotros, no en el objeto” (p. 29, destacado agregado). Con las pautas de mo-
ral institucional que adoptaré como pilares de la justificación del Estado y de la pena ocurre
lo mismo: son producto de una elección personal (sentimental) y no son deducciones de la ra-
zón. Eso sí, una vez adoptadas ciertas pautas, los razonamientos construidos a partir de ellas
deber respetar las reglas de lógica.
Puntos de partida
Lo más cercano a lo objetivo que podemos hallar en este campo es
cierta pretensión de logicidad o “no contradicción” entre las premisas que
arbitrariamente elegimos para fundar nuestros juicios de valor sobre las
cosas. Dado que ciertas pautas derivan necesariamente en otras y también
necesariamente contradicen a otras tantas, podemos tener cierta aspira—
ción de objetividad (basada en la coherencia) partiendo de las principales
“creencias” sobre las que asentamos nuestro razonamiento. Sólo de este
modo podemos construir principios con pretensión de validez universal,
pero ellos sólo serán válidos como juicios de valor ético-políticos para
quienes compartan esas “principales creencias” de las que se derivan lógi-
camente las pautas éticas generales.
Si se tiene ello en cuenta, podemos aspirar a adoptar un código ético
contra el que contrastar las acciones, instituciones o normas cuya acepta-
ción o repudio nos preocupan.
No es éste un libro de ética y ni siquiera de moral institucional, pero
creo que una mínima referencia a ellas es necesaria aunque más no sea
como exposición de un punto de vista personal, que sirva al lector cuanto
menos para entender cuáles son las pautas básicas sobre las que el autor
construye sus razonamientos.
Entonces, desde la perspectiva del deber ser3 /4 intentaré expresar las
razones axiológicas que según mi parecer justifican instituciones tales co—
3 La referencia al “deber ser” es propia del análisis normativo (ético o jurídico), mien-
tras que la referencia al “ser” es propia de las reglas de la naturaleza. Los juicios de valor mo-
ral o jurídicos no pueden derivarse del “ser“, ni las reglas de la naturaleza del ”deber ser“. Es-
ta pauta se deriva del siguiente razonamiento de David Huxic: “No puedo abstenerme de
añadir a estos razonamientos una observación que quizá pueda considerarse de cierta impor-
tancia. En todos los sistemas de moral que he encontrado hasta ahora he notado siempre que
el autor razona por un tiempo de la manera corriente y establece la existencia de un Dios o
hace observaciones respecto de los asuntos humanos; pero de pronto me sorprende descubrir
que, en lugar de la cópula usual de las proposiciones ——es y tio es— no encuentro ninguna pro-
posicidn que no esté conectada por un debe o no debe. Este cambio es imperceptible pero, sin
embargo, de la mavor importancia, pues como este debe o no debe expresan alguna nueva re-
lación o afirmaciÓn, es necesario que se la observe y explique y, al mismo tiempo, que se dé
una razón para algo que parece absolutamente inconcebible, a saber, cómo esta nueva ret:i-
ción puede ser deducida de otras que son totalmente distintas a ella. Pero como los autores
no acostumbran tomar esta precauciÓn, me atrevo a recomendarla a la atención de los lecto-
res; v estoy persuadido de que ese poco de atenciÓn trastornaría todos los sistemas vulgares
de moral y nos permitiría ver que la distinciÓn entre el vicio y la virtud no se funda meramen-
te sobre las relaciones entre los objetos ni es percibida por la razón” (Arntndo de la naturaleza
humana, c›t . , ps. 30-3 l). La traductora señala en su nota (p. 30) que “Este procedimiento, que
consiste en derivar conclusiones éticas de premisas no-éticas, ha sido llamado por G.E. Moo-
re la falacia naturalística”.
4 Respecto de la diferencia entre ser y deber ser es también pertinente la cita de Hans
Kzrsrx (trad. de Moisés NiLvz de la 29” ed. En fTallCeS dé 1953, Teorfa pura del derecho, Ed.
Eudeba, Buenos Aires, 1992): ”Tanto el principio de causalidad como el de imputación se pre-
sentan bajo la forma de juicios hipotéticos que establecen una relación entre una condición y
una consecuencia. Pero la naturaleza de esta relación no es la misma en los dos casos. Indi-
6 Primera parte
mo el Estado y la coerción penal. Ello, para hacer explícita mi opinión, mi
opción ideológica y porque, en definitiva, la posición que se asuma sobre
la organización institucional y su relación con los individuos es esencial
para la teoría penal.
La referencia al “deber ser” no importa un juicio de valor afirmativo.
Respecto de determinada institución puede afirmarse que “debe ser" des-
de un punto de vista ético-político o constitucional, a pesar de ser en sí
misma reprobable. La moral institucional se enfrenta a menudo (por no
decir siempre) con conflictos que la obligan a elegir el mal menor; el mal
menor integrará el “deber ser” pero no se transformará por ello en un bien
ni dejará de ser un mal.
Ello es así porque el análisis moral tiene diversos niveles que deben
ser claramente diferenciados.
Por ejemplo, la moral y el derecho son dos sistemas normativos que
no deben aunarse, ya que de lo contrario se cae en una de las formas del
totalitarismo. Además, la separación entre los dos sistemas permite la
existencia de juicios de valor recíprocos, de forma tal que puede calificar-
se como moral o inmoral una institución jurídica y a la vez como lfcita o
ilícita una conducta adecuada a los parámetros de determinada moral in-
dividual.
La valoración moral del derecho se efectúa desde el punto de vista
ético-político y permite formular un juicio de valor respecto de las institu-
ciones. Un juicio ético—político afirmativo respecto de determinada insti-
tución no conlleva un juicio de valor afirmativo, desde el punto de vista de
la moral individual, de las conductas permitidas por esa institución. Por
ejemplo, la amoralidad de una ley (institución) que prohíba el suicidio y
la consiguiente moralidad institucional de éste, es independiente de la
existencia de algún posible juicio de valor de moral individual que podría
sostener que el suicidio es inmoral. Por ello, un juicio de valor positivo
respecto de una institución desde el punto de vista ético—político es perfec-
tamente compatible con la afirmación de la inmoralidad de esa misma
institución desde un punto de vista de moral individual; incluso desde la
propia moral individual de quien ensaya el criterio ético-político con el
que se afirma la moralidad ético-política de esa institución.
Si ambos juicios se transforman en un único juicio de valor estaría-
mos en presencia de un criterio totalizador y antidemocrático, como el de
quemos ante todo la fórmula del principio de causalidad: ‘Si la condición A se realiza, la con-
secuencia B se producirá (. . .) Si un metal es calentado se dilatará’. El principio de imputación
se formula de modo diferente 'Si la condición A se realiza, la consecuencia B debe producir-
se (. . .) aquel que comete un pecado debe hacer penitencia’ (. ..) En el principio de causalidad
la condición es una causa v la consecuencia su efecto. Además, no interviene ningún acto hu-
mano ni sobrehumano. En el principio de imputación, por el contrario, la relación entre la
condición y la consecuencia es establecida por actos humanos o sobrehumanos” (p. 26).
Puntos de partida
quienes sólo admiten la validez institucional de sus criterios morales indi-
viduales. Una característica esencial del pluralismo es la dualidad moral,
el doble estándar. En general bajo el discurso presuntamente igualitario
del standard iinico subyace un pensamiento totalizador. Las sociedades
con un pensamiento único, en las que los juicios morales o religiosos com-
ciden con los jurídicos, y en las que todas las acciones son valoradas des-
de un mismo punto de vista, no existe civilización.
Esta dualidad moral propia de las civilizaciones se presenta de forma
muy cruda respecto de instituciones como la pena o la guerra que pueden
ser (sobre todo esta última) totalmente reprobables desde criterios de mo-
ral individual, pero moralmente legítimas en ciertas situaciones extremas
(aunque sea como mal menor) desde la óptica de la moral institucional.
El Estado mismo es una institución de dudosa moralidad desde el
punto de vista individual y también desde la moral institucional y, sin em-
bargo (y según mi parecer), constituye el mal menor a la hora de juzgar la
moralidad institucional.
FERRAJOLiª distingue claramente el juicio de legitimidad externa del
derecho (la valoración moral de las instituciones) del juicio de validez in-
terna de las normas (sú adecuación al contenido y los procedimientos pre-
vistos para su sanción), y asigna a la tajante separación entre ambas valo—
raciones un rol fundamental en su modelo garantista6 Sostiene que la
confusión entre derecho y moral (que es una forma de absorción del jui-
cio de validez interna por parte del externo) conduce a modelos sustancia-
listas del derecho penal 7¡ mientras que la renuncia a toda pregunta sobre
la justificación ético-política propia del formalismo ético (que es una for-
ma de absorción del juicio ético-político por parte del examen de validez
interna) conduce a la absorción de la moral por parte del derecho y es fun-
cional para [undamentar doctrinas de la ausencia de límites al poder del Es—
tado, cuyo resultado extremo es el [asc t$8,
A lo largo de este trabajo se llevarán a cabo juicios de valor axiológi-
cos y juicios de validez interna del derecho penal en su conjunto.
En general ambos coincidirán a nivel constitucional 9 p()rque las ins-
tituciones y principios constitucionales que serán examinados guardan
FzluuvioLl, Luigi, Derecho y razón. Feorfn del gnrnitísmo permit, Ed. Trotta, Madrid, 3•
ed., 1998.
6 FzRiiAioLi, Derecho y raión, cit., ps. 2 l 3-23 l .
7 rI, Derecho y rnzdii, cit., ps. 226 y 229.
Freic4JoLi, Derecho y razó n, cit. , p. 230.
FzRluxioLi, Derecho y raión, cit. , señala con razÓn que “La novedad histÓrica del esta-
do de derecho respecto a los deni:Es ordenamientos del pasado reside en haber incorporado,
transform:ándolas en normas de legitimación interna por lo general de rango constitucional,
gran parte de las fuentes de justificaciÓn externa relativas al 'cuando’ y al ’cómo’ del ejercicio
de los poderes públicos” (p. 354); y que ”si hubiera que valorar los ordenamientos jurídicos
Primera parte
correspondencia con las pautas ético-políticas que asumo como correctas.
En otras palabras, el “deber ser” supraconstitucional o ético-político, esto
es, el que satisface un juicio de valor afirmativo respecto de la Constitu-
ción en sí misma como institución, coincide con el “ser” constitucional,
razón por la cual el “deber ser” de las normas inferiores (el derecho penal
lo es) podrá juzgarse a la vez desde el punto de vista externo (análisis
ético—político) e interno constitucional (análisis de validez positiva) arri-
bando a un mismo resultado.
Sin embargo, este juicio no coincidirá, a mi juicio, en lo referente al
alcance concreto de la coerción punitiva, ya que en todos los sistemas ju-
rídicos ella se inmiscuye en conflictos que no deberían ser alcanzados por
el derecho penal y, además, el tipo y gravedad concreta de las penas casi
siempre, y en relación a las conductas que se castigan, constituyen una
reacción éticamente desproporcionada.
Las pautas ético—políticas por las que opto por un derecho penal ul-
tramínimo (iii/r‹z V) me llevan a sostener la inmoralidad del derecho y del
sistema penal de casi la totalidad de los pafses. Esta ilegitimidad externa
sólo en situaciones muy puntuales se podrá traducir a su vez en una inva-
lidez interna, ya que en general las Constituciones y los tratados interna-
cionales de derechos dejan un margen bastante amplio para que los legis-
ladores elijan el tipo de sistema penal que les parece conveniente y para
que derrochen sanciones punitivas aún en situaciones en las que ellas son
éticamente reprobables.
Por ello es que, a nivel constitucional, los juicios de validez interna y
externa en general coinciden* 0 salvo en cuanto las constituciones habili-
tan cierto derroche punitivo), pero no ocurre lo mismo a nivel de la legis-
lación penal particular (que es la manifestación concreta de ese derroche).
de los estados modernos por los principios generales enunciados en sus constituciones, serían
bien pocas las críticas que cabría formular contra ellos desde un punto de vista externo, es de-
cir, desde el punto de vista ético-político o de la justicia” (p. 356).
' Respecto de los diferentes juicios de valor y la interconexiÓn entre ellos es sumamen—
té Claro FERRAJoLi, Derecho y raión, cit., ps. 357-362.
Puntos de partida 9
II. Justificación moral del Estado
' ' “Fronteras afuera”, la manifestaciÓn m:is dura del poder estatal está dada por la que-
rra, que se rige por principios totalmen te diferentes a los que rigen la sanciÓn punitiva (la vio-
lencia hacia adentro), entre otras razones, porque no existe un Estado supranacional y ni si-
quiera un mínimo consenso universal sobre qué principios deben regir; por ello los Estados
se encuentran en un virtual estado de naturaleza entre sí.
'' Así, entre otros tantos, Locxr, John (1632- 1704), Segundo tratado de Gobierno civil
( 1690).
'' Así, Mvvrs, John, Teoría de la justicia, 1‘ reimp. de 1993, trad. de María Dolores GON-
zALzz, título original A theory o[justice, 1971, Ed. Fondo de Cultura Económica, México, p.
29: “En la justicia como imparcialidad, la posición original de igualdad corresponde al esta-
Puntos de partida
deslegitimante del poder. Este análisis permite evitar la contaminación
que se produce cuando se justifican ciertas instituciones partiendo de su
existencia como premisa del razonamiento.
Se suele criticar al contractualismo diciendo que su análisis parte de
un artificio, porque el contrato social nunca existió como hecho histórico.
Me parece que esta crítica es insustancial y casi primitiva, ya que si se tra-
ta de efectuar una valoración ético-política, es evidente que recurriremos
a postulados morales que no constituyen (ni se relacionan con) hechos
empíricamente verificables. Es obvio que el contrato social no existió co-
mo tal pero ello no altera su significado como pauta; ésta sería la siguien-
te: “actuamos moralmente si lo hacemos respetando un hipotético contra-
to social en el que se asumió el compromiso de hacer A, B y C y de no
hacer Q, y K”. Nadie discute la falsedad de la pauta como hecho históri-
co (natural-causal) pero ello no la invalida como principio moral (pres-
criptivo), esto es, como criterio ético-político para ajustar a ella nuestros
comportamientos e instituciones. Establecer como parámetro de validez
de una pauta ética su correspondencia con un hecho natural constituye
una regresión a la filosofía primitiva basada en la falacia naturalística.
Como venía diciendo, cuando se parte del Estado como un ente ya
existente, el análisis se direcciona desde la óptica utilitaria y la legitima-
ción de las instituciones se discute a través del prisma del logro de deter-
minadas finalidades, que en el caso de la pena se vinculan casi exclusiva-
mente a la evitación de delitos. De este modo la pena se justifica o
deslegitima a partir de las consecuencias (supuestas) que deberfa generar
su imposición. Y así, los partidarios de las penas dirán que éstas sirven pa-
ra prevenir la comisión de delitos y sus detractores dirán que no sirven pa-
ra ello sino sÓlo para disociar y oprimir a los más débiles. Esta distorsión
es una consecuencia lógica de la expropiación del conflicto penal (sobre
ello, íii¡(r‹z IV. 1), que coloca en el centro de atenciÓn, como si ellos fueran
los reales protagonistas, al Estado y al autor del delito. Y si se considera
al Estado como un personaje central, se olvida a la víctima y ello altera
significativamente la percepción del conflicto, porque es indudable que
Estado y víctima son dos cosas totalmente diferentes.
Este análisis contaminado es incorrecto porque los reales actores del
conflicto penal no son Estado y “delincuente”, sino víctima y victimario.
La relación entre ellos debe ser el punto de partida del análisis de moral
do de naturaleza en la teoría tradicional del contrato social (.. .) Entre los rasgos esenciales de
esta situacidn, está el de que nadie sabe cuál es su lugar en la sociedad, su posición, clase o
status social-, nadie conoce tampoco cuál es su suerte con respecto a la distribución de venta-
jas y capacidades naturales, su inteligencia, su fortaleza, etc. Supondrá, incluso, que los pro-
pios miembros del grupo no conocen sus concepciones acerca del bien, ni sus tendencias psi-
cológicas especiales. Los principios de la justicia se escogen tras un velo de ignorancia. Esto
asegura que los resultados del azar natural o de las contingencias de las circunstancias socia-
les no darán a nadie ventajas ni desventajas al escoger los principios .
12 Primera parte
institucional dirigido a justificar o deslegitimar el poder. Sólo así se po-
drán evitar las fundamentaciones aparentes que impiden incluso una co-
rrecta y adecuada evaluación desde el punto de vista del principio de uti-
lidad (como ser y como deber ser).
A mi juicio, el análisis correcto debe partir de la relación entre la víc-
tima y el victimario y desde allf justificar (o no) la existencia de un Esta-
do que se entrometa en la soluciÓn del conflicto. Ello sólo tendrá éxito en
el marco de un análisis aséptico, previo a la formación de la organización
política. La inclusión del Estado exige definir previamente el margen que
le queda a partir de las reglas con las que se solucione el conflicto puro
que le es anterior.
Por ello la teorfa contractualista (que sitúa su análisis axiológico en
una situación preestatal) ofrece la posibilidad de analizar el vínculo entre
víctima y victimario de una forma no contaminada y sin apoyarse en el ar-
tificio estatal.
La comprensión última del conflicto penal está menos contaminada
cuando se parte del “no Estado”. Una necesidad lógica impone razonar de
ese modo, ya que es imposible explicar axiológicamente la pena estatal
partiendo del Estado como un ente existente, debido a que esa explicación
requiere examinar también la justificación del propio Estado. Se debe le-
gitimar el Estado de forma previa a la fundamentación axiológica de la pe-
na, preguntando si esa agencia puede legítimamente existir y aplicar san-
ciones penales. Pero no se puede llevar a cabo ese análisis si se parte de la
previa existencia del Estado, ya que ello importaría un razonamiento cir—
cular. Ello vale para la legitimación de cualquier institución (el Estado, la
justicia, la pena); todas deben ser justificadas desde la nada para evitar ra-
zonamientos inválidos.
Como se adelantó, la explicación contractualista es la que permite
una mayor depuración de los artificios que contaminan el análisis de jus-
tificación de las instituciones.
Durante este siglo se han ensayado las teorías contractualistas más
lúcidas al respecto. La explicación de RobePt NoZICK en su obra Anarquía,
Estado y utopía*ª (que parte de la idea de John LocKs), traza la senda co-
rrecta de la lógica del pensador liberal opuesto al poder del conjunto. Ca-
da institución, cada prohibición, cada sanción, cada poder atribuido a
una agencia requiere pasar por el filtro de un análisis moral que parte des-
de lo básico (¿qué puede hacer legítimamente una persona respecto de
otra?), hacia lo general (¿qué pueden hacer válidamente un grupo de per-
sonas sobre otra?). Nada que a un individuo le esté vedado hacer a otro,
podrá hacérselo un grupo de personas, porque los poderes del conjunto no
son más que la suma y delegación de los poderes individuales.
Nozicx, Robert, Anarquía, Estado y utopta, 1973, Ed. Fondo de Cultura EconÓmica,
1º reimp. argentina, 1990.
Puntos de partida
Sostiene NozicK que “lo que las personas pueden y no pueden hacer-
se unas a otras limita lo que pueden hacer mediante el aparato del Esta-
do o lo que pueden hacer para establecer dicho aparato” 15, " Los poderes
legítimos de una asociación de protección (Estado) son meramente la su-
ma de los derechos individuales que sus miembros o clientes transfieren
a la asociación. /Víngtiii derecho nuevo ni [acultad nueva surge, cada dere-
cho de la nsocí‹zcíórt se descompone, sin residuo, en aquellos derechos indi-
viduales pertenecientes a los distintos individuos que actíian solos en un es-
tado de naturaleza”² ª
NozICK explica la formación del Estado mediante un proceso de ma-
io invisible; en un estadio preliminar se puede justificar una primer insti-
tución a la que denomina Estado ultramínimo, que es una agencia de pro-
tección integrada (contratada) voluntariamente por un grupo de personas
que le ceden la potestad del uso de la fuerza y de dirimir las controversias;
en el Estado ultramínimo sólo sus clientes están sometidos a su coerción;
los independientes que no contrataron con él y que no le cedieron el uso
de la fuerza no están obligados a reconocer su potestad. La existencia de
independientes es una consecuencia de la autonomía personal, y por ello
es necesario preguntar si es posible (desde el punto de vista ético) pasar
del Estado ultramínimo a un Estado mínimo sin independientes, en el que
exista un monopolio del uso de la fuerza y en el que nadie se pueda abs-
traer de su imperio por su propia voluntad.
ÍÑÍoZlCK alcanza la justificación morlll del Estado mínimo (aquel en el
que incluso los independientes quedan sujetos a su poder) a partir de las
nociones de prohibición, compensación y riesgo. Sostiene que los proce-
dimientos de defensa de los independientes no son confiables y que gene—
ran respecto de los clientes de la agencia un grave riesgo de ser víctimas
de un castigo inmerecido (error) o de un exceso en el castigo merecido.
Este riesgo justifica moralmente la prohibición a los independientes del
uso de la fuerza para la autodefensa* 7 Con ello justifica la monopoliza-
ción del uso de la coerción y legitima el poder de imperio del Estado res-
pecto de todos los habitantes. Ahora bien, como esa prohibición coloca a
los independientes en un estado de indefensión, al privarlos del derecho a
actuar coactivamente contra quienes los ataquen, el Estado debe compen-
sarlos, otorgándoles también a ellos el servicio de sus instituciones. De es—
ta forma el análisis de moral institucional permite llevar la justificación
hasta el Estado mínimo que es aquél que, detentando el monopolio de la
14 Primera parte
coerción, provee protección a todos sus clientes y también a quienes no
quieren serlo. En este punto del razonamiento dirá Nozicx que “El estado
mínimo es el Estado más extenso que se puede justificar. Cualquier Esta-
do más extenso viola los derechos de las personas”³ .
Originalmente, esta premisa alcanzaba todas las esferas de la activi-
dad estatal, incluida la económica, y constituía uno de los pilares filosÓfi-
cos de liberalismo económico; no obstílnte, Í IozICK modificó su posición
en este aspecto; así, en Meditaciones sobre lu víd‹z 9 sostiene: “La posición
libertaria que propuse una vez hoy me parece seriamente inadecuada, en
parte porque no entretejía cabalmente las consideraciones humanitarias y
las actividades cooperativas para las que dejaba espacio. (. . .) Hay algunas
cosas que escogemos hacer juntos a través del gobierno en solemne mues-
tra de solidaridad humana, la cual es servida por el hecho de que las ha-
cemos juntos de ese modo oficial y a menudo también por el contenido de
la acción misma” 20/21
Para resumir, l"IoZICK Concibe al Estado como “un marco para la uto-
pía”ª². El estado mínimo es el marco institucional dentro del cual las per-
sonas pueden formar voluntariamente comunidades e instituciones con
sus propias reglas: “La utopía es un marco para las utopías, un lugar don-
de las personas están en libertad de unirse voluntariamente para perse-
guir y tratar de realizar su propia concepción de la vida buena en la co-
munidad ideal, pero donde ninguno puede imponer su propia visión
utópica sobre los demás”²3. Las sociedades e instituciones que convivan
en el marco utópico pueden establecer restricciones que el Estado no po-
dría imponer coactivamente, pero que en el marco de la asunción volun-
taria de cada uno son totalmente 1egítimasª4 “El modelo está diseñado
Puntos de partida —
para dejar escoger lo que usted quiera, siendo la única restricciÓn que los
otros puedan hacer lo mismo y negarse a permanecer en el mundo que us-
ted ha imaginado”²ª. En definitiva, las personas son libres de diseñar su
propia vida de acuerdo a sus propias ideas y decisiones. Nadie, y mucho
menos el Estado, puede interferir en la vida ajena. El principio de no in-
jerencia es absoluto; su único límite está dado por st mismo: no se puede
afectar a terceros porque ello significaría una injerencia prohibida por el
principio.
Esta concepción libertaria consagra a la autonomía individual como
un principio válido por sí mismo, que constituye un valor supremo al que
deben someterse todas las demás consideraciones éticas y necesidades po-
líticas. Las acciones e instituciones se fundamentan moralmente en la me-
dida en que respeten esa autonomía personal. Éste es, en otras palabras,
el barómetro para medir la moralidad institucional.
Comparto este punto de vista. Tal vez por un imperativo principista
(el autor escogido lo es) que me lleva a considerar a la libertad individual
como un valor intrínseco e inmanente; tal vez, por el contrario, porque su
asunción como tal es conveniente para el logro de la felicidad de todos los
miembros de la sociedad; o tal vez, quizá, por ambas razones. Realmente
no podrfa hoy en día responder cuál es el motivo que me lleva a adherir a
la consagración de la autonomía personal como valor supremo y eje del
juicio de moralidad, pero elijo esta opción y la considero la alternativa
preferible a las que supeditan la libertad individual a abstracciones, a cri-
terios de justicia superiores o directamente a la voluntad de una clase o de
la mayoría.
Elijo a NOZICK porque me parece que dentro de los pensadores libera-
les es quien mejor refleja ese respeto por la persona y su libertad y su teo-
ría es la que mejores argumentos brinda para oponerse, en cada dilema
concreto, a las amenazas colectivistas, fundamentalistas o simplemente
autoritarias, que pululan cada día con mayor sofisticación y aceptaciÓn en
el seno social.
A partir de esta concepción, no se puede hacer excepciones del tipo
“hay ciertas extravagancias que no pueden ser admitidas” o “evitemos que
las personas se dañen a sí mismas”, ya que justamente para esas situacio-
nes rige el principio de la libertad. Sería absurdo consagrar la libertad pa-
ra garantizar la tolerancia entre iguales, ya que, por ser iguales, es difícil
imaginar situaciones de intolerancia. Ouienes piensan o actúan igual o per-
tenecen al mismo “grupo de afinidad” (por ser de la misma raza, color, et-
nia, religión, idea política, etc.) suelen tolerarse entre sí. El principio de no
injerencia o de libertad es necesario justamente para regir las relaciones en-
tre quienes son y deciden diferente. Por eso el principio debe ser absoluto.
16 Primera parte
En el marco de esta idea, el Estado monopoliza la fuerza y se ocupa
tanto de la prevención como de la reacción frente a los ataques de terceros
contra los derechos de los ciudadanos. El Estado está limitado por aque-
llas potestades que cada individuo poseería en un hipotético estado de na-
turaleza, y no puede utilizar mayor coacción que aquella que cualquier in-
dividuo aislado podría utilizar contra otro en la situación preestatal.
El Estado es, entonces, un instrumento de protección de los indivi-
duos que nace de un acuerdo, de un “pacto de convivencia”, que se expre-
sa positivamente en forma de Constitución. En ese pacto se plasman los
derechos individuales y las reglas de funcionamiento del aparato burocrá-
tico que se ocupa de los asuntos públicos. El ejercicio de la fuerza sobre
otros pasa a manos del Estado tanto en su faz preventiva como reactiva,
y en ambos casos con excepciones.
La asunción de esta teoría del Estado y los principios liberales que se
analizarán en la parte segunda de este libro son frontalmente contradicto-
rios con concepciones de tipo colectivistas y fascistas. Pero no son la úni—
ca alternativa a estas concepciones autoritarias, ya que existen diversas
justificaciones éticas del estado democrático de derecho que conducen a
la consagración de los mismos principios liberales. La adopción de la teo-
ría del Estado de Robert NOZICK no es más que la opción personal de
quien escribe, que no pretende erigirse en la única (y ni siquiera en la más
relevante) explicación posible del estado democrático.
Debo aclarar que las derivaciones que en materia penal se extraen de
dicha teoría son tan sólo fruto de mi opinión personal, y de ningún modo
se exponen como la idea del citado autor ni como una derivaciÓn obliga—
toria de su teoría del Estado. De hecho me aparto en varios puntos con-
cretos de la teoría penal que se deduce de la obra "dt2 NOZICK.
Vayamos a uno de esos apartamientos, que será trascendente para la
justificación de la pena que se adopta más adelante. En un pasaje de su
razonamiento NOZICK Se pregunta si la víctima “¿tiene algún derecho es-
pecial a decidir que el castigo no sea llevado a cabo o que se otorgue ini-
sericordia?” 26, Y responde que no, ya que “Los demás también son afecta-
dos; se ponen temerosos y su seguridad decrece si tales delitos quedan
impunes”L7¡ además, dice NOZICK: “el castigo no US debido a la víctima
(aunque ella puede ser la persona más interesada en que se lleve a cabo)
y, por tanto, no es algo sobre lo cual ella tenga autoridad especialӻ , el
castigo “le es debido a la persona que merece ser castigada” 29
No comparto este punto de vista; creo que la víctima debe conservar
en general el derecho de renunciar a la pretensión punitiva y de cancelar
Puntos de partida 17
el curso de la criminalizaciÓn. Por varias razones: a) no es válido sostener
que al delincuente le es debido el castigo en abstracto, porque ello presu-
pone la inexistencia de una relación bilateral (entre ofensor y ofendido) y
del derecho que nace de ella fel derecho de la víctima a reaccionar) que es
justamente lo que justifica la formación del Estado mediante el contrato
social. La afirmación de que el castigo es debido al delincuente sólo po-
dría constituir una ley natural que obliga a merecer un castigo y que, con-
secuentemente, habilita a los hombres en estado de naturaleza a castigar
a todo delincuente. Pero no es ese derecho el que a mi juicio se cede en el
contrato social, sino el derecho individual de cada ofendido a reaccionar
contra su ofensor (esto se verá con mayor detalle al analizar la teoría vic-
timo—justificante de la pena —in[ra IU . 7—). b) Si asumimos que la víctima
es una sola y que cede al Estado un derecho (el derecho a castigar) y no
una obligación, no hay razones para ejercer ese derecho en contra de la
voluntad expresa de su verdadero titular. Como ocurre en todo mandato,
el mandatario debe ejercer su representación en favor y no en contra de
los derechos del mandante, y nunca en beneficio del primero o en benefi-
cio de otros mandantes que le han conferido similar representación. c) El
argumento de que los demás son afectados porque se asustan es falaz,
porque en verdad no son afectados por el delito en sí mismo sino sólo de
un modo débil e indirecto en su sentimiento de seguridad. Esa afectación
débil no es diferente a la que pueden ocasionar muchísimas otras conduc-
tas como por ejemplo la difusión de noticias falsas o exageradas sobre la
comisión de delitos en determinada zona, o la permisión de la portaciÓn
de armas o determinada propuesta política, etc., que si bien pueden asus-
tar a la comunidad y afectar su sentimiento de seguridad, no pueden ser
legítimamente alcanzadas por el Estado o no pueden serlo mediante la
reacción que se asocia al delito efectivamente cometido. d) Esto no signi-
fica que no exista un interés público en evitar la comisión de delitos; No-
zIcK dice: “hay un interés público y legítimo en eliminar estos actos de
traspaso de límites, especialmente porque su comisiÓn hace que todos
tengan miedo de que les ocurra a ellos” º; esto es cierto, pero ocurre que
la evitación de delitos no depende de la sanciÓn posterior sino de la acti-
vidad preventiva del Estado que debe existir de forma previa y general (ver
í n/rri IV. 2). e) De todos modos, la renuncia a la pena por decisión de la
víctima no necesariamente afecta el sentimiento de seguridad de las per-
sonas, porque, como se verá más adelante (ín/r‹z III. 7. e), el verdadero ele-
mento disuasor de delitos no es la pena sino el proceso en sí mismo. Y
ocurre que el otorgamiento a la víctima de poder decisor sobre la aplica-
ción final de la pena no significa que no deba existir una actuación judi-
cial contra el delincuente, dirigida a obtener una solución composicional
o alternativa a la pena o la pena misma y, fundamentalmente, orientada a
18 Primera parte
proteger a la víctima para garantizar su libertad para decidir sobre el cur-
so final del proceso.
De todos modos, existen diversos supuestos en los que el derecho de
renuncia de la víctima se ve limitado o sujeto a regulaciones particulares.
Por ejemplo: a) en los delitos que tutelan bienes jurfdicos colectivos las
víctimas son varias y ninguna de ellas por sí sola puede cancelar la crimi-
nalización; 6) en el delito de homicidio, como la víctima deja de existir, la
reacción punitiva puede ser ejercida por cualquier tercero a modo de ven-
ganza, y por ello la renuncia es imposible; c) cuando un delito endereza-
do a afectar a una persona en particular, se comete en el marco de una ac-
tividad delictiva organizada o continuada, de modo peligroso para el resto
de la sociedad, ésta conserva el derecho de reaccionar con independencia
de la voluntad de la víctima de cancelar la criminalización; d) la protec-
ción de la verdadera libertad de decisión de la víctima puede exigir en
ciertos casos reglas que formalmente limiten su opción (se trata de regu-
laciones enderezadas a evitar que la víctima se vea coaccionada a desistir
de la persecución penal por miedo a represalias). De todos modos esta
enunciación es meramente ejemplificativa. Pero lo cierto es que la consa-
gración de un sistema penal que otorgue poder decisor a la vfctima y que
regule todas estas situaciones problemáticas, es necesaria en el marco de
un derecho penal liberal como el que propongo pero sus particularidades
exceden el objeto de esta obra. Sólo pretendo dejar sentados los criterios
generales.
El estado mínimo aplica penas porque expropió el derecho individual
de cada persona de hacerlo por su cuenta y porque, como luego se verá, si
no lo hiciera se vería envuelto en un dilema ético (elegir entre admitir o
castigar las venganzas privadas) que amenazarfa su propia legitimación.
La discusiÓn sobre si las penas se justifican por su utilidad o en sí mismas
(por ser el castigo merecido) es a mi juicio secundaria ª . Lo central es que
el Estado actúa ejerciendo la potestad delegada por sus miembros.
Ahora bien, en el estado de naturaleza éstos pueden tener diversas as-
piraciones para cobrarse venganza; la aspiración de darle al agresor su
merecido, o intimidar a los demás frente a futuras agresiones o neutrali-
zar posibles ataques del mismo agresor o muchísimas otras más. Estas
motivaciones no determinan la justicia de la reacción (que, desde un pun-
to de vista objetivo de análisis ético, está dada por la proporción entre el
mal causado y sufrido) ni la potestad punitiva estatal (que, ya vimos, se
fundamenta en la cesión del derecho de los individuos al Estado), pero
pueden inspirar legítimamente criterios de política criminal en la medida
en que se respete la autonomía individual y que se actúe en el marco de la
cesiÓn efectuada por los individuos en el estado de naturaleza. Veremos
luego las derivaciones de esta afirmación.
Puntos de partida 19
Un Estado más que mínimo
Ya vimos que Nozicic reniega de su extrema posición libertaria en lo que a la
materia económica se refiere. Parecería que en ciertos niveles de regulación
económica los argumentos de principismo moral (como el que se sigue a ra-
jatablas para el resto de las situaciones) pueden parecer contraintuitivos.
En efecto, si, por ejemplo, frente a la aplicación de un impuesto a quienes po-
seen fortunas mayores a 100 millones de dólares para dar de comer a niños
hambrientos, se intentase oponer un argumento moral (como el ensayado por
NoziCK t2n Anarquía, listado y t/ropin) para evitar el impuesto, el argumento
no resistiría el menor análisis a la luz del sentido común. En ciertos niveles
de análisis económico los principios que juegan son otros o bien son más to-
lerables argumentos utilitaristas (aunque Nozlcx expresamente deja claro que
sus argumentos no lo sonªª). Creo que, al menos en relación a las libertades
económicas, la teoría del Estado de Riwrs es utilitariaªª (aunque este autor
tampoco lo reconoceª4 y parecería que el autor principista clásico en la ma-
teria se desdice y adopta un criterio similar.
Partiendo del razonamiento de NOZIcK en Anarquía Estado y utopía, creo que
es coherente y perfectamente justificable un Estado más que mínimo en ma-
teria económica, que tenga las potestades que el autor reconsidera en Medita-
ciones sobre la víd‹z ª o tal vez muchas más ª.
Sin pretender incursionar en profundidad sobre este tópico (debido al objeto
central de este trabajo), me permitiré abordar el análisis de ciertos argumen-
tos ético-políticos que legitiman la implementación de políticas “no liberta-
rias” en materia económica.
Primera parte
Eri lo que no se ha hecho debidamente hincapié es en que el Estado corro
cualquier otra agencia prestadora de un servicio, tiene derecho de obtener una
ganancia por su prestación sin verse obligado a satisfacer tan sólo sus costos
mínimos operativos.
Para obtener una ganancia se deben cobrar mayores impuestos que los nece-
sarios para costear los servicios de seguridad que, según los sostenedores del
Estado mínimo, serían los iónicos que el Estado podría prestar.
La legitimación ética de esta ganancia no podría ser objetada por un liberal,
ya que el derecho de obtenerlas forma parte de la esencia misma de la activi-
dad económica, cuya tutela frente a la actividad estatal los liberales defienden
a rajatablas. La propia lógica liberal autoriza al Estado (como a cualquier
otra empresa proveedora de servicios) a obtener una ganancia y, como vere-
mos luego, a hacer con ella lo que quiera (en realidad lo que quiera la mayo-
ría, como también ocurre en cualquier empresa comercial).
Tal vez alguien presente alguna objeción al hecho de que el Estado presta un
servicio monopólico al que las personas no se pueden sustraer, y que ello lo
diferencia de la situación de las empresas privadas que pueden ser escogidas
por los ciudadanos.
Este argumento sería caro al liberalismo porque importaria negar el derecho
a obtener ganancias Íi’ente a cualquier situación en la que el receptor del ser-
vicio no tiene posibilidad de opción. No creo, entonces, que pueda constituir
una objeción liberal seria a la obtención de ganancias.
Pero, con independencia de ello, lo cierto es que el Estado no es monopólico
en absoluto y lo demuestra la cantidad de Estados que existen en el mundo e
incluso dentro de un mismo país. La elección entre uno u otro es siempre po-
sible y el hecho de que todos cobren una ganancia no es un argumento váli-
do de un consumidor, como no lo sería frente a las distintas empresas priva-
das que compiten en un mercado.
Ahora bien, como ya se adelantó, el Estado como empresa puede hacer con
sus ganancias lo que quiera y, como ocurre en toda empresa, es lógico que sus
accionistas (legisladores o ciudadanos votantes) y directores (presidente, mi-
nistros, secretarios y demás funcionarios) sean quienes decidan su destino.
Esto legitima perfectamente desde el punto de vista ético-político la utiliza-
ción de fondos públicos para fines diferentes a la simple preservación de la
seguridad.
Claro que existirán complicaciones adicionales: cómo garantizar que la excu-
sa de la obtención de una ganancia no termine por transformar a dicha im-
posición en una expropiación a favor de terceros, qué pasa con los Estados
que dan pérdidas, y muchas otras cuestiones más que dejan abierto un inte-
resante debate de filosofía política, que resulta ajeno a este trabajo.
37 SObté ello, Nozici:, Anarqu ía, F:s/ndo y itiopín, cit., ps. 134-183.
Puntos de partida
pasos posteriores también lícitos. Es la historia y no el resultado final lo que
legitima, entonces, la justicia de una determinada distribución de propiedad.
Cuando una adquisición es históricamente injusta, el vicio se proyecta hacia
el futuro, contaminando las adquisiciones posteriores a una adquisición ile-
gítima inicial y generando un derecho de recomposición o rectificación. De
este modo, la existencia de adquisiciones ilegítimas otorga al Estado la potes-
tad de modificar las situaciones de propiedad, en otras palabras, de quitarles
a unos para darles a otros.
El sentido ético-político de esta potestad estatal no se identifica con el crite-
rio judicial de recomposición como resultado de un juicio, declarativo de la
violación de un derecho, que establece una indemnización. Concebido de ese
modo no constituye un criterio político de utilidad.
El principio de rectificación es una pauta moral que entra en juego al analizar
políticamente la legitimidad de las adquisiciones de los ciudadanos. Es un cri-
terio que se debe tener en cuenta para juzgar la justicia de la mal llamada “dis-
tribución de la riqueza” y que rinde utilidad para el diseño de las instituciones.
Los vicios en la adquisición de pertenencias son usuales, naturales e inevita-
bles. La imposibilidad de evitarlos y detectarlos también. Esta falencia no
puede servir de obstáculo para la implementación de correcciones, porque de
lo contrario se corre el riesgo de tomar el análisis ético-político en un recur-
so argumental meramente formal.
La injusticia de las adquisiciones de propiedad derivadas de vicios (tales co-
mo actos de corrupción, defraudaciones, aprovechamiento de posiciones de
poder, etc.), en su gran mayoría imposibles de detectar, hace necesario que la
teoría política asuma esa realidad a la hora de diseñar las instituciones, gene-
ralizando el principio de rectificación, mediante herramientas que adquieren
la forma de distributivas (porque habilitan una redistribución), pero que en
realiclad son retributivas, poi-que se fundamentan en la existencia de vicios
que generan la necesidad de modificar las relaciones de propiedad.
Se podría objetar que la consagración de uri principio tal podría habilitar la
lesión injusta o innecesaria de derechos individuales. Pero ese menoscabo de
derechos es el mismo que por ejemplo se admite naturalmente para garanti-
zar la seguridad. Todos los individuos, incluyendo a los que no cometen deli-
tos, asumen, dentro de límites razonables, la restricción de ciertos derechos y
de su libertad en pos de permitir el funcionamiento de los sistemas de segu-
ridad. Y en el caso de los derechos y libertades económicas ocurre lo mismo:
es necesario establecer restricciones (que tal vez puedan ser catalogadas de
injustas cuando quien las padece no incurrió en vicio alguno ) que permitan
la vigencia del principio histórico de justicia de las pertenencias.
Esta generalización de la corrección histórica, convalida, entonces, el estable-
cimiento de restricciones al derecho de propiedad y a ciertas reglas del fun-
cionamiento del mercado, en vista a recomponer los derechos afectados por
22 Primera parte
ciertas prácticas usuales del comportamiento social, que conllevan la afecta-
ción del derecho de los demás.
En otras palabras, los comportamientos ilegítimos y corruptos que no se pue-
den comprobar judicialmente por la propia naturaleza defectuosa del sistema
de justicia (y porque, en general, quienes los cometen lo hacen al amparo del
propio Estado en el que se encuentran enquístados), justifican éticamente insti-
tuciones en apariencia redistributivas . Planteado de otro modo, el costo eco-
nómico qvie ocasionan los actos de corrupción que necesariamente deben qcie-
dar impunes para asegurar la vigencia de las garantías individuales (que no pue-
den ceder bajo ningún punto de vista con la finalidad de reprimir esos compor-
tamientos delictivos), es saldado mediante este tipo de herramientas correctivas.
El establecimiento de estas correcciones de política económica es una al ter-
nativa mucho más saludable, frente a la perniciosa tendencia de relajar las ga-
rantías constitucionales con el objeto de reprimir los actos de corrupción, que
se traduce en institutos tales como la responsabilidad penal de las personas
jurídicas, la administrativización del derecho penal40 la sanción de ilícitos
tributari 41 la inversión de la carga de la prueba en ciertos delitos cometi-
dos por funcionario 42 la asunción de criterios probatorios que conducen de
hecho a la responsabilidad objetiva en los casos de corrupción43 , entre otros
recursos refíidos con el estado de derecho.
En lugar de ello, y con el fin de preservar a la vez la justicia en las relaciones
de propiedad y la vigencia de las garantías básicas del estado de derecho, creo
que la generalización del principio de rectificación es la alternativa preferible
en el marco del Estado liberal de derecho.
El mismo modelo de generalización puede aplicarse respecto de la restricción
histórica de LocK:n, en virtud de la cual la adquisición de una propiedad sólo es
válida en la medida en que se deje suficiente y bueno para los demá 44 Si bien
39 Reitei o, esto no significa que estas instituciones deban ser efectivamente implemen-
tadas, sino simplemente que se encuentran moralmente justificadas, incluso (y a mi juicio),
en el marco de la teoría hiper libertaria de Robert Nozicx.
40 Que se expresa en la delegación de funciones punitivas a Órganos estatales tales co—
mo el Banco Central o diversas secretaríiis del Poder Ejecutivo Nacion:il, frente a cuyas deci—
siones existe luego un recurso ante la justicia.
41 Jn este ámbito, en la Argentina se ha llegado al colmo de establecer tina pena de 3
altos y medio para la evasión agrav:ida (art. 8, ley 24.769), con el objetivo manifiesto de evi-
tar la excarcelaciÓn durante el proceso (debido a que en la Argentina —aunque parezca desca-
bellado— ese mínimo de pena obsta a la libertad caucionacla).
42 Como ocurr‘e con el delito de enriquecimiento ilícito de los funcionarios publicos del
art. 268. 2 del CP argentino.
43 lo ocurre en razÓn del modo en que, de hecho, se construven las hipótesis delicti—
vas y las presunciones en torno de esos delitos, en los que la prueba de una intervención ob-
jetiva en un contrato, negociación o tratativa es transformada en una prueba de culpabilidad
irrebatible, frente a la cual prácticamente no hay defensa posible. Ello ha ocurrido en la Ar-
gentina con motivo de la caza de brujas iniciada tiempo atrás en torno de 1:i presunta corrup-
ciÓn enquistada en el poder
44 No»ce, » rpti/n, Es l a do v Li fopín, cit., p. 177.
Puntos de partida 25
Nozicx otorga un efecto bastante limitado a esta restricción 4 , creo que consti-
tuye una pauta ética esencial en países con una alta exclusión social (como por
ejemplo los países latinoamericanos), en los que como consecuencia de la con-
nivencia entre un Estado corrupto y grupos económicos parasitarios de él, gran
parte de la población ha sido apartada del acceso a los bienes de los que los de-
más pueden usufructuar. En estas sociedades los excluidos se encuentran en la
misma situación de los que no pueden acceder al único manantial del desierto
y esa es una realidad empírica incontrastable, por lo que la estipulación histó-
rica de Locxs Culmina la validez ética de gran parte de las adquisiciones de pro-
piedad, habilitando moralmente criterios aparentemente redistributivos.
3. Contrapeso de poderes
En todas las sociedades, en todos los sistemas económicos y en todos los sis-
temas políticos, se producen inevitablemente concentraciones de poder en
ciertos grupos de personas y desigualdades en la cantidad de poder que cada
ciudadano tiene. La experiencia histórica demuestra qtie no existe sociedad ni
sistema económico o político en el que ello no ocurra.
En el sistema democrático capitalista se producen concentraciones de poder
económico y desigualdades en la cantidad de poder que los distintos ciudada-
nos tienen. Esas desigualdades son éticamente válidas en la medida en que
hayan sido fruto de adquisiciones legítimas y no lo son cuando resultan de un
vicio previo (ya hemos visto la consecuencia de ello al analizar el principio de
rectificación).
Pero, con independencia de la legitimidad moral de la desigualdad fácticaªª,
esas situaciones generan el marco propicio para la producción de transferen-
cias intersubjetivas ilegítimas, del mismo modo en que la portación de un ar-
ma constituye un peligro para la vida e integridad física de los demás. Y, así
como se establecen restricciones de las más variadas a la tenencia de armas,
el Estado debe regular y establecer contrapesos a la actividad de los polos de
poder. Sobre todo cuando el poder real de esos polos son equiparables al del
propio Estado.
No me cabe duda de que no puede haber libertad sin mercado. Pero tampoco
puede haberla sin un Estado que prevenga las situaciones de abuso que inevi-
tablemente produce la necesaria y también inevitable desigualdad fáctica.
Por una razón utilitaria es conveniente que se establezcan ciertas restriccio-
nes preventivas a la libertad económica en miras a garantizar igual libertad a
todos los ciudadanos. Pero es evidente que este argumento no es válido como
excusa para restringir las libertades de los menos poderosos de una sociedad,
porque en tal caso derivaría en una canallada.
45 NoZicx, Anarqu ía, Hsicido y utopía, cit., dice: “Creo que el libre funcionamiento de un
sistema de mei end o rio entrará realmente en co]isibn con la estipulación lockeana (. . . ) Sí es-
to es correcto la estipulación no desempeñará un papel muy importante en las actividades de
las agencias de protección y no proporcionará una oportunidad significativa para la acción
futura del Estado” (p. 182); v ”la línea base para la comparación es tan baja en comparaciÓn
con la productividad de la sociedad con apropiaciÓn privada que la cuestiÓn de que la estipu-
lación de Locke sea violada surge únicamente en el caso de catástrofe (o en la situaciÓn de is—
la desierta)” (p. 181).
4 A diferencia de la desigualdad jurídica que eS moralmente reprobable.
24 Primera parte
III. Justificación moral de la pena
Puntos de partida
nido en vigor por razas poderosas que le reivindican como un privilegio. Cas-
tigo, declaración de guerra y medida de policía contra un enemigo de la paz,
de la ley, del orden, de la autoridad, a quien se considera como peligroso pa-
ra la comunidad, violador de los tratados que garantizan la existencia de esta
comunidad, rebelde, traidor v perturbador, y a quien se combate por todos los
medios de que la guerra permite disponer” (punto 13).
“Esta lista no es, en verdad, completa, pues claro está que el castigo en-
cuentra su utilidad en todas circunstancias. Por lo tanto, me será lícito tanto
más fácilmente retirarte una utilidad ’supuesta', cuanto que en la conciencia
popular pasa por su utilidad esencial: la fe en el castigo, que, por muchas ra-
zones, ha sido quebrantada hoy, encuentra aún en ella su más firme sostén”
(punto 14).
1. a. Teoría de la retribución
1 a. a. £:l planteo. Kant y Hegel
La teoría retributiva justifica la pena como el mal que se impone a
quien cometiÓ uri mal: “ojo por ojo, diente por diente”. Partiendo de la
idea de dar a cada uno lo que se merece, la pena es un castigo que se im-
pone a quien comete un delito, por el hecho de haberlo cometido y con in-
dependencia de consideraciones tales como la personalidad, peligrosidad,
o propensión a la resocialización del autor, o de la repercusión social que
la sanción pueda tener. También se mezcla con esta teoría la idea de la ex-
piación, segiin la cual el castigo constituye un modo de purgar el delito co—
metido en el alma del autor.
Inmanuel INT es uno de los filósofos paradigmáticos de la concep—
ciÓn retributiva de la pena. En La metci[ísica ble las costt‹ittbre $ 48 S ostenía:
“La pena judicial Joeiia (orerisí s), distinta de la natural (poeuo iiatLtra/í s),
por la que el vicio se castiga a sí mismo y que el legislador no tiene en cuen-
47 Bzcc itiA, Cessare Bonesana, Marqués de, en De los delitos y ble las penas asume co-
mo válido el fin utili tario de la pena: “El fin, pues, no es otro que impedir al reo causar nue—
vos daños a sus ciudadanos y retraer a los demás de la comisión de otros iguales” (capítulo
12). En esta fórmula resume las ideas de prevención especial y general que se analizarán se-
guidamente.
48 INT, ItllmanueÍ, Izi metafísica cte las costii inbres (1797), trad. y notas de Adela COR-
TINA ORTS Jesüs Conirr SANcuO, Ed. Altaya, Barcelona, 1996.
26 Primera parte
ta en absoluto, no puede nunca servir simplemente como medio para fo-
mentar otro bien, sea para el delincuente mismo sea para la sociedad civil,
sino que ha de imponérsele sólo porque ha delinquido; porque el hombre
nunca puede ser manejado como medio para los propósitos de otro ni con-
fundido entre los objetos del derecho rea1” 49 “Pero ¿cuál es el tipo y el gra-
do de castigo que la justicia pública adopta como principio y como patrón?
Ninguno más que el principio de igualdad (en la posición del fiel de la ba-
lanza de la justicia): no inclinarse más hacia un lado que hacia otro (. . .) Só-
lo la ley del talidn (ire t‹i/tenis) puede ofrecer con seguridad la cualidad y
cantidad del castigo, pero bien entendido que en el seno del tribunal (no en
un juicio privado); todos los demás fluctúan de un lado a otro y no pueden
adecuarse al dictamen de la pura y estricta justicia, porque se inmiscuyen
otras consideraciones” 50 A tal punto sostenía su posición absoluta que
sentenciaba: “Aun cuando se disolviera la sociedad civil con el consenti-
miento de todos sus miembros (por ejemplo, decidiera disgregarse y dise-
minarse por todo el mundo el pueblo que vive en una isla), antes tendría
que ser ejecutado hasta el último asesino que se encuentre en la cárcel, pa-
ra que cada cual reciba lo que merecen sus actos y el homicidio no recai-
ga sobre el pueblo que no ha exigido este castigo: porque puede conside-
rársele como cómplice de esta violación pública de la justicia”ª *
Otro exponente filosófico de la teoría retributiva de la pena fue George
W. F. HEGEL, quien se ocupó especialmenté del castigo en su obra Ftloso[ía
del derecho 52 HEGEL COflCébía a Ía pena como un producto de la razón, co-
mo la negación del delito asociada a la realización de la justicia, y rechaza-
ba las concepciones utilitarias. Para HEGEL el castigo está implícito en El de-
lito: en la acción del delincuente “como acción de un ser racional, está
implícito algo universal: El QUE (for medio de ella esté instituida una ley, a la
que el delincuente ha reconocido para sí, y bajo la cual puede ser subsumi-
do, como bajo su Derecho”ªª, es que “el delito como voluntad nula contie-
ne en sí mismo su superación, que aparece como pena” 4 Es por ello que
“El delincuente es honrado como ser racional en el castigo, que es manteni-
do como portador de su derecho particular. Ese honor no llega a él si el con-
cepto y la norma del castigo no se toman de su mismo acto y si el delincuen—
te es considerado como un animal dañino al que habrfa que hacer
inofensivo, o a los fines de la intimidación y de la corrección”ªª. En defini-
tiva la cuestión del castigo “no se trata meramente ni del mal, ni de éste o
Puntos de partida
aquel bien, sino claramente de lo injusto y de la justicia”ªª. “El castigo es la
superación del delito, pues según su concepto es la vulneración de la vulne-
ración” fi7¡ por ello es que “el delito debe negarse, no como la producción de
un mal, sino como la vulneración del Derecho como Dert2ChO” 58, Vemos co-
mo esta concepción es notablemente cercana a la teorfa de la prevención ge-
neral positiva que se analiza más adelante (in[ra III. 1. c. b).
Esta idea de la negación del delito por medio de la pena fue dura-
mente criticada Jlor NlETZSCHn quien, por boca de su Zaratustra, espetó:
“Ninguna acción puede ser destruida: ¡cómo podría ser anulada por el
castigo!” 59
:L a. b. Ventajas y objeciones
La idea de retribución tiene la ventaja de ser respetuosa del principio
de culpabilidad penal (que luego se analizará), ya que concentra su aten-
ción en el merecimiento individual que se vincula fntimamente a la idea
de reproche. También presupone el respeto de los principios de la acción
y lesividad (que luego se analizarán), ya que el reproche se efectúa inelu-
diblemente respecto de una conducta dañosa. El respeto de la relación re-
tributiva entre la acción y la reacciÓn es una condición necesaria de la le-
gitimidad del castigo, y ése es uno de los aspectos que debe rescatarse de
esta teoría60,
Me parece importante destacar dos de las tantas objeciones que se di-
rigen a esta posición. El primer problema que se presenta a una teoría de
este tipo, es el de explicar de dónde surge la facultad del Estado para im-
poner penas exclusivamente en función del merecimiento individual y con
total independencia del logro de determinado objetivo; si partimos de la
base de que el Estado no puede hacer nada más que aquello que los indi—
viduos podían hacer en el estado de naturaleza, esta teoría exigiría justifi-
car previamente la potestad de los individuos para aplicar una pena por el
mero afán retributivo. Esta objeción se relaciona con otra, que critica el
contenido expiatorio de la pena, ya que con ello se confunde peligrosa-
mente la moral con el derecho; la eventual expiación interna del alma del
autor es totalmente indiferente al Estado, al menos como objetivo a per-
seguir, ya que no es función del sistema penal expiar almas descarriadas.
La otra objeción fuerte a la teorfa retributiva surge a partir de la crf-
tica a la operatividad real del aparato punitivo, ya que en razÓn de la se-
28 Primera parte
lectividad intrínseca del sistema, la responsabilidad penal no se atribuye
en función del merecimiento por la comisión de un delito, sino en razÓn
de las causas que motivan que una persona sea seleccionada por las agen-
cias del sistema penal. Por ello, la retribución serfa una ficción, encubri-
dora de una violación palmaria del principio de igualdad.
Esta crítica tiene cierto sentido axiológico pero desconoce el hecho de
que la suerte de unos de no recibir una reacción punitiva por su acción no
deslegitima la justicia de la pena impuesta al que fue atrapado por el siste-
ma. La selectividad es inevitable en todos los ámbitos del derecho y no só-
lo del penal, y lo serfa más aún en un sistema que devolviera el conflicto a
sus verdaderos protagonistas, mediante la reversión de la expropiación del
conflicto. En tal caso alguien podrfa objetar que tuvo la mala suerte de to-
parse con una víctima vengativa e intransigente que ejerce su derecho has-
ta el final, mientras que en otras situaciones similares existen víctimas más
compasivas. No me parece contraintiutivo sostener la justicia de la retribu—
ción frente a quien decide libremente afectar el derecho de otro asumiendo
la posibilidad de que ese otro le retribuya totalmente su acción.
Puntos de partida 29
Esta teoría se encuenti-a fntimamente vinculada al derecho penal de
autor (íii/ra IX. 1), ya que sólo una concepción de este tipo puede justifi-
car la pena y supeditar la obtenciÓn de beneficios tales como su acorta-
miento, en función de la modificación de la personalidad del individuo.
En realidad, la comisión del delito es una excusa para modificar al sujeto
conforme la ideología que satisface a la mayoría. La pena no se vincula al
hecho delictivo sino a sus causas: el autor.
Existe una noción subyacente a esta problemática que es la siguien-
te: “el que comete un delito tiene una personalidad propensa a ello; el que
tiene esa personalidad es peligroso para la sociedad; por ello debe ser mo-
dificado”. La idea que sustenta esta noción no parece contraintuitiva al
menos desde una óptica del sentir de la comunidad y en relación a deter-
minados conflictos. La experiencia y el sentido común parecerían indicar
que en general las personas que cometen delitos (sobre todo cuando se co-
meten ciertos delitos) lo hacen con cierta asiduidad y muchas veces como
medio de vida.
Sin embargo, esto presenta básicamente dos objeciones. La primera:
desde la posición de moral institucional asumida como válida en la que la
persona y su libertad son inalienables, no existe posibilidad alguna de re-
probar la forma de ser de un sujeto. La segunda, aun quienes desde una
posición colectivista defienden el derecho de la sociedad de incidir en la
personalidad de los individuos, tienen el problema de no poder asignar
causalmente la personalidad de un sujeto con sus actos delictivos. Más
adelante (iri/rn ndderidn 2) veremos que este segundo “problema” podría
ser superado (real o fícticiamente) en el futuro y que la íinica valla a una
teoría de este tipo es la firme defensa de la autonomía personal.
Se suele defender esta posición diciendo que la resocialización no es
una teoría de justificación de la pena en st misma, sino que se trata del fun-
damento de la etapa de ejecución. Este argumento, lejos de superar las ob—
jeciones a la prevenciÓn especial positiva las confirma con creces. Sostener
que la resocialización es la finalidad de la ejecución pero no la de la amena-
za e imposición de la pena en sí, equivale a decir que el Estado se aprove-
cha de la situación de penado del individuo para convertir su personalidad
o, desde otro enfoque, que ciertas personas (los penados) no tienen los mis-
mos derechos a la autodeterminación que los demás (los no penados). En
definitiva, lo que habilita la resocialización no es la comisión de un delito
sino la condición personal del sujeto (su calidad de condenado), lo que
constituye claramente un razonamiento propio del derecho penal de autor.
Otro problema que trae a colación la resocialización es el derecho a
la igualdad que, en general, no tiene una definición jurídica precisa y se
presta a confusiones lamentables. El derecho a la igualdad adquiere su
verdadero significado frente a la diferencia, ya que es justamente cuando
varios individuos di[erentes entran en conflicto cuando necesitan ser tra-
tados corno iguales, esto es, considerados por la ley de la misma forma.
Cuando los partícipes del conflicto están de hecho en una situación de
igualdad, el clerecho a la igualdad, no tiene mucho que hacer, ya que la
igualdad está dada por las propias circunstancias. El verdadero problema
Primera parte
se presenta cuando se produce un conflicto entre dí/ereites y en razÓn de
esa diferencia; es allí donde este derecho se torna operativo imponiendo
el tratamiento igualitario entre todos los protagonistas. El derecho a la
iguialdad, exige el tratamiento igual entre los diferentes y ello impide igua-
larlos fácticamente (por ejemplo mediante el /nvado de cerebro resocializa-
dor), ya que ello significarfa anular la diferencia haciendo prevalecer la
pretensión de uno por sobre la del otro, lo que evidentemente rompe el
tratamiento igualitario. Me parece claro que resocialización significa la
absorción de un individuo por parte de otro u otros. Es la pretensión co-
lectivista más omnipotente de todas, ya que constituye el reemplazo de la
persona por un autÓmata al servicio de la sociedad o del Estado.
FERRAJOLi es contundente en cuanto a que “cualquier tratamiento pe-
nal dirigido a la alteración coactiva de la persona adulta con fines de recu-
peración o de integración social no lesiona sólo la dignidad del sujeto trata-
do, sino también uno de los principios fundamentales del estado
democrático de derecho, que (. . .) es el igual respeto de las diferencias y la
tolerancia de cualquier subjetividad humana, aun la más perversa y enemi-
ga, tanto más si está recluida o db’ciialquier otro modo sometida al poder
punitivo. En la iiiedida en que es realizable, el fin de la corrección coactiva
de la persona es por consiguiente una finalidad moralmente inaceptable co-
mo justificación externa de la pena, violando el primer derecho de cada
hombre que es la libertad de ser él mismo y de seguir siendo como es”6l
Tal vez como fruto de la moda o por la obnubilación que producen
las buenas intenciones (que olvidan que los derechos y garantías son me-
dios y no fines utópicos) muchos tratados internacionales y textos cons-
titucionales adoptan expresamente esta teoría de la pena, limitando se-
veramente los derechos a la autonomía individual, a la intangibilidad de
la personalidad humana y a la autodeterminación. Entre los primeros es
necesario citar la Convención Americana sobre Derechos Humanos
(CADH) que en su art. 5, inc. 6, dispone: “Las penas privativas de la li-
bertad tendrán como finalidad esencial la reforma y readaptación social
de los condenados” y el Pacto Internacional de Derechos Civiles y Políti-
cos (PIDCP), que en su art. 10, inc. 3, establece que “El régimen peniten-
ciario consistirá en un tratamiento cuya finalidad esencial será la refor-
ma y la readaptación social de los penados”. Y entre los textos locales
establecen disposiciones de este tipo las constituciones de Españaª², El
Puntos de partida
Salvador63 Uruguay 64 Honduras 65 Paraguayªª, Panam 67 Méxicoª ,
Nicaragua69
El art. 27, 3“ párr., dispone: “El Estado organizará los centros penitenciarios con ob-
jeto de corregir a los delincuentes, educarlos y formarles hábitos de trabajo, procurando su
readaptación y la prevenciÓn de los delitos”, asimismo en el art. 13, 4º párr,. consagra un pe-
ligroso criterio preventivista respecto de las medidas de seguridad: “Por razones de defensa
social, podrán ser sometidos a medidas de seguridad reeducativas o de readaptación, los su-
jetos que por su actividad antisocial, inmoral o dañosa, revelen un estado peligroso y ofrez-
can riesgos inminentes para la sociedad o para los individuos. Dichas medidas de seguridad
deben estar estrictamente reglamentadas por la ley y sometidas a la competencia del Órgano
Judicial”.
’El art. 26 dispone “A nadie se le aplicará la pena de muerte. En ningún caso se per-
mitirá que las cárceles sirvan para mortificar, y sI sólo para asegurar a los procesados y pena-
dos, persiguiendo su reeducacidn, la aptitud para el trabajo y la profilaxis del delito” (déStaClldO
agregado).
65 Artículo 87: “Las cárceles son establecimientos de seguridad y defensa social. Se pro-
curará en ellas la rehabilitación del recluido y su preparación para el trabajo”.
“ Artículo 20: “Del objeto de las penas: Las penas privativas de libertad tendrán por Ob-
jeto la readaptación de los condenados y la protección de la sociedad. Ouedan proscritas la
pena de confiscación de bienes y la de destierro".
67 Artículo 28: “El sistema penitenciario se funda en principios de seguridad, rehabili-
tación y de defensa social. Se prohíbe la aplicación de medidas que lesionen la integridad fí-
sica, mental o moral de los detenidos. Se establecerá la capacitación de los detenidos en ofi-
cios que les permitan reincorporarse útilmente a la sociedad. Los detenidos menores de edad
estarán sometidos a un régimen especial de custodia, protección y educación”.
68 Artículo 18: “SÓlo por delito que merezca pena corporal habrá lugar a prisiÓn pre-
ventiva. El sitio de ésta será distinto del que se destinare para la extinciÓn de las penas y es-
tarán completamente separados. Los Gobiernos de la Federocidn y de los Estados orgori íznrÓri
el sistema penal, en sus respectivas jurisdicciones, sobre la base del trabajo, la capaciiacidn pa-
ra el mismo y la educación como medios para la readaptación social del delincuente. Las muje-
res compurgarán sus penas en lugares separados de los destinados a los hombres para tal
efecto. Los Gobernadores de los Estados, sujetándose a lo que establezcan las leyes locales
respectivas, podrán celebrar con la FederaciÓn convenios de carácter general, para que los
reos sentenciados por delitos del orden común extingan su condena en establecimientos de-
pendientes del Ejecutivo Federal. fzi Federacidn v los Gobiernos de los Estados establecerdn ins-
tituciones especiales para el tratamiento de menores infractores. Los reos de nacionalidad Mexi-
cana que se encuentren compiirgrirido peitns en pafses extranjeros, podrán ser trasladados a la
Repíi blica para que cumplan sus condenas con base en los sistemas de readapiacidn social pre-
vistos en este artículo, y los reos cte nacionalidad extranjera sentenciados por delitos clel orden [e-
deral en toda la Repíi blica, o clel [uero comiin en el Distrito Fecleral, podrdn ser trasladados al
país de su origen o residencia, sujetándose a los Tratados Internacionales que se hayan celebra-
rlo pum ese e[ecto. Los gobernadores de los Estados podrán solicitar al Ejecutivo Federal, con
apoyo en las leyes locales respectivas, la inclusión de reos del orden común en dichos Trata—
dOS. El traslado de los reos sÓlo podrá efectuarse con su consentimiento expreso. Los senten-
ciados, en los casos y condiciones que establezca la ley, podr:in compurgar sus penas en los
centros penitenciarios más cercanos a su domicilio, a fin de propiciar su reintegración a la co-
munidad como forma de readaptación social” (destacado agregado).
69 Artículo 39: “En Nicaragua, el sistema penitenciario es humanitario y tiene como ob-
jetivo fundamental la transformaciÓn del interno para reintegrarlo a la sociedad. Por medio
del sistema progresivo promueve la unidad familiar, la salud, la superaciÓn educativa, cuItu-
Primera parte
1. b. c. inconstitucionalidad de la resocia/ización en la República Arj¡(entina
En el caso de la Constitución argentina, se sostiene que a partir de la
reforma de 1994 (que en su art. 75, inc. 22, incorporó diversos pactos in-
ternacionales al texto constitucional, entre ellos, la CADH y el PIDCP ya
citados) la función resocializadora de la pena tiene estatus constitucional.
No comparto ese punto de vista.
El art. 75, inc. 22, de la Constitución argentina, luego de detallar los
pactos internacionales que quedan incorporados al texto constitucional
establece que dichos tratados “no derogan artículo alguno de la primera
parte de esta Constitución y deben entenderse complementarios de los de-
rechos y garantías por ella reconocidos”. Debe hacerse notar que en el de-
recho argentino los principios, derechos y garantías de la primera parte de
la Constitución son considerados normas de una jerarquía especial y es
por ello que el constituyente los protege de cualquier tipo de afectación
por parte de los tratados.
Una pena resocializadora viola frontalmente derechos y garantías de
la primera parte de la Constitución argentina:
a) El art. 19 constitucional (que será analizado en detalle in[ra XI)
consagra el derecho a la libertad al impedir que el Estado se entrometa en
todo aquello que no sea una acción que afecte a terceros. De este modo ve-
da toda institución propia del derecho penal de autor. Como se verú, todo
aquello que sea anterior a la acción dañosa (las acciones no lesivas, las
ideas, la personalidad) es inalcanzable para los magistrados y para la ley.
De esta disposición se desprende que toda persona tiene derecho de pen-
sar y ser como es y como quiere, y que esas circunstancias no pueden ser
objeto de desvaloración jurídica. Al ciudadano le es lfcito, incluso, pensar
que el derecho está equivocado y que las conductas violatorias de la ley
son loables. Hasta tiene derecho de querer reincidir a su salida de la cár-
cel o durante su estadía en ella.
b) El art. 14, CN, establece la garantía de “difundir las ideas. . .” lo que
presupone indiscutiblemente el derecho de tener ideas, ya que esa tenen-
cia es necesariamente previa a la difusión (quien puede lo más puede lo
menos: quien tiene derecho de difundir algo primero tiene derecho de te-
nerlo). Si las personas tienen derecho a tener sus propias ideas, es indu-
dable que ese derecho no puede ser afectado mediante la pretensión esta-
tal de lavarles el cerebro conforme los cánones de la mayorfa o de quien
detenta el poder o de quien controla las usinas de opinión.
c) El art. 16, CN, consagra el derecho a la igualdad, que no es más que
el derecho de todos (los iguales y los diferentes) a ser tratados por la ley
ral y la ocupación productiva con remuneraciÓn salarial para el interno. Las penas tienen un
car:ácter reeducativo. Las mujeres condenadas guardarán prisión en centros penales distintos
a los de los hombres y se procurará que los guardas sean del mismo sexo”.
Puntos de partida —
de igual modo. Como ya se dijo, el principal sentido normativo de este de-
recho existe ante la diferencia, porQue es precisamente ante elÍa que se po-
ne en riesgo la igualdad de trato. Al condenado por un delito se lo sancio-
na por haber violado las reglas sancionadas por la mayoría y muchas
veces ocurre (y por ello se presenta el afán resocializador), que el autor del
delito no está de acuerdo con esas reglas; por ejemplo, puede ocurrir que
el condenado por hurto no esté de acuerdo con la protección legal del de-
recho de propiedad y que considere que su conducta de arrebatar las per—
tenencias ajenas es éticamente intachable. La modificación coactiva de la
personalidad del autor para que deje de pensar que puede afectar la pro-
piedad ajena viola el principio de igualdad porque importa no admitir la
diferencia y no tratar de igual modo a los desiguales. Así como ese delin-
cuente no tiene derecho a obligar a los demás a no creer en el derecho de
propiedad, la mayoría que sí cree en ese derecho no tiene derecho de obli-
gar al delincuente a compartir sus creencias.
Esta inconstitucionalidad tiene como efecto impedir la imposición
coactiva de la resocializaciÓn y el establecimiento de premios y castigos
en función de ella. Nadie puede tener una pena mejor o más corta por ha-
ber aceptado un “tratamiento”, como tampoco puede ocurrir lo contrario.
Sin embargo, ello no significa que las cláusulas analizadas no tengan nin-
gún efecto jurídico porque existe un sentido complementario acorde a la
CN. Creo que las cláusulas que establecen el fin resocializador de las pe-
nas tienen un efecto negativo concreto: prohibir penas que disocien al in-
dividuo y que le dificulten o impidan su vuelta a la vida en sociedad. Las
penas no deben resocializar porque ello atenta contra la libertad indivi-
dual, pero tampoco deben asocializar al individuo que la padece. Incluso
desde la óptica del principio de utilidad es inaceptable una pena de este
tipo, ya que ella promueve nuevos delitos.
Y en las Constituciones en las que la resocializaciÓn es admitida sin
mús como teoría de la pena, debe llevarse a cabo una interpretación armó-
nica con el resto de los principios constitucionales. Si bien ello es a veces
difícil desde el punto de vista de la lógica de la argumentación, el sentido
normativo de los principios del derecho penal liberal permite establecer
una relaciÓn de contención de éstos respecto de las necesidades preventi-
vas. También en esos textos la función resocializadora debe ser interpre-
tada de modo negativo, como la prohibición de una pena que disocie al in-
dividuo, que lo aparte de la sociedad y que le imponga coactivamente
valores ajenos a los que presuntamente el derecho penal está llamado a
preservar. Una cárcel en la que rigen parámetros de vida y de relaciones
de autoridad incompatibles con la vigencia de los bienes jurfdicos penal-
mente tutelados, es inadmisible desde el punto de vista de la resocializa-
ción, porque la contradice abiertamente.
Respecto de la ConstituciÓn argentina, es necesario destacar, además,
que su art. 18 se refiere concretamente a la pena en estos términos:
34 Primera parte
y limpias, para seguridad y no para castigo de los reos detenidos en ella, y to-
da medida que a pretexto de precaución conduzca a mortificarlos más allá de
lo que aquélla exija, hará responsable al juez que la autorice”.
Puntos de partida
la norma" 7l . Como se adelantó previamente, la similitud con el criterio re-
tributivo hegeliano es manifiesta y así lo reconoce el propio JAKOBS 72
Creo que esta teoría dice muy poco sobre la justificación de la pena
como institución. En realidad, la necesidad de mantener la vigencia de la
norma mediante una pena requiere la previa existencia de la norma y de
la pena como sanción asociada a ella. Es evidente que esta justificación
parte de la norma penal y de la pena como entes existentes y las legitima
a partir de sí mismas con lo que incurre en un razonamiento circular: co-
mo la norma penal impone una pena, su vigencia exige la aplicación de la
sanción cuando alguien incumple el mandato normativo. Nada más obvio,
ya que en ese esquema lo que justifica la aplicación de la sanción amena-
zada es la amenaza misma: ¿para qué se anuncia una pena si no se la va a
aplicar? Si el anuncio es serio (la ley debería serlo) la pena debe ser apli-
cada si se comete un delito; por lo tanto, lo que en realidad justifica la apli-
caciÓn de la pena no es la necesidad de mantener la vigencia de la norma
sino la norma misma: la ley que establece la sanción justifica la sanción.
Pero de lo que se trata es de fundamentar axiológicamente la propia
existencia de la norma penal. Y ello no se consigue con el criterio del man-
tenimiento de la vigencia de la norma, porque la justificación sobre su va-
lidez es una tarea previa a la propia existencia de la ley.
Por ello, creo que la teoría de la prevención general positiva no brin—
da ninguna justificación o legitimación de la pena sino tan sólo una expli—
caciÓn de por qué, frente a la amenaza legal de la sanción, ésta debe ser
aplicada cuando se comete tin delito.
Aunque parezca paradójico, esta teoría de la pena parece incurrir en
una falacia naturalista, al derivar el “deber ser” del “ser” 73, El “ser” es el
sistema tal cual como funciona en la realidad (el orden jurfdico neutrali-
za su negación y de este modo afirma el derecho) y el “deber ser” es la con-
secuencia normativa que de ello se deriva: la pena debe afirmar la vigen-
cia de la norma. Pero esa función de negar el delito y afirmar el derecho
es, en todo caso, una realidad, algo que existe tan sólo en el mundo del
“ser”. Si de ello deducimos su función normativa incurrimos en una fala-
cia naturalística, porque transformamos lo que la pena hace en lo que de-
berfa hacer.
1. c. c. El funcíonalismo sistémico
La prevención general positiva es la teoría de la pena del funcionalis-
mo sistémico defendido por JAKOBS. Para ilustrar sobre esta corriente de
opinión, nada mejor que las palabras de éste, su más renombrado defensor:
36 Primera parte
“. . . el funcionalismo jurídico-penal se concibe como aquella teoría según
la cual el Derecho penal está orientado a garantizar la identidad normativa,
la Constitución y la sociedad. Partiendo de esta concepción, no se concibe la
sociedad, a diferencia de lo que creyó la filosofía --entroncada con Descartes—
desde Hobbes a Kant, adoptando el punto de vista de la conciencia individual,
como un sistema que puede componerse de sujetos que concluyen contratos,
producen imperativos categóricos o se expanden de modo similar 74
”Son funciones las prestaciones que —solas o junto con otras— mantienen
un sistema 75
“La prestación que realiza el Derecho penal consiste en contradecir a su
vez la contradicción de las normas determinantes de la identidad de la socie-
dad. El Derecho penal confirma, por tanto, la identidad social 76
“Ouien sólo sabe que una sociedad está organizada de modo funcional,
no sabe nada acerca de su configuración concreta, es decir, no sabe nada so-
bre los contenidos de las comunicaciones susceptibles de ser incorporadas. .
Pero sabe una cosa, sabe que esa sociedad posee y usa de un instrumentario
para tratar los conflictos que se producen de forma cotidiana, como, por ejem-
plo, los delitos, de tal forma que los contrapesos desplazados vuelvan a estar
en equilibrio. Desde una perspectiva funcional, sólo esa fuerza de autoconser-
vación es la que cuenta. Sin embargo, ningún sistema puede renunciar a esa
fuerza: una 'crisis del ius puniendi público’, que, por ejemplo, condujese a una
amplia retirada hacia medidas jurídico-civiles, sería una crisis no sólo del iris
puniendi, sino también de lo piiblico 79
74 JAKOBS, Günter, Sociedad, norma y persona en una teoría de un derecho penal [u neto-
mí, en "Cuadernos de Doctrina y Jurisprudencia Penal”, año V, n‘ 9-A, Ed. Ad-Hoc, Buenos
Aires, 1999, p. 19.
75 JAKOBS, SoCíednd, tioriti‹i y persoii‹i en una ieorliz de en dereclío perinf /iiricioiinf, cit., p. 20.
76 ¿,
77 AKOBS, SOGiedad, norma y persona en una teoría de un derecho penal (hncional, cit., p. 31.
78 ¿
79 JAKOBS, ›ociédad, norma y persona en una teoría de un derecho penal [uncional, cit.,
Puntos de partida 37
vamente se imponen, es la necesidad de la pena para resolver los conflic-
tos cotidianos; no se admite que, como regla, éstos puedan ser resueltos
mediante el derecho privado, porque se ve en ello una crisis del sistema.
En otras palabras, la conservación del sistema requiere, necesariamente,
la estatización de los conflictos de los particulares, a los que se somete a
la lógica del tipo de coacciÓn estatal más violenta. Ni la voluntad de los
ciudadanos ni lo que es más conveniente a sus intereses son circunstan-
cias relevantes frente a la necesidad funcional del Estado.
Esa es la consecuencia del modo funcional de organización y por ello
dice mucho sobre la configuración de la sociedad; dice que en ella preva—
lece lo público sobre lo privado, el Estado sobre el individuo, la mayoría
sobre la minoría, el poderoso sobre el débil. Pero las garantías son, al de-
cir de FERRAJOLI, la IIy del más débil, y por ello no pueden ser configura-
das de modo funcional, sino como contrapesos antisistema.
En definitiva, en la teorfa de JAKOBS no es lógicamenté admisible que
la solución de un problema jurídico haga prevalecer al individuo ante la
vigencia de la norma. Ésta siempre sale vencedora, ya sea porque se apli-
ca una pena, ya sea porque no se aplica (en razón de la propia vigencia de
la norma que motiva su no aplicación). Pero nunca puede salir vencedor
el ciudadano (ni el autor del delito, ni la víctima) frente a la ley penal, por-
que sino se afectaría la configuración de la sociedad.
Ello es incompatible con un verdadero Estado liberal porque su carac-
terística esencial es la prelación moral del individuo frente al sistema so-
cial, lo que es expresamente rechazado por JwoBS. Para la teoría del Esta-
do que asumí como legítima, las diferencias entre las personas y la
posibilidad de hacerlas valer frente al conjunto es un imperativo esencial.
Hemos visto que en el marco utópico los individuos pueden formar micro
sociedades dentro de un mismo Estado, en las que pueden confrontar
abiertamente con la configuración de éste. El Estado es un marco para la
utopía y debe admitir todas las utopías que los ciudadanos quieran vivir. El
Estado no puede uniformar a las personas en pos de la configuración so-
cial, ni siquiera respecto de los aspectos mínimos que hacen a la propia
existencia del Estado porque las personas tienen derecho de no compartir-
los y de pretender cambiarlos por medios lícitos (al respecto, in[ra XI. 3).
El intento de mantener la configuración social mediante el derecho
es claramente conservador y contrario a la dinámica natural de las socie-
dades. El mundo progresa a partir de la disidencia, de la crítica, del ensa-
yo y el error, e incluso a partir de la confrontación. La ley penal no debe
uniformar la configuración social porque ello atenta contra la propia di-
námica del progreso histórico. Para bien o para mal, las sociedades cam-
bian incluso en sus valores esenciales: si lo es para bien, bienvenido sea el
cambio; si lo es para mal, es una consecuencia de la libertad. Después de
todo la libertad no garantiza el éxito, porque para ello sería necesario que
el individuo esté condicionado a ser exitoso, lo que requiere un determi-
nismo contrario a la propia libertad. La libertad garantiza, tan sólo, que
los individuos pueden decidir sobre su destino y, en ese camino, triunfar
38 Primera parte
o fracasar. El riesgo al fracaso es preferible al riesgo de la uniformidad es-
tatal en nombre del éxito.
1. d. Teorías de la unión
Han existido intentos de unificar las diferentes teorías citadas previa-
mente, asignando a la pena diferentes fines según el acto de poder (ame-
naza legal, individualización de la pena, ejecución) que corresponda jus-
tificar. Las combinaciones pueden ser múltiples y dependen del criterio de
los diferentes autores en cuanto a que concepción debe primar en cada
etapa del proceso de sanción e imposición de la pena.
En general se parte de la base de que, al momento de la sanción de la
ley penal, la amenaza de pena tiene una justificación preventivo general ne-
gativa: se sanciona la ley penal para disuadir la comisión de delitos. Al mo—
mento de la individualización, la pena sólo podría justificarse en la medi-
da que sea la justa retribución por el hecho cometido por el autor: allí sólo
cuenta la culpabilidad por el hecho cometido. Por su parte, en la etapa de
la ejecución, la pena tendría una finalidad preventivo especial, de reeduca-
ción del penado, con el fin de evitar que vuelva a cometer nuevos delitos.
La prevención general positiva tendrfa cabida al decidir la imposición
o no de la sanción: la declaración de culpabilidad y la asignación de una
pena como consecuencia de ella es el acto integrador que recompone la vi-
gencia de la norma afectada por el delito. La prevención especial negativa
jugaría un papel legitimante de la efectiva aplicaciÓn de la sanción como
modo de apartar al autor del delito y evitar así que cometa otros.
Estos criterios unificadores no dicen nada (ni podrían hacerlo dada
la contradicción intrínseca existente entre sí) sobre la legitimación axioló-
gica de la pena. Las afirmaciones de que la pena debe asumir (o asume)
una finalidad preventiva general negativa al momento de la sanción de la
ley, o que debe respetar la justa retribución a la hora de la individualiza-
ción, o que debe ser reeducadora en la ejecución, no explican por qué se
justifica moralmente el castigo y ni siquiera exponen un criterio utilitaris-
ta sobre su necesidad.
Personalmente creo que la perspectiva de las teorías de la unión tien-
de a confundir el análisis axiológico de legitimación del castigo con las
funciones secundarias que éste pueda tener. Me parece claro que la justi-
ficación retributiva no es compatible con las preventivas (en especial con
la prevenciÓn especial positiva) y que dentro de éstas existen contradiccio-
nes insalvables entre la prevención especial negativa y positiva. No es po-
sible la unión de criterios contradictorios en un plano de igualdad y por
ello no puede encontrarse en ese ensamble una pauta de justificación.
Distinto es asumir un criterio de justificación, dejando margen a fun-
ciones remanentes de la pena que no lo contradigan. Veremos luego que
ello ocurre con la legitimación axiológica asumida como válida en este
trabajo, que no es preventivista pero deja un importante margen para que
las pretensiones preventivas de los órganos políticos se canalicen sin con-
tradecir la pauta ética legitimante.
Puntos de partida
2. El principio de “asunción de la pena" de Carlos Santiago Nino
NINO ve en la pena un instrumento necesario de protección social .
El problema es legitimar la razón por la cual esa protección, ese beneficio
para la comunidad, se obtiene a costa del sacrificio de un grupo de indi-
viduos: los autores de delitos. Descarta la posibilidad de justificar esa pri-
vación en una eventual compensación, porque ello haría perder a la pena
una característica esencial. Y encuentra esa legitimación ética en el con-
sentimiento del autor: “casi todos estariamos de acuerdo en que la cir-
cunstancia de que una obligación haya sido asumida consensualmente
provee al menos una justificación prí m‹z [acie para ejecutar tal obligación
en contra de la persona que la ha consentido” 8l . No se trata de la volun-
tad de cometer el acto delictivo, sino de la asunción de sus consecuencias
jurídicas; en definitiva, se “requiere una actitud subjetiva respecto de la
pena misma” 82
Esta teoría se encuentra atada a la prueba de la utilidad de la pena y
puede ser rebatida fácilmente por quienes la niegan. Pero, superado este
obstáculo, la teorfa de la asunción de la pena provee un argumento moral
indiscutible para su justificación. Nadie puede objetar éticamente el ser
objeto de una coerción jurídica que asumió como asociada a su acción,
porque ese consentimiento quita a la sanción el carácter de imposición
meramente externa, decidida e impuesta autoritariamente por terceros, y
coloca al autor del delito dentro de los sujetos que la deciden. El autor
asume, consiente, y toma una decisión que es condición sine qu‹i rton de
la cadena de actos que conducen a la imposición legítima de una pena.
Creo que el consentimiento del autor provee una razón adicional a la
teorfa que luego asumo como válida. El derecho reactivo de las víctimas
se inmuniza adicionalmente frente a objeciones éticas, en función de la
aquiescencia del autor respecto de la eventual sanción.
80 NiNo, Carlos Santiago, fzis límites de la responsabilidad penal. Una teoria liberal del
delito, Ed. Astrea, Buenos Aires, 1980, ps. 209-224.
81 NiNo, fzis límites de la responsabilidad penal, cit., p. 229.
82 Nico, fzis límites de la responsabilidad penal, cit., p. 250.
83 FERRAfOLl, Derecho y razdn, cit., p. 332.
40 Primera parte
penal no constituye una garantía de la venganza destacando que “la histo-
ria del derecho penal y de la pena corresponde a la historia de una larga lu-
cha contra la venganza” 4. Considera que el derecho penal nació cuando la
relación bilateral ofendido/ofensor es suplantada por una relación trilate-
ral en la que la autoridad judicial se sitúa como tercero imparcial 85,
Su concepción preventiva es preventivo general: lu prevención general
de los delitos y la prevencidn general de las penas arbitrarias o desproporcio-
n‹zd‹zs ª. No obstante, considera que el segundo fin es el que más debe ser
subrayado porque: a) es más alcanzable que el primero; b) nunca ha sido
debidamente considerado por las autoridades; c) lo estima “a la vez nece-
sario y suficiente para fundamentar un modelo de derecho penal mfnimo
y garantista” 87 y d) es el que distingue al derecho penal de otros sistemas
de control social que son mhs eficientes para satisfacer el fin de defensa so-
cial . Su teoría puede resumirse en la concepción del derecho penal como
la ley del más débil-. “la ley penal se justifica en tanto que ley del más débil,
orientada a la tutela de sus derechos contra la violencia arbitraria del más
fuerte”; el más débil es la víctima a la que se protege con la amenaza de
penas y el delincuente al que se protege expropiando la reacción punitiva.
Creo que esta visión sobre la pena constituye un avance respecto de
las demás porque incorpora a la víctima en la escena del problema y ello,
como se verá enseguida, es esencial para el análisis de justificación axio-
lógica del castigo. Sin embargo, encuentro algunas objeciones a esta con-
cepción:
a) La justificación es claramente preventivo general, con lo que toda su
suerte (y con ella la consideración de la víctima como protagonista del en-
tuerto penal) queda atada a la validez ética y a la confirmación empírica de
ésta teoría. Con este planteo ocurre lo mismo que con la posición de NINo,
en tanto ambas pretenden justificar al derecho penal desde un punto de vis-
ta utilitario, esto es, como herramienta para conseguir una meta positiva
para la sociedad en su conjunto, para lo cual acuden a un principio ético
orientado a evitar la objeción kantiana de no usar a los hombres tan sólo co-
mo medios sino como fines en sí mismos. Tal vez la ventaja de la teoría de
Nlxlo sea el no asumir sÓlo un tipo de prevención como válida, dejándo m6s
margen para corroboraciones empíricas que sean más favorables.
b) Desde la óptica del delincuente no se puede afirmar sin más que
a éste le conviene la pena antes que los castigos informales de las víctimas;
Puntos de partida 41
me inclino a pensar que casi unánimemente los ofensores preferirían ver-
se sometidos al riesgo de un castigo privado antes que al riesgo de la per-
secución estatal. Ello obliga a encontrar una razÓn para la imposición
coactiva del castigo y esa razón sólo puede hallarse en el primer fin pre-
ventivo (evitar delitos) que destaca FERRAJoLI; en OtFilS (IilÍílÍlFílS, l£l Q£lFi3T1-
tía que constituye el segundo fin se transforma en obligación a partir del
primero y, así, la pena deja de ser una garantía y un límite al poder de
reacción privada para transformarse en un elemento de prevención lisa y
llana de delitos.
c) La equiparación de ambos fines conduce a una improcedente igua-
lación axiológica entre la primera ofensa (delito) y la reacción (la vengan-
za). Ello no es éticamente admisible desde una óptica preestatal; antes del
Estado la venganza tiene una prelación moral frente a la agresión primi—
genia, y su evitación no puede perseguirse en un plano de igualdad moral
con el delito.
Volveré sobre estas cuestiones más adelante.
42 Primera parte
Más allá de los recorridos argumentales las propuestas conducen a
un Único objetivo: un Estado sin penas.
A continuación se exponen sintéticamente dos posiciones abolicionis-
tas antagónicas. Una totalitaria y otra sumamente liberal.
4. b. El abolicionismo “leninista"
Segiln la profecía marxista, la dinámica histórica del capitalismo con-
duce inexorablemente a la concentración de riqueza en unas pocas manos
y a la consecuente proletarización de la mayorfa de la población. Ello de-
rivará, necesariamente, en una revolución a resultas de la cual los obreros
tomarán el poder. La revolución acabará con la cultura capitalista y, una
vez que ello ocurra, las instituciones que le son propias (entre ellas el Es—
tado) desaparecerán. Claro que el camino a esa situaciÓn utópica requie-
re de un Estado fuerte y represor, la “dictadura del proletariado”, que uti-
liza todo su poder para aplastar esa cultura históricamente perimida y
liquidar a los disidentes que la defienden.
Dentro de las vertientes marxistas, LENIN91 ha visto al sistema penal
como una herramienta propia del capitalismo y a su desaparición final co-
mo un resultado necesario del desarrollo histórico ². También concibió de
ese modo a la propia democracia 93 . Sin embargo, todo ello es un resulta-
rle final al que se debe arribar luego de una sangrienta represión 4.
Para LENIN “SólO El COmunismo suprime en absoluto la necesidad del
Estado, pues no hay nadie a quien reprimir, ’nadie’ en el sentido de clase,
en el sentido de una lucha sistemática contra un sector determinado de la
población. No somos utópicos, y de ningún modo negamos la posibilidad
y la inevitabilidad de excesos por parte de algunos íitdíví di‹os , ni la necesi-
LENIN, V. I., lzt deniocrncí‹i socialista, Ed. Anteo, “Pequeña Biblioteca Marxista Leni—
nista”, Buenos Aires, 1975. El ti’abajo citado es una selecciÓn de obras y discursos de LENIN.
Los pasajes citados a continuaciÓn son puntualmente parte de la obra :/ Estadio y la revolu —
92 Los explotadoies no pueden reprimir al pueblo sin un aparato muy complicado pa-
ra el cumplimiento de este cometido, pero el pueblo puede reprimir a los explotadores con
una ‘máquina’ muy sencilla, casi sin 'maqiiina’, sin un aparato especial, mediante la simple or-
ganizaciÓn del pueblo armado (como los soviets de diputados obreros y soldados, observa-
mos, adelantándonos un poco)” (Lr Iii, fzi democracia socialista, cit. , ps. l 8- 19).
’ “Sólo el comunismo puede dar una democracia verdaderamente completa, y cuanto
más completa sea, antes se hará innecesaria y se extinguirá por sí misma” (Luisa, Izi demo-
cracia socízi/ís/zt, ci t., p. 18).
94 Es necesario todavía un aparato especial, una máquina especial para la represión:
el “Estado”, pero éste es ya un estado de transición (. . . ) la represión de la minorta de explota—
dores por la mayoría de los esclavos asalariados de ayer es relativamente una tarea tan fácil,
sencilla y natural, que será muchísimo menos sangrienta que la represión de los levantamien-
tos de esclavos, siervos v obrei-os, y costará muchísimo menos a la humanidad” (Luis, fzi de—
mocracia socialistci , cit . , p. 18).
Puntos de partida 43
dad de poner coto a tales excesos. Pero, en primer lugar, para ello no hace
falta una máquina especial, un aparato especial de represión; esto lo hará
el propio pueblo armado, con tanta sencillez y facilidad como cualquier
grupo de gente civilizada, incluso en la sociedad actual, que interviene pa-
ra poner fin a una pelea o para impedir que se maltrate a una mujer. Y, en
segundo lugar, sabemos que la causa social más importante de los excesos,
que consisten en la infracción de las reglas de convivencia social, estriba
en la explotación del pueblo, en sus necesidades y su miseria. Con la supre-
sión de esta causa fundamental, los excesos, inevitablemente, comenzarán
a ’exttgiií rse’. No sabemos con qué rapidez ni en qué orden, pero sabemos
que se extinguirán. Con su extinción, también se extíiigiiírzí el Estado”95
En definitiva, sistema peii‹if y Estado son vistos como herramientas
propias del capitalismo y de la transición final hacia el comunismo (dicta-
dura del proletariado), pero innecesarias para el momento en que los disi-
dentes hayan sido exterminados y la cultura se encuentre uniformada ba-
jo los valores de la revolución 96, En esa situacidn final, la reacción
espontánea es el modo de solucionar los conflictos humanos, a punto tal
que se asimilan reacción y prevenciÓn en un concepto único97 $ ta1 como se
desprende de los ejemplos de la interrupción de una pelea y de la evitación
del maltrato a una mujer). No hay reglas ni límites a esa reacción, porque
ella es natural, obvia, inmediata y expeditiva: “escapar a este registro y a
este control populares será en forma inevitable tan increíblemente difícil,
una excepción tan rara, y será probablemente acompañado de una sanción
tan rápida y severa (pues los obreros armados son hombres prácticos, no
intelectuales sentimentales, y será muy difícil que permitan que nadie jue-
gue con ellos), que la necesidad de observar las reglas sencillas y funda-
mentales de la comunidad, se convertirá muy pronto en una costumbre”
44 Primera parte
Esta concepción fascista es manifiestamente incompatible con el de-
recho penal liberal que se defiende en este libro.
99 Hursvi ×, Lou k, El enfoque abolicionisa.’ políticas crí vii nales alternativas, en Críinino-
logia crítica y control social. 1. El poder pun itivo del Estado, Ed. Juris, Rosario, 1993, p. 86.
0 HuLsviw, Louk y BERNAT DE CrLis, Jacqueline, !Sisteina f›enal v segu ridacl ciudaclana.’
hacrei una alternati va, título original Peines Perdues. Le sOstente pénal en question, Ed. Ariel De-
recho, 1984; p. 7 (en adelante, Lzis peirns).
0 HULSMAN )' BERNAT DE CELIS, La5 ferias, cii., Jl. 73.
102 HULSMAN, El enfoque abolicionisa.’ políticas críiriinales alternativas, ci t . , p. 102.
Hvcsvim y Buen nE CrLiS, Izis peitns, cit., p. 56.
104 HUkSMAn, / fiff (oqne abolícionisa.- políticas criminales alternativas, cit., p. 74.
Puntos de partida 45
hace lo que se supone está llamado a hacer— deben ser abordados de otra
manera” 105
Sin embargo, no propone una alternativa concreta. Vemos como, por
ejemplo, mientras propugna (acertadamente) “devolver a las personas im-
plicadas el manejo de sus conflictos”, considera que “nadie podrá decir de
antemano cuál es la clave más adecuada para resolver la situación con0ic-
tiva, y la ley deberú abstenerse de imponer un tipo de reacción unifor-
me” 106, De hecho, afirma que “desde el punto de vista académico, no es
posible dar una fórmula preconcebida para políticas criminales alternati-
vas” 7
Su descripción sobre el funcionamiento del aparato punitivo y la crí-
tica a la funcionalidad que se le atribuye son impecables y en general co-
rrectas. Sin embargo, y como se analiza en el punto siguiente, la propues-
ta fracasa justamente por la falta de propuestas y por no considerar la
inexorabilidad del castigo en un hipotético lanzes [aire abolicionista.
46 Primera parte
Como se verá a lo largo de los planteos que siguen no basta con proponer
la abolición de la forma jurídica de la pena, porque con ello no desapare-
ce la pena en st misma sino sólo su expresión estatal. Por ello es necesa-
rio esbozar una propuesta alternativa a la pena, pero el abolicionismo no
lo hace y en eso radica una de sus principales falencias.
Más allá de las genéricas propuestas de reemplazar la pena por san-
ciones civiles, mecanismos composicionales o reacciones esopontáneas,
lo cierto es que estas teorfas no han elaborado una teoría general de la
coerción estatal que explique (con un mínimo de detalle que la tome una
alternativa viable) qué instituciones concretas abordarán los conflictos
que actualmente caen bajo la órbita punitiva. Es más, en ciertos casos se
vanaglorian de no contar con propuestas alternativas porque ellas son vis-
tas como una exigencia conservadora³ fi9,
No es difícil imaginar el funcionamiento de un proceso de composi-
ción (y la regulación mediante leyes civiles) para la mayoría de los conflic—
tos que involucran el honor, la propiedad, los poderes públicos y hasta la
libertad. Lo que no sabemos es cómo funcionarán las genéricas propues—
tas abolicionistas, como la composición o el derecho privado o lo que sea
que suplante al sistema penal, respecto de eventos como los que hoy lla-
mamos “genocidio”, “terrorismo”, “homicidio”, “crimen organizado”, “se-
cuestros”, “lesiones gravfsimas y graves”, entre otros. No me parecen con-
secuentes ciertas propuestas autotituladas abolicionistas que a la vez
cuestionan “la impunidad” del genocidio, del terrorismo o del crimen or-
ganizado, o las que hacen excepciones (concesiones frente a las penas) pa-
ra “determinados casos”; esas inconsistencias ponen de manifiesto la pre-
cariedad del abolicionismo como propuesta práctica, que es en definitiva
lo que pretende ser.
En general se considera que la falta de propuestas alternativas no es
un problema, ya que no altera la validez de la crítica. Y ello parecería en
principio correcto: la demostración de la disfuncionalidad de una institu-
válida como alternativa para una vez cumplido el objetivo estratégico de desaparición del sis-
tema penal, ya que su lÓgica sistemática parte de la ilegitimidad de dicho sistema y es en re-
laciÓn a ella que adquiere su configuración propia.
109 LBERT, Abolícíon ismo: ¿ecfeciícisitio o íritegrncídn en /‹i crimino/ogf‹i?, cit., p. 479,
cita a MAiHicszil diciendo: “Señala [Mathiesen] que, al demandar la implementación de alter-
nativas antes de abolir el sistema prevaleciente, las fuerzas conservadoras están exigiendo al-
go que no puede materializarse o que al menos se materializará muy lentamente y que resul-
tará muy similar a lo ya existente. Por ello, opta por una relación de contradicción con el
sistema existente. La alternativa será ‘alternativa’ en tanto no esté basada en las premisas del
viejo sistema sino en sus propias premisas, que en uno o más puntos contradigan a las del vie-
jo sistema” (destacado agregado). Y Clncluye ELBEiiT que ”estas posturas defienden el enfo-
que abolicionista que me parece más interesante y audaz: el de retar a muerte al sistema des-
de una posición de intransigencia que no acepte ni su lenguaje” (Abolicionismo. ¿eclecticismo
o iiilegrizcidri eir fu crímínoIogfzt ? , cit., p. 480).
Puntos de partida — 47
ción no se ve invalidada por la carencia de una institución alternativa que
proponer.
Sin embargo, ello no es así en la materia que nos ocupa. Como vere-
mos más adelante, la aplicación de penas rio depende del voluntarismo
político, ya que su ausencia no elimina las venganzas privadas (que son
penas) y coloca al Estado ante el dilema sobre qué hacer con éstas. Si es-
tá por desbordarse un dique y tenemos que decidir por donde haremos
que se canalice el agua, es válido criticar las diferentes propuestas, pero
no podemos omitir una alternativa porque el dique se desbordará de to-
dos modos y la ley de la gravedad hará que el agua descienda por algún
lugar. La ausencia de propuestas invalida la crítica sobre las ideas de los
demás sobre cómo canalizar el agua, ya que éstas sólo pueden ser incon-
venientes o políticamente incorrectas en relación a otra opción, pero nun-
ca en abstracto, porque existe un hecho concreto que es inevitable: por al-
gún cauce descenderá el aguaª ³ . Lo mismo ocurre con la pena: alguien
castigan (o al menos es posible que alguien lo haga) y lo que hay que re-
solver es quién y cómo lo hará; o lo hace el Estado de forma organizada o
se deja libertad para que los ciudadanos lo hagan por su propia mano.
Supongamos que de un día para el otro se derogan todas las leyes pe-
nales y se establece que todas las discrepancias serán resueltas por las le-
yes civiles. ¿Significará esto la desaparición de las penas? Me parece evi-
dente que no, ya que es de suponer que algunas víctimas comiencen a
reaccionar frente a las agresiones y apliquen penas por sí mismas, con lo
que el Estado sin penas será un Estado con penas. Habrá entonces que de-
cidir qué se hace con esas venganzas o penas privadas y ello colocará al
abolicionismo ante un dilema, que se anali zará más adelante (ín/ra III. 7).
Lo que quiero destacar ahora es que la aparente abolición de las penas im—
portará, en realidad, la consagración de las penas privadas (que el agua
descienda por el cauce B y no por el A) y no otra cosa. Y, si se pretende
castigar a quienes aplican penas privadas, entonces la alternativa será
aplicar penas a las víctimas y no a los victimarios (que el agua descienda
por el cauce D y no por el A ni por el B). Pero siempre hay una consecuen-
cia y una decisión frente a ella, por más que se la pretenda ocultar.
Por ello, reitero, lo que a mi juicio le falta al abolicionismo es una teo-
ria de /‹i coerción del Estado abolicionista. Sin ella, es lícito interpretarlo
como la consagración de las venganzas privadas, o la vuelta al estado de
anarquía preestatal, o la sanción a las víctimas, o el totalitarismo revolu-
cionario o cualquier otra consecuencia directa de la mera aboliciÓn de las
penas o de la veda de las reacciones privadas. La presentación de una teo-
Creo que con ello no incurro en una falacia naturalista. Simplemente pretendo de-
mostrar que es falsa la afirrriación de que la aboliciÓn de las penas significa que realmente
ellas dejan de existir; v con ello quiero destacar la invalidez del razonamiento posterior cons-
truido a partir de dicha premisa.
48 Primera parte
rta alternativa completa permitirá entender qué es el abolicionismo y
otorgarle el sustento ético y programático mfnimo que lo transforme en
una propuesta viable. Y me parece claro que no es muy difícil construir
esa propuesta, salvo que haya aspectos que no se quiera asumir de forma
expresa.
La actitud a asumir frente a las penas es similar a la que se presenta
frente a muchísimas otras instituciones consideradas disvaliosas, critica-
bles o perfectibles. Veamos sino, por ejemplo, lo que ocurre con las rela-
ciones de poder político económico. La relación “poderoso-no poderoso”
u “opresores-oprimidos” no sólo ha sido objeto de análisis y críticas sino
de propuestas alternativas, muchas de las cuales fueron implementadas
en la realidad e incluso coexisten con sus antagónicas, de modo tal que to-
dos tenemos la posibilidad de comparar y escoger la que nos parece me-
j()pl l ³ o de rechazarlas a todas.
Del mismo modo que las ideas político económicas, las teorías políti-
co-criminales deberían ir más allá de la crítica y elaborar un teoría de la
coerción diferente, que las transforme en una alternativa T€?í11 a la cual se
pueda también criticar y consecuentemente perfeccionar.
Hasta que ello no ocurra, lamentablemente quedarán en la sección de
poesía de la biblioteca.
4. d. b. Alternativas autoritarias
Aunque el abolicionismo penal suele ser visto en sintonía con el ga-
rantismo, su implementación me parece incompatible con la vigencia de
las garantías penales y procesales.
FERRAJOLI ataca al ilbolicionismo desde este punto de vista l 12 desta-
cando que el reemplazo del sistema penal garantista sólo puede conducir
a alguno de estos cuatro modelos autoritarios: los sistemas de control so-
cinI-so/vn/e, los sistemas de control estatal-salvaje, los sistemas de control
1 mundo actual nos permite comparar prácticamente todas las relaciones de po-
der y los híbridos entre ellas. Existen países casi feudales (Irán, Pakist:in), otros con claros
sesgos esclavistas (bajo esa relación de poder se encuentran millones de mujeres en muchos
pafses asiáticos v africanos), otros socialistas (China, Cuba, Corea del Norte), otros capitalis- tas-
liberales (EE.UU., Gran Bretaña, Coi‘ea del Sur), otros social-capitalistas (Europa Conti- nental),
otros capitalistas-feudales (América Latina), y entre todas esas relaciones de poder‘ podemos
escoger la que m:ás nos conforme. Si nos tocara ser un ”dominado”, ¿preferiríamos ser un
empleado de una fábrica urbana de Chicago o elegiríamos ser un obrero de una fábri- ca china
o cubana? Gracias a que muchos tuvieron el coraje de proponer alternativas (como lo hizo
MAex con su propuesta a modo de predicción que fue y es aplicada en muchos países del
mundo) tenemos la ventaja de poder comparar y elegir entre las diferentes alternativas.
Lamentablemente no ocurre lo mismo en materia penal, porque los abolicionistas no propo-
nen nada concreto y nos privan de la posibilidad de optar y, tal vez algún día, de comparar a
partir de los resultados.
' '’Ymorí, Derecho v razdn, ci t ., p. 338.
Puntos de partida 49
social-disciplinario, o los sistemas de control estatal-disciplinario. de en es-
te último el peligro más concreto sobre todo por su aptitud para convivir
en las modernas democracias ³ ²³ y considera que “la prohibición y repre—
sión penales producen restricciones de la libertad incomparablemente me-
nores que las que, para el mismo fin, serfan necesarias con la sola preven-
ción policial, completada acaso con la prevención especial, ya sea porque
la represión de los comportamientos prohibidos golpea sólo la libertad de
los posibles transgresores, mientras que la prevenciÓn policial golpea la li-
bertad de todos, ya porque la una interviene sólo ce post, en presencia de
hechos predeterminados, mientras que la otra interviene ex ante, en pre-
sencia del mero peligro de delitos futuros tal y como quepa inducirlo a par-
tir de indicios indeterminados e indeterminables normativamente” 114
Elena LARRAURI ² 15 critica la antinomia que presenta FERRAJOLI entre
el garantismo y alguna de estas cuatro alternativas abolicionistas, preten-
diendo mediar entre ambas posiciones. Lo que más me llama la atención
en la propuesta de la autora es la negativa a responder la parte más im-
portante del razonamiento del autor italiano; dice MRRAURI: “Debido a la
dificultad de hacer pronósticos de futuro, acerca de qué tipo de sociedad
acompañará a la desaparición de la cárcel, me centran en la versión his—
tórica asumida por FERRAJOLI” 116 pero esa refutación histórica (aun de
ser cierta) sólo permitiría negar que alguna vez la violencia privada haya
funcionado como alternativa a la pena, pero no responde el núcleo central
de la crítica al abolicionismo que está dado, justamente, por ese “pronós-
tico de futuro” en el que LARRAURI (Prefiere no incursionar. Ese pronóstico
podría ser, nada más ni nada menos, una propuesta, un programa, una al-
ternativa real y concreta a la pena. Es, precisamente, lo que le falta al abo-
licionismo penal. Y si el pronóstico de FERRAJOLI US ffllso debería explicar-
se por qué lo es en lugar de negarse a contrastarlo con otro alternativo.
Del análisis componedor que intenta LARRAURI, me queda la sensación de
que las observaciones de FERRAJOLI Se ven sumamenté fortalecidas.
Los partidarios del abolicionismo podrían negar que la alternativa al
sistema penal deba ser necesariamente autoritaria, proponiendo sistemas
razonables de composición para solucionar los conflictos que hoy recla-
man una respuesta punitiva, y siempre en el marco de las garantías. Pero
esa negativa es meramente discursiva en la medida que no se responda
qué se hará con quienes no acepten acudir a los mecanismos alternativos.
¿Oué se hará con el familiar de la víctima del homicidio que decide rriat¡ir
Primera parte
al homicida en lugar de aceptar un proceso de composición?: dejarlo im-
pune sería propio del primer modelo al que se refiere FERRAJOLi; someter-
lo al juzgamiento espontáneo de sus conciudadanos sería propio del ter-
cer modelo; pretender que ese tipo de reacciones no ocurrirán porque
previamente se habrían modificado la forma de pensar y de reaccionar de
las personas ante ese tipo de ataques, es propio de totalitarismos del ter-
cer y cuarto modelos señalados por el jurista italiano. Y penar a la vícti-
ma que se defiende es (como se verá al analizar la teoría v/ctímo/ nstí(ícati-
te) una opción punitiva (aunque en favor del delincuente) por lo que sería
incompatible con el abolicionismo.
Creo que los abolicionistas son conscientes de que la lógica ‹¡ue con-
duce a la violencia delictiva y punitiva es propia de la naturaleza humana,
pero tienen la aspiración secreta de modificarla. Saben que el hombre ac-
tual no puede responder a otra lógica, pero creen que un hombre nuevo
podría estar en condiciones de hacerlo.
Tal vez esa sea la razón por la que no se proponen alternativas al sis-
tema penal: porque éste es propio de la naturaleza humana de hoy y no
existen opciones válidas mientras ella se mantenga. Por el contrario, la eli-
minación del sistema penal sería una propuesta para un ser humano dife-
rente que sólo podría implementarse (sin caer en alguno de los cuatro mo-
delos autoritarios señalados por FERRAJOLi) una vez que su naturaleza se
vea modificada.
La siguiente pregunta es obvia: cómo se cambia la esencia de las per-
sonas. No es difícil imaginar los eufemismos con los que se denominarían
los planes de cambio: priorizar y generalizar la educación (en la medida de
lo posible obligatoria hasta el fin de la adolescencia); promover una educa-
ción igualitaria; suprimir las necesidades que generan conflictos materia-
les; abolir las relaciones sociales jerárquicas y reemplazarlas por relaciones
igualitarias y horizontales de control, etc. Y tampoco es difícil traducir a
un lenguaje llano estas consignas: educación supervisada por el Estado pa-
ra inculcar los valores del hombre nuevo; dar la misma educación a todas
las personas (obviamente los padres no podrían decidir la educación de sus
hijos); hacer que todos tengan acceso exactamente a las mismas pertenen-
cias y comodidades; abolir lo más que se pueda la propiedad privada y to-
da relación jerárquica que dependa de ella; establecer mecanismos socia-
les “espontáneos” de control mutuo. Esta es una utopía conocida (también
lo son sus resultados) y es una de las únicas que tiene un proyecto tan am-
bicioso como el de modificar nada más ni nada menos que miles de años
de cultura humana, asentada en el individualismo, el egofsmo, la desigual-
dad, la propiedad y la violencia, entre tantos otros “males”.
Si todos los h‹8mbres son iguales, si nadie tiene más que otro, si to-
dos tienen la misma educación, entonces sí sería posible que los conflic—
tos se reduzcan y con ello la necesidad de acudir a la violencia (delictiva
y punitiva). Además, una educación igualitaria permitiría enseñar “nuevas
formas de abordaje” de los conflictos remanentes, con lo que paulatina—
mente la idea de la violencia como único modo de reacción desaparecerfa,
Puntos de partida
por lo que ni siquiera habría que preguntarse qué hacer con la víctima que
prefiere vengarse porque nadie lo preferirá. Hasta se podría recurrir a un
tratamiento psicológico obligatorio desde edad temprana para neutralizar
el modo de pensar primitivo que contempla a la violencia como herra-
mienta de solución de los conflictos.
No me imagino un proceso libre que permita semejante modificaciÓn
social. No me imagino que este cambio pueda llevarse a cabo sin acudir a
la violencia y, por ello, no alcanzo a comprender como ésta podría ser
erradicada acudiendo a su uso, si según la lógica de la propuesta dei hom—
bre nuevo lo que se pretende es, justamente, que la violencia no constitu-
ya una forma de resolver problemas. Tal vez se proponga la violencia co-
mo “método de transición” hasta que deje de ser necesaria, pero eso
también me parece conocido, tanto que no se por qué me imagino que lo
transitorio se transformará en la verdadera propuesta final.
1 1 7 m +ioxi, Eugenio; AL cix, Alejandro, y SLOKAR, Alejandro, Derecho fienal. Parte ge-
neral, Ed. Ediar, Buenos Aires, 2000, p. 43.
No me ocuparé de decir en qué parte coincido y en qué parte no porque ello exce—
dería el objeto de esta obra.
Primera parte
damentales. Primero, parte de una definición (parcialmente) realista de la
pena; seguindo, repudia absolutamente esa realidad.
Respecto de lo primero, nos encontramos frente a una conclusión des-
criptiva* *, al menos en lo que concierne al funcionamiento selectivo del
sistema, a las características de la reacción penal y a la falta de concreción
(por lo menos en nuestro subcontinente) de sus finalidades manifiestas.
Respecto de lo segundo, no se trata de una consecuencia necesaria de lo
primero, ya que es posible no repudiar la pena o repudiarla tan sólo par-
cialmente, aun reconociendo sus aspectos negativos y reprobables. Por
ello, la esencia de la concepción del profesor ZAFFAROxi es, a mi juicio, la
opción política en contra de la pena en sí misma y de todo intento por ha-
llarle una justificación axiológica. Su obra se caracteriza por una lógica
implacable y una interconexión conceptual, que permite explicar práctica-
mente todas las facetas de la dinámica social relacionada con la cuestión
penal, pero siempre como posición ideológica, esto es, como sistema de
ideas que todo lo explica a partir de sí mismo, por lo que su validez inte-
gral depende de la decisión previa de adoptar en bloque el marco teórico
en sí que, como se dijo, conduce a la deslegitimación del sistema penal.
En el borrador original de este libro incluí la propuesta de ZAFFARONI
dentro de las posiciones abolicionistas; pero luego de algunas dudas deci-
dí presentarla como una propuesta crítica, neoabolicioni st g 1 20,
A mi juicio, la diferencia entre la propuesta de este autor y la de los
abolicionistas clásicos es simplemente procedimental: para ZAFFARONi Ía
abolición del sistema penal es un objetivo estratégico al que debe llegarse
mediante la constante contención del poder punitivo (esta contención se
lleva a cabo mediante la permanente lucha en favor del estado de derecho
y en contra del estado de policía); mientras que para los abolicionistas la
desaparición del sistema es un medio, un ya, un /tora, que no se traduce
en propuestas concretas.
Las palabras del jurista argentino son elocuentes sobre su posición:
“Desde cualquier perspectiva deslegitimante del poder punitivo, el aboli-
cionismo penal sería su coro1ario”*² ª. También ha dicho que “el derecho
' '’Esto no significa que esté ausente la v'aIoración, ya que la elección del punto de v'is-
ta, esto es, de la Óptica o lugar desde el QUe se pr-actica II descripciÓn, constituye un acto de
decisión qtie condiciona (v en el caso cte ZAFFAROfii lO hace significativamente) el i-esultado ‹le
la obsert ación.
En realidad debo confesar que fue Ignacio TEDEsco quien ellfúticamente me discu—
tiÓ este punto luego de haber corregido mi borrador inicial. Sigo creyendo que la propuesta
de ZArrxsoxi es abolicionista porque, como enseguida se verá, la desaparición del sistema pe—
nal es su horizonte utópico; sin embargo, prefiero no llamarla así para no poner en boca de
un autor lo que éste no ha dicho (o ha negado) de forma expresa.
''' ZArrAnoxi, ALzGIA v SLoxw, Derecho penal. Parte general, ci t . , p. 349. Allí señala que
el abolicionismo propone el objetivo esti‘atégico pero que es pobre como pensamiento t:1ctico.
Puntos de partida
penal mínimo es una propuesta que debe ser apoyada por todos los que
deslegitiman el sistema penal, pero no como meta insuperable, sino como
paso o tránsito hacia el abolicionismo, por lejano que hoy parezca (. . .)
Nos parece que el sistema penal se halla deslegitimado tanto en términos
empíricos como preceptivos, puesto que no vemos obstáculo a la concep-
ción de una estructura social en que sea innecesario el sistema punitivo
abstracto y formalizado, tal como lo demuestra la experiencia histórica y
antropológica”*²²
ZAFFARONI, Eugenio Raúl, :u busca de las penas perdidas. Deslegititnación y' dogtiiá-
tica ju rtdico-penal, Ed. Temis, Bogotá, Colombia, 2ª ed., 1990, i. 83.
³ ²3 NIETzSCHF:, Fiedrich, Genealogta de la moral, trat. 2, cap. 13, 1887.
124 NiuTZSCHE, Fiedrich, :J cniii íiinii/e )' sii sombra, n" 183, 1879.
125 NIETZSCHr, Ast habló Zaratui stra , cii., capítulo 42.
126 Nierzscuc, El caminar te y su sombra, cii., n“ 33: “Cuando se dirige a los tribunales,
también quiere la venganza como particular, pero además, la quiere como miembro de la so-
ciedad; quet rá que la venganza de la sociedad recaiga sobre el que la ha ofendido. Mediante
el castigo jurídico quedan resarcidas tanto la doctrina privada como la social, lo que equiva-
le a decir que el castigo es una venganza”.
Primera parte
La consideración de la pena como venganza es impecable y correcta.
Una mera modificación terminológica no puede alterar la naturaleza de
las cosas: el hecho de que la venganza sea grupal, organizada, dosificada,
“racional” y revestida de una liturgia ciiasí religiosa, no cambia su verda-
dera naturaleza. No obstante, me aparto del filósofo de Riicken en cuanto
a su repudio, conforme lo analizan más adelante.
Su fuerte objeción a la idea de venganza se ve con claridad en Geiie‹z-
logia de la moral. “al axioma de Düring de que el origen de la justicia de-
be ser buscado en las regiones del resentimiento, del sentimiento reacti-
vo, es preciso, por amor a la verdad, derribarle brutalmente y oponerle
esta otra tesis, a saber: el último dominio conquistado por el espfritu de
justicia es el del resentimiento, ¡el del sentimiento reactivo! Cuando real-
mente el hombre justo es justo consigo mismo y el que le ha dañado (. ..)
entonces nos será forzoso reconocer algo como la perfección hecha carne,
como la más alta señoría sobre la tierra” 127 Curiosamente, coincide (aun-
que tan sólo en ello) con una conclusión de la filosoHa que le es más
opuesta: el cristianismo (sobre ello, íit/rzi III. 7. 6).
NIETZSCHE nO sólo vilipendia la venganza; directamente enaltece el
valor de la acción por sobre la reacción: “El hombre activo, agresivo, y
hasta violentamente agresivo, está cien veces más cerca de la justicia que
el hombre ’reactivo’ (. . .) el hombre agresivo, por ser más fuerte, más vale-
roso, más noble ha tenido también el ojo ‘menos prevenido’ y la concien-
cia mejor; por otra parte, se adivina ya que tiene sobre la conciencia la in-
tervención de la ’mala conciencia’, ¡el hombre del resentimiento!”*ª ;
“desde el punto de vista histórico, el derecho sobre la tierra es precisa-
mente el emblema de la lucha contra los sentimientos reactivos, de la que-
rra que hacen a estos sentimientos potencias activas y agresivas que con-
sagran una parte de sus fuerzas a detener o a dificultar el desbordamiento
de la pasión reactiva y a reducirla a un acomodamiento”ªª
El reactivo es el débil que se refugia junto con otros débiles * Á0 para
protegerse de los hombres fuertes y justos, de los hombres de acción que,
por tontos, terminan dando cabida a una reacción que los oprime y que
atenta contra el progreso de la humanidad. Me parece ver aquí una clara
opción en favor del delincuente y en contra de la víctima. Es, en otras pa-
labras, la consagración de la ley del más fuerte; la ley del superhombre.
c) Considera que los defensores del libre albedrío no pueden justifi-
car el castigo, para lo cual recurre a un complicado sofisma que sintéti-
Puntos de pa nida
camente reza así: “La negaciÓn intencionada de la razón es la condición
para que un criminal merezca castigo (.. .) La razón no puede ser la cau-
sa que lo impulsa a obrar, porque la razón no debería poder decidir en
contra de los mejores motivos. Aquí entonces se recurre al concepto de
‘libre albedrío’: cuando no interviene ningún motivo y el acto se realiza
como un milagro, apareciendo de la nada, lo que interviene es el capri-
cho. Se castiga esta discreción en un caso en que no debe imperar el ca-
pricho, porque se considera que la razón que conoce la ley y la prohibi-
ción no habría podido dejar elegir y habría actuado como coacción y
fuerza superior. Por lo tanto, se castiga al criminal porque obra sin razÓn,
cuando debería haber actuado de acuerdo con razones (. . .) su acción no
tiene un ‘por qué’, ni un motivo, ni origen: es algo sin objeto ni razón. Sin
embargo, de acuerdo con las condiciones de penalidad antes expuestas,
¡tampoco debería haber derecho a castigar semejante acto! No podemos
hacer valer esta forma de penalidad, porque implica que no se hizo uso
de la razón; en cualquier caso, la omisión se ha hecho sin intención y só-
lo son punibles las omisiones intencionadas de los principios estableci-
dos. ..”*ª* .
La falla de este razonamiento es que parte de un concepto absoluto
de r‹zzóii (tal vez de la concepción hegeliana que vimos previamente), co-
mo si obrar libremente fuese equivalente a obrar tan sólo de un modo pre-
ciso, esto es, razonablemente, conforme un determinado criterio de razo-
nabilidad. Pero ello no es así. No es cierto que la razón no deberán poder
decidir en contra de los mejores motivos, porque hay tantas razones (racio-
nalidades, inteligencias, individualidades) como personas, y porque las
personas son diferentes: sienten, piensan, razonan y actúan diferente. Y
todos ellos pueden hacerlo en pleno y cabal uso de su razón o a falta de
ella: libres o determinados, culpables o inculpables, con independencia de
sus creencias, ideas o modos de razonar.
Es una contradicción considerar que la razón libre conduce a un úni-
co resultado, porque ello es incompatible con la libertad. Es algo asf co-
mo considerar Qtlt2 la libertad garantiza el éxito, cuando sólo asegura las
condiciones para triunfar o fracasar. Con razón decfa Karl PoPPER: “Es fal-
so que la creencia en la libertad conduzca siempre a la victoria. Tenemos
que estar preparados para el hecho de que pueda conducir a la derrota; si
elegimos la libertad, tenemos que estar preparados para perecer con
ella”*³ª
56 Primera parte
7. Mi posición: la teoría víctimojustificante de la pena
7. a. El planteo
No se puede responder la pregunta sobre la legitimidad de la imposi—
ción estatal de penas sin considerar, en igual plano de análisis, la situación
de las víctimas, las conductas reactivas que éstas pueden ejercer sobre
quienes las hayan afectado y las sanciones jurfdicas que se pueden válida-
mente imponer a esas reacciones privadas.
Así como el análisis sobre la justificación moral del Estado parte de
la anarquía, el análisis sobre la pena debe partir de la inexistencia de la
pena estatal. No hay que explicar el abolicionismo como alternativa al sis-
tema penal, sino la legitimidad de la pena frente al Estado abolicionista.
Si en ese Estado no se debe aplicar penas a los autores de delitos,
habrá que decidir desde el punto de vista ético-político qué hacer con
las acciones vengativas de las víctimas. Puntualmente habr:i que deter-
minar si serán merecedoras de una sanción y, en su caso, de qué tipo y
qué argumento de moral institucional justificaría esa coerción. Sería in-
teresante analizar, sobre todo, bajo qué teoría de la pena se legitimaría
una sanción penal dirigida por ejemplo al familiar de la víctima muerta
que mata al homicida que no ha recibido ninguna sanción del tipo pu-
nitivo. Estas cuestiones son esenciales, pero en general no son tenidas
en cuenta por los sostenedores del abolicionismo penal, ya que éstos si-
guen el recorrido argumental opuesto, que va desde la pena hacia su de-
saparición.
Salvo que se propugne la vuelta al estado de naturaleza, el Estado sin
penas debería establecer restricciones a la reacción privada. Ello requiere
indagar, con el mismo rigor garantista con el que se evalúa la situación del
autor de un delito, la cuestión sobre la legitimidad de las limitaciones y
sanciones impuestas a las víctimas. Creo que ése es el camino correcto pa-
ra analizar la justificación moral del castigo.
Es indudable que cuando el Estado renuncia a la pena pierde argu-
mentos morales para reprobar la venganza que los ciudadanos aplican por
su cuenta. Esto prácticamente quita sentido a su propia existencia que,
como vimos, se basa en la cesión de sus clientes del derecho (o, si se quie-
re, del impulso irracional) a la venganza. Por ello, corresponde centrar la
discusión en la legitimidad de la venganza privada y de las contramedidas
contra ella, teniendo en cuenta como premisa fundamental que ninguna
acción coercitiva dirigida a las “víctimas” puede ser vedada como sanción
contra el “victimario”. O, visto de otro modo, ninguna sanción que no se
pueda aplicar al autor del delito podría ser aplicada a la víctima del deli-
to por su acción vengativa; ¿con qué argumento moral aplicaríamos una
pena a la víctima que se vengÓ mediante una conducta igual a la cometi-
da por un victimario que, por argumentos deslegitimadores, no recibió pe-
na alguna? Evidentemente con ningún argumento coherente. Salvo que se
invierta la ecuación y el Estado cambiase de clientes para pasar a servir a
los victimarios del primer golpe (hoy llamados delincuentes). No podría
Puntos de partida 57
proteger a los del segundo golpe (las víctimas que se vengan) porque en
tal caso incurriría en un circulo lógico contradictorio.
Si se ahonda un poco en esta cuestión, se podría sostener, por vfa de
hipótesis, que la aboliciÓn de la pena requeriría su mantenimiento sólo
para quienes aplican la venganza; se podría justificar moralmente desde
la óptica de una extrema defensa social enderezada a proteger el estado de
cosas que permite la vigencia del abolicionismo. Entonces, la vigencia de
un “estado abolicionista” serfa el único bien jurídico (colectivo) a prote-
ger. El impiadoso sentimiento de venganza merecería una pena, por ser
contrario a las reglas sobre las que se basa la vigencia del principio de no
imposición de castigos.
Pero este estado de situación sería contradictorio e irracional, ya que
el principio de la “no pena” no se puede imponer con penas. Si se lo ha-
ce, la opción por el abolicionismo se transforma en la opción por la de-
fensa (en realidad la legitimación de la venganza) del delincuente frente
a las víctimas, y la renuncia de otorgar protección (en realidad legitima-
ción de la venganza) a éstas. Esta posición no sobrepasa los límites míni-
mos de justificación moral ni la m:1s elemental intuición de racionalidad
del derecho.
Por ello, creo que el Estado sin penas debería tolerar la aplicación de
penas (venganzas) privadas. Con lo que serfa un Estado con penas. Y nue-
vamente nos veríamos ante la contradicción, aunque en este caso no re-
sultaría contraintuitiva ni moralmente reprobable, ya que por lo menos
respetaría el principio de igualdad formal: cada individuo podría ejercer
contra los otros la violencia que le parezca razonable.
A esta altura, corresponde considerar la posibilidad de utilizar la jus-
ticia civil como herramienta para lograr la paz social: todas las conduc-
tas que afectan a terceros podrían ser sancionadas mediante indemniza-
ciones*3ª, ello incluiría tanto a la primer agresión (delito) como a la
respuesta (venganza). Si A mata a B, deberá pagar a C (familiar de B) la
indemnización correspondiente. Y si C mata a A, ocurrirá lo mismo con
los familiares de ambos. Lo que pasaría en ese caso es que se compensa-
rían los créditos respectivos y ello legitimarfa claramente la venganza pri-
58 Primera parte
vada, ya que todo lo que la víctima (o su familiar) tendría para perder, a
causa de la venganza, serfa su derecho indemnizatorio contra el autor del
delito. Nuevamente, el Estado sin penas es un Estado con penas (la ven-
ganza privada).
Una fÓrmula que podrfa remediar esta situación sería el estableci-
miento de una sanción adicional a la acción reactiva de la víctima: esta ac-
ción saldarfa la deuda del primer agresor (delincuente) y generaría una
sanción pecuniaria adicional al vengador (víctima). Esto también traería
serios problemas de moral institucional que atentarían contra la paz. Su-
pongamos que, dolosamente, A (que es insolvente) le corta un brazo a B
(que es solvente). ¿Con qué pagaría A la indemnización? ¿Y con qué argu-
mento moral sancionaríamos a B si éste dolosamente le corta el brazo a A
como retribución (venganza) por lo que éste le hizo antes? ¿Y qué pasa si
B (el que se venga) es insolvente?
La aplicación de una sanción adicional a la víctima que se venga me
parece insostenible desde criterios morales, contrapuesta al sentimiento
jurídico de la comunidad y éticamente disociadora de la sociedad. Ello es
así porque:
— el Estado no pudo evitar el ataque inicial y ello le quita méritos pa-
ra imponer una restricciÓn posterior consistente en la sanción adicional:
se trata del conocido principio según el cual nadie (en este caso el Estado)
puede invocar en su favor su propia torpeza;
— el Estado renunció a imponer un mal de similar valor al agresor y
ello le impide, desde el punto de vista del principio de igualdad, imponer
una sanción adicional a la víctima que, en el peor de los casos, habría co-
metido una conducta igual de reprobable (aunque desde el plano ético la
reprobación es abismalmente menor); dicho en otras palabras: la imposi-
ción de una sanción sin efecto (porque se cancela al agresor inicial y de
una sanción con efecto (la sanción adicional) a la víctima que se venga es
desigual;
— si el agresor inicial es insolvente (como generalmente ocurre según
las estadísticas esgrimidas por los proveedores teóricos del abolicionismo)
la sanción que se le impondrá no tendrá efecto alguno;
— la imposiciÓn de una sanción mayor a la víctima (para consagrar la
incompensabilidad de las sanciones) viola el principio de razonabilidad
(íii/ra XIII. 3) porque el bien a proteger (la citada incompensabilidad) es
de menor jerarquía (al menos en la mayoría de los casos en que se presen-
tarán estos dilemas) que el bien afectado por el agresor inicial;
— el plus de mayor sanción impuesto a la víctima que se venga no es-
tá en consideración a la lesividad de su acci6n sino a la vigencia de una
abstracción (el abolicionismo) ajena al daño causado al agresor inicial, lo
que sería contrario a un derecho penal liberal basado en la afectación de
terceros como límite al poder punitivo;
— es menos reprobable la conducta de quien se enfrenta al derecho co-
mo consecuencia de una agresión previa (que el Estado no pudo evitar),
Puntos de partida
que la de qtiien lo hace a partir de una decisión no condicionada por una
previa injerencia ilegítima de la víctima³ 34,
Por estas razones, creo que la justificación de la imposición de una
sanción mayor a la víctima inicial requeriría acudir a criterios de defensa
social que son ajenos a un Estado legitimado a partir de los derechos in-
dividuales. No es posible invertir la ecuación estableciendo sanciones (pe-
nales o no penales) respecto de quien, atentando contra el abolicionismo,
aplica penas naturales a quienes afectan sus derechos. Y esto nos condu-
ce nuevamente a la misma contradicción: el Estado sin penas es un Esta-
do con penas.
La ilegitimidad de la imposición de sanciones a la víctima por su ac-
ción vengativa constituye el argumento de moral institucional más fuerte
para la legitimación de la pena estatal. El Estado debe elegir entre dos ma-
les: castigar al que comete el delito (mediante una pena estatal o privada)
o castigar a la víctima que se venga. Y en el primer caso, debe elegir otrn
vez: castiga por sí mismo o permite que los particulares se castiguen so-
los entre sí de acuerdo a su criterio personal.
La opción por la venganza privada equivale a la desintegración del
Estado. Éste existe para garantizar la paz monopolizando la violencia y
reprobando toda otra salvo casos de delegación expresa (acciones directas
(9éFmitidas). El planteo abolicionista (la no pena) es en realidxil anarquis-
ta (el no Estado), y ello pone de manifiesto la incompatibilidad del plan-
teo abolicionista con la existencia de un Estado que imponga sanciones
pecuniarias o regule métodos privados de resolución de conflictos. No hay
Estado sin penas (privadas o públicas) y por ello el abolicionismo debería
proponer, para ser consecuente, la desintegración de la organización polí-
tica en favor de la anarquía.
Por esa razón, si se opta por el Estado, la opción de moral institucio-
nal será, entonces, entre dos males de más o menos igual entidad: la vio-
lencia estatal o la violencia privada.
Además de las razones expuestas por la teoría del Estado que escogí,
creo que la esperanza de pautar las decisiones publicas sobre la base de
principios inspirados en la razonabilidad (principios republicanos) y la
aspiración de participar en la toma de las decisiones públicas (democra-
cia) constituyen razones fuertes para elegir la pena pública en lugar de la
privada.
Hasta aquí, y como antítesis frente al abolicionismo, creo que pode-
mos tener por justificada la pena estatal. Corresponde, sin embargo, eva-
luar otros aspectos de esta justificación.
134 Los condicionamientos sociales o individuales que pueda tener el agresor inicial no
tienen relevancia respecto del análisis moral de la sanción que se le impondría a la víctima
que se venga, va que a su respecto sólo cuenta la situación objetiva a la que se enfrentó y en
el marco de la que ejecutó la venganza. Pelo, aun si contaran aquellos condicionamientos,
ci eo que son de menor intensidad que el condicionamiento (la agresión previa) que afecta la
motivación de la víctima que se venga.
60 Primera parte
7. b. Objeciones idealistas
La aspiración humana de justicia concibe ideales que se transforman
en metas o en medios para alcanzarlas, v'inculadas con la idea del bien co-
mún o felicidad general, o con principios inmanentes que se consideran
justos por sí mismos. La venganza no integra, en general, los ideales de
justicia de las personas, aunque paradójicamente los integra la pena; has—
ta es comiin oír: “¡quiero justicia, no venganza!”, como si el simple recur-
so de cambiar el nombre de las cosas (en el caso el de la violencia puniti-
va) pudiera modificar su esencia.
Ya vimos como NlETZScHE reconoce esta realidad: “Castigo se llama a
sí misma, en efecto, la venganza: con una palabra engañosa se finge de
modo muy hipócrita una buena conciencia” ªª. No pretendo ser hipócri-
ta. No me engaño y reconozco que la pena es pura venganza. Sólo que no
la rechazo, porque la concibo como el mal menor.
Otros, que también se dan cuenta del verdadero carácter de la violen-
cia (que podrá llamarse venganza, pena o justicia, pero que ontológica-
mente es la misma cosa), no distinguen por los nombres y proponen un
cambio radical consistente en su abolición. La reacción violenta, la ven-
ganza, el ojo por ojo, son deleznables como ideal humano y por ello no de-
berían admitir una justificación ética.
De hecho, si analizamos el /Vuevo Testamento veremos que, en contra
de lo que en general pregonan sus profetas, su doctrina moral es clara-
mente incompatible con la idea de venganza y puntualmente con la pena.
No otra cosa puede interpretarse de máximas tales como “Ustedes saben
que se dijo: ‘Ojo por ojo y diente por diente’. En cambio, yo les digo: no
resistan a los malvados. Preséntale la mejilla izquierda al que te abofetea
la derecha, y al que te arma pleito por la ropa, entrégale también el man-
to” ³ª; “Ustedes saben que se dijo: ‘Ama a tu prójimo y guarda rencor a tu
enemigo’. Pero yo les digo: Amen a sus enemigos y recen por sus persegui-
dores” El que no tenga pecado lance la primera piedra”³ ³ª; “Pero uno
solo hizo Ley y a la vez puede juzgar: el que es capaz de salvar o de con-
denar. Pero, ¿quién eres tú para juzgar al prójimoº” 139 “No devuelvan mal
por mal, ni contesten el insulto con el insulto” 140 “den al César lo que es
del César, y a Dios lo que a Dios corresponde” 141
Puntos de partida 61
La legitimación de la pena que propuse, que otorga prelación moral
a la venganza mediante la expropiación que el Estado hI1Cf2 de ella para
imponerla en nombre de las víctimas, y que reprueba su coerción, parece-
ría contraria a estos ideales iushumanistas (podrílllTlOS llamarlos “buenis-
tas”) y a la aspiraciÓn humana de perfeccionamiento moral. Aunque la
violencia y las ansias de venganza son propias de la naturaleza humana,
los “buenistas” prefieren la lucha contra esa naturaleza para lograr algún
día la prevalencia de la ética y conseguir una sociedad mejor.
Sé que es antipático pero debo discrepar con este idealismo. No sólo
porque los constructivismos que intentaron cambiar la naturaleza huma-
na fueron los fracasos más rotundos y vergonzosos de la historia de la hu-
manidad (y mostraron lo más reprobable de esa naturaleza), sino, esen-
cialmente, porque la condena ética a la venganza no encaja con la
agresión inicial.
Nadie se venga porque sí, ya que de lo contrario no habría venganza
sino primer ataque. La venganza es una respuesta contra una agresión ini-
cial aún más confrontada con el ideal y que a su vez lo descoloca porque
desnuda realidades incompatibles con él. Si la reacción contraria el ideal,
el delito lo hace aún más y ello demuestra que el modelo de justicia que el
“buenismo” pretende para los humanos no se corresponde con lo que és-
tos realmente son. O, cuanto más, lo transforma en un postulado mera-
mente anecdótico para la filosofía política, sin perjuicio de su legitimidad
como regla de conducta religiosa o individual.
Tampoco es válido el argumento de que reaccionar del mismo modo
importa colocarse a la misma altura ética del agresor inicial. Primero, por-
que una respuesta no es lo mismo que una agresión inicial; ésta carece de
un fundamento retributivo que le dé el mfnimo sentido o significado de
justicia. Segundo, porque no se trata de juzgar la valla ética del agresor si-
no su conducta y ya vimos que ambas (acciÓn y reacción) son diferentes
porque una es la consecuencia retributiva de la segunda. Tercero, porque
la reacción estatal no es de carácter brutal como el delito, sino racional, a
partir de la vigencia de las garantías que la preceden.
En conclusión, creo que desde el punto de vista ético-político, si la
condena contra el delito se queda en el plano discursivo de una ética idea-
lista, la reprobación contra la venganza tampoco puede traspasar ese um-
bral. Y la necesidad política de decidir entre otorgar prevalencia jurídica
a una por sobre la otra queda indemne, con lo que volvemos a la disyun-
tiva ética inicial que me llevó a legitimar la venganza y con ella a la pena.
7. c. úRetribución o prevención?
Cabe preguntar qué relación tiene esta teoría de la pena con las con-
cepciones retributivas y preventivas del castigo.
La doctrina víctimoJusti[ícante de la pena explica la razón ético-políti-
ca por la cual el Estado se encuentra ante la disyuntiva de aplicar una pena
al autor de un delito o bien permitir que las personas se las arreglen entre
sí. Esta “teoría de la pena” no se inmiscuye en las razones del castigo, esto
es, en los motivos por los cuales las víctimas eligen la reacción punitiva.
62 Primera parte
Cualesquiera que sean estos motivos el Estado debe tolerarlos en la medida
en que la reacción no se exceda de la éticamente admisible, esto es, de la
que se corresponde con la agresión que la precede. Entonces, es claro que
el fundamento ético-político que justifica la pena sólo es válido en la medi-
da en que ésta guarde proporción con la agresión; la reacción desproporcio-
nada es ilegítima y constituye en sí misma una agresión pasible de sanción.
Esto le da un claro sentido retributivo a pena. Ésta es el pago de un mal con
otro mal y nada más que ello. Pero ésa no es su justificaciÓn moral.
El criterio retributivo remite a criterios de justicia vinculados con el
merecimiento. Se retribuye lo que se merece, la pena paga la deuda y con
ello retribuye lo debido, la pena expía la falta cometida. De este modo, la
justificación de la pena se ata, también, al reproche que sustenta el mere-
cimiento. S61o se merece en la medida del reproche, en la medida en que
se pueda decir a otro: pudiste hacer lo contrario y no lo hiciste. Sin ello
no hay reproche; sin reproche no hay merecimiento; sin éste no hay pro-
porción y sin todo ello la reacción es injustificada. De este modo, la justi-
ficación víctimojustificante de la pena se vincula con lo que se conoce co—
mo principio de culpabilidad penal. Pero, claro está, este es un límite y no
su justificación.
¿Oueda algún margen para la prevención? Creo que sí, pero ella no
constituye en st misma el fundamento ético-polftico de la pena, sino un
motivo de imposición que debe ser tolerado por razones de moral institu-
cional. Supongamos que A pretende sancionar a B legítima y proporcio-
nadamente, y supongamos que su motivo para reaccionar es evitar que B
vuelva a agredirlo; lo único que cuenta para el análisis de moral institu-
cional es que la sanción sea legítima y proporcionada, ya que eso de por
sí veda al Estado la posibilidad de neutralizar la reacción y ello, como vi-
mos, justifica la sanción penal. Los motivos de la víctima para la reacción
son válidos cuales quiera que éstos sean, ya que no son ellos los que la le-
gitiman moralmente.
Ese es el margen de la prevención. Un margen residual que de todos
modos tiene sentido en una sociedad democrática, en la que los clientes
del Estado votan y deciden las razones por las que su mandante debe apli-
car penas; como deciden también diversas circunstancias vinculadas al
derecho penal que quedan dentro de lo moralmente admisible para un Es-
tado libertario, que nunca podrá hacer de más, pero siempre de menos en
la medida de que no afecte irrazonablemente las legítimas pretensiones
reactivas de las víctimas.
Claro está que no cualquier prevención es admisible. La prevención
especial sólo sería válida en su aspecto negativo (apartamiento del delin-
cuente de la sociedad) 42 y siempre que la pena impuesta sea la que co-
142 Cabe descartar, por supuesto, la pena de muerte, ya que ella es incompatible con un
Estado y un sistema de garantías orientados a disminuir riesgos a los bienes de las personas.
Una pena que frente al error judicial no puede ser dejada sin efecto no satisface los recaudos
mínimos de validez ético-política.
Puntos de partida 63
rresponda de acuerdo al merecimiento; pero jamás serfa admisible la pre-
vención especial positiva en su vertiente resocializadora, ya que la modi-
ficación de la personalidad del autor no es ni ética ni constitucionalmen-
te admisible. Sólo podría pensarse válidamente en una prevención
especial positiva, entendida como escarmiento personal derivado de la pe-
na en sí, dirigido al autor del delito que a partir de ella podría decidir no
volver a delinquir para no volver a sufrir ese mal; pero ello sólo sería ad-
misible en la medida que el escarmiento surja de la propia medida y ca-
racterística de la pena y que no se consiga mediante una modificación del
castigo o con un plus orientado a su obtención.
64 Primera parte
una pena moralmente legítima difiere radicalmente del tipo y magnitud
de las penas que se aplican en la actualidad.
La pena de encierro debe ser (desde este punto de vista ético) una me-
dida extrema limitada a situaciones de grave afectación de bienes prima-
rios, o de daños irreparables a bienes secundarios muy valiosos, u hostili-
dad manifiesta a la imposición de sanciones punitivas reparadoras. Son
situaciones frente a las que se encuentra en peligro la paz social o, en
otras palabras, casos en los que se genera un serio dilema de moral insti-
tucional respecto de las eventuales conductas reactivas de las víctimas.
Sólo en situaciones de este tipo el Estado se encuentra ante el dilema éti-
co que le impone optar por la víctima y le impide vedar una reacción pu-
nitiva. Cuando el conflicto es razonablemente “solucionable” mediante
una sanción no punitiva, la venganza que tiene esa caracterfstica no pue-
de ser admitida bajo ningún punto de vista. En ese caso el Estado debe re-
solver el conflicto a favor del delincuente y no de la víctima.
Este criterio no suministra una justificación apriorística que impida la
verificación de su justificación. Un sistema penal puede ser analizado a la
luz de ella y de ese análisis puede establecerse si las sanciones penales pre-
vistas en la legislación se refieren a conflictos en los que el Estado se en-
cuentra ante la disyuntiva que le impone tolerar la reacción punitiva de la
víctima y, consecuentemente, aplicar una pena en su nombre. Nos permiti-
rá deslegitimar, también, los sistemas penales en los que se expropia abso-
lutamente el conflicto, porque es indudable que una característica esencial
de la legitimación vfctimojustificante es que la víctima puede decidir y pue-
de acordar solucionar el conflicto por una vía ajena al sistema penal 143,
No está de más aclarar que la ubicación de la víctima como centro de
la escena de la justificación de la pena, no significa otorgarle un poder de-
cisorio absoluto para poner fin al conflicto (salvo en ciertos casos), ni sa-
tisfacer aspiraciones caprichosas de justicia. La dosificación de la vengan-
za racionalmente adecuada que será impuesta por el Estado se efectúa
desde el punto de vista de un observador imparcial. Desde ese enfoque se
verá que la teorfa de la pena ensayada es claramente limitadora y, aunque
parezca paradójico, los criterios estatales de persecución son significati-
vamente más represivos que el sentido de justicia racional de los ciudada-
nos en un estado de naturaleza pre-estatal 144,
Puntos de partida
La justificación a partir de los parámetros indicados no deja fuera de
la definición de pena a aquellas sanciones que no respondan a la legitima-
ción señalada. Al contrario, dado que la teorfa ensayada efectúa un análi-
sis de justificación moral (de “deber ser”), requiere tener una referencia
del “ser” respecto de la cual efectuar el juicio de legitimidad. Para saber si
determinadas penas como institución se contraponen con los parámetros
éticos legitimantes, hay que tener un punto de vista externo respecto del
cual efectuar el juicio de valor.
Justamente por esa razÓn (que se impone como único medio para
resguardar las garantías constitucionales) es necesario construir un con-
cepto material de pena totalmente desvinculado de su definición formal.
justicia racional, que satisfarían a las víctimas a partir de una adecuada proporción entre da-
ño sufrido y respuesta punitiva, requiere de un an:á1isis no contaminado colocado en una si-
tuaciÓn irreal. En otras palabras, situarse en la situación real actual impide juzgar con verda-
dero realismo la justeza de las sanciones penales.
66 Primera parte
Frente a la crisis del sistema penal, HENDLER³ 45 ha visto en el sistema
de enjuiciamiento público un aspecto rescatable que sugiere que la fun-
cionalidad del sistema no puede ser exclusivamente negativa 146 Con cita
de CHRISTIE, HENDLER considera que “la participaciÓn en los conflictos es
más importante que las soluciones que éstos tengan (...) de la trilogía que
conforman delito, enjuiciamiento y castigo, no sólo lo segundo es lo más
importante; bien podría pensarse que el castigo sea sólo el pretexto para
dar lugar al enjuiciamiento” 147 dado que “en el modelo de enjuiciamien-
to público, la idea subyacente es ventilar el conflicto, hacerlo explícito y
dar así lugar a la catarsis de su verbalización”³ 4 . En ese esquema, pare-
cería que el jurista argentino considera a la prevención general positiva
convergente con esta perspectiva l 49, Y ello es correcto porque la existen-
cia del proceso es en sí misma la afirmación de la ley, porque ella es, por
sobre todas las cosas, un mecanismo público (como opuesto a lo privado)
de reacción ante el conflicto. El proceso demuestra la existencia del Esta-
do y de la ley, la reacción privada es un símbolo de su desintegración.
Un Estado que funciona es aquel que cumple razonablemente los fi-
nes para los que fue concebido y, como vimos, la seguridad y el resguardo
de los derechos es el t'in esencial de la organización política. Y también vi-
mos que el punto angular en la legitimación del monopolio de la fuerza
(que impedía la existencia de independientes abstraídos del poder de im-
perio) era la mayor seguridad del sistema de enjuiciamiento estatal fren-
te a un sistema anárquico de actuación frente a los conflictos.
El problema de la prevención y de la fidelidad a las normas depende
de la existencia de mecanismos estatales en pleno funcionamiento. Cuan-
do el Estado actúa frente al delito, ya sea previniendo, ya sea interrum-
piendo los cursos lesivos, ya sea poniendo en marcha una investigación y
un proceso, la disuasión puede funcionar porque el Estado actúa y todos
lo pueden percibir y vivenciar. Y también se produce un efecto preventivo
especial, porque el autor del delito es alcanzado por la coerción estatal y,
con independencia del castigo que finalmente reciba, se ve personalmen—
te disuadido por la ley y en ciertos casos neutralizado.
Y no importa el resultado, no importa que se imponga finalmente la
pena o que se disponga de ella (por ejemplo mediante un acuerdo con la
víctima o mediante cualquier otro mecanismo de renuncia o transacción),
en la medida en que haya existido una respuesta oficial, pública y social
frente al conflicto.
145 HENDLER, Edmundo S., Enju iciamiento penal y con[Iictividad social, en BINDER, Al-
berto y MAiER, Julio B. J. (comps.), £:? derecho penal hoy. Homenaje al Pro[. David Bnigií ii, Ed.
Del Puerto, Buenos Aires, 1995, ps. 375-383.
146 Hr:NDbER, Enj uiciamiento penal y con[lictividad social, cii., ps. 376-377.
147 HrNntrit, Enjuiciamiento penal y con[lictividad social, cit., p. 378.
148 HENDLER, Enjuiciamiento penal y con[lictividad social, cit., p. 377.
149 HExDrER, Htt filitlollliP llto enal y con[Iictividacl social, cit. , (i. 378.
Puntos de partida 67
La sensación de ilegal idad, de anomia, de inexistencia de ley; rio es
fruto de la impunidad sino de la inexistencia de presencia estatal, de pro-
ceso, de debate oficial en torno al quebrantamiento de las normas de con-
vivencia.
El proceso es considerado, con razón, una pena en sí misma, porque
constituye necesariamente una restricción de derechos y ocasiona en el
sujeto investigado un mal grave derivado no sólo de su duración y parti—
cularidades, sino de la incertidumbre que sufre el imputado sobre la posi-
bilidad futura de padecer un castigo.
Me parece claro que los fines preventivos del Estado no deben ser
abandonados, aunque la pena en particular constituya un elemento se-
cundario de la prevención, porque el Estado es en sí mismo una institu-
ción preventiva. Su presencia, su actuación, su eficiencia para Que no le
pase desapercibida la infracción de la ley es esencial para mantener la paz
social, la conciencia sobre la vigencia de las normas y, a largo plazo, la fi-
delidad de los ciudadanos al derecho.
La pena puede prevenir (y en todos los sentidos ya vistos porque ellos
no son excluyentes entre sí), pero eso no significa que en ello encuentre su
función, ni que la tenga, ya que en todo caso su remanente aptitud pre-
ventiva se deriva del hecho de ser parte de la actuación estatal que es, en
esencia, el factor de prevención. La pena es tan preventiva como el proce-
so en sí, como la actuación policial disuasiva y como toda la actividad pú-
blica enderezada a proteger los bienes jurídicos; y lo es sólo por formar
parte de esa actividad y no por su esencia ni por sus particularidades on-
tológicas.
Creo que ésa es la adecuada síntesis de la relación entre la pena y la
prevención de los delitos.
68 Primera parte
IV. La coerción punitiva
1. Introducción
El Estado monopoliza todos los aspectos de la coerción punitiva: la
prevención, que lleva a cabo mediante la actuación de la policía y demás
fuerzas de seguridad; la promoción de las investigaciones y el impulso de
la acción penal, que realiza mediante la actuación del Ministerio Público;
y el juzgamiento de los hechos, que compete al Poder Judicial. Incluso se
ocupa de la defensa, mediante la organización de defensores de oficio que
deben asistir a los imputados cuando éstos no designan abogados particu-
lares de confianza.
La coerción penal, tal cual la conocemos, tiene un sesgo netamente
inquisitivo y se construye sobre la base de la expropiación del conflicto
criminalizado ² 50. El Estado sustituye a uno de los protagonistas de la con-
troversia (la víctima) y decide por él, quitándole todo poder decisorio y ve-
dándole la posibilidad de cancelar el curso de la criminalización del autor
del delito.
El Estado se hace dueño del derecho a sancionar penalmente y se
transforma en único titular del ius puniendi. Existe, por tanto, una obliga-
ción estatal de castigar, que es inexorable en los sistemas que consagran
el principio de legalidad procesal, en virtud del cual la acciÓn penal no es
disponible por su titular y debe ser promovida en todos los casos y hasta
las últimas consecuencias *
Como consecuencia de la expropiación del conflicto, y en la medida
en que el interés de la víctima no cuenta en su solución, la situación de és-
Dice Julio B. J. MAinii (Derecho procesal peirnl, t. l, Fundainentos , 2' ed., Ed. Del
Puerto, Buenos Aires, 1996, p. g i 4›: “In »i›iriÓn es, en materia penal, el nombre del sistema
que abre la brecha, produciendo su transformaciÓn cualitativa, la verdadera revolución polí-
tica vinculada a la nueva forma de distribución del poder, el nombre que identifica a la con-
cepciÓn que entiende la actuaciÓn del Derecho penal como funciÓn del Estado. La transfor-
mación consiste, básicamente, en expropiar a los ciudadanos el poder de reaccionar contra cl
ofensoi y mandar a ciertos órganos del Estado a proceder de o(icio (per í nquís itíoiieiii), sin es—
perar ni atender a la voluntad de los individuos (per nccusnf íoriem), por una parte, y en insti-
tuir a la pena y al Derecho penal, en general, como un poder del Estado —sin duda, el arma
más vigoi osa y fuerte— para el control formal de los habitantes”.
15 l Cf. MAIER, Derecho procesal penal, t . I, cit., p. 828: “una vez promovida la persecu—
ciÓn penal, ella no se (puede) suspender, interrumpir o hacer cesar, sino por el modo y la for—
ma previsto en la ley procesal (irretractabilidad)”.
Puntos de partida 69
ta pasa a ser una mera excusa para habilitar el ejercicio del poder puniti-
vo. En otras palabras, el ataque a un miembro de la sociedad habilita el
ejercicio de una coerción que se considera orientada a evitar futuras ofen-
sas al resto de los ciudadanos o bien a realizar la justicia. De este modo,
la cuestión penal se transforma en un objetivo político prioritario, y tanto
el derecho penal como el procesal penal son vistos como herramientas ne-
cesarias para custodiar los “intereses superiores del Estado” y su propia
subsistencia.
Pero la expropiación de los derechos de las víctimas no es una condi-
ción necesaria para la existencia del Estado y del sistema penal. La pre-
tensión de expropiación es fruto de la creencia colectivista de que el deli-
to afecta a alguien más que a la víctima y, consecuentemente, de que los
demás miembros de la sociedad tienen derecho a reaccionar por ésta aun
cuando ella quiera lo contrario.
Las ideas preventivas de la pena (que buscan una prevención a futu-
ro, respecto de eventuales daños diferentes del causado a la víctima) ne-
cesitan de la expropiación del conflicto: si lo que previene es la pena, no
es posible otorgar a la víctima poder decisorio sobre su aplicación, porque
ello impediría una polftica criminal pública y uniforme y porque, en defi-
nitiva, la renuncia de la víctima importaria una renuncia a la prevención.
Con independencia de la crítica que estas posiciones merecen, me pa-
rece evidente que la restitución a los damnificados de su rol en la contro-
versia penal no afectaría el presunto efecto preventivo de la coerción pu-
nitiva, puesto que éste, de existir, no depende de la aplicación de una pena
sino del funcionamiento eficaz del aparato estatal, con independencia de
la solución particular a la que se arribe en el caso concreto.
2. Protección y reacción
Como hemos visto, el Estado detenta el monopolio de la fuerza. Por
ello queda en sus manos tanto la coacción preventiva (consistente en la
función policíaca dirigida a prevenir delitos) como la coacción reactiva
(que está dada por la potestad de imponer penas). La necesidad de reac-
ción pone de manifiesto el fracaso de la prevención, pero no cabe duda de
que ésta es preferible a aquél1a³ 52
La confusión entre ambos tipos de coerción ha sido vista como el ar-
did argumental para avasallar el estado de derechoª 53,. A la vez, y en la me-
dida en que se trasladen sin más los lfmites de la reacción punitiva a la pre—
'Bien decía Brccwi ( l 738— 1794) que “es mejor evitar delitos que castigarlos” (De los
cleliios y de las penas ( 1764), cit., capítulo 41.
' " ZAFFARONI, AIAGIA y SLOKAR, Derecho penal. Parte general, cit. , p. 47, sostiene que “la
confusiÓn entre coacciÓn directa y pena es el ardid del estado de policía para acabar con el
estado de derecho”.
70 Primera parte
ventiva, me parece que esa confusión es ideal para frustrar toda posibili—
dad de prevención real de afectaciones de bienes jurídicos y de potenciar,
indirectamente, las pretensiones que abogan por una mayor reacción.
Es necesario distinguir ambas facetas del monopolio público de la
fuerza, ya que a pesar de la íntima relación entre ellas, derivada de su na-
turaleza punitiva común (que está dada por sus características materia—
les), su confusión puede efectivamente atar de manos al Estado en su la-
bor preventiva pura o pretender depositar en la pena una función
preventiva de la que en general carece, al menos en la medida que se le
asigna.
Respecto de lo primero, es muy común que se pretenda limitar las po—
testades policíacas mediante argumentos propios de la limitación de la ac-
tividad reactiva del Estado. Y ello es un error porque trasladar sin más los
límites de la segunda a la primera importa lisa y llanamente la abrogación
de la potestad policíaca que a mi juicio es necesaria y constituye la verda—
dera actividad preventiva del Estado. Vayamos a un ejemplo, supongamos
que dentro de una entidad bancaria un policía observa a una persona ha-
blando por su teléfono celular y observando atentamente a otra que está
extrayendo dinero; supongamos que el policía ve que en el exterior del
banco hay otra persona en una motocicleta también hablando por celular;
por experiencia, el policía sabe que ése es el modo en que se prepara una
“salidera” 4 y tiene a su alcance el modo de evitarla, a pesar de que es dis-
cutible si estamos en presencia o no de comienzo de ejecución; la pregun-
ta es: ¿puede o no puede el policía dispersar a las personas que realizan
esas conductas?; lo que no es válido es aplicar una sanción (salvo que hu-
biese comienzo de ejecución) porque no existe afectación a un bien jurf-
dico que habilite la reacción penal. Sin embargo, ese argumento nada tie-
ne que ver con la función tuitiva de bienes, ya que ésta exige en muchas
ocasiones actuar antes de la afectación, justamente para evitarla. En el
ejemplo citado, me parece claro que la policfa debe ser dotada de herra-
mientas coercitivas para poner fin a ese tipo de comportamientos, como
por ejemplo la potestad de ordenar la dispersión de las personas (otorgan-
do a esa orden virtualidad tal como para que su incumplimiento pueda
constituir el delito de desobediencia ² ªª), o la facultad de requerir identifi-
cación y explicaciones sobre la presencia de los sujetos en el lugar. Por su-
puesto que no será admisible una sanción, siquiera del tipo contravencio-
nal, como en una época solía aplicarse en la Ciudad de Buenos Aires por
vía de los denominados edictos policiales que, por ejemplo, reprimlan la
conducta de merodear. Nótese como en ese caso se confundfa la coacción
preventiva con la punitiva, aplicando la lógica de la reacción a una situa-
154 presión con la que, en la jerga delictiva y policíaca, se denomina el robo de una
persona a la salida de una entidad bancaria.
155 Art. 239, CP argentino.
Puntos de partida
ción que sólo ameritaba el uso de una coerción preventiva mínima y ra-
cional. Esa confusión es fruto del dogma preventivista que asf como asig-
na a la pena funciones preventivas, traslada a la coerción preventiva las
características propias de la sanción penal. De esa confusión pecan tanto
quienes pretenden mayor coacción (abogando por la anticipación de las
sanciones, por ejemplo mediante normas tales como los edictos policiales)
como quienes trasladan los límites de la pena a la coerción preventiva
(proponiendo eliminar las facultades policiales de prevención).
Y respecto de la concepción preventiva de la pena se presenta la mis-
ma confusión, en la medida que se considera que con más penas y mayor
represión se bajarán los índices delictivos, cuando la realidad indica que
éstos dependen de factores sociales más complejos y que la utilidad pre—
ventiva de la pena es bastante limitada, en comparación con la mayor ap—
titud evitadora de delitos que pueden tener, por ejemplo, ciertos controles
policiales generales o la custodia o vigilancia de lugares.
Un Estado con capacidad para prevenir delitos debe tener potestades
suficientes para actuar antes de su comisión (como policfa y cuidador, y
sin excederse ni un ápice en esa función que, obviamente, no lo habilita a
sancionar), ya que de lo contrario no podrfa evitarlos. Lo mismo se nece-
sita, aunque con mayor dramatismo, para evitar conductas potencialmen-
te catastróficas * 56,
Y si queremos que la pena sea impuesta de forma racional, conforme
su sentido constitucional y como último recurso del Estado, debemos des—
pojarla del mito preventivo porque, de lo contrario (y tal como ocurre en
la actualidad), todo problema social querrá ser resuelto recurriendo a su
imposición, con independencia de su utilidad real.
Y entonces toda ley de cualquier tipo contiene alguna sanción puniti-
va, un reW erzo para asegurar los [tnes de la norma. Un síntoma de este des-
borde es la variedad de leyes complementarias de los códigos penales co-
mo por ejemplo las leyes de fomento y desarrollo del deporte² 57 de juegos
72 Primera parte
de azar*ª , de protección de los animales 159 de alcoholes ª 60 entre otras;
y ni que hablar de la pretensión de solucionar penalmente problemas ta-
les como la evasión fiscal 161 o el consumo y venta de drogas 2
Esta inflación penal es fruto de la incompetencia de la sociedad y del
Estado para encontrar soluciones reales a los problemas y, sobre todo, pa-
ra garantizar la convivencia. Es tan simplista como falsa la creencia de
que el derecho penal es la stiper vacuna con aptitud para curar cualquier
en[errnedad social. X no sólo es simplista y falsa, sino también peligrosa
porque adormece la búsqueda de soluciones reales, coloca a los ciudada-
nos a merced de un estado de policía y frustra la verdadera actividad pre-
ventiva del Estado.
El respeto de algunas pocas pautas generales permitirán, a mi juicio,
evitar estos inconvenientes: a) el derecho penal debe ser ultra iutitívo (ía—
[ra V); 6) no se debe depositar en la pena funciones preventivas y, si se lo
hace, debe quedar claro que su utilidad sólo puede ser residual (stipra 7. e);
c) no se pueden trasladar a la actividad preventiva, todos los límites inhe—
rentes a la actividad punitiva, salvo cuando éstas prácticamente se tocan
(íii¢rn ad‹:/eiida 3). Sobre esas mínimas bases veo alguna esperanza de éxi-
to en la tarea de racionalizar la coerción preventiva y punitiva, para otor-
garles un sentido político definido.
3. 2.Qué es la pena?
La definición de pena es esencial para el derecho constitucional pe-
nal. Si hay pena hay derecho penal y si hay derecho penal rigen sus garan-
tías constitucionales. De la definición de pena depende, entonces, nada
menos que la vigencia de las garantías.
Por esa razón, el concepto de pena no puede ser construido por la ley
sino que debe serlo de forma externa, desde una óptica sustancial y no for-
mal, ya que de lo contrario se permitirfa al legislador burlar las garantías
con el simple y burdo recurso de no llamar pena a aquello que sí lo es. Es
C?1OCtlt2nté ZAFFARONI en cuanto a que “si el derecho penal se quedase en el
plano formal, admitiría la derogación de la Constitución y de todos los prin-
cipios jushumanistas: el legislador podría obviar los límites que le imponen
las normas de máxima jerarquía con sólo asignarle a una ley funciones ma-
nifJestas diferentes o limitándose a obviar el nombre de las penas” ³ª3/164
Puntos de partida 73
Existen conceptos que necesariamente deben ser definidos en forma
previa a la propia ley. Esto nada tiene que ver con el dilema entre natura-
lismo o positivismo ni entre facticidad y normatividad, ya que, en defini-
tiva, es el propio derecho positivo el que establece las garantías y, con
ellas, instituye (expresa o implícitamente) determinadas herramientas pa-
ra asegurar su vigencia. La definición externa de ciertos objetos de refe-
rencia de las propias garantías (por ejemplo, el concepto de persona res-
pecto de la igualdad o, como vimos, el concepto de pena respecto de las
garantías del derecho penal) es una necesidad lógica del propio sistema
positivo que las establece. Es la propia Constitución que instituye las ga-
rantías la que manda definir la pena de forma externa a la ley para evitar
que aquéllas sean burladas. Debemos pues definirla.
Creo que la pena como ente prejurídico debe ser definida desde un
punto de vista puramente natural l65, Se deben indagar las características
ónticas de la sanciÓn punitiva y sobre esa base construir el concepto. Par-
tir de un análisis intuitivo de supuestos ‹zd doc no es un mal comienzo. A
su vez las denominadas teorías de la pena abren un camino para esa deli-
mitación. Nos brindan la noción de que la sanción penal es la que se apli-
ca como retribución de un mal con otro, o con la intenci6n de evitar que
el autor vuelva a cometer un nuevo mal (excluyéndolo o reeducándolo), o
para disuadir a los demás con la pena impuesta al autor, o para reforzar
en terceros la vigencia de la norma. En suma, la sanción que se impone
por esas razones (con independencia de la validez de éstas o de su verifi-
cación empírica) tiene un claro contenido punitivo, por contraposición a
las sanciones del tipo reparador propias de otras ramas del ordenamiento
jurídico * 66, Corresponde, entonces, detenerse en las características de la
sanción punitiva para delinear su concepto. Veremos que la pena:
— es la imposición de un mal, un daño, una limitación de libertades,
un menoscabo de los atributos del ser humano. Ese mal puede recaer so-
bre la vida, la libertad, la honra, los sentimientos o la propiedad;
— es un mal de entidad, que tiene un efecto simbólico denigrante, es-
tigmatizante y que trasunta desaprobación social 67¡
— es un acto de reacción ante un hecho. El mal no se impone porque
sí, sino en relación a una circunstancia previa que lo motiva l 68¡
165 Obviamente, nada impide que el legislador llame pena a aquello que no lo es, ya que
no existe ninguna objeción constitucional al establecimiento de garantías penales a casos no
penales. En todo caso se tratará de una ampliaciÓn y no de una reducción del ámbito de pro-
tección constitucional.
166 Jn el derecho administrativo también se imponen sanciones con fines preventivos
que no alcanzan a tener contenido punitivo, porque no revisten las demás características pro-
pias de la pena.
167 Similar, Nii×o, Los límites de la responsabilidad penal, cit., p. 205.
168 una consecuencia del ya citado principio de retribución (FcRiivioLi, Derecho y ra-
zdn, cit., p. 368).
74 Primera parte
— se impone como castigo, esto es, como escarmiento por la conduc-
ta previa;
— constituye un acto esencialmente violento;
— se la considera (con o sin razón) protectora de bienes valiosos. A pun-
to tal que se suele decir que el derecho penal “protege” bienes jurídicos;
— es considerada una herramienta evitadora de nuevos delitos;
— generalmente es impuesta por el Estado, o por un grupo de perso-
nas organizadas y con poder. Sin embargo, existen penas impuestas por
particulares, con autorización de un aparato estatal l69 () penas directa-
mente ilegales impuestas por cualquier persona* 70
Las sanciones jurídicas del derecho penal reúnen en general este tipo
de características, aunque no es necesario que todas ellas se encuentren
presentes. Cuantas más características de éste tipo reúna la sanciÓn, ma-
yor será su sentido punitivo.
De todos modos, el elemento distintivo de la pena frente a las demás
sanciones jurídicas, es el castigo que ella importa, con su gravedad mate-
rial y simbólica.
N o 171 señala dos características distintivas de la sanción penal. L‹z
primera. la pena constituye un sufrimiento dirigido a su destinatario; a di-
ferencia de lo que ocurre con otras medidas coactivas que, aunque también
ocasionan sufrimiento, no perderían su razÓn de ser si el Estado intentara
compensar1o³ 72 en el caso de la pena cualquier compensación del dolor
Que inflige a su destinatario le haría perder su cualidad esencial. La seguin-
da. que la pena constituye un símbolo de desaprobación respecto de la con-
ducta que motiva su aplicación 173 sostiene NINO: “Hay, por cierto, una re-
lación conceptual entre pena y delito, pero no es una relación directa. La
relación se da entre los juicios de desaprobación y las actitudes reactivas
que ciertos actos delictivos provocan y que se transfieren a las consecuen-
cias distintivas de esos actos, y la identificación de las medidas que impli-
can tales connotaciones estigmatizadoras como casos de pena” 174
Por su parte, ZAFFARONi la distingue por su carácter irracional y por-
que no es un medio idóneo para solucionar un conflicto como ya hemos
visto.
169 Sobre las penas impuestas por particulares ver Addenda 3, Pena y legftima defensa.
17 Si el concepto dejara fuera las penas ilegales no sería un concepto prejurídico y, con-
secuentemente, no serviría como heivamienta de contención.
171 Niza, Los lfmites de la responsabilidad penal, cit., ps. 203-204.
172 NINO, lbs /fiiiífés de la responsabilidad penal, cit., p. 204, cita el caso de las cuaren-
tenas que podrían ser por ejemplo compensadas económicamente por el Estado sin que por
ello pierdan su finalidad ni su esencia.
173 Nico, Los límites de la responsabilidad penal, ci t., p. 205.
174 i o, Los líiiiifes Je fu responsabilidad penal, cit., ps. 206-207.
Puntos de partida 75
Es cierto que la reacción penal generalmente no soluciona el conflic-
to real (ello ocurre porque existe una imposibilidad física de enmendar
daños pasados) y que constituye una violencia lindante con lo irracional;
no obstante, creo que no son éstos los atributos característicos de la pena,
que existirá incluso cuando la sanción constituya un acto racional que so-
lucione el conflicto. De hecho, es una aspiración legítima de los juristas, y
debería serlo de los legisladores, que el derecho penal avance junto con la
civilización, sustituyendo las penas inservibles por otras racionales y esen-
cialmente repaTadoras. Ése es uno de los objetivos del derecho penal
ultramínimo que se propone más adelante, que se caracteriza por sancio-
nes menos punitivas y más reparadoras pero que por su significado intrín-
seco no dejarán de ser penas.
175 STW\TENWERTH, Günter (Derecho penal. Pane general, i. I, El hecho pu nible, trad. de
Glfid S ROMeiio a II 2“ Ud. álemalld de 1976, Ed. Edersa, Madrid), reconoce que “según su ori-
gen histórico, estas medidas jurídico-penales no se concibieron sobre la base de especiales ne-
cesidades terapéuticas, sino con el fín de sortear las limitaciones que son consecuencia del
principio de cu lpabilidad” (p. 21).
76 Primera parte
ción. Y, para colmo, con pretensiones preventivo especiales que la pena no
podría válidamente tener.
Me parece evidente que estas medidas de seguridad generan una
grieta muy profunda al principio de culpabilidad y se sustentan en un de-
recho penal de autor. Como se sugiere más adelante al estudiar el último
estrato sistemático, la culpabilidad, como antecedente de la reacción pu-
nitiva, podría atender perfectamente a la reacción dual del sistema penal:
habría una culpabilidad habilitante de la pena y otra de las medidas pero
siempre una culpabilidad, porque ambas reacciones tienen carácter puni-
tivo. Sin ese mínimo reproche no podrá haber una reacción de ese tipo y
sólo quedará margen para una tutela basada en los principios del estado
de necesidad.
Respecto de los criterios preventivos que habilitarían restringir los
derechos de las personas nuevamente es pertinente la cita de NOzicK:
Puntos de partida 77
sas que los proponentes de la detención preventiva tienen que pensar y es-
tar dispuestos a sostener y pagar por ellos”, y concluye que “esto deja po-
co espacio, si es que alguno, a la limitación preventiva legítima” 179
Y, efectivamente, si se pretende restringir los derechos de las perso-
nas sobre la base de consideraciones utilitarias de este tipo no veo posibi-
lidad de legitimarlo sobre la base de una compensación que no sea com-
pleta; incluso cuando se trata de sujetos que han cometido ilícitos “no
culpables”.
5. La coacción directa
Dentro de coerción de naturaleza punitiva se incluye la denominada
“coacción directa” 180 en la que encontramos la actividad tuitiva de los
particulares (especialmente la legítima defensa² y el estado de necesi—
dad) y toda la coerción estatal dirigida a la cesación y evitación de cursos
causales lesivos de bienes jurídicos.
Ya he adelantado mi opinión de que el Estado debe contar con la
coacción suficiente para poder interrumpir los cursos causales lesivos de
bienes jurídicos, con anterioridad a que ellos constituyan actos de ejecu-
ción que habiliten una respuesta punitiva sancionatoria.
La coerción punitiva del Estado debe ejercer su verdadero rol preven-
tivo con anterioridad a la afectación de los bienes jurfdicos, porque luego
de producida esa afectación ya es imposible revertirla porque, al menos
hasta el presente (y hasta donde tengo conocimiento), el ser humano ca—
rece de la tecnología para revertir hechos pasados o volver atrás en el
tiempo.
Que el Estado cuente con potestades para prevenir delitos no signifi-
ca que debamos estar a merced del control policial permanente ni que las
esferas de privacidad e intimidad puedan ser invadidas discrecionalmen-
te por el poder público.
Creo que el debate más importante en materia de seguridad debe li-
brarse en relación a las facultades preventivas del Estado, porque es allí
donde se juega la suerte de los bienes jurfdicos. Y no me cabe duda que
ella depende tanto del otorgamiento de poderes suficientes al Estado pa—
ra impedir los delitos, como de la férrea limitación de su actividad para
evitar que las libertades individuales se vean menoscabadas más allá de lo
razonable (art. 28, CN) e impedir que el avance del Estado constituya en
sí mismo un foco de afectación de bienes jurídicos.
78 Primera parte
Las críticas dirigidas a las concepciones preventivas de la pena (tan-
to las que se ciernen sobre su legitimidad o respecto de su eficacia) deben
referirse a la validez de la coacción directa, ya que ésta es un tipo de vio-
lencia punitiva (estatal o privada) con un claro sentido preventivo que tie-
ne la particularidad de ser indiscutiblemente eficaz para evitar la lesiÓn de
un bien jurídico.
En el trabajo del Prof. ZAFFAROxi se analiza eXhaustivamente la rela-
ción entre la pena y la coacción directa y cuida muy bien de delimitar los
ámbitos de cada una de ellas, ya que cualquier confusión podría afectar se-
riamente su teoría negativa de la pena. En efecto, dado que la coacción di-
recta sirve para proteger bienes jurídicos (como ZAFFAROxiI expresamente lo
reconoce), la distinción con la pena es esencial, ya que desde su óptica la
pena, por definición, es un tipo de coacción irracional que no sirve para so-
lucionar conflictos sino sólo para suspenderlos en el tiempo. Por ello, ex-
presa tajantemente que “la confusión entre coacción directa y pena es el ar-
did del estado de policía para acabar con el estado de derecho” 182,
Es interesante el análisis que hace el jurista argentino de ciertas si-
tuaciones difíciles que, a mi juicio, ponen de manifiesto las falencias de su
crítica en bloque a la pena y resienten seriamente su posición. Comenza-
ré con la transcripción de ciertos párrafos esenciales.
Dice ZAFFARONI:
'" ZAFFARONi, ALaGiz SLoxnx, Derecho penal. Parte General, ci t., p. 47.
183 ¡deni.
Puntos de partida 79
rece abarcar las diversas tentativas de conceptualizarlo, éste tiene en común
con otras actividades delictivas su continuidad, en general —aunque no siem-
pre— emprendida grupalmente y que se prolonga de modo indefinido. La pri-
sioni zación de miembros del grupo es una coacción directa, pero no detiene
de inmediato la actividad del grupo, sino que lo va debilitando hasta conseguir
ese objetivo. No obstante, como esto puede demorarse también indefinida-
mente, no sería viable una coacción directa indefinida ejercida sobre personas
individuales en razón de la actividad que despliegan otros. Mientras la activi-
dad continúe, la pena (prisionización) de miembros del grupo, materialmente
hablando será coacción directa, y sólo será mero poder punitivo a partir del
momento en que cese la actividad y se prolorigue la prisioriizaci ón; inversa-
mente, si se agotase la pena antes del cese de la actividad del grupo, ésta ha-
brá funcionado en la realidad como límite racional a la coacción directa”.
184 Arr o i, Ar cix y SLoKAR, Derecho penal. Parte geiiernl, cit. , p. 48.
Primera parte
o depende de ello justamente la justificación? Y, desde el ángulo de los de-
rechos del detenido, ¿debemos afirmar acaso que la conducta de los de—
más afecta su situación personal? ¿No lesionaría ello el principio de in-
trascendencia de la pena y el principio de dominabilidad?
Cabe preguntarse, también, cuál es la razón que hace presumir que
en este caso de ser dejado en libertad el individuo volverá a unirse al gru-
po y, consecuentemente, a reincidir en la actividad delictiva grupal. ¿Por
qué sí en los casos de organizaciones y por qué no en los casos de delitos
cometidos individualmente?
¿Cuál es la diferencia axiológica entre estas situaciones? Personal-
mente no veo ninguna y por ello creo que la disquisición que realiza
ZAFFARONi contradice el resto de su teoría negativa de la pena.
Hay que tener presente que el recurso argumental de definir la pena
por exclusión (como aquello que no sirve) podría funcionar en este caso
como una trampa que de antemano, y por una opción definicional, deter-
minaría la respuesta: que consistiría en afirmar que en un caso la deten-
ción se legitima porque sirve y en el otro no se legitima porque no sirve.
Pero la pregunta es otra, ¿por qué en un caso una detención (que es un he-
cho de la realidad materialmente firme para caracterizar una reacción pu-
nitiva) es legftima por el hecho de su utilidad para prevenir futuros deli-
tos, mediante el apartamiento de su autor, y por qué en el otro caso no lo
es?; y tal vez este interrogante ético presuponga otro de carácter empíri—
co, ¿por qué razón la detención sirve como prevención en un caso y no sir-
ve en el otro?
Y cabe preguntar, también, qué ocurre con los casos de terrorismo no
organizado. ¿Es legítima también en ese caso la detención? ¿Podríamos
decir que ésta se justifica en la decisión (trasuntada en la comisión de de-
litos concretos) de llevar a cabo de forma continua determinados actos te-
rroristas? , ¿no importaría ello un derecho penal de mera voluntad?
Estas inquietudes son dramáticas si previamente se demoniza a las
concepciones preventivas de la pena. Pero si, en cambio, se parte de una le-
gitimación independiente a la prevención (por ejemplo, desde la posición
víctimojustificante) y a partir de allí se reconoce validez a la aspiración
preventiva de los ciudadanos, los conflictos axiológicos se diluyen. Si la
mayoría consagra leyes que sancionan con privaciÓn de libertad a quienes
cometen actos terroristas, con el argumento de que de ese modo se los
aparta y se evita que vuelvan a cometer delitos o invocando el efecto pre-
ventivo general de esa privación de libertad, esos motivos políticos no afec-
tan la legitimidad externa de la norma, en la medida en que la aplicaciÓn
de una pena en ese caso se justifique moralmente a partir de los criterios
asumidos anteriormente. La obtención de un beneficio utilitario (que, co—
mo vimos, en las posiciones de Nico y FERRAJOLi es condición necesaria de
la legitimidad externa), no puede ser criticada aun cuando no se asuma co-
mo válida una legitimación basada en la obtención de ese beneficio, en la
medida de que exista una razÓn independiente de justificación axiológica.
Ello es asf, porque esa razÓn independiente (la legitimaciÓn externa) no
Puntos de partida 81
funciona como un fin en sí mismo sino como un límite de legitimidad im-
puesto al poder (esto es, a la mayoría) que decide reaccionar punitivamen-
te, y que no tiene por qué inmiscuirse en las razones que motivan ese acto
de poder. Por ello, si a la mayoría se le ocurre aplicar sanciones preventivo
especiales o preventivo generales, podrá hacerlo mientras que no infrinja
las condiciones básicas de legitimidad axiológica.
Hay que tener siempre presente que los criterios de legitimación (ex-
terna e interna) establecen límites a la política criminal que, precisamen-
te por su carácter político, trasunta la voluntad de quien detenta el poder
respecto de las circunstancias bajo las cuales éste debe ser ejercido, y con
qué intensidad, modalidad, etc. Los principios internos de validez (se tra-
ta de los consagrados en la Constitución) imponen un límite de derecho
positivo a la voluntad del poderoso, pero en la medida en que ese lfmite
no sea superado no es censurable la razón (tal vez irracional) por la cual
se pretende determinado ejercicio de poder; si una población alienada de-
cide sancionar leyes que castiguen todos los robos con penas de encierro
suponiendo que con ello se evitarla que los autores cometan nuevos deli-
tos, nadie puede censurar la motivación por la cual esa gente votó a los le-
gisladores con esas propuestas ni las razones por las que éstos sanciona-
ron esas normas; lo único que se puede hacer es cuidar que se cumplan
los recaudos mínimos de legitimación interna; si éstos se cumplen la mo—
tivación es insustancial respecto de la validez. También ocurre algo pare—
cido respecto de la legitimación externa (ético-polftica), ya que los moti—
vos irracionales que determinan la punición pueden ser admitidos en la
medida en que se respeten los principios de moral institucional que justi-
fican el castigo; si una víctima pretende vengarse para enviar un mensaje
a futuros agresores o para anular una futura agresión del autor, ése es un
problema suyo en el que nadie se puede inmiscuir, en la medida de que se
respeten todos los principios ético-políticos y constitucionales que condi-
cionan la legitimación del castigo.
Primera parte
V. El derecho penal ultramínimo
:t. Introducción
En épocas de inflación penal, en las que todo conflicto humano se
pretende resolver con la amenaza y aplicacidn de una pena, se manifiesta
con mayor crudeza la inoperancia del sistema penal para alcanzar sus su-
puestos fines, y su enorme utilidad para provocar males mayores, tales co-
mo la disociación, el aumento de la violencia y de los delitos, la destruc-
ción de vidas y de familias, el ataque a los ámbitos de libertad, la opresión
ilegítima de los más débiles y el encubrimiento de la solución real de los
conflictos. Ya decía con razón BEcCARiA que “prohibir una muchedumbre
de acciones indiferentes no es evitar los delitos sino crear otros nue-
VOS” '85
La justificación ética de la pena que asumí como válida no importa
un juicio de valor afirmativo respecto de ella, ni le asigna una utilidad so-
cial directa. No es bueno que las personas asuman actitudes vengativas
entre sí, pero la reacción frente a la agresión es un dato de la realidad que
coloca al Estado frente a la obligación de decidir entre dos males: repro-
bar mediante una sanción el primer ataque (al que de ser reprobado se de-
nominará delito) o sancionar al segundo ataque (la venganza, que de no
ser reprobada se denominará pena). El Estado se encuentra frente a esa
disyuntiva y personalmente me he inclinado a favor de la pena, sin que
ello signifique valorarla en general como un hecho positivo (más allá de
que en algún caso pueda serlo) ni otorgarle mayor utilidad de la que mar-
ginalmente puede tener. La legitimación víctimojustificante asume los ca-
racteres negativos intrínsecos de la pena y constituye una pauta ética re-
ductora y deslegitimadora de la realidad actual de los sistemas penales;
porque es intolerable el derroche en el reparto del dolor.
La consideración de la pena como un hecho en st mismo negativo
contrasta con la inflaciÓn penal que caracteriza a casi todos los Estados
modernos. Desde el punto de vista ético-político (y no involucro aquí, en
principio, razones constitucionales) me parece indudable que el derecho
penal, en cuanto herramienta habilitante del reparto de males, debe que-
dar reducido a su mínima expresión; debe ser un derecho penal ultramí-
nimo; al menos en lo que a la privación de libertad se refiere.
Puntos de partida
SiTltéticamente, las razones axiológicas por Ías que opto poT un dere-
cho penal ultramínimo son las que detallo a continuación.
— El Estado liberal debe ser necesariamente mínimo e incidir lo me-
nos posible en la vida de las personas. Siendo el derecho penal la herra-
mienta más poderosa del orden polftico, un derecho penal más que míni-
mo es incompatible con un Estado custodio de la libertad individual.
— El sistema penal funciona de manera escandalosamente desigual.
Como regla general alcanza a los menos poderosos y deja fuera de su ra-
dio de acción a quienes detentan el poder (y es comun, además, que fun-
cione como una herramienta al servicio de éstos para acrecentar su poder
y enriquecerse a costa de la sociedad). Además, el sistema se ocupa de la
investigación de los delitos de forma inversamente proporcional a su gra-
vedad real.
— El sistema penal no sirve para cumplir los fines que se esgrimen co-
mo excusa para justificar su constante expansión. Según la lógica puniti-
va, la inflación penal debería disminuir la curva de delitos, pero la reali-
dad demuestra que ésta es totalmente independiente del aumento del
poder del sistema.
— El hecho de que, en general, la pena no sirva para prevenir delitos
no significa que no tenga efectos contra preventivos, derivados de su im-
posición irracional 186,
— La pena es cruel; es, intrínsecamente, un acto de maldad. Sólo po-
demos tolerarla éticamente como mal menor frente a hechos cuya grave-
dad nubla la razón e impiden supeditar el conflicto a una solución razo-
nable. En sus vertientes más violentas la pena sólo puede ser admitida
cuando la gravedad del delito no deja más remedio que resignarse frente
a ella.
— El funcionamiento real del sistema penal irradia poder punitivo a lí-
mites que van más allá de su consecuente formal. En otras palabras, cada
norma procesal o sustantiva que habilita una coerciÓn punitiva formal pro-
duce en los hechos una expansión enormemente mayor que la formalmen-
te habilitada. Esa expansión cercena severamente la libertad ciudadana.
— En general el daño real que causa la criminalización (considerando
todas sus facetas y no sólo la pena que eventualmente se impone, y tenien-
do en cuenta a todos los involucrados y no sÓlo al de/íitciieii/e) es despro-
porcionadamente mayor que el daño causado por el delito.
Con razón decfa Brccniiix: “Si se destina una pena igual a los defi tos que ofenden
desigualmente la sociedad, los hombres no encontrarán un estorbo muy fuerte para cometer
el mayor, cuando hallen en él unida mayor ventaja” (De los delitos y de las penas, cit., cap. 8).
Agregaría: si todos los conflictos se criminalizan todos nos trallsformamos en criminales (por-
que todos nos vemos envueltos cotidianamente en conflictos) y ello nos transforma art cm —
tra nuestra voluntad en partícipes de la espiral de violencia que siempre opera de forma as-
cendéllte. Es imperativo, entonces, limitar a lo estrictamefl te fteCeSario la criminalizaciÓn de
un conflicto.
84 Primera parte
— La pena, como vimos, es la venganza expropiada y el Estado, como
administrador de esa venganza, debe reducirla a límites mínimamente ra-
cionales, para no transformarse en un enemigo más de los ciudadanos y
para mantener, como Estado, su prevalencia ética frente a la anarquía.
Estas razones axiológicas subyacen en el trasfondo del constituciona-
lismo liberal que consagra los derechos individuales como pautas a las
que debe subordinarse el poder estatal, y que limita este poder en benefi-
cio de los ciudadanos. Por esa razón, estos criterios se trasuntan positiva-
mente en el denominado principio de reducción racional, del que a su vez
surgen los principios de ultima ratio y razonabilidad (íii/ra XIII).
Es por ello que me inclino por un derecho penal ultramínimo, que en
su parte especial debería estar limitado a unos pocos casos cuya despena-
lización colocaría al Estado frente a la disyuntiva de tener que permitir o
sancionar venganzas privadas casi seguras (y no reprobables desde la óp-
tica de la moral institucional). El resto de los casos deberían ser regulados
mediante un derecho sancionatorio (que por razones garantistas debería
ser considerado derecho penal), despojado del sentido estigmatizante, dis-
criminados, invasivo, desproporcionado e irracional del sistema actual.
Mi propuesta (que rio es novedosa por cierto) es que el derecho penal
debería dividirse en dos.
187 La privación de libertad debe funcionar como reaseguro de las demús sanciones,
porque muchas de éstas no pueden hacerse valer por sí mismas. Por ejemplo, la condena a
realizar tareas comunitarias no puede ser compelida por‘ la fuerza porque es una obligación
de hacer, que necesita de una coerción alternati\-a que asegure su cumplimiento. A veces ello
puede lograrse con la multa, pero ello terminaría transfoi-man‹lo todas las sanciones penales
en una cuestión económica. Por ello, es v:ilido que el incumplimiento de una condena corres-
pondiente a un delito menor dé lugar a la pena de encierro por dos vías alternativ'as: a) me-
diante su consideración como delito mayor en sí mismo; o b) considerando a la pena de en-
cierro conto alternativa a la sanción aplicada (en tal caso queda en manos del destinatario
elegir cuál de las dos cumple).
Puntos de partida 85
guientes sucesos: atentados contra la propiedad ³ , atentados contra la in-
tegridad física de menor importancia, atentados COfltra C?1 honor, conduc-
tas vinculadas a la producción, financiamiento, tráfico, venta, tenencia o
consumo de estupefacientes, falsificaciones documentales, infracciones
vinculadas a la emisión de cheques, atentados poco significativos contra
la integridad sexual, sobornos e ilícitos funcionales de menor cuantía,
contrabando, evasión impositiva, “lavado” de dinero, determinadas false-
dades testificales, usurpaciones, infracciones vinculadas a desobediencias
a la autoridad pública, y encubrimiento, entre otros.
La no aplicación de la pena de encierro en este tipo de situaciones
(que actualmente prevén esa pena en casi todos los países) y su regulación
mediante sanciones alternativas no estigmatizantes, no colocarla al Esta—
do frente a la disyuntiva de tener que permitir o sancionar una venganza
esperable y moralmente legítima. Además, ello permitiría asignar a la pe-
na alternativa a la prisión una utilidad real para la solución de conflictos
intersubjetivos y una razonabilidad de la que hoy carece.
Mediante el derecho penal menor se tipificarían las conductas enun-
ciadas negativamente como ajenas al derecho penal mayor.
Esta subclase de derecho penal debería reunir las siguientes caracte-
rísticas: a) ausencia de penas corporales; b) aplicación de sanciones pri-
mordialmente reparativas o tuitivas; c) ausencia de registro de anteceden-
tes; d) amplitud total para que el acuerdo razonable con la víctima (o la
propuesta racional de reparación no aceptada por ésta pero admitida por
el juez) cancele el delito.
Y no debería dejar de ser considerado derecho penal porque la inclu-
sión de determinado ámbito jurídico dentro del derecho penal constituye
una forma de control mediante las garantfas del derecho punitivo; y ello
es necesario teniendo en cuenta que, aun ante la ausencia de penas corpo-
rales, las sanciones jurídicas y el sentido reprobatorio que ellas tendrán
mantendrán un sentido punitivo simbólico que justificará su considera-
ción como sanciones penales.
Las sanciones que se aplican en la denominada materia contravencio-
nal tienen un innegable contenido penal conforme la definición de pena
que hemos dado, razón por la cual la consideración de esta rama jurídica
como derecho penal es indispensable para la vigencia de los principios
constitucionales. De lo contrario incurrirfamos en el recurso prohibido de
asignar consecuencias jurfdicas en función de las denominaciones, en lu-
gar de hacerlo sobre la base de las realidades materiales.
Si se implementara la reducciÓn del derecho penal propuesta previa-
mente, se produciría una superposición entre el derecho penal menor y e1
’Ya eft 1764 BECCARIA decfa que “los hurtos, que no tienen unida violencia, deberían
ser castigados con pena pecuniaria” (De los delitos y de las penas , cit., cap. 22).
86 Primera parte
derecho contravencional, no sólo por la naturaleza de las sanciones, sino
por el sentido tuitivo y reparador de conflictos que tendrían las disposi-
ciones.
A mi juicio, en un Estado ideal en el que rigiera el derecho penal ul-
tramínimo, el derecho contravencional sería innecesario, o bien podrfa
absorber al derecho penal menor en la medida que los Órganos locales
contaran con competencia para ello.
Pero lo cierto es que en la mayoría de los casos el órgano local care-
ce de competencia penal por lo que no se encontrarla habilitado para re-
gular la materia contravencional.
189 para ello me remito al concepto natural de pena adoptado previamente (siiprn
190 Z ARONi, ArncLv y SLOKAR, Derecho penal. Parte general, ci t . , ps. l 68—172.
191 ZAFFARONI, ALAGIA )' SLOKAR, Derecho fienal. Parte gefier‹iI, eii., p. 169.
Puntos de partida 87
ta a los estados locales a dictar leyes contravencionales ²²² 3, ya que ello
es manifiestamente violatorio del principio de legalidad y puntualmente
de la exigencia de les scripta (íii/r‹z X. 1). Además, la Constitución es una
herramienta destinada a proteger a los ciudadanos frente al poder estatal,
razón por la cual no puede ser interpretada más allá de su texto expreso
para habilitar potestades coercitivas en contra de las personas.
No es cierto que se trate de una construcción iii houdini pq p194, Lo
único que beneficia al imputado es la invalidez constitucional de la nor-
ma penal dictada en función de una interpretación analógica y consuetu-
dinaria de la Constitución. Ninguna interpretación “consuetudinaria” que
habilita poder punitivo es iii bonam parte.
Y si bien es cierto que el objetivo táctico de la construcción legitiman-
te del derecho contravencional es su contención garantista, mucho más
cierto es que: a) la mayor contención la provee la descalificación constitu-
cional por lesión del principio de legalidad; y 6) la contención propuesta
por la “doctrina legitimante” no deja de constituir un argumento subsidia-
rio para el caso de no admitirse la invalidez que aquí se postula.
Existe un argumento más que me lleva a sostener la inconstituciona-
lidad de la regulación contravencional en la Argentina. Para la lógica de la
Constitución argentina la ley penal debe ser general, para todo el país, y
por esa razón es el Congreso el encargado de sancionarla. La admisión de
iriicro derechos penales locales contraria la generalidad consagrada en la
Constitución y atenta contra los principios de certeza y culpabilidad (que
luego se analizarán), ya que no cabe duda de que la diversidad de regula-
ción punitiva es fuente de confusiones sobre su real alcance. Como el pre-
cepto constitucional es claro en cuanto a la generalización de la ley penal,
ésta no se puede desvincular de los citados principios, por lo que la dis-
persiÓn punitiva genera, sin dudas, un severo menoscabo a la vigencia de
éstos.
'" ZAFFw NI, ArAGIA y SLOKAR, Derccho penal. Parte gene ral, cit. , p. 170.
'’ En sentido coincidente, BuIAx, Javier y CnvaLiERE, Carla, Derecho contravencional v
stt procedía ienio. Trataniien to exegét ico de los cddigos contravencionales de la Ciudad cte Bue-
nos Aires , Ed. Ábaco, Buenos Aires, 2003, ps. 30-33. Consideran al derecho contravencional
como derecho penal, aunque como “un derecho penal menor en cuanto a la magnitud o can-
tidad del daño v la pena”, y sugieren la derivación de la prerrogativ’a local para dictarlo “del
orden histórico constitucional”, que lleva al legislador nacional a permitir la reasunci6n de las
pr ovincias de la materia penal de menor cuantía.
' ª ZAITARON , AbAGiA v srO R, Derecho penal. Pa rte general, cit. , p. 170.
Primera parte
VI. Las disciplinas penales
1. Introducción
Es muy común que al comenzar un libro sobre derecho, criminolo-
gfa, sociología o cualquier otra de las denominadas ciencias sociales, los
autores utilicen varias páginas para analizar si su materia es o no una
ciencia, y en su caso de qué tipo, y cuál es su objeto y método de conoci-
miento. Aparentemente estas precisiones tienen un gran significado, ya
que permiten dotar de seriedad (validez científica) a las conclusiones a las
que se arriban siguiendo el método de la ciencí‹z o disciplina en cuestión,
y también para desechar aquellas que no respetan ese método.
En general todo este esfuerzo argumental es en vano porque en el de-
sarrollo posterior de los libros, el método de análisis y las conclusiones,
no tienen nada que ver con el eii/oque epistemológico inicial, sino con las
opiniones o preferencias del autor.
La mayoría de las veces la definición de un método, objeto y rumbo
para la disciplina es inocua: no se respeta en el désllrrollo posterior ni t1t2-
ne una pretensión excluyente de posiciones divergentes. Sin embargo,
cuando sí se tiene esa pretensión (como ocurre con ciertos desarrollos de
la criminología moderna) la definición inicial no es anecdótica y puede
adquirir un contenido totalizador contrario a la posibilidad de disidencia.
Me abstuve de comenzar este trabajo con definiciones de este tipo
porque carecen realmente de sentido. Nadie tiene el monopolio de la ver-
dad y no podemos admitir que mediante la exigencia de un método, de un
objeto o de una determinada coherencia se pretenda condicionar el desa-
rrollo y la expresión de las ideas. Los técnicos de la epistemología no pue-
den iniponernos nuestra forma de pensar, razonar u opinar. A lo sumo po-
drán decir que somos incoherentes, que no respetamos las reglas de la
lógica, que afirmamos falsedades o simplemente que no están de acuerdo
con nosotros. Lo demás es puro autoritarismo cientificista.
A mi juicio, la única diferenciación que podría tener algún sentido
científico, es entre aquellas conclusiones respecto de las que puede predi-
carse su verdad o falsedad mediante un método de verificación empírica
o de un análisis lógico, de las que sólo pueden ser objeto de acuerdo o de-
sacuerdo por consideraciones valorativas. Respecto de las primeras, la
discrepancia puede ser, por ejemplo, en cuanto al método a utilizar, en
cuanto a su correcta utilización, etc.; mientras que respecto de las segun-
das, el disenso puede sustentarse tan sólo en el mero capricho o gusto per-
sonal. También están, obviamente, las zonas grises en las que se utilizan
ambos tipos de consideraciones a la vez. Un ejemplo de estas zonas grises
Puntos de partida 89
es el método dogmático del sistema del hecho punible¡ se trata de un aná-
lisis lógico pero que se encuentra imbuido de consideraciones valorativas
que pueden modificar el contenido de las premisas o directamente renun-
ciar a la lógica en pos de una solución “correcta”.
En los puntos que siguen expondrá los conceptos y las nociones fun-
damentales de las disciplinas penales, sin prestar mayor atención (como
contenido definitorio) a la “cuestión epistemológica”. Los etiologistas son
tan criminólogos como los críticistas,’ los conceptualistas son tan penalis-
tas como intuícionistas, y así en todos los casos y con independencia del
método que utilicen en sus razonamientos, que de todos modos será im-
portante a la hora del debate, ya que éste será empírico o valorativo de-
pendiendo de la naturaleza del juicio de que se trate.
2. El derecho penal
El derecho penal es el conjunto de normas sustantivas quie establecen
cuándo corresponde la habilitación de la coercidn punitiva y, en su caso, de
qué tipo. Su característica esencial es la sanción asociada a la conducta
prohibida, que conocemos con el nombre de peitn. Allí donde hay una pe-
na hay derecho penal. Por ello, de la definición de pena depende la defini—
ción de derecho penal y la vigencia de las garantfas que le son propias.
Se lo ha definido también como “aquella parte del ordenamiento ju-
rídico que determina las características de la acción delictuosa y le impo-
ne penas o medidas de seguridad” (WELZEL) 196; o como “la suma de todos
los preceptos que regulan los presupuestos o consecuencias de una con-
ducta conminada con pena o con una medida de seguridad y corrección”
(ROXIN)196, , ya desde una perspectiva crítica, se sostiene que “el derecho
penal es la rama del saber jurfdico que, mediante la interpretación de las
leyes penales, propone a los jueces un sistema orientador de decisiones
que contiene y reduce el poder punitivo, para impulsar el progreso del
Estado constitucional de derecho” (ZAFFARONI) 197,
El derecho penal debe ser concebido como un límite al poder puniti-
vo y no como una herramienta habilitante de dicho poder. Si bien es cier-
to que de toda justificación surge un lfmite (en tanto veda todo lo no jus-
tificado), creo conveniente rescatar de cada instrumento jurfdico su
función esencial, porque ello sienta un criterio de solución de los casos
dudosos y establece el modelo de interpretación que corresponde. Consi-
derar al derecho penal como lfmite al poder de hecho que detentan los Ór-
ganos de persecución (poder expropiado a los ciudadanos y preexistente
WrrzrL, Hans, Derecho penal alemdn, 3' ed. en castellano, trad. de Juan BUSTOS m-
MtREz )’ Sergio YáSrZ PüREZ, Ed. Jurídica de Chile, p. 1 l .
196 ROXIE, Claus, Derecho penal. PaMe general, t. I, Fu ndamentos. La estructu ra de la teo-
ría del delito, trad. de Diego Manuel LuZÓH PEÑA, Miguel Dfaz v Gmctv CoNLreno y Javier or
Vicc×rr Ruxizsar, Ed. Civitas, Madrid, 1997, p. 41.
197 Zwrwo×i, Ai/icLv y Sroxzs, Derecho penal. Pude geitern?, cit., p. 4.
Primera pane
al derecho y al propio Estado) impide llevar a cabo interpretaciones for-
malistas, extensivas o absurdas de la ley penal, ya que cualquiera de ellas
serfa contraria a la finalidad propia de esta rama del derecho.
El derecho penal es parte del derecho público * . Como vimos, no só-
lo opera como límite a la potestad coercitiva del Estado sino que, como
contracara, establece los presupuestos que habilitan su ejercicio que cons-
tituye, sin dudas, la manifestación más violenta del poder polftico del Es-
tado (fronteras adentro).
El derecho penal es derecho público en sus dos caras: como habilitan-
te del poder del Estado, porque éste se involucra como protagonista del
conflicto; y como límite a ese poder, porque a la organización política le
interesa el resguardo de los lfmites (una de sus funciones primordiales es
preservarlos y hacerlos valer), incluso frente a la desidia o desinterés del
sujeto criminalizado. Por ello, afín cuando la cuestión criminal fuese de-
vuelta a sus reales protagonistas (víctima y victimario) el derecho penal
seguiría conservando el carácter de público, porque el respeto de las ga—
rantías constitucionales limitativas del poder punitivo constituye siempre
un interés estatal esencial y fundacional.
El derecho penal se divide en una parte general (la teoría general del
delito) que establece las reglas básicas de aplicación de la ley penal, y una
parte especial formada por los diferentes tipos delictivos.
'’ MAIER, Derecho procesal penal, t . I, cit., p. 160. Roxi×, Derecho penal. Parte general,
t. 1, cit., p. 43.
Puntos de partida 91
parte al analizar la relación y coexistencia entre la tf?oría del delito con el
sistema de enjuiciamiento por jurados. Me ocuparé ahora de la segunda.
Ouien con mayor lucidez se ha ocupado de esta cuestión fue Carlos
Nico, en el citado libro 1z›s límites de la responsabilidad penal. Una teoría
liberal clel delito, donde analiza el método dogmático (y especialmente su
eu/Óqiie conceptos /íst‹z ) y desarrolla una crítica impecable respecto de su
validez como instrumento pautador de las decisiones judiciales.
NINO CCflTlienza criticando las construcciones teóricas fuertemente in-
fluenciadas por la denominada jurisprudencia de conceptos * 99 basadas en
la idea de un legislador r‹zctoii‹z/ º (consciente de todas las normas que dic-
ta, previsor de todas sus consecuencias, coherente, preciso, no redundante,
omnicomprensivo, y justo), ya que éste no existe y su suposición sólo sirve
para justificar la validez de las conclusiones del jurista 20l y fundamental-
mente, porque en ,/iiucíñn principal íconsciente o tio) es encubrir la toma de
posición ert vtcfería valorativa, implícita en las propuestas de re[ormiilación
del sistema, y eludir una dí sciisícíu abterta y [ranca de tales presupuestos axio-
lógicos º . Destaca la persistencia de esta visión conceptualista en los auto-
res a1emanes²º , a pesar de ciertas modificaciones recientes, en referencia
a la posición de ROxiN y los intentos de introducción de consideraciones
político-criminales en la solución de las discusiones dogmáticas² 4
199 Destaca como axiomas básicos de la /iiríx prndeiici‹z de conceptos los siguientes: l)
“la legislación es la diente suprema de normas válidas, concibiéndola como un sistema nece-
sariamente coherente, completo y preciso”; 2) “recepta la tesis historicista que considera al es-
píritu del pueblo como el origen último del derecho”, pero el espíritu del pueblo se manifies-
ta ‘ a ti avés de las opiniones de los juristas cuando interpretan y sistematizar la legislación”;
3) “las ideas de los juristas se concretan en ciertos conceptos jurídicos fundamentales, que se
concebían segÚn lineamientos realistas (IHrRING habló de ellos como “cuerpos jurídicos” v
propuso estudiarlos según métodos análogos a los de las ciencias naturales”; 4) “Mediante el
análisis, la clasificación y la combiniiciÓn de estos conceptos jurídicos básicos —método lla-
marlo ‘construcciÓn jurídica’— , se consideró posible descubrii- soluciones implícitas en la legis-
lación para cualquier caso posible”; 5) ”La labor de los juristas v jueces fue concebida como
puramente cognoscitiva y consistente en deducir de la ley positiva, a través del método de la
construcción jurídica, la solución aplicable al caso (que aquélla necesariamente debe conte-
ner), con exclusión de cualqu ier consideración de índole valoi-ativa y sociolÓgica” (Niza, Los
límites de la responsabilidad f›cnal, eii., ps. 69-70).
200 NiNo, le's límites ble la responsabilidad penal, c› i., p. 73.
20 1 Nico, In's /tmí/es de la responsabiliclad penal, cii., p. 74.
202 Ni«o, es límites cte la responsabilidad penal, c ii., p. 75.
0 Toda vez que "se siguen rechazando soluciones jurídicas no justificadas explícita—
mente en las legislación positiva; que persiste la resistencia a reconocer lagunas, contradic-
ciones e imprecisiones en el derecho; que se piensa que la teoría jurídica tiene sÓlo la funciÓn
cognoscitiva de descubrir, mediante un aniilisis meramente conceptual, soluciones im¡i1ícitas
en el derecho positivo, desconociéndose su función preeminentemente normativa; que se si-
gue aceptando una concepción ‘realista’ de los conceptos jurídicos. . ." (Nico, fcis llmnes ble la
responsabilidacl penal, cit., ps. 75-7ó).
204 Nico, fc›s timitcs etc la respousabilidad penal, ci t., p. 8 l .
92 Primera parte
La crítica estructural dé NIDO £1 la teoría del delito está enfocada, eri
primer lugar al carácter valorativamente neutro de ésta, que se manifies-
ta en la renuncia de los juristas a exponer las razones axiológicas que fun-
damentan las decisiones concretas que, así, no dependen de esas razones
sino de alquimias conceptuales dependientes de la lógica intrasistemática;
en segundo lugar, cuestiona la omisión de asignar funciones concretas a
las estructuras del sistema, llevando a cabo críticas puntuales a la confi-
guración de los conceptos efectuada por el finalismo. Es interesante la ci-
ta de ciertos párrafos que son elocuentes de su posición: “Una vez que se
advierte que la fórmula que constituye la base de esta teoría del delito es
un conjunto de estipulaciones normativas, se pone de manifiesto el defec-
to metodológico principal de que adolece la formulación de la teoría. El
defecto consiste precisamente en no reconocer abiertamente tal carácter
normativo de los axiomas de la teoría y, en consecuencia, en eludir la ta-
rea de proveer una justificaciÓn valorativa articulada y minuciosa de esos
axiomas” 205 “Como las decisiones valorativas localizadas se presentan co-
mo meras distinciones conceptuales, se produce un contraste notable en-
tre la aparente simplicidad de las premisas normativas de la teoría y el ca-
rácter desproporcionadamente complejo y engorroso del aparato
conceptual a que se recurre para su formulación. Cada nueva distinción,
motivada por la necesidad de evitar soluciones axiológicamente insatis-
factorias, produce a veces, en áreas alejadas de la que se trató oTiginaria-
mente, otras soluciones insatisfactorias que determinan la formulación de
nuevas distinciones y así sucesivamente. De este modo, hay un desequili-
brio notorio entre el esfuerzo dedicado a analizar y clasificar conceptos y
la atención pr estada a la discusión de cuestiones de fundamentación axio-
1ógica”²06, NiNo destaca de todos modos la importancia de la teoría del de-
lito como herramienta para reformular el derecho penal positivo y ensaya
propuestas concretas sobre la utilidad de ciertos estratos sistemáticos en
el marco de la reconfiguración de la sistemática desarrollada detenida-
mente en su libro.
Creo que la construcción de un sistema del hecho punible que opere
como herramienta jurídica pautadora de las decisiones judiciales es nece-
sario para la vigencia de diversos principios y garantías constitucionales.
Por varias razones.
a) Los criterios axiológicos de solución . La crítica al conceptualismo
es correcta. Las consecuencias normativas de la aplicación de la ley pe-
nal no pueden depender de malabares conceptuales en sí mismos caren-
tes de valor.
El objetivo de este libro es, justamente, plantear la relación existente
entre los presupuestos constitucionales del derecho penal y la teoría del
delito. A partir del planteo de esa relación se puede imbuir de sentido nor-
Puntos de partida 93
mativo a los estratos analíticos del sistema, a las relaciones intrasistemá-
ticas entre los conceptos, y a la solución de las diferentes discusiones dog-
máticas otorgando, así, un contenido sustancial a los conceptos teóricos.
Debo aclarar que esto no importa adhesión alguna al intento de construir
la teoría del delito sobre presupuestos político-criminales; conforme se ve-
rá seguidamente creo que existen razones axiológicas de peso para resis-
tir firmemente los intentos de construcción polftico criminal del sistema.
Los principios constitucionales del derecho penal tienen una doble
relevancia sistemática. lii primer lugar, condicionan la construcción de la
teoría porque determinan sus estructuras analíticas; como se verá a lo lar-
go de este libro, tanto la definición del objeto de análisis dogmático (la ac-
ción) como los juicios de valor que a su respecto se realizan en los niveles
de la tipicidad, la antijuridicidad y la culpabilidad, dependen de postula-
dos constitucionales y adquieren un sentido normativo preciso para per-
mitir su concreción. En segundo /tignr, tienen un papel fundamental en la
solución de casos al momento de aplicar los conceptos de la teoría del de-
lito; los problemas que se suelen resolver artificialmente acudiendo a la
“alquimia conceptual” pueden hallar una solución apoyada en considera-
ciones valorativas explfcitas, vinculadas con criterios constitucionales.
b) W coherencia como valor. Lo único valioso de la aplicación conse-
cuente de los conceptos sistemáticos es la coherencia, en la medida en que
permite una aplicación uniforme y previsible de la ley penal, resguardan-
do, de este modo, el principio de la libertad y sus derivados penales de la
estricta legalidad y culpabilidad.
No obstante, la realidad demuestra que justamente esos objetivos son
antagónicos con la elaboración conceptual de la dogmática, ya que por un
lado existe la más absoluta variedad de opiniones sobre cómo deben apli-
carse los conceptos y, por el otro (y justamente por esa misma razón), es
imposible alcanzar un grado razonable de previsibilidad de las decisiones
derivadas de la lógica de los conceptos. Esto no invalida la coherencia si-
no simplemente el camino por el que se la pretende alcanzar.
Es necesario un sistema coherente que permita pautar las decisiones,
que sirva para preservar los principios de legalidad, certeza y culpabilidad
y que “ate” al juez a la dogmática. Ésta es una necesidad intrínseca del
estado de derecho, que no puede coexistir con la vigencia del puro deci-
sionismo, del arbitrio y de la discrecionalidad judicial 07, Uno de los po-
cos ámbitos de razonabilidad que le queda a la más irracional de las in-
tervenciones, estatales es la pautación dogmática de los presupuestos que
habilitan la reacción. Ello es en st mismo un valor, una razón axiológica
para preservar la lógica conceptual de las construcciones teóricas.
Ahora bien, esta coherencia sÓlo será “valiosa” y obligatoria para el
207 Sobre la crítica al arbitrio judicial, VlRGOl.inf, 5u1io E.S. y Sirvssri‹o i, Mariano
H., Unas sentencias discretas. ! obre la discrecionalidad judicial y el estado de derecho, en ”Re-
vista de Derecho Penal”, 2001-1, Garantías constitucionales y nulidades procesales - I, Ed.
Rubinzal-Culzoni, Buenos Aires, ps. 281-309.
94 Primera parte
intérprete en la medida en que no contradiga principios constitucionales
superiores; si entran en conflicto éstos prevalecen. Aunque parece claro
que una contradicciÓn así será tan sólo aparente, ya que, justamente, la
coherencia debe existir entre los principios constitucionales que sustentan
el sistema; si éstos entran en conflicto de su solución surge un criterio,
una pauta conceptual que a su vez deberá ser coherentemente respetada.
Parecería, entonces, que una contradicción entre solución conceptualista
y ‹zxio/ógícti de los casos no es posible en un sistema jurídico-penal cons-
truido sobre pautas constitucionales, porque éstas exigen la coherencia y
brindan criterios materiales de soluciÓn de los casos conflictivos.
De todos modos es necesario recalcar que no toda derivación axioló—
gicamente reprobable debe conducir al abandono de la coherencia. Cuan-
do ello ocurre en beneficio del imputado, esto es, a favor de la negación
del delito, la coherencia debe ser preservada a rajatablas. Si, por ejemplo,
afirmamos que la autoría mediata sólo se concibe en el caso de un instru-
mento no doloso, y si decimos que en ese caso no hay instigación sino só-
lo autoría mediata, no se puede luego afirmar lo contrario frente a un ca-
so de delito especial propio en el que el hombre de atrás no reilne la
cualificación exigida por el tipo y, consecuentemente, no puede ser autor
(al respecto, íii/r‹z XVIII. 4. a).
Si para algo sirve la preservación de la congruencia del sistema es pa-
ra mantener la vigencia del principio de legalidad y ese sf que es un valor
axiológico que no puede ser abandonado cuando no nos gusta la solución
concreta de un caso o cuando ella no sirve para alcanzar un fin polftico
criminal. Por lo demás, como los principios constitucionales que determi-
nan la construcción de la teoría funcionan como garantías individuales,
nunca pueden servir como argumento en contra del imputado, ya que
nunca una garantía constitucional puede funcionar en ese sentidoª 08,
2 8 Bien dice MzlER (Derecho procesal peitn/, t. I, cit., p. 667) que “ninguna garantía ope-
ra en perjuicio del propio portador”.
²° sob e i» e•oi«ción de la dogmática jurídico-penal en torno a las estructuras ontolÓ-
gicas, ín(r‹i XV y XVI. l .
Puntos de partida
existen con independencia o con anterioridad a la ley (ello ocurre con los
conceptos de persona, acción, lesión, reproche, entre otros). Cabe pregun-
tarse entonces si no es falsa la antinomia entre facticidad y normatividad
o entre la llamada jurisprudencia de conceptos y la orientación político
criminal del sistema del hecho punible. Tan falsa como sería una discor-
dancia entre naturalismo y positivismo en un hipotético sistema jurídico
que remitiese expresamente al derecho natural o que reconociese los de-
rechos que sus partidarios consideran como naturales. Es claro que si la
ley requiere la base óntica del sistema no existe posibilidad de contradic-
ción entre las nociones mencionadas. Por esa razÓn vale la pena detener-
se un momento a meditar sobre si la pretendida normativización del sis-
tema exige, o no, el desconocimiento de los datos de la realidad social o el
abandono total de las estructuras lógico reales del sistema finalista clási-
co, o sólo de algunas o, por el contrario, de ninguna por ser éstas un im-
perativo necesario derivado de la Constitución.
Es preciso determinar el alcance del término “polftica criminal”. Si se
la entiende como el criterio jurídico emergente de la totalidad de la legis-
lación (con base en la Constitución), la dogmática basada en la ley debe-
rá responder fielmente a los dictados de aquélla. Si, por el contrario, se la
entiende como los dictados de la legislación penal contingente de un Es-
tado (de la que debe excluirse la Constitución en cuanto establece garan-
tías limitativas de esa legislación), la cuestión adquiere otro cariz, ya que
la “polftica criminal” debería ser, en este esquema, limitada por las garan-
tías constitucionales. La teoría del delito podría ser la herramienta más
eficaz para llevar a cabo dicho control. Asf, teoría del delito y polftica cri-
minal estarían en un estado de tensión permanente.
Creo que deben separarse nftidamente las nociones de política crimi-
nal y normativización. Un sistema normativizado no tiene porque cons-
truirse sobre las pautas de la política criminal, si ésta es entendida como
la política estatal de prevención y/o persecución del delito. Una teoría del
delito normativizada podría ser la valla frente a esa política criminal.
Más allá de las denominaciones a las que hacíamos referencia (siste-
ma con base óntica, normativizado, u orientado político criminalmente),
lo cierto es que la legislación penal de un Estado es objeto de limitación
constitucional y de un juicio axiológico de legitimidad que se relaciona
con los presupuestos constitucionales. Creo que los vaivenes en el humor
del legislador o de la propia sociedad, no son los que deben configurar un
sistema jurídico-penal que aspire a otorgar seguridad jurídica y racionali-
dad en la administración de la más irracional de las reacciones estatales.
Si la teorfa del delito (como límite) depende de la legislación penal con-
tingente o de las necesidades funcionales del sistema penal, las garantías
se encuentran perdidas. Si la pretensión es la de construir un sistema que
sirva o se adecue a las nuiev'as [orinas de criminalidad o a las necesidacles
preventivas de la sociedad, SéTía más sincero Ilbandonar la aspiraciÓn sis-
temática y reemplazarla por la pretensiÓn punitiva.
En este trabajo se intentará modelar constitucionalmente las teorías
del delito y de la pena, estableciendo Cuáles son las vallas constitucionales
96 Primera parte
a la política criminal, y cuáles los presupuestos prejurídicos que la Consti-
tución impone al legislador. Si ello significa el triunfo de la normativiza-
ción, en cuanto la “política criminal” derivada de la ConstituciÓn estaría
configurando los rasgos del sistema, bienvenida sea; si ello constituye un
obstáculo a la pretensión punitiva de la polftica criminal moderna o la
asunciÓn de presupuestos naturalfsticos o una vuelta a las estructuras lógi-
co objetivas o al reino de la facticidad, entonces será evidente la inexisten-
cia de antinomia entre un sistema de base óntica y otro de base normativa.
Por una cuestión terminológica y porque lo considero más adecuado
al sentido del término, utilizan la expresión “polftica criminal” para refe-
rirme a los criterios emergentes de la legislaciÓn penal contingente (Códi-
go Penal, leyes especiales), que muchas veces (casi siempre) poco tienen
que ver con los principios esenciales del Derecho Penal Constitucional cu—
ya configuración se estudia en este trabajo.
''' MAIER (Derecho procesal penal, t. l, cit., p. 75) lo ha definido como “la rama del or-
den juríilico interno de un Estado, cuyas normas insiituden y organizan los órganos piiblicos que
cii mplen la [u ncidn i×>i• i• penal del Estado y disciplinan los actos que integran el procedimien -
io necesario para imponer y actuar una sanción o medida de segu ridad penal, regulando así el
compoi‘taiiiiento de quienes intervienen en él” (destacado en el original).
MEIER, Derecho procesal f›enal, t . I, cit., p. 93.
Puntos de partida 97
que la coerción personal impuesta al imputado durante el proceso (cuan-
do reviste un claro ejercicio de poder punitivo, que adquiere característi-
cas similares a la pena) también se condicione a la preservaciÓn de dichos
principios. No es admisible la práctica de postergar el “análisis fino” de
los hechos y su significación jurídica para la etapa del juicio, mientras que
el “análisis grueso” habilita restricciones severas tales como la privación
de libertad u otras similares que de por sí importan una reacción puniti-
va de idéntico tenor que la pena.
El derecho procesal penal, como herramienta indispensable para la
concreción del derecho de fondo, no puede desconectarse de los princi-
pios constitucionales del derecho sustantivo porque éste es el derecho de
fondo por excelencia.
Esta relación estrecha entre proceso y derecho sustantivo no ha me-
recido un adecuado estudio empírico y constituye, a mi juicio, uno de los
ámbitos más importantes que deberían ser abordados por parte de la doc-
trina, para poder diseñar un sistema procesal que permita la vigencia real
de los principios sustantivos en todos los momentos en que se manifiesta
el poder punitivo.
6. La criminología
No es del todo claro el concepto de criminología. la evolución de las
distintas corrientes ha sido tan importante que ha mutado completamen-
te la noción de la disciplina, transformándola en algo totalmente diferen-
te a lo que era en un principio.
Dice con razón VIRGOLiNi que “la explicación de la conducta criminal
a través de la identificación de los factores causales que la determinan es
el campo que define con mayor propiedad la identidad de la criminología,
puesto que constituye el origen histórico de su reflexión2ld, aunque luego
cuando pierden fuerza y predominio las explicaciones etiológicas (. ..) es
el estudio de los mecanismos formales e informales de control social (. . .)
el que viene a constituir el objeto privilegiado de una nueva criminolo-
gía” ª. Esta disciplina es, resumidamente, tiro de los discuirsos que orga-
nizan la percepción de la realidad y el sentido de la accidn,’ se distingue de
otros porquie /íene its objeto/obJetivo específico.’ se ocupa del crimen (o la
coiiduc/iz desvíndn) y de cÓmo éste(a) es c‹is/íg‹z 214 Coincido en que
no es posible calificarla como una ciencia y que, en definitiva, se trata de
ruin disciplina que, si se asii me como política, se iiiegn corno ciencia, y si se
serie como ciencia, degrada su propia dígiii ¡jt215,
98 Primera parte
Ptlri9 ELBERT, “la criminologfa no es una ciencia. Empero (. . .) está le-
gitimada como disciplina científica e interdisciplinaria, en la medida en
que, sin disponer de un objeto unívoco ni de un único método, está en con-
diciones de tratar temas relativos al crimen y el control social con coheren-
cia científica, valiéndose de objeto y métodos de distintas discip1inas”² Í6
señala que “el objeto de investigación ha pasado a ser el proceso de defini-
ción y no los hechos y los sujetos en sí mismos” 17, BUJáN Sostiene que “la
criminología es la disciplina científica que tiene por objeto el estudio del
control social, el sistema coercitivo y las reacciones ante el fenómeno cri-
minal con relación a un tiempo y espacio históricamente determinado a
través del método multidisciplinario. Siendo su finalidad la comprensión,
operación y reformulación del orden social a la luz de la protección de los
derechos humanos” 2l8, ZAFFARONI, incisivo como siempre, dice que “la cri-
minologfa es la serie de discursos que explicaron el [enómeno criminal segútn
el saber de las corporaciones hegemónicas en cada momento histórico”²
Si me preguntan qué es la criminología en la actualidad diría que: a)
preponderantemente es un conjunto de opiniones políticas sobre la socie-
dad, las relaciones de poder, los conflictos humanos y el sistema penal en
particular; b) incluye explicaciones empíricas sobre esos mismos tópicos;
y c) en sus vertientes más avanzadas e ingenuas tiene una pretensión con-
ceptualista y totalizadora de claro corte autoritario.
Los dos primeros aspectos son positivos. El primero, en la medida en
que se explicite como opinión política y no se disfrace de conclusión em-
pírica, puede ser útil para el perfeccionamiento del sistema penal (aunque
también puede ocasionar su degradación) y para suministrar criterios po-
lítico-constitucionales de resolución de casos. El segundo aspecto es esen-
cial para conectar el derecho con la realidad, para dar cuenta del funcio-
namiento concreto de las idealizaciones jurídicas y evitar de este modo la
alienación del sistema jurídico.
Me preocupa el tercer aspecto señalado, que lamentablemente viene
de la mano de las opiniones políticas más garantizadoras de las discipli-
nas penales. Tengo la impresión de que la criminología moderna está ca-
yendo en una especie de conceptualismo parecido al de las vertientes más
abstractas de la dogmática jurfdico-penal, con el agravante de que, en el
caso de la criminologfa, el juego conceptual gira en torno de las ideas y del
análisis de la sociedad en su conjunto.
En los libros de criminología se advierte la utilización de gran canti-
dad de rótulos ípositivisnio, contractiialisnio, inarxismo, estructural [iin-
Puntos de partida 99
cionalisnio, interaccionismo simbólico, etiquetainiento y muchos otros tan-
tos) que tienen una indudable utilidad expositiva pero que no dejan de ser
fruto de la opinión de quien rotula y dice que determinada posición se in-
troduce dentro de tal o cual c1asificaciónºªº. Me preocupa el hecho de que
con mayor frecuencia esas etiquetas son utilizadas como herramientas
conceptuales en el marco de un sistema mayor, orientado a clasificar el
pensamiento en una línea de progreso que va desde lo degradado hacia lo
desarrollado. Ese sistema tiene una orientación hacia un objetivo previa-
mente definido (considerado valioso) que permite “detectar” los pensa-
mientos incorrectos (obstáculos al propósito) para luego calificarlos como
ideas no válidas para el sistema, y finalmente desecharlas.
Tomemos como ejemplo las teorías del Estado y de la pena que asu-
mí previamente como válidas. Un “conceptualista criminológico” ni si-
quiera las discutiría; simplemente acudiría a su sís/em‹z de clasí[icación del
pensamiento y las desecharía porque son ideas contractuialistas. Esa rotu-
lación basta, porque el propio sistema conceptual provee la crítica al con-
tractualismo y las innumerables calificaciones que merece. Otro ejemplo,
si por alguna vía consideramos a la pena como una herramienta útil para
evitar delitos, el sistema provee el mote de “partidario del control social”
o peor “partidario de la teoría de la defensa social” y el mote, con su con-
tenido conceptual adicional )DFDvistO pDr el propio sístem£l, basta para ex-
pulsar a la teoría ‹iu‹zcrÓiiíca .
En definitiva, sólo son válidos los pensamientos que siguen la línea de
desarrollo del sistema conceptual hacia el objetivo previamente definido
(la abolición del sistema penal; la desaparición del capitalismo; la defen-
sa de los derechos humanos, etc.), dejando afuera del universo criminoló-
gico las pulsiones que, más allá de su acierto o error, se dirigen en senti-
do contrario.
Si se pudiese discutir dentro de la criminología como si fuera una dis-
ciplina democrática y abierta para todos, sus especulaciones y debates po-
líticos serían de gran utilidad para el avance de las disciplinas penales y
para el perfeccionamiento del sistema penal y de la propia sociedad. Si, en
cambio, los enfoques conceptualistas siguen su curso sectario, la crimino-
logfa seguirá siendo una disciplina marginal.
Me parece que la asunción de la criminología como parte de la críti-
ca política (que es el :1mbito de debate plural por antonomasia) es el ca-
mino correcto para desatarse de ese conceptualismo y permitir un debate
abierto y tolerante entre todas las corrientes de opinión que se ocupan de
la cuestión criminal.
"'Muchas veces el rÓtulo lo pone el propio autor de una opiniÓn y luego el analista in-
cluye a la opiniÓn de otros bajo ese mismo rÓtulo.
Primera parte
VII. Las garantías individuales
" ' Con esta adjetivaciÓn me coloco a un paso de incurrir en el mismo tipo de sectaris-
mo del que acusé al conceptualismo crimirioldgíco.
222 referencia directa a la citestión criminal, KANT SOstenía que “él hombre nunca
pude ser manejado como medio para los propósitos de otro ni confundido entre los objetos
del derecho real" (l‹i meta[ísica de las costu mbres, cit., p. 166, n” 33 l).
223 Décíá KANT: “El imperativo categórico, que sólo enuncia en general lo que es obli-
gación, reza así: ¡obra según una máxima que pueda valer a la vez como ley u niversal! Por
consiguiente, debes considerar tus acciones primero desde su principio subjetivo: pero pue-
des reconocer si ese principio puede ser también objetivamente vúlido sólo en lo siguiente: en
que, sometido por tu razón a la prueba de pensarte por medio de él a la vez como universal-
mente legislador, se cualifique para una tal legislaciÓn universal” (fzi meta[ísica de las costum-
bres, cii. , p. 32, Primera Parte, IV, n‘ 225).
224 Con razón decía Fiedrich A. I-lzvzK que “el principio de que el fín justifica los me-
dios se considera en la ética individualista como la negación de toda moral social. En la ética
colectivista se convierte necesariamente en la norma suprema; no hay, literalmente, nada que
el colectivista consecuente no tenga que estar dispuesto a hacer si sirve ‘al bien del conjunto”’
I Camino de servidumbre, 2“ ed. 1985, trad. de JOSé VERGARA, título original The Road to Ser[-
dom ( 1944), Ed. Alianza, Madrid, p. 184.
2 5 sta vertiente de la ética se identifica con el trabajo de John STUART MiLL (1806-
1873), El iitilitarismo ( 1 863), título original Utilitarianisin.
Primera parte
cipismo y su pretensión de abrogación para obtener mayor seguridad con
el utilitarismo. Creo que el utilitarismo moral conduce al mismo resulta-
do en materia de garantfas.
Corresponde partir de ejemplos puntuales y ensayar criterios de reso-
lución desde cada punto de vista. Ejemplo. un terrorista secuestra un Óm-
nibus con veinte pasajeros y bajo amenaza de hacerlo estallar pide al go-
bierno que mate a un terrorista rival que está detenido en una cárcel.
Pregunta.’ ¿debe el gobierno matar al terrorista rival? Ejemplo. frente al au-
ge de actos terroristas, se propone una reforma legal y constitucional que
admita la aplicación de torturas a los sospechosos de cometer esos delitos.
Pregunta.’ ¿corresponde sancionar la reforma? £jemplo. luego de examinar
un caso sobre homicidio el jurado está convencido de dos cosas; la prime-
ra: existe una duda objetiva más que razonable sobre la culpabilidad del
autor porque la versión de descargo cuenta con igual sustento en la prue-
ba de cargo; la segunda: a pesar de la duda objetiva los miembros del jura-
do tienen la fntima convicción de que el acusado fue el autor del hecho.
Pregunta. ¿debe el jurado condenar? IEjemplo. frente al auge de violaciones,
se propone una reforma legal y constitucional que permita presumir la ve-
racidad de la acusación, colocando en cabeza del acusado la carga demos-
trar su inocencia. Pregunta.- ¿corresponde sancionar la reforma?
A primera vista parecería que desde el prisma utilitario deberían res-
ponderse afírmativamente esas preguntas, porque ello contribuiría a un
cálculo positivo de mayor felicidad para el mayor número. Sin embargo
ello no es así. Casi desde su nacimiento, el utilitarismo moderno evitó caer
en el error de determinar la moralidad de las acciones mediante la consi-
deración exclusiva de cada situación particular. Así apareció el denomina-
do “utilitarismo de reglas”, según el cual el cálculo neto de felicidad para
el mayor número debe determinar cuáles son las reglas generales que con—
tribuyen a ese estado de bienestar general y que no pueden ser quebran-
tadas en función del cálculo neto de felicidad para el caso concreto² 26, En-
tonces, y sin importar el cálculo de felicidad en determinada situación
concreta, la moralidad de una acción depende de su sujeción a la regla cu-
yo cumplimiento contribuye a un balance positivo de felicidad general.
22ó A mi juicio, corresponde enrolar a MiLL en esta vertiente del utilitarismo. Es elo-
cuente cuando, en referencia a la mentira y la verdad, MiLL dice: ”sería a menudo convenien-
te decir una mentira para superar un obstáculo o para conseguir inmediatamente algÚn fin
iítil para nosotros o para los demás. Pero el cultivo de un sentimiento agudo de la veracida-
des es una de las cosas más útiles a que puede servir nuestra conducta, y el debilitamiento de
ese senti miento es una de las más perjudiciales (. . .) Por ello, sentimos que la violación de la
regla de conveniencia trascendente para conseguir una ventaja inmediata no es conveniente”.
Y luego: ”una cosa es considerar que las reglas de moralidad son mejorables, y otra pasar por
alto enteramente las generalizaciones intermedias, y pretender probar directamente cada ac-
to individual por medio del primer principio. Es una idea extraña la de que el reconocimien-
to de un primer principio es incompatible con la de los principios secundarios” (::I utilitaria-
no, citado).
Puntos de partida
Bien señalaba HUME que el ser humano es propenso a buscar siempre
la felicidad inmediata, olvidando el placer distante²L7 y es por eso que las
reglas normativas deben contrapesar esa tendencia2d8, 1 interés público
y la felicidad individual dependen a la larga del respeto de las reglas y no
hay contradicción ni excepción en el1oº² .
Como ocurre en los ejemplos dados, determinada conducta puede
acarrear la felicidad del mayor número para una circunstancia particular,
pero generar, a la vez, un resultado final negativo de felicidad por contra-
riar una regla de la que ésta necesariamente depende. En el ejemplo del
secuestro del autobús puede afirmarse que aceptar la exigencia y matar al
terrorista es la conducta que contribuye al resultado final más satisfacto—
rio en esa situación concreta (la vida de veinte personas contra la vida de
una persona), pero al mismo tiempo es evidente que la observancia de la
regla que veda la privación de la vida de las personas es lo que, conside-
rando la totalidad de las implicancias sociales, contribuye a una verdade-
ra felicidad del mayor número²³º. Con ello no asumo que esa deba ser la
razón para negarse a aceptar la exigencia del terrorista (ya que hay mu-
227 Vosotros tenéis la misma propensión que yo a preferir lo contiguo a lo remoto. Por
tanto, sois conducidos como yo a cometer actos de injusticia” (Hvxiu, Tratado de la naturale-
humana, eis., p. 103).
228 lo más que podemos hacer es modificar nuestras circunstancias y situación y
hacer de la observancia de las leyes de la justicia nuestro interés más próximo y su violación
el más remoto” (HUxiE, Tratado de la naturaleza humana, cii., p. 104).
" ”Tampoco cada acto de justicia, considerado aisladamente, favorece más al interés
privado que al público; y es fácil concebii- que un hombre pueda empobrecerse por un solo
acto de integridad y tenga razón para desear, respecto de ese único acto, que las leyes de la
justicia se suspendiesen por un momento en el universo. Pero por muy contrarios que puedan
ser los actos aislados de justicia al interés piiblico o privado, es seguro que el plan en su con-
junto es altamente conveniente, o por cierto absolutamente necesario, tanto para el sostén de
la sociedad como para el bienestar de cada individuo. Es imposible separar el bien del mal”
(Huxii:, Tratado de la naturaleza humana, cit., ps. 66-67).
230 r ello, en un Estado basado en el utilitarismo de reglas, la acciÓn de matar al te—
rrorista rival es antijurídica, aunque en algún caso pueda merecer una disculpa en atención a
las circunstancias particulares. Ello podría ocurrir, por ejemplo, en el caso del familiar de uno
de los pasajeros del autobús que por su cuenta cumple con la exigencia y la comunica a los
secuestradores: no cabe duda de la antijuridicidad de su obrar (y de la justificaciÓn de la ac-
ciÓn de quienes intenten impedirla en el marco de la legítima defensa o el cumplimiento de
un deber), pero éste podrfa merecer eventualmente una excu!pación por aplicaciÓn de las re-
glas del estado de necesidad disculpan te (iii¡írzi XX. 6. c). La resolución de esa situación de—
penderá de las circunstancias concretas y no es una excepción a la vigencia de las garantías
ni de las reglas generales de la juridicidad, justamente, porque en el nivel del análisis de la li-
citud la regla que prohíbe la acción de matar al terrorista rival se mantiene, aunque, en el ni-
vel del análisis de la responsabilidad individual -—culpabilidad— (o sea una vez afirmada la ili-
citud), una garantía opere en fáVOF del que CometiÓ el ilícito y determine su exculpaciÓn. Esto
insinúa las diferentes consecuencias jurídicas de las causales de justificación y de inculpabi-
lidad y la necesidad de mantener la distinciÓn entre unas y otras.
Puntos de partida
chos constitucionales. Sin ellas es imposible contener la violencia inhe-
rente a cualquier sistema coactivo (preventivo, punitivo o reparador) y he-
mos visto que un punto esencial en la justificación del Estado es la elimi-
nación de riesgos provenientes de procedimientos no confiables o, en
otras palabras, “no garantistas”. Sin garantías, entonces, es imposible jus-
tificar moralmente el Estado conforme las pautas ético-políticas asumidas
previamente.
235 juan Francisco Li×eas (Rnzonnbif ídnd de las leles. El “debido proceso” como garan-
tía íti nominada en la Constitticíótl Argentina, 2‘ ed., Ed. Astrea, Buenos Aires, 1989) dijo sobre
este artículo que “recoge en toda su pureza y fuerza el supuesto ideológico del liberalismo: la
libertad individual es oponible al mismo poder público, incluso al legislador” (p. 162).
Primera parte
VIII. Juicio por jurados
236 Arts. 24, 75, mes. 12 y 118. Aunque, paradójicamente, legisladores y jueces se han
hecho los distraídos y han admitido que durante un siglo y medio de vigencia de la Constitu-
ción el juicio por jurados no se haya establecido en la República.
Puntos de partida
forma opcional, como es el caso del texto constitucional de Uruguay 237
Nicaragua²3 , o Suiza²3 , entre otros.
237 artículo 13: La ley ordinaria podrá establecer el juicio por jurados en las causas cri-
minales”.
" 'Art. 34, inc. 3‘.
" Art. 112.
Primera parte
quieren liberarse de la ley y decidir como si fueran legos, se consigue el
efecto contrario al que aspira el sentido objetivo de la garantía del jurado.
Por ejemplo, cuando un juez invoca su experiencia y su intuición (ambas
profesionales) como argumentos para descalificar las excusas defensistas
y determinar que un sujeto es autor de un delito, no establece ninguna co-
nexión con la realidad. Tal vez un jurado no profesional, debido a su “in-
genuidad”, hubiese acogido la excusa de la defensa que fue rechazada por
la “sabidurfa” del juez. Y ése es el sentido de la garantía: el juzgamiento
de un individuo, y en particular, la afirmaciÓn de su responsabilidad cri-
minal, no debe depender de la lógica de un sistema, sino de los criterios
de valoración (a veces ingenuos) del sujeto común.
Cuando el juez se arroga facultades propias del jurado vulnera doble-
mente las garantías del ciudadano. En primer lugar, y si admitimos que el
jurado es una garantía esencial, porque no es un jurado y no tendría por
qué decidir. En segundo lugar, porque precisamente por ser un profesio-
nal del derecho (con todos los vicios inherentes a esa calidad, que condu-
cen a distorsionar la vivencia de la realidad) no puede decidir como si no
lo fuera. El juez no puede hacer como si no fuera juez; el juez no puede
hacer de jurado. Es infantil creer que esta garantía se ve satisfecha cuan-
do los jueces actúan de aquello que no son.
Por esa razón la garantía del jurado no permite deducir el sistema de
la libre convicción de los jueces en materia de valoración de la prueba. Y,
menos aún, otorgándole al Tribunal la facultad de decidir de torma defi—
nitiva sobre los hechos, sin posibilidad de revisión suficiente posterior. Es-
te es un típico caso en el que una garantía es utilizada como argumento
para perjudicar a su titular: se le dice al ciudadano que tiene derecho a ser
juzgado por sus pares; luego se le dice que ello acarrea el sistema de la li-
bre convicción; luego, y como la ley no establece el juicio por jurados, se
le dice que será juzgado por jueces; luego que los jueces podrán decidir a
partir de ese sistema libre para valorar la prueba; luego que nadie puede
revisar lo que el juez decidió libremente porque sólo éste tuvo contacto in-
mediato con la prueba y porque ello le permite un conocimiento más vi-
vido y directo de la verdad. En definitiva, a partir de la lógica emergente
de una garantía constitucional se coloca al criminali zado en una situaciÓn
de inigualable privación de derechos. Esa es, por ejemplo, la situación del
sistema federal en la República Argentina y en la mayoría de las provin-
cias que la integran.
Por eso, me parece un absurdo argumental que de la garantía del ju-
rado se derive la renuncia a establecer pautas decisorias a los magistra-
dos. Acabé de referirse a las derivaciones procesales de esa renuncia.
Creo que desechar la teoría del delito como límite al Órgano decisor, equi-
valdría a trasladar esta absurda situación al derecho penal sustancial, con
lo que se acabarfa de completar la más absoluta irracionalidad del siste-
ma judicial.
b) Ya hemos visto las objeciones que merece el conceptualismo dog-
mático y la acusación que se le dirige en cuanto a que la tarea interpreta-
Puntos de partida
tiva que lleva a cabo se sustenta en argumentos totalmente desconectados
de la realidad o sumamente encubridores de decisiones voluntaristas y ca-
prichosas del jurista.
En ese contexto, el sistema de jurados podrfa ser visto como la salva-
ción, como la herramienta perfecta para abandonar de una vez por todas
la alienación de los dogmáticos y conectar definitivamente el derecho con
la realidad.
Sin embargo, creo que el sistema de jurados debe coexistir con la
pautación dogmática de las soluciones penales porque ella tiene que ver
con la determinación del alcance de la ley penal, que debe ser general, uni-
forme y coherente y no puede variar de caso en caso. El jurado no puede
tener en sus manos la determinación de lo que está prohibido o permiti-
do en cada caso en particular. En el nivel de lo ilícito (esto es de la con—
ducta tfpica y antijurídica) la Ley debe mantener todo su imperio incluso,
y fundamentalmente, frente al jurado.
Como luego se verá, los principios constitucionales de culpabilidad,
certeza y legalidad impiden que los presupuestos de la sanción penal sean
determinados con posterioridad al hecho bajo juzgamiento. Ésa es una re-
gla básica del estado de derecho y constituye una de las razones que legi-
tima la existencia de la teoría general del delito, como herramienta inelu-
dible para lograr la coherencia y generalidad de las normas penales.
Esa coherencia es indispensable para la vigencia de los principios
mencionados y se verla sacrificada si el alcance de la ley penal se determi—
nara ante cada caso concreto, al momento del dictado de la sentencia. Por
esa razón, no es posible asignar al jurado la funciÓn interpretativ propia
de la dogmática jurídico—penal. Son los jueces técnicos los encar ados de
interpretar ex ‹zii/e (al momento de las instrucciones y la delimita ión de
la cuestión a decidir por el jurado) y ce pon (al momento de subsumir los
hechos que el jurado tuvo por probados) el alcance de la ley.
Al jurado puede preguntársele por ejemplo si A causó la muerte de 13
y también si A.- 1) quiso producir esa muerte; o 2) se representó esa muer-
te y no le importd el resultado; o 3) se representó esa muerte y consideró
que no se produciría; o 4) no se la representó; y/o 4. 1) pudo representár-
sela; y/o 4.2) no pudo representársela. El jurado debe decidir, en definiti-
va, el hecho ejecutado por A en su faz objetiva y subjetiva, pero no será su
potestad determinar si el imputado actuó con dolo directo o eventual, o
con culpa. Hay que tener en cuenta que los conceptos de dolo y culpa son
conceptos jurídicos. Son hechos la intención de matar, la representación
o la previsibilidad de esa muerte, la actitud interna asumida frente a la re-
presentación, o la imposibilidad de prever. Es derecho en cambio el rótu-
lo jurídico con el que se denominan esos hechos. Por ello, es tarea poste—
rior del jurista (del juez o tribunal) decidir la correcta subsunción jurídica
de los hechos que los legos tuvieron por acreditados.
Así queda delimitada la competencia de cada órgano. El jurado fija
los hechos y el juez determina la subsunciÓn jurídica y su consecuencia.
Primera parte
De este modo se compatibiliza el juicio intuitivo que debe formular el tri-
bunal popular con el juicio técnico que debe formular el jurista.
Este es el sistema adoptado por varias constituciones, que establecen
la coexistencia de jurados y jueces en el ejercicio de la función jurisdiccio-
nal (al menos en materia penal) y que consagran las garantías que condu-
cen, indefectiblemente, a la necesidad de limitar el juicio de quien tiene la
función de juzgar. Después de todo eso quiere decir /uícío [mudado en ley.
No basta cualquier juicio, no basta que el juicio lo lleve a cabo el juez na-
tural (el jurado popular), no basta que sea previo. Se requiere, además,
que el juicio se funde en la ley y para que así sea es necesario que los jue-
ces que comprenden (o deberfan comprender) la ley en toda su extensión
y derivaciones, adecuen la solución tomada por el jurado a la ley.
3. Conexiones
Existen determinados puntos del enjuiciamiento penal que contienen
juicios de valor que se pueden efectuar tanto desde el punto de vista dog-
mático como desde la óptica intuitiva de un jurado popular, sin que en ello
se encuentre en juego la vigencia del principio de legalidad penal.
Ello es asf porque determinados antecedentes de la punibilidad no tie-
nen una derivación precisa de la ley positiva, sino que se trata de elemen-
tos derivados de la interpretación de los principios inspiradores del dere-
cho constitucional y penal vigente. Por ello, la ausencia de una respuesta
dogmática ex ante respecto del alcance de tales elementos, no acarrea una
indefinición legal violatoria de la legalidad, ni de la seguridad jurídica.
En esos casos, el sujeto decisor resulta intercambiable sin que ello
afecte la vigencia de las garantías constitucionales. Desde la perspectiva
constitucional, da lo mismo que decida el juez sobre la base de una inter-
pretación técnica de los principios inspiradores o que decida el jurado a
partir de la interpretación profana de esos principios (enunciados y expli-
cados previamente por el juez al jurado).
Se trata de los casos en que el juez debería tener la facultad de some-
ter determinada cuestión ‘jurídica” a la decisión del jurado. Son casos en
los que el sentido común resulta más fiable que el juicio pseudojurfdico
del juez. En estos supuestos, la construcciÓn dogmática se verá enriqueci-
da al conectarse con la realidad.
Los puntos que podrían quedar a juicio del jurado se encuentran vin-
culados esencialmente al juicio de reproche de culpabilidad. Puntualmen-
te, la relevancia eximente de ciertos errores de prohibición y ciertos su-
puestos de inexigibilidad de otra conducta podrían someterse al juicio de
un jurado.
Sin embargo, creo que existen situaciones puntuales en las que el jui-
cio de culpabilidad debe ser llevado a cabo obligatoriamente por un jura-
do popular. Ello ocurre cuando lo que está en juego en el caso (por sus
particularidades) es la esencia misma del principio constitucional de cul-
pabilidad, por existir una tensión sistema-individuo que no puede ser re-
Puntos de partida
suelta de forma imparcial por un funcionario que forma parte de dicho
sistema (sobre ello volveré al analizar la culpabilidad como categoría sis-
temática).
Como veremos más adelante, el concepto de culpabilidad por el injus-
to no ha sido muy bien definido por la dogmática jurfdico—penal. Si se de-
jan de lado aquellas situaciones expresamente contempladas por la ley, co-
mo por ejemplo ciertos supuestos de inimputabilidad, el resto de las
cuestiones problemáticas no tienen un tratamiento legislativo preciso ni
tienen una solución dogmática uniforme o satisfactoria.
Mientras la culpabilidad se asiente en la idea de reproche, será suma-
mente relevante el sentido social de lo que es y no es jurídico-penalmente
reprochable. El juicio de culpabilidad así entendido puede verse distorsio-
nado muy fácilmente por el ojo del jurista, y de hecho así ocurre con las
modernas concepciones que vinculan a la culpabilidad con criterios fun-
cionales de necesidad preventiva de aplicar una pena para mantener la
configuración de la sociedad como sistema.
La preservación ascéptica de la culpabilidad como reproche indivi-
dual sólo puede mantenerse si el juicio sobre su existencia lo lleva a cabo
un jurado popular, para evitar la contaminación del funcionalismo y la de-
saparición misma de la culpabilidad como categoría independiente del ilí-
cito penal.
4. El jurado y la duda
Ya vimos que en un sistema de juzgamiento de pares compete al ju-
rado establecer los hechos de la causa; no sÓlo las circunstancias objeti-
vas de la acción y su contexto sino también los elementos subJetivos.
Esto no significa que el jurado pueda decidir la plataform fáctica d
cualquier forma y sin sujeción a regla alguna. Los d
potestad para condenar según su libre convicción, en ausencia de pruebas
objetivas del delitoª4D porque el principio de inocencia se los impide.
Entre las reglas infranqueables que regulan la reconstrucción históri-
ca de los hechos en materia penal, se encuentra el principio iii dubio pro
reo, que es una garantfa constitucional derivada del principio de inocencia.
Esta garantía se impone al órgano juzgador de diversos modos: de
forma previa a la decisión mediante las instrucciones que se le deben im-
partir, y e.x post, a través de la posibilidad de revisar el veredicto para es-
tablecer si el principio fue respetado o si se fijó un hecho incriminante a
pesar de la duda objetiva.
Esta cuestión merece una consideraciÓn particular.
240 Bien dice Frn /iiori (Derecho y razdn, cit., p. 139) que la libre convicción “ha termi-
nado por transformarse en un tosco principio potestativo id6neo para legitimar el arbitrio de
los jueces”, destacando que el principio “debe ser integrado con la indicación de las condicio-
nes no legales sino epistemológicas de la prueba. ..”. En sentido similar, ViRGO1.iNi y SirVESTRO-
si, Unas sentencias discreias, ci t., ps. 301-308.
" ' SlLVESTRONi, Mariano H., Izi tipicidacl subjetiva y el in diibio pro reo en el recurse cIe
casación, en “Nueva Doctrina Penal”, 1998/B, Ed. Del Puerto, Buenos Aires, ps. 601-6 lb. El
desarrollo que sigue respecto del ,(nv‹ñ reí, se basa en ese trabajo.
242 n sentido coincidente, MAIER, Derecho procesal penal, t. I, cit., p. 494; LANccs, M:1-
ximo, El principio in diibio pro reo y su control en casacidn, en “Nueva Doctrina Penal”,
1998/A, Ed. Del Puerto, Buenos Aires, p. 217; Rusco i, Maximiliano, Cuestiones dc imputación
y responsabilidacl en el clerecho penal moderno, Ed. Ad-Hoc, Buenos Aires, 1997, ps. 133-135.
243 Nozlcx, Annrqiiin, Estado y utopta, ci t., p. 110.
244 Si bien es cierta la observación de Nozicx en cuanto a que “cualquier sistema que po—
damos imaginar que algunas veces castiga realmente a alguien, implicará algÚn riesgo aprecia-
ble de que se castigue a alguna persona inocente y es casi seguro que así lo hará en tanto ope—
re sobre un niímero elevado de personas” (Anarquía, Estado y utopía, cit., p. 102), es indiscutible
que la regla según la cual se debe absolver ante la duda aumenta la confiabilidad del procedi—
miento. La propia falibilidad de todo sistema de justicia (señalada por N ziCx) requiere nece-
sariamente del contrapeso del (river reí para obtener un grado óptimo de confiabilidad.
Puntos de partida
Ahora bien la consideraciÓn del principio como un derivado necesa-
rio de la presunción de inocencia, es incompatible con la usual negativa
de los tribunales de casación y constitucionales de custodiar su efectiva vi-
gencia²4ª. Con razÓn se ha dicho que “pocas veces se ha podido observar
tan nítidamente que una garantía de la máxima importancia, como lo es
el [avor reí, se exponga a los ojos del ciudadano casi como un ámbito de
manejo discrecional de quien, paradojalmente, es el destinatario del deber
que ella impone" 246, Es evidente que si la regla está dirigida al órgano de-
cisor, sólo un control sobre éste puede garantizar su cumplimiento²47,
4. b. La duda objetiva
La duda como relativización de la realidad existe siempre o casi siem-
pre en cabeza de todas las personas que emiten un juicio de valor. Cual-
quier hecho que tengamos por cierto podría no serlo. Por ejemplo, si ve-
mos a alguien disparar contra la cabeza de otro podemos estar seguros de
que ese disparo ocasionÓ la muerte, aunque siempre existe la posibilidad
de que la víctima se haya muerto en el interín por alguna causa no detec-
table en una autopsia (por ejemplo, un infarto que no pueda ser detecta-
do como previo al disparo). Frente a estas hipótesis de casi imposible ocu-
rrencia podemos dudar, pero esa duda no es la que atañe al principio iii
dubio pro reo ni la que jurídicamente se deriva del principio de inocencia.
Corresponde determinar cuál es el lfmite entre aquella duda no razo-
nable y la duda razonable que impediría la condena. O, dicho de otro mo-
do, hay que determinar cuál es el grado de duda que puede tolerarse en la
afirmación judicial del hecho fundante de la sentencia condenatoria. La
certeza que va más allá de toda duda racional es la que permite afirmar,
luego del proceso de reconstrucción histórica, la existencia de un suceso.
El trazado del límite entre la duda relevante y no relevante no puede
depender del arbitrio de cada jurado. No es el destinatario de un límite
quien debe interpretarlo y juzgar su concurrencia, como ya hemos visto.
Por esa razón, corresponde establecer jurídicamente un marco a la li—
bertad del jurado para establecer los hechos probados. Ese límite externo
sólo puede concretarse con la construcciÓn de estándares probatorios mf-
nimos, que deberían ser controlados mediante una vía recursiva en la que
se pueda discutir cuándo se puede justificar válidamente la restricción de
la libertad de los individuos.
245 Por ejemplo, en Argentina, Corte Suprema de Justicia de la Macidn, Fallos: 28 7:327;
30 l :723; 302:932; 303: 1898, entre otros.
’ RUSCOni, Cuestiones de imputación y responsab ‘ilidad en el derecho penal moderno,
cit., p. 139.
247 SirvcSTROxi, fzi tipicidad Subjetiva y el in dubio pro reo en el recurso de casacidti, ci t.,
’ª HENDrns, Edniundo, Jueces y ju rados. ¿ Una relación couÇ/ctír'n?, en inicio por ju ra-
dos en el proceso perret, FH . Ad—Hoc, Buenos Aires, 2000, p. 30.
2. Consagración constitucional
En general, las modernas constituciones y tratados de derechos huma-
nos prevén expresamente a la acción como objeto de referencia normativa
y como antecedente de la sanción penal (ello, claro está, a través de diver—
sas fórmulas que en algunos casos exigen cierta interpretación), lo que per-
mite descartar de plano el derecho penal de autor y todas sus derivacoines.
Hacen referencia a la acciÓn o conducta, las constituciones de Argentina
(art. 19), España (art. 25. 1), Uruguay (art. 10), Ecuador (arts. 24. 1 y 23.4 in
Que), Chile (art. 19, inc. 3 ía Qiie), Costa Rica (art. 28), Jamaica (art. 27.7),
Perú (art. 2, 2‘ parte, ítem 4 —también inc. 4-), Paraguay (arts. 33 y 18 iii Q-
ie), Panamá (art. 31), Nicaragua (art. 34, inc. 1 l), Colombia (art. 29,
párr.), entre los textos locales. Asimismo, entre los pactos internacionales
la Declaración Universal de los Derechos Humanos (DUDH) (art. 11.2), el
PIDCP (art. 15. 1), la CADH (art. 9).
Segunda parte
Los textos que no prevén este recaudo suelen establecer otras garan-
tfas que permiten arribar a un resultado final similar. Así, a partir de la
exigencia de una exterioridad como presupuesto de la pena (lo que usual-
mente se denomina principio del hecho), se construye una garantía de si—
milar efecto limitativo, aunque el principio de la acción es mucho más útil
como herramienta pautadora porque, como analizan oportunamente,
permite preservar el pilar esencial de la teoría del delito, frente a los in-
tentos por vaciarlo de contenido y transformarlo en un artificio o de sus-
tituirlo por estados de cosas o situaciones que, siendo hechos, no consti-
tuyen un comportamiento.
A continuación, se analiza el sentido jurfdico de las fórmulas utiliza-
das en algunos textos.
249 El texto es casi idéntico al an. 10 de la Constitución uruguaya que dispone: ”Las ac-
ciones privadas de las personas que de ningún modo atacan el orden público ni perjudican a un
tercero, están exentas de la autoridad de los magistrados. Ningún habitante de la República se-
r:i obligado a hacer lo que no manda la ley, ni privado de lo que ella no prohíbe”. Asimismo, el
an. 28 de la ConstituciÓn de Costa Ríen recepta en su parte pertinente la primera parte de la
fÓrmula citada: “Nadie puede ser inqu ietado ni perseguí ido por la manifestación de sus opinio-
nes ni por acto alguno que no infrinja la ley. Es naciones firivaclas que no doiien la moral o el
orden piiblico, o que no perjudiquen a terceros, están [nera de la accidn de la ley. dio se podr:í, sin
embargo, hacer en forma alguna propaganda política por cléingos o seglares invocando moti-
vos de religión o valiéndose, como medio de creencias religiosas” (destacado agregado).
250 Adoptada, por ejemplo, por la Constitución de la Repiiblica Dominicana, art. 8, inc.
5: ”A nadie se le puede obligar a hacer lo que la ley no manda ni impedírsele lo que la ley no
prohíbe”, y en las disposiciones citadas en la nota anterior.
Presupuestos constitucionales
Desde el punto de vista teórico podrían distinguirse diferentes entes
y estados relevantes para un derecho penal abstracto: la persona, la idea,
la acciÓn que no afecta a terceros, y la acción que afecta a terceros. Como
vimos, la relevancia penal de la persona es la característica del derecho
penal de autor, en el que el delito no es más que un síntoma de “la enfer-
medad” (peligrosidad) del sujeto que debe ser tmtdo con la pena para co—
rregir su defecto. La relevancia penal de la idea (expresada o simplemen-
te tenida por el sujeto) es propia del Estado (y del derecho penal)
totalitario en el que prima el pensamiento único al que todos los ciudada-
nos deben adscribir. La relevancia penal de la acción que no afecta a ter-
ceros es propia del derecho penal etizante, en el que la moral se confunde
con el derecho y las creencias de la mayoría sofocan a las de las minorías.
Estas diversas formas autoritarias de derecho penal son combinables y en
general se combinan. Frente a todas ellas existe el derecho penal de acto
en el que sólo las acciones (que conforme se analizará a estudiar los de-
más principios deben revestir ciertas características) pueden ser objeto de
alcance de la ley.
De esos cuatro entes abstractos, la norma constitucional citada esta-
blece un claro corte al medio entre lo que puede y lo que no puede ser pu-
nible. Al establecer que la acción privada no puede ser alcanzada por la
ley, dispone que sólo puede serlo la acción que produce una afectación,
pero siempre la acción, ya que tanto las ideas como la persona misma son
anteriores a la acciÓn privada que es la que se encuentra en la frontera de
lo punible, enfrentada a la conducta que afecta a terceros.
En resumen, el hecho de que algunas acciones no puedan ser pena-
das indica que, como mínimo, debe haber una acción, ya que la no acción
se encuentra más lejos del corte (la frontera de la punibilidad) estableci-
do por la Constitución. Si no puede castigarse lo más (la acción que no
afecta) no puede castigarse lo menos (la idea y el sujeto).
b) La segunda parte de la norma²ª * también establece una conexión
norma-acción, ya que expresamente se refiere al “hacer” como objeto de
la obligación jurídica. “Hacer” es actuar, esto es, llevar a cabo una acción.
Del texto se deduce que la ley puede valorar jurídicamente las acciones,
ordenándolas o prohibiéndolas y ello confirma lo que se deduce de la pri-
mera parte del artículo en cuanto a que sólo las acciones pueden ser obje-
to de referencia normativa a los efectos de la aplicación de una sanción, y
que nunca podrán serlo el sujeto mismo o sus pensamientos.
Cuando se dice que nadie puede ser obligado a hacer lo que la ley no
manda se veda la atribución de cualquier tipo de consecuencia jurídica a
Presupuestos constitucional£rS
El reproche de culpabilidad (que se analiza más adelante) se asienta
justamente en la idea de la norma como motivadora de conductas: lo que
se reprocha es el no haber cumplido con el mandato normativo. Ahora
bien, el cumplimiento o incumplimiento de los mandatos de las normas
existen sólo a partir de acciones que los cumplen o los incumplen. Los es-
tados (ser de determinada forma), las ideas (peiisnr de determinada for-
ma), las circunstancias, no pueden ser reprochados porque no pueden
constituir nunca el cumplimiento o incumplimiento de un mandato legal.
La norma antepuesta al tipo penal sólo puede motivar acciones, prohi-
biéndolas u ordenándolas, y el reproche de culpabilidad sólo puede recaer
respecto de una acción que contraviene el mandato o la prohibición nor-
mativa. Esto es una consecuencia de la consideración de la norma como
reguladora de conductas.
De ello se deduce que cualquier intento de relevar penalmente algo
que no constituya una acción está destinado al fracaso, porque ‹z priori se
advierte la imposibilidad de que ese ente pueda merecer una desvalora—
ción desde el principio de culpabilidad penal. De este modo, llegamos a la
exigencia constitucional de una acción por vfa de otro principio constitu-
cional: el de culpabilidad.
c) Otra referencia que brinda un argumento adicional para la confi-
guración de la acción es la exigencia del hec/to como antecedente de la pe-
na, a la que se hace referencia expresa en algunas constituciones²º3.
Este recaudo viene a confirmar la necesidad de una acción, ya que de-
nota la necesidad de una manifestación en el mundo exterior que no exis-
te con el mero pensamiento o con el acto de voluntad no objetivado como
exterioridad.
Pero, en razón de lo dicho previamente, tampoco basta con la sola ex-
teriorización. El heno del proceso al que se refiere el art. 18, CN, no es tan
3. Principio de tipicidad
La ley debe describir con precisión
la acción penalmente relevante.
3. a. El principio
De la premisa de que el delito es una acción, se deriva la necesidad de
que la ley individualice, mediante una descripción lo más precisa posible,
la conducta penalmente relevante que será objeto de desvaloración jurídi-
ca. La herramienta utilizada por el legislador para llevar a cabo esa indi-
vidualización es el tipo penal al que se define como la descripción concre-
ta y material de la conducta penalmente relevante. Ningún otro instrumento
legal puede llevar a cabo esa función.
Por lo tanto, si sólo los tipos describen conductas y si sólo éstas pue-
den constituir un delito, debemos concluir que la existencia de un delito
(que respete el principio constitucional de la acción) presupone lógica-
mente al tipo penal.
Sólo a partir de una descripción legal precisa puede regir realmente
el principio de la acción. Cualquier otra técnica legislativa para consagrar
delitos habilitaría la relevancia penal de los estados de cosas que no son
conductas sino meros hechos o circunstancias del mundo. Ello ocurre por
ejemplo, cuando las leyes hacen referencia a características de la persona-
lidad con términos como “vago”, “peligroso”, “inmoral”, entre otros tantos
conocidos; en esos casos la ley no describe acciones por lo que no consa-
gra tipos penales.
De lo dicho precedentemente concluyo que del principio constitucional
de la acción se deriva el principio de tipificación o tipicidad, según el cual
no puede haber delito sin una exhaustiva descripción legal individualizado-
ra de la conducta penalmente relevante. De este principio se deduce la ga-
rantía a no ser penado sin tipo y sin tipicidad de la conducta atribuida.
Esta garantía es independiente de la de legalidad, pero a la vez la
complementa. Es independiente porque la legalidad se satisface con la
precedencia de la ley y una cierta estrictez en la descripción de los he-
chos penalmente relevantes, mientras que la garantía de la tipicidad exi-
ge que los tipos individualicen con precisión la conducta prohibida, ve-
dando la mera indicación de hechos o circunstancias que no constituyan
una acción. Por otra parte, complementa la garantía de la estricta legali-
Segunda parte
dad, ya que adiciona una caracterfstica (la necesidad del tipo) al recau-
do de precisión exigido por ella.
Algunos textos constitucionales hacen referencia autónoma a este
principio de tipicidad. Así, por ejemplo, la Constitución de Ecuador lo
consagra claramente en su art. 24, inc. 1, que dispone:
“Nadie podrá ser juzgado por un acto u omisión que al momento de co-
meterse no esté legalmente tipi[icado como infracción penal, administrativa o
de otra naturaleza, ni se le aplicará una sanción no prevista en la Constitu-
ción o la ley. Tampoco se podrá juzgar a una persona sino conforme a las le-
yes preexistentes, con observancia del trámite propio de cada procedimien-
to 254 (destacado agregado).
2 4 Asimismo, el art. 87 dispone: “La ley tipificará las inh acciones y determinará los
procedimientos para establecer responsabilidades administrativas, civiles y penales que co-
rrespondan a las personas naturales o jurídicas, nacionales o extranjeras, por las acciones u
omisiones en contra de las normas de protección al medio ambiente”. Por su parte, el art. 141
establece que “se requerirá de la expediciÓn de una ley para las materias siguientes. . .", y el
inc. 2 se refiere a la potestad de ”tipificar infracciones y establecer las sanciones correspon-
dientes”.
Al referirse al derecho de asociación en el art. 24, inc. 2, dispone: “Las asociaciones
que persigan fines o utilicen medios tipificados como delito son ilegales”.
256 El art. 2 dispone: ”La soberanía corresponde al pueblo del cual emanan todos los
poderes del Estado que se ejercen por representación. La suplantacíón de la soberanía popu-
lar v la usurpaciÓn de los poderes constituidos se tipifican como delitos de traiciÓn a la Pa-
tria. La responsabilidad en estos casos es imprescriptible y podrá ser deducida de oficio o a
petición de cualquier ciudadano”.
257 El art. 153, inc. 15, se refiere al caso en que la legislatura puede ”conceder al Órgano
Ejeçutivo, cuando éste lo solicite, y siempre que la necesidad lo exija, facultades extraordina-
rias precisas, que serán ejercidas, durante el receso de la Asamblea Legislativa, mediante De-
cretos-Leyes”, v dice que “la Ley en que se confieren dichas facultades expresará específicamen-
te la materia y los fines que serán objeto de los Decretos-Leyes y no podrá comprender las
materias previstas en los numerales tres, cuatro y diez de este artículo ni el desarrollo de las ga-
rantías fundamentales, el sufragio, el régimen de los partidos y la tipificación de delitos y san —
ciones. La Ley de facultades extraordinaria expira al iniciaise la legislatura ordinaria subsi—
guiente”. Asimismo, el art. 13I in fine referido a cuestiones electorales dispone que “la Ley
tipi[icard los delitos electos ales y señalará las sanciones respectivas”. También es de destacar el
ya citado ati. 31 que dispone que “sólo serán penados los hechos declarados punibles por Ley
anterior a su perpetraciÓn y exactamente aplicable al acto imputado”, con lo que al consagrar
el principio de legalidad establece el recaudo de precisión en la individualizaciÓn de la conduc—
ta prohibida, lo que requiere necesariamente al tipo penal como herramienta legislativa.
' En un pasaje del art. 2, inc. 4, dispone: “Los delitos cometidos por medio del libro,
la prensa y demás medios de comunicación social se tiy:ii[ican en el CÓdigo Penal v se juzgan
en el fuero común”.
Presupuestos constitucionales
que la tipificación es el modo de individualizar la acción penalmente rele—
vante. Asimismo, corresponde destacar la referencia expresa a la descrip-
cido como modo de individualizar acciones, que contiene la Constitución
de Chile² 9 y la estricta correspondencia entre la ley y la conducta, exigi-
das por las constituciones de Jamaicaªªº, Nicaraguaº6 y México262, Estas
fórmulas permiten inferir la exigencia constitucional de tipicidad.
259 An. 3, parte pertinente: “Ninguna ley podrá establecer peniis sin que la conducta
que se sanciona esté expresamente descrita en ella”.
260 Art. 3 l : ”SÓlo serán penados los hechos declarados punibles por Ley anterior a su
perpetraciÓn y exactamente aplicable al acto imputado”. La referencia al acto es elocuente so-
bre la vigencia del principio de la acciÓn, que no por casualidad se consagra en la misma nor-
ma que exige la exacta correspondencia entre la ley y la conducta, que no es otra cosa que la
tipicidad.
26 l El art. 34, inc. 11, establece el derecho “a no ser procesado ni condenado por acto
u omisiÓn que, al tiempo de cometerse, no esté previamente calificado en la ley de manera ex—
firesa e inequívoca como punible, si sancionado con pena no prevista en la ley. Se prohíbe dic-
tai leyes proscriptivas o aplicar al reo penas o tratos infamantes”.
262 El art. 14, 3’ párr:, dispone: “En los juicios del oi’den criminal queda prohibido im-
poner, por simple analogía, y aÚn por mayorfa de razÓn, pena alguna que no esté decretada
por una ley exactamente aplic:able al delito de que se trata”. NÓtese cómo la exigencia de estric-
ta correspondencia de la acciÓn a la ley se consagra junto con la prohibiciÓn de analogía, ya
que ésta es un mOdO de burlar el alcance preciso del tipo penal.
Segunda parte
inhabilitación absoluta perpetua, el que al ser debidamente requerido, no
justificare la procedencia de un enriquecimiento patrimoni al apreciable
suyo o de persona interpuesta para disimularlo, ocurrido con posteriori-
dad a la asunción de un cargo o empleo público y hasta dos años después
de haber cesado en su desempeño. Se entenderá que hubo enriqueci-
miento no sólo cuando el patrimonio se hubiese incrementado con dine-
ro, cosas o bienes, sino también cuando se hubiesen cancelado deudas o
extinguido obligaciones que lo afectan. La persona interpuesta para disi-
mular el enriquecimiento será reprimida con la misma pena que el autor
del hecho”.
La doctrina argentina ha discutido mucho sobre la validez constitu-
cional de esta norma. Me parece relevante para descartar su constitucio-
nalidad, el hecho de que se trata de una figura subsidiaria dirigida a ope-
rar justamente cuando no se puede probar el delito cometido por el
funcionario; la lógica es la siguiente: como no puedo probar el cohecho o
la exacción ilegal o la de(r‹iudiicíóu iz /‹zs arcas del listado, supongo que si el
¢iincíotiarío se enriqueció es porque cometid iz/gorro de esos delitos. i3›e tra-
ta de una clara violación de todas las reglas constitucionales que rigen el
proceso penal, especialmente el principio acusatorio (derivado del de ino-
cencia) que exige que sea la acusación la encargada de probar la existen-
cia del delito. La violación de este principio es evidente si se tiene en cuen-
ta la relevancia penal de la omisión de justificar el origen de los fondos;
estamos aquí en presencia de una inversión de la carga de la prueba que
viola manifiestamente el principio de inocencia y que es contraria a todas
las reglas del estado de derecho.
Por lo expuesto, me parece claro que esa omisión (en realidad la ac-
ción diferente a la de justificar) no puede constituir la conducta descripta
por el tipo penal. La conducta es otra, es anterior y se retrotrae al momen-
to del enriquecimiento: es la acción que generó el enriquecimiento; ésa es
la verdadera conducta que el tipo pretende atrapar. Y es aquí donde nos
encontramos con una clara violación del principio de tipicidad, ya que esa
conducta no está precisada en el tipo; no se la puede describir porque la
lógica de este delito es justamente esa: como no se puede saber cuál fue
esa conducta (que se presupone que es una de las descriptas en otras figu-
ras delictivas como las del cohecho, exacciones, defraudaciones, etc.) se
describe un establo de cosas, que se desvalora penalmente como delito. Ese
estado de cosas es el enriquecimiento, es el hecho de tener un patrimonio
significativamente mayor al inicial. Esto demuestra que esta norma no
constituye un tipo penal y que por ello vulnera el principio constitucional
de tipicidad y de la acciÓn.
La figura de la asociación ilícita también es común en la legislación
penal. En la Argentina el art. 210 del Código Penal dispone que “será re-
primido con prisión o reclusión de 3 a 10 años, el que tomare parte en
una asociación o banda de tres o más personas destinadas a cometer de-
litos por el solo hecho de ser miembro de la asociación. Para los jefes u
Presupuestos constitucionalés
organizadores de la asociación el mfnimo de la pena será de 5 DñOS de
prisión o reclusión”. Fórmulas similares establecen el Código Penal del
Uruguay L6d (en adelante, CP Uruguay), el de Yucatán² 64 jen adelante, CP
Yucatán), de Croacia²63, entre otros.
El hecho de tomar (o formar) parte de una asociación no es una ac—
ción sino una simple circunstancia, un estado de cosas, y es simplemente
eso lo que la ley penal describe en esta figura, dejando indeterminada la
conducta que hace que el sujeto se transforme en un miembro de la ban-
da. Podemos imaginar esa conducta en el caso en que tres o más personas
se reúnen un dfa y firman un contrato constituyendo la asociación ilícita
o llegan a un acuerdo verbal en idéntico sentido, pero la experiencia indi-
ca que en general no es ese hecho el que se tiene por probado en los pro-
cesos por este delito; por el contrario, es la existencia de diversos delitos
cometidos por las mismas personas la que lleva a presumir la existencia
de un est‹zdo de cosas como el descripto por la figura legal. Es usual que
cuando en una sentencia se describe el hecho probado que justifica la con-
dena por asociación ilícita no se describe la acción concreta cometida por
cada miembro de la banda, sino simplemente su condición de miembro,
lo cual no es una conducta sino una circunstancia.
Esto significa que, en general (aunque no siempre), la aplicación con-
creta de la figura de la asociación ilícita lesiona el principio de la acción
y de tipicidad en la medida en que se torna aplicable a partir de la existen-
cia de un hecho pero no de una nccíóii respecto de la cual el tribunal ha-
ya efectuado una comparación con la individualizada en el tipo para afir-
mar su tipicidad. Cuando ello ocurre, la aplicación de esta figura se torna
inconstitucional por la clara y manifiesta violación de los principios cons-
titucionales de tipicidad y de la acciÓn. Pero esta no es una consecuencia
necesaria a la aplicación de la figura en cuestión.
Un delito que presenta una particularidad especial es el del art. 483
del Código Penal español que dispone: “El reo de detención ilegal que no
diere razón del paradero de la persona detenida, o no acreditare haberla
dejado en libertad, será castigado con la pena de reclusión mayor”. Co-
rresponde señalar que la pena de reclusión mayor es la misma que el art.
405 de dicho cuerpo legal prevé para el parricidio y es menor a la que el
art. 407 prevé para el simple homicida; ello denota que se trata de una de
lps penas más graves previstas por dicha legislación. Esa norma presenta
problemas similares a la figura del enriquecimiento ilícito analizada pre-
viamente, pero en este caso creo que la validez constitucional no se pue-
263 Art. 150, CP: “Los que se asociaren para cometer uno o más delitos, serán castigados
por el simple hecho de la asociación, con seis meses de prisiÓn a cinco años de penitenciaría”.
4 Arts. 147 y 148, CP de Yucatán.
265 Art. 333, incs. 2 y 4.
Presupuestos constitucionales
El “detector de delincuentes”
¿Por qué esperar a que se cometa el delito? ¿Por qué no detectar, encerrar y
tratar al futuro “delincuente" antes de que lo cometa? Si el derecho penal ”tu-
tela bienes jurídicos”¡Oué mejor tutela que evitar la lesión!; y acaso existe un
método mejor para hacerlo que el de actuar antes, respecto del futuro (posi-
ble o seguro) autor de un delito?
Existe un vasto arsenal teórico con el que rebatir la posibilidad de “actuar an-
tes del delito” de modo punitivo, por la sola peligrosidad no expresada en he-
chos externos.
Sin embargo, me preocupa la vigencia futura de estos principios. Algún día,
tal vez pronto, se “descubrirá” el “método” para predecir ‘con absoluta certe-
za” si un individuo cometeré un delito y en su caso cuál, cuándo y quién será
la víctima.
Cuando se “descubra” el “detector de delincuentes”, no pasará mucho tiempo
antes de que se pretenda modificar totalmente la concepción del derecho pu-
nitivo y de su sistema de garantías (se modifica la Constitución, se denuncian
los tratados internacionales o se suscriben otros nuevos y listo). Alguien pro-
pondrá, por ejemplo, el sometimiento obligatorio al detector a determinada
edad y a partir de allí de forma periódica. De esta forma se podrán arbitrar
las medidas curativas necesarias cuando se detecte, con “total seguridad” o
con “grandes probabilidades” que una persona cometerá un delito.
El problema no será tan grande cuando el “estado de la ciencia” sólo permita
detectar al 'delincuente” tan sólo con “altos grados de certeza”, porque toda-
vía nuestro arsenal teórico podrá acudir, al menos, al principio ía debio pro
reo para evitar una (mayor) injerencia estatal. Pero nos veremos en un proble-
ma cuando los gurtíes afirmen una certeza absoluta. Ello conmoverá, sin du-
das, la base teórica de nuestro derecho penalª 66
¿Con qué argumentos nos opondremos a la injerencia estatal a partir del re-
sultado del “detector de delincuentes”?
Trataré de ensayar algunos.
a) Por simple intuición podemos afirmar la falibilidad del ser humano y de su
ciencia y ello nos permite dudar de que un “detector de delincuentes” pueda
predecir con certeza hechos del futuro.
La imperfección de la ciencia humana debería elevarse a la categoría de prin-
cipio no discutido, que integraría el conjunto de premisas de los razonamien-
tos de moral institucional. Así, la infalibilidad de los métodos de predicción
deberá ser descartada por principio y con independencia de la verosimilitud
empírica de dicha afirmación.
Presupuestos constitucionales
fieste una de las propiedades, manifestará también la otra. Y por generaliza-
ción inductiva podemos inferir que todos los casos en que se manifieste una
de las propiedades, serán también casos en los que se manifestará la otra 2ó7
El razonamiento sería el siguiente:
— Todos los que tienen la característica X cometen delitos.
- A tiene la característica X.
- A cometerá un delito.
La primer premisa es el enunciado general al que se arriba a partir de la ex-
periencia y que sustenta el razonamiento inductivo que lleva a afirmar que
una persona cometerá un delito. Sólo mediante este tipo de razonamientos
podría funcionar el detector de delincuentes.
La primer objeción que puede formularse a este procedimiento versa sobre el
método inductivo en sí mismo. Es cierta la afirmación de Karl PoPPER t?I1
cuanto a que “desde un punto de vista lógico dista de ser evidente que se jus-
tifique la inferencia de enunciados universales a partir de enunciados singu-
lares, por más numerosos que éstos sean, pues siempre puede resultar falsa
cualquier conclusión obtenida de esa manera: por más ejemplares de cisnes
blancos que hayamos observado no se justifica la conclusión de que todos los
cisnes son blancos 68/269
En lo que nos concierne, es evidente que la regla según la cual la característi-
ca X es causa del delito puede ser perfectamente falsa y no existe ninguna ra-
zón lógica ni científica para asumirla como verdadera. Por esa razón, y asu-
miendo como válida la crítica al inductivismo, no se puede convalidar el
detector de delincuentes.
La segunda objeción también proviene de la teoría del conocimiento de Por-
PER, puntualmentt? del falsacionismo como método científico de corrobora-
ción. Precisamente, a partir de la Valencia del método inductivo, “Popper re-
conoce a un sistema como científico solamente si es susceptible de ser puesto
a prueba mediante la experiencia. Y sugiere que no es la verificabilidad de un
sistema sino su refutabilidad lo que debe tomarse como criterio de demarca-
ción entre lo que es ciencia y lo que no lo es. Un sistema empírico debe poder
ser refutado por la experiencia” 70
Y es evidente que las conclusiones del detector de delincuentes no pueden ser
sometidas a verificación empírica porque nunca es posible establecer si efec-
tivamente la persona iba o no a cometer un delito si no era encerrada o mo-
dificada por el Estado. El pronóstico que justificaría el accionar estatal no po-
dría ser sujeto a verificación empírica y, por ello, el detector de delincuentes no
podría ser considerado un instrumento científico.
c) Otra “verdad” que debería integrar el elenco de premisas del razonamien-
to es el de la libertad humana como realidad opuesta al determinismo. El li-
267 SCHUSTER, Félix G11St6VO, El método en las ciencias sociales, Ed. Centro Editor de
América Latina, Buenos Aires, 1992, ps. 5ó-57.
268 Cita de SCHUSTER, El método en las ciencias sociales, cit., p. 56.
" Sobre la crftica al método inductivo, ver también KLiviovsxx, Gregorio )' Dz AsuA,
Miguel, Corrientes epistemoldgicas contempordneas , Ed. Centro Editor de América Latina,
Buenos Aires, 1992, ps. 37-48.
270 ScHUSTrs, E/ métod En las ciencias SOS tales, cit., ps. 62-63.
Segunda parte
bre albedrío (del que luego haremos mención) forma parte de la esencia de la
persona. El ser humano se caracteriza frente a los otros seres por su aptitud
de elegir, por su autonomía frente a las fuerzas de la naturaleza. Es cierto que
estas fuerzas condicionan las vidas y también las decisiones, pero ello no sig-
nifica que el acto de decisión esté determinado por ellas.
Al respecto puede discutirse largamente, pero siempre podemos definir al ser
humano como un ser autónomo y libre, considerando a la libertad como una
premisa indiscutible en la justificación de las instituciones sociales y, funda-
mentalmente, como una característica esencial del concepto de persona. La
persona debe ser definida como un ser libre.
Más allá de la verdad o falsedad de la premisa, es posible que todos nos pon-
gamos de acuerdo sobre su validez y que a partir de ese acuerdo construya-
mos las justificaciones ulteriores.
Desde el velo de la ignorancia de RxvvLs, desde el imperativo categórico kan-
tiano y desde el utilitarismo de reglas es posible arribar a este consenso para
consagrar a la libertad como un principio de esa naturaleza. Nuevamente, de-
beríamos partir de una petición de principio ajena a las demostraciones em-
píricas que, de todos modos, y por las razones expuestas al referirnos a la crí-
tica del método inductivo, nunca podrían acreditar las conexiones causales
deterministas.
A partir de estos criterios, nos podríamos oponer, por principio, al detector de
delincuentes.
Presupuestos constitucionales
X. Principio de iegalidad
27 Las diferentes fÓirnulas utilizadas en las diversas consti tuciones se citan más ade-
lante al analizar otros principios constitucionales. En la ConstituciÓn argentina surge de los
a te. i g y 19.
Presupuestos constitucionales
mitación de los derechos de los ciudadanos sólo puede provenir de la ley
y nunca de la voluntad del Estado, ni siquiera de la del órgano legislativo,
porque las leyes no pueden afectar derechos hacia el pasado sino sólo ha-
cia el futuro. La legalidad importa el derecho de poder calcular las conse-
cuencias jurfdicas, de no ser sorprendidos por el poder, y ésta es una ca-
racterística esencial de la libertad.
Este principio tiene un doble carácter. Por un lado es una expresión
concreta del principio de culpabilidad, ya que la posibilidad de formular un
juicio de reproche por la falta de motivación en la norma requiere necesa-
riamente la previa existencia de ésta; sin ley previa no hay objeto respecto
del cual motivarse y, consecuentemente, no puede haber culpabilidad. Es-
to se vincula con la posibilidad de cálculo a la que se hizo referencia pre-
viamente y que es una característica propia de la libertad.
Por otro lado, la legalidad es una garantía contra la arbitrariedad, en
cuanto impide al Estado sancionar personas mediante el simple recurso
de tipificar hacia el pasado las conductas que éstas cometieron, sea me-
diante la sanción de leyes retroactivas, o mediante el dictado 8e senten-
cias constitutivas de la ilegitimidad de la conducta.
John RAwLs resume brillantemente el sentido político de este principio:
“El precepto niillum crimen si tie lege, y las exigencias que implica, se de-
rivan de la idea de un sistema jurídico. Este precepto exige que las leyes sean
conocidas y expresamente promulgadas, que su contenido sea claramente ex-
puesto, que las leyes sean generales, tanto en su declaración como en su dis-
posición, y no sean usadas de modo que dañen a los individuos particulares,
quienes pueden estar expresamente señalados (lista de proscriptos), que al
menos las faltas más graves sean estrictamente interpretadas, y que las leyes
penales no sean retroactivas en perjuicio de aquellos a quienes se han de apli-
car. Estas exigencias están implícitas en la idea de regular las conductas me-
diante normas públicas, ya que, si los estatutos no son claros en lo que orde-
nan y lo que prohíben, el ciudadano no sabe cómo ha de comportarse 272
275 Hasta un tipo tan claro como el del homicidio (“El que matare a otro. ..”) puede ge-
nerar problemas para determinar cuándo finllliZa la vida humana y, consecuentemente, si
concurre el principal elemento del tipo (el “otro”) y el propio bien jurídico.
276 jor ejemplo, uno que dijera: ”Serán castigadas todas las acciones que le disgusten
al Juez”.
277 Bzcic rueo, Principios constitucionales de derecho penal, Ed. Hammurabi, Buenos
Aires, 1999, p. 78.
278 zcic cu o, Principios constitucionales de derecho penal, cit., p. 94.
Presupuestos constitucionales
pretación requiere una operación intelectual que se sirve de la compara-
ción y, por lo tanto, de la analogía, y no hay posibilidad de aplicación de
la ley sin interpretación, la prohibición de analogía se presenta como un
medio inadecuado para lograr el fin institucional que con ella se persigue.
Las soluciones hoy dominantes son criticables precisamente porque en es-
te conflicto dan preferencia al medio y sacrifican el fin " 279 pp ello sos-
tiene que “ya la extensión de la ley penal por encima de la interpretación
que permita fijar un número mínimo de casos comprendidos en su texto
es violatoria de la función de garantía de la ley penal”² º
De las palabras de BECC podemos arribar a una conclusión similar:
“En todo delito debe hacerse por el juez un silogismo perfecto. Pondi’á-
se como mayor la ley general, por menor III ficción conforme o no con la ley,
de que se inferirá por consecuencia la libertad o la pena. Cuando el juez por
fuerza o voluntad quiere hacer más de un silogismo, se abre la puerta a la in-
certidumbre”.
“Un desorden que nace de la rigurosa y literal observancia una ley pe-
nal, no puede compararse con los desórdenes que nacen de interpreta-
ción”ª .
279 j dem.
280 BAcicwveo, Principios constitucionales de derecho penal, cit., p 95.
’ ' BECCARLx, De los delitos y de las penas, cit., capítulo 4.
28 2 Sostiene BACiGALUPo (Príftcípíos constitucionales de derecho penal, cii., p. 33) que
“una reducción teleológica del alcance de una causa de justificación expresamente reconoci-
da por el órdenamiento jurídico sÓlo resultará compatible con la prohibición de generaliza-
ción y con el respecto de la objetividad del derecho penal, si tal restricción del alcance se fun-
damenta, como lo propone Jakobs, en una ‘cultura interpretativa practicada’, es decir, que
recoge una tradiciÓn interpretativa suficientemente estabilizada como para garantizar una
aplicación objetiva del derecho”.
Artículo 33: “Del derecho a la intimidad: La intimidad personal y familiar, así como
el respeto a la vida privada, son inviolables. Lzi conducta de las personas, en tanto no a[ecte al
orden pié blico establecido en la ley o a los derechos de terceros, estd exenta de la autoridad piibli-
en. Se garantizan el derecho a la protección de la intimidad, de la dignidad y de la imagen pri-
vada de las personas” (destacado agregado).
285 ZAFrAROxi, AmGiA y SLoicAit, Detecho penal. Pane generol, cit. , ps. 120- 1 21.
286 ZAi=FARONi, ALAGIA y SLOK4R, Derecho penal. Pcirte general, cii., p. 466. Este concepto
tiene ligeras modificaciones del ensayado en el anterior tt’atado de ZéFF itoNi (Tratarlo de ‹de—
recho penal. Parte general, Ed. Ediar, 1981, t. III, p. 240), donde decía que “bien jurídico penal-
mente tutelado es la relación de disJ›onibilidad de una persona con un objeto, protegida por
el Estado, que revela su interés mediante normas que prohíben dete im inadas conductas que
las afectan, las que se expresan con la tipificación de esas conductas”. Ahora se ha eliminado
la idea de tutela v en lugar de persona se habla de sujeto.
287 En realidad, la oi‘igina1 del autor citada en la nota anterior.
RoxiN, Derecho penal. Parte general, t . I, citado.
289 ROXIN, Derecho f›en al. Parte general, t. I, cit. , p. 54, se refiei‘e en forma crítica, las no-
ciones brindadas por HoxiG (quien se refiere al “sentido y fin de las concretas normas del De-
recho penal”) v GRuNHUT (quien habla de una “abreviatura de la idea del fin”). Es interesante
cómo estas ideas son receptadüs JlOr JzKOBs (cit., p. 50) para sostener en uff a de sus tantas cÍe-
finiciones Qué "el bien jurídico ha de entenderse entonces como sentido y finalidad de las pro-
posiciones jurídicas singulares o como abreviatura de la idea del fin”.
290 ROXIN, Derecho penzi/. Parte general, t. I, cit., p. 55.
Segunda parte
cada, la sociedad desplazarfa a la persona como punto de referencia esen-
cial. No se trataría ya de conservar la relación de la persona con un obje-
to, sino de mantener el poder de la sociedad a partir de la vigencia de las
normas que dicta el Estado, con independencia de si estas normas prote—
gen o no los derechos de la persona u otros intereses.
La concepción axiológica escogida para justificar el Estado, en la que
el individuo le es anterior y moralmente superior, impide que las personas
se vean subordinadas a una pena estatal dirigida a conservar abstraccio-
nes tales como la [trmeza en las expec/‹iiiv‹zs normativas esenciales y no ad-
mite la limitación de la libertad por la mera voluntad de la autoridad. Es
más, vimos que el Estado concebido como un “marco para la utopía” no
puede impedir que los individuos se agrupen en comunidades con sus
propias expectativas esenciales que incluso pueden ser contrarias al propio
marco utópico sobre el que se legitima el Estado, razón por la cual éste se
ve impedido no sólo de intentar imponer determinadas “expectativas” si-
no de transformar a las mayoritarias o dominantes en el bien supremo a
preservar por la norma penal. En el Estado utópico sólo puede utilizarse
la coacción para proteger los derechos individuales o como reacción fren-
te a su afectación. Todas las personas, el propio Estado que éstas confor—
man, y la coacción que pueden ejercer, están sometidas a esos derechos y
cualquier intento de invertir la ecuación cae fuera de los límites de la “mo-
ralidad institucional”. Y, positivamente, esta pretensión queda fuera de los
límites de lo constitucionalmente admisible, ya que la coacción estatal no
puede estar dirigida a la mera imposición del orden o de determinada mo-
ral sino que se ve supeditada a la afectación de los derechos de los demhs.
2. a. La moral pública
Es éste un concepto vago que puede conducir a consecuencias desas-
trosas en el campo de la interpretación jurídica. Como vimos, la Constitu-
ción del Uruguay felizmente no lo incluye como sí lo hace la Constitución
de Argentina.
Definido previamente el concepto de acción privada, debemos elabo-
rar uno de “moral pública” que sea respetuoso de aquél, y que no desvir-
túe la regla normativa según la cual aquélla es intangible.
Presupuestos constitucionales
La moral no puede ser en sí misma un bien jurídico, ya que ello im-
portaría eliminación de la nociÓn de bien jurídico como límite a la liber-
tad reemplazándolo por la voluntad del intérprete de lo que es moral. En
otras palabras, las acciones privadas sólo quedarían exentas de la volun-
tad de los magistrados cuando el órgano encargado de decir qué es moral
y qué inmoral así lo decidiera, lo que equivale a decir que la libertad mis-
ma quedaría sujeta a la simple voluntad de ese intérprete.
Además, hay que tener en cuenta que el mérito moral sólo puede exis-
tir a partir de una decisión libre individual no condicionada por la coac-
ción estatal *, y que cuando el Estado pretende imponer una moral se
torna inmoralªº². Consecuentemente, si queremos interpretar el límite
constitucional de modo razonable, no podemos considerar que consagra
a la moral como bien a proteger por las normas jurídicas.
El profesor ZAFFARONi es categórico en cuanto a que la moral “Í"Ío pue-
de ser un bien jurídico, porque ése es precisamente el límite en que se pa-
sa al derecho penal represivo”3 ª. ROXIx, por su parte, sostiene que “Ías
meras inmoralidades no lesionan ningún bien jurídico y por ello deben
quedar impunes” 304 El jurista argentino interpreta el art. 19, CN, dicien-
do que si bien la moral no puede ser un bien jurídico-penalmente tutela-
do, sí puede serlo el sentimiento moral de un sujeto, por lo que puede pro-
hibirse penalmente la afectación de dicho sentimiento contra su
voluntadª 05, La moral pública sería, entonces, el sentimiento moral de ca-
da persona que el Estado puede tutelar mediante la sanción de las conduc-
tas que lo afectan. Este criterio reconduce la noción de moral píiblica a la
de afectación a terceros, y se hace pasible de la objeción de que, en tal ca-
so, el primer concepto estaría sobrando porque bastaría con el segundo.
Sin embargo, creo que esta objeción puede ser respondida con éxito.
Aunque todos los límites a la libertad se reconducen a la noción de afecta-
ción de terceros, la inclusión expresa de la moral pública como uno de esos
límites tiene un claro un sentido normativo que le da razón de ser y hace
que no sea sobreabundante. ¿Cuál es ese sentido? Tenemos que buscarlo en
3 ² Hnvnx, Camino de servido inbre, cit., p. 253'“Lo que nuestra generación corre el pe-
ligro de olvidai no es sólo que la moral es necesariamente un fenómeno de la conducta indi-
vidual, sino, además, que sólo puede existir en la esfera en que el individuo es libre para de-
cidir por sí v para sacrificar sus ventajes personales ante la observancia de la regla moral.
Fuera de la esfera dc la responsabilidad individual no hay ni bondad ni maldad, ni oportuni-
dad para el méiñto moral, ni lugar Jiara probai las convicciones propias sacrificando a lo que
uno considera como justo los deseos personales. Sólo cuando somos responsables de nuestros
Jn-oJiios intereses y libres para sacrificarlos, tiene valor moral nuestra decisiÓn”.
302 AFFARONI, ALAGIA y SLox4it, Derecho penal. Parte gerrern/, cit. , p. 120.
ª°3 ZAFrwo i, Tratado de detecho penal. Parte general, t. III, cit., p. 245.
3°4 ZAFFARoxi, Tratado de derecho penal. Parte general, t. III, ci t. , p. 5ó
305 Zzrrwo i, Tratarlo ble clerecho penal. Pane general, t. III, cit., p. 243. Similar, Roxie,
De recli o pen al. Parte ge neral, t. 1, cit. , p. 57.
Segunda parte
la amplitud con que la Constitución tutela la libertad individual, que lleva
a descartar cualquier lfmite fundado en consideraciones de índole moral.
Siendo ello así, es evidente que la inclusión expresa de la morcil piiblica co-
mo lfmite a la libertad tiene el efecto jurídico de permitir la reprobación ju-
rídica de la afectación del sentimiento moral de un tercero. En otras pala-
bras, es una forma de aclarar que el ataque a ese sentimiento moral es un
tipo de afectación de terceros susceptible de ser sancionada.
La ausencia de esa expresa mención constitucional (sería el caso de
la Constitución uruguaya) permitiría sostener, a quien pretendiese afectar
el sentimiento moral de un tercero, que su conducta no es una forma de
afectación jurídicamente relevante y que por ello no puede ser sanciona-
da. Pero el establecimiento expreso de la moral pública (el sentimiento
moral de un tercero) como valla a la libertad, descarta ese argumento, y
de esa forma adquiere un claro sentido normativo que no lo torna sobrea-
bundante. De todos modos, no se puede dejar de lado que el término cons-
titucional utilizado es “moral pública” y que, al menos a primera vista,
ello dista de lo que se puede entender como el sentimiento moral de un
sujeto. Es necesaria alguna explicación adicional.
'Ya vimos que el término en cuestión no puede ser entendido como la
moral del Estado o de la sociedad o de la mayoría, ya que ello nos condu-
ciría a un derecho penal autoritario y sería contrario a la regla constitucio-
nal. Creo que en este caso el adjetivo “pública” tiene como sentido denotar
la importancia del sentimiento moral que puede ser objeto de afectación.
No cualquiera puede serlo sino sólo aquellos de una entidad tal que pue-
dan ser catalogados como integrantes de la moral pública, esto es, de las
pautas éticas que adquieren una significación social tal que justifiquen una
tutela jurídica aun contra acciones de índole privada. La rigidez con que la
libertad es consagrada requiere que los límites que se le imponen tengan
una entidad jurídica acorde con la regla que limitan. Por eso el sentimien-
to moral que justifica una restricción a la libertad debe ser importante pa-
ra la sociedad y en ello se resume su adjetivación como público. En defini-
tiva, nadie puede invocar la privatividad de una conducta para sostener la
impunidad cuando con ella afecta el sentimiento moral de un tercero que
reviste una jerarquía especial desde el punto de vista social.
De este modo, el adjetivo “pública”, en lugar de configurar una res-
tricción adicional a la libertad, constituye una ampliación porque restrin-
ge el propio límite a la libertad.
la protección del sentimiento moral de un tercero trae un problcma
de delimitación del campo de libertad.
Imaginemos que A alega que una acción privada de B afecta su sen-
timiento moral. Frente a esa situación, B posee el mismo derecho de sos-
tener que el sentimiento moral de A —consistente en sentirse afectado por
la acción de £i— afecta su propio sentimiento moral. Se genera una para-
doja en razón de que dos sentimientos morales, en principio dignos de
tutela, son incompatibles entre sí. La protección de uno afecta al otro y
viceversa.
2. b. El orden
La noción de orden se explica satisfactoriamente desde la óptica de la
tutela de bienes jurídicos. El orden es el estado de cosas ideal que se pre-
tende preservar con la ley a fin de que los bienes de las personas no se
vean afectados.
Para preservar los derechos individuales es necesario crear institucio-
nes que a su vez necesitan ser protegidas de ataques de terceros. Cuando
las normas protegen la vigencia de esas instituciones decimos que tutelan
bienes jurídicos colectivos o supraindividuales que se caracterizan porque
no tienen un único titular, ya que todos los ciudadanos lo son.
306 Este dilema fue analizado en el citado artículo sobre el problema de la eutanasia,
donde dije que la consideraciÓn del sentimiento moral de B y la neutralización de ambos co-
mo vía de sol ución fue una sugerencia de 5u1io E.S. ViRGOLixi.
3. Tolerancia e intolerancia
3. a. úUn círculo vicioso?
La /o/eraitci‹z es consecuencia de la intangibilidad del ser humano y
su libertad. Desde lo político significa que las personas tienen derecho de
ser, jaensar, expresarse y activar libremente sin ser sometidas a restriccio-
nes o sanciones que se funden en el mero hecho de lo que se es, se píeusn,
se empres‹z o se hace, salvo, en estos dos últimos casos, que con ello se afec-
te el derecho de otro, en cuyo caso es admisible la coacción restrictiva o
sancionatoria.
Existe otra dimensión de la tolerancia que excede la faz política y que
tiene que ver con la actitud personal ante lo que los demás son, piensan,
expresan o hacen. Esa actitud puede ser de repudio (expreso o interior),
aceptación (exterior o interior) o indiferencia.
307 justo allí donde un temeroso verla que se corre el peligro de una ”malinterpretación
de la libertad”.
Presupuestos constitucionales
Para evitar confusiones terminológicas, que pueden tener consecuen-
cias funestas en el debate, voy a denominar tolerancia a la faz política y
condescendencia o la faz personal. Entonces, podremos decir que es /o/e-
ratite un Estado que admite la absoluta intangibilidad personal y que, con-
secuentemente, admite la existencia de todas las diferencias personales,
de pensamiento, de expresión y de acción imaginables (y prohíbe todas las
instituciones —normas— intolerantes); y condescendiente al individuo que
acepta todas esas diferencias. Asimismo, tntolerante será el Estado que no
las admita y no coiidescf?1díeu/e la persona que las repudie expresamente
(no condescendiente activo) o las desprecie internamente (no condescen-
diente de conciencia); otros serán meramente indiferentes.
El debate sobre la tolerancia enseguida se topa con su principal pro—
blema: ¿es tolerable la intolerancia? Conforme la distinción terminológi-
ca precedente es evidente que no: el Estado liberal, ético, políticamente le-
gítimo, consagrado en las constituciones del mundo civilizado, prohíbe la
existencia de instituciones intolerantes; la libertad es siempre absoluta y
el Estado no puede restringirla. La pregunta más problemática es otra: ¿es
admisible la no condescendencia (esto es, la intolerancia personal)? Si la
respuesta fuese también negativa, esto es, si admitiésemos instituciones
que prohíben las conductas no condescendientes, ¿no estaríamos incu-
rriendo en una intolerancia inadmisible en un Estado liberal?
Lo creo decididamente así. Me parece claro que mientras la toleran-
cia es una obligación del Estado, la condesceiideucí‹i no es una obligación
jurídica individual. Lo es, sin dudas, moralmente, pero ya vimos que no es
lícito confundir el derecho y la moral, ya que ello conduce al Estado ab-
soluto, o sea, al Estado intolerante.
Esta es una de las cuestiones más complicadas del debate sobre la li-
bertad y ha generado debates y enfoques desde diferentes aspectos, sobre
todo en el marco de la lucha contra la discriminación 08 y la libertad de
expresión³ 09,
¿Puede la libertad admitir que se la pretenda sustituir? Es legítimo
que el Estado liberal prohíba las conductas que tienden a reemplazarlo
por caminos lícitos? Si la respuesta fuese negativa, el Estado liberal deja-
ría de ser tal porque se transformarfa en un Estado autoritario. La conce-
sión de derechos a quienes piensan igual a la mayoría no es en general un
problema político, ya que es usual que el poder tolere a quienes están de
su lado. lustamente, el problema político de la libertad es la tolerancia de
los diferentes, de los que piensan distinto, de los que tienen objetivos di-
308 Solire el tratamiento de este problema en la legislación argentina, v con una com-
pleta reseña del dei echo comparado, es interesante el libro dé SLoÜIMSKv, Pablo, Derecho pe-
nal antidiscriii iinatorio, Ed. Fabián J. Di Plácido, Buenos Aires, 2002.
309 GULLco, Víctor Hernán y Bi•×cui , Enrique Tomás, EI derecho o la libre expres ión , Ed.
Libi-ei-ía Plan teuse , La Plata, 1997, ps. 59-92.
Situaciones A
Situación Al.’ un grupo de personas (H) comparte en común la idea
de que las personas del grupo (X) son despreciables y/o no merecerían te-
ner los mismos derechos que ellos, y/o son en sí mismas malas personas,
y/O son inferiores a ellos en jerarqufa moral, razón por la cual no deberían
entablar con ellos relaciones intersubjetivas de ningún tipo. Los integran-
tes del grupo (H) (que no configuran una agrupación política y ni siquie-
ra una agrupación organizada) se limitan a actuar en consecuencia con
sus ideas, evitando todo contacto con las personas del grupo (X)³* *
Situación A2 . Igual a (Al), pero agregando que el grupo (H) está or-
ganizado a modo de secta, expone sus ideas entre sus miembros (A2a) y/o
también respecto de terceros (A2b) acerca de cómo, según su opinión, es
un comportamiento ético respecto de los miembros del grupo (X).
Situación A3 . Igual a la anterior, pero en ese caso los miembros de (H)
no sólo opinan sobre sus ideas sino que incitan a terceros a asumir sus
mismas actitudes respecto de los miembros del grupo (X).
Situación A4 .- Igual a (A2), pero agregando que el grupo (H) es una
agrupación política con aspiración de poder, que pretende que sus ideas
sobre cómo corresponde actuar respecto de (X) se transformen en institu-
ciones (normas). Para ello, por ejemplo, proponen reformar las cláusulas
constitucionales que consagran el derecho a la igualdad.
310 Al respecto, es intei esante la referencia de Gvrrco y Buvxc i, El derecho a la lihre ex-
pres ión, cit., ps. 60-66.
Es posible suponer que (H) y (X) constituyen cada uno de ellos el 5% de la pobla-
ción o, para hacer más interesante el debate, que (H) constituye el 5%, mientras que (X) re-
presenta al restante 95%. En este último caso nuestro debate tendrá una complicación adicio-
nal, por el hecho de que las restricciones que se pretendan imponer a (H) configurarían un
avasallamien to mayor itario.
Podemos imaginar el caso de que los miembros de (H) en su vida cotidiana (en el tra-
bajo, en sus vecindarios, etc.) están obligados a relacionarse con los miembros de (X) por el
simple hecho de ser éstos la mayoría de la población, y que el único espacio que tienen para
ejercer su derecho de tener contactos intersubjetivos exclusivos con los del grupo (H) sea jus-
tamente en las reuniones de dicho grupo, en las que pueden intercambiar ideas y opiniones.
3 ³ 3 Por ejemplo puede privarlo de hacer determinados gastos, en vista de que se queda-
ré sin trabajo, o de envíai- a sus hijos a determinada escuela, etcétera.
314 En general, en el ejemplo del despido, las legislaciones imponen una sanción jui í-
dica (que no es penal), pero que no tiene relación con la afectaciÓn de los sentimientos ni de
la libertad, sino que se trata de una consecuencia meramente contractual.
' Sobre los delitos de injurias colectivas mediante expresiones discriminatorias, SLo-
NIMSKY, Derecho penal nnticliscriniinatorio, cit., ps. 77-84.
316 is, Teoría cte la Justicia, cit., p. 251.
317 rs, Teoría de la justicia, cit., p. 254.
318 Sobre la doctiúna del “peligro claro y actual”, G uLLco y BuixcHl, £:/ derecho a la libre
expresidn, ci t., ps. 68-86.
319 GuLrco y Bianchi, III derecho a la libre expresidn, en., p. 92.
3. b. Pulsiones “fachistas"
Calificar como “facho” al que piensa diferente es moneda corriente.
Esa (des)ca1ificación en sí misma constituye un acto de “fachismo” de-
cirlo (como lo estoy haciéndo) parecería que también lo constituye
círculo vicioso?).
Algunos se compraron el mote de democráticos y, con él, el derecho
de calificar de (ncbos a los de la vereda de enfrente. Lo paradójico es que
siempre, pero siempre, sea quienes fueren los detentan el poder (los de
una u otra vereda) lo ejercen de forma (ric/io.
Ser progresista o democrático no depende del mote ni de la idea que
se sustente, sino del ejercicio concreto de conductas democráticas y tole-
" Nozlcn señala este inconveniente en relación a la admisión dentro del marco utópi-
co de comunidades que se organicen del modo que quieran, incluso de modo contrario a las
pautas liberales del Estado mínimo; dice: ”Los niños representan problemas ailn más difíci-
les. De alguna manera tiene que garantizarse que ellos están informados de las clases de al-
ternativas que hay en el mundo. Pero la comunidad de origen podría considerar importante
que los jóvenes no estuvieran expuestos al conocimiento de que a 100 kilómetros de distancia
hay una comunidad de gran libertad sexual” (4n‹irqiifzi, Estado y utopía, eiJ., p. 317).
1. Introducción
El principio de culpabilidad es la caracterfstica distintiva de un orden
jurídico que considera al hombre como un ser libre y responsable, capaz
de motivarse en las prescripciones jurídicas, y susceptible de ser alcanza-
do por la coerción punitiva sólo en la medida de su responsabilidad y nun-
ca en función del azar o de la razón de Estado.
, La consecuencia principal de este principio es que nadie puede ser
penado sin que haya podido motivarse en la norma, para decidir libre-
mente entre cumpliría o quebrantaría, lo que, como recaudo mfnimo, pre-
supone la existencia de una conexión subjetiva entre el autor y el hecho
(no es admisible la responsabilidad objetiva), y su libertad de actuar al
momento de la comisión (no se puede castigar al que no tuvo libertad pa-
ra motivarse en la norma, sea porque no pudo conocerla —por inmadurez,
enfermedad u error—, sea porque, conociéndola, se vio compelido a no res-
petarla). En otra palabras, es necesario que el autor haya tenido libertad
para actuar de un modo diferente al que lo hizo.
En general se distingue a $a culpabilidad como principio constitucio-
nal, de la culpabilidad como estrato sistemático del delito. Personalmente,
creo que ambas son una misma cosa: el principio constitucional coincide
con su sentido como estrato del delito. Éste existe como expresión de aquél
pero son lo mismo: el reproche por la falta de motivación en la norma.
Esto no significa que la culpabilidad como escalón sistemático conten-
ga todas las exigencias subjetivas que se derivan del principio constitucio-
nal. La subjetividad respecto del hecho es un presupuesto de la culpabili-
dad pero no forma parte de ella. Dicho de otro modo, como en el tercer
peldaño sistemático se debe llevar a cabo el juicio de reproche, es necesa-
rio que el ilfcito se configure también subjetivamente porque sino deven-
drfa irreprochable. Por esa razón, la existencia de dolo o culpa respecto de
la realización del suceso objetivamente descripto en los tipo penales, es
una de las consecuencias más relevantes de este principio constitucional.
Si el suceso no fue cometido dolosa o, al menos, culposamente, no consti-
tuye un ilícito apto para ser sometido a la valoración propia del estrato de
la culpabilidad, porque la irreprochabilidad es manifiesta de antemano.
A continuación estudiaremos la configuración precisa del concepto y
su derivación constitllCional. POSteriormerite (iit/rii XX) se analizará el
324 Hacen referencia expresa a la dignidad humana como derecho fundamental (de un
modo útil para elaborar una deducciÓn de este tipo) los textos constitucionales de España
(art. 10.1, que establece: “La dignidad de la persona, los derechos inviolables que le son inhe-
rentes, el libre desarrollo de la personalidad, el respeto a la ley y a los derechos de los demás
son fundamento del orden político y de la paz social”), El Salvador (art. 10), Costa Rica (art.
33), Venezuela (art. 3), Perú (arts. l y 3), entre otros. Por su parte, el art. 33 de la Constitu-
ción argentina dispone: “Las declaraciones, derechos y garantías que enumera la Constitu-
ción, no serán entendidos como negaciÓn de otros derechos y garantías no enu merados; pero
que nacen del principio de la soberanía del pueblo y de la forma republicana de gobierno”.
Otros textos establecen disposiciones similares como, por ejemplo, las constituciones de Uru-
guay (art. 72) , Venezuela (art. 22), Perú (art. 3), Colombia (art. 94), entre otras. En otros ca-
sos, la referencia a la tutela de los derechos inherentes a la persona humana o a la condiciÓn
humana o simplemente la referencia a los derechos consagrados en pactos internacionales,
tienen el mismo sentido normativo.
325 BzCicwuro, Principios constitucionales de derecho penal, cit., ps. 148-131.
326 BAcic uueo, Principios constitucionales de derecho penal, cit., p. 148.
— Segunda parte
dad formal como lo hacen suficientemente otras normas constitucionales.
La mención de la existencia de mandatos normativos, denota la relevan-
cia de sujetos libres y aptos para cumplir esos mandatos, ya que de lo con-
trario la referencia a los primeros no tendría sentido jurídico alguno. De
allí podemos deducir, suficientemente, la relevancia constitucional de la
posibilidad de cumplir los imperativos 1ega1es³ª . Cuando esa posibilidad
no existe (por inmadurez, error o falta de libertad), no puede haber repro-
che constitucional alguno contra el sujeto que violó la ley. Es culpable el
que no se motivó en la ley, pero sólo si pudo actuar de un modo diferente
al que lo hizo. Como luego se verá, una de las principales consecuencias
de este criterio es la relevancia eximente del error de derecho.
Este razonamiento se ve reforzado en las constituciones que consa-
gran el régimen republicano de gobierno porque su esencia es coinciden-
te con la de la culpabilidad. Las leyes deben ser públicas para que las per-
sonas puedan conocerlas y, de este modo, adecuar sus conductas a las
prohibiciones y mandatos emergentes de la norma. El principio republi-
cano es una garantía contra la arbitrariedad del poder y, consecuentemen-
te, en favor de la libertad individual: sólo se puede ser libre si se sabe de
antemano el contenido de la ley, esto es, el límite entre lo permitido y lo
prohibido. Ésa es la esencia de lo que se denomina principio de certeza’.
que consiste en la posíbí /íd‹id de calcular las consecuiencias normativas de
las proptas conductas, tener certeza es saber a qué ‹atenerse. La exigencia
de culpabilidad es la manifestación de la forma republicana de gobierno
en el ámbito del derecho penal: la aplicación de una sanción penal está
condicionada por la publicidad de la ley, lo que sustancialmente signifi-
ca que está condicionada por la razón de ser de la necesidad de esa pu-
blicidad: la posibilidad de conocimiento y motivación en la norma.
Una cuestión medular en la teoría de la culpabilidad es la determina-
ción de la base sobre la que se formula el juicio dt2 rt?J9TOChI?. Si la base es
moral, se cae en una etización del derecho incompatible con el derecho
penal liberal. Si la base es jurídica, cabe preguntarse, entonces, qué senti-
do tiene la culpabilidad como contrapeso al poder punitivo si, en definiti-
va, podría sostenerse que este poder se manifiesta en las mismas normas
penales que consagran el principio limitador. Los funcionalistas deducen
la culpabilidad de la teoría de la pena de la necesidad de imponerla, de los
criterios jurídicos que establecen qué desviaciones son admitidas como
excusa y cuáles son competencia del autor. Consecuentemente, si el repro-
che es jurídico, los funcionalistas dirán que ello termina confirmando su
posiciÓn, en la medida en que es el ordenamiento jurfdico el que estable-
ce lo que puede ser excusado y lo que no puede serlo.
³² se teta de “el poder en lugar de ello” al que se refería WrrZcL (Derecho penal ale-
mÓn, cit. , p. 201).
329 s por ello que considero inconstitucional el tipo del art. 177, CP argentino, que dis-
pone: “Será reprimido, como quebrado culpable, con prisiÓn de un mes a un año e inhabili-
tación especial de dos a cinco años, el comerciante que hubiere causado su propia quiebra y
perjudicado a sus acreedores, por sus gastos excesivos con relación al capital y al número de
personas de su familia, especulaciones ruinosas, juego, abandono de sus negocios o cualquier
otro acto de negligencia o imprudencia manifiesta”.
3.. Enfoque
La naturaleza intrínsecamente mala de la reacción punitiva, hace na-
cer diversos principios limitativos dirigidos a minimizar el ámbito de in-
jerencia del sistema penal en las libertades individuales. Esos principios
conducen a una restricción del alcance de las leyes penales y tienden a in-
troducir un mfnimo de sentido común, coherencia y razonabilidad en su
interpretación.
Cuando no existe más remedio que habilitar la reacción punitiva, el
Estado no hace más que confesar su fracaso. Porque el Estado existe pa-
ra preservar los derechos de los ciudadanos, evitando que ellos sean lesio-
nados, e intentando un modo de reparación frente a la lesión ya ocurrida.
Recurrir a una coerción irracional que no previene ni repara no es más
que una rendición. No sólo frente al delito sino, especialmente, frente a
quien pretende una reacción (venganza) de índole punitiva. Sólo cuando
no es posible reparar o cuando cualquier reparación es tan sólo simbóli-
ca o cuando el conflicto adquiere una entidad trágica, el Estado debe ren-
dirse ante la pretensión de la vfctima de liberar una pulsión vengativa.
Si se rinde en otro contexto, habiendo alternativas válidas, siendo po—
sible aún decirle que no a la víctima, el Estado fracasa intencionalmente
y se degrada moralmente. De allí nace el principio de reducción r‹zcíona/ ,
que es un principio ético-político derivado de la propia concepción de la
pena como venganza v que tiene una manifestación positiva concreta en
los principios de ti/tímiz ratio (o necesidad) y razonabilidad.
3. Principio de razonabilidad
Las leyes penales deben tener una explicación racional. Las reacciones
deben giin rdor proporci‹ín entre sí y con sus antecedentes.
3 Sostiene que aquí e necesita comparar por los menos dos normas distintas en ca-
da una de las cuales a ciertos hechos o ciertos entuertos se les imputan como debidas deter-
minadas prestaciones o sanciones. Si los hechos son estimados como desiguales y lo son efec-
tivamente, se dard una valoración positiva de razonabilidad de la selección. Si los hechos son
iguales y pese a ellos se les imputa una distinta prestación, habrá irrazonabilidd de la selec-
ciÓn” (LINARES, Razonabilidad de las leyes, cit., p. 117).
336 Li× css, Razonabilidad de las leyes, cit., p. 115.
337 Li×ziiss, Razonabilidad de las leyes, cit., p. 116.
BaCiGALUPO, PrillcipioS constitucionales de derecho penal, cit., p. 138. Deriva la exi-
gencia’de proporcionalidad de la prohibición de penas inhumanas y degradantes del art. l5,
CE. Disposiciones similares se encuentran en diversos pactos internacionales: arts. 5, DUDH;
5. 2, CADH; 7, PIDCP.
Nadie debe ser penado por el hecho de otro. la pena debe trascender
lo menos posible de la persona del condenado.
339 zRONi, Arzcuv y Sroxzit, Derecho penal. Parte general, cit., p. 124.
340 Se trata del deber de soportar las acciones Iícitas (atípicas o típicas y justificadas)
de terceros. Cuando se presenta un conflicto de intereses (propio de los que se resuelven en el
estrato de la antijuridicidad), el derecho debe decidir cuál es preponderante y, consecuente-
mente, qué conducta debe ser tolerada. Así, por ejemplo, la acción defensiva de quien se en-
cuentra amparado por la legítima defensa debe ser tolerada por quien la padece (que es el au-
tor de la agresión que da lugar a la defensa). Veremos que las reglas sistem:áticas permiten
establecer cuándo rige este deber y cómo se establece en cada caso particular.
³4 ² si lo hicieran, la teoría del delito constituiría una herramienta teórica expresamen-
te consagrada por la legislación penal contingente. De hecho, algunos códigos modernos (co-
mo el Código Penal alemán) regulan con bastante precisión las derivaciones dogm:áticas de la
aplicación de la ley penal.
342 Como dice Roxie: “la dogmática jurldicopenal no se conforma con exponer conjun-
tamente y tratar sucesivamente sus proposiciones doctrinales, sino que intenta estructurar la
totalidad de los conocimientos que componen la teoría del delito en un ‘todo ordenado’ v de
ese modo hacer visible simultáneamerlté lil Conexión interna de los dogmas concretos” (Dere-
cho penn/. Parte general, t. I, cit., p. 193).
345 Asi, BELiNG, Ernst Von, Esquema de derecho penal. La doctrina del delito tipo, trad.
de Sebastián SOLER, Ed. Depalma, Buenos Aires, 1944, p. 30: “Por medio del juicio de valor
según el cual una acción es 'antijurídica’, se caracteriza, en efecto, solamente la fase externa
(el comportamiento corporal) como contradictoria con el orden jurídico. Por el contrario, el
juicio de que alguien ha actuado 'culpablemente’ expresa un juicio valorativo sobre la fase in-
terna (espiritual, o ‘subjetiva’) de la acción”.
346 Aunque, paulatinamente, el causalismo comenzÓ a reconocer la existencia de ele-
mentos subjetivos ya en el injusto (con el descubrimiento de los especiales elementos subjeti-
vos del tipo), lo cierto es que la consideraciÓn de un injusto objetivo, en el sentido de que el
dolo no forma parte de él, sigue siendo la característica esencial de esta escuela doctrinaria.
347 BEnING, Esquema de derecho penal, cit . , p. 72: “el dolus significa reprochar al autor
el hecho de no haberse detenido ante el pensamiento de estar obrando antijurídicamente; la
culpa, reprochar al autor el hecho de desconocer la antijuridicidad de su conducta, debiendo
no haberla desconocido”. Asimismo, BELING, :sQLiemn de derecho penal, cit . , ps. 77 y siguien-
tes.
348 Así, NUñEE, Ricardo, C., Derecho penal argentino. Parte general, t. I, Ed. Bibliográfi-
ca Argentina, Buenos Aires, 1959, p. 230, reconoce que “ontolÓgicamente la acciÓn, como que
es el instrumento de civilizaciÓn y cultura humanas, es una voluntad gobernadora, la cual exi-
ge un proceso desenvuelto con arreglo a fines. La idea de la acciÓn involucrar en este sentido
la de finalidad. . .”.
34 Con cita de voN LIZT, NuÑrz sostiene que “un concepto de la acción esttucturado ba-
jo el punto de vista puramente mecanicista, que la mira como un proceso puramente causal
y que la define como un efecto en el mundo exterior producido por la voluntad, vale y satis-
face las necesidades y exigencias de la teoría jurfdico-penal de la acciÓn. La admisión de esta
concepción limitada de la acción, encuen tf6 su fundamento en la función desci,ptiva que se
le reconoce a la figura delictiva en el cuadro de la teorfa o explicación sistemática de la impu-
tación legal delictiva” (Derecho penal argentino. PaMe geiieriif, t . I, cit., ps. 230-23 l ).
Es ya clásica la fÓrmula de Wzizcr segúfl la cual “acciÓn humana es ejercicio de vo-
luntad final” (Derecho peiinl nfeiridii , cit., p. 33).
3’' Ouien form:i parte de la minoría de autores que continúa defendiendo los puntos de
partida vvelzelianos. Así, por ejemplo, considera “lamentable que la ciencia alemana haya eje-
cutado el gran salto hacia adelante que significa la adopción de la teoría del ilícito personal,
sin llevar consigo el fundamento metodológico inherente a ésta”, y afirma que “a través del
punto de partida ontológico es posible lograr (.. .) que la dogmática pueda adelantarse al pen-
samiento del legislador y no al revés. Además, este punto de vista permite atravesar la estre-
chez de las ciencias nacionales, surgidas como consecuencia de las codifícaciones y del posi-
tivismo legal, y adem:1s a un auténtico regreso a una ciencia jurídico-penal nacionalmente
independiente, tal como había existidó hilsta la segunda mitad del siglo XVIII en Europa”
(HIRSCH, Derecho y:›enal. Obras Completas, t. I, cit., p. 3$).
HiRSCu, Derecho penal. Obta$ dO111 létas , t. I, cit., p. 29.
Tercera parte
casos y especialmente en los supuestos de tentativa Ó0, La bifurcación de
la teoría del error, como luego se verá, permite asignar diferentes conse-
cuencias jurídicas no ya por razones meramente conceptuales, sino con-
forme una previa definición axiológica. La construcción de un concepto
de culpabilidad basado exclusivamente en la idea de reproche (para lo
cual el dolo y la culpa deben estar fuera de él) permite enmarcar en una
categoría dogmática específica las discusiones jurídicas relacionadas con
la concreción del principio constitucional de culpabilidad. Estas razones
(y otras más de mera técnica sistemática que no hacen al objeto de esta
obra) me llevan a optar por la teoría finalista del delito.
360 J n el CP argentino ello es más que evidente teniendo en cuenta que el art. 42 regu-
la la tentativa mediante la fórmula: "El que con el ¡im de cometer un delito determinado co—
mienza su ejecución pero no lo consuma por circunstancias ajenas a su voluntad. . .”. La clá-
sica pregunta del finalismo, como réplica al causalismo, es sumamente pertinente en relación
a esta norma: ¿por qué habría de estal el dolo en el tipo en el delito tentado y en la culpabili-
dad en el consumado?
WrLZcL consideraba que “la estructura final del actuar humano es necesariamente
constitutiva para las normas del Derecho Penal” (Derecho penal alemdn, cit., p. 59).
362 Señala Juan BUSTOS RvvilREZ (Manual de Derecho Pe»«i. m«no c‹»nn, s• ad., Ed.
Ariel, Barcelona, 1989, ps. l 14-HS) que "se produce una respuesta cargada de emoción fren-
te al significado real producido por el nazismo, que se encauza simplemente por una vuelta
al iustaturalismo. Es sÓlo el finalismo (o teoría de la acción final) quien emprende una reno-
vación de la dogmática tanto sobre bases filosóficas como científicas, permitiendo una rees-
tructuraciÓn coherente del sistema penal. Sin embargo, su búsqueda por principios esencia-
les que significaran una valla al irracionalismo cayÓ necesariamente en un planteamiento
'metafísico’, de verdades no discutibles. Asf, las llamadas 'estructuras lÓgico-objetivas’, aun-
que vinculan sólo relativamente al legislador (sólo si no quiere ser contradictorio), son el es-
tablecimiento de una 'verdad’ ontológica y es asf como la estructura lógico-objetiva se agrega
ahora la de la finalidad”.
363 Dice Roxi× (Derecho penal. Parte general, t. I, cit., p. 243) que ”hay que contradecir
también a la teorfa final de la acciÓn en su tesis rriJefectiva, a saber: en la pretensiÓn de po-
der deducir de su concepción ontológica de la acciÓn soluciones jurídicas concretas a los pro-
blemas”; proponiendo un concepto normativo de acción (p. 265).
364 Sobre los lfmites prejurídicos al concepto jurfdico-penal de acción, ZAFFARONI, ALA-
ciz v SLoxw, Derecho penal. Pane general, cit., ps. 394-403.
365 pIxG, H3quema de derecho penal, cit., ps. l 9-20.
voz Liszr, Franz, Tratado de derecho penal, trad. de la 20‘ ed. alemana de Luis JIxiÉ-
vez ni: Asia (y adicionado al derecho penal español por Ouintiliano SAL.DU), t. 2, 3" ed., Ed.
Reus, Madrid.
367 LISZT, Tratado de derecho penal, cit., p. 297.
368 ;v×
ªª fdem.
370 Cita de Roxie, Derecho penal. Parte general, t. I, cit. , p. 236, nota 13.
37 l zcr, Derecho penal alemdn, ci t . , p. 53.
372 ¡deru.
382 ZAFFARONi, ArzGlA y S£oxzR, Derecho penal. Pane general, cit., p. 523.
383 RoxiN, Derecho peiinf. Parte general, t . I, cit., p. 242
3g4 ;g„ ,
386 r lo demás, si el concepto final de acción criticado por Roxie deriva en la impo-
sibilidad de castigar la culpa inconsciente bienvenida sea esa consecuencia; y no por una de-
rivación naturalística sino por imperativo constitucional. Nuevamente, vemos como la preten-
dida orientación polftico—criminal del sistema, que reniega de las referencias ónticas, no es
más que un intento de avasallar los límites constitucionales al poder punitivo por razones fun-
cionales; en este caso, la pretensión de castigar la culpa inconsciente por temor al presunto
peligro que generaría su impunidad. Y, como contracara, vemos que la referencia óntica (en
el caso, la finalidad como criterio constitutivo de la acciÓn) es útil para salvaguardar el prin-
cipio de culpabilidad frente al temor histérico a la impunidad. El respeto de lo prejurídico es,
entonces, un imperativo jurídico: una necesidad constitucional.
g² wrrzrr, Derecho penal alemdn, cit., p. 276.
388 ZAF'FARoni, ArAGLx y SLoK/\R, Derecho penal. Prime geriernl, cit., p. 544.
389 ZArrARONl, MGiA y SLoxzit, Derecho penal. Pnrte general, cii., p. 543.
" JESCHECK, En Tratado de derecho penal. Pane general, vol. l , Ed. Bosch, 3‘ ed., 1978,
p. 296, sostuvo que ”Será posible (. . .) reunir ambas modalidades en un concepto unitario de
acciÓn si se consigue encontrar un punto de vista superior de naturaleza valorativa que aúne
en el ámbito normativo los elementos incompatibles en el ámbito del ser (. . .) Este es el senti-
do del concepto social de acciÓn: accidn es, según esto, comportamiento humano socialmen-
te relevante (. ..) Se entiende aquí por ’comportamiento’ toda respuesta del hombre a una exi-
gencia situacional reconocida o, por lo menos, reconocíble, mediante la realizaciÓn de una
posibilidad de reacción de que aquél dispone por razón de su libertad (. ..) puede también ma-
nifestarse en la inactividad frente a una determinada expectativa de acciÓn (que no necesaria-
mente ha de fundarse en el derecho), a condición, también, de que concurra la posibilidad de
conducciÓn (omisión)”.
391 Novoz MONTRsxL, III Fundamentos de fos delitos de oniisidn , Ed. Depalma, Buenos
Aires, 1984, ps. 76—77, sostiene que ”los cambios que el ser humano puede traer al mundo ex-
terior se presentan en dos form6S diVetsas: algunos corrigen, detienen o impiden procesos
causales o cursos de movimiento que se gestan en ese mundoi otros, conservan, mantienen o
hacen perdurar algunas situaciones existentes”; y que “dentro de este plano prejurídico, se po-
dría agregar, tal vez, una consideración social de la omisi6n, pues ésa contiene una actitud hu-
mana concreta que se sitúa dentro de una vida social compleja (. ..) En cuanto dicha actitud
humana consiste en que el sujeto no despliega aptitudes o potencialidades que podrían influir
de alguna manera en esa vida social (. . .) adquiere una evidente importancia para esa vida (.. .)
Cuanto hemos dicho concierne a la omisión como exteríorizacíón de la personalidad de un
sujeto que podría traer cambios al mundo exterior (.. .) Es en este sentido que la omisión se
presenta como un comportamiento humano, o mejor, como una actitud de un hombre, capaz
de ser puesta a la par con la acci6n (. . .) La conducta es, asI, el género dentro del cual se com-
prenden dos especies: la acción y la omisión”.
Roxie, Derecha penal. P‹irte general, t. I, cit., p. 234.
393 5zi:oas, Günter, £:/ concepto Jurídico-penal de accidn, en ”Cuadernos de Doctrina y
Jurisprudencia Penal”, año 1, t. I y II, Ed. Ad-Hoc, Buenos Aires, 1996, p. 96.
394 Cita de RoxiN, Derecho pencil. Parte general, t . L, cit., p. 247, nota 68.
ª ª De todos modos, como se tPata de concretar la vigencia de una garantía constitucio-
nal, poco importa el texto de la ley que es una norma de jerarqufa inferior.
En con1t11 dé II dO trina mayoritariá, SIL nsiiioxi, Mariano H., thornicidio por omi—
sión. El art. 106 del Cddígo Penal y la re[orma de la ley 24. 410, en “Cuadernos de Doctrina y Ju-
rispru dencia Penal”, Ed. Ad-Hoc, Buenos Aires, n° I y II, ps. 267-286.
Tercera parte
omisión como estructura típica. Corresponde, entonces, determinar esa
estructura.
Como se dijo, la consideraciÓn de la acción como la única entidad
pretípica relevante es funcional a una mayor vigencia del principio de le-
galidad. E o es asf por una razÓn muy sencilla: con la sola ampliación del
concepto de acción de forma tal de incluir en su seno al no evitar, se esta-
rían duplicando los tipos penales: los tipos activos se transformarfan tam-
bién en omisivos ¡porque ya se afirmó previamente la existencia de con-
ducta, con anterioridad al examen del tipo penal!
Para explicar un poco más esta cuestión es interesante ver cómo es-
tos criterios se expresan en discusiones dogmáticas concretas. La doctri-
na mayoritaria en la Argentina interpreta que el art. 79, CP argentino (cu-
ya descripción es “el que matare a otro”) incluye a la omisión como medio
comisivo, siempre que el sujeto activo se encuentre en posición de garan-
te respecto del bien jurídico. El interrogante es por qué sólo cuando exis-
te esa posición y no en los demás supuestos, ya que si adoptamos el con-
cepto omnicomprensivo, en todos los casos debería sostenerse que, como
la conducta ya existe, la subsunción estaría completa aun sin la especial
calidad de autor. Existen dos respuestas a esta pregunta; la primera, por-
que prefieren acotar la violación del principio de legalidad a los casos en
que es valorativamente más grave la conducta del sujeto activo (esto es,
cuando existe posición de garante); la segunda, Forque sólo cuando exis-
te esa posición el no evitar puede equipararse valorativamente al causar.
La primer respuesta es un reconocimiento expreso de la violación del
principio de legalidad. La segunda respuesta exige considerar a la posi-
ción de garante —no ya como requisito del tipo objetivo, sino— como ele-
mento integrante del concepto de conducta; en otras palabras: el no evi-
tar la muerte es una acciÓn de matar sólo cuando el sujeto está en
posición de garante. Esta tesitura (que sería compatible con el concepto
de conducta de HERSBERG ya citado) habilita de igual modo el quebranta-
miento del principio de legalidad, porque transforma todas las descripcio-
nes típicas en valoraciones jurídicas y hace de la tarea de subsunción un
proceso valorativo, que ya no estaría dirigido a contrastar la conducta con
la descripción, sino a establecer si, conforme a diversos criterios emergen-
tes de todo el ordenamiento jurfdico (del que surgirían las fuentes de la
posición de garante), puede atribuirse al sujeto la consecuencia normati-
va establecida en el tipo. En otras palabras, la tipicidad de las conductas
dependería exclusivamente del examen valorativo de su sentido jurídico y
no de su estricta subsunsión a un tipo legal.
Otro argumento en contra de la construcción de un concepto omni-
comprensivo se relaciona con la necesidad de llevar a cabo un juicio de
equivalencia para responder a la pregunta sobre la tipicidad. Como vi-
mos, algunos códigos contienen disposiciones que por un lado establecen
que el hecho punible puede cometerse tanto por acción como por omisión
y, por otro lado, limitan la comisión por omisiÓn a los casos de posiciÓn
de garante supeditándola, además, a la equivalencia del actuar con el
397 l art. 11 del CP español dispone: “Los delitos o faltas que consistan en la produc-
ción de un resultado sólo se entenderán cometidos por omisión cuando la no evitación del
mismo, al infringir un especial deber jurídico del autor, equivalga, según el sentido del texto
de la Ley, a su causación. A tal efecto se equiparará la omisión a la acción: a) Cuando exista
una específica obligación legal o contractual de actuar. b) Cuando el omitente haya creado
una ocasión de riesgo para el bien jurídicamente protegido mediante una acción u omisión
precedente”.
398 ¡deni.
399 En efecto, si suprimo mentalmente la acción efectivamente realizada por el autor,
el resultado se produce de todos modos. Ejemplo: el guardavidas, en lugar de rescatar al ba-
ñista que se está ahogando, se va corriendo tras una chica; el bañista muere ahogado. En ese
caso si suprimo mentalmente la acción de perseguir a la chica, el resultado se produce igual-
mente como consecuencia de un curso causal que no fue puesto en marcha por el autor. Es
por ello que en los delitos de omisión sólo podemos hablar de mero de evitacidn (ín/r‹z XVII.
7. b) pero nunca de nexo de causalidad. Si hubiera causalidad no habrfa omisión sino acción
causante.
Tercera parte
causalidad requiere de justificaciones adicionales fundadas en la noción
de deber. En cambio, cuando existe causalidad, la fundamentación ulte-
rior puede depender sin problemas de la imputación por el dolo.
En definitiva, y sin perjuicio de que los partidarios de la imputación
objetiva (íii/r‹z XVII. 3. b. b) recondtlCén el problema de la atribución del
resultado a un juicio de imputación, lo cierto es que ese juicio no reviste
las mismas características cuando se dirige a limitar la relevancia de la
causalidad (entre la acción del autor y el resultado), que cuando se dirige
g fundar la atribución sin causalidad.
Por lo tanto, y en busca de criterios que permitan la custodia más
efectiva del principio de legalidad (que se puede vulnerar muy fácilmente,
sobre todo en materia de omisión, recurriendo a criterios amplios de im-
putación), resulta muy útil distinguir entre el universo de tipos que exigen
la causación (delitos de comisión) y el universo de la pura imputación (de-
litos de omisión). Esta distinción requiere diferenciar, claramente, entre la
acción que causa y la acciÓn que no causa sino que incumple el mandato
de la norma que impone evitar, y el verdadero problema de la omisión se-
rá establecer cuándo existe ese deber. Siendo ello asi, es innecesario cons-
truir un concepto de omisión, ya que lo único relevante para el derecho
penal será la acción causante o no causante del resultado (haciendo ex-
cepción, claro está, de los delitos de pura actividad). En defintiva, con el
concepto de acción basta y sobra.
Por todo ello, considero correcto considerar a la omisión como un
concepto que nace a partir del tipo penal, y a la acción como el único en-
te de existencia pretípica relevante a los ojos del tipo. Creo que ello per-
mitirá analizar la tipicidad de una forma más aséptica, y custodiar con
mayor eficacia el principio de legalidad.
1. Hociones básicas
La necesidad de recurrir al tipo penal como primer estrato sistemáti-
co del delito, es un imperativo constitucional que se deriva del principio
de tipicidad. Como sólo es posible aplicar una pena como consecuencia de
la realización de una acción, es indispensable que el sistema provea de
una herramienta apta para individualizarla. El único instrumento que
puede llevar a cabo esa tarea de forma efectiva y sin ambigtiedades es el
tipo penal.
Tradicionalmente se define al tipo penal como un instrumento abs-
tracto que describe la conducta penalmente relevante; es la descripción
concreta y material de la conducta prohibida. La tipicidad es la adecuación
de la conducta a esa descripción y la subsunción es el resultado positivo del
juicio de adecuación.
El tipo es la herramienta que utiliza el legislador para individualizar
aquellas conductas a las que amenaza con una pena. El tipo denota una
norma que le es antepuesta que prohíbe la conducta descripta en él: así el
tipo que dice “el que matare a otro. . .” tiene una norma antepuesta (no es-
crita) que dice “no matarás”; la acción que se subsume en el tipo infringe
la norma que se le antepone. La distinción entre tipo y norma antepuesta
se corresponde con la de item prtmaria y itormn secundaria, tan bien
precisada por HanS KELSEN en su Teoría puma del derech 400,
El concepto de tipo penal como lo concibe la dogmática moderna na-
ció de la mano de Ernst voN BELING. Decía este autor: “Del común domi—
nio de la ilicitud culpable fueron recortados y extrafdos determinados ti-
pos delictivos (asesinato, hurto, etc.)”; “sólo ciertos modos de conducta
antijurídica (los típicos) son suficientemente relevantes para la interven—
ción de la retribución pública. . .”; “La antijuridicidad y la culpabilidad
subsisten como notas conceptuales de la acción punible, pero concurre
con ellas, como caracterfstica externa, la ’Tipicidad’ (adecuación al catálo-
go) de modo que, dentro de lo ilícito culpable, está delimitado el espacio
dentro del cual aquéllas son punibles (. ..) Acción punible lo es sólo la ac-
ción tfpicamente antijurídica y cu1pable”4 ²
400 KELscN, Teoría pura del derecho, cit., ps. 76-78. Dice puntualmente: “Llamamos nor-
ma primaria a la que establece la relación entre el hecho ilícito y la sanción, y norma secun-
daria a la que prescribe la conducta que permite evitar la sanción” (p. 77).
401 BrLi c, Esquema de defecha penal, cit., ps. 37-38.
Tercera parte
la tipicidad. Como la reacción penal es la uiltima ratio del orden jurídico
no se puede sancionar conductas cuyo contenido de disvalor no reviste
ningún tipo de gravedad o su gravedad es íntima o diferente a la relevada
por la norma.
b) El principio de razonabilidad es determinante de las soluciones
concretas. Cuando se discute sobre la atribución de un resultado a una ac-
ción, ello no depende solamente de la vinculación causal y de la imputa-
ción subjetiva a partir del dolo, sino de que todo el suceso (acción, causa-
lidad y resultado) se encuentre atrapado por la norma prohibitiva. Esta
cuestión, que suele ser resuelta acudiendo a criterios casi ‹zd hoc de la so-
lución que se pretende (y consecuentemente, contradictorios con la solu-
ción querida en otros casos diferentes al que dieron origen al criterio),
debería depender de la razonabilidad más que de la construcción de no-
ciones “dogmáticas” nuevas y generalmente inservibles.
Lo que no es nuevo y realmente sirve es el principio constitucional de
razonabilidad que impone la aplicación de la ley (de la que la tarea de sub-
sunción es su faceta principal) de forma racional y acorde con el sentido
común. La cuestión de si a la conducta de lastimar a alguien puede impu-
tarse la muerte por un incendio posterior en el hospital, no depende de la
creación de un juego lógico entre creaciones y concreciones de riesgos, si-
no de si es razonable la subsunción del suceso en la descripción típica en
función del sentido de la norma antepuesta. La solución depende, a su vez,
del análisis completo (y no seccionado a su aspecto objetivo) de la acción;
si el sujeto sabe que el hospital se va a incendiar (por ejemplo, porque co-
noce que habrá un atentado) y lastima a la víctima justamente para que se
encuentre en el hospital en el momento del incendio, es razonable la sub-
sunción en la figura del homicidio; por el contrario, si no tiene ese conoci-
miento es absurdo siquiera iniciar la discusión. Esta solución no necesita
inventar ninguna categoría jurídica nueva porque el principio de razonabi-
lidad alcanza y sobra para resolver adecuadamente el caso.
c) El principio de lesividad es fuente del principio de insignificancia.
Cuando la conducta que formalmente se subsume en el tipo afecta tan só-
lo de modo insignificante el bien jurídico, no es posible afirmar una com—
pleta subsunción. En esos casos la adecuación es parcial; se limita a la me—
dida de la escasa afectación y, también por una cuestión de razonabilidad,
no es pertinente afirmar la tipicidad material.
El principio constitucional de lesividad exige una especial relación
entre la acción y el derecho de un tercero. Esa relaciÓn no puede ser con-
cebida de forma meramente causal, ya que ello conduciría a una pobre in-
terpretación de un criterio tan importante. Obviamente que debe existir
una conexión causal, pero además debe haber una afectación de cierta im-
portancia que tenga sentido jurfdico en relación a la significación jurfdi-
co-penal que se pretende asignar al suceso. Una afectación íntima, aunque
sea desaprobada por la víctima y vivenciada por ella como un problema
del tipo punitivo, no franquea la exigencia constitucional de lesividad,
porque la interpretación racional de los intereses en juego impide que el
3. El tipo objetivo
3. a. Elementos del tipo objetivo
El tipo objetivo es la descripción de la parte exterior del suceso. Re-
leva la objetivación de la acciÓn en el mundo exterior, sus circunstancias
y, en la mayoría de los casos, el resultado que produce.
Son elementos permanentes del tipo objetivo la descripción de un su-
jeto activo, de la faz exteriorizada de la acción (el verbo tfpico) y, en los ti-
pos de resultado, la descripción de éste y de la relación causal que condu-
ce a su producción. Existen además ciertos elementos ocnsioitnfes que
pueden o no estar presentes en la descripción legal, que se relacionan con
ciertas circunstancias que rodean a la acciÓn, como por ejemplo la comi-
sión de un robo en despoblado o en banda, o la comisión de un homicidio
utilizando determinado medio.
Como vimos, el tipo es esencialmente descriptivo y en general la mayo-
rfa de sus elementos (tanto los permanentes como los ocasionales) revisten
esa calidad. Los elementos descriptivos son los que resultan comprensibles
mediante los sentidos, sin necesidad de recurrir a una especial valoración
social o jurfdica, como son por ejemplo los elementos “matar”, “otro”, “em-
barazo”, “mujer”, “casa”, “cosa”, “poblado”, “despoblado”, etc. Los efemeiiios
normativos son aquellos que están definidos por la ley, como por ejemplo,
“funcionario ptiblico”, “documento público”, “estupefacientes”, “obliga-
ción”, “matrimonio”, etc. Y son e/eventos viz/or‹ztivos los que sólo son com-
prensibles mediante una valoración social o jurídica, como por ejemplo “re-
lación de poder” (119, CP argentino), “arma”, “abuso de autoridad”,
“prostitución”, “corrupciÓn”, “imágenes pornográficas”, “apremios ilegales”,
etc. En general, todos los elementos descriptivos tienen un componente va-
lorativo, por lo que la distinción termina siendo una cuestión de grados.
Cuando los tipos abusan de los elementos normativos o valorativos se
abre paso a la arbitrariedad, porque en tales casos queda en manos del
juez la tarea de cerrar el tipo mediante la interpretación de tales elemen-
tos, lo que impide determinar de antemano el alcance preciso del tipo pe-
nal con el consiguiente menoscabo de los principios de estricta legalidad,
certeza y culpabilidad.
Un ejemplo hipotético de un “tipo” plagado de elementos normativos
sería el siguiente: el quie a[ecta ilegítimamente el derecho de propiedad de
otro, serd castigado con pena de. . . ,“ t2S£1 fÓrmula no contiene la descripción
de una conducta que pueda ser contrastada con la efectivamente realiza-
’ WrLznL, Derecho penal alemdn, cit., p. 69: ”En los delitos dolosos sólo es típicamen-
te relevante la relación causal dirigida por el dolo (de tipo)”.
406 zrr, Derecho penal aletndn, cit., p. 66: “El concepto causal no es un concepto ju-
rídico, sino una categoría del ser”; “El detecho tiene que partir también de este concepto cau-
sal 'ontológico”’.
411 Jr:OBs, Günter, fzi imputacidn oªietiva en derecho penal, trad. de Manuel Cwcio Mz-
r , Ed. Ad-Hoc, Buenos Aires, 1997.
412 antea JwoBs que ”merece la pena pensar acefCa de si todo el mundo ha de tomar
en cuenta todas las consecuencias de todo contacto social, o si, por el contrario, hay ciertos
comportamientos que conllevan consecuencias que pueden interpretarse en un contexto m:is
restringido, excluyendo las consecuencias de dichos contactos. Este es el problema de la im-
putación objetiva del comportamiento. ..” (L‹i imputacidn objetiva en derecho penal, cit., p. 14).
413 . no forma parte del rol de cualquier ciudadano eliminar todo riesgo de lesión de
otro. Existe un riesgo pemtído” (JAKOBS, Izi ímpu/ncídit objetiva en derecho penal, ci i., p. 28).
414 Cuando el comportamiento de los seres humanos se entrelaza, no forma parte del
rol del ciudadano controlar de manera permanente a todos los demás; de otro modo, no serfa
posible la división del trabajo. Existe un principio dé con[ianza” (JAKOBS, Izi Üttpiifncídii ob/ e-
tiva en derecho penal, cit., p. 29).
415 " El carácter conjunto de un comportamiento no puede imponerse de modo unilate- ral-
arbitrario. Por tanto, quien asume con otro un vínculo que de modo estereotipado es ino-
cuo, no quebranta su rol como ciudadano aunque el otro incardine dicho vínculo en una or-
ganización no permitida. Por consiguiente, existe una prohibición de regreso cuyo contenido
es que un comportamiento que de modo estereotipado es inocuo no constituye participación
en una organización no permitida. No pretendo discutir sobre la denominación que deba re-
cibir este ámbito de la imputación objetiva del comportamiento, sino sobre su contenido: se
trata de casos en los que un autor desvía hacia lo delictivo el comportamiento de un tercero
que per se carece de sentido delictivo” (JAKOBS, fzi imputación objetiva en derecho penal, cit.,
ps. 31-32). “A diferencia de lo que sucede respecto del principio de confianza, la prohibición
de regreso rige incluso cuando la planificación delictiva de la otra persona es palmaria, y ello
porque se trata de casos en los que un comportamiento estereotipado carece de significado
delictivo. Por tanto, está permitido prestar a un vecino una herramienta común aun cuando
se sepa que éste pretende usarla para destruir con ella una cosa ajena” (ídciii, p. 33).
416 . . puede que el propio comportamiento de la víctima fundamente que se le impu-
te la consecuencia lesiva, y puede que la víctima se encuentre en la desgraciada situación de
hallarse en esa posición por obra del destino, por infortunio. :xisie, por tatito, utia competen-
cia de la víctima” (Jn:OBS, Izi imputaüidn obietiva en derecho penal, cit., p. 34).
Tercera parte
lucidez la Valencia estructural de esta construcción. Básicamente ha seña-
lado: que la imputación objetiva “carece de razóTi de ser junto a un tipo (ilí-
cito) subjetivo” 4l7 que esta teoría analiza en el tipo objetivo problemas he-
terogéneos, impregnados de componentes subjetivos casuídicos y ateórícos,
que ha trasladado a la tipicidad del delito doloso ciertos problemas de la
dogmática del tipo culposo, al que le asigna un carácter eminentemente
objetivo; que la imputación objetiva no puede apoyarse en la crftica a la
teorfa de la equivalencia en cuanto a que ésta extendería ilimitadamente la
reofíZ‹zcídii del tipo objetivo ya que, siendo el dolo y la imprudencia, ele-
mentos del tipo, no existe ningún agigantamiento; que la imputación ob-
jetiva acude al conocimiento del autor para fundar la tipicidad, con lo que
deja de ser objetiva; que siendo el tipo objetivo referencia del dolo, si en
este nivel se introducen cuestiones de conocimiento, entonces, para que
exista dolo, el autor debe saber que sabe --en suma, el dolo deberá referir-
se a sí mismo—, que la teoría de la imputación objetiva no encontró ni en-
contrará criterios para determinar qué elementos subjetivos [iirtdamentan
yn lii imputación objetiva, y cuáles sólo pertenecen al tipo subjet ivo4 8. Con-
cluye este autor que la imputación objetiva “persigue un importante deseo
sistemático, al esforzarse por reducir (. . .) a una estructura uniforme a los
conceptos separados por la corriente de lícito doloso e imprudente ( ...)
Pero ella toma —y este es el punto principal y la quintaesencia de la crfti-
ca— el camino equivocado, considera buscar la solución por otro camino”
así, “en primer lugar determinar (. ..) con mayor precisión el objeto del
lo, y en segundo, reconocer que también el tipo del delito imprudente pre-
cisa una categoría propia para los elementos subjetivos. Sólo entonces se
podrá probar que ’disvalor de acción’ e ’ilícito personal’ tienen la misma
estructura en los delitos doloso e imprudente” 4l9 En sentido similar, tam-
bién es decisiva la crftica de HIRSCH420,
Si bien creo que los principios que utiliza la teoría de la imputación
objetiva (en sus diferentes versiones) son esenciales para la tarea de sub-
sunción jurídica, no me parece que revistan demasiada importancia para
la determinación de la imputación entre una acción y un resultado, ni que
tengan que ver con el ámbito restringido del tipo objetivo. El principio de
confianza, la prohibición de regreso, el riesgo permitido, la competencia
de la víctima, el radio de alcance del tipo o de la norma prohibitiva, como
la mayoría de los criterios de imputación construidos para solucionar ca-
4. El tipo subjetivo
El tipo subjetivo es la descrípcidn subjetiva de la conducta penalmente
relevante,’ es la descrípcidn del conocimiento y la voluntad de la acción que
interesan para individuializar dicha conducta.
4. a. El dolo
4. a. a. Concepto
El dolo es la subjetividad re[erenciada a la descripción ob/etív‹i del tipo.
Tradicionalmente se lo define como el conocimiento y la voluntad de rea—
lización de los elementos del tipo objetivo; existiría por tanto un compo-
nente cognoscitivo (el conocimiento de los elementos del tipo objetivo) y
otro volitivo (la voluntad de realizar el tipo objetivo). Ha sido definido,
también, como la finalidad tipificada422,
El dolo debe existir en el momento del hecho; por ello no son sufi-
cientes ni el denominado dolo ‹iitecedeiis ni el dolo subsectieiis. A/ mo-
mento del hecho significa que: a) para el caso de la tentativa inacabada (ía-
[ra XIII. 2. c. a), la subjetividad relevante debe estar presente al
comenzarse la ejecución: el autor debe tener conocimiento y voluntad de
dar inicio a la ejecucidn de la conducta típica; b) en la tentativa acabada,
el sujeto debe tener conocimiento y voluntad de consumar, ‹id momento de
desprenderse del curso causal,’ no es válido el dolo que existe antes de la de-
cisión de desprenderse del suceso, ni el que aparece recién después de ese
desprendimiento. Además, hay que recordar que el dolo no es el mismo en
la tentativa acabada y en la inacabada; en esta última el sujeto condicio-
na el perfeccionamiento de su obra al último acto de decisión: la decisión
de desprenderse definitivamente del curso causal.
La relevancia del elemento volitivo es puesta en duda por quienes ven
en el elemento cognitivo la esencia del dolo, que se caracterizaría por el
conocimiento del riesgo de producción del resultado423,
Personalmente creo que el planteamiento de una disyuntiva entre el
conocimiento y la voluntad como elementos distintivos del dolo no contri-
buye a la adopción de un concepto útil como herramienta sistemática. El
dolo puede ser concebido de un modo dual, dependiendo alternativamen-
te de la preeminencia de elementos cognitivos o volitivos como caracterís-
tica esencial. Existen situaciones en las que el conocimiento del autor es
el que funda la imputación dolosa, mientras que en otras la voluntad es la
422 ZArrARONi, Ar cLv y SLOKAR, Derecho penal. Parte geiiernf, cit., p. 497.
ª²3 Sobre las modernas concepciones de dolo es interesante el artfculo de Ramón Rz-
cuts, Tres propuestas recientes en lvi liisldríüa dí56 ftSídti 3Obt0 el dolo, en "Cuadernos de Doctri-
na y Jurisprudencia Penal", año 5, n’ 9-A, Ed. Ad-Hoc, Buenos Aires, 1999.
"’Aunque en ese ejemplo se podría afirmar que el dolo se fundamenta en que el autor
conoce el i-iesgo al que somete al bien jurídico. Sin embargo, si a ese mismo ejemplo le mo-
d ificnmos el elemento v’oIitivo, diciendo que el autor sÓlo quería asustar a la víctima, aun par-
tiendo del mismo presupuesto teÓrico podría negarse la existencia de dolo en razón de que el
conocimiento i-ecae sobre un riesgo poco significativo. Creo que en ese caso sólo otorgando
relevancia a la voluntad podría afirmarse la existencia de dolo.
42 ª Respiecto del CP argentino, el art. 79 que castiga el homicidio
activo doloso, y el art.
106, tercer párrafo, que castiga el homicidio por omisiÓn doloso (sobre esta interpretaciÓn de
ambás flormas, SiLVESTRONt, thornicidio 9st mmisidn, citado).
Tercera parte
chos tipos penales que describen diversos modos comisivos alternativos.
Ninguna razón impide que frente a una misma descripción objetiva, el ti-
po releve (describa) diferentes modos alternativos de referencia subjetiva.
En una primera aproximación el dolo puede ser definido como la vo-
luntad de ejecutar la ‹zccídn realizadora de los elementos del tipo objetivo, ‹i
sa6íetid‹zs de dicha ren/íz‹zcióri.
Esta definición permite receptar la relevancia concurrente de los ele-
mentos cognoscitivo y volitivo. La acción puede ser ejecutada sin inten-
ción de que el resultado típico se produzca, pero a sabiendas de su reali-
zación y con voluntad de llevar a cabo esa acción en particular en
determinado marco situacional. Y también puede ser ejecutada con la ple-
na intención de realizar los elementos del tipo objetivo, con conocimien-
to de los posibles cursos causales que pueden conducir a él y aun dudan—
do del éxito del plan. En el primer caso es el conocimiento el elemento
fundante del dolo, mientras que en el segundo caso lo es la voluntad. Am-
bas situaciones constituyen alternativas válidas de simetría típica que fun-
damentan la imputación subjetiva dolosa.
El dolo, tal como lo definimos (y tal como ocurre en general en la sis-
temática finalista), no abarca los elementos objetivos de las causales de
justificación ni la comprensión de la antijuridicidad del hecho, ya que es—
tos elementos subjetivos pertenecen al juicio de reproche que se lleva aca-
bo en la culpabilidad.
No deben confundirse los conceptos de “fin” y “dolo”, como no deben
confundirse las nociones de “conducta” y “conducta típica” 426, 1 /t es
dolo cuando se encuentra descripto en un tipo penal como referencia sub-
jetiva necesaria de los elementos del tipo objetivoªº ª. Todas las acciones
son finales, pero no todos los fines son relevantes al derecho penal, como
no todas las acciones lo son. La finalidad de tomar un helado no es (en
principio) jurídico-penalmente relevante, pero sí lo es el fin de c1av'ar un
cuchillo en el cuello de una persona, y también lo es la finalidad de llegar
temprano a una fiesta si ella incluye el conocimiento de que, para hacer-
lo, se está circulando a ciento veinte kilómetros por hora por una avenida
en la que la velocidad máxima es de ochenta kilómetros por hora.
Esta distinción es importante, también, a efectos procesales. Aunque
parezca mentira, es usual que los tribunales de derecho (cámaras de casa-
ción) abjuren de su potestad para examinar la existencia de dolo, con el
argumento de que ello significaría inmiscuirse en cuestiones de hecho y
427 Bien decía WELzEL que “dolo, en sentido técnico penal, es sólo la voluntad de acciÓn
orientada a la realización cl el tipo de un delito. De esto se desprende que también hay accio-
nes no dolosas, a saber; las acciones en las cuales la voluntad de acciÓn no está orientada a la
realización del tipo de un delito, como sucede en la mayoría de las acciones de la vida coti-
diana” (Derecho perrzi/ n/enidri , cit., p. 95).
4. a. b. Clases de dolo
En general, la doctrina suele distinguir entre el dolo directo, el indi-
recto y el eventual. Hay dolo directo cuando la realización de los elemen-
tos del tipo objetivo es el objeto primario de la acción. Hay dolo indirecto
(también llamado de consecuencias necesarias) cuando la realización del
tipo objetivo no constituye la meta principal del autor, pero se encuentra
incluida en el plan de acción, en razón de que el acontecimiento querido
presupone necesariamente esa realización; se ejemplifica con el caso del
atentado contra el presidente (objetivo principal de la acción) que presu—
pone necesariamente la muerte del custodio (resultado incluido como ne-
cesario en el plan pero que incluso puede ser internamente reprobado por
el autor).
la distinción entre dolo directo e indirecto es una disquisición doc-
trinaria sin sentido alguno, que carece de significación jurfdica y que to-
do lo que puede aportar al derecho penal es cpnfusión.
Me parece claro que los motivos por los cuales el autor incluye la rea-
lización del tipo objetivo dentro de su plan son totalmente intrascenden-
tes para la existencia de dolo y para el juicio de tipicidad. Si se mata al
custodio con conocimiento de que ese resultado es consecuencia necesa-
ria de la acción, pero sin “querer” realmente el resultado o “queriendo”
realmente un resultado diferente como meta principal, es indudable que
existe dolo y ese dolo, desde una adecuada valoración jurfdica del suceso,
no se distingue en nada del caso en el que el “querer” interno del autor es-
tá de acuerdo con la producción de ese resultado colateral.
En ambos casos el autor sabe que el resultado es consecuencia nece-
saria de su acción y dirige voluntariamente su comportamiento para po-
ner en marcha el curso causal que desembocará en esa consecuencia. Eso
es todo lo que cuenta para afirmar la tipicidad e, incluso, para mensurar
el grado de disvalor de acción de la conducta. Cualquier distingo es total-
mente innecesario.
A diferencia de la anterior, sí tiene sentido la noción de dolo eventual,
porque su deslinde con la culpa con representación es una tarea difícil y
de suma importancia, en razón de las diferentes consecuencias jurídicas
que se derivan de la distinciÓn.
428 vrs+iio»i, f•z tipicidad SHbjétiNa y el in dubio pro reo en el recurso de casacidn, cit.,
idem.
4. a. c. Error de tipo
El dolo se ve desplazado por el error de tipo, que es la [alta de conoci-
miento sobre la re‹z/íz‹icícíu de un elemento del tipo obJetivo. Se presenta
cuando el sujeto realiza objetivamente los elementos objetivos del tipo pe-
Tercera parte
5Lt OCCÍÓI1 US) £!CtO Óé MM OÓ]é NO ]3éFO fiTTO ] alCGn7a a otro objeto de similar
valor jurídico; por ejemplo, dispara contra A pero mata a £1. Es casi pací-
fica la opinión de que, en este caso, el evento efectivamente ocurrido
(muerte de B) no está abarcado por el dolo porque existe una desviación
esencial del curso causal. En ese caso existirá una tentativa de homicidio
respecto de A y, eventualmente, un homicidio culposo respecto de la
muerte de B440,
El error en la persona o en el objeto, ocurre criando el autor dirige sur
‹acción respecto de nm objeto porque lo con[unde con otro. Por ejemplo, dis-
para contra A, gemelo de B, porque lo confunde justamente con éste. En
ese caso hay dolo porque la acción alcanza el objeto al que se dirigía y por-
que los motivos por los que el autor puso en marcha el curso causal son
indiferentes al derecho. Éste es un supuesto de error irrelevante que no
tiene consecuencia jurídica alguna.
El dolus generalis se presenta cuando el sujeto cree que ya ha product-
cio el resultado pero éste se realiza recién con una ‹acción posterior ‹íe/ pro-
pio autor. Ejemplo, A propina un fuerte golpe a B con dolo homicida y lo
abate, creyéndolo muerto; instantes después y con el fin de arrojar dudas
sobre la causa de la muerte decide inyectar veneno a lo que cree que es un
cadáver; causando la muerte con esa conducta. El problema que presenta
este caso es que al momento del dolo no se causa el resultado, pero cuan-
do se causa el resultado no existe dolo. La denominada teoría del dolo ge-
neral pretende fundar la imputación dolosa en la existencia de un dolo
global que abarca todo el suceso. Ello sólo podría ser admisible a partir
del criterio dC WELZEL44 * Ségún el cual habrfa dolo general si desde el co-
mienzo el autor planifica la totalidad de las acciones (la que no causa el
resultado y la que lo causa), en cuyo caso el error existente no sería más
que un error en el curso causal que podrfa (y esto deberfa discutirse según
las particularidades de cada caso) ser irrelevante.
Creo que la resolución de esta situación no es tan complicada si se re-
para en el hecho de que la primera acción (en el ejemplo, el golpe propi-
nado a 8) es causa del resultado según la teoría de la equivalencia de las
condiciones; en efecto, si suprimo mentalmente la acción de propinar un
golpe a la víctima, no era posible inyectar el veneno (al menos no podrfa
habérselo hecho de ese modo), con lo que ya la primera acción pone do-
losamente una causa del resultado. Y si la segunda acción estaba planea-
da de antemano, todo lo que habría que juzgar para afirmar la imputación
4 ra RoxiN (Derecho perinl. Parte general, t. I, cit., ps. 494-495) esta conclusiÓn no
debería generalizarse. Según el autor alemán existen situaciones en las que el plan del autor
se concreta a pesar del error en el golpe, por ejemplo en el caso de quien con la intención de
causar disturbios en una manifestaciÓn dispara contra uno de los manifestantes pero alcan-
za a otro. Dice con razón Roxie que como al autor le es irrelevante a quien matar (su objeti-
vo es causar disturbios) no correspondería considerar excluido el dolo.
441 zcL, Derecho penal alemdn, cit., ps. 108-109.
4. c. La culpa
La culpa es un elemento subjetivo del tipo que consiste en la repre-
sentación del riesgo que amenaza a un bien jurídico. A diferencia de lo
que ocurre con el dolo, el conocimiento que caracteriza la culpa no recae
sobre el resultado típico ni sobre los elementos objetivos del tipo doloso.
Hay culpa cuando se tiene conocimiento del riesgo y se desconoce que és-
te desembocará en el resultado, aunque este suceso sea previsible.
Existen dos modelos legislativos para establecer las figuras culposas:
el de los niirrieriis clausura y el de los riiiiiieriis apertus. En el primer caso
5. El tipo culposo
5. a. Generalidades
El tipo culposo se caracteriza porque la acción prohibida no está in-
dividualizada a partir de la congruencia entre la finalidad perseguida por
el autor y el resultado, sino por la selección de medios defectuosos (viola-
torios del deber de cuidado) que son determinantes de un resultado lesi-
vo. El tipo describe la conducta defectuosa y la relación de é'sta con el
evento dañoso, a diferencia del tipo doloso en el que el tipo releva la co—
nexión entre la finalidad y el resultado.
De todos modos, y como ya hemos visto (supra XC. 2), el tipo culpo-
so no se desentiende de la finalidad, ya que ésta es relevante en un triple
sentido. Primero, porque permite descartar la tipicidad dolosa en la me-
dida en que el resultado no está abarcado por ella. Segundo, porque debe
existir una conexión final con la violación del deber de cuidado, de modo
tal que ésta sea querida o incluida como medio para alcanzar el fin ulte-
rior de la conducta. Tercero, porque la finalidad permite determinar cuál
es la conducta del autor y, consecuentemente, cuál es el deber de cuidado
que a ella le corresponde 443,
Se suele decir que el tipo culposo es un tipo abierto, porque requiere
acudir a una norma de cuidado que lo cierre. Cuando se hace referencia a
la imprudencia, negligencia, impericia, etc., no se establece con claridad
cuál es la conducta descripta en el tipo y por ello es necesario acudir a la
norma que establece el deber de cuidado, para poder cerrar el tipo. Ello
ha generado objeciones constitucionales, por una presunta violación del
principio de certeza, pero se ha sostenido que la apertura tfpica es una pe-
culiaridad inevitable porque no existe otra técnica legislativa posible444
El término imprudencia detona un hacer de más; hacer algo que no
corresponde según la norma de cuidado (por ejemplo, circular a más ve-
locidad que la permitida). La negligencia, por el contrario, consiste en un
hacer de menos; en un no hacer lo que manda el deber de cuidado (por
ejemplo, no averiguar si el paciente es alérgico a la droga que se le preten-
de suministrar; o no aconsejar una internación frente a la duda de si co-
rre peligro su salud). Es por ello que los tipos que se refieren a la negligen-
’ ZAFFARONI, AizGlA )' SLOKAR, Derecho penal. Parte general, cit., p. 523.
444 zmARO×i, idem.
5. b. Elementos típicos
El tipo culposo obviamente describe una acción, que debe ser violato-
ria del deber de cuidado, y que causa y determín‹z el resultado típico. Por ello
son elementos objetivos del tipo la exteriorización de la acción, la vio/acíÓu
del deber de cuidado, el resuiltado, la relación causal entre éste y la acción
y la re/‹icíórt de determinación entre la violación del deber de cuidado y la
producción del resultado. En el tipo subjetivo se exige que el autor reco-
uozc‹z la violación del deber de cuidado y, consecuentemente, que el resul-
tado le haya sido previsí b/e.
La acción viola el deber de cuidado cuando infringe las reglas que re—
gulan la actividad en la que ella se desenvuelve, creando con ello un peli-
gro al bien jurfdico. Existen reglas inherentes a la acción de conducir un
vehículo, de pilotear un avión, de cuidar de un paciente en terapia inten—
siva, etc., y todas ellas conforman el cuidado debido. Para establecer si la
acción violó o no ese deber debemos compararla con la acción prescripta
por las normas que lo regulan.
La acción causa el resultado cuando es su condición, conforme lo vis-
to previamente. Pero en esta clase de delitos la causalidad no es suficien—
te. Es necesario, además, que exista una especial relación no ya entre la
acción y el resultado sino entre éste y la violación del deber de cuidado.
Ésta es la denominada re/‹icídii de determinación, que se afirma a partir de
un juicio de valor orientado a establecer si el resultado es reconducible a
la violación del deber de cuidado más que a otro acontecimiento. Por
ejemplo, un conductor que supera la velocidad permitida en una autopis-
ta atropella a un suicida que se arroja bajo su auto; en ese caso existe re-
laciÓn causal entre la acciÓn y el resultado pero falta la relación de deter-
minación porque aun cuando el sujeto hubiese respetado la velocidad
Tercera parte
permitida el resultado se hubiese producido de todos modos; en ese ejem-
plo la conducta del suicida reconduce hacia sí todo el juicio de desvalor
(sobre éste punto volveremos ín/r‹i XVII. 8).
5. c. Clases de culpa
La doctrina distingue entre dos especies de culpa: la culpa conscien-
te y la culpa inconsciente. En la primera, existe un conocimiento del peli-
gro: el autor reconoce que su conducta amenaza la integridad del bien ju-
rfdico. Por el contrario, en la culpa inconsciente el autor no se da cuenta
de ello. Se ejemplifica con el caso de quien por ser tan descuidado o por
despreciar de modo grosero el bien jurfdico no advierte que con su acción
puede lesionarloª45
Se pone en duda la constitucionalidad de la punición de la culpa in-
consciente porque en ella falta la conexión subjetiva con el resultado que
permita, zi posteriori, un juicio de reproche de culpabilidad. Se trataría, en
definitiva, de la descripción típica de un acontecimiento vinculado tan só-
lo objetivamente con el resultado.
Desde una óptica funcional se responde que este tipo de culpa es en
general la más grosera y peligrosa. Parecerfa que no se asume como posi-
ble su impunidad; a punto tal que la posibilidad de castigarfa ha sido un
argumento central en el rechazo de la teorfa psicológica de la culpabili-
dad446,
Ningún argumento funcional puede prevalecer frente a un principio
constitucional. Si lo que se denomina culpa inconsciente es un suceso vin-
culado tan s6lo objetivamente al autor; si, por tanto, no existe el más mí—
nimo reconocimiento del peligro o de la violación del deber de cuidado;
si, en definitiva, no hay previsibilidad del resultado, no es posible afirmar
la tipicidad de la conducta.
Ya vimos que el principio de culpabilidad vedaba la posibilidad de ad-
mitir una imputación meramente objetiva, porque un suceso así atribui—
do no podfa superar el juicio de reproche propio de la culpabilidad. Por
esa razÓn son inconstitucionales los tipos cualificados por el resultado447
y toda descripción típica de eventos desvinculados de la subjetividad del
445 luso se dice que “la mayor falta de respeto al otro reside, precisamente, en la cul-
(II illCOllSCiétlte” (STiuvTENWERTu, Derecho penal. Pnrle general, t. I, cit., p. 326).
44 ª ROxIN, Derecho penal. Pizne geiier‹i/, t. I, cit., p, 795, citando la opinión de F 'x.
447 Se trata de tipos que agravan la penalidad ante la mera ocurrencia objetiva de un
resultado. En realidad, ello depende de la interpretaciÓn que se haga de la norma, ya que quie-
nes cuestionan la validez constitucional de esta clase de agravamiento, en general buscan
otorgarle una configuración dogmática que incluya una referencia subjetiva que sea apta pa-
ra fundar, razonablemente, la consecuencia punitiva que se atribuye por la ocurrencia del re-
sultado.
6. La imputación subjetiva
El término imputación subjetiva tiene diversas acepciones. En un
sentido amplio podemos indicar con él a todas las cuestiones sistemáticas
que se resuelven acudiendo a la subjetividad del autor, de modo tal que
tendremos problemas de imputación subjetiva en todos los niveles de la
teorfa del delito448, En un sentido más restringido puede referirse a los
problemas de culpabilidad vinculados a la conciencia de la antijuridicidad
del hecho. Personalmente creo conveniente utilizar el término para hacer
referencia exclusiva a los problemas de imputaciÓn del resultado a partir
de la subjetividad del autor.
Asf como cierta doctrina resuelve los problemas de atribuciÓn del re-
sultado a la acción a través de criterios objetivos de imputación, creo con-
veniente contraponer a esa posición, con una terminología similar, los cri-
4 8 n este sentido lo utiliza RiGHi, Esteban, fzi ímpuiccidu subjetiva, Ed. Ad-Hoc, Bue-
nos Aires, 2002.
Tercera parte
terios que resuelven los problemas de conexión entre acciÓn y resultado a
partir de la subjetividad. De este modo, podremos hablar de las teorías de
la imputación objetiva y de la imputación subjetiva como criterios opues-
tos para vincular la acción con el suceso objetivo.
La imputación subjetiva como criterio de atribución tiene la gran
ventaja de considerar a la acción tal cual es y sin escisiones artificiales.
Como el análisis de la subjetividad está referido a un suceso objetivo, es
imposible llevarlo a cabo separando ambos aspectos como lo hace la teo-
rfa de la imputación objetiva, que justamente por ser objetiva, y por pre-
tender permanecer en el tipo objetivo (y siempre que quiera preservar las
reglas mínimas de la sistemática en la que se pretende insertar), debe
prescindir de todo componente subjetivo de la conducta del autor.
La imputación subjetiva necesita considerar todos los ribetes de la ac-
ción y del suceso tal cual ocurrió para establecer si el autor dominó objetiva
y subjetivamente el curso causal para alcanzar la producción del resultado.
7. Tipos omisivos
Hemos visto que existen distintas estructuras típicas o, dicho de otro
modo, diferentes modalidades legislativas para individualizar la conduc-
ta penalmente relevante. Una de ellas es la del tipo omisivo que indivi-
dualiza la acción ordenando una conducta y prohibiendo todas las que
son diferentes a ella. Por consiguiente, el tipo omisivo también describe
acciones, aunque mediante una herramienta diferente. Analizaremos las
particularidades de la estructura de la omisión.
Respecto al concepto de omisión corresponde remitirse a lo expuesto
suipra XVI. 3.
449 cL, Derecho penal alemdn , cit., p. 279: “Los delitos de omisión impropios se di-
ferencian de los otros dos grupos de delitos de omisión [se refiere a los propios) solamente en
que no están tipificados por la ley misma. Por consiguiente, la diferencia no es de car:1cter
material, sino meramente de derecho positivo. Sobre todo, la diferencia no consiste en que en
los delitos de omisiÓn propios se requiera iinicamente una simple activi‹lad, en cambio en los
delitos de omisiÓn impropios se exija el evitar un resultado”.
45 ZAFFARONI, Tratado de derecho penal. Parte general, t. III, cit. , p. 459, sostiene que “en-
tre ambos tipos (propios e impropios de omisión) media una diferencia en cuanto al autor (. . .)
en los propios el autor puede ser cualquiera, no se requiere que se encuentre en ninguna re-
laciÓn especial respecto del bien jurídico (. . .) ‘En los impropios delitos de omisión, pues, el
autor se encuentra en posiciÓn jurfdica de cuidador, vigilante, conservador, evitador de peli-
gros para el bien jurfdico, es decir, garantiza ese bien jurfdico”’.
45 ³ S TEwERrii, Derecho penal. Parte general, t. I, cit., p. 292, n‘ 987.
452 Novoz MoiiTnmL, en Fundamentos de los delitos de omisidn, cii., p. 125, sostiene que
”la esencia del delito de tomisiÓn por omisión se halla precisamente en la naturaleza de la
norma jurídica subyacente a la comisiÓn punible: una norma de prohibición”.
453 CfGALUPO, Der£c:ho penal. Parte general, Ed. Hammurabi, Buenos Aires, 1987, p. 385.
454 Esta norma dispone: “El que pusiere en peligro la vida o la salud de otro, sea colo-
cándolo en situación de desamparo, sea abandonando a su suerte a una persona incapaz de
valerse y a la que deba mantener o cuidar o a la que el mismo autor haya incapacitado, será
reprimido con prisión de 2 a 6 años. La pena será de reclusión o prisión de 3 a 10 años, si a
consecuencia del abandono resultare un grave daño en el cuerpo o en la salud de la víctima.
Si ocurriese la muerte, la pena será de 5 a 15 años de reclusión o prisión”. A su vez, el art. 107
prevé una agravante en función del vínculo. Como vemos de la conjunción del primero y ter-
cer párrafos de la norma se deduce la concurrencia de todos los elementos del tipo objetivo
de un homicidio por omisión: la situación típica generadora del deber de actuar (que est:i da-
da por el ”peligro a la vida o la salud de otro”); la realización de una conducta distinta a la de-
bida (el abandono); la posibilidad real física de evitar el resultado; la producción del resulta-
do (previsto en el tercer párrafo); el nexo de evitación; y la posición de garante (“que el mismo
autor haya incapacitado” / ”que deba mantener o cuidar”). La descripción de estos elementos
objetivos desvirtúa el an:álisis de la teoría de la equiparacidn porque se apoya en la premisa
de que no existe una figura que expresamente prevea el homicidio por omisión; es esa afirma-
ción la que les permite deducir que esa modalidad del homicidio est:í prevista en el art. 79.
Pero esa afirmación es falsa porque el art. 10ó prevé expresamente todos los elementos típi-
cos del homicidio por omisión. Y es evidente que la concurrencia de los elementos del tipo ob-
jetivo descriptos, impiden considerar que el dolo homicida esté descripto en el art. 79 en lu-
gar de estarlo en el art. 106. A mi juicio, el art. 106.3 es el homicidio por omisión consumado,
mientras que la descripción del primer y segundo párrafo configuran la tentativa (con o sin
lesiones respectivamente) del homicidio omisivo; ello se sustenta en un análisis dogm:ático de
esta figura en relación a los tipos de lesiones y homicidio (dolosos y culposos), teniendo en
cuenta sus escalas penales y partiendo del principio const itucional de razonabilidad. Al res-
pecto, SILVESTRONi, Homicidio por omisidn, citado.
454 b S Hay que tener en cuenta que para el remanido ejemplo de la madre que deja mo-
rir a su hijo, el art. 106, CP argentino, en función de la agravante del 107, prevé una escala de
reclusión o prisión de 6 años y 8 meses de mínimo a 20 años de máximo, mientras que el art.
80, inc. l, prevé para el homicidio activo agravado por el vínculo, la pena de prisión o reclu-
sión perpetua que puede disminuirse a reclusión o prisión de 8 a 23 años en los términos del
último p:árrafo del art. 80. A mi juicio, lo que en realidad hace la teoria de la equiparacidn no
es interpretar adecuadamente la descripción del art. 79 (y sus agravantes del art. 80) sino sim-
plemente cambiar la consecuencia normativa establecida en el art. 106 y su agravante del 107
por una más gravosa, que es de su agrado.
En oti-as palabi as, la ley asigna a detei minado hecho (el encontrarse
en posición de cuidador de un bien que se ve amenazado) una consecuen-
cia jurídica conci eta que es el nacimiento del deber de actttar y de inten-
tar ex’itai el i esultado. Lo que se llanta posición de gar ante rio es más que
uno de los pi esrtpuestos lacticos del niauclato, de l;a obligación legal.
I.a concepción de cJue existen distintas fuentes de la posici‹5n de ga-
narte iridepe nd rentes cte la ley, es consecuencia del i a zonaniieiito analógi-
co que gobierna la discusión sobi c los delitos de omisión. Sólo la lev pue-
de crear una ol›1igacic›n legal. M/uxime si se trata de la norma imperativ'a
funden te etc unir omisión típica. Ni el contrato, ni el hecho precedente, ni
la existencia de detei nainadas i-elaciories inter-subjetivas pueden generar el
cleber de actuar cuyo incunapliiiiiento torna típica la conducta del :iutoi;
J›or‹jite ble ser así se s iol‹iría el ¡Principio de legalidad. Salvo, claro est:1,
cuancto 1s lev se refiere a estas circunstancias como presupuestos del na-
cimiento de la obligación, corno ocurre con el art. 106, CP argentino, o
con las cl.a usti1as genei ales corno la establecida en el art. 11, CP español.
7. c. El dolo en la omisión
Em los delitos dc omisión el dolo está configurado por el conocimien-
to de los eleintentos del tipo objetix o y por la voluntad de 11cx'ar a cabo la
acción.
Net h‹iy dif ereuci a estructural segtm se trate de una omisión propia o
iiiipi opta, por que en a na bos casos se exige lo mismo: ol conocimiento de
los element‹›s del tipo ohjetix o. Obv'iamente, estos elementos x arían segun
la clase dc omisic›n: en la impropia existe un resultado que exige conocer
su producción y la posibilidad de evitarlo, y la posición de garante.
Concebido el dolo de forma airibivalente como lo hicimos preccden-
tcment c, respecto del tipo r›n isi i'o rio se presenta ningún problema pm -
ti cular.
7. d. La omisión culposa
La omisión como modo de realización del tipo culposo estú expresa-
mente contemplada en el concepto de negligencia. Mientras lvi ivipi inten-
cla es un mcci dc ni‹ís (por ejemplo, circular a mayor velocidad que la per-
mitida), la mg//geiic/a es un hOCéP de mios (por ejemplo, no realizar un
an:ilísis de HIV a la sangre lista para transfundir). Ese hacer de menos,
7. e. Tentativa omisiva
Si bien formalmente son imaginables situaciones de tentativa de omi-
sión (sobre la tentativa ver iii[ra XVIII. 2), su admisión es valorativa y sis-
tem:1ticamente cuestionable, aunque algunas legislaciones la establecen
expi-esamente para ciertas situaciones puntuales 4 . STRATENWERTH consi—
dera que “la tentativa comienza cuando la demora en la intervención acre-
ciente el peligro rea1” 456 y ve en la última posibilidad de actuar el momen-
to de la tentativa acabadaª 57 Considera adecuado trasvasar las reglas de
los delitos de comisión 458
Esto no es tan sencillo en los delitos de omisión propia. En ellos pa-
recería que el momento de la tentativa coincide con el de la consumación:
cuando el sujeto deja pasar la última oportunidad de actuar consuma el
delito de omisiÓn correspondiente, precisamente, porque éste está confi-
gurado por la mera omisiÓn. De todos modos, es cierto que existen casos
en los que es difícil marcar un límite a la última oportunidad de actuar y
a pesar de ello no parecería adecuado sostener que aún el autor no ha
omitido. Por ejemplo, y en relaciÓn al tipo de la omisión de auxilio del art.
108, CP argentino, si alguien encuentra a otro desmayado y decide seguir
su camino en lugar de llamar una ambulancia, consuma el delito de omi—
sión aunque a la media hora se arrepienta y efectivamente de el aviso co-
rrespondiente. En este ejemplo es difícil establecer si es atípico el utilizar
todo el tiempo que transcurre hasta el momento último para evitar un de-
senlace perjudicial para el bien jurídiCCi, (lítTa afirmar recién ítllí la consu-
mación; tampoco es claro si existe tentativa inacabada con la primer omi-
sión qtie se transformaría en acabada (y se consumaría) al llegar el punto
45 ª mi juicio es lo que ocurre con el art. 106 del Código Penal argentino, ya que con—
sidero que los párrafos primero x' segundo de dicha norma constituyen la tentativa del resul-
tado previsto en el tercer p:1rrafo. Sobre la fundamentación de esta posición, SirvESTROxi, Ho-
rn icidio por ooísíÓii, citado,
46 ' De Otra opinión, SlRAirxWERTH, £IéféC/la penal. Pat le dei ieral, t. I, cit. , p 3 1 7.
462 w«n sentido, StRATENw'riitH, Derecho (›enal. Parte gene ral, t. l, cit. , p. 3 15.
463 SíiriiJ de la :iu toría med íatn aparente (en realidad autoría directa) mediante un ins-
trumento que no actúa.
464 azón por la cu al tal \ ez la única imputación posilile sea por tentatix'a, sobre todo
c•ri los casc›s en los que como los sal\'atajes médicos la evitaciÓn del resultado es Jirohaliilística.
465 De oti a ‹›J›inión WrLzEL, Derecho penal alenidn , c i t., p. 284.
473 Así, en ”todos estos casos estamos ante niuei tes v lesiones imprudentes, porque lo
que caracteriza a la impruclencia poi‘ acción (. . .) es que u n foco de peligi o (. . .) rebasa el ries-
go pei rnitido, cansancio (. . .) el resultado típico”, ”en estos casos (. . .) el delito inªpritdente de
acción viene car-actei izado porque cl foco de peligro causante del i esultado ha traspasado el
'punto crítico‘ de lo permitido a lo prolii bido a consecuencia dc la conducta negligente del au-
tor“; “el su]eto actix o, con su acción imprudente e igualmente con toda segut idad, e1e\ ó el ni-
vel de i iesgo dcl loco, ti ansfot naándolo en uno no per-miti‹1o” (Giviarren, Caiisaliclacl, oiu í
síñii c intpriide ii cia, cit„ ps. 220-222).
47 Sostiene Que “en contra de lo que rriantiene lJ doctrina dominante, tampoco liav
que pi eguntarse si la acción omitido hubiera ev'itado el resultado, sino únicamente si la oii-
sión de aplicar una medida de precaución ha hecho posible que el foco de peligro superar a
efecti vairiente el i iesgo permitido ( . . .) y sí, a su vez, ese foco de peligro (. . ) ha causado efec-
tiva mente el i esul tado” (G I\iBERÜAr, Causeliclacl, on i.sido c impr i ciencia , ci t. , 9. 22 8)¡ . Mini-
camente existe una c‹›mision por oiaiis ión dolosa cuando el encai gado de vigilar un frico dc
peligi o preexistente, mediante la ausencia de una medida de precaución que le incumbe, In
desesta1›iliza intencionalmente co ndicionando dicho foco con toda seguí ídacÍ el resultado tí
pico” (íien , p. 248).
4 75 Q u el ejern¡›1o del contagio del HIV vemos cómo el criterio de Gt xiara i “solucio-
na” :idecuadamente el caso (no cleja una laguna de punibilidad \'alor ativ'ame nte inaclecuada),
mientras que el crí teri o ti a clic ional debería concluir siempre la inexistencia de delito por que
la détet-minación (siQtttet a híp‹itética) cte si In sangre transfurrdida estaba o no durante el pe-
ríodo x entana es inipos ible, con lo cual quedarías imptines casos Ri oser os de violaciones al
debei ‹le cii idaclo.
4 78 Ciiandri hablo de ina posible no nte i ef iei o a la ii³³F>×iLilida‹J ínsi ta en tc›c1o int todo
Ir ipotétic‹i s inr› a la iiri]itisiIiiliclad pi /actica (por caí encia dc eleincn tos de ] nieto) de esbozar el
ne.xr› c aiw‹il hr J›otú•t ico en cl ccis o conci eto. Así, en cl caso de la tr ansfusí En es irnJic›sible de
ter firmar ciifarido la sangi e se enc‹in ti a1›a en el Jier íodo v en tan a, x' ¡tor eso el ju ico hiJioté tic‹›
en ese caso tencl rá un gr ad‹› cl e inccrteza inaclin isible. Esta incerte za se encuenti a x aloi ativa
mente ir ás cer cana al s rt puesto en cl cJue se pimebá Que la conditc ta debida no liubiei a e\ ita-
d‹› e l i estu r.i‹to.
‘ ' Sin emb‹u go. pod i ía sostene rse que la cons icleraciú n dc la iiiip‹›s i1›i1i‹Jac1 etc ci itar
c‹›ni‹› una conc1ici‹›n dc n‹› pu n íbi lidad, estar ía otoi-gaiido i c1c\ encia J ii i ídica a esc pc›i ex i
giclo pr›i el tipo. De esta for rra a, tanto la primer a corno la segu nda ob]ec ión plantean as qtioda
i’íari sorteada.s.
en los et roi’es de tipo: cJ uie nes iii\ ocan estas excusas, ante ne te i niinad‹is situ aviones fhic t icas,
‹IeI›en demos t rat las,
484 SAxcixrr+i, Mai celo, ;Respo itsabilidacl po r ace ioi tes o resf›oi i sabi ltclcicl por res ii tia -
clc›s .³ A la i'cz, ii n a rc)ii inn ii ic ii loc ióit ble lvi pu n ihiltclacl ‹le la te n la l iv a, en “Cuadei nos de Doc—
trina y Jurispiaidenc ra Penal”, t. 1 \ 2, Ed. Ad—Hoc, Buenos Aires, 1996, p. 72.
48ñ 5 xcixrr+i aclara que esto no im¡iorta renunciar a la noción de bien juríd ico: “Esto
no significa, coirro se lvi enticlütlü ü mentido, Que el valor a tutelar sea cl c u mpliniie nto cl el ele-
Tercera parte
importa asumir un pr esupuesto de dudosa v'a1idez (la lcgiti rotación de com-
deta as fi ente a esa d i licultad) no sirve para inc alid‹ir un arg=u miento con
connotac iones restrictivas de la punibilidad, va que, corno lremos v isto
oportun‹inacnte, no es v'úlido utilizar las gar antías como argumento en
conti a de su titular. Al momento de elegir la existencia de un Estado v etc
un sistema penal concretos, la asunción de ciertos riesgc›s es inei itable, a
que toda or-ganización coercitiv’a los presupone necesariamenteª×ª .
Lo que pretendo destacar es que existen delitos m:1s difíciles de pr o-
bai que otros y los primeros constituyen un riesgo mayor a la media, den-
tro del i iesgo inherente a la existencia del propio sistema penal. Cuando
ese riesso supei a los líriiites racionalmente tolei ables la restricción qtte
generan a la libertad es inconstitucional; en general ello x a dc la mano con
la violación de alguna otra garantía sustantiva o pr ocesal, por ejeiiiplo, es
probable que la di ficultad de act editar un delito eminentemente subjetivi-
zado vaya de la mano de la violación del principio del hecho o de lesivi-
dad, o que genere e 1u x'ez. una violación del principio consti t tt ciorial in ut -
bío yi o ico. Per o no todos los riesgos de este tipo son intolerables desde la
óptica de las garantí:is y es posible reconocer’ la existencia de grados den-
tro de los límites tolerables.
flcntro de ese abanico de lo tolerable no nae cabe duda alguna de que
la prueba del delito consumado es más sencilla quo la del delito tentado y
que, consecuenteiiicnte, el riesgo matemático de error judicial es menor
i especto de las consttiaa aciones que respecto de las tentativasª×².
Este dato torna razonable aminorar la reacción punitiva i especto de la
tentativa y de este modo contrapesar el mayor riesgo generado por la propia
estimctui a típica. Me parece que éste es un muy buen ar¡gumcnto pai:i justi-
ficar una escala menor pai a la tentativa en relación al dclito consumailo.
Es que, como se dijo al comienzo, al na onaento de diseñar la estructu-
ra del sistema penal debe coiasiclerarse el ba1‹ince de utilidad de modo tal
de asumir los menor es riesgos a la libertad de las personas. En ese diseño
el establecimiento de una escala penal menor pai a la tentativa contribuye
a un resultado final mejor, porque disminuye el coste de un posible error
judicial en un :1nabito (la act editación del delito tentado) en el que el ye-
rro es más probable.
Como se dijo, esta i educción de costes es admisible como es I rutepi s
sólo si el i icsgo del et i or se sit tia denti o de los mfargeiies t‹olerables, per o si
2. Tentativa
2. a. Concepto y fundamento constitucional
Hav tentativa cuando el autor comienza la cjecuciÓn de una conduc-
ta tíFiº• r•ro, por sii propi:i volunt itd 4 9 () por ci rcunsta ncias ajenas a ella,
no consuma el delito pta neado.
Sobre la fundamentación de la punibi1id‹id de la tentativa existen di-
v'ersas posiciones doctrinarias. Como siempre, existe una teoría objetiva,
4 58 bviairrente, sÓ1‹› liabi ía desist int iento si se considei a que éste i esfrita Jirriccclen te
en la ientati\’a acabaría \ timsti a‹1 a .
490 Lo mismo que le hicieron” significa que no tendrú derecho a causar el mismo da—
ño pretendido porque éste no ocurrió. Esta es una complicación en el estado de natui aleza
po rqiie allí los medios dc reacciÓn son más tinifoiaiies v menos gi aditables. Sin embargo, ese
no es un pt oblema para el Es tacto que puede (y debe por impcmo del principio de razonabili—
dad) graduar la reaccion para qtie guarde relación con la acción que la motiv'a.
491 Tal vez la acepcirin les i vídnJ no sea la más feliz pero la he utilizado por su sentido
y’ significación en el mundo juríclico. El término debe ser entendido coreo a[ectació ii v ésta,
como se verá ensc gu ida, puede ¡Producirse de diversas maneras.
2. b. Comienzo de la tentativa
La determinación del comienzo de la tentativa se x'incu1a a la x'igen-
cia de diversas garantías sustantivas tales como la de la legalidad, tipici-
dad y lesividad.
Respecto de esta iúltima, en general no se presentan mayores proble-
mas, ya que 1s tentativa constituye un adelantamiento de la tipicidad a
una situación anterior a la lesión o puesta en peligro inminente del bien
jurídico, pero que constituye en sí misma una amenaza concreta que ge-
nera un peligro objetivo. De todos modos, para definir el comienzo de la
tentativa hay que tener siempre presente que nunca puede adelantarse la
tipicidad a una situación en la que directamente no existe american algu-
na hacia el bien jurídico.
Corresponde en cambio prestar mayor atención a la vigencia del prin-
cipio de legalidad y a la garantía de la tipicidad que se podrían ver afecta-
dos por la utilizaci ón de criterios teóricos extensivos del alcance preciso
del tipo penal.
Es necesario diferenciar con precisión en el iter crimin is el límite en-
tre los actos preparatorios y el comienzo de ejecución, ya que ese es el lí-
mite entre lo prohibido y lo permitido y, por ello, atañe directamente a los
principios citados.
La teorín subjetiva niega la posibilidad de distinguir entre actos pre-
par:itorios y de ejecución, porQue considera que la exteriorización de la
voluntad criminal constituye de por sí el dolo que justifica la ti Jiicidad. Es-
ta teoría choca abiertamente con la mayoría de los códigos racionales v
fundamentalmente con el principio de lesividad, ya que extiende la inje-
rencia estatal a situaciones en las que la amenaza a un bien jurídico no
puede afirmarse. Una variante de esta posición subjetiva (también negati-
va de la posibilidad de diferenciación) considera que los actos que exterio-
rizan la decisión de cometer el delito denotan la peligrosidad del atitor, y
fundamentan en ello su consideraciÓn como actos de tentativa. En este ca-
so, y en cuanto se fundamenta la intervención estatal en las característi-
cas del srtjeto, se cae en u n derecho penal de autor que lesiona el princi-
pio constitucional de la acción.
Frente a estos criterios existen otros que son objetivos. La /eorta (or-
hal wb/c/íra sostiene que los actos de ejecución empiezan cuando el autor
comienza a realizar una parte de la conducta descripta en el núcleo del ti-
po; entonces la .su.st POCCii5n cleberín enipe7nr sólo al estirnrse el hra7o, el clar
‘ En realidad, ése no es un probleiria pai-a esa teoría que justamente parece preten-
der eso: que quemen iiiipunes los actos J›eligrosos que no coiaiienzan a realizar la conducta tí-
pica. Si esta fuera una consecuencia necesaria del pr inciJiio de legalidacl , ninguna ”insuficien-
cia” podría \'a1ei como argu mento para abandonar la teoría, ya que ninguna pretensión
pu n ítiva puede ir contra una garantía constitucional. Veremos luego si no queda otra opción
niús que i eceptar esta teoría o si existen oti as posibles que pi‘eseivw también la 1egnli‹Iad.
494 rL, Derecho pe nal alemán, idem, con cita a FsxNx.
493 ¡ue ›i
496 ZzrriROÜi, AizciA v SLOK R, Derecho penal. Pa rte general, ci i., p. 97 1.
497 pp zrL, Derecho per tal alemán, cit. , p 265: “Segün la teoi ía subjeti\ a (. .) la tentati
v a empieza (. ,) cuando la acción i esulta incqu ívocanªente el objetivo inequív'ocaiiiente pr o
puesto”.
498 No es más que la cla.sica presii nci6 n de dolo ante ciertos elementos objetiv'os que lo
denotan. Así, Jior ejem¡i lo, si alguien dis¡iara contra la cabeza de otro desde cinco centímetros
de distancia es i azonable presu poner la existencia ble dolo, ya que lo usual es que gr i ien llev’a
a cabo esa conducta sabe que con ello causa la muei te con total segu ridad. Esta supuesta na—
turaleza ¡Procesal de la ineqii ivociclad sería exactamente lo turismo: lo objeti\'o (en el caso el
com ie n zo dC Ejecuci‹5n) h:•²"• F"••Ut1Iii lo subjetivo (la finalidad de comenzai la ejecuc ii5n del
delito). Per o ello nada dice i especto cte la inv'a1idez de este ci-iterio p›ara es tablecer la clifei en-
c a cn:re el comienzo de ejecuci‹Jn › el aclo prepa atoi io, asi como la ”presuncidn de dolo"
que se dcri\ a del sentido incqu ívoco de ciertos actos (el disparar a otro descle 5 cent ímetros)
nada clice respecto de la objeti\ a pertenencia de esa conducta al i a‹1ío de alcance del tipo. Me
parece en idente que se ti ata ‹le c tiesti‹i ries totalmente difei entes \ que cl hecho de que esta
nada su util idacÍ coimr› criteiñ‹i olijctivo de demarcación del :r1cance del tipo; en el caso pai a
establecer el alcance che la exteris ión de la tipicidad derivada de la fórmula de la tentativa.
“. . . las vías para la realización del delito son de variedad ilí m itada” (WELzrr, ident ).
503 Aunque pai aclójicamente en este caso sería útil la teoría individual obietiva, ya que
justamente el Código Penal t itugitayo adopta expresamente la sistem:1tica causalista que remi-
te a la culpabilidad los componentes subjetivos que determinan una precisa adecu ación típica.
504 En el CÓdigo Penal argentino (art. 119) no habría laguna de punibilidad Jior la es-
J›ccial es t rtict itra de los delitos contra la integridad sexual, en los que el acceso caí nal es una
agravante del abuso. En el ejemplo mencionado habría abuso )' su pena, aunque sensiblemen—
te menor a la resultante de ad ni itirse la tentativa del acceso carnal, no genera ninguna lagu —
na v'alorativamente iivacional que motive (en el espíritu de los temerosos de la impunidad) el
rechazo de la solución propuesta.
505 nque la doctrina dominante en la actualidad considera lo contrario conforme lo
señala con reparos SimrExv'ERTH (De reclio penal. Parte getiern/, t. l, cit. , i. 2 2 1): “la ten ría es—
tablece, dé forma casi iináni me, QUE II decisión sobre la terniinaciÓn de la te ntativ-a se debe
cte terminar en base a l concreto wles del hecho”, por lo que “resul tará imprescindible también
tomar en cuenta los momentos subjetivos”. Señala, con razón, que el lo conduce ”a escabro-
sas cuestiones en materia de erroi‘”.
2. c. b. Desistimiento voluntario
Existe cuando, voluntariamente, el autor de tentativa abandona el
curso de acción incompleto (tentativa inacabada) o impide que el curso
causal desprendido que conduce al resultado (tentativa acabada) logre al-
canzarlo. Siempre subsiste la punibilidad por los delitos ya cometidos du-
rante la ejecuciÓn. En la tentativa inacabada basta con que el autor deje
de actuar, mientras que en la tentativa acabada se exige que impida la pro-
ducción del resultado.
El Código Penal español marca definidamente esta diferenciaª ª ,
aunque en los casos de pluralidad de intervinientes exime de pena a quie-
nes a pesar de no haber impedido el resultado intentaron sería, [irme y de-
cídídnmeu/e impedir la consumación 507 El CP argentino (art. 44) se refie-
re simplemente al que desistiere voluntariamente de la tentativa.
El desistimiento es voluntario cuando ha sido decidido libremente
por el autor, sin haber sido motivado por el accionar de las fuerzas estata-
les o de conductas frustrantes equivalentes. Por ejemplo, falta la volunta-
riedad no sólo cuando el policía descubre al ladrón sino también cu ando
un tercero lo hace de modo policial y no como mero objeto del delito.
La equiparación de voluntariedad con libertad no se compadece con
el sentido general de estos términos en la dogmática, pero es la única in-
terpretación que permite otorgarle un sentido sistemático razonable al de-
sistimiento. Si entendiese voluntariedad como la voluntad propia de toda
acción, el desistimiento se configuraría en todos los casos en que el autor
2. d. Tentativa inidónea
W tentativa es inidóneci cuando, en razón de un defecto míreme el mo-
tor, al medio utilizado o al objeto del hecho, la conducta tal cual [tie reali 7a—
do no podía consti mar el de/í/o planeado.
Con respecto a la subjetividad del autor puede ocurrir: a) que conoz-
ca la circunstancia frustrante pero suponga que el delito se consumará
igual (por ejemplo, cree que puede matar a otro suministrándole agua); o
6) que desconozca esa circunstancia (por ejemplo, cree que le suministra
veneno cuando está dándole agua). En realidad sólo este último supuesto
presenta un verdadero problema de inidoneidad, ya que en el primer ca-
so lo que a simple vista podría ser considerado como “dolo” en realidad
no es tal, porque se encuentra referenciado a un suceso objetivamente atí-
pico, razón por la cual todo el suceso (tanto en sti faz objetiva como sub-
jetiva) queda fuera de la descripción del tipo legal. No puede haber dolo
(y consecuentemente tampoco tentativa) sin finalidad tipific:ida. En cam-
bio, en el segundo caso, sólo queda fuera de la descripción típica una frac-
ción de la faceta objetiva del suceso (los actos no aptos para consumar),
mientras que el aspecto subjetivo se corresponde con una descripción ob-
jetivamente típica. Por ello podemos denominarlo dolo y, consecuente-
mente, afirmar la existencia de una tentativa.
A partir de esta aproximación general a la noción de tentativa inidó-
nea corresponde deslindar con precisión el límite con la tentativa idónea,
con los sucesos que directamente quedan fuera del alcance del tipo (a pe-
sar de la adecuación de la subjetividad del agente a la descripción del tl-
po subjetivo) y de los casos de delito putativo.
Como surge del concepto que se ensayó al comenzar, la inidoneidad
de la tentativa puedé provenir de un defecto concerniente al sujeto, al ob-
jeto o al medio empleado.
5 1 5 Jn contra, Wi:LzEL, Derecho pe nal aleman, c’it., p. 268; STICiTEN\VERTH, Derecho pe—
ral. Parte general, i. J , c i i., p. 2 13.
Porque el hecho tal cual ocurrir›, lógicamente, nunca¡›udo haber consumado el re—
sultado.
Tercera parte
La fÓrmula del observador imparcial puede ser modificada introdu-
ciendo una subjetividad abstracta para llevar a cabo el juicio de razonabili-
dad “de un hombre inteligente” al momento de la ejecución. Así, si aparece
razonable considerar que se logrará la consumación con los medios elegi-
dos por el autor (con independencia de la existencia de factores objetivos
que lo frustrarán de todos modos), la tentativa será idónea; en cambio, si a
pesar de la creencia del autor en la consumación, desde la óptica del obser-
vador imparcial no era razonable suponerla, la tentativa será inidónea.
Este criterio amplía la noción de idoneidad. Veamos lo que ocurre en
las siguientes variantes de los ejemplos anteriores: en el caso del veneno su-
pongamos que A cree que con un frasco puede alcanzar el resultado cuan-
do en realidad necesitaba dos; y en el caso de los disparos supongamos que
A cree que detrás de la puerta está la cama cuando en realidad está la co-
cina, por lo que sólo por casualidad podía haber encontrado allí a B a esa
hora de la noche. En ambos casos era razonable considerar que se podía
consumar el hecho pero parecería más adecuado considerar que el medio
escogido (entiéndase, la conducta desplegada) era inidóneo.
La verdad es que el establecimiento de un límite claro entre ambas si-
tuaciones no es sencillo y no por casualidad sino precisamente porque ese
lfmite no existe. A mi entender, la inidoneidad del medio es una cuestión
graduable en más o en menos y, por ello, creo que la solución adecuada es
atribuir consecuencias jurídicas en función del grado de aptitud del me—
dio empleado por el autor. Ello es posible en las legislaciones que, para las
diferentes situaciones, establecen escalas penales que se continúan o tie—
nen saltos muy poco significativos. Así ocurre en el caso del Código Penal
argentino que establece que la pena de la tentativa inidónea se reduce a la
mitad o al mínimo o puede ser eximida517 p()r lo que el máximo de la es-
cala resultante se superpone con la escala de la tentativa idÓnea, existien—
do entre ambas una escala continua que incluso llega hasta cero.
Me parece claro que el establecimiento de criterios n priori de diferen-
ciación genera problemas innecesarios frente a una solución legislativa
tan razonable y apropiada para una cuestión que presenta las aristas ana-
lizadas. No tiene sentido asumir posiciones rígidas que ponen en juego la
coherencia del sistema y su utilidad, cuando existen soluciones permea-
bles y viables al alcance de la mano.
Diferente es la situación en otras legislaciones. Por ejemplo, el Códi-
go Penal uruguayo consagra la exención de pena cuando son absoluta-
mente inidóneos los medios o imposible la comisiÓn del delito, estable-
ciendo medidas de seguridad si se considera peligroso al autorª ³ g en este
caso el límite legal de la impunidad es la inidoneidad absoluta. Los restan-
2. e. El delito provocado
La problemática del delito imposible se presenta con claridad en los
casos de delitos provocados por un tercero. Se trata de situaciones en las
que, con la finalidad de incriminar a una persona, se monta una escena
dirigida a provocarle el dolo, instándola a comenzar la ejecuciÓn de un de-
lito que es frustrado por el provocador.
La doctrina y jurisprudencia internacionales han asumido diferentes
posiciones sobre la cuestión. Es interesante el trabajo de Juan MuNoz SAN-
CHEZ, :/ ‹igente provoc‹idor 5 19 en el que se estudian algunos criterios de la
jurisprudencia española. El autor analiza la posición del Tribunal Supre-
mo español 20 que se pronuncia por la impunidad en razón de la ausen-
cia de voluntariedad y libertad del autor provocado 5 y —a juicio del au-
tor— por la existencia de un delito imposible o putativoª 22, MUNCtZ SANCHEZ
critica la solución de la impunidad de la jurisprudencia española conside-
rando que “el autor provocado realiza una tentativa idónea, en cuanto que
desde una perspectiva ex ante su acción es peligrosa, ya que en la mayo-
rfa de los casos no se conoce la circunstancia de que el agente provocador
ha puesto los medios o medidas necesarias para evitar que se lesione o
ponga en peligro el bien jurídico. Sin que quepa excluir la posibilidad de
una tentativa inidónea, que se daría si el espectador objetivo pudiera co-
nocer las medidas o precauciones tomadas por el agente provocador, ya
519 Muñoz SWCHEZ, Juan, fe iiiodetrin probfemfificn jrrrfdíco-perinl del agente provoca-
dor, Ed. Tirant lo Blanch, Valencia, 1995.
" Oue define al delito provocado como “aquél que tan sólo llega a realizarse en virtud
de la inducción engañosa de un agente que, deseando conocer la propensión al delito de per-
sona o personas sospechosas y con la intención de constituir pruebas indubitables y pare que
lleve a cabo la conducta que de su torcida inclinación se espera, simulando primero allanar y
desembarazar el iter criminis v obstruyéndolo en el momento decisivo, con lo cual se consi-
gue por el provocado, no sólo la casi segura detención del inducido, sino la obtención de prue-
bas que se suponen directas e inequívocas” (SSTS del 9/10/87 J Cr. n‘ 1741; 21/9/91 A. n‘ 6524;
12/3/92 a. n‘ 2443 y 18/5/93 A. n’ 4165, citadas por el autor, en lzi modemzi prob/emdiiczi jurídi-
co-penal del agente provocador, ci t., p. 114).
’' M otoz SWcuF:z, fzz moderna problemática jurídico-penal del agente provocador, cit.,
p. 115 (cita STS 18/6/85 J Cr n‘ 1010 y STS 3/11/93 A nº 8223).
522 MUNO2 SUCH1:Z, fzi moderna problemática Jurfdico-penal del agente provocador, cit.,
p. 1 IS (cita entre otras STS 25/6/90 A n‘ 5666).
"' Muñoz Sácu£z, 7zi moderna problemdtica jurfdico-penal del agente provocador, cit.,
p. 126.
524 Sería admisible con la teoría ifldividual objetiva y sumamente discutible con la for-
mal objetiva.
525 co» todas las consecuenCias jurídicas de la aplicaciÓn de esa eximente que no ex-
cluye la punibilidad cuando el resultado no se frustra.
3. Concurso de delúos
Existe concurso cuando un autor lleva a cabo una acción que se ve
atrapada en diversos tipos penales o varias acciones que se subsumen en
una o varias descripciones tfpicas. En el primer caso (única acción) pue-
de presentarse un concurso aparente o ideal y en el segundo caso (varias
acciones) un concurso real.
IEl concurso es aparente, cuando por especialidad, consuncidn o subsí-
dí‹zríed‹zd, cnn norma penal desplaza a las demás y sólo ella de[me la tipici-
dad de la conducta.
Decimos que hay especí‹ifíd‹zd cuando iiii‹z norma especial desplaza a
la general,- por ejemplo, el robo con armas desplaza al robo simple, el ho-
micidio culposo desplaza al doloso, etc. Se trata, en definitiva, de la apli-
cación del principio de especialidad que es común a todo el derecho.
Existe concurso aparente por consuiicícin cuando ann descripción tt-
pica absorbe todo el contenido de injusto de la nccíóii , tomando totalmen-
te insignificante la subsunción de la acción en otras descripciones típicas.
Ello ocurre, por ejemplo, entre el daño y el homicidio cuando para matar
a la vfctima se atraviesa su ropa; también se presenta esta relación entre
las lesiones y el homicidio cuando el sujeto comienza a lesionar sin dolo
de matar y luego transforma el suceso en una muerte querida. Son situa-
ciones en las que una norma primaria describe toda la gravedad material
del suceso; o dicho de otro modo, cuando el quebrantamiento de una nor-
ma secundaria se gana toda el contenido de contrariedad al derecho.
Hay concurso aparente por subsidiariedad cuando una norma se ve
desplazada por otra accesoria a ella. Por ejemplo, el tipo del hurto se ve
desplazado cuando el apoderamiento se perpetró con fuerza en las cosas
o violencia en las personas (subsidiariedad tácita); en el CP argentino el
tipo de la violación de domicilio (art. 150) se ve desplazado por el robo
porque el primero establece expresamente que se aplica su escala si no re-
sultare un delito más severamente penado (subsidiariedad expresa).
El concurso es ideal, cuando iiitn ‹iccidii se ssbsr e en v‹zríns descripcio-
nes típicas que conservan su senl‘mo jurídico por no verse desplazadas por las
demds. La característica de este tipo de relación concursal es la existencia de
una única acción. Por el contrario, el concurso es real, cuando estamos en
presencia de v‹irízis acciones que se subsumen en una o varias descripctones
típicas. La caracterfstica esencial es la existencia de varias acciones.
La discusión más relevante en materia de concurso es determinar
cuándo estamos en presencia de un concurso ideal y cuándo ante un con-
52ª El art. 54 del CP argentino establece para concurso ideal la absorciÓn de la pena de
los delitos menos graves por parte del delito más grave; mientras que para el concurso real (art.
55) se establece una fórmula para componer la escala: el mínimo mayor, y la sumatoria de los
m:1ximos, que no podrán exceder el m:áximo de la especie de pena prevista en el código.
527 LZEL, Derecho penal alemdn, cit., ps. 308-309, dice que “la unidad de accidn jurí-
dico-penal se establece, así, por dos factores (. ..) por la proposición de un fin voluntario y por
el enjuiciamiento normativo social jurídico en razón de los tipos” (p. 309). Dice también que
“el problema de la unidad de acción no depende nunca del número de los resultados, ya que
el objeto específico del dés lOr peftítÍ US la pcciÓn. Si una y la misma actuación de voluntad
tiene varios resultados (eI lanzamiento de una bomba mata a 20 personas), existe de todos
modos sólo una iinica acciÓn” (íz?erii).
4. a. Autoría
El distingo entre autores y partícipes fue puesto en duda por el con-
cepto extensivo de autor, en virtud del cual todo aquel que efectúa un
aporte causal al delito es considerado autor, incluso los instigadores y
cómplices, respecto de los cuales las reglas reductoras de la pena eran
consideradas limitaciones de la punibilidad 52 . Este criterio desdibuja los
límites entre los actos preparatorios y de ejecución, y no es sistemática-
’" WnLZcL, Derecho f›enal alemdn , cit., p. 144, rechaza la validez de esta teoría porque
traslada el concepto de autor de los delitos culposos a lo dolosos v porque fracasa en los de-
litos de propia mano y especiales dondé la participaciÓn sólo puede explicáFSé COmO éXtéfl-
sión de la punibilidad y no como su limitación.
52 Ello es así porque la conducta del partícipe puede ser incluso anterior al comienzo
de ejecuciÓn, pero sólo es punible en la medida en que el autor realice actos ejecutivos (acce-
soriedad externa). Es evidente que la extensión del concepto de autor necesita desdibujar la
nociÓn de c.omienzo de ejecuciÓn como límite entre lo punible y no punible y ello requiere una
interpretaciÓn manifiestamente analógica de la ley penal. Salvo que se considere que la actua—
ción de ciertos autores (los que llevan a cabo los actos ejecutivos) opera como condiciÓn ob-
jetiva de punibilidad de la conductas de los autores que no llevan a cabo dichos actos, pero
ese distingo sólo serviría para generar confusiones y carecería de justificación alguna si es que
todos son considerados autores. Precisamente la distinción entre autores y partícipes sirve a
los fines de establecer con claiñdad las reglas de la accesoriedad.
530 Así, por ejemplo, en un supuesto de cohecho en donde el funcionario recibe dinero
para un no funcionario que es quien pretende realmente el béneficio, se debería afirmar la im-
punidad, ya que el sujeto cualificado para ser autor no quiere el hecho para sí, mientras que
el que sí lo quiere no reviste el carácter de funcionario. Es evidente en ese caso que el eri terio
asumido choca frontalmente con el sentido dé las normas que regulan la comisiÓn del delito
de cOhéChO, por lo que no puedé Sir und herramiéfltll SiStemática válida.
Sobre este principio, ZAFrwoxl, ALAGIz y sromR, Derecli o penal. Parte general, cit . ,
ps. 484-489.
Z rrAii xi, Arco y SLOKAR, Derecho pe nal. Pane general, cit., p. 48 3.
533 derri , p. 486.
534 j dem, p. 487.
535 p r lo que el aporte del participe también deberá se dominado por él para poder ser
considerado típico.
4. b. Participación
El concepto de participe en sentido estricto puede definirse por exclu-
sión: revisten esa calidad quienes efectúan un aporte a la comisión del de—
lito pero que no pueden ser considerados autores, sea porque no tienen el
dominio del hecho, sea porque no revisten la especial calidad exigida por
el tipo.
La participación puede darse en la forma de instigación o complici-
dad.
a) El instigador es el que crea el dolo en el autor. El que lo convence de
cometer el de/ítoª 3 . Si bien su aporte es esencial porque sin él el delito no
habría ocurrido, carece de dominio del hecho, porque el autor conserva
en todo momento el control sobre su voluntad y, de este modo, sobre el
curso causal o suceso que conduce al resultado.
b) Cómplices son quienes e[ectíian contribuciones que ayndan al autor
a la comisión del delito. Si el aporte efectuado es esencial para la consu-
mación, esto es, si de no haber existido, el hecho no se hubiese podido co-
meter, hablamos de complicidad necesaria o primaria. Si, en cambio, el
aporte es accidental y el hecho podía consumarse de todos modos sin su
existencia, hablamos de complicidad secun’daria. En el CP argentino el
cómplice primario tiene la misma pena que el autor (art. 45) y el secunda-
rio una pena reducida en un tercio a la mitad (art. 46).
La diferenciación entre uno y otro tipo de aporte debe llevarse a ca-
bo atendiendo a criterios esenciales de subsunción, que tengan en cuenta
los principios de razonabilidad y ultima ratio, y que eviten la ampliación
”’ Por ello la coautoría atípica del exfrnrieus que efectúa un aporte esencial durante la
ejecución del delito especial, se ve desplazada por especialidad por la regla de la participación
necesaria.
’ El art. 43 iii ne, CP argentino, aplica la misma pena del autor del delito a “los que
hubiesen determinado directamente a otro a someterlo”.
4. c. La accesoredad
Un punto central de la teorfa de la participación es la noción de acce-
soriedad, que significa que la punibilidad del partícipe depende (está en—
539 ZAFFARONi, Ar ciz y SnOKAR, Derecho penal. Parte general, cit., p. 767.
540 En abstracto estas circunstancias personales pueden encontrarse en el tipo, en la
culpabilidad o en la punibilidad, razón por la cual la interpretación de esta norma puede de-
rivar en: a) la negación de la accesoriedad mfnima, si interpretamos que ni siquiera las cir-
cunstancias personales que atenúan la subsunciÓn se extienden al partfcipe (lo que excluimos
a partir de la interpretacii5n del art. 47); o b) la negaciÓn de la accesoriedad máxima y/o ex-
trema, lo que deja la puerta abierta a la accesoriedad limi tada.
54 En sentido similar, ZAFrARONl, A GIA y SLOKAR, Derecho pennf. Pnrre geiierzt?, cit., p. 768.
Tercera parte
co ámbito en el que circunstancias personalt?S Que agravan la punibilidad
del autor podrían ser consideradas respecto de los partícipes.
6) Otro argumento a favor de la accesoriedad limitada en el Código
Penal argentino, está dado por la regulación de la legítima defensa de ter-
ceros (34, inc. 7, CP argentinoª 42) . Esta disposiciÓn permite que un terce-
ro: a) defienda a un agredido y 6) participe en la defensa de un agredido;
y en ambos casos aun cuando éste haya provocado la agresión y, conse—
cuentemente, no pueda actuar justificadamente. De este modo, permite
que la justificación que no ampara al autor pueda extenderse al partícipe,
lo que sólo se explica como excepción a la accesoriedad limitada, eso es,
a la regla general de que la antijuridicidad de la conducta del autor perju-
dica al partícipe. En otras palabras, si rigiera la accesoriedad mínima no
sería necesaria una aclaración de este tipo, porque la provocación del au-
tor no modificaría el hecho de que el tercero está defendiendo los dere-
chos de otro.
542 Justifica a “el que obrare en defensa de la persona o derechos de otro, siempre que
concurran las circunstancias a) v b) del inciso anterior y caso de haber procedido provocación
suficiente por parte del agredido, la de que no haya participado en ella el tercero defensor”
(los incisos a y b se refieren a la agresión ilegítima y la necesidad racional del medio emplea-
do para impediría o repelerla).
543 Sería el caso, por ejemplo, de quien ayuda al autor de un homicidio agravado por
el mÓvil sin saber de esa especial finalidad. En ese caso, respecto de la agravante, el partíci Jie
obra con error excluyente del dolo.
1. Introducción
La antijuiridicidad es la contradicción de la acción típica con todo el or-
denamiento jurídico. Esa contrariedad existe cuando no concurre ninguna
causa de justificación que ampare a la conducta antinormativa. Se suele
decir que estas eximentes pueden provenir de todo el ordenamiento jurí-
dico, pero en general son los propios códigos penales los que establecen
las causales que remiten al resto de las ramas del derecho; por ejemplo,
cuando se consagra como causal de justificación al ejercicio de un dere-
cho, se remite al resto de las normas que consagran tales derechos, pero
la causal de justificación surge del propio Código Penal544
Se ha pretendido distinguir entre antijuridicidad formal y material.
Mientras el primer aspecto se satisface con la contrariedad de la acción
con todo el ordenamiento legal, el segundo exige la afectación material del
bien jurídicoª 4 . Previamente he tratado este punto como un presupuesto
de la adecuación típica: la mera subsunción formal de la acciÓn en el tipo
no alcanza para afirmar la tipicidad; es necesaria, además, la concreta
afectación del bien jurídico y que la acción caiga dentro del ámbito de
prohibición de la norma. Según RoxiN546 la noción de antijuridicidad
material es íitil para establecer diferentes grados de injusto (la antijuridi-
cidad sería, entonces, graduable en más o en menos), para juzgar la sub-
sunciÓn material de la acción en un tipo penal (es lo que propuse previa-
mente en el estrato de la tipicidad) y para determinar el contenido de las
causales de justificación.
La distinción entre forma y sustancia no es un problema propio de la
antijuridicidad: en realidad el juicio de disvalor de todos los peldaños de
la teoría del delito debe estar imbuido de un contenido material. El dere-
cho penal no se reduce a un juego lógico de formalidades y los principios
constitucionales sustantivos son una expresión cabal de ello. Tanto el exa-
men de los elementos del tipo, de las justificantes y de las causales de in-
culpabilidad, debe estar dirigido a verificar si, además de la afirmación
formal de determinado presupuesto de la pena, éste concurre material-
mente, a partir de criterios sustanciales provenientes de la Constitución.
Tercera parte
El exceso en el ejercicio de una causal de justificación, es considera-
do en general por las diferentes legislaciones como causal de atenuación
de la pena. El CP argentino lo regula en su art. 35 y establece la pena ate-
nuada del delito culposo. Esto no significa que el delito se transforme má-
gicamente en culposo en razón del exceso, sino que al delito doloso co-
rrespondiente (ejecutado en exceso en el ejercicio de una justificante) se
le aplica una escala penal diferente. La atenuaciÓn se funda en una consi-
deración eminentemente político-criminal que se basa en diversos facto-
res. Por un lado existe una menor antijuridicidad del hecho, porque una
parte de él está amparado por la justificante. Por otro lado, la culpabili—
dad es menor porque es menos reprochable la lesión del bien jurídico, en
el marco de una situación conflictiva como la que se presenta en los casos
de colisión de bienes, propia del análisis de la antijuridicidad.
Tercera parte
constitucionalidad de la aplicación de una sanción de cualquier tipo para
determinados casos de eutanasia. Se sostuvo en el fallo que “la Constitu-
ción se inspira en la consideración de la persona como un sujeto moral,
capaz de asumir en forma responsable y autónoma las decisiones sobre
los asuntos que en primer término a él incumben, debiendo el Estado li-
mitarse a imponerle deberes, en principio, en función de los otros sujetos
morales con quienes está avocado a convivir, y por tanto, si la manera en
que los individuos ven la muerte refleja sus propias convicciones, ellos no
pueden ser forzados a continuar viviendo cuando, por las circunstancias
extremas en que se encuentran, no lo estiman deseable ni compatible con
su propia dignidad, con el argumento inadmisible de que una mayorfa lo
juzga un imperativo religioso o moral. (. . .) de nadie puede el Estado de-
mandar conductas heroicas, menos aún si el fundamento de ellas está ads-
crito a una creencia religiosa o a una actitud moral que, bajo un sistema
pluralista, sólo puede revestir el carácter de una opciÓn. (.. .) Nada tan
cruel como obligar a una persona a subsistir en medio de padecimientos
oprobiosos, en nombre de creencias ajenas, así una inmensa mayoría de
la poblaciÓn las estime intangibles. Porque, precisamente, la filosofía que
informa la Carta se cifra en su propósito de erradicar la crueldad. (. . .) En
síntesis, desde una perspectiva pluralista no puede afirmarse el deber ab-
soluto de vivir, pues, como lo ha dicho Radbruch, bajo una Constitución
que opta por ese tipo de filosofía, las relaciones entre derecho y moral no
se plantean a la altura de los deberes sino de los derechos. En otras pala-
bras: quien vive como obligatoria una conducta, en función de sus creen-
cias religiosas o morales, no puede pretender que ella se haga coercitiva-
mente exigible a todos; sólo que a él se le permita vivir su vida moral plena
y actuar en función de ella sin interferencias. Además, si el respeto a la
dignidad humana, irradia el ordenamiento, es claro que la vida no puede
verse simplemente como algo sagrado, hasta el punto de desconocer la si-
tuaciÓn real en la que se encuentra el individuo y su posición frente el va-
lor de la vida para sí. En palabras de esta Corte: el derecho a la vida no
puede reducirse a la mera subsistencia, sino que implica el vivir adecua-
damente en condiciones de dignidad (.. .) Por todo lo anterior, la Corte
concluye que el Estado no puede oponerse a la decisión del individuo que
no desea seguir viviendo y que solicita le ayuden a morir, cuando sufre
una enfermedad terminal que le produce dolores insoportables, incompa-
tibles con su idea de dignidad. Por consiguiente, si un enfermo terminal
que se encuentra en las condiciones objetivas que plantea el artículo 326
del Código Penal considera que su vida debe concluir, porque la juzga in-
compatible con su dignidad, puede proceder en consecuencia, en ejercicio
de su libertad, sin que el Estado esté habilitado para oponerse a su desig-
nio, ni impedir, a través de la prohibición o de la sanción, que un tercero
le ayude a hacer uso de su opción. No se trata de restarle importancia al
deber del Estado de proteger la vida sino, como ya S€: hil Sf?ñali1dO, de re-
conocer que esta obligaciÓn no se traduce en la preservación de la vida só-
lo como hecho biológico”. Sobre esa base la Corte resolvió “Primero: De-
Art. 34, inc. 4, CP argentino: “El Qllé Obfate en cumplimiento de un deber o en el le-
gítimo ejercicio de su derecho, autorídlld 0 C Ijo”. En sentido similar, art. 20. 7, CP español.
4. Estado de necesidad
El sacrificio de un bien jurídico está justificado cuando se salva un
bien jurídico más valioso si no habla otra forma de evitar su afectaciójj555,
El estado de necesidad se inspira en una consideración eminente-
mente utilitaria. Cuando colisionan distintos bienes de modo tal que sólo
uno de ellos puede sobrevivir a costa del otro (necesariedad), es social-
mente útil que se salve el de mayor valor a costa del de menor valla. Oue-
da claro que si no hay necesidad, esto es, si era posible salvar el bien de
otro modo menos lesivo, no hay justificación alguna porque el daño era
evitable (lo que, como hemos visto, constituye una expresión del principio
constitucional de culpabilidad en el ámbito de la justificación).
La consagración de esta eximente como causal de justificación signi-
fica que la conducta lesiva del bien menos valioso debe ser tolerada por
los terceros e incluso por el titular del bien afectado. Cualquier resisten-
cia dirigida a impedir la conducta salvadora será antijurídica y habilitará,
556 NONO, Los límites de la responsabilidad penal, cit., ps. 475-476, rechaza la justifica-
ción en ese ejemplo: ”a los individuos no se los puede sacrificar, sin su consentimiento, en be-
neficio de otros, aún cuando de ello resUltara un beneficio mavor o un perjuicio menor para
la sociedad en su conjunto que si el tal sacrificio no se impusiera (. . .) esta idea está expresa—
da por el principio kantiano d Que US hombres no pueden ser utilizados sólo como medios
para fines distintos de los de ellos mismos”
5› 57 Ni×a, m límites de la responsabilidad cual, cit., ps. 478-480.
558 Sobre las diferentes alternativas, Nico, Izis límites de la responsabilidad penal, c i i.,
ps. 479-480.
Tercera parte
Se ha sostenido también que la agresiÓn ilegítima puede consistir en
una omisiónªª². Frente al médico que no atiende al paciente que estñ su-
friendo uri infarto, parece justificada la acción de quien lo agrede, causán-
dole lesiones, con el fin de obligarlo a actuar.
La contrariedad al derechci está dada por su antijuridicidad. No es
preciso que se trate de una conducta típica, bastando que sea contraria al
orden jurídico en su conjunto. No es ilegftima una conducta amparada
por otra causal de justificación; int deber de tolerar impuiesto of tituilar del
bien juirídico exclude siempre la defensa iiecesnriq 563,
b) La agresión es actual e inminente, desde que comienza y mientras
se mantiene el peligro que amenaza al bien jurídico. El inicio de la agre-
sión no se identifica con el comienzo de ejecución de un delito, porque la
tipicidad no es condición necesaria para la existencia de agresión ilegíti-
ma, ya que, como vimos, basta con su antijuridicidad; la amenaza cierta
a un bien jurfdico alcanza para habilitar la defensa. Es admisible la defen-
sa incluso frente a amenazas de un mal futuro, cuando no existe posibili-
dad de que la autoridad estatal lo conjure efectivamente y a tiempo. Si
existe posibilidad de que la actuación estatal evite la agresión de forma
efectiva, la víctima de la agresión debe acudir a los órganos estatales co-
rrespondientes, para que éstos cumplan con el rol que le es propio y evi-
ten la afectación del bien jurfdico. No hay inminencia cuando la agresión
ya cesó; no existe legítirria defensa contra un ataque que ya pasó y que no
se puede reiniciar.
c) La conducta defensiva es necesaria, cuando no existe otro medio me-
nos gravoso para evitar la agresión564, Hemos visto que este requisito cons-
tituye una expresión del principio constitucional de culpabilidad, ya que la
falta de necesidad da cuenta de la evitabilidad del suceso (stipr‹z XII. 3).
Si la agresión puede ser evitada causando lesiones al autor, no estará
justificada la acciÓn de darle muerte. Y si de las lesiones se eligió la más
gravosa, siendo la menos grave apta para evitar el resultado, tampoco ha-
brá justificación. De todos modos, esta regla debe ser evaluada en relación
al contexto del caso, porque las situaciones frente a las cuales es necesario
invocar esta eximente no admiten en general un examen matemático de las
alternativas posibles. Si bien es cierto que los errores serán solucionados
en la culpabilidad como errores de prohibición y que en general excusarán,
me parece que la negación automática de la justificaciÓn en virtud de un
examen matemático de la necesidad no es axiológicamente correcta.
La legftima defensa sólo ampara los daños causados a los bienes del
agresor, porque el tercero no lleva a cabo una agresión ilegítima que lo ha-
563 Si A para defendétsé del ataque de B 56lo tiene a su alcance un medio defensivo (Jior
ejemplo, la utilización de una granada) que no sólo dará muerte a B, sino también a C, esta-
rá justificado sólo en relación a la muerte del primero, pero no respecto de la muerte de este
último. Esta situación será resuelta por las reglas del estado de necesidad, que en el casci tan
sólo podría ser disculpante (in[ra XX. 6. c).
Así, un insulto puede ser antecedente razonable de un ataque leve a la integridad fí-
sica, pero no de un ataque a la vida.
567 l amante sorprendido iii [raganti por el marido furioso no agrede
suficienterrxente
y conserva el derecho de defenderse.
1. Introducción
El derecho a la legítima defensa genera conflictos éticos y constitucionales que
ponen de manifiesto los puntos neurálgicos de la discusión sobre la pena y el
Estado.
Uno de esos conflictos surge en relación a los límites que la doctrina y la juris-
prudencia incorporan a la legítima defensa cuando exigen, por ejemplo, cierta
proporcionalidad del medio defensivo, o la ponderación de los intereses en jue-
go o cuando se niega la justificación frente a ciertas agresiones de inimputa-
bles. La incorporación de límites dirigidos a morigerar la aplicación literal de
la eximente (que, al acotar su alcance, amplían el ámbito de la antijuridici-
dad) presenta un problema a la luz del principio de legalidad, ya que, al me-
nos a primera vista, la introducción de estos límites conduce a una interpre-
tación formalmente analógica o extensiva de la ley, dirigida a afirmar la
antijuridicidad en situaciones en las que sin esos límites la conducta estaría
justificada.
Roxie se ocupa especialmente de este problema. Sostiene que los principios
que rigen la interpretación de las causales de justificación: “modifican el prin-
cipio un/fue crimen sine /cge, en cuanto que éste no está aquí necesariamen-
te vinculado al tenor literal, aunque sí a las finalidades en las que se basan los
principios ordenadores. . . 569 Considera a la antijuridicidad un ámbito de so-
lución de conflictosª 70 y, dado que eximentes tales como la legítima defensa
y el estado de necesidad rigen para todo el ordenamiento jurídico, sostiene
que para interpretar su alcance corresponde atenerse a sus principios recto-
res y no al tenor literal571 . aunque por razones parcialmente diferentes llega-
ré a una solución similar; como luego se verá, creo que el alcance de las jus-
tificantes y, sobre todo, de las que como la legítima defensa contienen un alto
grado de violencia punitiva, no puede estar determinado por el tenor literal
Tercera parte
cipios de proporcionalidad y de justicia, que se derivan de los fundamentos
axiológicos del ordenamiento jurídicoª 77
La exigencia de proporcionalidad se ha fundamentado también acudiendo a
una analogía con la pena, lo que ha merecido fuertes críticasª78
A lo largo de esta addenda intentaré establecer los contornos de la legítima de-
fensa, partiendo de la premisa de que, en ciertas situaciones en que la acción
defensiva consiste en la imposición de un mal serio y grave al agresor que
afecta bienes jurídicos esenciales de forma significativa, debe reconocerse el
carácter punitivo de la defensa, al menos desde la óptica de las realidades pre-
jurídicas.
Esta premisa no constituye un intento de justificación de la legítima defensa
a partir de su similitud con la pena. Se trata, solamente, de una comparación
axiológica entre ambas reacciones, que parte de la observación de lo que en
ciertos casos la conducta defensiva es en realidad.
Trataré de establecer si del resultado de esa observación corresponde o no ex-
traer consecuencias jurídicas y si, en su caso, la consideración valorativa de
ciertas defensas como penas afectan la vigencia del principio de legalidad o,
al menos, si establecen una diferente operatividad de la garantía segtín que se
aplique en el ámbito de Ía tipicidad o de las justificantes.
este principio está sometido a la importante restricción, que por otra parte rige también en el
estado de necesidad, de que él no se aplica a bienes inherentes a la persona humana —sean del
agresor no responsable o de la víctima— cuyo sacrificio convertiría a los hombres en instru-
mentos al servicio de otros; sólo cuando esos bienes son restituibles ellos podrían ser afecta-
dos para preservar bienes primarios no restituíbles o restituib]es a un costo superior. En el ca-
so límite en que se enfrentan bienes primarios no restituibles de un agresor no responsable y
de la vfctima de la agresión (por ejemplo, vida contra vida), cabe una acción de legítima de-
fensa contra otra de igual carácter. La situación cambia substancialmente cuando el agresor
ha obrado voluntaria y conscientemente: en este caso se levanta la barrera constituida por sus
derechos primarios, y puede excederse el equilibrio entre el valor del bien preservado y el del
lesionado, si el perjuicio social resultante puede ser compensado por el beneficio que surge
de la eficacia disuasoria de esa clase de acciones defensivas” (fzi legftima de[ensa, cit., p. 77).
577 Nico, fzi fegflifitn defensa, cit., ps. 9-11.
578 Maximiliano Rusco×i (II /nstí(ícncídir en el derecho penal. Algunos problemas actua-
les, con la colaboración de Javier MAitirzcURREnA, Ed. Ad-Hoc, Buenos Aires, 1996, p. 55) cri-
tica la idea de los que, desde criterios preventivos generales, asimilar la conducta defensiva
con la pena, pero considera que “de esos intentos debe rescatarse, de todos modos, la idea bá-
sica: la pretensión de trasladar algunas limitaciones de la pena estatal y, en todo caso, del mis-
mo sistema de imputación, a los contornos político-criminales del derecho de autodefensa”.
Sobre esa base afirma que “así como el Estado, en su función de protección de los intereses
sociales, debe agotar todos los instrumentos y medios menos lesivos antes de recurrir al de-
recho penal, así también, el individuo agredido debe agotar todCtS lOS posibles medios de de-
fensa poco violentos, incluso a veces huir, antes de acudir al medio necesario para repeler el
ataque, pero extremadamente violento en relación con la magnitud del bien jurídico o la in-
tensidad de la agresión” (ps. 55-56).
579 Que la pena de muerte sea una pena prohibida en ciertos estados (por ejemplo los
signatarios de la CADH, que la prohíbe en su art. 4), no impide considerarla una pena natu-
ral. AI contrario, sólo a partir de su consideración como tal puede afirmarse o negarse su va-
lidez o legitimidad.
580 Ello sería relevante, por ejemplo, respecto de la afeCtaciÓn de la propiedad en don-
de la diferencia entre una multa y una indemnizaciÓn puede radicar, en parte, en la razón de
la imposiciÓn.
Tercera parte
Este punto es importante respecto del eféCto preventivo: no sólo hay preven-
ción en el sentido especial y general, esto es, dirigida hacia el futuro y en rela-
ción a otros hechos lesivos; lu eseiici‹i dé la prevención pasa por evitar el dano
que se está produciendo en ese momento. Hay prevención cuando se acciona so-
bre otro cuando está afectando un bien y para evitar esa misma afectación. Es
más, la idea de prevención posterior es un producto bastante artificial; la ver-
dadera prevención es la que resulta apta para evitar la consumación del mal
que amenaza al bien jurídico en peligro.
Esta prevención destinada a evitar un daño actual puede ser llevada a cabo de
diversas formas. Toda la actividad preventiva del Estado se encuentra enca-
minada a evitar afectaciones futuras y a detener los cursos de acción lesivos
que se estén llevando a cabo. El Estado puede proveer a esa finalidad con su
sola presencia (“el policía de la esquina”) y otras veces mediante acciones des-
tinadas a inteiwmpir la lesión inminente de bienes jurídicos. Pero en ciertas
ocasiones esa actividad de prevención “en el momento de la afectación” ad-
quiere características punitivas, ya que se manifiesta como una reacción
coactiva y violenta, dirigida al autor de la afectación, de forma gravosa para
sus bienes, y con un claro sentido de retribución (al menos objetiva). Ese cur-
so de acción preventivo (que puede provenir de un agente del Estado o de un
particular) reviste las características necesarias básicas para ser considerado
una sanción penal.
Una característica de la pena que merece alguna reflexión es la relacionada
con el sujeto que la aplica. Es el Estado, y no los particulares, quien tiene el
monopolio de la fuerza y del poder y quien en ejercicio de esas potestades
aplica las sanciones legales, entre ellas la sanción penal. Sin embargo, ésta no
es una característica necesaria de la pena. Concebida desde una óptica mate-
rial poco importa quién sea el sujeto que la ordene y la aplique. Es obvio que
sólo el Estado puede ordenar o facultar la aplicación de una pena lícita, pero
esto no quiere decir que, materialmente, no exista sanción penal sin que el Es-
tado se encuentre detrásª 8
Frente a la conducta de un particular que encierra a otro en un calabozo du-
rante cierto tiempo (como retribución por lo que ese otro le hizo y/o para evi-
tar que vuelva a repetir determinada acción) no se puede negar la existencia
de una pena sólo porque no fue impuesta por el Estado. Oue se trate de una
conducta ilegal no borra su carácter material, no niega el hecho cierto de que
se trata de una sanción idéntica a la que aplica el Estado con el nombre de
pena. Esta consideración debería tener consecuencias jurídicas; por ejemplo,
si el agresor inicial (el encerrado) luego es condenado por el delito que co-
metió contra el captor, el tiempo de cautiverio le debería ser descontado, ya
que fue cumplido como consecuencia de la misma conducta por la que fue-
go fue condenado en juicio. Negar esa consecuencia sería el colmo del for-
3. a. El principio de legalidad
La situación conflictiva que torna operativa una causal de justificación de la
naturaleza de la legítima defensa genera una paradoja desde la óptica del prin-
cipio de legalidad. La interpretación extensiva de la concurrencia de la causal
de justificación habilita la aplicación a su vez extensiva de una pena natural al
sujeto pasivo de la conducta típica. Por el contrario, si se recurre a la interpre-
tación restrictiva del tipo permisivo se deriva una inteligencia extensiva de los
presupuestos que conducen a la aplicación de una pena formal al sujeto acti-
vo de la conducta típica.
No en vano ello ha generado preocupación en la doctrina. En este sentido,
AvtELUNG Sostiene que “de conformidad con el artículo 103.11 de la Ley Fun-
damental, es inadmisible limitar por consideraciones político-criminales
principios reguladores subyacentes a una causa de justificación y, de ese mo-
do, extender el ámbito de lo punible 587
Dado que el análisis dogmático del derecho penal debe ocuparse en primer lu-
gar de los derechos y garantías del autor de la conducta objeto de análisis, es
éste quien debería verse beneficiado con la interpretación restrictiva (que se-
ría extensiva de la concurrencia de la justificante) a su favor. Esto es así por-
que el derecho penal no está enjuiciando la conducta de la víctima (del desti-
natario de la pena natural) sino la del autor (quien aplicó la pena natural).
Esto inclinaría la balanza a favor de quien actuó invocando la situación jus-
tificante y negaría la posibilidad de solucionar la contradicción (desde la óp-
tica de la vigencia del principio de legalidad) en el sentido limitativo de la con-
ducta defensiva. Sin embargo, esta afirmación preliminar merece un análisis
más detenido.
a) lii primer lugar, debe destacarse que la intepretación no extensiva de la
causal de justificación sólo corresponde en la medida de que no se viole nin-
guna garantía del imputado. No es admisible recurrir a la analogía ni privar
de derechos legalmente establecidos a quien se encuentra en situación de jus-
tificación. La interpretación no extensiva sólo procede cuando se debe resol-
ver un conflicto particular que la ley soluciona tan sólo de forma general; si
el conflicto estuviese claramente solucionado por la ley no sería necesario
acudir a ningún tipo de interpretación; sólo es necesario acudir a ella cuando
la ley otorga criterios genéricos para resolver el conflicto, o situaciones de
contradicción, pero sin determinar claramente la solución concreta.
Es interesante citar la opinión de JaKOBS i3l respecto cuando dice que “todo re-
conocimiento de una causa de justificación no escrita (. . .) amplía la punibili-
dad del sujeto que obstaculiza al autor justificado; toda limitación de una
causa de justificación tipificada legalmente crea punibilidad para los supues-
Tercera parte
mático. Ello condiciona el juicio posterior, ya que se llega a la antijuridicidad
no sólo con un indicio sobre ésta, sino luego de haberse verificado la afecta-
ción de un objeto en sí mismo valioso, lo que obliga a desvirtuar ese indicio y
neutralizar el disvalor, mediante el análisis de la concurrencia o no de un ti-
po permisivo.
En el juicio de tipicidad se trata de determinar la imputación de la lesión del
sustrato material del derecho subjetivo. La valiosidad del sustrato no afecta el
juicio de imputación en sentido favorable a la misma, ya que ello es una ie-
miniscencia primitiva que conduciría por ejemplo a favorecer el juicio de ade-
cuación en los delitos graves. En otras palabras, lo valioso del bien jurídico o
de su objeto, en nada afecta los principios generales de imputación (objetiva
o subjetiva) en el ámbito del tipo.
Pero no ocurre lo mismo en el nivel de la justificación. Determinada, a través
del juicio de imputación, la afectación de lo valioso (y, consecuentemente, la
disvaliosidad de la conducta), corresponde efectuar alguna restricción en la
interpretación de los criterios que juzgarán la valiosidad jurídica de esa ac-
ción. El disvalor previo determina esa restricción posterior.
cc) La justificación de una conducta es una excepción a la regla que la pro-
híbe.
El tipo penal establece una desvaloración general de las conductas que descri-
be porque las considera en principio disvaliosas, con independencia de la jus-
tificación de la que, en particular, puedan ser pasibles.
La tipificación de una conducta es una decisión política que se vincula con la
función motivadora de las normas y que, justamente, para optimizar el efec-
to motivador adquiere un carácter genérico de regla, que debe ser desvirtua-
da por una excepción. La concurrencia de ésta se juzga con la estrictez pro-
pia de todo juicio de valor excepcional.
dd) Parece claro que la autorización del uso de la violencia a los órganos del
sistema penal y a quienes en forma circunstancial se encuentren autorizados
a ejercerla, debe operar siempre de forma limitada. En el ámbito del juicio de
tipicidad ello obliga a efectuar una interpretación restrictiva de los tipos pe-
nales. Por el contrario, y aquí se presenta el problema, parecería que el crite-
rio limitativo impondría una solución contraria en el ámbito de la justifica-
ción: el establecimiento y la interpretación de los tipos permisivos (en el
universo de casos que nos ocupa) no debería llevarse a cabo de forma restric-
tiva de la punibilidad, sino de forma restrictiva de la autorización al ejercicio
de conductas violentas ique en ciertos casos pueden configurar la aplicación
de una pena natural).
Preliminarmente podríamos decir que esta consecuencia se deriva de la natu-
raleza misma de las excepciones. La tipicidad de una conducta es una excep-
ción al principio de no tipicidad emergente del art. 19 de la Constitución na-
cional. Asimismo, la justificación de la acción típica es una excepción a la
prohibición de esa conducta establecida por la norma antepuesta al tipo. Ade-
más, la autorización de 1‘a conducta defensiva configura una excepción a la re-
gla que establece el monopolio estatal de la fuerza y veda la justicia por ma-
no propia. En ambos casos estamos ante excepciones que merecen un
tratamiento diferencial y una interpretación no extensiva (de todos modos,
como luego se verá, en el caso de la justificación no corresponde llevar a ca-
bo una interpretación restrictiva tan absoluta como la que corresponde en el
ámbito del tipo, por imperio mismo de las garantías que establecen la necesi-
dad de restricción).
3. b. la cuestión de la culpabilidad
La habilitación de la defensa punitiva ¿requiere culpabilidad en el sujeto pa-
Esta cuestión fue analizada con exhaustivo rigor científico por Carlos Nico en
las dos obras ya citadas en las que, a diferencia de la mayoría de la doctrina,
no identifica el término “agresión ilegítima” con agresión antijurídica 92 exi-
giendo en ciertos casos culpabilidad del agresor.
La consideración de la conducta defensiva como una pena conduciría, a pri-
mera vista, a la adopción de una posición similar y a responder afirmativa-
mente la pregunta formulada. Sin embargo, y como se verá a continuación,
creo que en principio no se requiere culpabilidad del agresor para habilitar la
defensa.
a) El principio “no hay pena sin culpabilidad” se encuentra dirigido a los ór-
ganos del Estado. El Estado deja de actuar racionalmente cuanto castiga a
quien no ha tenido la posibilidad de motivarse en la norma. El Estado está
obligado a actuar racionalmente y así se lo impone la propia Constitución
cuando consagra el principio de culpabilidad penal.
Por el contrario, este principio no está dirigido a los particulares. Estos ceden
al Estado su derecho natural de protegerse a través de la coerción, pero lo re-
cuperan cuando, a partir de la imposibilidad del Estado de “llegar a tiempo”,
Tercera parte
regresan al estado de naturaleza preestatal. HílStll aquí es evidente la inculpa-
bilidad del obrar del agredido: su paso al estado de naturaleza, por propia
ineptitud del Estado, impide al propio Estado forrnularle un reproche. Sin em-
bargo, de lo que estamos hablando es del juicio de antijuridicidad: además de
no reprochable, ¿es jurídica la acción defensiva contra el agresor inculpable?
La facultad del particular de aplicar una pena no se vincula con la culpabili-
dad del agresor como ocurre con la potestad punitiva del Estado, sino con el
peligro que corre. El particular no aplica una pena natural en razón de la cul-
pabilidad, sino en razón de la necesidad. El Estado no se encuentra frente a
ninguna necesidad de castigar. El individuo agredido sí.
No debe entenderse por necesidad aquella que fundamenta la causal de justi-
ficación que lleva su nombre, sino la necesidad prejurídica de quien se en-
cuentra en estado de desprotección. No obstante, aun si se juzgase la situación
con las reglas del estado de necesidad justificante, se nos presenta una situa-
ción que inclina la balanza por la legitimidad de la conducta defensiva. Podría
ensayarse el siguiente razonamiento: la conducta del agresor genera una de-
gradación del valor de sus bienes jurídicos personales desde la óptica de la
protección penal que éstos merecen; esta es una consecuencia de los princi-
pios que subyacen en la victimodogmática, y que llevan en ocasiones a excluir
la tipicidad en supuestos en que la conducta de la víctima reconduce hacia sí
misma gran parte del juicio de imputación. De estos principios puede dedu-
cirse que los bienes del agresor decrecen en su valor como bienes jurídicos:
son menos valiosos a partir de la autopuesta en peligro. Ello configura un ar-
gumento favorable a considerar incursa dentro de los límites del estado de ne-
cesidad jcistificante, a la conducta defensiva que priva la vida del agresor in-
culpable para salvar la propia vida. Si bien en abstracto los bienes jurídicos en
juego pueden ser de igual jerarquía (por ejemplo, vida contra vida), resultan
desiguales desde la óptica de la protección jurídica que merece cada uno de
ellos: el derecho valora menos al bien de quien, aun inculpablemente pero an-
tijurídicamente, se coloca en posición de peligro. En este marco (el del estado
de necesidad) el Estado se resigna frente al mal menor (consistente en la apli-
cación de una pena natural al agresor inculpable) como debe resignarse fren-
te a la caída de un rayo. Después de todo, también se resigna a ello cuando
permite que bienes de terceros “inocentes” sean sacrificados por las reglas del
estado de necesidad justificante.
b) En general, la pregunta sobre la culpabilidad del agresor está mal plantea-
da, porque se la tormula entendiendo a la “culpabilidad” como reproche por
el injusto, ¡pero ocurre que la agresión ilegítima no tiene por qué ser un ilíci-
to penal! Como se verá seguidamente la agresión ilegítima no presupone si-
quiera una conducta típica, por lo que no necesita ser un injusto y, consecuen-
temente, no admite la posibilidad de efectuar el tradicional juicio de
culpabilidad.
En cambio, sí es posible efectuar un juicio de reproche respecto de la realiza-
ción de una agresión ilegítima. Será en este sentido “culpable” el que agrede
con conocimiento de que lo hacía sin derecho y de que como consecuencia de
su acción se hacía acreedor de una conducta defensiva.
Al análisis de la relevancia jurídica de la conducta agresiva no pueden trasla-
darse sin más las reglas que sirven para afirmar la culpabilidad respecto de
una conducta típica y antijurídica. Por ello la pregunta sobre la culpabilidad
del agresor es engañosa.
Es posible distinguir diversos grados de reproche, incluso, respecto de con-
593 Cuando el policía actÚa en deféflsa de otro puede hacerlo del mismo modo que ese
otro y por ello es como si éste estuviera actuando, por lo que el análisis no se modifica.
Tercera parte
d) Lo dicho respecto de la culpabilidad no significa que el derecho a la legíti-
ma defensa permanezca intacto frente a toda agresión inculpable. Cuando la
huida sea una forma segura de disipar el peligro deberá acudirse a ella en lu-
gar de llevar a cabo la conducta defensiva.
Sólo podemos reconocer el derecho a la legítima defensa frente al agresor in-
culpable en la medida estricta de la necesidad, ya que sólo en esas situaciones
son válidas las razones que analizamos previamente, y que permiten al agre-
dido ejercer violencia punitiva contra un sujeto inculpable. Sin estricta nece-
sidad, la conducta defensiva se torna irracional y requiere como presupuesto
(al igual que el Estado al imponer penas) la culpabilidad del agresor.
En síntesis, frente al agresor inculpable sólo se puede actuar en legítima de-
fensa si no es posible huir.
Wuizrc, Derecho penal alemán, c t ., p. 122, dice que “también es agresiÓn la realiza-
ciÓn de un delito dé comisiÓn por omisiÓn, por ejemplo, no llamar a un perro bravo” y que
“no se requiere una acciÓn de lesiÓfl final (dolosa)”.
596 Dice STRATESwrRTH (Derecho penal. Prirre genern/, t. I, cit., p. 144) que ”en ciertas si-
tuaciones se requiere eludir dentro de lo posible la agresiÓn, o bien recurrir a la ayuda de ter-
ceros, especialmente cuando la agresión proviene de incapaces de culpabilidad (niños, enfer-
mos mentales, etc.) o de personas que obran sobre la base de un error”.
597 CP argentino, art. 34.6.b; CP español, art. 20, inc. 4.
598 En contra, RuScCtN i, quien sostiene que ”la ’racionalidad’ cumple un rol de selecciÓn
de los medios con capacidad real de rechazar la agresi‹5n, y sdlo eso” (La juisti[icació n en el de-
recho penal. Afguiios prob/eitins actuales, cit., p. 49).
5. b. Toma de rehenes
El marco jurídico de los casos de toma de rehenes es, sin dudas, el de la legí-
tima defensa. Es una de las situaciones en las que con mayor claridad se pone
de manifiesto el sentido del contrato social. El cliente del Estado (rehén) se en-
cuentra frente a su mandante (la policía) y tiene el derecho de que éste actúe
pura y exclusivamente en su beneficio. Sin embargo, como se verá, los proce-
dimientos que usualmente se llevan a la práctica en estos casos se inspiran en
consideraciones colectivistas, ajenas al interés del cautivo y que constituyen no
sólo una violación del contrato social (que ponen al rehén en estado de natu-
raleza frente al Estado y hasta le otorgan derecho de defensa en su contra) si-
no una clara violación de las reglas que rigen la legítima defensa.
En un caso de rehenes es claro que el captor, sea cual fuere su condición per-
sonal (imputable o inimputable), se encuentra en todo momento expuesto a
una muerte legítima. Si los cautivos, los terceros o los agentes del Estado, ma-
tan o lesionan a los captores en cualquier momento previo a la cesación del
peligro habrán actuado en legítima defensa de los derechos de los prisione-
ros, ya que la vida de éstos está en peligro y prácticamente el único medio ra-
cionalmente necesario para hacerlo cesar es la inmediata neutralización del
captor. Sobre esto las reglas previamente analizadas no dejan duda alguna.
Es claro que la legitimidad de la muerte del agresor lo es tan sólo en función
del salvamento de la vida de los cautivos, y por ninguna otra razón, como ser
la de capturar a los autores del hecho o enviar un mensaje preventivo general
a la sociedad. Ninguna de estas finalidades justifican la causación de la muer-
te del captor ni mucho menos la de los propios rehenes.
Este último punto es de especial importancia porque, aunque parezca mentira,
no está nada claro para los encargados de actuar en este tipo de situaciones.
Cuando ocurre un caso de este tipo es común escuchar en boca de los agentes
por las reglas de la teoría estricta de la culpabilidad el error de los agentes del Estado y, con-
trariamente, aplicar por la vía de la inexigibilidad de otra conducta (entendida por grados que
permita aterrizar en la escala culposa), las reglas de la teoría limitada de la culpabilidad res-
pecto de los particulares (sobre ello, íriÇn XX. 6. b).
Aunque sí podrían hacerlo inculpablemente segiin el caso.
5. c. tiroteos
También se encuadra en el marco dogmático de la defensa necesaria el caso
de los intercambios de disparos de la policía con delincuentes. Este supuesto
puede involucrar diferentes situaciones pero en general tienen las mismas ca-
racterísticas.
El punto que merece ser destacado es el peligro que los tiroteos generan res-
pecto de personas ajenas a la situación de defensa. Hay que tener siempre
— presente el principio general, de que respecto de los terceros la justificación
sólo puede basarse en las reglas del estado de necesidad, ya que éstos no son
partícipes de la agresión ilegítima y, por ello, no pueden ser sujetos pasivos de
una conducta defensiva proveniente de una defensa necesaria.
Tercera parte
S. d. b. Colisión de intereses
LOS conflictos a los que me refiero presentan una colisión de derechos subje-
tivos. Podemos identificar diferentes casos: cortes de ruta, toma o intento de
toma de edificios públicos o privados, roturas de vehículos o inmuebles, agre-
sión a políticos o personas no queridas por los agresores, entre otros tan-
to 604
En todas estas situaciones existe la legítima pretensión de los “manifestantes”
de efectuar una expresión política, de transmitir un mensaje, de formular un
reclamo o una exigencia. Asimismo, está en juego el derecho de otras perso-
nas de transitar por una ruta, de disponer o usar un inmueble, de no sufrir
pérdidas materiales, de no ser afectados en su tranquilidad, libertad y reputa-
ción, etc. Se trata, claramente, de una colisión de intereses. El derecho cons-
titucional de expresión y manifestación política y otros tantos derechos cons-
titucionales como el de propiedad, circular libremente o vivir en paz.
A medida que la situación socioeconómica de un país se deteriora, los niveles
de pobreza aumentan y la brecha entre necesitados y pudientes se hace más
ancha, los límites a las formas de expresión se diluyen y flexibili zan. En un
país desarrollado no cabe duda que estas formas de protesta son ilegítimas
cualquiera sea la pretensión de quien la lleva a cabo. En países como la Ar-
gentina, existe cierta tolerancia social (fruto de la resignación) que lleva a ad-
mitir circunstancial y parcialmente algunos de esos actos, como una de las
tantas expresiones de protesta, como integrantes de las reglas de juego.
Pero esta tolerancia circunstancial no legitima estas conductas ni deslegitima
las conductas dirigidas a neutralizarlas.
Estas situaciones generan conflictos que por su propia naturaleza (se trata en
definitiva de un choque intersubjetivo horizontal en el que unos afectan a
otros y esos otros quieren defenderse de esa afectación) no pueden tener
siempre (y ni siquiera en un número razonable de casos) un final feliz.
Las fuerzas de seguridad participan de estos conflictos, pero a raíz de la falta
de definición de la línea de la juridicidad, las cosas no pueden terminar bien.
El mero hecho de que existan concepciones contrapuestas (no sólo a nivel so-
cial sino incluso en las esferas públicas) sobre el límite jurídico entre los de-
rechos y obligaciones de los partícipes de estos sucesos, hace que siempre se
pueda objetar incluso jurídicamente el resultado final. Además de la disvalio-
sidad de los resultados a los que se arriba, esto genera un desquicio jurídico
que desencadena nuevas situaciones de violencia, ya que los involucrados no
tienen una definición pública sobre lo que está dentro y lo que está fuera de
la ley. En estas condiciones la convivencia es imposible y los resultados fata-
les que muchos de estos sucesos generan son una muestra cabal de ello.
604 Todas estas formas de expresiÓn política ocurren a diario en países latinoamerica-
nos y en especial en la Argentina, donde las agresiones a políticos y a personas no queridas y
los cortes de vías de circulaciÓn se transformaron, a finales del - o 2001, en la forma de ex-
presión popular más usual, junto con las demás alternativas citadas. La tolerancia social a es-
tas formas de expresiÓn significa que grandes porciones de la población las aprueban y otras
tantas se resignan a ellas; me animaría a decir que la tolerancia se produce más bien cuando
aumenta el nÚmero de resignados.
5. d. c. Límites
En lo que a este libro interesa, debemos delinear los contornos de la actividad
estatal frente a estas situaciones.
La primer pregunta es si corresponde que las fuerzas del Estado pongan coto
a los cortes de ruta, toma de edificios, agresiones a personas y bienes, etc. Me
parece que la respuesta es afirmativa. Dado que el derecho de expresión polí-
tica no admite como única alternativa la realización de este tipo de actos, es
evidente que no sufre ningún menoscabo por el establecimiento de límites o la
veda lisa y llana de su realización. No hace falta agredir personas, destruir co-
sas, tomar propiedades ajenas o cortar rutas para emitir una expresión políti-
ca. El derecho constitucional de manifestarse y de ejercer la actividad política
no consiste en eso y existen diversas alternativas de expresión, tanto o más
efectivas, que constituyen el conducto adecuado para el ejercicio del derecho
constitucional. Por lo demás, el corte de una ruta, la destrucción de una cosa
ajena, la toma de un edificio y la agresión a una persona son conductas delic-
tivas en casi todos los códigos penales60
Ya vimos que en ciertos contextos sociales existe un grado de tolerancia pú-
blica que admite cierta flexibilidad. En ese marco no es antiintuitivo ni irra-
zonable admitir cortes momentáneos de vías de circulación y tomas también
momentáneas de edificios públicos, sujetos a una pronta cesación de la con-
ducta, que minimice la afectación de los derechos de quienes pretenden cir-
cular por el camino cortado o utilizar el edificio pfiblico ocupado.
Los límites trazados imponen un deber para las fuerzas de seguridad que es
el de hacer cesar la afectación de derechos. Y aquí aparece la siguiente pre-
gunta relevante: ¿cómo deben hacerlo?; ¿qué derechos pueden afectar?; ¿qué
males pueden causar?
5. d. d. la coerción admisible
Las reglas de la legítima defensa determinan el tipo y grado de coerción que
las fuerzas de seguridad pueden aplicar en estos sucesos.
En general, las situaciones conflictivas menos lesivas (cortes de rutas y tomas
de edificios) son situaciones parecidas a un desalojo. La tarea policial es ha-
cer que quienes se encuentran en determinado espacio lo abandonen para
reestablecer el derecho de otros sobre ese lugar.
El uso de la coerción debe ser racional comenzando desde lo mínimo posible
y aumentando luego dosificadamente. Primero debe existir un aviso, un pedi-
do, y sólo ante la continuidad de la situación procede el uso de actos coerciti-
vos directos que siempre deben contener el grado de violencia mínima que el
objetivo demanda.
La necesidad de utilizar una coerción mayor puede provenir de una modifi-
cación del esquema inicial. Si lo que comienza como una situación de “desa-
lojo” se transforma en una situación de defensa de la integridad física de los
60 Por ejemplo, arts. 194, 183, 18 l y 89 y concordantes del CÓdigo Penal argentino.
Tercera parte
agentes públicos, evidentemente nos encontramos ante un evento diferente,
que admite la utilización de una violencia mayor que la que inicialmente era
admisible.
Nuevamente las reglas de la legítima defensa limitan el accionar: sólo se pue-
de utilizar la violencia racionalmente necesaria para continuar con la tarea ini-
cial (desocupar el lugar) preservando la integridad física de los encargados de
la tarea. No existe ninguna razón jurídica para que por la elevación del grado
de violencia se deba desistir del objetivo inicial, porque éste era legítimo (no
hay provocación suficiente) y el ejercicio de violencia por parte de quien se re-
siste rio está justificado.
6. Algunas conclusiones
La consideración de ciertos comportamientos defensivos como una pena na-
tural no funciona como un criterio para justificar la impunidad.
Es tan sólo un juicio descriptivo que permite extraer consecuencias positivas
o, en todo caso, otorgar una explicación diferente a esas consecuencias.
La introducción de criterios de proporcionalidad y razonabilidad respecto de
la habilitación de cualquier conducta xnolenta, sea ésta privada o estatal, es
una aspiración legítima de la dogmática ¡›enal y resulta compatible con nues-
tro ordenamiento positivo y sus principios subyacentes. Sobre todo cuando se
trata de limitar la habilitación de la violencia valorativamente innecesaria )'
meramente funcional de los agentes del sistema penal y la violencia capricho-
sa e irracional cte los particulares.
Habría que considerar, también, la posibilidad dc i¡ue a partir de la conside-
ración de la legítima defensa como una pena, se descuente del monto de és-
ta la parte ya soldada por el agresor que fue víctima de una conducta defen-
siva 606
626 Como dije previamente, cuando hago referencia al término política criminal no
me refiero a los criterios penales que surgen de todo un sistema jurídico, sino a las pautas
emergentes de la legislación penal contingente; en suma, las garantías constitucionales no
son, a mi juicio, fuente de la política criminal sino, antes bien, su contrapeso.
Tercera parte
Si, como se analizó oportunamente, la consideración de la culpabili-
dad como principio constitucional surge a partir de su contenido (porque
se considera que según la Constitución la pena debe estar supeditada a la
posibilidad de emitir un juicio de reproche por la falta de motivación en
la norma de quien tuvo la posibilidad de obrar de otro modo), esa premi—
sa condiciona la configuración ulterior del concepto e impide una modi-
ficación como la propiciada por las nuevas corrientes doctrinarias.
Si se quiere cambiar el contenido de la culpabilidad, quien pretenda
hacerlo deberá explicar por qué lo que antes tenía base en la Constitución
ahora no lo tiene, y por qué tiene rango constitucional el nuevo conteni-
do asignado al concepto. La conservación del nombre nada dice sobre la
conservación del principio.
4. El libre albedrío
Como vimos, la crftica más importante que se hace la culpabilidad
como reproche, sostiene que ésta se sustenta en la noción de libre albe-
drío, que es un hecho indemostrable. Se dice que no se puede saber si las
personas son libres para actuar de otro modo, para decidir entre cumplir
o no cumplir con el mandato normativo.
En definitiva, la decisión libre (y por ende reprochable) de cometer el
ilícito es lo que fundamenta la culpabilidad y la imposición de una san—
ción penal, pero esa libertad de decisión no se puede probar, ya que es po-
sible que todos los seres humanos estemos condicionados para actuar de
uno u otro modo y que la decisión de cometer el delito esté determinada
en todos o en la mayoría de los casos. Si ello fuera así, no se podría for-
mular reproche alguno. Se dice, entonces, que el libre albedrío y la culpa-
bilidad son una ficción indemostrable, y que por esa razón la imposición
de penas a partir de un hecho no demostrado vulnera el principio ía de-
bio pro reo.
A ello se responde, con razón, que en todo caso la culpabilidad sería
una “ficciÓn en beneficio del autor”, ya que su efecto concreto es introdu-
cir determinadas causales de inculpabilidad que son situaciones en las
que es perfectamente demostrable la falta de libertad. Si se parte de la ba-
se de que nadie es libre de decidir, no existen razones para no aplicar pe-
nas en las situaciones de extrema disminución de la libertad de decisión
(minoridad, imposibilidad de comprender la antijuridicidad, inexigibili-
dad de otra conducta) que eliminan el delito en el estrato de la culpabili-
dad. Si nadie es libre y la libertad no es fundamento de la sanción penal,
podrían aplicarse penas a pesar de la ausencia de libertad, lo que llevaría
a un resultado final más desventajoso para el destinatario de las garantías.
Evitar ese resultado es una buena razón para mantener el criterio del li-
bre albedrío.
Por lo tanto, me parece claro que la crítica sustentada en la invocación
del (nvor reí desconoce la regla de que ninguna garantía puede ser utilizada
como argumento en contra de su beneficiario. Si la consecuencia del plan-
627 woas, Sociedad, norma y persona en una te tía de fin derecho penal [nacional, cit.,
Tercera parte
en objeto algo que por principio no es susceptible de objetivación, esto es,
la subjetividad del sujeto. Aquel acto por el cual el hombre se eleva del mun-
do de los objetos de la experiencia para convertirse en sujeto autorrespon-
sable, escapa a toda posibilidad de objetivación. Es lo no—objetivo por anto-
nomasia, lo que nunca puede ser objetivado sin que sea destruido en su
mismidad. El juicio de que un hombre determinado en una situación deter-
minada es culpable, no es, por eso, un acto teorético, sino existencial, y por
cierto, ’comunicativo’. Es el reconocimiento del otro como tú, como igual,
como susceptible de determinación plena de sentido y por esto, al mismo
tiempo, tan sujeto responsable como yo mismo. Por ello, este juicio es más
fácil formular desde el aspecto negativo que del positivo: se excluye a todos
aquellos hombres que aún no son o bien no son más capaces de la misma
autodeterminación, éstos son los que por su juventud (y sordomudez), o por
su anormalidad mental no son capaces de culpabilidad”.
Me parece evidente que no son los críticos del libre albedrío quienes
deben demostrarlo, sino sus detractores quienes deben probar el determi-
nismo, porque éste es más peligroso para la vigencia de la libertad. Con-
siderar que una culpabilidad basada en consideraciones preventivas pue-
de funcionar como garantía es un contrasentido, ya que las garantías son
contrapesos al poder que deben limitar, y no su argumento legitimante.
La dependencia de la culpabilidad de consideraciones tales como
cuántas cu‹z/ídndes perturbadoras del autor han de ser aceptadas por el Es-
tado y por la socíed‹zd 6L9 pierde de vista la esencia del análisis sobre la cul-
pabilidad que radica, precisamente, en la ponderación del autor de modo
que se puedan hacer valer argumentos no criminalizantes frente a la pre-
tensión punitiva estatal. En el análisis de la culpabilidad el juez debe te-
ner la facultad de decirle a la sociedad y al Estado que no se aplicará una
pena incluso cuando existen sobradas razones y necesidades preventivas
para ello. En la culpabilidad cuenta el autor, no la sociedad.
Como dice HIRSCH, “en la culpabilidad se mira al pasado y en la pre-
vención al futuro”ª . Ahora bien, como el hecho del autor está en el pa-
sado es allí donde debe buscarse el fundamento del juicio del tercer estra—
to sistemático y nunca en el futuro, porque nada que no haya pasado
concierne al autor. La responsabilidad es por lo que se hizo y no por lo que
va a suceder. El pasado concierne al sujeto, mientras que el futuro del sis-
tema es un problema de la sociedad del que el sujeto (selectivamente cri-
minalizado) no debe ser responsable.
63 l ta pregunta sirve de base de todas las causales de inculpabilidad, incluso del es-
tado de necesidad disculpante, razón por la cual fin sería válida la objeción de que la teoría
normativa no permite explicarlo satisfactoriamente.
632 En el CP argentino ello está regulado en el art. 34, inc. li en el CP español en los
arts. 19 y 30, incs. l a 3.
"’Ley 22. 278.
634 Los distintos códigos establecen diferentes fÓrmulas para otorgar relevancia a la
afecciÓn mental como excluyente de la culpabilidad. La relevancia eximente de estas situacio-
nes se deriva del principio constitucional de culpabilidad porque éstas presuponen la imposi-
bilidad de actuar libremente, conforme a derecho, de un modo diferente al prohibido por la
norma. El Código Penal argentino (34. 1) se refiere a la insuficiencia de las facultades menta-
les y a sus alteraciones morbosas, y existen diferentes criterios (psiquiátricos y jurídicos) pa-
ra establecer la normalidad mental que habilita un juicio de reproche de culpabilidad. Creo
que el examen sobre la “anormalidad” no debe ser estrictamente médico, sino esencialmente
jurídico, teniendo en cuenta los parámetros constitucionales para llevar cabo el juicio de re-
proche que, como vimos, debe ser un juicio de pares.
6-35 El art. 34, inc. l , CP argentino, se refiere conjuntamente a los dos tipos de incons-
ciencia mediante la fórmula “por su estado de iflConsciencía .
Tercera parte
La similitud entre penas y medidas de Seguridad es innegable si se las
valora conforme los criterios expuestos previamente (IV. 3). Las medidas
tienen un sentido y contenido punitivo determinante de su naturaleza; en
cuanto a su sentido: se aplican como consecuencia de un hecho ilícito
(principio de retribución), son consideradas un modo de tutela de bienes
jurídicos (principio de prevención) y se supeditan a la cesación del peligro
generado por el autor (principio de resocialización); en cuanto a su con-
tenido: constituyen una privación severa de derechos, que en general anu-
lan o coartan significativamente la libertad ambulatoria y no son compen-
sadas por el Estado.
Sustancialmente, no existe diferencia alguna entre este tipo de coer-
ción y la que formalmente se denomina penaªªª. Esa realidad es suficien-
te para habilitar el control de constitucionalidad dirigido a preservar las
garantfas básicas del derecho penal. El principio de culpabilidad no cede
ante las formas; llega hasta los contenidos e impone su vigencia allf don-
de la coacción punitiva se manifiesta.
El respeto de este principio sólo puede obtenerse por alguno de estos
caminos: o se califica de inconstitucional la imposición de medidas de se-
guridad a los inimputables, o se exige un grado o tipo de reproche especí-
fico para la aplicación de las medidas, sin el cual éstas no pueden ser im-
puestas. Ambas soluciones pueden coexistir. Sería sana una reforma
legislativa que borre la línea férrea que separa por edades a imputables de
inimputables y que establezca grados de culpabilidad (para todos los su-
puestos que hoy afectan la capacidad de culpabilidad) que habiliten dife-
rentes reacciones punitivas y que impidan toda reacción de ese carácter
cuando la inimputabilidad es absoluta. De este modo, toda reacción puni-
tiva estaría precedida de culpabilidad, y con ello no me refiero al juicio de
reproche que acostumbramos denominar culpabilidad, sino a ésta enten-
dida como el reproche correspondiente a la reacción de que se trate.
Ya vimos como se llevaba a cabo este juicio en materia de legítima de-
tensa, donde el reproche del autor de la agresión (sujeto pasivo de la con-
ducta defensiva) debfa analizarse en función de la ejecución de una agre-
sión ilegítima. Es ésta la que debe poder reprocharse y no la comisión de
un ilfcito penal. Lo mismo ocurre en los casos de inimputabilidad: respec-
to de quienes se encuentran en diferentes estados de incapacidad de cul-
pabilidad, sólo puede aplicarse una medida de carácter punitivo eri tanto
exista un reproche jurídico que fundamente ese tipo de reacción. Si ese re-
proche no existe, la medida sólo podrfa aplicarse en el marco de un aná-
lisis de necesidad y disminuyendo a su mfnima expresión su carácter pu-
nitivo. Ello requeriría, además, una compensación como la propuesta
supra IX. 4.
Tercera parte
Creo que lo determinante para definir esta cuestión es la imposibili-
dad de afirmar desde un ángulo valorativo (HO St2 trata de una cuestión
causal probatoria sino de un problema de atribuciÓn) una vinculación ob-
jetiva entre el acto libre de Comenzar a coloCílrSe en estado de inimputa-
bilidad y el acto no libre de llevar a cabo el injusto penal. Si la libertad (o
la no ausencia de libertad) que fundamenta el juicio de culpabilidad es
considerada un elemento esencial del delito, es por la relaciÓn existente
entre ella y el injusto. El ilícito que se origina en un acto libre es un ilíci-
to responsable por contraposiciÓn al que se cometió en ausencia de liber-
tad. El Estado confía en la libertad de los ciudadanos (principio de con-
fianza) y por ello los castiga cuando, en ejercicio de la libertad, demandan
las expectativas.
La consideración de que el injusto no libre puede haber sido determi-
nado por una decisión libre anterior importa negarle incidencia a la liber-
tad sobre el ilícito, ya que existe un tramo del suceso no decidido con li-
bertad. Es contradictorio sostener que no existe libertad en el momento
de la inimputabilidad y decir, a la vez, que ese momento se puede vincu-
lar con un acto libre anterior, ya que esa vinculación sólo puede partir de
otro acto también libre, que en el supuesto no existe. Si se afirma la rele-
vancia, como fundamento de un reproche penal, de una decisión no libre
que vincula una decisión libre anterior con el injusto, se está negando im-
plícitamente la importancia de la libertad como fundamento del reproche
de culpabilidad.
Desde una óptica funcionalista o desde una tesitura escéptica de la li-
bertad podría descalifícarse el razonamiento precedente. Al funcionalis-
mo no le acarrea problema alguno la lesión al principio de culpabilidad
penal entendido como reproche, por lo que el salto lógico señalado no ten-
dría importancia alguna. Para los escépticos de la libertad tampoco hay
problema, ya que en definitiva en todos los casos se tratará de la existen-
cia de fuerzas deterministas que subyacen a la decisiÓn de llevar a cabo el
injusto. Pero el reconocimiento moral del ser humano como un ser libre
de autodeterminación debe ser consecuente con sus postulados y no pue-
de renunciar a ellos ni siquiera como excepción.
tecer real. Aquello que, de acuerdo a la propia opinión del autor, queda fuera de su posibili-
dad de influencia, lo podrá por cierto esperar o desear, como encadenamiento causal con su
acción, pero no querer realizar. De acuerdo a un ejemplo utilizado free efltéllléllte, el que en-
vía a otro al bosque cuando se acerca una tempestad, con la esperanza de que será ul timado
por un rayo, no tiene voluntad homicida. Por la misma razón, existe sólo tentativa de homi-
cidio si el autor dispara sobre alguien con dolo homicida, pero éste encueflttit la flllléfté SÓIO
a consecuencia de una concntenación no usual (casual) de acontecimientos. ..”. EVidélltemen-
te, para resolver el problema de la AILC, el finalismo clásico debetá determinar si el resulta-
do producido en estado de inimputabilidad es producto de una con6ilfenncidn czisiinf o si es
la concreción de la planificación dolosa del autor en el estado previo de irnputabilidad.
641 La limitación que establece el art. 34, inc. l , CP argentino (que en apariencia exclu—
ye la relevancia de los errores de deréCho), US COfltraria al principio constitucional de culpabi-
lidad. De todos modos, diversas interpretaciones han pretendido extraer la relevancia del error
de derecho de la citada norma: se dice que en II frasé “error o ignorancia de hecho” la “o” es
una disyunciÓn que separa dos situaciones diferentes; por un lado, el error (que podría ser tan-
to de hecho como de derecho), y por otro lado, la ignorancia que sólo puede ser de hecho.
Ó42 por ejemplo, el autor desconoce que la falta de depósito de las retenciones jubilato-
rias constituye un delito penado por la Ley Penal Tributaria (Argentina: art. 9, ley 24.769).
643 jor ejemplo, el autor cree que el derecho de retenciÓn del art. 3. 939 del CÓdigo Ci-
vil argentino lo habilita a retener una cosa diferente a la que motiva la deuda.
644 r ejemplo, el sujeto cree ser vfctima de un ataque contra su vida y como conse-
cuencia de ello mata al supuesto agresor, pero en realidad no era víctima de ningÚn ataque si-
no de una broma.
645 En este sentido, ZAFFwoNi, AFAGui y SrOKAit, Derecho penal. Parte general, cit. , ps.
692-709; SiRATEtlWERTH, Derecho penal. Parte geriernf, t. I, cit., p. 184.
646 RoxiN, Derecho penal. Pnrfe geiiernl, i. I, cit., ps. 583-584, sostiene que “sólo es co-
rrecta la teoría restringida de la cu1pabilid:id, y la idea pollticocriminal en el fondo sencilla
que la sostiene no debería perderse mediante complicadas construcciones. Ouien supone cir-
cunstancias cuya concurrencia justificaría el hecho actúa en razón de una finalidad que es
completamente compatible con las normas del Derecho. Lo que pretende es jurídicamente in-
tachable rio sólo según su opinión subjetiva —no decísiva—, sino también según el juicio obje-
tivo del legislador. Si a tal sujeto se le reprocha un delito doloso o incluso —-como hace la teo-
ría estricta de la culpabilidad— se le someté 61 ITlái'co penal establecido para delincuentes
dolosos, se borra la diferencia básica entre dolo e imprudencia. Actúa dolosamente quien se
decide por una conducta que está prohibida por el ordenamiento jurfdico (aun cuando no co-
nozca esa prohibiciÓn). A quien sin embargo se guía por representaciones que también en un
enjuiciamiento objetivo se dirigen a algo jurídicamente permitido, y produce un resultado in-
deseado por falta de atención y cuidado, le es aplicable el reproche de la imprudencia”.
647 wo i, w Gix Y SLOxAlt (Derecho perinl. Princ geriernl , cit., p. 700) criticar esta so-
IuciÓn: ”Estas razones político-criminales no son claras, especialmente porque quienes pueden
beneficiarse con esas penas del delito culposo son, por regla general, los agentes del propio
Estado”. Sin perjuicio de ello reconocen que si el mlnimo legal es desproporcionado en relaciÓn
al grado de culpabilidad la pena debe ser disminuida por debajo dé ISO fTlíflittto (J1. 698).
6. c. Exigibilidad
En la noción de exigibilidad prácticamente se resume la idea de cul-
pabilidad. Poder reprochar es poder exigir un comportamiento acorde
con el mandato normativo.
Como categoría específica dentro del estrato de la culpabilidad englo-
ba un conjunto de eximentes que se sustentan en situaciones en las que el
sujeto se ve compelido a cometer la conducta típica y antijurídica, como
consecuencia de un condicionamiento externo grave que constituye la
amenaza de un mal grave e inminente. Esa amenaza puede provenir de la
conducta de un tercero (coacción) o de hechos o circunstancias (estado de
necesidad coactivo) que colocan al sujeto ante la alternativa de sufrir un
ó48 BAcicwu o, Enrique, fzi evitabilidad o vencibilidad del error de prohibición, en MAIER
y BINnER, El derecho penal hoy. H • וie al Pro[. David Baigorri, eii., ps. l 33-153. En ese tra-
bajo analiza exhaustivamente los diferentes criterios de delimitación.
649 Art. 34.5, CP argentino: “El que obrare SU ViftUd de obediencia debida”.
650 ZAFFARONI, ALzGiA y SiOK\R, Derecho penal. Parte geiierztl, cit . , ps. 620-627.
‘ ' /dem, p. 625.
652 Que dispone: “Están exentos de responsabilidad criminal, sin perjuicio de la civil,
por los hurtos, defraudaciones o daños que recíprocamente se causaren: l) Los cónyuges, as-
cendientes, descendientes y afjnes en línea recta; 2) El consorte viudo, respeto dé US cosas de
la pertenencia de su difunto cÓnyuge, mientras no hayan pasado a poder de otro; 3) Los her-
manos y cuñados, si viviesen juntos. La excepción establecida en el párrafo anteliot, HO US
aplicable a los extraños que participen del delito”.
653 Eho sólo es posible quitando tales elementos del tipo objetivo, porque de lo contra-
rio estarían abarcados por el dolo.
654 Lo que ocurriría si se las considera causales de justificación, conforme la teorfa de
la accesoriedad limitada.
" ’ Lo que se supone incompatible COi1 la concurrencia de una causal de justificación.
656 LOS élTores sobre tales causales pueden ser de dos tipos: a) error sobre el presupues-
to de hecho de la eximente: por ejemplo, respecto de la causal del art. 185, inc. 1, CP argenti-
no, el caso de quien creyéndose hijo, pero sin serlo, hurta cosas de su padre; o b) error sobre
la propia existencia de la excusa: por ejemplo, el hermano no conviviente que hurta cosas de
su hermano creyendo que la causal del art. i es, i»«. 3, CP argentino, lo alcanza por el sólo he-
cho de ser hermano.
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