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Teoría constitucional del delito

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Diseño de tapa: Diego GniiNBauu Silvestroni, Mariano H.


Teoría constitucional del delito.
Maqueta de interior: Adriana Ont» uoo
1². ed. — 9uenos Aires : Editores Del Puerto, 2004.
Impreso en febrero del 2004 en 376 p. ; 22x15 cm.
LATINGRÁFICA SRr. Rocamora 4161.
ISBN 987-91 20-57-4
ISBN 987-9120-57-4
1. Derecho Penal 1. Título
Hecho ei depósito de ley 11.723 CDD 345

Impreso en Argentina Fecha dé catalogación: 05-02-04


Teoría constitucional del delito

Mariano H. Silvestroni
A mi mui•r; Alicia,
y a nuestros hijos, Nicolás Valentina.
Índice

Prólogo, por Julio E.S. Virgolini

Introducción

Primera parte
Puntos de partida
I. Justificaciones ético-políticas 5

II. Justificación moral del Estado

Addenda 1. Un Estado irás qae mínfmo 20

III. Justificación moral de la pena 25


1. Las teorías tradicionales 26
1. a. Teoría de la retribución 26
1. b. Teorfa de la prevención especial 29
1. c. Teoría de la prevención general 35
1. d. Teorías de la uniÓn 39
2. El principio de “asunción de la pena” de Carlos Santiago Nino 40
3. El doble fin preventivo de Luigi Ferrajoli 40
4. Perspectivas abolicionistas. Su crítica 42
4. a. Introducción 42
4. b. El abolicionismo “leninista” 43
4. c. El abolicionismo de Louk Hulsman 45
4. d. Crítica al abolicionismo penal 46
5. La teoría negativa de la pena de Eugenio Raúl Zaffaroni 52
(el neoabolicionismo garantista) 52
6. La posición crítica de Fiedrich Nietzsche 54
7. Mi posición: la teoría víctimojustificante de la pena 57
7. a. El planteo 57
7. b. Objeciones idealistas 61
7. c. ¿Retribución o prevención? 62
7. d. La función limitadora de la teoría víctimojustificante 64
7. e. Algo más sobre la prevención 66

IV. La coerción punitiva 69


1. IntroducciÓn 69
2. Protección y reacción 70
3. ¿Oué es la pena? 73
4. Las medidas de seguridad 76
5. La coacción directa 78

V. El derecho penal ultramínimo 83


1. Introducción 83
2. Derecho penal mayor y menor 85
3. Inconstitucionalidad del régimen contravencional
en la Argentina 87

VI. las disciplinas penales 89


1. Introducción 89
2. El derecho penal 90
3. Teoría del delito y método dogmático 91
4. Teoría del delito y política criminal 95
5. El derecho procesal penal 97
6. La criminología 98

VII. Las garantías individuales 101


1. El garantismo: entre el principio y la utilidad 101
2. El debido proceso sustantivo .. . . . . . . ..... . . . ... . . .... . .. 106

VIII. Juicio por jurados 109


1. Derecho sustantivo y método de juzgamiento . . . . . . . . . . . . . . . 109
2. lurado y teorfa del delito 110
3. Conexiones . 113
4. El jurado y la duda . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 114
4. a. El principio ía debio pro reo 115
4. b. La duda objetiva 116
4. c. El control de la duda en el juicio por jurados 117

Segunda parte
Presupuestos constitucionales
IX. Principio de la acción ¡ ¡
1. El derecho penal de acto i2i
2. Consagración constitucional i22
2. D. Fórmulas que imponen una interpretación a contrario 123
2. b. Fórmulas que se refieren literalmente al delito como acción 127
3. Principio de tipicidad . , , , . . . . . . 128
3. a. El principio
3. b. Algunas figuras problemáticas

Adde do 2. EI "detector de delincuentes”. ........................................ 134

X. Principio de legalidad 139


1. Concepto y sentido constitucional ............................................................ 139
2. Ley penal en blanco .................................................................................. 141
3. Tipos abiertos ............................................................................................. 142
4. Interpretación analógica y extensiva........................................................ 143

XI. Principio de lesividad ........................................................................ 145


1. Libertad y afectación de terceros (el bien jurídico) ............................... 145
2. Los límites difusos y su acotación ........................................................... 151
2. a. La moral pública ............................................................................... 151
2. b. El orden .............................................................................................. 154
3. Tolerancia e intolerancia ........................................................................... 155
3. a. ¿Un círculo vicioso? ............................................................................155
3. b. Pulsiones “fachistas”. .................................................................... 163
3. c. Algo más sobre tolerancia y discriminación......................................164

XII. Principio de culpabilidad ............................................................... 167


1. Introducción ...........................................................................................167
2. Concepto, contenido y fuente del principio de culpabilidad ................ 168
3. Incidencia del principio de culpabilidad en la teoría del delito . . 173

XIII. Principio de reducción racional .......................................................... 175


1. Enfoque ............................................................................................................................... 175
2. Principio de necesidad (u/tímzi r‹itío) 175
3. Principio de razonabilidad......................................................................................... 177

XIV. Principio de intrascendencia de la pena ......................................179

Tercera parte
Teoría del delito
XV. Lineamientos generales 183

XVI. La acción .............................................................................................................. 191


1. ¿Concepto jurídico o prejurídico? .......................................................................... 191
2. El concepto de acción y su ausencia .................................................................... 193
3. Acción y omisión ............................................................................................................198
XVII. Tipicidad 205
1. Nociones básicas............................................................................................................. 205
2. Criterios sustanciales de subsunción . . . 208
2. a. La lesividad como presupuesto de la tipicidad ..................................... 209
2. b. Ámbito de prohibición de la norma 210
3. El tipo objetivo 212
3. a. Elementos del tipo objetivo 212
3. b. Atribución objetiva del resultado 213
4. El tipo subjetivo 218
4. a. El dolo 219
4. b. Especiales elementos subjetivos del tipo 228
4. c. La culpa 228
5. El tipo culposo 229
5. a. Generalidades 229
5. b. Elementos típicos 230
5. c. Clases de culpq 231
6. La imputaciÓn subjetiva . . . . . . 232
7. Tipos omisivos 233
7. a. Omisión propia e impropia 233
7. b. Elementos del tipo objetivo ............................................................................237
7. c. El dolo en la omisión 238
7. d. La omisión culposa ............................................................................................ 238
7. e. Tentativa omisiva ................................................................................................. 240
7. f. Autoría y participación omisivas ................................................................. 241
8. Cursos causales hipotéticos en los tipos culposos y omisivos . . . 243

XVIII. Particularidades de la tipicidad . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 249


1. Disvalor de acción y disvalor de resultado . . . . . . . . . . . . . . . . . . 249
1. a. Introducción. El planteo subjetivista . . . . . . . . . . . . . . . . . . 249
1. b. Mi posición. La relevancia del resultado . . . . . . . . . . . . . . . 250
2. Tentativa . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 255
2. a. Concepto y fundamento constitucional . . . . . . . . . . . . . . . . 255
2. b. Comienzo de la tentativa 258
2. c. Progreso de la tentativa y desistimiento voluntario 263
2. d. Tentativa inidónea ............... 265
2. e. El delito provocado . . . . . . . . . . . . . . . 270
3. Concurso de delitos ............. 273
4. Autoría y participación criminal .................... 275
4. a. Autoría ............. 275
4. b. Participación .............. 279
4. c. La accesoriedad d io
4. d. La tipicidad subjetiva del partícipe g3
XIX. Antijuridicidad ................................................................................................... 285
1. Introducción ...................................................................................................................... 285
2. El consentimiento del titular del bien jurfdico ............................................... 289
3. Ejercicio de un derecho y cumplimiento de un deber ................................ 292
4. Estado de necesidad...................................................................................................... 293
5. Legítima defensa ............................................................................................................. 296

Adherida 3. lena y legítima defensa.................................................................... 299

XX. Culpabilidad ......................................................................................................... 325


1. Introducción. Evolución inicial del concepto de culpabilidad . . . 325
2. Irrupción de la prevención (la teoría de Claus Roxin) ............................... 327
3. La muerte de la culpabilidad (la teoría funcionalista 328
de Günter Jakobs) 328
4. El libre albedrío 331
5. Mi posición: la culpabilidad como juicio antisistema 333
6. ConfiguraciÓn sistemática de la culpabilidad .................................................. 335
6. a. Capacidad de ser culpable (imputabilidad) 335
6. b. Comprensión virtual de la antijuridicidad. El error
de prohibición .................................................................................................................. 340
6. c. Exigibilidad ...................................................................................................... 344
6. d. ¿Negación y atenuación del reproche por problemas
del autor? ........................................................................................................................... 347

XXI. Punibilidad ....................................................................................... 351

XXII. Individualización de la pena . . . . . . . . . . . . . . . . . . . ,............. 353

Bibliografía ................................................................................................ 357


Julio E.S. Virgolini

Con muy pocas palabras quiero presentar el libro de Mariano SiLvEs-


TRONI, Teoría constitucional del delito. lo hace falta decir mucho para se-
ñalar que se trata de una obra llamada a despertar fuertes polémicas y
profundas reflexiones. Porque, y ésta es su primera característica, repre-
senta un pensamiento original y nada convencional en el campo del dere-
cho penal, generalmente trillado por los lugares comunes que recorre in-
sistentemente la literatura habitual sobre la materia. Dicho en otras
palabras, el autor no copió ni siguió las sendas habituales, sino que pen-
sÓ y eso es decir mucho.
Por lo general, los discursos dominantes sobre el campo del derecho
penal o, más bien, sobre las prácticas estatales de castigo, se suelen ago-
tar en consideraciones inmediatamente fenomenológicas, tanto desde las
perspectivas de la llamada criminologfa que los aborda desde una meto-
dología pretendidamente científica, aunque lo haga desde el ángulo igual-
mente reduccionista de lo sociológico, como desde las visiones dogmáti-
cas que se desgranan en la construcción de un sistema de interpretaciones
normativas con base explícita en los dispositivos legales existentes, pero
con sentidos y orientaciones fundadas en puntos de partida axiológicos
propios del intérprete, muchas veces implfcitos, desatendidos o negados.
Tanto unas como otras parten de las realidades visibles y previas: la
existencia de un Estado que pretende el monopolio de la fuerza física, ex—
presado en agencias y en prácticas institucionales dotadas cada una de su
estructura normativa y de su propio discurso. Esos puntos de partida de-
ben por fuerza admitir el condicionamiento que le imponen sus propios
discursos de justificación: el de la justificación de la pena, el de los propó-
sitos de la cárcel, el de la función del derecho penal, etcétera.
Pero también es posible, como sugiere SILVESTRONi, evitar esos condi-
cionamientos y partir de la nada, y ello supone comenzar a buscar las ba-
ses de esas prácticas y de esos derechos represivos, partir de ciertos prin-
cipios básicos de valor axiológico, que ubica en el valor supremo de la
libertad y la autonomía personales, y en la prelaciÓn de los individuos
frente a un Estado, creado para beneficio y utilidad de los ciudadanos.
Rescata con provecho la metáfora contractualista ——que en general y de
manera metodológicamente injusta ha sido criticada por su escasa proba-
bilidad histórica— y la ubica como el fundamento conceptual de la cons-
trucción de un orden social enderezado a la protección de los derechos de
los individuos. El historicismo, que considera a las sociedades y el Estado
como el producto espontáneo de la larga marcha de la historia en sus tra-
diciones y en su devenir cultural, no excluye la posibilidad de concebirlas
de una manera distinta, también como producto voluntario de la activi-
dad y de la decisión de los hombres, y atadas a las finalidades de su crea-
ción. Ello supone concebir la asociación de los hombres como una racio-
nalidad, en el sentido de una trama de relaciones querida y construida, y
permite mirar, desde afuera, desde el prisma de una justificación o una
crftica ético-política, lo que la historia concreta ha configurado en la rea-
lidad, bueno o malo, aceptable o intolerable, y excluir que todo ello sea
tan sólo el producto espontáneo y natural de las fuerzas de la historia.
La brecha que separa ambas visiones toma la forma de la falacia na-
turalista, a la que con frecuencia se refiere crfticamente nuestro autor, y
sobre la base de ella, los puntos habituales de partida en el análisis de la
materia penal toman el tren en las estaciones subsiguientes, y se ven for-
zados a aceptar como bueno, aceptable o debido, lo que no suele ser sino
el despliegue contingente de las desiguales y violentas relaciones de poder.
Y con ello la pena, el derecho penal, sus funciones generales, sus institu-
ciones dogmáticas, sus instrumentos como la cárcel, cobran naturalida-
des y justificaciones inexistentes, se convierten en el producto espontáneo
e inevitable —salvo en algunos contornos técnicos accidentales— del curso
de la historia.
En cambio, el libro de SILVESTRONI SE desarrolla a partir de una pers-
pectiva y de un universo generalmente desatendidos, el de los orfgenes o
los fundamentos del derecho o del poder de castigar, los que se remontan
a los orígenes y a los fundamentos de la existencia del Estado, y de su po-
der como derivación de los derechos y de los poderes que racionalmente
los individuos podrían desarrollar por st solos. De allf la preferencia, que
reconoce fuertes influencias en Robf?rt NOZICK, de un Estado ultramínimo
cuyo poder punitivo provenga, fundamentalmente, de la necesidad de im-
pedir o desalentar las venganzas privadas.
Pero quizás haya un problema en esa visión, que no es posible exami-
nar totalmente ahora, pero st señalar algunas consecuencias que se derra-
man luego sobre las concepciones de la justificación del derecho penal o
de su instrumento que es la pena.
Según el ideario liberal, el cometido primordial del Estado es proveer
a la seguridad, desalojando a la violencia de las relaciones privadas a tra-
vés de la pretensión del ejercicio monopólico de la fuerza legítima. No es
en modo alguno extraño que esta concepción tenga alguna traducción en
la expresion weberiana que he parafraseado.
Pero las prestaciones del Estado no pueden reducirse a las de simple
seguridad --de los ataques recíprocos de los miembros de o de los extraños
a la comunidad— sino que deben incluir lo que yo denomino una presta-
ción de ciudadanía, esto es, el aseguramiento efectivo de los derechos con-
tenidos en el pacto constitucional. Si la justificación ético-política del Es-
tado de derecho, como usualmente se encuentra contenida en las consti-
tuciones de los pafses occidentales, dejan poco margen para la crftica en
ese aspecto, su realización material, las desigualdades producto de las vio-
tencias originarias o de los abusos subsecuentes, provocan que el ejercicio
de esos derechos se vea en algunos casos seriamente restringido, o en
otros absolutamente negado.
Si el Estado es una creación artificial de los hombres, atada a los pro-
pósitos de su creación, es obvio que se trata de una asociación voluntaria
de la que, por lo menos en el nivel hipotético, los hombres podrían des-
prenderse. Se encuentra aqui, en el plano del respeto por la autonomía
personal que enfatiza SILVESTRONI, lo inaceptablé de las teorfas justificati-
vas de la coerción estatal que la enderezan a la manipulación del ser hu-
mano, a igualar lo que es diferente y, agregarfa, a integrar forzadamente
en un sistema de valores y pautas morales a quienes han sido puestos al
margen de ese sistema.
El Estado no cumple su misión tan sólo proveyendo seguridad, y tam-
poco le es suficiente con las necesarias rectificaciones que, frente a la de-
sigualdad, está llamado a actuar. La Política y el Derecho son los medios
con los que los hombres intentan desalojar la violencia y reducir la desi-
gualdad, pero ambas, desigualdad y violencia, son connaturales a las so-
ciedades humanas que hasta ahora no han podido desarrollar otros méto-
dos que la violencia estatal (y por lo tanto tendencialmente —a veces no
realmente— legftima) para desalojar la violencia social y para establecer
formas justas de convivencia.
Pero la prestación de ciudadanía no se hace explícita de una manera
clara en el marco de las desigualdades que han formado, siempre, parte
de la retórica de la política y del derecho. Hay un escalón más abajo, que
es el de la exclusión, donde el derecho ha sido invalidado y donde la polf-
tica se transforma en mero ejercicio de poder, por lo general bajo formas
punitivas.
Y aquf es donde ese escalón marca alguna diferencia --que en modo
alguno invalida el soberbio trabajo de SILVESTRONi— entre las justificacio-
nes técnicas de la penalidad, esto es, para qué sirve, qué funciones cum-
ple, qué objetivos se pueden moralmente asignarle, y una justificación éti- co-
política destinada a reducir la violencia o la venganza privada, con el empleo
de una violencia estatal que, siempre y en todos los casos, es una forma de
venganza.
Es que, desde el punto de vista de la legitimidad --que creo que debe
ser distinguida cuidadosamente del problema de la justificación— lo que
no puede el Estado es tolerar la impunidad, porque ella conduce a la des-
trucción del sistema de reglas sobre el que reposa toda comunidad orga-
nizada. One la intolerancia a esa impunidad tome diversas formas, más o
menos técnicas o racionales, más o menos eficaces, más o menos respe-
tu osas del derecho a la autodeterminación del ciudadano, son cuestiones
que se derivan (o cuya limitaciÓn y crftica provienen) de los derechos con-
tenidos en el pacto constitucional y en la esfera axiológica de legitimidad
del (poder del) Estado.
Pero en todo caso son formas contingentes, sujetas a una crítica que
suele ser reducida a parámetros técnicos fundados en su eficacia instru-
mental como se lo hace habitualmente, o derivada directamente de la jus-
tificación axiológica del Estado, como lo intenta SILVESTRONi con singular
maestría.
Pero aún aquí queda latente el punto que he intentado señalar, que
excede un tanto los parámetros restrictivos del Estado liberal del que par-
te el razonamiento del autor o que, quizá, los complementa: el Estado no
sólo debe asegurar protección o seguridad en base a los contenidos casi
físicos que comúnmente se asignan a esta expresión, sino que debe cum-
plir con su prestación primordial, que es la de ciudadanía. Y esto signifi-
ca algo más que rectificar o compensar desigualdades, sino —por lo me-
nos en el ámbito latinoamericano que es el que conozco con detalle—
asegurar que la ley, que es el (único) vínculo de unión entre los ciudada-
nos, no desaparezca.
Y hay dos formas de hacer desaparecer a la ley. Una es la privación de
la ley por vfa de la corrupción, que hace que ella se constituya en patrimo-
nio de quien la ha comprado. La otra es la privación de la ley por la exclu-
sión social, que significa la destrucción de los lazos sociales que provoca
el desamparo persistente, la falta de empleo, la ajenidad completa de to-
do otro derecho que el penal o los recursos asistenciales manejados de for-
ma clientelar. En el primer caso estamos en presencia de ciudadanos de
segunda, porque han sido privados, en una parte nada despreciable, de
sus derechos. En el otro, de no-ciudadanos, lo que equivale a una condi-
ción jurídica de ausencia de derecho. Y esto remite claramente a una
cuestión de ilegitimidad que plantea a una teorfa constitucional del delito
precisamente su contracara: ¿qué teoría del delito puede aplicarse a aque-
llos que están fuera de la ley, pero no por voluntad propia? La teorfa del
delito, salvo que se quiera convertir al derecho penal es un artificio sisté-
mico, requiere voluntad, en el sentido del apartamiento de la ley. No pue-
de ella existir cuando los individuos sujetos al derecho penal han sido pri-
vados de la ley y, por lo tanto, no son ciudadanos, porque en modo alguno
pueden apartarse reprochablemente de vínculos normativos que los han
excluido.
Porque, y aquí se vuelve a la inicial problemática de la justificación
del Estado, éste existe sólo por y para los ciudadanos, y si no asegura el
goce de todos los derechos que justifican la asociación polftica voluntaria
de los individuos, esto es, su calidad efectiva de ciudadanos, la iIegitimi—
dad se derrama no sólo sobre la existencia del aparato estatal sino sobre
todas sus manifestaciones, de las cuales el derecho penal es la más peli-
grosa.
No es sencillo para la dogmática jurfdico-penal, que toma como pre-
supuesto de su desarrollo y de su coherencia sistémica la legitimidad del
ordenamiento, ubicar un lugar y unas consecuencias dogmáticas para la
ausencia de legitimidad de ese ordenamiento. Las cuestiones de constitu-
cionalidad suelen reducirse a las esferas técnicas de contradicción entre
enunciados de jerarquías diferentes, y los problemas mal llamados de le-
gitimidad suelen referirse a problemas técnicos de adecuación de los me-
dios a los fines.
Creo que una teoría constitucional del delito debería desarrollar un
lugar para una reflexión que ha sido ajena a la literatura habitual, pero
que se encuentra notablemente facilitada por la amplitud de los puntos de
partida que elige SiLVESTRONI J3ara su construcción.
Nada voy a decir de las derivaciones que él despliega a partir de ese
inicio, presentadas de manera impecable y con las cuales ——como en todos
los ámbitos— se puede disentir o asentir, pero que exceden notoriamente
el ámbito de estas reflexiones. Pero más allá de ello el valor inusual de es-
te trabajo es que está presidido de un pensamiento riguroso cuyo trampo-
lín es el pensamiento mismo, desde su propia coherencia lógica y acom-
pañado por una ausencia completa de los habituales compromisos
intelectuales o de otra fndole.
Buenos Aires, enero del 2004.
Introducción

Las constituciones de los países civilizados racionalizan las relacio-


nes de poder que las preceden y regulan y limitan el poder estatal con es-
pecial énfasis en su aspecto punitivo. Mediante el reconocimiento de los
derechos humanos y la consagración de principios y garantías en benefi-
cio de los ciudadanos, colocan a éstos en el centro de la escena como su-
jetos libres, casi intangibles y moralmente previos a la organización insti-
tucional.
El objeto central de esta obra es el análisis de los principios sobre los
que se construyen las teorías de la pena y del delito, y sus derivaciDnes sis-
temáticas en el derecho penal de fondo. Los principios ético-políticos que
fundamentan un juicio de valor externo sobre el Estado y sus institucio-
nes, y los de derecho positivo que surgen de la Constitución y fundamen-
tan un juicio de legitimidad interno y, de este modo, limitan y determinan
la aplicación de la ley penal.
Estos principios que irradian de la Constitución conforman el dere-
cho penal sustantivo y determinan la estructura de la dogmática jurídico-
penal que, así, constituye un instrumento limitativo del poder punitivo en
beneficio de los ciudadanos.
A partir del análisis de estos criterios se puede dar una respuesta dog-
mática adecuada (o, al menos, realmente dogmática) a los interminables
debates que se suelen dirimir acudiendo a teorías artificiales, que muchas
veces no se corresponden con el derecho positivo o que directamente se le
oponen. La dogmática no es dogmática si no deriva de la ley. La Constitu-
ción es la norma por encima de todas las demás y por eso la tarea de sis-
tematización requiere, ineludiblemente, acudir a la Constitución como
fuente inspiradora de las normas particulares que pretende proyectar.
Muchos de los temas que se tratan en este trabajo han sido objeto de
diversos debates por parte de la doctrina. Sin embargo, me detendré tan
sólo en el análisis de aquellas cuestiones y discusiones sobre las que ten-
go algo que decir, aportar u opinar (o cuya omisión sería imperdonable),
porque este trabajo no tiene una finalidad monográfica, sino de exponer
los presupuestos y principios que, a mi juicio, no deben ser soslayados
(aunque en general lo son) en muchos debates del derecho penal y de la
criminología actual.
Primera parte
Puntos de partida
I. Justificaciones ético-políticas

Los dos títulos que siguen se refieren a la justificación externa de las


instituciones básicas sobre las que se construye la teorfa penal. Se trata de
la justificación ético-política, del “deber ser” normativo, que carece de ba-
se científica y no es empíricamente verificable. Como déCfíl CilFlOS NINO,
el análisis de la ética normativa se trata en definitiva, “de formular y jus-
tificar (suponiendo que ello sea posible) juicios morales y determinar qué
acciones o instituciones son buenas o justasӻ
Aunque muchos consideran que las pautas para efectuar este análisis
son obvias, objetivas, derivadas de la razón o de la propia naturaleza de
las cosas, lo cierto es que este tipo de valoración es eminentemente subje-
tiva y depende de la perspectiva propia de cada analista2

NiNo, Carlos Santiago, Introducción al andlisis del derecho, EL. Ariel, Barcelona, 7‘ ed.,
1996, Capítulo VII (L‹i vziforiicidii morn/ del derecho), p. 354. Asimismo, en Izt niifonomfn per-
sonal (“Cuadernos v Debates”, Centro de Estudios Consti tucionales), p. 33, Nluo decÍa que “La
estructura de nuestro razonamiento práctico nos compete a buscar razones autÓnomas para
justificar decisiones como las que se refieren (. . .) a cuestiones como el tratamiento del abor-
to, la eutanasia (etc.). Esas razones autónomas son principios o normas que aceptamos por
su propia validez o méritos y cuando, como en este caso, ellos tienen un contenido intersub-
jetivo, se trata de principios o normas de carácter moral o de justicia. Tales principios pueden
determinar la solución directamente u otorgar legitimidad a ciertas autoridades para que de-
terminen esa soluciÓn, pero (.. .) la legitimidad de las autoridades va a estar condicionada a
que respeten ciertas Fautas morales de contenido mínimo, las que de cualquier modo deben
ser tomadas en cuenta para determinar cómo la autoridad legítima debe actuar”.
' Ya decía David Huvin (1711-1776), en su Tratado cIe la naturaleza humana, Libro III,
Acerca de la morn/ (trad. y notas de Margarita COSTA, Ed. Eudeba, Buenos Aires, 1‘ ed., 2000),
que la moral no es un hecho que pueda ser objeto de demostraciÓn (p. 23), ni susceptible de
ser descubierta por el entendimiento (p. 29), ya que la moral “no es objeto de la razÓn. ¿Pero
puede haber alguna dificultad en probar que el vicio y la virtud no son hechos cuya existen—
cia podamos inferir poi- la razÓn? Tomad cualquier acciÓn reconocida como viciosa, por ejem-
plo, un asesinato intencional. Desde cualquier ángulo que lo consideréis, sólo encontraréis
ciertas pasiones, motivos, voliciones y pensamientos. No hay ningún otro hecho en el caso. f:/
vicio se os escapa por completo en tanto considerdis el objeto. Nunca lo enconlraréis hasta que
diríjdis la reflexidn a vuestro propio pecho y descubrdis nm sentimiento de desaprobacidn que
surge en vosotros hacia esa accidn. He aqut un hecho, pero es objeto del sentimiento, no de la
razdn. Reside en vosotros, no en el objeto” (p. 29, destacado agregado). Con las pautas de mo-
ral institucional que adoptaré como pilares de la justificación del Estado y de la pena ocurre
lo mismo: son producto de una elección personal (sentimental) y no son deducciones de la ra-
zón. Eso sí, una vez adoptadas ciertas pautas, los razonamientos construidos a partir de ellas
deber respetar las reglas de lógica.

Puntos de partida
Lo más cercano a lo objetivo que podemos hallar en este campo es
cierta pretensión de logicidad o “no contradicción” entre las premisas que
arbitrariamente elegimos para fundar nuestros juicios de valor sobre las
cosas. Dado que ciertas pautas derivan necesariamente en otras y también
necesariamente contradicen a otras tantas, podemos tener cierta aspira—
ción de objetividad (basada en la coherencia) partiendo de las principales
“creencias” sobre las que asentamos nuestro razonamiento. Sólo de este
modo podemos construir principios con pretensión de validez universal,
pero ellos sólo serán válidos como juicios de valor ético-políticos para
quienes compartan esas “principales creencias” de las que se derivan lógi-
camente las pautas éticas generales.
Si se tiene ello en cuenta, podemos aspirar a adoptar un código ético
contra el que contrastar las acciones, instituciones o normas cuya acepta-
ción o repudio nos preocupan.
No es éste un libro de ética y ni siquiera de moral institucional, pero
creo que una mínima referencia a ellas es necesaria aunque más no sea
como exposición de un punto de vista personal, que sirva al lector cuanto
menos para entender cuáles son las pautas básicas sobre las que el autor
construye sus razonamientos.
Entonces, desde la perspectiva del deber ser3 /4 intentaré expresar las
razones axiológicas que según mi parecer justifican instituciones tales co—

3 La referencia al “deber ser” es propia del análisis normativo (ético o jurídico), mien-
tras que la referencia al “ser” es propia de las reglas de la naturaleza. Los juicios de valor mo-
ral o jurídicos no pueden derivarse del “ser“, ni las reglas de la naturaleza del ”deber ser“. Es-
ta pauta se deriva del siguiente razonamiento de David Huxic: “No puedo abstenerme de
añadir a estos razonamientos una observación que quizá pueda considerarse de cierta impor-
tancia. En todos los sistemas de moral que he encontrado hasta ahora he notado siempre que
el autor razona por un tiempo de la manera corriente y establece la existencia de un Dios o
hace observaciones respecto de los asuntos humanos; pero de pronto me sorprende descubrir
que, en lugar de la cópula usual de las proposiciones ——es y tio es— no encuentro ninguna pro-
posicidn que no esté conectada por un debe o no debe. Este cambio es imperceptible pero, sin
embargo, de la mavor importancia, pues como este debe o no debe expresan alguna nueva re-
lación o afirmaciÓn, es necesario que se la observe y explique y, al mismo tiempo, que se dé
una razón para algo que parece absolutamente inconcebible, a saber, cómo esta nueva ret:i-
ción puede ser deducida de otras que son totalmente distintas a ella. Pero como los autores
no acostumbran tomar esta precauciÓn, me atrevo a recomendarla a la atención de los lecto-
res; v estoy persuadido de que ese poco de atenciÓn trastornaría todos los sistemas vulgares
de moral y nos permitiría ver que la distinciÓn entre el vicio y la virtud no se funda meramen-
te sobre las relaciones entre los objetos ni es percibida por la razón” (Arntndo de la naturaleza
humana, c›t . , ps. 30-3 l). La traductora señala en su nota (p. 30) que “Este procedimiento, que
consiste en derivar conclusiones éticas de premisas no-éticas, ha sido llamado por G.E. Moo-
re la falacia naturalística”.
4 Respecto de la diferencia entre ser y deber ser es también pertinente la cita de Hans
Kzrsrx (trad. de Moisés NiLvz de la 29” ed. En fTallCeS dé 1953, Teorfa pura del derecho, Ed.
Eudeba, Buenos Aires, 1992): ”Tanto el principio de causalidad como el de imputación se pre-
sentan bajo la forma de juicios hipotéticos que establecen una relación entre una condición y
una consecuencia. Pero la naturaleza de esta relación no es la misma en los dos casos. Indi-

6 Primera parte
mo el Estado y la coerción penal. Ello, para hacer explícita mi opinión, mi
opción ideológica y porque, en definitiva, la posición que se asuma sobre
la organización institucional y su relación con los individuos es esencial
para la teoría penal.
La referencia al “deber ser” no importa un juicio de valor afirmativo.
Respecto de determinada institución puede afirmarse que “debe ser" des-
de un punto de vista ético-político o constitucional, a pesar de ser en sí
misma reprobable. La moral institucional se enfrenta a menudo (por no
decir siempre) con conflictos que la obligan a elegir el mal menor; el mal
menor integrará el “deber ser” pero no se transformará por ello en un bien
ni dejará de ser un mal.
Ello es así porque el análisis moral tiene diversos niveles que deben
ser claramente diferenciados.
Por ejemplo, la moral y el derecho son dos sistemas normativos que
no deben aunarse, ya que de lo contrario se cae en una de las formas del
totalitarismo. Además, la separación entre los dos sistemas permite la
existencia de juicios de valor recíprocos, de forma tal que puede calificar-
se como moral o inmoral una institución jurídica y a la vez como lfcita o
ilícita una conducta adecuada a los parámetros de determinada moral in-
dividual.
La valoración moral del derecho se efectúa desde el punto de vista
ético-político y permite formular un juicio de valor respecto de las institu-
ciones. Un juicio ético—político afirmativo respecto de determinada insti-
tución no conlleva un juicio de valor afirmativo, desde el punto de vista de
la moral individual, de las conductas permitidas por esa institución. Por
ejemplo, la amoralidad de una ley (institución) que prohíba el suicidio y
la consiguiente moralidad institucional de éste, es independiente de la
existencia de algún posible juicio de valor de moral individual que podría
sostener que el suicidio es inmoral. Por ello, un juicio de valor positivo
respecto de una institución desde el punto de vista ético—político es perfec-
tamente compatible con la afirmación de la inmoralidad de esa misma
institución desde un punto de vista de moral individual; incluso desde la
propia moral individual de quien ensaya el criterio ético-político con el
que se afirma la moralidad ético-política de esa institución.
Si ambos juicios se transforman en un único juicio de valor estaría-
mos en presencia de un criterio totalizador y antidemocrático, como el de

quemos ante todo la fórmula del principio de causalidad: ‘Si la condición A se realiza, la con-
secuencia B se producirá (. . .) Si un metal es calentado se dilatará’. El principio de imputación
se formula de modo diferente 'Si la condición A se realiza, la consecuencia B debe producir-
se (. . .) aquel que comete un pecado debe hacer penitencia’ (. ..) En el principio de causalidad
la condición es una causa v la consecuencia su efecto. Además, no interviene ningún acto hu-
mano ni sobrehumano. En el principio de imputación, por el contrario, la relación entre la
condición y la consecuencia es establecida por actos humanos o sobrehumanos” (p. 26).

Puntos de partida
quienes sólo admiten la validez institucional de sus criterios morales indi-
viduales. Una característica esencial del pluralismo es la dualidad moral,
el doble estándar. En general bajo el discurso presuntamente igualitario
del standard iinico subyace un pensamiento totalizador. Las sociedades
con un pensamiento único, en las que los juicios morales o religiosos com-
ciden con los jurídicos, y en las que todas las acciones son valoradas des-
de un mismo punto de vista, no existe civilización.
Esta dualidad moral propia de las civilizaciones se presenta de forma
muy cruda respecto de instituciones como la pena o la guerra que pueden
ser (sobre todo esta última) totalmente reprobables desde criterios de mo-
ral individual, pero moralmente legítimas en ciertas situaciones extremas
(aunque sea como mal menor) desde la óptica de la moral institucional.
El Estado mismo es una institución de dudosa moralidad desde el
punto de vista individual y también desde la moral institucional y, sin em-
bargo (y según mi parecer), constituye el mal menor a la hora de juzgar la
moralidad institucional.
FERRAJOLiª distingue claramente el juicio de legitimidad externa del
derecho (la valoración moral de las instituciones) del juicio de validez in-
terna de las normas (sú adecuación al contenido y los procedimientos pre-
vistos para su sanción), y asigna a la tajante separación entre ambas valo—
raciones un rol fundamental en su modelo garantista6 Sostiene que la
confusión entre derecho y moral (que es una forma de absorción del jui-
cio de validez interna por parte del externo) conduce a modelos sustancia-
listas del derecho penal 7¡ mientras que la renuncia a toda pregunta sobre
la justificación ético-política propia del formalismo ético (que es una for-
ma de absorción del juicio ético-político por parte del examen de validez
interna) conduce a la absorción de la moral por parte del derecho y es fun-
cional para [undamentar doctrinas de la ausencia de límites al poder del Es—
tado, cuyo resultado extremo es el [asc t$8,
A lo largo de este trabajo se llevarán a cabo juicios de valor axiológi-
cos y juicios de validez interna del derecho penal en su conjunto.
En general ambos coincidirán a nivel constitucional 9 p()rque las ins-
tituciones y principios constitucionales que serán examinados guardan

FzluuvioLl, Luigi, Derecho y razón. Feorfn del gnrnitísmo permit, Ed. Trotta, Madrid, 3•
ed., 1998.
6 FzRiiAioLi, Derecho y raión, cit., ps. 2 l 3-23 l .
7 rI, Derecho y rnzdii, cit., ps. 226 y 229.
Freic4JoLi, Derecho y razó n, cit. , p. 230.
FzRluxioLi, Derecho y raión, cit. , señala con razÓn que “La novedad histÓrica del esta-
do de derecho respecto a los deni:Es ordenamientos del pasado reside en haber incorporado,
transform:ándolas en normas de legitimación interna por lo general de rango constitucional,
gran parte de las fuentes de justificaciÓn externa relativas al 'cuando’ y al ’cómo’ del ejercicio
de los poderes públicos” (p. 354); y que ”si hubiera que valorar los ordenamientos jurídicos

Primera parte
correspondencia con las pautas ético-políticas que asumo como correctas.
En otras palabras, el “deber ser” supraconstitucional o ético-político, esto
es, el que satisface un juicio de valor afirmativo respecto de la Constitu-
ción en sí misma como institución, coincide con el “ser” constitucional,
razón por la cual el “deber ser” de las normas inferiores (el derecho penal
lo es) podrá juzgarse a la vez desde el punto de vista externo (análisis
ético—político) e interno constitucional (análisis de validez positiva) arri-
bando a un mismo resultado.
Sin embargo, este juicio no coincidirá, a mi juicio, en lo referente al
alcance concreto de la coerción punitiva, ya que en todos los sistemas ju-
rídicos ella se inmiscuye en conflictos que no deberían ser alcanzados por
el derecho penal y, además, el tipo y gravedad concreta de las penas casi
siempre, y en relación a las conductas que se castigan, constituyen una
reacción éticamente desproporcionada.
Las pautas ético—políticas por las que opto por un derecho penal ul-
tramínimo (iii/r‹z V) me llevan a sostener la inmoralidad del derecho y del
sistema penal de casi la totalidad de los pafses. Esta ilegitimidad externa
sólo en situaciones muy puntuales se podrá traducir a su vez en una inva-
lidez interna, ya que en general las Constituciones y los tratados interna-
cionales de derechos dejan un margen bastante amplio para que los legis-
ladores elijan el tipo de sistema penal que les parece conveniente y para
que derrochen sanciones punitivas aún en situaciones en las que ellas son
éticamente reprobables.
Por ello es que, a nivel constitucional, los juicios de validez interna y
externa en general coinciden* 0 salvo en cuanto las constituciones habili-
tan cierto derroche punitivo), pero no ocurre lo mismo a nivel de la legis-
lación penal particular (que es la manifestación concreta de ese derroche).

de los estados modernos por los principios generales enunciados en sus constituciones, serían
bien pocas las críticas que cabría formular contra ellos desde un punto de vista externo, es de-
cir, desde el punto de vista ético-político o de la justicia” (p. 356).
' Respecto de los diferentes juicios de valor y la interconexiÓn entre ellos es sumamen—
té Claro FERRAJoLi, Derecho y raión, cit., ps. 357-362.

Puntos de partida 9
II. Justificación moral del Estado

La teorfa del Estado se relaciona estrechamente con las teorfas de la


pena y del delito. Ello ocurre porque el análisis axiológico respecto del Es-
tado recae necesariamente sobre el alcance y las manifestaciones concre-
tas de su poder. La pena es la expresión más enérgica de ese poder, fron-
teras adentro³ ª , y como tal depende del análisis de legitimidad de la
filosofía política.
No se puede construir una teoría penal desvinculada de la teoría del
Estado. Esto no quiere decir que a cada teoría del Estado le corresponda
una determinada justificación de la pena, sino que los presupuestos de la
primera condicionan el análisis posterior, en general de un modo negati-
vo, descartando instituciones, criterios y argumentos que se le oponen.
Por ejemplo, si como presupuesto de la justificación del Estado admiti—
mos la prelación moral del individuo y su intangibilidad respecto de la
mayoría, no podremos luego admitir una teoría de la pena que pretenda
la resocialización de los autores de delitos; o si, como enseguida se verá,
se asume a la confiabilidad de los procedimientos como pauta esencial de
legitimación institucional, no puede negarse luego la vigencia del iii diibto
pro reo (esencial para disminuir la posibilidad de error judicial), ni admi-
tirse la pena de muerte que es una sanción que no admite vuelta atrás
frente al error.
A mi juicio, las ideas contractualistas son las más adecuadas para su—
ministrar las pautas morales contra las que analizar la validez institucio-
nal del Estado y de la pena. A diferencia de otras concepciones, estas ideas
elaboran su razonamiento a partir de la nada (el estado de naturaleza 12
la posición original 3) y desde allí construyen el argumento legitimante o

' ' “Fronteras afuera”, la manifestaciÓn m:is dura del poder estatal está dada por la que-
rra, que se rige por principios totalmen te diferentes a los que rigen la sanciÓn punitiva (la vio-
lencia hacia adentro), entre otras razones, porque no existe un Estado supranacional y ni si-
quiera un mínimo consenso universal sobre qué principios deben regir; por ello los Estados
se encuentran en un virtual estado de naturaleza entre sí.
'' Así, entre otros tantos, Locxr, John (1632- 1704), Segundo tratado de Gobierno civil
( 1690).
'' Así, Mvvrs, John, Teoría de la justicia, 1‘ reimp. de 1993, trad. de María Dolores GON-
zALzz, título original A theory o[justice, 1971, Ed. Fondo de Cultura Económica, México, p.
29: “En la justicia como imparcialidad, la posición original de igualdad corresponde al esta-

Puntos de partida
deslegitimante del poder. Este análisis permite evitar la contaminación
que se produce cuando se justifican ciertas instituciones partiendo de su
existencia como premisa del razonamiento.
Se suele criticar al contractualismo diciendo que su análisis parte de
un artificio, porque el contrato social nunca existió como hecho histórico.
Me parece que esta crítica es insustancial y casi primitiva, ya que si se tra-
ta de efectuar una valoración ético-política, es evidente que recurriremos
a postulados morales que no constituyen (ni se relacionan con) hechos
empíricamente verificables. Es obvio que el contrato social no existió co-
mo tal pero ello no altera su significado como pauta; ésta sería la siguien-
te: “actuamos moralmente si lo hacemos respetando un hipotético contra-
to social en el que se asumió el compromiso de hacer A, B y C y de no
hacer Q, y K”. Nadie discute la falsedad de la pauta como hecho históri-
co (natural-causal) pero ello no la invalida como principio moral (pres-
criptivo), esto es, como criterio ético-político para ajustar a ella nuestros
comportamientos e instituciones. Establecer como parámetro de validez
de una pauta ética su correspondencia con un hecho natural constituye
una regresión a la filosofía primitiva basada en la falacia naturalística.
Como venía diciendo, cuando se parte del Estado como un ente ya
existente, el análisis se direcciona desde la óptica utilitaria y la legitima-
ción de las instituciones se discute a través del prisma del logro de deter-
minadas finalidades, que en el caso de la pena se vinculan casi exclusiva-
mente a la evitación de delitos. De este modo la pena se justifica o
deslegitima a partir de las consecuencias (supuestas) que deberfa generar
su imposición. Y así, los partidarios de las penas dirán que éstas sirven pa-
ra prevenir la comisión de delitos y sus detractores dirán que no sirven pa-
ra ello sino sÓlo para disociar y oprimir a los más débiles. Esta distorsión
es una consecuencia lógica de la expropiación del conflicto penal (sobre
ello, íii¡(r‹z IV. 1), que coloca en el centro de atenciÓn, como si ellos fueran
los reales protagonistas, al Estado y al autor del delito. Y si se considera
al Estado como un personaje central, se olvida a la víctima y ello altera
significativamente la percepción del conflicto, porque es indudable que
Estado y víctima son dos cosas totalmente diferentes.
Este análisis contaminado es incorrecto porque los reales actores del
conflicto penal no son Estado y “delincuente”, sino víctima y victimario.
La relación entre ellos debe ser el punto de partida del análisis de moral

do de naturaleza en la teoría tradicional del contrato social (.. .) Entre los rasgos esenciales de
esta situacidn, está el de que nadie sabe cuál es su lugar en la sociedad, su posición, clase o
status social-, nadie conoce tampoco cuál es su suerte con respecto a la distribución de venta-
jas y capacidades naturales, su inteligencia, su fortaleza, etc. Supondrá, incluso, que los pro-
pios miembros del grupo no conocen sus concepciones acerca del bien, ni sus tendencias psi-
cológicas especiales. Los principios de la justicia se escogen tras un velo de ignorancia. Esto
asegura que los resultados del azar natural o de las contingencias de las circunstancias socia-
les no darán a nadie ventajas ni desventajas al escoger los principios .

12 Primera parte
institucional dirigido a justificar o deslegitimar el poder. Sólo así se po-
drán evitar las fundamentaciones aparentes que impiden incluso una co-
rrecta y adecuada evaluación desde el punto de vista del principio de uti-
lidad (como ser y como deber ser).
A mi juicio, el análisis correcto debe partir de la relación entre la víc-
tima y el victimario y desde allf justificar (o no) la existencia de un Esta-
do que se entrometa en la soluciÓn del conflicto. Ello sólo tendrá éxito en
el marco de un análisis aséptico, previo a la formación de la organización
política. La inclusión del Estado exige definir previamente el margen que
le queda a partir de las reglas con las que se solucione el conflicto puro
que le es anterior.
Por ello la teorfa contractualista (que sitúa su análisis axiológico en
una situación preestatal) ofrece la posibilidad de analizar el vínculo entre
víctima y victimario de una forma no contaminada y sin apoyarse en el ar-
tificio estatal.
La comprensión última del conflicto penal está menos contaminada
cuando se parte del “no Estado”. Una necesidad lógica impone razonar de
ese modo, ya que es imposible explicar axiológicamente la pena estatal
partiendo del Estado como un ente existente, debido a que esa explicación
requiere examinar también la justificación del propio Estado. Se debe le-
gitimar el Estado de forma previa a la fundamentación axiológica de la pe-
na, preguntando si esa agencia puede legítimamente existir y aplicar san-
ciones penales. Pero no se puede llevar a cabo ese análisis si se parte de la
previa existencia del Estado, ya que ello importaría un razonamiento cir—
cular. Ello vale para la legitimación de cualquier institución (el Estado, la
justicia, la pena); todas deben ser justificadas desde la nada para evitar ra-
zonamientos inválidos.
Como se adelantó, la explicación contractualista es la que permite
una mayor depuración de los artificios que contaminan el análisis de jus-
tificación de las instituciones.
Durante este siglo se han ensayado las teorías contractualistas más
lúcidas al respecto. La explicación de RobePt NoZICK en su obra Anarquía,
Estado y utopía*ª (que parte de la idea de John LocKs), traza la senda co-
rrecta de la lógica del pensador liberal opuesto al poder del conjunto. Ca-
da institución, cada prohibición, cada sanción, cada poder atribuido a
una agencia requiere pasar por el filtro de un análisis moral que parte des-
de lo básico (¿qué puede hacer legítimamente una persona respecto de
otra?), hacia lo general (¿qué pueden hacer válidamente un grupo de per-
sonas sobre otra?). Nada que a un individuo le esté vedado hacer a otro,
podrá hacérselo un grupo de personas, porque los poderes del conjunto no
son más que la suma y delegación de los poderes individuales.

Nozicx, Robert, Anarquía, Estado y utopta, 1973, Ed. Fondo de Cultura EconÓmica,
1º reimp. argentina, 1990.

Puntos de partida
Sostiene NozicK que “lo que las personas pueden y no pueden hacer-
se unas a otras limita lo que pueden hacer mediante el aparato del Esta-
do o lo que pueden hacer para establecer dicho aparato” 15, " Los poderes
legítimos de una asociación de protección (Estado) son meramente la su-
ma de los derechos individuales que sus miembros o clientes transfieren
a la asociación. /Víngtiii derecho nuevo ni [acultad nueva surge, cada dere-
cho de la nsocí‹zcíórt se descompone, sin residuo, en aquellos derechos indi-
viduales pertenecientes a los distintos individuos que actíian solos en un es-
tado de naturaleza”² ª
NozICK explica la formación del Estado mediante un proceso de ma-
io invisible; en un estadio preliminar se puede justificar una primer insti-
tución a la que denomina Estado ultramínimo, que es una agencia de pro-
tección integrada (contratada) voluntariamente por un grupo de personas
que le ceden la potestad del uso de la fuerza y de dirimir las controversias;
en el Estado ultramínimo sólo sus clientes están sometidos a su coerción;
los independientes que no contrataron con él y que no le cedieron el uso
de la fuerza no están obligados a reconocer su potestad. La existencia de
independientes es una consecuencia de la autonomía personal, y por ello
es necesario preguntar si es posible (desde el punto de vista ético) pasar
del Estado ultramínimo a un Estado mínimo sin independientes, en el que
exista un monopolio del uso de la fuerza y en el que nadie se pueda abs-
traer de su imperio por su propia voluntad.
ÍÑÍoZlCK alcanza la justificación morlll del Estado mínimo (aquel en el
que incluso los independientes quedan sujetos a su poder) a partir de las
nociones de prohibición, compensación y riesgo. Sostiene que los proce-
dimientos de defensa de los independientes no son confiables y que gene—
ran respecto de los clientes de la agencia un grave riesgo de ser víctimas
de un castigo inmerecido (error) o de un exceso en el castigo merecido.
Este riesgo justifica moralmente la prohibición a los independientes del
uso de la fuerza para la autodefensa* 7 Con ello justifica la monopoliza-
ción del uso de la coerción y legitima el poder de imperio del Estado res-
pecto de todos los habitantes. Ahora bien, como esa prohibición coloca a
los independientes en un estado de indefensión, al privarlos del derecho a
actuar coactivamente contra quienes los ataquen, el Estado debe compen-
sarlos, otorgándoles también a ellos el servicio de sus instituciones. De es—
ta forma el análisis de moral institucional permite llevar la justificación
hasta el Estado mínimo que es aquél que, detentando el monopolio de la

Nozicx., Aiinrqn /n, Estado y utopía, cii., p. 19.


16 No zicz , Anarquía, Estado y utopía, cit., p. 94.
7 Dice Nozicx: “A un independiente podría prohibírsele hacer uso de la justicia priva—
da en virtud de que se sabe que su procedimiento entraña mucho riesgo y peligro ---esto es, tie—
ne un riesgo mús alto (en comparación con algún otro procedimiento) de castigar a una per—
sona inocente o de excederse en el castigo a una persona culpable—, o bien en virtud de que
no se sabe que su procedimiento no será riesgoso. . .” (Afinrqii fu, pst acto y utopla, cit., p. 94).

14 Primera parte
coerción, provee protección a todos sus clientes y también a quienes no
quieren serlo. En este punto del razonamiento dirá Nozicx que “El estado
mínimo es el Estado más extenso que se puede justificar. Cualquier Esta-
do más extenso viola los derechos de las personas”³ .
Originalmente, esta premisa alcanzaba todas las esferas de la activi-
dad estatal, incluida la económica, y constituía uno de los pilares filosÓfi-
cos de liberalismo económico; no obstílnte, Í IozICK modificó su posición
en este aspecto; así, en Meditaciones sobre lu víd‹z 9 sostiene: “La posición
libertaria que propuse una vez hoy me parece seriamente inadecuada, en
parte porque no entretejía cabalmente las consideraciones humanitarias y
las actividades cooperativas para las que dejaba espacio. (. . .) Hay algunas
cosas que escogemos hacer juntos a través del gobierno en solemne mues-
tra de solidaridad humana, la cual es servida por el hecho de que las ha-
cemos juntos de ese modo oficial y a menudo también por el contenido de
la acción misma” 20/21
Para resumir, l"IoZICK Concibe al Estado como “un marco para la uto-
pía”ª². El estado mínimo es el marco institucional dentro del cual las per-
sonas pueden formar voluntariamente comunidades e instituciones con
sus propias reglas: “La utopía es un marco para las utopías, un lugar don-
de las personas están en libertad de unirse voluntariamente para perse-
guir y tratar de realizar su propia concepción de la vida buena en la co-
munidad ideal, pero donde ninguno puede imponer su propia visión
utópica sobre los demás”²3. Las sociedades e instituciones que convivan
en el marco utópico pueden establecer restricciones que el Estado no po-
dría imponer coactivamente, pero que en el marco de la asunción volun-
taria de cada uno son totalmente 1egítimasª4 “El modelo está diseñado

Nozicx, Aiizirqztf n, Estado y utopía, cit., p. 153.


19 Nozicx, Robert, Medítaciones sobre la vicla, 1‘ ed., trad. de Carlos Garnier, título ori-
ginal The Hxamined Li Je. Ph ilosophreal Meditations, Ed. Gedisa, Madrid, 1992.
Nozicx, Meditaciones sobre la vida, cit., p. 227. En la nota al pie que sigtte al párrafo
citado dice: “En estas observaciones no me propongo elaborar una teoiJa alternativa, distinta
de la que expuse en Anarch y, !State, and Utopía, ni mantener la parte de esa teoría que sea co-
herente con el material actual; sólo indico una vasta zonii —puede haber otras— donde esa teo-
ría fallaba".
' En la addenda de este capítulo incluyo un an:11isis de las derivaciones económicas de
estos principios, y una propuesta que, partiendo del razonamiento de Nozici:, justifica en ma-
teria econÓmica un Estado un tanto más extenso al imaginado por NoziCx en Anarqii la, Esta-
do y u iopin.
'NoZicx, Anarquía, Estado y utopía, cit. , ps. 287-319.
" NOZICK, Anarqu ía, £:slade y utopía, cit., (I. 300.
’MOZICK, Aiinrqní‹1, Estado v utopía, cit., p. 308: “en una sociedad libre las personas pue-
den convenir en restricciones varias que el gobierno no puede imponerles legítimamente. Aun-
que la estructura es libertaria y de laissez-[aire, las comunidades individuales dentro de ellas no
necesitan ser así y tal vez ninguna comunidad dentro de ella escoja ser así. De esta manera, las
características del marco no necesitan introducirse en las comunidades individuales”.

Puntos de partida —
para dejar escoger lo que usted quiera, siendo la única restricciÓn que los
otros puedan hacer lo mismo y negarse a permanecer en el mundo que us-
ted ha imaginado”²ª. En definitiva, las personas son libres de diseñar su
propia vida de acuerdo a sus propias ideas y decisiones. Nadie, y mucho
menos el Estado, puede interferir en la vida ajena. El principio de no in-
jerencia es absoluto; su único límite está dado por st mismo: no se puede
afectar a terceros porque ello significaría una injerencia prohibida por el
principio.
Esta concepción libertaria consagra a la autonomía individual como
un principio válido por sí mismo, que constituye un valor supremo al que
deben someterse todas las demás consideraciones éticas y necesidades po-
líticas. Las acciones e instituciones se fundamentan moralmente en la me-
dida en que respeten esa autonomía personal. Éste es, en otras palabras,
el barómetro para medir la moralidad institucional.
Comparto este punto de vista. Tal vez por un imperativo principista
(el autor escogido lo es) que me lleva a considerar a la libertad individual
como un valor intrínseco e inmanente; tal vez, por el contrario, porque su
asunción como tal es conveniente para el logro de la felicidad de todos los
miembros de la sociedad; o tal vez, quizá, por ambas razones. Realmente
no podrfa hoy en día responder cuál es el motivo que me lleva a adherir a
la consagración de la autonomía personal como valor supremo y eje del
juicio de moralidad, pero elijo esta opción y la considero la alternativa
preferible a las que supeditan la libertad individual a abstracciones, a cri-
terios de justicia superiores o directamente a la voluntad de una clase o de
la mayoría.
Elijo a NOZICK porque me parece que dentro de los pensadores libera-
les es quien mejor refleja ese respeto por la persona y su libertad y su teo-
ría es la que mejores argumentos brinda para oponerse, en cada dilema
concreto, a las amenazas colectivistas, fundamentalistas o simplemente
autoritarias, que pululan cada día con mayor sofisticación y aceptaciÓn en
el seno social.
A partir de esta concepción, no se puede hacer excepciones del tipo
“hay ciertas extravagancias que no pueden ser admitidas” o “evitemos que
las personas se dañen a sí mismas”, ya que justamente para esas situacio-
nes rige el principio de la libertad. Sería absurdo consagrar la libertad pa-
ra garantizar la tolerancia entre iguales, ya que, por ser iguales, es difícil
imaginar situaciones de intolerancia. Ouienes piensan o actúan igual o per-
tenecen al mismo “grupo de afinidad” (por ser de la misma raza, color, et-
nia, religión, idea política, etc.) suelen tolerarse entre sí. El principio de no
injerencia o de libertad es necesario justamente para regir las relaciones en-
tre quienes son y deciden diferente. Por eso el principio debe ser absoluto.

25 NOZIcK, Anarqu ía, Estado y utopta, cit., p. 291.

16 Primera parte
En el marco de esta idea, el Estado monopoliza la fuerza y se ocupa
tanto de la prevención como de la reacción frente a los ataques de terceros
contra los derechos de los ciudadanos. El Estado está limitado por aque-
llas potestades que cada individuo poseería en un hipotético estado de na-
turaleza, y no puede utilizar mayor coacción que aquella que cualquier in-
dividuo aislado podría utilizar contra otro en la situación preestatal.
El Estado es, entonces, un instrumento de protección de los indivi-
duos que nace de un acuerdo, de un “pacto de convivencia”, que se expre-
sa positivamente en forma de Constitución. En ese pacto se plasman los
derechos individuales y las reglas de funcionamiento del aparato burocrá-
tico que se ocupa de los asuntos públicos. El ejercicio de la fuerza sobre
otros pasa a manos del Estado tanto en su faz preventiva como reactiva,
y en ambos casos con excepciones.
La asunción de esta teoría del Estado y los principios liberales que se
analizarán en la parte segunda de este libro son frontalmente contradicto-
rios con concepciones de tipo colectivistas y fascistas. Pero no son la úni—
ca alternativa a estas concepciones autoritarias, ya que existen diversas
justificaciones éticas del estado democrático de derecho que conducen a
la consagración de los mismos principios liberales. La adopción de la teo-
ría del Estado de Robert NOZICK no es más que la opción personal de
quien escribe, que no pretende erigirse en la única (y ni siquiera en la más
relevante) explicación posible del estado democrático.
Debo aclarar que las derivaciones que en materia penal se extraen de
dicha teoría son tan sólo fruto de mi opinión personal, y de ningún modo
se exponen como la idea del citado autor ni como una derivaciÓn obliga—
toria de su teoría del Estado. De hecho me aparto en varios puntos con-
cretos de la teoría penal que se deduce de la obra "dt2 NOZICK.
Vayamos a uno de esos apartamientos, que será trascendente para la
justificación de la pena que se adopta más adelante. En un pasaje de su
razonamiento NOZICK Se pregunta si la víctima “¿tiene algún derecho es-
pecial a decidir que el castigo no sea llevado a cabo o que se otorgue ini-
sericordia?” 26, Y responde que no, ya que “Los demás también son afecta-
dos; se ponen temerosos y su seguridad decrece si tales delitos quedan
impunes”L7¡ además, dice NOZICK: “el castigo no US debido a la víctima
(aunque ella puede ser la persona más interesada en que se lleve a cabo)
y, por tanto, no es algo sobre lo cual ella tenga autoridad especialӻ , el
castigo “le es debido a la persona que merece ser castigada” 29
No comparto este punto de vista; creo que la víctima debe conservar
en general el derecho de renunciar a la pretensión punitiva y de cancelar

Nozicx, Arrnrqti fu, Estado y utopta, ci t . , p. 142.


27 ¿dea.
' NoZicx, Án‹zrqní‹z, E:stado y utopía, ci t., p. 14l .

Puntos de partida 17
el curso de la criminalizaciÓn. Por varias razones: a) no es válido sostener
que al delincuente le es debido el castigo en abstracto, porque ello presu-
pone la inexistencia de una relación bilateral (entre ofensor y ofendido) y
del derecho que nace de ella fel derecho de la víctima a reaccionar) que es
justamente lo que justifica la formación del Estado mediante el contrato
social. La afirmación de que el castigo es debido al delincuente sólo po-
dría constituir una ley natural que obliga a merecer un castigo y que, con-
secuentemente, habilita a los hombres en estado de naturaleza a castigar
a todo delincuente. Pero no es ese derecho el que a mi juicio se cede en el
contrato social, sino el derecho individual de cada ofendido a reaccionar
contra su ofensor (esto se verá con mayor detalle al analizar la teoría vic-
timo—justificante de la pena —in[ra IU . 7—). b) Si asumimos que la víctima
es una sola y que cede al Estado un derecho (el derecho a castigar) y no
una obligación, no hay razones para ejercer ese derecho en contra de la
voluntad expresa de su verdadero titular. Como ocurre en todo mandato,
el mandatario debe ejercer su representación en favor y no en contra de
los derechos del mandante, y nunca en beneficio del primero o en benefi-
cio de otros mandantes que le han conferido similar representación. c) El
argumento de que los demás son afectados porque se asustan es falaz,
porque en verdad no son afectados por el delito en sí mismo sino sólo de
un modo débil e indirecto en su sentimiento de seguridad. Esa afectación
débil no es diferente a la que pueden ocasionar muchísimas otras conduc-
tas como por ejemplo la difusión de noticias falsas o exageradas sobre la
comisión de delitos en determinada zona, o la permisión de la portaciÓn
de armas o determinada propuesta política, etc., que si bien pueden asus-
tar a la comunidad y afectar su sentimiento de seguridad, no pueden ser
legítimamente alcanzadas por el Estado o no pueden serlo mediante la
reacción que se asocia al delito efectivamente cometido. d) Esto no signi-
fica que no exista un interés público en evitar la comisión de delitos; No-
zIcK dice: “hay un interés público y legítimo en eliminar estos actos de
traspaso de límites, especialmente porque su comisiÓn hace que todos
tengan miedo de que les ocurra a ellos” º; esto es cierto, pero ocurre que
la evitación de delitos no depende de la sanciÓn posterior sino de la acti-
vidad preventiva del Estado que debe existir de forma previa y general (ver
í n/rri IV. 2). e) De todos modos, la renuncia a la pena por decisión de la
víctima no necesariamente afecta el sentimiento de seguridad de las per-
sonas, porque, como se verá más adelante (ín/r‹z III. 7. e), el verdadero ele-
mento disuasor de delitos no es la pena sino el proceso en sí mismo. Y
ocurre que el otorgamiento a la víctima de poder decisor sobre la aplica-
ción final de la pena no significa que no deba existir una actuación judi-
cial contra el delincuente, dirigida a obtener una solución composicional
o alternativa a la pena o la pena misma y, fundamentalmente, orientada a

3° Nozicx, An‹zrqii fn, Estado y utopta, cit., p. 74.

18 Primera parte
proteger a la víctima para garantizar su libertad para decidir sobre el cur-
so final del proceso.
De todos modos, existen diversos supuestos en los que el derecho de
renuncia de la víctima se ve limitado o sujeto a regulaciones particulares.
Por ejemplo: a) en los delitos que tutelan bienes jurfdicos colectivos las
víctimas son varias y ninguna de ellas por sí sola puede cancelar la crimi-
nalización; 6) en el delito de homicidio, como la víctima deja de existir, la
reacción punitiva puede ser ejercida por cualquier tercero a modo de ven-
ganza, y por ello la renuncia es imposible; c) cuando un delito endereza-
do a afectar a una persona en particular, se comete en el marco de una ac-
tividad delictiva organizada o continuada, de modo peligroso para el resto
de la sociedad, ésta conserva el derecho de reaccionar con independencia
de la voluntad de la víctima de cancelar la criminalización; d) la protec-
ción de la verdadera libertad de decisión de la víctima puede exigir en
ciertos casos reglas que formalmente limiten su opción (se trata de regu-
laciones enderezadas a evitar que la víctima se vea coaccionada a desistir
de la persecución penal por miedo a represalias). De todos modos esta
enunciación es meramente ejemplificativa. Pero lo cierto es que la consa-
gración de un sistema penal que otorgue poder decisor a la vfctima y que
regule todas estas situaciones problemáticas, es necesaria en el marco de
un derecho penal liberal como el que propongo pero sus particularidades
exceden el objeto de esta obra. Sólo pretendo dejar sentados los criterios
generales.
El estado mínimo aplica penas porque expropió el derecho individual
de cada persona de hacerlo por su cuenta y porque, como luego se verá, si
no lo hiciera se vería envuelto en un dilema ético (elegir entre admitir o
castigar las venganzas privadas) que amenazarfa su propia legitimación.
La discusiÓn sobre si las penas se justifican por su utilidad o en sí mismas
(por ser el castigo merecido) es a mi juicio secundaria ª . Lo central es que
el Estado actúa ejerciendo la potestad delegada por sus miembros.
Ahora bien, en el estado de naturaleza éstos pueden tener diversas as-
piraciones para cobrarse venganza; la aspiración de darle al agresor su
merecido, o intimidar a los demás frente a futuras agresiones o neutrali-
zar posibles ataques del mismo agresor o muchísimas otras más. Estas
motivaciones no determinan la justicia de la reacción (que, desde un pun-
to de vista objetivo de análisis ético, está dada por la proporción entre el
mal causado y sufrido) ni la potestad punitiva estatal (que, ya vimos, se
fundamenta en la cesión del derecho de los individuos al Estado), pero
pueden inspirar legítimamente criterios de política criminal en la medida
en que se respete la autonomía individual y que se actúe en el marco de la
cesiÓn efectuada por los individuos en el estado de naturaleza. Veremos
luego las derivaciones de esta afirmación.

3l taI vez en ello mc aparto nuevamente dé NOzicK.

Puntos de partida 19
Un Estado más que mínimo
Ya vimos que Nozicic reniega de su extrema posición libertaria en lo que a la
materia económica se refiere. Parecería que en ciertos niveles de regulación
económica los argumentos de principismo moral (como el que se sigue a ra-
jatablas para el resto de las situaciones) pueden parecer contraintuitivos.
En efecto, si, por ejemplo, frente a la aplicación de un impuesto a quienes po-
seen fortunas mayores a 100 millones de dólares para dar de comer a niños
hambrientos, se intentase oponer un argumento moral (como el ensayado por
NoziCK t2n Anarquía, listado y t/ropin) para evitar el impuesto, el argumento
no resistiría el menor análisis a la luz del sentido común. En ciertos niveles
de análisis económico los principios que juegan son otros o bien son más to-
lerables argumentos utilitaristas (aunque Nozlcx expresamente deja claro que
sus argumentos no lo sonªª). Creo que, al menos en relación a las libertades
económicas, la teoría del Estado de Riwrs es utilitariaªª (aunque este autor
tampoco lo reconoceª4 y parecería que el autor principista clásico en la ma-
teria se desdice y adopta un criterio similar.
Partiendo del razonamiento de NOZIcK en Anarquía Estado y utopía, creo que
es coherente y perfectamente justificable un Estado más que mínimo en ma-
teria económica, que tenga las potestades que el autor reconsidera en Medita-
ciones sobre la víd‹z ª o tal vez muchas más ª.
Sin pretender incursionar en profundidad sobre este tópico (debido al objeto
central de este trabajo), me permitiré abordar el análisis de ciertos argumen-
tos ético-políticos que legitiman la implementación de políticas “no liberta-
rias” en materia económica.

1. El Estadn como empresa


En el análisis de justificación efectuado precedentemente vimos que lo que
denominamos Estado no es más que una agencia que presta determinado ser-
vicio a los ciudadanos. Ese servicio no es gratuito, se lo paga mediante los im-
puestos.

3ª Nozici:, Meditaciones sobre la vida, en., p. 228.


3 Creo ver un trasfondo consecuencialista en consideraciones como esta: “Todos los
bienes sociales primarios —l ibertad, igualdad de oportunidades, renta, riqueza, y las bases de
respeto mutuo—, han de ser distribuidos de un modo igual, a menos que una distribucidn de-
sigual de uno o de todos estos bienes redunde en beneficio de los menos aventajados” (Rzwrs,
Teoría de la Justicia, zit. , p. 341).
’De hecho afirrria que su "propdsílo es el de elaborar una teoría de la justicia que re-
presente una alternativa al pensamiento utilitarista en general y, por tanto, a todas sus dife-
rentes v ersiones" (Rvwrs, Teorta de la justicia, cii., p. 40).
35 mo me interesa la coherencia de la teoría elegida para justificar moralmente el Es-
tado, me ocuparé de este punto aunque no tenga relación directa con el objeto central del li-
bro.
NO áfírmo que un Estado más QH£ Hltniino sea iitil ni que sea mejor que el Estado ií-
fiíitio sino simplemente que es moralmente justificable.

Primera parte
Eri lo que no se ha hecho debidamente hincapié es en que el Estado corro
cualquier otra agencia prestadora de un servicio, tiene derecho de obtener una
ganancia por su prestación sin verse obligado a satisfacer tan sólo sus costos
mínimos operativos.
Para obtener una ganancia se deben cobrar mayores impuestos que los nece-
sarios para costear los servicios de seguridad que, según los sostenedores del
Estado mínimo, serían los iónicos que el Estado podría prestar.
La legitimación ética de esta ganancia no podría ser objetada por un liberal,
ya que el derecho de obtenerlas forma parte de la esencia misma de la activi-
dad económica, cuya tutela frente a la actividad estatal los liberales defienden
a rajatablas. La propia lógica liberal autoriza al Estado (como a cualquier
otra empresa proveedora de servicios) a obtener una ganancia y, como vere-
mos luego, a hacer con ella lo que quiera (en realidad lo que quiera la mayo-
ría, como también ocurre en cualquier empresa comercial).
Tal vez alguien presente alguna objeción al hecho de que el Estado presta un
servicio monopólico al que las personas no se pueden sustraer, y que ello lo
diferencia de la situación de las empresas privadas que pueden ser escogidas
por los ciudadanos.
Este argumento sería caro al liberalismo porque importaria negar el derecho
a obtener ganancias Íi’ente a cualquier situación en la que el receptor del ser-
vicio no tiene posibilidad de opción. No creo, entonces, que pueda constituir
una objeción liberal seria a la obtención de ganancias.
Pero, con independencia de ello, lo cierto es que el Estado no es monopólico
en absoluto y lo demuestra la cantidad de Estados que existen en el mundo e
incluso dentro de un mismo país. La elección entre uno u otro es siempre po-
sible y el hecho de que todos cobren una ganancia no es un argumento váli-
do de un consumidor, como no lo sería frente a las distintas empresas priva-
das que compiten en un mercado.
Ahora bien, como ya se adelantó, el Estado como empresa puede hacer con
sus ganancias lo que quiera y, como ocurre en toda empresa, es lógico que sus
accionistas (legisladores o ciudadanos votantes) y directores (presidente, mi-
nistros, secretarios y demás funcionarios) sean quienes decidan su destino.
Esto legitima perfectamente desde el punto de vista ético-político la utiliza-
ción de fondos públicos para fines diferentes a la simple preservación de la
seguridad.
Claro que existirán complicaciones adicionales: cómo garantizar que la excu-
sa de la obtención de una ganancia no termine por transformar a dicha im-
posición en una expropiación a favor de terceros, qué pasa con los Estados
que dan pérdidas, y muchas otras cuestiones más que dejan abierto un inte-
resante debate de filosofía política, que resulta ajeno a este trabajo.

En materia de propiedad privadít, NozlCK i3S\llY1í2 1lt1 CTitC:rio retributi»o basa-


do en un principio histórico 37 na pertenencia es justa si fue adquirida de
forma legítima (conforme alguna teoria de adquisición) y si es fruto de tras-

37 SObté ello, Nozici:, Anarqu ía, F:s/ndo y itiopín, cit., ps. 134-183.

Puntos de partida
pasos posteriores también lícitos. Es la historia y no el resultado final lo que
legitima, entonces, la justicia de una determinada distribución de propiedad.
Cuando una adquisición es históricamente injusta, el vicio se proyecta hacia
el futuro, contaminando las adquisiciones posteriores a una adquisición ile-
gítima inicial y generando un derecho de recomposición o rectificación. De
este modo, la existencia de adquisiciones ilegítimas otorga al Estado la potes-
tad de modificar las situaciones de propiedad, en otras palabras, de quitarles
a unos para darles a otros.
El sentido ético-político de esta potestad estatal no se identifica con el crite-
rio judicial de recomposición como resultado de un juicio, declarativo de la
violación de un derecho, que establece una indemnización. Concebido de ese
modo no constituye un criterio político de utilidad.
El principio de rectificación es una pauta moral que entra en juego al analizar
políticamente la legitimidad de las adquisiciones de los ciudadanos. Es un cri-
terio que se debe tener en cuenta para juzgar la justicia de la mal llamada “dis-
tribución de la riqueza” y que rinde utilidad para el diseño de las instituciones.
Los vicios en la adquisición de pertenencias son usuales, naturales e inevita-
bles. La imposibilidad de evitarlos y detectarlos también. Esta falencia no
puede servir de obstáculo para la implementación de correcciones, porque de
lo contrario se corre el riesgo de tomar el análisis ético-político en un recur-
so argumental meramente formal.
La injusticia de las adquisiciones de propiedad derivadas de vicios (tales co-
mo actos de corrupción, defraudaciones, aprovechamiento de posiciones de
poder, etc.), en su gran mayoría imposibles de detectar, hace necesario que la
teoría política asuma esa realidad a la hora de diseñar las instituciones, gene-
ralizando el principio de rectificación, mediante herramientas que adquieren
la forma de distributivas (porque habilitan una redistribución), pero que en
realiclad son retributivas, poi-que se fundamentan en la existencia de vicios
que generan la necesidad de modificar las relaciones de propiedad.
Se podría objetar que la consagración de uri principio tal podría habilitar la
lesión injusta o innecesaria de derechos individuales. Pero ese menoscabo de
derechos es el mismo que por ejemplo se admite naturalmente para garanti-
zar la seguridad. Todos los individuos, incluyendo a los que no cometen deli-
tos, asumen, dentro de límites razonables, la restricción de ciertos derechos y
de su libertad en pos de permitir el funcionamiento de los sistemas de segu-
ridad. Y en el caso de los derechos y libertades económicas ocurre lo mismo:
es necesario establecer restricciones (que tal vez puedan ser catalogadas de
injustas cuando quien las padece no incurrió en vicio alguno ) que permitan
la vigencia del principio histórico de justicia de las pertenencias.
Esta generalización de la corrección histórica, convalida, entonces, el estable-
cimiento de restricciones al derecho de propiedad y a ciertas reglas del fun-
cionamiento del mercado, en vista a recomponer los derechos afectados por

Y que no se diferencian en nada de, por ejemplo, la obligación de detener un vehícu-


lo ante una orden policial en el marco de un control vehicular de rutina. En ese caso todos de-
bensometer-se a la inspección (que en sí misma constituye una restricción de derechos) sin
que el hecho de no haber corrietido vicio (delito) alguno pueda neutralizar In momentánea pri-
vación del clerecho a la libertad.

22 Primera parte
ciertas prácticas usuales del comportamiento social, que conllevan la afecta-
ción del derecho de los demás.
En otras palabras, los comportamientos ilegítimos y corruptos que no se pue-
den comprobar judicialmente por la propia naturaleza defectuosa del sistema
de justicia (y porque, en general, quienes los cometen lo hacen al amparo del
propio Estado en el que se encuentran enquístados), justifican éticamente insti-
tuciones en apariencia redistributivas . Planteado de otro modo, el costo eco-
nómico qvie ocasionan los actos de corrupción que necesariamente deben qcie-
dar impunes para asegurar la vigencia de las garantías individuales (que no pue-
den ceder bajo ningún punto de vista con la finalidad de reprimir esos compor-
tamientos delictivos), es saldado mediante este tipo de herramientas correctivas.
El establecimiento de estas correcciones de política económica es una al ter-
nativa mucho más saludable, frente a la perniciosa tendencia de relajar las ga-
rantías constitucionales con el objeto de reprimir los actos de corrupción, que
se traduce en institutos tales como la responsabilidad penal de las personas
jurídicas, la administrativización del derecho penal40 la sanción de ilícitos
tributari 41 la inversión de la carga de la prueba en ciertos delitos cometi-
dos por funcionario 42 la asunción de criterios probatorios que conducen de
hecho a la responsabilidad objetiva en los casos de corrupción43 , entre otros
recursos refíidos con el estado de derecho.
En lugar de ello, y con el fin de preservar a la vez la justicia en las relaciones
de propiedad y la vigencia de las garantías básicas del estado de derecho, creo
que la generalización del principio de rectificación es la alternativa preferible
en el marco del Estado liberal de derecho.
El mismo modelo de generalización puede aplicarse respecto de la restricción
histórica de LocK:n, en virtud de la cual la adquisición de una propiedad sólo es
válida en la medida en que se deje suficiente y bueno para los demá 44 Si bien

39 Reitei o, esto no significa que estas instituciones deban ser efectivamente implemen-
tadas, sino simplemente que se encuentran moralmente justificadas, incluso (y a mi juicio),
en el marco de la teoría hiper libertaria de Robert Nozicx.
40 Que se expresa en la delegación de funciones punitivas a Órganos estatales tales co—
mo el Banco Central o diversas secretaríiis del Poder Ejecutivo Nacion:il, frente a cuyas deci—
siones existe luego un recurso ante la justicia.
41 Jn este ámbito, en la Argentina se ha llegado al colmo de establecer tina pena de 3
altos y medio para la evasión agrav:ida (art. 8, ley 24.769), con el objetivo manifiesto de evi-
tar la excarcelaciÓn durante el proceso (debido a que en la Argentina —aunque parezca desca-
bellado— ese mínimo de pena obsta a la libertad caucionacla).
42 Como ocurr‘e con el delito de enriquecimiento ilícito de los funcionarios publicos del
art. 268. 2 del CP argentino.
43 lo ocurre en razÓn del modo en que, de hecho, se construven las hipótesis delicti—
vas y las presunciones en torno de esos delitos, en los que la prueba de una intervención ob-
jetiva en un contrato, negociación o tratativa es transformada en una prueba de culpabilidad
irrebatible, frente a la cual prácticamente no hay defensa posible. Ello ha ocurrido en la Ar-
gentina con motivo de la caza de brujas iniciada tiempo atrás en torno de 1:i presunta corrup-
ciÓn enquistada en el poder
44 No»ce, » rpti/n, Es l a do v Li fopín, cit., p. 177.

Puntos de partida 25
Nozicx otorga un efecto bastante limitado a esta restricción 4 , creo que consti-
tuye una pauta ética esencial en países con una alta exclusión social (como por
ejemplo los países latinoamericanos), en los que como consecuencia de la con-
nivencia entre un Estado corrupto y grupos económicos parasitarios de él, gran
parte de la población ha sido apartada del acceso a los bienes de los que los de-
más pueden usufructuar. En estas sociedades los excluidos se encuentran en la
misma situación de los que no pueden acceder al único manantial del desierto
y esa es una realidad empírica incontrastable, por lo que la estipulación histó-
rica de Locxs Culmina la validez ética de gran parte de las adquisiciones de pro-
piedad, habilitando moralmente criterios aparentemente redistributivos.

3. Contrapeso de poderes
En todas las sociedades, en todos los sistemas económicos y en todos los sis-
temas políticos, se producen inevitablemente concentraciones de poder en
ciertos grupos de personas y desigualdades en la cantidad de poder que cada
ciudadano tiene. La experiencia histórica demuestra qtie no existe sociedad ni
sistema económico o político en el que ello no ocurra.
En el sistema democrático capitalista se producen concentraciones de poder
económico y desigualdades en la cantidad de poder que los distintos ciudada-
nos tienen. Esas desigualdades son éticamente válidas en la medida en que
hayan sido fruto de adquisiciones legítimas y no lo son cuando resultan de un
vicio previo (ya hemos visto la consecuencia de ello al analizar el principio de
rectificación).
Pero, con independencia de la legitimidad moral de la desigualdad fácticaªª,
esas situaciones generan el marco propicio para la producción de transferen-
cias intersubjetivas ilegítimas, del mismo modo en que la portación de un ar-
ma constituye un peligro para la vida e integridad física de los demás. Y, así
como se establecen restricciones de las más variadas a la tenencia de armas,
el Estado debe regular y establecer contrapesos a la actividad de los polos de
poder. Sobre todo cuando el poder real de esos polos son equiparables al del
propio Estado.
No me cabe duda de que no puede haber libertad sin mercado. Pero tampoco
puede haberla sin un Estado que prevenga las situaciones de abuso que inevi-
tablemente produce la necesaria y también inevitable desigualdad fáctica.
Por una razón utilitaria es conveniente que se establezcan ciertas restriccio-
nes preventivas a la libertad económica en miras a garantizar igual libertad a
todos los ciudadanos. Pero es evidente que este argumento no es válido como
excusa para restringir las libertades de los menos poderosos de una sociedad,
porque en tal caso derivaría en una canallada.

45 NoZicx, Anarqu ía, Hsicido y utopía, cit., dice: “Creo que el libre funcionamiento de un
sistema de mei end o rio entrará realmente en co]isibn con la estipulación lockeana (. . . ) Sí es-
to es correcto la estipulación no desempeñará un papel muy importante en las actividades de
las agencias de protección y no proporcionará una oportunidad significativa para la acción
futura del Estado” (p. 182); v ”la línea base para la comparación es tan baja en comparaciÓn
con la productividad de la sociedad con apropiaciÓn privada que la cuestiÓn de que la estipu-
lación de Locke sea violada surge únicamente en el caso de catástrofe (o en la situaciÓn de is—
la desierta)” (p. 181).
4 A diferencia de la desigualdad jurídica que eS moralmente reprobable.

24 Primera parte
III. Justificación moral de la pena

La justificación del castigo (como de cualquier otra institución) pue-


de examinarse tanto desde el punto de vista externo como interno. En el
primer caso se trata de determinar si axiológicamente es admisible que el
Estado imponga penas a los ciudadanos (o, dicho de otro modo, que una
persona castigue a otra) y, en el segundo, de establecer si el derecho posi-
tivo lo admite. En ambos casos el criterio de legitimación determina ade-
más las condiciones de procedencia de la pena.
A continuación, y luego de exponer los principales criterios ensaya-
dos por diferentes autores, trataré de esbozar una teorfa de la pena cohe-
rente con las pautas de legitimación axiológica del Estado mínimo, basa-
do en la libertad y autonomía personales como principio básico de todo
análisis ético-político. Ella servirá fundamentalmente como pauta ético-
política, pero también como criterio de legitimación interna en las cons—
tituciones orientadas decididamente a contener el poder punitivo, como
ocurre por ejemplo con la Constitución de Argentina (CN).
Antes de comenzar el análisis de las diferentes posiciones, me parece
oportuno citar un pasaje de Federich NIETZSCHE III Gerie‹z/ogi‹z de la moral
(1887), que pone de manifiesto de modo crítico los diferentes sentidos que
se asignan al castigo:

“Para que nos podamos representar cuán incierto, sobreañadido, acci-


dental es el 'sentido’ del castigo, cómo un mismo procedimiento puede ser uti-
lizado, interpretado, plasmado en punto de mira esencialmente distintos, ved
aquí el croquis que he podido componer, gracias a materiales relativamente
poco numerosos y todos fortuitos: Castigo, medio de impedir al culpable que
haga daño y que continue haciéndolo. Castigo, medio de emanciparse Ii-ente
al individuo lesionado, y esto bajo una forma cualquiera (incluso la de una
compensación bajo forma de sufrimiento). Castigo en cuanto restricción y li-
mitación de una perturbación del equilibrio, para impedir la propagación de
esta perturbación. Castigo, medio de inspirar el terror ante aquellos que re-
suelven y ejecutan el castigo. Castigo, medio de compensación para las venta-
jas de que el culpable ha gozado hasta ese momento (por ejemplo, cuando se
utiliza como esclavo en una mina). Castigo, medio de eliminar tin elemento
degenerado (en ciertas circunstancias, toda una rama, como lo prescribe la le-
gislación china; por consiguiente, modo de depurar la raza o de mantener un
tipo social). Castigo, ocasión de fiesta para celebrar la derrota de un enemi-
go, agobiándole a burlas. Castigo, medio de crear una memoria, ya en el que
sufre el castigo --esto es lo que se llama la ‘corrección’—, ya entre los testigos
de la ejecución. Castigo, pago de honorarios fijados por el poder que protege
al malhechor contra los excesos de la venganza. Castigo, compromiso con el
estado primitivo de venganza, en cuanto este estado primitivo es aún mante-

Puntos de partida
nido en vigor por razas poderosas que le reivindican como un privilegio. Cas-
tigo, declaración de guerra y medida de policía contra un enemigo de la paz,
de la ley, del orden, de la autoridad, a quien se considera como peligroso pa-
ra la comunidad, violador de los tratados que garantizan la existencia de esta
comunidad, rebelde, traidor v perturbador, y a quien se combate por todos los
medios de que la guerra permite disponer” (punto 13).
“Esta lista no es, en verdad, completa, pues claro está que el castigo en-
cuentra su utilidad en todas circunstancias. Por lo tanto, me será lícito tanto
más fácilmente retirarte una utilidad ’supuesta', cuanto que en la conciencia
popular pasa por su utilidad esencial: la fe en el castigo, que, por muchas ra-
zones, ha sido quebrantada hoy, encuentra aún en ella su más firme sostén”
(punto 14).

1. Las teorías tradicionales


El debate sobre las denominadas “teorías de la pena” constituye uno
de los clásicos items con los que comienza la discusión sobre el derecho
penal en el ámbito académico. Si se reduce la discusión a su mínima ex-
presión podemos identificar tres teorías legitimantes de la pena que se di-
viden en dos grupos: la teoría absoluta o retributiva que justifica la pena
en sí misma y sin relación alguna con su utilidad social, y las teorías rela-
tivas (prevención especial y prevención general) que justifican la sanción
penal como instrumento para evitar nuevos delitos47

1. a. Teoría de la retribución
1 a. a. £:l planteo. Kant y Hegel
La teoría retributiva justifica la pena como el mal que se impone a
quien cometiÓ uri mal: “ojo por ojo, diente por diente”. Partiendo de la
idea de dar a cada uno lo que se merece, la pena es un castigo que se im-
pone a quien comete un delito, por el hecho de haberlo cometido y con in-
dependencia de consideraciones tales como la personalidad, peligrosidad,
o propensión a la resocialización del autor, o de la repercusión social que
la sanción pueda tener. También se mezcla con esta teoría la idea de la ex-
piación, segiin la cual el castigo constituye un modo de purgar el delito co—
metido en el alma del autor.
Inmanuel INT es uno de los filósofos paradigmáticos de la concep—
ciÓn retributiva de la pena. En La metci[ísica ble las costt‹ittbre $ 48 S ostenía:
“La pena judicial Joeiia (orerisí s), distinta de la natural (poeuo iiatLtra/í s),
por la que el vicio se castiga a sí mismo y que el legislador no tiene en cuen-

47 Bzcc itiA, Cessare Bonesana, Marqués de, en De los delitos y ble las penas asume co-
mo válido el fin utili tario de la pena: “El fin, pues, no es otro que impedir al reo causar nue—
vos daños a sus ciudadanos y retraer a los demás de la comisión de otros iguales” (capítulo
12). En esta fórmula resume las ideas de prevención especial y general que se analizarán se-
guidamente.
48 INT, ItllmanueÍ, Izi metafísica cte las costii inbres (1797), trad. y notas de Adela COR-
TINA ORTS Jesüs Conirr SANcuO, Ed. Altaya, Barcelona, 1996.

26 Primera parte
ta en absoluto, no puede nunca servir simplemente como medio para fo-
mentar otro bien, sea para el delincuente mismo sea para la sociedad civil,
sino que ha de imponérsele sólo porque ha delinquido; porque el hombre
nunca puede ser manejado como medio para los propósitos de otro ni con-
fundido entre los objetos del derecho rea1” 49 “Pero ¿cuál es el tipo y el gra-
do de castigo que la justicia pública adopta como principio y como patrón?
Ninguno más que el principio de igualdad (en la posición del fiel de la ba-
lanza de la justicia): no inclinarse más hacia un lado que hacia otro (. . .) Só-
lo la ley del talidn (ire t‹i/tenis) puede ofrecer con seguridad la cualidad y
cantidad del castigo, pero bien entendido que en el seno del tribunal (no en
un juicio privado); todos los demás fluctúan de un lado a otro y no pueden
adecuarse al dictamen de la pura y estricta justicia, porque se inmiscuyen
otras consideraciones” 50 A tal punto sostenía su posición absoluta que
sentenciaba: “Aun cuando se disolviera la sociedad civil con el consenti-
miento de todos sus miembros (por ejemplo, decidiera disgregarse y dise-
minarse por todo el mundo el pueblo que vive en una isla), antes tendría
que ser ejecutado hasta el último asesino que se encuentre en la cárcel, pa-
ra que cada cual reciba lo que merecen sus actos y el homicidio no recai-
ga sobre el pueblo que no ha exigido este castigo: porque puede conside-
rársele como cómplice de esta violación pública de la justicia”ª *
Otro exponente filosófico de la teoría retributiva de la pena fue George
W. F. HEGEL, quien se ocupó especialmenté del castigo en su obra Ftloso[ía
del derecho 52 HEGEL COflCébía a Ía pena como un producto de la razón, co-
mo la negación del delito asociada a la realización de la justicia, y rechaza-
ba las concepciones utilitarias. Para HEGEL el castigo está implícito en El de-
lito: en la acción del delincuente “como acción de un ser racional, está
implícito algo universal: El QUE (for medio de ella esté instituida una ley, a la
que el delincuente ha reconocido para sí, y bajo la cual puede ser subsumi-
do, como bajo su Derecho”ªª, es que “el delito como voluntad nula contie-
ne en sí mismo su superación, que aparece como pena” 4 Es por ello que
“El delincuente es honrado como ser racional en el castigo, que es manteni-
do como portador de su derecho particular. Ese honor no llega a él si el con-
cepto y la norma del castigo no se toman de su mismo acto y si el delincuen—
te es considerado como un animal dañino al que habrfa que hacer
inofensivo, o a los fines de la intimidación y de la corrección”ªª. En defini-
tiva la cuestión del castigo “no se trata meramente ni del mal, ni de éste o

49 T, f×z meta[ísica de los cc›stumbres, cit., p. 166 (n" 33 l ).


, f‹z mern/ís íczi z/e las costuinbres, cit. , p. 167 (n” 332).
' K/ iT, In meta[ís ica de las costtt mbres, cit . , ps. 168- 169 (n“ 333).
'HrcrL, George W. F. , Filoso[ía del derecho, en “Nuestros Clásicos”, n” 51, 2” ed., Ed.
Unix'ersidad Nacional Autónoma de México, 1985.
’ HEGrr, Filoso[ía del clereclio, ei t . , ps. 108- 109.
34 Hacer, ft/oso(/n clel clerecho, cit., p. 110.
55 HEGEL, Filosofía del derecho, cii., p. 109.

Puntos de partida
aquel bien, sino claramente de lo injusto y de la justicia”ªª. “El castigo es la
superación del delito, pues según su concepto es la vulneración de la vulne-
ración” fi7¡ por ello es que “el delito debe negarse, no como la producción de
un mal, sino como la vulneración del Derecho como Dert2ChO” 58, Vemos co-
mo esta concepción es notablemente cercana a la teorfa de la prevención ge-
neral positiva que se analiza más adelante (in[ra III. 1. c. b).
Esta idea de la negación del delito por medio de la pena fue dura-
mente criticada Jlor NlETZSCHn quien, por boca de su Zaratustra, espetó:
“Ninguna acción puede ser destruida: ¡cómo podría ser anulada por el
castigo!” 59

:L a. b. Ventajas y objeciones
La idea de retribución tiene la ventaja de ser respetuosa del principio
de culpabilidad penal (que luego se analizará), ya que concentra su aten-
ción en el merecimiento individual que se vincula fntimamente a la idea
de reproche. También presupone el respeto de los principios de la acción
y lesividad (que luego se analizarán), ya que el reproche se efectúa inelu-
diblemente respecto de una conducta dañosa. El respeto de la relación re-
tributiva entre la acción y la reacciÓn es una condición necesaria de la le-
gitimidad del castigo, y ése es uno de los aspectos que debe rescatarse de
esta teoría60,
Me parece importante destacar dos de las tantas objeciones que se di-
rigen a esta posición. El primer problema que se presenta a una teoría de
este tipo, es el de explicar de dónde surge la facultad del Estado para im-
poner penas exclusivamente en función del merecimiento individual y con
total independencia del logro de determinado objetivo; si partimos de la
base de que el Estado no puede hacer nada más que aquello que los indi—
viduos podían hacer en el estado de naturaleza, esta teoría exigiría justifi-
car previamente la potestad de los individuos para aplicar una pena por el
mero afán retributivo. Esta objeción se relaciona con otra, que critica el
contenido expiatorio de la pena, ya que con ello se confunde peligrosa-
mente la moral con el derecho; la eventual expiación interna del alma del
autor es totalmente indiferente al Estado, al menos como objetivo a per-
seguir, ya que no es función del sistema penal expiar almas descarriadas.
La otra objeción fuerte a la teorfa retributiva surge a partir de la crf-
tica a la operatividad real del aparato punitivo, ya que en razÓn de la se-

56 HrczL, Filoso[ía del derecho, cit., p. 107.


37 HrccL, Fíloso(/n del derecho, cit., p. 109.
58 Hucrr, Filosofía del derecho, cit., p. 108.
” NieizSCHE, Féderich, Así habló Zaralustra, capítulo 42.
" Esta relación es lo que FnRRAfOkl denomina “principio de retribucidn o del carácter de
consecuencia del delito que tiene la pena, que es la primera garantía del derecho penal” (De-
recho y razdn, cit., p. 368).

28 Primera parte
lectividad intrínseca del sistema, la responsabilidad penal no se atribuye
en función del merecimiento por la comisión de un delito, sino en razÓn
de las causas que motivan que una persona sea seleccionada por las agen-
cias del sistema penal. Por ello, la retribución serfa una ficción, encubri-
dora de una violación palmaria del principio de igualdad.
Esta crítica tiene cierto sentido axiológico pero desconoce el hecho de
que la suerte de unos de no recibir una reacción punitiva por su acción no
deslegitima la justicia de la pena impuesta al que fue atrapado por el siste-
ma. La selectividad es inevitable en todos los ámbitos del derecho y no só-
lo del penal, y lo serfa más aún en un sistema que devolviera el conflicto a
sus verdaderos protagonistas, mediante la reversión de la expropiación del
conflicto. En tal caso alguien podrfa objetar que tuvo la mala suerte de to-
parse con una víctima vengativa e intransigente que ejerce su derecho has-
ta el final, mientras que en otras situaciones similares existen víctimas más
compasivas. No me parece contraintiutivo sostener la justicia de la retribu—
ción frente a quien decide libremente afectar el derecho de otro asumiendo
la posibilidad de que ese otro le retribuya totalmente su acción.

1. b. Teoría de la prevención especial


Justifica la pena por su efecto sobre el autor del delito: la sanción
penal evita delitos porque actúa sobre el delincuente, neutralizándolo
(prevención especial negativa) o resociali zándolo (prevención especial
positiva).

1. b. a. Prevención especial negativa


Considera que la pena tiene como fin neutralizar al autor, lo que se
logra mediante su eliminación definitiva (pena de muerte) o su exclusión
del seno social (encarcelamiento) por determinado lapso. La lógica es
simple: como el autor es la causa del delito nada mejor que impedirle que
lo cometa.
Es la teorfa más antipática para la doctrina, porque no sólo se entro-
mete con la personalidad del autor, sino que se desentiende de su modifi-
cación por vfa de la resocialización. Aunque es tal vez la más sincera, por—
que resume el objetivo principal de quienes esgrimen una pretensión
punitiva: en el fondo de los razonamientos más populares sobre el por qué
castigar subyace la idea de que la pena neutraliza a quien se dedica a co-
meter delitos. De hecho se suele considerar que a mayor cantidad de pre-
sos menor cantidad de delitos, justamente por este efecto neutralizadoT.
Una manifestación concreta de este tipo de criterios preventivos, es-
tá dada por la pena de inhabilitación, que impide al autor de un delito
continuar ejerciendo la actividad en el marco de la cual lo cometió.

1. b. b. Prevencidn especial positiva


Concibe a la pena como un instrumento para resocializar al autor. La
pena evita delitos modificando la personalidad del sujeto que los comete,
transformándolo en un ser apto para la vida en sociedad.

Puntos de partida 29
Esta teoría se encuenti-a fntimamente vinculada al derecho penal de
autor (íii/ra IX. 1), ya que sólo una concepción de este tipo puede justifi-
car la pena y supeditar la obtenciÓn de beneficios tales como su acorta-
miento, en función de la modificación de la personalidad del individuo.
En realidad, la comisión del delito es una excusa para modificar al sujeto
conforme la ideología que satisface a la mayoría. La pena no se vincula al
hecho delictivo sino a sus causas: el autor.
Existe una noción subyacente a esta problemática que es la siguien-
te: “el que comete un delito tiene una personalidad propensa a ello; el que
tiene esa personalidad es peligroso para la sociedad; por ello debe ser mo-
dificado”. La idea que sustenta esta noción no parece contraintuitiva al
menos desde una óptica del sentir de la comunidad y en relación a deter-
minados conflictos. La experiencia y el sentido común parecerían indicar
que en general las personas que cometen delitos (sobre todo cuando se co-
meten ciertos delitos) lo hacen con cierta asiduidad y muchas veces como
medio de vida.
Sin embargo, esto presenta básicamente dos objeciones. La primera:
desde la posición de moral institucional asumida como válida en la que la
persona y su libertad son inalienables, no existe posibilidad alguna de re-
probar la forma de ser de un sujeto. La segunda, aun quienes desde una
posición colectivista defienden el derecho de la sociedad de incidir en la
personalidad de los individuos, tienen el problema de no poder asignar
causalmente la personalidad de un sujeto con sus actos delictivos. Más
adelante (iri/rn ndderidn 2) veremos que este segundo “problema” podría
ser superado (real o fícticiamente) en el futuro y que la íinica valla a una
teoría de este tipo es la firme defensa de la autonomía personal.
Se suele defender esta posición diciendo que la resocialización no es
una teoría de justificación de la pena en st misma, sino que se trata del fun-
damento de la etapa de ejecución. Este argumento, lejos de superar las ob—
jeciones a la prevenciÓn especial positiva las confirma con creces. Sostener
que la resocialización es la finalidad de la ejecución pero no la de la amena-
za e imposición de la pena en sí, equivale a decir que el Estado se aprove-
cha de la situación de penado del individuo para convertir su personalidad
o, desde otro enfoque, que ciertas personas (los penados) no tienen los mis-
mos derechos a la autodeterminación que los demás (los no penados). En
definitiva, lo que habilita la resocialización no es la comisión de un delito
sino la condición personal del sujeto (su calidad de condenado), lo que
constituye claramente un razonamiento propio del derecho penal de autor.
Otro problema que trae a colación la resocialización es el derecho a
la igualdad que, en general, no tiene una definición jurídica precisa y se
presta a confusiones lamentables. El derecho a la igualdad adquiere su
verdadero significado frente a la diferencia, ya que es justamente cuando
varios individuos di[erentes entran en conflicto cuando necesitan ser tra-
tados corno iguales, esto es, considerados por la ley de la misma forma.
Cuando los partícipes del conflicto están de hecho en una situación de
igualdad, el clerecho a la igualdad, no tiene mucho que hacer, ya que la
igualdad está dada por las propias circunstancias. El verdadero problema

Primera parte
se presenta cuando se produce un conflicto entre dí/ereites y en razÓn de
esa diferencia; es allí donde este derecho se torna operativo imponiendo
el tratamiento igualitario entre todos los protagonistas. El derecho a la
iguialdad, exige el tratamiento igual entre los diferentes y ello impide igua-
larlos fácticamente (por ejemplo mediante el /nvado de cerebro resocializa-
dor), ya que ello significarfa anular la diferencia haciendo prevalecer la
pretensión de uno por sobre la del otro, lo que evidentemente rompe el
tratamiento igualitario. Me parece claro que resocialización significa la
absorción de un individuo por parte de otro u otros. Es la pretensión co-
lectivista más omnipotente de todas, ya que constituye el reemplazo de la
persona por un autÓmata al servicio de la sociedad o del Estado.
FERRAJOLi es contundente en cuanto a que “cualquier tratamiento pe-
nal dirigido a la alteración coactiva de la persona adulta con fines de recu-
peración o de integración social no lesiona sólo la dignidad del sujeto trata-
do, sino también uno de los principios fundamentales del estado
democrático de derecho, que (. . .) es el igual respeto de las diferencias y la
tolerancia de cualquier subjetividad humana, aun la más perversa y enemi-
ga, tanto más si está recluida o db’ciialquier otro modo sometida al poder
punitivo. En la iiiedida en que es realizable, el fin de la corrección coactiva
de la persona es por consiguiente una finalidad moralmente inaceptable co-
mo justificación externa de la pena, violando el primer derecho de cada
hombre que es la libertad de ser él mismo y de seguir siendo como es”6l
Tal vez como fruto de la moda o por la obnubilación que producen
las buenas intenciones (que olvidan que los derechos y garantías son me-
dios y no fines utópicos) muchos tratados internacionales y textos cons-
titucionales adoptan expresamente esta teoría de la pena, limitando se-
veramente los derechos a la autonomía individual, a la intangibilidad de
la personalidad humana y a la autodeterminación. Entre los primeros es
necesario citar la Convención Americana sobre Derechos Humanos
(CADH) que en su art. 5, inc. 6, dispone: “Las penas privativas de la li-
bertad tendrán como finalidad esencial la reforma y readaptación social
de los condenados” y el Pacto Internacional de Derechos Civiles y Políti-
cos (PIDCP), que en su art. 10, inc. 3, establece que “El régimen peniten-
ciario consistirá en un tratamiento cuya finalidad esencial será la refor-
ma y la readaptación social de los penados”. Y entre los textos locales
establecen disposiciones de este tipo las constituciones de Españaª², El

6 1 FrRii.AioLi, Derecho v ra7ón, cit., p. 272.


62 ículo 25, inc. 2: “Las penas privativas de libertad y las medidas de seguridad esta-
rán orientadas hacia la reeducaciÓn y reinserción social y no podrán consistii en trabajos for—
zados. El condenado a pena de prisión que estuviere cumpliendo la misma gozarú de los dete-
chos fundamentales de este Capítulo, a excepción de los que se v'ean expresamente limitados
por el contenido del fallo condenatorio, el sentido de la pena y la ley penitenciaría. En todo ca-
so, tendr:1 derecho a un trabajo remunerado v a los beneficios correspondientes de la Seguri-
dad Social, así como al acceso a la cultura y al desarrollo integral de su personalidad”.

Puntos de partida
Salvador63 Uruguay 64 Honduras 65 Paraguayªª, Panam 67 Méxicoª ,
Nicaragua69

El art. 27, 3“ párr., dispone: “El Estado organizará los centros penitenciarios con ob-
jeto de corregir a los delincuentes, educarlos y formarles hábitos de trabajo, procurando su
readaptación y la prevenciÓn de los delitos”, asimismo en el art. 13, 4º párr,. consagra un pe-
ligroso criterio preventivista respecto de las medidas de seguridad: “Por razones de defensa
social, podrán ser sometidos a medidas de seguridad reeducativas o de readaptación, los su-
jetos que por su actividad antisocial, inmoral o dañosa, revelen un estado peligroso y ofrez-
can riesgos inminentes para la sociedad o para los individuos. Dichas medidas de seguridad
deben estar estrictamente reglamentadas por la ley y sometidas a la competencia del Órgano
Judicial”.
’El art. 26 dispone “A nadie se le aplicará la pena de muerte. En ningún caso se per-
mitirá que las cárceles sirvan para mortificar, y sI sólo para asegurar a los procesados y pena-
dos, persiguiendo su reeducacidn, la aptitud para el trabajo y la profilaxis del delito” (déStaClldO
agregado).
65 Artículo 87: “Las cárceles son establecimientos de seguridad y defensa social. Se pro-
curará en ellas la rehabilitación del recluido y su preparación para el trabajo”.
“ Artículo 20: “Del objeto de las penas: Las penas privativas de libertad tendrán por Ob-
jeto la readaptación de los condenados y la protección de la sociedad. Ouedan proscritas la
pena de confiscación de bienes y la de destierro".
67 Artículo 28: “El sistema penitenciario se funda en principios de seguridad, rehabili-
tación y de defensa social. Se prohíbe la aplicación de medidas que lesionen la integridad fí-
sica, mental o moral de los detenidos. Se establecerá la capacitación de los detenidos en ofi-
cios que les permitan reincorporarse útilmente a la sociedad. Los detenidos menores de edad
estarán sometidos a un régimen especial de custodia, protección y educación”.
68 Artículo 18: “SÓlo por delito que merezca pena corporal habrá lugar a prisiÓn pre-
ventiva. El sitio de ésta será distinto del que se destinare para la extinciÓn de las penas y es-
tarán completamente separados. Los Gobiernos de la Federocidn y de los Estados orgori íznrÓri
el sistema penal, en sus respectivas jurisdicciones, sobre la base del trabajo, la capaciiacidn pa-
ra el mismo y la educación como medios para la readaptación social del delincuente. Las muje-
res compurgarán sus penas en lugares separados de los destinados a los hombres para tal
efecto. Los Gobernadores de los Estados, sujetándose a lo que establezcan las leyes locales
respectivas, podrán celebrar con la FederaciÓn convenios de carácter general, para que los
reos sentenciados por delitos del orden común extingan su condena en establecimientos de-
pendientes del Ejecutivo Federal. fzi Federacidn v los Gobiernos de los Estados establecerdn ins-
tituciones especiales para el tratamiento de menores infractores. Los reos de nacionalidad Mexi-
cana que se encuentren compiirgrirido peitns en pafses extranjeros, podrán ser trasladados a la
Repíi blica para que cumplan sus condenas con base en los sistemas de readapiacidn social pre-
vistos en este artículo, y los reos cte nacionalidad extranjera sentenciados por delitos clel orden [e-
deral en toda la Repíi blica, o clel [uero comiin en el Distrito Fecleral, podrdn ser trasladados al
país de su origen o residencia, sujetándose a los Tratados Internacionales que se hayan celebra-
rlo pum ese e[ecto. Los gobernadores de los Estados podrán solicitar al Ejecutivo Federal, con
apoyo en las leyes locales respectivas, la inclusión de reos del orden común en dichos Trata—
dOS. El traslado de los reos sÓlo podrá efectuarse con su consentimiento expreso. Los senten-
ciados, en los casos y condiciones que establezca la ley, podr:in compurgar sus penas en los
centros penitenciarios más cercanos a su domicilio, a fin de propiciar su reintegración a la co-
munidad como forma de readaptación social” (destacado agregado).
69 Artículo 39: “En Nicaragua, el sistema penitenciario es humanitario y tiene como ob-
jetivo fundamental la transformaciÓn del interno para reintegrarlo a la sociedad. Por medio
del sistema progresivo promueve la unidad familiar, la salud, la superaciÓn educativa, cuItu-

Primera parte
1. b. c. inconstitucionalidad de la resocia/ización en la República Arj¡(entina
En el caso de la Constitución argentina, se sostiene que a partir de la
reforma de 1994 (que en su art. 75, inc. 22, incorporó diversos pactos in-
ternacionales al texto constitucional, entre ellos, la CADH y el PIDCP ya
citados) la función resocializadora de la pena tiene estatus constitucional.
No comparto ese punto de vista.
El art. 75, inc. 22, de la Constitución argentina, luego de detallar los
pactos internacionales que quedan incorporados al texto constitucional
establece que dichos tratados “no derogan artículo alguno de la primera
parte de esta Constitución y deben entenderse complementarios de los de-
rechos y garantías por ella reconocidos”. Debe hacerse notar que en el de-
recho argentino los principios, derechos y garantías de la primera parte de
la Constitución son considerados normas de una jerarquía especial y es
por ello que el constituyente los protege de cualquier tipo de afectación
por parte de los tratados.
Una pena resocializadora viola frontalmente derechos y garantías de
la primera parte de la Constitución argentina:
a) El art. 19 constitucional (que será analizado en detalle in[ra XI)
consagra el derecho a la libertad al impedir que el Estado se entrometa en
todo aquello que no sea una acción que afecte a terceros. De este modo ve-
da toda institución propia del derecho penal de autor. Como se verú, todo
aquello que sea anterior a la acción dañosa (las acciones no lesivas, las
ideas, la personalidad) es inalcanzable para los magistrados y para la ley.
De esta disposición se desprende que toda persona tiene derecho de pen-
sar y ser como es y como quiere, y que esas circunstancias no pueden ser
objeto de desvaloración jurídica. Al ciudadano le es lfcito, incluso, pensar
que el derecho está equivocado y que las conductas violatorias de la ley
son loables. Hasta tiene derecho de querer reincidir a su salida de la cár-
cel o durante su estadía en ella.
b) El art. 14, CN, establece la garantía de “difundir las ideas. . .” lo que
presupone indiscutiblemente el derecho de tener ideas, ya que esa tenen-
cia es necesariamente previa a la difusión (quien puede lo más puede lo
menos: quien tiene derecho de difundir algo primero tiene derecho de te-
nerlo). Si las personas tienen derecho a tener sus propias ideas, es indu-
dable que ese derecho no puede ser afectado mediante la pretensión esta-
tal de lavarles el cerebro conforme los cánones de la mayorfa o de quien
detenta el poder o de quien controla las usinas de opinión.
c) El art. 16, CN, consagra el derecho a la igualdad, que no es más que
el derecho de todos (los iguales y los diferentes) a ser tratados por la ley

ral y la ocupación productiva con remuneraciÓn salarial para el interno. Las penas tienen un
car:ácter reeducativo. Las mujeres condenadas guardarán prisión en centros penales distintos
a los de los hombres y se procurará que los guardas sean del mismo sexo”.

Puntos de partida —
de igual modo. Como ya se dijo, el principal sentido normativo de este de-
recho existe ante la diferencia, porQue es precisamente ante elÍa que se po-
ne en riesgo la igualdad de trato. Al condenado por un delito se lo sancio-
na por haber violado las reglas sancionadas por la mayoría y muchas
veces ocurre (y por ello se presenta el afán resocializador), que el autor del
delito no está de acuerdo con esas reglas; por ejemplo, puede ocurrir que
el condenado por hurto no esté de acuerdo con la protección legal del de-
recho de propiedad y que considere que su conducta de arrebatar las per—
tenencias ajenas es éticamente intachable. La modificación coactiva de la
personalidad del autor para que deje de pensar que puede afectar la pro-
piedad ajena viola el principio de igualdad porque importa no admitir la
diferencia y no tratar de igual modo a los desiguales. Así como ese delin-
cuente no tiene derecho a obligar a los demás a no creer en el derecho de
propiedad, la mayoría que sí cree en ese derecho no tiene derecho de obli-
gar al delincuente a compartir sus creencias.
Esta inconstitucionalidad tiene como efecto impedir la imposición
coactiva de la resocializaciÓn y el establecimiento de premios y castigos
en función de ella. Nadie puede tener una pena mejor o más corta por ha-
ber aceptado un “tratamiento”, como tampoco puede ocurrir lo contrario.
Sin embargo, ello no significa que las cláusulas analizadas no tengan nin-
gún efecto jurídico porque existe un sentido complementario acorde a la
CN. Creo que las cláusulas que establecen el fin resocializador de las pe-
nas tienen un efecto negativo concreto: prohibir penas que disocien al in-
dividuo y que le dificulten o impidan su vuelta a la vida en sociedad. Las
penas no deben resocializar porque ello atenta contra la libertad indivi-
dual, pero tampoco deben asocializar al individuo que la padece. Incluso
desde la óptica del principio de utilidad es inaceptable una pena de este
tipo, ya que ella promueve nuevos delitos.
Y en las Constituciones en las que la resocializaciÓn es admitida sin
mús como teoría de la pena, debe llevarse a cabo una interpretación armó-
nica con el resto de los principios constitucionales. Si bien ello es a veces
difícil desde el punto de vista de la lógica de la argumentación, el sentido
normativo de los principios del derecho penal liberal permite establecer
una relaciÓn de contención de éstos respecto de las necesidades preventi-
vas. También en esos textos la función resocializadora debe ser interpre-
tada de modo negativo, como la prohibición de una pena que disocie al in-
dividuo, que lo aparte de la sociedad y que le imponga coactivamente
valores ajenos a los que presuntamente el derecho penal está llamado a
preservar. Una cárcel en la que rigen parámetros de vida y de relaciones
de autoridad incompatibles con la vigencia de los bienes jurfdicos penal-
mente tutelados, es inadmisible desde el punto de vista de la resocializa-
ción, porque la contradice abiertamente.
Respecto de la ConstituciÓn argentina, es necesario destacar, además,
que su art. 18 se refiere concretamente a la pena en estos términos:

“Ouedan abolidos para siempre la pena de muerte por causas políticas,


toda especie de tormento y los azotes. LaS CárceléS de la Nación ser-án sanas

34 Primera parte
y limpias, para seguridad y no para castigo de los reos detenidos en ella, y to-
da medida que a pretexto de precaución conduzca a mortificarlos más allá de
lo que aquélla exija, hará responsable al juez que la autorice”.

A primera vista parecería que la pena es concebida en función de la


seguridad general, pero no me parece que ello sea así. A mi juicio esta dis-
posición tiene como sentido fijar un contenido humanitario a la pena de
prisiÓn. La norma no niega que el encierro sea un castigo porque sería co-
mo negar que el agua es líquida; lo que la norma prohíbe es que, al casti-
go ínsito en la pena misma, se le agregue otro adicional en el curso de la
ejecución. En otras palabras, habilitada constitucionalmente la pena de
encierro, se establece que su ejecución debe tener por finalidad la preser-
vación de los derechos del detenido.

1. c. Teoría de la prevención generai


Justifica la pena por el efecto que tiene en la comunidad como instru-
mento de propaganda, del castigo (prevención general negativa), o de la
vigencia de la norma (prevención general positiva).
1. c. a. Prevención general negativa
Se construye sobre la idea de la disuasión: la pena aplicada al autor
del delito asusta a los miembros de la sociedad y los motiva a abstenerse
de cometer delitos. Es lo que se denomina coacción psicológica.
Este efecto se asigna tanto a la sanción de la ley penal (que de por sí
atemoriza a los ciudadanos con la amenaza de un mal) como a la aplica-
ción concreta de la pena a quien cometió un delito, ya que con ello se
asusta a los demás para que no hagan lo mismo.
Se la critica diciendo que el Estado estaría utilizando al condenado
para lograr fines sociales. No se lo castigarfa por lo que hizo sino por la
necesidad de obtener un rédito con la sanción que se le aplica. Se dice que
esto viola la máxima kantiana según la cual las personas no pueden ser
utilizadas como un medio sino como un fin en sí mismas.

1. c. b. Prevención General positiva


Según esta teoría, la finalidad de la pena es restablecer la vigencia de
la norma que se vio desautorizada por el delito. El delito niega la vigencia
de la ley y la pena niega esa negación con lo cual afirma el imperio de la
norma. DiCt2 JAKOBS, “Misión de la pena es el mantenimiento de la norma
como modelo de orientación para los contactos sociales. Contenido de la
pena es una réplica, que tiene lugar a costa del infractor, frente al cuestio-
namiento de la norma” 70 misión de la pena es “reafirmar la vigencia de

70 xoas, Güntei; Derecho penal. Parte general. Fu nclameritos y teoría de la imputación ,


trad. de Joaquín Cvrnro CoxTitums y José Luis SrRRANO GONzÁLEz DE MURILLO, Ed. Marcial
Pons, Madrid, 1995, p. 14.

Puntos de partida
la norma" 7l . Como se adelantó previamente, la similitud con el criterio re-
tributivo hegeliano es manifiesta y así lo reconoce el propio JAKOBS 72
Creo que esta teoría dice muy poco sobre la justificación de la pena
como institución. En realidad, la necesidad de mantener la vigencia de la
norma mediante una pena requiere la previa existencia de la norma y de
la pena como sanción asociada a ella. Es evidente que esta justificación
parte de la norma penal y de la pena como entes existentes y las legitima
a partir de sí mismas con lo que incurre en un razonamiento circular: co-
mo la norma penal impone una pena, su vigencia exige la aplicación de la
sanción cuando alguien incumple el mandato normativo. Nada más obvio,
ya que en ese esquema lo que justifica la aplicación de la sanción amena-
zada es la amenaza misma: ¿para qué se anuncia una pena si no se la va a
aplicar? Si el anuncio es serio (la ley debería serlo) la pena debe ser apli-
cada si se comete un delito; por lo tanto, lo que en realidad justifica la apli-
caciÓn de la pena no es la necesidad de mantener la vigencia de la norma
sino la norma misma: la ley que establece la sanción justifica la sanción.
Pero de lo que se trata es de fundamentar axiológicamente la propia
existencia de la norma penal. Y ello no se consigue con el criterio del man-
tenimiento de la vigencia de la norma, porque la justificación sobre su va-
lidez es una tarea previa a la propia existencia de la ley.
Por ello, creo que la teoría de la prevención general positiva no brin—
da ninguna justificación o legitimación de la pena sino tan sólo una expli—
caciÓn de por qué, frente a la amenaza legal de la sanción, ésta debe ser
aplicada cuando se comete tin delito.
Aunque parezca paradójico, esta teoría de la pena parece incurrir en
una falacia naturalista, al derivar el “deber ser” del “ser” 73, El “ser” es el
sistema tal cual como funciona en la realidad (el orden jurfdico neutrali-
za su negación y de este modo afirma el derecho) y el “deber ser” es la con-
secuencia normativa que de ello se deriva: la pena debe afirmar la vigen-
cia de la norma. Pero esa función de negar el delito y afirmar el derecho
es, en todo caso, una realidad, algo que existe tan sólo en el mundo del
“ser”. Si de ello deducimos su función normativa incurrimos en una fala-
cia naturalística, porque transformamos lo que la pena hace en lo que de-
berfa hacer.

1. c. c. El funcíonalismo sistémico
La prevención general positiva es la teoría de la pena del funcionalis-
mo sistémico defendido por JAKOBS. Para ilustrar sobre esta corriente de
opinión, nada mejor que las palabras de éste, su más renombrado defensor:

7 l zKOBS, Derecho penal. Parte general, cit., p. 13.


72 AKCtBS, Derecho penal. Parte general, cit., ps. 22-24.
73 Al respecto, Huxir, Tratado de la naturaleza humana, cit . , p. 30.

36 Primera parte
“. . . el funcionalismo jurídico-penal se concibe como aquella teoría según
la cual el Derecho penal está orientado a garantizar la identidad normativa,
la Constitución y la sociedad. Partiendo de esta concepción, no se concibe la
sociedad, a diferencia de lo que creyó la filosofía --entroncada con Descartes—
desde Hobbes a Kant, adoptando el punto de vista de la conciencia individual,
como un sistema que puede componerse de sujetos que concluyen contratos,
producen imperativos categóricos o se expanden de modo similar 74
”Son funciones las prestaciones que —solas o junto con otras— mantienen
un sistema 75
“La prestación que realiza el Derecho penal consiste en contradecir a su
vez la contradicción de las normas determinantes de la identidad de la socie-
dad. El Derecho penal confirma, por tanto, la identidad social 76

Esta visión ha sido duramente criticada. Con razón se ha dicho que


atenta contra la libertad individual, sometiendo a los individuos al poder
del conjunto. JAKOBs ha respondido brillantemente este tipo de críticas.
Sostiene que la perspectiva [nacional no estd atada a un modelo socí‹z/ de-
terminado 71 y que tanto las sociedades liberales como las colectivistas
pueden ser funcionales o disfuncionales78, Como corolario de la respues-
ta a esa crftica sostiene:

“Ouien sólo sabe que una sociedad está organizada de modo funcional,
no sabe nada acerca de su configuración concreta, es decir, no sabe nada so-
bre los contenidos de las comunicaciones susceptibles de ser incorporadas. .
Pero sabe una cosa, sabe que esa sociedad posee y usa de un instrumentario
para tratar los conflictos que se producen de forma cotidiana, como, por ejem-
plo, los delitos, de tal forma que los contrapesos desplazados vuelvan a estar
en equilibrio. Desde una perspectiva funcional, sólo esa fuerza de autoconser-
vación es la que cuenta. Sin embargo, ningún sistema puede renunciar a esa
fuerza: una 'crisis del ius puniendi público’, que, por ejemplo, condujese a una
amplia retirada hacia medidas jurídico-civiles, sería una crisis no sólo del iris
puniendi, sino también de lo piiblico 79

Las propias palabras de JAKOBS ]9onen de manifiesto que no es cierto


que su concepción funcional, en sí misma, no diga nada sobre la configu-
ración de la sociedad. Una característica esencial de las notas que efecti-

74 JAKOBS, Günter, Sociedad, norma y persona en una teoría de un derecho penal [u neto-
mí, en "Cuadernos de Doctrina y Jurisprudencia Penal”, año V, n‘ 9-A, Ed. Ad-Hoc, Buenos
Aires, 1999, p. 19.
75 JAKOBS, SoCíednd, tioriti‹i y persoii‹i en una ieorliz de en dereclío perinf /iiricioiinf, cit., p. 20.
76 ¿,
77 AKOBS, SOGiedad, norma y persona en una teoría de un derecho penal (hncional, cit., p. 31.
78 ¿
79 JAKOBS, ›ociédad, norma y persona en una teoría de un derecho penal [uncional, cit.,

Puntos de partida 37
vamente se imponen, es la necesidad de la pena para resolver los conflic-
tos cotidianos; no se admite que, como regla, éstos puedan ser resueltos
mediante el derecho privado, porque se ve en ello una crisis del sistema.
En otras palabras, la conservación del sistema requiere, necesariamente,
la estatización de los conflictos de los particulares, a los que se somete a
la lógica del tipo de coacciÓn estatal más violenta. Ni la voluntad de los
ciudadanos ni lo que es más conveniente a sus intereses son circunstan-
cias relevantes frente a la necesidad funcional del Estado.
Esa es la consecuencia del modo funcional de organización y por ello
dice mucho sobre la configuración de la sociedad; dice que en ella preva—
lece lo público sobre lo privado, el Estado sobre el individuo, la mayoría
sobre la minoría, el poderoso sobre el débil. Pero las garantías son, al de-
cir de FERRAJOLI, la IIy del más débil, y por ello no pueden ser configura-
das de modo funcional, sino como contrapesos antisistema.
En definitiva, en la teorfa de JAKOBS no es lógicamenté admisible que
la solución de un problema jurídico haga prevalecer al individuo ante la
vigencia de la norma. Ésta siempre sale vencedora, ya sea porque se apli-
ca una pena, ya sea porque no se aplica (en razón de la propia vigencia de
la norma que motiva su no aplicación). Pero nunca puede salir vencedor
el ciudadano (ni el autor del delito, ni la víctima) frente a la ley penal, por-
que sino se afectaría la configuración de la sociedad.
Ello es incompatible con un verdadero Estado liberal porque su carac-
terística esencial es la prelación moral del individuo frente al sistema so-
cial, lo que es expresamente rechazado por JwoBS. Para la teoría del Esta-
do que asumí como legítima, las diferencias entre las personas y la
posibilidad de hacerlas valer frente al conjunto es un imperativo esencial.
Hemos visto que en el marco utópico los individuos pueden formar micro
sociedades dentro de un mismo Estado, en las que pueden confrontar
abiertamente con la configuración de éste. El Estado es un marco para la
utopía y debe admitir todas las utopías que los ciudadanos quieran vivir. El
Estado no puede uniformar a las personas en pos de la configuración so-
cial, ni siquiera respecto de los aspectos mínimos que hacen a la propia
existencia del Estado porque las personas tienen derecho de no compartir-
los y de pretender cambiarlos por medios lícitos (al respecto, in[ra XI. 3).
El intento de mantener la configuración social mediante el derecho
es claramente conservador y contrario a la dinámica natural de las socie-
dades. El mundo progresa a partir de la disidencia, de la crítica, del ensa-
yo y el error, e incluso a partir de la confrontación. La ley penal no debe
uniformar la configuración social porque ello atenta contra la propia di-
námica del progreso histórico. Para bien o para mal, las sociedades cam-
bian incluso en sus valores esenciales: si lo es para bien, bienvenido sea el
cambio; si lo es para mal, es una consecuencia de la libertad. Después de
todo la libertad no garantiza el éxito, porque para ello sería necesario que
el individuo esté condicionado a ser exitoso, lo que requiere un determi-
nismo contrario a la propia libertad. La libertad garantiza, tan sólo, que
los individuos pueden decidir sobre su destino y, en ese camino, triunfar

38 Primera parte
o fracasar. El riesgo al fracaso es preferible al riesgo de la uniformidad es-
tatal en nombre del éxito.

1. d. Teorías de la unión
Han existido intentos de unificar las diferentes teorías citadas previa-
mente, asignando a la pena diferentes fines según el acto de poder (ame-
naza legal, individualización de la pena, ejecución) que corresponda jus-
tificar. Las combinaciones pueden ser múltiples y dependen del criterio de
los diferentes autores en cuanto a que concepción debe primar en cada
etapa del proceso de sanción e imposición de la pena.
En general se parte de la base de que, al momento de la sanción de la
ley penal, la amenaza de pena tiene una justificación preventivo general ne-
gativa: se sanciona la ley penal para disuadir la comisión de delitos. Al mo—
mento de la individualización, la pena sólo podría justificarse en la medi-
da que sea la justa retribución por el hecho cometido por el autor: allí sólo
cuenta la culpabilidad por el hecho cometido. Por su parte, en la etapa de
la ejecución, la pena tendría una finalidad preventivo especial, de reeduca-
ción del penado, con el fin de evitar que vuelva a cometer nuevos delitos.
La prevención general positiva tendrfa cabida al decidir la imposición
o no de la sanción: la declaración de culpabilidad y la asignación de una
pena como consecuencia de ella es el acto integrador que recompone la vi-
gencia de la norma afectada por el delito. La prevención especial negativa
jugaría un papel legitimante de la efectiva aplicaciÓn de la sanción como
modo de apartar al autor del delito y evitar así que cometa otros.
Estos criterios unificadores no dicen nada (ni podrían hacerlo dada
la contradicción intrínseca existente entre sí) sobre la legitimación axioló-
gica de la pena. Las afirmaciones de que la pena debe asumir (o asume)
una finalidad preventiva general negativa al momento de la sanción de la
ley, o que debe respetar la justa retribución a la hora de la individualiza-
ción, o que debe ser reeducadora en la ejecución, no explican por qué se
justifica moralmente el castigo y ni siquiera exponen un criterio utilitaris-
ta sobre su necesidad.
Personalmente creo que la perspectiva de las teorías de la unión tien-
de a confundir el análisis axiológico de legitimación del castigo con las
funciones secundarias que éste pueda tener. Me parece claro que la justi-
ficación retributiva no es compatible con las preventivas (en especial con
la prevenciÓn especial positiva) y que dentro de éstas existen contradiccio-
nes insalvables entre la prevención especial negativa y positiva. No es po-
sible la unión de criterios contradictorios en un plano de igualdad y por
ello no puede encontrarse en ese ensamble una pauta de justificación.
Distinto es asumir un criterio de justificación, dejando margen a fun-
ciones remanentes de la pena que no lo contradigan. Veremos luego que
ello ocurre con la legitimación axiológica asumida como válida en este
trabajo, que no es preventivista pero deja un importante margen para que
las pretensiones preventivas de los órganos políticos se canalicen sin con-
tradecir la pauta ética legitimante.

Puntos de partida
2. El principio de “asunción de la pena" de Carlos Santiago Nino
NINO ve en la pena un instrumento necesario de protección social .
El problema es legitimar la razón por la cual esa protección, ese beneficio
para la comunidad, se obtiene a costa del sacrificio de un grupo de indi-
viduos: los autores de delitos. Descarta la posibilidad de justificar esa pri-
vación en una eventual compensación, porque ello haría perder a la pena
una característica esencial. Y encuentra esa legitimación ética en el con-
sentimiento del autor: “casi todos estariamos de acuerdo en que la cir-
cunstancia de que una obligación haya sido asumida consensualmente
provee al menos una justificación prí m‹z [acie para ejecutar tal obligación
en contra de la persona que la ha consentido” 8l . No se trata de la volun-
tad de cometer el acto delictivo, sino de la asunción de sus consecuencias
jurídicas; en definitiva, se “requiere una actitud subjetiva respecto de la
pena misma” 82
Esta teoría se encuentra atada a la prueba de la utilidad de la pena y
puede ser rebatida fácilmente por quienes la niegan. Pero, superado este
obstáculo, la teorfa de la asunción de la pena provee un argumento moral
indiscutible para su justificación. Nadie puede objetar éticamente el ser
objeto de una coerción jurídica que asumió como asociada a su acción,
porque ese consentimiento quita a la sanción el carácter de imposición
meramente externa, decidida e impuesta autoritariamente por terceros, y
coloca al autor del delito dentro de los sujetos que la deciden. El autor
asume, consiente, y toma una decisión que es condición sine qu‹i rton de
la cadena de actos que conducen a la imposición legítima de una pena.
Creo que el consentimiento del autor provee una razón adicional a la
teorfa que luego asumo como válida. El derecho reactivo de las víctimas
se inmuniza adicionalmente frente a objeciones éticas, en función de la
aquiescencia del autor respecto de la eventual sanción.

3. El doble fin preventivo de Luigi Ferrajoli


FERRAJOLi es partidario de un derecho penal mínimo y racional y cri-
tica la propuesta abolicionista (que será analizada en el apartado 4).
Justifica la pena a partir de un doble fin preventivo: la prevención de
delitos y la prevención de venganzas privadas. Dice que la pena “no tutela
sólo a la persona ofendida por el delito, sino también al delincuente frente
a las reacciones informales, públicas o privadas” 8Á y señala que el derecho

80 NiNo, Carlos Santiago, fzis límites de la responsabilidad penal. Una teoria liberal del
delito, Ed. Astrea, Buenos Aires, 1980, ps. 209-224.
81 NiNo, fzis límites de la responsabilidad penal, cit., p. 229.
82 Nico, fzis límites de la responsabilidad penal, cit., p. 250.
83 FERRAfOLl, Derecho y razdn, cit., p. 332.

40 Primera parte
penal no constituye una garantía de la venganza destacando que “la histo-
ria del derecho penal y de la pena corresponde a la historia de una larga lu-
cha contra la venganza” 4. Considera que el derecho penal nació cuando la
relación bilateral ofendido/ofensor es suplantada por una relación trilate-
ral en la que la autoridad judicial se sitúa como tercero imparcial 85,
Su concepción preventiva es preventivo general: lu prevención general
de los delitos y la prevencidn general de las penas arbitrarias o desproporcio-
n‹zd‹zs ª. No obstante, considera que el segundo fin es el que más debe ser
subrayado porque: a) es más alcanzable que el primero; b) nunca ha sido
debidamente considerado por las autoridades; c) lo estima “a la vez nece-
sario y suficiente para fundamentar un modelo de derecho penal mfnimo
y garantista” 87 y d) es el que distingue al derecho penal de otros sistemas
de control social que son mhs eficientes para satisfacer el fin de defensa so-
cial . Su teoría puede resumirse en la concepción del derecho penal como
la ley del más débil-. “la ley penal se justifica en tanto que ley del más débil,
orientada a la tutela de sus derechos contra la violencia arbitraria del más
fuerte”; el más débil es la víctima a la que se protege con la amenaza de
penas y el delincuente al que se protege expropiando la reacción punitiva.
Creo que esta visión sobre la pena constituye un avance respecto de
las demás porque incorpora a la víctima en la escena del problema y ello,
como se verá enseguida, es esencial para el análisis de justificación axio-
lógica del castigo. Sin embargo, encuentro algunas objeciones a esta con-
cepción:
a) La justificación es claramente preventivo general, con lo que toda su
suerte (y con ella la consideración de la víctima como protagonista del en-
tuerto penal) queda atada a la validez ética y a la confirmación empírica de
ésta teoría. Con este planteo ocurre lo mismo que con la posición de NINo,
en tanto ambas pretenden justificar al derecho penal desde un punto de vis-
ta utilitario, esto es, como herramienta para conseguir una meta positiva
para la sociedad en su conjunto, para lo cual acuden a un principio ético
orientado a evitar la objeción kantiana de no usar a los hombres tan sólo co-
mo medios sino como fines en sí mismos. Tal vez la ventaja de la teoría de
Nlxlo sea el no asumir sÓlo un tipo de prevención como válida, dejándo m6s
margen para corroboraciones empíricas que sean más favorables.
b) Desde la óptica del delincuente no se puede afirmar sin más que
a éste le conviene la pena antes que los castigos informales de las víctimas;

84 FEiirzJoLi, Derecho y razdn, cit., p. 333.


85 i ofi, Derecho y ra zdn, cit., p. 333.
86 Fri uxioLl, Derecho y razán, cit., p. 334.
87 FzR AJoLi, Derecho y razdn, cit., p. 334.
FrR ioLI, Derecho y razón, cit., p. 334.
89 Fei cxioii, Derecho y razdn, cit., p. 333.

Puntos de partida 41
me inclino a pensar que casi unánimemente los ofensores preferirían ver-
se sometidos al riesgo de un castigo privado antes que al riesgo de la per-
secución estatal. Ello obliga a encontrar una razÓn para la imposición
coactiva del castigo y esa razón sólo puede hallarse en el primer fin pre-
ventivo (evitar delitos) que destaca FERRAJoLI; en OtFilS (IilÍílÍlFílS, l£l Q£lFi3T1-
tía que constituye el segundo fin se transforma en obligación a partir del
primero y, así, la pena deja de ser una garantía y un límite al poder de
reacción privada para transformarse en un elemento de prevención lisa y
llana de delitos.
c) La equiparación de ambos fines conduce a una improcedente igua-
lación axiológica entre la primera ofensa (delito) y la reacción (la vengan-
za). Ello no es éticamente admisible desde una óptica preestatal; antes del
Estado la venganza tiene una prelación moral frente a la agresión primi—
genia, y su evitación no puede perseguirse en un plano de igualdad moral
con el delito.
Volveré sobre estas cuestiones más adelante.

4. Perspectivas abolicionistas. Su crítica


4. a. Introducción
Diversas teorías políticas, filosóficas y sociológicas (entre ellas la de-
nominada criminologfa crftica) cuestionar la operatividad real del siste-
ma penal y la validez de sus presupuestos institucionales. Dentro de la am-
plia gama de posiciones críticas, las propuestas van desde quienes
propugnan la derogación de la pena de prisión, hasta quienes directamen—
te proponen la abolición del sistema penal en su conjunto 90. De hecho la
crftica que en sus comienzos se concentraba en un repudio a la cárcel,
evolucionó discursivamente para transformarse en un ataque en bloque a
la pena y al sistema que la administra.
En general (aunque no en todos los casos), estas posiciones se basan
en un cuestionamiento profundo a la concepción liberal del Estado y de
los derechos individuales, y a las relaciones de poder de la sociedad capi-
talista. El sistema penal es visto como el “brazo armado del capitalismo”,
indispensable para sostener un orden social injusto y preservar el derecho
de propiedad. El delito queda a un paso de ser considerado un acto revo-
lucionario.
Reducidas a su máxima expresión, las ideas abolicionistas proponen
acabar con el sistema penal y con la pena como sanción, dejando la solu-
ción de los conflictos humanos en manos del resto de las regulaciones ju—
rídicas, como por ejemplo las sanciones civiles, mecanismos de composi-
ción (que en general no son suficientemente explicados) y procedimientos
“espontáneos” de abordaje de los problemas.

90 ELBERT, Carlos A., Abolicionismo. ¿eclecticismo o integracidn en lu crímíiiofogf‹i?, en


BlNDrii, Alberto y MAIER, 5u1io B. J. (comps.), El derecho penal hoy. Homenaje al Pro[. David
Baigu‘n,Ed. Del Puerto, Buenos Aires, 1995, p. 477.

42 Primera parte
Más allá de los recorridos argumentales las propuestas conducen a
un Único objetivo: un Estado sin penas.
A continuación se exponen sintéticamente dos posiciones abolicionis-
tas antagónicas. Una totalitaria y otra sumamente liberal.

4. b. El abolicionismo “leninista"
Segiln la profecía marxista, la dinámica histórica del capitalismo con-
duce inexorablemente a la concentración de riqueza en unas pocas manos
y a la consecuente proletarización de la mayorfa de la población. Ello de-
rivará, necesariamente, en una revolución a resultas de la cual los obreros
tomarán el poder. La revolución acabará con la cultura capitalista y, una
vez que ello ocurra, las instituciones que le son propias (entre ellas el Es—
tado) desaparecerán. Claro que el camino a esa situaciÓn utópica requie-
re de un Estado fuerte y represor, la “dictadura del proletariado”, que uti-
liza todo su poder para aplastar esa cultura históricamente perimida y
liquidar a los disidentes que la defienden.
Dentro de las vertientes marxistas, LENIN91 ha visto al sistema penal
como una herramienta propia del capitalismo y a su desaparición final co-
mo un resultado necesario del desarrollo histórico ². También concibió de
ese modo a la propia democracia 93 . Sin embargo, todo ello es un resulta-
rle final al que se debe arribar luego de una sangrienta represión 4.
Para LENIN “SólO El COmunismo suprime en absoluto la necesidad del
Estado, pues no hay nadie a quien reprimir, ’nadie’ en el sentido de clase,
en el sentido de una lucha sistemática contra un sector determinado de la
población. No somos utópicos, y de ningún modo negamos la posibilidad
y la inevitabilidad de excesos por parte de algunos íitdíví di‹os , ni la necesi-

LENIN, V. I., lzt deniocrncí‹i socialista, Ed. Anteo, “Pequeña Biblioteca Marxista Leni—
nista”, Buenos Aires, 1975. El ti’abajo citado es una selecciÓn de obras y discursos de LENIN.
Los pasajes citados a continuaciÓn son puntualmente parte de la obra :/ Estadio y la revolu —

92 Los explotadoies no pueden reprimir al pueblo sin un aparato muy complicado pa-
ra el cumplimiento de este cometido, pero el pueblo puede reprimir a los explotadores con
una ‘máquina’ muy sencilla, casi sin 'maqiiina’, sin un aparato especial, mediante la simple or-
ganizaciÓn del pueblo armado (como los soviets de diputados obreros y soldados, observa-
mos, adelantándonos un poco)” (Lr Iii, fzi democracia socialista, cit. , ps. l 8- 19).
’ “Sólo el comunismo puede dar una democracia verdaderamente completa, y cuanto
más completa sea, antes se hará innecesaria y se extinguirá por sí misma” (Luisa, Izi demo-
cracia socízi/ís/zt, ci t., p. 18).
94 Es necesario todavía un aparato especial, una máquina especial para la represión:
el “Estado”, pero éste es ya un estado de transición (. . . ) la represión de la minorta de explota—
dores por la mayoría de los esclavos asalariados de ayer es relativamente una tarea tan fácil,
sencilla y natural, que será muchísimo menos sangrienta que la represión de los levantamien-
tos de esclavos, siervos v obrei-os, y costará muchísimo menos a la humanidad” (Luis, fzi de—
mocracia socialistci , cit . , p. 18).

Puntos de partida 43
dad de poner coto a tales excesos. Pero, en primer lugar, para ello no hace
falta una máquina especial, un aparato especial de represión; esto lo hará
el propio pueblo armado, con tanta sencillez y facilidad como cualquier
grupo de gente civilizada, incluso en la sociedad actual, que interviene pa-
ra poner fin a una pelea o para impedir que se maltrate a una mujer. Y, en
segundo lugar, sabemos que la causa social más importante de los excesos,
que consisten en la infracción de las reglas de convivencia social, estriba
en la explotación del pueblo, en sus necesidades y su miseria. Con la supre-
sión de esta causa fundamental, los excesos, inevitablemente, comenzarán
a ’exttgiií rse’. No sabemos con qué rapidez ni en qué orden, pero sabemos
que se extinguirán. Con su extinción, también se extíiigiiírzí el Estado”95
En definitiva, sistema peii‹if y Estado son vistos como herramientas
propias del capitalismo y de la transición final hacia el comunismo (dicta-
dura del proletariado), pero innecesarias para el momento en que los disi-
dentes hayan sido exterminados y la cultura se encuentre uniformada ba-
jo los valores de la revolución 96, En esa situacidn final, la reacción
espontánea es el modo de solucionar los conflictos humanos, a punto tal
que se asimilan reacción y prevenciÓn en un concepto único97 $ ta1 como se
desprende de los ejemplos de la interrupción de una pelea y de la evitación
del maltrato a una mujer). No hay reglas ni límites a esa reacción, porque
ella es natural, obvia, inmediata y expeditiva: “escapar a este registro y a
este control populares será en forma inevitable tan increíblemente difícil,
una excepción tan rara, y será probablemente acompañado de una sanción
tan rápida y severa (pues los obreros armados son hombres prácticos, no
intelectuales sentimentales, y será muy difícil que permitan que nadie jue-
gue con ellos), que la necesidad de observar las reglas sencillas y funda-
mentales de la comunidad, se convertirá muy pronto en una costumbre”

95 Lewis, ?zi democracia socialista, cit., p. 19.


96 Es interesante citar un pasaje del Manifiesto del Part’ulo Comunista, de MAex y En-
core, donde expresan la innecesariedad del poder político una vez logrado el objetivo final:
“Una vez que en el curso del desarrollo hayan desaparecido las diferencias de clase y se haya
concentrado toda la producción en manos de los individuos asociados, el Poder público per-
derá su carácter de político. El Poder político, hablando propiamente, es la violencia organi-
zada de una clase para la opresión de otra. Si en la lucha contra la burguesía el proletariado
se constituye indefectiblemente en clase¡ si mediante la revolución se convierte en clase do-
minante y, en cuanto clase dominante, suprime por la fuerza las viejas relaciones de produc-
ción, suprime al mismo tiempo que estas relaciones de producción las condiciones para la
existencia del antagonismo de clases y las clases en general y, por tanto, su propia domina-
ción como clase. En sustitución de la antigua sociedad burguesa, con sus clases y sus antago-
nismos de clase, surgirá una asociación en que el libre desenvolvimiento de cada uno serd la
condición del libre desenvolvimiento de todos”.
97 sta confusión es letal para la vigencia de las garantías y para habilitar cualquier po-
lltica preventiva seria, conforme se analiza ifi¡ rn W. 2.
g Leiilit, fzt democracia socialista, e’ii. , p. 34.

44 Primera parte
Esta concepción fascista es manifiestamente incompatible con el de-
recho penal liberal que se defiende en este libro.

4. c. El abolicionismo de Louk Hulsman


Uno de los exponentes más destacados del abolicionismo actual es
Louk HULSMAixi. Este autor considera que el sistema penal brinda una
construcción no realista del evento criminalizado y, como consecuencia
de ello, también una respuesta no realista que impide un abordaje adecua-
do99 Señala que el sistema penal ¡uetríÇica el asunto del que se ocupa sin
tener en cuenta la evolución de la experiencia interior: “aquello que se
ventila ante el tribunal, no tiene (. . .) nada que ver con lo que viven y pien-
san los protagonistas el día del proceso. En este sentido, se puede decir
que el sistema penal se ocupa de problemas que no e.xí sten”* º
No sólo el abordaje es equivocado, también lo es el modo unívoco de
reaccionar: “El sistema penal impone un solo tipo de reacción (.. .) la reac-
ción punitiva” que, sostiene, no es la reacción que usualmente prefieren
las víctimas *º * ni, por supuesto, la adecuada para la verdadera solución
de los conflictos. Ese único modo de reacción se deriva de la visión de jui-
cio final ª º con la que trabaja el sistema, que es fruto de “la moral maní-
quea, heredada de la escolástica (. . .) todavía sensible en nuestra cultu-
ra” 103 . Afirma, con razón, que los sucesos conflictivos que se califican
como delito, no difieren de muchísimos otros que son abordados de mo-
do diferente por sus protagonistas y sin intervención del sistema penal;
después de todo “no hay una realidad ontológica del delito”* ª
Considera que todos los conflictos deben ser afrontados en el contexto
de la dinámica social y sin intervención del sistema punitivo y es categóri-
co en cuanto a que: “Es preciso abolir el sistema penal. Es decir, romper el
vínculo especial que une entre sí ——de modo incontrolado e irresponsable,
con desprecio de las personas directamente implicadas, a base de una
ideología de otra época y apoyándose sobre un falso consenso— a los órga-
nos de una máquina ciega cuyo objeto mismo consiste en la producción
de sufrimiento estéril. Tal sistema es un mal social, y los problemas que
está llamado a resolver —los cuales no resuelve en absoluto, ya que nunca

99 Hursvi ×, Lou k, El enfoque abolicionisa.’ políticas crí vii nales alternativas, en Críinino-
logia crítica y control social. 1. El poder pun itivo del Estado, Ed. Juris, Rosario, 1993, p. 86.
0 HuLsviw, Louk y BERNAT DE CrLis, Jacqueline, !Sisteina f›enal v segu ridacl ciudaclana.’
hacrei una alternati va, título original Peines Perdues. Le sOstente pénal en question, Ed. Ariel De-
recho, 1984; p. 7 (en adelante, Lzis peirns).
0 HULSMAN )' BERNAT DE CELIS, La5 ferias, cii., Jl. 73.
102 HULSMAN, El enfoque abolicionisa.’ políticas críiriinales alternativas, ci t . , p. 102.
Hvcsvim y Buen nE CrLiS, Izis peitns, cit., p. 56.
104 HUkSMAn, / fiff (oqne abolícionisa.- políticas criminales alternativas, cit., p. 74.

Puntos de partida 45
hace lo que se supone está llamado a hacer— deben ser abordados de otra
manera” 105
Sin embargo, no propone una alternativa concreta. Vemos como, por
ejemplo, mientras propugna (acertadamente) “devolver a las personas im-
plicadas el manejo de sus conflictos”, considera que “nadie podrá decir de
antemano cuál es la clave más adecuada para resolver la situación con0ic-
tiva, y la ley deberú abstenerse de imponer un tipo de reacción unifor-
me” 106, De hecho, afirma que “desde el punto de vista académico, no es
posible dar una fórmula preconcebida para políticas criminales alternati-
vas” 7
Su descripción sobre el funcionamiento del aparato punitivo y la crí-
tica a la funcionalidad que se le atribuye son impecables y en general co-
rrectas. Sin embargo, y como se analiza en el punto siguiente, la propues-
ta fracasa justamente por la falta de propuestas y por no considerar la
inexorabilidad del castigo en un hipotético lanzes [aire abolicionista.

4. d. Crítica al abolicionismo penal


La justificación de la pena que se ensaya más adelante en este libro
se construye a partir del abolicionismo, esto es, en contraste con un Esta-
do sin penas, siguiendo el mismo sendero argumental utilizado para jus-
tificar el Estado a partir de la anarquía.
Por esa razón mi teoría de justificación de la pena es en st misma una
crítica al abolicionismo, es el resultado de una partida de la cual sólo uno
puede salir victorioso: la pena o su eliminación.
Pero antes de ingresar en ese análisis ético-político, me ocuparé de
una crítica preliminar a las proposicione.s abolicionistas.

4. d. a. Ausencia de una teoría General de la coerción


La ausencia de propuestas concretas frente a las penas ha hecho del
abolicionismo una teoría conservadora. Es elocuente de ello el resultado
práctico que hasta el momento ha tenido, dando lugar a institutos propios
del minimalismo penal que, indudablemente, es un modo de progreso del
sistema hacia una forma más humanizada y racional y, consecuentemen-
te, más perdurable.
El gran problema de la propuesta abolicionista es la ausencia de una
teoría general del Estado abolicionista, que dé fundamento ético y conteni—
do programhtico a las instituciones básicas de un Estado de ese tipol 08

0 Hursviw y Beeon nr CELIS, La5 finas, cit. , ps. 80-8 l .


0 HvLsviw y Bnn× or Ci:Lis, Las penas, cii., p. 91.
107 Hucsvi , £:/ en[oque abolicionisa. políticas criminales alternativas, cit., p. l0i .
108 A diferencia de ello, vemos que la posicidn crftica de Zxrr/ ioxi es en sí misma una
teoría general de la coerciÓn dirigida a la contenciÓn del poder punitivo. Sin embargo, no es

46 Primera parte
Como se verá a lo largo de los planteos que siguen no basta con proponer
la abolición de la forma jurídica de la pena, porque con ello no desapare-
ce la pena en st misma sino sólo su expresión estatal. Por ello es necesa-
rio esbozar una propuesta alternativa a la pena, pero el abolicionismo no
lo hace y en eso radica una de sus principales falencias.
Más allá de las genéricas propuestas de reemplazar la pena por san-
ciones civiles, mecanismos composicionales o reacciones esopontáneas,
lo cierto es que estas teorfas no han elaborado una teoría general de la
coerción estatal que explique (con un mínimo de detalle que la tome una
alternativa viable) qué instituciones concretas abordarán los conflictos
que actualmente caen bajo la órbita punitiva. Es más, en ciertos casos se
vanaglorian de no contar con propuestas alternativas porque ellas son vis-
tas como una exigencia conservadora³ fi9,
No es difícil imaginar el funcionamiento de un proceso de composi-
ción (y la regulación mediante leyes civiles) para la mayoría de los conflic—
tos que involucran el honor, la propiedad, los poderes públicos y hasta la
libertad. Lo que no sabemos es cómo funcionarán las genéricas propues—
tas abolicionistas, como la composición o el derecho privado o lo que sea
que suplante al sistema penal, respecto de eventos como los que hoy lla-
mamos “genocidio”, “terrorismo”, “homicidio”, “crimen organizado”, “se-
cuestros”, “lesiones gravfsimas y graves”, entre otros. No me parecen con-
secuentes ciertas propuestas autotituladas abolicionistas que a la vez
cuestionan “la impunidad” del genocidio, del terrorismo o del crimen or-
ganizado, o las que hacen excepciones (concesiones frente a las penas) pa-
ra “determinados casos”; esas inconsistencias ponen de manifiesto la pre-
cariedad del abolicionismo como propuesta práctica, que es en definitiva
lo que pretende ser.
En general se considera que la falta de propuestas alternativas no es
un problema, ya que no altera la validez de la crítica. Y ello parecería en
principio correcto: la demostración de la disfuncionalidad de una institu-

válida como alternativa para una vez cumplido el objetivo estratégico de desaparición del sis-
tema penal, ya que su lÓgica sistemática parte de la ilegitimidad de dicho sistema y es en re-
laciÓn a ella que adquiere su configuración propia.
109 LBERT, Abolícíon ismo: ¿ecfeciícisitio o íritegrncídn en /‹i crimino/ogf‹i?, cit., p. 479,
cita a MAiHicszil diciendo: “Señala [Mathiesen] que, al demandar la implementación de alter-
nativas antes de abolir el sistema prevaleciente, las fuerzas conservadoras están exigiendo al-
go que no puede materializarse o que al menos se materializará muy lentamente y que resul-
tará muy similar a lo ya existente. Por ello, opta por una relación de contradicción con el
sistema existente. La alternativa será ‘alternativa’ en tanto no esté basada en las premisas del
viejo sistema sino en sus propias premisas, que en uno o más puntos contradigan a las del vie-
jo sistema” (destacado agregado). Y Clncluye ELBEiiT que ”estas posturas defienden el enfo-
que abolicionista que me parece más interesante y audaz: el de retar a muerte al sistema des-
de una posición de intransigencia que no acepte ni su lenguaje” (Abolicionismo. ¿eclecticismo
o iiilegrizcidri eir fu crímínoIogfzt ? , cit., p. 480).

Puntos de partida — 47
ción no se ve invalidada por la carencia de una institución alternativa que
proponer.
Sin embargo, ello no es así en la materia que nos ocupa. Como vere-
mos más adelante, la aplicación de penas rio depende del voluntarismo
político, ya que su ausencia no elimina las venganzas privadas (que son
penas) y coloca al Estado ante el dilema sobre qué hacer con éstas. Si es-
tá por desbordarse un dique y tenemos que decidir por donde haremos
que se canalice el agua, es válido criticar las diferentes propuestas, pero
no podemos omitir una alternativa porque el dique se desbordará de to-
dos modos y la ley de la gravedad hará que el agua descienda por algún
lugar. La ausencia de propuestas invalida la crítica sobre las ideas de los
demás sobre cómo canalizar el agua, ya que éstas sólo pueden ser incon-
venientes o políticamente incorrectas en relación a otra opción, pero nun-
ca en abstracto, porque existe un hecho concreto que es inevitable: por al-
gún cauce descenderá el aguaª ³ . Lo mismo ocurre con la pena: alguien
castigan (o al menos es posible que alguien lo haga) y lo que hay que re-
solver es quién y cómo lo hará; o lo hace el Estado de forma organizada o
se deja libertad para que los ciudadanos lo hagan por su propia mano.
Supongamos que de un día para el otro se derogan todas las leyes pe-
nales y se establece que todas las discrepancias serán resueltas por las le-
yes civiles. ¿Significará esto la desaparición de las penas? Me parece evi-
dente que no, ya que es de suponer que algunas víctimas comiencen a
reaccionar frente a las agresiones y apliquen penas por sí mismas, con lo
que el Estado sin penas será un Estado con penas. Habrá entonces que de-
cidir qué se hace con esas venganzas o penas privadas y ello colocará al
abolicionismo ante un dilema, que se anali zará más adelante (ín/ra III. 7).
Lo que quiero destacar ahora es que la aparente abolición de las penas im—
portará, en realidad, la consagración de las penas privadas (que el agua
descienda por el cauce B y no por el A) y no otra cosa. Y, si se pretende
castigar a quienes aplican penas privadas, entonces la alternativa será
aplicar penas a las víctimas y no a los victimarios (que el agua descienda
por el cauce D y no por el A ni por el B). Pero siempre hay una consecuen-
cia y una decisión frente a ella, por más que se la pretenda ocultar.
Por ello, reitero, lo que a mi juicio le falta al abolicionismo es una teo-
ria de /‹i coerción del Estado abolicionista. Sin ella, es lícito interpretarlo
como la consagración de las venganzas privadas, o la vuelta al estado de
anarquía preestatal, o la sanción a las víctimas, o el totalitarismo revolu-
cionario o cualquier otra consecuencia directa de la mera aboliciÓn de las
penas o de la veda de las reacciones privadas. La presentación de una teo-

Creo que con ello no incurro en una falacia naturalista. Simplemente pretendo de-
mostrar que es falsa la afirrriación de que la aboliciÓn de las penas significa que realmente
ellas dejan de existir; v con ello quiero destacar la invalidez del razonamiento posterior cons-
truido a partir de dicha premisa.

48 Primera parte
rta alternativa completa permitirá entender qué es el abolicionismo y
otorgarle el sustento ético y programático mfnimo que lo transforme en
una propuesta viable. Y me parece claro que no es muy difícil construir
esa propuesta, salvo que haya aspectos que no se quiera asumir de forma
expresa.
La actitud a asumir frente a las penas es similar a la que se presenta
frente a muchísimas otras instituciones consideradas disvaliosas, critica-
bles o perfectibles. Veamos sino, por ejemplo, lo que ocurre con las rela-
ciones de poder político económico. La relación “poderoso-no poderoso”
u “opresores-oprimidos” no sólo ha sido objeto de análisis y críticas sino
de propuestas alternativas, muchas de las cuales fueron implementadas
en la realidad e incluso coexisten con sus antagónicas, de modo tal que to-
dos tenemos la posibilidad de comparar y escoger la que nos parece me-
j()pl l ³ o de rechazarlas a todas.
Del mismo modo que las ideas político económicas, las teorías políti-
co-criminales deberían ir más allá de la crítica y elaborar un teoría de la
coerción diferente, que las transforme en una alternativa T€?í11 a la cual se
pueda también criticar y consecuentemente perfeccionar.
Hasta que ello no ocurra, lamentablemente quedarán en la sección de
poesía de la biblioteca.

4. d. b. Alternativas autoritarias
Aunque el abolicionismo penal suele ser visto en sintonía con el ga-
rantismo, su implementación me parece incompatible con la vigencia de
las garantías penales y procesales.
FERRAJOLI ataca al ilbolicionismo desde este punto de vista l 12 desta-
cando que el reemplazo del sistema penal garantista sólo puede conducir
a alguno de estos cuatro modelos autoritarios: los sistemas de control so-
cinI-so/vn/e, los sistemas de control estatal-salvaje, los sistemas de control

1 mundo actual nos permite comparar prácticamente todas las relaciones de po-
der y los híbridos entre ellas. Existen países casi feudales (Irán, Pakist:in), otros con claros
sesgos esclavistas (bajo esa relación de poder se encuentran millones de mujeres en muchos
pafses asiáticos v africanos), otros socialistas (China, Cuba, Corea del Norte), otros capitalis- tas-
liberales (EE.UU., Gran Bretaña, Coi‘ea del Sur), otros social-capitalistas (Europa Conti- nental),
otros capitalistas-feudales (América Latina), y entre todas esas relaciones de poder‘ podemos
escoger la que m:ás nos conforme. Si nos tocara ser un ”dominado”, ¿preferiríamos ser un
empleado de una fábrica urbana de Chicago o elegiríamos ser un obrero de una fábri- ca china
o cubana? Gracias a que muchos tuvieron el coraje de proponer alternativas (como lo hizo
MAex con su propuesta a modo de predicción que fue y es aplicada en muchos países del
mundo) tenemos la ventaja de poder comparar y elegir entre las diferentes alternativas.
Lamentablemente no ocurre lo mismo en materia penal, porque los abolicionistas no propo-
nen nada concreto y nos privan de la posibilidad de optar y, tal vez algún día, de comparar a
partir de los resultados.
' '’Ymorí, Derecho v razdn, ci t ., p. 338.

Puntos de partida 49
social-disciplinario, o los sistemas de control estatal-disciplinario. de en es-
te último el peligro más concreto sobre todo por su aptitud para convivir
en las modernas democracias ³ ²³ y considera que “la prohibición y repre—
sión penales producen restricciones de la libertad incomparablemente me-
nores que las que, para el mismo fin, serfan necesarias con la sola preven-
ción policial, completada acaso con la prevención especial, ya sea porque
la represión de los comportamientos prohibidos golpea sólo la libertad de
los posibles transgresores, mientras que la prevenciÓn policial golpea la li-
bertad de todos, ya porque la una interviene sólo ce post, en presencia de
hechos predeterminados, mientras que la otra interviene ex ante, en pre-
sencia del mero peligro de delitos futuros tal y como quepa inducirlo a par-
tir de indicios indeterminados e indeterminables normativamente” 114
Elena LARRAURI ² 15 critica la antinomia que presenta FERRAJOLI entre
el garantismo y alguna de estas cuatro alternativas abolicionistas, preten-
diendo mediar entre ambas posiciones. Lo que más me llama la atención
en la propuesta de la autora es la negativa a responder la parte más im-
portante del razonamiento del autor italiano; dice MRRAURI: “Debido a la
dificultad de hacer pronósticos de futuro, acerca de qué tipo de sociedad
acompañará a la desaparición de la cárcel, me centran en la versión his—
tórica asumida por FERRAJOLI” 116 pero esa refutación histórica (aun de
ser cierta) sólo permitiría negar que alguna vez la violencia privada haya
funcionado como alternativa a la pena, pero no responde el núcleo central
de la crítica al abolicionismo que está dado, justamente, por ese “pronós-
tico de futuro” en el que LARRAURI (Prefiere no incursionar. Ese pronóstico
podría ser, nada más ni nada menos, una propuesta, un programa, una al-
ternativa real y concreta a la pena. Es, precisamente, lo que le falta al abo-
licionismo penal. Y si el pronóstico de FERRAJOLI US ffllso debería explicar-
se por qué lo es en lugar de negarse a contrastarlo con otro alternativo.
Del análisis componedor que intenta LARRAURI, me queda la sensación de
que las observaciones de FERRAJOLI Se ven sumamenté fortalecidas.
Los partidarios del abolicionismo podrían negar que la alternativa al
sistema penal deba ser necesariamente autoritaria, proponiendo sistemas
razonables de composición para solucionar los conflictos que hoy recla-
man una respuesta punitiva, y siempre en el marco de las garantías. Pero
esa negativa es meramente discursiva en la medida que no se responda
qué se hará con quienes no acepten acudir a los mecanismos alternativos.
¿Oué se hará con el familiar de la víctima del homicidio que decide rriat¡ir

113 FrR.ft.AioLI, Derecho y rnzdti , cit . , p. 339.


4 Idem.

''‘ mei, Criminologfa crftica: abolitionismo y garantismo. cit., p. 727.

Primera parte
al homicida en lugar de aceptar un proceso de composición?: dejarlo im-
pune sería propio del primer modelo al que se refiere FERRAJOLi; someter-
lo al juzgamiento espontáneo de sus conciudadanos sería propio del ter-
cer modelo; pretender que ese tipo de reacciones no ocurrirán porque
previamente se habrían modificado la forma de pensar y de reaccionar de
las personas ante ese tipo de ataques, es propio de totalitarismos del ter-
cer y cuarto modelos señalados por el jurista italiano. Y penar a la vícti-
ma que se defiende es (como se verá al analizar la teoría v/ctímo/ nstí(ícati-
te) una opción punitiva (aunque en favor del delincuente) por lo que sería
incompatible con el abolicionismo.
Creo que los abolicionistas son conscientes de que la lógica ‹¡ue con-
duce a la violencia delictiva y punitiva es propia de la naturaleza humana,
pero tienen la aspiración secreta de modificarla. Saben que el hombre ac-
tual no puede responder a otra lógica, pero creen que un hombre nuevo
podría estar en condiciones de hacerlo.
Tal vez esa sea la razón por la que no se proponen alternativas al sis-
tema penal: porque éste es propio de la naturaleza humana de hoy y no
existen opciones válidas mientras ella se mantenga. Por el contrario, la eli-
minación del sistema penal sería una propuesta para un ser humano dife-
rente que sólo podría implementarse (sin caer en alguno de los cuatro mo-
delos autoritarios señalados por FERRAJOLi) una vez que su naturaleza se
vea modificada.
La siguiente pregunta es obvia: cómo se cambia la esencia de las per-
sonas. No es difícil imaginar los eufemismos con los que se denominarían
los planes de cambio: priorizar y generalizar la educación (en la medida de
lo posible obligatoria hasta el fin de la adolescencia); promover una educa-
ción igualitaria; suprimir las necesidades que generan conflictos materia-
les; abolir las relaciones sociales jerárquicas y reemplazarlas por relaciones
igualitarias y horizontales de control, etc. Y tampoco es difícil traducir a
un lenguaje llano estas consignas: educación supervisada por el Estado pa-
ra inculcar los valores del hombre nuevo; dar la misma educación a todas
las personas (obviamente los padres no podrían decidir la educación de sus
hijos); hacer que todos tengan acceso exactamente a las mismas pertenen-
cias y comodidades; abolir lo más que se pueda la propiedad privada y to-
da relación jerárquica que dependa de ella; establecer mecanismos socia-
les “espontáneos” de control mutuo. Esta es una utopía conocida (también
lo son sus resultados) y es una de las únicas que tiene un proyecto tan am-
bicioso como el de modificar nada más ni nada menos que miles de años
de cultura humana, asentada en el individualismo, el egofsmo, la desigual-
dad, la propiedad y la violencia, entre tantos otros “males”.
Si todos los h‹8mbres son iguales, si nadie tiene más que otro, si to-
dos tienen la misma educación, entonces sí sería posible que los conflic—
tos se reduzcan y con ello la necesidad de acudir a la violencia (delictiva
y punitiva). Además, una educación igualitaria permitiría enseñar “nuevas
formas de abordaje” de los conflictos remanentes, con lo que paulatina—
mente la idea de la violencia como único modo de reacción desaparecerfa,

Puntos de partida
por lo que ni siquiera habría que preguntarse qué hacer con la víctima que
prefiere vengarse porque nadie lo preferirá. Hasta se podría recurrir a un
tratamiento psicológico obligatorio desde edad temprana para neutralizar
el modo de pensar primitivo que contempla a la violencia como herra-
mienta de solución de los conflictos.
No me imagino un proceso libre que permita semejante modificaciÓn
social. No me imagino que este cambio pueda llevarse a cabo sin acudir a
la violencia y, por ello, no alcanzo a comprender como ésta podría ser
erradicada acudiendo a su uso, si según la lógica de la propuesta dei hom—
bre nuevo lo que se pretende es, justamente, que la violencia no constitu-
ya una forma de resolver problemas. Tal vez se proponga la violencia co-
mo “método de transición” hasta que deje de ser necesaria, pero eso
también me parece conocido, tanto que no se por qué me imagino que lo
transitorio se transformará en la verdadera propuesta final.

5. La teoría negativa de la pena de Eugenio Raúl Zaffaroni


(el neoabolicionismo garantista)
Dentro de las vertientes deslegitimantes, es ineludible mencionar la
teoría negativa de la pena del profesor ZAFFARONI. El jurista argentino
cuestiona las teorías legitimantes o positivas de la pena, a las que consi-
dera falsas y encubridoras de las reales funciones de la pena y del sistema
penal. Propone construir una teorfa negativa o agnÓstica de la pena que la
conciba a partir de su realidad. Dice ZAFFARONI: “Incorporando las referen-
cias ónticas es posible construir el concepto teniendo en cuenta que la pe-
na es: (a) una coerción, (b) que impone una privación de derechos o un
dolor y (c) que no repara ni restituye (d) ni tampoco detiene las lesiones
en curso ni neutraliza los peligros inminentes. El concepto así enunciado
se obtiene por exclusión: la pena es un ejercicio de poder que no tiene fun-
ción reparadora o restitutiva ni es coacción administrativa directa” ³ 17
Esta idea sobre la pena aprehende una parte de su verdadera condi-
ción y destaca su inutilidad (lo que considero parcialmente correcto * ³ )
para cumplir los fines que las teorfas tradicionales pretenden asignarle.
Es, también, fruto de una opción política (expresa por parte del autor) en
contra del sistema penal y de todo intento de convalidarlo, y creo que
constituye inexorablemente un punto de partida hacia el abolicionismo,
ya que no otra derivación puede extraerse del repudio frontal e integral de
la pena y del sistema que la aplica. Esta concepción tiene dos pilares fun-

1 1 7 m +ioxi, Eugenio; AL cix, Alejandro, y SLOKAR, Alejandro, Derecho fienal. Parte ge-
neral, Ed. Ediar, Buenos Aires, 2000, p. 43.
No me ocuparé de decir en qué parte coincido y en qué parte no porque ello exce—
dería el objeto de esta obra.

Primera parte
damentales. Primero, parte de una definición (parcialmente) realista de la
pena; seguindo, repudia absolutamente esa realidad.
Respecto de lo primero, nos encontramos frente a una conclusión des-
criptiva* *, al menos en lo que concierne al funcionamiento selectivo del
sistema, a las características de la reacción penal y a la falta de concreción
(por lo menos en nuestro subcontinente) de sus finalidades manifiestas.
Respecto de lo segundo, no se trata de una consecuencia necesaria de lo
primero, ya que es posible no repudiar la pena o repudiarla tan sólo par-
cialmente, aun reconociendo sus aspectos negativos y reprobables. Por
ello, la esencia de la concepción del profesor ZAFFAROxi es, a mi juicio, la
opción política en contra de la pena en sí misma y de todo intento por ha-
llarle una justificación axiológica. Su obra se caracteriza por una lógica
implacable y una interconexión conceptual, que permite explicar práctica-
mente todas las facetas de la dinámica social relacionada con la cuestión
penal, pero siempre como posición ideológica, esto es, como sistema de
ideas que todo lo explica a partir de sí mismo, por lo que su validez inte-
gral depende de la decisión previa de adoptar en bloque el marco teórico
en sí que, como se dijo, conduce a la deslegitimación del sistema penal.
En el borrador original de este libro incluí la propuesta de ZAFFARONI
dentro de las posiciones abolicionistas; pero luego de algunas dudas deci-
dí presentarla como una propuesta crítica, neoabolicioni st g 1 20,
A mi juicio, la diferencia entre la propuesta de este autor y la de los
abolicionistas clásicos es simplemente procedimental: para ZAFFARONi Ía
abolición del sistema penal es un objetivo estratégico al que debe llegarse
mediante la constante contención del poder punitivo (esta contención se
lleva a cabo mediante la permanente lucha en favor del estado de derecho
y en contra del estado de policía); mientras que para los abolicionistas la
desaparición del sistema es un medio, un ya, un /tora, que no se traduce
en propuestas concretas.
Las palabras del jurista argentino son elocuentes sobre su posición:
“Desde cualquier perspectiva deslegitimante del poder punitivo, el aboli-
cionismo penal sería su coro1ario”*² ª. También ha dicho que “el derecho

' '’Esto no significa que esté ausente la v'aIoración, ya que la elección del punto de v'is-
ta, esto es, de la Óptica o lugar desde el QUe se pr-actica II descripciÓn, constituye un acto de
decisión qtie condiciona (v en el caso cte ZAFFAROfii lO hace significativamente) el i-esultado ‹le
la obsert ación.
En realidad debo confesar que fue Ignacio TEDEsco quien ellfúticamente me discu—
tiÓ este punto luego de haber corregido mi borrador inicial. Sigo creyendo que la propuesta
de ZArrxsoxi es abolicionista porque, como enseguida se verá, la desaparición del sistema pe—
nal es su horizonte utópico; sin embargo, prefiero no llamarla así para no poner en boca de
un autor lo que éste no ha dicho (o ha negado) de forma expresa.
''' ZArrAnoxi, ALzGIA v SLoxw, Derecho penal. Parte general, ci t . , p. 349. Allí señala que
el abolicionismo propone el objetivo esti‘atégico pero que es pobre como pensamiento t:1ctico.

Puntos de partida
penal mínimo es una propuesta que debe ser apoyada por todos los que
deslegitiman el sistema penal, pero no como meta insuperable, sino como
paso o tránsito hacia el abolicionismo, por lejano que hoy parezca (. . .)
Nos parece que el sistema penal se halla deslegitimado tanto en términos
empíricos como preceptivos, puesto que no vemos obstáculo a la concep-
ción de una estructura social en que sea innecesario el sistema punitivo
abstracto y formalizado, tal como lo demuestra la experiencia histórica y
antropológica”*²²

6. La posición crítica de Fiedrich Nietzsche


En el marco de su intrincada, vehemente y a veces contradictoria fi-
losofíi3, NIETZSCHE Se ocupa recurrentemente del castigo. Ya me he referi-
do a su acertada descripción sobre los diferentes xeu/ídos qvie a éste se le
otorga, que lo lleva a descreer que efectivamente tenga algún sentido³ ²ª.
Su visión crítica se ve sintetizada en las siguientes ideas:
a) El castigo es propio del hombre actual; un futuro hombre, evolu-
cionado, no necesitaría de él: “La ira y el castigo son herencia de la espe-
cie animal”; “¡Avancemos unos miles de años! Al hombre lo espera mucha
felicidad en el futuro (...) Algún día ya no querremos cometer el atentado
contra lvi lógica que implica la ira y el castigo, practicados individualmen-
te o en sociedad. Ese día la cabeza y el corazón estarán tan cerca como
hoy están alejados” 24
Esta es una idea propia de un abolicionismo idealista y esperanzado.
Es un reconocimiento de la aberración del castigo y de su indisoluble li-
gazón con la naturaleza actual del ser humano. Constituye, también, una
visión esperanzadora sobre la evolución del hombre que lo llevará a no to-
lerar (o tal vez a no necesitar más) el castigo.
6) Considera que el castigo es venganza y repudia la venganza. Sobre
esta asimilación, es claro el mensaje que pone en boca de su Zaratustra: “El
espíritu de venganza: amigos míos, sobre esto es sobre lo que mejor han
discernido los hombres hasta ahora; y donde había sufrimiento, allf debía
existir siempre castigo. ’Castigo’ se llama a sí misma, en efecto, la vengan-
za: con una palabra engañosa se finge de modo muy hipócrita una buena
conciencia” ª; una idea similar plasma en El caminante y sii sombr‹z L6

ZAFFARONI, Eugenio Raúl, :u busca de las penas perdidas. Deslegititnación y' dogtiiá-
tica ju rtdico-penal, Ed. Temis, Bogotá, Colombia, 2ª ed., 1990, i. 83.
³ ²3 NIETzSCHF:, Fiedrich, Genealogta de la moral, trat. 2, cap. 13, 1887.
124 NiuTZSCHE, Fiedrich, :J cniii íiinii/e )' sii sombra, n" 183, 1879.
125 NIETZSCHr, Ast habló Zaratui stra , cii., capítulo 42.
126 Nierzscuc, El caminar te y su sombra, cii., n“ 33: “Cuando se dirige a los tribunales,
también quiere la venganza como particular, pero además, la quiere como miembro de la so-
ciedad; quet rá que la venganza de la sociedad recaiga sobre el que la ha ofendido. Mediante
el castigo jurídico quedan resarcidas tanto la doctrina privada como la social, lo que equiva-
le a decir que el castigo es una venganza”.

Primera parte
La consideración de la pena como venganza es impecable y correcta.
Una mera modificación terminológica no puede alterar la naturaleza de
las cosas: el hecho de que la venganza sea grupal, organizada, dosificada,
“racional” y revestida de una liturgia ciiasí religiosa, no cambia su verda-
dera naturaleza. No obstante, me aparto del filósofo de Riicken en cuanto
a su repudio, conforme lo analizan más adelante.
Su fuerte objeción a la idea de venganza se ve con claridad en Geiie‹z-
logia de la moral. “al axioma de Düring de que el origen de la justicia de-
be ser buscado en las regiones del resentimiento, del sentimiento reacti-
vo, es preciso, por amor a la verdad, derribarle brutalmente y oponerle
esta otra tesis, a saber: el último dominio conquistado por el espfritu de
justicia es el del resentimiento, ¡el del sentimiento reactivo! Cuando real-
mente el hombre justo es justo consigo mismo y el que le ha dañado (. ..)
entonces nos será forzoso reconocer algo como la perfección hecha carne,
como la más alta señoría sobre la tierra” 127 Curiosamente, coincide (aun-
que tan sólo en ello) con una conclusión de la filosoHa que le es más
opuesta: el cristianismo (sobre ello, íit/rzi III. 7. 6).
NIETZSCHE nO sólo vilipendia la venganza; directamente enaltece el
valor de la acción por sobre la reacción: “El hombre activo, agresivo, y
hasta violentamente agresivo, está cien veces más cerca de la justicia que
el hombre ’reactivo’ (. . .) el hombre agresivo, por ser más fuerte, más vale-
roso, más noble ha tenido también el ojo ‘menos prevenido’ y la concien-
cia mejor; por otra parte, se adivina ya que tiene sobre la conciencia la in-
tervención de la ’mala conciencia’, ¡el hombre del resentimiento!”*ª ;
“desde el punto de vista histórico, el derecho sobre la tierra es precisa-
mente el emblema de la lucha contra los sentimientos reactivos, de la que-
rra que hacen a estos sentimientos potencias activas y agresivas que con-
sagran una parte de sus fuerzas a detener o a dificultar el desbordamiento
de la pasión reactiva y a reducirla a un acomodamiento”ªª
El reactivo es el débil que se refugia junto con otros débiles * Á0 para
protegerse de los hombres fuertes y justos, de los hombres de acción que,
por tontos, terminan dando cabida a una reacción que los oprime y que
atenta contra el progreso de la humanidad. Me parece ver aquí una clara
opción en favor del delincuente y en contra de la víctima. Es, en otras pa-
labras, la consagración de la ley del más fuerte; la ley del superhombre.
c) Considera que los defensores del libre albedrío no pueden justifi-
car el castigo, para lo cual recurre a un complicado sofisma que sintéti-

127 ETZSCHE, Geiren/ogftt de la moral, cii., trat. 2, n” 1 1.


'" NIETZSCHE, Genen?ogín de la moral, ci t., trat. 2, n“ 1 1.
'" Idem.
' “La comunidad es la organización de los débiles para equilibrar la acción de los po-
deres que los amenazan” (NlETZScriE, £:/ cnrniiinrire y su sombra, eiL., n“ 22.

Puntos de pa nida
camente reza así: “La negaciÓn intencionada de la razón es la condición
para que un criminal merezca castigo (.. .) La razón no puede ser la cau-
sa que lo impulsa a obrar, porque la razón no debería poder decidir en
contra de los mejores motivos. Aquí entonces se recurre al concepto de
‘libre albedrío’: cuando no interviene ningún motivo y el acto se realiza
como un milagro, apareciendo de la nada, lo que interviene es el capri-
cho. Se castiga esta discreción en un caso en que no debe imperar el ca-
pricho, porque se considera que la razón que conoce la ley y la prohibi-
ción no habría podido dejar elegir y habría actuado como coacción y
fuerza superior. Por lo tanto, se castiga al criminal porque obra sin razÓn,
cuando debería haber actuado de acuerdo con razones (. . .) su acción no
tiene un ‘por qué’, ni un motivo, ni origen: es algo sin objeto ni razón. Sin
embargo, de acuerdo con las condiciones de penalidad antes expuestas,
¡tampoco debería haber derecho a castigar semejante acto! No podemos
hacer valer esta forma de penalidad, porque implica que no se hizo uso
de la razón; en cualquier caso, la omisión se ha hecho sin intención y só-
lo son punibles las omisiones intencionadas de los principios estableci-
dos. ..”*ª* .
La falla de este razonamiento es que parte de un concepto absoluto
de r‹zzóii (tal vez de la concepción hegeliana que vimos previamente), co-
mo si obrar libremente fuese equivalente a obrar tan sólo de un modo pre-
ciso, esto es, razonablemente, conforme un determinado criterio de razo-
nabilidad. Pero ello no es así. No es cierto que la razón no deberán poder
decidir en contra de los mejores motivos, porque hay tantas razones (racio-
nalidades, inteligencias, individualidades) como personas, y porque las
personas son diferentes: sienten, piensan, razonan y actúan diferente. Y
todos ellos pueden hacerlo en pleno y cabal uso de su razón o a falta de
ella: libres o determinados, culpables o inculpables, con independencia de
sus creencias, ideas o modos de razonar.
Es una contradicción considerar que la razón libre conduce a un úni-
co resultado, porque ello es incompatible con la libertad. Es algo asf co-
mo considerar Qtlt2 la libertad garantiza el éxito, cuando sólo asegura las
condiciones para triunfar o fracasar. Con razón decfa Karl PoPPER: “Es fal-
so que la creencia en la libertad conduzca siempre a la victoria. Tenemos
que estar preparados para el hecho de que pueda conducir a la derrota; si
elegimos la libertad, tenemos que estar preparados para perecer con
ella”*³ª

' N irrzsciiE, El cantina nte y .su sombra, cit., n" 23.


PCIPPER, Karl, Izi respon5obilidad de vivir, trad. de Concha Rornd, Ed. Altava, Bar-
celona, 1999, p. l4ó.

56 Primera parte
7. Mi posición: la teoría víctimojustificante de la pena
7. a. El planteo
No se puede responder la pregunta sobre la legitimidad de la imposi—
ción estatal de penas sin considerar, en igual plano de análisis, la situación
de las víctimas, las conductas reactivas que éstas pueden ejercer sobre
quienes las hayan afectado y las sanciones jurfdicas que se pueden válida-
mente imponer a esas reacciones privadas.
Así como el análisis sobre la justificación moral del Estado parte de
la anarquía, el análisis sobre la pena debe partir de la inexistencia de la
pena estatal. No hay que explicar el abolicionismo como alternativa al sis-
tema penal, sino la legitimidad de la pena frente al Estado abolicionista.
Si en ese Estado no se debe aplicar penas a los autores de delitos,
habrá que decidir desde el punto de vista ético-político qué hacer con
las acciones vengativas de las víctimas. Puntualmente habr:i que deter-
minar si serán merecedoras de una sanción y, en su caso, de qué tipo y
qué argumento de moral institucional justificaría esa coerción. Sería in-
teresante analizar, sobre todo, bajo qué teoría de la pena se legitimaría
una sanción penal dirigida por ejemplo al familiar de la víctima muerta
que mata al homicida que no ha recibido ninguna sanción del tipo pu-
nitivo. Estas cuestiones son esenciales, pero en general no son tenidas
en cuenta por los sostenedores del abolicionismo penal, ya que éstos si-
guen el recorrido argumental opuesto, que va desde la pena hacia su de-
saparición.
Salvo que se propugne la vuelta al estado de naturaleza, el Estado sin
penas debería establecer restricciones a la reacción privada. Ello requiere
indagar, con el mismo rigor garantista con el que se evalúa la situación del
autor de un delito, la cuestión sobre la legitimidad de las limitaciones y
sanciones impuestas a las víctimas. Creo que ése es el camino correcto pa-
ra analizar la justificación moral del castigo.
Es indudable que cuando el Estado renuncia a la pena pierde argu-
mentos morales para reprobar la venganza que los ciudadanos aplican por
su cuenta. Esto prácticamente quita sentido a su propia existencia que,
como vimos, se basa en la cesión de sus clientes del derecho (o, si se quie-
re, del impulso irracional) a la venganza. Por ello, corresponde centrar la
discusión en la legitimidad de la venganza privada y de las contramedidas
contra ella, teniendo en cuenta como premisa fundamental que ninguna
acción coercitiva dirigida a las “víctimas” puede ser vedada como sanción
contra el “victimario”. O, visto de otro modo, ninguna sanción que no se
pueda aplicar al autor del delito podría ser aplicada a la víctima del deli-
to por su acción vengativa; ¿con qué argumento moral aplicaríamos una
pena a la víctima que se vengÓ mediante una conducta igual a la cometi-
da por un victimario que, por argumentos deslegitimadores, no recibió pe-
na alguna? Evidentemente con ningún argumento coherente. Salvo que se
invierta la ecuación y el Estado cambiase de clientes para pasar a servir a
los victimarios del primer golpe (hoy llamados delincuentes). No podría

Puntos de partida 57
proteger a los del segundo golpe (las víctimas que se vengan) porque en
tal caso incurriría en un circulo lógico contradictorio.
Si se ahonda un poco en esta cuestión, se podría sostener, por vfa de
hipótesis, que la aboliciÓn de la pena requeriría su mantenimiento sólo
para quienes aplican la venganza; se podría justificar moralmente desde
la óptica de una extrema defensa social enderezada a proteger el estado de
cosas que permite la vigencia del abolicionismo. Entonces, la vigencia de
un “estado abolicionista” serfa el único bien jurídico (colectivo) a prote-
ger. El impiadoso sentimiento de venganza merecería una pena, por ser
contrario a las reglas sobre las que se basa la vigencia del principio de no
imposición de castigos.
Pero este estado de situación sería contradictorio e irracional, ya que
el principio de la “no pena” no se puede imponer con penas. Si se lo ha-
ce, la opción por el abolicionismo se transforma en la opción por la de-
fensa (en realidad la legitimación de la venganza) del delincuente frente
a las víctimas, y la renuncia de otorgar protección (en realidad legitima-
ción de la venganza) a éstas. Esta posición no sobrepasa los límites míni-
mos de justificación moral ni la m:1s elemental intuición de racionalidad
del derecho.
Por ello, creo que el Estado sin penas debería tolerar la aplicación de
penas (venganzas) privadas. Con lo que serfa un Estado con penas. Y nue-
vamente nos veríamos ante la contradicción, aunque en este caso no re-
sultaría contraintuitiva ni moralmente reprobable, ya que por lo menos
respetaría el principio de igualdad formal: cada individuo podría ejercer
contra los otros la violencia que le parezca razonable.
A esta altura, corresponde considerar la posibilidad de utilizar la jus-
ticia civil como herramienta para lograr la paz social: todas las conduc-
tas que afectan a terceros podrían ser sancionadas mediante indemniza-
ciones*3ª, ello incluiría tanto a la primer agresión (delito) como a la
respuesta (venganza). Si A mata a B, deberá pagar a C (familiar de B) la
indemnización correspondiente. Y si C mata a A, ocurrirá lo mismo con
los familiares de ambos. Lo que pasaría en ese caso es que se compensa-
rían los créditos respectivos y ello legitimarfa claramente la venganza pri-

'” C1ai‘o que si llegamos al abolicionismo a partir de la crítica al capitalismo v al dere-


cho de propiedad esta alternativa no sería posible, ya que el pago de una indemnización pre-
supone el respeto por el derecho de propiedad. En un Estado sin propiedad privada la utili—
zación de la justicia civil para indemnizar a las víctimas no sería una opciÓn y habría que
buscar otro tipo de sanciones jurídicas; el problema es que fuera de la pena aflictiva corporal
y de la sanción pecuniaria es muy restringido el universo de sanciones alternativas con verda-
dero efecto coactivo (aun las sanciones de otro tipo necesitan recurrir a la amenaza pecunia-
ria o privativa de libertad como i-easeguro de Su cu mplimiento), salvo que se pretenda deste-
rrar de cuajo los pruritos liberales, tansformando la sociedad en un gran hospital en el que
los individuos deban ser curados preventivamente para mantener la paz social.

58 Primera parte
vada, ya que todo lo que la víctima (o su familiar) tendría para perder, a
causa de la venganza, serfa su derecho indemnizatorio contra el autor del
delito. Nuevamente, el Estado sin penas es un Estado con penas (la ven-
ganza privada).
Una fÓrmula que podrfa remediar esta situación sería el estableci-
miento de una sanción adicional a la acción reactiva de la víctima: esta ac-
ción saldarfa la deuda del primer agresor (delincuente) y generaría una
sanción pecuniaria adicional al vengador (víctima). Esto también traería
serios problemas de moral institucional que atentarían contra la paz. Su-
pongamos que, dolosamente, A (que es insolvente) le corta un brazo a B
(que es solvente). ¿Con qué pagaría A la indemnización? ¿Y con qué argu-
mento moral sancionaríamos a B si éste dolosamente le corta el brazo a A
como retribución (venganza) por lo que éste le hizo antes? ¿Y qué pasa si
B (el que se venga) es insolvente?
La aplicación de una sanción adicional a la víctima que se venga me
parece insostenible desde criterios morales, contrapuesta al sentimiento
jurídico de la comunidad y éticamente disociadora de la sociedad. Ello es
así porque:
— el Estado no pudo evitar el ataque inicial y ello le quita méritos pa-
ra imponer una restricciÓn posterior consistente en la sanción adicional:
se trata del conocido principio según el cual nadie (en este caso el Estado)
puede invocar en su favor su propia torpeza;
— el Estado renunció a imponer un mal de similar valor al agresor y
ello le impide, desde el punto de vista del principio de igualdad, imponer
una sanción adicional a la víctima que, en el peor de los casos, habría co-
metido una conducta igual de reprobable (aunque desde el plano ético la
reprobación es abismalmente menor); dicho en otras palabras: la imposi-
ción de una sanción sin efecto (porque se cancela al agresor inicial y de
una sanción con efecto (la sanción adicional) a la víctima que se venga es
desigual;
— si el agresor inicial es insolvente (como generalmente ocurre según
las estadísticas esgrimidas por los proveedores teóricos del abolicionismo)
la sanción que se le impondrá no tendrá efecto alguno;
— la imposiciÓn de una sanción mayor a la víctima (para consagrar la
incompensabilidad de las sanciones) viola el principio de razonabilidad
(íii/ra XIII. 3) porque el bien a proteger (la citada incompensabilidad) es
de menor jerarquía (al menos en la mayoría de los casos en que se presen-
tarán estos dilemas) que el bien afectado por el agresor inicial;
— el plus de mayor sanción impuesto a la víctima que se venga no es-
tá en consideración a la lesividad de su acci6n sino a la vigencia de una
abstracción (el abolicionismo) ajena al daño causado al agresor inicial, lo
que sería contrario a un derecho penal liberal basado en la afectación de
terceros como límite al poder punitivo;
— es menos reprobable la conducta de quien se enfrenta al derecho co-
mo consecuencia de una agresión previa (que el Estado no pudo evitar),

Puntos de partida
que la de qtiien lo hace a partir de una decisión no condicionada por una
previa injerencia ilegítima de la víctima³ 34,
Por estas razones, creo que la justificación de la imposición de una
sanción mayor a la víctima inicial requeriría acudir a criterios de defensa
social que son ajenos a un Estado legitimado a partir de los derechos in-
dividuales. No es posible invertir la ecuación estableciendo sanciones (pe-
nales o no penales) respecto de quien, atentando contra el abolicionismo,
aplica penas naturales a quienes afectan sus derechos. Y esto nos condu-
ce nuevamente a la misma contradicción: el Estado sin penas es un Esta-
do con penas.
La ilegitimidad de la imposición de sanciones a la víctima por su ac-
ción vengativa constituye el argumento de moral institucional más fuerte
para la legitimación de la pena estatal. El Estado debe elegir entre dos ma-
les: castigar al que comete el delito (mediante una pena estatal o privada)
o castigar a la víctima que se venga. Y en el primer caso, debe elegir otrn
vez: castiga por sí mismo o permite que los particulares se castiguen so-
los entre sí de acuerdo a su criterio personal.
La opción por la venganza privada equivale a la desintegración del
Estado. Éste existe para garantizar la paz monopolizando la violencia y
reprobando toda otra salvo casos de delegación expresa (acciones directas
(9éFmitidas). El planteo abolicionista (la no pena) es en realidxil anarquis-
ta (el no Estado), y ello pone de manifiesto la incompatibilidad del plan-
teo abolicionista con la existencia de un Estado que imponga sanciones
pecuniarias o regule métodos privados de resolución de conflictos. No hay
Estado sin penas (privadas o públicas) y por ello el abolicionismo debería
proponer, para ser consecuente, la desintegración de la organización polí-
tica en favor de la anarquía.
Por esa razón, si se opta por el Estado, la opción de moral institucio-
nal será, entonces, entre dos males de más o menos igual entidad: la vio-
lencia estatal o la violencia privada.
Además de las razones expuestas por la teoría del Estado que escogí,
creo que la esperanza de pautar las decisiones publicas sobre la base de
principios inspirados en la razonabilidad (principios republicanos) y la
aspiración de participar en la toma de las decisiones públicas (democra-
cia) constituyen razones fuertes para elegir la pena pública en lugar de la
privada.
Hasta aquí, y como antítesis frente al abolicionismo, creo que pode-
mos tener por justificada la pena estatal. Corresponde, sin embargo, eva-
luar otros aspectos de esta justificación.

134 Los condicionamientos sociales o individuales que pueda tener el agresor inicial no
tienen relevancia respecto del análisis moral de la sanción que se le impondría a la víctima
que se venga, va que a su respecto sólo cuenta la situación objetiva a la que se enfrentó y en
el marco de la que ejecutó la venganza. Pelo, aun si contaran aquellos condicionamientos,
ci eo que son de menor intensidad que el condicionamiento (la agresión previa) que afecta la
motivación de la víctima que se venga.

60 Primera parte
7. b. Objeciones idealistas
La aspiración humana de justicia concibe ideales que se transforman
en metas o en medios para alcanzarlas, v'inculadas con la idea del bien co-
mún o felicidad general, o con principios inmanentes que se consideran
justos por sí mismos. La venganza no integra, en general, los ideales de
justicia de las personas, aunque paradójicamente los integra la pena; has—
ta es comiin oír: “¡quiero justicia, no venganza!”, como si el simple recur-
so de cambiar el nombre de las cosas (en el caso el de la violencia puniti-
va) pudiera modificar su esencia.
Ya vimos como NlETZScHE reconoce esta realidad: “Castigo se llama a
sí misma, en efecto, la venganza: con una palabra engañosa se finge de
modo muy hipócrita una buena conciencia” ªª. No pretendo ser hipócri-
ta. No me engaño y reconozco que la pena es pura venganza. Sólo que no
la rechazo, porque la concibo como el mal menor.
Otros, que también se dan cuenta del verdadero carácter de la violen-
cia (que podrá llamarse venganza, pena o justicia, pero que ontológica-
mente es la misma cosa), no distinguen por los nombres y proponen un
cambio radical consistente en su abolición. La reacción violenta, la ven-
ganza, el ojo por ojo, son deleznables como ideal humano y por ello no de-
berían admitir una justificación ética.
De hecho, si analizamos el /Vuevo Testamento veremos que, en contra
de lo que en general pregonan sus profetas, su doctrina moral es clara-
mente incompatible con la idea de venganza y puntualmente con la pena.
No otra cosa puede interpretarse de máximas tales como “Ustedes saben
que se dijo: ‘Ojo por ojo y diente por diente’. En cambio, yo les digo: no
resistan a los malvados. Preséntale la mejilla izquierda al que te abofetea
la derecha, y al que te arma pleito por la ropa, entrégale también el man-
to” ³ª; “Ustedes saben que se dijo: ‘Ama a tu prójimo y guarda rencor a tu
enemigo’. Pero yo les digo: Amen a sus enemigos y recen por sus persegui-
dores” El que no tenga pecado lance la primera piedra”³ ³ª; “Pero uno
solo hizo Ley y a la vez puede juzgar: el que es capaz de salvar o de con-
denar. Pero, ¿quién eres tú para juzgar al prójimoº” 139 “No devuelvan mal
por mal, ni contesten el insulto con el insulto” 140 “den al César lo que es
del César, y a Dios lo que a Dios corresponde” 141

NiETZSCHE, Así habló Zaraiustra, cit., capítulo 42,


136 Biblia, ii iliil obstcit, Ev'angel io de Mateo 5, 38:4 1.
137 Bib/tu , Mt. 5, 43:44.
''' Bíb/ía , Ex²ange1io de Juan 8, 7.
139 Bí b/ín, Carta de Santiago 4, 12.
140 Biblia, Carta de Pedro, 3, 9.
141 Biblia, M t. 22, 2 1.

Puntos de partida 61
La legitimación de la pena que propuse, que otorga prelación moral
a la venganza mediante la expropiación que el Estado hI1Cf2 de ella para
imponerla en nombre de las víctimas, y que reprueba su coerción, parece-
ría contraria a estos ideales iushumanistas (podrílllTlOS llamarlos “buenis-
tas”) y a la aspiraciÓn humana de perfeccionamiento moral. Aunque la
violencia y las ansias de venganza son propias de la naturaleza humana,
los “buenistas” prefieren la lucha contra esa naturaleza para lograr algún
día la prevalencia de la ética y conseguir una sociedad mejor.
Sé que es antipático pero debo discrepar con este idealismo. No sólo
porque los constructivismos que intentaron cambiar la naturaleza huma-
na fueron los fracasos más rotundos y vergonzosos de la historia de la hu-
manidad (y mostraron lo más reprobable de esa naturaleza), sino, esen-
cialmente, porque la condena ética a la venganza no encaja con la
agresión inicial.
Nadie se venga porque sí, ya que de lo contrario no habría venganza
sino primer ataque. La venganza es una respuesta contra una agresión ini-
cial aún más confrontada con el ideal y que a su vez lo descoloca porque
desnuda realidades incompatibles con él. Si la reacción contraria el ideal,
el delito lo hace aún más y ello demuestra que el modelo de justicia que el
“buenismo” pretende para los humanos no se corresponde con lo que és-
tos realmente son. O, cuanto más, lo transforma en un postulado mera-
mente anecdótico para la filosofía política, sin perjuicio de su legitimidad
como regla de conducta religiosa o individual.
Tampoco es válido el argumento de que reaccionar del mismo modo
importa colocarse a la misma altura ética del agresor inicial. Primero, por-
que una respuesta no es lo mismo que una agresión inicial; ésta carece de
un fundamento retributivo que le dé el mfnimo sentido o significado de
justicia. Segundo, porque no se trata de juzgar la valla ética del agresor si-
no su conducta y ya vimos que ambas (acciÓn y reacción) son diferentes
porque una es la consecuencia retributiva de la segunda. Tercero, porque
la reacción estatal no es de carácter brutal como el delito, sino racional, a
partir de la vigencia de las garantías que la preceden.
En conclusión, creo que desde el punto de vista ético-político, si la
condena contra el delito se queda en el plano discursivo de una ética idea-
lista, la reprobación contra la venganza tampoco puede traspasar ese um-
bral. Y la necesidad política de decidir entre otorgar prevalencia jurídica
a una por sobre la otra queda indemne, con lo que volvemos a la disyun-
tiva ética inicial que me llevó a legitimar la venganza y con ella a la pena.

7. c. úRetribución o prevención?
Cabe preguntar qué relación tiene esta teoría de la pena con las con-
cepciones retributivas y preventivas del castigo.
La doctrina víctimoJusti[ícante de la pena explica la razón ético-políti-
ca por la cual el Estado se encuentra ante la disyuntiva de aplicar una pena
al autor de un delito o bien permitir que las personas se las arreglen entre
sí. Esta “teoría de la pena” no se inmiscuye en las razones del castigo, esto
es, en los motivos por los cuales las víctimas eligen la reacción punitiva.

62 Primera parte
Cualesquiera que sean estos motivos el Estado debe tolerarlos en la medida
en que la reacción no se exceda de la éticamente admisible, esto es, de la
que se corresponde con la agresión que la precede. Entonces, es claro que
el fundamento ético-político que justifica la pena sólo es válido en la medi-
da en que ésta guarde proporción con la agresión; la reacción desproporcio-
nada es ilegítima y constituye en sí misma una agresión pasible de sanción.
Esto le da un claro sentido retributivo a pena. Ésta es el pago de un mal con
otro mal y nada más que ello. Pero ésa no es su justificaciÓn moral.
El criterio retributivo remite a criterios de justicia vinculados con el
merecimiento. Se retribuye lo que se merece, la pena paga la deuda y con
ello retribuye lo debido, la pena expía la falta cometida. De este modo, la
justificación de la pena se ata, también, al reproche que sustenta el mere-
cimiento. S61o se merece en la medida del reproche, en la medida en que
se pueda decir a otro: pudiste hacer lo contrario y no lo hiciste. Sin ello
no hay reproche; sin reproche no hay merecimiento; sin éste no hay pro-
porción y sin todo ello la reacción es injustificada. De este modo, la justi-
ficación víctimojustificante de la pena se vincula con lo que se conoce co—
mo principio de culpabilidad penal. Pero, claro está, este es un límite y no
su justificación.
¿Oueda algún margen para la prevención? Creo que sí, pero ella no
constituye en st misma el fundamento ético-polftico de la pena, sino un
motivo de imposición que debe ser tolerado por razones de moral institu-
cional. Supongamos que A pretende sancionar a B legítima y proporcio-
nadamente, y supongamos que su motivo para reaccionar es evitar que B
vuelva a agredirlo; lo único que cuenta para el análisis de moral institu-
cional es que la sanción sea legítima y proporcionada, ya que eso de por
sí veda al Estado la posibilidad de neutralizar la reacción y ello, como vi-
mos, justifica la sanción penal. Los motivos de la víctima para la reacción
son válidos cuales quiera que éstos sean, ya que no son ellos los que la le-
gitiman moralmente.
Ese es el margen de la prevención. Un margen residual que de todos
modos tiene sentido en una sociedad democrática, en la que los clientes
del Estado votan y deciden las razones por las que su mandante debe apli-
car penas; como deciden también diversas circunstancias vinculadas al
derecho penal que quedan dentro de lo moralmente admisible para un Es-
tado libertario, que nunca podrá hacer de más, pero siempre de menos en
la medida de que no afecte irrazonablemente las legítimas pretensiones
reactivas de las víctimas.
Claro está que no cualquier prevención es admisible. La prevención
especial sólo sería válida en su aspecto negativo (apartamiento del delin-
cuente de la sociedad) 42 y siempre que la pena impuesta sea la que co-

142 Cabe descartar, por supuesto, la pena de muerte, ya que ella es incompatible con un
Estado y un sistema de garantías orientados a disminuir riesgos a los bienes de las personas.
Una pena que frente al error judicial no puede ser dejada sin efecto no satisface los recaudos
mínimos de validez ético-política.

Puntos de partida 63
rresponda de acuerdo al merecimiento; pero jamás serfa admisible la pre-
vención especial positiva en su vertiente resocializadora, ya que la modi-
ficación de la personalidad del autor no es ni ética ni constitucionalmen-
te admisible. Sólo podría pensarse válidamente en una prevención
especial positiva, entendida como escarmiento personal derivado de la pe-
na en sí, dirigido al autor del delito que a partir de ella podría decidir no
volver a delinquir para no volver a sufrir ese mal; pero ello sólo sería ad-
misible en la medida que el escarmiento surja de la propia medida y ca-
racterística de la pena y que no se consiga mediante una modificación del
castigo o con un plus orientado a su obtención.

7. d. La función limitadora de la teoria víctimojustificante


La legitimación ético-política que se analizó precedentemente condu-
ce a la deslegitimación de la mayoría de las leyes y sistemas penales.
Es importante señalar que no es función de una doctrina de justifica-
ción ético-política de la pena proveer en st misma todos los límites axioló-
gicos del castigo. Es común que para criticar a una u otra doctrina de jus-
tificación se diga que ella no establece límites o que llevada a sus últimas
consecuencias admitiría la legitimación de castigos extremos e intolera-
bles; por ejemplo, para criticar a la prevención general negativa se dice que
su consecuencia última es la aplicación de la pena de muerte en todos los
casos, o para criticar la prevenciÓn especial positiva se dice que admitiría
penas indefinidas sujetas a la citr‹zcióu del delincuente. Todos esos argu-
mentos no son más que trampas argumentales, ya que no es función de
una teoría de legitimación del castigo proveer todos sus lfmites; estos lími-
tes provienen de otros principios axiológicos que coexisten con el criterio
que sirve de legitimación. Por ello, es falso que la consecuencia última de
la prevención general negativa sea la aplicación de la pena de muerte, ya
que existe un principio axiológico que exige la proporcionalidad del casti-
go y otro que repudia la pena de muerte; por esa misma razón (v porque el
principio de legalidad impone la tabulación de la duración del castigo)
también es falso que la prevención especial positiva conduzca necesaria-
mente a la aplicación de penas indeterminadas en el tiempo.
Con esto quiero destacar que en una doctrina de justificación no de-
bemos buscar (todos) los límites al poder coercitivo, ya que éstos serán
provistos por otros criterios axiológicos que funcionan como contrapeso
a las razones éticas legitimantes de la pena. De todos modos, creo que la
justificación que propuse tiene un contenido limitador muy grande que
conduce a deslegitimar la pena en la mayorfa de las situaciones en las que
actualmente se aplica.
La víctima sólo puede pretender el ejercicio estatal de una violencia
irracional cuando la afectación a sus derechos es significativa y siempre
en función de una correlación entre el daño sufrido y el que se impondrá
al agresor. La pretensión punitiva cede su lugar a la pura reparación del
daño en la mayoría de las situaciones que prevén actualmente los códigos
penales de todo el mundo. Como se verá oportunamente, la concepción de

64 Primera parte
una pena moralmente legítima difiere radicalmente del tipo y magnitud
de las penas que se aplican en la actualidad.
La pena de encierro debe ser (desde este punto de vista ético) una me-
dida extrema limitada a situaciones de grave afectación de bienes prima-
rios, o de daños irreparables a bienes secundarios muy valiosos, u hostili-
dad manifiesta a la imposición de sanciones punitivas reparadoras. Son
situaciones frente a las que se encuentra en peligro la paz social o, en
otras palabras, casos en los que se genera un serio dilema de moral insti-
tucional respecto de las eventuales conductas reactivas de las víctimas.
Sólo en situaciones de este tipo el Estado se encuentra ante el dilema éti-
co que le impone optar por la víctima y le impide vedar una reacción pu-
nitiva. Cuando el conflicto es razonablemente “solucionable” mediante
una sanción no punitiva, la venganza que tiene esa caracterfstica no pue-
de ser admitida bajo ningún punto de vista. En ese caso el Estado debe re-
solver el conflicto a favor del delincuente y no de la víctima.
Este criterio no suministra una justificación apriorística que impida la
verificación de su justificación. Un sistema penal puede ser analizado a la
luz de ella y de ese análisis puede establecerse si las sanciones penales pre-
vistas en la legislación se refieren a conflictos en los que el Estado se en-
cuentra ante la disyuntiva que le impone tolerar la reacción punitiva de la
víctima y, consecuentemente, aplicar una pena en su nombre. Nos permiti-
rá deslegitimar, también, los sistemas penales en los que se expropia abso-
lutamente el conflicto, porque es indudable que una característica esencial
de la legitimación vfctimojustificante es que la víctima puede decidir y pue-
de acordar solucionar el conflicto por una vía ajena al sistema penal 143,
No está de más aclarar que la ubicación de la víctima como centro de
la escena de la justificación de la pena, no significa otorgarle un poder de-
cisorio absoluto para poner fin al conflicto (salvo en ciertos casos), ni sa-
tisfacer aspiraciones caprichosas de justicia. La dosificación de la vengan-
za racionalmente adecuada que será impuesta por el Estado se efectúa
desde el punto de vista de un observador imparcial. Desde ese enfoque se
verá que la teorfa de la pena ensayada es claramente limitadora y, aunque
parezca paradójico, los criterios estatales de persecución son significati-
vamente más represivos que el sentido de justicia racional de los ciudada-
nos en un estado de naturaleza pre-estatal 144,

Lo que obviamente no sería posible en un caso de homicidio, va que cualquier ter—


cero podría tener una pretensión punitiva válida y es en los hechos imposible llegar a un
acuerdo con todos ellos.
144 Sería inÚtil y artificial juzgar estos sentimientos a partir de datos estad ísticos basa-
dos en el “sentir” de la “opiniÓn pública”, ya que ésta responde a la idea del Estado como al-
go preexistente (sin mencionar que es fruto de la propaganda represiva que publicita al siste-
ma penal como solucioiiador de conflictos), lo que impide juzgar cabalmente el conflicto
penal que, como vimos, es antei ior al Estado. Por ello, la determinaciÓn de los parámetros de

Puntos de partida
La justificación a partir de los parámetros indicados no deja fuera de
la definición de pena a aquellas sanciones que no respondan a la legitima-
ción señalada. Al contrario, dado que la teorfa ensayada efectúa un análi-
sis de justificación moral (de “deber ser”), requiere tener una referencia
del “ser” respecto de la cual efectuar el juicio de legitimidad. Para saber si
determinadas penas como institución se contraponen con los parámetros
éticos legitimantes, hay que tener un punto de vista externo respecto del
cual efectuar el juicio de valor.
Justamente por esa razÓn (que se impone como único medio para
resguardar las garantías constitucionales) es necesario construir un con-
cepto material de pena totalmente desvinculado de su definición formal.

7. e. Algo más sobre la prevención


La discusión sobre el efecto preventivo del castigo no repara, en gene-
ral, en que esa pretensión utilitaria tiene más que ver con la efectividad del
funcionamiento del Estado que con la aplicación efectiva de una pena.
Son conocidas las críticas dirigidas a la idea de prevención que des-
tacan la selectividad del sistema penal y la poca incidencia de éste en el
universo de delitos cometidos, como factores demostrativos de la inope-
rancia real del sistema para disuadir, fortalecer la vigencia de las normas
o resocializar. Estas crfticas son seductoras y la idea subyacente de que la
aptitud preventiva de la pena es una ficción parece llevarse los laureles.
Contrariamente, se observa que muchas naciones civilizadas osten—
tan sistemas punitivos menos selectivos, logran consenso social sobre la
necesidad de respetar la ley y de hacerla cumplir mediante o con la ayuda
de castigos y, a la vez, logran mantener niveles bajos de criminalidad. Es
cierto que no está probada la relación causal entre la aplicación de penas
y los bajos niveles de delincuencia ni entre aquélla y el consenso social en
la necesidad de respetar la ley. Como tampoco está probado que la aboli-
ción del castigo permitiría conservar ese estado de situación al menos
aceptable.
Sin pretensiones de asumir una conclusión definitiva sobre un tópico
tan debatido, me animo a sugerir que el efecto preventivo que se busca
con la pena, no depende tanto de ésta como del mecanismo estatal de
reacción ante la infracción a la ley. Y, a la vez y por el contrario, el efecto
promotor de delitos no está dado por la impunidad en st misma, sino por
la ausencia de actuación del Estado frente a los conflictos cuya solución
le compete.

justicia racional, que satisfarían a las víctimas a partir de una adecuada proporción entre da-
ño sufrido y respuesta punitiva, requiere de un an:á1isis no contaminado colocado en una si-
tuaciÓn irreal. En otras palabras, situarse en la situación real actual impide juzgar con verda-
dero realismo la justeza de las sanciones penales.

66 Primera parte
Frente a la crisis del sistema penal, HENDLER³ 45 ha visto en el sistema
de enjuiciamiento público un aspecto rescatable que sugiere que la fun-
cionalidad del sistema no puede ser exclusivamente negativa 146 Con cita
de CHRISTIE, HENDLER considera que “la participaciÓn en los conflictos es
más importante que las soluciones que éstos tengan (...) de la trilogía que
conforman delito, enjuiciamiento y castigo, no sólo lo segundo es lo más
importante; bien podría pensarse que el castigo sea sólo el pretexto para
dar lugar al enjuiciamiento” 147 dado que “en el modelo de enjuiciamien-
to público, la idea subyacente es ventilar el conflicto, hacerlo explícito y
dar así lugar a la catarsis de su verbalización”³ 4 . En ese esquema, pare-
cería que el jurista argentino considera a la prevención general positiva
convergente con esta perspectiva l 49, Y ello es correcto porque la existen-
cia del proceso es en sí misma la afirmación de la ley, porque ella es, por
sobre todas las cosas, un mecanismo público (como opuesto a lo privado)
de reacción ante el conflicto. El proceso demuestra la existencia del Esta-
do y de la ley, la reacción privada es un símbolo de su desintegración.
Un Estado que funciona es aquel que cumple razonablemente los fi-
nes para los que fue concebido y, como vimos, la seguridad y el resguardo
de los derechos es el t'in esencial de la organización política. Y también vi-
mos que el punto angular en la legitimación del monopolio de la fuerza
(que impedía la existencia de independientes abstraídos del poder de im-
perio) era la mayor seguridad del sistema de enjuiciamiento estatal fren-
te a un sistema anárquico de actuación frente a los conflictos.
El problema de la prevención y de la fidelidad a las normas depende
de la existencia de mecanismos estatales en pleno funcionamiento. Cuan-
do el Estado actúa frente al delito, ya sea previniendo, ya sea interrum-
piendo los cursos lesivos, ya sea poniendo en marcha una investigación y
un proceso, la disuasión puede funcionar porque el Estado actúa y todos
lo pueden percibir y vivenciar. Y también se produce un efecto preventivo
especial, porque el autor del delito es alcanzado por la coerción estatal y,
con independencia del castigo que finalmente reciba, se ve personalmen—
te disuadido por la ley y en ciertos casos neutralizado.
Y no importa el resultado, no importa que se imponga finalmente la
pena o que se disponga de ella (por ejemplo mediante un acuerdo con la
víctima o mediante cualquier otro mecanismo de renuncia o transacción),
en la medida en que haya existido una respuesta oficial, pública y social
frente al conflicto.

145 HENDLER, Edmundo S., Enju iciamiento penal y con[Iictividad social, en BINDER, Al-
berto y MAiER, Julio B. J. (comps.), £:? derecho penal hoy. Homenaje al Pro[. David Bnigií ii, Ed.
Del Puerto, Buenos Aires, 1995, ps. 375-383.
146 Hr:NDbER, Enj uiciamiento penal y con[lictividad social, cii., ps. 376-377.
147 HrNntrit, Enjuiciamiento penal y con[lictividad social, cit., p. 378.
148 HENDLER, Enjuiciamiento penal y con[lictividad social, cit., p. 377.
149 HExDrER, Htt filitlollliP llto enal y con[Iictividacl social, cit. , (i. 378.

Puntos de partida 67
La sensación de ilegal idad, de anomia, de inexistencia de ley; rio es
fruto de la impunidad sino de la inexistencia de presencia estatal, de pro-
ceso, de debate oficial en torno al quebrantamiento de las normas de con-
vivencia.
El proceso es considerado, con razón, una pena en sí misma, porque
constituye necesariamente una restricción de derechos y ocasiona en el
sujeto investigado un mal grave derivado no sólo de su duración y parti—
cularidades, sino de la incertidumbre que sufre el imputado sobre la posi-
bilidad futura de padecer un castigo.
Me parece claro que los fines preventivos del Estado no deben ser
abandonados, aunque la pena en particular constituya un elemento se-
cundario de la prevención, porque el Estado es en sí mismo una institu-
ción preventiva. Su presencia, su actuación, su eficiencia para Que no le
pase desapercibida la infracción de la ley es esencial para mantener la paz
social, la conciencia sobre la vigencia de las normas y, a largo plazo, la fi-
delidad de los ciudadanos al derecho.
La pena puede prevenir (y en todos los sentidos ya vistos porque ellos
no son excluyentes entre sí), pero eso no significa que en ello encuentre su
función, ni que la tenga, ya que en todo caso su remanente aptitud pre-
ventiva se deriva del hecho de ser parte de la actuación estatal que es, en
esencia, el factor de prevención. La pena es tan preventiva como el proce-
so en sí, como la actuación policial disuasiva y como toda la actividad pú-
blica enderezada a proteger los bienes jurídicos; y lo es sólo por formar
parte de esa actividad y no por su esencia ni por sus particularidades on-
tológicas.
Creo que ésa es la adecuada síntesis de la relación entre la pena y la
prevención de los delitos.

68 Primera parte
IV. La coerción punitiva

1. Introducción
El Estado monopoliza todos los aspectos de la coerción punitiva: la
prevención, que lleva a cabo mediante la actuación de la policía y demás
fuerzas de seguridad; la promoción de las investigaciones y el impulso de
la acción penal, que realiza mediante la actuación del Ministerio Público;
y el juzgamiento de los hechos, que compete al Poder Judicial. Incluso se
ocupa de la defensa, mediante la organización de defensores de oficio que
deben asistir a los imputados cuando éstos no designan abogados particu-
lares de confianza.
La coerción penal, tal cual la conocemos, tiene un sesgo netamente
inquisitivo y se construye sobre la base de la expropiación del conflicto
criminalizado ² 50. El Estado sustituye a uno de los protagonistas de la con-
troversia (la víctima) y decide por él, quitándole todo poder decisorio y ve-
dándole la posibilidad de cancelar el curso de la criminalización del autor
del delito.
El Estado se hace dueño del derecho a sancionar penalmente y se
transforma en único titular del ius puniendi. Existe, por tanto, una obliga-
ción estatal de castigar, que es inexorable en los sistemas que consagran
el principio de legalidad procesal, en virtud del cual la acciÓn penal no es
disponible por su titular y debe ser promovida en todos los casos y hasta
las últimas consecuencias *
Como consecuencia de la expropiación del conflicto, y en la medida
en que el interés de la víctima no cuenta en su solución, la situación de és-

Dice Julio B. J. MAinii (Derecho procesal peirnl, t. l, Fundainentos , 2' ed., Ed. Del
Puerto, Buenos Aires, 1996, p. g i 4›: “In »i›iriÓn es, en materia penal, el nombre del sistema
que abre la brecha, produciendo su transformaciÓn cualitativa, la verdadera revolución polí-
tica vinculada a la nueva forma de distribución del poder, el nombre que identifica a la con-
cepciÓn que entiende la actuaciÓn del Derecho penal como funciÓn del Estado. La transfor-
mación consiste, básicamente, en expropiar a los ciudadanos el poder de reaccionar contra cl
ofensoi y mandar a ciertos órganos del Estado a proceder de o(icio (per í nquís itíoiieiii), sin es—
perar ni atender a la voluntad de los individuos (per nccusnf íoriem), por una parte, y en insti-
tuir a la pena y al Derecho penal, en general, como un poder del Estado —sin duda, el arma
más vigoi osa y fuerte— para el control formal de los habitantes”.
15 l Cf. MAIER, Derecho procesal penal, t . I, cit., p. 828: “una vez promovida la persecu—
ciÓn penal, ella no se (puede) suspender, interrumpir o hacer cesar, sino por el modo y la for—
ma previsto en la ley procesal (irretractabilidad)”.

Puntos de partida 69
ta pasa a ser una mera excusa para habilitar el ejercicio del poder puniti-
vo. En otras palabras, el ataque a un miembro de la sociedad habilita el
ejercicio de una coerción que se considera orientada a evitar futuras ofen-
sas al resto de los ciudadanos o bien a realizar la justicia. De este modo,
la cuestión penal se transforma en un objetivo político prioritario, y tanto
el derecho penal como el procesal penal son vistos como herramientas ne-
cesarias para custodiar los “intereses superiores del Estado” y su propia
subsistencia.
Pero la expropiación de los derechos de las víctimas no es una condi-
ción necesaria para la existencia del Estado y del sistema penal. La pre-
tensión de expropiación es fruto de la creencia colectivista de que el deli-
to afecta a alguien más que a la víctima y, consecuentemente, de que los
demás miembros de la sociedad tienen derecho a reaccionar por ésta aun
cuando ella quiera lo contrario.
Las ideas preventivas de la pena (que buscan una prevención a futu-
ro, respecto de eventuales daños diferentes del causado a la víctima) ne-
cesitan de la expropiación del conflicto: si lo que previene es la pena, no
es posible otorgar a la víctima poder decisorio sobre su aplicación, porque
ello impediría una polftica criminal pública y uniforme y porque, en defi-
nitiva, la renuncia de la víctima importaria una renuncia a la prevención.
Con independencia de la crítica que estas posiciones merecen, me pa-
rece evidente que la restitución a los damnificados de su rol en la contro-
versia penal no afectaría el presunto efecto preventivo de la coerción pu-
nitiva, puesto que éste, de existir, no depende de la aplicación de una pena
sino del funcionamiento eficaz del aparato estatal, con independencia de
la solución particular a la que se arribe en el caso concreto.

2. Protección y reacción
Como hemos visto, el Estado detenta el monopolio de la fuerza. Por
ello queda en sus manos tanto la coacción preventiva (consistente en la
función policíaca dirigida a prevenir delitos) como la coacción reactiva
(que está dada por la potestad de imponer penas). La necesidad de reac-
ción pone de manifiesto el fracaso de la prevención, pero no cabe duda de
que ésta es preferible a aquél1a³ 52
La confusión entre ambos tipos de coerción ha sido vista como el ar-
did argumental para avasallar el estado de derechoª 53,. A la vez, y en la me-
dida en que se trasladen sin más los lfmites de la reacción punitiva a la pre—

'Bien decía Brccwi ( l 738— 1794) que “es mejor evitar delitos que castigarlos” (De los
cleliios y de las penas ( 1764), cit., capítulo 41.
' " ZAFFARONI, AIAGIA y SLOKAR, Derecho penal. Parte general, cit. , p. 47, sostiene que “la
confusiÓn entre coacciÓn directa y pena es el ardid del estado de policía para acabar con el
estado de derecho”.

70 Primera parte
ventiva, me parece que esa confusión es ideal para frustrar toda posibili—
dad de prevención real de afectaciones de bienes jurídicos y de potenciar,
indirectamente, las pretensiones que abogan por una mayor reacción.
Es necesario distinguir ambas facetas del monopolio público de la
fuerza, ya que a pesar de la íntima relación entre ellas, derivada de su na-
turaleza punitiva común (que está dada por sus características materia—
les), su confusión puede efectivamente atar de manos al Estado en su la-
bor preventiva pura o pretender depositar en la pena una función
preventiva de la que en general carece, al menos en la medida que se le
asigna.
Respecto de lo primero, es muy común que se pretenda limitar las po—
testades policíacas mediante argumentos propios de la limitación de la ac-
tividad reactiva del Estado. Y ello es un error porque trasladar sin más los
límites de la segunda a la primera importa lisa y llanamente la abrogación
de la potestad policíaca que a mi juicio es necesaria y constituye la verda—
dera actividad preventiva del Estado. Vayamos a un ejemplo, supongamos
que dentro de una entidad bancaria un policía observa a una persona ha-
blando por su teléfono celular y observando atentamente a otra que está
extrayendo dinero; supongamos que el policía ve que en el exterior del
banco hay otra persona en una motocicleta también hablando por celular;
por experiencia, el policía sabe que ése es el modo en que se prepara una
“salidera” 4 y tiene a su alcance el modo de evitarla, a pesar de que es dis-
cutible si estamos en presencia o no de comienzo de ejecución; la pregun-
ta es: ¿puede o no puede el policía dispersar a las personas que realizan
esas conductas?; lo que no es válido es aplicar una sanción (salvo que hu-
biese comienzo de ejecución) porque no existe afectación a un bien jurf-
dico que habilite la reacción penal. Sin embargo, ese argumento nada tie-
ne que ver con la función tuitiva de bienes, ya que ésta exige en muchas
ocasiones actuar antes de la afectación, justamente para evitarla. En el
ejemplo citado, me parece claro que la policfa debe ser dotada de herra-
mientas coercitivas para poner fin a ese tipo de comportamientos, como
por ejemplo la potestad de ordenar la dispersión de las personas (otorgan-
do a esa orden virtualidad tal como para que su incumplimiento pueda
constituir el delito de desobediencia ² ªª), o la facultad de requerir identifi-
cación y explicaciones sobre la presencia de los sujetos en el lugar. Por su-
puesto que no será admisible una sanción, siquiera del tipo contravencio-
nal, como en una época solía aplicarse en la Ciudad de Buenos Aires por
vía de los denominados edictos policiales que, por ejemplo, reprimlan la
conducta de merodear. Nótese como en ese caso se confundfa la coacción
preventiva con la punitiva, aplicando la lógica de la reacción a una situa-

154 presión con la que, en la jerga delictiva y policíaca, se denomina el robo de una
persona a la salida de una entidad bancaria.
155 Art. 239, CP argentino.

Puntos de partida
ción que sólo ameritaba el uso de una coerción preventiva mínima y ra-
cional. Esa confusión es fruto del dogma preventivista que asf como asig-
na a la pena funciones preventivas, traslada a la coerción preventiva las
características propias de la sanción penal. De esa confusión pecan tanto
quienes pretenden mayor coacción (abogando por la anticipación de las
sanciones, por ejemplo mediante normas tales como los edictos policiales)
como quienes trasladan los límites de la pena a la coerción preventiva
(proponiendo eliminar las facultades policiales de prevención).
Y respecto de la concepción preventiva de la pena se presenta la mis-
ma confusión, en la medida que se considera que con más penas y mayor
represión se bajarán los índices delictivos, cuando la realidad indica que
éstos dependen de factores sociales más complejos y que la utilidad pre—
ventiva de la pena es bastante limitada, en comparación con la mayor ap—
titud evitadora de delitos que pueden tener, por ejemplo, ciertos controles
policiales generales o la custodia o vigilancia de lugares.
Un Estado con capacidad para prevenir delitos debe tener potestades
suficientes para actuar antes de su comisión (como policfa y cuidador, y
sin excederse ni un ápice en esa función que, obviamente, no lo habilita a
sancionar), ya que de lo contrario no podrfa evitarlos. Lo mismo se nece-
sita, aunque con mayor dramatismo, para evitar conductas potencialmen-
te catastróficas * 56,
Y si queremos que la pena sea impuesta de forma racional, conforme
su sentido constitucional y como último recurso del Estado, debemos des—
pojarla del mito preventivo porque, de lo contrario (y tal como ocurre en
la actualidad), todo problema social querrá ser resuelto recurriendo a su
imposición, con independencia de su utilidad real.
Y entonces toda ley de cualquier tipo contiene alguna sanción puniti-
va, un reW erzo para asegurar los [tnes de la norma. Un síntoma de este des-
borde es la variedad de leyes complementarias de los códigos penales co-
mo por ejemplo las leyes de fomento y desarrollo del deporte² 57 de juegos

156 ZAFrAiio I se refiere a este problema en relación a ciertas situaciones extremas de


grave peligro: “Tratándose de una posibilidad de destrucción masiva de bienes jurídicos, es in-
cuestionable que no puede dejarse ’elegir’ al autor, porque es ind ispensable llegar antes e im-
pedir el hecho, entre otras razones porque la capacidad técnica destructiva es tan formidable
que puede ser que Iuego no quede nadie para imponer la pena o incluso que la cuestión no
tenga nada que ver con el modelo penal, por tratarse de una conducta suicida. Es obvio que
esta prevención previa, tan necesaria como peligrosa, no corresponde a un sistema penal co-
mo los actuales y que, frente a ella, el modelo penal no cuenta casi para nada. Se trata de una
prevención que, obviamente, debe tener lugar en órbita policial, pues son medidas preventi-
vas policiales y no penales. Es una forma de policía de seguridad que frente a estos hechos de-
be operar de la misma forma que en incendios, epidemias, terremotos, inundaciones, etc.”
(in busca de las penas perdidas, cii., p. 87).
157 Argentina, 1ev 20.6 5 5, arts. 27 a 28.

72 Primera parte
de azar*ª , de protección de los animales 159 de alcoholes ª 60 entre otras;
y ni que hablar de la pretensión de solucionar penalmente problemas ta-
les como la evasión fiscal 161 o el consumo y venta de drogas 2
Esta inflación penal es fruto de la incompetencia de la sociedad y del
Estado para encontrar soluciones reales a los problemas y, sobre todo, pa-
ra garantizar la convivencia. Es tan simplista como falsa la creencia de
que el derecho penal es la stiper vacuna con aptitud para curar cualquier
en[errnedad social. X no sólo es simplista y falsa, sino también peligrosa
porque adormece la búsqueda de soluciones reales, coloca a los ciudada-
nos a merced de un estado de policía y frustra la verdadera actividad pre-
ventiva del Estado.
El respeto de algunas pocas pautas generales permitirán, a mi juicio,
evitar estos inconvenientes: a) el derecho penal debe ser ultra iutitívo (ía—
[ra V); 6) no se debe depositar en la pena funciones preventivas y, si se lo
hace, debe quedar claro que su utilidad sólo puede ser residual (stipra 7. e);
c) no se pueden trasladar a la actividad preventiva, todos los límites inhe—
rentes a la actividad punitiva, salvo cuando éstas prácticamente se tocan
(íii¢rn ad‹:/eiida 3). Sobre esas mínimas bases veo alguna esperanza de éxi-
to en la tarea de racionalizar la coerción preventiva y punitiva, para otor-
garles un sentido político definido.

3. 2.Qué es la pena?
La definición de pena es esencial para el derecho constitucional pe-
nal. Si hay pena hay derecho penal y si hay derecho penal rigen sus garan-
tías constitucionales. De la definición de pena depende, entonces, nada
menos que la vigencia de las garantías.
Por esa razón, el concepto de pena no puede ser construido por la ley
sino que debe serlo de forma externa, desde una óptica sustancial y no for-
mal, ya que de lo contrario se permitirfa al legislador burlar las garantías
con el simple y burdo recurso de no llamar pena a aquello que sí lo es. Es
C?1OCtlt2nté ZAFFARONI en cuanto a que “si el derecho penal se quedase en el
plano formal, admitiría la derogación de la Constitución y de todos los prin-
cipios jushumanistas: el legislador podría obviar los límites que le imponen
las normas de máxima jerarquía con sólo asignarle a una ley funciones ma-
nifJestas diferentes o limitándose a obviar el nombre de las penas” ³ª3/164

Argentina, ley 21.9ó 1,


159 Argentina, ley 14.346.
' 'Argentina, ley 24. 5›66
16 Argentina, ley 24.769.
162 Argentina, ley 23.737.
163 ZmARONi, ArAcu y SLoKAR, Derecho penal. Parte ge neral, ci t., p. 36.
164 Slrvi:STRON1, Mariano H., comentario al libro £:/ derecho penal hoy. Homen•ie al Pro[.
Dciv id Baigii n, en “Cuadernos de Doctrina y Jurisprudencia Penal”, Ed. Ad-Hoc, año 3, n’ 4/5,

Puntos de partida 73
Existen conceptos que necesariamente deben ser definidos en forma
previa a la propia ley. Esto nada tiene que ver con el dilema entre natura-
lismo o positivismo ni entre facticidad y normatividad, ya que, en defini-
tiva, es el propio derecho positivo el que establece las garantías y, con
ellas, instituye (expresa o implícitamente) determinadas herramientas pa-
ra asegurar su vigencia. La definición externa de ciertos objetos de refe-
rencia de las propias garantías (por ejemplo, el concepto de persona res-
pecto de la igualdad o, como vimos, el concepto de pena respecto de las
garantías del derecho penal) es una necesidad lógica del propio sistema
positivo que las establece. Es la propia Constitución que instituye las ga-
rantías la que manda definir la pena de forma externa a la ley para evitar
que aquéllas sean burladas. Debemos pues definirla.
Creo que la pena como ente prejurídico debe ser definida desde un
punto de vista puramente natural l65, Se deben indagar las características
ónticas de la sanciÓn punitiva y sobre esa base construir el concepto. Par-
tir de un análisis intuitivo de supuestos ‹zd doc no es un mal comienzo. A
su vez las denominadas teorías de la pena abren un camino para esa deli-
mitación. Nos brindan la noción de que la sanción penal es la que se apli-
ca como retribución de un mal con otro, o con la intenci6n de evitar que
el autor vuelva a cometer un nuevo mal (excluyéndolo o reeducándolo), o
para disuadir a los demás con la pena impuesta al autor, o para reforzar
en terceros la vigencia de la norma. En suma, la sanción que se impone
por esas razones (con independencia de la validez de éstas o de su verifi-
cación empírica) tiene un claro contenido punitivo, por contraposición a
las sanciones del tipo reparador propias de otras ramas del ordenamiento
jurídico * 66, Corresponde, entonces, detenerse en las características de la
sanción punitiva para delinear su concepto. Veremos que la pena:
— es la imposición de un mal, un daño, una limitación de libertades,
un menoscabo de los atributos del ser humano. Ese mal puede recaer so-
bre la vida, la libertad, la honra, los sentimientos o la propiedad;
— es un mal de entidad, que tiene un efecto simbólico denigrante, es-
tigmatizante y que trasunta desaprobación social 67¡
— es un acto de reacción ante un hecho. El mal no se impone porque
sí, sino en relación a una circunstancia previa que lo motiva l 68¡

165 Obviamente, nada impide que el legislador llame pena a aquello que no lo es, ya que
no existe ninguna objeción constitucional al establecimiento de garantías penales a casos no
penales. En todo caso se tratará de una ampliaciÓn y no de una reducción del ámbito de pro-
tección constitucional.
166 Jn el derecho administrativo también se imponen sanciones con fines preventivos
que no alcanzan a tener contenido punitivo, porque no revisten las demás características pro-
pias de la pena.
167 Similar, Nii×o, Los límites de la responsabilidad penal, cit., p. 205.
168 una consecuencia del ya citado principio de retribución (FcRiivioLi, Derecho y ra-
zdn, cit., p. 368).

74 Primera parte
— se impone como castigo, esto es, como escarmiento por la conduc-
ta previa;
— constituye un acto esencialmente violento;
— se la considera (con o sin razón) protectora de bienes valiosos. A pun-
to tal que se suele decir que el derecho penal “protege” bienes jurídicos;
— es considerada una herramienta evitadora de nuevos delitos;
— generalmente es impuesta por el Estado, o por un grupo de perso-
nas organizadas y con poder. Sin embargo, existen penas impuestas por
particulares, con autorización de un aparato estatal l69 () penas directa-
mente ilegales impuestas por cualquier persona* 70
Las sanciones jurídicas del derecho penal reúnen en general este tipo
de características, aunque no es necesario que todas ellas se encuentren
presentes. Cuantas más características de éste tipo reúna la sanciÓn, ma-
yor será su sentido punitivo.
De todos modos, el elemento distintivo de la pena frente a las demás
sanciones jurídicas, es el castigo que ella importa, con su gravedad mate-
rial y simbólica.
N o 171 señala dos características distintivas de la sanción penal. L‹z
primera. la pena constituye un sufrimiento dirigido a su destinatario; a di-
ferencia de lo que ocurre con otras medidas coactivas que, aunque también
ocasionan sufrimiento, no perderían su razÓn de ser si el Estado intentara
compensar1o³ 72 en el caso de la pena cualquier compensación del dolor
Que inflige a su destinatario le haría perder su cualidad esencial. La seguin-
da. que la pena constituye un símbolo de desaprobación respecto de la con-
ducta que motiva su aplicación 173 sostiene NINO: “Hay, por cierto, una re-
lación conceptual entre pena y delito, pero no es una relación directa. La
relación se da entre los juicios de desaprobación y las actitudes reactivas
que ciertos actos delictivos provocan y que se transfieren a las consecuen-
cias distintivas de esos actos, y la identificación de las medidas que impli-
can tales connotaciones estigmatizadoras como casos de pena” 174
Por su parte, ZAFFARONi la distingue por su carácter irracional y por-
que no es un medio idóneo para solucionar un conflicto como ya hemos
visto.

169 Sobre las penas impuestas por particulares ver Addenda 3, Pena y legftima defensa.
17 Si el concepto dejara fuera las penas ilegales no sería un concepto prejurídico y, con-
secuentemente, no serviría como heivamienta de contención.
171 Niza, Los lfmites de la responsabilidad penal, cit., ps. 203-204.
172 NINO, lbs /fiiiífés de la responsabilidad penal, cit., p. 204, cita el caso de las cuaren-
tenas que podrían ser por ejemplo compensadas económicamente por el Estado sin que por
ello pierdan su finalidad ni su esencia.
173 Nico, Los límites de la responsabilidad penal, ci t., p. 205.
174 i o, Los líiiiifes Je fu responsabilidad penal, cit., ps. 206-207.

Puntos de partida 75
Es cierto que la reacción penal generalmente no soluciona el conflic-
to real (ello ocurre porque existe una imposibilidad física de enmendar
daños pasados) y que constituye una violencia lindante con lo irracional;
no obstante, creo que no son éstos los atributos característicos de la pena,
que existirá incluso cuando la sanción constituya un acto racional que so-
lucione el conflicto. De hecho, es una aspiración legítima de los juristas, y
debería serlo de los legisladores, que el derecho penal avance junto con la
civilización, sustituyendo las penas inservibles por otras racionales y esen-
cialmente repaTadoras. Ése es uno de los objetivos del derecho penal
ultramínimo que se propone más adelante, que se caracteriza por sancio-
nes menos punitivas y más reparadoras pero que por su significado intrín-
seco no dejarán de ser penas.

4. Las medidas de seguridad


Un sistema penal de doble vía admite una reacción dual frente al ilí-
cito penal: la pena, si ese ilícito es culpable (delito), y la medida de segu—
ridad cuando concurren ciertas causales de inimputabilidad.
Sin perjuicio de ciertas situaciones particulares en las que podría ad—
mitirse la procedencia de ciertas medidas para evitar ciertos riesgos con-
cretos (por ejemplo, el caso de cuarentenas), en general estas reacciones
estatales constituyen verdaderas penas, que se aplican sin culpabilidad, en
función de la personalidad del autor, y casi sin límites garantistas * 76,
El discurso dominante en la materia se asienta en una sucesión de fa-
lacias. Todo parte de la pretensión de sostener un concepto de culpabili-
dad que deja fuera de lo punible a un grupo de situaciones que de todos
modos no se quiere despenalizar. Como consecuencia de ello se busca una
forma alternativa de reacción frente a dichas situaciones, una reacciÓn
que no sea una pena porque de lo contrario habría una pena sin culpabi—
lidad. Es allí donde aparece la nociÓn de medida de seguridad, que discur-
sivamente (y con más énfasis que suerte) se intenta diferenciar de la pe-
na. Una vez efectuada esa distinción, es muy difícil trasladar a las medidas
los límites garantistas de la pena porque ello podría revelar la naturaleza
punitiva de aquéllas y, consecuentemente, la violación del principio de
culpabilidad. Esto genera un agujero negro en la vigencia de las garantías,
porque nos encontramos con situaciones en las que materialmente existe
una reacción punitiva (por ejemplo, el encierro en una institución psiquiá-
trica) que se supedita a la concurrencia de ciertas modificaciones en la
personalidad (“curación”) y no al cumplimiento de cierto tiempo de deten-

175 STW\TENWERTH, Günter (Derecho penal. Pane general, i. I, El hecho pu nible, trad. de
Glfid S ROMeiio a II 2“ Ud. álemalld de 1976, Ed. Edersa, Madrid), reconoce que “según su ori-
gen histórico, estas medidas jurídico-penales no se concibieron sobre la base de especiales ne-
cesidades terapéuticas, sino con el fín de sortear las limitaciones que son consecuencia del
principio de cu lpabilidad” (p. 21).

76 Primera parte
ción. Y, para colmo, con pretensiones preventivo especiales que la pena no
podría válidamente tener.
Me parece evidente que estas medidas de seguridad generan una
grieta muy profunda al principio de culpabilidad y se sustentan en un de-
recho penal de autor. Como se sugiere más adelante al estudiar el último
estrato sistemático, la culpabilidad, como antecedente de la reacción pu-
nitiva, podría atender perfectamente a la reacción dual del sistema penal:
habría una culpabilidad habilitante de la pena y otra de las medidas pero
siempre una culpabilidad, porque ambas reacciones tienen carácter puni-
tivo. Sin ese mínimo reproche no podrá haber una reacción de ese tipo y
sólo quedará margen para una tutela basada en los principios del estado
de necesidad.
Respecto de los criterios preventivos que habilitarían restringir los
derechos de las personas nuevamente es pertinente la cita de NOzicK:

“En la medida en que algunas personas son consideradas incapaces de


tomar una decisión y son consideradas meramente como mecanismos que
son puestos en operación y que cometerán (o pueden cometer) acciones ilíci-
tas (¿o porque son considerados incapaces de decidir en contra de actuar ilt-
citamente?), entonces, los límites preventivos posiblemente parecerán legíti—
mos. Siempre que las desventajas sean compensados, los límites preventivos
serán permitidos por las mismas consideraciones que subyacen en la existen-
cia de un sistema jurídico (aunque otras consideraciones pueden excluirlo).
Pero, si el mal (temido) que la persona puede realmente cometer, efectiva-
mente depende de decisiones que aún no se han tomado, entonces, los ante-
riores principios determinarán que la detención preventiva o los límites pre-
ventivos son ilegítimos y no permitidos 76

Es interesante señalar lo siguiente: a) NOZICK HO admite limitaciones


preventivas sobre la base de decisiones que aún no se han tomado, con lo
que cabe excluir toda limitación de derechos basada en la personalidad
del autor; b) En los casos de sujetos incapaces de decidir, NoZICK propone
establecer límites en la medida de la compensaciÓn previa; ejemplifica
con restricciones menores de derechos y con el denominado “toque de
queda”, que permiten una fácil compensación ³ 77 pero cuando la restric-
ción exige el encierro de una persona, llega a exigir una compensación
completa (que cualquier partidario de las medidas de seguridad conside-
raría descabelladas) consistente en el alojamiento en un área placentera,
con hoteles de temporada, instalaciones recreativas, etc. , que tendría que ser
un lugar atractivo para vivir* 78 diCí2 NOZICK: “Menciono los centros de de-
tención de este tipo, no para proponerlos, sino para mostrar el tipo de co-

176 NOZICK, Áiinrqn/n, Estado y utopía, cit., p. 146.

Puntos de partida 77
sas que los proponentes de la detención preventiva tienen que pensar y es-
tar dispuestos a sostener y pagar por ellos”, y concluye que “esto deja po-
co espacio, si es que alguno, a la limitación preventiva legítima” 179
Y, efectivamente, si se pretende restringir los derechos de las perso-
nas sobre la base de consideraciones utilitarias de este tipo no veo posibi-
lidad de legitimarlo sobre la base de una compensación que no sea com-
pleta; incluso cuando se trata de sujetos que han cometido ilícitos “no
culpables”.

5. La coacción directa
Dentro de coerción de naturaleza punitiva se incluye la denominada
“coacción directa” 180 en la que encontramos la actividad tuitiva de los
particulares (especialmente la legítima defensa² y el estado de necesi—
dad) y toda la coerción estatal dirigida a la cesación y evitación de cursos
causales lesivos de bienes jurídicos.
Ya he adelantado mi opinión de que el Estado debe contar con la
coacción suficiente para poder interrumpir los cursos causales lesivos de
bienes jurídicos, con anterioridad a que ellos constituyan actos de ejecu-
ción que habiliten una respuesta punitiva sancionatoria.
La coerción punitiva del Estado debe ejercer su verdadero rol preven-
tivo con anterioridad a la afectación de los bienes jurfdicos, porque luego
de producida esa afectación ya es imposible revertirla porque, al menos
hasta el presente (y hasta donde tengo conocimiento), el ser humano ca—
rece de la tecnología para revertir hechos pasados o volver atrás en el
tiempo.
Que el Estado cuente con potestades para prevenir delitos no signifi-
ca que debamos estar a merced del control policial permanente ni que las
esferas de privacidad e intimidad puedan ser invadidas discrecionalmen-
te por el poder público.
Creo que el debate más importante en materia de seguridad debe li-
brarse en relación a las facultades preventivas del Estado, porque es allí
donde se juega la suerte de los bienes jurfdicos. Y no me cabe duda que
ella depende tanto del otorgamiento de poderes suficientes al Estado pa—
ra impedir los delitos, como de la férrea limitación de su actividad para
evitar que las libertades individuales se vean menoscabadas más allá de lo
razonable (art. 28, CN) e impedir que el avance del Estado constituya en
sí mismo un foco de afectación de bienes jurídicos.

179 zicz, norquta, Estado y utopta, eis., p. 147.


' ZAFFARONi, ALnGiv y SLoK/tR, Derecho penal. Parte general, cii., p. 45.
' ' Cuya naturaleza punitiva se analiza en detalle en la Acldenda 3, Pe na y legftima de-
Je nsa.

78 Primera parte
Las críticas dirigidas a las concepciones preventivas de la pena (tan-
to las que se ciernen sobre su legitimidad o respecto de su eficacia) deben
referirse a la validez de la coacción directa, ya que ésta es un tipo de vio-
lencia punitiva (estatal o privada) con un claro sentido preventivo que tie-
ne la particularidad de ser indiscutiblemente eficaz para evitar la lesiÓn de
un bien jurídico.
En el trabajo del Prof. ZAFFAROxi se analiza eXhaustivamente la rela-
ción entre la pena y la coacción directa y cuida muy bien de delimitar los
ámbitos de cada una de ellas, ya que cualquier confusión podría afectar se-
riamente su teoría negativa de la pena. En efecto, dado que la coacción di-
recta sirve para proteger bienes jurídicos (como ZAFFAROxiI expresamente lo
reconoce), la distinción con la pena es esencial, ya que desde su óptica la
pena, por definición, es un tipo de coacción irracional que no sirve para so-
lucionar conflictos sino sólo para suspenderlos en el tiempo. Por ello, ex-
presa tajantemente que “la confusión entre coacción directa y pena es el ar-
did del estado de policía para acabar con el estado de derecho” 182,
Es interesante el análisis que hace el jurista argentino de ciertas si-
tuaciones difíciles que, a mi juicio, ponen de manifiesto las falencias de su
crítica en bloque a la pena y resienten seriamente su posición. Comenza-
ré con la transcripción de ciertos párrafos esenciales.
Dice ZAFFARONI:

“. . . mientras continíia una actividad lesiva, la coacción para detenerla no


es pena sino coacción directa. Una empresa criminal es una actividad grupal
compartida, cuya continuidad debe ser interrumpida por el Estado, de modo
que mientras su poder se dirija a ese objetivo, será coacción y no punición. La
criminalización secundaria, en esos casos, puede eventualmente tener el efec-
to de ser materialmente una forma de coacción directa, al menos hasta el mo-
mento en que con ella se interrumpa la actividad grupal. Cualquiera sea el tí-
tulo o denominación que se invoque para su ejercicio, el dato de la realidad
determinante será que se trate de un poder conducente para la interrupción de
la actividad grupal delictiva. Pero debe tenerse presente que, en cualquier ca-
so, a partir del momento en que se desbarata la actividad grupal, en que la mis-
ma cesa espontáneamente o, por cualquier razón, se interrumpe sin peligro de
reanudación inminente, el poder que se siga ejerciendo sobre las personas in-
volucradas será poder punitivo y dejará de cumplir una función cierta” 183
“Una de las emergencias que dan lugar a que las agencias políticas habi-
liten la introducción de componentes inquisitorios propios de la coacción di-
recta (para ejercer indiscriminadamente ésta o el poder punitivo) es el discuti-
do concepto de terrorismo, que algunas tendencias autoritarias pretenden usar
difusamente para controlar disidencia y aun para establecerlo desde el Estado,
mientras otros aspiran a coriceptuarlo con sincera preocupación, aunque na-
die logra precisarlo. En líneas muy generales y dentro de la nebulosa que pa-

'" ZAFFARONi, ALaGiz SLoxnx, Derecho penal. Parte General, ci t., p. 47.
183 ¡deni.

Puntos de partida 79
rece abarcar las diversas tentativas de conceptualizarlo, éste tiene en común
con otras actividades delictivas su continuidad, en general —aunque no siem-
pre— emprendida grupalmente y que se prolonga de modo indefinido. La pri-
sioni zación de miembros del grupo es una coacción directa, pero no detiene
de inmediato la actividad del grupo, sino que lo va debilitando hasta conseguir
ese objetivo. No obstante, como esto puede demorarse también indefinida-
mente, no sería viable una coacción directa indefinida ejercida sobre personas
individuales en razón de la actividad que despliegan otros. Mientras la activi-
dad continúe, la pena (prisionización) de miembros del grupo, materialmente
hablando será coacción directa, y sólo será mero poder punitivo a partir del
momento en que cese la actividad y se prolorigue la prisioriizaci ón; inversa-
mente, si se agotase la pena antes del cese de la actividad del grupo, ésta ha-
brá funcionado en la realidad como límite racional a la coacción directa”.

Si bien ZAFFARoni se esfuerza por desvincular su legitimación de la


coacción directa de la teorfa de la prevención especial negativa² 84 creo
que el razonamiento empleado (cuya corrección no discuto) se relaciona
claramente con esa teorfa y pone de manifiesto que la coacción directa tie-
ne en común con la pena, en algunos casos, un componente preventivo
(general y especial) manifiesto.
Evidentemente, en el último párrafo citado se asigna a la detenciÓn
del miembro de un grupo terrorista (a la que no se denomina pena sino
coacción directa) un efecto preventivo de nuevos delitos, que se acrecien-
ta a medida que se detiene a cada uno de los restantes miembros de la or—
ganizaciÓn. Parecería que no se asume la caracterización del terrorismo
como una actividad que necesariamente debe ser emprendida entre va-
rios, pero el análisis sobre el efecto preventivo de la detención se efectúa
sólo en relación a la actividad grupal, vinculando el apartamiento de un
miembro del grupo con la propia efectividad de la organización para con-
tinuar cometiendo delitos.
La pregunta que necesariamente se plantea es por qué razón la comi-
sión de uno o varios delitos junto con otras personas, con voluntad de per-
manencia en la comisión de nuevos hechos, hace que la detención se jus-
tifique, mientras que la comisión de uno o varios delitos individualmente,
sin vinculación con otros, pero también con la voluntad de cometerlos en
el futuro, no legitima la detención dirigida a prevenir esos delitos futuros.
El criterio analizado indica que mientras la actividad grupal conti-
núa, esto es, mientras los que están afuera de la prisiÓn siguen actuando
organizadamente y eventualmente cometiendo actos delictivos, la deten-
ción del miembro atrapado es legftima (conclusión axiológica) porque
contribuye (aserción empírica) al desbaratamiento de la actividad de la
organización. Ahora bien, ¿por qué razón esa actividad se ve menoscaba-
da por la detención del miembro capturado?; ¿es acaso éste indispensable,

184 Arr o i, Ar cix y SLoKAR, Derecho penal. Parte geiiernl, cit. , p. 48.

Primera parte
o depende de ello justamente la justificación? Y, desde el ángulo de los de-
rechos del detenido, ¿debemos afirmar acaso que la conducta de los de—
más afecta su situación personal? ¿No lesionaría ello el principio de in-
trascendencia de la pena y el principio de dominabilidad?
Cabe preguntarse, también, cuál es la razón que hace presumir que
en este caso de ser dejado en libertad el individuo volverá a unirse al gru-
po y, consecuentemente, a reincidir en la actividad delictiva grupal. ¿Por
qué sí en los casos de organizaciones y por qué no en los casos de delitos
cometidos individualmente?
¿Cuál es la diferencia axiológica entre estas situaciones? Personal-
mente no veo ninguna y por ello creo que la disquisición que realiza
ZAFFARONi contradice el resto de su teoría negativa de la pena.
Hay que tener presente que el recurso argumental de definir la pena
por exclusión (como aquello que no sirve) podría funcionar en este caso
como una trampa que de antemano, y por una opción definicional, deter-
minaría la respuesta: que consistiría en afirmar que en un caso la deten-
ción se legitima porque sirve y en el otro no se legitima porque no sirve.
Pero la pregunta es otra, ¿por qué en un caso una detención (que es un he-
cho de la realidad materialmente firme para caracterizar una reacción pu-
nitiva) es legftima por el hecho de su utilidad para prevenir futuros deli-
tos, mediante el apartamiento de su autor, y por qué en el otro caso no lo
es?; y tal vez este interrogante ético presuponga otro de carácter empíri—
co, ¿por qué razón la detención sirve como prevención en un caso y no sir-
ve en el otro?
Y cabe preguntar, también, qué ocurre con los casos de terrorismo no
organizado. ¿Es legítima también en ese caso la detención? ¿Podríamos
decir que ésta se justifica en la decisión (trasuntada en la comisión de de-
litos concretos) de llevar a cabo de forma continua determinados actos te-
rroristas? , ¿no importaría ello un derecho penal de mera voluntad?
Estas inquietudes son dramáticas si previamente se demoniza a las
concepciones preventivas de la pena. Pero si, en cambio, se parte de una le-
gitimación independiente a la prevención (por ejemplo, desde la posición
víctimojustificante) y a partir de allí se reconoce validez a la aspiración
preventiva de los ciudadanos, los conflictos axiológicos se diluyen. Si la
mayoría consagra leyes que sancionan con privaciÓn de libertad a quienes
cometen actos terroristas, con el argumento de que de ese modo se los
aparta y se evita que vuelvan a cometer delitos o invocando el efecto pre-
ventivo general de esa privación de libertad, esos motivos políticos no afec-
tan la legitimidad externa de la norma, en la medida en que la aplicaciÓn
de una pena en ese caso se justifique moralmente a partir de los criterios
asumidos anteriormente. La obtención de un beneficio utilitario (que, co—
mo vimos, en las posiciones de Nico y FERRAJOLi es condición necesaria de
la legitimidad externa), no puede ser criticada aun cuando no se asuma co-
mo válida una legitimación basada en la obtención de ese beneficio, en la
medida de que exista una razÓn independiente de justificación axiológica.
Ello es asf, porque esa razÓn independiente (la legitimaciÓn externa) no

Puntos de partida 81
funciona como un fin en sí mismo sino como un límite de legitimidad im-
puesto al poder (esto es, a la mayoría) que decide reaccionar punitivamen-
te, y que no tiene por qué inmiscuirse en las razones que motivan ese acto
de poder. Por ello, si a la mayoría se le ocurre aplicar sanciones preventivo
especiales o preventivo generales, podrá hacerlo mientras que no infrinja
las condiciones básicas de legitimidad axiológica.
Hay que tener siempre presente que los criterios de legitimación (ex-
terna e interna) establecen límites a la política criminal que, precisamen-
te por su carácter político, trasunta la voluntad de quien detenta el poder
respecto de las circunstancias bajo las cuales éste debe ser ejercido, y con
qué intensidad, modalidad, etc. Los principios internos de validez (se tra-
ta de los consagrados en la Constitución) imponen un límite de derecho
positivo a la voluntad del poderoso, pero en la medida en que ese lfmite
no sea superado no es censurable la razón (tal vez irracional) por la cual
se pretende determinado ejercicio de poder; si una población alienada de-
cide sancionar leyes que castiguen todos los robos con penas de encierro
suponiendo que con ello se evitarla que los autores cometan nuevos deli-
tos, nadie puede censurar la motivación por la cual esa gente votó a los le-
gisladores con esas propuestas ni las razones por las que éstos sanciona-
ron esas normas; lo único que se puede hacer es cuidar que se cumplan
los recaudos mínimos de legitimación interna; si éstos se cumplen la mo—
tivación es insustancial respecto de la validez. También ocurre algo pare—
cido respecto de la legitimación externa (ético-polftica), ya que los moti—
vos irracionales que determinan la punición pueden ser admitidos en la
medida en que se respeten los principios de moral institucional que justi-
fican el castigo; si una víctima pretende vengarse para enviar un mensaje
a futuros agresores o para anular una futura agresión del autor, ése es un
problema suyo en el que nadie se puede inmiscuir, en la medida de que se
respeten todos los principios ético-políticos y constitucionales que condi-
cionan la legitimación del castigo.

Primera parte
V. El derecho penal ultramínimo

:t. Introducción
En épocas de inflación penal, en las que todo conflicto humano se
pretende resolver con la amenaza y aplicacidn de una pena, se manifiesta
con mayor crudeza la inoperancia del sistema penal para alcanzar sus su-
puestos fines, y su enorme utilidad para provocar males mayores, tales co-
mo la disociación, el aumento de la violencia y de los delitos, la destruc-
ción de vidas y de familias, el ataque a los ámbitos de libertad, la opresión
ilegítima de los más débiles y el encubrimiento de la solución real de los
conflictos. Ya decía con razón BEcCARiA que “prohibir una muchedumbre
de acciones indiferentes no es evitar los delitos sino crear otros nue-
VOS” '85
La justificación ética de la pena que asumí como válida no importa
un juicio de valor afirmativo respecto de ella, ni le asigna una utilidad so-
cial directa. No es bueno que las personas asuman actitudes vengativas
entre sí, pero la reacción frente a la agresión es un dato de la realidad que
coloca al Estado frente a la obligación de decidir entre dos males: repro-
bar mediante una sanción el primer ataque (al que de ser reprobado se de-
nominará delito) o sancionar al segundo ataque (la venganza, que de no
ser reprobada se denominará pena). El Estado se encuentra frente a esa
disyuntiva y personalmente me he inclinado a favor de la pena, sin que
ello signifique valorarla en general como un hecho positivo (más allá de
que en algún caso pueda serlo) ni otorgarle mayor utilidad de la que mar-
ginalmente puede tener. La legitimación víctimojustificante asume los ca-
racteres negativos intrínsecos de la pena y constituye una pauta ética re-
ductora y deslegitimadora de la realidad actual de los sistemas penales;
porque es intolerable el derroche en el reparto del dolor.
La consideración de la pena como un hecho en st mismo negativo
contrasta con la inflaciÓn penal que caracteriza a casi todos los Estados
modernos. Desde el punto de vista ético-político (y no involucro aquí, en
principio, razones constitucionales) me parece indudable que el derecho
penal, en cuanto herramienta habilitante del reparto de males, debe que-
dar reducido a su mínima expresión; debe ser un derecho penal ultramí-
nimo; al menos en lo que a la privación de libertad se refiere.

185 De los delitos v de las penas, cit . , cap. 41.

Puntos de partida
SiTltéticamente, las razones axiológicas por Ías que opto poT un dere-
cho penal ultramínimo son las que detallo a continuación.
— El Estado liberal debe ser necesariamente mínimo e incidir lo me-
nos posible en la vida de las personas. Siendo el derecho penal la herra-
mienta más poderosa del orden polftico, un derecho penal más que míni-
mo es incompatible con un Estado custodio de la libertad individual.
— El sistema penal funciona de manera escandalosamente desigual.
Como regla general alcanza a los menos poderosos y deja fuera de su ra-
dio de acción a quienes detentan el poder (y es comun, además, que fun-
cione como una herramienta al servicio de éstos para acrecentar su poder
y enriquecerse a costa de la sociedad). Además, el sistema se ocupa de la
investigación de los delitos de forma inversamente proporcional a su gra-
vedad real.
— El sistema penal no sirve para cumplir los fines que se esgrimen co-
mo excusa para justificar su constante expansión. Según la lógica puniti-
va, la inflación penal debería disminuir la curva de delitos, pero la reali-
dad demuestra que ésta es totalmente independiente del aumento del
poder del sistema.
— El hecho de que, en general, la pena no sirva para prevenir delitos
no significa que no tenga efectos contra preventivos, derivados de su im-
posición irracional 186,
— La pena es cruel; es, intrínsecamente, un acto de maldad. Sólo po-
demos tolerarla éticamente como mal menor frente a hechos cuya grave-
dad nubla la razón e impiden supeditar el conflicto a una solución razo-
nable. En sus vertientes más violentas la pena sólo puede ser admitida
cuando la gravedad del delito no deja más remedio que resignarse frente
a ella.
— El funcionamiento real del sistema penal irradia poder punitivo a lí-
mites que van más allá de su consecuente formal. En otras palabras, cada
norma procesal o sustantiva que habilita una coerciÓn punitiva formal pro-
duce en los hechos una expansión enormemente mayor que la formalmen-
te habilitada. Esa expansión cercena severamente la libertad ciudadana.
— En general el daño real que causa la criminalización (considerando
todas sus facetas y no sólo la pena que eventualmente se impone, y tenien-
do en cuenta a todos los involucrados y no sÓlo al de/íitciieii/e) es despro-
porcionadamente mayor que el daño causado por el delito.

Con razón decfa Brccniiix: “Si se destina una pena igual a los defi tos que ofenden
desigualmente la sociedad, los hombres no encontrarán un estorbo muy fuerte para cometer
el mayor, cuando hallen en él unida mayor ventaja” (De los delitos y de las penas, cit., cap. 8).
Agregaría: si todos los conflictos se criminalizan todos nos trallsformamos en criminales (por-
que todos nos vemos envueltos cotidianamente en conflictos) y ello nos transforma art cm —
tra nuestra voluntad en partícipes de la espiral de violencia que siempre opera de forma as-
cendéllte. Es imperativo, entonces, limitar a lo estrictamefl te fteCeSario la criminalizaciÓn de
un conflicto.

84 Primera parte
— La pena, como vimos, es la venganza expropiada y el Estado, como
administrador de esa venganza, debe reducirla a límites mínimamente ra-
cionales, para no transformarse en un enemigo más de los ciudadanos y
para mantener, como Estado, su prevalencia ética frente a la anarquía.
Estas razones axiológicas subyacen en el trasfondo del constituciona-
lismo liberal que consagra los derechos individuales como pautas a las
que debe subordinarse el poder estatal, y que limita este poder en benefi-
cio de los ciudadanos. Por esa razón, estos criterios se trasuntan positiva-
mente en el denominado principio de reducción racional, del que a su vez
surgen los principios de ultima ratio y razonabilidad (íii/ra XIII).
Es por ello que me inclino por un derecho penal ultramínimo, que en
su parte especial debería estar limitado a unos pocos casos cuya despena-
lización colocaría al Estado frente a la disyuntiva de tener que permitir o
sancionar venganzas privadas casi seguras (y no reprobables desde la óp-
tica de la moral institucional). El resto de los casos deberían ser regulados
mediante un derecho sancionatorio (que por razones garantistas debería
ser considerado derecho penal), despojado del sentido estigmatizante, dis-
criminados, invasivo, desproporcionado e irracional del sistema actual.
Mi propuesta (que rio es novedosa por cierto) es que el derecho penal
debería dividirse en dos.

2. Derecho penal mayor y menor


El derecho penal mayor debería tipificar las conductas más lesivas de
bienes de terceros y sería el único que prevería la pena de encierro. Se de-
berían comprender en este ámbito los atentados graves contra la vida, la
integridad Hsica, la integridad sexual, los poderes constituidos del Estado,
la propiedad privada cuando se la afecte de forma significativa en relaciÓn
al patrimonio de la víctima, los negociados en gran escala, la afectación
de la propiedad pública de gran magnitud, los secuestros, extorsiones gra-
ves, la tortura, el abuso de poder y el incumplimiento de una sanción im-
puesta por un delito menorª 87
En su aspecto negativo, este grupo de casos no debería incluir (salvo
casos de gran lesividad que particularmente podrían discutirse) los si-

187 La privación de libertad debe funcionar como reaseguro de las demús sanciones,
porque muchas de éstas no pueden hacerse valer por sí mismas. Por ejemplo, la condena a
realizar tareas comunitarias no puede ser compelida por‘ la fuerza porque es una obligación
de hacer, que necesita de una coerción alternati\-a que asegure su cumplimiento. A veces ello
puede lograrse con la multa, pero ello terminaría transfoi-man‹lo todas las sanciones penales
en una cuestión económica. Por ello, es v:ilido que el incumplimiento de una condena corres-
pondiente a un delito menor dé lugar a la pena de encierro por dos vías alternativ'as: a) me-
diante su consideración como delito mayor en sí mismo; o b) considerando a la pena de en-
cierro conto alternativa a la sanción aplicada (en tal caso queda en manos del destinatario
elegir cuál de las dos cumple).

Puntos de partida 85
guientes sucesos: atentados contra la propiedad ³ , atentados contra la in-
tegridad física de menor importancia, atentados COfltra C?1 honor, conduc-
tas vinculadas a la producción, financiamiento, tráfico, venta, tenencia o
consumo de estupefacientes, falsificaciones documentales, infracciones
vinculadas a la emisión de cheques, atentados poco significativos contra
la integridad sexual, sobornos e ilícitos funcionales de menor cuantía,
contrabando, evasión impositiva, “lavado” de dinero, determinadas false-
dades testificales, usurpaciones, infracciones vinculadas a desobediencias
a la autoridad pública, y encubrimiento, entre otros.
La no aplicación de la pena de encierro en este tipo de situaciones
(que actualmente prevén esa pena en casi todos los países) y su regulación
mediante sanciones alternativas no estigmatizantes, no colocarla al Esta—
do frente a la disyuntiva de tener que permitir o sancionar una venganza
esperable y moralmente legítima. Además, ello permitiría asignar a la pe-
na alternativa a la prisión una utilidad real para la solución de conflictos
intersubjetivos y una razonabilidad de la que hoy carece.
Mediante el derecho penal menor se tipificarían las conductas enun-
ciadas negativamente como ajenas al derecho penal mayor.
Esta subclase de derecho penal debería reunir las siguientes caracte-
rísticas: a) ausencia de penas corporales; b) aplicación de sanciones pri-
mordialmente reparativas o tuitivas; c) ausencia de registro de anteceden-
tes; d) amplitud total para que el acuerdo razonable con la víctima (o la
propuesta racional de reparación no aceptada por ésta pero admitida por
el juez) cancele el delito.
Y no debería dejar de ser considerado derecho penal porque la inclu-
sión de determinado ámbito jurídico dentro del derecho penal constituye
una forma de control mediante las garantfas del derecho punitivo; y ello
es necesario teniendo en cuenta que, aun ante la ausencia de penas corpo-
rales, las sanciones jurídicas y el sentido reprobatorio que ellas tendrán
mantendrán un sentido punitivo simbólico que justificará su considera-
ción como sanciones penales.
Las sanciones que se aplican en la denominada materia contravencio-
nal tienen un innegable contenido penal conforme la definición de pena
que hemos dado, razón por la cual la consideración de esta rama jurídica
como derecho penal es indispensable para la vigencia de los principios
constitucionales. De lo contrario incurrirfamos en el recurso prohibido de
asignar consecuencias jurfdicas en función de las denominaciones, en lu-
gar de hacerlo sobre la base de las realidades materiales.
Si se implementara la reducciÓn del derecho penal propuesta previa-
mente, se produciría una superposición entre el derecho penal menor y e1

’Ya eft 1764 BECCARIA decfa que “los hurtos, que no tienen unida violencia, deberían
ser castigados con pena pecuniaria” (De los delitos y de las penas , cit., cap. 22).

86 Primera parte
derecho contravencional, no sólo por la naturaleza de las sanciones, sino
por el sentido tuitivo y reparador de conflictos que tendrían las disposi-
ciones.
A mi juicio, en un Estado ideal en el que rigiera el derecho penal ul-
tramínimo, el derecho contravencional sería innecesario, o bien podrfa
absorber al derecho penal menor en la medida que los Órganos locales
contaran con competencia para ello.
Pero lo cierto es que en la mayoría de los casos el órgano local care-
ce de competencia penal por lo que no se encontrarla habilitado para re-
gular la materia contravencional.

3. Inconstitucionalidad del régimen contravencional en la Argentina


Si el derecho contravencional es derecho penal (como efectivamente
lo es por cuanto sus sanciones son penas* 89 , sólo puede ser dictado por
el órgano habilitado por la Constitución para sancionar normas penales,
de forma general y para toda la Nación.
La delegación de la potestad de dictar el Código Penal de fondo que
las provincias hicieron a favor de esta íntima, no tiene reserva ni excep-
ción alguna. Consecuentemente, existe una imposibilidad lógica de afir-
mar, a la vez, que el derecho contravencional es derecho penal pero que
no ha sido delegado por los estados locales al poder central. Salvo que se
pretenda efectuar una distinción cualitativa entre derecho penal y contra-
vencional, pero ello conduce inexorablemente a negar el carácter penal de
este último, a administrativizcirlo y a privarlo de la vigencia de las garan-
tías propias del derecho punitivo. Y ello serfa manifiestamente inconstitu-
cional porque la definición natural de pena como criterio delimitador del
ámbito de lo penal impide llevar a cabo una caracterización cualitativa en
función de las conductas descriptas en uno y en otro caso, y en detrimen-
to del carácter intrínseco de la sanción.
Para sostener la constitucionalidad del derecho contravencional, ZAF-
FARONI ² 90 pecurre a criterios a mi juicio cuestionables. El argumento de
que es de la propia esencia de un Estado (en el caso provincial) el tener
potestad punitiva y que no es imaginable un Estado sin esa potestad * *,
no permite sortear el hecho de que esa facultad fue delegada en el poder
central. Y no existe ninguna razón válida para negarle a los estados pro-
vinciales el derecho de delegar en la NaciÓn el poder de legislar al respec-
to junto con todo el resto de la materia penal. Tampoco me parece válido
sostener que existe un derecho constitucional consuetudinario que facuI-

189 para ello me remito al concepto natural de pena adoptado previamente (siiprn

190 Z ARONi, ArncLv y SLOKAR, Derecho penal. Parte general, ci t . , ps. l 68—172.
191 ZAFFARONI, ALAGIA )' SLOKAR, Derecho fienal. Parte gefier‹iI, eii., p. 169.

Puntos de partida 87
ta a los estados locales a dictar leyes contravencionales ²²² 3, ya que ello
es manifiestamente violatorio del principio de legalidad y puntualmente
de la exigencia de les scripta (íii/r‹z X. 1). Además, la Constitución es una
herramienta destinada a proteger a los ciudadanos frente al poder estatal,
razón por la cual no puede ser interpretada más allá de su texto expreso
para habilitar potestades coercitivas en contra de las personas.
No es cierto que se trate de una construcción iii houdini pq p194, Lo
único que beneficia al imputado es la invalidez constitucional de la nor-
ma penal dictada en función de una interpretación analógica y consuetu-
dinaria de la Constitución. Ninguna interpretación “consuetudinaria” que
habilita poder punitivo es iii bonam parte.
Y si bien es cierto que el objetivo táctico de la construcción legitiman-
te del derecho contravencional es su contención garantista, mucho más
cierto es que: a) la mayor contención la provee la descalificación constitu-
cional por lesión del principio de legalidad; y 6) la contención propuesta
por la “doctrina legitimante” no deja de constituir un argumento subsidia-
rio para el caso de no admitirse la invalidez que aquí se postula.
Existe un argumento más que me lleva a sostener la inconstituciona-
lidad de la regulación contravencional en la Argentina. Para la lógica de la
Constitución argentina la ley penal debe ser general, para todo el país, y
por esa razón es el Congreso el encargado de sancionarla. La admisión de
iriicro derechos penales locales contraria la generalidad consagrada en la
Constitución y atenta contra los principios de certeza y culpabilidad (que
luego se analizarán), ya que no cabe duda de que la diversidad de regula-
ción punitiva es fuente de confusiones sobre su real alcance. Como el pre-
cepto constitucional es claro en cuanto a la generalización de la ley penal,
ésta no se puede desvincular de los citados principios, por lo que la dis-
persiÓn punitiva genera, sin dudas, un severo menoscabo a la vigencia de
éstos.

'" ZAFFw NI, ArAGIA y SLOKAR, Derccho penal. Parte gene ral, cit. , p. 170.
'’ En sentido coincidente, BuIAx, Javier y CnvaLiERE, Carla, Derecho contravencional v
stt procedía ienio. Trataniien to exegét ico de los cddigos contravencionales de la Ciudad cte Bue-
nos Aires , Ed. Ábaco, Buenos Aires, 2003, ps. 30-33. Consideran al derecho contravencional
como derecho penal, aunque como “un derecho penal menor en cuanto a la magnitud o can-
tidad del daño v la pena”, y sugieren la derivación de la prerrogativ’a local para dictarlo “del
orden histórico constitucional”, que lleva al legislador nacional a permitir la reasunci6n de las
pr ovincias de la materia penal de menor cuantía.
' ª ZAITARON , AbAGiA v srO R, Derecho penal. Pa rte general, cit. , p. 170.

Primera parte
VI. Las disciplinas penales

1. Introducción
Es muy común que al comenzar un libro sobre derecho, criminolo-
gfa, sociología o cualquier otra de las denominadas ciencias sociales, los
autores utilicen varias páginas para analizar si su materia es o no una
ciencia, y en su caso de qué tipo, y cuál es su objeto y método de conoci-
miento. Aparentemente estas precisiones tienen un gran significado, ya
que permiten dotar de seriedad (validez científica) a las conclusiones a las
que se arriban siguiendo el método de la ciencí‹z o disciplina en cuestión,
y también para desechar aquellas que no respetan ese método.
En general todo este esfuerzo argumental es en vano porque en el de-
sarrollo posterior de los libros, el método de análisis y las conclusiones,
no tienen nada que ver con el eii/oque epistemológico inicial, sino con las
opiniones o preferencias del autor.
La mayoría de las veces la definición de un método, objeto y rumbo
para la disciplina es inocua: no se respeta en el désllrrollo posterior ni t1t2-
ne una pretensión excluyente de posiciones divergentes. Sin embargo,
cuando sí se tiene esa pretensión (como ocurre con ciertos desarrollos de
la criminología moderna) la definición inicial no es anecdótica y puede
adquirir un contenido totalizador contrario a la posibilidad de disidencia.
Me abstuve de comenzar este trabajo con definiciones de este tipo
porque carecen realmente de sentido. Nadie tiene el monopolio de la ver-
dad y no podemos admitir que mediante la exigencia de un método, de un
objeto o de una determinada coherencia se pretenda condicionar el desa-
rrollo y la expresión de las ideas. Los técnicos de la epistemología no pue-
den iniponernos nuestra forma de pensar, razonar u opinar. A lo sumo po-
drán decir que somos incoherentes, que no respetamos las reglas de la
lógica, que afirmamos falsedades o simplemente que no están de acuerdo
con nosotros. Lo demás es puro autoritarismo cientificista.
A mi juicio, la única diferenciación que podría tener algún sentido
científico, es entre aquellas conclusiones respecto de las que puede predi-
carse su verdad o falsedad mediante un método de verificación empírica
o de un análisis lógico, de las que sólo pueden ser objeto de acuerdo o de-
sacuerdo por consideraciones valorativas. Respecto de las primeras, la
discrepancia puede ser, por ejemplo, en cuanto al método a utilizar, en
cuanto a su correcta utilización, etc.; mientras que respecto de las segun-
das, el disenso puede sustentarse tan sólo en el mero capricho o gusto per-
sonal. También están, obviamente, las zonas grises en las que se utilizan
ambos tipos de consideraciones a la vez. Un ejemplo de estas zonas grises

Puntos de partida 89
es el método dogmático del sistema del hecho punible¡ se trata de un aná-
lisis lógico pero que se encuentra imbuido de consideraciones valorativas
que pueden modificar el contenido de las premisas o directamente renun-
ciar a la lógica en pos de una solución “correcta”.
En los puntos que siguen expondrá los conceptos y las nociones fun-
damentales de las disciplinas penales, sin prestar mayor atención (como
contenido definitorio) a la “cuestión epistemológica”. Los etiologistas son
tan criminólogos como los críticistas,’ los conceptualistas son tan penalis-
tas como intuícionistas, y así en todos los casos y con independencia del
método que utilicen en sus razonamientos, que de todos modos será im-
portante a la hora del debate, ya que éste será empírico o valorativo de-
pendiendo de la naturaleza del juicio de que se trate.

2. El derecho penal
El derecho penal es el conjunto de normas sustantivas quie establecen
cuándo corresponde la habilitación de la coercidn punitiva y, en su caso, de
qué tipo. Su característica esencial es la sanción asociada a la conducta
prohibida, que conocemos con el nombre de peitn. Allí donde hay una pe-
na hay derecho penal. Por ello, de la definición de pena depende la defini—
ción de derecho penal y la vigencia de las garantfas que le son propias.
Se lo ha definido también como “aquella parte del ordenamiento ju-
rídico que determina las características de la acción delictuosa y le impo-
ne penas o medidas de seguridad” (WELZEL) 196; o como “la suma de todos
los preceptos que regulan los presupuestos o consecuencias de una con-
ducta conminada con pena o con una medida de seguridad y corrección”
(ROXIN)196, , ya desde una perspectiva crítica, se sostiene que “el derecho
penal es la rama del saber jurfdico que, mediante la interpretación de las
leyes penales, propone a los jueces un sistema orientador de decisiones
que contiene y reduce el poder punitivo, para impulsar el progreso del
Estado constitucional de derecho” (ZAFFARONI) 197,
El derecho penal debe ser concebido como un límite al poder puniti-
vo y no como una herramienta habilitante de dicho poder. Si bien es cier-
to que de toda justificación surge un lfmite (en tanto veda todo lo no jus-
tificado), creo conveniente rescatar de cada instrumento jurfdico su
función esencial, porque ello sienta un criterio de solución de los casos
dudosos y establece el modelo de interpretación que corresponde. Consi-
derar al derecho penal como lfmite al poder de hecho que detentan los Ór-
ganos de persecución (poder expropiado a los ciudadanos y preexistente

WrrzrL, Hans, Derecho penal alemdn, 3' ed. en castellano, trad. de Juan BUSTOS m-
MtREz )’ Sergio YáSrZ PüREZ, Ed. Jurídica de Chile, p. 1 l .
196 ROXIE, Claus, Derecho penal. PaMe general, t. I, Fu ndamentos. La estructu ra de la teo-
ría del delito, trad. de Diego Manuel LuZÓH PEÑA, Miguel Dfaz v Gmctv CoNLreno y Javier or
Vicc×rr Ruxizsar, Ed. Civitas, Madrid, 1997, p. 41.
197 Zwrwo×i, Ai/icLv y Sroxzs, Derecho penal. Pude geitern?, cit., p. 4.

Primera pane
al derecho y al propio Estado) impide llevar a cabo interpretaciones for-
malistas, extensivas o absurdas de la ley penal, ya que cualquiera de ellas
serfa contraria a la finalidad propia de esta rama del derecho.
El derecho penal es parte del derecho público * . Como vimos, no só-
lo opera como límite a la potestad coercitiva del Estado sino que, como
contracara, establece los presupuestos que habilitan su ejercicio que cons-
tituye, sin dudas, la manifestación más violenta del poder polftico del Es-
tado (fronteras adentro).
El derecho penal es derecho público en sus dos caras: como habilitan-
te del poder del Estado, porque éste se involucra como protagonista del
conflicto; y como límite a ese poder, porque a la organización política le
interesa el resguardo de los lfmites (una de sus funciones primordiales es
preservarlos y hacerlos valer), incluso frente a la desidia o desinterés del
sujeto criminalizado. Por ello, afín cuando la cuestión criminal fuese de-
vuelta a sus reales protagonistas (víctima y victimario) el derecho penal
seguiría conservando el carácter de público, porque el respeto de las ga—
rantías constitucionales limitativas del poder punitivo constituye siempre
un interés estatal esencial y fundacional.
El derecho penal se divide en una parte general (la teoría general del
delito) que establece las reglas básicas de aplicación de la ley penal, y una
parte especial formada por los diferentes tipos delictivos.

3. Teoría del delito y método dogmático


La teoría del delito (o sistema del hecho punible) es un conjunto de
reglas sistemati zadas que sirven para afirmar o negar la existencia de un
delito a partir del análisis de una acción.
Se considera como mérito de este sistema otorgar coherencia y pre-
visibilidad al procedimiento analítico que precede a la afirmación o nega-
ción de un delito y que constituye el juicio de valor jurídico sobre el carác-
ter delictivo de las acciones humanas. Sin embargo, es paradójica la
disparidad de opiniones en cuestiones troncales del análisis presuntamen-
te dogmático, la ausencia de criterios uniformes para la solución de la ma-
yoría de las cuestiones problemáticas, el sacrificio de la coherencia en pos
de “soluciones satisfactorias” o “político-criminalmente correctas”, en de-
finitiva, el total estado de anarquía que conduce al más puro decisionis-
mo, que es lo que se quiere evitar con la construcción de un sistema.
La validez, necesidad y utilidad de un sistema dogmático es cuestio-
nable y cuestionado. Las objeciones pueden ser básicamente de dos tipos:
a) la crítica a todo intento de pautar el razonamiento que precede a la afir-
mación de un delito y la propuesta de que ello quede sujeto a la libre de-
cisión del Órgano juzgador; y 6) la crftica de la teoría del delito en st mis-
ma como instrumento pautador. La primer objeción será abordada en

'’ MAIER, Derecho procesal penal, t . I, cit., p. 160. Roxi×, Derecho penal. Parte general,
t. 1, cit., p. 43.

Puntos de partida 91
parte al analizar la relación y coexistencia entre la tf?oría del delito con el
sistema de enjuiciamiento por jurados. Me ocuparé ahora de la segunda.
Ouien con mayor lucidez se ha ocupado de esta cuestión fue Carlos
Nico, en el citado libro 1z›s límites de la responsabilidad penal. Una teoría
liberal clel delito, donde analiza el método dogmático (y especialmente su
eu/Óqiie conceptos /íst‹z ) y desarrolla una crítica impecable respecto de su
validez como instrumento pautador de las decisiones judiciales.
NINO CCflTlienza criticando las construcciones teóricas fuertemente in-
fluenciadas por la denominada jurisprudencia de conceptos * 99 basadas en
la idea de un legislador r‹zctoii‹z/ º (consciente de todas las normas que dic-
ta, previsor de todas sus consecuencias, coherente, preciso, no redundante,
omnicomprensivo, y justo), ya que éste no existe y su suposición sólo sirve
para justificar la validez de las conclusiones del jurista 20l y fundamental-
mente, porque en ,/iiucíñn principal íconsciente o tio) es encubrir la toma de
posición ert vtcfería valorativa, implícita en las propuestas de re[ormiilación
del sistema, y eludir una dí sciisícíu abterta y [ranca de tales presupuestos axio-
lógicos º . Destaca la persistencia de esta visión conceptualista en los auto-
res a1emanes²º , a pesar de ciertas modificaciones recientes, en referencia
a la posición de ROxiN y los intentos de introducción de consideraciones
político-criminales en la solución de las discusiones dogmáticas² 4

199 Destaca como axiomas básicos de la /iiríx prndeiici‹z de conceptos los siguientes: l)
“la legislación es la diente suprema de normas válidas, concibiéndola como un sistema nece-
sariamente coherente, completo y preciso”; 2) “recepta la tesis historicista que considera al es-
píritu del pueblo como el origen último del derecho”, pero el espíritu del pueblo se manifies-
ta ‘ a ti avés de las opiniones de los juristas cuando interpretan y sistematizar la legislación”;
3) “las ideas de los juristas se concretan en ciertos conceptos jurídicos fundamentales, que se
concebían segÚn lineamientos realistas (IHrRING habló de ellos como “cuerpos jurídicos” v
propuso estudiarlos según métodos análogos a los de las ciencias naturales”; 4) “Mediante el
análisis, la clasificación y la combiniiciÓn de estos conceptos jurídicos básicos —método lla-
marlo ‘construcciÓn jurídica’— , se consideró posible descubrii- soluciones implícitas en la legis-
lación para cualquier caso posible”; 5) ”La labor de los juristas v jueces fue concebida como
puramente cognoscitiva y consistente en deducir de la ley positiva, a través del método de la
construcción jurídica, la solución aplicable al caso (que aquélla necesariamente debe conte-
ner), con exclusión de cualqu ier consideración de índole valoi-ativa y sociolÓgica” (Niza, Los
límites de la responsabilidad f›cnal, eii., ps. 69-70).
200 NiNo, le's límites ble la responsabilidad penal, c› i., p. 73.
20 1 Nico, In's /tmí/es de la responsabiliclad penal, cii., p. 74.
202 Ni«o, es límites cte la responsabilidad penal, c ii., p. 75.
0 Toda vez que "se siguen rechazando soluciones jurídicas no justificadas explícita—
mente en las legislación positiva; que persiste la resistencia a reconocer lagunas, contradic-
ciones e imprecisiones en el derecho; que se piensa que la teoría jurídica tiene sÓlo la funciÓn
cognoscitiva de descubrir, mediante un aniilisis meramente conceptual, soluciones im¡i1ícitas
en el derecho positivo, desconociéndose su función preeminentemente normativa; que se si-
gue aceptando una concepción ‘realista’ de los conceptos jurídicos. . ." (Nico, fcis llmnes ble la
responsabilidacl penal, cit., ps. 75-7ó).
204 Nico, fc›s timitcs etc la respousabilidad penal, ci t., p. 8 l .

92 Primera parte
La crítica estructural dé NIDO £1 la teoría del delito está enfocada, eri
primer lugar al carácter valorativamente neutro de ésta, que se manifies-
ta en la renuncia de los juristas a exponer las razones axiológicas que fun-
damentan las decisiones concretas que, así, no dependen de esas razones
sino de alquimias conceptuales dependientes de la lógica intrasistemática;
en segundo lugar, cuestiona la omisión de asignar funciones concretas a
las estructuras del sistema, llevando a cabo críticas puntuales a la confi-
guración de los conceptos efectuada por el finalismo. Es interesante la ci-
ta de ciertos párrafos que son elocuentes de su posición: “Una vez que se
advierte que la fórmula que constituye la base de esta teoría del delito es
un conjunto de estipulaciones normativas, se pone de manifiesto el defec-
to metodológico principal de que adolece la formulación de la teoría. El
defecto consiste precisamente en no reconocer abiertamente tal carácter
normativo de los axiomas de la teoría y, en consecuencia, en eludir la ta-
rea de proveer una justificaciÓn valorativa articulada y minuciosa de esos
axiomas” 205 “Como las decisiones valorativas localizadas se presentan co-
mo meras distinciones conceptuales, se produce un contraste notable en-
tre la aparente simplicidad de las premisas normativas de la teoría y el ca-
rácter desproporcionadamente complejo y engorroso del aparato
conceptual a que se recurre para su formulación. Cada nueva distinción,
motivada por la necesidad de evitar soluciones axiológicamente insatis-
factorias, produce a veces, en áreas alejadas de la que se trató oTiginaria-
mente, otras soluciones insatisfactorias que determinan la formulación de
nuevas distinciones y así sucesivamente. De este modo, hay un desequili-
brio notorio entre el esfuerzo dedicado a analizar y clasificar conceptos y
la atención pr estada a la discusión de cuestiones de fundamentación axio-
1ógica”²06, NiNo destaca de todos modos la importancia de la teoría del de-
lito como herramienta para reformular el derecho penal positivo y ensaya
propuestas concretas sobre la utilidad de ciertos estratos sistemáticos en
el marco de la reconfiguración de la sistemática desarrollada detenida-
mente en su libro.
Creo que la construcción de un sistema del hecho punible que opere
como herramienta jurídica pautadora de las decisiones judiciales es nece-
sario para la vigencia de diversos principios y garantías constitucionales.
Por varias razones.
a) Los criterios axiológicos de solución . La crítica al conceptualismo
es correcta. Las consecuencias normativas de la aplicación de la ley pe-
nal no pueden depender de malabares conceptuales en sí mismos caren-
tes de valor.
El objetivo de este libro es, justamente, plantear la relación existente
entre los presupuestos constitucionales del derecho penal y la teoría del
delito. A partir del planteo de esa relación se puede imbuir de sentido nor-

° Nico, Los timites de la responsabilidocl penal, c i t ., p. 79.


”’ Nro, Los límites ne la responsabiliclacl penal, ci t ., p. 80.

Puntos de partida 93
mativo a los estratos analíticos del sistema, a las relaciones intrasistemá-
ticas entre los conceptos, y a la solución de las diferentes discusiones dog-
máticas otorgando, así, un contenido sustancial a los conceptos teóricos.
Debo aclarar que esto no importa adhesión alguna al intento de construir
la teoría del delito sobre presupuestos político-criminales; conforme se ve-
rá seguidamente creo que existen razones axiológicas de peso para resis-
tir firmemente los intentos de construcción polftico criminal del sistema.
Los principios constitucionales del derecho penal tienen una doble
relevancia sistemática. lii primer lugar, condicionan la construcción de la
teoría porque determinan sus estructuras analíticas; como se verá a lo lar-
go de este libro, tanto la definición del objeto de análisis dogmático (la ac-
ción) como los juicios de valor que a su respecto se realizan en los niveles
de la tipicidad, la antijuridicidad y la culpabilidad, dependen de postula-
dos constitucionales y adquieren un sentido normativo preciso para per-
mitir su concreción. En segundo /tignr, tienen un papel fundamental en la
solución de casos al momento de aplicar los conceptos de la teoría del de-
lito; los problemas que se suelen resolver artificialmente acudiendo a la
“alquimia conceptual” pueden hallar una solución apoyada en considera-
ciones valorativas explfcitas, vinculadas con criterios constitucionales.
b) W coherencia como valor. Lo único valioso de la aplicación conse-
cuente de los conceptos sistemáticos es la coherencia, en la medida en que
permite una aplicación uniforme y previsible de la ley penal, resguardan-
do, de este modo, el principio de la libertad y sus derivados penales de la
estricta legalidad y culpabilidad.
No obstante, la realidad demuestra que justamente esos objetivos son
antagónicos con la elaboración conceptual de la dogmática, ya que por un
lado existe la más absoluta variedad de opiniones sobre cómo deben apli-
carse los conceptos y, por el otro (y justamente por esa misma razón), es
imposible alcanzar un grado razonable de previsibilidad de las decisiones
derivadas de la lógica de los conceptos. Esto no invalida la coherencia si-
no simplemente el camino por el que se la pretende alcanzar.
Es necesario un sistema coherente que permita pautar las decisiones,
que sirva para preservar los principios de legalidad, certeza y culpabilidad
y que “ate” al juez a la dogmática. Ésta es una necesidad intrínseca del
estado de derecho, que no puede coexistir con la vigencia del puro deci-
sionismo, del arbitrio y de la discrecionalidad judicial 07, Uno de los po-
cos ámbitos de razonabilidad que le queda a la más irracional de las in-
tervenciones, estatales es la pautación dogmática de los presupuestos que
habilitan la reacción. Ello es en st mismo un valor, una razón axiológica
para preservar la lógica conceptual de las construcciones teóricas.
Ahora bien, esta coherencia sÓlo será “valiosa” y obligatoria para el

207 Sobre la crítica al arbitrio judicial, VlRGOl.inf, 5u1io E.S. y Sirvssri‹o i, Mariano
H., Unas sentencias discretas. ! obre la discrecionalidad judicial y el estado de derecho, en ”Re-
vista de Derecho Penal”, 2001-1, Garantías constitucionales y nulidades procesales - I, Ed.
Rubinzal-Culzoni, Buenos Aires, ps. 281-309.

94 Primera parte
intérprete en la medida en que no contradiga principios constitucionales
superiores; si entran en conflicto éstos prevalecen. Aunque parece claro
que una contradicciÓn así será tan sólo aparente, ya que, justamente, la
coherencia debe existir entre los principios constitucionales que sustentan
el sistema; si éstos entran en conflicto de su solución surge un criterio,
una pauta conceptual que a su vez deberá ser coherentemente respetada.
Parecería, entonces, que una contradicción entre solución conceptualista
y ‹zxio/ógícti de los casos no es posible en un sistema jurídico-penal cons-
truido sobre pautas constitucionales, porque éstas exigen la coherencia y
brindan criterios materiales de soluciÓn de los casos conflictivos.
De todos modos es necesario recalcar que no toda derivación axioló—
gicamente reprobable debe conducir al abandono de la coherencia. Cuan-
do ello ocurre en beneficio del imputado, esto es, a favor de la negación
del delito, la coherencia debe ser preservada a rajatablas. Si, por ejemplo,
afirmamos que la autoría mediata sólo se concibe en el caso de un instru-
mento no doloso, y si decimos que en ese caso no hay instigación sino só-
lo autoría mediata, no se puede luego afirmar lo contrario frente a un ca-
so de delito especial propio en el que el hombre de atrás no reilne la
cualificación exigida por el tipo y, consecuentemente, no puede ser autor
(al respecto, íii/r‹z XVIII. 4. a).
Si para algo sirve la preservación de la congruencia del sistema es pa-
ra mantener la vigencia del principio de legalidad y ese sf que es un valor
axiológico que no puede ser abandonado cuando no nos gusta la solución
concreta de un caso o cuando ella no sirve para alcanzar un fin polftico
criminal. Por lo demás, como los principios constitucionales que determi-
nan la construcción de la teoría funcionan como garantías individuales,
nunca pueden servir como argumento en contra del imputado, ya que
nunca una garantía constitucional puede funcionar en ese sentidoª 08,

4. Teoría del delito y política criminal


Es ruidosa la moderna producción doctrinaria, cuando afirma que la
dogmática jurídico-penal debe abandonar sus presupuestos naturalfsticos
u ónticos para orientarse normativamente hacia fines de polftica criminal.
Parecería que la teoría del delito se encuentra encaminada irremediable-
mente en ese sentido y que toda pretensión de rescatar alguna base preju-
rídica del sistema se encuentra condenada al fracaso, porque no serfa útil
para “solucionar” pragmática y correctamente los casos de la realidad²09,
Muchos de los presupuestos constitucionales que cimientan las teo-
rías del delito y de la pena están vinculados a datos de la realidad que

2 8 Bien dice MzlER (Derecho procesal peitn/, t. I, cit., p. 667) que “ninguna garantía ope-
ra en perjuicio del propio portador”.
²° sob e i» e•oi«ción de la dogmática jurídico-penal en torno a las estructuras ontolÓ-
gicas, ín(r‹i XV y XVI. l .

Puntos de partida
existen con independencia o con anterioridad a la ley (ello ocurre con los
conceptos de persona, acción, lesión, reproche, entre otros). Cabe pregun-
tarse entonces si no es falsa la antinomia entre facticidad y normatividad
o entre la llamada jurisprudencia de conceptos y la orientación político
criminal del sistema del hecho punible. Tan falsa como sería una discor-
dancia entre naturalismo y positivismo en un hipotético sistema jurídico
que remitiese expresamente al derecho natural o que reconociese los de-
rechos que sus partidarios consideran como naturales. Es claro que si la
ley requiere la base óntica del sistema no existe posibilidad de contradic-
ción entre las nociones mencionadas. Por esa razÓn vale la pena detener-
se un momento a meditar sobre si la pretendida normativización del sis-
tema exige, o no, el desconocimiento de los datos de la realidad social o el
abandono total de las estructuras lógico reales del sistema finalista clási-
co, o sólo de algunas o, por el contrario, de ninguna por ser éstas un im-
perativo necesario derivado de la Constitución.
Es preciso determinar el alcance del término “polftica criminal”. Si se
la entiende como el criterio jurídico emergente de la totalidad de la legis-
lación (con base en la Constitución), la dogmática basada en la ley debe-
rá responder fielmente a los dictados de aquélla. Si, por el contrario, se la
entiende como los dictados de la legislación penal contingente de un Es-
tado (de la que debe excluirse la Constitución en cuanto establece garan-
tías limitativas de esa legislación), la cuestión adquiere otro cariz, ya que
la “polftica criminal” debería ser, en este esquema, limitada por las garan-
tías constitucionales. La teoría del delito podría ser la herramienta más
eficaz para llevar a cabo dicho control. Asf, teoría del delito y polftica cri-
minal estarían en un estado de tensión permanente.
Creo que deben separarse nftidamente las nociones de política crimi-
nal y normativización. Un sistema normativizado no tiene porque cons-
truirse sobre las pautas de la política criminal, si ésta es entendida como
la política estatal de prevención y/o persecución del delito. Una teoría del
delito normativizada podría ser la valla frente a esa política criminal.
Más allá de las denominaciones a las que hacíamos referencia (siste-
ma con base óntica, normativizado, u orientado político criminalmente),
lo cierto es que la legislación penal de un Estado es objeto de limitación
constitucional y de un juicio axiológico de legitimidad que se relaciona
con los presupuestos constitucionales. Creo que los vaivenes en el humor
del legislador o de la propia sociedad, no son los que deben configurar un
sistema jurídico-penal que aspire a otorgar seguridad jurídica y racionali-
dad en la administración de la más irracional de las reacciones estatales.
Si la teorfa del delito (como límite) depende de la legislación penal con-
tingente o de las necesidades funcionales del sistema penal, las garantías
se encuentran perdidas. Si la pretensión es la de construir un sistema que
sirva o se adecue a las nuiev'as [orinas de criminalidad o a las necesidacles
preventivas de la sociedad, SéTía más sincero Ilbandonar la aspiraciÓn sis-
temática y reemplazarla por la pretensiÓn punitiva.
En este trabajo se intentará modelar constitucionalmente las teorías
del delito y de la pena, estableciendo Cuáles son las vallas constitucionales

96 Primera parte
a la política criminal, y cuáles los presupuestos prejurídicos que la Consti-
tución impone al legislador. Si ello significa el triunfo de la normativiza-
ción, en cuanto la “política criminal” derivada de la ConstituciÓn estaría
configurando los rasgos del sistema, bienvenida sea; si ello constituye un
obstáculo a la pretensión punitiva de la polftica criminal moderna o la
asunciÓn de presupuestos naturalfsticos o una vuelta a las estructuras lógi-
co objetivas o al reino de la facticidad, entonces será evidente la inexisten-
cia de antinomia entre un sistema de base óntica y otro de base normativa.
Por una cuestión terminológica y porque lo considero más adecuado
al sentido del término, utilizan la expresión “polftica criminal” para refe-
rirme a los criterios emergentes de la legislaciÓn penal contingente (Códi-
go Penal, leyes especiales), que muchas veces (casi siempre) poco tienen
que ver con los principios esenciales del Derecho Penal Constitucional cu—
ya configuración se estudia en este trabajo.

5. El derecho procesal penal


El derecho procesal penal es la rama del derecho, específicamente
del derecho procesal, que regula la actividad de los sujetos involucrados
en el proceso penal, estableciendo cuándo, bajo que condiciones y de qué
modo corresponde poner en marcha el mecanismo de investigación de
delitos, someter a una persona a investigación, restringir sus derechos y,
eventualmente, realizar un juicio, dictar una sentencia y proceder a su re-
visión² 10, Forma parte del derecho público2l l
El derecho procesal penal constituye un complejo entramado de re-
gulaciones dispares, en razón de los diferentes objetos de regulación y de
la profunda confusiÓn sobre sus fines. Ello es asf porque debe hacerse car-
go, a la vez, del resguardo de las garantías individuales, de regular la in-
vestigación de los delitos y de pretensiones que le asignan un rol prepon-
derante en la política de seguridad.
El funcionamiento del proceso penal es determinante de la vigencia
de las garantías sustantivas. De nada sirve, por ejemplo, consagrar discur-
sivamente el principio de culpabilidad penal si luego se construye un sis-
tema de valoración probatoria que se desentiende de la prueba concreta
de la subjetividad, y que la presume en general para evitar la frustración
de la pretensión punitiva. Tampoco es posible la vigencia del principio de
intrascendencia de la pena si los meros contactos intersubjetivos son uti-
lizados como evidencia de la participación en un delito ajeno.
La preservación de los principios de derecho sustantivo depende de la
existencia de un sistema de valoración probatoria acorde con ellos y de

''' MAIER (Derecho procesal penal, t. l, cit., p. 75) lo ha definido como “la rama del or-
den juríilico interno de un Estado, cuyas normas insiituden y organizan los órganos piiblicos que
cii mplen la [u ncidn i×>i• i• penal del Estado y disciplinan los actos que integran el procedimien -
io necesario para imponer y actuar una sanción o medida de segu ridad penal, regulando así el
compoi‘taiiiiento de quienes intervienen en él” (destacado en el original).
MEIER, Derecho procesal f›enal, t . I, cit., p. 93.

Puntos de partida 97
que la coerción personal impuesta al imputado durante el proceso (cuan-
do reviste un claro ejercicio de poder punitivo, que adquiere característi-
cas similares a la pena) también se condicione a la preservaciÓn de dichos
principios. No es admisible la práctica de postergar el “análisis fino” de
los hechos y su significación jurídica para la etapa del juicio, mientras que
el “análisis grueso” habilita restricciones severas tales como la privación
de libertad u otras similares que de por sí importan una reacción puniti-
va de idéntico tenor que la pena.
El derecho procesal penal, como herramienta indispensable para la
concreción del derecho de fondo, no puede desconectarse de los princi-
pios constitucionales del derecho sustantivo porque éste es el derecho de
fondo por excelencia.
Esta relación estrecha entre proceso y derecho sustantivo no ha me-
recido un adecuado estudio empírico y constituye, a mi juicio, uno de los
ámbitos más importantes que deberían ser abordados por parte de la doc-
trina, para poder diseñar un sistema procesal que permita la vigencia real
de los principios sustantivos en todos los momentos en que se manifiesta
el poder punitivo.

6. La criminología
No es del todo claro el concepto de criminología. la evolución de las
distintas corrientes ha sido tan importante que ha mutado completamen-
te la noción de la disciplina, transformándola en algo totalmente diferen-
te a lo que era en un principio.
Dice con razón VIRGOLiNi que “la explicación de la conducta criminal
a través de la identificación de los factores causales que la determinan es
el campo que define con mayor propiedad la identidad de la criminología,
puesto que constituye el origen histórico de su reflexión2ld, aunque luego
cuando pierden fuerza y predominio las explicaciones etiológicas (. ..) es
el estudio de los mecanismos formales e informales de control social (. . .)
el que viene a constituir el objeto privilegiado de una nueva criminolo-
gía” ª. Esta disciplina es, resumidamente, tiro de los discuirsos que orga-
nizan la percepción de la realidad y el sentido de la accidn,’ se distingue de
otros porquie /íene its objeto/obJetivo específico.’ se ocupa del crimen (o la
coiiduc/iz desvíndn) y de cÓmo éste(a) es c‹is/íg‹z 214 Coincido en que
no es posible calificarla como una ciencia y que, en definitiva, se trata de
ruin disciplina que, si se asii me como política, se iiiegn corno ciencia, y si se
serie como ciencia, degrada su propia dígiii ¡jt215,

''’VlRGOkiHi, Julio, fzt razdn ausente, inédito.


ª 3 vIRGOk1N1, iddffl
4 v RG , .
V RG , d .

98 Primera parte
Ptlri9 ELBERT, “la criminologfa no es una ciencia. Empero (. . .) está le-
gitimada como disciplina científica e interdisciplinaria, en la medida en
que, sin disponer de un objeto unívoco ni de un único método, está en con-
diciones de tratar temas relativos al crimen y el control social con coheren-
cia científica, valiéndose de objeto y métodos de distintas discip1inas”² Í6
señala que “el objeto de investigación ha pasado a ser el proceso de defini-
ción y no los hechos y los sujetos en sí mismos” 17, BUJáN Sostiene que “la
criminología es la disciplina científica que tiene por objeto el estudio del
control social, el sistema coercitivo y las reacciones ante el fenómeno cri-
minal con relación a un tiempo y espacio históricamente determinado a
través del método multidisciplinario. Siendo su finalidad la comprensión,
operación y reformulación del orden social a la luz de la protección de los
derechos humanos” 2l8, ZAFFARONI, incisivo como siempre, dice que “la cri-
minologfa es la serie de discursos que explicaron el [enómeno criminal segútn
el saber de las corporaciones hegemónicas en cada momento histórico”²
Si me preguntan qué es la criminología en la actualidad diría que: a)
preponderantemente es un conjunto de opiniones políticas sobre la socie-
dad, las relaciones de poder, los conflictos humanos y el sistema penal en
particular; b) incluye explicaciones empíricas sobre esos mismos tópicos;
y c) en sus vertientes más avanzadas e ingenuas tiene una pretensión con-
ceptualista y totalizadora de claro corte autoritario.
Los dos primeros aspectos son positivos. El primero, en la medida en
que se explicite como opinión política y no se disfrace de conclusión em-
pírica, puede ser útil para el perfeccionamiento del sistema penal (aunque
también puede ocasionar su degradación) y para suministrar criterios po-
lítico-constitucionales de resolución de casos. El segundo aspecto es esen-
cial para conectar el derecho con la realidad, para dar cuenta del funcio-
namiento concreto de las idealizaciones jurídicas y evitar de este modo la
alienación del sistema jurídico.
Me preocupa el tercer aspecto señalado, que lamentablemente viene
de la mano de las opiniones políticas más garantizadoras de las discipli-
nas penales. Tengo la impresión de que la criminología moderna está ca-
yendo en una especie de conceptualismo parecido al de las vertientes más
abstractas de la dogmática jurfdico-penal, con el agravante de que, en el
caso de la criminologfa, el juego conceptual gira en torno de las ideas y del
análisis de la sociedad en su conjunto.
En los libros de criminología se advierte la utilización de gran canti-
dad de rótulos ípositivisnio, contractiialisnio, inarxismo, estructural [iin-

216 ELBERT, Abolicionismo.‘ ¿eclecticismo o integracidn en lu criminologfa?, cit., p. 483.


2 17 ¡deni.
'' Bull, Javier Alejandro, Elementos cIe crim irio/ogfn en lu realidad social, Ed. Ábaco,
Buenos Aires, 1998, pr. 4 1.
219 Zzrrzso i, Araciv y SroxAii, Derecho penal. Parte general, cii., p. 150 (destacado en
el original).

Puntos de partida 99
cionalisnio, interaccionismo simbólico, etiquetainiento y muchos otros tan-
tos) que tienen una indudable utilidad expositiva pero que no dejan de ser
fruto de la opinión de quien rotula y dice que determinada posición se in-
troduce dentro de tal o cual c1asificaciónºªº. Me preocupa el hecho de que
con mayor frecuencia esas etiquetas son utilizadas como herramientas
conceptuales en el marco de un sistema mayor, orientado a clasificar el
pensamiento en una línea de progreso que va desde lo degradado hacia lo
desarrollado. Ese sistema tiene una orientación hacia un objetivo previa-
mente definido (considerado valioso) que permite “detectar” los pensa-
mientos incorrectos (obstáculos al propósito) para luego calificarlos como
ideas no válidas para el sistema, y finalmente desecharlas.
Tomemos como ejemplo las teorías del Estado y de la pena que asu-
mí previamente como válidas. Un “conceptualista criminológico” ni si-
quiera las discutiría; simplemente acudiría a su sís/em‹z de clasí[icación del
pensamiento y las desecharía porque son ideas contractuialistas. Esa rotu-
lación basta, porque el propio sistema conceptual provee la crítica al con-
tractualismo y las innumerables calificaciones que merece. Otro ejemplo,
si por alguna vía consideramos a la pena como una herramienta útil para
evitar delitos, el sistema provee el mote de “partidario del control social”
o peor “partidario de la teoría de la defensa social” y el mote, con su con-
tenido conceptual adicional )DFDvistO pDr el propio sístem£l, basta para ex-
pulsar a la teoría ‹iu‹zcrÓiiíca .
En definitiva, sólo son válidos los pensamientos que siguen la línea de
desarrollo del sistema conceptual hacia el objetivo previamente definido
(la abolición del sistema penal; la desaparición del capitalismo; la defen-
sa de los derechos humanos, etc.), dejando afuera del universo criminoló-
gico las pulsiones que, más allá de su acierto o error, se dirigen en senti-
do contrario.
Si se pudiese discutir dentro de la criminología como si fuera una dis-
ciplina democrática y abierta para todos, sus especulaciones y debates po-
líticos serían de gran utilidad para el avance de las disciplinas penales y
para el perfeccionamiento del sistema penal y de la propia sociedad. Si, en
cambio, los enfoques conceptualistas siguen su curso sectario, la crimino-
logfa seguirá siendo una disciplina marginal.
Me parece que la asunción de la criminología como parte de la críti-
ca política (que es el :1mbito de debate plural por antonomasia) es el ca-
mino correcto para desatarse de ese conceptualismo y permitir un debate
abierto y tolerante entre todas las corrientes de opinión que se ocupan de
la cuestión criminal.

"'Muchas veces el rÓtulo lo pone el propio autor de una opiniÓn y luego el analista in-
cluye a la opiniÓn de otros bajo ese mismo rÓtulo.

Primera parte
VII. Las garantías individuales

1. El garantismo: entre el principio y la utilidad


Las posiciones más toscas del pensamiento jurídico ²ª , haciéndose
eco de los clamores públicos por mayor protección frente al delito, plan-
tean una relación dialéctica entre la vigencia de las garantías constitucio-
nales y la seguridad individual.
Ellos creen (o, al menos, dicen) que las garantfas obstaculizan la lu-
cha contra el delito porque: a) vedan determinados cursos de acción pre-
ventivos de las fuerzas de seguridad; y b) restringen la reacción punitiva
mediante su sujeción a determinados recaudos sustantivos y adjetivos (lo
que conocemos como el debido proceso o the rule ej/‹za).
Las quejas atañen por igual, y en general sin distinción alguna, tanto
a la actividad estatal preventiva como a la represiva. Como vimos, ello es
consecuencia de la adopción incondicional del dogma preventivista, que
conduce a colocar en un pie de igualdad a la acción del policía que evita
que alguien mate a otro, con la acción de un juez que condena a quien ha
matado, como si ambas reacciones estatales tuviesen el mismo efecto pre-
ventivo. Esto es algo así como creer que el juez puede resucitar a la vícti-
ma del homicidio mediante el dictado de la sentencia condenatoria.
Pero, más allá de esta confusión (de la que no sólo pecan los detrac-
tores de las garantías, sino también sus partidarios al utilizar los argu-
mentos contrarios a la punición para oponerse a la coerción preventiva),
quiero detenerme en la contradicciÓn manifiesta del dilema que burda-
mente se plantea entre garantismo y seguridad individual.
Esta discusión podría resolverse fácilmente desde el punto de vista
empírico a partir de la observación de que los países más garantistas del
mundo son a la vez los más seguros, mientras que los más inseguros son
aquellos en los que las garantfas penales y procesales no se respetan. Pe-
ro esa no es la cuestión.
El dilema requiere, nuevamente, recurrir a los puntos de partida ins-
titucionales. Hay que preguntar ahora: ¿por qué y para qué corresponde
consagrar ciertos derechos y garantías en cabeza de las personas? Desde
el principismo moral se dirá que los individuos nacen con ciertos dere—

" ' Con esta adjetivaciÓn me coloco a un paso de incurrir en el mismo tipo de sectaris-
mo del que acusé al conceptualismo crimirioldgíco.

Puntos de partida 101


chos inalienables que nadie, ni siquiera el Estado, puede vulnerar. Las per—
sonas son fines en sí mismos y no pueden ser utilizadas por los demás co-
mo medios para la consecución de otras metasª²ª por más loables que és-
tas sean; además, constituye un imperativo categórico la consagración de
principios que puedan valer como ley universal para toda la humani-
dad²23, El ataque al garantismo parte de consideraciones utilitarias, pre—
tendiendo demostrar (al menos discursivamente) que la seguridad general
exige la eliminación, o en el mejor de los casos la “flexibilización”, de cier-
tos obstáculos legales que se oponen a la acción represiva y preventiva del
Estado. Por ejemplo, frente al lfmite que el principio iii dubio pro reo im-
pone a la potestad de condenar se propone eliminarlo; frente a la imposi-
bilidad de considerar típica cierta conducta se propone abolir la prohibi-
ción de analogía o sancionar tipos más abiertos que permitan “dotar de
herramientas” a los jueces para “luchar contra el delito”; frente a los lími-
tes a la potestades policiales de interrogar, requisar o registrar, se propo-
ne modificar las normas procesales para otorgar mayores facultades coer-
citivas a las fuerzas de seguridad.
El argumento que se utiliza es que la eliminación de los “obstáculos”
que se oponen a la coerciÓn represiva y preventiva, permitirá descubrir y
castigar a mayor cantidad de “delincuentes” y que, con ello, se disminui-
rá el índice de delitos y se contribuirá a una mayor seguridad y, conse-
cuentemente, a un cálculo positivo de felicidad general. Es la manifesta—
ción concreta en el ámbito penal del principio colectivista y antiliberal de
que el fin justifica los medios ²ª.
Esta cuestiÓn supera el debate entre principismo y utilitarismo mo-
ral²²ª. No es correcto emparentar el respeto por las garantías con el prin-

222 referencia directa a la citestión criminal, KANT SOstenía que “él hombre nunca
pude ser manejado como medio para los propósitos de otro ni confundido entre los objetos
del derecho real" (l‹i meta[ísica de las costu mbres, cit., p. 166, n” 33 l).
223 Décíá KANT: “El imperativo categórico, que sólo enuncia en general lo que es obli-
gación, reza así: ¡obra según una máxima que pueda valer a la vez como ley u niversal! Por
consiguiente, debes considerar tus acciones primero desde su principio subjetivo: pero pue-
des reconocer si ese principio puede ser también objetivamente vúlido sólo en lo siguiente: en
que, sometido por tu razón a la prueba de pensarte por medio de él a la vez como universal-
mente legislador, se cualifique para una tal legislaciÓn universal” (fzi meta[ísica de las costum-
bres, cii. , p. 32, Primera Parte, IV, n‘ 225).
224 Con razón decía Fiedrich A. I-lzvzK que “el principio de que el fín justifica los me-
dios se considera en la ética individualista como la negación de toda moral social. En la ética
colectivista se convierte necesariamente en la norma suprema; no hay, literalmente, nada que
el colectivista consecuente no tenga que estar dispuesto a hacer si sirve ‘al bien del conjunto”’
I Camino de servidumbre, 2“ ed. 1985, trad. de JOSé VERGARA, título original The Road to Ser[-
dom ( 1944), Ed. Alianza, Madrid, p. 184.
2 5 sta vertiente de la ética se identifica con el trabajo de John STUART MiLL (1806-
1873), El iitilitarismo ( 1 863), título original Utilitarianisin.

Primera parte
cipismo y su pretensión de abrogación para obtener mayor seguridad con
el utilitarismo. Creo que el utilitarismo moral conduce al mismo resulta-
do en materia de garantfas.
Corresponde partir de ejemplos puntuales y ensayar criterios de reso-
lución desde cada punto de vista. Ejemplo. un terrorista secuestra un Óm-
nibus con veinte pasajeros y bajo amenaza de hacerlo estallar pide al go-
bierno que mate a un terrorista rival que está detenido en una cárcel.
Pregunta.’ ¿debe el gobierno matar al terrorista rival? Ejemplo. frente al au-
ge de actos terroristas, se propone una reforma legal y constitucional que
admita la aplicación de torturas a los sospechosos de cometer esos delitos.
Pregunta.’ ¿corresponde sancionar la reforma? £jemplo. luego de examinar
un caso sobre homicidio el jurado está convencido de dos cosas; la prime-
ra: existe una duda objetiva más que razonable sobre la culpabilidad del
autor porque la versión de descargo cuenta con igual sustento en la prue-
ba de cargo; la segunda: a pesar de la duda objetiva los miembros del jura-
do tienen la fntima convicción de que el acusado fue el autor del hecho.
Pregunta. ¿debe el jurado condenar? IEjemplo. frente al auge de violaciones,
se propone una reforma legal y constitucional que permita presumir la ve-
racidad de la acusación, colocando en cabeza del acusado la carga demos-
trar su inocencia. Pregunta.- ¿corresponde sancionar la reforma?
A primera vista parecería que desde el prisma utilitario deberían res-
ponderse afírmativamente esas preguntas, porque ello contribuiría a un
cálculo positivo de mayor felicidad para el mayor número. Sin embargo
ello no es así. Casi desde su nacimiento, el utilitarismo moderno evitó caer
en el error de determinar la moralidad de las acciones mediante la consi-
deración exclusiva de cada situación particular. Así apareció el denomina-
do “utilitarismo de reglas”, según el cual el cálculo neto de felicidad para
el mayor número debe determinar cuáles son las reglas generales que con—
tribuyen a ese estado de bienestar general y que no pueden ser quebran-
tadas en función del cálculo neto de felicidad para el caso concreto² 26, En-
tonces, y sin importar el cálculo de felicidad en determinada situación
concreta, la moralidad de una acción depende de su sujeción a la regla cu-
yo cumplimiento contribuye a un balance positivo de felicidad general.

22ó A mi juicio, corresponde enrolar a MiLL en esta vertiente del utilitarismo. Es elo-
cuente cuando, en referencia a la mentira y la verdad, MiLL dice: ”sería a menudo convenien-
te decir una mentira para superar un obstáculo o para conseguir inmediatamente algÚn fin
iítil para nosotros o para los demás. Pero el cultivo de un sentimiento agudo de la veracida-
des es una de las cosas más útiles a que puede servir nuestra conducta, y el debilitamiento de
ese senti miento es una de las más perjudiciales (. . .) Por ello, sentimos que la violación de la
regla de conveniencia trascendente para conseguir una ventaja inmediata no es conveniente”.
Y luego: ”una cosa es considerar que las reglas de moralidad son mejorables, y otra pasar por
alto enteramente las generalizaciones intermedias, y pretender probar directamente cada ac-
to individual por medio del primer principio. Es una idea extraña la de que el reconocimien-
to de un primer principio es incompatible con la de los principios secundarios” (::I utilitaria-
no, citado).

Puntos de partida
Bien señalaba HUME que el ser humano es propenso a buscar siempre
la felicidad inmediata, olvidando el placer distante²L7 y es por eso que las
reglas normativas deben contrapesar esa tendencia2d8, 1 interés público
y la felicidad individual dependen a la larga del respeto de las reglas y no
hay contradicción ni excepción en el1oº² .
Como ocurre en los ejemplos dados, determinada conducta puede
acarrear la felicidad del mayor número para una circunstancia particular,
pero generar, a la vez, un resultado final negativo de felicidad por contra-
riar una regla de la que ésta necesariamente depende. En el ejemplo del
secuestro del autobús puede afirmarse que aceptar la exigencia y matar al
terrorista es la conducta que contribuye al resultado final más satisfacto—
rio en esa situación concreta (la vida de veinte personas contra la vida de
una persona), pero al mismo tiempo es evidente que la observancia de la
regla que veda la privación de la vida de las personas es lo que, conside-
rando la totalidad de las implicancias sociales, contribuye a una verdade-
ra felicidad del mayor número²³º. Con ello no asumo que esa deba ser la
razón para negarse a aceptar la exigencia del terrorista (ya que hay mu-

227 Vosotros tenéis la misma propensión que yo a preferir lo contiguo a lo remoto. Por
tanto, sois conducidos como yo a cometer actos de injusticia” (Hvxiu, Tratado de la naturale-
humana, eis., p. 103).
228 lo más que podemos hacer es modificar nuestras circunstancias y situación y
hacer de la observancia de las leyes de la justicia nuestro interés más próximo y su violación
el más remoto” (HUxiE, Tratado de la naturaleza humana, cii., p. 104).
" ”Tampoco cada acto de justicia, considerado aisladamente, favorece más al interés
privado que al público; y es fácil concebii- que un hombre pueda empobrecerse por un solo
acto de integridad y tenga razón para desear, respecto de ese único acto, que las leyes de la
justicia se suspendiesen por un momento en el universo. Pero por muy contrarios que puedan
ser los actos aislados de justicia al interés piiblico o privado, es seguro que el plan en su con-
junto es altamente conveniente, o por cierto absolutamente necesario, tanto para el sostén de
la sociedad como para el bienestar de cada individuo. Es imposible separar el bien del mal”
(Huxii:, Tratado de la naturaleza humana, cit., ps. 66-67).
230 r ello, en un Estado basado en el utilitarismo de reglas, la acciÓn de matar al te—
rrorista rival es antijurídica, aunque en algún caso pueda merecer una disculpa en atención a
las circunstancias particulares. Ello podría ocurrir, por ejemplo, en el caso del familiar de uno
de los pasajeros del autobús que por su cuenta cumple con la exigencia y la comunica a los
secuestradores: no cabe duda de la antijuridicidad de su obrar (y de la justificaciÓn de la ac-
ciÓn de quienes intenten impedirla en el marco de la legítima defensa o el cumplimiento de
un deber), pero éste podrfa merecer eventualmente una excu!pación por aplicaciÓn de las re-
glas del estado de necesidad disculpan te (iii¡írzi XX. 6. c). La resolución de esa situación de—
penderá de las circunstancias concretas y no es una excepción a la vigencia de las garantías
ni de las reglas generales de la juridicidad, justamente, porque en el nivel del análisis de la li-
citud la regla que prohíbe la acción de matar al terrorista rival se mantiene, aunque, en el ni-
vel del análisis de la responsabilidad individual -—culpabilidad— (o sea una vez afirmada la ili-
citud), una garantía opere en fáVOF del que CometiÓ el ilícito y determine su exculpaciÓn. Esto
insinúa las diferentes consecuencias jurídicas de las causales de justificación y de inculpabi-
lidad y la necesidad de mantener la distinciÓn entre unas y otras.

104 Primera parte


chos otros argumentos más en juego que deterTrlinan esa solución), sino
sólo que el utilitarismo no conduce a su aceptación.
Respecto del principio ía dubio pro reo y de su padre, el principio de
inocencia, es cierto que su derogación habilitaría más condenas a personas
culpables pero, a la vez, generaría más condenas a inocentes y, entonces, el
resultado final desde el punto de vista de la seguridad sería negativo, ya
que el propio Estado se transformarfa en un foco de inseguridad individual
al aumentar de forma irracional el riesgo de condena de inocentes.
Otra situación que merece ser analizada desde la óptica del principio
de utilidad es la de la habilitación de la violencia policial. Muchos recla-
mos de seguridad pretenden otorgar a las fuerzas de seguridad mayores
potestades para la acción directa, por ejemplo para poder disparar y si es
necesario matar a los delincuentes en los enfrentamientos producidos en
el marco de la detenciÓn en flagrancia. La pretensión se sustenta en la
creencia de que de ese modo se logrará “descartar” delincuentes median-
te su “eliminaciÓn” o captura. Cualquier análisis empírico conduce a la
conclusión contraria; el resultado final de la mayor habilitación de violen-
cia a las fuerzas de seguridad es el mayor riesgo para los bienes de todos,
porque de ese modo los ciudadanos no sÓlo estarían sometidos al riesgo
de ser víctimas de la violencia generada por los delincuentes sino, tam-
bién, de ser víctimas de la violencia del propio Estado y, además, porque
una reacción de ese tipo generaría una contra-reacción que elevaría la es—
piral de la violencia a niveles mayores que aquellos que se querían evi-
tar²³ . En definitiva, desde el punto de vista del principio de utilidad, es-
te tipo de propuestas arrojan un resultado negativo manifiesto.
Parece evidente, entonces, que el embate contra las garantías no pue-
de sustentarse en razones utilitarias, ya que éstas conducen, inexorable-
mente, a la necesidad de respetarlas para alcanzar un resultado final de
mayor felicidad para el mayor número. Principismo y utilitarismo de reglas
conducen a un código ético similar, ya que en su esencia última todos los
principios humanitarios que inspiran el reconocimiento de los derechos
inalienables de las personas, tienen el claro sentido consecuencialista de
arribar a un resultado final óptimo. Hasta tal punto que MILL emparenta
su idea con el ideario cristiano: “En la norma áurea de Jesús de Nazaret,
leemos todo el espíritu de la ética utilitarista: ‘Haz como querrías que hi-
cieran contigo y ama a tu prójimo como a ti mismo’ En esto consiste el
ideal de perfección de la moral utilitarista”
Las garantfas son, en consecuencia, un modo de contribuir a la ma-
yor vigencia de la libertad de todos y al ejercicio más pleno de los dere-

Y si la contrarreacción no se produce, ése será un signo inequívoco de que se habrá


caído en un Estado totalitario, en el que no hay seguridad porque todos dependen de la vo-
luntad de quien detenta el poder del Estado.
ª MiLr, £:/ utilitaria rico, citado.

Puntos de partida
chos constitucionales. Sin ellas es imposible contener la violencia inhe-
rente a cualquier sistema coactivo (preventivo, punitivo o reparador) y he-
mos visto que un punto esencial en la justificación del Estado es la elimi-
nación de riesgos provenientes de procedimientos no confiables o, en
otras palabras, “no garantistas”. Sin garantías, entonces, es imposible jus-
tificar moralmente el Estado conforme las pautas ético-políticas asumidas
previamente.

2. El debido proceso sustantivo


Cuando se hace referencia al debido proceso legal, se alude al conjun-
to de requisitos que se deben cumplir para afirmar la validez interna del
dictado de una norma.
Este cúmulo de recaudos de validez puede ser separado en dos gru-
pos. Un grupo está dado por los requisitos que hacen al procedimiento
que precede la sanción de la norma, y otro grupo conformado por las exi-
gencias sustanciales o de contenido que ella debe respetar. El primero es
lo que se denomina debido proceso adjetivo, mientras que el segundo es
el llamado debido proceso sustantivo²3ª.
La sanción de cualquier norma (constitucional, legal, reglamentaria
o individual —sentencia—) debe respetar las reglas del debido proceso adje-
tivo y sustantivo para revestir el carácter de vá1ida²34, p eiia, todo »o -
ma requiere ser sancionada siguiendo el procedimiento establecido para
su dictado y conforme el contenido que legalmente debe respetar.
Los principios sustantivos del derecho penal derivados de la Consti-
tución determinan el contenido que pueden tener las leyes penales dicta-
das por la legislatura y el de las sentencias que disponen la aplicación con-
creta e individual de la ley penal.
Así, por ejemplo, veremos que el Congreso sólo puede sancionar leyes
penales describiendo acciones (principios de la acción y tipicidad) que

33 Dice FzRRAJoLl: ”He calificado de ’sustanciales' a las garantías penales de lesividad,


materialidad y culpabilidad, en oposición a las garantfas procesales, que llamaré ’instrumen-
tales’, de presunción de inocencia, prueba y defensa: entiendo con ello que afectan a la sus—
tancia o a los contenidos de las prohibiciones permitidas por las normas reguladoras de la
producciÓn válida de la ley penal” (Derecho y razdn, cii., ps. 463-464).
234 De todos modos, es correcta la disquisición efectuada por FnRIiAJoLI entre vigencia y
validez. Al respecto sostiene: “Llamaré ’vigencia’ a la validez sÓlo /ormnI de las normas tal cual
resulta de la regularidad del ‹icio normativo,’ y l vni ian el uso de la palabra 'validez’ a la validez
también siis?iziicinf de las normas producidas, es decir, de sus significados o contenidos norma-
tivos. Por consiguiente será posible dividir la legitimidad jurídica o interna —separada siempre
de la polftica o externa, en cualquier caso de tipo sustancial— en legitimidad jurídica [ormul, que
se refiere sÓlo a las formas prescritas para los actos normativos y por consiguiente a la vigen-
cia de las normas producidas, y legitimidad jurídica sustancial, que se refiere por el contrario
a los contenidos de esas mismas normas allí donde también éstos estén prescritos o prohibi-
dos por normas acerca de su producción” (Derecho y razdn, cit., p. 359).

106 Primera parte


afecten a terceros (principio de lesividad) y supeditando la aplicación de
la pena a que el autor se haya podido motivar en la norma (principio de
culpabilidad). Y el juez también deberá respetar esos principios y, además,
deberá cuidarse de aplicar sólo la ley previa a la conducta bajo juzgamien-
to y de no interpretarla de un modo extensivo de su alcance formal y ma-
terial (principio de estricta legalidad).
Los principios constitucionales del derecho penal constituyen garan-
tías contramayoritarias, esto es, vallas que cada ciudadano puede interpo-
ner a la pretensión legislativa del mayor número. La distinción académi-
ca entre principios, derechos y garantías carece de sentido; todos los
presupuestos constitucionales de la pena son garantías para los ciudada-
nos con las cuales pueden oponerse al poder del conjunto.
La existencia de este tipo de garantías es la esencia del constituciona-
lismo y del debido proceso sustantivo como principio rector. Una Constitu-
ción es la ley suprema a la que todas las demás deben adecuarse, precisa-
mente, para que las leyes comunes, mutantes como el humor de las
mayorías, no puedan afectar los derechos individuales de jerarquía supe-
rior. En la Constitución argentina, el art. 28 establece claramente esta pre-
lación al establecer que: “Los principios, garantías y derechos reconocidos
en los anteriores artículos, no podrán ser alterados por las leyes que regla—
menten su ejercicio”ª³ª. Aunque semejante aclaración es una redundancia.
En materia penal se presenta con mayor dramatismo la tensiÓn entre
la pretensión mayoritaria (en general imbuida de ambiciones colectivistas
que pretenden supeditar los derechos individuales al presunto bienestar
del conjunto) y los derechos ciudadanos, porque el derecho penal es, a la
vez, el ámbito jurídico más permeable a todo tipo de avasallamiento y el
más comprometido con la subsistencia misma de la libertad. Y es paradó-
jico que, justamente en materia penal, la vigencia de las garantías consti-
tucionales constituya una situación excepcional: si detrás de un velo de la
tgnorancta leyésemos las leyes penales de fondo y los códigos de procedi-
miento de la Argentina jamás podríamos deducir de ellos la existencia de
una Constitución como la vigente; y si hiciéramos lo propio con las nor-
mas constitucionales, jamás podríamos justificar la sanción de las leyes
penales y procesales que efectivamente rigen.
Esto llama la atención sobre la necesidad de desarrollar el debate
constitucional en torno a todas las cuestiones vinculadas al derecho puni-
tivo, para que las garantías cumplan su función contramayoritaria, permi-
tiendo invalidar las leyes que lisa y llanamente se les oponen y proyectar
normas individuales acordes con la Constitución.

235 juan Francisco Li×eas (Rnzonnbif ídnd de las leles. El “debido proceso” como garan-
tía íti nominada en la Constitticíótl Argentina, 2‘ ed., Ed. Astrea, Buenos Aires, 1989) dijo sobre
este artículo que “recoge en toda su pureza y fuerza el supuesto ideológico del liberalismo: la
libertad individual es oponible al mismo poder público, incluso al legislador” (p. 162).

Puntos de partida 107


Respecto del derecho sustantivo esa tarea requiere la construcciÓn de
la teoría del delito a partir de las reglas de derecho penal consagradas en
la Constitución, y la elaboración de una lógica constitucional en el modo
de razonar la aplicación de la ley penal y la solución de los casos que está
llamada a resolver.
Esa lógica es incompatible con la pretensión sistémica de supeditar a
las personas, como individualidades, al funcionamiento de la sociedad.
No es cierto que la persona existe en razón de su inserción en la sociedad.
Al menos no lo es desde la perspectiva constitucional, si se entiende a la
Constitución (y, sobre todo, a la carta de derechos de los ciudadanos) co-
mo una herramienta contra mayoritaria, de la que los individuos pueden
hacer uso para oponerse y abstraerse a las pretensiones basadas en lo que
es útil para el funcionamiento del conjunto social.
La sociedad como sistema funciona por st misma, con su propia di-
námica, y no depende de la vigencia de la ley a un grado tal de no admi-
tir que ésta pueda ser contrariada por el individuo. Es un hecho universal
que en la mayoría de los casos de infracción a la ley, el Estado no puede
aplicar una sanción, y ello no disgrega la sociedad. La impunidad es la re-
gla y la punición, la excepción, y ésa es una característica intrínseca a to-
do sistema penal (que necesariamente debe ser selectivo) y, además, es
bueno que así sea (sobre todo en los sistemas penales máximos que rigen
en casi todos los países del mundo) porque lo contrario acabaría con to-
dos los ciudadanos al margen de la ley o sujetos a extorsión estatal o de-
pendientes del terror punitivo.
El triunfo del individuo por sobre la vigencia de la norma, en razÓn
de la operatividad de una garantía constitucional, no afecta la integridad
de la sociedad como sistema, aun cuando con ello habilite mayores y nue-
vos disensos que puedan socavar la configuración de la sociedad tal cual
es, porque el sistema “sociedad” es necesariamente dinámico, mutante y
caótico; siempre lo fue y siempre lo será y, a pesar de ello, no deja de fun-
cionar como tal. Y, aun cuando lo afectara, en el sentido de que modifica—
ría su configuración, ello no es un problema en un Estado constitucional
de derecho basado en la idea de la libertad. Ello sólo podría ser un proble-
ma en un Estado totalitario.

Primera parte
VIII. Juicio por jurados

1. Derecho sustantivo y método de juzgamiento


El estudio del derecho penal sustantivo y sus principios fundamenta-
les no se puede abstraer del procedimiento que conduce a la aplicación de
la ley penal. Después de todo y en última instancia, la aplicación de una
pena depende más del proceso, entendido como el cúmulo de decisiones
particulares que conducen al dictado de una norma individual (la senten-
cia), que de los principios inspiradores del derecho de fondo.
Incluso la operatividad de los principios sustantivos depende del pro—
ceso. Veamos sino lo que ocurre con el principio de culpabilidad: su vigen-
cia real es excepcional porque, en general y por razones meramente fun-
cionales —temen que se les caiga el sistema—, los tribunales de justicia
suelen desentenderse de probar realmente la subjetividad (sea la concer-
niente al tipo, sea la vinculada al estrato de la culpabilidad), y la presumen
acudiendo a fórmulas tales como “no pudo desconocer”; “debió haber sa-
bido”; “no se puede admitir una excusa así porque sería muy fácil eludir
la condena” etcétera. De este modo, un principio sustantivo esencial es bo-
rrado por una práctica procesal, que admite ese tipo de razonamientos.
Por ello, me animo a afirmar que en última instancia el verdadero estudio
respecto de los principios sustantivos debería centrarse en las condiciones
de su materiali zación procesal. Así, todo el debido proceso sería adjetivo
en el sentido de que dependería de las reglas de procedimiento que cons-
tituyen el antecedente de la decisión. El desafío del garantismo serfa esta-
blecer cu:11es son esas reglas. Pero eso da para otra investigación, y mu-
cho más compleja que la desarrollada en este libro.
Lo cierto es que es necesario estudiar la interconexión entre los prin-
cipios sustantivos y el método de juzgamiento. Sobre todo en relación a
los sistemas que establecen el juicio por jurados porque, al menos en apa-
riencia, tales principios parecen enunciados a la medida de la lÓgica de los
jueces técnicos.
La teoría del delito es uno de los instrumentos jurídicos cuya validez
podría verse en crisis en un sistema de enjuiciamiento por jurados y, da-
da la consagración de este sistema en diversos países y su avance cada vez
mayor en otros, corresponde analizar detenidamente esta cuestión.
Algunas constituciones establecen el sistema de juicio por jurados de
forma obligatoria, como por ejemplo la Constitución de Argentina² 36 o de

236 Arts. 24, 75, mes. 12 y 118. Aunque, paradójicamente, legisladores y jueces se han
hecho los distraídos y han admitido que durante un siglo y medio de vigencia de la Constitu-
ción el juicio por jurados no se haya establecido en la República.

Puntos de partida
forma opcional, como es el caso del texto constitucional de Uruguay 237
Nicaragua²3 , o Suiza²3 , entre otros.

2. Jurado y teoría del delito


El sistema de juicio por jurados presupone la incorporación de crite—
rios intuitivos para la solución de las cuestiones jurídicas. Parece obvio
que un jurado no analizará el caso a estudio a través del filtro de la teoría
del delito ni se preocupará, siquiera un instante, por cuestiones lógicas in-
trasistemáticas carentes de sentido práctico o alejadas del sentido común.
El método de decisión del jurado parece opuesto al que, al menos en lo
formal, utiliza el juez técnico.
Es cierto que lo usual y adecuado es que el jurado se ocupe tan sólo
del juzgamiento de los hechos y, eventualmente, del veredicto de culpabi-
lidad, mientras que la aplicación del derecho es competencia de los jueces
técnicos. Sin embargo, la implementación de un juicio por jurados impor—
ta, necesariamente, la renuncia del jurista a resolver determinadas cues—
tiones que pasan a ser competencia exclusiva de los legos.
¿Es incompatible el sistema de jurados con la construcción dogmá-
tica de la teoría del delito? Si ello es así, ¿podría afirmarse que las Cons-
tituciones que lo establecen se oponen a que los conflictos penales se de-
cidan sobre la base de los parámetros “científicos” de la dogmática
jurídico-penal? Lo analizan a continuación:
a) Es evidente que el sistema de jurados no puede funcionar como ar-
gumento contra la teoría del delito mientras no se encuentre vigente. No
se puede abnegar, con argumentos constitucionales, de la utilidad de la
teoría del delito mientras ello constituya un argumento para que sean los
jueces técnicos quienes se libren del deber de utilizarla. La solución es jus-
tamente al revés.
El derecho constitucional de ser juzgado por los propios pares no tie-
ne como sentido establecer un sistema no cíeii/í co de decisión de conflic-
tos sino, y amén de las otras ventajas y justificaciones, conectar el sentido
comúín y la realidad cotidiana con el mundo jurfdico, para evitar la alie—
nación del derecho.
Pero ese sentido de realidad, esa conexión con el mundo, sÓlo puede
ser aportada cuando son los propios ciudadanos los que intervienen en la
toma de decisiones. Cuando son los funcionarios los que pretenden apar-
tarse de las reglas y de la coherencia para decidir por intuición o confor-
me a los dictados de la realidad, cuando, en definitiva, los jueces técnicos

237 artículo 13: La ley ordinaria podrá establecer el juicio por jurados en las causas cri-
minales”.
" 'Art. 34, inc. 3‘.
" Art. 112.

Primera parte
quieren liberarse de la ley y decidir como si fueran legos, se consigue el
efecto contrario al que aspira el sentido objetivo de la garantía del jurado.
Por ejemplo, cuando un juez invoca su experiencia y su intuición (ambas
profesionales) como argumentos para descalificar las excusas defensistas
y determinar que un sujeto es autor de un delito, no establece ninguna co-
nexión con la realidad. Tal vez un jurado no profesional, debido a su “in-
genuidad”, hubiese acogido la excusa de la defensa que fue rechazada por
la “sabidurfa” del juez. Y ése es el sentido de la garantía: el juzgamiento
de un individuo, y en particular, la afirmaciÓn de su responsabilidad cri-
minal, no debe depender de la lógica de un sistema, sino de los criterios
de valoración (a veces ingenuos) del sujeto común.
Cuando el juez se arroga facultades propias del jurado vulnera doble-
mente las garantías del ciudadano. En primer lugar, y si admitimos que el
jurado es una garantía esencial, porque no es un jurado y no tendría por
qué decidir. En segundo lugar, porque precisamente por ser un profesio-
nal del derecho (con todos los vicios inherentes a esa calidad, que condu-
cen a distorsionar la vivencia de la realidad) no puede decidir como si no
lo fuera. El juez no puede hacer como si no fuera juez; el juez no puede
hacer de jurado. Es infantil creer que esta garantía se ve satisfecha cuan-
do los jueces actúan de aquello que no son.
Por esa razón la garantía del jurado no permite deducir el sistema de
la libre convicción de los jueces en materia de valoración de la prueba. Y,
menos aún, otorgándole al Tribunal la facultad de decidir de torma defi—
nitiva sobre los hechos, sin posibilidad de revisión suficiente posterior. Es-
te es un típico caso en el que una garantía es utilizada como argumento
para perjudicar a su titular: se le dice al ciudadano que tiene derecho a ser
juzgado por sus pares; luego se le dice que ello acarrea el sistema de la li-
bre convicción; luego, y como la ley no establece el juicio por jurados, se
le dice que será juzgado por jueces; luego que los jueces podrán decidir a
partir de ese sistema libre para valorar la prueba; luego que nadie puede
revisar lo que el juez decidió libremente porque sólo éste tuvo contacto in-
mediato con la prueba y porque ello le permite un conocimiento más vi-
vido y directo de la verdad. En definitiva, a partir de la lógica emergente
de una garantía constitucional se coloca al criminali zado en una situaciÓn
de inigualable privación de derechos. Esa es, por ejemplo, la situación del
sistema federal en la República Argentina y en la mayoría de las provin-
cias que la integran.
Por eso, me parece un absurdo argumental que de la garantía del ju-
rado se derive la renuncia a establecer pautas decisorias a los magistra-
dos. Acabé de referirse a las derivaciones procesales de esa renuncia.
Creo que desechar la teoría del delito como límite al Órgano decisor, equi-
valdría a trasladar esta absurda situación al derecho penal sustancial, con
lo que se acabarfa de completar la más absoluta irracionalidad del siste-
ma judicial.
b) Ya hemos visto las objeciones que merece el conceptualismo dog-
mático y la acusación que se le dirige en cuanto a que la tarea interpreta-

Puntos de partida
tiva que lleva a cabo se sustenta en argumentos totalmente desconectados
de la realidad o sumamente encubridores de decisiones voluntaristas y ca-
prichosas del jurista.
En ese contexto, el sistema de jurados podrfa ser visto como la salva-
ción, como la herramienta perfecta para abandonar de una vez por todas
la alienación de los dogmáticos y conectar definitivamente el derecho con
la realidad.
Sin embargo, creo que el sistema de jurados debe coexistir con la
pautación dogmática de las soluciones penales porque ella tiene que ver
con la determinación del alcance de la ley penal, que debe ser general, uni-
forme y coherente y no puede variar de caso en caso. El jurado no puede
tener en sus manos la determinación de lo que está prohibido o permiti-
do en cada caso en particular. En el nivel de lo ilícito (esto es de la con—
ducta tfpica y antijurídica) la Ley debe mantener todo su imperio incluso,
y fundamentalmente, frente al jurado.
Como luego se verá, los principios constitucionales de culpabilidad,
certeza y legalidad impiden que los presupuestos de la sanción penal sean
determinados con posterioridad al hecho bajo juzgamiento. Ésa es una re-
gla básica del estado de derecho y constituye una de las razones que legi-
tima la existencia de la teoría general del delito, como herramienta inelu-
dible para lograr la coherencia y generalidad de las normas penales.
Esa coherencia es indispensable para la vigencia de los principios
mencionados y se verla sacrificada si el alcance de la ley penal se determi—
nara ante cada caso concreto, al momento del dictado de la sentencia. Por
esa razón, no es posible asignar al jurado la funciÓn interpretativ propia
de la dogmática jurídico—penal. Son los jueces técnicos los encar ados de
interpretar ex ‹zii/e (al momento de las instrucciones y la delimita ión de
la cuestión a decidir por el jurado) y ce pon (al momento de subsumir los
hechos que el jurado tuvo por probados) el alcance de la ley.
Al jurado puede preguntársele por ejemplo si A causó la muerte de 13
y también si A.- 1) quiso producir esa muerte; o 2) se representó esa muer-
te y no le importd el resultado; o 3) se representó esa muerte y consideró
que no se produciría; o 4) no se la representó; y/o 4. 1) pudo representár-
sela; y/o 4.2) no pudo representársela. El jurado debe decidir, en definiti-
va, el hecho ejecutado por A en su faz objetiva y subjetiva, pero no será su
potestad determinar si el imputado actuó con dolo directo o eventual, o
con culpa. Hay que tener en cuenta que los conceptos de dolo y culpa son
conceptos jurídicos. Son hechos la intención de matar, la representación
o la previsibilidad de esa muerte, la actitud interna asumida frente a la re-
presentación, o la imposibilidad de prever. Es derecho en cambio el rótu-
lo jurídico con el que se denominan esos hechos. Por ello, es tarea poste—
rior del jurista (del juez o tribunal) decidir la correcta subsunción jurídica
de los hechos que los legos tuvieron por acreditados.
Así queda delimitada la competencia de cada órgano. El jurado fija
los hechos y el juez determina la subsunciÓn jurídica y su consecuencia.

Primera parte
De este modo se compatibiliza el juicio intuitivo que debe formular el tri-
bunal popular con el juicio técnico que debe formular el jurista.
Este es el sistema adoptado por varias constituciones, que establecen
la coexistencia de jurados y jueces en el ejercicio de la función jurisdiccio-
nal (al menos en materia penal) y que consagran las garantías que condu-
cen, indefectiblemente, a la necesidad de limitar el juicio de quien tiene la
función de juzgar. Después de todo eso quiere decir /uícío [mudado en ley.
No basta cualquier juicio, no basta que el juicio lo lleve a cabo el juez na-
tural (el jurado popular), no basta que sea previo. Se requiere, además,
que el juicio se funde en la ley y para que así sea es necesario que los jue-
ces que comprenden (o deberfan comprender) la ley en toda su extensión
y derivaciones, adecuen la solución tomada por el jurado a la ley.

3. Conexiones
Existen determinados puntos del enjuiciamiento penal que contienen
juicios de valor que se pueden efectuar tanto desde el punto de vista dog-
mático como desde la óptica intuitiva de un jurado popular, sin que en ello
se encuentre en juego la vigencia del principio de legalidad penal.
Ello es asf porque determinados antecedentes de la punibilidad no tie-
nen una derivación precisa de la ley positiva, sino que se trata de elemen-
tos derivados de la interpretación de los principios inspiradores del dere-
cho constitucional y penal vigente. Por ello, la ausencia de una respuesta
dogmática ex ante respecto del alcance de tales elementos, no acarrea una
indefinición legal violatoria de la legalidad, ni de la seguridad jurídica.
En esos casos, el sujeto decisor resulta intercambiable sin que ello
afecte la vigencia de las garantías constitucionales. Desde la perspectiva
constitucional, da lo mismo que decida el juez sobre la base de una inter-
pretación técnica de los principios inspiradores o que decida el jurado a
partir de la interpretación profana de esos principios (enunciados y expli-
cados previamente por el juez al jurado).
Se trata de los casos en que el juez debería tener la facultad de some-
ter determinada cuestión ‘jurídica” a la decisión del jurado. Son casos en
los que el sentido común resulta más fiable que el juicio pseudojurfdico
del juez. En estos supuestos, la construcciÓn dogmática se verá enriqueci-
da al conectarse con la realidad.
Los puntos que podrían quedar a juicio del jurado se encuentran vin-
culados esencialmente al juicio de reproche de culpabilidad. Puntualmen-
te, la relevancia eximente de ciertos errores de prohibición y ciertos su-
puestos de inexigibilidad de otra conducta podrían someterse al juicio de
un jurado.
Sin embargo, creo que existen situaciones puntuales en las que el jui-
cio de culpabilidad debe ser llevado a cabo obligatoriamente por un jura-
do popular. Ello ocurre cuando lo que está en juego en el caso (por sus
particularidades) es la esencia misma del principio constitucional de cul-
pabilidad, por existir una tensión sistema-individuo que no puede ser re-

Puntos de partida
suelta de forma imparcial por un funcionario que forma parte de dicho
sistema (sobre ello volveré al analizar la culpabilidad como categoría sis-
temática).
Como veremos más adelante, el concepto de culpabilidad por el injus-
to no ha sido muy bien definido por la dogmática jurfdico—penal. Si se de-
jan de lado aquellas situaciones expresamente contempladas por la ley, co-
mo por ejemplo ciertos supuestos de inimputabilidad, el resto de las
cuestiones problemáticas no tienen un tratamiento legislativo preciso ni
tienen una solución dogmática uniforme o satisfactoria.
Mientras la culpabilidad se asiente en la idea de reproche, será suma-
mente relevante el sentido social de lo que es y no es jurídico-penalmente
reprochable. El juicio de culpabilidad así entendido puede verse distorsio-
nado muy fácilmente por el ojo del jurista, y de hecho así ocurre con las
modernas concepciones que vinculan a la culpabilidad con criterios fun-
cionales de necesidad preventiva de aplicar una pena para mantener la
configuración de la sociedad como sistema.
La preservación ascéptica de la culpabilidad como reproche indivi-
dual sólo puede mantenerse si el juicio sobre su existencia lo lleva a cabo
un jurado popular, para evitar la contaminación del funcionalismo y la de-
saparición misma de la culpabilidad como categoría independiente del ilí-
cito penal.

4. El jurado y la duda
Ya vimos que en un sistema de juzgamiento de pares compete al ju-
rado establecer los hechos de la causa; no sÓlo las circunstancias objeti-
vas de la acción y su contexto sino también los elementos subJetivos.
Esto no significa que el jurado pueda decidir la plataform fáctica d
cualquier forma y sin sujeción a regla alguna. Los d
potestad para condenar según su libre convicción, en ausencia de pruebas
objetivas del delitoª4D porque el principio de inocencia se los impide.
Entre las reglas infranqueables que regulan la reconstrucción históri-
ca de los hechos en materia penal, se encuentra el principio iii dubio pro
reo, que es una garantfa constitucional derivada del principio de inocencia.
Esta garantía se impone al órgano juzgador de diversos modos: de
forma previa a la decisión mediante las instrucciones que se le deben im-
partir, y e.x post, a través de la posibilidad de revisar el veredicto para es-
tablecer si el principio fue respetado o si se fijó un hecho incriminante a
pesar de la duda objetiva.
Esta cuestión merece una consideraciÓn particular.

240 Bien dice Frn /iiori (Derecho y razdn, cit., p. 139) que la libre convicción “ha termi-
nado por transformarse en un tosco principio potestativo id6neo para legitimar el arbitrio de
los jueces”, destacando que el principio “debe ser integrado con la indicación de las condicio-
nes no legales sino epistemológicas de la prueba. ..”. En sentido similar, ViRGO1.iNi y SirVESTRO-
si, Unas sentencias discreias, ci t., ps. 301-308.

114 Primera parte


4. a. El principio in dubio pro reo
La obligación del órgano de juicio de absolver ante la duda constitu-
ye para los ciudadanos una garantía básica del estado democrático de de-
rechoº4l, El íit dubio pro reo es una derivación necesaria del principio de
inocenciaª42 consagrado pacíficamente en diversas constituciones. La
presunción de inocencia sólo puede ceder ante la certeza de que es incom-
patible con la duda. La duda no permite conmover el state quin, esto es, el
estado de inocencia del que goza todo ciudadano hasta el momento de la
condena.
El [avor reí es una necesidad lógica del Estado liberal. Sólo es posible
asegurar la libertad y seguridad de los ciudadanos en la medida que se ga-
rantice que la privación de sus derechos estará condicionada a la utiliza-
ción de procedimientos confiables de juzgamiento y que no podrá quedai
librada a razones funcionales, tales como la eventual necesidad de aplicar
una pena aun ante la duda a fín de no frustrar el funcionamiento del sis-
tema judicial o para disminuir al máximo la tasa de impunidad.
Ya hemos visto que la cuestión de la confiabilidad de los procedimien-
tos es un punto esencial en la justificación moral del Estado de Robert No-
zIcK que asumimos como válida. A punto tal que el argumento moral que
permite extender el poder de imperio estatal a los independientes, está sus-
tentado en la necesidad de asegurar procedimientos confiables a los clien-
tes del Estado. Por ello, la ausencia de confiabilidad elimina el derecho a
castigar; dice NoZICK qtle “nadie tiene el derecho de usar un procedimiento
relativamente desconfiable para decidir si se castiga a otro. Al usar tal siste-
ma, no está en posición de saber que el otro merece un castigo; por tanto
no tiene ningún derecho a castigar1o”243
Sobre esta base, no se puede negar la jerarquía constitucional del fa-
vor reí, ya que un procedimiento penal que no admita esta regla no es pa-
ra nada confiable. Más aún, es sumamente desconfiable ya que al no exi-
gir certeza como antecedente necesario del castigo, asume de antemano
que se condenarán inocentesº 44

" ' SlLVESTRONi, Mariano H., Izi tipicidacl subjetiva y el in diibio pro reo en el recurse cIe
casación, en “Nueva Doctrina Penal”, 1998/B, Ed. Del Puerto, Buenos Aires, ps. 601-6 lb. El
desarrollo que sigue respecto del ,(nv‹ñ reí, se basa en ese trabajo.
242 n sentido coincidente, MAIER, Derecho procesal penal, t. I, cit., p. 494; LANccs, M:1-
ximo, El principio in diibio pro reo y su control en casacidn, en “Nueva Doctrina Penal”,
1998/A, Ed. Del Puerto, Buenos Aires, p. 217; Rusco i, Maximiliano, Cuestiones dc imputación
y responsabilidacl en el clerecho penal moderno, Ed. Ad-Hoc, Buenos Aires, 1997, ps. 133-135.
243 Nozlcx, Annrqiiin, Estado y utopta, ci t., p. 110.
244 Si bien es cierta la observación de Nozicx en cuanto a que “cualquier sistema que po—
damos imaginar que algunas veces castiga realmente a alguien, implicará algÚn riesgo aprecia-
ble de que se castigue a alguna persona inocente y es casi seguro que así lo hará en tanto ope—
re sobre un niímero elevado de personas” (Anarquía, Estado y utopía, cit., p. 102), es indiscutible
que la regla según la cual se debe absolver ante la duda aumenta la confiabilidad del procedi—
miento. La propia falibilidad de todo sistema de justicia (señalada por N ziCx) requiere nece-
sariamente del contrapeso del (river reí para obtener un grado óptimo de confiabilidad.

Puntos de partida
Ahora bien la consideraciÓn del principio como un derivado necesa-
rio de la presunción de inocencia, es incompatible con la usual negativa
de los tribunales de casación y constitucionales de custodiar su efectiva vi-
gencia²4ª. Con razÓn se ha dicho que “pocas veces se ha podido observar
tan nítidamente que una garantía de la máxima importancia, como lo es
el [avor reí, se exponga a los ojos del ciudadano casi como un ámbito de
manejo discrecional de quien, paradojalmente, es el destinatario del deber
que ella impone" 246, Es evidente que si la regla está dirigida al órgano de-
cisor, sólo un control sobre éste puede garantizar su cumplimiento²47,

4. b. La duda objetiva
La duda como relativización de la realidad existe siempre o casi siem-
pre en cabeza de todas las personas que emiten un juicio de valor. Cual-
quier hecho que tengamos por cierto podría no serlo. Por ejemplo, si ve-
mos a alguien disparar contra la cabeza de otro podemos estar seguros de
que ese disparo ocasionÓ la muerte, aunque siempre existe la posibilidad
de que la víctima se haya muerto en el interín por alguna causa no detec-
table en una autopsia (por ejemplo, un infarto que no pueda ser detecta-
do como previo al disparo). Frente a estas hipótesis de casi imposible ocu-
rrencia podemos dudar, pero esa duda no es la que atañe al principio iii
dubio pro reo ni la que jurídicamente se deriva del principio de inocencia.
Corresponde determinar cuál es el lfmite entre aquella duda no razo-
nable y la duda razonable que impediría la condena. O, dicho de otro mo-
do, hay que determinar cuál es el grado de duda que puede tolerarse en la
afirmación judicial del hecho fundante de la sentencia condenatoria. La
certeza que va más allá de toda duda racional es la que permite afirmar,
luego del proceso de reconstrucción histórica, la existencia de un suceso.
El trazado del límite entre la duda relevante y no relevante no puede
depender del arbitrio de cada jurado. No es el destinatario de un límite
quien debe interpretarlo y juzgar su concurrencia, como ya hemos visto.
Por esa razón, corresponde establecer jurídicamente un marco a la li—
bertad del jurado para establecer los hechos probados. Ese límite externo
sólo puede concretarse con la construcciÓn de estándares probatorios mf-
nimos, que deberían ser controlados mediante una vía recursiva en la que
se pueda discutir cuándo se puede justificar válidamente la restricción de
la libertad de los individuos.

245 Por ejemplo, en Argentina, Corte Suprema de Justicia de la Macidn, Fallos: 28 7:327;
30 l :723; 302:932; 303: 1898, entre otros.
’ RUSCOni, Cuestiones de imputación y responsab ‘ilidad en el derecho penal moderno,
cit., p. 139.
247 SirvcSTROxi, fzi tipicidad Subjetiva y el in dubio pro reo en el recurso de casacidti, ci t.,

116 Primera parte


Dentro de este marco, el de la ley, el jurado tiene libertad para valo-
rar las pruebas, determinar los hechos probados y responder las pregun-
tas establecidas por el juez con control de las partes.

4. c. El control de la duda en el juicio por jurados


A partir del desarrollo precedente podemos afirmar que la duda exis-
te objetivamente con independencia de las consideraciones subjetivas de
quien valora la prueba. Su existencia puede ser establecida controlando el
cumplimiento de pautas mfnimas de valoración probatoria. Reglas bási-
cas que deberfan ser respetadas y por sobre las cuales (pero nunca por de-
bajo de ellas) regiría el principio de la libre convicción.
El problema que se presenta respecto del control de las decisiones del
jurado es que en general éstas no se fundamentan y ello impide, a prime-
ra vista, llevar a cabo un examen dirigido a verificar si se condenó ante la
duda o si, por el contrario, se respetó la garantía constitucional.
Exigir que los jurados fundamenten sus decisiones no parece un re-
curso inteligente para habilitar el control. No se puede requerir de legos
el respeto de la lógica formal en la tarea de exposición de la argumenta-
ción; esto no significa que los ciudadanos comunes no estén capacitados
para respetar la lÓgica sino que es muy probable que no consigan expo-
nerla respetando los recaudos de validez propio de los razonamientos. La
exigencia de fundamentación sólo serviría para desvirtuar la esencia del
sistema y por ello no debería ser adoptada.
HENDLER ha visto en la relación entre las instrucciones previas y el ve-
redicto, el punto esencial del proceso de fundamentación de la decisión:
“que los jurados no tengan que dar razones de su convicción no significa
que sus veredictos sean puramente discrecionales o arbitrarios. La corre—
lación entre las indicaciones impartidas y el veredicto se muestra como la
de una premisa y su conclusión, y tiene el claro sentido de expresión de
fundamentos. . ,”248
Me parece claro que el respeto de la certeza como base de la conde-
na exige impartir instrucciones previas al jurado y habilitar un control
posterior. Como bien dice HENDLER, las directivas previas a la deliberación
sirven como sustento argumental del veredicto; operan como las premisas
de la conclusión. Por ejemplo, el “porque no dudé” (instrucción previa)
precedería lógicamente al “considero autor”. Sin embargo, esto no resuel-
ve el problema de fondo porque puede ocurrir que el jurado desobedezca
la instrucción impartida.
Por ello, debe existir un recurso que permita el control posterior de
las reglas mínimas de valoración de la prueba. Esto exige registrar cir-

’ª HENDrns, Edniundo, Jueces y ju rados. ¿ Una relación couÇ/ctír'n?, en inicio por ju ra-
dos en el proceso perret, FH . Ad—Hoc, Buenos Aires, 2000, p. 30.

Puntos de partida IIT


cunstancias relevantes del debate para habilitar un planteo constitucional
de la defensa. Si las pruebas que pasaron ante los ojos del jurado perma-
necen ocultas ante el tribunal de alzada es imposible llevar a cabo cual-
quier tipo de impugnación.
No se trata de escriturar el juicio sino de registrar al menos lo que se
dijo y aquello relevante que haya pasado o que las partes hayan pedido
constatar. Si bien es cierto que los registros no pueden suplir la vivencia
de la producción de la prueba, no puede negarse que pueden constituir un
elemento decisivo para habilitar una impugnación basada en el incumpli-
miento de las reglas mínimas de valoración probatoria.
Vayamos a un ejemplo. Una persona es acusada de haber matado a
otra; la única prueba de cargo son los dichos de alguien que afirma que
dos meses antes del hecho el acusado le había expresado su deseo de ma-
tar a la víctima; en el juicio dos testigos afirman que a la hora de la muer-
te el acusado estaba a varios kilómetros del lugar y ello está corroborado
además por un gasto de tarjeta de crédito efectuado por el imputado en el
lugar donde los testigos afirmaron verlo. Parece claro que ante un veredic-
to condenatorio, la registración de las declaraciones de los testigos será un
elemento más que suficiente para habilitar un recurso basado en la viola—
ción del [avor reí, con independencia de las vivencias que gracias a la in-
mediación el jurado haya podido tener. Es que, por más convincente y
dramática que haya sido la declaración del testigo que sostuvo que el acu-
sado le había confesado su intención de matar a la víctima, aun cuando
ello haya sido cierto, las pruebas, objetivamente, no permiten sustentar
una sentencia condenatoria en un orden jurfdico donde rige el principio
de inocencia.
Más allá de los prejuicios que existen contra la registración, no me ca-
be duda que ella permitiría habilitar la custodia de una garantía constitu-
cional, mientras que su ausencia lo impediría.

118 Primera parte


Segunda parte
Presupuestos constitucionales
IX. Principio de la acción

El delito siempre es una acción.

1. El derecho penal de acto


La consagración de la acción humana como presupuesto para la apli-
cación de una pena constituye el pilar fundamental del denominado dere—
cho penal de acto contrapuesto al derecho penal de autor. S61o la acción
y nada más que ella puede ser desvalorada por el derecho y, consecuente-
mente, merecedora de una reacción coactiva. Sólo ella puede ser motiva—
da mediante normas imperativas o vedada mediante normas prohibitivas.
En el derecho penal de acto las leyes pretenden regular conductas y
prevén sanciones para el incumplimiento de las expectativas normativas.
La persona en sí misma, sus características, su personalidad, sus ideas, no
son objeto de desaprobación legal, porque todos tienen derecho de vivir,
de ser y de pensar en condiciones de igualdad, esto es, en un marco de to-
lerancia de la diferencia. El derecho penal de autor desvalora a la perso-
na por lo que es mientras que el de acto por lo que wee o deja de hacer.
El derecho penal de autor se inspira en la pretensión de neutralizar o
resocializar al delincuente. El sujeto peligroso deber ser alcanzado por la
ley para evitar que cometa delitos. Esta idea puede dar lugar a dos cursos
de acción: 1) la actuación predelictual, seleccionando a los peligrosos pa-
ra evitar que delincan; y 2) la actuación postdelictual, utilizando la pena
por el hecho cometido como herramienta de protección frente al sujeto pe-
ligroso (el delito sería la excusa para accionar sobre el sujeto). En el pri-
mer caso estamos en presencia de un derecho penal de autor propiamen-
te dicho, en el que el objeto de referencia jurídico-penal no es la conducta
prohibida sino la peligrosidad del sujeto. Un sistema penal orientado en
este sentido debe ocuparse de seleccionar a los desviados de los cánones
mayoritarios de normalidad, para evitar que atenten contra estos paráme-
tros. En el segundo caso, no estaríamos en presencia de un derecho penal
de autor siempre y cuando: a) el delito siempre constituya una acciÓn; y b)
la reacción no se supedite a la modificación de la personalidad o al cum-
plimiento de tratamientos o cursos de aprendizaje. Pero ésta es la asigna-
tura pendiente de la teoría de la prevención especial positiva, que por más
que se esfuerce no puede despojarse de su parentesco con un derecho pe-
nal orientado en el sentido señalado.
El sentido político del principio de la acción es negar el derecho pe-
nal de autor en todas sus variantes posibles, relevando a la acción como
único ente susceptible de desvaloración jurídica. Es la expresión, en dere-
cho penal, del principio de igualdad y de los derechos a la existencia, per-
sonalidad e identidad individual.

Presupuestos constituclonales 121


La tensión entre derecho penal de autor y de acto se manifiesta en di—
ferentes grados y niveles de la problemática penal; el extremo de esta ten-
sión se presenta en los dos modelos opuestos de individualización de los
hechos penalmente relevantes: la persona para el primero, la acciÓn para
el segundo. Estos modelos son permeables a institutos del modelo opues-
to y así se forma un abanico dentro del cual podemos identificar mayores
o menores grados de respeto al respectivo principio rector. Asf, por ejem-
plo, el derecho penal de autor recurre usualmente a la acción como crite-
rio de selección del individuo reprobable o como demostrativa de su gra-
do de perversidad o peligrosidad, mientras el derecho penal de acto acude
a la personalidad para individualizar la pena o desvalorar más gravemen-
te el hecho. Sin embargo, mientras al derecho penal de autor le es permi-’
tido recurrir a las acciones sin violar su coherencia interna (porque en de-
finitiva la conducta es tomada como síntoma de la personalidad), al
derecho penal de acto no le es igualmente lfcito acudir a la personalidad
sin renunciar a su lógica intrínseca, según la cual sólo las acciones y na-
da más que ellas son objeto de reprobación jurídica. En este último caso
las concesiones se pagan caro y conducen rápidamente a las consecuen-
cias del modelo opuesto. De todos modos, la asepsia absoluta parece im-
practicable y parecería que no queda más remedio que recorrer un sende-
ro hacia el ideal escogido.
Como se verá luego, la adopción de un derecho penal de acción no só-
lo tiene por efecto descartar la posibilidad de desvalorar meras situacio-
nes o eventos o estados de cosas, sino que presupone una específica técni-
ca legislativa para individualizar el hecho objeto de sanción. Como ese
hecho es una acciÓn, la única forma de individualizarla es mediante la uti-
lización de tipos legales que contengan una descripción de la conducta
prohibida. Por ello, considero que del principio constitucional de la ac-
ción nace un principio derivado que es el principio de tipicidad, que será
analizado oportunamente.

2. Consagración constitucional
En general, las modernas constituciones y tratados de derechos huma-
nos prevén expresamente a la acción como objeto de referencia normativa
y como antecedente de la sanción penal (ello, claro está, a través de diver—
sas fórmulas que en algunos casos exigen cierta interpretación), lo que per-
mite descartar de plano el derecho penal de autor y todas sus derivacoines.
Hacen referencia a la acciÓn o conducta, las constituciones de Argentina
(art. 19), España (art. 25. 1), Uruguay (art. 10), Ecuador (arts. 24. 1 y 23.4 in
Que), Chile (art. 19, inc. 3 ía Qiie), Costa Rica (art. 28), Jamaica (art. 27.7),
Perú (art. 2, 2‘ parte, ítem 4 —también inc. 4-), Paraguay (arts. 33 y 18 iii Q-
ie), Panamá (art. 31), Nicaragua (art. 34, inc. 1 l), Colombia (art. 29,
párr.), entre los textos locales. Asimismo, entre los pactos internacionales
la Declaración Universal de los Derechos Humanos (DUDH) (art. 11.2), el
PIDCP (art. 15. 1), la CADH (art. 9).

Segunda parte
Los textos que no prevén este recaudo suelen establecer otras garan-
tfas que permiten arribar a un resultado final similar. Así, a partir de la
exigencia de una exterioridad como presupuesto de la pena (lo que usual-
mente se denomina principio del hecho), se construye una garantía de si—
milar efecto limitativo, aunque el principio de la acción es mucho más útil
como herramienta pautadora porque, como analizan oportunamente,
permite preservar el pilar esencial de la teoría del delito, frente a los in-
tentos por vaciarlo de contenido y transformarlo en un artificio o de sus-
tituirlo por estados de cosas o situaciones que, siendo hechos, no consti-
tuyen un comportamiento.
A continuación, se analiza el sentido jurfdico de las fórmulas utiliza-
das en algunos textos.

2. a. Fórmulas que imponen una interpretación a contrario


Las constituciones de Argentina, Uruguay y Costa Rica, consagran el
principio de una forma bastante aceptable como herramienta limitadora.
El art. 19 de la CN establece:

“Las acciones privadas de los hombres que de ningÚn modo ofendan al


orden y a la moral pública, ni perjudiquen a un tercero, están sólo reservadas
a Dios, y exentas dc la autoridad de los magistrados.
Ningún habitante de la Nación será obligado a hacer lo que no manda la
ley, ni privado de lo que ella no prohíbe” 249

Analizaremos su sentido jurídico:


a) La primera parte del textoª 50 al dejar fuera de la potestad de la ley
a las acciones privadas, establece por exclusi6n que sólo las “acciones no
privadas” pueden ser objeto de referencia normativa. Una interpretación
a contrario y teleológica de esta norma permite sostener que los jueces
(siempre a partir de la ley) sólo pueden actuar respecto de acciones; no de
todas, pero st respecto de las que afectan a terceros.

249 El texto es casi idéntico al an. 10 de la Constitución uruguaya que dispone: ”Las ac-
ciones privadas de las personas que de ningún modo atacan el orden público ni perjudican a un
tercero, están exentas de la autoridad de los magistrados. Ningún habitante de la República se-
r:i obligado a hacer lo que no manda la ley, ni privado de lo que ella no prohíbe”. Asimismo, el
an. 28 de la ConstituciÓn de Costa Ríen recepta en su parte pertinente la primera parte de la
fÓrmula citada: “Nadie puede ser inqu ietado ni perseguí ido por la manifestación de sus opinio-
nes ni por acto alguno que no infrinja la ley. Es naciones firivaclas que no doiien la moral o el
orden piiblico, o que no perjudiquen a terceros, están [nera de la accidn de la ley. dio se podr:í, sin
embargo, hacer en forma alguna propaganda política por cléingos o seglares invocando moti-
vos de religión o valiéndose, como medio de creencias religiosas” (destacado agregado).
250 Adoptada, por ejemplo, por la Constitución de la Repiiblica Dominicana, art. 8, inc.
5: ”A nadie se le puede obligar a hacer lo que la ley no manda ni impedírsele lo que la ley no
prohíbe”, y en las disposiciones citadas en la nota anterior.

Presupuestos constitucionales
Desde el punto de vista teórico podrían distinguirse diferentes entes
y estados relevantes para un derecho penal abstracto: la persona, la idea,
la acciÓn que no afecta a terceros, y la acción que afecta a terceros. Como
vimos, la relevancia penal de la persona es la característica del derecho
penal de autor, en el que el delito no es más que un síntoma de “la enfer-
medad” (peligrosidad) del sujeto que debe ser tmtdo con la pena para co—
rregir su defecto. La relevancia penal de la idea (expresada o simplemen-
te tenida por el sujeto) es propia del Estado (y del derecho penal)
totalitario en el que prima el pensamiento único al que todos los ciudada-
nos deben adscribir. La relevancia penal de la acción que no afecta a ter-
ceros es propia del derecho penal etizante, en el que la moral se confunde
con el derecho y las creencias de la mayoría sofocan a las de las minorías.
Estas diversas formas autoritarias de derecho penal son combinables y en
general se combinan. Frente a todas ellas existe el derecho penal de acto
en el que sólo las acciones (que conforme se analizará a estudiar los de-
más principios deben revestir ciertas características) pueden ser objeto de
alcance de la ley.
De esos cuatro entes abstractos, la norma constitucional citada esta-
blece un claro corte al medio entre lo que puede y lo que no puede ser pu-
nible. Al establecer que la acción privada no puede ser alcanzada por la
ley, dispone que sólo puede serlo la acción que produce una afectación,
pero siempre la acción, ya que tanto las ideas como la persona misma son
anteriores a la acciÓn privada que es la que se encuentra en la frontera de
lo punible, enfrentada a la conducta que afecta a terceros.
En resumen, el hecho de que algunas acciones no puedan ser pena-
das indica que, como mínimo, debe haber una acción, ya que la no acción
se encuentra más lejos del corte (la frontera de la punibilidad) estableci-
do por la Constitución. Si no puede castigarse lo más (la acción que no
afecta) no puede castigarse lo menos (la idea y el sujeto).
b) La segunda parte de la norma²ª * también establece una conexión
norma-acción, ya que expresamente se refiere al “hacer” como objeto de
la obligación jurídica. “Hacer” es actuar, esto es, llevar a cabo una acción.
Del texto se deduce que la ley puede valorar jurídicamente las acciones,
ordenándolas o prohibiéndolas y ello confirma lo que se deduce de la pri-
mera parte del artículo en cuanto a que sólo las acciones pueden ser obje-
to de referencia normativa a los efectos de la aplicación de una sanción, y
que nunca podrán serlo el sujeto mismo o sus pensamientos.
Cuando se dice que nadie puede ser obligado a hacer lo que la ley no
manda se veda la atribución de cualquier tipo de consecuencia jurídica a

Adoptada también por las constituciones de El Salvador (que en su art. 8 dispone:


”Nadie est:i obligado a hacer lo que la leY flo manda ni a privarse de lo que ella no prohíbe”), Pe—
rú (art. 2, 2" parte, l” ítem), Nicaragua (art. 32) y Paraguay (art. 98, 2” párr.), entre otras. Estu
parte de la fórmula no está presente en el art. 28 dé II COnstituciÓn de Costa Rica, ya citado.

124 — Segunda parte


una omísíc›ii de un mandato legal inexistente, en otras palabras, al no ha-
cer aquello que no fue ordenado por la ley. Lo importante de esta disposi-
ción es que establece la noción de conducta distinta a la debida (lo que co-
múnmente se denomina omisión) como categoría jurídica constitucional.
Por su parte, cuando seguidamente se dispone que nadie será privado de
lo que la ley no prohíbe, se hace referencia a la modalidad de desvalorar
acciones mediante su prohibición. En ambos casos, el establecimiento de
la acción (ordenada o prohibida) es evidente.
Y aquí se establece una conexión entre el principio de la acción y el
principio de culpabilidad, y no por casualidad en la misma norma que
consagra a este iiltimo. Ello ocurre porque la Constitución no considera a
la norma como un mecanismo dirigido a la mera imposición de sanciones
frente a la ocurrencia de determinados hechos, sino como una herramien-
ta reguladora de conductas que sólo puede tener sentido si presupone a la
acción y a la falta de motivación en la norma como antecedentes necesa-
rios de la sanción 2

2 2 Es interesante la cita de un fallo del Tribun:il Constitucional de Colombia (Senten-


cia C-239/97, del 20 de mayo de 1997) que justamente deduce ambos principios del art. 29, 2"
púrr,. de la Constitución de dicho país que dispone: “Nadie podrá ser juzgado sino conforme
a leves ¡Preexistentes al acto que se le imputa, ante juez o tribunal competente y con observan-
cia de la plenitud de las formas propias de cada juicio”. En relación a esta disposición dice el
fallo citado que “es evidente que el Constituyente optó por un derecho penal del acto, en opo-
sición a un derecho penal del autor. Dicha definición implica, por una parte, que el aconteci-
miento objeto de punición no puede estar constituido ni poi un hecho interno de la persona,
ni por su carácter, sino por una exterioridad y, por ende, el derecho represivo sólo puede cas-
tigar a los hombres por lo efectivamente realizado y no por lo pensado, propuesto o deseado,
como tamJ›oco puede sancionar a los individuos por su temperamento o por sus sentimien-
tos. En síntesis, desde esta concepción, sólo se permite castigar al hombre por lo que hace,
por su conducta social, y no por lo que es, ni por lo que desea, piensa o siente”. Y va más allú:
“Pero, además, un derecho penal del acto supone la adscripción de la conducta al atitor, en
cuanto precisa, además de la existencia material de un resultado, la voluntad del sujeto diri-
gida a la observ ancia específica de la misma. En otros términos, el derecho penal del acto su-
ppne la adopción del principio de culpabilidad, que se fundamenta en la voluntad del indivi-
duo que controla y domina el comportamiento externo que se le importa, en virtud de lo cual
sólo puede llamarse acto al hecho voluntario. La reprobación penal del hecho, entonces, de-
be estar referida no a su materialidad en sí misma, sino al sentido subjetivo que el autor con-
fiei e a su comportamiento social, en tanto que sujeto libre; y así, sólo puede ser considerado
como autor de un hecho, aquél a quien pueda imput:1rse1e una relación causal entre su deci-
sión, la acción y el resultado, teniendo en cuenta su capacidad psicofísica para entender y
querer el hecho, considerada en abstracto, y la intención, en concreto, de realizar el compor-
tamiento que la norma penal describe. En otros términos, el principio de que no hay acciÓn
sin culpa, corresponde a la exigencia del elemento subjetivo o psicologico del delito; según di-
cho principio, ningiin hecho o comportamiento humano es valorado como acción sino es el
firito de una clecisión; por tanto, no puede ser castigado si no es intencional, esto es, realiza-
do con conciencia y voluntad por una persona ca(iaz de comprender y de querer. De ahí que
sólo pueda imponerse pena a quien ha realizado culpablemente un injusto. Las consideracio-
nes precedentes guardan airnonía con la definición del derecho penal como mecanismo de re-
gulación de la conducta humana, dirigido, por ende, a acciones susceptibles de ser realizadas
o no por los destinatarios cte la ferrita; requiere, entonces, del conocimiento y de la voluntad

Presupuestos constitucional£rS
El reproche de culpabilidad (que se analiza más adelante) se asienta
justamente en la idea de la norma como motivadora de conductas: lo que
se reprocha es el no haber cumplido con el mandato normativo. Ahora
bien, el cumplimiento o incumplimiento de los mandatos de las normas
existen sólo a partir de acciones que los cumplen o los incumplen. Los es-
tados (ser de determinada forma), las ideas (peiisnr de determinada for-
ma), las circunstancias, no pueden ser reprochados porque no pueden
constituir nunca el cumplimiento o incumplimiento de un mandato legal.
La norma antepuesta al tipo penal sólo puede motivar acciones, prohi-
biéndolas u ordenándolas, y el reproche de culpabilidad sólo puede recaer
respecto de una acción que contraviene el mandato o la prohibición nor-
mativa. Esto es una consecuencia de la consideración de la norma como
reguladora de conductas.
De ello se deduce que cualquier intento de relevar penalmente algo
que no constituya una acción está destinado al fracaso, porque ‹z priori se
advierte la imposibilidad de que ese ente pueda merecer una desvalora—
ción desde el principio de culpabilidad penal. De este modo, llegamos a la
exigencia constitucional de una acción por vfa de otro principio constitu-
cional: el de culpabilidad.
c) Otra referencia que brinda un argumento adicional para la confi-
guración de la acción es la exigencia del hec/to como antecedente de la pe-
na, a la que se hace referencia expresa en algunas constituciones²º3.
Este recaudo viene a confirmar la necesidad de una acción, ya que de-
nota la necesidad de una manifestación en el mundo exterior que no exis-
te con el mero pensamiento o con el acto de voluntad no objetivado como
exterioridad.
Pero, en razón de lo dicho previamente, tampoco basta con la sola ex-
teriorización. El heno del proceso al que se refiere el art. 18, CN, no es tan

de aquéllos a quienes se dirige, con el propósito de orientarlos o condicionarlos. Lo contrario


supondría una responsabilidad por el simple resultado, que es trasunto de un derecho funda-
do en la responsabilidad objetiva, pugnante con la dignidad de la persona humana”. Más ade-
lante volveré sobre este fallo (in[ra X IX. 2 ).
253 r ejemplo, CN (art. 18): “Ningún habitante de la Nación puede ser penado sin jui-
cio previo fundado en ley anterior al hecho del proceso. . .”; Constitución de El Salvador (art.
15): ”Nadie puede ser juzgado sino conforme a leyes promulgadas con anterioridad al hecho
de que se trate, y por los tribunales que previamente haya establecido la ley”; Constitución de
México (art. 14, parte pertinente): “Nadie podrá ser privado de la vida, de la libertad o de sus
propiedades, posesiones o derechos, sino mediante juicio seguido ante los tribunales previa-
mente establecidos, en el que se cumplan las formalidades esenciales del procedimiento y
conforme a las leyes expedidas con anterioridad al hecho”. También receptan esta fórmula las
constituciones de Paraguay (art. 17, incs. 3 y 4); Panamá (art. 31), como un complemento cla-
ro de la idea de acto a la que la misma norma hace referencia y que denota que un acto sólo
puede ser una exterioridad; Chile (art. 6, inc. f)¡ Suiza (art. 112), entre otr:is. El texto de Cos-
ta Rica se refíei-e al hecho puniblé en el art. 42 al consagrar el se bis in idem.

126 Segunda parte


sólo un acontecimiento externo objetivo, sino sólo aquel que puede ser ob-
jeto de motivación mediante una norma. Los sucesos naturales, los esta-
dos de cosas y los movimientos mecánicos de los seres humanos pueden
ser hechos, pero no pueden constituir acciones jurídico-penalmente rele-
vantes porque no pueden ser motivados por las normas.
En definitiva, de la interpretación armónica de estos textos, deduci-
mos que el objeto de referencia jurfdico-penal debe ser un hecho externo,
consistente en un comportamiento humano que se encuentra guiado por
un acto de voluntad.

2. b. Fórmulas que se refieren literalmente al delito como acción


Otra modalidad con la que se hace referencia a la acciÓn (en el marco
del establecimiento del principio de legalidad) es, por ejemplo, mediante la
fórmula prevista en el art. 25. 1 de la Constitución española, que dispone:

“Nadie puede ser condenado o sancionado por acciones u omisiones que


en el momento de producirse no constituyan delito, falta o infracción admi-
nistrativa, según la legislación vigente en aquel momento”.

Una fórmula similar se establece en diversos pactos internacionales,


tales como el artfculo 11.2, DUDH; 9, CADH; 15. 1, PIDCP, y en las consti-
tuciones de Ecuador (24. 1), Perú (art. 2, parte pertinente), Chile (art. 3,
parte pertinente), Jamaica (art. 20, inc. 7), y Nicaragua (art. 34, inc. 11).
Se refieren al acto las constituciones de Colombia (art. 29, .) y Pa-
namá, entre otras.
La referencia expresa a la acción como objeto de referencia normati-
va y, consecuentemente, la caracterización del delito como una acciÓn
(descartando la relevancia de los estados de cosas o la personalidad) es
evidente y no requiere mayor explicación. Una norma de este tipo no de-
ja lugar a la sanción de la mera forma de ser ni de hechos, situaciones o
estados de cosas que no constituyen una acciÓn u omisión.
El punto interesante de esta modalidad legislativa es que introduce
uno de los principales problemas de la teoría del delito: el concepto de
omisiÓn. A primera vista, parecería que la acción y la omisión son consi-
deradas alternativamente como los entes susceptibles de ser relevados y
descriptos por la ley penal, y que de este modo se estaría consagrando un
supraconcepto de conducta comprensivo de la acción y la omisión.
Sin embargo, y como más adelante se analizará en detalle (íii/rzi XVI. 3),
creo que el sentido normativo de esta fórmula está vinculado al principio
de estricta legalidad que impide considerar como acciones a aquellas omi-
siones que valorativamente le son asimilables, sin una previsión legal ex-
presa que lo permita. De este modo se otorga rango constitucional a la
problemática de las omisiones y se dirime la discusión sobre la constitu-
cionalidad de la extensión de la punibilidad que se realiza en los casos de
omisiones impropias, acudiendo a parches y remiendos de la mano de la
denominada posición de garante.

Presupuestos constitucionales 12T


Y creo que justamente para preservar el sentido normativo de este
tipo de disposiciones (que en el fondo no establecen nada diferente a la
fórmula analizada anteriormente), no es adecuado construir un concep-
to de conducta comprensivo de acciones y omisiones. Como luego se
analizará en detalle, la preservaciÓn del principio de estricta legalidad
exige conservar a la acción, y exclusivamente a ella, como pilar del aná-
lisis s‘istemático.

3. Principio de tipicidad
La ley debe describir con precisión
la acción penalmente relevante.

3. a. El principio
De la premisa de que el delito es una acción, se deriva la necesidad de
que la ley individualice, mediante una descripción lo más precisa posible,
la conducta penalmente relevante que será objeto de desvaloración jurídi-
ca. La herramienta utilizada por el legislador para llevar a cabo esa indi-
vidualización es el tipo penal al que se define como la descripción concre-
ta y material de la conducta penalmente relevante. Ningún otro instrumento
legal puede llevar a cabo esa función.
Por lo tanto, si sólo los tipos describen conductas y si sólo éstas pue-
den constituir un delito, debemos concluir que la existencia de un delito
(que respete el principio constitucional de la acción) presupone lógica-
mente al tipo penal.
Sólo a partir de una descripción legal precisa puede regir realmente
el principio de la acción. Cualquier otra técnica legislativa para consagrar
delitos habilitaría la relevancia penal de los estados de cosas que no son
conductas sino meros hechos o circunstancias del mundo. Ello ocurre por
ejemplo, cuando las leyes hacen referencia a características de la persona-
lidad con términos como “vago”, “peligroso”, “inmoral”, entre otros tantos
conocidos; en esos casos la ley no describe acciones por lo que no consa-
gra tipos penales.
De lo dicho precedentemente concluyo que del principio constitucional
de la acción se deriva el principio de tipificación o tipicidad, según el cual
no puede haber delito sin una exhaustiva descripción legal individualizado-
ra de la conducta penalmente relevante. De este principio se deduce la ga-
rantía a no ser penado sin tipo y sin tipicidad de la conducta atribuida.
Esta garantía es independiente de la de legalidad, pero a la vez la
complementa. Es independiente porque la legalidad se satisface con la
precedencia de la ley y una cierta estrictez en la descripción de los he-
chos penalmente relevantes, mientras que la garantía de la tipicidad exi-
ge que los tipos individualicen con precisión la conducta prohibida, ve-
dando la mera indicación de hechos o circunstancias que no constituyan
una acción. Por otra parte, complementa la garantía de la estricta legali-

Segunda parte
dad, ya que adiciona una caracterfstica (la necesidad del tipo) al recau-
do de precisión exigido por ella.
Algunos textos constitucionales hacen referencia autónoma a este
principio de tipicidad. Así, por ejemplo, la Constitución de Ecuador lo
consagra claramente en su art. 24, inc. 1, que dispone:

“Nadie podrá ser juzgado por un acto u omisión que al momento de co-
meterse no esté legalmente tipi[icado como infracción penal, administrativa o
de otra naturaleza, ni se le aplicará una sanción no prevista en la Constitu-
ción o la ley. Tampoco se podrá juzgar a una persona sino conforme a las le-
yes preexistentes, con observancia del trámite propio de cada procedimien-
to 254 (destacado agregado).

Hay menciones tangenciales a la tipificación en las constituciones de


España²55, Honduras2h6 Panam@257 Perú258 entre otras, que denotan

2 4 Asimismo, el art. 87 dispone: “La ley tipificará las inh acciones y determinará los
procedimientos para establecer responsabilidades administrativas, civiles y penales que co-
rrespondan a las personas naturales o jurídicas, nacionales o extranjeras, por las acciones u
omisiones en contra de las normas de protección al medio ambiente”. Por su parte, el art. 141
establece que “se requerirá de la expediciÓn de una ley para las materias siguientes. . .", y el
inc. 2 se refiere a la potestad de ”tipificar infracciones y establecer las sanciones correspon-
dientes”.
Al referirse al derecho de asociación en el art. 24, inc. 2, dispone: “Las asociaciones
que persigan fines o utilicen medios tipificados como delito son ilegales”.
256 El art. 2 dispone: ”La soberanía corresponde al pueblo del cual emanan todos los
poderes del Estado que se ejercen por representación. La suplantacíón de la soberanía popu-
lar v la usurpaciÓn de los poderes constituidos se tipifican como delitos de traiciÓn a la Pa-
tria. La responsabilidad en estos casos es imprescriptible y podrá ser deducida de oficio o a
petición de cualquier ciudadano”.
257 El art. 153, inc. 15, se refiere al caso en que la legislatura puede ”conceder al Órgano
Ejeçutivo, cuando éste lo solicite, y siempre que la necesidad lo exija, facultades extraordina-
rias precisas, que serán ejercidas, durante el receso de la Asamblea Legislativa, mediante De-
cretos-Leyes”, v dice que “la Ley en que se confieren dichas facultades expresará específicamen-
te la materia y los fines que serán objeto de los Decretos-Leyes y no podrá comprender las
materias previstas en los numerales tres, cuatro y diez de este artículo ni el desarrollo de las ga-
rantías fundamentales, el sufragio, el régimen de los partidos y la tipificación de delitos y san —
ciones. La Ley de facultades extraordinaria expira al iniciaise la legislatura ordinaria subsi—
guiente”. Asimismo, el art. 13I in fine referido a cuestiones electorales dispone que “la Ley
tipi[icard los delitos electos ales y señalará las sanciones respectivas”. También es de destacar el
ya citado ati. 31 que dispone que “sólo serán penados los hechos declarados punibles por Ley
anterior a su perpetraciÓn y exactamente aplicable al acto imputado”, con lo que al consagrar
el principio de legalidad establece el recaudo de precisión en la individualizaciÓn de la conduc—
ta prohibida, lo que requiere necesariamente al tipo penal como herramienta legislativa.
' En un pasaje del art. 2, inc. 4, dispone: “Los delitos cometidos por medio del libro,
la prensa y demás medios de comunicación social se tiy:ii[ican en el CÓdigo Penal v se juzgan
en el fuero común”.

Presupuestos constitucionales
que la tipificación es el modo de individualizar la acción penalmente rele—
vante. Asimismo, corresponde destacar la referencia expresa a la descrip-
cido como modo de individualizar acciones, que contiene la Constitución
de Chile² 9 y la estricta correspondencia entre la ley y la conducta, exigi-
das por las constituciones de Jamaicaªªº, Nicaraguaº6 y México262, Estas
fórmulas permiten inferir la exigencia constitucional de tipicidad.

3. b. Algunas figuras problemáticas


La violación del principio de tipicidad y, consecuentemente, del prin-
cipio de la acción no sólo se manifiesta mediante el recurso de relevar le-
galmente características de la persona sino, y especialmente, mediante la
consagración de figuras penales que no precisan claramente la acciÓn re-
levante sino que la dejan indeterminada. Se trata de figuras que, si bien
presuponen tácitamente la existencia de una acción (que no individuali-
zan), se refieren a un est zí'o de casos (porque eso es lo único que se pue-
de constatar en el juicio) que serfa demostrativo de una acciÓn previa que
no se sabe cuál es. En esos casos, mediante la violación del principio de
tipicidad (que exige una estricta y precisa descripción legal) se viola el
principio de la acción, ya que en definitiva se termina desvalorando una
situación o circunstancia pero no una conducta.
Son ejemplos paradigmáticos de este tipo de violación del principio
de tipicidad los delitos de enriquecimiento ilícito de funcionarios públicos
o el de la asociación ilícita, previstos en diversos códigos penales.
El art. 268.2 del Código Penal argentino establece el delito de enri-
quecimiento ilícito de los funcionarios públicos en los siguientes térmi-
nos: “Será reprimido con reclusión o prisión de dos a seis años, multa de
cincuenta por ciento al ciento por ciento del valor del enriquecimiento e

259 An. 3, parte pertinente: “Ninguna ley podrá establecer peniis sin que la conducta
que se sanciona esté expresamente descrita en ella”.
260 Art. 3 l : ”SÓlo serán penados los hechos declarados punibles por Ley anterior a su
perpetraciÓn y exactamente aplicable al acto imputado”. La referencia al acto es elocuente so-
bre la vigencia del principio de la acciÓn, que no por casualidad se consagra en la misma nor-
ma que exige la exacta correspondencia entre la ley y la conducta, que no es otra cosa que la
tipicidad.
26 l El art. 34, inc. 11, establece el derecho “a no ser procesado ni condenado por acto
u omisiÓn que, al tiempo de cometerse, no esté previamente calificado en la ley de manera ex—
firesa e inequívoca como punible, si sancionado con pena no prevista en la ley. Se prohíbe dic-
tai leyes proscriptivas o aplicar al reo penas o tratos infamantes”.
262 El art. 14, 3’ párr:, dispone: “En los juicios del oi’den criminal queda prohibido im-
poner, por simple analogía, y aÚn por mayorfa de razÓn, pena alguna que no esté decretada
por una ley exactamente aplic:able al delito de que se trata”. NÓtese cómo la exigencia de estric-
ta correspondencia de la acciÓn a la ley se consagra junto con la prohibiciÓn de analogía, ya
que ésta es un mOdO de burlar el alcance preciso del tipo penal.

Segunda parte
inhabilitación absoluta perpetua, el que al ser debidamente requerido, no
justificare la procedencia de un enriquecimiento patrimoni al apreciable
suyo o de persona interpuesta para disimularlo, ocurrido con posteriori-
dad a la asunción de un cargo o empleo público y hasta dos años después
de haber cesado en su desempeño. Se entenderá que hubo enriqueci-
miento no sólo cuando el patrimonio se hubiese incrementado con dine-
ro, cosas o bienes, sino también cuando se hubiesen cancelado deudas o
extinguido obligaciones que lo afectan. La persona interpuesta para disi-
mular el enriquecimiento será reprimida con la misma pena que el autor
del hecho”.
La doctrina argentina ha discutido mucho sobre la validez constitu-
cional de esta norma. Me parece relevante para descartar su constitucio-
nalidad, el hecho de que se trata de una figura subsidiaria dirigida a ope-
rar justamente cuando no se puede probar el delito cometido por el
funcionario; la lógica es la siguiente: como no puedo probar el cohecho o
la exacción ilegal o la de(r‹iudiicíóu iz /‹zs arcas del listado, supongo que si el
¢iincíotiarío se enriqueció es porque cometid iz/gorro de esos delitos. i3›e tra-
ta de una clara violación de todas las reglas constitucionales que rigen el
proceso penal, especialmente el principio acusatorio (derivado del de ino-
cencia) que exige que sea la acusación la encargada de probar la existen-
cia del delito. La violación de este principio es evidente si se tiene en cuen-
ta la relevancia penal de la omisión de justificar el origen de los fondos;
estamos aquí en presencia de una inversión de la carga de la prueba que
viola manifiestamente el principio de inocencia y que es contraria a todas
las reglas del estado de derecho.
Por lo expuesto, me parece claro que esa omisión (en realidad la ac-
ción diferente a la de justificar) no puede constituir la conducta descripta
por el tipo penal. La conducta es otra, es anterior y se retrotrae al momen-
to del enriquecimiento: es la acción que generó el enriquecimiento; ésa es
la verdadera conducta que el tipo pretende atrapar. Y es aquí donde nos
encontramos con una clara violación del principio de tipicidad, ya que esa
conducta no está precisada en el tipo; no se la puede describir porque la
lógica de este delito es justamente esa: como no se puede saber cuál fue
esa conducta (que se presupone que es una de las descriptas en otras figu-
ras delictivas como las del cohecho, exacciones, defraudaciones, etc.) se
describe un establo de cosas, que se desvalora penalmente como delito. Ese
estado de cosas es el enriquecimiento, es el hecho de tener un patrimonio
significativamente mayor al inicial. Esto demuestra que esta norma no
constituye un tipo penal y que por ello vulnera el principio constitucional
de tipicidad y de la acciÓn.
La figura de la asociación ilícita también es común en la legislación
penal. En la Argentina el art. 210 del Código Penal dispone que “será re-
primido con prisión o reclusión de 3 a 10 años, el que tomare parte en
una asociación o banda de tres o más personas destinadas a cometer de-
litos por el solo hecho de ser miembro de la asociación. Para los jefes u

Presupuestos constitucionalés
organizadores de la asociación el mfnimo de la pena será de 5 DñOS de
prisión o reclusión”. Fórmulas similares establecen el Código Penal del
Uruguay L6d (en adelante, CP Uruguay), el de Yucatán² 64 jen adelante, CP
Yucatán), de Croacia²63, entre otros.
El hecho de tomar (o formar) parte de una asociación no es una ac—
ción sino una simple circunstancia, un estado de cosas, y es simplemente
eso lo que la ley penal describe en esta figura, dejando indeterminada la
conducta que hace que el sujeto se transforme en un miembro de la ban-
da. Podemos imaginar esa conducta en el caso en que tres o más personas
se reúnen un dfa y firman un contrato constituyendo la asociación ilícita
o llegan a un acuerdo verbal en idéntico sentido, pero la experiencia indi-
ca que en general no es ese hecho el que se tiene por probado en los pro-
cesos por este delito; por el contrario, es la existencia de diversos delitos
cometidos por las mismas personas la que lleva a presumir la existencia
de un est‹zdo de cosas como el descripto por la figura legal. Es usual que
cuando en una sentencia se describe el hecho probado que justifica la con-
dena por asociación ilícita no se describe la acción concreta cometida por
cada miembro de la banda, sino simplemente su condición de miembro,
lo cual no es una conducta sino una circunstancia.
Esto significa que, en general (aunque no siempre), la aplicación con-
creta de la figura de la asociación ilícita lesiona el principio de la acción
y de tipicidad en la medida en que se torna aplicable a partir de la existen-
cia de un hecho pero no de una nccíóii respecto de la cual el tribunal ha-
ya efectuado una comparación con la individualizada en el tipo para afir-
mar su tipicidad. Cuando ello ocurre, la aplicación de esta figura se torna
inconstitucional por la clara y manifiesta violación de los principios cons-
titucionales de tipicidad y de la acciÓn. Pero esta no es una consecuencia
necesaria a la aplicación de la figura en cuestión.
Un delito que presenta una particularidad especial es el del art. 483
del Código Penal español que dispone: “El reo de detención ilegal que no
diere razón del paradero de la persona detenida, o no acreditare haberla
dejado en libertad, será castigado con la pena de reclusión mayor”. Co-
rresponde señalar que la pena de reclusión mayor es la misma que el art.
405 de dicho cuerpo legal prevé para el parricidio y es menor a la que el
art. 407 prevé para el simple homicida; ello denota que se trata de una de
lps penas más graves previstas por dicha legislación. Esa norma presenta
problemas similares a la figura del enriquecimiento ilícito analizada pre-
viamente, pero en este caso creo que la validez constitucional no se pue-

263 Art. 150, CP: “Los que se asociaren para cometer uno o más delitos, serán castigados
por el simple hecho de la asociación, con seis meses de prisiÓn a cinco años de penitenciaría”.
4 Arts. 147 y 148, CP de Yucatán.
265 Art. 333, incs. 2 y 4.

152 Segunda parte


de objetar, en la medida en que se lÍev€l í1 Ci3bO una adecuada reconstruc-
ciÓn del tipo.
A primera vista parecerfa que la norma prevé dos obligaciones en ca-
beza del imputado por detención ilegal, consistentes en dar cuenta del pa-
radero o acreditar haber liberado id la víctima, y que atFlbuye a su incum-
plimiento la aplicación de una de las penas más graves de la legislación
española. Asf interpretada, la norma es pasible de diversas objeciones: a)
que obliga al imputado a declarar en su contra, ya que el dar cuenta del pa-
radero o de la liberación importa hacerse cargo del delito previo de priva-
ción de libertad; b) que establece una inversión de la carga de la prueba, en
cuanto coloca al imputado en la situación de tener que demostrar hechos
que le eximirán de una imputación de mayor gravedad. Como estas obje-
ciones son fuertes y ponen en duda seriamente la constitucionalidad de la
figura asf interpretada, se presenta la necesidad de reconstruirla y es allí
donde corresponde determinar con precisión cuál es verdaderamente la
conducta descripta en el tipo penal.
Me parece claro que lo que el tipo describe en realidad es la acción de
hacer desaparecer a una persona. La desaparición se presume a partir del
hecho de la ausencia de la persona (derivada de la acción del imputado de
detenerla ilegalmente) y de su falta de aparición posterior. Esa descripción
típica y la presunción de la desaparición son perfectamente válidas y acor-
des con la naturaleza de la conducta que se pretende castigar. La falta de
certeza sobre el paradero de la víctima o de su liberación por parte del au-
tor son demostrativas, en el primer caso, de la existencia de la desapari-
ción, y en el segundo, de la intervención del autor en ella (si se demuestra
que la liberÓ la desaparición deberfa imputarse a otro factor pero no al au-
tor). En realidad, lo que hace presumir la des‹zparícíÓii (que en realidad es
una presunción de muerte, ya que no se imputa al autor el haber ayuda-
do a la víctima a irse de incógnito de su lugar de vida habitual sino el ha-
berla efímíii‹zdo) es la prolongación de la ausencia. Cuando pasa un tiem-
po prudencial sin que la vfctima (privada de libertad por el imputado)
aparezca con vida se presume (válida y razonablemente) que éste fue el
causante de dicha des‹zpnrícícín , que como se dijo es una forma diferente
de denominar a la muerte. Los medios que la norma prevé para demos-
trar la ausencia de desaparición no son taxativos, ya que cualquier otro
elemento es válido para demostrar que la víctima está con vida (por ejem-
plo, que haya aparecido por sus propios medios) o que el autor la liberó y
que luego volvió a desaparecer o murió sin intervenciÓn alguna de éste.
Por lo expuesto, creo que la norma analizada prevé un tipo penal y
consecuentemente no vulnera la garantía bajo análisis.

Presupuestos constitucionales
El “detector de delincuentes”
¿Por qué esperar a que se cometa el delito? ¿Por qué no detectar, encerrar y
tratar al futuro “delincuente" antes de que lo cometa? Si el derecho penal ”tu-
tela bienes jurídicos”¡Oué mejor tutela que evitar la lesión!; y acaso existe un
método mejor para hacerlo que el de actuar antes, respecto del futuro (posi-
ble o seguro) autor de un delito?
Existe un vasto arsenal teórico con el que rebatir la posibilidad de “actuar an-
tes del delito” de modo punitivo, por la sola peligrosidad no expresada en he-
chos externos.
Sin embargo, me preocupa la vigencia futura de estos principios. Algún día,
tal vez pronto, se “descubrirá” el “método” para predecir ‘con absoluta certe-
za” si un individuo cometeré un delito y en su caso cuál, cuándo y quién será
la víctima.
Cuando se “descubra” el “detector de delincuentes”, no pasará mucho tiempo
antes de que se pretenda modificar totalmente la concepción del derecho pu-
nitivo y de su sistema de garantías (se modifica la Constitución, se denuncian
los tratados internacionales o se suscriben otros nuevos y listo). Alguien pro-
pondrá, por ejemplo, el sometimiento obligatorio al detector a determinada
edad y a partir de allí de forma periódica. De esta forma se podrán arbitrar
las medidas curativas necesarias cuando se detecte, con “total seguridad” o
con “grandes probabilidades” que una persona cometerá un delito.
El problema no será tan grande cuando el “estado de la ciencia” sólo permita
detectar al 'delincuente” tan sólo con “altos grados de certeza”, porque toda-
vía nuestro arsenal teórico podrá acudir, al menos, al principio ía debio pro
reo para evitar una (mayor) injerencia estatal. Pero nos veremos en un proble-
ma cuando los gurtíes afirmen una certeza absoluta. Ello conmoverá, sin du-
das, la base teórica de nuestro derecho penalª 66
¿Con qué argumentos nos opondremos a la injerencia estatal a partir del re-
sultado del “detector de delincuentes”?
Trataré de ensayar algunos.
a) Por simple intuición podemos afirmar la falibilidad del ser humano y de su
ciencia y ello nos permite dudar de que un “detector de delincuentes” pueda
predecir con certeza hechos del futuro.
La imperfección de la ciencia humana debería elevarse a la categoría de prin-
cipio no discutido, que integraría el conjunto de premisas de los razonamien-
tos de moral institucional. Así, la infalibilidad de los métodos de predicción
deberá ser descartada por principio y con independencia de la verosimilitud
empírica de dicha afirmación.

266 No conviene subestimar estas posibilidades. Hoy en día se utilizan procedimientos


de ese tipo para juzgar la procedencia y duraciÓn de medidas de seguridad. También se los
utiliza para realizar pericias dirigidas a determinar diversos hechos en el proceso penal a pun-
to tal que en determinados casos, como los vinculados a los delitos sexuales, la inocencia o
culpabilidad se deciden sobre la base de los crucigramas y adivinanzas que el imputado con—
fecciona, y que funcionan al modo del pen total o el polígrafo, para establecer si miente o si
dice la verdad.

134 Segunda pane


El principio puede defenderse a partir de la experiencia que demuestra la fali-
bilidad histórica del ser humano. No será la primera vez que un postulado éti-
co, válido por sí mismo (esto es, con independencia de consideraciones conse-
cuencialistas), adquiere tal calidad en razón de una necesidad utilitaria previa.
Hemos visto que los postulados éticos del principismo moral coinciden con los
que un utilitarista compartirla como medio para alcanzar la felicidad general.
En relación a las garantías, todas ellas tienen un fundamento utilitario en
cuanto sirven para alcanzar determinada meta que se considera positiva.
Desde este punto de vista tendríamos razones de peso para consagrar como
principio indiscutido la falibilidad de la ciencia humana y de ese modo evitar
una controversia entre la vigencia de las garantías clásicas y la necesidad uti-
litaria de adoptar medidas como consecuencia de los resultados del detector
de delincuentes.
La consagración de un principio como éste podría justificarse a partir de la
posición original de Johfl RAWLS (supra 11). Podríamos decir que en esa posi-
ción los individuos acordarían consagrar una regla que evite que sus vidas
puedan quedar sometidas a consideraciones científicas. La evidente falibili-
dad humana haría que los contratantes en la posición original prefirieran la
consagración del principio antes que verse sometidos al riesgo de ser víctimas
de esa falibilidad. Cada uno de ellos pensaría “yo podría ser uno de los clasi-
ficados como delincuente por la ciencia humana”. Claro que en esa posición,
los individuos pueden saber con certeza si esa falibilidad es tal o si algún día
será superable. Los partidarios del detector de delincuentes pueden argumen-
tar que no hay falibilidad alguna y que ello es perfectamente reconocíble des-
de la posición original y con ello afirmarían la validez del detector. Sin em-
bargo, como la posición original es un estado abstracto en el que nadie
estuvo, la afirmación de que desde allí se sabrá la verdad no permite trasla-
dar ese conocimiento hipotético al conocimiento real para afirmar la infalibi-
lidad. Lo único que podemos saber ahora (porque ha sido demostrado a lo
largo de la historia) es que la ciencia humana es falible y, a partir de ese dato
cierto, no podemos conjeturar que en la posición original los individuos adop-
tarán una posición contraria a esa experiencia histórica. En otras palabras,
desde la realidad, en la que conocemos la falibilidad de la ciencia humana, no
podemos conjeturar que en la posición original se descubrirá la infalibilidad.
Ergo, en dicha posición debería asumirse como principio la no sujeción al de-
tector de delincuentes.
b) Desde la teoría del conocimiento no sería admisible una institución de este
t'P°
Una de las características esenciales del pensamiento científico es el método
experimental, en virtud del cual las aserciones pueden ser sometidas a verifi-
cación empírica mediante el método de prueba y error.
El detector de delincuentes debería funcionar a partir de una regla inductiva
enunciada como consecuencia de experiencias previas que conducirían a afir-
mar que determinaclas composiciones químicas o genéticas o biológicas del
tipo que fueren, ocasionan la comisión de actos delictivos.
Recordemos que “una generalización inductiva es el método de llegar a propo-
siciones generales o universales a partir de los hechos particulares de la expe-
riencia (o de los enunciados que se refieren a ellos). Cuando las premisas su-
ministran una información relativa a un cierto número de casos en los cuales
aparecen conjuntamente dos propiedades (o dos circunstancias o dos fenóme-
nos), por analogía podemos inferir que un caso particular diferente que mani-

Presupuestos constitucionales
fieste una de las propiedades, manifestará también la otra. Y por generaliza-
ción inductiva podemos inferir que todos los casos en que se manifieste una
de las propiedades, serán también casos en los que se manifestará la otra 2ó7
El razonamiento sería el siguiente:
— Todos los que tienen la característica X cometen delitos.
- A tiene la característica X.
- A cometerá un delito.
La primer premisa es el enunciado general al que se arriba a partir de la ex-
periencia y que sustenta el razonamiento inductivo que lleva a afirmar que
una persona cometerá un delito. Sólo mediante este tipo de razonamientos
podría funcionar el detector de delincuentes.
La primer objeción que puede formularse a este procedimiento versa sobre el
método inductivo en sí mismo. Es cierta la afirmación de Karl PoPPER t?I1
cuanto a que “desde un punto de vista lógico dista de ser evidente que se jus-
tifique la inferencia de enunciados universales a partir de enunciados singu-
lares, por más numerosos que éstos sean, pues siempre puede resultar falsa
cualquier conclusión obtenida de esa manera: por más ejemplares de cisnes
blancos que hayamos observado no se justifica la conclusión de que todos los
cisnes son blancos 68/269
En lo que nos concierne, es evidente que la regla según la cual la característi-
ca X es causa del delito puede ser perfectamente falsa y no existe ninguna ra-
zón lógica ni científica para asumirla como verdadera. Por esa razón, y asu-
miendo como válida la crítica al inductivismo, no se puede convalidar el
detector de delincuentes.
La segunda objeción también proviene de la teoría del conocimiento de Por-
PER, puntualmentt? del falsacionismo como método científico de corrobora-
ción. Precisamente, a partir de la Valencia del método inductivo, “Popper re-
conoce a un sistema como científico solamente si es susceptible de ser puesto
a prueba mediante la experiencia. Y sugiere que no es la verificabilidad de un
sistema sino su refutabilidad lo que debe tomarse como criterio de demarca-
ción entre lo que es ciencia y lo que no lo es. Un sistema empírico debe poder
ser refutado por la experiencia” 70
Y es evidente que las conclusiones del detector de delincuentes no pueden ser
sometidas a verificación empírica porque nunca es posible establecer si efec-
tivamente la persona iba o no a cometer un delito si no era encerrada o mo-
dificada por el Estado. El pronóstico que justificaría el accionar estatal no po-
dría ser sujeto a verificación empírica y, por ello, el detector de delincuentes no
podría ser considerado un instrumento científico.
c) Otra “verdad” que debería integrar el elenco de premisas del razonamien-
to es el de la libertad humana como realidad opuesta al determinismo. El li-

267 SCHUSTER, Félix G11St6VO, El método en las ciencias sociales, Ed. Centro Editor de
América Latina, Buenos Aires, 1992, ps. 5ó-57.
268 Cita de SCHUSTER, El método en las ciencias sociales, cit., p. 56.
" Sobre la crftica al método inductivo, ver también KLiviovsxx, Gregorio )' Dz AsuA,
Miguel, Corrientes epistemoldgicas contempordneas , Ed. Centro Editor de América Latina,
Buenos Aires, 1992, ps. 37-48.
270 ScHUSTrs, E/ métod En las ciencias SOS tales, cit., ps. 62-63.

Segunda parte
bre albedrío (del que luego haremos mención) forma parte de la esencia de la
persona. El ser humano se caracteriza frente a los otros seres por su aptitud
de elegir, por su autonomía frente a las fuerzas de la naturaleza. Es cierto que
estas fuerzas condicionan las vidas y también las decisiones, pero ello no sig-
nifica que el acto de decisión esté determinado por ellas.
Al respecto puede discutirse largamente, pero siempre podemos definir al ser
humano como un ser autónomo y libre, considerando a la libertad como una
premisa indiscutible en la justificación de las instituciones sociales y, funda-
mentalmente, como una característica esencial del concepto de persona. La
persona debe ser definida como un ser libre.
Más allá de la verdad o falsedad de la premisa, es posible que todos nos pon-
gamos de acuerdo sobre su validez y que a partir de ese acuerdo construya-
mos las justificaciones ulteriores.
Desde el velo de la ignorancia de RxvvLs, desde el imperativo categórico kan-
tiano y desde el utilitarismo de reglas es posible arribar a este consenso para
consagrar a la libertad como un principio de esa naturaleza. Nuevamente, de-
beríamos partir de una petición de principio ajena a las demostraciones em-
píricas que, de todos modos, y por las razones expuestas al referirnos a la crí-
tica del método inductivo, nunca podrían acreditar las conexiones causales
deterministas.
A partir de estos criterios, nos podríamos oponer, por principio, al detector de
delincuentes.

Presupuestos constitucionales
X. Principio de iegalidad

No hay delito sin ley previa, [ermal y precisa.

1. Concepto y sentido constitucional


Nuilliim crimen, un/liz poeit ‹z, sine lege. No hay delito, no hay pena, sin
ley previa. El delito no es un concepto natural, material o social. El delito
es un producto legal, porque nace de la ley, porque antes de la ley no exis-
te. Si se derogasen todas las leyes, dejarían de existir los delitos.
La exigencia de legalidad supone que la ley penal debe ser preví‹z , es-
crita, [ornial y estríc/‹i . La ley es previa cuando fue sancionada con anterio-
ridad al hecho bajo análisis; la ley penal nunca puede regir hacia el pasa-
do salvo cuando es más benigna; tampoco puede regir hacia atrás una ley
penal derogatoria de una ley más benigna: quien durante un sólo instan-
te se vio beneficiado por los efectos de la ley penal más benigna no puede
luego ser privado de ese beneficio aunque no haya existido una actividad
jurisdiccional que lo haya hecho valer; en otras palabras, la ley penal más
benigna es inderogable hacia el pasado. La ley es escrita, cuando no ema-
na de usos, prácticas o cánones sociales, sino que se encuentra plasmada
en un documento, mediante un uso lingiiístico inamovible; no es válida la
ley penal consuetudinaria, salvo como eximente no escrita. La ley es /or-
nin/ cuando fue sancionada por el órgano con competencia legislativa (en
general, las constituciones atribuyen competencia legislativa en materia
penal a los parlamentos). La ley es estrtcta cuando se ajusta con precisión
al caso bajo análisis, sin interpretaciones que extiendan su alcance a he-
chos diversos al DbilTCado por la norma. Éste es un argumento en favor del
principio de tipicidad estudiado previamente y da lugar a lo que se deno—
mina esirictn legalidad covno antecedente de la reacción punitiva.
Del principio de legalidad se derivan diversas prohibiciones: la prohi-
bición de retroactividad de la ley penal mhs gravosa; la prohibición de
aplicación de pena sin ley formal; la prohibición de analogía; y la prohibi-
ción de indeterminaciÓn.
El principio de legalidad es una característica distintiva de las cons-
tituciones modernas de los países civi1izados² 7 Í . Es una de las manifesta-
ciones más concretas del principio de libertad porque garantiza que la li-

27 Las diferentes fÓirnulas utilizadas en las diversas consti tuciones se citan más ade-
lante al analizar otros principios constitucionales. En la ConstituciÓn argentina surge de los
a te. i g y 19.

Presupuestos constitucionales
mitación de los derechos de los ciudadanos sólo puede provenir de la ley
y nunca de la voluntad del Estado, ni siquiera de la del órgano legislativo,
porque las leyes no pueden afectar derechos hacia el pasado sino sólo ha-
cia el futuro. La legalidad importa el derecho de poder calcular las conse-
cuencias jurfdicas, de no ser sorprendidos por el poder, y ésta es una ca-
racterística esencial de la libertad.
Este principio tiene un doble carácter. Por un lado es una expresión
concreta del principio de culpabilidad, ya que la posibilidad de formular un
juicio de reproche por la falta de motivación en la norma requiere necesa-
riamente la previa existencia de ésta; sin ley previa no hay objeto respecto
del cual motivarse y, consecuentemente, no puede haber culpabilidad. Es-
to se vincula con la posibilidad de cálculo a la que se hizo referencia pre-
viamente y que es una característica propia de la libertad.
Por otro lado, la legalidad es una garantía contra la arbitrariedad, en
cuanto impide al Estado sancionar personas mediante el simple recurso
de tipificar hacia el pasado las conductas que éstas cometieron, sea me-
diante la sanción de leyes retroactivas, o mediante el dictado 8e senten-
cias constitutivas de la ilegitimidad de la conducta.
John RAwLs resume brillantemente el sentido político de este principio:

“El precepto niillum crimen si tie lege, y las exigencias que implica, se de-
rivan de la idea de un sistema jurídico. Este precepto exige que las leyes sean
conocidas y expresamente promulgadas, que su contenido sea claramente ex-
puesto, que las leyes sean generales, tanto en su declaración como en su dis-
posición, y no sean usadas de modo que dañen a los individuos particulares,
quienes pueden estar expresamente señalados (lista de proscriptos), que al
menos las faltas más graves sean estrictamente interpretadas, y que las leyes
penales no sean retroactivas en perjuicio de aquellos a quienes se han de apli-
car. Estas exigencias están implícitas en la idea de regular las conductas me-
diante normas públicas, ya que, si los estatutos no son claros en lo que orde-
nan y lo que prohíben, el ciudadano no sabe cómo ha de comportarse 272

Este principio—garantía tiene un ámbito de vigencia autónoma que lo


separa de la noción de culpabilidad. La estricta /eg‹ifídad rige incluso en si-
tuaciones en las que en abstracto podría afirmarse un reproche de culpabi-
lidad fundado en el reconocimiento por parte del sujeto activo de la disva-
liosidad de su conducta. Imaginemos el caso de una acción valorativamente
similar a la descripta por el tipo pero que sólo pueda ser alcanzada por es-
te dispositivo mediante una interpretación extensiva (lindante o no con una
analógica). En esa situación es posible que el individuo conozca la norma
y que por ignorancia considere que su acciÓn se encuentra prohibida por
ella. En ese caso podría sostenerse la existencia de un reproche de culpabi—
lidad pero, sin embargo, la aplicación extensiva de la norma no puede lle-

272 wis, Teorfn de la i×sticia, c›t ., p. 273.

140 Segunda parte


varse a cabo porque así lo impone la garantía de la legalidad, como resguar-
do frente a decisiones constitutivas de delitos hacia el pasado.
No basta con que la ley sea previa. Debe ser una norma dictada por
el órgano competente para establecer la restricción de derechos de que se
trate (en el caso de las normas penales se trata de una función que las
constituciones atribuyen al Parlamento273) y además debe tratarse de una
ley precisa. El primer recaudo apareja al derecho penal el problema de las
denominadas leyes penales en blanco; el segundo, el problema de los tipos
abiertos, de la prohibición de analogía y la distinción entre interpretación
analógica y extensiva de la ley penal.

2. Ley penal en blanco


Estamos en presencia de una ley jea / en blanco cuando el tipo penal
se remite a otra norma para precisar algunos de sus elementos. Se presen-
ta un problema que atañe al principio de legalidad cuando esa otra nor-
ma no es dictada por el órgano con competencia penal sino por uno que
carece de dicha competencia. Es el caso en que una ley del Parlamento re-
mite a una norma reglamentaria dictada por el Poder Ejecutivo o a una
norma provincial o municipal.
Ello ocurre por ejemplo, en la legislación antinarcóticos de la Argen-
tina (ley 23.737) que no define el término estupefacientes, ya que el art. 77
último párrafo del Código Penal dispone que “el término ‘estupefacientes’
comprende los estupefacientes, psicotrópicos y demás sustancias suscep-
tibles de producir dependencia física o psíquica que se incluyan en las lis-
tas que se elaboren y actualicen periódicamente por decreto del Poder
Ejecutivo Nacional”. Este es un ejemplo claro de ley penal en blanco en
donde uno de los elementos del tipo objetivo (en el caso el más importan-
te de la figura) se conforma mediante la remisión a una norma del Poder
Ejecutivo, que es un órgano que carece de potestad de dictar normas pe-
nales (cf. art. 75, inc. 12, n contrario sensu, y 29, CN).
En principio, la situación parece no presentar problemas cuando la
norma remisora contiene en sí misma la descripción de la conducta pro-
hibida y sólo deja en manos de la norma remitida la determinaciÓn de ele-
mentos accesorios u objetos de referencia de la acción descripta en el ti-
p()274 En cambio, cuando la remisión versa sobre la individualización de
la conducta prohibida, esto es, cuando la descripción de ésta queda en
manos del órgano remitido, se produce una ilegítima delegación de facul-
tades (prohibida expresamente, por ejemplo, por el art. 29, CN) que con-
traria la exigencia de ley formal que deriva del principio de legalidad.

273 Art. 75, inc. 22, CN.


274 Tal serfa el caso, por ejemplo, del delito de desobediencia del art. 239 del CÓdigo Pe—
nal argentino, en donde las normas que determinan si el funcionario actúa en el ejercicio le-
gítimo de sus funciones son referencias necesarias de la descripción.

Presupuestos constitucionales 141


La distinción precedente no siempre es fácil de establecer, ya que, usual-
mente, de la determinación de todos los elementos de la descripción típica
depende la individualización de la acción penalmente relevante. En el ejem-
plo citado de la ley de estupefacientes de Argentina, la definición de la sus-
tancia es esencial para determinar el contenido material de la prohibición;
¿qué pasaría si el Poder Ejecutivo decidiera introducir en la lista al whisky o
al vodka o a los cigarrillos?; evidentemente se trataría de productos suscep-
tibles de producir dependencia psíquica y ffsica y por ende podrían ser in-
cluidos en las listas, pero no cabe duda de que en tal caso se estaría modifi-
cando esencialmente el contenido de la norma, extendiendo la prohibición
legislativa de producir, comercializar y tener drogas, a una prohibición simi-
lar respecto de productos que están libremente en el comercio y cuya ilega-
lización no fue decidida expresamente por un acto parlamentario.
Si tomamos como ejemplo la conducta de tener estupefacientes, no po-
demos afirmar que la característica esencial de la conducta sea el tener, ya
que el objeto “tenido" determina sustancialmente el tipo de acción de que
se trata. No se parecen ni son lo mismo las acciones de tener drcgas y la de
tener una botella de agua mineral y, por el sentido social de las mismas (y
sólo por eso), tampoco son similares la acción de tener un cigarrillo de ma-
rihuana y la de tener un cigarrillo de tabaco, o la de tener un gramo de co-
caína y la de tener un litro de vodka. Si bien no existe diferencia sustancial
en la aptitud para crear dependencia entre lo que hoy se denominan drogas
y elementos tales como el alcohol o el cigarrillo, ese dato no permite sosla-
yar que la inclusión por vía reglamentaria de estas últimas sustancias den-
tro del ámbito de prohibición de la ley, constituye una ampliación de la pu-
nibilidad por parte de un órgano sin competencia para ello; o, en otras
palabras, mediante una norma que no es ley en sentido formal.
Por las dificultades expuestas, creo que la validez constitucional de
las leyes penales en blanco es sumamente limitada y sólo puede sostener-
se en la medida que: a) por la naturaleza de la cosa no haya otra forma de
legislar que mediante una remisión a normas de otro carácter; b) la remi-
sión no verse sobre los caracteres propios que permiten individualizar la
conducta típica; y c) la norma complementaria dictada por el órgano re-
visor no sea modificatoria (en sentido ampliatorio) del sentido jurídico o
social de la prohibición.
3. Tipos abiertos
Estamos en presencia de un tipo penal abierto, cuando la descripción
efectuada en el tipo no es suficientemente precisa y deja un margen signi-
ficativo para la interpretación acerca de cuáles conductas quedan atrapa-
das en él. En realidad, todo tipo puede ser calificado como abierto por de-
jar un margen para la interpretación 7 por lo que parecería que estamos

275 Hasta un tipo tan claro como el del homicidio (“El que matare a otro. ..”) puede ge-
nerar problemas para determinar cuándo finllliZa la vida humana y, consecuentemente, si
concurre el principal elemento del tipo (el “otro”) y el propio bien jurídico.

142 — Segunda parte


en presencia de una cuestión de grados: hay tipos m:is cerrados y otros
más abiertos.
La apertura tfpica genera varios problemas constitucionales. Es evi-
dente que un tipo absolutamente abierto 27b es un ito tipo, ya que no des-
cribe conducta alguna y lesiona el principio constitucional de tipicidad.
Pero, a la vez, se produce una clara violación del principio de legalidad,
porque en el tipo abierto no es la ley la que crea el delito sino la voluntad
posterior del juez que lo cierra al momento de la sentencia. En efecto, es
recién en ese momento cuando se establece el alcance concreto de la pro-
hibición y se determina si la acción bajo análisis es delictiva o no. Este ac-
to de interpretación destinado a cerrar la descripción legal es en realidad
el acto estatal que describe la conducta abstracta contraria a la norma an-
tepuesta al tipo; y esto es, ni más ni menos, que el acto de consagrar el ti-
po penal para el caso concreto, para afirmar en ese mismo acto si la ac-
ción juzgada es típica o no. Como ese acto es posterior a la comisión de la
acción, la aplicación del criterio jurídico resultante constituye, claramen-
te, una aplicación retroactiva de la ley penal.
Ése es el problema de los tipos abiertos y por ello es tarea de la dog-
mática establecer el grado de apertura típica constitucionalmente admisi-
ble, que debe limitarse a la estricta necesidad derivada de la naturaleza de
la descripción y de la materia sobre la que versa.

4. Interpretación analógica y extensiva


Ninguna interpretación extensiva o analógica puede fundamentar un
juicio de tipicidad penal, con independencia del grado de reproche que se
pueda formular al autor y de la disvaliosidad de su conducta.
Si bien existe consenso en el rechazo de la analogfa iii malam parte (si
es en favor del sujeto no causa agravio constitucional), se suele llevar a ca—
bo una distinción entre lo que es analogfa y lo que es una simple interpre-
tación extensiva de la ley penal que no serfa constitucionalmente inválida.
Asf, mientras analogía es aplicar las consecuencias de la ley a una acción
diferente a la descripta por ella, interpretación extensiva sería /‹z que die-
ra al texto /eg‹zi el contenido máximo de c‹zsos277 esto es, la interpretación
más amplia dentro de las interpretaciones posibles.
BACIGALUPO St2ñaÍa, con razón, que “la tolerancia de la interpretación
extensiva es precisamente la causa generadora del problema del límite de
la extensión permitida” 278 señalando acertadamente que “si toda inter-

276 jor ejemplo, uno que dijera: ”Serán castigadas todas las acciones que le disgusten
al Juez”.
277 Bzcic rueo, Principios constitucionales de derecho penal, Ed. Hammurabi, Buenos
Aires, 1999, p. 78.
278 zcic cu o, Principios constitucionales de derecho penal, cit., p. 94.

Presupuestos constitucionales
pretación requiere una operación intelectual que se sirve de la compara-
ción y, por lo tanto, de la analogía, y no hay posibilidad de aplicación de
la ley sin interpretación, la prohibición de analogía se presenta como un
medio inadecuado para lograr el fin institucional que con ella se persigue.
Las soluciones hoy dominantes son criticables precisamente porque en es-
te conflicto dan preferencia al medio y sacrifican el fin " 279 pp ello sos-
tiene que “ya la extensión de la ley penal por encima de la interpretación
que permita fijar un número mínimo de casos comprendidos en su texto
es violatoria de la función de garantía de la ley penal”² º
De las palabras de BECC podemos arribar a una conclusión similar:
“En todo delito debe hacerse por el juez un silogismo perfecto. Pondi’á-
se como mayor la ley general, por menor III ficción conforme o no con la ley,
de que se inferirá por consecuencia la libertad o la pena. Cuando el juez por
fuerza o voluntad quiere hacer más de un silogismo, se abre la puerta a la in-
certidumbre”.
“Un desorden que nace de la rigurosa y literal observancia una ley pe-
nal, no puede compararse con los desórdenes que nacen de interpreta-
ción”ª .

Aunque la aspiraciÓn de que la ley penal permita llevar a cabo un si—


logismo perfecto es utópica, porque las deficiencias propias del lenguaje
constituyen un obstáculo insalvable, el criterio marca el punto de referen-
cia ideal al que se debe aspirar (y que como criterio rector sirve para cus-
todiar los principios de legalidad y tipicidad), y obliga a rechazar cual-
quier intento de llevar a cabo una interpretación orientada a ampliar el
número de casos que la ley permite atrapar.
De todos modos debe destacarse que la operatividad de la garantía de
la legalidad en las diferentes categorfas de la teoría del delito, adquiere
particularidades en unción del estrato dogmático en el que opera.
En el nivel de la tipicidad, la regla es la estricta legalidad, que impide
toda interpretación analógica y extensiva del alcance de Jos tipos penales
y exige una estricta precisión en cuanto al alcance de la norma prohibiti-
va. La situación parece variar en el estrato analítico de la antijuridicidad,
en donde parece lícito reducir teleológicamente el alcance de ciertas cau-
sales de justificación 28 , conforme se analizará más adelante.

279 j dem.
280 BAcicwveo, Principios constitucionales de derecho penal, cit., p 95.
’ ' BECCARLx, De los delitos y de las penas, cit., capítulo 4.
28 2 Sostiene BACiGALUPo (Príftcípíos constitucionales de derecho penal, cii., p. 33) que
“una reducción teleológica del alcance de una causa de justificación expresamente reconoci-
da por el órdenamiento jurídico sÓlo resultará compatible con la prohibición de generaliza-
ción y con el respecto de la objetividad del derecho penal, si tal restricción del alcance se fun-
damenta, como lo propone Jakobs, en una ‘cultura interpretativa practicada’, es decir, que
recoge una tradiciÓn interpretativa suficientemente estabilizada como para garantizar una
aplicación objetiva del derecho”.

144 Segunda parte


XI. Principio de lesividad

No hay delito sin acción que a[ecta el derecho de otro.

1. Libertad y afectación de terceros (el bien jurídico)


El Estado no puede meterse con los ciudadanos a menos que sus con-
ductas afecten a los demás.
Este principio es clave para el derecho penal liberal. Es la manifesta-
ción precisa de la prelación moral de la persona por sobre el conjunto so—
cial. Es la consagración de la libertad como valor supremo; la libertad pa-
ra hacer lo que se quiera sin más lfmite que la libertad de los otros. La
libertad absoluta, por supuesto, ya que su única restricción se encuentra
en sí misma.
’El principio jurídico de la libertad es de carácter general y se mani-
fiesta en el derecho penal a través del denominado principio de lesividad,
en virtud del cual la aplicación de penas sólo puede habilitarse en relación
a una acción humana que afecta la libertad de los demás ciudadanos.
Hemos visto que el art. 19, CN, en su primera parte establece que “las
acciones privadas de los hombres que de ningún modo ofendan al orden
y a la moral pública, ni perjudiquen a un tercero, están sólo reservadas a
Dios, y exentas de la autoridad de los magistrados”.
La Constitución uruguaya consagra una fÓrmula similar pero con pe-
queñas variaciones que le dan un sentido más liberal aún; así el art. 10 de
ese texto en su segundo párrafo dispone: “Las acciones privadas de las
personas que de ningún modo atacan el orden público ni perjudican a un
tercero, están exentas de la autoridad de los magistrados”. El principio es-
tá consagrado también en las constituciones de Costa Rica (art. 28 ya ci-
tado) y Paraguay .
Existen otros regímenes jurídicos que consagran el principio inverso.
Por ejemplo, el art. 62 de la Constitución cubana dispone: “Ninguna de las
libertades reconocidas a los ciudadanos puede ser ejercida contra lo esta-
blecido en la ConstituciÓn y las leyes, ni contra la existencia y fines del Es-
tado socialista, ni contra la decisión del pueblo cubano de construir el so-
cialismo y el comunismo. La infracción de este principio es punible”.

Artículo 33: “Del derecho a la intimidad: La intimidad personal y familiar, así como
el respeto a la vida privada, son inviolables. Lzi conducta de las personas, en tanto no a[ecte al
orden pié blico establecido en la ley o a los derechos de terceros, estd exenta de la autoridad piibli-
en. Se garantizan el derecho a la protección de la intimidad, de la dignidad y de la imagen pri-
vada de las personas” (destacado agregado).

Presupuestos constitucionales 145


Respecto de este texto es interesante destacar que: a) la regla no es la li-
bertad sino la potestad estatal de restringirla; nótese que se habla de las
libertades reconoctdas a los ciudadanos, cuando ello sería innecesario en
el sistema inverso, en el que la libertad es la regla (y ella sería lo único re-
conoctdo por la Constitución) y la prohibición la excepción; b) la libertad
puede ser limitada por la ley cualquiera sea contenido de ésta; c) la liber-
tad está a merced de criterios difusos de explícito tinte colectivista que
permiten justificar cualquier tipo de resultado final; y d) es imposible tra-
zar ‹i priori cualquier tipo de criterio jurídico que defina cuál es el ámbito
de libertad individual, por lo que la regla constitucional no es una garan-
tía individual sino una habilitación de poder estatal.
La Constitución de Panamá también supedita los derechos individua-
les a difusos criterios de utilidad social. El art. 46 dispone: “Cuando de la
aplicaciÓn de una ley expedida por motivos de utilidad o de interés social
resultaren en conflicto los derechos de particulares con la necesidad reco-
nocida por la misma ley, el interés privado deberá ceder al interés del pú-
blico o social”.
Por su parte la Constitución de la República Dominicana en su art. 8,
inc. 5, establece que “a nadie se le puede obligar a hacer lo que la ley no
manda ni impedírsele lo que la ley no prohíbe. La ley es igual para todos:
no puede ordenar más que lo que es justo y útil para la comurüdad ni pue-
de prohibir más que lo que le perjudica”. Nótese que la expresión jitsio y
Mitil para la comunidad está precedida por la referencia a las normas im-
perativas, lo que puede ser interpretado como una confirmación de la
obligación de solidaridad que subyace a este tipo de normas (y que cons-
tituye una de las justificaciones éticas de los delitos de omisión). Pero al
referirse a las prohibiciones (propias de las normas antepuestas a los ti-
pos activos) condiciona la validez de la norma a la afectación de terceros,
con lo que podemos encontrar aquf consagi ado claramente el principio de
lesividad.
La interpretación de la fórmula del art. 19, CN, no es uniforme. Las
polémicas existentes al respecto son el fiel reflejo del abismo ideológico
que separa a liberales y paternalistas 284 entre quienes pretenden extraer
de la norma el mayor beneficio para el goce de las libertades individuales
y quienes, temerosos de ellas, se refugian en una definición descontextua-
da y tramposa de los lfmites legales para desvirtuar el sentido dogmático
de la disposición. En esta tónica, la interpretaciÓn de las nociones de “or-
den” y “moral pública” e incluso la de “afectación de terceros”, han llega-
do a extremos tales de instaurar el principio contrario, que serfa: todas las
acciones ble los hombres podrán ser reguladas por el estado, salvo que sean

284 Y del otro abismo que separa a tolerantes y autoritarios.

146 — Segunda parte


de índole estrictamente privada. ¿CÓmo se llega a este punto? Muy fácil,
primero se elaboran, en abstracto, las nociones de “orden”, “moral públi-
ca” y “afectación a terceros”, y una vez establecidos estos conceptos con
la mayor amplitud que el intérprete desee, se los utiliza para limitar el
concepto de libertad. Las nociones de “orden” y “moral pública” permiten
las más variadas elucubraciones autoritarias, funcionales a los discursos
de “ley y orden” o “tradición, familia y propiedad”, y a los fundamentalis-
mos religiosos que pretenden la absoluta etización del derecho. Por eso, el
recorrido argumental señalado (que primero define estos conceptos y lue—
go, con lo que queda, define a la libertad) deriva necesariamente en la fór-
mula inversa a la consagrada en el texto constitucional citado. Esto de-
muestra que esa forma de razonamiento no es pertinente para interpretar
el art. 19, CN, y los textos que prevén una fórmula similar.
El método de interpretación citado no es correcto porque desatien-
de el principio general consagrado en la norma, que es la intangibilidad
de las acciones privadas, es decir de aquellas que intrínsecamente cons-
tituyen el ejercicio de la libertad. No se puede dejar de lado la redacción
utilizada en el texto, que coloca en primer plano a la libertad y en un se-
gundo plano a sus límites. No se puede definir a los conceptos limitati-
vos en abstracto, de manera totalmente independiente del principio ge-
neral que se pretende limitar, porque de ese modo, como vimos, es
inevitable la consagración del principio inverso. Para evitarlo, entonces,
hay que definir con carácter previo qué es una acción privada y recién
con posterioridad se pueden configurar los conceptos de “orden”, “moral
pública” y “afectación a terceros”. La fórmula analizada marca un lími-
te claro que restringe, incluso, el propio límite establecido en la norma.
La amplitud con que se consagra el principio de la libertad y de la priva-
cidad, limita severamente las nociones de orden público, moral pública
y afectación a terceros, ya que de otra forma carecería de sentido el es-
tablecimiento de la regla tal como está. Veamos, entonces, qué significa
“acción privada”.
Me parece claro que el concepto no se limita a aquello que se hace en
privado o en secreto o fuera de la vista de los demás. Una limitación tan
ridícula del sentido de la libertad no parece desprenderse del sentido de la
norma, ni tampoco de sus palabras, ya que privado no significa secreto u
oculto, sino propio. Entonces:
Acción privada es aquella que es propia, en el sentido de privativa, ex-
clusiva, y por ende no socí‹z/íz‹zb/e o est‹tízzib/e. Accí‹o príviidzi es lo que se
hace en relación a sf mismo o consigo mismo; todo lo que tenga que ver
con el cuerpo, el alma, la mente, la personalidad, en definitiva, con la pro-
pia vida; todo lo que un ser humano hace consigo es privado de él y por
eso le es privativo. Acción privada es la expresión y exteriorización de la
propia personalidad y de las propias ideas; es la actividad vinculada al de-
sarrollo y ejercicio de las ideas o creencias, la educación y el desarrollo
personal. Acción privada, es toda aquella vinculada con el ejercicio de los

Presupuestos constitucionales l4T


derechos y libertades establecidos en la Constitución; cuando se tiene de-
terminado derecho, su ejercicio es privativo y por ende privado. Acctón
privada, es la interacción con otro cuando se vincula con la privacidad y
libertad de ambOS¡ Cuando un comportamiento conjunto es realizado en
pleno ejercicio de libertad por todos los sujetos que interactúan, es priva-
tivo de todos y cada uno de ellos.
Por contraposición a las acciones privadas existen las acciones públi-
cas que, obviamente, no son las visibles o trascendentes a terceros, ya que
las privadas también lo son. La acción es pública cuando se desarrolla en
el ámbito de lo público, esto es, en el marco de una responsabilidad políti-
co estatal. AccíÓu prív‹zd‹z es, entonces, toda aquella que no es pública.
Definido así el concepto en su mayor amplitud, corresponde determi-
nar los límites que, adelanto, se reducen prácticamente a uno solo: la li-
bertad de los demás. En ello radica la esencia del principio de reserva o
lesividad: en la afectación a terceros como lfmite de la libertad. Allí don-
de alguien afecta a otro, el Estado, en representación de ese otro, hace uso
del poder delegado en el contrato social y actúa contra el agresor. La pro-
tección estatal de la libertad pone de manifiesto hasta dónde llega esa li-
bertad. Denota que ella es absoluta.
La idea de afectación a terceros (lesividad) es la esencia del concepto
de bien jurfdico en una sociedad libre, en la que las personas no pueden
ser compelidas por las normas por la mera razón de Estado.
El bien jurídico es un derecho íiidívídii‹z/. No es nada más que eso. :s
la expresión de la /ibert‹zd íiidívídii‹i/ respecto de una situación concreta.’ la li-
bertad de disponer de la vida, de la honra, de las ideas, de la propiedad, en
suma, de todo aquello a lo tenemos derecho de disponer. Con los bienes ju-
rídicos colectivos ocurre lo mismo, sólo que son muchos los titulares.
Cuando esa libertad, esos derechos, son afectados por la acción de
otro, estamos en presencia de una conducta (que puede o no ser privada)
menoscabadora de un bien jurídico, y que, por consiguiente, puede ser ti-
pificada como delito si el legislador lo considera conveniente y si ningún
otro límite constitucional se lo impide.
Debe quedar claro que no corresponde hablar de bien jurídico tutela-
do porque, como hemos visto, es dudoso que el derecho penal lleve a ca-
bo esa tutela; de hecho, respecto del bien ya afectado, la protección es ló-
gicamente imposible porque no se puede volver el tiempo atrás. En
cambio, sí es posible referirse al bien jurídico afectado por la acción, co-
mo criterio limitador del ejercicio del poder estatal² ª.
La noción de bien jurídico ha sido definida por la doctrina mediante
criterios diversos, muchos de estos criterios son compatibles con la con-
cepciÓn liberal del Estado y otros directamente se le contraponen.

285 ZAFrAROxi, AmGiA y SLoicAit, Detecho penal. Pane generol, cit. , ps. 120- 1 21.

148 Segunda parte


Para el Prof. ZAFFARONi el bien ju rídico es lvi relación ‹le disponibilidcicl
Esta definición² 87 es la fuente inspir:ido-
ra de la noción de bien jurídico que asumí previamente y constituye la ma-
nifestaciÓn más garantizadora y limitativa frente al poder estatal.
Claus Roxi ² también propone un concepto de corte liberal. Critica
el denominado concepto metodo1ógicoª 89 y propone en concepto de bien
jurídico expresivo cit sti contenido y /ímí/adOf t/e/ Derecho pena f29O Consi-
dera que no sólo existen bienes jurídicos individuales, ya que, por ejem-
plo, son también bienes jurídicos el Estado las divisas o la administración
de justicia 91 . Afirma que el legislador se encuentra limitado sólo por la
Constitución (lo que lo lleva a hablar de un concepto constitucional de
bien jurídico)29 y define diciendo que “los bienes jurídicos son circuns-
tancias dadas o finalidades que son útiles para el individuo y su libre de-
sarrollo en el marco de un sistema social global estructurado sobre la ba-
se de esa concepción de los fines o para el funcionamiento del propio
sistema”293
Günter JAKOBS² 94 está, a mi entender, en la vereda opuesta. Si bien re-
conoce la relevancia de la teoría del bien jurídico entendida como relación
entre vina persona y uri objeto295 a su juicio existen delitos que no tute-
lan un bien jurídico (entendido como esta relación) y hay elementos de los
tipos penales que no se explican en la protección de tales bienes²96 como

286 ZAi=FARONi, ALAGIA y SLOK4R, Derecho penal. Pcirte general, cii., p. 466. Este concepto
tiene ligeras modificaciones del ensayado en el anterior tt’atado de ZéFF itoNi (Tratarlo de ‹de—
recho penal. Parte general, Ed. Ediar, 1981, t. III, p. 240), donde decía que “bien jurídico penal-
mente tutelado es la relación de disJ›onibilidad de una persona con un objeto, protegida por
el Estado, que revela su interés mediante normas que prohíben dete im inadas conductas que
las afectan, las que se expresan con la tipificación de esas conductas”. Ahora se ha eliminado
la idea de tutela v en lugar de persona se habla de sujeto.
287 En realidad, la oi‘igina1 del autor citada en la nota anterior.
RoxiN, Derecho penal. Parte general, t . I, citado.
289 ROXIN, Derecho f›en al. Parte general, t. I, cit. , p. 54, se refiei‘e en forma crítica, las no-
ciones brindadas por HoxiG (quien se refiere al “sentido y fin de las concretas normas del De-
recho penal”) v GRuNHUT (quien habla de una “abreviatura de la idea del fin”). Es interesante
cómo estas ideas son receptadüs JlOr JzKOBs (cit., p. 50) para sostener en uff a de sus tantas cÍe-
finiciones Qué "el bien jurídico ha de entenderse entonces como sentido y finalidad de las pro-
posiciones jurídicas singulares o como abreviatura de la idea del fin”.
290 ROXIN, Derecho penzi/. Parte general, t. I, cit., p. 55.

* Roxie, Derecho pen‹iJ. Parte general, t . I, cit., p. 54.


"'ROXIN, Derecho pe nal. Parte gene ral, t . I, cit., p. 53. Ver nota 1 7.
293 ROxiN, Derecho pe nal. Parte ge neral, t. I, cit., p. 56.
"’JAKOBS, Derecho fienal. Parte general, cit. , ps. 43—61.
295 JAKOBS, Derecli o penal. Parte general, cit. , p. 5 l .
296 JAKOBS, Derecli o penal. Parte general, c i t . , p. 52—55.

Presupuestos constitucionales 149


así también supuestos de anticipacidn de la protección² 97 que son casos
de peligro abstracto en los que se protege la vigencia de la norma. La po-
sición de este autor al respecto surge claramente de su concepción gene-
ral sobre el derecho penal y laa pena: “La contribución que el Derecho pe-
nal presta al mantenimiento de la configuración social y estatal reside en
garantizar las normas. La garantía consiste en que las expectativas im-
prescindibles para el funcionamiento de la vida social, en la forma dada y
en la exigida legalmente, no se den por perdidas en caso de que resulten
defraudadas. Por eso —aun contradiciendo el lenguaje usual— se clebe defi-
nir como el bien a proteger al [mmeza de las expectativas normativas esen-
ciales [rente a las decepciones que tiene el mismo ámbito que la vigencia de
la norma puesta en práctica, este bien se denominará a partir de ahora bien
j médico-pe g [”298
El concepto dé JAKOBs disuelve la noción de bien jurídico como he-
rramienta limitadora. Tal como ocurre con su idea de la culpabilidad,
KOBS CClTlfullde los fines político-criminales con los límites constituciona-
les a dichos fines, haciendo que los límites desaparezcan. Esto es una
consecuencia necesaria de su punto de partida: es imposible que un lfmi-
te a la pena tenga sentido como tal si su justificación se busca en la pro-
pia teoría de la pena, porque ello conduce a que tanto la pena como sus lí-
mites tengan un sentido jurfdico común. Y en ello radica, segÚn la
perspectiva liberal aquí ensayada, el error del planteo: la pena puede te-
ner la finalidad o la justificación que a uno más le guste, pero los límites
al poder punitivo tienen un sentido garantizador independiente de esa fi-
nalidad y sólo pueden cumplir su cometido en la medida que admitamos
que llegado el caso pueden frustrar la pretensión punitiva estatal; esto de-
be ser reconocido si realmente queremos poner frenos al poder punitivo
del Estado. El probléma es que JAKOBS nO admite que, en una solución
concreta, los fines de la pena se puedan ver frustrados, porque ello afecta-
ría la vigencia de la normq299, En definitiva, si se adopta la noción criti-

297 JAKOBS, Derecho penal. Parte General, cit., p. 58.


"'JAKOBS, Derecho penal. Parte general, cii., p. 45 (destacado agregado).
" Ello puede verse, por ejemplo, en su criterio para juzgar la evitabilidad del error de
prohibición, cuando afirma que “el autor no puede invocar un déficit, realmente existente, en
las condiciones psíquicas de la observancia de la norma, si es que se quiere qu0 el Derecho
penal garantice que no hava que contar con un déficit de esa clase, es decit; si se protege la
confianza en que toda persona imputable no va a dejar que se produzca tal situaciÓn defici-
tai‘ia. Como el Derecho penal debe estatuir la confianza general en la norma, todo autor es
responsable de tal déficit de lealtad a la norma. Tal es la perspectiva normativa” (JnxoBs, De-
recho penal. Parte generol, cii. , p. 67:›). Me parece claro que este criterio hace prevalecer la ra-
zón de Estado por sobre la vigencia tradicional del principio de culpabilidad, justamente por-
que no se admite, en ninguna situación, que el derecho pueda admitir que la expectati\ a
normativa se vea contraiñada por una pretensión individual. Pl1f6 JwOBS, Esta expectativa va-
le por sobre todas las cosas.

Segunda parte
cada, la sociedad desplazarfa a la persona como punto de referencia esen-
cial. No se trataría ya de conservar la relación de la persona con un obje-
to, sino de mantener el poder de la sociedad a partir de la vigencia de las
normas que dicta el Estado, con independencia de si estas normas prote—
gen o no los derechos de la persona u otros intereses.
La concepción axiológica escogida para justificar el Estado, en la que
el individuo le es anterior y moralmente superior, impide que las personas
se vean subordinadas a una pena estatal dirigida a conservar abstraccio-
nes tales como la [trmeza en las expec/‹iiiv‹zs normativas esenciales y no ad-
mite la limitación de la libertad por la mera voluntad de la autoridad. Es
más, vimos que el Estado concebido como un “marco para la utopía” no
puede impedir que los individuos se agrupen en comunidades con sus
propias expectativas esenciales que incluso pueden ser contrarias al propio
marco utópico sobre el que se legitima el Estado, razón por la cual éste se
ve impedido no sólo de intentar imponer determinadas “expectativas” si-
no de transformar a las mayoritarias o dominantes en el bien supremo a
preservar por la norma penal. En el Estado utópico sólo puede utilizarse
la coacción para proteger los derechos individuales o como reacción fren-
te a su afectación. Todas las personas, el propio Estado que éstas confor—
man, y la coacción que pueden ejercer, están sometidas a esos derechos y
cualquier intento de invertir la ecuación cae fuera de los límites de la “mo-
ralidad institucional”. Y, positivamente, esta pretensión queda fuera de los
límites de lo constitucionalmente admisible, ya que la coacción estatal no
puede estar dirigida a la mera imposición del orden o de determinada mo-
ral sino que se ve supeditada a la afectación de los derechos de los demhs.

2. Los límites difusos y su acotación


En otro trabajo tuve la oportunidad de analizar esta cuestiónª 0D y
creo conveniente repasar algunos puntos de esta problemática.

2. a. La moral pública
Es éste un concepto vago que puede conducir a consecuencias desas-
trosas en el campo de la interpretación jurídica. Como vimos, la Constitu-
ción del Uruguay felizmente no lo incluye como sí lo hace la Constitución
de Argentina.
Definido previamente el concepto de acción privada, debemos elabo-
rar uno de “moral pública” que sea respetuoso de aquél, y que no desvir-
túe la regla normativa según la cual aquélla es intangible.

00 SiLv£sriio i, Mariano H., Hutanasia y muene piadosa, La relevancia del consenti-


miento de la víctima como eximente de responsabilidad criminal, en ”Cuadernos de Doctrina y
Jurisprudencia Penal”, Ed. Ad-HoC, alto V, n“ 9-A, 1999, ps. 557-573. Lo que sigue se basa en
la idea de dicho trabajo.

Presupuestos constitucionales
La moral no puede ser en sí misma un bien jurídico, ya que ello im-
portaría eliminación de la nociÓn de bien jurídico como límite a la liber-
tad reemplazándolo por la voluntad del intérprete de lo que es moral. En
otras palabras, las acciones privadas sólo quedarían exentas de la volun-
tad de los magistrados cuando el órgano encargado de decir qué es moral
y qué inmoral así lo decidiera, lo que equivale a decir que la libertad mis-
ma quedaría sujeta a la simple voluntad de ese intérprete.
Además, hay que tener en cuenta que el mérito moral sólo puede exis-
tir a partir de una decisión libre individual no condicionada por la coac-
ción estatal *, y que cuando el Estado pretende imponer una moral se
torna inmoralªº². Consecuentemente, si queremos interpretar el límite
constitucional de modo razonable, no podemos considerar que consagra
a la moral como bien a proteger por las normas jurídicas.
El profesor ZAFFARONi es categórico en cuanto a que la moral “Í"Ío pue-
de ser un bien jurídico, porque ése es precisamente el límite en que se pa-
sa al derecho penal represivo”3 ª. ROXIx, por su parte, sostiene que “Ías
meras inmoralidades no lesionan ningún bien jurídico y por ello deben
quedar impunes” 304 El jurista argentino interpreta el art. 19, CN, dicien-
do que si bien la moral no puede ser un bien jurídico-penalmente tutela-
do, sí puede serlo el sentimiento moral de un sujeto, por lo que puede pro-
hibirse penalmente la afectación de dicho sentimiento contra su
voluntadª 05, La moral pública sería, entonces, el sentimiento moral de ca-
da persona que el Estado puede tutelar mediante la sanción de las conduc-
tas que lo afectan. Este criterio reconduce la noción de moral píiblica a la
de afectación a terceros, y se hace pasible de la objeción de que, en tal ca-
so, el primer concepto estaría sobrando porque bastaría con el segundo.
Sin embargo, creo que esta objeción puede ser respondida con éxito.
Aunque todos los límites a la libertad se reconducen a la noción de afecta-
ción de terceros, la inclusión expresa de la moral pública como uno de esos
límites tiene un claro un sentido normativo que le da razón de ser y hace
que no sea sobreabundante. ¿Cuál es ese sentido? Tenemos que buscarlo en

3 ² Hnvnx, Camino de servido inbre, cit., p. 253'“Lo que nuestra generación corre el pe-
ligro de olvidai no es sólo que la moral es necesariamente un fenómeno de la conducta indi-
vidual, sino, además, que sólo puede existir en la esfera en que el individuo es libre para de-
cidir por sí v para sacrificar sus ventajes personales ante la observancia de la regla moral.
Fuera de la esfera dc la responsabilidad individual no hay ni bondad ni maldad, ni oportuni-
dad para el méiñto moral, ni lugar Jiara probai las convicciones propias sacrificando a lo que
uno considera como justo los deseos personales. Sólo cuando somos responsables de nuestros
Jn-oJiios intereses y libres para sacrificarlos, tiene valor moral nuestra decisiÓn”.
302 AFFARONI, ALAGIA y SLox4it, Derecho penal. Parte gerrern/, cit. , p. 120.
ª°3 ZAFrwo i, Tratado de detecho penal. Parte general, t. III, cit., p. 245.
3°4 ZAFFARoxi, Tratado de derecho penal. Parte general, t. III, ci t. , p. 5ó
305 Zzrrwo i, Tratarlo ble clerecho penal. Pane general, t. III, cit., p. 243. Similar, Roxie,
De recli o pen al. Parte ge neral, t. 1, cit. , p. 57.

Segunda parte
la amplitud con que la Constitución tutela la libertad individual, que lleva
a descartar cualquier lfmite fundado en consideraciones de índole moral.
Siendo ello así, es evidente que la inclusión expresa de la morcil piiblica co-
mo lfmite a la libertad tiene el efecto jurídico de permitir la reprobación ju-
rídica de la afectación del sentimiento moral de un tercero. En otras pala-
bras, es una forma de aclarar que el ataque a ese sentimiento moral es un
tipo de afectación de terceros susceptible de ser sancionada.
La ausencia de esa expresa mención constitucional (sería el caso de
la Constitución uruguaya) permitiría sostener, a quien pretendiese afectar
el sentimiento moral de un tercero, que su conducta no es una forma de
afectación jurídicamente relevante y que por ello no puede ser sanciona-
da. Pero el establecimiento expreso de la moral pública (el sentimiento
moral de un tercero) como valla a la libertad, descarta ese argumento, y
de esa forma adquiere un claro sentido normativo que no lo torna sobrea-
bundante. De todos modos, no se puede dejar de lado que el término cons-
titucional utilizado es “moral pública” y que, al menos a primera vista,
ello dista de lo que se puede entender como el sentimiento moral de un
sujeto. Es necesaria alguna explicación adicional.
'Ya vimos que el término en cuestión no puede ser entendido como la
moral del Estado o de la sociedad o de la mayoría, ya que ello nos condu-
ciría a un derecho penal autoritario y sería contrario a la regla constitucio-
nal. Creo que en este caso el adjetivo “pública” tiene como sentido denotar
la importancia del sentimiento moral que puede ser objeto de afectación.
No cualquiera puede serlo sino sólo aquellos de una entidad tal que pue-
dan ser catalogados como integrantes de la moral pública, esto es, de las
pautas éticas que adquieren una significación social tal que justifiquen una
tutela jurídica aun contra acciones de índole privada. La rigidez con que la
libertad es consagrada requiere que los límites que se le imponen tengan
una entidad jurídica acorde con la regla que limitan. Por eso el sentimien-
to moral que justifica una restricción a la libertad debe ser importante pa-
ra la sociedad y en ello se resume su adjetivación como público. En defini-
tiva, nadie puede invocar la privatividad de una conducta para sostener la
impunidad cuando con ella afecta el sentimiento moral de un tercero que
reviste una jerarquía especial desde el punto de vista social.
De este modo, el adjetivo “pública”, en lugar de configurar una res-
tricción adicional a la libertad, constituye una ampliación porque restrin-
ge el propio límite a la libertad.
la protección del sentimiento moral de un tercero trae un problcma
de delimitación del campo de libertad.
Imaginemos que A alega que una acción privada de B afecta su sen-
timiento moral. Frente a esa situación, B posee el mismo derecho de sos-
tener que el sentimiento moral de A —consistente en sentirse afectado por
la acción de £i— afecta su propio sentimiento moral. Se genera una para-
doja en razón de que dos sentimientos morales, en principio dignos de
tutela, son incompatibles entre sí. La protección de uno afecta al otro y
viceversa.

Presupuestos constitucionales 155


La única solución adecuada (en un marco de respeto a la privacidad
y para no desnaturalizar la garantía que implica la concepción de bien ju-
rídico como lfmite al poder) es que ambos sentimientos morales se neu-
tralicenª 06 y que la conducta no pierda su tutela constitucional por no
afectar a terceros.
Todo ello nos conduce, además, a otra paradoja. Si A tuviese derecho
a intervenir en las decisiones de B concernientes en la realización de ac-
ciones privadas, debemos concluir que, del mismo modo, B tiene derecho
a intervenir en la decisión de A de intervenir en la acción privada de B .
Ello nos coloca frente a una situación circular. La propia existencia de es-
te problema demuestra lo absurdo de reconocerle a un sujeto potestad so-
bre la acciÓn privada de otro, y resulta argumento suficiente para negar
tal injerencia. No obstante, aun reconociéndola, queda claro que el dere-
cho de B es más fuerte que el de A, ya que B posee su propio derecho so-
bre st mismo más el derecho que le otorgaría su facultad de injerencia so-
bre A.
Estos problemas reafirman lo sostenido al comienzo en cuanto a que,
en realidad, no es la moral pública la que debe delimitar el concepto de ac-
ción privada sino que, por el contrario, es el concepto de acción privada el
que debe precisar los alcances de la moral pública (esto es, de los senti-
mientos morales individuales susceptibles de ser tutelados jurídicamente).
Las paradojas señaladas no conducen a neutralizar siempre el dere—
cho del tercero de que se proteja su sentimiento moral, sino sólo cuando
ese sentimiento moral pretende verse afectado por una acción privada. En
los demás casos el bien del tercero merece tutela. La consecuencia que
propongo es que no sea el alcance de la pretensión del tercero la que deli-
mite el campo de la acción privada sino que debe seguirse el camino in-
verso: la noción objetiva de acción privada determinará cuáles sentimien-
tos morales serán dignos de tutela jurídica y cuáles no.

2. b. El orden
La noción de orden se explica satisfactoriamente desde la óptica de la
tutela de bienes jurídicos. El orden es el estado de cosas ideal que se pre-
tende preservar con la ley a fin de que los bienes de las personas no se
vean afectados.
Para preservar los derechos individuales es necesario crear institucio-
nes que a su vez necesitan ser protegidas de ataques de terceros. Cuando
las normas protegen la vigencia de esas instituciones decimos que tutelan
bienes jurídicos colectivos o supraindividuales que se caracterizan porque
no tienen un único titular, ya que todos los ciudadanos lo son.

306 Este dilema fue analizado en el citado artículo sobre el problema de la eutanasia,
donde dije que la consideraciÓn del sentimiento moral de B y la neutralización de ambos co-
mo vía de sol ución fue una sugerencia de 5u1io E.S. ViRGOLixi.

154 Segunda parte


Estos bienes no nacen de la mera razÓTi dé Estado, ni dan lugar a nor-
mas de mera desobediencia. Nacen de la necesidad de preservar determi-
nadas instituciones que son necesarias para la existencia de los bienes con
titulares únicos. Así ocurre, por ejemplo, con la administración de justi-
cia, cuya existencia es necesaria para hacer valer derechos subjetivos
cuando éstos son lesionados, de modo tal que aquélla se explica como una
extensión de éstos. Y lo mismo ocurre con la fe pública, la tranquilidad
pública, el orden democrático, el erario píiblico, etcétera. En todos estos
casos existen bienes individuales con titulares únicos cuyo goce se ve acre-
centado a partir de la existencia de esos bienes colectivos.
Creo que la noción de orden es explicable satisfactoriamente como el
conjunto de estos bienes colectivos que sirven para acrecentar el pleno
ejercicio de los derechos personales. Por esa razón, no es válido interpre-
tarta como una herramienta para interferir en el ejercicio de esos derechos.
En otros términos, el concepto de orden puede interpretarse como
una manifestación resumida del poder de imperio estatal respecto de la
tutela de los bienes jurídicos. Podrfa decirse que este concepto representa
una obviedad en cuanto establece que nadie puede invocar la libertad con-
tra t:l poder del Estado. Pero esta obviedad no marca ningún criterio sus-
tancial en cuanto al contenido de ese poder (salvo para dejar en claro que
pueden existir bienes jurídicos colectivos). En otras palabras, este concep-
to no legitima ninguna facultad estatal frente a la libertad. Se trata de una
mera reafírmación del poder de imperioª Ü7¡ padre puede ir contt-a el poder
del Estado (lo que a su vez sígiií en.‘ ii‹zdíe puede atentar contra el reasegu-
ro de los derechos individuo/es J .

3. Tolerancia e intolerancia
3. a. úUn círculo vicioso?
La /o/eraitci‹z es consecuencia de la intangibilidad del ser humano y
su libertad. Desde lo político significa que las personas tienen derecho de
ser, jaensar, expresarse y activar libremente sin ser sometidas a restriccio-
nes o sanciones que se funden en el mero hecho de lo que se es, se píeusn,
se empres‹z o se hace, salvo, en estos dos últimos casos, que con ello se afec-
te el derecho de otro, en cuyo caso es admisible la coacción restrictiva o
sancionatoria.
Existe otra dimensión de la tolerancia que excede la faz política y que
tiene que ver con la actitud personal ante lo que los demás son, piensan,
expresan o hacen. Esa actitud puede ser de repudio (expreso o interior),
aceptación (exterior o interior) o indiferencia.

307 justo allí donde un temeroso verla que se corre el peligro de una ”malinterpretación
de la libertad”.

Presupuestos constitucionales
Para evitar confusiones terminológicas, que pueden tener consecuen-
cias funestas en el debate, voy a denominar tolerancia a la faz política y
condescendencia o la faz personal. Entonces, podremos decir que es /o/e-
ratite un Estado que admite la absoluta intangibilidad personal y que, con-
secuentemente, admite la existencia de todas las diferencias personales,
de pensamiento, de expresión y de acción imaginables (y prohíbe todas las
instituciones —normas— intolerantes); y condescendiente al individuo que
acepta todas esas diferencias. Asimismo, tntolerante será el Estado que no
las admita y no coiidescf?1díeu/e la persona que las repudie expresamente
(no condescendiente activo) o las desprecie internamente (no condescen-
diente de conciencia); otros serán meramente indiferentes.
El debate sobre la tolerancia enseguida se topa con su principal pro—
blema: ¿es tolerable la intolerancia? Conforme la distinción terminológi-
ca precedente es evidente que no: el Estado liberal, ético, políticamente le-
gítimo, consagrado en las constituciones del mundo civilizado, prohíbe la
existencia de instituciones intolerantes; la libertad es siempre absoluta y
el Estado no puede restringirla. La pregunta más problemática es otra: ¿es
admisible la no condescendencia (esto es, la intolerancia personal)? Si la
respuesta fuese también negativa, esto es, si admitiésemos instituciones
que prohíben las conductas no condescendientes, ¿no estaríamos incu-
rriendo en una intolerancia inadmisible en un Estado liberal?
Lo creo decididamente así. Me parece claro que mientras la toleran-
cia es una obligación del Estado, la condesceiideucí‹i no es una obligación
jurídica individual. Lo es, sin dudas, moralmente, pero ya vimos que no es
lícito confundir el derecho y la moral, ya que ello conduce al Estado ab-
soluto, o sea, al Estado intolerante.
Esta es una de las cuestiones más complicadas del debate sobre la li-
bertad y ha generado debates y enfoques desde diferentes aspectos, sobre
todo en el marco de la lucha contra la discriminación 08 y la libertad de
expresión³ 09,
¿Puede la libertad admitir que se la pretenda sustituir? Es legítimo
que el Estado liberal prohíba las conductas que tienden a reemplazarlo
por caminos lícitos? Si la respuesta fuese negativa, el Estado liberal deja-
ría de ser tal porque se transformarfa en un Estado autoritario. La conce-
sión de derechos a quienes piensan igual a la mayoría no es en general un
problema político, ya que es usual que el poder tolere a quienes están de
su lado. lustamente, el problema político de la libertad es la tolerancia de
los diferentes, de los que piensan distinto, de los que tienen objetivos di-

308 Solire el tratamiento de este problema en la legislación argentina, v con una com-
pleta reseña del dei echo comparado, es interesante el libro dé SLoÜIMSKv, Pablo, Derecho pe-
nal antidiscriii iinatorio, Ed. Fabián J. Di Plácido, Buenos Aires, 2002.
309 GULLco, Víctor Hernán y Bi•×cui , Enrique Tomás, EI derecho o la libre expres ión , Ed.
Libi-ei-ía Plan teuse , La Plata, 1997, ps. 59-92.

156 Segunda parte


Gerentes a quienes detentan el poder. Por ello, la prohibición de la disiden-
cia, aunque se circunscriba al objetivo de mantener el núcleo mínimo bá-
sico que garantiza la libertad, constituye un desvío colectivista, totalitario,
de igual naturaleza que la idea que se pretende acallar.
La preservación de este criterio se torna difícil cuando las ideas no
conclescendientes se manifiestan en propuestas políticas intolerantes (por
ejemplo, propuestas de asumir el poder para restringir los derechos de un
grupo de personas) o mediante los denominados discursos de odio (/tu/e
speec /i 310,
A continuación, trataré de identificar diferentes tipos de situaciones
abstractas que pueden presentarse en relación a este tipo de ideas no con-
descendientes, a fin de discutir los principios ético-políticos que se ven
comprometidos.

Situaciones A
Situación Al.’ un grupo de personas (H) comparte en común la idea
de que las personas del grupo (X) son despreciables y/o no merecerían te-
ner los mismos derechos que ellos, y/o son en sí mismas malas personas,
y/O son inferiores a ellos en jerarqufa moral, razón por la cual no deberían
entablar con ellos relaciones intersubjetivas de ningún tipo. Los integran-
tes del grupo (H) (que no configuran una agrupación política y ni siquie-
ra una agrupación organizada) se limitan a actuar en consecuencia con
sus ideas, evitando todo contacto con las personas del grupo (X)³* *
Situación A2 . Igual a (Al), pero agregando que el grupo (H) está or-
ganizado a modo de secta, expone sus ideas entre sus miembros (A2a) y/o
también respecto de terceros (A2b) acerca de cómo, según su opinión, es
un comportamiento ético respecto de los miembros del grupo (X).
Situación A3 . Igual a la anterior, pero en ese caso los miembros de (H)
no sólo opinan sobre sus ideas sino que incitan a terceros a asumir sus
mismas actitudes respecto de los miembros del grupo (X).
Situación A4 .- Igual a (A2), pero agregando que el grupo (H) es una
agrupación política con aspiración de poder, que pretende que sus ideas
sobre cómo corresponde actuar respecto de (X) se transformen en institu-
ciones (normas). Para ello, por ejemplo, proponen reformar las cláusulas
constitucionales que consagran el derecho a la igualdad.

310 Al respecto, es intei esante la referencia de Gvrrco y Buvxc i, El derecho a la lihre ex-
pres ión, cit., ps. 60-66.
Es posible suponer que (H) y (X) constituyen cada uno de ellos el 5% de la pobla-
ción o, para hacer más interesante el debate, que (H) constituye el 5%, mientras que (X) re-
presenta al restante 95%. En este último caso nuestro debate tendrá una complicación adicio-
nal, por el hecho de que las restricciones que se pretendan imponer a (H) configurarían un
avasallamien to mayor itario.

Presupuestos constitucionalés 157


Situaciones B
Sí/ti‹icíÓii BI.’ Igual a (A 1), pero agregando que los miembros del gru-
po (H) creen que es su obligación moral agredir y/o encarcelar y/o matar
a los miembros del grupo (X).
Sí/uncícíit B2.’ (A2) + (B1).
ÍÍilOCióM B3. (A3) + (Bl ).
Situación B4. (A4) + (B1). Lo que en este caso proponen es consagrar
instituciones que permitan negar a (X) sus derechos, entre ellos, el déTé-
cho a la libertad y/o a la vida.

La pregunta que se presenta es: ¿cuáles de las conductas descriptas


en cada una de las situaciones precedentes son tolerables y cuáles no des-
de el punto de vista ético-político?
La respuesta a este interrogante ha merecido álgidos debates en la
doctrina y jurisprudencia de diversos países. Existen criterios de lo más
variados que en una apretada síntesis podríamos reducir a dos: los que
afirman el derecho a la libertad de difundir discursos ‹zii/í/í berIzid y los que
niegan la libertad de hacerlo. Las posiciones afirmativas consideran que
la expresión de una idea, por más equivocada, despreciable y antidemo-
crática que sea, nunca puede ser prohibida, porque la esencia de la liber-
tad exige tolerar incluso a quienes pretenden atentar contra ella; la difu-
sión de estos discursos de odio sólo puede ser prohibida cuando genera un
peligro inminente de lesión de los derechos de terceros. Dentro de las po-
siciones negativas se dice: a) que la libertad no puede admitir la difusión
de un discurso que de resultar vencedor terminaría con la propia libertad;
b) que la difusión de la idea de que otros seres humanos son inferiores,
despreciables, pasibles de odio o discriminación, no puede ser admitida
porque constituye en sí misma un modo de afectación de los derechos de
terceros.
A mi juicio, la situación Al no puede generar ningún tipo de sanción
jurídica. La circunstancia de creer determinada cosa (por ejemplo la in[e-
rioridad moral de los miembros de X) sólo podría ser sancionada en un de-
recho penal de autor pero no en uno de acto. Por su parte, las conductas
que constituyen la materialización de esa creencia (consistentes en evitar
contactos intersubjetivos con los miembros de X) son netamente privadas
y están indisolublemente ligadas a la esencia misma del derecho a la liber-
tad; en el caso, la libertad de elegir con quién relacionarse y con quién no.
En esta situación Al ni siquiera se presenta un problema de expresión de
ideas sino que estamos en el ámbito de los comportamientos privados,
propios, que aunque molesten profundamente a los demás y sean ética-
mente deleznables no pueden ser alcanzados por el derecho.
En la situación A2 comienza a plantearse el problema sobre el alcan-
ce del derecho a la libre expresión. No tanto en la situación A2a, ya que en
ella quienes piensan de igual forma (por ejemplo, los miembros de una
misma secta religiosa) actiian en el marco de un consentimiento mutuo,
vinculado al intercambio mismo de opiniones y que en muchos casos pue-
de estar relacionado indisolublemente con el derecho de elegir con quien

158 Segunda parte


relacionarse, ya que, por ejemplo, si los miembros de ese grupo (H) son
una minoría y los miembros de (X) son la mayoría dominante, la reunión
de miembros del grupo para intercambiar ideas puede ser uno de los ac-
tos más relevantes (y tal vez uno de los únicos) de ejercicio de la libertad
de e1egirª *². La situación A2b, sí presenta un caso claro de ejercicio del de-
recho de expresión, ya que la opinión de los miembros de (H) se manifies—
ta para que sea conocida por otras personas. En cualquier caso, debere-
mos decidir si la expresión de este tipo de ideas puede ser coartada, con
el argumento de que la libertad no admite que se la pretenda suplantar, o
con el otro argumento de que estos discursos afectan los derechos de las
personas objeto de discriminación.
La réplica de estos argumentos me permitirán sostener que en todas
las situaciones del tipo A no es posible establecer una prohibición legal.
Si no se reconoce el derecho de intentar abrogar la libertad por cami-
nos lícitos, se incurre en una clara contradicción con el principio que se
pretende preservar. Como vimos, libertad y tolerancia para los iguales o
para los más o menos tgua/es, es algo que de por st existe y que no requie-
re de una especial preocupación ética ni institucional. El problema de la
liQertad es frente a la diferencia, y su puesta a prueba se juega frente a la
más rfspida e irreconciliable diferencia.
En la actitud asumida en estos casos está el destino de la libertad, no
sólo como principio válido por st mismo, sino también como herramien-
ta utilitaria para la obtención de una mayor libertad para todos. Una res-
tricción a la libertad dirigida a evitar su sustitución sin dudas no impedi-
rá que esto suceda si son muchos y más poderosos los interesados en que
efectivamente ocurra; pero no me cabe duda de que la excepción de una
regla (en el caso la de la tolerancia) tan elemental y cara a la libertad, se
difuminará rápidamente en relación a otras situaciones frente a las que
existan fundados temores preventivos que pretendan establecer una prohi-
bición. Estos miedos aquellas excepciones son el camino más seguro ha-
cia la intolerancia y es por eso que, aun por una razón consecuencialista,
y por más aberrante y grosera que sea la idea que se deba tolerar, no po—
demos admitir excepciones a la regla de la libertad.
Con respecto al argumento de que la expresión de ciertas ideas afec-
ta la tranquilidad y libertad de los demás, creo importante recordar que
no cualquier n/ectnción de terceros es susceptible de habilitar la interven-
ción estatal y mucho menos la punitiva. Es posible que una gran parte de
las expresiones que llevan a cabo los seres humanos afecten a los demás,
y también que muchas de ellas generen temores que constituyan un mo-

Podemos imaginar el caso de que los miembros de (H) en su vida cotidiana (en el tra-
bajo, en sus vecindarios, etc.) están obligados a relacionarse con los miembros de (X) por el
simple hecho de ser éstos la mayoría de la población, y que el único espacio que tienen para
ejercer su derecho de tener contactos intersubjetivos exclusivos con los del grupo (H) sea jus-
tamente en las reuniones de dicho grupo, en las que pueden intercambiar ideas y opiniones.

Presupuestos constitucionaI‹3S 159


do de restricción de la libertad de otros. Podemos imaginar muchos dis-
cursos que generen este tipo de ofensas respecto de grupos de personas:
un discurso neonazi respecto de un sobreviviente del holocausto; un dis-
curso neoterrorista y antinorteamericano respecto del familiar de un fa-
llecido en el ataque al World Trade Center, un discurso extremo antimusul-
mán respecto de quien profesa esa religión, entre tantos otros. También
podemos imaginar discursos que evocan situaciones menos dramáticas
pero con igual aptitud para generar temor: un polftico bien ubicado en las
encuestas que propone un liberalismo y un ajuste salvajes puede generar
temor entre los desocupados y empleados públicos que pronto lo serán;
un político que propone expropiar todos los bienes sin excepción para re-
partirlos entre los pobres, puede asustar y afectar la libertad de los propie-
tarios; un político que propone erradicar las villas puede generar temor
entre quienes viven en ellas, y otro que propone expropiar y prohibir las
viviendas lujosas generaría lo mismo respecto de los ricos o no tan ricos
que las habitan.
Decir que sólo en el primer grupo de los ejemplos citados se justifica-
ría la prohibición pero no en el segundo grupo no es correcto, ya que, co-
mo la prohibición dependerá siempre de la efectiva creación de temor
(porque el peligro abstracto no basta para prohibir), puede darse el caso
de que el discurso menos dramático genere mayor temor que el que en
apariencia es más grosero. Por ejemplo, la víctima de un discurso neona-
zi puede no verse afectada en lo más mínimo porque sabe que por lo abe-
rrante del discurso jamás podrá reunir consenso en la sociedad como pa-
ra generarle algún problema, o incluso puede ya no afectarle por
acostumbramiento; en cambio, el empleado público demonizado por el
candidato liberal puede sentir un temor cierto, que afecta realmente su vi-
da diaria *³; y el propietario de clase media puede hasta considerar ven-
der todo lo que tiene y abandonar el país en vistas de la pe9ormiztice en las
encuestas del candidato pro expropiación.
Y si vamos más allá, y comenzamos a juzgar otro tipo de conductas
de la vida diaria, veremos que es infinita la lista de las que afectan seria-
mente la vida de los demás pero que forman parte del ejercicio mismo de
la libertad: el abandono de la pareja, la ruptura unilateral de una amistad,
el despido de un empleado, etcétera. Nadie se pondría a juzgar el tipo de
afectación que esas conductas producen, en miras de imponer una san-
ción jurídica en razón de el1aª 14, Y no cabe duda alguna que también en
estos ejemplos puede ocasionarse una limitación de la libertad ajena de

3 ³ 3 Por ejemplo puede privarlo de hacer determinados gastos, en vista de que se queda-
ré sin trabajo, o de envíai- a sus hijos a determinada escuela, etcétera.
314 En general, en el ejemplo del despido, las legislaciones imponen una sanción jui í-
dica (que no es penal), pero que no tiene relación con la afectaciÓn de los sentimientos ni de
la libertad, sino que se trata de una consecuencia meramente contractual.

160 Segunda parte


gran magnitud y que en los casos individuales pueden ser de mayor enti-
dad que las que generan los discursos discriminatorios o de odio.
Con esto pretendo reiterar un concepto ya visto, según el cual no
cualquier afectación de terceros es susceptible de habilitar una interven-
ción estatal. Cuando la afectación se produce como consecuencia del ejer-
cicio de un derecho, como expresión de la propia libertad y en el marco
de ella, no se puede imponer una prohibición y mucho menos de índole
penal.
Distinto es el caso cuando una expresión no se manifiesta en el ám-
bito del ejercicio de un derecho, sino que se utiliza como un instrumento
para afectar intencionalmente a otro, ya sea creando un peligro concreto
de lesión de sus derechos (es el caso de la incitaciÓn a una afectación de
derechos de terceros) o utilizando la expresión para afectar el honor de
una persona (es el caso de la utilización de la idea aberrante como modo
de injuriar3 ² ª). En estos casos la prohibición es válida como en cualquier
otro caso en el que la libertad es utilizada para llevar acabo una conduc-
ta que afecta el derecho de los demás.
Es interesante la cita John twrs al respecto. Este filósofo identifica
básicamente dos interrogantes; el primero: si los intolerantes tienen dere-
cho de quejarse por no ser tolerados; y el segundo: bajo qué condiciones
los tolerantes tiene derecho de no tolerar a los intolerantes. Respecto del
primer problema considera “que una secta intolerante no tiene derecho a
quejarse, cuando se le niega una libertad igual. Esto se deduce, al menos,
si se acepta que nadie tiene derecho a objetar la conducta de los demás,
cuando ésta es acorde a los principios que uno usaría en circunstancias si-
milares para justificar las propias acciones respecto a los demás”3 16, Res-
pecto de la segunda cuestión dice que “mientras una secta intolerante no
tiene derecho a quejarse de la intolerancia, su libertad iinicamente puede
ser restringida cuandn el tolerante, sinceramente y con razón, cree que su
propia seguridad y la de las instituciones de libertad están en peligro. El
tolerante habría de limitar al intolerante solamente en este caso”317,
Esta solución es seriamente objetable. En primer luigar, no es posible
limitar el derecho de queja en función del modo de pensar o de opinar de
cada uno; sería algo así como decir que los comunistas no pueden quejar-
se si se los desapodera de sus bienes porque ellos no creen en la propie-
dad privadil; o que Íos ultTaliberales que trabajan en relación de depen-
dencia no pueden reclamar una indemnización si los despiden porque si
triunfaran sus ideas económicas no existirían las indemnizaciones; o que

' Sobre los delitos de injurias colectivas mediante expresiones discriminatorias, SLo-
NIMSKY, Derecho penal nnticliscriniinatorio, cit., ps. 77-84.
316 is, Teoría cte la Justicia, cit., p. 251.
317 rs, Teoría de la justicia, cit., p. 254.

Presupuestos constitucionales 161


los anarquistas no pueden quejarse si el Estado no les brinda seguridad.
Esto importaria una palmaria violación del principio de igualdad, porque
determinados derechos sólo podrían ser ejercidos por quienes creen en
ellos (lo que, además, trae la complicación adicional de establecer quién
determina cuando una persona cree o no en un derecho y, por ende, cuan—
do puede ejercerlo o no). Respecto de la segunda cuestión, me parece que
la propuesta dt2 RAWLS COnduciría a un avasallamiento de los derechos de
las minorías, que pasarían a estar sujetas a1 examen de “no peligrosidad”
que debería llevar a cabo la mayorfa; no hay que olvidar que, en general,
la gente se siente en peligro frente a las ideas polfticas que no comparte,
sobre todo cuando éstas son consideradas extravagantes o raras; por ello,
creo que el criterio criticado es funcional a una sociedad de poca diversi—
dad y con un alto grado de intervencionismo estatal para uniformarla. Se
trata, otra vez, de un criterio peligroso que puede conducir rápidamente a
un Estado totalitario.
En las situaciones denominadas como B, el derecho de pensar, orga-
nizarse, expresarse y aspirar a ocupar el poder tiene los mismos límites.
Sólo es procedente la prohibición cuando el acto de expresión constituye
una amenaza (puesta en peligro) concreta e inminente de los derechos de
terceros 18 o cuando es un acto de afectación concreto del honor319,
La situación B3 es la más compleja de resolver. Si la incitación a
otros es una incitación a tener las mismas creencias parecería que debe
ser tolerada. Por el contrario, si es una incitación a asumir actos concre-
tos de violencia contra los miembros del grupo discriminado, constituye
un modo de afectación de derechos de terceros no amparada en el ámbi-
to de libertad. El tipo de conductas de las situaciones B es muy común en
la actualidad, en la actividad de determinados grupos religiosos funda—
mentalistas. Son grupos cuyos miembros creen que deben matar a sus
enemigos o que si mueren haciéndolo se ganan el paraíso. La decisión de
moral institucional que se asuma respecto de las situaciones B, determi-
nará la permisión o prohibición de esos grupos, y la posibilidad de profe-
sar su fe por parte de un gran número de personas.
No me cabe ninguna duda de lo repudiable que son estas creencias y
sobre la legitimidad y necesidad institucional de evitar su propagación. El
respecto de la libertad individual no significa que el Estado, en nombre de
la mayoría, no deba tomar acciones directas dirigidas a neutralizar el
efecto de la propagación de ideas que, de triunfar, acabarfan con la propia
mayoría. Las sociedades libres no pueden renunciar a sus instrumentos de
defensa, pero no tienen otro remedio que luchar con las armas de la liber—
tad. Nunca con las de sus adversarios.

318 Sobre la doctiúna del “peligro claro y actual”, G uLLco y BuixcHl, £:/ derecho a la libre
expresidn, ci t., ps. 68-86.
319 GuLrco y Bianchi, III derecho a la libre expresidn, en., p. 92.

162 Segunda parte


Una cuestiÓn interesante es la de la admisión de la difusiÓn de este ti-
po de ideas a los menores de edad. Respecto de éstos, el Estado es garan-
te de su libertad y se encuentra legitimado (tanto desde el punto de vista
ético—político como constitucional) para impedir que, incluso sus propios
padres, anulen la libertad de los menores mediante determinados tipos de
adoctrinamiento. La cuestión es sumamente difícil y peligrosa porque
nuevamente nos encontramos frente a una situación en donde la legitima-
ción de una intervención estatal puede generar el desborde de la injeren-
cia a otras situaciones, provocando una afectación inmoral de la libertad.
La pregunta es qué tipo de injerencia estatal es admisible respecto de, por
ejemplo, la educación que los padres pueden brindar a sus hijo 20 Evi-
dentemente no me introduciré en ese análisis. Sólo quiero dejar en claro
el criterio de que la difusión entre adultos de este tipo de ideas no puede
ser alcanzada por el Estado, pero la inoculación de éstas en menores sí.
No obstante, es probable que desde el punto de vista práctico la pro-
tección de la libertad de elección de los menores requiera acotar el ámbi-
to de libertad de los mayores y, evidentemente, ello presenta una situación
que no admite una solución aséptica desde el punto de vista de moral ins—
titucional. De todos modos, creo que las prohibiciones que establecen ac-
tualmente algunos tratados internacionales y leyes denominadas “antidis—
criminatorias”, no podrían en principio estar legitimadas desde el punto
de vista ético-político (ni tampoco desde el punto de vista constitucional,
en los textos que consagran una amplia autonomía personal), ni siquiera
para la protección de los menores de edad.

3. b. Pulsiones “fachistas"
Calificar como “facho” al que piensa diferente es moneda corriente.
Esa (des)ca1ificación en sí misma constituye un acto de “fachismo” de-
cirlo (como lo estoy haciéndo) parecería que también lo constituye
círculo vicioso?).
Algunos se compraron el mote de democráticos y, con él, el derecho
de calificar de (ncbos a los de la vereda de enfrente. Lo paradójico es que
siempre, pero siempre, sea quienes fueren los detentan el poder (los de
una u otra vereda) lo ejercen de forma (ric/io.
Ser progresista o democrático no depende del mote ni de la idea que
se sustente, sino del ejercicio concreto de conductas democráticas y tole-

" Nozlcn señala este inconveniente en relación a la admisión dentro del marco utópi-
co de comunidades que se organicen del modo que quieran, incluso de modo contrario a las
pautas liberales del Estado mínimo; dice: ”Los niños representan problemas ailn más difíci-
les. De alguna manera tiene que garantizarse que ellos están informados de las clases de al-
ternativas que hay en el mundo. Pero la comunidad de origen podría considerar importante
que los jóvenes no estuvieran expuestos al conocimiento de que a 100 kilómetros de distancia
hay una comunidad de gran libertad sexual” (4n‹irqiifzi, Estado y utopía, eiJ., p. 317).

Presupuestos constitUcÍ nal¢3S 163


rantes. Cuando un progre encarcela a un /oc/io por lo que éste es, o por sus
presuntas acciones “fachistas” previas, pero sin respetar sus garantías, se
transforma en un /‹icho más; con otro nombre, con otra imagen, con otro
hándicap para ejercer su “fachismo”. Y con ello, y por eso de que sí todos
lo hacer entonces está bien hacer/ 321 revalida las acciones pasadas que se
pretenden censurar.
Estas pulsiones “fachistas” son el principal obstáculo a la vigencia de
las garantfas: cuando gobiernan los “fachos” aplican sus ideas y, consecuen-
temente, las garantías no pueden regir; y cuando gobiernan los “progres”,
creen que la libertad es una idea y no se dan cuenta de que es un ejercicio.
La tolerancia no es sólo un argumento para que el otro nos tolere, si-
no para que nosotros toleremos al otro. No se puede construir un Estado
tolerante y democrático persiguiendo a los intolerantes y antidemocráti—
cos con sus propias armas. Las garantías se ponen a prueba cuando hay
que juzgar a alguien del otro bando; la inversa no tiene gracia.
No se puede apagar el fuego con fuego ni el “fachismo” con más “fa-
chismo”. De lo contrario todo se reduce a comprarse el mote más pinto-
resco y, en última instancia, a pisarle la cabeza al que piensa diferente ²².
Lamentablemente, la Argentina es el paraíso de las pulsiones “fachis-
tas” y ha perdido una oportunidad histórica de revertir su círculo vicioso.

3. c. Algo más sobre tolerancia y discriminación


Sostener, como lo hice previamente, que la libertad debe admitir los
discursos e incluso las acciones lícitas dirigidas a abolirla no es simpáti-
co, ni constituye una idea que me guste defender. ¿Quién defenderla con
ahínco el derecho de expresión y de acción de quien actúa para liquidar-
lo?; ¿quién daría la vida por ello? ª. Tal vez sólo un tonto.

Manifestación vulgar de la falacia naturalista (sobre ella supra I).


’" Así lo proponía sin tapujos Vladimir LENiii: “Democracia para la inmensa mayoría
del pueblo v represión por la fuerza, es decir, exclusión de la democracia, de los explotadores
v opresoi es del pueblo: ésta es la modificación que sufrirá la democracia durante la transición
del capitalismo al comunismo” (fzi democracia socialista, cit . , p. 16).
³²3 Nozlcx (Áii‹irqiiín, Estado y utopía, cit . , p. 287) se hace una pregunta similar ni bien
acaba de justificar su Estado mínimo: ”¿no cai‘ece de lustre la idea, o el ideal, del Estado mí—
nimo? ¿Puede llegar al corazón o inspirar a las personas para que luchen o se sacrifiquen?
¿Habría alguien que excavara barricadas bajo su bandera?”. En su nota cita a J.R. Lucas (Luc
principles o[ Politics, Oxford University Press, Oxfoi d, 1960, p. 292), qu ien sostiene que “un
Estado que fuera en realidad moralmente neutro, que fuera indiferente a todo valor aparte de
mantener el derecho y el orden, no lograría, en absoluto, suficiente lealtad para sobrevivir. Un
soldado puede sacrificar su vida por su reina y su patria, pero difícilmente por el Estado mí—
nimo (.. . ) Algunos ideales son necesarios para inspirar a aquellos sin cuya cooperac ión volun—
tai ia ese Estado sobreviviría”. NOZIcx discrepa con Lvc s y busca en la teoría iitÓpica una jus—
tificación adicional de su estado mínimo que es ”el único moralmente legítimo, el Único
moralmente tolerable, es, como ahora vemos, el que mejor realiza las aspiraciones utÓpicas
de incontables soñadores y visionarios” (cit., p. 319).

164 Segunda parte


Pero eso es la libertad. Y asf funciona como pauta ética de análisis
institucional. Si hacemos una excepciÓn simplemente incurriremos en
una falta ético-política y nada más. Si queremos organizar un Estado en
el que ciertas personas que quieren liquidar a otras no tengan lugar, habrá
que expresarlo constitucionalmente y así se solucionarán los problemas
de legitlmidad interna. Subsistirá, claro está, el disvalor ético-político con-
tra un Estado así.
De todos modos existen diferentes países con distintas idiosincrasias
y no parece descabellado que las comunidades escojan entre quienes quie-
ren vivir y hasta donde tolerarán expresiones y conductas dirigidas a su—
plantarlas o destruirlas. Ouienes tengan estas pretensiones en todo caso
podrán cambiar de comunidad; podrán irse a otra en la que esas preten-
siones sean bienvenidas.
Este tipo de instituciones podrían discutirse, pero lo que me parece
claro es que no se pueden consagrar en nombre de la tolerancia y de la no
discriminación, porque ellas necesitan justamente incurrir en la intole-
rancia y la discriminación.
Ello pone de manifiesto la contradicción insalvable de instrumentos
internacionales tales como la Convención contra la discriminaciÓn, ya que
el logro de sus fines exige recurrir a ella, porque existen ideas, opiniones,
religiones o sectas que profesan el odio, la muerte y la segregación. Si se
quiere sancionarlas, como la Convención propone, entonces hay que incu-
rrir en una discriminación en su contra.
Me parece claro el círculo vicioso.

Presupuestos constitucionales 165


XII. Principio de culpabilidad

No hay delito si no se puede reprochar constitucionalmente


la conducta ilícita. No hay reproche si el autor no pudo decidir
libremente motivarse en la norma y actuar de otro modo.

1. Introducción
El principio de culpabilidad es la caracterfstica distintiva de un orden
jurídico que considera al hombre como un ser libre y responsable, capaz
de motivarse en las prescripciones jurídicas, y susceptible de ser alcanza-
do por la coerción punitiva sólo en la medida de su responsabilidad y nun-
ca en función del azar o de la razón de Estado.
, La consecuencia principal de este principio es que nadie puede ser
penado sin que haya podido motivarse en la norma, para decidir libre-
mente entre cumpliría o quebrantaría, lo que, como recaudo mfnimo, pre-
supone la existencia de una conexión subjetiva entre el autor y el hecho
(no es admisible la responsabilidad objetiva), y su libertad de actuar al
momento de la comisión (no se puede castigar al que no tuvo libertad pa-
ra motivarse en la norma, sea porque no pudo conocerla —por inmadurez,
enfermedad u error—, sea porque, conociéndola, se vio compelido a no res-
petarla). En otra palabras, es necesario que el autor haya tenido libertad
para actuar de un modo diferente al que lo hizo.
En general se distingue a $a culpabilidad como principio constitucio-
nal, de la culpabilidad como estrato sistemático del delito. Personalmente,
creo que ambas son una misma cosa: el principio constitucional coincide
con su sentido como estrato del delito. Éste existe como expresión de aquél
pero son lo mismo: el reproche por la falta de motivación en la norma.
Esto no significa que la culpabilidad como escalón sistemático conten-
ga todas las exigencias subjetivas que se derivan del principio constitucio-
nal. La subjetividad respecto del hecho es un presupuesto de la culpabili-
dad pero no forma parte de ella. Dicho de otro modo, como en el tercer
peldaño sistemático se debe llevar a cabo el juicio de reproche, es necesa-
rio que el ilfcito se configure también subjetivamente porque sino deven-
drfa irreprochable. Por esa razón, la existencia de dolo o culpa respecto de
la realización del suceso objetivamente descripto en los tipo penales, es
una de las consecuencias más relevantes de este principio constitucional.
Si el suceso no fue cometido dolosa o, al menos, culposamente, no consti-
tuye un ilícito apto para ser sometido a la valoración propia del estrato de
la culpabilidad, porque la irreprochabilidad es manifiesta de antemano.
A continuación estudiaremos la configuración precisa del concepto y
su derivación constitllCional. POSteriormerite (iit/rii XX) se analizará el

Presupuestos constitucion8ll£rS 167


principio en su manifestación sistemática, y se hará referencia a su evolu-
ción y a la crítica de las modernas posiciones.

2. Concepto, contenido y fuente del principio de culpabilidad


Hay ciilpabilidacl cuando al autor le era exigible motivarse en la norma,
y evitado lu comisión del ilícito penal. H‹zy culpabilidad, entonces, cuando
puede [orrnttlarse un juicio de reproche jurídico-penal {sobre la base de lot
principios que írr‹zdinii de la Coiisií tncícíii ) por no haberse motivado en el
mandato normativo.
La doctrina y jurisprudencia de los derechos penales emparentados
con el sistema continental europeo, consideran que el principio de culpa-
bilidad está consagrado en los textos constitucionales. Se sostiene que se
deriva de la dignidad de la persona humana reconocida constitucional-
mente, o que se trata de uno de los tantos derechos implícitos o innomi—
nados324,
En relación a la Constitución española, BACIGALUPO 325 considera que
este principio se deriva de: a) la consagración del estado de derecho (art.
1. l, CE): b) la dignidad de la persona humana y del libre desarrollo de su
personalidad (art. 10. 1); c) el principio de legalidad (arts. 25. 1 y 9.3, CE)
al que considera una garantía que rige también al momento de la decisión
del hecho; d) la protección a la libertad y seguridad (art. 17, CE), porque
“nadie es libre ni goza de seguridad si el Estado puede aplicarle penas por
hechos u omisiones inevitables, es decir que no sean consecuencia de su
acción voluntaria evitable” 326 y e) la exigencia de proporcionalidad entre
la pena y el hecho que se deriva de la prohibición de penas inhumanas y
degradantes (art. 15, CE).
Creo que en varios textos constitucionales existen disposiciones ine-
quívocamente indicativas de la vigencia de este principio. Se trata de pau-

324 Hacen referencia expresa a la dignidad humana como derecho fundamental (de un
modo útil para elaborar una deducciÓn de este tipo) los textos constitucionales de España
(art. 10.1, que establece: “La dignidad de la persona, los derechos inviolables que le son inhe-
rentes, el libre desarrollo de la personalidad, el respeto a la ley y a los derechos de los demás
son fundamento del orden político y de la paz social”), El Salvador (art. 10), Costa Rica (art.
33), Venezuela (art. 3), Perú (arts. l y 3), entre otros. Por su parte, el art. 33 de la Constitu-
ción argentina dispone: “Las declaraciones, derechos y garantías que enumera la Constitu-
ción, no serán entendidos como negaciÓn de otros derechos y garantías no enu merados; pero
que nacen del principio de la soberanía del pueblo y de la forma republicana de gobierno”.
Otros textos establecen disposiciones similares como, por ejemplo, las constituciones de Uru-
guay (art. 72) , Venezuela (art. 22), Perú (art. 3), Colombia (art. 94), entre otras. En otros ca-
sos, la referencia a la tutela de los derechos inherentes a la persona humana o a la condiciÓn
humana o simplemente la referencia a los derechos consagrados en pactos internacionales,
tienen el mismo sentido normativo.
325 BzCicwuro, Principios constitucionales de derecho penal, cit., ps. 148-131.
326 BAcic uueo, Principios constitucionales de derecho penal, cit., p. 148.

168 Segunda parte


tas y criterios que son una derivación neCéSílriíl de la culpabilidad y que,
por ello, denotan su consagración como dt2Ft?ChO fundamental.
IEn primer lutgar, corresponde destacar la importancia del principio de
legalidad. Este tiene su razón de ser en la culpabilidad; ¿por qué debe ser
previa la ley penal?: porque sólo asf los individuos pueden motivarse en
ella. Si la ley es posterior: ¿qué reproche jurfdico se podrfa formular sobre
el sujeto que no pudo motivarse en la norma que no existía y que no pu-
do ser conocida?
De las diferentes fórmulas con las que se consagra la regla de la lega—
lidad, me interesa destacar una de ellas que denota cabalmente la consa-
gración del principio de culpabilidad penal. Me refiero a la utilizada por
la Constitución argentina en la segunda parte del art. 19:

“Ningún habitante de la Nación será obligado a hacer lo que no manda


la ley, ni privado de lo que ella no prohíbe”.

Esta norma —que como ya se ha visto previamente está consagrada en


términos similares en los textos de El Salvador (art. 8), Uruguay (art. 10),
Honduras (art. 70), Perú (art. 2, 2‘ parte, l tem), Nicaragua (art. 32) y
Paraguay (art. 98, .), entre otras— es la clave del principio de culpa-
bilidad.
Esta regla establece algo más que la mera prohibición de penar sin
ley previa que caracteriza a la legalidad (que, en definitiva, es una prohi-
bición dirigida al gobernante para evitar que, conociendo lo que otro hi-
zo, lo castigue con una ley posterior). Aquí estamos en presencia de una
garantía diferente.
La fórmula citada hace referencia a la norma como motivadora de
conductas, ya que no otra cosa puede inferirse de la referencia al “manda-
to” y a la “prohibición” emergentes de la ley. La ley “manda” o “prohíbe”
y esto es algo más que simplemente sancionar. Es una forma de comuni-
cación con los destinatarios de la norma: mediante la ley el orden jurídi-
co se dirige a los ciudadanos para transimitirles el contenido de las prohi-
biciones y de las normas imperativas que, excepcionalmente, les
compelen a realizar ciertas conductas.
En contra del sentido motivador de las normas se ha dicho: “Ni la ley
penal presupone la existencia de una norma metajurídica inmediatamen-
te antepuesta al tipo legal, ni ella tiene por función motivar la voluntad del
hombre al cumplimiento del derecho; el derecho público no es un orden
equivalente en la tierra a un sistema moral natural, porque las malas in-
tenciones del autor, porque la moral, la buena y la mala, es vital para la
autonomía de la persona y para la configuración de un concepto de justi-
cia formal. Nada puede esperarse de la ley penal más que el castigo racio-
nal, aunque la buena intención o tal vez la mala conciencia del dogmáti-
co quiera ver al derecho como la fuente de toda obediencia. No hay norma
penal, ni castigo que pueda pretender ubicarse en el campo social como

Presupuestos constitucionales 169


un programa estimulante de las buenas acciones, y que quiera influir en
la conformación y preservaciÓn de la convivencia humana. No hay en la
historia sociedad que haya perdurado, ni ciudadanía que aceptara obe-
dientemente la autoridad a base de puro castigo” 327
No veo que de la asignaciÓn de efecto motivador a las normas pena-
les pueda inferirse que la ley es la única fuente de toda obediencia. El de-
recho (el penal también) puede servir como motivador de conductas aun-
que su sentido existencial no sea ese. Es cierto que en la ética (social,
religiosa, individual) hallamos las verdaderas pautas que regulan la con-
vivencia humana y que sin ellas el respeto de la ley puede reducirse a la
nada. Pero eso no autoriza a privar al legislador de hacer un último inten-
to por motivar conductas, justo allí donde la ética ha fracasado y donde se
está a punto de causar un daño grave a un tercero. Si no lo dejamos, si no
permitimos que anuncie el castigo asociado a la conducta prohibida, no
podremos reprochar al autor el haberla llevado a cabo, porque éste podrá
decir “a ml no me avisaron”, “ustedes no hicieron nada para motivarse a
desistir”. Porque el castigo no puede ser racional si no tiene una explica-
ción a su vez racional; y no es racional atender tan sólo al daño para aso-
ciarle una pena, sin que nos importe tratar de evitar la lesión mediante el
intento de motivar conductas fieles al derecho o, visto de otro modo, de
desactivar las conductas que afectan de determinada forma los derechos
de los demás. Más que motivación en la ley, lo que podemos pretender es
la desmotivación de ciertas conductas lesivas de bienes jurfdicos, y no po-
demos ver en ello ninguna etización del derecho. En la medida, claro es-
tá (y en ello coincido con el planteo general del autor citado), de que la
mera falta de motivación (disvalor de acción) no absorba todo el conteni—
do del injusto (sobre ello ver iii/r‹i XVIII. 1).
El sentido motivador (o desmotivador) de las leyes presupone que el
sujeto al que se encuentran dirigidas sea capaz de motivarse en el manda-
to normativo. La comunicación con los ciudadanos presupone que éstos
entiendan lo que se les comunica; de lo contrario no puede existir. Y tam-
bién requiere que tengan libertad para motivarse, esto es, que no se vean
compelidos a quebrantar el mandato legal. En definitiva, la regla presupo-
ne la habilidad de los destinatarios de las normas para motivarse en ellas,
o sea, para conocerlas, entender su significado y poder decidir libremente
(sin condicionantes externos decisivos) entre respetarlas o contradecirlas.
De este presupuesto debemos deducir que la ausencia de esa habili-
dad, o sea, de la posibilidad para motivarse en la norma, imposibilita la
aplicación de una sanción. Ése es el trasfondo de la regla, es su razón de
ser, ya que de lo contrario bastarfa con la mera consagración de la legali-

327 AGIA, Alejandro, De la crítica a la [e, a la [e en la autoridad. Una crítica a la teoría


del ilícito [uindada en el disvalor de la accidn, en “Revista Jurídica de la Universidad de Paler-
mo”, año 2, n‘ 1 y 2, Buenos Aires, abril de 1997, p. 188.

— Segunda parte
dad formal como lo hacen suficientemente otras normas constitucionales.
La mención de la existencia de mandatos normativos, denota la relevan-
cia de sujetos libres y aptos para cumplir esos mandatos, ya que de lo con-
trario la referencia a los primeros no tendría sentido jurídico alguno. De
allí podemos deducir, suficientemente, la relevancia constitucional de la
posibilidad de cumplir los imperativos 1ega1es³ª . Cuando esa posibilidad
no existe (por inmadurez, error o falta de libertad), no puede haber repro-
che constitucional alguno contra el sujeto que violó la ley. Es culpable el
que no se motivó en la ley, pero sólo si pudo actuar de un modo diferente
al que lo hizo. Como luego se verá, una de las principales consecuencias
de este criterio es la relevancia eximente del error de derecho.
Este razonamiento se ve reforzado en las constituciones que consa-
gran el régimen republicano de gobierno porque su esencia es coinciden-
te con la de la culpabilidad. Las leyes deben ser públicas para que las per-
sonas puedan conocerlas y, de este modo, adecuar sus conductas a las
prohibiciones y mandatos emergentes de la norma. El principio republi-
cano es una garantía contra la arbitrariedad del poder y, consecuentemen-
te, en favor de la libertad individual: sólo se puede ser libre si se sabe de
antemano el contenido de la ley, esto es, el límite entre lo permitido y lo
prohibido. Ésa es la esencia de lo que se denomina principio de certeza’.
que consiste en la posíbí /íd‹id de calcular las consecuiencias normativas de
las proptas conductas, tener certeza es saber a qué ‹atenerse. La exigencia
de culpabilidad es la manifestación de la forma republicana de gobierno
en el ámbito del derecho penal: la aplicación de una sanción penal está
condicionada por la publicidad de la ley, lo que sustancialmente signifi-
ca que está condicionada por la razón de ser de la necesidad de esa pu-
blicidad: la posibilidad de conocimiento y motivación en la norma.
Una cuestión medular en la teoría de la culpabilidad es la determina-
ción de la base sobre la que se formula el juicio dt2 rt?J9TOChI?. Si la base es
moral, se cae en una etización del derecho incompatible con el derecho
penal liberal. Si la base es jurídica, cabe preguntarse, entonces, qué senti-
do tiene la culpabilidad como contrapeso al poder punitivo si, en definiti-
va, podría sostenerse que este poder se manifiesta en las mismas normas
penales que consagran el principio limitador. Los funcionalistas deducen
la culpabilidad de la teoría de la pena de la necesidad de imponerla, de los
criterios jurídicos que establecen qué desviaciones son admitidas como
excusa y cuáles son competencia del autor. Consecuentemente, si el repro-
che es jurídico, los funcionalistas dirán que ello termina confirmando su
posiciÓn, en la medida en que es el ordenamiento jurfdico el que estable-
ce lo que puede ser excusado y lo que no puede serlo.

³² se teta de “el poder en lugar de ello” al que se refería WrrZcL (Derecho penal ale-
mÓn, cit. , p. 201).

Presupuestos constitucionales 171


CCtlTlO SE VéFá más ttdelante el juicio de reproche de culpabilidad es
un juicio de naturaleza constitucional que tiene por objeto ponderar (pa-
ra eventualmente hacer prevalecer), las razones que tuvo el autor para co-
meter el injusto en contra de las razones del orden jurídico para reprimir-
lo. La tensión individuo-sistema penal sólo puede ser resuelta de forma
satisfactoria por parte de un sujeto imparcial que no forme parte del po-
der punitivo. Sólo hay un sujeto capaz de revestir (en el mayor grado po-
sible) esa condición: se trata del jurado popular. Si el examen sobre la cul-
pabilidad es constitucional (y así debe ser porque ésta es una garantía de
ese rango), debe ser llevado a cabo necesariamente por el jurado en las
constituciones que establecen ese sistema de juzgamiento, como ocurre
con la Constitución argentina.
Veremos luego las consecuencias de esta propuesta en el debate sobre
la culpabilidad.
La prohibición de la prisión por deudas es otra manifestación del
principio de culpabilidad que denota su rango constitucional. Dicha pro-
hibición está consagrada en los más importantes pactos internacionales
(art. 11, PIDCP; art. 7, CADH) y en muchos de los textos constitucionales,
como por ejemplo los de El Salvador (art. 27), Perú (art. 2, 2‘ p., 3‘ ítem),
México (art. 17, 4’ párr.), Ecuador (art. 23, inc. 4), Nicaragua (art. 41), Pa-
raguay (art. 13J,; Colombia (art. 28), Suiza (art. 59.3), entre otros.
La pregunta es: ¿por qué no puede haber prisión por deudas? Existen
diversas respuestas.
En primer lugar, porque el no pago de una deuda puede tener su ori-
gen en situaciones de insolvencia que no pueden merecer un juicio de re-
proche. La mala administración del patrimonio que torna imposible el pa-
go de una deuda es una conducta que no puede ser reprochable, en el
sentido en que puede serlo el incumplimiento de un mandato normativo
concreto respecto de la realización o no realización de determinada con-
ducta; la irreprochabilidad jurídica es, en el caso, manifiesta329,
En seguindo lugar, porque una vez en la situación de insolvencia, el
pago de la deuda puede tomarse prácticamente imposible. No me refiero
a la imposibilidad vinculada a la posibilidad real física de ejecutar la ac-
ción debida en los tipos omisivos, porque esa posibilidad podría existir
por ejemplo tomando una nueva deuda o vendiendo lo poco que queda pa-
ra el sustento. Me refiero a la imposibilidad vinculada al “poder en lugar
de ello”, que se refiere a situaciones en las que si bien es posible ejecutar

329 s por ello que considero inconstitucional el tipo del art. 177, CP argentino, que dis-
pone: “Será reprimido, como quebrado culpable, con prisiÓn de un mes a un año e inhabili-
tación especial de dos a cinco años, el comerciante que hubiere causado su propia quiebra y
perjudicado a sus acreedores, por sus gastos excesivos con relación al capital y al número de
personas de su familia, especulaciones ruinosas, juego, abandono de sus negocios o cualquier
otro acto de negligencia o imprudencia manifiesta”.

172 Segunda parte


la conducta debida no es posible emitir un juicio de reproche jurídico por
no haberlo hecho.
Creo que nuevamente estamos ante una expresión constitucional del
juicio de reproche que denota la jerarquía constitucional de la culpabili-
dad. Veremos luego que ocurre lo mismo con el denominado principio de
intrascendencia de la pena.

3. Incidencia del principio de culpabilidad en la teoría del delito


La concepción de la culpabilidad como reproche incide en la configu-
ración de la teorfa del delito. Ante todo, porque determina su punto de re-
ferencia: sólo una acción puede ser objeto de un juicio de reproche. Ade—
más, la culpabilidad establece el contenido de los estratos sistemáticos; no
sólo del estrato que lleva su nombre (que es la manifestación dogmática
del principio constitucional) sino, especialmente, determinando el conte-
nido de la tipicidad. El tipo penal no puede individualizar conductas o he—
chos que, ya desde el punto de vista abstracto, son irreprochables, porque
serfa absurdo que individualice conductas que no se puede válidamente
castigar. El tipo es una figura abstracta que puede atrapar en su descrip-
ciÓn diversas acciones, que luego podrán ser o no justificadas o inculpa-
bles. Pero cuando, desde el vamos, el tipo individualiza conductas irrepro-
chables, contiene en sí mismo un vicio que lo hace contrario al principio
de culpabilidad. Si, por ejemplo, el tipo individualiza la acción de causar
la muerte de otro sin previsibilidad alguna, estaría individualizando una
conducta insusceptible de desmotivar y, por ende, de ser castigada en el
marco de la vigencia del principio de culpabilidad penal.
La solución dogmática frente a una norma como esa debe ser la ati-
picidad por inconstitucionalidad del tipo penal y no la de la inculpabili-
dad. Ello es asf porque la individualización de una conducta como prohi-
bida supone la posibilidad legal de castigarfa. Matar intencionalmente a
otro es una acci6n susceptible de ser castigada aun cuando en algunos ca-
sos concurran excepciones (causales de justificación o de inculpabilidad)
que eliminen el delito. En cambio, matar a otro sin previsibilidad sobre el
resultado es una conducta que no puede ser constitucionalmente penada,
por lo que es un contrasentido que pueda configurar un ilícito penal.
La solución de la inculpabilidad en el caso sería engañosa, ya que en
realidad no existirfa inculpabilidad por el injusto sino inculpabilidad del
injusto. En el juicio de culpabilidad se debe determinar si al autor se le
puede reprochar haber llevado a cabo un ilícito penal; pero cuando éste es
de por st intrínsecamente irreprochable no existe posibilidad alguna de
efectuar un juicio válido de reproche.
Otra derivación dogmática del principio de culpabilidad es el princi-
pio de evitabilidad, que rinde sus frutos no sólo como criterio de atribu-
ción del resultado (sólo son atribuibles a la acción de un sujeto los resul-
tados que pudo evitar), sino en toda la estructura de la teoría del delito,
en la medida que sólo en función de la no evitación de lo evitable pueden

Presupuestos constitucionaI£› S 173


imponerse al autor consecuencias jurfdicas adversas. Dice ROXIN que “la
aparición de la idea de evitabilidad en todtls US C£Ltegorías de la estructu-
ra del delito nos muestra de qué se trata en realidad: no de un concepto
de acción, sino de un punto de vista de imputación (.. .) Zc›s requisitos res-
pectiva mente distintos de la ‹zccíÓit, el injusto y la culpabilidad serlo se dan
en todos los casos si el autor no los ha evitado aunque podía evitarlos. Por
consiguiente, la elaboración del principio de evitabilidad desde los puntos
de vista valorativos de las diversas categorías del delito es una importan-
te misión dogmática” 0 Basta citar, por ejemplo, las siguientes manifes—
taciones dogmáticas de este principio:
a) en los delitos de omisión la posibilidad de evitar el resultado es un
elemento esencial del tipo objetivo (iii/r‹i XVII. 7. b), ya que las normas
imperativas no pueden ordenar metas de imposible realización;
b) como consecuencia de lo anterior, en los tipos de omisión impro-
pia es necesaria la existencia de un nexo de evitación entre la acción or-
denada y el resultado, cuya concurrencia exige, necesariamente, la aptitud
de la conducta para evitar el resultado;
c) en los tipos culposos no basta la relación causal, sino que se exige,
también, la relación de determinación entre la violación del deber de cui-
dado y el resultado (esa relación falta cuando la acciÓn diligente no habrfa
evitado su producción —íii/r‹i XVII. 5. b y 8—);
d) la necesariedad como requisito de la legftima defensa y del estado
de necesidad (íii/ro XIX. 4 y 5) exige que no haya posibilidad de evitar el
resultado de un modo menos gravoso; consecuentemente la evitabilidad
del resultado por un medio menos lesivo es condiciÓn de la afirmación de
la antijuridicidad;
e) el aporte causal del cómplice sólo es típico en la medida en que ha-
ya podido evitar la incidencia objetiva de su contribución; así, por ejem-
plo, el abogado que sabe que su dictamen —jurídicamente correcto— será
utilizado para la comisiÓn de una defraudación no es participe de ésta
porque, sin quebrantar su rol, no tiene modo de evitar producir un apor-
te objetivo al delito (esto podrfa ser analizado como un problema de pro-
hibición de regreso —íit/rn XVII. 3. b. b— en el marco de la teoría de la im-
putación objetiva, o como una cuestión atinente al ámbito de prohibición
de la norma —í ri/r‹z XII. 2. b-—);
f) los tres sub—estratos de la culpabilidad como escalón sistemático
concurren sÓlo a partir de la evitabilidad, que falta en el caso del inim-
potable, del que actúa en error de prohibición o de quien obra ampara-
do en una causal de inexigibilidad (íii/r‹i XX). Éstas son algunas de las
manifestaciones concretas de la posibilidad de evitar como criterio de
atribución.

330 Roxi×, Derecho penal. P‹irre general, t. I, cit., p. 25 l .

174 — Segunda parte


XIII. Principio de reducción racional

La reaccidn punitiva debe contenerse racionalmente.

3.. Enfoque
La naturaleza intrínsecamente mala de la reacción punitiva, hace na-
cer diversos principios limitativos dirigidos a minimizar el ámbito de in-
jerencia del sistema penal en las libertades individuales. Esos principios
conducen a una restricción del alcance de las leyes penales y tienden a in-
troducir un mfnimo de sentido común, coherencia y razonabilidad en su
interpretación.
Cuando no existe más remedio que habilitar la reacción punitiva, el
Estado no hace más que confesar su fracaso. Porque el Estado existe pa-
ra preservar los derechos de los ciudadanos, evitando que ellos sean lesio-
nados, e intentando un modo de reparación frente a la lesión ya ocurrida.
Recurrir a una coerción irracional que no previene ni repara no es más
que una rendición. No sólo frente al delito sino, especialmente, frente a
quien pretende una reacción (venganza) de índole punitiva. Sólo cuando
no es posible reparar o cuando cualquier reparación es tan sólo simbóli-
ca o cuando el conflicto adquiere una entidad trágica, el Estado debe ren-
dirse ante la pretensión de la vfctima de liberar una pulsión vengativa.
Si se rinde en otro contexto, habiendo alternativas válidas, siendo po—
sible aún decirle que no a la víctima, el Estado fracasa intencionalmente
y se degrada moralmente. De allí nace el principio de reducción r‹zcíona/ ,
que es un principio ético-político derivado de la propia concepción de la
pena como venganza v que tiene una manifestación positiva concreta en
los principios de ti/tímiz ratio (o necesidad) y razonabilidad.

2. Principio de necesidad (tz/tima ratio)


La crí minali zacidn del conflicto debe ser estrictamente necesaria.
La reaccidn penal es el iiltimo recurso del Estado.

Ya vimos que la necesidad de la pena es considerada una condición de


legitimidad en la posición consensual de Carlos NINo; también constituye
uno de los principios básicos del garantismo penal en la teoría de Luigi

Presupuestos constitucionales 175


Me parece claro que, en la medida en que las constituciones tienen
como sentido primordial custodiar los derechos individuales frente al po-
der estatal, no se puede legitimar constitucionalmente una potestad coer-
citiva cuando existe otra menos gravosa tanto o más eficaz para solucio-
nar un problema o mantener la vigencia de un derecho. De lo contrario,
la privación del derecho individual (el afectado en exceso de lo estricta-
mente necesario para solucionar la controversia) deja de tener sentido y
se transforma en un mero acto de poder. En la Constitución argentina ello
contraria claramente la regla del art. 28 ya analizada previamente.
Si se concibe al derecho como una herramienta racional y civilizada
de solución de controversias, antes que como un instrumento habilitante
de violencia irracional, la reacción punitiva, que no sirve en general para
solucionar conflictos, debe ser el último modo de reacción estatal.
La ilegitimidad de la coerción punitiva innecesaria es tanto mayor en
un sistema penal que expropia el conflicto, porque en tal caso la tensión
del individuo criminalizado es directamente contra el poder público, con-
tra la mayorfa, y es justamente frente a ese tipo de relación desigual que
las garantías constitucionales están llamadas a actuar, como herramientas
acotantes del poder.
“Toda pena (dice el gran MONTESQUiEv) que nCt SE deriva de la absolu-
ta necesidad, es tiránica; proposición que puede hacerse más general de
esta manera: todo acto de autoridad de hombre a hombre, que no se deri-
ve de la absoluta necesidad, es tiránico”, decía BECCARIA3³ ².
La necesidad de la pena debe ser entendida como la imposibilidad de
renunciar a ella en razón de la fndole del conflicto. Cuando éste puede
abordarse razonablemente mediante la utilización de otras herramientas
legales, la criminalización del problema no es necesaria y se torna ilegíti-
ma desde el punto de vista ético-político y, en general, también desde una
perspectiva constitucional, si se tiene en cuenta el sentido último de los lí-
mites y cuidados con los que las constituciones modernas rodean la reac-
ción punitiva.
Existe, en suma, un principio constitucional de necesidad o de subsi-
diariedad o de ultima ratio, en virtud del cual las normas penales, en cuan-
to habilitantes de poder punitivo, deben ser interpretadas de modo restric-
tivo dando prioridad a la utilización de otras herramientas jurídicas
alternativas para el abordaje de los conflictos humanos. La reacción puni-
tiva debe ser residual, para aquellas situaciones en las que no queda más
remedio que resignarse a ella.
Las disquisiciones entre interpretación extensiva y analógica que pre-
tenden admitir la validez de la primera no pueden ser admitidas. La inter-
pretación extensiva no sólo lesiona el principio de estricta legalidad, sino

’ 'De los delitos y de las penas, cit., cap. 2.

176 Segunda parte


también el de ultima ratio. En primer lugar, porque constituye un intento
de otorgar al derecho penal funciones que no tiene; interpretar extensiva-
mente un tipo penal sólo tiene sentido a partir de la creencia de que la pe-
na tiene una utilidad. Pero si partimos de la base de que esa utilidad no
existe (y ello es así al menos respecto de los fines usualmente asignados a
la pena) la extensión no tiene razón de ser. En segundo lugar, porque se
olvida que la tinica función del derecho penal es la de limitar el poder pu-
nitivo de los órganos estatales: frente a la pretensión persecutoria se opo-
ne el principio de u//im‹i ratto, sosteniendo que dicha pretensión debe ser
canalizada por otras vías jurfdicas alternativas, por las vfas adecuadas pa-
ra obtener la solución del conflicto y no por la vfa de la reacción punitiva
residual.
El principio de necesidad expresa el sentido de la existencia del Esta-
do; recuerda que el Estado debe ser moralmente superior al delito y que
no puede rebajarse a su nivel. El Estado debe evitar la violencia: el delito
y la pena; y para ello debe agotar todos los esfuerzos para encontrar en ca-
da caso la solución menos violenta frente a los conflictos humanos. Para
logpar ese cometido debe interpretar la ley penal de modo reductor desde
la concepción de la pena como ultima ratio del orden jurfdico.

3. Principio de razonabilidad
Las leyes penales deben tener una explicación racional. Las reacciones
deben giin rdor proporci‹ín entre sí y con sus antecedentes.

La razonabilidad se vincula con el sentido de justicia3³³. Se conside-


ra que las leyes no son razonables cuando son arbitrarias, esto es, cuando
los medios con los que se reglamentan los derechos constitucionales no
guardan relación con los fines pretendidos. Respecto de la ConstituciÓn
argentina, hemos visto que se ha considerado que la irrazonabilidad es un
modo inconstitucional de reglamentar los derechos constitucionales en
función de la regla del su. 2g 334,
En materia penal, la exigencia de razonabilidad se traduce en la limi-
taciÓn del alcance de los tipos y las sanciones, y otorga una herramienta
efectiva para ejercer un control de constitucionalidad que ampare las ga-
rantías frente al poder mayoritario.
Según LiNARES, existen dos criterios de razonabilidad jurídica frente
a los que debe juzgarse la validez constitucional de las leyes: la razonabi-
lidad en la selección de los antecedentes y la razonabilidad en la pondera-

Así, Lixwrs, Razonabilidad de las leyes, cit., ps. 106- l l l .


334 Dice LinAiirs, Razonabilidad de las leles, ci t., p. 164, que “como la Constitución no
define lo que entiende por nI?erztr et derecho reglamentado, la garantla del debido proceso, con
su fórmula de razonabilidad, configura el instrumento técnico para saber si se hiere o no en
su sustancia y por tanto se altera el derecho regulado. Ouiéralo o no el intérprete".

Presupuestos constitucionales :t.7 7


ción entre el antClCt2dente y el consecuente de la norma. El primer criterio
hace a la consideración de los distintos supuestos que tornan aplicables
diferentes consecuencias normativasª ª. El segundo criterio (que es el que
me interesa a los fines del análisis que sigue) nos remite a la idea de pro-
porcionalidad: “Para que haya razbnabilidad o justicia debe haber cierta
igualdad o equivalencia axiolÓgica, entre el antecedente y el consecuente
de endonorma y perinorma” 3ª; “Trátese ésta de una razonabilidad ——o en
su caso de irrazonabilidad— en la imputación y que en el derecho de los
EE.UU. se conoce como b‹i/‹iiice o[convenience rii/ ”337
Este segundo criterio, aplicado a los tipos penales, impide el estable-
cimiento de penas totalmente desproporcionadas a la gravedad de la con-
ducta descripta por el tipo. Si se castigase con prisión perpetua al ladrón
de pasacassettes, estarfamos frente a un claro supuesto de irrazonabilidad
en la ponderación que tomaría inconstitucional a la norma, ya que el de-
recho a la libertad habría sido vulnerado por la norma que lo reglamenta.
Pero la utilidad real de este criterio para la dogmática pasa por su
función acotante en la tarea de interpretación del alcance de los tipos. La
magnitud de la reacción jurídica establecida en la ley penal (pena), esta-
blece un criterio de interpretación del tipo y del ámbito de aplicación de
su norma antepuesta. Ello permite excluir del alcance del tipo aquellas
conductas que axiológicamente no revisten el grado de ofensividad que
justificaría la imposición de determinada sanción como, por ejemplo, las
que afectan de modo insignificante el bien jurfdico tutelado.
Consecuentemente, este principio nos permimte: a) acotar el ámbito
de prohibición de la norma en función de la gravedad de su consecuente
y de una razonable interpretación de su sentido normativo; y b) declarar
la inconstitucionalidad cuando no existe posibilidad de razonabilizar la
norma mediante la acotación de su radio de alcance.
De este principio se infiere claramente el principio de proporcionali-
dad que debe existir entre la conducta sancionada y la pena asociada a
ella. Este principio está consagrado expresamente en el art. 24.3 de la
Constitución de Ecuador, pero también ha sido visto como integrante del
principio de culpabi1idad338,

3 Sostiene que aquí e necesita comparar por los menos dos normas distintas en ca-
da una de las cuales a ciertos hechos o ciertos entuertos se les imputan como debidas deter-
minadas prestaciones o sanciones. Si los hechos son estimados como desiguales y lo son efec-
tivamente, se dard una valoración positiva de razonabilidad de la selección. Si los hechos son
iguales y pese a ellos se les imputa una distinta prestación, habrá irrazonabilidd de la selec-
ciÓn” (LINARES, Razonabilidad de las leyes, cit., p. 117).
336 Li× css, Razonabilidad de las leyes, cit., p. 115.
337 Li×ziiss, Razonabilidad de las leyes, cit., p. 116.
BaCiGALUPO, PrillcipioS constitucionales de derecho penal, cit., p. 138. Deriva la exi-
gencia’de proporcionalidad de la prohibición de penas inhumanas y degradantes del art. l5,
CE. Disposiciones similares se encuentran en diversos pactos internacionales: arts. 5, DUDH;
5. 2, CADH; 7, PIDCP.

178 — Segunda parte


XIV. Principio dé intrascendencia de la pena

Nadie debe ser penado por el hecho de otro. la pena debe trascender
lo menos posible de la persona del condenado.

Este principio se encuentra consagrado en la mayoría de los pactos


internaciones de derechos y textos constitucionales. El art. 5.3 de la CADH
lo consagra del siguiente modo: “La pena no puede trascender de la per-
sona del delincuente”.
El art. 119 de la Constitución argentina, al hacer referencia al delito
de traición a la patria, establece que “el congreso fijará por una ley espe-
cial la pena de este delito; pero ella no pasará de la persona del delincuen-
te, ni la infamia del reo se transmitirá a sus parientes de cualquier grado”.
Fórrtiulas de este tipo están presentes en las constituciones de Nicaragua
(art. 37) y Paraguay (art. 18), entre otras.
De estas disposiciones se desprende, sin margen de duda, que nadie
puede ser castigado por el hecho de otro. La aparente limitación estable-
cida en el art. 119, CN, no es tal. Se trata, en realidad, de la reafirmación
de una regla implícita en el texto constitucional, cuya finalidad es la de de-
jar claro que, aun frente a un delito tan grave como el de traición a la pa-
tria, la pena no podrá trascender a terceros. Si no puede trascender ante
lo más, no puede trascender ante lo menos.
Este principio de intrascendencia de la pena tiene su explicación en
el principio de culpabilidad. El criterio es que nadie puede ser reprocha-
do penalmente por el hecho de otro. Y ello es así, aunque el tercero cono-
ciera la intencionalidad delictiva del autor, aunque tuviese una especial re-
laciÓn con éste y aunque se considerase necesario desde una óptica
polftico criminal extender al tercero la sanciÓn penal.
Podría decirse que el establecimiento de esta regla en la Constitución
es un indicador más (junto con el principio de legalidad) de la existencia
del propio principio de culpabilidad penal. Este principio impide que al-
guien sea castigado por el hecho de otro en razón de que ese hecho no le
es jurídicamente reprochable.
El desarrollo alcanzado por el derecho penal torna impensable la po-
sibilidad de que se castigue a alguien por el hecho de otro. Sin embargo,
en el ámbito de la imputaciÓn por participación existe un campo propicio
para que el principio se vulnere, sobre todo por la ausencia de criterios
claros en la jurisprudencia en relaciÓn al alcance de extensión de la tipi-
cidad en la participación y, especialmente, en los casos de delitos econó-
micos o de organizaciones delictivas.

Presupuestos constitucionales 179


Tiene raz6n ZAFFARONi en denominar el principio como de trascen-
dencia mfriimaª 39 en razón de que es imposible que la pena no trascien-
da de ningún modo a la persona del autor del delito. Ello es asf porque el
castigo de un sujeto afecta necesariamente a su grupo familiar y a las per-
sonas que le tienen afecto o que de forma estrecha se relacionan con él.
El sentido del principio será, entonces, evitar que la trascendencia a
terceros exceda del marco de lo razonable y que constituya una sanción
también para éstos.
Imaginemos, por ejemplo, el caso de una familia compuesta tan sólo
por una madre y un hijo menor (por ejemplo de 2 años) y que la madre es
condenada a una pena de encierro. En ese caso es imposible que la apli-
cación de la pena no trascienda al hijo, ya que tanto si éste se recluye con
su madre o si es separado de ella, será objeto de la imposición de un mal
de características punitivas del que no es merecedor.
En ese ejemplo no veo otra alternativa constitucionalmente válida,
más que la aplicación de una prisión domiciliaria y de la asunción por
parte del Estado de los gastos de manuntención del niño (y obviamente de
la madre).

339 zRONi, Arzcuv y Sroxzit, Derecho penal. Parte general, cit., p. 124.

180 Segunda parte


Tercera parte
Teoría del delito
XV. Lineamientos generales

Previamente se ha señalado la necesidad de un sistema armónico y


coherente que permita pautar la aplicación de la ley penal y de este modo
coadyuvar a la vigencia de los principios de legalidad, certeza, culpabili-
dad, razonabilidad y seguridad jurfdica (sobre ello supra M. 3).
En general, las leyes penales no establecen las relaciones e implican-
cias jurídicas de sus preceptos cuando ellos se relacionan entre sí en un
caso particular. Podemos citar algunos ejemplos: ¿cuál es el efecto de la
concurrencia de una causal de justificación?, ¿existe un “deber de toleran-
cia”?34 , ¿puede invocarse legítima defensa contra una conducta justifica-
da?; ¿qué relevancia tienen las eximentes respecto de los partícipes?;
¿existe una accesoriedad? Otras cuestiones son más puntuales; por ejem-
plo, ¿cuál es el concepto de dolo y cuál el grado de correspondencia obje-
tivo/subjetiva exigido por la ley penal?; ¿cuáles son los errores admisibles
y cuáles son sus consecuencias?; ¿basta la conciencia potencial de la anti-
juridicidad del hecho o se exige su conocimiento efectivo?; ¿es necesario
un elemento subjetivo en las causales de justificación?
La solución a estos interrogantes pocas veces surge de forma expresa
de la ley penal, porque los diferentes preceptos penales (de la parte gene-
ral y especial) no regulan todas las derivaciones de su aplicación ni su ar-
monización con las demás normas34 El ejemplo paradigmático de una
regulación caótica y desordenada de la parte general está dado por el art.
34 del Código Penal argentino, que establece (por llamarlos de algún mo-
do) todos los elementos negativos del delito (exclusión de la acción, erro-

340 Se trata del deber de soportar las acciones Iícitas (atípicas o típicas y justificadas)
de terceros. Cuando se presenta un conflicto de intereses (propio de los que se resuelven en el
estrato de la antijuridicidad), el derecho debe decidir cuál es preponderante y, consecuente-
mente, qué conducta debe ser tolerada. Así, por ejemplo, la acción defensiva de quien se en-
cuentra amparado por la legítima defensa debe ser tolerada por quien la padece (que es el au-
tor de la agresión que da lugar a la defensa). Veremos que las reglas sistem:áticas permiten
establecer cuándo rige este deber y cómo se establece en cada caso particular.
³4 ² si lo hicieran, la teoría del delito constituiría una herramienta teórica expresamen-
te consagrada por la legislación penal contingente. De hecho, algunos códigos modernos (co-
mo el Código Penal alemán) regulan con bastante precisión las derivaciones dogm:áticas de la
aplicación de la ley penal.

Teoria del delito


res, causales de justificación e inculpabilidad) bajo el poco feliz título “No
son punibles”.
Frente a un caso concreto existen, básicamente, dos modos de abor-
daje: a) partir de la solución que uno prefiere y, desde allf, buscar el sopor-
te legal más apropiado para justificarla; b) a partir de las reglas legales, es-
tablecer un sistema apriorístico de resoluciÓn, en virtud del cual el Caso es
resuelto sobre la base de las derivaciones que necesariamente surgen de
dicho sistema. Esta última alternativa es la que se pretende mediante la
construcción de un sistema coherente y previsible, que impida al juez re-
solver por intuición o por la valoración personal que le inspira el suceso.
En definitiva, la construcción de una teoría del delito tiene como sen-
tido esencial desterrar la arbitrariedad y permitir una aplicación coheren-
te y previsible de la ley penal. Ello se logra mediante la elaboración de una
herramienta conceptual que permite analizar todos los casos mediante el
mismo método, que consiste en reglas de resolución que se establecen de
antemano a partir de las diferentes prescripciones 1ega1es342, Para llevar a
cabo esa tarea es indispensable recurrir a la Constitución y mirar el dere-
cho penal a través de su prisma, para, de este modo, desarrollar una inter-
pretación que, preservando la coherencia, permita la mejor vigencia y ope-
ratividad de los principios sustantivos que ella consagra. Trataré de
elaborar los conceptos sistemáticos básicos a partir de estas pautas.
La definición de delito se vincula con una pauta de política constitu-
cional. En un Estado liberal, democrático y de derecho, el delito sólo pue-
de ser definido previamente por la ley. Ninguna apelación al pueblo, a su
sentido de justicia o a la sabiduría de los gobernantes, puede reemplazar
la precisa definición técnica de lo que puede habilitar una reacción puni-
tiva. Las concepciones difusas sobre el concepto de delito abren la puerta
para ese tipo de apelaciones, porque en definitiva dejan en manos del in-
térprete de la ley la decisión ex post de lo que debe o no debe ser castiga—
do. Por esa razón, la vigencia de todos los principios constitucionales exi-
gen, inexorablemente, no sÓlo que el delito provenga de la ley sino
también una definición técnica de delito, que aspire a suprimir las lagu-
nas y a pautar las decisiones de los órganos que deben aplicar el derecho.
La doctrina penal influida por el derecho continental europeo ha de-
finido al delito como una acción típica, antijurídica y culpable (otros agre-
gan) y punible. Consecuentemente, el delito es una acción y sólo eso. Cla-
ro que no cualquier acción, sino sólo la que podemos adjetivar con los
predicados que nos permiten afiTmar que ella es tfpica, antijurídica, cul-

342 Como dice Roxie: “la dogmática jurldicopenal no se conforma con exponer conjun-
tamente y tratar sucesivamente sus proposiciones doctrinales, sino que intenta estructurar la
totalidad de los conocimientos que componen la teoría del delito en un ‘todo ordenado’ v de
ese modo hacer visible simultáneamerlté lil Conexión interna de los dogmas concretos” (Dere-
cho penn/. Parte general, t. I, cit., p. 193).

184 Tercera parte


pable y merecedora de pena. Esta definición puede ser entendida como
una mera descripción (con lo que carecería de sentido pautador) o como
una prescripción (el de/í/o debe ser. . . ) en cuyo caso se transforma en un
sistema que resuelve consecuencias jurídicas³ 43, Ésta ha sido la visiÓn de
la doctrina continental, que ha derivado de la aplicación del sistema y de
las consecuencias de la ldgica intrasistemática, consecuencias concretas
en la resolución de los casos. Aun los intentos por imbuir de sentido polí-
tico-criminal las discusiones dogmáticas conservan discursivamente la
idea del sistema como valor, aunque en determinadas situaciones concre-
tas lo reemplacen por la voluntad polftica que pretenden hacer prevalecer.
La consideración del delito como acción típica, antijurídica y culpa-
ble, es funcional a la vigencia de los principios sustantivos consagrados
constitucionalmente. El principto de la ‹zccíÓti, que impide que se conside-
re delito cualquier hecho o estado de cosas que no sea una conducta hu-
mana, se concreta en este concepto de delito que coloca a la acciÓn como
pilar de la definición. El principio de tipicidad, que analizamos como deri-
vado del principio de la acción, y que se vincula estrechamente con el de
legalidad, se materializa en la exigencia de adecuación típica de la con-
ducta. Veremos luego cómo deben ser los tipos penales y de qué modo de-
be llevarse a cabo el juicio de tipicidad para que se respeten concretamen-
te los principios de legalidad, lesividad y razonabilidad. El estrato de la
antijuridicidad (a diferencia de lo que ocurre con los otros) no es exigido
como condición sine quanon para la vigencia de los principios sustanti-
vos, pero de todos modos su deslinde con la tipicidad es necesario para se-
parar el modo de solución de problemas de naturaleza diversa; asimismo,
y como en la antirjuridicidad se analizan situaciones en las que se produ-
cen la colisión de intereses individuales, su existencia será sumamente útil
para el abordaje jurídico-constitucional de situaciones conflictivas. Por
íiltimo, es obvio que el estrato sistemático de la culpabilidad es el ámbito
para la concretización del principio constitucional que lleva su nombre,
aunque la vigencia de este principio tiene ribetes sistemáticos en toda la
estructura del delito, a punto tal que determina su pilar fundamental por-
que el juicio de reproche sólo puede recaer respecto de una acción.
La estructura de la teoría del delito ha estado en constante evoluciÓn.
Existen, básicamente, dos modelos sistemáticos del delito: el causalista y
el fínalista. Cada uno de ellos, a su vez, con significativas variantes, tanto
en sus puntos de partida como en las características del sistema que cons-
truyenª 44

4 Sobre el carácter prescriptivo de la teoría, Ntos, lbs límites de la responsabilidad pe-


rim, cit., ps. 76-85.
344 Sobre las diferentes concepciones y la evoluciÓn histórica de la teoría del defi to, por
todos, RoxiN, Derecho pen cit. Patte general, i. I, cit., ps. l 96—206.

Teoria del delito


En sus orfgenes, el causalismo se caracterizó por considerar al injus-
to penal (esto es, a la acciÓn tfpica y antijurfdiCíl) COmO puramente obje-
tivo, siendo la subjetividad un elemento de la culpabilidad; al injusto per—
tenecía lo externo mientras que a la culpabilidad lo internoª4Ñ pero esta
rígida distinción fue modificada tempranamente por sus partidarios 346,
En el sistema causalista, existe una culpabilidad dolosa y otra culposa y,
ya en uno como en el otro caso, la subjetividad está referida tanto a los he—
chos como a la antijuridicidad3 47, Si bien se reconoce que la acción debe
ser voluntaria (e, incluso, que como coiegorfzi del ser contiene una finali-
dad348), el contenido de la voluntariedad no importa para caracterizar la
conducta y establecer la subsunción típica34 .
La escuela finalista nació de la mano de Hans WrLZEL quien, SObre el
presupuesto de que existen determinados datos de la realidad (estructuras
lógico reales) que el legislador no puede desconocer, construyó un concep-
to ontológico de acción, sobre el que asentó su teorfa del delito. El finalis-
mo considera a la finalidad, una caracterfstica distintiva de la acción hu-
mana3 h0 y a la subjetividad, un elemento esencial del injusto (aparece asf

345 Asi, BELiNG, Ernst Von, Esquema de derecho penal. La doctrina del delito tipo, trad.
de Sebastián SOLER, Ed. Depalma, Buenos Aires, 1944, p. 30: “Por medio del juicio de valor
según el cual una acción es 'antijurídica’, se caracteriza, en efecto, solamente la fase externa
(el comportamiento corporal) como contradictoria con el orden jurídico. Por el contrario, el
juicio de que alguien ha actuado 'culpablemente’ expresa un juicio valorativo sobre la fase in-
terna (espiritual, o ‘subjetiva’) de la acción”.
346 Aunque, paulatinamente, el causalismo comenzÓ a reconocer la existencia de ele-
mentos subjetivos ya en el injusto (con el descubrimiento de los especiales elementos subjeti-
vos del tipo), lo cierto es que la consideraciÓn de un injusto objetivo, en el sentido de que el
dolo no forma parte de él, sigue siendo la característica esencial de esta escuela doctrinaria.
347 BEnING, Esquema de derecho penal, cit . , p. 72: “el dolus significa reprochar al autor
el hecho de no haberse detenido ante el pensamiento de estar obrando antijurídicamente; la
culpa, reprochar al autor el hecho de desconocer la antijuridicidad de su conducta, debiendo
no haberla desconocido”. Asimismo, BELING, :sQLiemn de derecho penal, cit . , ps. 77 y siguien-
tes.
348 Así, NUñEE, Ricardo, C., Derecho penal argentino. Parte general, t. I, Ed. Bibliográfi-
ca Argentina, Buenos Aires, 1959, p. 230, reconoce que “ontolÓgicamente la acciÓn, como que
es el instrumento de civilizaciÓn y cultura humanas, es una voluntad gobernadora, la cual exi-
ge un proceso desenvuelto con arreglo a fines. La idea de la acciÓn involucrar en este sentido
la de finalidad. . .”.
34 Con cita de voN LIZT, NuÑrz sostiene que “un concepto de la acción esttucturado ba-
jo el punto de vista puramente mecanicista, que la mira como un proceso puramente causal
y que la define como un efecto en el mundo exterior producido por la voluntad, vale y satis-
face las necesidades y exigencias de la teoría jurfdico-penal de la acciÓn. La admisión de esta
concepción limitada de la acción, encuen tf6 su fundamento en la función desci,ptiva que se
le reconoce a la figura delictiva en el cuadro de la teorfa o explicación sistemática de la impu-
tación legal delictiva” (Derecho penal argentino. PaMe geiieriif, t . I, cit., ps. 230-23 l ).
Es ya clásica la fÓrmula de Wzizcr segúfl la cual “acciÓn humana es ejercicio de vo-
luntad final” (Derecho peiinl nfeiridii , cit., p. 33).

186 Tercera parte


el concepto de injusto personal). El tipo penal se divide en una faz objeti-
va y otra subjetiva, y el fin del autor es esencial para establecer la subsun-
ción de la acción en el tipo³ª ª ; hay, consecuentemente, un tipo doloso y
otro culposo, y el conocimiento (virtual) de la antijuridicidad del hecho es
un problema de culpabilidad. Ésta es el juicio de reproche por la comisión
del injusto o, para las vertientes funcionalistas, el análisis sobre la necesi-
dad político-criminal de aplicación de la pena.
Los modernos trabajos doctrinarios (sobre todo en Alemania, España
y Argentina) se han encolumnado mayoritariamente detrás del modelo fi-
nalista, aunque abandonando sus presupuestos teóricos iniciales 35Z . En
efecto, la propuesta de WELZEL de construir un sistema basado en ciertas
estructuras lÓgico—reales que el legislador no podía desconocer (entre ellas
el concepto de acción fina1³ª y de causalidad³ª4), fue mutando hasta las
modernas concepciones doctrinarias (impulsadas principalmente por
Claus RoxiN y Günter JAKOBs) que, conservando la estructura finalista del
ilícito (básicamente por la inclusión del dolo en el tipo), proponen cons-
truir una teoría del delito normativi zadaªªª partiendo de presupuestos
polftico-criminales 66, Dice con razón BaclcwUPO Ñ7 que mientras “el sis-
teñia dogmático deducido de la teorfa final de la acción se ha impuesto en
sus líneas generales de una manera prácticamente total”, resulta que “pa-

351 Me parece correcto el silogismo de WnLZcL en cuanto a que “si la estructura de la


acción humana es finalista, esto también tiene que valer para la :icciÓn tfpica” (Derecho penal
n/eiti‹íii , cit., p. 95); en otras palabras, si el tipo describe acciones debe describirlas tnI cual
son, esto es, incluyendo su finalidad.
352 Sobre la evolución de la sistemática finalista del delito, HtRSCH, Hans Joachim, De-
recho pertnf. Obras Completas, t. I, Ed. Rubinzal-Culzoni, Buenos Aires, El desarrollo de la dog-
mdtica penal después de Welzel, ps. 13-36.
353 " La estructura final del actuar humano es necesariamente constitutiva para las nor—
mas del Derecho Penal. Las normas jurfdicas, es decir, las prohibiciones o los mandatos del
Derecho, no pueden dirigirse a procesos causales ciegos, sino sÓlo a acciones, que tienen la
capacidad de configurar finalmente el futuro. Las normas sólo pueden mandar o prohibir una
conducta final” (WELZcL, Derecho penal alemdn, cii., p. 59).
354 1 concepto causal no es un concepto jurídico, sino una categoría del ser (. . .) El
derecho tiene que partir también de este concepto causal 'ontolÓgico’; no existe una causali-
dad jurídica especial (no todos los cursos causales, eso sí, son también jurídicamente relevan-
tes)” (WELZEL, Derecho penal alemán, c i t., p. 66).
“Se debe partir de la tesis de que un moderno sistema del Derecho penal ha de es-
tar estructurado teleolÓgicamente, o sea construido atendiendo a finalidades valorativas” (Ro-
XIN, Derecho peri‹z f. PaMe general, t . I, cit., p. 2 17).
356 Las finalidades rectoras que constituyen el sistema del Derecho penal sólo pueden
ser de tipo político-criminal, ya que naturalmente los presupuestos de la punibilidad han de
orientarse a los fines del Derecho penal” (RoxiN, Derecho penal. Parte general, t. 1, ci i., p. 217).
357 BAClGAl.oro, ›obre la teoría de la accidti [Analista y su sígitiÇiczicídri efi el derecho pe-
nzi/, en “Cuadernos de Doctrina y Jurisprudencia Penal”, Ed. Ad-Hoc, Buenos Aires, n’ 14, p.

Teoria del delito 187


radójicamente los fundamentos ‘ontológicos’ en los que se basó esta trans-
formación del sistema dogmático, no han logrado imponerse (. ..) Dicho
de otra manera: de la teoría final de la acciÓn ha quedado COSí todo, HT-
nos la teoría de la acción”. De todos modos, asiste razón a HIRSCH ª' DTI
cuanto a que “la construcción del sistema propuesto por Welzel no ha si-
do seguida de nuevas concepciones dogmáticas convincentes de naturale-
za fundamenta1” 359
En materia de error, el causalismo se identifica con la denominada
teoría del dolo que trata a todos los errores de forma unitaria: los errores
se dividen en errores de hecho y de derecho, y ambos eliminan el dolo; la
consecuencia del error es siempre la misma: el error invencible elimina el
dolo y la culpa, y el error vencible deja subsistente la responsabilidad cul-
posa. Por su parte, el finalismo se caracteriza por la denominada teorín de
la culpabilidad,’ los errores se dividen en errores de tipo (que excluyen el
dolo en el estrato de la tipicidad subjetiva) y errores de prohibición (que
excluyen la conciencia virtual de la antijuridicidad en el estrato analítico
de la culpabilidad); en sus comienzos esta teoría trataba a los errores de
forma diferencial, conforme se verá más adelante mientras el error vencí-
ble de tipo determinaba la subsunción de la acción en el tipo culposo, el
error vencible de prohibición —que no podía modificar el dolo porque és-
te ya había sido afirmado en la tipicidad— tenía como consecuencia ate-
nuar la pena dentro de la escala del delito doloso; esta posición (teorí‹i es-
tricta de la cuilpabilidad) se fue modificando (de la mano de la teoría
limttada de la culpabilidad y sus variantes) y las consecuencias en materia
de error se asemejaron a las de la teoría del dolo.
Considero apropiado adoptar el sistema finalista en razón de su ma-
yor utilidad analftica, coherencia y adaptabilidad a las diversas soluciones
jurfdicas pretendibles, en suma, razones meramente pragmáticas desvin-
culadas de las cuestiones filosóficas o constitucionales. La ubicaciÓn del
dolo en el tipo es esencial para que éste pueda cumplir adecuadamente la
función de individualizar la conducta penalmente relevante en todos los

3’' Ouien form:i parte de la minoría de autores que continúa defendiendo los puntos de
partida vvelzelianos. Así, por ejemplo, considera “lamentable que la ciencia alemana haya eje-
cutado el gran salto hacia adelante que significa la adopción de la teoría del ilícito personal,
sin llevar consigo el fundamento metodológico inherente a ésta”, y afirma que “a través del
punto de partida ontológico es posible lograr (.. .) que la dogmática pueda adelantarse al pen-
samiento del legislador y no al revés. Además, este punto de vista permite atravesar la estre-
chez de las ciencias nacionales, surgidas como consecuencia de las codifícaciones y del posi-
tivismo legal, y adem:1s a un auténtico regreso a una ciencia jurídico-penal nacionalmente
independiente, tal como había existidó hilsta la segunda mitad del siglo XVIII en Europa”
(HIRSCH, Derecho y:›enal. Obras Completas, t. I, cit., p. 3$).
HiRSCu, Derecho penal. Obta$ dO111 létas , t. I, cit., p. 29.

Tercera parte
casos y especialmente en los supuestos de tentativa Ó0, La bifurcación de
la teoría del error, como luego se verá, permite asignar diferentes conse-
cuencias jurídicas no ya por razones meramente conceptuales, sino con-
forme una previa definición axiológica. La construcción de un concepto
de culpabilidad basado exclusivamente en la idea de reproche (para lo
cual el dolo y la culpa deben estar fuera de él) permite enmarcar en una
categoría dogmática específica las discusiones jurídicas relacionadas con
la concreción del principio constitucional de culpabilidad. Estas razones
(y otras más de mera técnica sistemática que no hacen al objeto de esta
obra) me llevan a optar por la teoría finalista del delito.

360 J n el CP argentino ello es más que evidente teniendo en cuenta que el art. 42 regu-
la la tentativa mediante la fórmula: "El que con el ¡im de cometer un delito determinado co—
mienza su ejecución pero no lo consuma por circunstancias ajenas a su voluntad. . .”. La clá-
sica pregunta del finalismo, como réplica al causalismo, es sumamente pertinente en relación
a esta norma: ¿por qué habría de estal el dolo en el tipo en el delito tentado y en la culpabili-
dad en el consumado?

Teoria del delito 189


XVI. La acción

1. 6Concepto jurídico o prejurídico?


Los autores han discutido mucho sobre si el concepto de acción, re-
levante para el derecho penal, debe ser construido exclusivamente sobre
bases normativas o si se trata de una estructura prejurfdica u óntico-on-
tológica a la que el legislador debe someterse³ª *. Esta última concepción
fue fruto de una reacción de la dogmática alemana de postguerra frente a
la absoluta normativización del sistema jurídico penal que sirvió de base
al derecho penal nazi 362, Cuando el peligro (o, mejor dicho, el recuerdo)
pasó, la teoría del delito volvió nuevamente hacia una base normativa de
la qcción y de todos sus conceptos estructura1es³ª³.
Como vimos, la asunción de ciertas nociones prejurfdicas puede ser-
vir como contención del absolutismo legisferante. Habrfa que ver si esta
necesidad garantizadora existe respecto del concepto de acción. En otras
palabras, hay que determinar si el legislador, mediante la modificación del
concepto de acción, puede afectar alguna garantía constitucional y, con-
secuentemente, si es necesario un lfmite prejurídico a ese concepto que
impida ese avasallamiento.
Los aspectos de la acción que se vinculan con garantías esenciales
son varios.

WrLZcL consideraba que “la estructura final del actuar humano es necesariamente
constitutiva para las normas del Derecho Penal” (Derecho penal alemdn, cit., p. 59).
362 Señala Juan BUSTOS RvvilREZ (Manual de Derecho Pe»«i. m«no c‹»nn, s• ad., Ed.
Ariel, Barcelona, 1989, ps. l 14-HS) que "se produce una respuesta cargada de emoción fren-
te al significado real producido por el nazismo, que se encauza simplemente por una vuelta
al iustaturalismo. Es sÓlo el finalismo (o teoría de la acción final) quien emprende una reno-
vación de la dogmática tanto sobre bases filosóficas como científicas, permitiendo una rees-
tructuraciÓn coherente del sistema penal. Sin embargo, su búsqueda por principios esencia-
les que significaran una valla al irracionalismo cayÓ necesariamente en un planteamiento
'metafísico’, de verdades no discutibles. Asf, las llamadas 'estructuras lÓgico-objetivas’, aun-
que vinculan sólo relativamente al legislador (sólo si no quiere ser contradictorio), son el es-
tablecimiento de una 'verdad’ ontológica y es asf como la estructura lógico-objetiva se agrega
ahora la de la finalidad”.
363 Dice Roxi× (Derecho penal. Parte general, t. I, cit., p. 243) que ”hay que contradecir
también a la teorfa final de la acciÓn en su tesis rriJefectiva, a saber: en la pretensiÓn de po-
der deducir de su concepción ontológica de la acciÓn soluciones jurídicas concretas a los pro-
blemas”; proponiendo un concepto normativo de acción (p. 265).

Teoría del delito


En priiiier ltigar, la propia exigencia constitucional de una acción co-
mo base del delito constituye de por sí un argumento en favor del estable-
cimiento de un límite: la ley no puede sortear ese recaudo mediante el
burdo recurso de llamar acción a aquello que no lo es. Existe pues una ne-
cesidad constitucional de rodear de garantfas el concepto de acción para
evitar que su carácter de presupuesto constitucional se vea desvirtuado.
IEn segundo lugar, es evidente que la esencia de esta garantía (que se
vincula con el principio del hecho consagrado en varias constituciones) es
que la acción constituye una exteriorización. No hay acción sin un hecho
externo y ello permite establecer otro lfmite concreto al legislador: no se
puede llamar acción a los pensamientos, a la personalidad ni a nada que
no constituya una actividad exteriorizada de un ser humano.
En tercer /iig‹zr, habría que considerar si las referencias constituciona-
les a mandatos y prohibiciones no presuponen que la acciÓn deba conte-
ner un mínimo de subjetividad (que estaría satisfecha con la voluritarie-
dad) ya que de otro modo no podría ser objeto del juicio de reproche de
culpabilidad.
No se trata de exigir la libertad que fundamenta el juicio de reproche,
ya que resultaría un artificio afirmar que sólo es acción la que es jurídica-
mente reprochable. La función dogmática del concepto de acción no se ve
mejor satisfecha con la inclusión de la libertad en su seno, como tampo-
co ocurriría con la incorporaciÓn al concepto de acción de todos los lími-
tes constitucionales. De todos modos, estos otros principios (el de culpa—
bilidad en este caso) brindan la configuración mínima que debe tener la
acción para responder a la lógica constitucional del delito.
Un comportamiento no voluntario es insusceptible de ser ordenado o
prohibido. Las normas sólo pueden entablar una relación con comporta-
mientos que como mínimo dependan de la voluntad del sujeto. Cuando no
dependen de ella son tan ajenos al ser humano (y por ende a las normas
que pretenden regular sus comportamientos) como lo serían los hechos de
la naturaleza o de los animales.
En cuarto luigar, el concepto de acción deber ser funcional a una ma-
yor vigencia del principio de legalidad. Paradójicamente, la maleabilidad
del concepto ha servido para consagrar el mayor quiebre de este principio
en relación a los delitos de omisión impropios. Es gracias a la posibilidad
de incluir a la omisión como una modalidad del concepto de conducta,
que se puede disfrazar la inconstitucionalidad de la teoría de la equipara-
ción en materia de omisión impropia. Si se reduce la omisión a la realiza-
ción de una acción diferente a la debida, es mucho más manifiesta la vio-
lación del principio de legalidad cuando, por ejemplo, en relación al tipo
del art. 79 del Código Penal argentino, se dice que la no evitación de la
muerte por parte de quienes se encuentran en posición de garante es una
acción de matar. Volveré sobre ello más adelante.
Teniendo en cuenta los aspectos señalados, creo que existen razones
constitucionales para imponer al legislador ciertos lfmites en la construc-
ción del concepto de acción. Estos lfmites se vinculan con las caracterís-
ticas prejurídicas de la conducta en la medida en que las constituciones se

192 Tercera parte


hacen eco de ellas, al exigir la exterioridad o la voluntariedad o al estable-
cer la tipicidad de la omisión como un recaudo vinculado al principio de
legalidad (lo que no sería necesario si la acciÓn incluyese, naturalmente,
a la omisión).
Esto no significa que el concepto de acción deba ser prejurídico, sino
que en la construcción del concepto jurfdico penal de acción existen lfmi-
tes que el legislador no puede desconocer en virtud de la necesidad cons—
titucional de establecer un concepto de conducta iltil para preservar el
principio de la accidnªªª y las demás garantfas constitucionales.

2. El concepto de acción y su ausencia


Con respecto al concepto en st mismo, no existe ninguna razón cons-
titucional para adoptar uno u otro en la medida en que se respeten los lf-
mites indicados precedentemente.
Dentro de la escuela denominada “causalista”, BELING definió a la ac-
ción como “un comportamiento corporal (fase externa, ‘objetiva’ de la ac-
ción) producido por el dominio sobre el cuerpo (libertad de inervación
muscular, ’voluntariedad’) (fase interna, ’subjetiva’ de la acción; ello es un
comportamiento corporal voluntario’, consistente en un ’hacer' (acción
positiva) (. . .) ya en un ’no hacer’ (omisión), ello es, distensión de los mús-
culos” 365, Por su parte, Frllllz VON LISZT 66 lo hizo del siguiente modo: “Ac-
to es la conducta voluntaria en el mundo exterior; causa voluntaria o no
impediente de un cambio en el mundo externo” 367 “La idea de acto supo—
ne, pues, en primer término, una manifestación de voluntad. (El acto es la
voluntad objetivada)”368 " La manifestación de la voluntad puede consis-
tir en la realización o en la omisión voluntarias de un movimiento del
cuerpo” 369, ROxi i, citando a LISzT, rescata el siguiente concepto de este
autor, la acción es “la producción, reconducible a una voluntad humana,
de una modificación en el mundo exterior” 370
Para el padre del finalismo, Hans WcLZEL, “acción humana es ejerci—
cio de voluntad final”37 y “actividad final es un obrar orientado conscien-
temente desde el fin”372, Este concepto de acción dio origen al sistema fi-

364 Sobre los lfmites prejurídicos al concepto jurfdico-penal de acción, ZAFFARONI, ALA-
ciz v SLoxw, Derecho penal. Pane general, cit., ps. 394-403.
365 pIxG, H3quema de derecho penal, cit., ps. l 9-20.
voz Liszr, Franz, Tratado de derecho penal, trad. de la 20‘ ed. alemana de Luis JIxiÉ-
vez ni: Asia (y adicionado al derecho penal español por Ouintiliano SAL.DU), t. 2, 3" ed., Ed.
Reus, Madrid.
367 LISZT, Tratado de derecho penal, cit., p. 297.
368 ;v×
ªª fdem.
370 Cita de Roxie, Derecho penal. Parte general, t. I, cit. , p. 236, nota 13.
37 l zcr, Derecho penal alemdn, ci t . , p. 53.
372 ¡deru.

Teoria del delito 193


nalista del delito cuya principal consecuencia sistemática es la ubicación
del dolo en el tipo y la exclusión de la conciencia de la antijuridicidad co-
mo elemento del dolo. Como ya se expuso, estf2 COncepto de acción fue
abandonado por los autores postfinalistas, que de todos modos han conser-
vado la estructura sistemática de esta escuela (con significativas variantes),
que es hoy en dfa dominante en la doctrina continental europea y también
en la Argentina. Para Roxie, acción es “manifestación de la personali-
dad”37d; con esta definición pretende haber encontrado algo diferente y sis-
temáticamente más útil que el concepto ensayado por WELZEL³ 74 nsegui-
da, y al analizar el problema de la omisión, haremos referencia a otros
conceptos de conducta suministrados por la doctrina moderna.
Las diferentes definiciones utilizadas por el finalismo son perfecta—
mente compatibles con las pautas constitucionales y, teniendo en cuenta
el protagonismo que se otorga a la voluntariedad en dicha estructura, creo
que son funcionalmente apropiados para la mayor vigencia de los princi-
pios constitucionales sustantivos.
Creo que corresponde definir a la acción como iiruz exteriorizacidn
corporal voluntaria y ¡fiitizl. Es exteriorización porque no es algo que per-
manece tan sólo en al mente del autor sino que se expresa mediante actos
del cuerpoª 7h . Es voluntaria y final porque se encuentra guiada por una
decisión de hacer algo y alcanzar una meta con ello.
Se excluye la acciÓn en los casos de actos reflejos, fuerza ftsica irre-
sistible e inconsciencia absoluta, porque son situaciones en las que el
cuerpo se comporta simplemente como una masa mecánica y sin cone-
xión con decisiones de voluntad.
Algunos códigos prevén expresamente estas exc1uyentesª 76 pero ello
es totalmente innecesario porque la ausencia de acción es un obstáculo

373 ROxiN, Derecho penal. Parte general, t. I, cit., p. 252.


374 Sobre las ventajas que Roxiil asigna a este concepto (Derecho penal. Parte general, t .
I, cit., ps. 252-266).
375 Es necesario destacar que ello ocurre incluso en los casos en que el cuerpo perma-
nece inmóvil frente a un suceso, porque la decisiÓn de mantener la inmovilidad es un modo
de actuaciÓn corporal expresado en el mundo exterior. Esto es relevante en relaciÓn a los de-
litos de omisiÓn; vayamos a un ejemplo, imaginemos un sujeto que, con plena conciencia, se
encuentra en un estado de inmovilidad (por ejemplo, acostado o sentado) y continúa en esa
posición mientras transcurre un suceso que tiene obligación de evitar; si definimos a la omi-
siÓn como la realización de una conducta distinta a la debida alguien podría decir que en es-
te caso no hubo acción porque el sujeto no exteriorizó ningfín comportamiento. Sin perju icio
de destacar que idéntico problema tendrían los partidarios del concepto omnicomprensivo de
conducta (porque el recaudo de exterioridad es constitucional y no depende de uno u otro
concepto), creo que es posible sostener que la manutenciÓn de la inmovilidad es una exterio-
rización más que un pensamiento no alcanzable por el derecho penal. Permanecer en deter-
minado estado corporal no es un pensamiento; es un modo de comportarse; es un hacer con-
sistente en mantener una determinada situación ffsica.
376 Art. 34, inc. 1, CP argentino: ”El que (. . .) por su estado de inconsciencia"; art. 34,
inc. 2, CP argentino: “El que obrare violelltad por fuerza flsica irresistible".

194 Tercera parte


constitucional para la existencia del delito y bajo ningún punto de vista
podrfa considerarse que es acción un movimiento corporal que no se en-
cuentra guiado por un acto de voluntad.
Este concepto de acción es útil para el análisis del delito porque in—
cluye todas las características que luego serán relevantes en los diferentes
estratos sistemáticos. Sobre todo porque la noción de finalidad incluye la
totalidad de las motivaciones que a lo largo del esquema del delito tienen
relevancia para valorar jurídicamente el comportamiento. Por ejemplo, fi-
nalidad incluye el ánimo de defensa, que puede ser útil para juzgar la pro—
cedencia de una causal de justificación o la motivación de obrar confor-
me a derecho, que tiene relevancia en la culpabilidad para juzgar la
concurrencia del recaudo de comprensión virtual de la antijuridicidad.
De este modo, y sin necesidad de acudir a definiciones intrincadas y
a veces peligrosas, este concepto es útil para preservar los principios cons-
titucionales vinculados a la acción y como herramienta dogmática esen-
cial del sistema del hecho punible.
El concepto de acción adoptado previamente se corresponde con la
definición propuesta por el finalismo clásico y ha sido merecedor de di-
versas críticas, algunas de las cuales me propongo responder.
a) Sostiene RoXIN qUe lII definición no es útil para el caso de los tipos
omisivos “pues, como el omitente no es causal respecto del resultado y por
tanto no dirige ningún curso causal, tampoco puede actuar de modo fi-
na1” 377, Parecería que hace referencia a la afirmación dé WELZEL de que
“toda acción es un poner en servicio la causa1idad” 378 y que “dado que la
finalidad se basa sobre la capacidad de voluntad de prever, dentro de cier-
tos límites, las consecuencias del engranaje de la intervención causal, y
merced a ello dirigirla de acuerdo a un plan a la consecución del fin, es la
voluntad consciente del fin, que rige el acontecer causal, la columna ver-
tebral de la acción final” 379, Creo que esta objeción no es consistente co-
mo critica al concepto de acción del finalismo.
En primer luigar, porque la afirmación de que la finalidad conduce la
relación causal hacia el resultado, atañe a la acción como objeto de valora-
ción jurídica, esto es, a la acción tal cual es, como ente anterior al tipo pe-
nal; mientras que la captación que de ella hace el tipo omisivo (en la que
no existe relación causal entre la acción y el resultado) es un problema le-
gislativo que no modifica el hecho de que la acción prohibida (la distinta a
la debida) contenga una finalidad que gufa cursos causales dirigidos a re-
sultados irrelevantes para la captación tfpica. En otras palabras, si el guar-
davidas en lugar de salvar al bañista se dedica a tomar un refresco, no ca-

377 RoxiN, Derecho peiinf. ?'nrtc generai?, t . I, cit., p. 240.


378 zL, Derecho penal alemdn, cit., p. 66.
379 rr, Derecho penal alemdn, cit., p. 34.

Teoria del delito


be duda alguna de que lleva a cabo una acción final (la de tomar el refres-
co) que produce resultados (el vaso quedó vacío, sació su sed, etc.); pero
esos resultados y los cursos causales que los producen son irrelevantes a
los ojos del tipo que, en este caso, se limita a captar la acción prohibida (la
distinta a la debida) y un resultado que no se encuentra conectado causal-
mente a ella (por ejemplo, la muerte por ahogamiento del bañista), pero
que se le atribuye mediante un juicio de imputación (íit/rn XVII. 7. b). La
acción no deja de ser final porque no conduzca la causalidad relevada por
el tipo, aunque efectivamente conduce otros procesos causales y, además,
se refiere subjetivamente a cursos causales no conectados a ella (pero po-
tencialmente dominables por ella) que son jurídico—penalmente relevantes
en la medida que al autor le era obligatorio interrumpirlos.
En segundo lugar, y en relación a lo anterior, creo que el concepto de
acción final es el de mayor utilidad para explicar la captaciÓn subjetiva del
resultado imputado en el tipo omisivo. En referencia a resultados concomi-
tantes (conectados causalmente a la acciÓn), WELZEL decía que “la conside-
ración de los efectos concomitantes puede también llevar a que el autor in-
cluya (compute en el cálculo) en su voluntad de acción la realizaciÓn de los
mismos, sea porque tenga por segura su producción en caso de aplicación
de esos medios, o porque, por lo menos, cuente con ella. En ambos casos la
voluntad final de realización abarca también la realización de los efectos
concomitantes” d8fi , Este criterio es perfectamente aplicable a la omisión en
la que el resultado relevado típicamente no está conectado causalmente con
la acción: en este caso lo que el autor incluye en su cálculo es el resultado
provocado por el curso causal que él no interrumpe; al hacerlo, su volun-
tad final (dirigida a la producción de un resultado jurídicamente irrelevan-
te) se apoya en el conocimiento de que ese resultado concomitante (y éste
sí típicamente relevante) se producirá, y ello basta para formular el juicio
de imputación subjetiva característico de los tipos omisivos.
En contra de lo afirmado por Roxie, me parece claro que este concep-
to de conducta explica satisfactoriamente la subsunción de la acción en el
tipo omisivo.
b) Otra objeción de Roxie se refiere a los tipos culposos. Sostiene que
en ellos la “finalidad (.. .) es tanto más inidónea como elemento sistemáti-
co de enlace, pues el objetivo perseguido por quien actúa imprudentemen-
te es totalmente irrelevante a efectos jurfdicopenales y por ello tampoco
puede ser portador de los predicados, tfpico, antijurídico y culpable-•g
Éste es otro claro error.
En primer lugar, porque la finalidad del autor es determinante de la
subsunción: en la medida que el resultado no está abarcado por el fin del

WcLzrL, Derecho penal alemán, cit., p. 55.


³ RoxlN, Derecho penal. Parte General, t. I, cit., p. 241.

196 Tercera parte


autor queda descartada toda posibilidad de llevar a cabo una imputación
del resultado a título de dolo. One la finalidad resulte atípica no significa
que sea jurídicamente irrelevante; es tan relevante que determina la afir-
mación de atipicidad respecto del delito doloso; ¡vaya relevancia!
En segtiitdo luigar, y tal como lo señala acertadamente ZAFFAROHIª 82
porque la finalidad nos permite descubrir qué acción lleva a cabo el suje-
to y, consecuentemente, cuál es el deber de cuidado correspondiente a esa
acción (in[ra XII. 5. a).
En tercer lugar, porque la violación del deber de cuidado debe estar
abarcada por la finalidad, al menos como resultado concomitante. ROXIN
se refiere a este argumento esgrimido por STRUENSSE38d y lo responde de
modo falaz diciendo: “como aquí la finalidad sólo resulta captable en el
ámbito del injusto, ciertamente se renuncia a la misma como caracteriza-
ción de una acción pretípica y con ello como elemento básico” 384 . ROXIN
olvida que siempre (y no sólo en este caso) la finalidad es captada en el
ámbito del injusto porque es precisamente en dicho ámbito donde ella de-
be ser valorada junto con los demás entes prejurfdicos relevados por la ley.
A nivel pretfpico existe la finalidad de, por ejemplo, circular un automo-
tor a doscientos kilómetros por hora y a nivel tfpico se releva esa finalidad
como constitutiva de la tipicidad subjetiva del tipo culposo. No existe nin-
guna diferencia estructural con el tipo doloso, ni puede afirmarse que, en
tal caso, la finalidad deje de ser un ente prejurídico (la finalidad de con-
ducir a determinada velocidad existe antes de la ley), y por ello la crítica
de Roxie me parece desacertada.
Agrega el jurista alemán, respecto de este punto, que no siempre la fi—
nalidad debe estar referida al riesgo para fundamentar la imputación im-
prudente y ejemplifica con casos de culpa inconsciente 85, Pero esta críti-
ca, lejos de demostrar la irrelevancia de la finalidad en materia de delitos
culposos, la pone claramente de manifiesto: la negación de la relevancia de
la finalidad de la acción es funcional a una imputación que reniega de la
subjetividad y, con ello, del principio constitucional de culpabilidad. Por el
contrario, el concepto de acción final permite poner sobre el tapete la pre-
tensión de castigar una imprudencia meramente objetiva y, de este modo,
coadyuva a garantizar la vigencia del principio de cu1pabilidad³ 86,

382 ZAFFARONi, ArzGlA y S£oxzR, Derecho penal. Pane general, cit., p. 523.
383 RoxiN, Derecho peiinf. Parte general, t . I, cit., p. 242
3g4 ;g„ ,

386 r lo demás, si el concepto final de acción criticado por Roxie deriva en la impo-
sibilidad de castigar la culpa inconsciente bienvenida sea esa consecuencia; y no por una de-
rivación naturalística sino por imperativo constitucional. Nuevamente, vemos como la preten-
dida orientación polftico—criminal del sistema, que reniega de las referencias ónticas, no es

Teoría del delito :t97


3. Acción y omisión
¿Corresponde construir un concepto de acción abarcativo de la omi-
sión?
Esta pregunta fue respondida negativamente por gran parte de la
doctrina finalista clásica desde WELZEL³ g7 (quien, aunque un tanto contra—
dictorio, sostenía que “desde un punto de vista ontológico, la omisión no
es en st misma una acción, ya que es la omisión de una acción. AcciÓn y
omisión se comportan en tal sentido como A y ito A”) hllstfl ZAFFARONI,
quien categóricamente sostiene que en el ámbito pretípico sólo existen las
acciones, porque la afirmación sobre la existencia de una omisión necesi-
ta acudir a una referencia valorativa que sólo puede estar dada por la ley
(el tipo) y que, por ello, no podrfa existir antes de éste 88, En esta tesitura
la omisiÓn es una forma diferente de prohibir acciones en donde la con-
ducta prohibida es toda aquella distinta a la debidaª89,
Otros han intentado construir un concepto unitario de conducta que
comprenda tanto a la acción como a la omisión. Así se han pronunciado
quienes sostienen un concepto social de acción, como Jnsc ECK )/ NOVOA
MONTREAL, quienes, a partir de la concepción de la acción como un com-
portamiento humano socialmente relevante, entienden a la omisión como
una respuesta o actitud frente a una exigencia situacional dada por el
mundo circundante 90/391,

más que un intento de avasallar los límites constitucionales al poder punitivo por razones fun-
cionales; en este caso, la pretensión de castigar la culpa inconsciente por temor al presunto
peligro que generaría su impunidad. Y, como contracara, vemos que la referencia óntica (en
el caso, la finalidad como criterio constitutivo de la acciÓn) es útil para salvaguardar el prin-
cipio de culpabilidad frente al temor histérico a la impunidad. El respeto de lo prejurídico es,
entonces, un imperativo jurídico: una necesidad constitucional.
g² wrrzrr, Derecho penal alemdn, cit., p. 276.
388 ZAF'FARoni, ArAGLx y SLoK/\R, Derecho penal. Prime geriernl, cit., p. 544.
389 ZArrARONl, MGiA y SLoxzit, Derecho penal. Pnrte general, cii., p. 543.
" JESCHECK, En Tratado de derecho penal. Pane general, vol. l , Ed. Bosch, 3‘ ed., 1978,
p. 296, sostuvo que ”Será posible (. . .) reunir ambas modalidades en un concepto unitario de
acciÓn si se consigue encontrar un punto de vista superior de naturaleza valorativa que aúne
en el ámbito normativo los elementos incompatibles en el ámbito del ser (. . .) Este es el senti-
do del concepto social de acciÓn: accidn es, según esto, comportamiento humano socialmen-
te relevante (. ..) Se entiende aquí por ’comportamiento’ toda respuesta del hombre a una exi-
gencia situacional reconocida o, por lo menos, reconocíble, mediante la realizaciÓn de una
posibilidad de reacción de que aquél dispone por razón de su libertad (. ..) puede también ma-
nifestarse en la inactividad frente a una determinada expectativa de acciÓn (que no necesaria-
mente ha de fundarse en el derecho), a condición, también, de que concurra la posibilidad de
conducciÓn (omisión)”.
391 Novoz MONTRsxL, III Fundamentos de fos delitos de oniisidn , Ed. Depalma, Buenos
Aires, 1984, ps. 76—77, sostiene que ”los cambios que el ser humano puede traer al mundo ex-
terior se presentan en dos form6S diVetsas: algunos corrigen, detienen o impiden procesos
causales o cursos de movimiento que se gestan en ese mundoi otros, conservan, mantienen o

198 Tercera pane


Los autores postfínalistas parecen inclinarse por un concepto de con—
ducta omnicomprensivo de acciones y omisiones. ROXIN considera que el
concepto de acción “debe suministrar un supraconcepto para todas las
formas de manifestarse la conducta punible (.. .) la acción debe designar
algo que se encuentre tanto en los hechos dolosos e imprudentes como en
los delitos de omisión y que suponga un elemento común al que se pue—
dan reconducir todas las manifestaciones especiales de conducta puni—
blt2”³ ª. JAKOBS va más allá cuando afirma que “acción es convertirse en
culpable; formulándolo de otro modo: acción es la causación de una le-
sión de la vigencia de la norma. Este concepto de acciÓn —y sólo éste— es
más que un concepto auxiliar jurídico-penal, es el concepto de aquel com-
portamiento que hace necesaria la imposición de una pena. Los concep-
tos que se ubiquen por debajo de este nivel acaso abarcan situaciones pro-
visionales. Sólo si se extiende el concepto hasta la culpabilidad adquiere
un contenido vinculante desde el punto de vista jurfdico—penal: causación
de una lesión de la norma, o, abarcando también la omisión: competencia
por una lesión de la vigencia de la norma”3 3. Por su parte, los partidarios
de un concepto negativo de acción directamente reconducen el concepto
básico a la idea de omisión; asf HERSBERG Sostiene qut? “la acciÓn en De-
recho penal es el no evitar evitable en posición de garante” 394
Personalmente, no me parece correcto incluir a la omisión dentro de
un concepto único de acción o conducta. Creo que la consideración de la
omisión como una acción distinta a la debida, entendiendo a la acción
pretípica como la única realidad susceptible de ser relevada por el tipo, es
funcional a una más adecuada vigencia del principio de legalidad. De to-
dos modos, esta afirmaci6n exige analizar previamente el modo en que las
legislaciones abordan el problema de la omisión, ya que en general y de-
bido a la forma anárquica con la que se sancionan los tipos omisivos, los
textos legislativos parecerían ser propicios para la posición contraria ª.

hacen perdurar algunas situaciones existentes”; y que “dentro de este plano prejurídico, se po-
dría agregar, tal vez, una consideración social de la omisi6n, pues ésa contiene una actitud hu-
mana concreta que se sitúa dentro de una vida social compleja (. ..) En cuanto dicha actitud
humana consiste en que el sujeto no despliega aptitudes o potencialidades que podrían influir
de alguna manera en esa vida social (. . .) adquiere una evidente importancia para esa vida (.. .)
Cuanto hemos dicho concierne a la omisión como exteríorizacíón de la personalidad de un
sujeto que podría traer cambios al mundo exterior (.. .) Es en este sentido que la omisión se
presenta como un comportamiento humano, o mejor, como una actitud de un hombre, capaz
de ser puesta a la par con la acci6n (. . .) La conducta es, asI, el género dentro del cual se com-
prenden dos especies: la acción y la omisión”.
Roxie, Derecha penal. P‹irte general, t. I, cit., p. 234.
393 5zi:oas, Günter, £:/ concepto Jurídico-penal de accidn, en ”Cuadernos de Doctrina y
Jurisprudencia Penal”, año 1, t. I y II, Ed. Ad-Hoc, Buenos Aires, 1996, p. 96.
394 Cita de RoxiN, Derecho pencil. Parte general, t . L, cit., p. 247, nota 68.
ª ª De todos modos, como se tPata de concretar la vigencia de una garantía constitucio-
nal, poco importa el texto de la ley que es una norma de jerarqufa inferior.

Teoría del delito 199


Vemos que, a primera vista, los tipos omisivos no parecen contener la
descripción de una conducta que, por exclusiÓn, determina la existencia
de una norma antepuesta al tipo que prohfbe a tod£ls liIS demás. Antes
bien, los tipos omisivos (o activos y omisivos a la vez) parecen describir
omisiones o sólo acciones según el caso. Ello, en apariencia, echaría por
tierra la posición que sostiene la inexistencia pretípica de la omisión, ya
que, en cierto modo, el legislador estaría haciendo referencia a ella como
un ente existente antes del tipo. Basta como ejemplo el art. 108 del CP ar-
gentino, que hace referencia directamente al que “omitiere”, o el art. 106
de dicho cuerpo que se refiere al “abandono”. Ni que hablar del tipo del
art. 79, CP argentino (al que la doctrina casi unánime considera también
como un tipo omisivo ª), que ni siquiera contiene un verbo típico que
permita incluir algún tipo de omisión, sino que directamente hace refe-
rencia a la producción de un resultado, lo que denota la descripción de
una causación, totalmente incompatible con la omisión.
Este análisis positivista podría ser respondido diciendo que el legisla-
dor, al describir un ente inexistente (la omisión), no puede hacer que ese
ente exista como categoría del ser.
Sin necesidad de acudir a esta afirmación naturalística, creo conve-
niente negar la existencia de la omisión como categoría dentro de la con-
ducta. Me parece que la anarquía con que el legislador hace referencia a
las omisiones, coloca en manos del intérprete la elaboración de un méto-
do dogmático coherente que permita estructurar los tipos de omisión, de
forma compatible con la vigencia de las garantías constitucionales.
La elaboración dogmática de la estructura de los tipos omisivos es ne—
cesaria aun en los códigos que contienen una cláusula general expresa que
regula la omisión. Es más, esas cláusulas exigen una mayor estrictez en la
tarea, ya que la inequívoca redacción activa de la mayoría de los tipos de
la parte especial genera supuestos de contradicción con la regulación de
la parte general.
En definitiva, con independencia de la redacción utilizada por la ley
(que, como vimos, trata de forma anárquica la cuestión ---caso del Código
Penal argentino— o establece fórmulas genéricas no del todo compatibles
con la redacción activa de los tipos), corresponde elaborar una construc-
ción teórica sobre qué es y cómo funciona la omisión.
Sería ingenuo afirmar que la omisión existe pretípicamente por el só-
lo hecho de que algún tipo haga referencia a ella, o porque una norma de
la parte general sostenga que configura una de las formas de comisión del
hecho típico, ya que esas menciones sólo estarían haciendo referencia a la

En con1t11 dé II dO trina mayoritariá, SIL nsiiioxi, Mariano H., thornicidio por omi—
sión. El art. 106 del Cddígo Penal y la re[orma de la ley 24. 410, en “Cuadernos de Doctrina y Ju-
rispru dencia Penal”, Ed. Ad-Hoc, Buenos Aires, n° I y II, ps. 267-286.

Tercera parte
omisión como estructura típica. Corresponde, entonces, determinar esa
estructura.
Como se dijo, la consideraciÓn de la acción como la única entidad
pretípica relevante es funcional a una mayor vigencia del principio de le-
galidad. E o es asf por una razÓn muy sencilla: con la sola ampliación del
concepto de acción de forma tal de incluir en su seno al no evitar, se esta-
rían duplicando los tipos penales: los tipos activos se transformarfan tam-
bién en omisivos ¡porque ya se afirmó previamente la existencia de con-
ducta, con anterioridad al examen del tipo penal!
Para explicar un poco más esta cuestión es interesante ver cómo es-
tos criterios se expresan en discusiones dogmáticas concretas. La doctri-
na mayoritaria en la Argentina interpreta que el art. 79, CP argentino (cu-
ya descripción es “el que matare a otro”) incluye a la omisión como medio
comisivo, siempre que el sujeto activo se encuentre en posición de garan-
te respecto del bien jurídico. El interrogante es por qué sólo cuando exis-
te esa posición y no en los demás supuestos, ya que si adoptamos el con-
cepto omnicomprensivo, en todos los casos debería sostenerse que, como
la conducta ya existe, la subsunción estaría completa aun sin la especial
calidad de autor. Existen dos respuestas a esta pregunta; la primera, por-
que prefieren acotar la violación del principio de legalidad a los casos en
que es valorativamente más grave la conducta del sujeto activo (esto es,
cuando existe posición de garante); la segunda, Forque sólo cuando exis-
te esa posición el no evitar puede equipararse valorativamente al causar.
La primer respuesta es un reconocimiento expreso de la violación del
principio de legalidad. La segunda respuesta exige considerar a la posi-
ción de garante —no ya como requisito del tipo objetivo, sino— como ele-
mento integrante del concepto de conducta; en otras palabras: el no evi-
tar la muerte es una acciÓn de matar sólo cuando el sujeto está en
posición de garante. Esta tesitura (que sería compatible con el concepto
de conducta de HERSBERG ya citado) habilita de igual modo el quebranta-
miento del principio de legalidad, porque transforma todas las descripcio-
nes típicas en valoraciones jurídicas y hace de la tarea de subsunción un
proceso valorativo, que ya no estaría dirigido a contrastar la conducta con
la descripción, sino a establecer si, conforme a diversos criterios emergen-
tes de todo el ordenamiento jurfdico (del que surgirían las fuentes de la
posición de garante), puede atribuirse al sujeto la consecuencia normati-
va establecida en el tipo. En otras palabras, la tipicidad de las conductas
dependería exclusivamente del examen valorativo de su sentido jurídico y
no de su estricta subsunsión a un tipo legal.
Otro argumento en contra de la construcción de un concepto omni-
comprensivo se relaciona con la necesidad de llevar a cabo un juicio de
equivalencia para responder a la pregunta sobre la tipicidad. Como vi-
mos, algunos códigos contienen disposiciones que por un lado establecen
que el hecho punible puede cometerse tanto por acción como por omisión
y, por otro lado, limitan la comisión por omisiÓn a los casos de posiciÓn
de garante supeditándola, además, a la equivalencia del actuar con el

Teoria del delito 201


omitir³97 A mi modo de ver el concepto omnicomprensivo enturbia el jui-
cio de correspondencia, ya que si actuar y omitir configurasen distintas
formas de manifestación del comportamiento humano, esa sola circuns—
tancia determinarfa de por st la equivalencia: ¿cómo juzgarla, entonces,
con posterioridad? Sin embargo, si se tiene en cuenta que en realidad la
omisión es una acción (la distinta a la debida) consistente en hacer algo
distinto a lo ordenado, con conocimiento básicamente de la relación cau-
sal que conduce a la producción del resultado y del propio poder de evita-
ción, el juicio de equivalencia se presenta de forma necesaria, ya que no
todo “no evitar” puede equipararse valorativamente (desde un punto de
vista jurídico) al causar. Y éste es el punto esencial: la correspondencia de-
pende de la comparación de la conducta que causa con la que no evitaª98,
Si ambas son, a los ojos del tipo, valorativamente equivalentes se supera
este requisito y se puede afirmar la tipicidad.
Y aparece aquí otro argumento relevante en contra del concepto om-
nicomprensivo. Se trata de la necesidad de reconocer la diferencia sustan-
cial que existe en el juicio de “atribución”, que rige los delitos activos de
aquel que opera en los omisivos. La comisión se asienta sobre la causa-
ción: ésta es una realidad independiente del juicio de imputación poste-
rior que se puede (algunos dirán que se debe) llevar a cabo a partir de la
causalidad; lo cierto es que en los delitos activos la sola imputación no
basta, siempre se requiere la relación causal previa. Por el contrario, en
materia omisiva rige la pura imputación, ya que la omisión (en realidad
la conducta distinta a la debida) nada causa. En los delitos de omisión im-
propios el resultado es ocasionado por un curso causal independiente a la
acción dolosa del autor: por el curso causal que el autor no interrumpe³ 99,
Esta distinción básica entre causación e imputación es de suma im-
portancia para la teorfa del delito, ya que la atribución de un resultado sin

397 l art. 11 del CP español dispone: “Los delitos o faltas que consistan en la produc-
ción de un resultado sólo se entenderán cometidos por omisión cuando la no evitación del
mismo, al infringir un especial deber jurídico del autor, equivalga, según el sentido del texto
de la Ley, a su causación. A tal efecto se equiparará la omisión a la acción: a) Cuando exista
una específica obligación legal o contractual de actuar. b) Cuando el omitente haya creado
una ocasión de riesgo para el bien jurídicamente protegido mediante una acción u omisión
precedente”.
398 ¡deni.
399 En efecto, si suprimo mentalmente la acción efectivamente realizada por el autor,
el resultado se produce de todos modos. Ejemplo: el guardavidas, en lugar de rescatar al ba-
ñista que se está ahogando, se va corriendo tras una chica; el bañista muere ahogado. En ese
caso si suprimo mentalmente la acción de perseguir a la chica, el resultado se produce igual-
mente como consecuencia de un curso causal que no fue puesto en marcha por el autor. Es
por ello que en los delitos de omisión sólo podemos hablar de mero de evitacidn (ín/r‹z XVII.
7. b) pero nunca de nexo de causalidad. Si hubiera causalidad no habrfa omisión sino acción
causante.

Tercera parte
causalidad requiere de justificaciones adicionales fundadas en la noción
de deber. En cambio, cuando existe causalidad, la fundamentación ulte-
rior puede depender sin problemas de la imputación por el dolo.
En definitiva, y sin perjuicio de que los partidarios de la imputación
objetiva (íii/r‹z XVII. 3. b. b) recondtlCén el problema de la atribución del
resultado a un juicio de imputación, lo cierto es que ese juicio no reviste
las mismas características cuando se dirige a limitar la relevancia de la
causalidad (entre la acción del autor y el resultado), que cuando se dirige
g fundar la atribución sin causalidad.
Por lo tanto, y en busca de criterios que permitan la custodia más
efectiva del principio de legalidad (que se puede vulnerar muy fácilmente,
sobre todo en materia de omisión, recurriendo a criterios amplios de im-
putación), resulta muy útil distinguir entre el universo de tipos que exigen
la causación (delitos de comisión) y el universo de la pura imputación (de-
litos de omisión). Esta distinción requiere diferenciar, claramente, entre la
acción que causa y la acciÓn que no causa sino que incumple el mandato
de la norma que impone evitar, y el verdadero problema de la omisión se-
rá establecer cuándo existe ese deber. Siendo ello asi, es innecesario cons-
truir un concepto de omisión, ya que lo único relevante para el derecho
penal será la acción causante o no causante del resultado (haciendo ex-
cepción, claro está, de los delitos de pura actividad). En defintiva, con el
concepto de acción basta y sobra.
Por todo ello, considero correcto considerar a la omisión como un
concepto que nace a partir del tipo penal, y a la acción como el único en-
te de existencia pretípica relevante a los ojos del tipo. Creo que ello per-
mitirá analizar la tipicidad de una forma más aséptica, y custodiar con
mayor eficacia el principio de legalidad.

Teoria del delito


XVII. Tipicidad

1. Hociones básicas
La necesidad de recurrir al tipo penal como primer estrato sistemáti-
co del delito, es un imperativo constitucional que se deriva del principio
de tipicidad. Como sólo es posible aplicar una pena como consecuencia de
la realización de una acción, es indispensable que el sistema provea de
una herramienta apta para individualizarla. El único instrumento que
puede llevar a cabo esa tarea de forma efectiva y sin ambigtiedades es el
tipo penal.
Tradicionalmente se define al tipo penal como un instrumento abs-
tracto que describe la conducta penalmente relevante; es la descripción
concreta y material de la conducta prohibida. La tipicidad es la adecuación
de la conducta a esa descripción y la subsunción es el resultado positivo del
juicio de adecuación.
El tipo es la herramienta que utiliza el legislador para individualizar
aquellas conductas a las que amenaza con una pena. El tipo denota una
norma que le es antepuesta que prohíbe la conducta descripta en él: así el
tipo que dice “el que matare a otro. . .” tiene una norma antepuesta (no es-
crita) que dice “no matarás”; la acción que se subsume en el tipo infringe
la norma que se le antepone. La distinción entre tipo y norma antepuesta
se corresponde con la de item prtmaria y itormn secundaria, tan bien
precisada por HanS KELSEN en su Teoría puma del derech 400,
El concepto de tipo penal como lo concibe la dogmática moderna na-
ció de la mano de Ernst voN BELING. Decía este autor: “Del común domi—
nio de la ilicitud culpable fueron recortados y extrafdos determinados ti-
pos delictivos (asesinato, hurto, etc.)”; “sólo ciertos modos de conducta
antijurídica (los típicos) son suficientemente relevantes para la interven—
ción de la retribución pública. . .”; “La antijuridicidad y la culpabilidad
subsisten como notas conceptuales de la acción punible, pero concurre
con ellas, como caracterfstica externa, la ’Tipicidad’ (adecuación al catálo-
go) de modo que, dentro de lo ilícito culpable, está delimitado el espacio
dentro del cual aquéllas son punibles (. ..) Acción punible lo es sólo la ac-
ción tfpicamente antijurídica y cu1pable”4 ²

400 KELscN, Teoría pura del derecho, cit., ps. 76-78. Dice puntualmente: “Llamamos nor-
ma primaria a la que establece la relación entre el hecho ilícito y la sanción, y norma secun-
daria a la que prescribe la conducta que permite evitar la sanción” (p. 77).
401 BrLi c, Esquema de defecha penal, cit., ps. 37-38.

Teoria del delito


La evolución del concepto de tipo es paralela a la del propio sistema
dogmático y, de hecho, ha sido en el tipo donde III tí?oría del delito ha ma-
nifestado sus cambios más importantes. El concepto objetivo de BELiNc,
propio de la escuela clásica, dio paso al descubrimiento de los elementos
subjetivos del injusto, luego al tipo subjetivo del finalismo y, en la actuali-
dad, a la irrupción de la teoría de la imputación objetiva de las corrientes
postfinalistas. Todos esos cambios no hacen más que buscar el modo más
adecuado para individualizar la conducta penalmente relevante y, es por
ello, que se manifiestan en el estrato sistemático en el que se lleva a cabo
esa tarea.
Veremos que el tipo penal contiene diversos elementos (objetivos,
subjetivos, permanentes, ocasionales, etc.) pero su característica esencial
es el verbo típico o núcleo del tipo, mediante el cual se releva la acción pro-
hibida en st. El verbo es la acción (que se describe objetiva y subjetiva-
mente) y los demás elementos son el contexto de esa acción. Por eso po-
dría decirse que el tipo describe la conducta y sus circunstancias, pero lo
cierto es que éstas forman parte de aquélla en cuanto son abarcadas por
la subjetividad y, por ello, es correcto definir al tipo como descripciÓn de
la acción penalmente relevante.
Existen distintas estructuras típicas que no son más que diferentes
formas de individualizar la conducta relevante al derecho penal. El tipo
activo doloso lleva a cabo esta individualización mediante la descripción
de una acción y particularmente de su finalidad. El tipo culposo indivi-
dualiza la conducta penalmente relevante mediante la descripción del me-
dio defectuoso utilizado por el autor (violación del deber de cuidado) que
provoca el resultado. Y el tipo omisivo individualiza la acción ordenando
una conducta y prohibiendo todas las que son diferentes a ella.
En los tipos omisivos el tipo suele reconstruirse de modo tal de dedu-
cir de su redacción la descripción de la conducta diferente a la ordenada;
en ellos la norma antepuesta al tipo ordena una conducta y prohíbe a to-
das las demás: te ordeno evitar la muerte y, consecuentemente, te prohíbo
toda conducta diferente a ella. Pero los tipos están redactados como des-
cribiendo omisiones que en realidad no existen como una realidad preju-
rídica sino como un ente que nace recién por referencia al tipo. Por ello
hablo de reconstrucción; de reconstrucción a partir de la norma impera-
tiva y dirigida a individualizar la verdadera descripción de acciones que se
oculta detrás de la aparente referencia a entes irreales (las omisiones).
Se dice que el tipo penal es esencialmente descriptivo porque descri-
be la conducta y sus circunstancias. El mote de descriptivo suele vincular-
se con el hecho de que sus elementos (los utilizados en la redacción legal)
son asequibles mediante los sentidos, mediante una comprensión ordina—
ria. Sin embargo existen ciertos elementos valorativos en las descripcio-
nes que son excepcionales; son aquellos cuya concurrencia exige cierta es-
pecial valoración social o jurfdica para su determinación.
Conforme la sistemática moderna, dominada por la teoría finalista, el
tipo describe a la conducta en su doble aspecto, esto es, en su faz objetiva

206 Tercera parte


y subjetiva. El tipo objetivo individualiza la exteri rización de la acción y
sus circunstancias y el tipo subjetivo el conocimiento y la voluntad que
guían esa exterioridad. Esto da lugar a la existencia de una tipicidad sub-
jetiva (la adecuación de determinado conocimiento y voluntad a la des-
cripción subjetiva) y una objetiva (la subsunción de una exteriorización en
la descripción legal).
Existen diversas clasificaciones de los tipos penales.
Tipos de resultado y de pura actividad. En los primeros, la norma no
sólo describe la acción sino que también releva la producción de cierto su-
ceso separado temporal y espacialmente de ella. En cambio, en los tipos
de pura actividad se describe Solamente a la acción. Si bien todas las ac-
ciones humanas producen resultados, no todas son importantes para el le-
gislador; por ejemplo la acción de acceder carnalmente por la fuerza a una
mujer puede causar un embarazo, rasguños, o trastornos psíquicos, pero
las figuras que consagran el delito de violación en general se desentienden
de esos resultados, describiendo sólo la acción de acceder carnalmente. La
diferencia es que en un caso existe un suceso separado de la acciÓn que
está descripto por el tipo, mientras que en el otro caso ese suceso, que
puede o no existir, es irrelevante para el tipo.
Tipos de lesión y de peligro. En los primeros, la acción destruye defini-
tiva o temporalmente el bien jurfdico, esto es, el ejercicio del derecho sub-
jetivo sobre un objeto. En los segundos simplemente se amenaza el dere-
cho poniendo al bien ante el mero peligro de lesión, pero sin cortar la
relación de disponibilidad. No hay que confundir estas categorfas con las
analizadas previamente, ya que los tipos de lesión y de peligro pueden ser
tanto de resultado como de pura actividad, alternativamente; por ejemplo,
la violación es de mera conducta y de lesión; el homicidio es de resultado
y de lesión; el abuso de armas es de resultado y de peligro; la tenencia de
armas de pura actividad y de peligro, etcétera.
Zipos de peligro concreto y tipos de peligro abstracto. En los primeros se
describe una conducta que importa una amenaza real a un bien jurídico,
mientras que en los segundos la conducta descripta en el tipo acarrea una
afectación tan sólo potencial o condicionada. Los delitos de peligro abs-
tracto no pueden ser admitidos en un derecho penal basado en el principio
de lesividad. La mera presunción de que ciertas conductas pueden afectar
a terceros no basta para legitimar la injerencia punitiva si esa afectación
no se produce realmente en el caso concreto. Los argumentos funcionales
esgrimidos para legitimarlos no son pertinentes al esquema teórico pro-
puesto en los capítulos precedentes, que impide al Estado castigar conduc-
tas que no afectan derechos subjetivos. Consecuentemente, sólo son admi-
sibles constitucionalmente los delitos de peligro concreto, esto es, los tipos
que describen conductas que efectivamente amenazan un derecho subjeti-
vo y en la medida que en el caso concreto se produzca esa afectación.
El ejemplo paradigmático de estos tipos inconstitucionales está dado
por las leyes vinculadas al tráfico, tenencia y consumo de drogas. Si bien,
en general, ninguna de las conductas atrapadas por esos tipos afecta en

Teoría del delito 207


verdad un bien jurfdico, las normas que las sancionan se encuentran den-
tro de un paraguas que las protege de la aplicación más simple y razona—
da de las garantfas constitucionales. No se explica que los defensores de
la autonomía personal omitan llevar hasta las últimas consecuencias las
derivaciones constitucionales del concepto de bien jurídico; salvo en ra—
zón de la existencia de un tabú político que impide todo debate racional
al respecto. Estoy seguro de que dentro de algunos años nos vamos a sor-
prender y tal vez avergonzar de semejante concesiÓn al autoritarismo
(aunque también existe la posibilidad de que éste salga vencedor como en
general lo ha hecho a lo largo de la historia).
Zipos comunes y especiales. Los primeros describen acciones que pue-
den ser cometidas por cualquier persona. En los segundos, se circunscri-
be el número de posibles autores a quienes revisten determinada calidad.
Ejemplo de los primeros es el tipo del homicidio que individualiza al au-
tor con la clásica fórmula “el que”. Ejemplo de los segundos es el cohecho
pasivo que sólo puede ser cometido por un “funcionario público”. A su vez
los delitos especiales pueden ser propios o impropios según que la calidad
del autor sea necesaria para la propia existencia del delito o sólo para la
concurrencia de un agravante.
Tipos bdsicos y derivados. Estos últimos se caracterizan por reunir to-
dos los elementos de los primeros con ciertos elementos que agravan o
atentan la reacción punitiva.
Tipos de resultado permanente (homicidio) o temporal (privación de li-
bertad) según que la acción destruya definitivamente el bien jurídico o só-
lo corte transitoriamente la disponibilidad.
Existen muchas otras tantas clasificaciones sin mayor relevancia aca-
démica, que no serán analizadas en el presente.
La distinción entre la descripción típica y la descripción que sustenta
la concurrencia de una causal de justificación (en suma, la diferenciación
entre tipicidad y antijuridicidad) es necesaria a fin de delimitar el modo de
interpretar la afirmación de los elementos que atañen a cada uno de estos
estratos y, eventualmente, a fin de asignar consecuencias diferentes en ma—
teria de error (sobre ello, in[ra . 6. b). La tipicidad es la regla y la justi-
ficación la excepción y, conforme se verá a lo largo de diferentes problemas
concretos de la teoría del delito (ver puntualmente nddeiid‹z 3), esta distin-
ción no es meramente formal y puede acarrear consecuencias en el modo
de solucionar ciertos casos conflictivos. Por ello es necesario conservar la
diferencia, aunque más no sea para poder discutir sobre la pertinencia de
asignar diferentes consecuencias jurfdicas a la concurrencia de una causal
de atipicidad o de justificación como, asf también, a los errores que recaen
SObre ellas. Por ello rt2Chazo la teoría de los elementos negativos del tipo que
propone unificar ambas categorfas (sobre ella, íit/r‹t XIX. 1).

2. Criterios sustanciales de subsunción


La adecuación de una acción a un tipo penal no depende solamente
de su correspondencia formal con la descripción típica. Se exige, además,

208 Tercera parte


que la acción presente el grado de disvaliosidad relevada por el tipo y que
se trate de la clase de conductas que el tipo pretende atrapar conforme un
adecuado análisis a la luz del principio de razonabilidad.
Es preciso distinguir entre tipicidad formal y material de la conduc-
ta. No toda acción que se subsume formalmente en un tipo es típica por-
que el juicio de adecuación depende de criterios materiales que, en este
campo del derecho más que en cualquier otro, se vinculan a los principios
orientadores. Estos criterios rigen para todos los tipos penales y no son un
problema de imputación del resultado.
A continuación me ocuparé de dos criterios sustanciales de subsun-
ción: la lesividad y el ámbito de prohibición de la norma.

2. a. La lesividad como presupuesto de la tipicidad


La manifestación más burda del autoritarismo estatal en materia pe-
nal está dada por los tipos penales que atrapan conductas que no afectan
bienes jurídicos, sino que simplemente se contraponen a la voluntad del
Estado. Son tipos de mera desobediencia cuya validez usualmente se pre-
tende hallar en interpretaciones equivocadas de las nociones de orden o
de moral pública.
El principio constitucional de lesividad impide que la ley penal atra-
pe conductas que no afectan un bien jurfdico. Este principio marca el con-
torno del tipo, establece su límite máximo, impidiendo que su radio de ac-
ción alcance conductas que no afectan el derecho de un tercero.
Esta limitación del alcance del tipo puede ocurrir: a) de antemano, de-
jando fuera de la descripción tfpica conductas que, aunque formalmente
descriptas, jamás podrían afectar un bien jurfdic()402 ]j) en el caso concre-
to, cuando por una razón circunstancial un tipo penal termina atrapando
una acción no lesiva. En el primer caso, el tipo en sí es inconstitucional res-
pecto del universo de acciones al que se dirige. En el segundo caso, la in-
constitucionalidad ocurre ante una circunstancia azarosa; frente a la acci-
dental caída de una acción inocua en el radio formal del tipo penal.
Esto genera problemas respecto de diversos tipos cuya vinculación
con la afectación de un bien jurídico es más que dudosa, y respecto de
ciertas ampliaciones típicas como la tentativa inidónea y ciertos tipos de
participación (que luego se analizarán) que aparecen desvinculadas de di-
cha afectación.
En el punto siguiente veremos que este principio constitucional deri—
va en el principio de insignificancia, que deja fuera del alcance de la nor-
ma las conductas que afectan el bien jurídico de modo irrisorio o despro-
porcionado con el contenido penal de la prohibición.

402 Sería el caso en que se tipifícara el consumo de drogas.

Teoria del delito


2. b. Ámbito de prohibición de la norma
La cuestión vinculada al alcance del tipo penal y de la norma prohi-
bitiva que se le antepone ha sido considerada como problema de imputa-
ción del resultado por parte de la teorfa de la imputación objetiva403 so-
bre ella, in[ra XC. 3. b. b).
A mi juicio, la determinación del alcance del tipo penal es un proble-
ma normativo que se resuelve atendiendo a los principios generales de in-
terpretación del derecho y, en especial, del derecho penal, y que tiene por
objeto establecer el sentido preciso de la prohibición que se antepone a la
descripción, para poder luego establecer cuáles son las conductas que se
sitúan dentro y cuáles las que están fuera del alcance de norma expresa-
da en el tipo.
El análisis no se limita a la faz objetiva de la acción y creo que ése es
el error esencial de la teoría de la imputación objetiva. Para determinar si
una conducta está atrapada por el tipo es preciso considerarla tal como
es, esto es, en su faz objetiva y subjetiva, porque de lo contrario no se pue—
de saber de qué acción se trata.
Resolver como problema del tipo objetivo lo atinente al ámbito de
prohibición de la norma es incompatible con la sistemática finalista. Ello
es consecuencia lógica de que: a) la norma cuyo ámbito se examina es la
antepuesta al tipo; 6) éste es la descripción de una acciÓn; c) la acción es-
tá compuesta por una subjetividad; d) consecuentemente, existe un tipo
subjetivo (que no es más que la descripción de una determinada subjeti—
vidad); e) ergo, la norma antepuesta prohfbe una subjetividad (la descrip—
ta en el tipo); f) de lo dicho se deduce que el ámbito de prohibición de la
norma abarca la siibjetívid‹id pro/tibíd‹z . Por lo tanto, es evidente que el
examen de dicho ámbito no constituye un problema del tipo objetivo sino
de la tiptcidad, como examen de adecuación de la conducta (objetiva y
subjetivamente considerada) a un tipo penal.
Los casos problemáticos de resultados vinculados tan sólo causal-
mente a la conducta, pero materialmente ajenos a su contenido de disva-
lor o a su sentido normativo, no deben ser resueltos como un caso de au-
sencia de atribución del resultado a la acciÓn, sino como un problema de
falta de adecuación del suceso (en su aspecto objetivo y subjetivo) al tipo
penal, por quedar fuera del ámbito de prohibición de la norma.
Esta tarea de interpretación debe llevarse a cabo atendiendo a los si-
guientes criterios:
a) El principio de ii/tim‹i ratio o subsidiariedad del derecho penal es
el principio rector en materia de subsunción. Cuando la descripción típi-
ca atrapa formalmente una conducta que no reviste la disvaliosidad míni-
ma para constituir un hecho penalmente reprobable no se puede afirmar

403 pp todo», Roxi×, Derecho penal. Parte general, t. I, cit., p. 386-402.

Tercera parte
la tipicidad. Como la reacción penal es la uiltima ratio del orden jurídico
no se puede sancionar conductas cuyo contenido de disvalor no reviste
ningún tipo de gravedad o su gravedad es íntima o diferente a la relevada
por la norma.
b) El principio de razonabilidad es determinante de las soluciones
concretas. Cuando se discute sobre la atribución de un resultado a una ac-
ción, ello no depende solamente de la vinculación causal y de la imputa-
ción subjetiva a partir del dolo, sino de que todo el suceso (acción, causa-
lidad y resultado) se encuentre atrapado por la norma prohibitiva. Esta
cuestión, que suele ser resuelta acudiendo a criterios casi ‹zd hoc de la so-
lución que se pretende (y consecuentemente, contradictorios con la solu-
ción querida en otros casos diferentes al que dieron origen al criterio),
debería depender de la razonabilidad más que de la construcción de no-
ciones “dogmáticas” nuevas y generalmente inservibles.
Lo que no es nuevo y realmente sirve es el principio constitucional de
razonabilidad que impone la aplicación de la ley (de la que la tarea de sub-
sunción es su faceta principal) de forma racional y acorde con el sentido
común. La cuestión de si a la conducta de lastimar a alguien puede impu-
tarse la muerte por un incendio posterior en el hospital, no depende de la
creación de un juego lógico entre creaciones y concreciones de riesgos, si-
no de si es razonable la subsunción del suceso en la descripción típica en
función del sentido de la norma antepuesta. La solución depende, a su vez,
del análisis completo (y no seccionado a su aspecto objetivo) de la acción;
si el sujeto sabe que el hospital se va a incendiar (por ejemplo, porque co-
noce que habrá un atentado) y lastima a la víctima justamente para que se
encuentre en el hospital en el momento del incendio, es razonable la sub-
sunción en la figura del homicidio; por el contrario, si no tiene ese conoci-
miento es absurdo siquiera iniciar la discusión. Esta solución no necesita
inventar ninguna categoría jurídica nueva porque el principio de razonabi-
lidad alcanza y sobra para resolver adecuadamente el caso.
c) El principio de lesividad es fuente del principio de insignificancia.
Cuando la conducta que formalmente se subsume en el tipo afecta tan só-
lo de modo insignificante el bien jurídico, no es posible afirmar una com—
pleta subsunción. En esos casos la adecuación es parcial; se limita a la me—
dida de la escasa afectación y, también por una cuestión de razonabilidad,
no es pertinente afirmar la tipicidad material.
El principio constitucional de lesividad exige una especial relación
entre la acción y el derecho de un tercero. Esa relaciÓn no puede ser con-
cebida de forma meramente causal, ya que ello conduciría a una pobre in-
terpretación de un criterio tan importante. Obviamente que debe existir
una conexión causal, pero además debe haber una afectación de cierta im-
portancia que tenga sentido jurfdico en relación a la significación jurfdi-
co-penal que se pretende asignar al suceso. Una afectación íntima, aunque
sea desaprobada por la víctima y vivenciada por ella como un problema
del tipo punitivo, no franquea la exigencia constitucional de lesividad,
porque la interpretación racional de los intereses en juego impide que el

Teoña del delito


tipo de reacción más violenta del Estado se aplique por consideraciones
meramente formales o a partir del capricho de la pretensa víctima.
La propia existencia de principios sustantivos demuestra que la cues-
tión penal no puede depender de criterios formales y que está imbuida de
valoraciones materiales que, conforme el contenido concreto que tienen,
demuestran la aspiración objetiva de razonabilidad que subyace al siste-
ma constitucional del delito.

3. El tipo objetivo
3. a. Elementos del tipo objetivo
El tipo objetivo es la descripción de la parte exterior del suceso. Re-
leva la objetivación de la acciÓn en el mundo exterior, sus circunstancias
y, en la mayoría de los casos, el resultado que produce.
Son elementos permanentes del tipo objetivo la descripción de un su-
jeto activo, de la faz exteriorizada de la acción (el verbo tfpico) y, en los ti-
pos de resultado, la descripción de éste y de la relación causal que condu-
ce a su producción. Existen además ciertos elementos ocnsioitnfes que
pueden o no estar presentes en la descripción legal, que se relacionan con
ciertas circunstancias que rodean a la acciÓn, como por ejemplo la comi-
sión de un robo en despoblado o en banda, o la comisión de un homicidio
utilizando determinado medio.
Como vimos, el tipo es esencialmente descriptivo y en general la mayo-
rfa de sus elementos (tanto los permanentes como los ocasionales) revisten
esa calidad. Los elementos descriptivos son los que resultan comprensibles
mediante los sentidos, sin necesidad de recurrir a una especial valoración
social o jurfdica, como son por ejemplo los elementos “matar”, “otro”, “em-
barazo”, “mujer”, “casa”, “cosa”, “poblado”, “despoblado”, etc. Los efemeiiios
normativos son aquellos que están definidos por la ley, como por ejemplo,
“funcionario ptiblico”, “documento público”, “estupefacientes”, “obliga-
ción”, “matrimonio”, etc. Y son e/eventos viz/or‹ztivos los que sólo son com-
prensibles mediante una valoración social o jurídica, como por ejemplo “re-
lación de poder” (119, CP argentino), “arma”, “abuso de autoridad”,
“prostitución”, “corrupciÓn”, “imágenes pornográficas”, “apremios ilegales”,
etc. En general, todos los elementos descriptivos tienen un componente va-
lorativo, por lo que la distinción termina siendo una cuestión de grados.
Cuando los tipos abusan de los elementos normativos o valorativos se
abre paso a la arbitrariedad, porque en tales casos queda en manos del
juez la tarea de cerrar el tipo mediante la interpretación de tales elemen-
tos, lo que impide determinar de antemano el alcance preciso del tipo pe-
nal con el consiguiente menoscabo de los principios de estricta legalidad,
certeza y culpabilidad.
Un ejemplo hipotético de un “tipo” plagado de elementos normativos
sería el siguiente: el quie a[ecta ilegítimamente el derecho de propiedad de
otro, serd castigado con pena de. . . ,“ t2S£1 fÓrmula no contiene la descripción
de una conducta que pueda ser contrastada con la efectivamente realiza-

212 Tercera parte


da, para llevar a cabo el juicio de tipicidad. Una norma así requiere por
parte del juez establecer qué tipo de derecho de propiedad puede ser ob-
jeto del delito, qué es afectarlo, cuáles son las formas de afectación rele-
vadas por eÍ tipo, qué es ilegítimo y qué legítimo; en otras palabras, una
fórmula como esa serfa un no tipo, porque no describe nada, sino que re-
mite a un juicio de valor (que debe ser efectuado por el juez) dirigido a es-
tablecer cuál es la conducta prohibida. Una verdadera descripción sería la
siguiente: el quie causa la muerte de otra persona, será castigado con. . . ,’ en
ese caso sí existe un tipo penal que permite contrastar la acción bajo juz-
gamiento con la descripta, mediante un silogismo casi perfecto como el
propugnado por BECCARIA 404 De todos modos, existen situaciones inter-
medias porque en general los tipos penales recurren a elementos norma-
tivos en el marco de verdaderas descripciones, que permiten individuali-
zar correctamente la acción penalmente relevante. Lo importante es que
exista una descripción y que los elementos no descriptivos sean simples
referencias de ésta y no la estructura central del tipo penal.
Los tipos esencialmente valorativos, que necesitan establecer prime-
ro la antijuridicidad (mediante un juicio de valor) para luego individuali-
zar la conducta prohibida, no son compatibles con un derecho penal libe-
ral acorde con la Constitución, porque no respetan el principio de
tipicidad.

3. b. Atribución objetiva del resultado


3. b. a. El problema de la causalidad
En los delitos de resultado se presenta el problema de establecer los
parámetros para vincular jurídicamente la acción con el resultado. La re-
/‹icíÓu de cziitsalidad es el requisito mínimo de atribución, pero existen di-
versas teorías y discusiones respecto de cómo debe determinarse esa rela-
ción y sobre su relevancia jurídico-penal.
La teoría de l a equivalencia de las condiciones sostiene que todas las
condiciones para la producción del resultado son causa de éste; por igual
y sin que pueda distinguirse entre ninguna de ellas. Para saber cuándo
una acción es condición del resultado se recurre al método de la supresión
mental hipotética: si suprimiendo mentalmente la acción el resultado de-
saparece, entonces, ella es su condición y por ende su causa.
A partir de la confusión sobre el verdadero sentido y utilidad de esta
teorfa se le dirigieron críticas tales como que extendía la tipicidad hacia el
infinito, que la causalidad no podía determinarse desde un aspecto mera-
mente natural sino jurídico, que no permitía relevar las causas más rele-
vantes para la producción del resultado y muchas más. Lo cierto es que,
como la causalidad es condición necesaria pero no suficiente de la tipici-
dad, ningún problema jurídico se desprende de todas esas objeciones. No

404 De los clelitos y de las remus , cit., capítulo 4.

Teona del delito


tiene ninguna importancia que la causalidad se extienda hacia el infinito,
porque al derecho penal sólo importa una parte de ella, que es la descrip-
ta por el tipo y la que fue abarcada por la su1›jetividad del autoWºª. La
causalidad entendida como lo que pasó no es un problema jurídico sino
una realidad ontológica, una categoría del seWfi6 que no puede ser su-
plantada en los tipos que la requieren. Por otro lado, lo que normativa-
mente es relevante no depende de la causalidad, ni de que todas las cau-
sas sean equivalentes, ya que el legislador puede elegir entre ellas e incluso
puede prescindir de la causalidad, como de hecho lo hace en los delitos de
pura actividad y en los omisivos. En definitiva, en la medida que se com-
prenda que la teoría de la equivalencia se limita a establecer la relación
causal tal cual es y sin pretensión de agotar el juicio de tipicidad objetiva
(como, por el contrario —y como luego se verá— lo hace la teoría de la im-
putación objetiva), las críticas son meramente anecdóticas y no conmue-
ven en lo más mínimo la utilidad de la teorfa como herramienta para de-
terminar la relación causal.
La teoría de la caus‹z/íd‹zd adecuada considera que son causa del re-
sultado las conductas que según las reglas de la experiencia son aptas pa—
ra producirlo. Ésta (como las teorías que se verán a continuación) no es
una teorfa de la causalidad sino un criterio para limitar la causalidad a los
efectos de establecer la subsunción típica. Para llevar a cabo esa limita-
ción se recurre a criterios objetivos orientados a establecer cuáles son las
reglas de la experiencia que permiten afirmar la conexión entre la acciÓn
y el resultado; pero ello genera un problema (que, como veremos luego,
también se presenta respecto de la teoría de la imputaciÓn objetiva): la de-
terminación de esas reglas de la experiencia depende de cada autor y de
sus conocimientos individuales, por lo que no es posible establecerlas de
antemano de modo objetivo. Es necesario recurrir al tipo subjetivo que es
el verdadero ámbito de limitación de la causalidad.
La teoría de la relevancia típica sostiene que sólo importan aquellas
causas del resultado que son jurídicamente relevantes, y ello, evidente-
mente, sólo puede determinarse mediante una interpretación del tipo pe-
nal, dirigida a establecer cuáles causas son, según la ley, medios jurídica-
mente adecuados para causar el resultado.

3. b. b. Teoría de la imputación objetiva. Crítica


En la actualidad es dominante la denominada teoría de la imputación
objefivn que, a partir de criterios normativos de enjuiciamiento objetivo del

’ WrLznL, Derecho penal alemdn, cit., p. 69: ”En los delitos dolosos sólo es típicamen-
te relevante la relación causal dirigida por el dolo (de tipo)”.
406 zrr, Derecho penal aletndn, cit., p. 66: “El concepto causal no es un concepto ju-
rídico, sino una categoría del ser”; “El detecho tiene que partir también de este concepto cau-
sal 'ontológico”’.

214 Tercera parte


comportamiento, intenta resolver el problema de la atribuciÓn del resulta-
do de forma uniforme para todas las estructuras típicas. En algunas de sus
variantes más sofisticadas ha expandido su método de análisis a toda la
teoría del delito, llegándose a insinuar como una nueva estructura dogmá-
tica capaz de reemplazar a la sistemática finalista clásica; parecería que el
concepto tradicional de delito está cediendo paso al de imputación objeti-
va (del comportamiento, del resultado y de la subjetividad objetivada).
La variante original de esta teoría, cuyo principal exponente es Claus
ROXINª07 se ocupó especialmente de los problemas de imputación del re-
sultado a la acción. Se sostiene que una vez verificada la relación causal
entre ésta y aquél, corresponde llevar a cabo una valoración jurfdica del
aspecto objetivo del suceso para determinar, en primer lugar, si la acción
creó un riesgo jurídicamente desaprobado de producción del resultado y,
en segundo lugar, si éste es la concreción de ese mismo riesgo generado
por la acción. Este análisis se complementa con diversos criterios, a veces
llamados correctivos, que se utilizan para “solucionar” situaciones parti-
culares, según el objetivo pretendido por el analista.
La creación del riesgo jurídicamente desaprobado, falta en los casos
en que: a) no se crea un riesgo jurídicamente relevante 408¡ b) se disminu-
ye el riesgo que amenaza al bien jurídico 4 9 c) se crea un riesgo permiti-
do de modo general y con independencia del caso concreto, como ocurre
con la conducción automovi1tstica4 ³º.
Por su parte, el examen sobre si el riesgo creado por el autor se con-
cretó en el resultado, exige llevar a cabo un análisis valorativo (no causal)
dirigido a establecer cuál es el riesgo que reconduce hacia st el juicio de
imputación. Cuando un factor de riesgo distinto a la acción del autor es
determinante de la producción del resultado, no es posible imputar a éste
su producción y fracasa la imputación objetiva.

407 ROXIN, Derecho penal. Parte general, t. I, cit. , ps. 343-402.


Es lo que ocurre en el clásico ejemplo del sobrino que convence al tio rico a quien
quiere heredar, de que vaya a pasear por el bosque en medio de la tormenta con la esperanza
de que lo alcance un rayo y muera, y en todos los casos de ”incitación a realizar actividades
normales y jurídicamente irrelevantes, como pasear por la gran ciudad, subir escaleras, ba-
ñarse, subir a la montaña, etc.” (cf. Roxie, Derecho penal. Parte General, t. I, ci t., p. 3óó).
409 Jn ese supuesto la acciÓn del sujeto activo mejora lu situaciÓn del bien jurídico. Ro—
XiN (Derecho penal. Parte general, t. I, cit., p. 365) ejemplifica con el caso de quien “ve como
una piedra vuela peligrosamente hacia la cabeza de otro y, aunque no la puede neutralizar, sí
logra desviarla a una parte del cuerpo para la que es menos peligrosa”.
4 10 Roxi× (Derecho penal. Parte general, t . I, cit., ps. 37 1—372), señala que se trata de si-
tuaciones en las que, a diferencia de lo que ocurre con las causales de justificación, el riesgo
está permitido de modo general y no en función del conflicto de intereses del caso puntual.
La ”conducción de un automóvil está permitida aunque en el caso individual no persiga inte-
reses superiores” (cit., p. 372).

Teoría del delito


En la versión de Gíinter JwoBs esta teoría es más amplia4 l l, Ante to-
do, se ocupa de los criterios de imputación del comportamiento al au-
toW*² y luego de la imputación del resultado al comportamiento. De la
premisa de que los seres humanos interactúan en el mundo como porta-
dores de un rol, hace depender la imputación de un acontecimiento, a la
existencia de un quebrantamiento de ese rol; quien se comporta cum-
pliendo su rol inocuo y dentro del ámbito de lo permitido no puede ser
responsabilizado por la producción de un resultado ilícito, ni puede ser
considerado partícipe de un comportamiento delictivo. Esta idea se tradu-
ce en criterios dogmáticos de imputación que tienen importancia no sólo
para juzgar la atribución de un resultado a una acción, sino para deslin-
dar los comportamientos lfcitos e ilícitos cuando las personas interactúan
entre sí como miembros de una sociedad. Estos criterios son el riesgo per-
mitido4³ ª, el principio de confianza4l4 la prohibición de regres()4l5 y la
competencia de la vfctima 4l6 ,
Esta teorfa ha merecido críticas decisivas para su validez sistemática.
Eberhard STRUENSSE ha sido uno de los autores que ha marcado con gran

411 Jr:OBs, Günter, fzi imputacidn oªietiva en derecho penal, trad. de Manuel Cwcio Mz-
r , Ed. Ad-Hoc, Buenos Aires, 1997.
412 antea JwoBs que ”merece la pena pensar acefCa de si todo el mundo ha de tomar
en cuenta todas las consecuencias de todo contacto social, o si, por el contrario, hay ciertos
comportamientos que conllevan consecuencias que pueden interpretarse en un contexto m:is
restringido, excluyendo las consecuencias de dichos contactos. Este es el problema de la im-
putación objetiva del comportamiento. ..” (L‹i imputacidn objetiva en derecho penal, cit., p. 14).
413 . no forma parte del rol de cualquier ciudadano eliminar todo riesgo de lesión de
otro. Existe un riesgo pemtído” (JAKOBS, Izi ímpu/ncídit objetiva en derecho penal, ci i., p. 28).
414 Cuando el comportamiento de los seres humanos se entrelaza, no forma parte del
rol del ciudadano controlar de manera permanente a todos los demás; de otro modo, no serfa
posible la división del trabajo. Existe un principio dé con[ianza” (JAKOBS, Izi Üttpiifncídii ob/ e-
tiva en derecho penal, cit., p. 29).
415 " El carácter conjunto de un comportamiento no puede imponerse de modo unilate- ral-
arbitrario. Por tanto, quien asume con otro un vínculo que de modo estereotipado es ino-
cuo, no quebranta su rol como ciudadano aunque el otro incardine dicho vínculo en una or-
ganización no permitida. Por consiguiente, existe una prohibición de regreso cuyo contenido
es que un comportamiento que de modo estereotipado es inocuo no constituye participación
en una organización no permitida. No pretendo discutir sobre la denominación que deba re-
cibir este ámbito de la imputación objetiva del comportamiento, sino sobre su contenido: se
trata de casos en los que un autor desvía hacia lo delictivo el comportamiento de un tercero
que per se carece de sentido delictivo” (JAKOBS, fzi imputación objetiva en derecho penal, cit.,
ps. 31-32). “A diferencia de lo que sucede respecto del principio de confianza, la prohibición
de regreso rige incluso cuando la planificación delictiva de la otra persona es palmaria, y ello
porque se trata de casos en los que un comportamiento estereotipado carece de significado
delictivo. Por tanto, está permitido prestar a un vecino una herramienta común aun cuando
se sepa que éste pretende usarla para destruir con ella una cosa ajena” (ídciii, p. 33).
416 . . puede que el propio comportamiento de la víctima fundamente que se le impu-
te la consecuencia lesiva, y puede que la víctima se encuentre en la desgraciada situación de
hallarse en esa posición por obra del destino, por infortunio. :xisie, por tatito, utia competen-
cia de la víctima” (Jn:OBS, Izi imputaüidn obietiva en derecho penal, cit., p. 34).

Tercera parte
lucidez la Valencia estructural de esta construcción. Básicamente ha seña-
lado: que la imputación objetiva “carece de razóTi de ser junto a un tipo (ilí-
cito) subjetivo” 4l7 que esta teoría analiza en el tipo objetivo problemas he-
terogéneos, impregnados de componentes subjetivos casuídicos y ateórícos,
que ha trasladado a la tipicidad del delito doloso ciertos problemas de la
dogmática del tipo culposo, al que le asigna un carácter eminentemente
objetivo; que la imputación objetiva no puede apoyarse en la crftica a la
teorfa de la equivalencia en cuanto a que ésta extendería ilimitadamente la
reofíZ‹zcídii del tipo objetivo ya que, siendo el dolo y la imprudencia, ele-
mentos del tipo, no existe ningún agigantamiento; que la imputación ob-
jetiva acude al conocimiento del autor para fundar la tipicidad, con lo que
deja de ser objetiva; que siendo el tipo objetivo referencia del dolo, si en
este nivel se introducen cuestiones de conocimiento, entonces, para que
exista dolo, el autor debe saber que sabe --en suma, el dolo deberá referir-
se a sí mismo—, que la teoría de la imputación objetiva no encontró ni en-
contrará criterios para determinar qué elementos subjetivos [iirtdamentan
yn lii imputación objetiva, y cuáles sólo pertenecen al tipo subjet ivo4 8. Con-
cluye este autor que la imputación objetiva “persigue un importante deseo
sistemático, al esforzarse por reducir (. . .) a una estructura uniforme a los
conceptos separados por la corriente de lícito doloso e imprudente ( ...)
Pero ella toma —y este es el punto principal y la quintaesencia de la crfti-
ca— el camino equivocado, considera buscar la solución por otro camino”
así, “en primer lugar determinar (. ..) con mayor precisión el objeto del
lo, y en segundo, reconocer que también el tipo del delito imprudente pre-
cisa una categoría propia para los elementos subjetivos. Sólo entonces se
podrá probar que ’disvalor de acción’ e ’ilícito personal’ tienen la misma
estructura en los delitos doloso e imprudente” 4l9 En sentido similar, tam-
bién es decisiva la crftica de HIRSCH420,
Si bien creo que los principios que utiliza la teoría de la imputación
objetiva (en sus diferentes versiones) son esenciales para la tarea de sub-
sunción jurídica, no me parece que revistan demasiada importancia para
la determinación de la imputación entre una acción y un resultado, ni que
tengan que ver con el ámbito restringido del tipo objetivo. El principio de
confianza, la prohibición de regreso, el riesgo permitido, la competencia
de la víctima, el radio de alcance del tipo o de la norma prohibitiva, como
la mayoría de los criterios de imputación construidos para solucionar ca-

4 17 STituE sr, Acerca de la /egítíiiiizcídfi de la ”imputacidn obietiva ” como categoría com-


plementaria del tipo objetivo, en MAiER v BINDER (comps.), :/ derecho penal hoy. Home naJe al
Pro[. Daviz/ Bnígií ii , cit. , p. 252.

Teoría del delito 217


sos puntuales, exigen la valoración de un comportamiento, entendido és-
te en su doble aspecto, objetivo y subjetivo, y por ello no pueden situarse
dogmáticamente en el tipo objetivo (ya he analizado este punto supra
XVII. 2. b). Los intentos de considerar los aspectos subjetivos para solu-
cionar cuestiones en el tipo objetivo rompen con la sistemática y no ha-
cen más que reconocer el error de ubicar los criterios mencionados en la
faz objetiva del tipo. Frente a un tipo subjetivo los problemas de extensión
de la causalidad se reducen considerablemente; la necesidad de elaborar
criterios objetivistas de imputación a nivel del tipo es un problema de la
sistemática causalista que coloca al dolo en la culpabilidad 42l ,
Como se verá más adelante, creo que la imputación del resultado de-
be depender de un criterio eminentemente subjetivo, porque la causalidad
sólo es relevante al derecho penal en la medida en que fue planificada por
un sujeto para producir un resultado descripto en un tipo penal. La cau-
salidad desvinculada de la finalidad prácticamente no reviste ningún pro-
blema jurídico.
Pero no puede perderse de vista que la relación causal es un elemen-
to indispensable de los tipos de resultado y no puede ser reemplazada por
criterios independientes de imputación. Si el tipo describe la producción
de cierto resultado no se puede afirmar la tipicidad sobre la base de una
atribución jurfdica sin causalidad, ya que ello importarfa incurrir en ana-
logía y sería violatorio del principio de legalidad. Como ya vimos, esto es
lo que ocurre en materia de omisión impropia, cuando se considera típi-
ca la no evitación del resultado que según el tipo debe ser causado por la
acción del autor. Estas construcciones van de la mano de la elaboración
de criterios “normativos” de causalidad, que agrietan el principio de lega-
lidad porque permiten ampliar el ámbito de lo prohibido mediante el vie-
jo y burdo recurso de cambiar el significado de las palabras.
Es necesario preservar el concepto naturalístico de causalidad y nun—
ca dejar de considerarla como un elemento esencial de los tipos de resul—
tado. Para establecer la causalidad, el método de la supresión mental hi-
potética de la teoría de la equivalencia constituye una herramienta lógica
válida aunque eventualmente sustituible.

4. El tipo subjetivo
El tipo subjetivo es la descrípcidn subjetiva de la conducta penalmente
relevante,’ es la descrípcidn del conocimiento y la voluntad de la acción que
interesan para individuializar dicha conducta.

42 l Aunque parezca demasiado simplista, creo que el verdadero problema sistem:ático


para el finalismo existe porque al analizar un caso se comienza por el tipo objetivo. Si comen-
záramos por el subjetivo, el análisis de la causalidad se limitarfa a la única porciÓn relevante
de ella, que es la guiada por el dolo. Esto reduce el análisis de la causalidad a su mínima ex-
presiÓn e impide afirmar que la causalidad SE llevó hacia el infinito.

218 Tercera parte


En los delitos dolosos está compuesto por el dolo y por los especiales
elementos del tipo subjetivo. El primero es la subjetividad referida a los
elementos objetivos de la descripción, mientras que los segundos son fina-
lidades o conocimientos especiales que no se corresponden con la descrip-
ción objetiva, sino que se vinculan con circunstancias cuya ocurrencia
fáctica es indiferente para la tipicidad.

4. a. El dolo
4. a. a. Concepto
El dolo es la subjetividad re[erenciada a la descripción ob/etív‹i del tipo.
Tradicionalmente se lo define como el conocimiento y la voluntad de rea—
lización de los elementos del tipo objetivo; existiría por tanto un compo-
nente cognoscitivo (el conocimiento de los elementos del tipo objetivo) y
otro volitivo (la voluntad de realizar el tipo objetivo). Ha sido definido,
también, como la finalidad tipificada422,
El dolo debe existir en el momento del hecho; por ello no son sufi-
cientes ni el denominado dolo ‹iitecedeiis ni el dolo subsectieiis. A/ mo-
mento del hecho significa que: a) para el caso de la tentativa inacabada (ía-
[ra XIII. 2. c. a), la subjetividad relevante debe estar presente al
comenzarse la ejecución: el autor debe tener conocimiento y voluntad de
dar inicio a la ejecucidn de la conducta típica; b) en la tentativa acabada,
el sujeto debe tener conocimiento y voluntad de consumar, ‹id momento de
desprenderse del curso causal,’ no es válido el dolo que existe antes de la de-
cisión de desprenderse del suceso, ni el que aparece recién después de ese
desprendimiento. Además, hay que recordar que el dolo no es el mismo en
la tentativa acabada y en la inacabada; en esta última el sujeto condicio-
na el perfeccionamiento de su obra al último acto de decisión: la decisión
de desprenderse definitivamente del curso causal.
La relevancia del elemento volitivo es puesta en duda por quienes ven
en el elemento cognitivo la esencia del dolo, que se caracterizaría por el
conocimiento del riesgo de producción del resultado423,
Personalmente creo que el planteamiento de una disyuntiva entre el
conocimiento y la voluntad como elementos distintivos del dolo no contri-
buye a la adopción de un concepto útil como herramienta sistemática. El
dolo puede ser concebido de un modo dual, dependiendo alternativamen-
te de la preeminencia de elementos cognitivos o volitivos como caracterís-
tica esencial. Existen situaciones en las que el conocimiento del autor es
el que funda la imputación dolosa, mientras que en otras la voluntad es la

422 ZArrARONi, Ar cLv y SLOKAR, Derecho penal. Parte geiiernf, cit., p. 497.
ª²3 Sobre las modernas concepciones de dolo es interesante el artfculo de Ramón Rz-
cuts, Tres propuestas recientes en lvi liisldríüa dí56 ftSídti 3Obt0 el dolo, en "Cuadernos de Doctri-
na y Jurisprudencia Penal", año 5, n’ 9-A, Ed. Ad-Hoc, Buenos Aires, 1999.

Teoria del delito 2:19


protagonista esencial; y ello depende de la interpretación teleológica del
tipo penal correspondiente.
Veamos algunos ejemplos. Primer ejemplo, A dispara contra El con in-
tención de matarlo desde una distancia de 400 metros; sabe que tiene muy
pocas posibilidades de acertar porque el alcance de su arma oscila entre
los 350 y los 400 metros, porque no es un arma de precisión, porque la víc-
tima está en movimiento y porque el viento cruzado es muy fuerte; de to-
dos modos dispara y mata a B . Segundo ejemplo, A, guardavidas de una
playa, ve al bañista B pidiendo auxilio a varios metros de la costa y a va-
rios bañistas intentando un rescate; sabe que éstos tienen casi nulas posi-
bilidades de salvarlo; las mismas que B de llegar a la costa; sin embargo
en ese momento sufre un ataque de pánico porque el suceso le hace recor-
dar una pesadilla que había tenido la noche anterior en la que él termina-
ba ahogado; se va corriendo del lugar rezando porque B no se ahogue y
que los bañistas lo rescaten; B muere ahogado.
En el primer caso el dolo sólo puede fundarse a partir de un elemen-
to volitivo que es vedette del suceso, en contraste con la pobre relevancia
de un conocimiento que en todo caso podría ser considerado como de la
no consumación más que de su logro424 En el segundo caso (como ocurre
siempre en los delitos omisivos) la relevancia la tiene el elemento conitivo,
ya que la voluntad de realizar el tipo objetivo (entendida como motivación
para ello) es casi inexistente. Sin embargo, la consideración valorativa de
que ambas situaciones merecen una imputación subjetiva a título de dolo
parece la más adecuada desde el punto de vista de la interpretación teleo-
lógica de las normas en jueg ()425 y ello, claro está, más allá de la disculpa
que eventualmente pueda merecer el autor en el segundo caso.
Ambas situaciones presentan un patrón común que puede ser consi-
derado como la característica esencial del dolo: la relevancia de uno de los
elementos subjetivos para complementarse con el otro y absorber, por sii sig-
ni[icación jurídica, el Juicio de imputación.
No me parece una inconsistencia teórica asumir una posición ambiva-
lente para definir el dolo. No es descabellado considerar que la descripción
del tipo subjetivo es alternativa: releva determinado conocimiento y/o de-
terminada voluntad y la concurrencia de cualquiera de ellas permite afir-
mar la tipicidad subjetiva de la acción. Es lo mismo que ocurre con mu-

"’Aunque en ese ejemplo se podría afirmar que el dolo se fundamenta en que el autor
conoce el i-iesgo al que somete al bien jurídico. Sin embargo, si a ese mismo ejemplo le mo-
d ificnmos el elemento v’oIitivo, diciendo que el autor sÓlo quería asustar a la víctima, aun par-
tiendo del mismo presupuesto teÓrico podría negarse la existencia de dolo en razón de que el
conocimiento i-ecae sobre un riesgo poco significativo. Creo que en ese caso sólo otorgando
relevancia a la voluntad podría afirmarse la existencia de dolo.
42 ª Respiecto del CP argentino, el art. 79 que castiga el homicidio
activo doloso, y el art.
106, tercer párrafo, que castiga el homicidio por omisiÓn doloso (sobre esta interpretaciÓn de
ambás flormas, SiLVESTRONt, thornicidio 9st mmisidn, citado).

Tercera parte
chos tipos penales que describen diversos modos comisivos alternativos.
Ninguna razón impide que frente a una misma descripción objetiva, el ti-
po releve (describa) diferentes modos alternativos de referencia subjetiva.
En una primera aproximación el dolo puede ser definido como la vo-
luntad de ejecutar la ‹zccídn realizadora de los elementos del tipo objetivo, ‹i
sa6íetid‹zs de dicha ren/íz‹zcióri.
Esta definición permite receptar la relevancia concurrente de los ele-
mentos cognoscitivo y volitivo. La acción puede ser ejecutada sin inten-
ción de que el resultado típico se produzca, pero a sabiendas de su reali-
zación y con voluntad de llevar a cabo esa acción en particular en
determinado marco situacional. Y también puede ser ejecutada con la ple-
na intención de realizar los elementos del tipo objetivo, con conocimien-
to de los posibles cursos causales que pueden conducir a él y aun dudan—
do del éxito del plan. En el primer caso es el conocimiento el elemento
fundante del dolo, mientras que en el segundo caso lo es la voluntad. Am-
bas situaciones constituyen alternativas válidas de simetría típica que fun-
damentan la imputación subjetiva dolosa.
El dolo, tal como lo definimos (y tal como ocurre en general en la sis-
temática finalista), no abarca los elementos objetivos de las causales de
justificación ni la comprensión de la antijuridicidad del hecho, ya que es—
tos elementos subjetivos pertenecen al juicio de reproche que se lleva aca-
bo en la culpabilidad.
No deben confundirse los conceptos de “fin” y “dolo”, como no deben
confundirse las nociones de “conducta” y “conducta típica” 426, 1 /t es
dolo cuando se encuentra descripto en un tipo penal como referencia sub-
jetiva necesaria de los elementos del tipo objetivoªº ª. Todas las acciones
son finales, pero no todos los fines son relevantes al derecho penal, como
no todas las acciones lo son. La finalidad de tomar un helado no es (en
principio) jurídico-penalmente relevante, pero sí lo es el fin de c1av'ar un
cuchillo en el cuello de una persona, y también lo es la finalidad de llegar
temprano a una fiesta si ella incluye el conocimiento de que, para hacer-
lo, se está circulando a ciento veinte kilómetros por hora por una avenida
en la que la velocidad máxima es de ochenta kilómetros por hora.
Esta distinción es importante, también, a efectos procesales. Aunque
parezca mentira, es usual que los tribunales de derecho (cámaras de casa-
ción) abjuren de su potestad para examinar la existencia de dolo, con el
argumento de que ello significaría inmiscuirse en cuestiones de hecho y

427 Bien decía WELzEL que “dolo, en sentido técnico penal, es sólo la voluntad de acciÓn
orientada a la realización cl el tipo de un delito. De esto se desprende que también hay accio-
nes no dolosas, a saber; las acciones en las cuales la voluntad de acciÓn no está orientada a la
realización del tipo de un delito, como sucede en la mayoría de las acciones de la vida coti-
diana” (Derecho perrzi/ n/enidri , cit., p. 95).

Teoría del delito 221


prueba ajenas a la vía casatoria, sin advertir que dolo es un concepto jurf-
dico (forma parte de la descripción subjetiva de una acción) como lo es el
concepto de tipo objetivo (la descripción objetiva de una conducta), y ol-
vidando que lo que es un hecho es la conducta misma y no su descripción
legal428,

4. a. b. Clases de dolo
En general, la doctrina suele distinguir entre el dolo directo, el indi-
recto y el eventual. Hay dolo directo cuando la realización de los elemen-
tos del tipo objetivo es el objeto primario de la acción. Hay dolo indirecto
(también llamado de consecuencias necesarias) cuando la realización del
tipo objetivo no constituye la meta principal del autor, pero se encuentra
incluida en el plan de acción, en razón de que el acontecimiento querido
presupone necesariamente esa realización; se ejemplifica con el caso del
atentado contra el presidente (objetivo principal de la acción) que presu—
pone necesariamente la muerte del custodio (resultado incluido como ne-
cesario en el plan pero que incluso puede ser internamente reprobado por
el autor).
la distinción entre dolo directo e indirecto es una disquisición doc-
trinaria sin sentido alguno, que carece de significación jurfdica y que to-
do lo que puede aportar al derecho penal es cpnfusión.
Me parece claro que los motivos por los cuales el autor incluye la rea-
lización del tipo objetivo dentro de su plan son totalmente intrascenden-
tes para la existencia de dolo y para el juicio de tipicidad. Si se mata al
custodio con conocimiento de que ese resultado es consecuencia necesa-
ria de la acción, pero sin “querer” realmente el resultado o “queriendo”
realmente un resultado diferente como meta principal, es indudable que
existe dolo y ese dolo, desde una adecuada valoración jurfdica del suceso,
no se distingue en nada del caso en el que el “querer” interno del autor es-
tá de acuerdo con la producción de ese resultado colateral.
En ambos casos el autor sabe que el resultado es consecuencia nece-
saria de su acción y dirige voluntariamente su comportamiento para po-
ner en marcha el curso causal que desembocará en esa consecuencia. Eso
es todo lo que cuenta para afirmar la tipicidad e, incluso, para mensurar
el grado de disvalor de acción de la conducta. Cualquier distingo es total-
mente innecesario.
A diferencia de la anterior, sí tiene sentido la noción de dolo eventual,
porque su deslinde con la culpa con representación es una tarea difícil y
de suma importancia, en razón de las diferentes consecuencias jurídicas
que se derivan de la distinciÓn.

428 vrs+iio»i, f•z tipicidad SHbjétiNa y el in dubio pro reo en el recurso de casacidn, cit.,
idem.

222 Tercera parte


Ya hemos visto que el dolo puede ser definido a partir de la preemi-
nencia de determinados elementos cognitivos o volitivos. En el caso del
dolo eventual creo que, en general, el elemento relevante es la voluntad,
porque el conocimiento es similar al que se presenta en los casos de cul-
pa con representación. Sin embargo, la doctrina no es pacífica al respec-
to y los diferentes criterios de distinción lo ponen de manifiesto.
De hecho, podrfamos agrupar los criterios diferenciadores en dos
grandes grupos; los que fincan la diferencia en el conocimiento y los que
la establecen en la voluntad.
Vayamos al primer grupo. La teorfa de /zi prob‹zbi/ídnd sitúa la distin-
ción en la mayor o menor probabilidad que el sujeto le asigne a la produc-
ción del resultado; ello en sí mismo nada aporta porque no establece cuál
es el límite y, aun cuando lo hiciera, cabrfa objetarle que corre el riesgo de
objetivizar demasiado un juicio eminentemente subjetivo. Una variante de
esa teoría, sostenida por PuPPE429 considera que dolo es “saber sobre un
peligro cua1ificado” 430¡ habría dolo cuando el autor se representa un peli-
gro de tal cantidad y calidad que una persona sensata no habrfa confiado
en un resultado airoso. Para la ieorf‹i de la posibtlidad, la mera representa-
ción de la posibilidad de producción del resultado basta para la afirma-
ción del dolo, porque esa representación deberfa haber hecho desistir al
sujeto de seguir actuando; evidentemente, esta teoría impide toda distin-
ción con la culpa con representación a punto tal que la equipara con el do-
lo. La teoría del riesgo, de FRISCH, considera que el objeto del dolo no son
los elementos del tipo objetivo (por ejemplo, no lo es el resultado porque
es posterior a él) sino la conducta típica, esto es, la acción generadora del
riesgo43l, Para JAKOBs hay “dolo eventual cuando en el momento de la ac-
ción el autor juzga que la realización del tipo no es improbable como con—
secuencia de esa acción”432 respecto del lfmite inferior de la probabilidad
dice que se determina “mediante la relevancia del riesgo percibido para la
decisión; el riesgo debe ser tan importante como para que conduzca, da-
do un motivo dominante —¡supuesto!— de evitar la realización del tipo, a la
evitación real”43
Vayamos ahora al segundo grupo. La ieorf‹i del sentimiento considera
que existe dolo eventual cuando el sujeto está de acuerdo interiormente
con la producción del resultado y culpa con representación cuando no lo
está. La teoría del asentimiento, habla de dolo eventual cuando al sujeto le
es indiferente la producción del resultado.

429 Cita de Roxie, Derecho penal. Parte general, t. I, cit., p. 436.


430 Cita de RCtXlN, ídéfll.

4³ ² sob e nio, Roxie, idem p. 439.


432 JAKOBS, Derecho penal. Parte general, cit., p. 327.
”’ JzKOBS, Derecho penal. Parte ge neral, cit., p. 333.

Teoria del delito


Otros criterios son difíciles de clasificar entre uno u otro grupo. Asf,
por ejemplo, STRATENWERTH considera que habría dolo cuando el autor se
con/owe con /‹i re‹z/iznctÓu posible del supuesto de hecho /iPico 4)4 , con lo
cual se ire/oyen en /z2 voluntad de realizacidn todas las circunstancias y con—
seci enci‹zs qite el autor asiente para llevar a cabo el [in propio de su izccicín,
‹aunque puedan resultarle íiidesenb/es 435, W iz L plantea la siguiente solu-
ciÓn: a) si el autor se asigna incidencia sobre el curso causal, considera que
venía coit (eventual) voluntad de realización ídolo) si el sujeto no se zitríbi-
ye (esto es, a sii poder) ”chance e[ectiva” alguna de evit‹zr el resultado sino que
lo deja al qyqj,436 b) en cambio, cuando el sujeto considera que el resulta-
do es independiente de su modo de proceder ”sólo hay dolo si el autor
cuenta con la existencia de tal circunstancia del hecho o con la producción
del resultado concomitante. No hay dolo si sólo tenía leves dudas respecto
de ellos”437, Roxie considera que el dolo eventual se caracteriza por la de-
cisión de actuar en contra de la posible lesión del bien jurfdico4d8,
El criterio de WELZEL US, a mi juicio, el de mejor utilidad sistemática
en miras de otorgar a la subjetividad su relevancia adecuada como límite
a la imputación. Es cierto que frente al conocimiento del riesgo de pro-
ducción del resultado existen dos situaciones posibles: que el autor se
asigne incidencia en el curso causal o que no se la asigne. En el primer ca-
so, será la dirección que le imprima a su conducta la que determinará el
juicio de imputación subjetiva; la atribución será dolosa si la conducta no
se dirige subjetivamente a la evitación del resultado sino que lo deja libra-
do al azar, mientras que será culposa cuando el autor le haya otorgado a
su obrar la aptitud de evitar el evento dañoso. En el segundo caso, la im-
putación subjetiva sólo puede sustentarse en el conocimiento porque la
conducta no tiene incidencia positiva en el curso causal; ello ocurre por
ejemplo en los delitos de omisión.

4. a. c. Error de tipo
El dolo se ve desplazado por el error de tipo, que es la [alta de conoci-
miento sobre la re‹z/íz‹icícíu de un elemento del tipo obJetivo. Se presenta
cuando el sujeto realiza objetivamente los elementos objetivos del tipo pe-

434 rE wnRTH, Derecho penal. Parte general, t. I, cit., p. 1 l l .


435 j dem.
43ª wrrzrr, Derecho penal alemán, cit. , p. 100.
437 rizrr, Derecho perret alemán, cit., p. 101.
43 Roxie, Derecho penal. Parte general, t . I, cit. , p. 425: "Ouien incluye en sus cálculos
la realización de un tipo reconocida por él como posible, sin que la misma le disuada de su
plan, se ha decidido conscientemente —aunque sólo sea para el caso eventual y a menu do en
contra de sus propias esperanzas de evitarlo— en contra del bien jurídico protegido por el co-
rrespondiente tipo”.

224 Tercera parte


ro sin saber que ello está ocurriendo. El error de tipo invencible elimina el
dolo y la culpa, mientras que el error vencible deja subsistente la responsa-
bilidad culposa, para el caso de que esté prevista esa forma tfpica439,
No debe confundirse con el error de prohibición, en el cual el autor
del injusto ha obrado con dolo (con conocimiento y voluntad de realiza-
ción de los elementos del tipo objetivo) pero cree que su conducta es con-
forme a derecho. Sobre la distinción entre ambos tipos de error y sus di-
ferentes tratamientos, íit/rii XX. 6. b.
Dado que esta clase de Valencia subjetiva puede recaer sobre cualquie-
ra de los elementos objetivos del tipo, es posible que se presente aun cuan-
do el sujeto sepa que con su acción produce el resultado, pero en desco-
nocimiento de algún otro de los elementos de la descripción legal.
Es lo que ocurre en el denominado error en el nemo causal, que ocurre
cuando el autor pone en marcha un proceso causal para alcanzar un re-
sultado pero éste se produce como consecuencia de un curso causal dife-
rente al planificado. En ese caso decimos que hay un error porque el su-
ceso que efectivamente se desarrolló históricamente no fue alcanzado por
el conocimiento del autor, razón por la cual no puede serle imputado co-
mo consecuencia de su obrar a título de dolo (podrá serlo a título de cul-
pa). Por su parte, el curso causal que efectivamente fue planeado no con-
suma el resultado por lo que sólo podrfa motivar una imputación a título
de tentativa. Concurrirfan en ese caso un delito doloso tentado y otro cul-
poso. Ejemplo, A con dolo homicida incendia la casa de B, quien está dur-
miendo en su habitación del primer piso; B se despierta advirtiendo el in-
cendio (que en ese momento está Iejos de su habitación) y presa del
pánico se arroja por la ventana con tal mala suerte que el pantalón de su
pijama se engancha en una saliente, lo que hace que pierda la vertical y
que al caer su cabeza choque contra una roca que accidentalmente se en-
contraba en el pasto.
No todo error en el curso causal elimina el dolo sino sólo aquel que
reviste el carácter de esencial. La determinación de cuándo un error es
esencial y cuándo no lo es, depende de una valoración jurídica a la Iuz del
principio de razonabilidad. En el ejemplo precedente, existe un error por-
que la planificación del incendio no contempla la sucesión de desviacio-
nes causales producidas (la sobre-reacción frente a un peligro aún lejano,
el enganche de la ropa en la saliente, la existencia de una roca donde no
debía haberla, el impacto fatal contra ella) y, además, es esencial porque
no es razonable para el sujeto activo presuponer la ocurrencia de todas
esas desviaciones, razón por la cual éstas no pueden serle atribuidas a tf-
tulo de dolo eventual. Distinto sería el caso si la víctima en lugar de mo-

439 En el CP argentino el error está regulado de forma desordenada y superpuesta con


otras eximentes en el art. 34. 1.

Teoria del delito


rir quemada (como lo habla planificado el autor) muere asfixiada como
consecuencia del humo, o si el incendio se produce en un departamento
de un décimo piso y la víctima se arroja por la ventana para evitar ser al-
canzada por las llamas. En estos casos los cursos causales alternativos son
razonablemente atribuibles a la acción y no puede sostenerse que el plan
del autor haya sufrido una alteración esencial.
De todos modos, la importancia de esta categoría de error ha sido
cuestionada por quienes, de la mano del postfinalismo, consideran que es-
tas situaciones acarrean problemas de imputación objetiva concernientes,
concretamente, al análisis de la concreción del riesgo: si el resultado no se
reconduce al riesgo creado por el autor falta directamente la imputación
en el nivel del tipo objetivo. Por ello, según este criterio, sería innecesario
el análisis del vínculo entre el conocimiento y el curso causal adoptado
por el suceso. Claro que para quienes no asumen la imputación objetiva
como criterio dogmático válido para juzgar la atribución del resultado, la
categoría del error en el curso causal cumple una función esencial en la
tarea de imputación subjetiva.
El error de tipo puede ser tanto de hecho como de derecho (sobre la
relevancia del error de derecho, iii/riz XX. 6. b). Esta última posibilidad se
presenta cuando el error versa sobre un elemento normativo del tipo pe—
nal; por ejemplo, el sujeto cree que la cosa de la que se apodera es propia;
ese error puede ser fruto de haber confundido esa cosa con otra similar de
su propiedad (error de hecho) o por haber crefdo que jurídicamente le co—
rrespondía (error de derecho).
El error de derecho sobre un elemento normativo del tipo es denomi-
nado por la doctrina error de subsunciÓn y se lo trata con las reglas del
error de prohibición. Esta inconsistencia pone en crisis la distinción dog-
mática error de tipo-error de prohibición, sobre todo porque a la vez se
pretende tratar con las reglas del error de tipo al error de hecho que recae
sobre un presupuesto objetivo de una causal de justificación (cf. in[ra XX.
6. b). Si ésa es la consecuencia jurfdica que se pretende, tiene mayor sen-
tido volver a la vieja distinción error de hecho-error de derecho, en lugar
de mantener la distinción de la sistemática finalista con excepciones que
la tornan una disquisición sin sentido.
Personalmente creo que todos los errores de tipo deben merecer el
mismo tratamiento, y lo propio debe ocurrir con los errores de prohibi-
ción, con independencia del elemento sobre el que el yerro recaiga. Salvo
en ciertos casos de error de prohibición en los que, valorativamente, re-
sulte más adecuada la solución contraria; pero ello será la excepción, ya
que por regla general los universos de cada clase de error (de tipo o de
prohibición) contemplan valorativamente situaciones de índole similar.
La doctrina analiza diferentes situaciones de error, cuya solución ju-
rfdica es sumamente discutible. Se trata de supuestos en los que debe de-
cidirse valorativamente sobre la relevancia del yerro, para establecer si és-
te tiene o no efecto eximente. Se trata de los siguientes supuestos:
La aberratio ícts, o error en el golpe, existe cuando cii sujeto dirige

Tercera parte
5Lt OCCÍÓI1 US) £!CtO Óé MM OÓ]é NO ]3éFO fiTTO ] alCGn7a a otro objeto de similar
valor jurídico; por ejemplo, dispara contra A pero mata a £1. Es casi pací-
fica la opinión de que, en este caso, el evento efectivamente ocurrido
(muerte de B) no está abarcado por el dolo porque existe una desviación
esencial del curso causal. En ese caso existirá una tentativa de homicidio
respecto de A y, eventualmente, un homicidio culposo respecto de la
muerte de B440,
El error en la persona o en el objeto, ocurre criando el autor dirige sur
‹acción respecto de nm objeto porque lo con[unde con otro. Por ejemplo, dis-
para contra A, gemelo de B, porque lo confunde justamente con éste. En
ese caso hay dolo porque la acción alcanza el objeto al que se dirigía y por-
que los motivos por los que el autor puso en marcha el curso causal son
indiferentes al derecho. Éste es un supuesto de error irrelevante que no
tiene consecuencia jurídica alguna.
El dolus generalis se presenta cuando el sujeto cree que ya ha product-
cio el resultado pero éste se realiza recién con una ‹acción posterior ‹íe/ pro-
pio autor. Ejemplo, A propina un fuerte golpe a B con dolo homicida y lo
abate, creyéndolo muerto; instantes después y con el fin de arrojar dudas
sobre la causa de la muerte decide inyectar veneno a lo que cree que es un
cadáver; causando la muerte con esa conducta. El problema que presenta
este caso es que al momento del dolo no se causa el resultado, pero cuan-
do se causa el resultado no existe dolo. La denominada teoría del dolo ge-
neral pretende fundar la imputación dolosa en la existencia de un dolo
global que abarca todo el suceso. Ello sólo podría ser admisible a partir
del criterio dC WELZEL44 * Ségún el cual habrfa dolo general si desde el co-
mienzo el autor planifica la totalidad de las acciones (la que no causa el
resultado y la que lo causa), en cuyo caso el error existente no sería más
que un error en el curso causal que podrfa (y esto deberfa discutirse según
las particularidades de cada caso) ser irrelevante.
Creo que la resolución de esta situación no es tan complicada si se re-
para en el hecho de que la primera acción (en el ejemplo, el golpe propi-
nado a 8) es causa del resultado según la teoría de la equivalencia de las
condiciones; en efecto, si suprimo mentalmente la acción de propinar un
golpe a la víctima, no era posible inyectar el veneno (al menos no podrfa
habérselo hecho de ese modo), con lo que ya la primera acción pone do-
losamente una causa del resultado. Y si la segunda acción estaba planea-
da de antemano, todo lo que habría que juzgar para afirmar la imputación

4 ra RoxiN (Derecho perinl. Parte general, t. I, cit., ps. 494-495) esta conclusiÓn no
debería generalizarse. Según el autor alemán existen situaciones en las que el plan del autor
se concreta a pesar del error en el golpe, por ejemplo en el caso de quien con la intención de
causar disturbios en una manifestaciÓn dispara contra uno de los manifestantes pero alcan-
za a otro. Dice con razón Roxie que como al autor le es irrelevante a quien matar (su objeti-
vo es causar disturbios) no correspondería considerar excluido el dolo.
441 zcL, Derecho penal alemdn, cit., ps. 108-109.

Teoria del delito 227


dolosa es si resultaba razonable que la primera aCción faÍlara y el resulta-
do se produjera como consecuencia de la segunda. Es el mismo juicio que
se lleva a cabo para afirmar la inexistencia de error en el caso de quien
arroja a otro desde un puente para matarlo ahogado, pero la víctima mue-
re de un golpe contra un pilar del puente. En ambos C£ísOS corresponde es-
tablecer la razonabilidad de la desviación del curso causal a partir de la
primera acción dolosa que, sin duda alguna, es condición (y, consecuen-
temente, causa) del resultado.

4. b. Especiales elementos subjetivos del tipo


Existen tipos penales asimétricos en los que no todos los elementos
subjetivos se corresponden con una descripciÓn objetiva. Son casos en los
que, además del dolo (que por definición se refiere a los elementos objeti-
vos del tipo) se describe una subjetividad adicional. A ello se denomina es-
peciales elementos subJetivos distintos del dolo o especiales elementos del
‹iriao, o especiales elementos del tipo subjetivo o dolo específico, entre
otras denominaciones.
Dado que estos especiales elementos subjetivos no se refieren a una
descripción objetiva, la consumación no exige que el autor alcance el ob-
jetivo propuesto mediante esa especial finalidad. Basta con que se tenga
esa intención aunque no se logre concretarla, para que el elemento típico
se configure.
El art. 173, inc. 7, del CP argentino, nos brinda un claro ejemplo de
estos elementos. Dice así: “El que, por disposición de la ley, de la autori-
dad o por un acto jurídico, tuviera a su cargo el manejo, la administración
o el cuidado de bienes o intereses pecuniarios ajenos, y coit el jim de pro-
curar para sí o para un tercero un lucro indebido o para causar daíio, vio-
lando sus deberes perjudicare los intereses confiados u obligare abusiva-
mente al titular de éstos”. Éste es un tipo penal asimétrico, justamente,
porque existen elementos subjetivos del tipo que no necesitan de una co-
rrespondencia objetiva. Ese elemento es el “fin de procurar para st o para
un tercero un lucro indebido o para causar daño”, ya que para la consu-
mación, es suficiente el perjuicio patrimonial propio de toda defraudación
o la obligación abusiva del titular del patrimonio, pero no es necesario
que se obtenga el lucro indebido o se cause el daño buscado; respecto de
ellos basta que estén presentes en la mente del autor.

4. c. La culpa
La culpa es un elemento subjetivo del tipo que consiste en la repre-
sentación del riesgo que amenaza a un bien jurídico. A diferencia de lo
que ocurre con el dolo, el conocimiento que caracteriza la culpa no recae
sobre el resultado típico ni sobre los elementos objetivos del tipo doloso.
Hay culpa cuando se tiene conocimiento del riesgo y se desconoce que és-
te desembocará en el resultado, aunque este suceso sea previsible.
Existen dos modelos legislativos para establecer las figuras culposas:
el de los niirrieriis clausura y el de los riiiiiieriis apertus. En el primer caso

228 Tercera parte


las figuras culposas están previstas en tipos penales especia1es44², mien-
tras que en el segundo existe una cláusula general que establece las posi-
bilidad de que todos los delitos dolosos se COmett3fl de forma culposa.

5. El tipo culposo
5. a. Generalidades
El tipo culposo se caracteriza porque la acción prohibida no está in-
dividualizada a partir de la congruencia entre la finalidad perseguida por
el autor y el resultado, sino por la selección de medios defectuosos (viola-
torios del deber de cuidado) que son determinantes de un resultado lesi-
vo. El tipo describe la conducta defectuosa y la relación de é'sta con el
evento dañoso, a diferencia del tipo doloso en el que el tipo releva la co—
nexión entre la finalidad y el resultado.
De todos modos, y como ya hemos visto (supra XC. 2), el tipo culpo-
so no se desentiende de la finalidad, ya que ésta es relevante en un triple
sentido. Primero, porque permite descartar la tipicidad dolosa en la me-
dida en que el resultado no está abarcado por ella. Segundo, porque debe
existir una conexión final con la violación del deber de cuidado, de modo
tal que ésta sea querida o incluida como medio para alcanzar el fin ulte-
rior de la conducta. Tercero, porque la finalidad permite determinar cuál
es la conducta del autor y, consecuentemente, cuál es el deber de cuidado
que a ella le corresponde 443,
Se suele decir que el tipo culposo es un tipo abierto, porque requiere
acudir a una norma de cuidado que lo cierre. Cuando se hace referencia a
la imprudencia, negligencia, impericia, etc., no se establece con claridad
cuál es la conducta descripta en el tipo y por ello es necesario acudir a la
norma que establece el deber de cuidado, para poder cerrar el tipo. Ello
ha generado objeciones constitucionales, por una presunta violación del
principio de certeza, pero se ha sostenido que la apertura tfpica es una pe-
culiaridad inevitable porque no existe otra técnica legislativa posible444
El término imprudencia detona un hacer de más; hacer algo que no
corresponde según la norma de cuidado (por ejemplo, circular a más ve-
locidad que la permitida). La negligencia, por el contrario, consiste en un
hacer de menos; en un no hacer lo que manda el deber de cuidado (por
ejemplo, no averiguar si el paciente es alérgico a la droga que se le preten-
de suministrar; o no aconsejar una internación frente a la duda de si co-
rre peligro su salud). Es por ello que los tipos que se refieren a la negligen-

442 Como ocurre, por ejemplo, en el CÓdigo Penal argentino.

’ ZAFFARONI, AizGlA )' SLOKAR, Derecho penal. Parte general, cit., p. 523.
444 zmARO×i, idem.

Teoría del delito 229


cia establecen expresamente la figura omisiva culposa, sin necesidad de
que ella sea deducida de otra manera.
El tipo culposo no admite tentativa, porque la dirección de voluntad
relevada por el tipo no se dirige a la producción del resultado o no lo to-
ma en cuenta como consecuencia necesaria de la acción, razón por la cual
no es posible completar la tipicidad subjetiva exigida por la extensión tí-
pica de la tentativa.
En general se afirma que esta modalidad tfpica tampoco admite la
participación criminal, ya que todos los que contribuyen causalmente al
resultado se transforman en autores. Es dudoso, de todos modos, que las
reglas de cuidado puedan trasvasarse sin m6s a la acción de los coopera-
dores o instigadores. Por ejemplo, quien convence a otro de que exceda el
límite de velocidad permitido, no lleva a cabo una acción de conducir sus-
ceptible de violar el deber de cuidado en la conducción vehicular. Por lo
tanto, afirmar la autoría respecto de un eventual homicidio culposo es
bastante forzado. La solución por la instigación es más adecuada, máxi-
me cuando no existe ninguna razón para excluir de la tipicidad culposa
las reglas de la participación criminal.

5. b. Elementos típicos
El tipo culposo obviamente describe una acción, que debe ser violato-
ria del deber de cuidado, y que causa y determín‹z el resultado típico. Por ello
son elementos objetivos del tipo la exteriorización de la acción, la vio/acíÓu
del deber de cuidado, el resuiltado, la relación causal entre éste y la acción
y la re/‹icíórt de determinación entre la violación del deber de cuidado y la
producción del resultado. En el tipo subjetivo se exige que el autor reco-
uozc‹z la violación del deber de cuidado y, consecuentemente, que el resul-
tado le haya sido previsí b/e.
La acción viola el deber de cuidado cuando infringe las reglas que re—
gulan la actividad en la que ella se desenvuelve, creando con ello un peli-
gro al bien jurfdico. Existen reglas inherentes a la acción de conducir un
vehículo, de pilotear un avión, de cuidar de un paciente en terapia inten—
siva, etc., y todas ellas conforman el cuidado debido. Para establecer si la
acción violó o no ese deber debemos compararla con la acción prescripta
por las normas que lo regulan.
La acción causa el resultado cuando es su condición, conforme lo vis-
to previamente. Pero en esta clase de delitos la causalidad no es suficien—
te. Es necesario, además, que exista una especial relación no ya entre la
acción y el resultado sino entre éste y la violación del deber de cuidado.
Ésta es la denominada re/‹icídii de determinación, que se afirma a partir de
un juicio de valor orientado a establecer si el resultado es reconducible a
la violación del deber de cuidado más que a otro acontecimiento. Por
ejemplo, un conductor que supera la velocidad permitida en una autopis-
ta atropella a un suicida que se arroja bajo su auto; en ese caso existe re-
laciÓn causal entre la acciÓn y el resultado pero falta la relación de deter-
minación porque aun cuando el sujeto hubiese respetado la velocidad

Tercera parte
permitida el resultado se hubiese producido de todos modos; en ese ejem-
plo la conducta del suicida reconduce hacia sí todo el juicio de desvalor
(sobre éste punto volveremos ín/r‹i XVII. 8).

5. c. Clases de culpa
La doctrina distingue entre dos especies de culpa: la culpa conscien-
te y la culpa inconsciente. En la primera, existe un conocimiento del peli-
gro: el autor reconoce que su conducta amenaza la integridad del bien ju-
rfdico. Por el contrario, en la culpa inconsciente el autor no se da cuenta
de ello. Se ejemplifica con el caso de quien por ser tan descuidado o por
despreciar de modo grosero el bien jurfdico no advierte que con su acción
puede lesionarloª45
Se pone en duda la constitucionalidad de la punición de la culpa in-
consciente porque en ella falta la conexión subjetiva con el resultado que
permita, zi posteriori, un juicio de reproche de culpabilidad. Se trataría, en
definitiva, de la descripción típica de un acontecimiento vinculado tan só-
lo objetivamente con el resultado.
Desde una óptica funcional se responde que este tipo de culpa es en
general la más grosera y peligrosa. Parecerfa que no se asume como posi-
ble su impunidad; a punto tal que la posibilidad de castigarfa ha sido un
argumento central en el rechazo de la teorfa psicológica de la culpabili-
dad446,
Ningún argumento funcional puede prevalecer frente a un principio
constitucional. Si lo que se denomina culpa inconsciente es un suceso vin-
culado tan s6lo objetivamente al autor; si, por tanto, no existe el más mí—
nimo reconocimiento del peligro o de la violación del deber de cuidado;
si, en definitiva, no hay previsibilidad del resultado, no es posible afirmar
la tipicidad de la conducta.
Ya vimos que el principio de culpabilidad vedaba la posibilidad de ad-
mitir una imputación meramente objetiva, porque un suceso así atribui—
do no podfa superar el juicio de reproche propio de la culpabilidad. Por
esa razÓn son inconstitucionales los tipos cualificados por el resultado447
y toda descripción típica de eventos desvinculados de la subjetividad del

445 luso se dice que “la mayor falta de respeto al otro reside, precisamente, en la cul-
(II illCOllSCiétlte” (STiuvTENWERTu, Derecho penal. Pnrle general, t. I, cit., p. 326).
44 ª ROxIN, Derecho penal. Pizne geiier‹i/, t. I, cit., p, 795, citando la opinión de F 'x.
447 Se trata de tipos que agravan la penalidad ante la mera ocurrencia objetiva de un
resultado. En realidad, ello depende de la interpretaciÓn que se haga de la norma, ya que quie-
nes cuestionan la validez constitucional de esta clase de agravamiento, en general buscan
otorgarle una configuración dogmática que incluya una referencia subjetiva que sea apta pa-
ra fundar, razonablemente, la consecuencia punitiva que se atribuye por la ocurrencia del re-
sultado.

Teoría del delito 251


autor. Dentro de ese universo de casos se encuentra la culpa inconsciente,
en la medida en que se la entienda como un suceso desconectado de la
subjetividad.
Sin embargo, tengo mis dudas respecto de la ausencia de esa vincu-
lación subjetiva en los casos que usualmente se presentan como supues-
tos de culpa inconsciente. Si, por ejemplo, un sujeto conduce su vehículo
a doscientos kilómetros por hora (superando holgadamente la velocidad
máxima de cien kilómetros por hora) sin reconocer, en razón de su desa-
prensión, el peligro que ocasiona a la vida ajena, no es posible afirmar que
ese es un caso de culpa inconsciente, porque, con independencia de la re-
lación subjetiva con el peligro, lo que importa es que el sujeto reconozca
que viola el deber de cuidado, lo que se satisface meramente con la cone-
xiÓn subjetiva con el hecho de que circula a doscientos kilómetros por
hora. Si conoce o al menos le es reconocíble esa circunstancia, no se pue-
de negar la existencia de una conexión subjetiva con los elementos obje-
tivos del tipo, más allá de lo que, por sus características de personalidad,
el sujeto suponga o deje de suponer respecto del peligro que importa su
acción. Y si por un defecto psicológico no puede siquiera reconocer que
circula a esa velocidad, sólo podrá imputársele una responsabilidad cul-
posa en la medida en que, ex ante, le sea reconocíble su desaprensión y la
peligrosidad de conducir en esas condiciones. De lo contrario no hay po-
sibilidad de formular tipicidad culposa posible.
El reconocimiento subjetivo por parte del autor de la existencia del
quebrantamiento del deber de cuidado es suficiente para la tipicidad sub-
jetiva culposa, y ello satisface los recaudos mínimos que el principio de cul-
pabilidad impone para la validez constitucional de la imputación típica.

6. La imputación subjetiva
El término imputación subjetiva tiene diversas acepciones. En un
sentido amplio podemos indicar con él a todas las cuestiones sistemáticas
que se resuelven acudiendo a la subjetividad del autor, de modo tal que
tendremos problemas de imputación subjetiva en todos los niveles de la
teorfa del delito448, En un sentido más restringido puede referirse a los
problemas de culpabilidad vinculados a la conciencia de la antijuridicidad
del hecho. Personalmente creo conveniente utilizar el término para hacer
referencia exclusiva a los problemas de imputaciÓn del resultado a partir
de la subjetividad del autor.
Asf como cierta doctrina resuelve los problemas de atribuciÓn del re-
sultado a la acción a través de criterios objetivos de imputación, creo con-
veniente contraponer a esa posición, con una terminología similar, los cri-

4 8 n este sentido lo utiliza RiGHi, Esteban, fzi ímpuiccidu subjetiva, Ed. Ad-Hoc, Bue-
nos Aires, 2002.

Tercera parte
terios que resuelven los problemas de conexión entre acciÓn y resultado a
partir de la subjetividad. De este modo, podremos hablar de las teorías de
la imputación objetiva y de la imputación subjetiva como criterios opues-
tos para vincular la acción con el suceso objetivo.
La imputación subjetiva como criterio de atribución tiene la gran
ventaja de considerar a la acción tal cual es y sin escisiones artificiales.
Como el análisis de la subjetividad está referido a un suceso objetivo, es
imposible llevarlo a cabo separando ambos aspectos como lo hace la teo-
rfa de la imputación objetiva, que justamente por ser objetiva, y por pre-
tender permanecer en el tipo objetivo (y siempre que quiera preservar las
reglas mínimas de la sistemática en la que se pretende insertar), debe
prescindir de todo componente subjetivo de la conducta del autor.
La imputación subjetiva necesita considerar todos los ribetes de la ac-
ción y del suceso tal cual ocurrió para establecer si el autor dominó objetiva
y subjetivamente el curso causal para alcanzar la producción del resultado.

7. Tipos omisivos
Hemos visto que existen distintas estructuras típicas o, dicho de otro
modo, diferentes modalidades legislativas para individualizar la conduc-
ta penalmente relevante. Una de ellas es la del tipo omisivo que indivi-
dualiza la acción ordenando una conducta y prohibiendo todas las que
son diferentes a ella. Por consiguiente, el tipo omisivo también describe
acciones, aunque mediante una herramienta diferente. Analizaremos las
particularidades de la estructura de la omisión.
Respecto al concepto de omisión corresponde remitirse a lo expuesto
suipra XVI. 3.

7. a. Omisión propia e impropia


La doctrina distingue entre dos clases de delitos de omisión: los pro-
pios y los impropios. Si bien la utilidad de la distinciÓn es meramente aca-
démica, ya que no deriva en ninguna consecuencia práctica, es necesario
hacer referencia a ella para situarse en el lenguaje que domina la discu-
sión sobre este tema.
Se ha pretendido establecer la diferencia entre ambas categorías en la
tipificación (omisión propia) o en la falta de tipificación expresa (omisión
impropia) de la estructura omisiva (WELZEL)449 en la especialidad reque-

449 cL, Derecho penal alemdn , cit., p. 279: “Los delitos de omisión impropios se di-
ferencian de los otros dos grupos de delitos de omisión [se refiere a los propios) solamente en
que no están tipificados por la ley misma. Por consiguiente, la diferencia no es de car:1cter
material, sino meramente de derecho positivo. Sobre todo, la diferencia no consiste en que en
los delitos de omisiÓn propios se requiera iinicamente una simple activi‹lad, en cambio en los
delitos de omisiÓn impropios se exija el evitar un resultado”.

Teoria del delito 253


rida en la omisión impropia en la que sólo puede ser autor quien se en-
cuentra en posición de garante (ZAFFARONI450; STRATEMWERTH 43 l ; en la
norma subyacente en uno y otro caso: norma imperativa en la omisión
propia y norma prohibitiva en la impropia (N vOA MONTRhAL) 452 o bien,
y con razón, se ha relativizado la importancia de establecer una disquisi—
ción al respecto (BAcic cu o)453,
Cada uno de estos criterios enfoca un aspecto particular de la distin-
ción. El criterio positivista de WELZEL Se explica porque las situaciones
problemáticas de los delitos impropios de omisión nacieron, precisamen-
te, a rafz de la falta de tipificación expresa de ciertas formas omisivas, que
a su vez fue lo que generó la necesidad de acudir a la teoría de la posición
de garante para intentar salvar la analogía. Esto explica que otros autores
coloquen en la posiciÓn de garante el criterio diferenciador, o en la exis-
tencia de un resultado ocurrido como consecuencia de la no evitación por
parte del garante.
Lo cierto es que cuando se habla de delitos impropios de omisión se
hace referencia a omisiones que: generalmente no se encuentran tipifica-
das en forma expresa; sólo pueden ser cometidas por quienes se encuen-
tran en posición de garante respecto del bien jurfdico tutelado; y no se cas-
tigan por st mismas sino en función del resultado al que se las vincula en
función de un juicio de imputación (no se puede hablar de causación por-
que la causalidad es una noción incompatible con la omisión).
En relación a la omisión impropia se presenta la más grave violación
de la garantía de la legalidad. Ello ocurre especialmente en códigos como
los de la Argentina que no prevén una fórmula general que regule la omi-
sión. El problema se presenta porque casi todos los tipos penales descri-
ben acciones y no se refieren a las omisiones, razón por la cual en relación
a ciertos delitos de resultado (en general respecto de los más graves), se
pretende cubrir la laguna de punibilidad mediante construcciones teóri-
cas destinadas a explicar por qué el no evitar el resultado típico, equivale
a causarlo bajo determinadas circunstancias (denomino a esta posición
teoría de la eqtiíp‹irncí‹o). Entonces, frente al tipo que dice “el que matare

45 ZAFFARONI, Tratado de derecho penal. Parte general, t. III, cit. , p. 459, sostiene que “en-
tre ambos tipos (propios e impropios de omisión) media una diferencia en cuanto al autor (. . .)
en los propios el autor puede ser cualquiera, no se requiere que se encuentre en ninguna re-
laciÓn especial respecto del bien jurídico (. . .) ‘En los impropios delitos de omisión, pues, el
autor se encuentra en posiciÓn jurfdica de cuidador, vigilante, conservador, evitador de peli-
gros para el bien jurfdico, es decir, garantiza ese bien jurfdico”’.
45 ³ S TEwERrii, Derecho penal. Parte general, t. I, cit., p. 292, n‘ 987.
452 Novoz MoiiTnmL, en Fundamentos de los delitos de omisidn, cii., p. 125, sostiene que
”la esencia del delito de tomisiÓn por omisión se halla precisamente en la naturaleza de la
norma jurídica subyacente a la comisiÓn punible: una norma de prohibición”.
453 CfGALUPO, Der£c:ho penal. Parte general, Ed. Hammurabi, Buenos Aires, 1987, p. 385.

234 Tercera parte


a otro” (79, CP argentino) se dice que no sólo es típica la acciÓn causante
del resultado sino también la omisión de evitarlo por parte de quien tenía
la obligación de hacerlo. La herramienta teórica que se utiliza para arri-
bar a esa conclusión es lo que se denomina posición de gnrniife; se dice que
no toda omisión de evitar el resultado es típica sino sólo la llevada a cabo
por quien se encuentra en posición de garante [in[ra XVII. 7. b) respecto
del bien jurídico tutelado. Sólo quien no evita el homicidio estando obli-
gado a hacerlo (por la ley, el contrato o el hecho precedente) comete un
homicidio por omisión (es el caso, por ejemplo, de la madre obligada por
la ley a alimentar a su hijo que deja que éste muera de hambre; o del guar-
davidas obligado por un contrato a salvar al bañista que se está ahogando
y que deja que éste muera).
Ya hemos hecho referencia previamente a los problemas constitucio-
nales que pueden presentarse en relación a los delitos de omisión, básica-
mente, a partir de la construcción de un concepto de conducta omnicom—
prensivo de las acciones y de las omisiones (supr‹z XC. 3). Para evitar esos
problemas me incliné por descartar el concepto omnicomprensivo y opté
por tomar a la acción como pilar exclusivo del delito. Pero ése es el pri-
mer paso. Además, corresponde descartar la validez de toda construcción
analógica destinada a incluir la omisión en los tipos activos.
Me parece claro que la /eor/iz dc /‹i equiparacidn no puede ser admiti-
da en el marco de una teoría del delito respetuosa del principio de legali-
dad. Si el tipo penal se limita a describir la causación del resultado no es
posible considerar típica la no evitación (aun recurriendo a la posición de
garante como límite de la tipicidad) porque ello constituye un razona-
miento analógico. Decir que no evitar eqnív‹z/e a causar es confesar la ana-
logía o, si se quiere, la interpretación extensiva del tipo. La noción de equi-
valencia es aplicable a conceptos diferentes: como son diferentes decimos
que equiva /en ,’ si fueran lo mismo diríamos simplemente que son lo mis-
mo. Pero los partidarios de la teoría de la equiparación reconocen que no
son lo mismo en el sentido de que el /ípo activo no describe expresamente a
lu rio evítncíciri sino sólo a la causación. Frente a ese dato dicen que iirin
cos‹i (la no evitación) equivale a o/ra cosa (la causación) y que, por ello,
cuando existe posición de garante, corresponde considerar típica también
a la omisión. La posición de garante no permite salvar la analogfa; sólo
sirve para ponerla de manifiesto: la restricción del número de autores es
un modo de acotar la violación dél J3Tincipio de legalidad a unos pocos ca-
sos graves en los que resulta valorativamente inadmisible la laguna de pu-
nibilidad. Pero ninguna consideración valorativa puede pasar por encima
del principio de legalidad. Ello no es admisible en el marco de una teorfa
constitucional del delito.
La inconstitucionalidad de la feorín de la equiparacidn es manifiesta
en el Código Penal argentino, si se tiene en cuenta que en relación al deli-
to de homicidio (que es con el que en general se la ejemplifica y pretende
fundamentar), no es necesario recurrir a ninguna interpretaciÓn extraña
ni extensiva, ya que el art. 106 del Código Penal contempla expresamente

Teoria del delito


la modalidad omisiva de ese delito454. Teniendo eri cuenta la existencia de
esta figura, la pretensión de incluir al homicidio omisivo en el art. 79 y en
sus agravantes del art. 80, no sólo implica incurrir en analogía, sino que
constituye directamente una libre creación del derecho destinada a modi-
ficar las consecuencias normativas asignadas por la ley a las diversas ac—
ciones descriptas en los tipos penales 4 4 bis
La existencia del art. 106 (que es la contracara omisiva de la figura
activa del art. 79) impide interpretar el resto de los tipos activos como
comprensivos de figuras omisivas no escritas. En ausencia de una cláusu-
la general que regule la omisión, no pueden existir más tipos omisivos que
aquellos previstos de forma expresa en el catálogo de la parte especial, co-
mo ocurre con el art. 106 que tipifica el homicidio por omisión.

454 Esta norma dispone: “El que pusiere en peligro la vida o la salud de otro, sea colo-
cándolo en situación de desamparo, sea abandonando a su suerte a una persona incapaz de
valerse y a la que deba mantener o cuidar o a la que el mismo autor haya incapacitado, será
reprimido con prisión de 2 a 6 años. La pena será de reclusión o prisión de 3 a 10 años, si a
consecuencia del abandono resultare un grave daño en el cuerpo o en la salud de la víctima.
Si ocurriese la muerte, la pena será de 5 a 15 años de reclusión o prisión”. A su vez, el art. 107
prevé una agravante en función del vínculo. Como vemos de la conjunción del primero y ter-
cer párrafos de la norma se deduce la concurrencia de todos los elementos del tipo objetivo
de un homicidio por omisión: la situación típica generadora del deber de actuar (que est:i da-
da por el ”peligro a la vida o la salud de otro”); la realización de una conducta distinta a la de-
bida (el abandono); la posibilidad real física de evitar el resultado; la producción del resulta-
do (previsto en el tercer párrafo); el nexo de evitación; y la posición de garante (“que el mismo
autor haya incapacitado” / ”que deba mantener o cuidar”). La descripción de estos elementos
objetivos desvirtúa el an:álisis de la teoría de la equiparacidn porque se apoya en la premisa
de que no existe una figura que expresamente prevea el homicidio por omisión; es esa afirma-
ción la que les permite deducir que esa modalidad del homicidio est:í prevista en el art. 79.
Pero esa afirmación es falsa porque el art. 10ó prevé expresamente todos los elementos típi-
cos del homicidio por omisión. Y es evidente que la concurrencia de los elementos del tipo ob-
jetivo descriptos, impiden considerar que el dolo homicida esté descripto en el art. 79 en lu-
gar de estarlo en el art. 106. A mi juicio, el art. 106.3 es el homicidio por omisión consumado,
mientras que la descripción del primer y segundo párrafo configuran la tentativa (con o sin
lesiones respectivamente) del homicidio omisivo; ello se sustenta en un análisis dogm:ático de
esta figura en relación a los tipos de lesiones y homicidio (dolosos y culposos), teniendo en
cuenta sus escalas penales y partiendo del principio const itucional de razonabilidad. Al res-
pecto, SILVESTRONi, Homicidio por omisidn, citado.
454 b S Hay que tener en cuenta que para el remanido ejemplo de la madre que deja mo-
rir a su hijo, el art. 106, CP argentino, en función de la agravante del 107, prevé una escala de
reclusión o prisión de 6 años y 8 meses de mínimo a 20 años de máximo, mientras que el art.
80, inc. l, prevé para el homicidio activo agravado por el vínculo, la pena de prisión o reclu-
sión perpetua que puede disminuirse a reclusión o prisión de 8 a 23 años en los términos del
último p:árrafo del art. 80. A mi juicio, lo que en realidad hace la teoria de la equiparacidn no
es interpretar adecuadamente la descripción del art. 79 (y sus agravantes del art. 80) sino sim-
plemente cambiar la consecuencia normativa establecida en el art. 106 y su agravante del 107
por una más gravosa, que es de su agrado.

236 Tercera parte


7. b. Elementos del tipo objetivo
A continuación veremos la estructura típica de los tipos omisix os. Los
primeros tres elementos que se señalan se presentan tanto en los tipos de
omisión propia como impropia; los tres restantes corresponden a los tipos
de omisión impropia.
a) Lc sítccíÓii típicci generadora del deber de actuar. Se trata del pe-
libro que amenaza a un bien jurídico v que genera (no por sí sola en los
delitos de omisión impropia) la obligación jurídica de actuar de determi-
nada forma.
b) La rcc/ízccícíii de true acción clistinta a la debida. Ya se ha visto que
en el tipo omisivo la acción penalmente relevante se individualiza median-
te la descripción de la acción debida que torna típicas a todas las demás (las
conductas distintas a la ordenada). Por ello la realización cte la acción dife-
rente a la ordenada es el elemento esencial del tipo objetivo omisivo.
La ejecución de dicha acción elimina la tipicidad aun cuando el resul-
tado se produzca de todos modos, porque lo que cuenta a los efectos del
mandato normativo es el intento de evitarlo.
c) La posí bí /idad real (isíca de ejecutar la acción debicln. El derecho no
puede ordenar lo imposible, ya que de lo contrario, y por la ausencia de
evitabilidad, sería imposible llevar a cabo un reproche de culpabilidad.
Por ello no hay tipicidad omisiva si no es materialmente posible para el
autor ejecutar la acción debida. Por esa razón esa posibilidad fáctica es un
elemento objetivo del tipo omisivo.
d) La producción del resiiltnclo. Este es un elemento característico de
los tipos impropios de omisión, que asocian la producción de un resulta-
do a la no realización de la conducta ordenada. En esos tipos penales la
producción del resultado es un elemento esencial.
e) El cero causal hij:iotético o nc.xc de evitación . Como en todo tipo de
resultado, se presenta el problema de la relación causal. Ya hemos x isto
Qrle la característica esencial del tipo omisivo es la ausencia de causalidad
(porque el resultado no está vinculado causalmente a la conducta descrip-
ta en el tipo —la distinta a la debida—), pero ello no significa que la causa-
lidad sea irrelevante. La relación causal adquiere importancia como hipó-
tesis, como el curso causal que debió haber interrumpido el resultado. El
método para establecer ese nexo de evitación es el siguiente: si imagino la
conducta debida y el resultado desaparece, entonces puedo afirmar la
concurrencia de este nexo de evitación (entre la acciÓn debida y el resul-
tado), que serú relevante para llevar a cabo el juicio de imputación (sobre
los problemas que presenta esta cuestión in[ra XVII. 8).
f) La posición ble garante. No todo sujeto que no evita el resultado pue-
de ser autor, sino sólo aquel que se encuentra en posiciÓn de guardador o
garante de la integridad del bien jurídico tutelado. Esta posición hace na-
cer el cleher ne garante, que es el deber de cuidar el bien jurídico tutelado
e incluye (por haberse presentado la situación típica señalada previamen-
te) la obligación de evitar el mOdO de afectación descripto en el tipo penal.
La doctrina sostiene, en general, que la posición de garante tiene dife—

Teoria del delito 237


i eiates fuentes, c|uc son la lev, el contrato, el hecho precedente x especiales
relaciones intersubjetivos. Estas causas son lo que hacen que el sujeto ten-
ga la obt ilación de actuar x de el itar la afectación típica del bien jurídico.
En realidad no nae pai ece que existan estas fuentes de la posición de
gar ante, al menos en el sentido en que se lo plantea usualmente. Lo que sí
es i elex ante son los hechos fi ente a los cuales, y por un mandato leg•al, ra-
ce el lehei z/c per ni/c, esto es, el deber de cuiclnr el bien jurídico y de ac-
tuar de determinado modo pai a ex itar su afectación. Pero la única Qi ieii/c
que existe es la ley y ella iao da nacimiento a ninguna posición de gui ante

En oti-as palabi as, la ley asigna a detei minado hecho (el encontrarse
en posición de cuidador de un bien que se ve amenazado) una consecuen-
cia jurídica conci eta que es el nacimiento del deber de actttar y de inten-
tar ex’itai el i esultado. Lo que se llanta posición de gar ante rio es más que
uno de los pi esrtpuestos lacticos del niauclato, de l;a obligación legal.
I.a concepción de cJue existen distintas fuentes de la posici‹5n de ga-
narte iridepe nd rentes cte la ley, es consecuencia del i a zonaniieiito analógi-
co que gobierna la discusión sobi c los delitos de omisión. Sólo la lev pue-
de crear una ol›1igacic›n legal. M/uxime si se trata de la norma imperativ'a
funden te etc unir omisión típica. Ni el contrato, ni el hecho precedente, ni
la existencia de detei nainadas i-elaciories inter-subjetivas pueden generar el
cleber de actuar cuyo incunapliiiiiento torna típica la conducta del :iutoi;
J›or‹jite ble ser así se s iol‹iría el ¡Principio de legalidad. Salvo, claro est:1,
cuancto 1s lev se refiere a estas circunstancias como presupuestos del na-
cimiento de la obligación, corno ocurre con el art. 106, CP argentino, o
con las cl.a usti1as genei ales corno la establecida en el art. 11, CP español.

7. c. El dolo en la omisión
Em los delitos dc omisión el dolo está configurado por el conocimien-
to de los eleintentos del tipo objetix o y por la voluntad de 11cx'ar a cabo la
acción.
Net h‹iy dif ereuci a estructural segtm se trate de una omisión propia o
iiiipi opta, por que en a na bos casos se exige lo mismo: ol conocimiento de
los element‹›s del tipo ohjetix o. Obv'iamente, estos elementos x arían segun
la clase dc omisic›n: en la impropia existe un resultado que exige conocer
su producción y la posibilidad de evitarlo, y la posición de garante.
Concebido el dolo de forma airibivalente como lo hicimos preccden-
tcment c, respecto del tipo r›n isi i'o rio se presenta ningún problema pm -
ti cular.

7. d. La omisión culposa
La omisión como modo de realización del tipo culposo estú expresa-
mente contemplada en el concepto de negligencia. Mientras lvi ivipi inten-
cla es un mcci dc ni‹ís (por ejemplo, circular a mayor velocidad que la per-
mitida), la mg//geiic/a es un hOCéP de mios (por ejemplo, no realizar un
an:ilísis de HIV a la sangre lista para transfundir). Ese hacer de menos,

238 Tercera paüe


constituye una oiiiisión: se omite cumplir con el cuidado del›ido para de-
terminada situación.
Ahora bien, ¡›ai4iendo del criterio nesati\ ílsiimido en este trabajo
sobre la x alidez constitucional de los tipos de omisión impropios no escri-
tos, alguien podría objetar la existencia de la omisión culposa aun frente
a la fórmula de la negligencia. Ello es así porque en general la neulige ncia
va acompañada de una acción positiva; así, la no realización del exarr en
de HIV va acompañada de la acción de transfundiT; la no rex isión de los
frenos del auto va acompañada de la acción de conducir, etc. Podría sos-
tenerse que éstas son las étnicas posibles omisiones admisibles en los tipos
culposos' las omisiones acompañantes de las conductas causantes del re-
sultado; con lo que todo se reduce a una acción.
Pero existen situaciones en las que directamente no e.xiste una con-
ducta causante, sirio que sólo hay una omisión lisa y llana de evitar el re-
sultado (por ejemplo, el médico que directamente omite aconsejar el tra-
tamiento adecuado a i-esultas de lo cual se produce la muerte del
paciente). ¿Cuúl sería el problema en ese caso? En una fórmula como la
prevista en el CP argentino, podrían presentarse serias objeciones.
El art. 84, CP argentino, en su parte pertinente contiene la siguiente
descripción:

“. . . el que por imprudencia, negligencia, inipei icia en su arte o pi-ofesión


o inobserv anci a de los reglamentos o de los debei-es a su cargo, causai o a otro
la miiel4c”,

El problema que se plantea es que el tipo hace referencia al verbo


cnisn , mediante los modos comisivos descriptos (imprudencia, negligen-
cia, etc.), lo que evid enteiiiente es incompatible con la omisión, puesto
que la omisión nada causa. ¿Cabe concluir entonces que este tipo penal no
admite la modalidad omisiva, salvo cuanclo la omisión acompaña a una
acción causante?; ¿es pertinente respecto del tipo culposo la objeción
constitucional planteada previamente? Creo que no.
El vocablo ccit isni utilizado en el tipo no es desci-iptivo; es un elemen-
to normativo inserto en un tipo que reviste primordialmente dicho car:ic-
ter. Si reconstruimos el tipo en lo que a la omisión concierne quedaría i e-
dactado de este modo: “el que por negligencia causare a otro la muerte”.
Si se entiende al término causar como un elemento descriptivo de una
causalidad natiii-al positiva, es evidente que el tipo es contradictorio y que
el hecho descripto jamás podría ocurrir, porque la negligencia, que es un
no hacer , jam:1s podría causar resultado alguno.
Las referencias causales que hace el legislador, en general no son cles—
criptivas de la causalidad natural, sino que se trata de una fórmula usual,
valorativa, de conectar un resultado a un suceso. Es comiú n que la Iey aso-
cie causalmente el resultado a la omisión, pero esa asociación sólo puede
ser interpretada de modo hipotético, como el juicio dc imputación quc se
lleva a cabo mediante el nexo de evitación.

Teoría del delito 239


Por lo tanto, creo que el sentido típico de la norma citada permite
atrapar la omisiÓn culposa en función de la referencia a la negligencia co-
mo elemento fundante del juicio de imputación entre la acción distinta a
la debida y el resultado.
Habrá una omisiÓn culposa cuando el sujeto activo omite la conduc-
ta debida en razón de un et ror ex'itab1e de apreciación. Ese error (propio
de toda culpa) puede ser motivante de una completa inacción (el médico
no aplica ningún tratamiento) o de una acción defectuosa (el médico apli-
ca un tratamiento equivocado o insuficiente), que no alcanza a cumplir
con el mandato de la norma imperatix a de cuidado.

7. e. Tentativa omisiva
Si bien formalmente son imaginables situaciones de tentativa de omi-
sión (sobre la tentativa ver iii[ra XVIII. 2), su admisión es valorativa y sis-
tem:1ticamente cuestionable, aunque algunas legislaciones la establecen
expi-esamente para ciertas situaciones puntuales 4 . STRATENWERTH consi—
dera que “la tentativa comienza cuando la demora en la intervención acre-
ciente el peligro rea1” 456 y ve en la última posibilidad de actuar el momen-
to de la tentativa acabadaª 57 Considera adecuado trasvasar las reglas de
los delitos de comisión 458
Esto no es tan sencillo en los delitos de omisión propia. En ellos pa-
recería que el momento de la tentativa coincide con el de la consumación:
cuando el sujeto deja pasar la última oportunidad de actuar consuma el
delito de omisiÓn correspondiente, precisamente, porque éste está confi-
gurado por la mera omisiÓn. De todos modos, es cierto que existen casos
en los que es difícil marcar un límite a la última oportunidad de actuar y
a pesar de ello no parecería adecuado sostener que aún el autor no ha
omitido. Por ejemplo, y en relaciÓn al tipo de la omisión de auxilio del art.
108, CP argentino, si alguien encuentra a otro desmayado y decide seguir
su camino en lugar de llamar una ambulancia, consuma el delito de omi—
sión aunque a la media hora se arrepienta y efectivamente de el aviso co-
rrespondiente. En este ejemplo es difícil establecer si es atípico el utilizar
todo el tiempo que transcurre hasta el momento último para evitar un de-
senlace perjudicial para el bien jurídiCCi, (lítTa afirmar recién ítllí la consu-
mación; tampoco es claro si existe tentativa inacabada con la primer omi-
sión qtie se transformaría en acabada (y se consumaría) al llegar el punto

45 ª mi juicio es lo que ocurre con el art. 106 del Código Penal argentino, ya que con—
sidero que los párrafos primero x' segundo de dicha norma constituyen la tentativa del resul-
tado previsto en el tercer p:1rrafo. Sobre la fundamentación de esta posición, SirvESTROxi, Ho-
rn icidio por ooísíÓii, citado,

240 Tercera parte


límite. Tal vez la solución correcta para este caso sea afirmar la consuma-
ción con el mero abandono (que es en definitiva lo que el tipo penal rele-
x²a sin condicionarlo a que haya transcurrido el punto límite para actuar),
y en todo caso admitir el desistimiento incluso ante la consumación.
En el caso de la omisión impropia, el problema de la tentativa se pre-
senta ante la falta de resultado. A diferencia de STRATENWERTH, J1£tFí1 WEL-
ZEL “eS conCébible sólo como tentatix'a inidónea” 459 lo que es dudoso por-
que en ‹zii/e, al momento de la ejecución de la conducta distinta a la
debida, la producción del resultado es posible, tanto como falible el curso
causal (salvador) que efectivamente lo evitó.
Creo que la omisión tentada debería admitirse con criterio restricti-
vo, teniendo en cuenta que la tentativa constituye una regla de ampliación
del alcance del tipo, respecto de una estructura típica que ya de por sí se
encuentra ampliada de forma constitucionalmente dudosa. El principio
de tiltiiiia ratio obliga a trabajar con esta cautela para evitar resultados
descabellados como el de este ejemplo: A ve como C está a punto de ma-
tar a B, hijo de A, y permanece inmóvil. Luego de comenzado la ejecución
C desiste por lo que queda impune mientras que A se hace pasible de la
pena de la tentativa de homicidio agravado por el vínculo (en el CP argen-
tino, y para quienes admiten la construcción analógica de la omisión ini-
propia, la pena sería de 10 a 15 años de prisión, o de 15 a 20 años de re-
clusión 460

7. f. Autoría y participación omisivas


El dominio del hecho (al respecto, íu(r‹i XVIII. 4. a) no es un criterio
válido para establecer la autoría en el tipo omisiv o porque, no habiendo
relación causal entre la acción prohibida y el resultado, no hay causalidad
que dominar. En esta estructura típica es autor quien, estando obligado a
actuar, no actúa conforme lo ordenado por el derecho sino de un modo di-
ferente. El criterio para establecer la autoría está dado, entonces, por el
deber de actuar: quien tiene el deber es autor y quien no lo tiene a lo su-
mo podrá sei- partícipe.
En los delitos de omisión propia, en caso de existir múltiples intervi-
nientes, todos son autores (coautores paralelos si se quiere) porque todos
están obligados a actuar. Por ejemplo, si varias personas encuentran a otra
desangrándose, c:ida una de ellas tiene el deber de pedir auxilio en los tér-
minos del art. 108, CP argentino, por lo que de no hacerlo serán autores
de un delito de mera omisión. Si en ese mismo ejemplo alguien convence
a otro a la distancia de que no actúe (por ejemplo, por teléfono) y supo-
niendo que a la distancia no pueda prestar socorro, entonces sí sería ad-

459 rL, Derecho› penal alemán, ci t., p. 284.


46 º Cf. art. 44 en función clel art. 80, inc. 1, det CP argentino.

Teoría del delito 241


mi sible una instigación, pero sólo por el hecho de que no le alcanza el de-
ber de actuar, justamente pot la imposibilidad de haCerl .
En los delitos de om isiÓn impropia, sólo pueden ser autores los suje-
tos cualificados (íiim m u nix), Que son los que se encuentran en posición de
garante respecto del bien jurídico. El extraneti s (no cualificado) podría re-
x estir el carácter de partícipe pero sólo como instigador porque cualquier
colaboración en la realización de la conducta prohibida (que es la efecti-
x amente realizada) es totalmente indiferente al derecho y no habilita nin-
guna forma de complicidadªª .
No es admisi ble la autoría iriediata 4 (sobre ella, iii -a XVIII. 4. a):
quien se v’a1e de la omisión de otro pone una condición del resultado y ter-
mina siendo autor de un delito de comisión. Por ejemplo, quien engaña al
guardavidas para que no vez al bañista que se está ahogando Que final-
mente muere, no es un autor mediato de homicidio valiéndose de un ins-
tim meiato c¡ue actúa sin dolo, sino autor directo de un homicidio comisi-
vo porque sti conducta puso una condición de la producción del resultado;
esa condición está dada por la inter rupciÓn del curso causal salvador, que
pudo haber sido puesta también, por ejemplo, privando de libertad al
guardar idus 4 3 . Es 1:i misma condición c¡ue pone el que desconecta el res-
pirador que mantiene con x'ida a una persona; en ambos casos se inte-
rrrtmpe un curso cattsal salv ador y por ello existe causalidad. Claro está
que cn el ejemplo del guardar idas el curso causal presenta ciertas particu-
laridades, porque es en definitiva un curso causal hipotético (en la medi-
da que no se puede saber si el curso causal interrumpido habría evitado el
resultado 464
El caso de la autoría mediata es diferente del de la instigación 4 h p()p.
Que en éste íiltimo, sí bien eÍ autor pone una condición para eÍ resultado,
el dolo del autor reconduce hacia sí el juicio de inaputaciÓn subjetiva. Jue-
ga, en tal caso, la prohibición de regreso, que impide considerar al hom-
bre de atrús como autor: sÓlo será instigador de un delito de omisión ini-

Respecto de la participación omisiva en un delito activo, si bien es


teóricamente admisible, no es v‹a1ida en los códigos que regulan la parti-
cipación criminal mediante fórmulas que denotan un hacer, como ocurre
con los arts. 45 y 46 del CP argentino, porque ello requeriría incurrir en
analogía.

46 ' De Otra opinión, SlRAirxWERTH, £IéféC/la penal. Pat le dei ieral, t. I, cit. , p 3 1 7.
462 w«n sentido, StRATENw'riitH, Derecho (›enal. Parte gene ral, t. l, cit. , p. 3 15.
463 SíiriiJ de la :iu toría med íatn aparente (en realidad autoría directa) mediante un ins-
trumento que no actúa.
464 azón por la cu al tal \ ez la única imputación posilile sea por tentatix'a, sobre todo
c•ri los casc›s en los que como los sal\'atajes médicos la evitaciÓn del resultado es Jirohaliilística.
465 De oti a ‹›J›inión WrLzEL, Derecho penal alenidn , c i t., p. 284.

242 Tercera parte


8. Cursos causales hipotéticos en los tipos culposos y omisivos
¿Oué ocuri e, on materia de delitos crilposos \ om isivos si, inaa ain:ida
la conducta debida, no podemos afirmar con certeza que el resultarle so
habría evitado? ¿Afecta ello el juicio de imputación?
Esta pregunta genei-a pol émicas en la docti ina, en la c¡iie no existe
consenso sobre si la eficacia del comportamiento alter natii o conforme a
derecho para evitar el resultado es relevcinte para el juicio de imputac ión.
Personalmente creo QUE en la relevancia de los ctu sos ca usales hipo-
téticos se ven inx olucrados los principios de 1esis'idad y culpabilidad, que
no admiten la imputación de un suceso en ausencia de ex'itabilidad. En
efecto, cuando hipotéticamente se puede afirmar que, a pesar de haberse
ejecutado la conducta debida (tipos omisix os) o de haberse cumplido con
el cuidado debido (tipos culposos), el i esultado probablemente se habría
producido de todos modos, no se puede sostener que la conducta ejecuta-
da afecta materialmente el bien jui-ídico. En esos casos el obrar del sujeto
no ha determinado i u producción del resultado, sino que se tia conectado
con éste de un modo iriertinaente formal, carente de significación material.
Adem:1s, la falta de ex itabilidad hace imposible el juicio de repi oche de
culpabilidad porque, como vimos, éste se vincula a la noción de la noi ma
como motivadora de conductas, lo que pr esupone un a i azón jui ídica (el
intentar ex itar algo) por la cual motivar.
Uno de los casos sobre el que se ensava la discusión es el denomi na-
do “los pelos de cabra”: el empleador, dueño de itna füibric‹i de piricoles no
utiliza el desinfectante recomendado por la reg1amentaci‹›n pu ru ‹nçi ica r en
los pelos de cabra ‹que se utilizan pai a la fabricación de los pincelcs. Algu-
nas empleadas se inf ect an con el bacilo del car bunco y na uei en. Sin em-
bai go, examenes postei-iores señalan que de haberse utilizado el produc-
to reglamentario de todos modos los bacilos no hubiesen sido eliminados.
Var-iante: no se puede determinar si el desinfectante hubiese surtido efec-
to y eliminado los bacilos.
El disenso doctrinario es menor en el primer caso, y:i que si se deter-
mina con seguridad que la conducta debida no habría modificado el re-
sultaclo lesivo, es evidente que la accir›n no tuvo incidencia alguna cn la
afectación del bien ju Tídico. El probÍenia mavor se pYesenta en la vari;1n-
te, esto es, cuando no existe certeza sobre si la conducta debida hu biera
evitado el resultado.
La pregunta planteada puede ser respondida, básicamente, mediante
los siguientes criterios: a) negando toda relev’ancia del comportamiento
alternativo conforme a derecho; b) afirmando la imputación cuando la ac-
ción hubiera disminuido el riesgo de produccion dcl resultado, y neg:1n-
dola sólo cuandci se determina fehacientemente que el comportamiento
altern:itix'o no podía ex itar el resultado46ó ; c) afirmando la imptitaci‹›n s6-

Teoría del delito 243


lo cuando, con una posi bilidad rayana en la certeza, se determina que el
comportamiento alternativo habría evitado el resu1tado4 67 y d) afirman-
do que sólo procede la imputación cuando se determina con certeza que
el comportamiento alternatix o habría evitado el restiltado 468
El criterio de la posibilidad rayana en la certeza es el de mayor aco-
gida fax orable en las opiniones doctririarias, pero ha sido objeto de valio-
sas críticas, como la de GIMBERNAT ORDEIG 46 en el análisis más lúcido y
compÍeto Que a mi juicio se ha lleviñdo a cabo sobre este problema. El au-
tor español critica la validez del curso causal hipotético como criterio de
imputación entre la acción distinta a la debida y el resultado en los deli-
tos culposos y omisivos. Efectúa dos objeciones: la primera, que si el tipo
objetivo del delito de acción exige la seguridad de que la acción haya cau-
sado el resultado, debe exigir se lo mismo en la omisión, para que se la
pueda asimilar a la acción a los efectos de su adecuación típica; la segun-
da, que a la hora de la aplicación práctica de esta regla se prescinde de la
posibilidad rayana en la certeza y se subsumen en los tipos de resultado
(de comisión por omisión) supuestos en los que se está muy Iejos de rayar
en esa segiiríi:/ 470 En consonancia con ello, rechaza lo que en maten-ia de
delitos culposos se conoce como relación de determinación, ya que a su
juicio determinar qué es lo q tie habrta sucedido si el sujeto hubiera acttia-
cto cliligenteviente es clgo que se escapn a cualquier constatación enipíri—
yq 47l Ejemplifica con varios casos de la jui-isprudencia española de los
cuales uno de ellos es sumamente interesante; se trata del caso de los mé-
dicos que transfunden sangre infectada con el virus HIV, sin haber efec-
tuado previamente el test antisida: en ese caso existe relación de causali—
dad entre la conducta de transfundir la sangre y el contagio; sin embargo,
no se puede determinar qué habría ocurrido si se hubiese efectuado el
test, ya que el test antisida no puede detectar la presencia del virus duran-
te el llamado período ventana —que puede extenderse hasta los 90 días
posteriores al contagio—, razón por la cual podría ocurrir que aun cum-
pliéndose con el cuidado debido, el resultado se produzca de todos mo—
dos472 en otras palabras, no se puede saber si la conducta diligente hu-
biese evitado el resultado. Por esa razón, GIMBERNAT COncÍuye que Io

467 rzrr , Derecho pe nal alemán , cit. , p. 292.


468 Circunsciúpto a los delitos imprudentes, es muy bueno el análisis de R«scoxi (W re-
leva it cia clel con1j›o rtaiiiiento allernaliv o conJon ie a Derecho en la íiiipu tación objetiva clel cleli
te íi nfirii Jen le, en Ctiest iones de íinj›iiiació n v responsab íliclacl en el clerecho penal moderno, cit.,
ps. l 03- 104.
46 GivtaERNAT ORDEIG, Cansaliclacl, omisión e iinpriiden crei, en Bixnrs, Alberto v MAIER,
lu lio B. J. (comps.), £:/ derecho peilal ho). Homenaje al Pro[. Dav i‹l Baigrim, Ed. Del Puerto,
Buenos Aires, l 99ñ, Jis. 1 87-2 50.
470 G IMBERNAT, Caiisali tad, oinisión e imprudencia, cit. , p. 2 14.
47 1 G iMarax T, Ca I+ salidacl, OmísíÓir e imprudencia, cit., p. 2 15.
472 G warner, CaiIsali‹1ad, Omisión e imprudencia, cit , ps 2 18—2 19

244 Tercera parte


relevante para llevar a cabo la imputación es: a) en los delitos culposos,
que el autor, con la violación del deber de cuidado, ha\’a transformado el
riesgo de permitido en prohibido 473; y b) en los delitos de comisión por
omisión (dolosos o culposos), que la omisión has'a desestabilizado un fo-
co de peligro, superando de ese modo el riesgo permitidoª 74
La existencia de las denominadas “lagunas de punibilidad” no consti-
tuyen una razón válida para deScartaT un criterio garantista. En derecho
penal una laguna es simplemente una situación de atipicidad y todo inten-
to de rellenarla, una lesión del principio de legalidad.
Sin embargo, el hecho de que cierta herramienta dogmática conduz-
ca a interpretar la existencia de una laguna descabellada, puede ser un
síntoma de su incorrección 475, Básicamente, porque el sentido de la teo-
ría del delito es otorgar coherencia y razonabilidad a la aplicación de la
ley penal, y ello no se consigue con interpretaciones jurídicas absurdas
(no racionales) que motivan a la postre el sacrificio de la coherencia en fa-
vor de las soluciones político-criminalmente preferibles.
No obstante ello, tampoco es válido pretender el reemplazo dc un ins-
trumento sistemático reductor (con el argumento de que conduce a una
laguna absurda) por otro criterio que conduce a una solución opuesta,
también absurda pero ampliatoria de la punibilidad. Y eso es lo que ocu-
rre con la eliminación de la relevancia del comportamiento alternativo
conforme a derecho, porque ello permite (en contra de toda razonabilidad
jurídica) afii mar la imputación incluso cuando no se puede saber si era
posible evitar el resultado.

473 Así, en ”todos estos casos estamos ante niuei tes v lesiones imprudentes, porque lo
que caracteriza a la impruclencia poi‘ acción (. . .) es que u n foco de peligi o (. . .) rebasa el ries-
go pei rnitido, cansancio (. . .) el resultado típico”, ”en estos casos (. . .) el delito inªpritdente de
acción viene car-actei izado porque cl foco de peligro causante del i esultado ha traspasado el
'punto crítico‘ de lo permitido a lo prolii bido a consecuencia dc la conducta negligente del au-
tor“; “el su]eto actix o, con su acción imprudente e igualmente con toda segut idad, e1e\ ó el ni-
vel de i iesgo dcl loco, ti ansfot naándolo en uno no per-miti‹1o” (Giviarren, Caiisaliclacl, oiu í
síñii c intpriide ii cia, cit„ ps. 220-222).
47 Sostiene Que “en contra de lo que rriantiene lJ doctrina dominante, tampoco liav
que pi eguntarse si la acción omitido hubiera ev'itado el resultado, sino únicamente si la oii-
sión de aplicar una medida de precaución ha hecho posible que el foco de peligro superar a
efecti vairiente el i iesgo permitido ( . . .) y sí, a su vez, ese foco de peligro (. . ) ha causado efec-
tiva mente el i esul tado” (G I\iBERÜAr, Causeliclacl, on i.sido c impr i ciencia , ci t. , 9. 22 8)¡ . Mini-
camente existe una c‹›mision por oiaiis ión dolosa cuando el encai gado de vigilar un frico dc
peligi o preexistente, mediante la ausencia de una medida de precaución que le incumbe, In
desesta1›iliza intencionalmente co ndicionando dicho foco con toda seguí ídacÍ el resultado tí
pico” (íien , p. 248).
4 75 Q u el ejern¡›1o del contagio del HIV vemos cómo el criterio de Gt xiara i “solucio-
na” :idecuadamente el caso (no cleja una laguna de punibilidad \'alor ativ'ame nte inaclecuada),
mientras que el crí teri o ti a clic ional debería concluir siempre la inexistencia de delito por que
la détet-minación (siQtttet a híp‹itética) cte si In sangre transfurrdida estaba o no durante el pe-
ríodo x entana es inipos ible, con lo cual quedarías imptines casos Ri oser os de violaciones al
debei ‹le cii idaclo.

Teoría del delito 245


Es preocupante que frente a dos soluciones valorativamente objeta-
bles se elija la que importa una ampliaciÓn de la punibilidad, para ex'itar
la posibilidad de una laguna. La interpretación const ititcional de las es-
t ructuras sistemáticas impide semejante resultado final.
Cuando tu v'e la ocasión de comentar el artículo de GH\IBERNATª 7ó
cuestioné su propuesta b‹asicanaente por dos razones. La JHñmera, porQue
en relación a la imprridenci:t, el tipo cttlposo (así por ejemplo, los arts. 84
v 94 del Código Penal argentino, x 565 del Código Penal español) exige que
el hecho se cause “por” v no “con” imprudenci 477 sto quiere decir que
la v io1aci‹in del deber de cuiclado no es un elemento que sólo debe acom-
pañar al hecho causante del resultado, sino que debe ser “determinante”
del mismo. La segunda, porque sería inadmisible una condena cuando se
demuestra que la conducta debida no habría evitado el resultado (cierto
es, que GI \JBERxAT coincide con esto), y creo que ello tiene u na consecuen-
ci:i deterim iia ante en fav'or de la relex ancia del cm so hipotético. Por ejem-
plo, en el caso de la transfrisióia de sangre, si se prueba qtte con seguridad
la sangre ti-ansfundida estaba dentro del “período x entana” el resultado
hubiese ocrtri’ido de todas formas. Y si se niega la imputación en este ca-
so, ¿cómo puede afirm:1rsela cuando la deiiiostraciÓn del curso causal hi-
potético es imposil›1e? 47S
En el trabajo citado, propuse dos soluciones que no renuncian al mé-
todo del cci rso causal hipotéticoª 79
a) Considerar al resultado y a la relación causal como condiciones ob-
jetivas de punibilidad del delito culposo, que quedaría consumado con la
sola x iolacic›n del deber dc cuidado (creación del riesgo no permitido). La
i elaciÓn de determinación qrtedaría fuera del ti¡›o y tampoco sería una
condición objetiva dc punibilidad. Ahora bien, cuando se demuestra que
la acción debida no habría ex³itado el resultado, entonces, el curso causal
hipotético negativo opei ai ía como una e.xcusa absolutoria 48 , Esta con-
cepción explica mejor el delito culposoª 8 l pero se le puede objetar que no

4 78 Ciiandri hablo de ina posible no nte i ef iei o a la ii³³F>×iLilida‹J ínsi ta en tc›c1o int todo
Ir ipotétic‹i s inr› a la iiri]itisiIiiliclad pi /actica (por caí encia dc eleincn tos de ] nieto) de esbozar el
ne.xr› c aiw‹il hr J›otú•t ico en cl ccis o conci eto. Así, en cl caso de la tr ansfusí En es irnJic›sible de
ter firmar ciifarido la sangi e se enc‹in ti a1›a en el Jier íodo v en tan a, x' ¡tor eso el ju ico hiJioté tic‹›
en ese caso tencl rá un gr ad‹› cl e inccrteza inaclin isible. Esta incerte za se encuenti a x aloi ativa
mente ir ás cer cana al s rt puesto en cl cJue se pimebá Que la conditc ta debida no liubiei a e\ ita-
d‹› e l i estu r.i‹to.

48 ° Causal iclad e inapc›sibi1ida‹1 cte e\'itar , serían i ellejos en el iiiai co de la punibilidad.


I-:r Jn iiiaei a la :ifii mai íu, l u segundo l:i negará a.
45 l () « te esquema puede ser considerado sin crinftis iones como dolciso í‹Je pe-
ligro) si cnelo el cl ‹›lo el conocia iento y la volllft tad cte \'ioIar el debei de cu idarJo.

246 Tercera parte


supera el primer ¡Problema planteado en torno a la exigencia del tipo al de-
cir por” iiriprud encia 482
b) Solucionar la cuestión en el ámbito procesal. A pai4ii de la concep—
ción que requiere la “relación de determinación” (o sea, nega nclo el plan-
teo de GIMBERNAT), no sería tan irrazonable que, comprobada la i elación
causal v 1» violación del deber de cuida cto, se presuma l:a existenci:a cl el
ctirso causal hipotético, quedando a cargo del autor la demosti ación de
qite el resultado era inevitab1eª 3.
Si se busca afirmar la imputación sobre la base de la certeza las fa-
lencias que el método alternativ'o supone son insalx ables, pr ecisamente,
porque en el úmbito de las hipótesis es imposible hab1i(T de certeza.
Cualquier método hipotético exige trabajar con probabilidades, ma-
vOFéS CX menores, pero siempre con jettu ales; por eÍÍo es coi-i ecto el crite-
rio que exige la posibilidad ravana en la certeza como criterio de imputa-
ción: porque no existe otro modo de razonar en el campo de las hipótesis.
Si asumimos esto, la discusión se traslada al ámbito procesal. Y allí
corresponde construir criterios jurídicos de x'aloración de la prueba diri-
gidos a afirmar o negar la imputación sobre la base del método hipotéti-
co. Después de todo no es muy diferente a lo que ocrti re en el ámbito de
los delitos de causación en los que la afirmación de la relación causal tam-
bién es, en ftltima instancia, conjetural [stiprci VIII. 4. 6).
Y ya en el árribito procesal nos prestintaremc›s a quién le toca Jirobar
el extremo que d etei-mina la solución, ¿es la acusación la c¡uc debe probai
con certeza que la conducta alternativa habría ex'itado el i esiiltado o es el
imputado quien debe probar Que no IO habría evitado? Sin ningLi n adita-
mento adicional p:trece clara la respuesta: el acusador debe probar su
punto.
Sin embargo, existen circunstancias que generan un:i 9ama de alter-
nativas diferentes que pueden modificar la ecuación en uno ti otro senti-
do. Por ejemplo, en el caso del HIV planteado por GiMBERNAT, existen Tíl-
zones sustanciales que conducen a pensar que la realización del anú1isi.s
antisida, sumada a las demás reulas de cuidado del caso, ex itarían el re-
sultado; una de ellas es que cuando se i ecibe sangi e pu r a trasfrindit se
pregunta a los donantes si tuviei on irna situación de i iesgo en sin deter-
minado lapso pi evio (lo que da una pauta pai a estableccr si la sangre es-
ta6:i o no en el período ventana), i azón por la cual v sobre la base del priia—

‘ ' Sin emb‹u go. pod i ía sostene rse que la cons icleraciú n dc la iiiip‹›s i1›i1i‹Jac1 etc ci itar
c‹›ni‹› una conc1ici‹›n dc n‹› pu n íbi lidad, estar ía otoi-gaiido i c1c\ encia J ii i ídica a esc pc›i ex i
giclo pr›i el tipo. De esta for rra a, tanto la primer a corno la segu nda ob]ec ión plantean as qtioda
i’íari sorteada.s.

en los et roi’es de tipo: cJ uie nes iii\ ocan estas excusas, ante ne te i niinad‹is situ aviones fhic t icas,
‹IeI›en demos t rat las,

Teoria del delito 247


cipio de confianza, es de suponer que de practicarse el examen y de for-
mularse las preguntas adecuadas se hubiese evitado trasfundir una sangre
infectada con HIV. Frente a una situación asf nO veo afectación alguna al
principio de inocencia si se exi9e que sea el imputado quien pruebe que la
sangre estaba en período ventana y que el donante habría mentido sobre
la situación de riesgo anterioF O Qué le era desconocida dicha circunstan-
cia. Esto no constituye una inversión de la carga de la prueba, porque lo
que el imputado debería probar está más all:i de toda duda racional: es co-
mo exigirle que pruebe la falsedad del delito ya probado.

248 Tercera parte


XVIII. Particularidades de la tipicidad

1. Disvalor de acción y disvalor de resultado


1. a. Introducción. El planteo subjetivista
En general, los códigos penales establecen una escala penal distinta
según que el delito se encuentre consumado o en grado de tentativa, apli-
cando en este último caso una pena sensiblemente menor. Esto se justifi-
ca en la consideración de que el delito consumado es m:is disvalioso que
el tentado, ya que mientras en la tentativa sólo existe un Jí sva/rir rte acción,
al delito consumado debe agregársele un di5valor de resriltaclo.
Esta concepción del delito es criticada por los partidarios del concep-
to subjetivisia del ilícito, que cuestionar la relevancia ble un disvalor de re-
sultado y postulan la equiparación de la escala penal de la tentatix a aca-
bada y el delito consumado, en razón de su idéntico contenido de disx'alor.
En líneas generales, el subjetivismo moderno sostiene que en ambos
casos ítentativa acabada y consumación) la norma infrinsida por el autor
es la misma, por lo que no tiene explicación la asignación de consecuen-
cias jurídicas distintas. En definitiva, las normas sólo pueden motivar ac-
ciones y sólo éstas pueden infringir los mandatos normativos; la ocurren-
cia o no de determinado resultado no es más que un producto del azar que
no puede tener incidencia agravante, porque ello violaría el principio de
igualdad. El prototipo del injusto es, entonces, el de la tentativa acabada,
ya que la norma antepuesta al tipo penal sólo puede prohibir la conducta
descripta en el tipo, pero nunca la ocurrencia azarosa del resultado.
Dice SANcINErri 4g4 q ue “una teoría del ilícito fundacl a en la capacidad
motivadora del derecho, en el principio de culpabilidad, en que al autor se
le reprocha haberse motivado por el comportamiento incorrecto, no tiene
modo de hacer ingresar al concepto de ilícito nada que sean consecuen-
cias casuales, influidas por la magia de la cartsalidad. Solamente puede in-
cluir decisiones de acción. Esto no sólo no es antiliberai, sino que es lo
mús liberal que hay: responsabilizar al hombre sólo en la medida de sus
decisiones”ª³ª

484 SAxcixrr+i, Mai celo, ;Respo itsabilidacl po r ace ioi tes o resf›oi i sabi ltclcicl por res ii tia -
clc›s .³ A la i'cz, ii n a rc)ii inn ii ic ii loc ióit ble lvi pu n ihiltclacl ‹le la te n la l iv a, en “Cuadei nos de Doc—
trina y Jurispiaidenc ra Penal”, t. 1 \ 2, Ed. Ad—Hoc, Buenos Aires, 1996, p. 72.
48ñ 5 xcixrr+i aclara que esto no im¡iorta renunciar a la noción de bien juríd ico: “Esto
no significa, coirro se lvi enticlütlü ü mentido, Que el valor a tutelar sea cl c u mpliniie nto cl el ele-

Teoría del delito 249


El subjetivis mo se i esume en la máxima que dice: “Era las malas ac-
ciones decide la ›²oluntad, no el resultado”.

1. b. Mi posición. La relevancia del resultado


Me parece adecuado otorgar al resrtltado o a la lesión efectiva del
bien jurídico el efecto de ag•i ar ai nos matt vamente el disvalor del suceso
delictix o. Fundamento esta posición en las siguientes consideraciones.
a) Razones v iricul:tdas a la esencia del garantismo penal justifican el
osiab1ecimiento de una escala penal diferencial para la tentatix a. Como x a
hemos v isto (et ipm VII. l ), el sistema cte garantías debe operar como itn
contrapeso a los riesgos inherentes a la existencia de un Estado v de un
sistema penal. Di jimos que las garantías pueden ser justificadas no sólo
partiendo de una petición de principio, sino también como resultado de
un balance de utilidad: los costes a los derechos indix'idua1es son menores
cuando rigen ciertas garantías v niavores cuando éstas no existen.
La configuración del sistema penal debe llex'arso a cabo considerando
siempre el balance de utilidad, y' teniendo como finalidad esencial evitar
esti+icturas que generen costes mayores a los derechos individuales que los
males que aspira evitar o frente a los cuales pretende reaccionar.
Por ello, cuando se diagrama el programa de criminalización prima-
ria no se puede dejar de considerar el efecto criminalizante i’eal que este
tendrá. Si bien, conto va vimos, el derecho penal es un límite al poder, no
es menos cierto c¡ue los tipos penales irraclian poder punitivo porque ha-
bilitan numerosas potestades coercitivas a las agencias del sistema penal.
Muchas veces no se tiene real conciencia de las derivaciones pr:1cticas qrte
la sanción de una not ma penal puede tener en la vida y libertades de los
ciudadanos, sobre todo cuando se trata de normas que se inmiscuyen en
ter i enos caros a la libertad o a la intimidad, o en ámbitos de la sub|etivi-
‹tad cuvo alcance, a pai4ii- de la tarea de reconstrucción histórica, es a ve-
ces inaccesible desde el punto de v'ista científico. Y no se puede negar que
la acreditación de ciertos delitos es de mayor complejidad que la de otros.
Sobre tocl o ctmritlo se trata tte figuras que se apovan en descripciones tí-
picas em incrit eiriente subjetivas, como ociirt e con el tipo resultante de la
extensión típica de la tentatis a.
La iiiaY'or dificultad para acredi tai ciertos delitos clebc justi ficar el es-
tablcciiriiento de na a3 ores contra pesos garantistas. La objecic›n de que ello

Tercera parte
importa asumir un pr esupuesto de dudosa v'a1idez (la lcgiti rotación de com-
deta as fi ente a esa d i licultad) no sirve para inc alid‹ir un arg=u miento con
connotac iones restrictivas de la punibilidad, va que, corno lremos v isto
oportun‹inacnte, no es v'úlido utilizar las gar antías como argumento en
conti a de su titular. Al momento de elegir la existencia de un Estado v etc
un sistema penal concretos, la asunción de ciertos riesgc›s es inei itable, a
que toda or-ganización coercitiv’a los presupone necesariamenteª×ª .
Lo que pretendo destacar es que existen delitos m:1s difíciles de pr o-
bai que otros y los primeros constituyen un riesgo mayor a la media, den-
tro del i iesgo inherente a la existencia del propio sistema penal. Cuando
ese riesso supei a los líriiites racionalmente tolei ables la restricción qtte
generan a la libertad es inconstitucional; en general ello x a dc la mano con
la violación de alguna otra garantía sustantiva o pr ocesal, por ejeiiiplo, es
probable que la di ficultad de act editar un delito eminentemente subjetivi-
zado vaya de la mano de la violación del principio del hecho o de lesivi-
dad, o que genere e 1u x'ez. una violación del principio consti t tt ciorial in ut -
bío yi o ico. Per o no todos los riesgos de este tipo son intolerables desde la
óptica de las garantí:is y es posible reconocer’ la existencia de grados den-
tro de los límites tolerables.
flcntro de ese abanico de lo tolerable no nae cabe duda alguna de que
la prueba del delito consumado es más sencilla quo la del delito tentado y
que, consecuenteiiicnte, el riesgo matemático de error judicial es menor
i especto de las consttiaa aciones que respecto de las tentativasª×².
Este dato torna razonable aminorar la reacción punitiva i especto de la
tentativa y de este modo contrapesar el mayor riesgo generado por la propia
estimctui a típica. Me parece que éste es un muy buen ar¡gumcnto pai:i justi-
ficar una escala menor pai a la tentativa en relación al dclito consumailo.
Es que, como se dijo al comienzo, al na onaento de diseñar la estructu-
ra del sistema penal debe coiasiclerarse el ba1‹ince de utilidad de modo tal
de asumir los menor es riesgos a la libertad de las personas. En ese diseño
el establecimiento de una escala penal menor pai a la tentativa contribuye
a un resultado final mejor, porque disminuye el coste de un posible error
judicial en un :1nabito (la act editación del delito tentado) en el que el ye-
rro es más probable.
Como se dijo, esta i educción de costes es admisible como es I rutepi s
sólo si el i icsgo del et i or se sit tia denti o de los mfargeiies t‹olerables, per o si

Teoria del delito


por alguna razón se arriba a la conclusión de que la punibilidad de la ten-
tatix a supera dichos na ársenes, directamente sería ilegítima su punición.
6) Ci eo que habría que reconsiderar la premisa de que en la tentati-
va acabada el disvalor de acción es el mismo que en el del ito consumado.
Dado que el disx'a1or de resultado es diferente en ambos casos (y lo es por-
que en un caso se produce una lesión efectiva al bien jurídico y en el otro
no), debería indagarse por qué razón esa diferencia no se refleja en el do-
lo hasta el iúltimo momento del iter criniinis en que existe dominabilidad,
esto es, hasta el momento exacto de la transformación del suceso en una
tentativa acabada, que es cuando el autor se desprende definitivamente
del curso causal. ¿Por qué razón la deficiencia objetiva no es a la vez una
deficiencia de programación subjetiv'a? Ésta es la pregunta que debe res-
ponder con éxito el subjetivismo si pretende sostener su teoría, porque si
el defecto objetix o es a la vez un defecto de planificación (un defecto del
dolo y de la dominabilidad del suceso), es evidente que en la tentativa aca-
bada nos encontramos también frente a un disvalor de acción diferente.
A mi juicio existe esa diferencia, ya que mientTílS DTI €?1 delito consu-
mado la programación de la causalidad hacia el resultado (dolo) fue la co-
rrecta, en el delito tentado esa programación fue incorrecta y el defecto
resultante fue el causante de la frustración del plan del autor. Esto genera
cuestionamientos al subjetivismo: ¿por qué el dolo deficiente de la tenta-
tiva acabada es desvalorado en el mismo grado que el dolo “no deficiente”
del delito consumado?; ¿por qué razón esa deficiencia del dolo no alcan-
za para disminuir el disvalor de acción?
Lo que el subjetivis mo denomina fruto del azar no es ello en realidad
sino tan sólo una incorrecta planificación del curso causal. Si la víctima
se agacha justo un instante después del disparo no hubo azar sino una in-
correcta consideración de las acciones futuras de la víctima. Si el autor
hubiese considerado las acciones futuras (que la víctima se movería hacia
determinado lugar) el disparo hubiese impactado en ella. La diferencia
con el delito consumado es manifiesta: en este caso el autor planificó co-
rrectamente los movimientos futuros de la víctima (si esa se quedó quie-
ta, predijo acertadamente esa circunstancia futura, como también lo ha-
bría hecho si hubiese disparado hacia un costado anticipando un futuro
movimiento —finalmente ocurrido— hacia ese lugar).
Estas consideraciones podríaTl SAT respondidas por el su bjetivismo,
mediante los siguientes argumentos: a) la posibilidad de programar acon-
tec iiriientos posteriores al momento del desprendimiento del curso causal
es solamente la posibilidad de contar con el azar y adivinar cómo se desa-
rrollará. Esa posibilidad de adivinar el azar no sería relevante a los efec-
tos de modificar el disvalor de la túnica parte de la planificaci En que es do-
minahle por el sujeto; 6) existen planificaciones burdas que desembocan
en el resultado a pesar de la poca posibilidad de fixito y otras planificacio-
nes más complejas que no logran el resultado a pesar de su sofisticación
v precisi ón; no podría calificarse como iiienos disvaliosa la planificación
mús sofisticada que no anticipa un hecho improbable o difícil de predecir,
frente a la p1anificacic›n más burda que triunfa a pesar de sus deficiencias.

252 Tercera parte


Estas objeciones parten de la premisa de que existe un Único disvalor
de acción relevante, que estaría dado por la decisión (basada en el cono-
cimiento propio del dolo de la tentativa acabada) de abandonar definiti-
vamente el curso causal hacia el resultado: esa subjetividad, que es idén-
tica en los casos de tentativa acabada y de consumaciÓn, sería la unica
relevante para comparar el contenido disvalioso de la acción.
Me parece que esto es un error. Es cierto que existe una medida de
disvalor de acción uniforme que fundamenta de por sí la aplicación de la
escala de la tentativa. Ese grado de disvalor (que en una reducción extre-
ma está dado por esa decisión de desprenderse del curso causal) debe es-
tar presente tanto en el hecho burdo como en el sofisticado y poco impor-
ta lo burdo de un Íiecho en la medida de que haya alcanzado ese grado de
disvalor de acción. Si no lo hubiese alcanzado no podría ser punible por-
que su conducta estaría fuera del ámbito de prohibición de la nornaa (fue-
ra del radio del alcance del tipo subjetivo) de la tentativa acabada.
Ahora bien, esa medida de disvalor no es lineal en relación a la pre-
dicción de los sucesos supuestamente vinculados al azar. La predicción
del hecho “azaroso” no aumenta ese grado de disvalor fundante de la tipi-
cidad de la tentativa, sino que representa otro subtipo de disvalor qtte in-
tegra el disvalor de acción pero sin vincularse al disvalor fundante. En
otras palabras, el disvalor de acción se forma por compartimentos estan-
cos de los que hemos identificado al menos dos: uno de ellos justifica la
tipicidad tentada (el disvalor fundante); el otro la tipicidad consumada (el
disvalor pi-edictiv o de la causalidad i-eal). En la medida eii que no sean
considerados como lineales (sino como independientes) no se puede afir-
mar que el hecho sofisticado es de por sí más disvalioso que el burdo, ya
que ambos han llegado al límite del disvalor fundante, y el disvalor adicio-
nal (que fundamentarú la tipicidad consumada) dependerá de un ingre-
diente acumulativo (diferente al disvalor ya completado) que se vincula a
la program ación de los hechos supuestamente azarosos.
Visto de este modo, no se puede sostener que es menos grave el hecho
burdo que consuma que el sofisticado que no consuma, porque esa afir-
maciónde¡iende exclusivamente de la consideración del d‹sva/si /H1f di2I?—
te, respecto del cual el exceso por encima de la línea de justificación es
irrelevante para la tipicidad, aunque podría justificar un aumento de la
pena dentro de la escala. Pero, desde la óptica de los subtipos de disvalo-
res que conforman el disvalor de acción, es más disvalioso el hecho bur-
do que alcanza los dos límites justificantes: el límite legitimante de la im-
putación por tentativa y el límite legitimante de la tipicidad consumada.
Cabe preguntarse si en el caso de tentativa acabada el aumento de la
pena dentro de la escala (por la gravedad del disvalor fundante) habilita lle-
gar hasta una sanción superior al mínimo del delito consumado con disva-
lor de acción completo pero con un hecho burdo. Ello es perfectamente po-
sible en la medida en que el contenido de la ofensix idad y culpabilidad lo
habilite y en ello rio existe ninguna inconsistencia, ya que por algo am bas
situaciones (consumación o tentativa) prevén en general un mínimo y un
máximo que tienen una zona de superposición bastante amplia.

Teoría del delito 253


c) La norma antepuesta al tipo del delito consumado puede tenei un
efecto motivador de tentatix as. Como ensegrtida se ver:1, la equ iparacióia
de las escalas penales puede pronaoi’er consumaciones que de oti o modo
quedarían en meros conatos. Veamos.
Usualmente los ejemplos utilizados para justificar la equiparación de
la pena del delito tentado con la del consumado, suelen ser de hechos sim-
ples, relacionados con tipos poco complejos como el del homicidio, v en
los que el sujeto actíia con dolo directo.
Cuando incursionamos en el análisis de casos diferentes, los sólidos
arguiaaentos del subjetivismo comienzan a desdibujarse. Veremos que ello
ocuri e con los casos de tentativa con dolo eventual o indirecto.
En esos casos, existen motix'os de política criminal, vinculados al
efecto preventivo general de la norma, que justifican la aplicación de una
pena menor para la tentativa.
Supongamos el siguiente caso: fi pretende hacer explotar un monu-
mento público de gran valor y para ello coloca un explosivo de alto poder
junto al blanco, con un dispositivo de control remoto para accionarlo. Lo
hace a sabiendas de que la explosión, adem:1s de causar el resultado busca-
do (destruir el monumento) podría causar la muerte del x'endedoi de dia-
rios B que tiene su parada a 15 metros del lugar de la explosión, va que el
alcance del explosivo (que fue ajustado por A en friiición del poder de fuego
necesario para destruir su objetivo) oscila entre los 12 y los 16 metros. A pe-
sar de que la desaparición de B permitiría eliminar un testigo del hecho (ya
que éste había visto al autor rondar por el lugar), A prefiere que B no mue-
ra para no tener una complicación adicional. Si la bomba explota y El mue-
re no cabe duda que respecto de la muerte de B, existió al menos dolo en en-
tual que, adem:is, es indii ecto. Consiguientemente, cte no producirse la
muerte deberíamos concluir que habría una tentativ a de homicidio.
Parecería que existe una razón de política criiaainal para punir con
una escala menor a la tentativa: si la escala de la tentatix a y la del delito
consumado fueran las mismas, A (que de todos modos incurriría en la pe-
na del homicidio) estaría decididamente motivado por el derecho a am-
pliar el poder de fuego del explosiv o para que B ra tir’iese y desapareciese
un testigo. Esa motivación es evidente, ya que el hecho de la muei te de B
no alteraría la escala si éstas estuvieren equiparadas.
Este ejemplo permite demostrar que el establecimiento de un disx alor
jurídico diferente en la tentativa iespecto de la consumación, pctede tener
un efecto motivador claro. Situaciones como estas son muy comunes. Ocu-
rren prácticamente siempre que se producen tiroteos en el marco de fugas,
asaltos o enfrentamientos en los que el intercambio de fuego es, en el plan
de los autores, un medio para un fin ulterior. Cuando un asaltante se tiro-
tea con la policía para evitar que lo apresen y huir, actfia con dolo eventual
de que alguien resulte abatido, a pesar de que probablemente no quiere
que nadie muera para evitar mayores complicaciones. en esos casos, la
equiparación de la pena cte la tentativa y de la consumación genera el mis-
mo efecto preventiv'o general: fomentar consumaciones y disparos más cer-

254 Tercera parte


teros para asegttrar los fines ulteriores, frente al ya agotado (mediante el
acto de tentativa acabada) disvalor de acción de la figura del homicidio.
d) con el mismo rigor científico (o, mejor dicho, con la misma falta
de rigor) con el que se ju stifíca la pena a partir de las teorías de la preven-
ción general, se puede sostener que la mayor pena para el delito consuma-
do senera un efecto preventivo general inconsciente en la mente del autor,
que lo motiva al fracaso de sti plan delictivo. En lugar de atribuir los fra-
casos al azar, ¿por Qué no atribuirlos al triunfo de la norma antepuesta al
tipo del delito consumado?
El conocimiento vulgar del derecho permite que, en general, qitien
comienza la ejeciición de un delito sepa que si fracasa en su empresa cri-
minal le corresponderá una pena menor que si triunfa. Es un conocimien-
to similar al que se asigna efecto motivador de la norma que exime de pe-
na en casos de desistimiento.
El pl:inteo que toronto es que es posible que esos conocimientos vul-
gar es sobre la menor reacción punitiva asociada a la tentatix a operen in-
conscientemente, perturbando la tarea de planificación delictiva y funcio-
nando cona o elemento frustrante de la consumaciÓn.
Me animo a sostener que su efecto es más evidente que el efecto mo—
tivante de la exención del desistimiento, ya que la reducción de la pena de
la tentativa es muchísimo más conocida que el perdón a quien desiste.
e) También relacionado con las motivaciones, es evidente que la equi-
paración de las escalas fomenta la reiteración del primei intento fallido.
Supongamos que fi dispara sobre B y falla. Supongamos también que lue-
go de ese disparo ya fue “descubierto” de un modo tal que cualquier de-
sistina iento4b8 ería considerado no voluntario. Y supongamos que aún
tiene la posibilidad de volver a clisparar con éxito. Es indiscutible que en
esc caso la equiparación de las escalas promueve la i eiteración del inten-
to hasta alcanzar el resultado, ya que de todos modos el disvalor de la nor-
ma estaría ya agotado.
Me parece qtte los motivos expuestos justifican atenuar la escala pe-
nal de la tentativa cu alquiera sea su gTíldo de avance en el í/cr cri ni iit is.

2. Tentativa
2. a. Concepto y fundamento constitucional
Hav tentativa cuando el autor comienza la cjecuciÓn de una conduc-
ta tíFiº• r•ro, por sii propi:i volunt itd 4 9 () por ci rcunsta ncias ajenas a ella,
no consuma el delito pta neado.
Sobre la fundamentación de la punibi1id‹id de la tentativa existen di-
v'ersas posiciones doctrinarias. Como siempre, existe una teoría objetiva,

4 58 bviairrente, sÓ1‹› liabi ía desist int iento si se considei a que éste i esfrita Jirriccclen te
en la ientati\’a acabaría \ timsti a‹1 a .

Teoría del delito —


otra subjetiva y otras mixtas. La teoría objetiva fundamenta el castigo en
el peligro corrido por el bien jurídico y es criticada porque aparentemen-
te no serviría para fundamentar la punibilidad de la tentativa inidónea en
la que el bien jurídico no corre peligro alguno. La teoría subjetiva legiti-
ma la pena en virtud de la existencia de una voluntad hostil al derecho,
admitiendo la punibilidad de la tentativa inidónea. También se ha inten-
tado fundamentar la pena en la peligrosidad expresada por el delincuen-
te, lo que es propio del derecho penal de autor. Otra corriente de opinión
esgrime la denominada teoría de la impresión, que pone énfasis en el efec-
to que esa voluntad contraria al derecho tiene en la comunidad, afectan-
do el sentimiento de seguridad jurídica.
Desde el punto de vista ético-político la tentativa trae nuevamente a
colación los dilemas de la justificación del Estado y de la pena: debemos
explicar por qué razón un individuo en estado de naturaleza podría reac-
cionar punitivamente contra quien intentó lesionar sus bienes, ya que só-
lo a partir de allí podríamos habilitar una reacción similar por parte del
Estado.
En primer lugar, parecería claro que las razones éticas que impiden al
Estado cercenar la reacción de la víctinaa permanecen intactas; la ausen—
cia de producción del daño no parece modificar la estructura básica de los
razonamientos ético-políticos ensayados al respecto, ni inclinar la balan-
za en contra de la víctima que pretende una reacción punitiva.
Sólo se vería afectado el análisis vinculado a las respuestas civiles al-
ternativas en un eventual Estado abolicionista. Ello es así porque en los
casos de tentativa es posible que la víctima del primer golpe no haya su-
frido ningún daño material por lo que de causar un daño al agresor, exis-
tiría una acreencia en su contra no compensada. En este caso, a primera
vista parecerfa que el principio de no imposición de penas podría ser teó-
ricamente mantenido mediante la justicia civil, ya que la víctima de este
tipo de tentativas tendría siempre algo que perder. Sin embargo, esta si-
tuación sería similar al caso de aplicación de un plus sancionatorio adi-
cional a la conducta vengativa, como modo de tutelar el Estado abolicio-
nista, que como vimos sería éticamente inválido (sti¡›ra III. 7. a). Por esas
mismas razones debería ser rechazado.
En segiinclo ltigar, aparece aquí con claridad la faceta preventiva de la
pena: ¿por qué reaccionaría la víctima de la agresión frustrada?; creo que
la hipotética víctimil TeSpondería: “Porque estuve en peligro a causa de la
agresiÓn y estoy en peligro a causa de que hay alguien que quiso lesionar
mis derechos y debo suponer que intentará hacerlo de nuevo; por ello de-
bo neutralizarlo”; y también podría responder: “Además, si no reacciono
los demás creerán que pueden agredirme gratuitamente y estaré ante un
peligro mayor: el que proviene de mi agresor inicial y el de los potencia-
les agresores”.
Las motivaciones preventivas de la víctima no parecen irracionales
desde ningún punto de vista. Es legítimo su temor ante un eventual nue-
vo ataque del mismo sujeto, con independencia de la validez empírica de
su predicción y de la ci-ítica ética que puede efectuársele por presuponer

256 Tercera parte


“perversidad” en sii agresor o por tratarlo como un ente determinado al
delito o por usarlo como un medio paTa fines tttilitarios. Ninguna de estas
objeciones deslegitima, desde el punto de vista ético-político, la preten—
sión reactiva de la víctima que sólo se limitará a hilCéF lo mismo Que le hi-
cieron a ella sin que nadie haya podido evitarlo490
Desde el punto de vista constitucional, la tentativa exige una funda-
mentación similar, que se vincula esencialmente con el principio de ofen-
sividad.
En efecto, dado que la lesividad es un presupuesto de la tipicidad 49l
el instituto de la tentativa es constitucionalmente válido sólo cuando la
conducta ejecutiva afecta un bien jurídico. Claro está que existen distin-
tas formas de a(ec/ccíÓii . La más clara es la lesión, que está dada por la
efectiva interrupción (transitoria o permanente) del goce del derecho sub-
jetivo. Otra modalidad US la Que denominará c/cc/acíÓn sín¡u /e que se pro-
duce cuando una conducta dirigida a interrumpir el goce del derecho sim-
plemente pone en peligro su continuidad.
El art. 19 de la Constitución argentina se refiere expresamente a este
tipo de afectación simple al circunscribir la inmunidad constitucional a
las acciones que dc níngiln modo ofendan el orden o perjudiquen el bien
jurídico. Es razonable considerar que la puesta en peligro mediante una
conducta dirigida a causar la lesión del bien es un iitodo de perjudicarlo y
de ofender el orden que, como vimos, está dado por la seguridad del goce
de los derechos de los ciudadanos. Esa seguridad del goce del dei echo se
ve ofendida por la conducta ejecutiva y de ese modo el derecho subjetivo
se ve perjudicado.
Los ciudadanos tienen derecho de que no se intente lesionar sus de-
rechos. A tal punto que pueden exigir al Estado que interrumpa cursos le-
sivos e incluso pueden ejercer por sí mismos actos de x-iolencia para evi-
tarlos cuando el Estado no puede llegar a tiempo. Del mismo modo,
pueden exigir una reacción estatal punitiva frente a una afectación que no
constituye lesión sino una mera amenaza.
Un fundamento de base objetiva no conduce a la impunidad de la ten-
tativa inidonea, como se suele pensar. La conducta que amenaza el dere-
cho de otro genera la afect:ición de ese derecho, aunque el peligro sea de
una intensidad menor. Y también afecta el sentimiento de seguridad del
afectado, disminuyendo el pleno ejercicio de su derecho subjetivo.

490 Lo mismo que le hicieron” significa que no tendrú derecho a causar el mismo da—
ño pretendido porque éste no ocurrió. Esta es una complicación en el estado de natui aleza
po rqiie allí los medios dc reacciÓn son más tinifoiaiies v menos gi aditables. Sin embargo, ese
no es un pt oblema para el Es tacto que puede (y debe por impcmo del principio de razonabili—
dad) graduar la reaccion para qtie guarde relación con la acción que la motiv'a.
491 Tal vez la acepcirin les i vídnJ no sea la más feliz pero la he utilizado por su sentido
y’ significación en el mundo juríclico. El término debe ser entendido coreo a[ectació ii v ésta,
como se verá ensc gu ida, puede ¡Producirse de diversas maneras.

Teoría del delito 257


Se poclría objetar que el peligro al bien jurídico es insignificante y que
en todo caso se estaría afectando un bien diferente que sería el sentimien-
to de seguridad indiv’idu al. Pero lo cierto es que ese sentimiento de inse-
guridad disminuye el pleno goce del bien jurídico y constituye una forma
de afectación. Y si ésta es realmente insignificante, los principios genera-
les permitirán, en el caso concreto, negar la tipicidad de la conducta. De
hecho, el CP argentino admite una solución aceptable, al prever la posibi-
lidad de disminuir la pena al mínimo legal o eximir de ella al autor.

2. b. Comienzo de la tentativa
La determinación del comienzo de la tentativa se x'incu1a a la x'igen-
cia de diversas garantías sustantivas tales como la de la legalidad, tipici-
dad y lesividad.
Respecto de esta iúltima, en general no se presentan mayores proble-
mas, ya que 1s tentativa constituye un adelantamiento de la tipicidad a
una situación anterior a la lesión o puesta en peligro inminente del bien
jurídico, pero que constituye en sí misma una amenaza concreta que ge-
nera un peligro objetivo. De todos modos, para definir el comienzo de la
tentativa hay que tener siempre presente que nunca puede adelantarse la
tipicidad a una situación en la que directamente no existe american algu-
na hacia el bien jurídico.
Corresponde en cambio prestar mayor atención a la vigencia del prin-
cipio de legalidad y a la garantía de la tipicidad que se podrían ver afecta-
dos por la utilizaci ón de criterios teóricos extensivos del alcance preciso
del tipo penal.
Es necesario diferenciar con precisión en el iter crimin is el límite en-
tre los actos preparatorios y el comienzo de ejecución, ya que ese es el lí-
mite entre lo prohibido y lo permitido y, por ello, atañe directamente a los
principios citados.
La teorín subjetiva niega la posibilidad de distinguir entre actos pre-
par:itorios y de ejecución, porQue considera que la exteriorización de la
voluntad criminal constituye de por sí el dolo que justifica la ti Jiicidad. Es-
ta teoría choca abiertamente con la mayoría de los códigos racionales v
fundamentalmente con el principio de lesividad, ya que extiende la inje-
rencia estatal a situaciones en las que la amenaza a un bien jurídico no
puede afirmarse. Una variante de esta posición subjetiva (también negati-
va de la posibilidad de diferenciación) considera que los actos que exterio-
rizan la decisión de cometer el delito denotan la peligrosidad del atitor, y
fundamentan en ello su consideraciÓn como actos de tentativa. En este ca-
so, y en cuanto se fundamenta la intervención estatal en las característi-
cas del srtjeto, se cae en u n derecho penal de autor que lesiona el princi-
pio constitucional de la acción.
Frente a estos criterios existen otros que son objetivos. La /eorta (or-
hal wb/c/íra sostiene que los actos de ejecución empiezan cuando el autor
comienza a realizar una parte de la conducta descripta en el núcleo del ti-
po; entonces la .su.st POCCii5n cleberín enipe7nr sólo al estirnrse el hra7o, el clar

258 Tercera parte


II? LfCl II i2/ gl é5 íoila r cl g / 492 etc.; se dice que esta teoría es respetuosa
del principio de legal idad pero qtie es insuficiente porque deja impunes
actos que ponen en peligro al bien jurídiCo v que, pOT Ello, deberían ser
punibles 493, Así aparece la /coñc material objeliv‹i que incluve como actos
de ejecución “acciones que en virtud de su vinculación necesaria con la
acción típica aparecen para una concepción natural como partes inte-
grantes de e11a” 494 o que “producen una inmediata puesta en peligro de
bienes jurídicos”4 °
Otro criterio, bastante cTiticado, sostiene que hay tentativa cuando el
acto se dirige inequíx'ocamente a la consumación v, en cambio, acto pre-
paratorio cuando se trata de una conducta equivoca. ZAFFAROxI otorg£l £1
este criterio rango procesal pero le niega aptitud sustantiva como criterio
delimitador; adem:is, destaca que la inequivocidad a veces depende de
componentes subjetivo 496 . WELzEL parece referirse a este criterio al cri-
ticar la teoría subjetiva 497 y me parece que la confusión con ésta es lo que
lleva a otorgarle ttn car ácter procesal: la inequivocidad del hecho objetivo
probado funcionaría como prueba de la intención del autor 49b Sin em-
bargo, creo que las críticas a esta teoría no son tan fundadas y que puede

‘ En realidad, ése no es un probleiria pai-a esa teoría que justamente parece preten-
der eso: que quemen iiiipunes los actos J›eligrosos que no coiaiienzan a realizar la conducta tí-
pica. Si esta fuera una consecuencia necesaria del pr inciJiio de legalidacl , ninguna ”insuficien-
cia” podría \'a1ei como argu mento para abandonar la teoría, ya que ninguna pretensión
pu n ítiva puede ir contra una garantía constitucional. Veremos luego si no queda otra opción
niús que i eceptar esta teoría o si existen oti as posibles que pi‘eseivw también la 1egnli‹Iad.
494 rL, Derecho pe nal alemán, idem, con cita a FsxNx.
493 ¡ue ›i
496 ZzrriROÜi, AizciA v SLOK R, Derecho penal. Pa rte general, ci i., p. 97 1.
497 pp zrL, Derecho per tal alemán, cit. , p 265: “Segün la teoi ía subjeti\ a (. .) la tentati
v a empieza (. ,) cuando la acción i esulta incqu ívocanªente el objetivo inequív'ocaiiiente pr o
puesto”.
498 No es más que la cla.sica presii nci6 n de dolo ante ciertos elementos objetiv'os que lo
denotan. Así, Jior ejem¡i lo, si alguien dis¡iara contra la cabeza de otro desde cinco centímetros
de distancia es i azonable presu poner la existencia ble dolo, ya que lo usual es que gr i ien llev’a
a cabo esa conducta sabe que con ello causa la muei te con total segu ridad. Esta supuesta na—
turaleza ¡Procesal de la ineqii ivociclad sería exactamente lo turismo: lo objeti\'o (en el caso el
com ie n zo dC Ejecuci‹5n) h:•²"• F"••Ut1Iii lo subjetivo (la finalidad de comenzai la ejecuc ii5n del
delito). Per o ello nada dice i especto cte la inv'a1idez de este ci-iterio p›ara es tablecer la clifei en-
c a cn:re el comienzo de ejecuci‹Jn › el aclo prepa atoi io, asi como la ”presuncidn de dolo"
que se dcri\ a del sentido incqu ívoco de ciertos actos (el disparar a otro descle 5 cent ímetros)
nada clice respecto de la objeti\ a pertenencia de esa conducta al i a‹1ío de alcance del tipo. Me
parece en idente que se ti ata ‹le c tiesti‹i ries totalmente difei entes \ que cl hecho de que esta

nada su util idacÍ coimr› criteiñ‹i olijctivo de demarcación del :r1cance del tipo; en el caso pai a
establecer el alcance che la exteris ión de la tipicidad derivada de la fórmula de la tentativa.

Teoría del delito 259


servir para establecer un critei-io de diferenciación objetix'o del comienzo
de ejecución.
En efecto, desde el punto de vista objetivo se puede evaluar si deter-
minado comportamiento consti tuye un acto unívoco o equivoco de ejecu-
ción de determinado delito. Por ejemplo, la acción de apuntar el arma y
oprimir el gatillo es un acto objetix'aniente unívoco de disparar contra una
persona; y constituirá tentativ-a de homicidio o lesiones o abuso de armas
segiln la finalidad del autor; y ello con independencia de la voluntad del
autor de que el acto integre o no la parte de la acción descripta formal-
mente en el tipo. Por el contrario, el desenfundar el arma con la finalidad
de dispararla contra la víctima treinta segundos después es un acto equi-
voco aunque segfin el plan del autor forme parte de la ejecución del homi-
cidio, por ejemplo porque tenga como regla de acción que el arma se de-
senfunda sólo para ser usada y nunca por otro motivo. La inequivocidad
y equivocidad pueden ser evaluadas por un observador imparcial y luego
contrastadas con la finalidad del autor, pero ésta no puede transformar en
ejecutivo un acto que objetivamente no lo es ni quitar tal carácter al que
sí lo tiene.
En general, la doctrina se inclina por la denominada leerla indivi-
dual objeliva que es ttna variante de la teoría objetiva material y que se
fundamenta en la posición de WELZEL, Ségún la cual “la tentativa comien-
za con aquella actividad con la cual el autor, según su plan delictivo, se
pone en relación inmediata con la realización del tipo delictiv ”499 y “el
enjuiciamiento del principio de ejecución resulta sobre la base del plan
individual del autor (teoría objetivo individual), y no desde el punto de
vista de un observador hipotético que no conoce el plan delictivo (teoría
objetivo general). Ya que las vías para la realización del delito son de va-
riedad ilimitada, el principio de ejecución depende siempre del plan in-
dividual del autor” ª 0
No me parece adecuado establecer el comienzo de ejecución a partir
del plan del autor; ni siquiera como correctivo para juzgar si un acto par-
cial está integrado a la conducta descripta en el tipo. Creo que ello rompe
la correspondencia entre tipo objetivo y subjetivo y establece una situa-
ción en la que la subjetividad del autor crea la tipicidad de la conducta, le-
sionaiado de este modo los pr iiicipios de legalidad y tipicidad. Esto i equie-
re abordar previamente algunos aspectos vinculados a la teoría del error
y a la estructura bimem bre (objetiva y subjetivaJ del tipo.
Si el sujeto supone erróneamente que su acto es preparatorio, porque
segÚn su plan no cree haber realizado un acto parcial natural mente inte-
grado a la conducta descripta en el tipo, cuando en realidad sí estaba en
esa situación, estaremos en presencia de un claro error de tipo que impor-
tará la impunidad por tentativa, e incluso por el delito consumado si el re-

260 Tercera parte


sultado se adelanta (error en el curso causal). Por el contrario, si el sujeto
cree que el acto parcial que realiza se encuentra naturalmente vinculado
a la conducta descripta en el verbo típico, cuando en realidad no lo está,
sólo podría ser pasible de una imputación por tentativa inidÓnea.
Afirmar que el comienzo de ejecución exige la correspondencia entre
la finaliclad del autor y la vinculación objetiva del acto parcial con el x’C?T-
bo típico es una obviedad, ya que ello es lo que se requiere siempre para
que exista tipicidad, esto es, la correspondencia entre adecuación objetiva
y subjetiva de la conducta al tipo. Si lo que se quiere decir es que existen
diversos actos que se encuentran naturalmente vinculados al núcleo del ti-
p()D0l que por ello es relevante aquel que segun el plan del autor se en-
cuentra conectado a é1S02 no se agrega nada nuevo. Esto significa, otra
vez, que debe haber correspondencia entre la tipicidad objetiva v la sub-
jetiva. Lo que ello demuestra es que la adecuación típica del acto parcial
previo no depende de la finalidad del avitor sino de svi objetix a descripción
como tal. Como ocurre con todos los demús elementos del tipo objetivo.
Los diferentes códigos establecen las fÓrmulas más variadas; algunas
que permiten discriminar adecuadamente la faz objetiva y subjetix a de la
téntatix'a, otras Que las mezclan v otras que dejan margen para la interpre-
tación.
La fórmula del CP argentino (art. 42) es muy clara al respecto: “El que
con el fin de cometer un delito determinado comienza stt ejecución, pero
no lo consuma por circunstancias ajenas a su voluntad. . .”; vemos como se
separa claramente el aspecto subjetivo (el plan del autor) del comienzo de
ejecución que es un concepto eminentemente objetivo. El CP español (art.
16, inc. 1) dispone que “hay tentativa cuando el sujeto da principio a la
ejecución del delito directamente por hechos exteri ores, practicando to-
dos o parte de los :ictos que objetivamente deberían producir el resultado,
y sin embargo éste no se produce por causas independientes de la volun-
tad del autor”. A mi juicio, esta fórmula consagra con claridad el comien-
zo objetiv'o de ejecución, sin conectan o con el plan del autom El CP uru-
guayo (art. 5) dispone que “es punible el que empieza la ejecución de un
delito por actos externos y no realiza todos los que exige su consumación,
por causas independientes de su voluntad”; en este caso también se obser-
va una descripción objetiva del comienzo de ejecución que es perfecta-
mente separable del plan del autorª 03 El Código Penal de Yucatán (art.
19) dispone: “La tentativa será punible cuando se ejecuten hechos enca-
minados directa o inmediatamente a la realización de un delito si la eje-
cución se interrumpe o el resultado no se produce por causas ajenas a la

“. . . las vías para la realización del delito son de variedad ilí m itada” (WELzrr, ident ).

503 Aunque pai aclójicamente en este caso sería útil la teoría individual obietiva, ya que
justamente el Código Penal t itugitayo adopta expresamente la sistem:1tica causalista que remi-
te a la culpabilidad los componentes subjetivos que determinan una precisa adecu ación típica.

Teoria del delito 261


voluntíld d él £ttit r”; esta fórmula rio es compatible con la teori:+ formal
objetiva, ya que indiv'idiializa los hechos enCct minados hacia el delito co-
mo actos separados a él; y, aunque a primera vista parecería admitir la
teoría individual objetix a, creo que en realidad establece parámetros ob-
jetivos muy claros de distinción como que los hechos se encuentren enca-
minados directa o ‹imun/crr /tiene a la consumación (creo que la ‘o” debe
entenderse como disvunciÓn) v que además deban constituir actos de e/e-
edición. El Código Penal alemán rompe decididamente la estructura de la
tipicidad al asumir expresamente la teoría individual objetiva. El par:igra-
fo 22 dispone: “Intenta un hecho punible quien, según su representación
del hecho, comienza directamente la realización del tipo”.
Me parece que, en general, la nociÓn de comien zo de ejecución de un
delito no puede extenderse a actos anteriores a los descriptos formalmen-
te en el tipo penal (teoría formal objetiva), porque ello requeriría incurrir
en analogía. Comenzar la ejecución del delito no es situarse inmediata-
mente antes del acto de hacerlo, sino que es justamente hacerlo. Comen-
zar la ejecución de la descripción típica es hacer algo de lo que estú des-
cripto en el tipo y ello no se satisface con un acto parcial anterior al qtie
se incluye en dicha descripción.
Por eso, creo Que en los Códigos que se refiei en al comienzo de ejectt-
ciÓn del delito, no es posible adoptar otra teoría mús que la formal objeti-
va que se complementa con el criterio de la inequivocidad para establecer
si el acto forma o no parte de la descripción.
De las fórmulas citadas previamente me parece claro que el CP argen-
tino y el CP uruguayo consagran la teoría formal objetiva. El Código de
Yucatán admite un adelantamiento a acciones anteriores a la descripta en
el tipo al referirse a hechos eincar inados directa w ínmedía/c /ueii/e c la rca—
lízacíór‹/e cii clelito, lo que a mi juicio denota la inclusión de actos vincu-
lados naturalmente a la acción formalmente descripta en el tipo legal.
Tengo mis dudas respecto del Código español; la referencia a la realiza-
ciÓn de lodos o parte de los actos que objetivn mente debeñaii procliicir el i e-
siilta‹1o, podría ser interpretada como extensiva de la descripción formal,
porque los actos anteriores a los descriptos en el tipo son parcialmente ne-
cesarios para producir el resultado; contrariamente, podría entenderse
que estos actos parciales no pueden ser otros más que los incluidos en la
descripción formal del tipo legal.
Desde la teoría formal objetiva es cuestionable la existencia de tenta-
tiva en los delitos de pura actividad, porque en ellos la acción en sí misma
consuma el resultado y el conato sÓlo podría referirse a actos anteriores a
ella, esto es, a comportamientos no descriptos en el tipo. Por ejemplo, en
el delito de violación, caracterizado por el acceso canal, sólo puede llevar-
se a cabo la acciÓn típica de una vez y de forma completa; los actos ante-
riores al acceso no forman parte de la descripción típica y, consecuente-
mente, no constituyen comienzo de ejecución. Lo mismo pasaría con los
delitos de mera tenencia, en los que ningún acto anterior que no importe
tener puede verse atrapado en la descripción legal.
Esta solución para delitos como la violación, podría generar en algu-

262 Tercera parte


nos cierta preocupación y temor por la “laguna de punibilidad” que se _=e-
neraría. Imaginemos el caso del que, con intención de acceder carnalmen-
te a la víctima, la desnuda e inmoviliza por la fuerza v í1]3Toxima su m iem-
bro viril a milímetros del orificio de la vagina, siendo interrumpido por un
tercero. Según la teoría individual objetiva habría comienzo de ejecución;
también seg•ún el criterio de la inequivocidad. Sin embargo, el acceso car-
nal aún no ha comenzado, razón por la cual para la teoría formal objeti-
va no habría un acto ejecutivo de tentativa de violación sino sólo un acto
preparatorio 504
Salvo que se construyese un criterio diferencial del término comienzo
de ejecución según que se trate de delitos de resultado o de pura actividad,
sobre la base de la ausencia de diferenciación emergente de la fórmula con
la que se consagra la tentativa: se podría decir que no cabe distinguir allí
donde la ley no lo hace y, consecuentemente, afirmar que todos los delitos,
sean de resultado o pura actividad, admiten la tentativa; ello requeriría sos-
tener que en el caso de estos últimos el término contiene de e/mención de-
bei’ía abarcar también los actos previos a la conducta formalmente des-
cripta en el tipo (podrían ser aquellos que unívocamente se dirigen a su
realización). De todos modos, ello podría ser rayano en una interpretación
extensiva de la ley penal y, por ende, constitucionalmente inadmisible.

2. c. Progreso de la tentativa y desistimiento voluntario


2. c. a. Tentativa acabada e inacabada
Así como el inicio de la tentativa debe ser establecido de forma mera-
mente objetiva, su finalización debe ser juzgada desde idéntico paráme-
tr 505 xisten dos tipos de tentativa.
Hay /eu/a/ít›a acnbcid‹i cuando el autor hace todo lo necesario para la
cowsn mincícin, despi eitdíéudose definitiva mente del carso causal ap/o para
u/crina r el restiltaclo. Se trata de sucesos en donde el autor hizo todo lo
que cabía hacer para poner en marcha la causalidad que conduce a la con-
sumación. Ninguna otra conducta del autor es requerida para el resulta-
do que desde ento.nces depende tan sólo del azar. Por ejemplo, se dispara

504 En el CÓdigo Penal argentino (art. 119) no habría laguna de punibilidad Jior la es-
J›ccial es t rtict itra de los delitos contra la integridad sexual, en los que el acceso caí nal es una
agravante del abuso. En el ejemplo mencionado habría abuso )' su pena, aunque sensiblemen—
te menor a la resultante de ad ni itirse la tentativa del acceso carnal, no genera ninguna lagu —
na v'alorativamente iivacional que motive (en el espíritu de los temerosos de la impunidad) el
rechazo de la solución propuesta.
505 nque la doctrina dominante en la actualidad considera lo contrario conforme lo
señala con reparos SimrExv'ERTH (De reclio penal. Parte getiern/, t. l, cit. , i. 2 2 1): “la ten ría es—
tablece, dé forma casi iináni me, QUE II decisión sobre la terniinaciÓn de la te ntativ-a se debe
cte terminar en base a l concreto wles del hecho”, por lo que “resul tará imprescindible también
tomar en cuenta los momentos subjetivos”. Señala, con razón, que el lo conduce ”a escabro-
sas cuestiones en materia de erroi‘”.

Teoria del delito 263


contra la víctima; se arroja el misil contra una ciudad; se activa la bomba
de tiempo colocada en un avión a punto de despegar; se inyecta el veneno
letal en la víctima; etcétera.
Las tesis subjetivistas ven en la tentativa acabada el modelo perfecto
del ilícito en tanto la norma (entendida como motivadora de conductas)
es la misma que la que se antepone al delito consumado.
La tentativa inacabacla, por el contrario, existe cuando el aui tor co-
iníenz•a la ejecución dcJ delito pero ath no se ha desprencli‹lo del curso cum-
sal, porque no ha llevado a cabo todos los actos necesarios para producir el
resultado. de presenta en delitos que requieren una concatenación de múl-
tiples actos parciales sin los cuales el resultado no es posible. Por ejemplo,
se propina el primer golpe de la sucesión necesaria para matar a la vícti-
ma; se inyecta una dosis parcial del veneno mortal; se inicia el jrticio ba-
sado en una prueba falsa; etcétera.
De todos modos, si se adopta la teoría formal objetiva, la diferencia
entre ambos tipos de tentativa se acorta significativamente, precisamente
porque el comienzo de ejecución se acerca mucho a su culminación.

2. c. b. Desistimiento voluntario
Existe cuando, voluntariamente, el autor de tentativa abandona el
curso de acción incompleto (tentativa inacabada) o impide que el curso
causal desprendido que conduce al resultado (tentativa acabada) logre al-
canzarlo. Siempre subsiste la punibilidad por los delitos ya cometidos du-
rante la ejecuciÓn. En la tentativa inacabada basta con que el autor deje
de actuar, mientras que en la tentativa acabada se exige que impida la pro-
ducción del resultado.
El Código Penal español marca definidamente esta diferenciaª ª ,
aunque en los casos de pluralidad de intervinientes exime de pena a quie-
nes a pesar de no haber impedido el resultado intentaron sería, [irme y de-
cídídnmeu/e impedir la consumación 507 El CP argentino (art. 44) se refie-
re simplemente al que desistiere voluntariamente de la tentativa.
El desistimiento es voluntario cuando ha sido decidido libremente
por el autor, sin haber sido motivado por el accionar de las fuerzas estata-
les o de conductas frustrantes equivalentes. Por ejemplo, falta la volunta-
riedad no sólo cuando el policía descubre al ladrón sino también cu ando
un tercero lo hace de modo policial y no como mero objeto del delito.
La equiparación de voluntariedad con libertad no se compadece con
el sentido general de estos términos en la dogmática, pero es la única in-
terpretación que permite otorgarle un sentido sistemático razonable al de-
sistimiento. Si entendiese voluntariedad como la voluntad propia de toda
acción, el desistimiento se configuraría en todos los casos en que el autor

506 Art. 1 6, inc. 2.


507 Art. 16, inc. 3.

264 Tercera parte


lleva a cabo una conducta que impide la consumación, lo que ocurriría
prácticamente en todos los casos en los que se decide dejar de actuar.
El desistimiento no puede ser negado en la tentativa acabada ³08 p
que ello importaría una interpretación analógica o extensiva eri contra del
imputado en los códigos que no establecen esa limitación°º .

2. d. Tentativa inidónea
W tentativa es inidóneci cuando, en razón de un defecto míreme el mo-
tor, al medio utilizado o al objeto del hecho, la conducta tal cual [tie reali 7a—
do no podía consti mar el de/í/o planeado.
Con respecto a la subjetividad del autor puede ocurrir: a) que conoz-
ca la circunstancia frustrante pero suponga que el delito se consumará
igual (por ejemplo, cree que puede matar a otro suministrándole agua); o
6) que desconozca esa circunstancia (por ejemplo, cree que le suministra
veneno cuando está dándole agua). En realidad sólo este último supuesto
presenta un verdadero problema de inidoneidad, ya que en el primer ca-
so lo que a simple vista podría ser considerado como “dolo” en realidad
no es tal, porque se encuentra referenciado a un suceso objetivamente atí-
pico, razón por la cual todo el suceso (tanto en sti faz objetiva como sub-
jetiva) queda fuera de la descripción del tipo legal. No puede haber dolo
(y consecuentemente tampoco tentativa) sin finalidad tipific:ida. En cam-
bio, en el segundo caso, sólo queda fuera de la descripción típica una frac-
ción de la faceta objetiva del suceso (los actos no aptos para consumar),
mientras que el aspecto subjetivo se corresponde con una descripción ob-
jetivamente típica. Por ello podemos denominarlo dolo y, consecuente-
mente, afirmar la existencia de una tentativa.
A partir de esta aproximación general a la noción de tentativa inidó-
nea corresponde deslindar con precisión el límite con la tentativa idónea,
con los sucesos que directamente quedan fuera del alcance del tipo (a pe-
sar de la adecuación de la subjetividad del agente a la descripción del tl-
po subjetivo) y de los casos de delito putativo.
Como surge del concepto que se ensayó al comenzar, la inidoneidad
de la tentativa puedé provenir de un defecto concerniente al sujeto, al ob-
jeto o al medio empleado.

’ En contra, sa«cm«n, ¿Responsabilidad por acciones o responsabilidad fior resulta-


des.³, c'it., ps. 69-72. Sostiene que “el autor puede desistir sólo mientras gobierne en su mano
todos los riesgos de con sumación, es decir, mientras él tenga la capacidad segura de neutrali—
zación del riesgo (. . .) La tentativa acabada no admite desistimiento, sólo la tentatix'a inacaba-
da, comisiva u omisiva, puede ser desisti da, v, por cierto, mediante la mera revocaciÓn del do-
lo, es decir, en la tentativa por comisión, omitiendo seguir adelante, en la tentativa por
omisión, cumpliendo el mandato. Este desistimiento sólo puede ocurrir antes de que el autor
asuma la posi bilidad de no J›oder evitar más la consu mación” (p. 7 1).
509 Jn contra, en el Código Penal argentino, Saxci nrri, idem. Dice que en la tentativa
acabada rige el art. 42, CP argentino, porqtie el hecho no se consuma por ci i-cunstancias aje—
nas al autor y ya no es desistible.

Teoría del delito 265


El supuesto de inidoneidad del sujeto se pi esenta cuando éste no tie-
ne la aptitud necesaria para consumar el delito. La doctrina considera es-
ta situación como un caso de delito putativ 510
Recordemos que el delito putativo es el caso en que el autor cree eri Ó-
neamente que su conducta constituve un delito³ . Por ejemplo, los herma-
nos qtie mantienen relaciones sexuales creyendo erróneamente que el in-
cesto es un delito; el que mantiene relaciones sexuales con una mujer de 17
años creyendo que en razón de la edad existe el delito de estupro; el que,
en la Argentina, tiene hojas de coca para masticar (práctica conocida co-
mo “coQueo”) sin saber que la lev 23.737 permite expresamente esa prácti-
ca. El Código Penal uruguayo se refiere expresamente al delito putativo en
su art. 8: “No se castigará el hecho jurídicamente lícito, cometido bajo la
conx icción de ser delictix’o”, aunque en una clara manifestación del dere-
cho penal de autor, habilita la imposición de medidas de seguridad.
Ni siquiera el subjetiv ismo admite la punibilidad del delito putativo,
ya que “una teoría subjetix a del ilícito presupone siempre la objetividad
de la norma penal; sólo la infracción es subjetiva, no la norma infringi-
da” 5 2 ya que “la idea de Estado es consustancial a la capacidad de esta-
blecer el derecho” 513 ‘
Autor inidóneo es aquel que no reviste la especial calidad que hace
nacer el deber jurídico de hacer (norma imperativa) o de no hacer (norma
prohibitiva). Habría tentativa inidónea por inidoneidad en el sujeto cuan-
to el autor que no reviste el especial carácter exigido por la norma cree
erróneamente que sí lo reviste y, consecuentemente, supone la existencia
de un deber jurídico inexistente. Por ejemplo, el “meritorio” de un juzga-
do cobra una dádiva en la creencia de que por ser meritorio es funciDna-
rio público y creyendo, por ello, que comete el delito de cohecho. La rea-
lidad es que no es funcionario y que no lo alcanzaba la prohibición de
recibir dádivas, por lo que el caso se reduce a una falsa suposición de un
deber jurídico inexistente, que es la característica del delito putativo.
La asimilación, que en general lleva a cabo la doctrina, de este tipo de
tentativa con el delito putativo es correcta por la proximidad de las situa-
ciones y porque la solución a la que se arriba es valorativamente adecua-
da. Sin embargo, desde el punto de vista eminentemente técnico (concep-
tual ista), ciertos casos de inidoneidad del sujeto presentan claramente la
estructura de un error ble tipo al revés (tentativa) que recae sobre un ele-
mento normativo; ello ocurre en la siguiente x'ariaciÓn del ejemplo dado
previamente: un sujeto, creyendo que ya es funcionario público cobra una
dádiva; sin embargo no sabía que aún no eTa funcionar io púbÍico porque

266 Tercera parte


l‹i resolución que lo dosiynaba había sido fiririada minutos después del
momento en que había cobrado la dúdiva. En este ejemplo el autoi- tiene
claro criúles son los deberes jurídicos emergentes del tipo del cohecho, pe-
ro s erra (por una ignorancia de hecho) sobre un clerriento normativo del
tipo qrte le hace suponer indebidamente el quebrantamiento dc un deber
que en realidad no había sido violeiitado. La estructura de este error no es
simétrica con la del erroi- de prohibición y por ello cuesta denominarlo de-
lito putativ'o, s a qtie éste es justamente un error de prohibición al revésª ª.
El caso parece mús bien un error de tipo al rex'és, que es justamente la es-
truct ura dogna‹utica de la tentativa. ¿Por qué digo que no es un error de
prohibición al rex és?: porque el error de prohibición directo (en el ejem-
plo sólo pod ría ser directo porque no presenta la estructura de la suposi-
ción errónea ‹le la justificación) se caracteriza por la ignorancia de I a nor-
iria prohibitiva x siempre es un error de derecho. Consecuentemente, su
espejo (el delito putativo) debería presentar la estructui a inversa que es-
tarán dada jitstanaente por la suposición errónea de una norma prohibiti-
v'a (o del tipo penal que la denota) inexistente, y es claro que ése no es el
problema dogm:1tico que presenta el ejemplo. Otra posibilidad sería con-
siderarlo un error de subsunción (que a pesar de ser sistemáticamente un
et ror de tipo la doctrina mavoritaria lo resuelve con las reglas de prohibi-
ción), que se presenta criando el sujeto ignora la concurrencia de un ele-
mento normatix'o del tipo; el ejemplo dado parecería presentar la estruc-
tura espejo, va que justamente a partir del err or sobre un elemento
noriiaativo del tipo el sujeto supone un deber que no le alcanza. Sin em-
bargo, el error de subsunción es de derecho pero en el ejemplo bajo aná-
lisis se trata dc un error de hecho, por lo que tampoco se presentaría la es-
tructti ra simétrica respecto de este tipo de error. La única solución técnica
cohei ente parecería ser la del error de tipo al revés (tentativa) que a dife-
rencia del delito putativo (error de prohibición al revés) sí es punible. De
todos modos, y tal como lo dije al comienzo, creo que la proximidad valo-
r ativa con la situación del delito putativo hace que la asimilación doctri-
naria a esa categoría sea la solución preferible. Vemos como el coucept ua-
//.soio cede ante el principio axiológico de razonabilidad y sin quebrar la
cohCrencia, ya que Ía estYuctura resultante puede ser aplicada coherente-
mente en todos los casos sin necesidad de soluciones ad doc.
El supuesto dc inidoneiclad en el objeto es, en realidad, un caso de au-
sencia de tipo, porque en él directamente falta toda posibilidad de afecta-
ción de un bien jurídico. Es cl típico caso de quien quiere matar a otro sin
saber que x a está muerto. Si bien en la representación del autor su conduc-
ta se dirige a la realización de los elementos del tipo objetivo, esta realiza-
ción es total mente imposible porque falta el bien jurídico que la acción pre-
tende afectar. Se consiclera, con razón, que estos casos deben ser separados

Teoría del del ito 267


del concepto de la tentativa inidónea, porque en ésta (que es punible) sub-
siste un grado de afectación al bien jurídico mientras que en el caso de au-
sencia de tipo no la hay, precisamente, porque ese bien no existeª *ª.
Se puede afirmar que el único supuesto que presenta realmente una
situación de inidoneidad es cuando existe un defecto en el medio utiliza-
do para la comisión del delito. Por ejemplo, el caso de quien con dolo ho-
micida dispara a otro con un arma descompuesta que jamás podría haber
producido un disparo.
Para dirimir el problema de la idoneidad hay que tener en cuenta an-
te todo que el juicio de valor debe efectuarse ex ante, esto es, al momento
del comienzo de ejecución, ya que e.x post todas las tentativas son inidó-
neasª * ª; además, el análisis no puede llevarse a cabo a partir de la creencia
del autor, porque de lo contrario todas las tentativas serían idóneas, ya que
para que haya dolo el autor debe suponer que la consumación es posible.
A mi juicio, existen dos criterios básicos de distinción que podrían re-
sultar válidos. La fórmula más limitativa, y que en principio me parece co-
rrecta, consiste en acudir al juicio de valor de un observador imparcial (si-
tuado ce vale) con conocimiento de todas las circunstancias objetivas del
hecho. Si al momento del comienzo de ejecución se verifica que objetiva-
mente el delito no se podía consumar, la tentativa será inidónea.
En consecuencia, habría inidoneidad por ejemplo en los siguientes
casos: A quiere matar a B suministrándole veneno contra las ratas; concu-
rre a un laboratorio, compra un frasco de veneno y se lo suministra; sin
embargo, por un error insólito del laboratorio el frasco no contenía vene-
no sino agua, razÓn por la cual B no muere. Otro ejemplo: A quiere matar
a B, para ello concurre a su casa por la noche, patea fuertemente la puer-
ta de ingreso que se encontraba enfrentada a la cama de B y a oscuras dis-
para una salva de metralla; sin embargo, A se había levantado un minuto
antes y estaba en el baño, razón por la cual no fue alcanzado por las ba-
las. En ambos ejemplos, al momento del comienzo de ejecución, el obser-
vador imparcial diría que el delito no podía consumarse de ningún modo
con la acción planeada por el autor, porque ese observador puede conocer
en el primer caso que el frasco contiene agua y en el segundo que la vícti-
ma está en el baño y no en la cama.
Estas soluciones no están libres de objeciones; parecería que es un ac-
to apto para matar a otro el hecho de suministrarle la sustancia que está
dentro de un frasco de veneno comprado en un laboratorio o el ingresar
abruptamente por la noche a su morada disparándole una ráfaga de me-
tralla a la cama.

5 1 5 Jn contra, Wi:LzEL, Derecho pe nal aleman, c’it., p. 268; STICiTEN\VERTH, Derecho pe—
ral. Parte general, i. J , c i i., p. 2 13.
Porque el hecho tal cual ocurrir›, lógicamente, nunca¡›udo haber consumado el re—
sultado.

Tercera parte
La fÓrmula del observador imparcial puede ser modificada introdu-
ciendo una subjetividad abstracta para llevar a cabo el juicio de razonabili-
dad “de un hombre inteligente” al momento de la ejecución. Así, si aparece
razonable considerar que se logrará la consumación con los medios elegi-
dos por el autor (con independencia de la existencia de factores objetivos
que lo frustrarán de todos modos), la tentativa será idónea; en cambio, si a
pesar de la creencia del autor en la consumación, desde la óptica del obser-
vador imparcial no era razonable suponerla, la tentativa será inidónea.
Este criterio amplía la noción de idoneidad. Veamos lo que ocurre en
las siguientes variantes de los ejemplos anteriores: en el caso del veneno su-
pongamos que A cree que con un frasco puede alcanzar el resultado cuan-
do en realidad necesitaba dos; y en el caso de los disparos supongamos que
A cree que detrás de la puerta está la cama cuando en realidad está la co-
cina, por lo que sólo por casualidad podía haber encontrado allí a B a esa
hora de la noche. En ambos casos era razonable considerar que se podía
consumar el hecho pero parecería más adecuado considerar que el medio
escogido (entiéndase, la conducta desplegada) era inidóneo.
La verdad es que el establecimiento de un límite claro entre ambas si-
tuaciones no es sencillo y no por casualidad sino precisamente porque ese
lfmite no existe. A mi entender, la inidoneidad del medio es una cuestión
graduable en más o en menos y, por ello, creo que la solución adecuada es
atribuir consecuencias jurídicas en función del grado de aptitud del me—
dio empleado por el autor. Ello es posible en las legislaciones que, para las
diferentes situaciones, establecen escalas penales que se continúan o tie—
nen saltos muy poco significativos. Así ocurre en el caso del Código Penal
argentino que establece que la pena de la tentativa inidónea se reduce a la
mitad o al mínimo o puede ser eximida517 p()r lo que el máximo de la es-
cala resultante se superpone con la escala de la tentativa idÓnea, existien—
do entre ambas una escala continua que incluso llega hasta cero.
Me parece claro que el establecimiento de criterios n priori de diferen-
ciación genera problemas innecesarios frente a una solución legislativa
tan razonable y apropiada para una cuestión que presenta las aristas ana-
lizadas. No tiene sentido asumir posiciones rígidas que ponen en juego la
coherencia del sistema y su utilidad, cuando existen soluciones permea-
bles y viables al alcance de la mano.
Diferente es la situación en otras legislaciones. Por ejemplo, el Códi-
go Penal uruguayo consagra la exención de pena cuando son absoluta-
mente inidóneos los medios o imposible la comisiÓn del delito, estable-
ciendo medidas de seguridad si se considera peligroso al autorª ³ g en este
caso el límite legal de la impunidad es la inidoneidad absoluta. Los restan-

517 Art. 44, Último párrafo.


518 Para el delito tentado establece un tercio de la pena del delito consumado (que pue-
de elevarse a la mitad o hasta las dos terceras partes para determinados defi tos), por lo que
existe un salto entre la impunidad de la tentativa inidónea y la punibilidad de la idónea.

Teoria del delito 269


tes supuestos (esto es, cuando el medio tenfa alguna chance de alcanzar la
consumación) quedan dentro de la noción general de la tentativa. Algo pa-
recido ocurre en el Código español que no menciona expresamente la ten-
tativa inidónea (art. 16), pero al graduar la pena de la tentativa manda te-
ner en cuenta el peligro inherente al intento (art. 62), con lo que supedita
la reacción al grado de peligro; claro que, ante la ausencia total de peligro,
no es admisible ningún tipo de reacción penal.

2. e. El delito provocado
La problemática del delito imposible se presenta con claridad en los
casos de delitos provocados por un tercero. Se trata de situaciones en las
que, con la finalidad de incriminar a una persona, se monta una escena
dirigida a provocarle el dolo, instándola a comenzar la ejecuciÓn de un de-
lito que es frustrado por el provocador.
La doctrina y jurisprudencia internacionales han asumido diferentes
posiciones sobre la cuestión. Es interesante el trabajo de Juan MuNoz SAN-
CHEZ, :/ ‹igente provoc‹idor 5 19 en el que se estudian algunos criterios de la
jurisprudencia española. El autor analiza la posición del Tribunal Supre-
mo español 20 que se pronuncia por la impunidad en razón de la ausen-
cia de voluntariedad y libertad del autor provocado 5 y —a juicio del au-
tor— por la existencia de un delito imposible o putativoª 22, MUNCtZ SANCHEZ
critica la solución de la impunidad de la jurisprudencia española conside-
rando que “el autor provocado realiza una tentativa idónea, en cuanto que
desde una perspectiva ex ante su acción es peligrosa, ya que en la mayo-
rfa de los casos no se conoce la circunstancia de que el agente provocador
ha puesto los medios o medidas necesarias para evitar que se lesione o
ponga en peligro el bien jurídico. Sin que quepa excluir la posibilidad de
una tentativa inidónea, que se daría si el espectador objetivo pudiera co-
nocer las medidas o precauciones tomadas por el agente provocador, ya

519 Muñoz SWCHEZ, Juan, fe iiiodetrin probfemfificn jrrrfdíco-perinl del agente provoca-
dor, Ed. Tirant lo Blanch, Valencia, 1995.
" Oue define al delito provocado como “aquél que tan sólo llega a realizarse en virtud
de la inducción engañosa de un agente que, deseando conocer la propensión al delito de per-
sona o personas sospechosas y con la intención de constituir pruebas indubitables y pare que
lleve a cabo la conducta que de su torcida inclinación se espera, simulando primero allanar y
desembarazar el iter criminis v obstruyéndolo en el momento decisivo, con lo cual se consi-
gue por el provocado, no sólo la casi segura detención del inducido, sino la obtención de prue-
bas que se suponen directas e inequívocas” (SSTS del 9/10/87 J Cr. n‘ 1741; 21/9/91 A. n‘ 6524;
12/3/92 a. n‘ 2443 y 18/5/93 A. n’ 4165, citadas por el autor, en lzi modemzi prob/emdiiczi jurídi-
co-penal del agente provocador, ci t., p. 114).
’' M otoz SWcuF:z, fzz moderna problemática jurídico-penal del agente provocador, cit.,
p. 115 (cita STS 18/6/85 J Cr n‘ 1010 y STS 3/11/93 A nº 8223).
522 MUNO2 SUCH1:Z, fzi moderna problemática Jurfdico-penal del agente provocador, cit.,
p. 1 IS (cita entre otras STS 25/6/90 A n‘ 5666).

270 Tercera parte


que ello permitiría calificar la acciÓn como no pe1igrosa”ª²3. A ello cabrfa
objetar que el espectador objetivo siempre conoce esas medidas justamen-
te porque es objetivo e hipotético; además, me parece claro que de ese co-
nocimiento hipotético no depende la existencia o no de peligro.
El Código Penal uruguayo (art. 8) habilita la punibilidad en caso de
autorización judicial de la provocación. Para casos excepcionales de de-
lincuencia organizada, y frente a la ausencia de autorización judicial ha-
bilita la imposición de medidas de seguridad.
En general, el hecho provocado por un tercero no puede constituir
una conducta tfpica porque carece de aptitud para afectar realmente el
bien jurídico tutelado. Es una situación similar a la de ausencia de tipo
por falta del objeto sobre el que recae la acción.
En este caso, si bien el objeto material puede existir, lo que falta es la
relación jurídica entre un individuo y ese objeto, esto es, el derecho sub-
jetivo que caracteriza al bien jurídico. Se trata de un supuesto en el que si
bien puede existir tipicidad formal, falta la adecuación tfpica por ausen-
cia de afectación del bien jurfdico.
Nada tiene que ver en esta cuestión que se trate de un delito de resul-
tado, de pura actividad, de lesión o de peligro, como incorrectamente se
ha considerado en diversos precedentes judiciales. No se puede confundir
un problema de estructura tfpica (tipo de mera actividad o de resultado)
con la exigencia constitucional de afectación del bien jurídico que consti—
tuye un presupuesto de la propia tipicidad. Ni puede supeditarse la vigen-
cia de este principio constitucional a la clase de afectación exigida por el
tipo (lesión o peligro) porque en cualquier caso la lesividad sigue siendo
un recaudo ineludible.
la ausencia de tipicidad del hecho provocado es independiente de la
validez del suceso como evidencia de hechos anteriores en sí mismos de-
lictivos; si alguien se hace pasar por comprador de obras de arte para re-
cuperar un cuadro robado, la celada no obsta a la tipicidad del hecho con-
sumado con antelación a ella. Lo mismo ocurre en los casos de infiltrados
en bandas delictivas que no provocan el delito sino que lo frustran; en ta-
les casos sólo cabe discutir Ía existencia de idoneidad del medio pero exis—
te la afectación del bien jurídico.
De todos modos, los principios generales dependen de las particula-
ridades de la celada. Al contrario de lo que se sostiene en general en la ju-
risprudencia, son tal vez los delitos de resultado y de lesiÓn los que po-
drían presentar una solución diferente a favor de la punibilidad. Por
ejemplo, supongamos que alguien instiga a otro a cometer un homicidio
con la intención de atraparlo en el acto de ejecución, pero sin dar conoci-
miento de ello a la víctima y sin prepararla para transformarla en un ob—
jeto inidóneo; supongamos que el instigador prepara una celada dirigida

"' Muñoz Sácu£z, 7zi moderna problemdtica jurfdico-penal del agente provocador, cit.,
p. 126.

Teoria del delito 271


a atrapar al autor en el momento en que está a punto de accionar un ex-
plosivo colocado previamente cerca de la víctima. Si se admite la existen-
cia de comienzo de ejecución en el caso5L4 no puede negarse la afectación
del bien jurídico mediante una perturbación peligrosll. El hf?ChO de haber-
se dispuesto una celada para cancelar a tiempo la posibilidad de lesión no
neutraliza el riesgo de que el resultado se produzca de todos modos. Así
como es falible el plan del autor también es falible la celada y, por ello, no
puede negarse la existencia de afectación del bien jurídico y, consecuente-
mente, de tipicidad tentada, que podrá ser idónea o inidónea según el gra-
do de aptitud que se le asigne al medio empleado.
Claro que este caso presenta el problema de determinar si es punible
la conducta del instigador de la tentativa (provocador), ya que evidente-
mente instigó la comisión de un injusto en el que hubo realmente afecta-
ción del bien jurfdico. Me inclino por la punibilidad del provocador tanto
en el caso de consumación como en el de tentativa (la que existirá cuan-
do el plan del agente provocador se cumple, esto es, cuando frustra el de-
lito), aunque en este último caso le es aplicable (sólo a él y no a sus partí-
cipes) la excusa absolutoria del desistimiento 525 ,
La situación es totalmente diferente, por ejemplo, en el caso de una
celada de agentes policiales dirigida a provocar un acto de entrega de es-
tupefacientes. En ese caso, desde el momento en que se instiga al autor
para que realice la operación, todos los actos que éste lleva a cabo hasta
la entrega de la mercadería son actos absolutamente inapropiados para
producir una afectación al supuesto bien jurfdico. Por varias razones.
En primer luigar, porque la ficción argumental de que las conductas
descriptas por estos tipos afectan un bien jurídico no permite extender la
vigencia de ese supuesto bien a situaciones en las que, manifiestamente, la
conducta no puede trascender a terceros como consecuencia de la celada.
í:ii segundo lugar, y relacionado con lo anterior, porque estos delitos
son en realidad de mera desobediencia y por ende inconstitucionales. Pe-
ro a los efectos sistemáticos la pregunta es ¿qué desobediencia podemos
atribuir al que justamente obedece al agente provocador?; evidentemente
ninguna.
En tercer lugar, y aun afirmando que existe un bien jurídico tutelado
(que serfa la salud piiblica), nadie niega que ese bien jurídico es colectivo.
Consecuentemente, y dado que el Estado es el representante legal de los
ciudadanos (que son los titulares del bien), la conducta de sus agentes
constituye un acto de disposición que cancela la antijuridicidad, la tipici-
dad conglobante o la tipicidad material por consentimiento del ofendido.

524 Sería admisible con la teoría ifldividual objetiva y sumamente discutible con la for-
mal objetiva.
525 co» todas las consecuenCias jurídicas de la aplicaciÓn de esa eximente que no ex-
cluye la punibilidad cuando el resultado no se frustra.

272 Tercera parte


Y que no se diga que el Estado no tiene potestad para disponer del
bien jurídico porque ello sería un reconocimiento de la ilegalidad de la ce-
lada, con la consecuencia nulificante respecto del procedimiento.
Vemos como, a diferencia de lo que se resuelve usualmente en los tri-
bunales, en los delitos de peligro y en los de pura actividad la provocación
cancela en general la afectación del bien jurídico, mientras que en los de
lesión y en los de resultado no la elimina.

3. Concurso de delúos
Existe concurso cuando un autor lleva a cabo una acción que se ve
atrapada en diversos tipos penales o varias acciones que se subsumen en
una o varias descripciones tfpicas. En el primer caso (única acción) pue-
de presentarse un concurso aparente o ideal y en el segundo caso (varias
acciones) un concurso real.
IEl concurso es aparente, cuando por especialidad, consuncidn o subsí-
dí‹zríed‹zd, cnn norma penal desplaza a las demás y sólo ella de[me la tipici-
dad de la conducta.
Decimos que hay especí‹ifíd‹zd cuando iiii‹z norma especial desplaza a
la general,- por ejemplo, el robo con armas desplaza al robo simple, el ho-
micidio culposo desplaza al doloso, etc. Se trata, en definitiva, de la apli-
cación del principio de especialidad que es común a todo el derecho.
Existe concurso aparente por consuiicícin cuando ann descripción tt-
pica absorbe todo el contenido de injusto de la nccíóii , tomando totalmen-
te insignificante la subsunción de la acción en otras descripciones típicas.
Ello ocurre, por ejemplo, entre el daño y el homicidio cuando para matar
a la vfctima se atraviesa su ropa; también se presenta esta relación entre
las lesiones y el homicidio cuando el sujeto comienza a lesionar sin dolo
de matar y luego transforma el suceso en una muerte querida. Son situa-
ciones en las que una norma primaria describe toda la gravedad material
del suceso; o dicho de otro modo, cuando el quebrantamiento de una nor-
ma secundaria se gana toda el contenido de contrariedad al derecho.
Hay concurso aparente por subsidiariedad cuando una norma se ve
desplazada por otra accesoria a ella. Por ejemplo, el tipo del hurto se ve
desplazado cuando el apoderamiento se perpetró con fuerza en las cosas
o violencia en las personas (subsidiariedad tácita); en el CP argentino el
tipo de la violación de domicilio (art. 150) se ve desplazado por el robo
porque el primero establece expresamente que se aplica su escala si no re-
sultare un delito más severamente penado (subsidiariedad expresa).
El concurso es ideal, cuando iiitn ‹iccidii se ssbsr e en v‹zríns descripcio-
nes típicas que conservan su senl‘mo jurídico por no verse desplazadas por las
demds. La característica de este tipo de relación concursal es la existencia de
una única acción. Por el contrario, el concurso es real, cuando estamos en
presencia de v‹irízis acciones que se subsumen en una o varias descripctones
típicas. La caracterfstica esencial es la existencia de varias acciones.
La discusión más relevante en materia de concurso es determinar
cuándo estamos en presencia de un concurso ideal y cuándo ante un con-

Teoría del delito 273


curso real, ya que en general las legislaciones establecen consecuencias ju-
rídicas sustancialmente diferentes para uno u otro casoª²ª.
Algunos criteriCíS marcan la diferencia en función de la cantidad de
resultados, mientras que otros se concentran en la acción. Para los prime-
ros, la causaciÓn de varias muertes a partir de una única acción importa-
rá la existencia de un concurso real, mientras que para los segundos, si
hubo una sola acciÓn, el concurso será ideal. Dentro de esta tesitura en-
contramos criterios sumamente restrictivos que juzgan la unidad de ac-
ción a partir de la existencia de una finalidad común que gufe todo el su-
ceso, enjuiciada desde el sentido de los tipos penales 527,
Creo que en materia de concurso se ponen en juego principios de ran-
go constitucional.
En primer lugar, puede verse afectado el sentido material del princi-
pio adjetivo del ne bis iii Ídem, porque la doble valoración jurfdica de una
acción importaría su doble juzgamiento material. No se trata del nuevo
juzgamiento de un hecho ya sobresefdo, sino de la doble valoración pro-
cesal de una misma acciÓn. Y aquí entra en juego el principio de la acción
porque como sólo las acciones pueden ser jurídicamente desvaloradas, la
sobrevaloración a partir de los diversos resultados constituye, sin dudas,
un doble juzgamiento material.
En segundo lugar, podría violarse el principio sustantivo de culpabili-
dad, en la medida en que se lleve a cabo un doble juicio de reproche por
una acción que sólo pudo ser objeto de una única motivación. Una única
finalidad deberfa derivar en una única relevancia típica, para poder ser
pasible de un único juicio de reproche de culpabilidad. La escisión mera-
mente resultatista del suceso impide llevar a cabo un reproche acorde con
el sentido material de la acción y, por ello, resiente la vigencia del princi-
pio de culpabilidad.
En tercer ltigar, me parece claro que la separación en hechos de lo que
constituye una única acción afecta el principio de razonabilidad, porque
constituye una aplicación formalista de la Iey que desatiende el sentido
sustancial de las normas penales, que constituyen la ultima ratio del orde-
namiento jurídico.

52ª El art. 54 del CP argentino establece para concurso ideal la absorciÓn de la pena de
los delitos menos graves por parte del delito más grave; mientras que para el concurso real (art.
55) se establece una fórmula para componer la escala: el mínimo mayor, y la sumatoria de los
m:1ximos, que no podrán exceder el m:áximo de la especie de pena prevista en el código.
527 LZEL, Derecho penal alemdn, cit., ps. 308-309, dice que “la unidad de accidn jurí-
dico-penal se establece, así, por dos factores (. ..) por la proposición de un fin voluntario y por
el enjuiciamiento normativo social jurídico en razón de los tipos” (p. 309). Dice también que
“el problema de la unidad de acción no depende nunca del número de los resultados, ya que
el objeto específico del dés lOr peftítÍ US la pcciÓn. Si una y la misma actuación de voluntad
tiene varios resultados (eI lanzamiento de una bomba mata a 20 personas), existe de todos
modos sólo una iinica acciÓn” (íz?erii).

274 Tercera parte


En curarte lugar, considero que la sobre valoración de los hechos de-
riva en una aplicaciÓn extensiva de la ley penal, violatoria del principio de
legalidad. Ello es así, porque la consideración resultatista requiere llevar
el alcance de la ley penal más allá de su límite más amplio.
Por estas razones, considero que las reglas del concurso deben ser
aplicadas de la forma más restrictiva posible y el concepto de acción es un
elemento esencial para esa tarea. Consecuentemente, una acción sólo pue-
de dar lugar a un concurso ideal y sólo varias acciones a un concurso real.
Asimismo, un único fin (juzgado en su sentido jurídico) sólo puede dar lu-
gar a una única acción, y sólo ante la existencia de diversas finalidades
puede considerarse que existen varias acciones independientes.

4. Autoría y participación criminal


En sentido amplio, partícipe de un delito es todo aquel que intervie-
ne en su comisión, ideación o facilitación, sea como autor, cómplice o ins-
tigador. En sentido estricto se entiende por partícipe a quien contribuye al
delito en un carácter diferente al de autor.
Como toda norma extensiva del alcance del tipo penal, las reglas de
la participación en sentido estricto constituyen un ámbito propicio para
generar confusiones que pueden afectar principios constitucionales. Por
esa razón las disposiciones que regulan la extensión de responsabilidad
criminal a quienes no llevan a cabo la conducta descripta expresamente
en el tipo penal, deben ser interpretadas con sumo cuidado y con un deci-
dido enfoque reductor.
Hay que tener presente que los diferentes códigos regulan la partici-
pación por variados caminos, que van desde las referencias más escuetas
y simples a regulaciones exhaustivas que no siempre son felices ni tienen
verdadera utilidad dogmática. Uno de los puntos en general no regulado
expresamente es el de la accesoriedad de la participación respecto de la
autoría, que tiene una incidencia trascendental para establecer el contor-
no preciso de la punibilidad de la conducta de los partícipes.

4. a. Autoría
El distingo entre autores y partícipes fue puesto en duda por el con-
cepto extensivo de autor, en virtud del cual todo aquel que efectúa un
aporte causal al delito es considerado autor, incluso los instigadores y
cómplices, respecto de los cuales las reglas reductoras de la pena eran
consideradas limitaciones de la punibilidad 52 . Este criterio desdibuja los
límites entre los actos preparatorios y de ejecución, y no es sistemática-

’" WnLZcL, Derecho f›enal alemdn , cit., p. 144, rechaza la validez de esta teoría porque
traslada el concepto de autor de los delitos culposos a lo dolosos v porque fracasa en los de-
litos de propia mano y especiales dondé la participaciÓn sólo puede explicáFSé COmO éXtéfl-
sión de la punibilidad y no como su limitación.

Teoria del delito


mente útil si se pretende mantener la accesoriedad de la participación res-
pecto de la autoríaª 29,
Otras posicionés Elaboran criterios distintivos entre las diferentes for-
mas de intervención en el delito. Para la teoría subjetiva, autor es quien
quiere para st el hecho delictivo. Si A convence a B de que mate a 6’, por-
que lo odia y quiere verlo muerto lo antes posible, A será autor y B mero
cómplice necesario, ya que el primero quiere el hecho como propio (tiene
ánimo de autor) mientras el segundo lo quiere como ajeno (ánimo de par-
ticipe). Para la teoría objetiva, autor es quien ejecuta por st y de propia
mano la acción descripta en el tipo penal. En el ejemplo anterior autor se-
rie B, mientras que A resultaría un instigador.
Ninguna de estas dos nociones elabora un concepto sistemáticamen-
te útil. El criterio subjetivo modifica manifiestamente los roles de los pro-
tagonistas y podría derivar en una arbitraria aplicación de la ley penal en
los delitos especialesªªº. La teoría objetiva desatiende el sentido material
de las acciones y otorga sin razón efecto eximente a ciertas formalidades.
Ello ocurre en los casos de autoría mediata, en donde la existencia de un
instrumento no doloso que ejecuta la acción descripta legalmente serviría
como excusa para beneficiar a1 hombre de atrús, que no podría ser autor
por no haber ejecutado por sí la conducta típica ni podría ser instigador
porque la ausencia de dolo del instrumento lo impide (en la medida en
que se mantenga una accesoriedad mínima o superior a ella).
Existe cierto consenso en la doctrina finalista para considerar que es
autor quien tiene el dominio del hecho, mientras que quienes carecen de
ese dominio son meros partícipes. Domina el hecho quien, desde el comien-
zo de ejecución y hasta la consumación, controla el curso causal y tiene la
posíbí/í d‹zd de interrumpirlo o dírigír/o h‹zcí‹z la producción del resultado.
Ese dominio puede ser compartido entre varios protagonistas que en tal
caso son coautores del delito. En los delitos comunes el dominio del he-

52 Ello es así porque la conducta del partícipe puede ser incluso anterior al comienzo
de ejecuciÓn, pero sólo es punible en la medida en que el autor realice actos ejecutivos (acce-
soriedad externa). Es evidente que la extensión del concepto de autor necesita desdibujar la
nociÓn de c.omienzo de ejecuciÓn como límite entre lo punible y no punible y ello requiere una
interpretaciÓn manifiestamente analógica de la ley penal. Salvo que se considere que la actua—
ción de ciertos autores (los que llevan a cabo los actos ejecutivos) opera como condiciÓn ob-
jetiva de punibilidad de la conductas de los autores que no llevan a cabo dichos actos, pero
ese distingo sólo serviría para generar confusiones y carecería de justificación alguna si es que
todos son considerados autores. Precisamente la distinción entre autores y partícipes sirve a
los fines de establecer con claiñdad las reglas de la accesoriedad.
530 Así, por ejemplo, en un supuesto de cohecho en donde el funcionario recibe dinero
para un no funcionario que es quien pretende realmente el béneficio, se debería afirmar la im-
punidad, ya que el sujeto cualificado para ser autor no quiere el hecho para sí, mientras que
el que sí lo quiere no reviste el carácter de funcionario. Es evidente en ese caso que el eri terio
asumido choca frontalmente con el sentido dé las normas que regulan la comisiÓn del delito
de cOhéChO, por lo que no puedé Sir und herramiéfltll SiStemática válida.

276 Tercera parte


cho es suficiente para ser autor, pero en los delitos especiales es necesario
además revestir la especial calidad exigida por el tipo.
Esta teoría permite otorgar relevancia a un principio esencial de la
teorfa de la subsunción, cual es el principio de dominabilidad, en virtud
del cual la tipicidad objetiva exige que el autor haya podido realmente
conducir el curso casual hacia el resu1tadoª , lo que no ocurre en el ejem-
plo del que envía a otro al monte para que lo mate un rayoª³², o cuando
el autor carece del entrenamiento necesari()53Á , o cuando los medios son
notoriamente inadecuados para alcanzar los fines propuestosª³4. A mi jui-
cio, se trata de sucesos que, justamente por la ausencia de dominabilidad,
quedan fuera del alcance de la norma, aunque no es claro que este princi-
pio se circunscriba al tipo objetivo.
Si bien la dominabilidad debe existir como condición de la tipicidad
en general (y por ende también respecto de la participaciónªª ª), la consi-
deración del dominio del hecho como esencia de la autoría permite con-
cretar efectivamente la importancia de este principio y evitar que sucesos
no dominados (aunque conocidos) puedan ser atribuidos a un sujeto co—
mo su obra. Para el autor el principio de dominabilidad se refiere al he-
cho, para el partícipe al aporte: el primero debe dominar el hecho mien-
tras que el segundo debe dominar el aporte.
El dominio del hecho no sólo lo tiene quien realiza por su propia ma-
no la acción descripta en el tipo, sino también quien se vale para ello de
un sujeto que carece de ese dominio. Esto da lugar a la denominada izato-
río medínt‹z que se presenta cuando en un suceso el hombre de atrás es
quien lo domina, mientras que quien actúa en una relación directa con el
curso causal obra tan sólo como un mero instrumento.
Lo esencial para considerar al hombre de atrás autor mediato es que
el instrumento no tenga dominio del hecho, porque si lo tuviese éste sería
autor y el primero sólo podría ser partícipe, en general, bajo la forma de
la instigación. Por esa razón, sólo puede hablarse de autoría mediata
cuando el instrumento actúa sin dolo, ya que si actuase dolosamente se-
ría éste y no el hombre de atrás quien tendría el control del curso causal
y la decisión sobre si consumar o no el delito.
Disiento en este punto con la doctrina mayoritaria que en general ad-
mite otras formas de autoría mediata en las que el hombre de atrás tiene lo
que se denomina el dominio superior del hecho. Según este criterio, el do-

Sobre este principio, ZAFrwoxl, ALAGIz y sromR, Derecli o penal. Parte general, cit . ,
ps. 484-489.
Z rrAii xi, Arco y SLOKAR, Derecho pe nal. Pane general, cit., p. 48 3.
533 derri , p. 486.
534 j dem, p. 487.
535 p r lo que el aporte del participe también deberá se dominado por él para poder ser
considerado típico.

Teoria del delito 277


minio del hecho del hombre de atrás existe no sÓl frente al error de tipo
del instrumento, sino también en el caso en que éste actúa justificado o am-
parado en una causal de inculpabilidad. No comparto t2Ste punto de vista.
IEn primer lugar, porque es contradictorio con la definición de domi-
nio del héChCl; me parece cÍaro QU€? El hombre de atrií s no controla el cur-
so causal ni tiene la decisión sobre la consumación en los supuestos en
que se vale de un instrumento justificado o inculpable. Vayamos al si-
guiente ejemplo: A coacciona a B para que envenene a C y planean que el
suceso ocurrirá aprovechando un vuelo que ambos (B y C) deben realizar
juntos. Me parece claro que una vez que el avión remonta vuelo A pierde
todo contacto con el curso causal y no puede decidir nada sobre la consu-
mación o no consumación del resultado; el dominio de la libertad de B no
le otorga ese control. Por el contrario, es B quien tiene ese control y quien
puede decidir si envenena o no a C. Nótese además que si se considerase
a A autor debería concluirse que éste se desprende del curso causal cuan-
do B y C embarcan y, consecuentemente, allí comenzaría la tentativa, lo
que me parece poco apropiado desde el punto de vista valorativo.
En segundo lugar, porque esas situaciones se pueden resolver de for-
ma valorativamente adecuada mediante otras herramientas sistemáticas.
Así, en los casos en que concurre una justificante no veo motivo alguno
para negar la impunidad, en el marco de la asunción de la accesoriedad
limitada (ver ín(ra XVIII. 4. c)ª3ª. Y en los casos de inculpabilidad del
hombre de adelante no es necesario acudir a la autoría mediata para res-
ponsabili zar al hombre de atrás, ya que éste serú indudablemente instiga-
dor y, también en razón de la accesoriedad limitada, la causal de inculpa-
bilidad del autor no lo beneficia.
Para el Código Penal español estos problemas no existen porque el
concepto de autor se extiende al instigador y al cómplice necesario. Así, el
art. 28 dispone que “son autores quienes realizan el hecho por sí solos,
conjuntamente o por medio de otro del que se sirven como instrumento.
También serán considerados autores: a) Los que inducen directamente a
otro u otros a ejecutarlo. 6) Los que cooperan a su ejecución con un acto
sin el cual no se habría efectuado”.
Existe un ejemplo que puede ser esgrimido de modo efectista contra
el concepto de autoría mediata formulado previamente. Supongamos que
A coacciona a B para que se dé muerte, bajo la amenaza de matar a C, hi-
jo del segundo; en ese estado de total ausencia de libertad, B se suicida.
En una primera aproximación parecería que B tiene el dominio del hecho
y que A sería tan sólo un instigador de un hecho atípico (porque el suici-
dio no es en general un delito), que a lo sumo podría configurar el delito
de instigación o ayuda al suicidio (art. 83, CP argentino). Sin embargo, en

O de afirmar la punibilidad si se asumiera una accesoriedad menor o ninguna ac—


cesoriedad.

278 Tercera parte


ese caso no existe ni autorfa mediata ni instigaciÓn, sino una simple auto—
ría directa. La acción de A de coacci nar a B es causante del resultado
muerte conforme la teorfa de la condiciÓn y no existe razón alguna para
considerarla fuera del ámbito de prohibición de la norma. Se preguntará
cuál es la diferencia con los casos en que el coaccionado comete un injus-
to y me parece que la respuesta es evidente: en esos casos la comisión de
un ilícito por parte de la víctima de la coacción produce un desplazamien-
to por especialidad de la figura de la autoría en favor de la norma que cas-
tiga la instigación. Ello, en realidad, es lo que ocurre en todos los casos de
contribución esencial (instigación o participación necesaria) en los que
siempre, según la teoría de la condición, existe una acción causante que
podría ser considerada objetivamente típica, pero que se ve desplazada
por las normas especiales que regulan la participación criminal 537,

4. b. Participación
El concepto de participe en sentido estricto puede definirse por exclu-
sión: revisten esa calidad quienes efectúan un aporte a la comisión del de—
lito pero que no pueden ser considerados autores, sea porque no tienen el
dominio del hecho, sea porque no revisten la especial calidad exigida por
el tipo.
La participación puede darse en la forma de instigación o complici-
dad.
a) El instigador es el que crea el dolo en el autor. El que lo convence de
cometer el de/ítoª 3 . Si bien su aporte es esencial porque sin él el delito no
habría ocurrido, carece de dominio del hecho, porque el autor conserva
en todo momento el control sobre su voluntad y, de este modo, sobre el
curso causal o suceso que conduce al resultado.
b) Cómplices son quienes e[ectíian contribuciones que ayndan al autor
a la comisión del delito. Si el aporte efectuado es esencial para la consu-
mación, esto es, si de no haber existido, el hecho no se hubiese podido co-
meter, hablamos de complicidad necesaria o primaria. Si, en cambio, el
aporte es accidental y el hecho podía consumarse de todos modos sin su
existencia, hablamos de complicidad secun’daria. En el CP argentino el
cómplice primario tiene la misma pena que el autor (art. 45) y el secunda-
rio una pena reducida en un tercio a la mitad (art. 46).
La diferenciación entre uno y otro tipo de aporte debe llevarse a ca-
bo atendiendo a criterios esenciales de subsunción, que tengan en cuenta
los principios de razonabilidad y ultima ratio, y que eviten la ampliación

”’ Por ello la coautoría atípica del exfrnrieus que efectúa un aporte esencial durante la
ejecución del delito especial, se ve desplazada por especialidad por la regla de la participación
necesaria.
’ El art. 43 iii ne, CP argentino, aplica la misma pena del autor del delito a “los que
hubiesen determinado directamente a otro a someterlo”.

Teoría del delito 279


de la punibilidad y consecuentemente la lesión del principio de legalidad
penal. Éste es unO de los puntos en los que se juega diariamente la suerte
de las garantías sustantivas en los tribunales de justicia en los que, en ge-
neral y a partir de interpretaciones formalistas que desatienden los prin-
cipios inspiradores, se amplía el radio del tipo a lfmites absurdos, trans-
formando prácticamente todo aporte en esencial y vaciando de contenido
la figura de la participación secundaria.
No es correcto determinar la necesidad de la contribución mediante
la fórmula que dice que “el aporte es esencial cuando sin ese aporte el he-
cho tal cual ocurrió no habría sucedido”, ya que eso siempre es así por
una necesidad lógica: el hecho con la ayuda de ese aporte jamás habría
ocurrido sin él; o, en otras palabras, porque el hecho bajo juzgamiento de-
ja de existir tal como ocurrió si se le quita una parte de sí mismo. Ese mé-
todo conduce siempre al mismo resultado (esto es, a considerar esencial
la participación), y por ende no constituye una herramienta válida para
efectuar ningún tipo de diferenciaciÓn.
Un camino más seguro es acudir a la teoría de la condición, siempre
que se admita la consideración de curso causales hipotéticos, ya que de lo
contrario se llegaría al mismo resultado. Por ejemplo, A quiere matar a B
y se lo comenta a C,- le muestra todas las armas que tiene disponibles pa-
ra ejecutar su plan y le pide consejo sobre cual utilizar; C directamente le
presta su arma diciéndole que le traerá buena suerte porque a él siempre
se la trajo; A mata a B con el arma de C. En ese caso es evidente que el he-
cho tal como ocurrió (muerte de B ‹i uniios de A con el eran de C) no ha-
bría sucedido sin el aporte de C, porque éste forma parte integrante del su-
ceso; pero si incorporo cursos causales hipotéticos, el método es útil
porque permite considerar valorativamente la importancia del aporte. En
este ejemplo la contribución es a lo sumo secundaria porque A contaba
con otras armas para ejecutar el delito. La situación cambia si el arma de
C es la única que tiene a su disposición y si la alternativa que le quedaba
era matar con un cuchillo o mediante su auto u otro medio sustancial-
mente diferente al utilizado; en tal caso el examen de los cursos hipotéti-
cos nos permiten afirmar la necesariedad del aporte.
Me parece claro que un análisis sustancial de este tipo es mucho más ra-
zonable y consecuentemente apropiado si se tiene en cuenta la interpretación
limitada que deben tener las normas habilitantes de la reacción punitiva.
Por una razón lógica el cómplice necesario actúa siempre con ante-
rioridad al comienzo de ejecución, ya que si su aporte fuera posterior se
transformaría automáticamente en coautor en razón de que (debido a la
esencialidad de su aporte) tendría dominio del hecho. Salvo en el caso de
los delitos especiales en los que ese dominio no basta para sustentar la au-
toria y en cuyo caso podemos hablar de participación necesaria incluso
durante la ejecución.

4. c. La accesoredad
Un punto central de la teorfa de la participación es la noción de acce-
soriedad, que significa que la punibilidad del partícipe depende (está en—

280 - Tercera parte


ganchada) a ciertas características que debe asumir la conducta del autor.
Existen dos tipos de accesoriedad: la externa o cuantitativa y la interna o
cualitativa.
En virtud de la accesoriedad externa, el partícipe es punible sólo si el
autor ha llegado a comenzar la ejecución del delito. En cambio si, efectua-
do el aporte del partícipe, el autor no llega siquiera al comienzo de la eje-
cución, el primero no puede ser castigado.
Ejemplo: A instiga a B para que mate a C. B se convence y se dirige a
la casa de C con un arma de fuego, con la intención de matar a B cuando
éste le abra la puerta. Cuando llega, antes de tocar el timbre se arrepien-
te y se va. En ese caso A hizo todo lo que debía hacer para ser considera-
do instigador. Sin embargo, como B ni siquiera comenzó la ejecución del
delito no se presentó la condiciÓn de punibilidad necesaria para que A
pueda ser castigado.
La accesoriedad interna exige evaluar cualitativamente la adjetiva-
ción que la acción del autor merece a la luz de los estratos analíticos de la
teoría del delito. En otras palabras, corresponde determinar cómo debe
ser la acción del aittor (sólo típica —accesoriedad mínima—, típica y antiju-
rídica —accesoriedad limitada—, típica antijurídica y culpable —accesorie-
dad máxima—, o típica, antijurídica, culpable y punible —accesoriedad ex-
trema—) para que ol partícipe pueda ser castigado.
Si se admite la accesoriedad externa debe admitirse también la inter-
na, ya que comienzo de ejecución equivale a tipicidad. De todos modos, la
doctrina dominante adopta la teoría de la accesoriedad limitada en virtud
de la cual el partícipe sólo es punible si el autor ha ejecutado una conduc-
ta típica y antijurídica, siendo la culpabilidad una eximente personal de
cada protagonista.
La supresión de la exigencia de accesoriedad conduce a una amplia-
ción enorme de la punibilidad, porque permite castigar actos de contribu—
ciiín a delitos que cl autor siquiera ha comenzado a ejecutar. Y aunque
desde el subjetivismo podría sostenerse lo injustificado de supeditar la pe-
na de los partícipes a la eventualidad de que cl autor efectivamente actúe,
lo cierto es que, teniendo en cuenta la o¡›eratividad real del sistema penal,
la ampliación del poder punitivo que generaría la supresión de la acceso-
riedad sería letal para la vigencia del derecho a la libertad. Imaginemos si-
tuaciones como esta: Á convence a B de que mate a C’; B, ya convencido,
antes de comenzar la ejecuciÓn se arrepiente y se dirige a la comisaría a
denunciar a A. La mera posibilidad de que A pueda resultar inx'estigado
por ello es en sí misma lesiva de los :1mbitos de libertad, porque habilita
ins'estigaciones taimadas, tramposas › frente a las cuales es sumamente
difícil por no decir imposible la defensa en juicio. Ya hemos visto este
punto al criticaT las posiciones suhjetixñstas y me parece que ésta es una
muestra de cómo ellas conducen a un resultado final propicio para avasa-
llar la li bertad.
Por ello la dcterminaci‹5n precisa de las reglas de accesoriedad en los
diferentes códigos penales, o su deducción constitucional cuando ellas no
existen, es esencial para el respeto del principio de legalidad.

Teoria del delito 281


El Código Penal argentino establece reglas de accesoriedad. La se-
gunda parte del art. 47, CP argentino, dispone: “Si el hecho no se consu-
mase, la pena del cómplice se determinará conforme a los preceptos de es-
te artículo y a los del título de la tentativa”. De ella no sólo se deduce la
reducción de la pena del partícipe cuando el autor no consuma, sino tam-
bién la exención de pena cuando el autor ni siquiera comienza la ejecu-
ción, ya que las reglas de la tentativa establecen el comienzo de ejecución
como recaudo esencial de la extensión del alcance del tipo. Además, el art.
46, CP argentino, referido a la complicidad secundaria habla de “los que
cooperen de cualquier otro modo a la ejecución del hecho”, con lo que pa-
recería estar estableciendo una vinculaciÓn entre el aporte y la ejecución.
Estas reglas parecen consagrar al menos la accesoriedad mínima, pero
resta establecer si existe una accesoriedad mayor.
Creo que es posible inferir la accesoriedad limitada en el Código Pe-
nal argentino de las siguientes disposiciones.
a) El art. 48, CP argentino, que dispone: “Las relaciones, circunstan-
cias y calidades personales, cuyo efecto sea disminuir la penalidad, no
tendrán influencia sino respecto al autor o cómplice a quienes correspon-
dan. Tampoco tendrán influencia aquéllas cuyo efecto sea agravar la pe-
nalidad, salvo el caso en que fueren conocidas por el partícipe”. Esta nor—
ma ha sido merecedora de fundadas críticas porque genera una notable
confusión sistemáticaªÜ9, Sin embargo, creo que desde el punto de vista
reductor con que deben ser analizadas las reglas de la participaciÓn es po-
sible otorgarle un sentido coherente. Vayamos a la primera parte de la
norma. Creo que por relaciones, circunstancias y calidades personales sÓ-
lo puede entenderse a las que fundamentan causales de inculpabilidad e
inimputabilidad, y nunca a las que fundamentan la tipicidad, ya que de
lo contrario deberíamos negar la accesoriedad mfnima que ya fue dedu-
cida del art. 47, CP argentinoª40 . Consecuentemente, si lo único que no
se extiende a los partícipes son las circunstancias fundantes de causales
de inculpabilidad y excusas absolutorias, debemos concluir que las causa-
les de justificación st se extienden. Éste es un argumento a favor de la ac-
cesoriedad limitada, que obviamente es más limitativa de la punibilidad
que la dependencia mínima. La segunda parte de la norma sólo puede in-
terpretarse coherentemente si se considera que el tendrán íii¡17ueiicí‹z , se re-
fiere a la tarea de individualización de la penaª41 porque ése sería el úni-

539 ZAFFARONi, Ar ciz y SnOKAR, Derecho penal. Parte general, cit., p. 767.
540 En abstracto estas circunstancias personales pueden encontrarse en el tipo, en la
culpabilidad o en la punibilidad, razón por la cual la interpretación de esta norma puede de-
rivar en: a) la negación de la accesoriedad mfnima, si interpretamos que ni siquiera las cir-
cunstancias personales que atenúan la subsunciÓn se extienden al partfcipe (lo que excluimos
a partir de la interpretacii5n del art. 47); o b) la negaciÓn de la accesoriedad máxima y/o ex-
trema, lo que deja la puerta abierta a la accesoriedad limi tada.
54 En sentido similar, ZAFrARONl, A GIA y SLOKAR, Derecho pennf. Pnrre geiierzt?, cit., p. 768.

Tercera parte
co ámbito en el que circunstancias personalt?S Que agravan la punibilidad
del autor podrían ser consideradas respecto de los partícipes.
6) Otro argumento a favor de la accesoriedad limitada en el Código
Penal argentino, está dado por la regulación de la legítima defensa de ter-
ceros (34, inc. 7, CP argentinoª 42) . Esta disposiciÓn permite que un terce-
ro: a) defienda a un agredido y 6) participe en la defensa de un agredido;
y en ambos casos aun cuando éste haya provocado la agresión y, conse—
cuentemente, no pueda actuar justificadamente. De este modo, permite
que la justificación que no ampara al autor pueda extenderse al partícipe,
lo que sólo se explica como excepción a la accesoriedad limitada, eso es,
a la regla general de que la antijuridicidad de la conducta del autor perju-
dica al partícipe. En otras palabras, si rigiera la accesoriedad mínima no
sería necesaria una aclaración de este tipo, porque la provocación del au-
tor no modificaría el hecho de que el tercero está defendiendo los dere-
chos de otro.

4. d. La tipicidad subjetiva del partícipe


El partícipe sólo responde en la medida de su dolo y los excesos del
autor no le perjudican. Ello es una consecuencia directa y necesaria de los
principios de culpabilidad e intrascendencia de la pena.
Los cooperadores o instigadores deben conocer no sólo los elementos
fundantes de la tipicidad objetiva del autor sino también los concernien-
tes a la subjetiva, esto es, la existencia de dolo y en su caso los especiales
elementos del tipo subjetivo. Estos elementos subjetivos del autor consti—
tuyen elementos objetivos de la descripción típica del partfcipe. Conse-
cuentemente, si éste desconoce por ejemplo el especial elemento del tipo
subjetivo del autor obra en error de tip()543,
La situación es más complicada cuando el partfcipe yerra sobre el do-
lo del autor. Si cree erróneamente que éste obra con dolo (esto es, si se
considera a sí mismo instigador) cuando ello no es así, se transforma ob-
jetivamente en un autor mediato, mientras que en el caso inverso, en el
que cree que el autor no tiene dolo cuando sí lo tiene (considerándose a sí
mismo autor mediato) se transforma objetivamente en instigador. En los
delitos especiales la relevancia de ese error es indiscutible, porque en el
primer caso el sujeto no puede ser autor por ser un extraneii s, y en el se-
gundo caso sería un autor culposo, en la mayoría de los casos atípico.

542 Justifica a “el que obrare en defensa de la persona o derechos de otro, siempre que
concurran las circunstancias a) v b) del inciso anterior y caso de haber procedido provocación
suficiente por parte del agredido, la de que no haya participado en ella el tercero defensor”
(los incisos a y b se refieren a la agresión ilegítima y la necesidad racional del medio emplea-
do para impediría o repelerla).
543 Sería el caso, por ejemplo, de quien ayuda al autor de un homicidio agravado por
el mÓvil sin saber de esa especial finalidad. En ese caso, respecto de la agravante, el partíci Jie
obra con error excluyente del dolo.

Teoria del delito 283


Pero en los delitos comunes la solución podría ser diferente. Cuando
el que quiere ser autor termina siendo instigador, me parece que el error
es irrelevante, por la proximidad valorativa de ambas situaciones (en la
ley argentina deberiamos agregar que se sustentan en la misma fórmula
legal —art. 45 tu /íiie, CP argentino—) y porque su participación termina
siendo en definitiva menos importante y con un grado de disvalor equiva-
lente por lo que no habría agravio para el sujeto (quien quiere lo más quie—
re lo menos). En cambio, cuando el sujeto cree ser instigador y termina
siendo autor mediato, el error debe ser relevante porque la característica
distintiva de la autoría respecto de la instigación es la conciencia del do-
minio del hecho. El creer que otro tiene el control subjetivo del curso cau-
sal importa supeditar la propia punibilidad a la voluntad de otro (la del
autor), y esa situación no presenta identidad con la tipicidad subjetiva de
la autoría (quien quiere lo menos no quiere lo más).

284 Tercera parte


XIX. Antijuridicidad

1. Introducción
La antijuiridicidad es la contradicción de la acción típica con todo el or-
denamiento jurídico. Esa contrariedad existe cuando no concurre ninguna
causa de justificación que ampare a la conducta antinormativa. Se suele
decir que estas eximentes pueden provenir de todo el ordenamiento jurí-
dico, pero en general son los propios códigos penales los que establecen
las causales que remiten al resto de las ramas del derecho; por ejemplo,
cuando se consagra como causal de justificación al ejercicio de un dere-
cho, se remite al resto de las normas que consagran tales derechos, pero
la causal de justificación surge del propio Código Penal544
Se ha pretendido distinguir entre antijuridicidad formal y material.
Mientras el primer aspecto se satisface con la contrariedad de la acción
con todo el ordenamiento legal, el segundo exige la afectación material del
bien jurídicoª 4 . Previamente he tratado este punto como un presupuesto
de la adecuación típica: la mera subsunción formal de la acciÓn en el tipo
no alcanza para afirmar la tipicidad; es necesaria, además, la concreta
afectación del bien jurídico y que la acción caiga dentro del ámbito de
prohibición de la norma. Según RoxiN546 la noción de antijuridicidad
material es íitil para establecer diferentes grados de injusto (la antijuridi-
cidad sería, entonces, graduable en más o en menos), para juzgar la sub-
sunciÓn material de la acción en un tipo penal (es lo que propuse previa-
mente en el estrato de la tipicidad) y para determinar el contenido de las
causales de justificación.
La distinción entre forma y sustancia no es un problema propio de la
antijuridicidad: en realidad el juicio de disvalor de todos los peldaños de
la teoría del delito debe estar imbuido de un contenido material. El dere-
cho penal no se reduce a un juego lógico de formalidades y los principios
constitucionales sustantivos son una expresión cabal de ello. Tanto el exa-
men de los elementos del tipo, de las justificantes y de las causales de in-
culpabilidad, debe estar dirigido a verificar si, además de la afirmación
formal de determinado presupuesto de la pena, éste concurre material-
mente, a partir de criterios sustanciales provenientes de la Constitución.

544 pp ejemplo, art. 34, inc. 4, CP argentino.


’ªª RoxiN, Derecho fienal. Parte general, t . I, cit. , p. 558.
546 Roxi×, Derecho penal. Parte general, t. I, cit., ps. 559-562.

Teoría del delito 285


La antijuridicidad es independiente de la tipicidad. Existen conduc-
tas antijurídicas que no son típicas porque el legislador se limita a regu-
tartas en otras ramas del derecho distintas al penal. En realidad, un siste-
ma jurídico racional, en el que el derecho penal es la ii//ímn ratto, debería
caracterizarse por este tipo de regulaciones, aunque en general casi todos
los conflictos humanos prevén una faceta punitiva que con el correr del
tiempo y el avance de la estupidez humana se amplía cada vez más.
Las conductas típicas no se oponen al orden jurídico cuando están
autorizadas u ordenadas por otras normas. Se dice que la tipicidad es un
indicioª47 de la antijuridicidad. Ello es así porque las conductas típicas
son, en principio, contrarias a la ley y sólo excepcionalmente lfcitas cuan-
do una norma así lo dispone.
La distinción entre tipicidad y antijuridicidad es cuestionada por la
llamada /eor /‹i de los elementos negativos del tipo. Para esta teoría los tipos
penales contienen elementos positivos que hacen a la afirmación de la ti-
picidad y elementos negativos que conducen a su negación. Las causales
de justificación son esos elementos negativos. Por ello, para que una ac-
ción sea típica es necesario que se presenten todos los elementos positivos
de la descripción y que no se presente ninguno de los negativos. Esta teo-
ría conduce a una solución uniforme en materia de error. Como se adelan-
tó previamente (siiprii XVII. 1) y como se verá al analizar el error de pro-
hibición, creo que es necesario conservar la distinción entre tipicidad y
antijuridicidad, aunque más no sea para poder discutir sobre la necesidad
de asignar consecuencias jurídicas diferentes a los problemas que atañen
a cada una de estas categorías.
La determinación de la antijuridicidad se lleva a cabo mediante un
procedimiento negativo: si no concurre ninguna causa de justificación, la
conducta típica es antijurídica. Cuando ello ocurre estamos en presencia
de un injusto o ilícito penal, que todavía no es delito, porque falta llevar a
cabo el juicio de culpabilidad. Cuando opera una causal de justificación la
conducta típica se torna conforme a derecho y genera un deber de toleran-
cia. Por ello, la conducta justificada no puede ser repetida mediante la le-
gítima defensa (debe ser tolerada), porque ésta exige la ilegitimidad de la
agresión.
El carácter justificante de una eximente no se determina en función
su ubicación en el CÓdigo. Muchos tipos penales se refieren expresamen-
te a causales de justificaciÓn, pero ello no hace que esas eximentes se
transformen en elementos negativos del tipo. Se trata de referencias a la
antijuridicidad, que son fruto de una deficiente técnica legislativa: en lu-
gar de estarse a las reglas generales de la teoría del delito, en ocasiones el
legislador se anticipa e incluye en la redacción típica elementos del estra-

547 WELzrL, Derecho penal aleindn, cit., p. 116.

286 Tercera parte


to subsiguiente. Ello ocurre, por ejemplo, en el art. 141 del CP argentino
que releva la acción de “el que ilegalmente privare a otro de su libertad
personal”. El término “ilegalmente” pertenece al juicio de valor de la anti-
juridicidad y no atañe a la tipicidad; si un particular detiene a un sospe-
choso en los términos del derecho que le otorga el art. 287 del Código Pro-
cesal de la Nación Argentina, actúa amparado en una causal de
justificación (ejercicio de un derecho) que hace que la privación de liber-
tad no sea ilegal. Sin embargo, su conducta sigue siendo típica y, en caso
de error, se tratará con las reglas del error de prohibición. Distinto es el
caso de ciertos supuestos de consentimiento en los que la acción típica
consiste, justamente, en actuar contra la voluntad de la vfctima, como
ocurre con el delito de violación. En tal caso la falta de consentimiento es
un elemento del tipo penal como se verá en el punto siguiente.
Sistemáticamente, el estrato de la antijuridicidad sirve para analizar
situaciones excepcionales en las que la afectación de un bien jurídico se au-
toriza u ordena en razón de la existencia de un conflicto de bienes. La pro-
hibición general y estereotipada que se realiza a nivel del tipo, cede cuan-
do la acción tfpica se lleva a cabo en razón de un conflicto de intereses que
el derecho soluciona en beneficio de su ejecutor. Ya hemos mencionado que
la diferente significación valorativa de los sucesos justifica la conservación
de la antijuridicidad como categoría autÓnoma de la tipicidad, por ejemplo
para poder asignar diferentes consecuencias jurídicas a los errores que re-
caen sobre elementos del tipo o de la justificación y, eventualmente, para
solucionar determinados problemas de participaciÓn criminal.
Mayoritariamente se considera que las causales de justificación, al
igual que los tipos, tienen un elemento objetivo y otro subjetivo. Conse-
cuentemente, para que una conducta esté justificada no sólo deben con-
currir los recaudos objetivos de la eximente sino que, además, el autor de-
be obrar con conocimiento (para algunos también con voluntad) de la
concurrencia de estos elementos 548, Esta exigencia muchas veces se ex-
trae de la redacciÓn legal de los tipos permisivos y otras simplemente a
partir de consideraciones valorativas que son difíciles de sustentar a la luz
del principio de legalidad, porque constituyen claramente la incorpora-
ción de un recaudo no previsto en la ley para limitar la eximente y, con
ello, ampliar la punibilidad.
Ouienes otorgan relevancia al elemento subjetivo de la justificante
afirman la antijuridicidad cuando el autor actúa sólo objetivamente justi-
ficado pero sin conocimiento de ello. Otros consideran que en el caso exis-
te tan sólo un disvalor de acción pero sin disvalor de resultado, porque del
suceso surge un beneficio por haberse salvado por azar un bien jurídico;
sobre esa base proponen aplicar por analogía la pena de la tentativa 549

548 STRATENWERTii, Derecho penal. Pnrte gener‹i/, t . I, ci t . , p. 156.


549 SrmrrNWERTH, Derecho penal. Parte general, t. I, cit., p. 158.

Teoria del delito 287


Carlos NiNO objetaba la incorporación de este recaudo subjetivo: “Es-
ta conclusión está impuesta, como se dijo más de una vez, por la concep—
ciÓn liberal, según la cual el derecho penal no va dirigido a prevenir acti-
tudes subjetivas indignas que puedan implicar una atuodegradación moral
del agente, sino situaciones socialmente indeseables. El que previene sin
saberlo un mal mayor o repele sin querer una agresión, no da lugar a una
situación indeseable que el derecho trate de prevenir, cualquiera que sea el
efecto que su acción produzca sobre el valor de su carácter mora1”550
Personalmente, creo que la exigencia de un elemento subjetivo de la
justificación lesiona el principio de legalidad en aquellos casos en los que la
redacción legal no lo consagra expresamente. Y, cuando lo establece, la con-
secuencia jurfdica de la falta de concurrencia del elemento subjetivo debe
ser el desplazamiento de la escala del delito consumado por la de la tentati-
va, porque la situación resultante es equivalente desde el punto de vista
axiológico a los casos de falta de consumación por ausencia de resultado.
La exigencia de elementos subjetivos de la justificante sólo se justifi—
ca en situaciones como la legítima defensa, en las que, por la característi-
ca de la reacción, es necesario el establecimiento de límites que restrinjan
la habilitación de una violencia de carácter punitivo manifiesto y siempre
que lo prevea la ley.
Las causas de justificación son el consentimiento del titular del bien
jurídico, el ejercicio de un derecho, el cumplimiento de un deber, el es-
tado de necesidad y la legítima defensa. El consentimiento del “ofendi-
do” hace imposible la afectación del bien jurfdico. Si el titular del dere-
cho subjetivo consiente en su afectación no hay derecho afectado sino
todo lo contrario: hay un derecho que fue ejercido mediante un acto de
disposición. Consecuentemente no habrfa tipicidad posible. Sin embar-
go veremos que, en razón de la importancia de determinados bienes, es
válido establecer restricciones al tipo de disposición admisible y a las
consecuencias jurídicas atribuidas no sólo a la disposición sino a los erro-
res que recaen sobre ésta; lo que justificaría que el consentimiento pueda
operar en ciertos casos como causal de atipicidad y en otros como causal
de justificación. Volveré sobre ello enseguida. El ejercicio de itti derecho
justifica cuando existe una autorizaciÓn legal para llevar a cabo la conduc-
ta típica. El coop/incierto de un deber prevé una situación similar que la
anterior, con la diferencia de que existe una obligación jurídica de actuar
dirigida al autor. El estado de necesidad existe cuando se sacrifica un bien
de menor valor para salvar otro de mayor valor. Se exige que el mal que
amenaza al bien sea inminente y que no exista otra forma de salvarlo. L‹z
/egfiimiz de/eiis‹i es admitida casi de forma universal y sujeta, en general,
a la existencia de los siguientes requisitos: una agresión ilegítima, la nece-
sidad racional de la acción defensiva y la falta de provocación suficiente
por parte de quien se defiende.

550 Nico, Los límites de la responsabilidad penal, cit., p. 485.

Tercera parte
El exceso en el ejercicio de una causal de justificación, es considera-
do en general por las diferentes legislaciones como causal de atenuación
de la pena. El CP argentino lo regula en su art. 35 y establece la pena ate-
nuada del delito culposo. Esto no significa que el delito se transforme má-
gicamente en culposo en razón del exceso, sino que al delito doloso co-
rrespondiente (ejecutado en exceso en el ejercicio de una justificante) se
le aplica una escala penal diferente. La atenuaciÓn se funda en una consi-
deración eminentemente político-criminal que se basa en diversos facto-
res. Por un lado existe una menor antijuridicidad del hecho, porque una
parte de él está amparado por la justificante. Por otro lado, la culpabili—
dad es menor porque es menos reprochable la lesión del bien jurídico, en
el marco de una situación conflictiva como la que se presenta en los casos
de colisión de bienes, propia del análisis de la antijuridicidad.

2. El consentimiento del titular del bien jurídico


La relevancia del consentimiento del titular del bien objeto de tutela
penal genera debates de todo tipo. Desde la discusión sistemática y menos
importante sobre si el consentimiento excluye la tipicidad o la antijuridi-
cidad, hasta la polémica de fondo sobre cuáles bienes jurídicos son dispo-
nibles y cuáles no.
Partiendo de la definición de bien jurfdico como derecho subjetivo in—
dividual o relación de disponibilidad sobre un objeto, el consentimiento
del titular del derecho excluye la afectación del bien jurídico y, dado que
dicha afectación es un presupuesto de la tipicidad, también la excluiría.
Sin embargo, y como se adelantó, creo que la consideración del con-
sentimiento como causa de justificación tiene un sentido sistemático con—
creto en los casos en que la afectación del sustrato material del bien jurf—
dico (por ejemplo, la vida o la integridad física), constituye en sí misma
un evento grave y valorativamente disvalioso. En tales casos, es preferible
otorgar a la eximente el estatus de causal de justificación con las conse-
cuencias que ello tiene en materia de error. Claro que este criterio es aje-
no a la doctrina mayoritaria, que ni siquiera admite la relevancia del con-
sentimiento cuando están en juego tales bienes.
Pero si se admite (como yo lo hago) que hasta la vida puede ser dis—
puesta por su titular, es necesario rodear de recaudos y precauciones al
consentimiento que recae sobre un bien tan importante. Cuando un enfer-
mo terminal pide que se lo mate en una situación de eutanasia, si bien la
conducta del que ejerce ese derecho tampoco afecta un bien jurídico, no
es descabellado atribuir a un eventual error las consecuencias del error de
prohibición, rodeando de este modo de mayores garantfas a un acto de
disposición sobre un bien tan valioso. Ello justifica en esos casos que el
consentimiento se considere como una causal de justificación.
Pero, dejando de lado estas situaciones particulares de bienes de gran
valía, el consentimiento debe operar directamente como un elemento ne-
gativo del tipo, excluyente de la tipicidad. Consecuentemente, habrfa ati-

Teoría del delito 289


picidad cuando se destruye una cosa ajena a pedido de su dueño o cuan-
do se autorizan daños físicos poco graves. No creo que corresponda cons-
truir una categoría dogmática diferente para estas situaciones: se trata de
una causal de atipicidad y al respecto rigen las reglas del error de tipo; si
se quisiera asignar una consecuencia diferente en materia de error, la so-
lución debería ser considerar la eximente como justificante. El parámetro
para asumir uno u otro criterio es la consecuencia jurídica que se preten-
de desde el punto de vista valorativo.
Hay que destacar que en ciertas situaciones el obrar contra el consen-
timiento del titular hace a la materialidad de la conducta descripta en el
tipo. Así, por ejemplo, la violación, el hurto, la violación de domicilio, son
delitos que se configuran sólo cuando el sujeto actúa en contra de la vo-
luntad del titular del bien. En tales casos no cabe duda del carácter de ex-
cluyente del tipo de la eximente. Así, por ejemplo, quien supone errónea-
mente que la mujer consistió el acceso carnal, actúa con error de tipo
excluyente del dolo y, consecuentemente, se elimina la tipicidad subjetiva
del delito violación.
Con respecto a los bienes que pueden ser dispuestos por su titular, al
analizar el principio de lesividad adelanté mi opinión sobre la disponibi-
lidad de todos los bienes jurídicos.
En un artículo publicado hace unos años55l defendí la relevancia del
consentimiento del titular del bien en los casos de eutanasia y muerte pia-
dosa. Teniendo en cuenta que cada persona es la única titular del derecho
a su propia vida, ninguna razón permite limitar el ejercicio de ese derecho
como ocurre con cualquier otro. Cuando el único acto de disposición re-
levante que tiene un sujeto es quitarse la vida, sin que pueda hacerlo por
sí mismo por su incapacidad Hsica, negarle la posibilidad de hacerlo me-
diante la intervención de un tercero lesiona su derecho a la vida y contra-
ria el principio de lesividad. Por ello, las normas que cercenan ese dere-
cho son constitucionalmente inválidas.
Es interesante el criterio sentado por la Corte Constitucional de Co-
lombia (en un fallo citado previamente), donde se analizó y resolvió va-
lientemente esta cuestión. El caso se originó en la demanda presentada
por un ciudadano contra el art. 326 del Código Penal colombiano que dis-
pone: “Homicidio por piedad. El que matare a otro por piedad, para po-
ner fin a intensos sufrimientos provenientes de lesión corporal o enferme-
dad grave o incurable, incurrirá en prisión de seis meses a tres años”. El
reclamante sostenía que la norma era violatoria del derecho a la vida por-
que “por su levedad, constituye una autorización para matar; y es por es-
ta razón que debe declararse la inexequibilidad de esta última norma,
compendio de insensibilidad moral y de crueldad”. En contra de la peti-
ción del TéClílmante, li3 Corte fue más allá y declarÓ directamente la in-

55 l SirvuSTRONl, Entallos iO y mueMe piadosa, cit., ps. 565-566.

Tercera parte
constitucionalidad de la aplicación de una sanción de cualquier tipo para
determinados casos de eutanasia. Se sostuvo en el fallo que “la Constitu-
ción se inspira en la consideración de la persona como un sujeto moral,
capaz de asumir en forma responsable y autónoma las decisiones sobre
los asuntos que en primer término a él incumben, debiendo el Estado li-
mitarse a imponerle deberes, en principio, en función de los otros sujetos
morales con quienes está avocado a convivir, y por tanto, si la manera en
que los individuos ven la muerte refleja sus propias convicciones, ellos no
pueden ser forzados a continuar viviendo cuando, por las circunstancias
extremas en que se encuentran, no lo estiman deseable ni compatible con
su propia dignidad, con el argumento inadmisible de que una mayorfa lo
juzga un imperativo religioso o moral. (. . .) de nadie puede el Estado de-
mandar conductas heroicas, menos aún si el fundamento de ellas está ads-
crito a una creencia religiosa o a una actitud moral que, bajo un sistema
pluralista, sólo puede revestir el carácter de una opciÓn. (.. .) Nada tan
cruel como obligar a una persona a subsistir en medio de padecimientos
oprobiosos, en nombre de creencias ajenas, así una inmensa mayoría de
la poblaciÓn las estime intangibles. Porque, precisamente, la filosofía que
informa la Carta se cifra en su propósito de erradicar la crueldad. (. . .) En
síntesis, desde una perspectiva pluralista no puede afirmarse el deber ab-
soluto de vivir, pues, como lo ha dicho Radbruch, bajo una Constitución
que opta por ese tipo de filosofía, las relaciones entre derecho y moral no
se plantean a la altura de los deberes sino de los derechos. En otras pala-
bras: quien vive como obligatoria una conducta, en función de sus creen-
cias religiosas o morales, no puede pretender que ella se haga coercitiva-
mente exigible a todos; sólo que a él se le permita vivir su vida moral plena
y actuar en función de ella sin interferencias. Además, si el respeto a la
dignidad humana, irradia el ordenamiento, es claro que la vida no puede
verse simplemente como algo sagrado, hasta el punto de desconocer la si-
tuaciÓn real en la que se encuentra el individuo y su posición frente el va-
lor de la vida para sí. En palabras de esta Corte: el derecho a la vida no
puede reducirse a la mera subsistencia, sino que implica el vivir adecua-
damente en condiciones de dignidad (.. .) Por todo lo anterior, la Corte
concluye que el Estado no puede oponerse a la decisión del individuo que
no desea seguir viviendo y que solicita le ayuden a morir, cuando sufre
una enfermedad terminal que le produce dolores insoportables, incompa-
tibles con su idea de dignidad. Por consiguiente, si un enfermo terminal
que se encuentra en las condiciones objetivas que plantea el artículo 326
del Código Penal considera que su vida debe concluir, porque la juzga in-
compatible con su dignidad, puede proceder en consecuencia, en ejercicio
de su libertad, sin que el Estado esté habilitado para oponerse a su desig-
nio, ni impedir, a través de la prohibición o de la sanción, que un tercero
le ayude a hacer uso de su opción. No se trata de restarle importancia al
deber del Estado de proteger la vida sino, como ya S€: hil Sf?ñali1dO, de re-
conocer que esta obligaciÓn no se traduce en la preservación de la vida só-
lo como hecho biológico”. Sobre esa base la Corte resolvió “Primero: De-

TeoJa del delio 291


clarar exequible el artículo 326 del decreto 100 de 1980 (Código Penal),
con la advertencia de que en el caso de los enfermos terminales en que
concurra la voluntad libre del sujeto pasivo del acto, no podrá derivarse
responsabilidad para el médico autor, pues la conducta está justificada.
Segundo: Exhortar al Congreso para que en el tiempo más breve posible,
y conforme a los principios constitucionales y a elementales consideracio-
nes de humanidad, regule el tema de la muerte digna”.
Todos los bienes jurídicos son dispoTlibles por su titular. Cuando és-
tos son varios se requiere el consentimiento de todos y ésa es la razón por
la que los denominados “bienes jurídicos colectivos” no pueden ser dis-
puestos por uno o sólo algunos de sus titulares.
La disponibilidad no impide al Estado establecer recaudos orientados
a reglamentar esa disposición, exigiendo que en relación a determinados
bienes la disposición se realice de determinada forma. Por ejemplo, en el
caso del derecho a la vida es válido que se establezca que quien quiera pri-
varse de ella lo haga por st mismo y no mediante la intervención de un ter-
cero, ya que ese recaudo sirve para garantizar que verdaderos homicidios
no se disfracen bajo el ropaje de muertes consentidas. Esa restricción es
inconstitucional cuando el sujeto no puede darse muerte por sí mismo o
cuando para hacerlo debería acudir a un procedimiento doloroso o deni-
granteªª ². En esos casos, las normas que condicionan la ayuda al suicidio
(por ejemplo, art. 83, CP argentino) o que prohíben la muerte a petición
son manifiestamente inconstitucionales.

3. Ejercicio de un derecho y cumplimiento de un deber


Tanto el ejercicio de un derecho como el cumplimiento de un deber
legal legitimar la comisión de la conducta tfpicaª 53, En ambos casos el de-
recho/deber puede manifestarse de dos modos distintos: a) mediante una
norma que expresamente habilita u ordena la ejecución de la conducta tí-
pica; o b) a través de la consagración del derecho o del deber de modo ge-
nérico. En este último caso, la justificación está supeditada a la prevalen-
cia del derecho/deber por sobre el deber emergente de la norma
antepuesta al tipo penal. En otras palabras, la determinaciÓn de la justifi-
cación exige una especial valoración jurfdica para establecer cuál es la
norma que prevalece: la antepuesta al tipo penal o la que se esgrime co-
mo justificante.
Son ejemplos de ejercicio de un derecho: la retención de una cosa aje-
na en razón del no pago de una deuda relacionada con la reparación de

Art. 34, inc. 4, CP argentino: “El Qllé Obfate en cumplimiento de un deber o en el le-
gítimo ejercicio de su derecho, autorídlld 0 C Ijo”. En sentido similar, art. 20. 7, CP español.

292 Tercera parte


esa misma cosa (derecho emergente, en la ley argentina, del art. 3.939 del
Código Civil y que justifica la comisión del delito de retenciÓn indebida ti-
pificado en el art. 173.2, CP argentino); el dereCho a la libre expresión res-
pecto de ciertas afectaciones al honor (aquí será sumamente importante
el juicio de prevalencia para establecer cuándo el honor debe ceder y
cuándo se mantiene intacto frente al derecho a la libre expresión); el de-
recho a disponer privaciones de libertad en el marco de la coerciÓn potes-
tativa reglada en los códigos de procedimientos; el derecho de un particu-
lar de aprehender, en ciertas circunstancias, a un sospechoso de la
comisión de un delitoª54 entre otras tantas.
Son casos de cumplimiento de un deber legal: la detención de un sos-
pechoso llevada a cabo por la policfa; los daños perpetrados en el marco
de una orden de allanamiento para permitir el ingreso a una morada de la
que no se tiene llave y a la que no se puede acceder de otro modo; la eje-
cución llevada a cabo por el verdugo en los pafses que admiten la pena de
muerte; entre muchas otras más.
Veremos luego (ín(r‹i addenda 3) que la actuación de los agentes de las
fuerzas de seguridad, cuando se encuentran ante el deber de actuar en de-
fensa de bienes de terceros y de modo lesivo de bienes tales como la vida
o la integridad corporal de los agresores, se ve regulada y limitada por las
reglas de la legftima defensa. En tales casos la legítima defensa, que para
el agredido es un derecho, constituye un deber para el agente de seguri-
dad; deber que se ve limitado por las reglas propias de dicha eximente.

4. Estado de necesidad
El sacrificio de un bien jurídico está justificado cuando se salva un
bien jurídico más valioso si no habla otra forma de evitar su afectaciójj555,
El estado de necesidad se inspira en una consideración eminente-
mente utilitaria. Cuando colisionan distintos bienes de modo tal que sólo
uno de ellos puede sobrevivir a costa del otro (necesariedad), es social-
mente útil que se salve el de mayor valor a costa del de menor valla. Oue-
da claro que si no hay necesidad, esto es, si era posible salvar el bien de
otro modo menos lesivo, no hay justificación alguna porque el daño era
evitable (lo que, como hemos visto, constituye una expresión del principio
constitucional de culpabilidad en el ámbito de la justificación).
La consagración de esta eximente como causal de justificación signi-
fica que la conducta lesiva del bien menos valioso debe ser tolerada por
los terceros e incluso por el titular del bien afectado. Cualquier resisten-
cia dirigida a impedir la conducta salvadora será antijurídica y habilitará,

554 Art. 287 del Código Pi‘ocesal Penal de la NaciÓn Argentina.


Art. 34, inc. 3, CP argentino: “El que causare un mal por evitar otro mayor inminen-
te a que ha sido extraño”. También, por ejemplo, art. 20.5, CP español.

Teoria del delito 293


consecuentemente, la legítima defensa. En atención a ello no cualquier
colisión de bienes puede estar amparada en esta causal de justificación y
dar lugar a semejante deber de tolerancia. Parece claro que si una vida es-
tá en peligro puede afectarse la propiedad para salvarla. Por el contrario,
no se podría afectar compulsivamente la integridad física de un sujeto
(por ejemplo, quitándole un órgano) para salvar la vida de otroªªª; cabe
preguntar qué pasaría si se trata sólo de extraerle sangre: ¿estaría justifi-
cado el médico que como último recurso actúa contra la voluntad de una
enfermera, la duerme con cloroformo y le extrae sangre para salvar al pa-
ciente que se está desangrando?; si afirmamos la justificación debemos
afirmar el deber de tolerancia por parte de la enfermera y negarle el dere-
cho a la legftima defensa; además hasta podría considerársela incursa en
una omisión de auxilio si se niega a donar sangre. La situación es comple-
ja y me inclino por otorgar al médico tan sÓlo una disculpa, ya que la afec-
tación de un derecho personalísimo no puede quedar sujeta a considera-
ciones utilitarias de este tipo, como st puede hacerse con el derecho de
propiedad.
De todos modos, si colisionan el derecho de propiedad de dos sujetos
la situación también es compleja. A primera vista podrfa decirse que se
trata de la colisión de bienes de igual jerarqufa y que por ende no habili-
tan esta eximente; sin embargo, puede darse el caso de que el bien ame-
nazado sea de una valía extremadamente superior en relación al bien sa-
crificado para salvarlo, en cuyo caso podría concurrir la justificante. Claro
está que no puede negarse luego la acción resarcitoria, ya que no existe
motivo alguno para asignar al titular del bien afectado el costo de la sal-
vación del bien de mayor valía.
Respecto de la reparación civil, en general se sostiene que la conduc-
ta justificada no genera responsabilidad civil justamente porque es ade-
cuada a derecho. Coincidiendo con la opinión de NIMOª57 creo que ello es
un error. No veo razones para que un sujeto deba cargar con el costo que
demanda la obtención de un resultado final óptimo para el conjunto de la
sociedad. Si debemos asignar a alguien el costo del azar no me parece
contraintuitivo que sea el titular del bien más valioso el que deba afron-
tarlo, ya que en definitiva es quien se ve más beneficiado por el resultado
final. O, en todo caso, debe ser toda la sociedad la responsable, ya que es
ella la que instituye jurídicamente el deber de tolerancia. No existe ningún

556 NONO, Los límites de la responsabilidad penal, cit., ps. 475-476, rechaza la justifica-
ción en ese ejemplo: ”a los individuos no se los puede sacrificar, sin su consentimiento, en be-
neficio de otros, aún cuando de ello resUltara un beneficio mavor o un perjuicio menor para
la sociedad en su conjunto que si el tal sacrificio no se impusiera (. . .) esta idea está expresa—
da por el principio kantiano d Que US hombres no pueden ser utilizados sólo como medios
para fines distintos de los de ellos mismos”
5› 57 Ni×a, m límites de la responsabilidad cual, cit., ps. 478-480.

294 Tercera parte


argumento satisfactorio que justifique cargar al titular del bien afectado
el costo de la solución del conflictoªª .
En el estado de necesidad justificante el bien lesionado jamás puede
ser la vida, ya que ninguna situación puede colocar a un sujeto ante la
obligación de tolerar que se lo mate, vedándole el derecho a la legftima de-
fensa. Por esa razón, si entran en conflicto, por ejemplo, un millón de vi-
das contra una sola no es procedente la justificaciÓn sino en todo caso la
disculpa, con la consiguiente subsistencia del derecho de defensa (propia
o de terceros) dirigido a salvar la vida de esa persona.
Un ejemplo que trae a colaciÓn este problema es el siguiente: un
avi6n con 100 pasajeros a bordo es secuestrado por un grupo terrorista y
se dirige directamente a estrellarse hacia un reactor nuclear que está pró-
ximo a una ciudad densamente poblada; de producirse el impacto mori-
rán en el acto 100.000 personas, uno o dos millones en los primeros dfas
subsiguientes y al cabo de un mes cuatro millones de personas en total;
para evitarlo un avión caza dispara un misil aire-aire contra el avión de
pasajeros evitando el accidente. La situación es compleja por varias razo-
nes. Supongamos que un pasajero del avión o que un tercero que presen-
cia la escena tiene la posibilidad de disparar a su vez contra el caza, ¿es-
tarían justificados? La pregunta es, en realidad, quién lo estaría y quién
no. ¿A quien ampara el deber de tolerancia?
En principio, la conducta del piloto del caza estaría tan sólo discul-
pada, ya que el principio de utilidad no admite el sacrificio de una vida
humana en el marco del estado de necesidad justificante. Y, consecuente-
mente, la conducta de los demás serfa jurídica por lo que habría que ad-
mitir que cualquier persona estaría habilitada a derribar al caza en ejerci-
cio de la legítima defensa de un tercero.
Lo que en este caso afecta el análisis es el hecho de que la vida de los
pasajeros del avión será sacrificada de todos modos por la conducta sui-
cida de los terroristas, por lo que el disparo del misil no es más que un
adelantamiento de un resultado fatal seguro. La pregunta entonces es si la
preservación de la vida de los pasajeros por el corto instante que queda
por delante genera un deber de tolerancia tal que habilite la legítima de-
fensa contra el accionar del caza.
Me parece que no lo genera y que, consecuentemente, el disparo del
misil contra el avión de pasajeros está justificado en la medida en que se
realice en el momento lfmite para actuar, esto es, cuando ya no hay posi-
bilidad alguna de que los pasajeros eviten el resultado y, por ende, cuan-
do cualquier conducta defensiva a favor de éstos no sea más que un inten-
to por prolongar por unos instantes un desenlace inevitable, aunque esta
solución no me satisface del todo.

558 Sobre las diferentes alternativas, Nico, Izis límites de la responsabilidad penal, c i i.,
ps. 479-480.

Teoría del delito 295


s. Legítima defensa
El d€lFClChO autoriza la defensa propia o de terceros cuando, en el
marco de ciertas circunstancias, un sujeto agrede ilegítimamente los de-
rechos de otro.
La caracterfstica distintiva de la legftima defensa respecto del estado
de necesidad es que admite la afectación de un bien de mayor valor que
el amenazado por la agresiónª 59, Ello se ha justificado en que el derecho
(el que es objeto de agresión) no tiene por qué ceder ante lo injustoªª
(ante la agresión contraria a la ley) y evidentemente estaría cediendo a
ello si su defensa estuviese supeditada a la afectación de un bien de me-
nor jerarquía.
Pero, con independencia de la validez de ese argumento, lo cierto es
que la autorizaciÓn de la defensa no necesita justificarse por comparación
con el estado de necesidad, porque su fundamento esencial está dado por
las mismas razones que legitiman axiológicamente la propia existencia del
Estado. Cuando el poder público no puede cumplir sus fines (la defensa
de los derechos de sus clientes) carece de sentido mantener el monopolio
de la coerción que caracteriza y define al Estado.
En general, los diferentes códigos condicionan la autorización de la
defensa de los derechos a la concurrencia de los siguientes requisitosªª ³:
a) agresión antijurídica contra un derecho; 6) inminencia de la atectación;
c) necesidad de defensa; d) racionalidad del medio defensivo; e) falta de
provocación de quien se defiende.
a) Agresión ilegítima, es una acciÓn humana contraria a derecho, que
afecta de modo actual un bien jurfdico, aunque no se trate de un bien
jurfdico-penalmente tutelado.
La exigencia de una acción como constitutiva de la agresión se impo-
ne por varias razones. En primer lugar, la noción de agresión ilegítima pa-
rece denotar cierta conexión entre el comportamiento y el disvalor con
que se lo adjetiva (ilegítimo). El no acto, el mero acontecimiento mecáni-
co que se produce cuando el cuerpo es utilizado como una masa mecáni-
ca, no parece susceptible de ser calificado como antijurídico o ilegítimo.
En segundo lugar, el tipo de reacción que esta eximente habilita, no guar-
da relación racional con un antecedente que no constituya una conducta.
En tal caso (esto es cuando de una no acción surge una amenaza), los in-
tereses en juego parecen resolverse mejor con las reglas del estado de ne-
cesidad (justificante o disculpante segiin el caso).

RoxiN, Derecho penal. Parte gerterof, t. I, cit., p. 632.


0 SiiizTEirwzRru, Derecho penal. PaMe general, t. I, ci t . , p. 139.
56 l Por ejemplo, art. 34, inc. 6, CP argentino; art. 20, inc. 4, CP espafiol.

Tercera parte
Se ha sostenido también que la agresiÓn ilegítima puede consistir en
una omisiónªª². Frente al médico que no atiende al paciente que estñ su-
friendo uri infarto, parece justificada la acción de quien lo agrede, causán-
dole lesiones, con el fin de obligarlo a actuar.
La contrariedad al derechci está dada por su antijuridicidad. No es
preciso que se trate de una conducta típica, bastando que sea contraria al
orden jurídico en su conjunto. No es ilegftima una conducta amparada
por otra causal de justificación; int deber de tolerar impuiesto of tituilar del
bien juirídico exclude siempre la defensa iiecesnriq 563,
b) La agresión es actual e inminente, desde que comienza y mientras
se mantiene el peligro que amenaza al bien jurídico. El inicio de la agre-
sión no se identifica con el comienzo de ejecución de un delito, porque la
tipicidad no es condición necesaria para la existencia de agresión ilegíti-
ma, ya que, como vimos, basta con su antijuridicidad; la amenaza cierta
a un bien jurfdico alcanza para habilitar la defensa. Es admisible la defen-
sa incluso frente a amenazas de un mal futuro, cuando no existe posibili-
dad de que la autoridad estatal lo conjure efectivamente y a tiempo. Si
existe posibilidad de que la actuación estatal evite la agresión de forma
efectiva, la víctima de la agresión debe acudir a los órganos estatales co-
rrespondientes, para que éstos cumplan con el rol que le es propio y evi-
ten la afectación del bien jurfdico. No hay inminencia cuando la agresión
ya cesó; no existe legítirria defensa contra un ataque que ya pasó y que no
se puede reiniciar.
c) La conducta defensiva es necesaria, cuando no existe otro medio me-
nos gravoso para evitar la agresión564, Hemos visto que este requisito cons-
tituye una expresión del principio constitucional de culpabilidad, ya que la
falta de necesidad da cuenta de la evitabilidad del suceso (stipr‹z XII. 3).
Si la agresión puede ser evitada causando lesiones al autor, no estará
justificada la acciÓn de darle muerte. Y si de las lesiones se eligió la más
gravosa, siendo la menos grave apta para evitar el resultado, tampoco ha-
brá justificación. De todos modos, esta regla debe ser evaluada en relación
al contexto del caso, porque las situaciones frente a las cuales es necesario
invocar esta eximente no admiten en general un examen matemático de las
alternativas posibles. Si bien es cierto que los errores serán solucionados
en la culpabilidad como errores de prohibición y que en general excusarán,
me parece que la negación automática de la justificaciÓn en virtud de un
examen matemático de la necesidad no es axiológicamente correcta.
La legftima defensa sólo ampara los daños causados a los bienes del
agresor, porque el tercero no lleva a cabo una agresión ilegítima que lo ha-

ªª S r×wznTu, Derecho penal. Parte general, t. I, cit., p. 141.


563 TRATENWERTH, Derecho penal. Pnrfc geiteriif, t. I, cit., p. 142.
564 pp todos, S TENwERTH, Derecho penal. Pane general, t. I, cit., p. 143.

Teoña del delito 297


ga pasible de la conducta defensiva. Si se causan daños a bienes de un ter-
cero, sólo podría concurrir una justificación o una disculpa, según el ca-
so, en los términos del estado de necesidad 565
d) La necesidad es racional, cuando la desproporciÓn entre la concIuc-
ta defensiva y la agresión no es manifiesta, ni valorativamente descabc:lla-
da. Esto no significa exigir proporción entre la acción defensiva y la agre-
sión, sino que la desproporción caracterfstica de esta eximente no debe
ser irrazonable. Dar muerte al niño que se roba una manzana porque: no
existe otro medio de defensa, no es racional y no está justificado, porque
esa alternativa no constituye una solución adecuada del conflicto desde el
punto de vista axiológico. La antijuridicidad es el ámbito de la solución de
conflictos, y éstos deben ser resueltos de acuerdo a los principios inspira-
dores de todo el ordenamiento jurfdico, que en los pafses civilizados se
sustentan en criterios de justicia que no legitiman desde ningún puntc› de
vista una conducta de ese tipo. Las razones que se expondrán en la adden-
da 3 refuerzan este punto de vista.
e) No es legftima la defensa si la agresión I:se provocada su[icier te-
mente, esto es, cuando el medio provocativo utilizado de forma delibera-
da era razonable para provocar la conducta agresiva 566 . No basta que la
provocación haya sido evaluada por el autor como antecedente posible y
razonable de la agresión, sino que debe haber sido enderezada directa-
mente a generar una reacción agresiva 567,
Provocación suficiente no equivale a agresión ilegítima, ya que de lo
contrario el recaudo estaría sobrando, porque lo que invalidaría la defen-
sa sería la legitimidad de la agresiÓn y no el que haya sido provocada.
Las reglas de la legftima defensa limitan la actuación de los agentes
del Estado, en los términos que se analizan a continuación.

563 Si A para defendétsé del ataque de B 56lo tiene a su alcance un medio defensivo (Jior
ejemplo, la utilización de una granada) que no sólo dará muerte a B, sino también a C, esta-
rá justificado sólo en relación a la muerte del primero, pero no respecto de la muerte de este
último. Esta situación será resuelta por las reglas del estado de necesidad, que en el casci tan
sólo podría ser disculpante (in[ra XX. 6. c).
Así, un insulto puede ser antecedente razonable de un ataque leve a la integridad fí-
sica, pero no de un ataque a la vida.
567 l amante sorprendido iii [raganti por el marido furioso no agrede
suficienterrxente
y conserva el derecho de defenderse.

298 Tercera parte


Addeuda 3
lena y legítima defensa. El principio de legalidad
y la característica punitiva de la legíti (j568

1. Introducción
El derecho a la legítima defensa genera conflictos éticos y constitucionales que
ponen de manifiesto los puntos neurálgicos de la discusión sobre la pena y el
Estado.
Uno de esos conflictos surge en relación a los límites que la doctrina y la juris-
prudencia incorporan a la legítima defensa cuando exigen, por ejemplo, cierta
proporcionalidad del medio defensivo, o la ponderación de los intereses en jue-
go o cuando se niega la justificación frente a ciertas agresiones de inimputa-
bles. La incorporación de límites dirigidos a morigerar la aplicación literal de
la eximente (que, al acotar su alcance, amplían el ámbito de la antijuridici-
dad) presenta un problema a la luz del principio de legalidad, ya que, al me-
nos a primera vista, la introducción de estos límites conduce a una interpre-
tación formalmente analógica o extensiva de la ley, dirigida a afirmar la
antijuridicidad en situaciones en las que sin esos límites la conducta estaría
justificada.
Roxie se ocupa especialmente de este problema. Sostiene que los principios
que rigen la interpretación de las causales de justificación: “modifican el prin-
cipio un/fue crimen sine /cge, en cuanto que éste no está aquí necesariamen-
te vinculado al tenor literal, aunque sí a las finalidades en las que se basan los
principios ordenadores. . . 569 Considera a la antijuridicidad un ámbito de so-
lución de conflictosª 70 y, dado que eximentes tales como la legítima defensa
y el estado de necesidad rigen para todo el ordenamiento jurídico, sostiene
que para interpretar su alcance corresponde atenerse a sus principios recto-
res y no al tenor literal571 . aunque por razones parcialmente diferentes llega-
ré a una solución similar; como luego se verá, creo que el alcance de las jus-
tificantes y, sobre todo, de las que como la legítima defensa contienen un alto
grado de violencia punitiva, no puede estar determinado por el tenor literal

568 Basado en un trabajo leído en la Facultad de Derecho de la Universidad de Buenos


Aires, en junio de 1999, titulado Pena y fegftim‹z defensa.
569 ROXIN, Derecho penal. Parte general, t. I, cit., p. 222.
570 Dice Roxie que “el injusto desliga el hecho de la abstracta tipificaciÓn del tipo: si—
túa el hecho en el contexto social y contiene, desde el punto de vista de lo que está prohibido
(en este caso como exclusiÓn del injusto), una valoración de los conflictos de intereses que se
derivan de la in teracciÓn social. . .” (Roxie, Derecho penal. Parte general, t. I, cit., p. 220).
57 Dice que es necesario prescindir del límite del tenor literal en las causales de justi—
ficación que, como sucede en la legftima defensa (§ 32) o en el estado de necesidad justifican-
te (§ 34), están reguladas en el propio CÓdigo Penal, ya que las mismas no son válidas sÓlo pa-
ra el Código Penal, sino para todos los sectores jurídicos. Por tanto en la interpretaciÓn de las
causas de justificación también el juez penal está vinculado sólo por el fin de la ley (los princi-
pios reguladores legales), aunque naturalmente en las mismas tampoco puede tener lugar una
’aplicaciÓn o creación libre del derecho”’ (Derecho penal. Parte General, t . I, cit., ps. l 57- 158).

Teoria del delito 299


del principio nit/htm crimen sine fege, sino por criterios limitativos, no ya del
alcance de la antijuridicidad, sino de la habilitación de la violencia defensiva.
Fue Carlos NI Oª72/ 73 quien, a mi juicio, llevó a cabo el análisis más rigu-
roso sobre la legítima defensa. En su opinión, la impunidad se fundamenta
en la conjunción de diversos principiosª 74 y en relación a la regla de la ra-
cionalidad o proporcionalidad establece los siguientes criterios: “a) No se
puede lesionar un bien primario del agresor en defensa de un bien secunda-
rio de la víctima. b) La defensa de un bien primario rio reparable de quien
no ha dispuesto voluntariamente de él, permite (aun ante un agresor no cul-
pable) causar cualquier dafio que sea necesario para su preservación. c) En
el caso de que estén en juego bienes secundarios o bienes primarios repara-
bles y no se dé la circunstancia del punto d, sólo es legítima una acción de-
fensiva privada que afecte a un bien menos valioso o a un bien reparable a
un costo menor. d) Cuando el agresor actuó voluntariamente y con concien-
cia de que su acción involucraba una pérdida parcial de la protección jurídi-
ca a sus bienes, es posible defender ciertos bienes a costa de lesionar otros
de mayor valor del agresor —aun primarios— si la dafiosidad social de la ac-
ción (medida sólo en términos de comparación de bienes de agtresor y agre-
dido) está compensada por el beneficio social derivado de su virtualidad pre-
ventiva. En la aplicación de todos estos criterios de la regla de
proporcionalidad deben tomarse en cuenta dos variables: 1) el carácter y
magnitud de los bienes involucrados; 2) el grado de daño o peligro al que es-
tán expuestos 75 . Como puntos salientes de la idea de NI o, corresponde
destacar que consideraba relevante la culpabilidad del agresor como elemen-
to decisivo de solución (sobre todo para habilitar una conducta defensiva
que le prive a éste de sus “bienes primarios”) y admitía que en ocasiones pu-
diese concurrir legítima defensa contra legítima defensa 576 Su idea general
es limitativa de la justificación de la conducta defensiva y se apoya en prin-

572 Nico, Carlos Santiago, Lo [undamentacidn de la legftima de[ensa. Réplica al pro[es or


Fletcher, en “Doctrina Penal”, Ed. Depalma, Buenos Aires, 1979, año 2, n‘ 5 a 8, ps. 235-256.
573 Nico, Carlos Santiago, L‹i legítima de[cnsa. Fundamentacidn y régimen jurídico, Ud.
Astrea, Buenos Aires, 1982,
574 A su juicio, “los factores relevantes para determinar la punibilidad de una acciÓn de-
fensiva son los siguientes: a) el carácter de primarios o secundarios de los bienes que se pre-
tende preservar; b) la posibilidad de restablecer los bienes primarios en peligro por medios di-
ferentes de la accidn defensiva; c) el valor comparativo de los bienes defendidos vis a vis de los
bienes del agresor que es necesario lesionari d) si los bienes del agresor que la defensa sacrifi-
ca son o no bienes primarios no restítuibles y si son resti tuibles, si lo son a un costo menor
que los del defensor; e) la responsabilidad del agresor, o sea si ha emprendido el ataque volun-
tariamente y con conciencia cte sus consecuencias normativas; f) cuando el agresor es respon-
sable y se le causa un daño mayor al implícito en su agresión, si ese plus dañoso puede ser com-
pensado por los beneficios del efecto disuasorio de permitir tales acciones defensivas; g) la
atribuibilidad de la acción defensiva a su agente, o sea si la agresión genera o no circunstan-
cias que afectan a la voluntariedad de esa acción” (N0iO, fzi /egftim‹i de[ensa, ci t., p. 76).
575 Ni×o, m fegrlímn defensa, en., ps. l 19-120.
576 Sostiene NiNo que “cuando el agresor no es responsable, la situación es una de es-
tado de necesidad y se rige por el principio de prevalencia del bien más valioso. Sin embargo,

Tercera parte
cipios de proporcionalidad y de justicia, que se derivan de los fundamentos
axiológicos del ordenamiento jurídicoª 77
La exigencia de proporcionalidad se ha fundamentado también acudiendo a
una analogía con la pena, lo que ha merecido fuertes críticasª78
A lo largo de esta addenda intentaré establecer los contornos de la legítima de-
fensa, partiendo de la premisa de que, en ciertas situaciones en que la acción
defensiva consiste en la imposición de un mal serio y grave al agresor que
afecta bienes jurídicos esenciales de forma significativa, debe reconocerse el
carácter punitivo de la defensa, al menos desde la óptica de las realidades pre-
jurídicas.
Esta premisa no constituye un intento de justificación de la legítima defensa
a partir de su similitud con la pena. Se trata, solamente, de una comparación
axiológica entre ambas reacciones, que parte de la observación de lo que en
ciertos casos la conducta defensiva es en realidad.
Trataré de establecer si del resultado de esa observación corresponde o no ex-
traer consecuencias jurídicas y si, en su caso, la consideración valorativa de
ciertas defensas como penas afectan la vigencia del principio de legalidad o,
al menos, si establecen una diferente operatividad de la garantía segtín que se
aplique en el ámbito de Ía tipicidad o de las justificantes.

2. la naturaleza punitiva de la legitima defensa y su limitación


Al comienzo de este libro (siiprn II. $) se definió la pena a partir de determi-
nado punto de referencia: una referencia externa al orden jurídico que permi-

este principio está sometido a la importante restricción, que por otra parte rige también en el
estado de necesidad, de que él no se aplica a bienes inherentes a la persona humana —sean del
agresor no responsable o de la víctima— cuyo sacrificio convertiría a los hombres en instru-
mentos al servicio de otros; sólo cuando esos bienes son restituibles ellos podrían ser afecta-
dos para preservar bienes primarios no restituíbles o restituib]es a un costo superior. En el ca-
so límite en que se enfrentan bienes primarios no restituibles de un agresor no responsable y
de la vfctima de la agresión (por ejemplo, vida contra vida), cabe una acción de legítima de-
fensa contra otra de igual carácter. La situación cambia substancialmente cuando el agresor
ha obrado voluntaria y conscientemente: en este caso se levanta la barrera constituida por sus
derechos primarios, y puede excederse el equilibrio entre el valor del bien preservado y el del
lesionado, si el perjuicio social resultante puede ser compensado por el beneficio que surge
de la eficacia disuasoria de esa clase de acciones defensivas” (fzi legftima de[ensa, cit., p. 77).
577 Nico, fzi fegflifitn defensa, cit., ps. 9-11.
578 Maximiliano Rusco×i (II /nstí(ícncídir en el derecho penal. Algunos problemas actua-
les, con la colaboración de Javier MAitirzcURREnA, Ed. Ad-Hoc, Buenos Aires, 1996, p. 55) cri-
tica la idea de los que, desde criterios preventivos generales, asimilar la conducta defensiva
con la pena, pero considera que “de esos intentos debe rescatarse, de todos modos, la idea bá-
sica: la pretensión de trasladar algunas limitaciones de la pena estatal y, en todo caso, del mis-
mo sistema de imputación, a los contornos político-criminales del derecho de autodefensa”.
Sobre esa base afirma que “así como el Estado, en su función de protección de los intereses
sociales, debe agotar todos los instrumentos y medios menos lesivos antes de recurrir al de-
recho penal, así también, el individuo agredido debe agotar todCtS lOS posibles medios de de-
fensa poco violentos, incluso a veces huir, antes de acudir al medio necesario para repeler el
ataque, pero extremadamente violento en relación con la magnitud del bien jurídico o la in-
tensidad de la agresión” (ps. 55-56).

Teoria del delito


te elaborar un concepto útil para hacer valer las garantías constitucionales.
Desde ese mismo punto de vista prejurídico, veremos que la legítima defensa
reviste mayormente los caracteres propios de la sanción penal.
En general, la legítima defensa es considerada dentro de la categoría de lo
que ZAFFARONI llama coacción directa que, como vimos, consiste en una coer-
ción jurídica de naturaleza materialmente punitiva pero que tiene la caracte-
rística de proveer una solución adecuada al conflicto que afecta un bien jurí-
dico. Ya vimos que el citado autor descarta la posibilidad de denominar penas
a toda aquella coacción que sirve para solucionar conflictos, ya que según su
concepción la inutilidad de la sanción es una característica esencial de la de-
finición de pena. Por esa razón de(íiiicioiini la legítima defensa no podría ser
considerada como una pena, pero ya vimos que ese tipo de argumentación es
meramente formal porque desatiende la esencia material de la coacción a fa-
vor de su caracterización conceptual. Además, ese argumento sólo sirve para
quienes asumen la inutilidad de la sanción como nota necesaria del concepto
de pena, lo que personalmente descarto.
Si se atiende a las características materiales de la pena, dejando de lado la
aserción apriorística de que la pena nunca sirve, será difícil sostener que cier-
tas reacciones violentas, permitidas por el derecho a la legítima defensa, no
constituyen penas. La úrúca forma de negarlo sería acudiendo a criterios me-
ramente formales o lingüísticos, pero ya vimos que eso nos está vedado por im-
perativo constitucional.
No puede negarse que la imposición coactiva de la muerte o de un daño físi-
co es una pena. La privación de la vida y el daño físico configuran el mayor
mal que puede imponérsele a otroª 79 Cabe preguntar si importa la razón por
la que el daño fue provocado 580 Existe pena cuando se mata o lastima a otro
porque sí, sin que sea como consecuencia de algo que la víctima hizo antes?
Parecería que no; el contenido simbólico y preventivo del castigo se relaciona
con una conducta previa que se hace acreedora de la sanción, ya sea por una
razón intrínseca o por una necesidad preventiva. Aparecen aquí las nociones
de retribución y prevención que, como ya se vio, subyacen como característi-
cas esenciales de la sanción penal.
Retribución por lo que se hizo, prevención para evitar lo que se puede hacer
en el futuro. Pero, ¿por qué no retribución y prevención por lo que se está ha-
ciendo de [orma actual? En realidad, lo qme se está /incieitdo es algo que se / i-
zo porque una parte del suceso ya pasó; si así no fuera el suceso no habría co-
menzado. Pero lo que empezó (y consecuentemente ya pasó) continúa su
curso lesivo y sigue siendo pasible de una reacción retributiva y preventiva de
forma idéntica a la que puede ser objeto la parte del suceso que ya transcu-
rrió. No encuentro una razón lógica que niegue a la reacción frente al curso
actual los caracteres de la sanción que se aplica al curso ya pasado.

579 Que la pena de muerte sea una pena prohibida en ciertos estados (por ejemplo los
signatarios de la CADH, que la prohíbe en su art. 4), no impide considerarla una pena natu-
ral. AI contrario, sólo a partir de su consideración como tal puede afirmarse o negarse su va-
lidez o legitimidad.
580 Ello sería relevante, por ejemplo, respecto de la afeCtaciÓn de la propiedad en don-
de la diferencia entre una multa y una indemnizaciÓn puede radicar, en parte, en la razón de
la imposiciÓn.

Tercera parte
Este punto es importante respecto del eféCto preventivo: no sólo hay preven-
ción en el sentido especial y general, esto es, dirigida hacia el futuro y en rela-
ción a otros hechos lesivos; lu eseiici‹i dé la prevención pasa por evitar el dano
que se está produciendo en ese momento. Hay prevención cuando se acciona so-
bre otro cuando está afectando un bien y para evitar esa misma afectación. Es
más, la idea de prevención posterior es un producto bastante artificial; la ver-
dadera prevención es la que resulta apta para evitar la consumación del mal
que amenaza al bien jurídico en peligro.
Esta prevención destinada a evitar un daño actual puede ser llevada a cabo de
diversas formas. Toda la actividad preventiva del Estado se encuentra enca-
minada a evitar afectaciones futuras y a detener los cursos de acción lesivos
que se estén llevando a cabo. El Estado puede proveer a esa finalidad con su
sola presencia (“el policía de la esquina”) y otras veces mediante acciones des-
tinadas a inteiwmpir la lesión inminente de bienes jurídicos. Pero en ciertas
ocasiones esa actividad de prevención “en el momento de la afectación” ad-
quiere características punitivas, ya que se manifiesta como una reacción
coactiva y violenta, dirigida al autor de la afectación, de forma gravosa para
sus bienes, y con un claro sentido de retribución (al menos objetiva). Ese cur-
so de acción preventivo (que puede provenir de un agente del Estado o de un
particular) reviste las características necesarias básicas para ser considerado
una sanción penal.
Una característica de la pena que merece alguna reflexión es la relacionada
con el sujeto que la aplica. Es el Estado, y no los particulares, quien tiene el
monopolio de la fuerza y del poder y quien en ejercicio de esas potestades
aplica las sanciones legales, entre ellas la sanción penal. Sin embargo, ésta no
es una característica necesaria de la pena. Concebida desde una óptica mate-
rial poco importa quién sea el sujeto que la ordene y la aplique. Es obvio que
sólo el Estado puede ordenar o facultar la aplicación de una pena lícita, pero
esto no quiere decir que, materialmente, no exista sanción penal sin que el Es-
tado se encuentre detrásª 8
Frente a la conducta de un particular que encierra a otro en un calabozo du-
rante cierto tiempo (como retribución por lo que ese otro le hizo y/o para evi-
tar que vuelva a repetir determinada acción) no se puede negar la existencia
de una pena sólo porque no fue impuesta por el Estado. Oue se trate de una
conducta ilegal no borra su carácter material, no niega el hecho cierto de que
se trata de una sanción idéntica a la que aplica el Estado con el nombre de
pena. Esta consideración debería tener consecuencias jurídicas; por ejemplo,
si el agresor inicial (el encerrado) luego es condenado por el delito que co-
metió contra el captor, el tiempo de cautiverio le debería ser descontado, ya
que fue cumplido como consecuencia de la misma conducta por la que fue-
go fue condenado en juicio. Negar esa consecuencia sería el colmo del for-

58 l No es casual que el art. 15 de la ConstituciÓn paraguay a se refiera a la legftima de-


fensa en el mismo artfculo que prohíbe la justicia por propia mano. Dice la norma: “De la pro-
hibición de hacerse justicia por sí mismo. Nadie podrá hacerse justicia por sí mismo ni recla-
mar sus derechos con violencia. Pero, se garantiza la legítima defensa”. Cabe preguntarse por
qué se hace la salvedad del final. ¿Será porque la legítima defensa eS Uf1 mCldo de hacerse jus-
ticia por sí mismo? Evidentemente, ése es el criterio subyacente, ya que de lo contrario esa
aclaraciÓn no tendría sentido.

Teoria del delito


malismo jurídico; afirmarla importa reconocer el Carácter punitivo de la san-
ción privada.
De todos modos, lO usual es que las penas sean aplitadaS por el Estado en fOr-
ma institucional y, por ello, la presencia del Estado detrás de una reacción
violenta aumenta Ostensiblemente el carácter punitivo de la sanción.
Existe una similitud valorativa importante con la pena desde la perspectiva
del agresor (víctima de la defensa). En el estado de naturaleza la reacción vio-
lenta de la víctima contra el agresor, como medio de interrupción del ataque,
o como venganza si se produce instantes después de un ataque total o parcial-
mente fallido, no es materialmente tan diferente. Sólo cambia el componente
preventivo, que en el caso de la defensa es real porque se previene un ataque
concreto contra un bien, pero en el caso de la venganza es ficticio o potencial
porque se refiere a una prevención futura, de posibles ataques de ese agresor
o de otros que se verían intimidados por la reacción. Pero fuera de esa dife-
rencia (que hace más preventiva a la defensa que a la venganza), desde el pun-
to de vista del agresor inicial (esto es, del sujeto pasivo de la defensa/vengan-
za) ambas reacciones son similares y no admiten mayores diferenciaciones.
Con esto quiero precisar que para el delincuente, ambas reacciones revisten
características materialmente idénticas y hasta la defensa podría ser vista por
él como más lesiva de sus bienes, más punitiva, que la sanción penal. Y con
razón, porque la defensa admite la imposición de afecciones que al Estado no
está admitido causar de forma institucional mediante la aplicación de sancio-
nes (por ejemplo, las lesiones físicas y la muerte).
Por lo expuesto hasta ahora, me parece difícil negar que, desde la perspecti-
va de las realidades prejurídicas, la imposición de la muerte o de un daño fí-
sico a otro (en el marco de una situación de defensa) constituye una sanción
de naturaleza punitiva, que no se distingue materialmente de las característi-
cas de la pena analizadas oportunamente.
La pregunta que se deriva de esta afirmación es si la defensa debe ser jurídica-
mente considerada, en la medida de lo posible, como una pena. Si seguimos los
presupuestos teóricos asumidos al comienzo (en el sentido de que el legislador
no puede eludir la vigencia de las garantías acudiendo al recurso de cambiar el
nombre de sus objetos de referencia), deberíamos concluir que la negativa a
considerar la defensa como una pena frustraria la operatividad de las garantías,
ya que sería un modo de legitimar el ardid legal de cambiar la sustancia me-
diante recursos formales. Pero la asunción de la defensa como una pena, a su
vez, se topa con preguntas problemáticas: ¿corresponde limitar el derecho a la
legítima defensa de forma similar con que se limita la reacción punitiva esta-
tal? Y, en caso afirmativo, ¿cómo operarla en cada caso esa limitación?; ¿cómo
operaría, puntualmente, el principio de legalidad?
De aceptarse que la legítima defensa debe limitarse de un modo similar a la
pena podrían derivarse, básicamente, las siguientes restricciones: la insignifi-
caricia como elemento negativo de la concurrencia de agresión i1egítimaª 82
la consideración de la proporcionalidad de los males (o de los bienes en jue-
go) para juzgar la racionalidad o legitimidad de la conducta defensiva; la exi-

ªªª lsorz, Marta Alicia, Agresid ri ilegítima e insig5[financia, inédito, 1994.

304 Tercera parte


gencia de un elemento subjetivo como requisito de la causal de justificación;
la imposibilidad de interpretar extensivamente los elementos que habilitan la
concurrencia de la legítima defensa; la imposibilidad de justificar con las re-
glas de la legítima defensa la lesión de un tercero no agresor, o su puesta en
peligro, por ejemplo, por tentativa --con dolo eventual o indirecto— de homici-
dio de lesiones graves o gravísimas, o, por ejemplo, por abuso de ar-
la ausencia de justificación cuando frente a ciertas agresiones incul-
pables existe la posibilidad de huir; la imposibilidad de adoptar en general las
teorías restringida de la culpabilidad y estricta del dolo584
Luego volveremos sobre estos límites y consecuencias de la consideración pu-
nitiva de la defensa necesaria, pero conviene primero detenerse aún más en
el análisis del razonamiento inicial, y de las diferentes objeciones del que es
pasible, para determinar si es válido el establecimiento de límites similares a
los que limitan la pena estatal.

3. Objeciones a la imposición de límites


La consideración de la legítima defensa como el ejercicio de violencia punitiva,
genera interrogantes y objeciones que merecen una detenida consideración. Bá-
sicamente, creo necesario analizar los siguientes puntos: l ) se puede objetar
que la interpretación restrictiva del alcance del tipo permisivo puede acarrear
una interpretación extensiva de la ley penal, que sería violatoria del principio
de legalidad; 2) si la conducta defensiva es una pena, ¿debe estar precedida de
todos los presupuestos de derecho sustancia1•gª que legitiman la aplicación de
una sanción penal?; en consecuencia, 2. l) ¿se exigiría culpabilidad del agresor?;
asimismo, 2.2) ¿debería haber comienzo de ejecución de una acción típica pa-
ra afirmar la existencia de una agresión ilegítima 586 ; 3) la afirmación de que

58 Es una consecuencia directa del principio de intrascendencia de la pena (CADH, 5.3).


4 Esto último justifica, obviamente, la utilizaciÓn de un sistema tripartito del delito,
que permite asignar, según el caso, consecuencias diferentes a la ausencia de un elemento del
tipo que a la concurrencia de un elemento justificante; especialmente, como acabo de seña-
lar; en materia de error de prohibición indirecto. Sobre todo porque el método de interpreta-
ciÓn del tipo penal, destinado a establecer el juicio de tipicidad, difiere del método de inter-
pretaciÓn del tipo permisivo: Ambos requieren una interpretación no extensiva, pero en
sentido inverso; en ambos casos se debe llevar a cabo una interpretaciÓn que conduzca a res-
tringir la violencia punitiva, sólo que en el caso del tipo penal ello conduce a negar la tipici-
dad mientras que en el caso de la antijuridicidad conduce a negar la justificaciÓn, lo que equi-
vale a afirmar la existencia de ilícito penal.
Respecto de los recaudos adjetivos la respuesta es negativa: no se puede exigir coin-
cidencia entre los presupuestos procesales qvte preceden a la pena formal y el juicio de valor
que antecede a la conducta justificada, ante todo porque la ley no lo exige, pero, esencialmen-
te, porque la propia naturaleza de la situaciÓn excepcional que autoriza la defensa torna in-
compatible esa asimilación.
’ La doctrina lo considera incorrecto. Así RoxiN, Derecho pe nal. Parte general, t. I, cit. ,
p. 6 19, sostiene que “la equiparaciÓn de la actualidad con el comienzo de la te ft tativa (. . .) se-
ría teleológicamente equivocada”, y concluye que ”en la agresiÓn actual sólo se podrá incluir
junto a la tentativa la estrecha fase final de los actos preparatorios que es inmediatamente
previa a la fase de tentativa”.

Teoria del delito


la limitación del alcance del tipo permisivo reduce la violencia punitiva condu-
ce a un argumento preventivo carente de base empírica o al menos pasible de
las mismas críticas dirigidas a las teorías preventivo generales.
Analizaré estos puntos a continuación.

3. a. El principio de legalidad
La situación conflictiva que torna operativa una causal de justificación de la
naturaleza de la legítima defensa genera una paradoja desde la óptica del prin-
cipio de legalidad. La interpretación extensiva de la concurrencia de la causal
de justificación habilita la aplicación a su vez extensiva de una pena natural al
sujeto pasivo de la conducta típica. Por el contrario, si se recurre a la interpre-
tación restrictiva del tipo permisivo se deriva una inteligencia extensiva de los
presupuestos que conducen a la aplicación de una pena formal al sujeto acti-
vo de la conducta típica.
No en vano ello ha generado preocupación en la doctrina. En este sentido,
AvtELUNG Sostiene que “de conformidad con el artículo 103.11 de la Ley Fun-
damental, es inadmisible limitar por consideraciones político-criminales
principios reguladores subyacentes a una causa de justificación y, de ese mo-
do, extender el ámbito de lo punible 587
Dado que el análisis dogmático del derecho penal debe ocuparse en primer lu-
gar de los derechos y garantías del autor de la conducta objeto de análisis, es
éste quien debería verse beneficiado con la interpretación restrictiva (que se-
ría extensiva de la concurrencia de la justificante) a su favor. Esto es así por-
que el derecho penal no está enjuiciando la conducta de la víctima (del desti-
natario de la pena natural) sino la del autor (quien aplicó la pena natural).
Esto inclinaría la balanza a favor de quien actuó invocando la situación jus-
tificante y negaría la posibilidad de solucionar la contradicción (desde la óp-
tica de la vigencia del principio de legalidad) en el sentido limitativo de la con-
ducta defensiva. Sin embargo, esta afirmación preliminar merece un análisis
más detenido.
a) lii primer lugar, debe destacarse que la intepretación no extensiva de la
causal de justificación sólo corresponde en la medida de que no se viole nin-
guna garantía del imputado. No es admisible recurrir a la analogía ni privar
de derechos legalmente establecidos a quien se encuentra en situación de jus-
tificación. La interpretación no extensiva sólo procede cuando se debe resol-
ver un conflicto particular que la ley soluciona tan sólo de forma general; si
el conflicto estuviese claramente solucionado por la ley no sería necesario
acudir a ningún tipo de interpretación; sólo es necesario acudir a ella cuando
la ley otorga criterios genéricos para resolver el conflicto, o situaciones de
contradicción, pero sin determinar claramente la solución concreta.
Es interesante citar la opinión de JaKOBS i3l respecto cuando dice que “todo re-
conocimiento de una causa de justificación no escrita (. . .) amplía la punibili-
dad del sujeto que obstaculiza al autor justificado; toda limitación de una
causa de justificación tipificada legalmente crea punibilidad para los supues-

587 AxiuLUNG, Knut, Contribucidn 0 [0 crftica del sistema


i×rtdico-penal de or/enIücidn po-
//rico-críiiiinn/ de Roxin, en Steve Sá×CHzE, Jesfís Marla (comp.), El sistema moderno del dere-
cho penal, Ed. Tecnos, Madrid, 1991, p. 103.

306 Tercera parte


tos que, sin dicha limitación, estarían justificados. No obstante, tanto recono-
cer causas de justificación no escritas como limitar las escritas se ha revela-
do como sistemáticamente necesario"ª . Asiste razón a este autor en cuanto
a que “todos los escalones del delito están determinados por la lex script a só-
lo de modo tan rudimentario que, sin complementar tanto los elementos fun-
damentadores de la punibilidad como los de los que la limitan, no habría po-
sibilidad de arreglárselas (. ..) Se respeta mejor el principio si no se ocultan
estas diferencias. En particular en las causas de justificación, ello significa lo
siguiente: el que aún quepa sujetar causas de justificación no positivadas a un
concepto genérico de un tipo determinado (especialmente: ‘quien antijurídi-
camente. . .’) o el que sean aún compatibles limitaciones de las causas de jus-
tificación con el tenor literal de una causa de justificación en virtud de su re-
dacción genérica (por ej., ’adecuado, necesario’ en el § 32. l , StGB) carece de
importancia: 'regulaciones’ tan vagas no legitiman nada, ya que no pueden
respetar la prohibición de indeterminación. Pero si cabe derivar sistemática-
mente causas de justificación o limitaciones a éstas, ello está permitido, sin
conectar con un concepto genérico, con tal que la derivación sólo comple-
mente la regulación legal, pero no la desplace. ..” ªª
Es que en esta tarea de interpretación radica, precisamente, la función de la
dogmática jurídico-penal: frente a la anarquía con que el legislador establece
los supuestos fundantes y limitativos de la responsabilidad penal, la teoría del
delito debe armonizarlos en un sistema coherente, que aspire a suprimir las
contradicciones (o al menos reducirlas a la mínima expresión posible) para
garantizar de este modo la verdadera vigencia de los principios de legalidad y
culpabilidad. No hay lesión de tales principios cuando se armonizan las reglas
jurídicas, pero sí puede haberla cuando se dejan subsistentes contradicciones
e inconsecuencias que dan pie a una interpretación arbitraria de la ley. La ar-
bitrariedad es el mayor peligro para las garantías, y hay arbitrariedad cuan-
do la norma (prohibitiva o justificante) se interpreta de modo irracional o
contradictorio.
Veámoslo con un ejemplo. El recaudo de “necesidad racional” del medio de-
fensivo (34.6. b, CP argentino) admitiría dos posibles interpretaciones extre-
mas: a) una interpretación asistemática y aislada del resto del ordenamiento
jurídico, que conduzca a la justificación de cualquier conducta defensiva for-
malmente necesaria a partir de un juicio racional (también formal), para evi-
tar la lesión del bien jurídico; entonces, quien para evitar el robo de la manza-
na por parte de un niño lo mata de un disparo por ser éste el único medio a su
alcance, estaría justificado porque ese medio, partiendo de un análisis racio-
nal sobre los medios disponibles, era estrictamente necesario; y 6) una inter-
pretación que, a partir del resultado absurdo anterior, pretenda interpretar “el
espíritu de la ley”, desentendiéndose del sentido jurídico de la expresión “ne-
cesidad racional”, para suplantarla por algún criterio vago que permita mori-
gerar, partiendo de consideraciones puramente axiológicas, el instituto mismo
de la legítima defensa; ello permitiría afirmar la ausencia de justificación en
cualquier defensa de la propiedad a costa de la vida, por ser lo contrario valo-

588 JAKOBS, Derecho penal. Parte general, cit., p. 107.


589 JAi:oas, Derecho penal. Parte general, cit., p. 108.

Teoria óel delito 307


rativamente inadmisible, o negar siempre la defensa frente a inimputables, o
exigir la huida en todos los casos, en definitiva, se podría “humanizar” la legí-
tima defensa contrariando claramente el sentido normativo de sus recaudos.
Una interpretación racional y armónica de todas las normas penales es im-
prescindible para evitar, a la vez, aplicaciones arbitrarias de la letra de la ley
penal o el reemplazo de esa letra por el más puro decisionismo del intérpre-
te, que constituye la más clara violación al principio de legalidad. Por ello,
creo que la interpretación racional que establece límites a todas las normas
penales (prohibitivas o permisivas) y que permiten su armonización con todo
el orden jurídico, redunda en beneficio de una verdadera vigencia del princi-
pio de legalidad.
b) En segundo lugar, hay que tener en cuenta que al juicio de antijuridicidad
no se llega de forma neutra como ocurre con el juicio de tipicidad, respecto
del cual el analista se encuentra frente a una conducta totalmente desvalora-
da que debe recibir su primer juicio de valoración jurídico-penal frente al ti-
po. En cambio, al juicio de antijuridicidad se arriba luego de la afirmación del
primer peldaño de desvaloración jurídica negativa efectuada en el ámbito de
la tipicidad.
Esto no es meramente formal; la afirmación de la antinormatividad acarrea
ya un juicio de desvalor sustancial, porque:
aa) La conducta típica afecta el bien jurídico con independencia de su justifi-
cación.
Se suele considerar lo contrario siguiendo el criterio de que la justificación
importa una renuncia del derecho a la protección del bien, por lo que éste de-
ja de ser un bien jurídicoªºº. No me parece adecuada esta posición: el dere-
cho subjetivo del sujeto pasivo se ve afectado, con independencia de que el de-
recho otorgue preeminencia al derecho del sujeto activo; ambos son intereses
jurídicos dignos de tutela, pero ocurre que, debido al conflicto en que se en-
cuentran, el derecho debe optar por la vigencia de uno por sobre otro; pero
en ningÚn caso puede negarse la existencia de un bien en juego que resulta
digno de valoración jurídica positiva.
bb) Más allá de la disquisición precedente, lo cierto es que la conducta típica
(en los casos que rios ocupan) afecta al menos el sustrato material del bien ju-
rídico. Esa afectación no es jurídicamente neutra cuando proviene de un ter-
ceroª 9l La causación de la muerte de otro o la imposición de un daño fisico
de gravedad no debe ser irrelevante al derecho. Debe existir cierto cuidado
respecto del sustrato material en si valioso.
Si el legislador prevé una pena para la conducta descripta en el tipo es por-
que la considera lesiva y desvalorada por el derecho. Este contenido de des-
valor adquiere una dimensión sustancial a partir de la lesividad del compor-
tamiento; es indudable que causar a otro la muerte o lesiones de gravedad no
constituyen acciones sustancialmente valiosas aún cuando se hayan ejecuta-
do en legítima defensa; esta realidad no puede soslayarse en el análisis dog-

590 Z ARONi, Tratado de derecho penal. Parte general, t. III, cit., p. 25 5.


59 Distinto sería el caso de que el propio titular afecte el sustrato material. En ese ca-
so, no resultaría relevante elaboFáf 6Í$tltlá difetencia dogmática a partir de su lesión.

Tercera parte
mático. Ello condiciona el juicio posterior, ya que se llega a la antijuridicidad
no sólo con un indicio sobre ésta, sino luego de haberse verificado la afecta-
ción de un objeto en sí mismo valioso, lo que obliga a desvirtuar ese indicio y
neutralizar el disvalor, mediante el análisis de la concurrencia o no de un ti-
po permisivo.
En el juicio de tipicidad se trata de determinar la imputación de la lesión del
sustrato material del derecho subjetivo. La valiosidad del sustrato no afecta el
juicio de imputación en sentido favorable a la misma, ya que ello es una ie-
miniscencia primitiva que conduciría por ejemplo a favorecer el juicio de ade-
cuación en los delitos graves. En otras palabras, lo valioso del bien jurídico o
de su objeto, en nada afecta los principios generales de imputación (objetiva
o subjetiva) en el ámbito del tipo.
Pero no ocurre lo mismo en el nivel de la justificación. Determinada, a través
del juicio de imputación, la afectación de lo valioso (y, consecuentemente, la
disvaliosidad de la conducta), corresponde efectuar alguna restricción en la
interpretación de los criterios que juzgarán la valiosidad jurídica de esa ac-
ción. El disvalor previo determina esa restricción posterior.
cc) La justificación de una conducta es una excepción a la regla que la pro-
híbe.
El tipo penal establece una desvaloración general de las conductas que descri-
be porque las considera en principio disvaliosas, con independencia de la jus-
tificación de la que, en particular, puedan ser pasibles.
La tipificación de una conducta es una decisión política que se vincula con la
función motivadora de las normas y que, justamente, para optimizar el efec-
to motivador adquiere un carácter genérico de regla, que debe ser desvirtua-
da por una excepción. La concurrencia de ésta se juzga con la estrictez pro-
pia de todo juicio de valor excepcional.
dd) Parece claro que la autorización del uso de la violencia a los órganos del
sistema penal y a quienes en forma circunstancial se encuentren autorizados
a ejercerla, debe operar siempre de forma limitada. En el ámbito del juicio de
tipicidad ello obliga a efectuar una interpretación restrictiva de los tipos pe-
nales. Por el contrario, y aquí se presenta el problema, parecería que el crite-
rio limitativo impondría una solución contraria en el ámbito de la justifica-
ción: el establecimiento y la interpretación de los tipos permisivos (en el
universo de casos que nos ocupa) no debería llevarse a cabo de forma restric-
tiva de la punibilidad, sino de forma restrictiva de la autorización al ejercicio
de conductas violentas ique en ciertos casos pueden configurar la aplicación
de una pena natural).
Preliminarmente podríamos decir que esta consecuencia se deriva de la natu-
raleza misma de las excepciones. La tipicidad de una conducta es una excep-
ción al principio de no tipicidad emergente del art. 19 de la Constitución na-
cional. Asimismo, la justificación de la acción típica es una excepción a la
prohibición de esa conducta establecida por la norma antepuesta al tipo. Ade-
más, la autorización de 1‘a conducta defensiva configura una excepción a la re-
gla que establece el monopolio estatal de la fuerza y veda la justicia por ma-
no propia. En ambos casos estamos ante excepciones que merecen un
tratamiento diferencial y una interpretación no extensiva (de todos modos,
como luego se verá, en el caso de la justificación no corresponde llevar a ca-
bo una interpretación restrictiva tan absoluta como la que corresponde en el
ámbito del tipo, por imperio mismo de las garantías que establecen la necesi-
dad de restricción).

Teoria del delito 309


La deducción precedente (esto es, la derivación de una consecuencia jurídica
a partir del carácter excepcional de la justificación) merece alguna precisión.
Para los partidarios de la teoría de los elementos negativos del tipo, el razo-
namiento sería un absurdo porque las justificantes eliminan la tipicidad del
mismo modo que la ausencia de un elemento positivo del tipo; desde la lógi-
ca del derecho se calificaría al razonamiento como un sofisma, ya que la jus-
tificante no sería más que una norma especial frente a la general establecida
en el tipo legal. Sin embargo, y sin perjuicio de que en general no se podría
formular esa deducción para todas las justificantes por el mero hecho de que
constituyan excepciones, creo que en los casos que nos ocupan (reacciones
punitivas) la naturaleza excepcional de la justificación aprehende y coincide
con la otra excepción citada: la excepción al monopolio estatal de la fuerza.
Cuando el 34.6 del CP argentino habilita (entre otras cosas) la aplicación ex-
cepcional de una violencia punitiva exceptúa, a la vez, la prohibición general
establecida en la norma antepuesta al tipo y la prohibición dirigida a los par-
ticulares de hacer uso del tipo de violencia que corresponde al Estado, como
garante de la seguridad y como órgano encargado de aplicar sanciones. Esta
doble naturaleza excepcional otorga un sentido jurídico preciso a la justifica-
ción como excepción.
En definitiva, respecto de la conducta que afecta el bien jurídico o su sustra-
to material, y que importa una privación de derechos de magnitud que confi-
gura, además (y en el universo de casos que nos ocupa), la aplicación de una
violencia de carácter punitivo sobre otro, corresponde llevar a cabo un análi-
sis restrictivo que impida arribar a soluciones valorativamente irracionales.

3. b. la cuestión de la culpabilidad
La habilitación de la defensa punitiva ¿requiere culpabilidad en el sujeto pa-

Esta cuestión fue analizada con exhaustivo rigor científico por Carlos Nico en
las dos obras ya citadas en las que, a diferencia de la mayoría de la doctrina,
no identifica el término “agresión ilegítima” con agresión antijurídica 92 exi-
giendo en ciertos casos culpabilidad del agresor.
La consideración de la conducta defensiva como una pena conduciría, a pri-
mera vista, a la adopción de una posición similar y a responder afirmativa-
mente la pregunta formulada. Sin embargo, y como se verá a continuación,
creo que en principio no se requiere culpabilidad del agresor para habilitar la
defensa.
a) El principio “no hay pena sin culpabilidad” se encuentra dirigido a los ór-
ganos del Estado. El Estado deja de actuar racionalmente cuanto castiga a
quien no ha tenido la posibilidad de motivarse en la norma. El Estado está
obligado a actuar racionalmente y así se lo impone la propia Constitución
cuando consagra el principio de culpabilidad penal.
Por el contrario, este principio no está dirigido a los particulares. Estos ceden
al Estado su derecho natural de protegerse a través de la coerción, pero lo re-
cuperan cuando, a partir de la imposibilidad del Estado de “llegar a tiempo”,

Ni×o, Im [utidanientacidn de la legftima defensa, cit., p. 238.

Tercera parte
regresan al estado de naturaleza preestatal. HílStll aquí es evidente la inculpa-
bilidad del obrar del agredido: su paso al estado de naturaleza, por propia
ineptitud del Estado, impide al propio Estado forrnularle un reproche. Sin em-
bargo, de lo que estamos hablando es del juicio de antijuridicidad: además de
no reprochable, ¿es jurídica la acción defensiva contra el agresor inculpable?
La facultad del particular de aplicar una pena no se vincula con la culpabili-
dad del agresor como ocurre con la potestad punitiva del Estado, sino con el
peligro que corre. El particular no aplica una pena natural en razón de la cul-
pabilidad, sino en razón de la necesidad. El Estado no se encuentra frente a
ninguna necesidad de castigar. El individuo agredido sí.
No debe entenderse por necesidad aquella que fundamenta la causal de justi-
ficación que lleva su nombre, sino la necesidad prejurídica de quien se en-
cuentra en estado de desprotección. No obstante, aun si se juzgase la situación
con las reglas del estado de necesidad justificante, se nos presenta una situa-
ción que inclina la balanza por la legitimidad de la conducta defensiva. Podría
ensayarse el siguiente razonamiento: la conducta del agresor genera una de-
gradación del valor de sus bienes jurídicos personales desde la óptica de la
protección penal que éstos merecen; esta es una consecuencia de los princi-
pios que subyacen en la victimodogmática, y que llevan en ocasiones a excluir
la tipicidad en supuestos en que la conducta de la víctima reconduce hacia sí
misma gran parte del juicio de imputación. De estos principios puede dedu-
cirse que los bienes del agresor decrecen en su valor como bienes jurídicos:
son menos valiosos a partir de la autopuesta en peligro. Ello configura un ar-
gumento favorable a considerar incursa dentro de los límites del estado de ne-
cesidad jcistificante, a la conducta defensiva que priva la vida del agresor in-
culpable para salvar la propia vida. Si bien en abstracto los bienes jurídicos en
juego pueden ser de igual jerarquía (por ejemplo, vida contra vida), resultan
desiguales desde la óptica de la protección jurídica que merece cada uno de
ellos: el derecho valora menos al bien de quien, aun inculpablemente pero an-
tijurídicamente, se coloca en posición de peligro. En este marco (el del estado
de necesidad) el Estado se resigna frente al mal menor (consistente en la apli-
cación de una pena natural al agresor inculpable) como debe resignarse fren-
te a la caída de un rayo. Después de todo, también se resigna a ello cuando
permite que bienes de terceros “inocentes” sean sacrificados por las reglas del
estado de necesidad justificante.
b) En general, la pregunta sobre la culpabilidad del agresor está mal plantea-
da, porque se la tormula entendiendo a la “culpabilidad” como reproche por
el injusto, ¡pero ocurre que la agresión ilegítima no tiene por qué ser un ilíci-
to penal! Como se verá seguidamente la agresión ilegítima no presupone si-
quiera una conducta típica, por lo que no necesita ser un injusto y, consecuen-
temente, no admite la posibilidad de efectuar el tradicional juicio de
culpabilidad.
En cambio, sí es posible efectuar un juicio de reproche respecto de la realiza-
ción de una agresión ilegítima. Será en este sentido “culpable” el que agrede
con conocimiento de que lo hacía sin derecho y de que como consecuencia de
su acción se hacía acreedor de una conducta defensiva.
Al análisis de la relevancia jurídica de la conducta agresiva no pueden trasla-
darse sin más las reglas que sirven para afirmar la culpabilidad respecto de
una conducta típica y antijurídica. Por ello la pregunta sobre la culpabilidad
del agresor es engañosa.
Es posible distinguir diversos grados de reproche, incluso, respecto de con-

Teoria del delito


ductas de sujetos a los que llamamos inculpables. No cabe ninguna duda que
al menor de 16 afíos que está por matar a otro se le puede formular un repro-
che desde el punto de vista de moral institucional y constitucional, con inde-
pendencia de que la ficción legal sostenga lo contrario; ese íntimo reproche
sirve para inclinar la balanza, a los fines de determinar el ámbito de la licitud
en el marco del conflicto propio de toda causal de justificación.
c) La pena natural que aplica el agredido nada tiene de retributiva: es pura pre-
vención. La víctima de la agresión se defiende sólo para salvar sus bienes jurí-
dicos de una amenaza actual. No hay en su conducta venganza, ni el mandato
de un tercero (salvo excepciones como la del policía 593) para ejercerla, ni la si-
tuación de superioridad fáctica y ética que tiene el Estado respecto del delin-
cuente al que castiga.
La situación del agredido es, entonces, diametralmente distinta a la del Esta-
do que juzga después del delito (o sea cuando ya es tarde), en cumplimiento
del mandato otorgado en el contrato social (mandato que es subsidiario de la
obligación principal de proteger en ante), en ejercicio de una violencia que es
en ’m miissm
maa irracional (más allá de su legitimación ético-política) y en nom-
bre de una prevención ficticia. En ese marco, el Estado necesita mayores ele-
mentos que racionalicen su actuar.
Pero esta situación nada tiene que ver con la del agredido, que defiende de
verdad un bien jurídico. El agresor no es utilizado como medio por el agredi-
do. Por el contrario, éste es utilizado como medio por el agresor y sería utili-
zado como medio por el Derecho y por el Estado si su conducta defensiva fue-
se consiclerada antijurídica. El que se defiende previene realmente y cumple
así, sin necesidad de limitación o justificación alguna posterior, la finalidad
ultima de la existencia del Estado.
Por ello, creo que la defensa particular no se encuentra limitada por el mere-
cimiento del agresor ni por su culpabilidad.
El principio de culpabilidad opera como racionalización ante el dilema ético
que atrapa al Estado, para evitar que la coacción estatal se desquicie moral-
mente. El particular agredido no necesita ninguna legitimación ulterior cuan-
do, frente a la agresión ilegítima, cumple ur›a función preventiva real.
Con la pena de muerte nos encontramos frente a una situación similar. Al Es-
tado le está vedado aplicarla por expreso mandato constitucional (CADH, 4),
a pesar de lo cual puede ser impuesta por los particulares en el marco de la
legítima defensa. Esto pone de manifiesto la diferente situación jurídica del
Estado y del particular frente a la violencia punitiva que están facultados a
utilizar. El particular que mata en legítima defensa no obra sólo inculpable-
mente sino justificadamente precisamente porque, aunque castiga, previene
(se previene) realmente, a diferencia del Estado que sólo castiga sobre la ba-
se de una prevención irreal. Esto denota que, aun cuando la similitud valora-
tiva entre la pena estatal y la conducta defensiva conduce a la consagracjón
de restricciones, existe un campo de mayor libertad en el caso de los particu-
lares.

593 Cuando el policía actÚa en deféflsa de otro puede hacerlo del mismo modo que ese
otro y por ello es como si éste estuviera actuando, por lo que el análisis no se modifica.

Tercera parte
d) Lo dicho respecto de la culpabilidad no significa que el derecho a la legíti-
ma defensa permanezca intacto frente a toda agresión inculpable. Cuando la
huida sea una forma segura de disipar el peligro deberá acudirse a ella en lu-
gar de llevar a cabo la conducta defensiva.
Sólo podemos reconocer el derecho a la legítima defensa frente al agresor in-
culpable en la medida estricta de la necesidad, ya que sólo en esas situaciones
son válidas las razones que analizamos previamente, y que permiten al agre-
dido ejercer violencia punitiva contra un sujeto inculpable. Sin estricta nece-
sidad, la conducta defensiva se torna irracional y requiere como presupuesto
(al igual que el Estado al imponer penas) la culpabilidad del agresor.
En síntesis, frente al agresor inculpable sólo se puede actuar en legítima de-
fensa si no es posible huir.

3. c. la cuestión de tentativa (o de la tipicidad)


¿Se requiere comienzo de ejecución de una conducta típica para que exista
agresión ilegítima y, consecuentemente, legítima defensa? La asimilación de
la defensa con la pena estatal tal vez podría conducir a la confusión de que se
exige comienzo de ejecución (o tipicidad). Veremos que ello no es así.
En general, la doctrina no identifica agresión ilegítima con agresión típica y
antijurídica, sino sólo con agresión antijurídicaª 4, lo que, obviamente, torna
imposible juzgar la existencia de un comienzo de ejecución por la propia ine-
xistencia de un tipo penal en función del cual analizarlo. Sin embargo, en el
universo de casos que habilitarían la utilización de una violencia defensiva de
característica punitiva, nos vamos a encontrar, seguramente, frente a una agre-
sión ilegítima que podría ser susceptible de análisis a la luz de un tipo penal.
No es necesario el comienzo de ejecución de una conducta típica para habili-
tar la defensa legítima.
Desde el momento en que el particular está autorizado para defender sus bie-
nes jurídicos en forma efectiva, la exigencia de comienzo de ejecución y de ti-
picidad se desdibuja. Ouien apunta a otro con una pistola podrá estar comen-
zando la ejecución de una privación ilegítima de la libertad, o de un robo con
ai mas o tal vez esté llevando a cabo un acto preparatorio de un homicidio o
de una violación. Lo cierto es que la víctima de la amenaza está corriendo un
peligro a partir del hecho de estar siendo apuntada con una pistola. Esa sola
circunstancia habilita la conducta defensiva, ya que toda demora puede resul-
tar fatal para sus bienes jurídicos. Vemos aquí que el criterio del comienzo de
ejecución es engañoso, ya que lo que importa no es el tipo penal bajo el que
se está subsumiendo la conducta del agresor, sino la amenaza concreta que se
produce a los bienes jurídicos del agredido.
Esta solución está dada claramente por la propia norma que habilita la deten-
sa: la norma que infringe el agresor es la que le prohíbe llevar a cabo una
agresión ilegítima. Esa norma contiene una sanción: la conducta defensiva.
Por ello, es incorrecto acudir a los tipos penales para juzgar el comienzo de
ejecución, ya que éstos nada tienen que ver con la norma vulnerada por el
agresor.

394 SrmrENWERTH, Derecho penal. Parte general, t. I, cit., p. 140.

Teoría del delito


Ouien lleva a cabo una agresión ilegítima contra bienes de terceros, se hace
pasible de ser sancionado con la conducta defensiva del agredido o de un ter-
cero que lo defiende. Cuando comienza la agresión ilegítima, esto es, cuando
comienza a poner en peligro al bien jurídico del agredido (sin que importe si
lleva o no a cabo una conducta típica y, en tal caso, en función de qué tipo pe-
nal), infringe la norma que contiene a la defensa como sanción.
En definitiva, la norma del art. 34.6 del Código Penal argentino (CP español,
20.4; CP uruguayo, 26, entre otros) establece una especie de tipo penal cuya
norma antepuesta prohíbe llevar a cabo una agresión ilegítima. Esta agresión
podrá ser, sin problemas, “dolosa", “imprudente” u ”omisiva 595

3. d. ¿Efecto preventivo de la imposición de límites?


La afirmación de que se debe limitar la defensa necesaria para limitar la apli-
cación de penas naturales no recurre a un argumento preventivista. No se tra-
ta de que la afirmación de la delictuosidad (por la vía de la negación de la jus-
tificación) tenga un efecto preventivo. Se trata de no autorizar en el caso
concreto la aplicación de una pena.
Es lo mismo que ocurre con el tipo penal. Cuando una conducta no se en-
cuentra tipificada no se puede poner en marcha el sistema punitivo, sin que
ello signifique que la ausencia de tipo penal tenga un efecto preventivo res-
pecto de los órganos del Estado. En todo caso lo tendrán las normas penales
que tipifican la conducta de detener, procesar, dictar la prisión preventiva, o
aplicar penas, sin que la ley lo permita, pero la función concreta del tipo es
determinar cuándo existe una conducta penalmente relevante que, de resul-
tar además antijurídica y culpable, será merecedora de pena. La causa de jus-
tificación (en nuestro universo de casos) opera de la misma forma: establece
cuándo una persona podrá llevar a cabo una reacción de índole punitiva. La
interpretación restrictiva de la eximente, al igual que la interpretación restric-
tiva del tipo, tiene una función limitadora en si misma y con independencia
de su efecto preventivo. No se trata de disuadir a quienes se encuentran ante
situaciones de justificación. Se trata de establecer cuándo ellos podrán apli-
car una defensa punitiva.

4. Algunos límites concretos


De lo dicho a lo largo del presente se pueden inferir y explicar satisfactoria-
mente la inclusión de ciertos límites al derecho de legítima defensa.
a) El límite de la proporcionalidad. Como ya hemos visto, el principio consti-
tucional de razonabilidad de las leyes impone límites al legislador en su tarea
de tabular las sanciones previstas en las normas. De los criterios analizados
entra en juego aquí el de la razonabilidad en la ponderación.
Ese criterio nos remite a la idea de proporcionalidad que, aplicada a los tipos
penales, impide el establecimiento de penas totalmente desproporcionadas a
la gravedad de la conducta descripta. Si se castigase con la muerte al ladrón

Wuizrc, Derecho penal alemán, c t ., p. 122, dice que “también es agresiÓn la realiza-
ciÓn de un delito dé comisiÓn por omisiÓn, por ejemplo, no llamar a un perro bravo” y que
“no se requiere una acciÓn de lesiÓfl final (dolosa)”.

314 Tercera parte


de pasacassettes, estaríamos frente a un claro supuesto de irrazonabilidad en
la ponderación entre antecedente y consecuente.
La concepción de la conducta defensiva como una reacción de índole puniti-
va, nos obliga a trasladar los criterios de razonabilidad de las leyes a la eva-
luación entre el antecedente “agresión ilegítima” y el consecuente “conducta
defensiva” establecidos por la norma que habilita la defensa. Ello nos permi-
te incorporar, sin mayores problemas, el criterio de proporcionalidad en el
ámbito de la legítima defensa.
También la pauta de razonabilidad en la selección de los antecedentes esta-
blece restricciones a la defensa necesaria. Este criterio nos obliga analizar los
distintos antecedentes y evaluar los consecuentes establecidos a los mismos.
Habrá irrazonabilidad cuando existe una manifiesta desigualdad comparati-
va entre antecedentes valorativamente similares y consecuentes despropor-
cionadamente diferentes, o viceversa. Por ejemplo, frente al antecedente
“apoderamiento de una cosa mueble total o parcialmente ajena”, el art. 162
del CP argentino establece el consecuente “prisión de un mes a 2 años”. Si
comparamos ese mismo antecedente en función de la norma del art. 34.6, CP
argentino, y nos encontramos frente al consecuente “muerte del agresor”, se
nos presenta un caso conflictivo que merece un análisis riguroso a la luz de
los dos principios de razonabilidad. No estoy afirmando que nunca resulte le-
gítima la muerte del agresor en el caso de un hurto; no se puede llevar a cabo
esa afirmación con carácter general. Lo que sí se puede afirmar es que sólo la
concurrencia de los dos principios de razonabilidad (que podrían o no pre-
sentarse en el caso del hurto) podrá permitir la afirmación de la justificación.
Los casos de inculpabilidad del agresor también generan problemas de pro-
porcionalidad. La cuestión de la culpabilidad fue ya analizada básicamente
partiendo de una ecuación vida contra vida, pero el problema se potencia
cuando el agresor inculpable sólo amenaza, por ejemplo, la propiedad. En
esos casos, la inculpabilidad del agresor afectará decididamente el juicio de
proporcionalidad y podrá tomar antijurídica a la acción defensiva 596
b) La “necesidad racional” del medio defensivo. El término “necesidad racio-
nal 597 es interpretado de diversas formas y constituye la llave mediante la
cual se introducen límites de razonabilidad y justicia en el análisis de la legí-
tima defensa.
Creo que por medio utilizado para impedirla o repelerla debe entenderse no só-
lo el medio utilizado para producir el resultado salvador, sino el sentido con-
creto de la conducta defensiva. Esto mismo ocurre cuando se analizan las
conductas a los efectos de juzgar su tipicidad: no hablamos de la conducta de
disparar, ni de arrojar un cuchillo, ni de detonar una bomba; hablamos de la
conducta de disparar, arrojar o detonar para matar, lesionar, dañar; esto quie-
re decir que la conducta está configurada por su expresión de sentido. Desde

596 Dice STRATESwrRTH (Derecho penal. Prirre genern/, t. I, cit., p. 144) que ”en ciertas si-
tuaciones se requiere eludir dentro de lo posible la agresiÓn, o bien recurrir a la ayuda de ter-
ceros, especialmente cuando la agresión proviene de incapaces de culpabilidad (niños, enfer-
mos mentales, etc.) o de personas que obran sobre la base de un error”.
597 CP argentino, art. 34.6.b; CP español, art. 20, inc. 4.

Teoria del delito


este punto de vista, el término racional no se dirige a la necesidad en el senti-
do de exigir el medio que, siendo necesario, St2i1 el menos lesivo598
La exigencia de racionalidad debe ser interpretadi3 COmo uT1i3 herramienta ap-
ta para evaluar el sentido concreto de la conducta defensiva. Ello nos otorga
cierta base normativa firme para incluir la idea de proporcionalidad que per-
mita considerar el balance de los bienes jurídicos en juego.
c) Los derechos defendibles. Todos son defendibles; no obstante, se discute la
posibilidad de defensa de determinados bienes (Sobre todo de la propiedad)
en función de la lesión causada al agresor.
La solución no es sencilla y existen argumentos de peso en uno y otro senti-
do. Cabe preguntar: ¿admite la naturaleza punitiva de la legítima defensa la
privación de la vida del agresor para salvar la propiedad del agredido? Lo que
decididamente no resulta admisible es la afirmación matemática de la justifi-
cación. Los criterios de proporcionalidad, analizados previamente, obligan a
analizar cada caso a partir de una ponderación valorativa de la situación con-
creta. Creo que existen extremos de solución unívoca: no esta justificado el
que mata a otro para evitar que le robe el estéreo de su auto; por el contrario,
sí está justificado el que mata a quien se escapa con un maletín con sus aho-
rros de toda la vida. A su vez existen situaciones intermedias que merecerán
una ponderación concreta a la luz de valoraciones de justicia y que se pueden
complicar con problemas adicionales como ser la inculpabilidad del agresor.

5. La actuación de los agentes del Estado


5. a. Aplicación de las reglas de la legítima defensa
Las fuerzas de seguridad ejercen diariamente el derecho/deber de defender
bienes de terceros. Ejercen en ciertos casos una violencia de carácter puniti-
vo contra quienes sorprenden en el acto de afectar bienes jurídicos. Todas es-
tas conductas deben ser analizadas en el marco y con los límites del instituto
de la legítima defensa. Me refiero a la acción de los agentes piúblicos frente a
los casos de toma de rehenes, secuestros, detenciones, y evitación de delitos
en general.
La fórmula del cumplimiento de un deber (CP, 34.4) no provee el marco jurí—
dico de las situaciones en las que las fuerzas de seguridad afectan gravemente
bienes primarios del sospechoso. El cumplimiento del deber justifica una de-
tención y el ejercicio de una violencia mínima contra éste y también contra ter-
ceros, pero nunca la causación de la muerte o lesiones de cierta gravedad. No
existe ninguna explicación jurídica para que así sea y el mero hecho de que
exista un deber de actuar frente al delito y detener personas no implica lógica-
mente una autorización para matar o lesionar gravemente. Este tipo de hechos
exigen una autorización especial y ella está dada claramente por las reglas de
la legítima defensa y el estado de necesidad. Es en ese marco que debe anali-
zarse la actuación de las fuerzas de seguridad cuando deriva en la muerte o en
lesiones de magnitud de sospechosos o terceros ajenos al conflicto.

598 En contra, RuScCtN i, quien sostiene que ”la ’racionalidad’ cumple un rol de selecciÓn
de los medios con capacidad real de rechazar la agresi‹5n, y sdlo eso” (La juisti[icació n en el de-
recho penal. Afguiios prob/eitins actuales, cit., p. 49).

316 Tercera parte


Además, no hay que perder de vista que los miembros de las fuerzas de segu-
ridad tienen un contrato con la gente, del que surgen obligaciones concretas
de protección. Los discursos de ley y orden pretenden trocar esos deberes
concretos por otros abstractos¡ para ellos el respeto por el bien en peligro in-
minente no tiene importancia; en cambio, sí la tiene la tutela de bienes difu-
sos vinculados a las ideas preventivas de la pena. En otras palabras, prefieren
sacrificar los derechos concretos amenazados en pos de la supuesta evitación
de futuros delitos. Estos criterios son inadmisibles no sólo por su contenido
colectivista (contrarios a los principios ético-políticos asumidos previamen-
te), sino porque la relación causal entre el sacrificio del bien individual con el
logro de la finalidad abstracta pretendida, no está empíricamente verificada.
Antes de analizar las situaciones particulares, corresponde trazar ciertas pre-
misas básicas que gobiernan la actividad de las fuerzas de seguridad que in-
tervienen en el momento de la comisión de un delito:
— No se puede matar al delincuente que huyeª 99 En el acto de la huida no
existe otro bien que defender más que el interés del Estado de atrapar y juz-
gar al presunto infractor y ese interés es de menor jerarquía que la vida del
sospechoso 600
— La conducta de generar un tiroteo en el acto de la huida tampoco está jus-
tificada por la defensa necesariaª
— El policía no puede matar al delincuente para evitar una consumación que
tampoco podía ser evitada de ese modo (y por aplicación de las reglas de pro-
porcionalidad) por el propio agredido, ya que la calidad de policía no le con-
fiere más derechos defensivos que el que tiene la propia víctima 602

599 contra, art. 14, inc. 2, de la Constitución de Jamaica.


00 Tampoco se le podría causar lesiones que pongan en grave peligro su vida o lo inca-
paciten de forma irreparable, ya que la causación de esos males no guardaría proporciÓn con
el bien a proteger.
0 Habría que analizar si el cumplimiento del deber no lo autoriza a generar un tiro-
teo para impedir la huida. Creo que la peligrosidad respecto de terceros que entraña usual-
mente un tiroteo es un argumento suficiente para negar legitimidad a ese accionar. El policía
que en pleno centro de la ciudad dispara contra el delincuente armado que huye Iuego de un
asalto frustrado, est:i generando un grave peligro respecto de terceros, quebrantando toda re-
gla de proporcionalidad, y su conducta no debe ser tolerancia. Por ello, quien impide la ac-
ción del policfa (lesionándolo por ejemplo) actúa justificadarnente por las reglas del estado de
necesidad justificante (CP 34, inc. 3), e incluso por la reglas de la legítima defensa.
60 ² el contrario, tal vez podría decirse que esa cal idad le confiere menos derechos de-
fensivos, ya que el policía es parte del Estado v ello aumenta el contenido punitivo de la de-
fensa y, por ende, la necesidad de limitación. Creo que quienes ejercen profesionalmente una
funciÓn de seguridad no pueden ser investidos de facultades de defensa de terceros, que les
permita aplicar penas informales en casos que exceden los supuestos en que los propios ter-
ceros podrían hacerlo. Aquéllos se encuentran obligados, en primer lugar, a atenerse a los es-
trictos límites de la proporcionalidad en funciÓn de la necesidad de evitar la privaciÓn del bien
jurídico atacado, sin que cualquier otra pretensiÓn (de atrapar al delincuente, por ejemplo)
pueda añadii- nuevas facultades de acciÓn. En segundo lugar, se encuentran obligados a llevar
a cabo un examen más estricto, lo que puede tener consecuencias en materia de error de pro-
hibiciÓn. No resultaría descabellado ni contraintuitivo, por ejemplo, continuar solucionando

Teoría del delito 317


— El policía (o cualquier tercero) no puede causar un grave daño al agresor
cuando la víctima optó pOr huir y si no hay peligro para ésta.
— Nadie puede legítimamente 603 disparar al dt?liFlCUt?nte generando un peligro
de muerte o de lesiones respecto de terceros, ya que la legítima defensa no au-
toriza afectar a terceros y éstos conservan el derecho de legítima defensa fren-
te a la conducta peligrosa. No obstante, la mera generación de peligro a ter-
ceros no puede funcionar como argumento para negar la justificación
respecto del mal inflingido al agresor. Sólo se negará la justificación respecto
de los daños concretos ocasionados a los terceros o cuando la conduCtil de-
fensiva constituya tentativa (por ejemplo, con dolo eventual) de lesiones o
muerte de éstos.
Nos detendremos a continuación en el análisis de los supuestos concretos en
que las reglas de la legítima defensa limitan el accionar de las fuerzas de se-
guridad.

5. b. Toma de rehenes
El marco jurídico de los casos de toma de rehenes es, sin dudas, el de la legí-
tima defensa. Es una de las situaciones en las que con mayor claridad se pone
de manifiesto el sentido del contrato social. El cliente del Estado (rehén) se en-
cuentra frente a su mandante (la policía) y tiene el derecho de que éste actúe
pura y exclusivamente en su beneficio. Sin embargo, como se verá, los proce-
dimientos que usualmente se llevan a la práctica en estos casos se inspiran en
consideraciones colectivistas, ajenas al interés del cautivo y que constituyen no
sólo una violación del contrato social (que ponen al rehén en estado de natu-
raleza frente al Estado y hasta le otorgan derecho de defensa en su contra) si-
no una clara violación de las reglas que rigen la legítima defensa.
En un caso de rehenes es claro que el captor, sea cual fuere su condición per-
sonal (imputable o inimputable), se encuentra en todo momento expuesto a
una muerte legítima. Si los cautivos, los terceros o los agentes del Estado, ma-
tan o lesionan a los captores en cualquier momento previo a la cesación del
peligro habrán actuado en legítima defensa de los derechos de los prisione-
ros, ya que la vida de éstos está en peligro y prácticamente el único medio ra-
cionalmente necesario para hacerlo cesar es la inmediata neutralización del
captor. Sobre esto las reglas previamente analizadas no dejan duda alguna.
Es claro que la legitimidad de la muerte del agresor lo es tan sólo en función
del salvamento de la vida de los cautivos, y por ninguna otra razón, como ser
la de capturar a los autores del hecho o enviar un mensaje preventivo general
a la sociedad. Ninguna de estas finalidades justifican la causación de la muer-
te del captor ni mucho menos la de los propios rehenes.
Este último punto es de especial importancia porque, aunque parezca mentira,
no está nada claro para los encargados de actuar en este tipo de situaciones.
Cuando ocurre un caso de este tipo es común escuchar en boca de los agentes

por las reglas de la teoría estricta de la culpabilidad el error de los agentes del Estado y, con-
trariamente, aplicar por la vía de la inexigibilidad de otra conducta (entendida por grados que
permita aterrizar en la escala culposa), las reglas de la teoría limitada de la culpabilidad res-
pecto de los particulares (sobre ello, íriÇn XX. 6. b).
Aunque sí podrían hacerlo inculpablemente segiin el caso.

318 Tercera parte


de seguridad el mito de que hay que hacer entender a los captores que no tie-
nen escapatoria y que efectivamente eso debe ser así, ya que de lo contrario se
alentaría la reproducción de hechos similares. La captura de los delincuentes es
elevada a dogma de fe y todo el operativo se estructura en miras a alcanzar esa
meta. Pero si el accionar policial no prevé como alternativa el dejar huir a los
captores, es evidente que el salvamento de la vida del cautivo pasa a un segun-
do plano y se supedita a una dudosa consideración utilitaria que ni siquiera su-
pera un análisis severo a la luz del principio de felicidad general.
La aplicación de este criterio policíaco (nunca permitir la huida), importa
cancelar medios de salvataje idóneos (dejar huir) en miras de enviar un men-
saje a los futuros autores de hechos similares. De este modo se asume la po-
sible muerte de rehenes cuando la permisión de la huida es el único medio pa-
ra evitarla.
Esto es una manifiesta barrabasada porque significa supeditar la vida del re-
hén a una consideración preventivo general. Si ya es cuestionable la validez
de este tipo de consideraciones cuando se trata de justificar la sanción al au-
tor de un delito ¡¿Con qué argumento la sostendríamos para justificar la
muerte de la víctima ?!
Evidentemente estos criterios son fruto del desquicio moral del sistema penal,
de la pérdida de rumbo que impide darse cuenta de que en la cuestión penal
la víctima es lo más importante y todo lo demás debe girar a su alrededor. El
sacrificio de la víctima no es admisible como medio legítimo de acción de nin-
giín tercero y mucho menos del mandatario de ella en materia de seguridad.
En el marco de la legítima defensa, el análisis de la actuación de las fuerzas
de seguridad no es complejo en su aspecto técnico jurídico: toda conducta ra-
cionalmente necesaria para salvar el bien amenazado está justificada, incluso
la que pone en peligro (en grado menor) ese mismo bien. Esto es claro, mu-
chas situaciones de defensa de un bien exigen someterlo a un peligro y ello
entra dentro del marco de lo justificado, porque importa una disminución del
riesgo.
Las complicaciones que presentan los casos concretos son de la misma natu-
raleza que las usuales en el análisis dogmático. ¿Cuándo es el momento lími-
te de actuar aún a riesgo de la vida del rehén?; ¿cuándo hay que esperar?;
¿cuándo hay que dejar huir? La respuesta es siempre complicada pero ello no
justifica abandonar los criterios teóricos de solución. La complejidad es una
característica común en la resolución de casos penales y la étnica cura para
ello es la capacitación y en todo caso el reemplazo de quienes no estén dis-
puestos a toparse con situaciones complejas. Nada justifica la abolición de las
reglas ni la sujeción de estas situaciones al “olfato” o la “intuición” de los fun-
cionarios encargados de la seguridad.

5. c. tiroteos
También se encuadra en el marco dogmático de la defensa necesaria el caso
de los intercambios de disparos de la policía con delincuentes. Este supuesto
puede involucrar diferentes situaciones pero en general tienen las mismas ca-
racterísticas.
El punto que merece ser destacado es el peligro que los tiroteos generan res-
pecto de personas ajenas a la situación de defensa. Hay que tener siempre
— presente el principio general, de que respecto de los terceros la justificación
sólo puede basarse en las reglas del estado de necesidad, ya que éstos no son
partícipes de la agresión ilegítima y, por ello, no pueden ser sujetos pasivos de
una conducta defensiva proveniente de una defensa necesaria.

Teoria del delito 319


Por lo tanto, cuando la policía genera un tiroteo con delincuentes, colocando
en peligro a personas ajenas al suceso, su actuación es totalmente ilegítima y
cualquier lesión o muerte causada a terceros será antijurídica y, salvo que
concurra alguna causal de inculpabilidad, será delictiva. Además, no hay que
olvidar las reglas de la tentativa, conforme las cuales la generación de un ti-
roteo con dolo eventual de muerte de un tercero será punible como conato.
Ello sin perjuicio de que en el caso de que el tiroteo se genere con el fin de ob-
tener una detención será incluso antijurídico respecto del delincuente, ya que
ese objetivo no justifica la causación de la muerte o lesiones de cierta grave-
dad.
Cuando el agente necesita proveer a su propia defensa en el marco de su ac-
tuación funcional, en general es él mismo quien se coloca en la situación de
peligro; esa auto-colocación en peligro no constituye la provocación suficien-
te que en ciertos ordenamientos jurídicos excluye la justificación, salvo que
sea producto de un acto de exceso funcional en cuyo caso la defensa no está
justificada.

5. d. El orden en la vía piiblica


S. d. a. El peligro de opinar
Una de las situaciones que generalmente producen mayores polémicas políti-
cas y escándalos públicos está dada por la actuación policial dirigida a garan-
tizar el orden en la vía pública, dispersando manifestaciones, restableciendo
la circulación y la libertad de desplazamiento, evitando ingresos a determina-
dos lugares, evitando enfrentamientos entre diferentes grupos de personas,
etcétera.
Se trata dc los conflictos que dan lugar a la denominada “represión policial”
y que generan polémicas ideológicas radicalizadas, totalizadoras, hijas del
pensamiento único, que no dejan lugar para un análisis honesto dirigido a
situar el conflicto en su correcto encuadre jurídico constitucional. El analis-
ta objetivo se encuentra en problemas: cualquier punto del análisis que im-
porte admitir una autorización de acción a la policía será calificada de “fas-
cista”; or el contrario, cualquuier otro pu
unto qu
ue establezca una limitación o
reproche al accionar policial será tildada de ”revolucionaria” o ”prodelin-
cuentes”.
No es casualidad que estos conflictos, que por su importancia y asiduidad de-
berían motivar profusos estudios doctrinarios, no hayan inspirado análisis
técnico-jurídicos, sino tan sólo declaraciones políticas de los extremos o ti-
bras consideraciones pi’etendidamente conciliadoras, pero siempre carentes
de apoyatura técnica que permitan una definición. No es casualidad, es fruto
de la beligerancia política, de la intolerancia con que se tratan estos asuntos,
que inhibe a la mayoría de emitir opiniones sinceras y bienintencionadas que
de antemano se sabe serán tildadas con los peores calificativos posibles.
La ausencia de un análisis dogmático contribuye, a su vez, a la falta de con-
senso sobre cómo deben ser resueltos estos conflictos y, lo que es peor, a la
falta de un marco jurídico al cual atenerse por igual tanto quienes pretenden
manifestarse públicamente como los encargados de la seguridad pública. La
beligerancia ideológica que impide opinar con honestidad es, en definitiva,
una de las causas de las muertes que, de tanto en tanto (y lamentablemente
con mayor frecuencia), se producen en las calles con motivo de las pretensio-
nes legítimas de manifestarse y de ejercer en paz los restantes derechos cons-
titucionales.
Me arriesgo, de todos modos, a opinar.

Tercera parte
S. d. b. Colisión de intereses
LOS conflictos a los que me refiero presentan una colisión de derechos subje-
tivos. Podemos identificar diferentes casos: cortes de ruta, toma o intento de
toma de edificios públicos o privados, roturas de vehículos o inmuebles, agre-
sión a políticos o personas no queridas por los agresores, entre otros tan-
to 604
En todas estas situaciones existe la legítima pretensión de los “manifestantes”
de efectuar una expresión política, de transmitir un mensaje, de formular un
reclamo o una exigencia. Asimismo, está en juego el derecho de otras perso-
nas de transitar por una ruta, de disponer o usar un inmueble, de no sufrir
pérdidas materiales, de no ser afectados en su tranquilidad, libertad y reputa-
ción, etc. Se trata, claramente, de una colisión de intereses. El derecho cons-
titucional de expresión y manifestación política y otros tantos derechos cons-
titucionales como el de propiedad, circular libremente o vivir en paz.
A medida que la situación socioeconómica de un país se deteriora, los niveles
de pobreza aumentan y la brecha entre necesitados y pudientes se hace más
ancha, los límites a las formas de expresión se diluyen y flexibili zan. En un
país desarrollado no cabe duda que estas formas de protesta son ilegítimas
cualquiera sea la pretensión de quien la lleva a cabo. En países como la Ar-
gentina, existe cierta tolerancia social (fruto de la resignación) que lleva a ad-
mitir circunstancial y parcialmente algunos de esos actos, como una de las
tantas expresiones de protesta, como integrantes de las reglas de juego.
Pero esta tolerancia circunstancial no legitima estas conductas ni deslegitima
las conductas dirigidas a neutralizarlas.
Estas situaciones generan conflictos que por su propia naturaleza (se trata en
definitiva de un choque intersubjetivo horizontal en el que unos afectan a
otros y esos otros quieren defenderse de esa afectación) no pueden tener
siempre (y ni siquiera en un número razonable de casos) un final feliz.
Las fuerzas de seguridad participan de estos conflictos, pero a raíz de la falta
de definición de la línea de la juridicidad, las cosas no pueden terminar bien.
El mero hecho de que existan concepciones contrapuestas (no sólo a nivel so-
cial sino incluso en las esferas públicas) sobre el límite jurídico entre los de-
rechos y obligaciones de los partícipes de estos sucesos, hace que siempre se
pueda objetar incluso jurídicamente el resultado final. Además de la disvalio-
sidad de los resultados a los que se arriba, esto genera un desquicio jurídico
que desencadena nuevas situaciones de violencia, ya que los involucrados no
tienen una definición pública sobre lo que está dentro y lo que está fuera de
la ley. En estas condiciones la convivencia es imposible y los resultados fata-
les que muchos de estos sucesos generan son una muestra cabal de ello.

604 Todas estas formas de expresiÓn política ocurren a diario en países latinoamerica-
nos y en especial en la Argentina, donde las agresiones a políticos y a personas no queridas y
los cortes de vías de circulaciÓn se transformaron, a finales del - o 2001, en la forma de ex-
presión popular más usual, junto con las demás alternativas citadas. La tolerancia social a es-
tas formas de expresiÓn significa que grandes porciones de la población las aprueban y otras
tantas se resignan a ellas; me animaría a decir que la tolerancia se produce más bien cuando
aumenta el nÚmero de resignados.

Teoria del delito


Corresponde pues establecer límites y definiciones que permitan al Estado
cumplir la misión que le fue asignada por los artífices del contrato social.

5. d. c. Límites
En lo que a este libro interesa, debemos delinear los contornos de la actividad
estatal frente a estas situaciones.
La primer pregunta es si corresponde que las fuerzas del Estado pongan coto
a los cortes de ruta, toma de edificios, agresiones a personas y bienes, etc. Me
parece que la respuesta es afirmativa. Dado que el derecho de expresión polí-
tica no admite como única alternativa la realización de este tipo de actos, es
evidente que no sufre ningún menoscabo por el establecimiento de límites o la
veda lisa y llana de su realización. No hace falta agredir personas, destruir co-
sas, tomar propiedades ajenas o cortar rutas para emitir una expresión políti-
ca. El derecho constitucional de manifestarse y de ejercer la actividad política
no consiste en eso y existen diversas alternativas de expresión, tanto o más
efectivas, que constituyen el conducto adecuado para el ejercicio del derecho
constitucional. Por lo demás, el corte de una ruta, la destrucción de una cosa
ajena, la toma de un edificio y la agresión a una persona son conductas delic-
tivas en casi todos los códigos penales60
Ya vimos que en ciertos contextos sociales existe un grado de tolerancia pú-
blica que admite cierta flexibilidad. En ese marco no es antiintuitivo ni irra-
zonable admitir cortes momentáneos de vías de circulación y tomas también
momentáneas de edificios públicos, sujetos a una pronta cesación de la con-
ducta, que minimice la afectación de los derechos de quienes pretenden cir-
cular por el camino cortado o utilizar el edificio pfiblico ocupado.
Los límites trazados imponen un deber para las fuerzas de seguridad que es
el de hacer cesar la afectación de derechos. Y aquí aparece la siguiente pre-
gunta relevante: ¿cómo deben hacerlo?; ¿qué derechos pueden afectar?; ¿qué
males pueden causar?

5. d. d. la coerción admisible
Las reglas de la legítima defensa determinan el tipo y grado de coerción que
las fuerzas de seguridad pueden aplicar en estos sucesos.
En general, las situaciones conflictivas menos lesivas (cortes de rutas y tomas
de edificios) son situaciones parecidas a un desalojo. La tarea policial es ha-
cer que quienes se encuentran en determinado espacio lo abandonen para
reestablecer el derecho de otros sobre ese lugar.
El uso de la coerción debe ser racional comenzando desde lo mínimo posible
y aumentando luego dosificadamente. Primero debe existir un aviso, un pedi-
do, y sólo ante la continuidad de la situación procede el uso de actos coerciti-
vos directos que siempre deben contener el grado de violencia mínima que el
objetivo demanda.
La necesidad de utilizar una coerción mayor puede provenir de una modifi-
cación del esquema inicial. Si lo que comienza como una situación de “desa-
lojo” se transforma en una situación de defensa de la integridad física de los

60 Por ejemplo, arts. 194, 183, 18 l y 89 y concordantes del CÓdigo Penal argentino.

Tercera parte
agentes públicos, evidentemente nos encontramos ante un evento diferente,
que admite la utilización de una violencia mayor que la que inicialmente era
admisible.
Nuevamente las reglas de la legítima defensa limitan el accionar: sólo se pue-
de utilizar la violencia racionalmente necesaria para continuar con la tarea ini-
cial (desocupar el lugar) preservando la integridad física de los encargados de
la tarea. No existe ninguna razón jurídica para que por la elevación del grado
de violencia se deba desistir del objetivo inicial, porque éste era legítimo (no
hay provocación suficiente) y el ejercicio de violencia por parte de quien se re-
siste rio está justificado.

6. Algunas conclusiones
La consideración de ciertos comportamientos defensivos como una pena na-
tural no funciona como un criterio para justificar la impunidad.
Es tan sólo un juicio descriptivo que permite extraer consecuencias positivas
o, en todo caso, otorgar una explicación diferente a esas consecuencias.
La introducción de criterios de proporcionalidad y razonabilidad respecto de
la habilitación de cualquier conducta xnolenta, sea ésta privada o estatal, es
una aspiración legítima de la dogmática ¡›enal y resulta compatible con nues-
tro ordenamiento positivo y sus principios subyacentes. Sobre todo cuando se
trata de limitar la habilitación de la violencia valorativamente innecesaria )'
meramente funcional de los agentes del sistema penal y la violencia capricho-
sa e irracional cte los particulares.
Habría que considerar, también, la posibilidad dc i¡ue a partir de la conside-
ración de la legítima defensa como una pena, se descuente del monto de és-
ta la parte ya soldada por el agresor que fue víctima de una conducta defen-
siva 606

Teoría del delito


XX. Culpabilidad

1. Introducción. Evolución inicial del concepto de culpabilidad


La teoría de la culpabilidad es fruto del derecho continental europeo.
En sus comienzos era la conexión subjetiva entre el hecho y el autor (lo
que se entiende por dolo y culpa) y, posteriormente, evolucionó hacia su
consideración como un juicio de reproche que se formula al autor de una
conducta típica y antijurídica. Desde allí, y a partir de la crítica a la no-
ción de libre albedrío y a la posibilidad de formular un reproche al autor,
la culpabilidad terminó siendo un simple análisis sobre la necesidad fun-
cional (preventiva) de aplicar una pena. Esta derivación autoritaria es ob-
jeto de álgidos debates en la doctrina actual.
Para la denominada teoría psicológica de la culpabilidad, ésta es la co-
nexión del hecho con la subjetividad del autor. Hay culpabilidad cuando
el sujeto conoce y quiere la producción del resultado (dolo) o cuando és-
te le es previsible (culpa). Esta concepción era propia de la sistemática
causalista primitiva, según la cual la culpabilidad constituía la faz subje-
tiva del delito, en contraposición al injusto objetivo.
Dentro de la corriente causalista se comenzó a advertir que la culpa-
bilidad era algo más que la vinculación subjetiva con el hecho. Así, y de la
mano de FRANKª 07 nació la /eor/a now‹z/tv‹z de la culpabilidad que consi-
deraba que, junto con el análisis del dolo y la culpa, correspondía llevar a
cabo un /uícío de reproche sobre la comisiÓn del ilícito. Esto permitía ex-
plicar el subestrato de la exigibilidad que dentro de la teoría psicológica
no tenía cabida, porque las eximentes allí analizadas no podían fundarse
en la ausencia de vinculaciÓn subjetiva con el hecho, dado que esa cone-
xión existía 608, También se intentaba superar la crítica de que la teorfa
psicológica no “servía” para justificar la culpa inconsciente.
El finalismo dio lo que parecía ser el paso final de la evoluciÓn del
concepto, quitando de la culpabilidad el examen sobre el dolo y la culpa
(que pasaron a la tipicidad) y considerándola exclusivamente como el jui-
cio de reproche por la comisión del injusto: “El reproche de culpabilidad
presupone que el autor se habrfa podido motivar de acuerdo a la nor-

607 jor todos, WEiZEL, Derecho penal alemdn, cit . , p. 199.


60 Por todos, JAKOBS, Dehecho penal. Parte generai?, cit., p. 569.

Teoña del delito 525


jqjp” 609 es “el ’poder el lugar de ello’ del autor en relación a su estructura-
ciói antijurídica de la vo1untad” 610, De este modo el ilícito (y, con él, el
dolo y la culpa) pasa a ser el objeto desvalorado mientras que la culpabi-
lidad constituye el juicio de valoraciÓn sobre el objetoª . Podríamos afir-
mar que éste es el criterio clásico en materia de culpabilidad, en torno del
cual giran las modernas discusiones que pretenden mantenerlo, modifi-
carlo o directamente sustituirlo. Como se verá a continuación, ésta es la
noción del concepto que asumo como derivada del principio constitucio-
nal de culpabilidad y que pretendo defender frente a las concepciones
preventivistas.
Este concepto “clásico” de culpabilidad normativa ha sido merecedor
de duras críticas. Ante todo, a partir de la eterna discusión sobre el libre
albedrío, se ha sostenido que la libertad del hombre (la posibilidad de
obrar de otro modo) es indemostrable y que, por ello, no puede asentarse
en ella la idea de culpabilidad. También se ha cuestionado la idea misma
de reproche por insuficiente para explicar todas las causales de inculpabi-
lidad como, por ejemplo, el estado de necesidad disculpante.
En su obra Culpabtlidad y prevenciÓn en derecho penal publicada en
1973, Claus ROXINª* dio el puntapié inicial de lo que hasta ahora parece
ser la derrota del concepto normativo de culpabilidad. Sin embargo, brin-
dÓ una adecuada respuesta a las crfticas sustentadas en la indemostrabili-
dad del libre albedrío. RoxiN identificó dos funciones del concepto de cul-
pabilidad: “La primera función sirvió para justificar la teoría que veía el fin
de la pena en la retribución”ªªª; “La segunda función (. . .) tiene un carác-
ter opuesto (. . .) en tanto que es límite de la pena, limita también el poder
de intervención estatal, pues el grado de culpabilidad señala el lfmite má-
ximo de la pena” 614 el autor alemán propuso descartar la primer función
y Tescatar la segunda; de este modo, “La objeción de que en Derecho Penal
no se puede partir de una hipótesis tan indemostrable como la existencia
de la libertad de la voluntad ni de la posibilidad de una culpabilidad huma-
na derivada de ella, sólo es convincente en tanto con esta concepciÓn se
perjudique al delincuente. Pero el principio de culpabilidad en su funciÓn
limitadora sólo tiene efectos favorables para el delincuente”
Volveré luego sobre estas cuestiones.

609 ç¿rL, Derecho peiro/ n/em‹íri , cit., p. 20 l .


rL, Derecho penal alemán, cit., p. 198.
61 ³ WELEF:r, Derecho penal alemdii, cit., p. 199.
61 RoxiN, Claus, Culpabilidad y prevencidn en derecho penal, trad. de Francisco Muñoz
CONDE, Ed. Reus, Madrid, 1981.
6 13 ROXiN, Clt l90bilid0d ) revención é R de Puho penal, c t., p. 42.
6 14 Roxie, Culpabilidad y prevencidn en detec:ho penal, cit., ps. 42-43.
6 15 Roxie, Culpabilidad y prevencidn en dere¢:ho penal, cii., p. 48.

326 Tercera parte


2. Irrupción de la prevención (la teoría de Claus Roxin)
En la obra citada, ROXIN Cuestiona la fórmula dé WELZEL de que re-
prochabilidad es “el ’poder que tiene para ello’ la persona con respecto a
su antijurídica formación de voluntad” 616 . Objeta, básicamente, dos co-
sas: a) que se basa necesariamente en el libre albedrío, que es indemostra—
bleª 17 y b) que la fórmula no explica ciertas causales de inculpabilidad
como, por ejemplo, el estado de necesidad disculpante, en el que el autor
sin dudas pudo haber dejado que las cosas ocurriesen como tales. La pri—
mer objeción parece contradictoria con la función limitativa que, como
acabamos de ver, le asigna al concepto de culpabilidad; utilizando sus
mismas palabras podríamos decir que la exigencia de un poder ‹ict‹zr de
otro modo, en cuanto fundamenta eximentes que contienen el poder puni-
tivo, constituye un criterio limitativo que no perjudica al autor. La segun-
da objeción desatiende el hecho de que el término “poder obrar de otro
modo” debe ser concebido como expresión de la idea de libertad y no
como aptitud fáctica para hacer otra cosa.
El profesor de Munich propone construir una culpabilidad basada en
le teorfa del fin de la pena. Sostiene que "lo decisivo no es el poder actuar
de otro modo, sino que el legislador, desde puntos de vista jurídico-pena-
les, quiera hacer responsable al autor de su actuación. Por ello ya no ha—
blaré a continuación de culpabilidad, sino de responsabi1idad” 6l8,
En sus trabajos más recientes, ROXIN Configura este estrato sistemá-
tico del siguiente modo: “La responsabilidad depende de dos datos que de-
ben añadirse al injusto: de la culpabilidad del sujeto y de la necesidad pre-
ventiva de sanción penal, que hay que deducir de la ley” 619 Respecto de
la configuración de cada uno de esos niveles afirma que: a) “El sujeto ac-
túa culpablemente cuando realiza un injusto jurfdico-penal pese a que (to-
davía) le podfa alcanzar el efecto de llamada de atención de la norma en
la situación concreta y poseía una capacidad suficiente de autocontrol, de
modo que le era psfquicamente asequible una alternativa de la conducta
conforme a Derecho”ªª ; y b) “La necesidad preventiva de punición no
precisa de una fundamentación especial, de modo que la responsabilidad
jurfdico-penal se da sin más con la existencia de la culpabilidad. Sin em-
bargo, esto no es así en todos los casos. V. gr. en el estado de necesidad dis-
culpante. . . ”621, Y advierte que ’Según la posiciÓn aquf defendida, la pena

616 Roxie, Culpabilidad y prevencidn en derecho penal, ci t . , p. 61.

61 Roxi×, Culpabilidad y prevencidn en derecho penal, cit., p. 71.


61 Roxie, Derecho penal. Parte geiiernl, t. I, cit., p. 792.

Teoría del delito 327


presupone siempre culpabilidad, de modo que ninguna necesidad preven-
tiva de penalización, por muy grande que sea, puede justificar una san-
ción penal que contradiga el principio de culpabi1idad”ª²²
Con esta aclaración, la posición de RoxiN no parece atentar contra la
idea tradicional de culpabilidad como principio constitucional limitativo,
ya que la teorfa de los fines de la pena no puede trasvasarla ni sustituirla.
Pero eso mismo demuestra que su idea sólo tiene sentido en la medida
que la culpabilidad por st sola resulte insuficiente para explicar todas las
causales de exculpación del derecho positivo como ocurriría, según el ci-
tado autor, con el estado de necesidad coactivo. De lo contrario carece de
sentido porque no agrega nada nuevo a la idea tradicional.
Si la culpabilidad por sí misma explica todas las eximentes (las que
ella --como principio constitucional— impone por sí misma con indepen-
dencia de su recepción en el derecho positiv()623 y las que emanan exclu-
sivamente de éste), no tiene sentido arriesgarse a introducir el criterio de
los fines de la pena en un estrato sistemático tan sensible, en el que la va-
loración jurfdica tiene, justamente, el sentido constitucional de contrape-
sar esos fines. Veremos luego que la teoría normativa tradicional es lo su-
ficientemente expresiva del sentido constitucional del principio y que
explica satisfactoriamente todas las causales de inculpabilidad. Máxime,
si se otorga al jurado popular un rol preponderante en la emisión del jui-
cio de reproche.
De todos modos, creo que aun cuando no se puedan explicar todas las
causales de inculpabilidad del derecho positivo a partir de la idea tradicio-
nal de culpabilidad, ello no presentarla ningún problema jurídico, ya que
nada impide que el legislador penal concrete de un modo más garantista el
principio constitucional, incorporando eximentes que no se derivan necesa-
riamente de él o que se derivan de él sólo a partir de la interpretación legal.
la introducción de los fines de la pena en la culpabilidad, fue llevada
a su l6gica y necesaria consecuencia por el discípulo rebelde dé WELZEL:
Günter JAKOBS.

3. La muerte de la culpabilidad (la teoría funcionalista


de Günter Jakobs)
El tramo más radical de la crftica a la teoría normativa y de la evolu-
ciÓn de la dogmática orientada polftico-criminalmente, es el reemplazo
del concepto clásico de culpabilidad por la necesidad de aplicar una pena
conforme la teorfa de la prevención general positiva.

622 ROXIN, Derecho penal. Parte general, t. I, cit., p. 793.


623 Como « n con el error de derecho que debe ser admitido como exculpación aun
cuando la ley penal lo rechace expresamente.

528 Tercera parte


Culpabilidad no es más el reproche por no haberse motivado en la
norma; no es más el haber violado el mandato legal a pesar de haber po—
dido obrar de otro modo: culpabilidad es haberse comportado de un mo-
do que no se puede tolerar si se quiere mantener la vigencia de la norma.
Dice JmOBS:

“El autor de un hecho antijurídico tiene culpabilidad cuando dicha ac-


ción antijurídica no sólo indica una falta de motivación jurídica dominante
—por eso es antijurídica-, sino cuando el autor es responsable de esa falta. Es-
ta responsabilidad se da cuando falta la disposición a motivarse conforme a
la norma correspondiente y este déficit no se puede hacer entendible sin que
afecte a la confianza general en la norma. Esta responsabilidad por un déficit
de motivación jurídica dominante, en un comportamiento antijurídico, es la
culpabilidad. La culpabilidad se denominará en lo sucesivo como falta de fi-
delidad al Derecho o, brevemente, como infidelidad al Derecho. Con ello se
alude a la infidelidad por la que se ha de responder; la infidelidad al Derecho
es, pues, un concepto determinado normativamente ª 24
“El concepto de culpabilidad, por tanto, ha de configurarse funcional-
mente, es decir, como concepto que rinde un fruto de regulación, conforme a
determinados principios de regulación (de acuerdo con los requisitos del fin
de la pena), para una sociedad de estructura determinada. El fin de la pena
es, según la concepción aquí desarrollada, de tipo preventivo-general; se tra-
ta de mantener el reconocimiento general de la norma 625

El concepto es coherente con su concepción funcional de la sociedad,


del derecho, de la persona y de la teorfa del delito (supr‹z III. 1. c. c). La
sociedad como sistema debe mantener su configuración para subsistir tal
cual es; por ello no puede tolerar desviaciones que afecten esa configura-
ción; las personas, como subsistemas, deben adaptarse a la configuración
del sistema mayor. El derecho también es un subsistema a merced del sis-
tema “sociedad” y su finalidad es que ésta se mantenga como tal; por ello
el fin de la pena es el mantenimiento de la vigencia de las normas que la
configuran. La teoría del delito es un subsistema dentro del derecho (más
precisamente del derecho penal) y debe asegurar que la pena cumpla con
su función dentro del esquema global. Por ello, la dogmática jurídico-
penal debe procurar el mantenimiento de la vigencia de la norma, para lo
cual debe construir un concepto de culpabilidad que sea funcional a ese
objetivo sistémico.
En este contexto no son admisibles causales de exculpación que con-
traríen la configuración de la sociedad, aunque en el caso concreto el au-
tor no haya tenido realmente libertad para actuar de otro modo, ya que la
libertad es tal en tanto está configurada por la sociedad, razón por la cual
ninguna invocación de ausencia de libertad es válida fuera del sistema. El

624 JAKOBS, Derecho penal. Parte general, cit. , ps. 56ó-567.


625 JAKOBS, Derecho pertn/. Pnrfe general, cit., p. 584.

Teoría del delito 329


sistema define la libertad (que existe sdlo porquie él existe) •y las CaiiSaleS qMe
la suprimen,- por esa razón no puede haber ninguna contradicción entre la ne-
cesíd‹id sistemdtica de penalizar y el mantenimÍ8Mto de la /íbef 1i2d /ittmaiin.
EÍlo es asf porque el sistema se nutre a st lTliSlTlO: US JO€lrft2Ctllmente ce-
rrado. Todo está definido por el sistema de modo normativo, incluso la li-
bertad y su ausencia. Ergo, sí /‹i/f‹z /‹i libertad es porque el comportamiento
no a[ecta la vigencia de la norrna,- si la a[ecta, no [alta la libertad porque ella
estd de iiídii como lo que se puiede hacer en el marco del mantentmiento del
sistema. La afirmación de una contradicción entre libertad y sistema exi-
ge buscar un punto de referencia ajeno al propio sistema, pero ello no es
admisible en la lógica funcionalista de JAKOBS.
Es más, creo que la conclusión a la que arriba este autor es una con-
secuencia necesaria de la normativización total del sistema que se propug-
na enfáticamente en la moderna sistemática postfinalista. Ello es así por-
que el orden jurfdico como tal no tiene referencias externas a st mismo (al
menos eso es lo que se sostiene para repudiar todo reconocimiento de ca-
tegorías ontológicas), por lo que la lógica interna debe conducir, necesa-
riamente, a la definición de todos los presupuestos afirmativos y negati-
vos de la aplicación de una pena, que es en definitiva lo que haCf? JAKOBS
a cara descubierta y sin disfrazar sus conclusiones.
La teoría funcional de la culpabilidad constituye, a mi juicio, un re—
troceso del concepto sobre sí mismo hacia su forma más primitiva. Ini-
cialmente, la culpabilidad era un dato objetivo (la vinculación subjetiva
con el hecho relevada por la ley penal) y carecía del sentido garantista y
razonabilizador que le dio la teorfa normativa al introducir el juicio de re-
proche, cuya única función dogmática concreta es la de negar el delito
cuando falta la libertad. Con el ataque a la libertad y su reemplazo por
consideraciones preventivas (que dependen de la razón de Estado) el con-
cepto de culpabilidad vuelve hacia atrás, porque pierde su sentido de ga—
rantía y su contenido limitador del poder estatal.
La concepción de JAKOBs es una herramienta funcional, no ya a una
sociedad de determinada estructura como dice el autor, sino a una orga-
nización institucional en la que la sociedad como ente abstracto se ante-
pone al individuo en jerarquía de moral institucional, porque esa es la
consecuencia del método elegido que, por tanto, no es neutro como lo
afirma su defensor.
Al imbuirse de consideraciones legitimadoras de la pena, la culpabi-
lidad deja de servir de contrapeso a la política criminal, y renuncia defini-
tivamente a su función de garantía constitucional frente a la necesidad
(justificada por el argumento que se quiera) de criminalizaW²ª.

626 Como dije previamente, cuando hago referencia al término política criminal no
me refiero a los criterios penales que surgen de todo un sistema jurídico, sino a las pautas
emergentes de la legislación penal contingente; en suma, las garantías constitucionales no
son, a mi juicio, fuente de la política criminal sino, antes bien, su contrapeso.

Tercera parte
Si, como se analizó oportunamente, la consideración de la culpabili-
dad como principio constitucional surge a partir de su contenido (porque
se considera que según la Constitución la pena debe estar supeditada a la
posibilidad de emitir un juicio de reproche por la falta de motivación en
la norma de quien tuvo la posibilidad de obrar de otro modo), esa premi—
sa condiciona la configuración ulterior del concepto e impide una modi-
ficación como la propiciada por las nuevas corrientes doctrinarias.
Si se quiere cambiar el contenido de la culpabilidad, quien pretenda
hacerlo deberá explicar por qué lo que antes tenía base en la Constitución
ahora no lo tiene, y por qué tiene rango constitucional el nuevo conteni-
do asignado al concepto. La conservación del nombre nada dice sobre la
conservación del principio.

4. El libre albedrío
Como vimos, la crftica más importante que se hace la culpabilidad
como reproche, sostiene que ésta se sustenta en la noción de libre albe-
drío, que es un hecho indemostrable. Se dice que no se puede saber si las
personas son libres para actuar de otro modo, para decidir entre cumplir
o no cumplir con el mandato normativo.
En definitiva, la decisión libre (y por ende reprochable) de cometer el
ilícito es lo que fundamenta la culpabilidad y la imposición de una san—
ción penal, pero esa libertad de decisión no se puede probar, ya que es po-
sible que todos los seres humanos estemos condicionados para actuar de
uno u otro modo y que la decisión de cometer el delito esté determinada
en todos o en la mayoría de los casos. Si ello fuera así, no se podría for-
mular reproche alguno. Se dice, entonces, que el libre albedrío y la culpa-
bilidad son una ficción indemostrable, y que por esa razón la imposición
de penas a partir de un hecho no demostrado vulnera el principio ía de-
bio pro reo.
A ello se responde, con razón, que en todo caso la culpabilidad sería
una “ficciÓn en beneficio del autor”, ya que su efecto concreto es introdu-
cir determinadas causales de inculpabilidad que son situaciones en las
que es perfectamente demostrable la falta de libertad. Si se parte de la ba-
se de que nadie es libre de decidir, no existen razones para no aplicar pe-
nas en las situaciones de extrema disminución de la libertad de decisión
(minoridad, imposibilidad de comprender la antijuridicidad, inexigibili-
dad de otra conducta) que eliminan el delito en el estrato de la culpabili-
dad. Si nadie es libre y la libertad no es fundamento de la sanción penal,
podrían aplicarse penas a pesar de la ausencia de libertad, lo que llevaría
a un resultado final más desventajoso para el destinatario de las garantías.
Evitar ese resultado es una buena razón para mantener el criterio del li-
bre albedrío.
Por lo tanto, me parece claro que la crítica sustentada en la invocación
del (nvor reí desconoce la regla de que ninguna garantía puede ser utilizada
como argumento en contra de su beneficiario. Si la consecuencia del plan-

Teoría del delito


teo liberal es la consagración de determinadas eximentes que de otro modo
no existirían, la invocación de la garantía es tramJ9OSíl e improCédente.
La crítica a la libertad termina conduciendo al normativismo funcio-
nalista sustentado en la necesidad preventiva de pena. PerO el paSO del pa-
radigma del libre albedrío al paradigma de la prevención general positiva,
no conduce a construir la culpabilidad sobre una base demostrable. En to-
do caso, el cambio sustituye una indemostrabilidad por otra. Oue, además,
es funcional a la polftica criminal y peligrosa para las garantías individua-
les. Es incongruente descartar la vigencia del libre albedrío (invocando su
indemostrabilidad), para adoptar el criterio de la prevención general posi—
tiva que resulta tanto o más indemostrable aún, ya que no es empíricamen-
te verificable (en un grado mayor al libre albedrío) que la aplicación de la
pena conduzca al “mantenimiento de la vigencia de la norma”.
De hecho, el propio J/u‹oBs reconoce, en relación a la misión del de-
recho penal confirmadora de la identidad social, que “no puede aprehen-
derse empíricamente el fenómeno de la confirmación de la identidad;
pues ésta no es una consecuencia del proceso sino su significado” 627, Con
ello, pone de manifiesto que su concepción del sistema es una ficción, una
irrealidad a merced de la cual se pretende colocar a todos los ciudadanos.
Entre ambas indemostrabilidades creo que se debe optar por la más
garantista, cual es, sin dudas, la noción del libre albedrío. Ello no signi-
fica exigir su acreditación en el caso concreto para aplicar una pena, si-
no el otorgamiento de relevancia eximente a las circunstancias que lo ex-
cluyen o coartan o disminuyen de forma grave. Porque la inexistencia o
extrema disminución de un ámbito de libertad como fundamento de la
exclusión de la culpabilidad es tan verificable como cualquier otra cir-
cunstancia relevante en la teorfa del delito. Eso sólo cuenta. Y eso sólo
apareja mayores garantfas al autor, ya que las eximentes que se pueden
sustentar sobre la base de la ausencia o grave disminución de la libertad
de decidir son mucho más limitadoras que las eximentes de la teoría de la
culpabilidad preventivista de JAKOBS.
La teorfa de la culpabilidad basada en la idea del libre albedrío se resu-
me con notable acierto y claridad en este pasaje de WELZE 628• “La capaci-
dad de culpabilidad concreta de un hombre no es en absoluto objeto de co-
nocimiento teorético, por eso es que con razón los siquiatras conscientes de
su responsabilidad rechazan responder este problema en forma 'científica’.
Ellos pueden naturalmente constatar la existencia de determinados estados
mentales anormales, como en enfermedades mentales, perturbaciones de la
conciencia, etc., pero ya la exclusión de la capacidad de culpabilidad en es-
tos estados queda fuera de su —-como de todo— juicio científico. Todo cono-
cimiento científico encuentra aquí su lfmite, puesto que no puede convertir

627 woas, Sociedad, norma y persona en una te tía de fin derecho penal [nacional, cit.,

628 pgc£, Derecho enal alemán, cit., pS. 215-216.

Tercera parte
en objeto algo que por principio no es susceptible de objetivación, esto es,
la subjetividad del sujeto. Aquel acto por el cual el hombre se eleva del mun-
do de los objetos de la experiencia para convertirse en sujeto autorrespon-
sable, escapa a toda posibilidad de objetivación. Es lo no—objetivo por anto-
nomasia, lo que nunca puede ser objetivado sin que sea destruido en su
mismidad. El juicio de que un hombre determinado en una situación deter-
minada es culpable, no es, por eso, un acto teorético, sino existencial, y por
cierto, ’comunicativo’. Es el reconocimiento del otro como tú, como igual,
como susceptible de determinación plena de sentido y por esto, al mismo
tiempo, tan sujeto responsable como yo mismo. Por ello, este juicio es más
fácil formular desde el aspecto negativo que del positivo: se excluye a todos
aquellos hombres que aún no son o bien no son más capaces de la misma
autodeterminación, éstos son los que por su juventud (y sordomudez), o por
su anormalidad mental no son capaces de culpabilidad”.
Me parece evidente que no son los críticos del libre albedrío quienes
deben demostrarlo, sino sus detractores quienes deben probar el determi-
nismo, porque éste es más peligroso para la vigencia de la libertad. Con-
siderar que una culpabilidad basada en consideraciones preventivas pue-
de funcionar como garantía es un contrasentido, ya que las garantías son
contrapesos al poder que deben limitar, y no su argumento legitimante.
La dependencia de la culpabilidad de consideraciones tales como
cuántas cu‹z/ídndes perturbadoras del autor han de ser aceptadas por el Es-
tado y por la socíed‹zd 6L9 pierde de vista la esencia del análisis sobre la cul-
pabilidad que radica, precisamente, en la ponderación del autor de modo
que se puedan hacer valer argumentos no criminalizantes frente a la pre-
tensión punitiva estatal. En el análisis de la culpabilidad el juez debe te-
ner la facultad de decirle a la sociedad y al Estado que no se aplicará una
pena incluso cuando existen sobradas razones y necesidades preventivas
para ello. En la culpabilidad cuenta el autor, no la sociedad.
Como dice HIRSCH, “en la culpabilidad se mira al pasado y en la pre-
vención al futuro”ª . Ahora bien, como el hecho del autor está en el pa-
sado es allí donde debe buscarse el fundamento del juicio del tercer estra—
to sistemático y nunca en el futuro, porque nada que no haya pasado
concierne al autor. La responsabilidad es por lo que se hizo y no por lo que
va a suceder. El pasado concierne al sujeto, mientras que el futuro del sis-
tema es un problema de la sociedad del que el sujeto (selectivamente cri-
minalizado) no debe ser responsable.

5. Mi posición: la culpabilidad como juicio antisistema


El examen sobre la culpabilidad necesita recurrir a un punto de refe-
rencia externo, ajeno a los criterios político-criminales que modelan las

629 JAKOBS, Derecho penal. Pane general, cit., p. 583.


63º Hntscu, Derecho penal. Obras Completas, t . I, cit., p. 164.

Teoria del delito 533


políticas de Estado sobre seguridad y que determinan el contenido de las
leyes penales. La jerarquía constitucional de la culpabilidad como lfmite
al poder punitivo exige recurrir a ese anclaje externo, ya que, de lo contra-
rio, los criterios normativos inspirados en la constante expansión del po-
der punitivo se la fagocitan indefectiblemente; el concepto funcionalista
da cuenta de ello.
Ese punto de vista externo no es ajeno al derecho porque lo impone
la Constitución. Es ajeno a las necesidades político-criminales del Estado,
ajeno a las pretensiones de prevención, de conservación del sistema, de
mantenimiento del orden y a todos los lugares comunes en los que se pre—
tende resguardar la esperanza depositada en la pena como herramienta
útil para la protección de derechos. Pero no es ajeno a la Constitución,
porque de ella surge el principio constitucional que le da vida.
Esto nos marca una pauta trascendental. Si la culpabilidad se inspi-
ra en la Ley Suprema, debe tener un fundamento acorde con el propio
sentido por el que existe una Constitución. Ya vimos que ella sirve como
carta de derechos de los ciudadanos, estableciendo contrapesos al poder
mediante garantfas contramayoritarias que defienden al individuo de la
razón de Estado. Consecuentemente, la culpabilidad como principio cons-
titucional debe tener idéntica finalidad: proteger a las personas de la pre-
tensión punitiva de quien detenta el poder.
Ese cometido no tiene posibilidades de éxito dentro de la lógica que
convalida el poder punitivo. Ese cometido sólo puede alcanzarse fuera del
andamiaje argumental que legitima el poder: se necesita un argumento
antipoder, antisistema, antipena.
En otras palabras, y en franca oposición al funcionalismo sistémico,
la culpabilidad es el momento del examen dogmático en que el individuo
tiene la oportunidad de oponerse a la sociedad y a todos sus subsistemas.
La culpabilidad no existe para conservar la vigencia de la norma, sino pa-
ra dar al individuo la chance de que quebrante su vigencia; no está para
recomponer el sistema sino para otorgar una Ultima oportunidad de salir-
se de él. f×z cti/p‹ibí/ídnd es el momento del individuo. Es la oportunidad pa-
ra que la justicia juegue a su favor y aun en contra de la ley.
No es fácil elaborar los criterios de una teoría de la culpabilidad que
funcione de este modo. No es fácil hacerlo sin recurrir a la moral ni a las
normas legitimantes del poder punitivo y ambas cosas son peligrosfsimas
para el derecho pena liberal. La teoría normativa clásica brinda un buen
parámetro aunque sea como trazo general: evaluar si el autor pudo obrar
libremente de un modo diferente al que lo hizo es el punto de partida, que
requiere acudir a criterios de sentido común: hay que ponerse en el lugar
del autor y preguntar: ¿qué hubiera hecho yo en esa situación?ª³ . Esto no

63 l ta pregunta sirve de base de todas las causales de inculpabilidad, incluso del es-
tado de necesidad disculpante, razón por la cual fin sería válida la objeción de que la teoría
normativa no permite explicarlo satisfactoriamente.

334 Tercera parte


significa que haya que considerar lo qiie int hombre medio hubiese hecho
en lugar del auitor,- nada de eso. No importa cómo otros hubiesen actuado,
importa lo que podría haber hecho quien lleva a cabo el juicio de culpabi-
lidad si hubiese estado en idéntica situación, esto es, en el lugar del autor.
Ése es un examen humano, de persona a persona, de par a par, que
no desatiende el hecho de que el derecho está al servicio del hombre.
A mi entender, ese juicio de valor sólo puede llevarlo a cabo de forma
aséptica un jurado popular. Sólo un tribunal imparcial compuesto por pa-
res, por personas que realmente puedan ponerse en el lugar del autor, pue-
de emitir un juicio (de reproche o de disculpa) antisistema. Sólo recu-
rriendo a los ciudadanos se puede escapar del sistema, porque los jueces
técnicos son parte de su engranaje y, por ello, no están capacitados para
razonar como si fueran ajenos a él (supra VIII).
Los funcionalistas no deberfan encontrar objeción a que un jurado,
de forma libre y sin instrucciones “prosistema”, decida sobre la culpabili-
dad. Después de todo, si fuera cierto que la reacción punitiva recompone
la vigencia de la norma, manteniendo con ella la configuración de la so-
ciedad, es de esperar que el jurado va a fallar a favor de dicha configuTa-
ciÓn. Pero todos sabemos que eso no ocurrirá de ese modo; o al menos no
en todos los casos. Porque el derecho suele estar alienado y gusta de co-
rrer por carriles diferentes al sentido común y a la realidad cotidiana de
las personas. La sociedad y el derecho como sistemas no son más que tic-
ciones que deben ser puestas a prueba frente al jurado para que éste deci-
da, imparcialmente, entre el individuo que pretende la exculpaciÓn y la
pretensión del conjunto de criminalizar.
Lo que se entiende como lu configuración esencial del sí stem‹i no es
mhs que aquello que los poderosos consideran esencial. Es el poder, y no
la sociedad, el que configura las pautas de conducta que se imponen coac-
tivamente. Por ello es falsa la propuesta funcionalista; porque todo lo que
la norma podría mantener es aquello que quienes detentan el poder quie-
ren que se mantenga.
El jurado es la vfa de escape al sistema; al derecho; a la razón de Es-
tado; al interés, al capricho y a la “moral” de los poderosos. El jurado es
el refugio del individuo, para que pueda ser considerado como tal; como
sujeto libre opuesto al conjunto que pretende aplastarlo mediante la pena.
Es por ello que considero que el juicio de reproche de culpabilidad
debe ser emitido por los propios pares; por un jurado popular de legos que
determine si el sujeto pudo obrar libremente de otro modo y, consecuen—
temente, si es válido abrir la última compuerta del dique de contención
que protege al individuo frente al poder punitivo. El reproche de culpabi-
lidad es, entonces, un reproche de pares.

s. configuración sistemática de la culpabilidad


6. a. Capacidad de ser culpable (imputabilidad)
Decimos que el sujeto es capaz de ser culpable, o imputablé, Cu£lTldo
reviste las condiciones personales mfnimas que le permiten motivarse en

Teoria del delito


la norma, comprender la criminalidad del acto y dirigir sus acciones con-
forme a derecho 632 Las circunstancias que eliminan esta capacidad las
llamamos causales de inimputabilidad.
En este subestrato de la imputabilidad, se juegan diversas cuestiones
vinculadas a la vigencia de garantfas constitucionales.
En una aproximación general, los supuestos de inimputabilidad se re-
ducen a tres: la minoridad, la alteración mental y la inconsciencia relativa.
Menores son todos aquellos que no £llC11I1zldn determinada edad, que
varía en los diferentes ordenamientos jurfdicos. La ley argentina estable-
ce una doble categoría de menores; los menores de 16 años son inimputa-
bles absolutos y no tienen capacidad para cometer ningún delito; los me-
nores de entre 16 y 18 años son inimputables relativos y tienen capacidad
de culpabilidad para la comisión de ciertos delitos de mayor gravedad ª 3.
Dentro de la categoría que denominó “alteración mental” se incluyen
diversas situaciones de disminución de las aptitudes mentales que afectan
la posibilidad de comprensión de la antijuridicidad del hechoª 34
Por su parte, se habla de inconsciencia relativa en aquellos casos en
los que existe una afectación en la posibilidad de dirigir las propias accio-
nes, sin que ello afecte la existencia misma de una conducta humana (co-
mo ocurriría si la inconsciencia fuera absoluta 635),
Me detendré en el análisis de dos problemas difíciles para la vigencia
del principio de culpabilidad penal: el de las medidas de seguridad a los
inimputables y el de la ncfio liberae in causae.

6. a. a. Las medidas de sej¡)uridad,- penas sin culpabilidad


En general, los sistemas penales contemplan una doble vfa reactiva.
Frente a un ilícito penal el Estado aplica una pena si el autor del injusto
es culpable o una medida de seguridad si el autor no lo es por ser inim-
putable.

632 En el CP argentino ello está regulado en el art. 34, inc. li en el CP español en los
arts. 19 y 30, incs. l a 3.
"’Ley 22. 278.
634 Los distintos códigos establecen diferentes fÓrmulas para otorgar relevancia a la
afecciÓn mental como excluyente de la culpabilidad. La relevancia eximente de estas situacio-
nes se deriva del principio constitucional de culpabilidad porque éstas presuponen la imposi-
bilidad de actuar libremente, conforme a derecho, de un modo diferente al prohibido por la
norma. El Código Penal argentino (34. 1) se refiere a la insuficiencia de las facultades menta-
les y a sus alteraciones morbosas, y existen diferentes criterios (psiquiátricos y jurídicos) pa-
ra establecer la normalidad mental que habilita un juicio de reproche de culpabilidad. Creo
que el examen sobre la “anormalidad” no debe ser estrictamente médico, sino esencialmente
jurídico, teniendo en cuenta los parámetros constitucionales para llevar cabo el juicio de re-
proche que, como vimos, debe ser un juicio de pares.
6-35 El art. 34, inc. l , CP argentino, se refiere conjuntamente a los dos tipos de incons-
ciencia mediante la fórmula “por su estado de iflConsciencía .

Tercera parte
La similitud entre penas y medidas de Seguridad es innegable si se las
valora conforme los criterios expuestos previamente (IV. 3). Las medidas
tienen un sentido y contenido punitivo determinante de su naturaleza; en
cuanto a su sentido: se aplican como consecuencia de un hecho ilícito
(principio de retribución), son consideradas un modo de tutela de bienes
jurídicos (principio de prevención) y se supeditan a la cesación del peligro
generado por el autor (principio de resocialización); en cuanto a su con-
tenido: constituyen una privación severa de derechos, que en general anu-
lan o coartan significativamente la libertad ambulatoria y no son compen-
sadas por el Estado.
Sustancialmente, no existe diferencia alguna entre este tipo de coer-
ción y la que formalmente se denomina penaªªª. Esa realidad es suficien-
te para habilitar el control de constitucionalidad dirigido a preservar las
garantfas básicas del derecho penal. El principio de culpabilidad no cede
ante las formas; llega hasta los contenidos e impone su vigencia allf don-
de la coacción punitiva se manifiesta.
El respeto de este principio sólo puede obtenerse por alguno de estos
caminos: o se califica de inconstitucional la imposición de medidas de se-
guridad a los inimputables, o se exige un grado o tipo de reproche especí-
fico para la aplicación de las medidas, sin el cual éstas no pueden ser im-
puestas. Ambas soluciones pueden coexistir. Sería sana una reforma
legislativa que borre la línea férrea que separa por edades a imputables de
inimputables y que establezca grados de culpabilidad (para todos los su-
puestos que hoy afectan la capacidad de culpabilidad) que habiliten dife-
rentes reacciones punitivas y que impidan toda reacción de ese carácter
cuando la inimputabilidad es absoluta. De este modo, toda reacción puni-
tiva estaría precedida de culpabilidad, y con ello no me refiero al juicio de
reproche que acostumbramos denominar culpabilidad, sino a ésta enten-
dida como el reproche correspondiente a la reacción de que se trate.
Ya vimos como se llevaba a cabo este juicio en materia de legítima de-
tensa, donde el reproche del autor de la agresión (sujeto pasivo de la con-
ducta defensiva) debfa analizarse en función de la ejecución de una agre-
sión ilegítima. Es ésta la que debe poder reprocharse y no la comisión de
un ilfcito penal. Lo mismo ocurre en los casos de inimputabilidad: respec-
to de quienes se encuentran en diferentes estados de incapacidad de cul-
pabilidad, sólo puede aplicarse una medida de carácter punitivo eri tanto
exista un reproche jurídico que fundamente ese tipo de reacción. Si ese re-
proche no existe, la medida sólo podrfa aplicarse en el marco de un aná-
lisis de necesidad y disminuyendo a su mfnima expresión su carácter pu-
nitivo. Ello requeriría, además, una compensación como la propuesta
supra IX. 4.

636 Que te encierren en una cárcel o en un manicomio no puede mafcar la diferencia.

Teoria del delito 337


6. a. b. La Actio liberae in causae (ALIC)
Se discute si actúa culpablemente quien se coloca en estado de inim-
putabilidad para cometer un injusto penal.
ROXIN identifÍCa dos criterios al respecto, “el ’modelo de la excepción’
y el ’modelo del tipo'. Según el modelo de la excepción, que Hruschka ha
sido el primero en desarrollar con el máximo énfasis, la punibilidad de la
a.1 .i.c. representa una excepción justificada por el Derecho consuetudina-
rio al principio del § 20 de que el sujeto ha de ser imputable ‘durante la
comisión del hecho (. ..) En cambio, según el modelo del tipo, que predo-
mina en la jurisprudencia y en la doctrina, la imputación no se conecta
con la conducta durante la embriaguez, sino con el hecho de embriagase
o con la conducta que de cualquier otro modo provoca la exclusión de la
culpabilidad. Esta conducta previa se interpreta como causación dolosa o
culposa y por tanto, en su caso, punible del resultado ttpico"637, Rechaza
categóricamente el primer criterio por ser violatorio de los principios de
legalidad y culpabilidad 638 y adopta el modelo del tipo, señalando que en
materia de delitos culposos no existen mayores problemas (porque la
esencia de éste es justamente la realización de la conducta violatoria del
deber de cuidado —-que en el caso consiste en colocarse en estado de inim—
putabilidad—) pero st en los dolosos, “un argumento capital contra el mo-
delo del tipo consiste en que la interposición de una causa de un resulta-
do no representa aún una acción típica como la que exige la ley”ª3
Esta objeción es muy fuerte para los partidarios de la teorfa de la im—
putación objetiva y casi intrascendente para quienes sostienen la teoría de
la condición, ya que los primeros deberán analizar si la conducta de em-
briagarse crea un riesgo jurídicamente desaprobado de producción del re-
sultado en cuestiÓn y luego si el resultado es la concreción de ese riesgo o
de otro diferente; y en este segundo punto es donde mayores problemas se
presentan para la ALIC, porque es diHcil conectar la acción cometida en
estado de inimputabilidad con la decisión de colocarse en ese estado con
el fin de cometer el ilícito. En cambio, para la teorfa de la condición el
problema se resuelve en el análisis de la tipicidad subjetiva, en donde se
deberá determinar si el suceso que efectivamente ocurrió fue el planifica—
do por el autor, con lo que el problema se reduce notablemente porque en
general casi siempre lo será. Claro que se presentará un problema adicio-
nal, que es el de establecer si en verdad existió dolo o un simple deseo de
que el resultado se produzcaª 40

637 ROXIN, Derecho penal. Parte general, t . l, cii., pe. 850-83 1.


ª3 RoxiN, Derecho penal. Parte general, t. I, cit., p. 85 l .
63 RoxiN, Derecho penal. Parte geiternf, t. I, cit., p. 852, con cita de HRUSCiu.
640 respecto decía WrrZrL (Derecho penal alemán, ci t., ps. 97-98): ”Como voluntad de
realizaciÓn, el dolo presupone que el autor se asigne una posibilidad de influir sobre el acon-

Tercera parte
Creo que lo determinante para definir esta cuestión es la imposibili-
dad de afirmar desde un ángulo valorativo (HO St2 trata de una cuestión
causal probatoria sino de un problema de atribuciÓn) una vinculación ob-
jetiva entre el acto libre de Comenzar a coloCílrSe en estado de inimputa-
bilidad y el acto no libre de llevar a cabo el injusto penal. Si la libertad (o
la no ausencia de libertad) que fundamenta el juicio de culpabilidad es
considerada un elemento esencial del delito, es por la relaciÓn existente
entre ella y el injusto. El ilícito que se origina en un acto libre es un ilíci-
to responsable por contraposiciÓn al que se cometió en ausencia de liber-
tad. El Estado confía en la libertad de los ciudadanos (principio de con-
fianza) y por ello los castiga cuando, en ejercicio de la libertad, demandan
las expectativas.
La consideración de que el injusto no libre puede haber sido determi-
nado por una decisión libre anterior importa negarle incidencia a la liber-
tad sobre el ilícito, ya que existe un tramo del suceso no decidido con li-
bertad. Es contradictorio sostener que no existe libertad en el momento
de la inimputabilidad y decir, a la vez, que ese momento se puede vincu-
lar con un acto libre anterior, ya que esa vinculación sólo puede partir de
otro acto también libre, que en el supuesto no existe. Si se afirma la rele-
vancia, como fundamento de un reproche penal, de una decisión no libre
que vincula una decisión libre anterior con el injusto, se está negando im-
plícitamente la importancia de la libertad como fundamento del reproche
de culpabilidad.
Desde una óptica funcionalista o desde una tesitura escéptica de la li-
bertad podría descalifícarse el razonamiento precedente. Al funcionalis-
mo no le acarrea problema alguno la lesión al principio de culpabilidad
penal entendido como reproche, por lo que el salto lógico señalado no ten-
dría importancia alguna. Para los escépticos de la libertad tampoco hay
problema, ya que en definitiva en todos los casos se tratará de la existen-
cia de fuerzas deterministas que subyacen a la decisiÓn de llevar a cabo el
injusto. Pero el reconocimiento moral del ser humano como un ser libre
de autodeterminación debe ser consecuente con sus postulados y no pue-
de renunciar a ellos ni siquiera como excepción.

tecer real. Aquello que, de acuerdo a la propia opinión del autor, queda fuera de su posibili-
dad de influencia, lo podrá por cierto esperar o desear, como encadenamiento causal con su
acción, pero no querer realizar. De acuerdo a un ejemplo utilizado free efltéllléllte, el que en-
vía a otro al bosque cuando se acerca una tempestad, con la esperanza de que será ul timado
por un rayo, no tiene voluntad homicida. Por la misma razón, existe sólo tentativa de homi-
cidio si el autor dispara sobre alguien con dolo homicida, pero éste encueflttit la flllléfté SÓIO
a consecuencia de una concntenación no usual (casual) de acontecimientos. ..”. EVidélltemen-
te, para resolver el problema de la AILC, el finalismo clásico debetá determinar si el resulta-
do producido en estado de inimputabilidad es producto de una con6ilfenncidn czisiinf o si es
la concreción de la planificación dolosa del autor en el estado previo de irnputabilidad.

Teoria del delito 339


Esto no significa que los casos de ALIC queden impunes, sino sólo
que no se puede vincular objetivamente el suceso cometido en estado de
inimputabilidad con la acciÓn libre de colocarse en ese estado para come—
terlo, lo que impide la imputación por el delito consumado.
De todos modos, la conducta de colocarse en estado de inimputabili-
dad para ejecutar en ese estado el ilícito, podrfa constituir en sí misma el
comienzo de ejecución de la conducta tfpica por lo que la imputación por
tentativa sería procedente. Pero ésa es la única imputación posible, aun
cuando se haya producido el resultado, ya que la conexión entre la acción
libre con éste no se puede establecer mediante un razonamiento constitu-
cionalmente válido.

6. b. Comprensión virtual de la antijuridicidad. El error de prohibición


La posibilidad de comprender la antijuridicidad del hecho es una
condición esencial de la existencia de delito; ello se desprende del princi-
pio de culpabilidad penal. Ouien no tiene la posibilidad de saber que su
conducta está prohibida no puede motivarse en la norma. Por esa razón,
la imposibilidad de conocer la ilicitud elimina la culpabilidad y, conse-
cuentemente, el delito.
Falta este elemento cuando concurre un error de prohibición. Este
error es el que recae sobre la antijuridicidad del hecho, es la creencia de
que se actúa conforme a derecho cuando en realidad se obra en contra de
él, o sea, ilícitamente. Esto ocurre cuando el sujeto desconoce la existen-
cia de la norma prohibitiva (error de prohibición directo) o cuando supo-
ne erróneamente la concurrencia de una causal de justificación (error de
prohibiciÓn indirecto). En este último caso el error puede recaer sobre los
presupuestos fácticos que habilitan la justificante o sobre la existencia
misma de una causal de justificación inexistente. Como vemos, el error de
prohibición (al igual que el error de tipo) puede ser tanto de hecho como
de derecho64 l,
El principio error Juris nocet (el error de derecho no excusa) es extra-
ño al derecho penal garantista y al Estado liberal. Es la expresión de la ra-
zón de Estado, del derecho penal autoritario en que el logro de determi-
nadas finalidades sociales prevalece por sobre la vida y la libertad de las
personas. Cuando el individuo es el inspirador del cÓdigo ético—polftico y
el protagonista esencial de la carta de derechos fundamentales, no se pue-
de menos que hacer primar su libertad por sobre las necesidades funcio-

641 La limitación que establece el art. 34, inc. l , CP argentino (que en apariencia exclu—
ye la relevancia de los errores de deréCho), US COfltraria al principio constitucional de culpabi-
lidad. De todos modos, diversas interpretaciones han pretendido extraer la relevancia del error
de derecho de la citada norma: se dice que en II frasé “error o ignorancia de hecho” la “o” es
una disyunciÓn que separa dos situaciones diferentes; por un lado, el error (que podría ser tan-
to de hecho como de derecho), y por otro lado, la ignorancia que sólo puede ser de hecho.

340 Tercera parte


nales del Estado. EL argumento de que la ley no puede supeditar su vigen-
cia a que sea conocida porque de lo contrario se admitiría fácilmente su
violación, es simplemente la expresión de una supuesta necesidad funcio—
nal que no fundamenta absolutamente nada. Es cierto que la admisión de
un principio que directamente importara la imposibilidad de aplicar la ley
serfa contradictorio con la propia existencia de un ordenamiento jurfdico.
Pero lo que no es cierto es que la admisión de la relevancia jurídica del
error de derecho tenga ese efecto. Lo que en realidad temen los partida-
rios del error juris nocet es que la relevancia del error en ciertos casos po-
pularice la utilización de esa defensa para eludir condenas, pero ese temor
es un reflejo autoritario inadmisible. Si bien es cierto que el miedo a la li-
bertad suele ser la génesis de los intentos de abolirla, no es válido trans-
formarlo en inspirador de principios temerosos y autoritarios que preten-
dan justificar la supresión de la libertad.
La teorfa del error se ha transformado a lo largo del tiempo. En una
apretada sfntesis, cabe mencionar que la distinción error de hecho-error
de derecho del causalismo fue suplantada por la distinción error de tipo-
error de prohibición del finalismo clásico. Para esta escuela ambas cate-
gorías de error pueden ser tanto de hecho como de derecho, y la diferen-
cia valorativa está dada precisamente entre las distintas categorías, más
que en relación a si el yerro es sobre una norma o sobre un presupuesto
fáctico. Así, con el finalismo se instaló la idea de que todos los errores de
tipo se corresponden con un universo de casos que deben ser resueltos
con determinadas reglas, mientras que los errores de prohibición consti-
tuyen un universo diferente que debe ser resuelto con otras reglas también
diferentes; en este último caso, como la comprensión de la antijuridicidad
es virtual, el error vencible no exime, sino que simplemente atenúa y por
ello no desplaza la escala penal del delito doloso, a diferencia de lo que
ocurre con el error de tipo respecto del cual, como el conocimiento que
integra el dolo debe ser efectivo, el error vencible sólo deja subsistente la
posibilidad de imputación por culpa. Claro que esta distinción no fue fru-
to de una opción valorativa, sino de una mera derivación conceptualista
de una regla dogmática. Cuando se advirtió que la frontera entre “error de
tipo-error de prohibición” no delimitaba adecuadamente las diferencias
valorativas entre los distintos tipos de errores, comenzaron a aparecer ex-
plicaciones dogmáticas orientadas a atribuir a ciertos errores de prohibi-
ción las consecuencias jurídicas del error de tipo. Éste es el camino segui-
do por el finalismo moderno.
Siguiendo la terminología finalista diremos que existen diferentes cla-
ses de errores de prohibición: 1) error de prohibición directo, que es aquel
que recae sobre la propia existencia de la norma: el sujeto desconoce que
su conducta está descripta en un tipo penal 642 ) error de prohibiciÓn in-

Ó42 por ejemplo, el autor desconoce que la falta de depósito de las retenciones jubilato-
rias constituye un delito penado por la Ley Penal Tributaria (Argentina: art. 9, ley 24.769).

Teon’a del delito 341


directo de primer grado: el sujeto cree que existe una causal de justifica-
ción que legitima su conducta típica, cuando en realidad esa eximente no
existeªª³; 3) error de prohibición indirecto de segundo grado (o eximente
putativa): se presenta cuando se supone errÓneamente la concurrencia de
los elementos objetivos de una causal de justificaciÓn, esto es, los elemen-
tos objetivos que habilitan la invocaciÓn de la eximenteª 44
Estos errores pueden ser evitables o inevitables. En este último caso
la culpabilidad queda excluida. Por el contrario, cuando el yerro es evita-
ble el juicio de reproche sigue existiendo porque el autor tuvo la posibili-
dad de superar el error y, consecuentemente, pudo motivarse en la norma
(por ello es que se habla de compresión virtual —y no efectiva— de la anti-
juridicidad). En los casos de errores directo e indirecto de primer grado
no existe mayor disenso en la sistemática finalista sobre la consecuencia
jurídica, que es la disminución de la pena al mínimo de la escala del deli-
to de que se trate. En cambio, existe gran polémica sobre la consecuencia
que corresponde asignar al error sobre el presupuesto de hecho de una
causal de justificación (eximente putativa).
Básicamente, se han ensayado los siguientes criterios: a) la teoría es-
tricta de la culpabilidad soluciona tanto este como los demás errores ven-
cibles de prohibición con la misma regla: se aplica el mfnimo de la pena
de la escala del delito correspondienteª 45 ; b) la teorfa del dolo, que es la
sustentada por el causalismo, soluciona todos los errores vencí bles de la
misma forma: se aplica la escala del delito culposo si es que éste existe; c)
la teoría limitada de la culpabilidad, asigna a la eximente putativa las mis-
mas consecuencias jurídicas que el error de tipo, por lo cual el error de
prohibición vencible sobre los presupuestos fácticos de una justificante
conduce a la aplicación de la escala penal del delito culposo646, Esta solu-

643 jor ejemplo, el autor cree que el derecho de retenciÓn del art. 3. 939 del CÓdigo Ci-
vil argentino lo habilita a retener una cosa diferente a la que motiva la deuda.
644 r ejemplo, el sujeto cree ser vfctima de un ataque contra su vida y como conse-
cuencia de ello mata al supuesto agresor, pero en realidad no era víctima de ningÚn ataque si-
no de una broma.
645 En este sentido, ZAFFwoNi, AFAGui y SrOKAit, Derecho penal. Parte general, cit. , ps.
692-709; SiRATEtlWERTH, Derecho penal. Parte geriernf, t. I, cit., p. 184.
646 RoxiN, Derecho penal. Pnrfe geiiernl, i. I, cit., ps. 583-584, sostiene que “sólo es co-
rrecta la teoría restringida de la cu1pabilid:id, y la idea pollticocriminal en el fondo sencilla
que la sostiene no debería perderse mediante complicadas construcciones. Ouien supone cir-
cunstancias cuya concurrencia justificaría el hecho actúa en razón de una finalidad que es
completamente compatible con las normas del Derecho. Lo que pretende es jurídicamente in-
tachable rio sólo según su opinión subjetiva —no decísiva—, sino también según el juicio obje-
tivo del legislador. Si a tal sujeto se le reprocha un delito doloso o incluso —-como hace la teo-
ría estricta de la culpabilidad— se le someté 61 ITlái'co penal establecido para delincuentes
dolosos, se borra la diferencia básica entre dolo e imprudencia. Actúa dolosamente quien se
decide por una conducta que está prohibida por el ordenamiento jurfdico (aun cuando no co-
nozca esa prohibiciÓn). A quien sin embargo se guía por representaciones que también en un
enjuiciamiento objetivo se dirigen a algo jurídicamente permitido, y produce un resultado in-
deseado por falta de atención y cuidado, le es aplicable el reproche de la imprudencia”.

342 Tercera parte


ción es consecuencia de la creencia de que estos errores de prohibición
son valorativamente similares al error de tip(j647,
La asignación de diferentes consecuencias jurídicas a los errores de
tipo y de prohibición, tiene que ver con la razón de ser de la distinción en-
tre tipicidad y antijuridicidad como categorías diferentes del delito. Si to-
dos los errores debieran tratarse con las mismas consecuencias jurídicas,
no tendría sentido distinguir entre dichos estratos sistemáticos y sería
preferible la adopción de la teorfa de los elementos negativos del tipo, en
la que todos los errores (tanto los que recaen sobre los elementos positi-
vos —los que tradicionalmente se llaman elementos del tipo— como los que
recaen sobre los negativos —lo que se conocen como causales de justifica—
ción—) son tratados de igual forma y en donde la única diferenciación que
tendría sentido sería entre error de hecho y de derecho, con lo que se vol-
vería al punto de partida inicial.
La conservación de la diferencia entre tipicidad y antijuridicidad y,
consecuentemente, entre errores de tipo y de prohibición es necesaria, a
mi juicio, para poder asignar diferentes consecuencias jurfdicas a situa-
ciones valorativamente distinguibles (o, al menos, para permitir el debate
y la existencia de diferentes opiniones sobre la solución valorativamente
preferible). Es cierto que muchos errores sobre elementos objetivos de la
justificación deberfan ser tratados con las regla del error de tipo, pero
también lo es que en ciertas situaciones esa asimilación no es aceptable
desde una adecuada valoración jurfdica. La separación entre las diferen-
tes categorías dogmáticas permite discutir estos puntos y determinar
cuando, jurídicamente, corresponde asignar una u otra consecuencia.
La solución sistemática que me parece correcta es admitir una doble
escala penal para el error evitable sobre la concurrencia del presupuesto
objetivo de la justificante, que dependa de la mayor o menor exigibilidad
del comportamiento orientado a evitar el error. Me parece adecuada para
la eximente putativa la escala de la tentativa como regla general y la apli-
cación de la pena del delito culposo (y si no la hay, la impunidad) para los
casos de equivalencia axiológica con el error evitable de tipo.
Ello permite exigir más a quienes ejercen una violencia más rayana
en lo punitivo y menos a quienes no se encuentran en esa situación. El
error de un agente policial respecto de determinados delitos (como por
ejemplo el homicidio) no deberfa admitir una disculpa amplia y frente a
él se justifican limitaciones estrictas cuya consecuencia es hacer pasible al
sujeto de una pena más grave (que de todos modos es reducida respecto

647 wo i, w Gix Y SLOxAlt (Derecho perinl. Princ geriernl , cit., p. 700) criticar esta so-
IuciÓn: ”Estas razones político-criminales no son claras, especialmente porque quienes pueden
beneficiarse con esas penas del delito culposo son, por regla general, los agentes del propio
Estado”. Sin perjuicio de ello reconocen que si el mlnimo legal es desproporcionado en relaciÓn
al grado de culpabilidad la pena debe ser disminuida por debajo dé ISO fTlíflittto (J1. 698).

Teoría del delito 343


del delito consumado). POr el contrario, el error de cualquier otro indivi-
duo en esos casos admite mayores discuÍpaS por Ía menor exigibilidad;
por esa razón es valorativamente preferible la asimilación a la consecuen-
cia del error de tipo evitable que conduce a la aplicación de la pena del de-
lito culposo o a la impunidad cuando éste no existe. Y que quede claro que
estas no son razones funcionales sino razonamientos vinculados a la emi-
sión del juicio de reproche.
Creo que esta solución permite la vigencia de todos los principios
constitucionales en juego. El principio de culpabilidad se ve salvaguarda-
do porque de este modo es posible adecuar la reacción al grado de repro-
che. Por su parte, esta solución es acorde con el sentido reductor que de-
ben tener las reglas de la legítima defensa cuando, en razón de su
naturaleza punitiva, se presenta un conflicto de intereses a la luz del prin-
cipio de legalidad.
Otro punto de importancia en materia de error es el criterio para di-
ferenciar los errores evitables de los inevitables. Con cierta razón BACIGA-
LUPO648 ha considerado que ésta es la discusión mhs importante en esta
materia, en la medida en que comienza a existir cierto consenso doctrina-
rio respecto de las consecuencias jurídicas de los diferentes errores (aun-
que este punto no me parece nada claro). Por exceder el objeto de este tra—
bajo no me extenderá sobre el punto, sin perjuicio de señalar mi opinión
(no novedosa, por cierto) sobre cómo debe llevarse a cabo la distinción.
Creo que el error debe ser considerado evitable cuando: a) el sujeto tuvo
razones para dudar sobre la antijuridicidad; b) contaba con una fuente de
información a la que acudir para disipar el error; y c) le era exigible acu-
dir a esa fuente para salir del error. Si no se presentan estos tres requisi-
tos el error debe ser considerado inevitable.

6. c. Exigibilidad
En la noción de exigibilidad prácticamente se resume la idea de cul-
pabilidad. Poder reprochar es poder exigir un comportamiento acorde
con el mandato normativo.
Como categoría específica dentro del estrato de la culpabilidad englo-
ba un conjunto de eximentes que se sustentan en situaciones en las que el
sujeto se ve compelido a cometer la conducta típica y antijurídica, como
consecuencia de un condicionamiento externo grave que constituye la
amenaza de un mal grave e inminente. Esa amenaza puede provenir de la
conducta de un tercero (coacción) o de hechos o circunstancias (estado de
necesidad coactivo) que colocan al sujeto ante la alternativa de sufrir un

ó48 BAcicwu o, Enrique, fzi evitabilidad o vencibilidad del error de prohibición, en MAIER
y BINnER, El derecho penal hoy. H • וie al Pro[. David Baigorri, eii., ps. l 33-153. En ese tra-
bajo analiza exhaustivamente los diferentes criterios de delimitación.

344 Tercera parte


severo menoscabo respecto de sus bienes o afectar bienes de igual o ma-
yor valor como modo de evitarlo.
La caracterfstica esencial de la coacciÓn es la amenaza de una perso-
na hacia otra para obligarla a la comisión del injusto. La soluciÓn jurídi-
ca de estas situaciones no es del todo clara en dos casos: cuando el bien
jurídico afectado es de menor jerarquía que el amenazado (“roba o te ma-
to”) y en el caso en el que la amenaza no se dirige directamente, exigir el
delito, sino simplemente a requerir una prestación que se consigue me-
diante su comisión. El problema en el primer caso es determinar si hay
justificación o sólo inculpabilidad y, en el segundo, establecer si es admi-
sible la disculpa cuando el medio para la obtención de la prestación exigi-
da constituye en la muerte de un tercero.
Me inclino por descartar la justificación en todos los casos de coac-
ción (sea que ésta se encuentre dirigida directamente a provocar el delito
o que se cometa como modo de satisfacer la exigencia), aun cuando el mal
causado sea de menor jerarqufa que el mal que se pretende evitar. La con-
secuencia de ello es que la víctima del delito conserva el derecho a la legí-
tima defensa contra la vfctima de la coacción. Es más, la conservación de
este derecho es el motivo que me inclina por esta solución, porque no exis-
te ninguna razÓn axiológica para cargar a la víctima del delito con el cos-
to de la amenaza que sufre la víctima de la coacción. Si A amenaza de
muerte a B para que robe a C, la conducta de B no está justificada aunque
afecte un bien de menor jerarquía, porque no existe ninguna razón jurídi-
ca para negar a C el derecho a la legítima defensa respecto de la agresión
de B . de podría objetar que ello constituye una limitación del derecho
emergente de la regla del estado de necesidad justificante y, consecuente-
mente, que importa una interpretación extensiva de la ley penal en contra
del autor. Pero ello no es así porque lo que ocurre en realidad es que la ca-
lificación como legítima de la conducta de uno de los protagonistas (B o
C) importa la calificación como ilegítima de la del otro; uno de los dos ac-
tuará legítimamente y el otro tan sólo disculpado. La determinación de
quién estará en cada situación exige un análisis axiológico previo para de-
terminar cuál de las reglas legales disponibles es la que mejor soluciona el
caso. Estas reglas disponibles son tres. Tomando como ejemplo el Código
Penal argentino se trata de las siguientes: la que consagra el estado de ne—
cesidad justificante (art. 34.3, CP argentino: “El que causare un mal por
evitar otro mayor inminente a que ha sido extraño”); la que consagra la
coacción como eximente (art. 34.2, CP argentino: “El que obrare violenta-
do por (. . .) amenazas de sufrir un mal grave e inminente”); y la que con-
diciona el derecho a la legítima defensa a la existencia de una “agresión
ilegítima” (art. 34.6.a, CP argentino). La legitimación (justificación) de la
conducta de B, inhabilita a C a defenderse porque no habría agresión ile-
gítima sino agresión legítima, por lo que C sólo podría verse disculpado
por estar él amenazado de sufrir un mal grave o inminente. En definitiva,
de la decisión valorativa previa dependerá cuál de los protagonistas se dis-
culpa por el 34.2, a pesar de la existencia de una norma más específica que

Teon’a del delito 345


podría directamente justificarlo. Es evidentC, entonces, que la objeción de
que se trata de una interpretaciÓn extensiva es improcedente, porque la
interpretación opuesta podría ser calificada también como extensiva res-
pecto del otro protagonista.
Cuando el ilícito consiste en privar de la vida a un tercero la solución
no es para nada sencilla. En general se admite la procedencia de la exen-
ción cuando una vida entra en conflicto con otra de forma directa, lo que
ocurre tanto en el estado de necesidad coactivo o disculpante, como en el
caso de la coacción dirigida a compeler a otro a matar. En ambos casos el
sujeto activo necesita privar a otro de la vida para salvar la propia y es en
razón de la magnitud del bien afectado, y de la anulación de la libertad
que esa afectación genera, que se lo disculpa. Es discutible la solución
cuando la amenaza no está dirigida a lograr la privación de la vida de un
tercero, sino a la obtención de una prestación para cuyo cumplimiento se
mata; por ejemplo, A obliga a B a entregar una suma de dinero bajo ame-
naza de muerte; B para conseguir el dinero concurre a robar y mata a C
dolosa o culposamente (partimos del supuesto, claro está, de que ésa era
la única forma de obtener el dinero, ya que de lo contrario quedarfa des-
cartada de plano la disculpa).
Teniendo en cuenta que la exculpación no depende de la finalidad
propuesta por el coaccionante sino de la disminución del margen de liber-
tad del sujeto activo del ilícito (y pasivo de la coacción), no hay diferencia
entre esta situación y el caso en el que se coacciona directamente a otro
para que cometa un homicidio. Como en la culpabilidad cuenta pura y ex-
clusivamente la situación del autor, no se puede hacer un distingo allí don-
de esa situación es la misma. Por ello, creo que el caso se resuelve de la
misma forma, negando la culpabilidad.
En el estado de necesidad disculpante se presenta la misma estructu-
ra de la coacción analizada precedentemente. La diferencia con ella es que
el conflicto entre dos bienes de igual jerarqufa se produce por accidente y
no por la intervención de una persona que acciona sobre la libertad del su-
jeto activo. Es discutible el caso en que no es un bien propio del autor el
que se encuentra en juego, sino el de un tercero. No se puede afirmar ‹z
priort la procedencia o improcedencia de la disculpa porque como siem-
pre ella no depende de parámetros objetivos sino del grado de afectación
de la libertad del sujeto que torna exigible la realización de una conducta
diferente.
Otra situación que se suele analizar en este estrato sistemático es la
denominada obedíeiicízi /erdrqitícn 649, Sin embargo, ella no es una catego-
ría autónoma; los supuestos en los que un inferior obedece órdenes de un
superior son casos de cumplimiento de un deber si la orden es legftima y

649 Art. 34.5, CP argentino: “El que obrare SU ViftUd de obediencia debida”.

546 Tercera parte


de coacción o estado de necesidad coactivo cuando la orden no lo es. Hay
que tener particularmente en cuenta que el héCho de que ciertos estatutos
impidan la desobediencia de la orden por parte del inferior no transforma
mágicamente a una orden ilfcita en lfcita, ni siquiera para el obligado. En
realidad nadie puede ser jurfdicamente obligado a hacer algo ilegal, ya
que ninguna sanción jurfdica puede atribuirse a la conducta de negarse a
cumplir una orden contraria a la ley; las normas que establecen sanciones
por no cumplir la orden ilegal son inconstitucionales porque lo que hacen
en definitiva es sancionar el no incumplimiento de la ley o, dicho de otro
modo, su cumplimiento, lo que es grotescamente irracional. Cuando se
afirma que el inferior no puede desobedecer ninguna orden, aunque ésta
sea ilegal, se lleva a cabo una aserción descriptiva pero no prescriptiva:
puede ser cierto que no puede (tio puede obrar de otro modo y por eso no
es culpable) pero es falso que no debe, ya que st debe desobedecer la orden
ilegal porque ésta es inconstitucional.

6. d. ±Negación y atenuación del reproche por problemas del autor?


Las crfticas al sistema penal han dado origen a diferentes enfoques cri-
minológicos que de uno u otro modo justifican éticamente al autor de un
delito, o niegan la posibilidad de formularle un reproche jurídico y mucho
menos ético. Esa crftica que durante mucho tiempo se desarrolló y perma-
neció en el ámbito de las ciencias sociales, se int.rodujo en la dogmática
jurídico-penal y fundamentalmente en el análisis de la culpabilidad.
El intento más concreto en este sentido lo lleva a cabo el Prof. ZAFFA-
RONI, mediante el criterio de la vulnerabilidad como baremo de la culpa-
bilidad 650, Lo que se plantea es la existencia de una relación inversamen-
te proporcional entre el grado de vulnerabilidad del sujeto y el reproche
que se le puede formular. Cuando mayor haya sido la vulnerabilidad del
autor frente al sistema penal (esto es, cuanto mayores hayan sido los con-
dicionantes externos que lo transformaron en un sujeto apto para ser atra-
pado por el sistema) tanto menor será el reproche de culpabilidad. Por el
contrario, cuanto menor haya sido la aptitud para ser atrapado por el sis-
tema y mayor el esfuerzo por la vulnerabilidad (esto es, por colocarse en
una situación vulnerable frente al aparato punitivo) mayor será el conte-
nido de la culpabilidad. Concluye ZAFFARoNi que “la culpabilidad por la
vulnerabilidad es la propia culpabilidad del delito y no un mero correcti-
vo a la culpabilidad normativa tradicional por el hecho. . .ӻ *
Creo que los intentos por relativizar la validez del juicio de reproche
generan una situación peligrosa para la vigencia de las garantías constitu-
cionales básicas. Tanto cuando el ataque a los principios liberales provie-

650 ZAFFARONI, ALzGiA y SiOK\R, Derecho penal. Parte geiierztl, cit . , ps. 620-627.
‘ ' /dem, p. 625.

Teoria del delito 347


nen del funcionalismo, como cuando provienetT de objeciones deslegiti-
mantes.
Tengo el temor dC Que el debilitamiento de la idea liberal de la res-
ponsabilidad nos acerque peligrosamente a formas autoritarias de pensa-
miento. Por ejempl o, a partir del planteo de ZAFFARONI alguien JDodría pro-
poner que el ”esfuerzo por la vulnerabilidad” se debe juzgar no sólo al
momento del hecho sino como el cúmulo de conductas previas que colo-
can al sujeto en ese estado vulnerable frente al sistema penal; .esto tiene
sentido porque el pilar básico de la propuesta es que las circunstancias
previas del autor son las que lo colocan en una situación de riesgo frente
al sistema; y ello habilitaría a cuestionar si esas circunstancias le son
achacables o no.
Un planteo de este tipo conduciría necesariamente a un derecho pe-
nal de autor. Y si es cierto el planteo dé ZAFFARONI SObre la existencia de
un estado de tensiÓn permanente entre el estado de derecho y el estado de
policía, es evidente que frente al planteo de la vulnerabilidad (originario
en el primero) la derivación autoritaria (proveniente del segundo) será del
tipo señalado.
Y que quede claro que no estoy planteando un retroceso de los argu-
mentos garantistas por miedo a la reacción que puedan generar, sino sim-
plemente que no me parecen convenientes los argumentos funcionales a
los criterios usuales de las vertientes autoritarias. Si queremos respetar el
derecho penal de acto no es útil un criterio de culpabilidad basado en da-
tos que conducen necesariamente a un examen ético—político de la vida y
de la conducción de vida del autor.
Temo, además, que los intentos por descu/p‹ibi /izrir al autor o por des-
legitimar el derecho al castigo sobre la base de la tragedia personal del su-
jeto (de la que se culpa al Estado y a la sociedad), derive en una situaciÓn
bélica.
Se suele plantear que quienes están “fuera del modelo” y consecuen-
temente "apartados” de la sociedad, no pueden ser castigados porque el
castigo presupone la existencia de vínculos reales entre todos los miem-
bros de la comunidad, que tomen subsistentes las razones que justifican
un pacto de convivencia. Cuando esos vínculos no existen, ese pacto desa-
parece y con él la justificación del castigo a los excluidos.
Un planteo de este tipo debería conducir, necesariamente, a la legiti-
mación del castigo sólo frente a delitos cometidos por los incluidos en su
propia contra. En otras palabras, si un incluido delinque contra un exclui-
do (por ejemplo, por venganza o porque quiere llevar a cabo un ‹z/‹zqiic
preventivo contra quien podría afectarlo a él sin consecuencias punitivas)
no podría ser castigado, justamente por la inexistencia de lazos sociales y,
además, porque la falta de potestad punitiva del Estado para actuar con-
tra el excluido, coloca al incluido en un estado de naturaleza frente él.
Esto conduce, necesariamente, a un estado de guerra. A la misma
que, de hecho, rige a los países entre Sf por ausencia de un estado supra-
nacional que monopolice el uso de la fuerzíl y, fundamentalmente, por la

348 Tercera parte


ausencia dé lazos e intereses comunes que vinculen a los ciudadanos de
los diferentes pafses entre st.
El planteo deslegitimante a partir de la exclusión conduce a la divi—
sión del Estado, a la anarquía, porque su consecuencia directa es la habi-
litación de reacciones bélicas entre quienes son calificados como inte-
grantes de la sociedad y quienes son considerados excluidos de eÍIa. La
misma que existe entre los ciudadanos de un país y los ciudadanos de otro
cuando están en conflicto.
Me parece que estas posiciones no conducen a un resultado final po—
sitivo para la vigencia de las garantías, sino todo lo contrario. El manteni-
miento del derecho penal liberal, basado en la idea de responsabilidad in-
dividual (que obviamente deberá ser graduada conforme las particulares
características del sujeto) es la herramienta más garantizadora de la liber-
tad de todos y cada uno de los individuos de una sociedad, sea cual fuere
su situación, clase o historia personal.

Teoria del delito 549


XXI. Punibilidad

En general se sostiene que no toda acción típica, antijurídica y culpa-


ble es merecedora de pena, porque en ocasiones el legislador condiciona
la reacción penal a ciertas circunstancias (condiciones objetivas de puni-
bilidad) o bien renuncia a la pena (excusas absolutorias) por cuestiones de
polftica criminal.
Las condiciones ob;eiivizs de punibilidad son circunstancias que, es-
tando fuera de la descripción tfpica, condicionan la aplicación de la pena.
Se las considera objetivas ya que, por estar fuera del tipo, no se encuen-
tran abarcadas por el dolo. Se suelen plantear como ejemplos de ellas la
declaración de quiebra para el delito de quiebra fraudulenta ( 176, CP ar-
gentino), el no pago dentro de las 24 horas de un cheque rechazado por
falta de fondos (302. 1, CP argentino) e incluso, para algunos autores, el re-
sultado en los delitos culposos.
Las excusas absolutorias son causales que eximen de pena al autor del
hecho, pero sin negar su carácter delictivo, como ocurre, por ejemplo, con
la eximente del art. 185, CP argentinoªª². Se las incluye en este estrato sis-
temático con un carácter eminentemente objetivo y desvinculadas a la
teorfa del error. Deben ser distinguidas de las vicisitudes posteriores al he-
cho que cancelan la pena, como ocurre por ejemplo con la prescripción de
la acción o con la extinción de la acción penal por cumplimiento de las re-
glas de suspensión del juicio a prueba o con la amnistía. En estos casos,
las razones que eliminan la punibilidad operan con posterioridad al deli-
to (el transcurso del tiempo, el cumplimiento de ciertas reglas de conduc-
ta, el perdón estatal, etc.), a diferencia de lo que ocurre con las excusas ab-
solutorias, en las que el obstáculo a la punibilidad existe al momento de
la comisión del delito.
La existencia de la categoría de la punibilidad es sumamente discuti-
ble. En general con ella se pretende: a) dejar fuera del ámbito del error

652 Que dispone: “Están exentos de responsabilidad criminal, sin perjuicio de la civil,
por los hurtos, defraudaciones o daños que recíprocamente se causaren: l) Los cónyuges, as-
cendientes, descendientes y afjnes en línea recta; 2) El consorte viudo, respeto dé US cosas de
la pertenencia de su difunto cÓnyuge, mientras no hayan pasado a poder de otro; 3) Los her-
manos y cuñados, si viviesen juntos. La excepción establecida en el párrafo anteliot, HO US
aplicable a los extraños que participen del delito”.

Teoría del delito 351


ciertos presupuestos positivos de la pena653 b) personalizar las eximentes
para que no se extiendan a los partícipesª 4 c) dejar subsistente la respon-
sabilidad civil655; d) no es clara la doctrina sobre si se quiere o no dejar
fueFíü de la teoría dél í2IT r también a las excusas absolutoriasª ªª.
La primer pretensión es ajena a un derecho penal de culpabilidad. No
pueden existir tales condiciones objetivas de punibilidad: todos los ele-
mentos positivos que condicionan la pena deben estar abarcados por el
dolo. Y lo mismo ocurre con los errores sobre los elementos negativos de
la punibilidad: ellos deben sustentar válidamente un error sobre la crimi-
nalidad del acto. No existe ninguna razón valorativa para que ello no fun-
cione de ese modo.
A mi juicio, no es necesaria la categoría de la punibilidad para solu-
cionar sistemáticamente los problemas que presentan las llamadas excu-
sas absolutorias. Veo como posibles dos encuadres sistemáticos alternati-
vos que permiten arribar a soluciones satisfactorias. Una alternativa es
considerar estas eximentes como supuestos de atipicidad; claro que la ati-
picidad no se extiende a los demás partícipes simplemente porque la ley
así lo establece. Sería una especie de excepción legal a la regla de acceso-
riedad. De todos modos la conducta seguirá siendo antijurídica porque,
recordemos, este predicado no es dependiente del de la tipicidad, ya que
sólo una porción reducida de las conductas antijurídicas son tfpicas.
Esta solución acarrea enseguida el problema del error sobre los pre-
supuestos objetivos de la eximente. Habrá que decidir si tales errores se-
rán considerados con las reglas del error de tipo o con las del error prohi-
bición. Será, claramente, un decisión valorativa que, por la proximidad
axiológica con el error sobre los presupuestos fácticos de la justificante,
me parece más adecuado resolver con las reglas del error de prohibición.
Otro encuadre dogmático posible para las excusas absolutorias, es
considerarlas casuales especiales de justificación, en las que también se
exceptíta, por imperativo legal, la accesoriedad limitada. Y no habría pro-
blemas en mantener la responsabilidad civil porque su eliminación debi-
do a la concurrencia de una justificante no es una consecuencia necesaria
ni valorativamente apropiada (sobre ello, supra CX. 4).

653 Eho sólo es posible quitando tales elementos del tipo objetivo, porque de lo contra-
rio estarían abarcados por el dolo.
654 Lo que ocurriría si se las considera causales de justificación, conforme la teorfa de
la accesoriedad limitada.
" ’ Lo que se supone incompatible COi1 la concurrencia de una causal de justificación.
656 LOS élTores sobre tales causales pueden ser de dos tipos: a) error sobre el presupues-
to de hecho de la eximente: por ejemplo, respecto de la causal del art. 185, inc. 1, CP argenti-
no, el caso de quien creyéndose hijo, pero sin serlo, hurta cosas de su padre; o b) error sobre
la propia existencia de la excusa: por ejemplo, el hermano no conviviente que hurta cosas de
su hermano creyendo que la causal del art. i es, i»«. 3, CP argentino, lo alcanza por el sólo he-
cho de ser hermano.

352 Tercera parte


XXJI. Individualización de la pena

La problemática de la individualización de la pena por parte del juez,


y de los parámetros legales establecidos en los diferentes códigos penales
para llevar a cabo dicha tarea, excede el objeto de este libro. Sin embargo,
me referiré brevemente a la incidencia que los principios constitucionales
sustantivos tienen respecto de la mensuración de la reacción punitiva.
Ante todo, corresponde señalar que las necesidades de prevención es-
pecial y general no son parámetros válidos para la individualización judi-
cial de la pena, en un derecho penal liberal. Factores tales como la peli-
grosidad, educación deficiente, auge de delitos, sensación de impunidad,
entre tantos otros lugares comunes de las teorías preventivas receptadas
abrumadoramente en los diferentes códigos penales, son extraños a los
principios constitucionales sustantivos analizados en este libro. Una pena
basada en tales factores preventivos es inmoral desde la óptica ético-
polftica y en general inconstitucional aunque, como hemos visto, muchas
constituciones establecen un severo menoscabo a la autonomía individual
al receptar teorías preventivo especiales de legitimación del castig()657 que
podrían tener alguna incidencia en la fijación del tipo y monto del casti-
go. De todos modos, y como la adecuada armonfa entre los diferentes
principios sustantivos otorga a las referencias preventivo especiales una
incidencia residual negativa y no legitima ninguna potestad estatal coer-
citiva nueva, los argumentos basados en el derecho penal de acto se man—
tienen incólumes y permiten invalidar constitucionalmente cualquier in-
tento de imponer una pena mayor en función de cualquier pretensión
preventiva.
La individualización de la pena en un derecho penal liberal se basa,
exclusivamente, en los principios sustantivos analizados al comienzo.
El principio de lesividad impone el primer límite concreto: no se pue-
de aplicar una pena mayor a la que corresponde a la lesiÓn ocasionada por
la conducta del autor, conforme una adecuada ponderación a la luz del
principio de proporcionalidad. El daño causado establece el lfmite máxi-
mo de la pena: ningún reproche de culpabilidad permite exceder ese lfmi-

6 7 Vimos que no es el caso de la ConstituciÓn argentina (snprn III. l . b. c), en la que la


introducción de dicha teoría por parte de los pactos internacionales es manifiestamente in-
constitucional.

Teoría del delito


te porque el reproche está díldo en función del injusto y de su magnitud.
La Ofensividad tTlflFCit t?l límite máximo porque delimita el interés en
obtener una reacción: la vfctima (y el Estado que actúa por ella) no pue-
de pretender jamás una pena mayor que la adecuada al daño causado a
sus derechos. Una pretensión de pena mayor sería ilegítima desde todo
punto de vista, porque falta el derecho subjetivo que la sustente.
El principio de culpabilidad impone el segundo límite: con indepen-
dencia del daño causado, ninguna pena puede superar (también conside-
rando la adecuada proporcionalidad) a la que se adecua al merecimiento
en función del reproche individual. Mientras la lesividad es un lfmite a la
pretensión reactiva (al derecho que la sustenta) la culpabilidad es una va-
lla a la reacción en sí misma; constituye su racionalización.
AI momento de individualización de la pena es lícito efectuar un jui-
cio más amplio que el que se lleva a cabo para establecer la culpabilidad
por el injusto, siempre que ello no conduzca a superar el grado de repro-
che que por éste corresponde. Es válido considerar el merecimiento indi-
vidual a partir de circunstancias acompañantes de la conducta ilícita (des—
gracia personal, condicionantes externos, etc.) como modo de atenuantes,
pero nunca como motivos de agravación. El sentido contenedor del dere-
cho penal y de los principios constitucionales no sólo permite sino que
obliga proceder de este modo.
IEl principio de ultima ratio, impone otro lfmite decisivo: la magnitud
de la pena debe evaluarse teniendo en cuenta la subsidiariedad de la san—
ción penal en relación al resto de las sanciones previstas en el orden jurí-
dico.
Este principio es un derivado del principio de necesidad y determina,
justamente, que la pena concreta impuesta al autor debe ser necesaria, o
sea, un modo imperioso de reaccionar frente a las demás alternativas
coactivas con las que cuenta el Estado.
Más allá del derecho que sustente la pretensión reactiva y del grado
de reproche que merezca el autor, no es legftima una pena iniitil, que pue-
de ser sustituida razonablemente por otra solución, que genera más daños
que su no aplicación. No se puede aplicar una pena innecesaria.
Esta necesidad no debe ser evaluada desde el prisma de las teorfas de
la prevención: aun frente a una presunta necesidad preventiva (general o
especial) debe renunciarse a la pena o a una pena mayor si el conflicto in-
tersubjetivo (entre víctima y victimario) puede solucionarse de un modo
racional-no punitivo.

354 Tercera parte


Epílogo

La libertad del ser humano es el punto de partida ético-político de la


teoría del Estado y de la pena. También lo es desde el punto de vista cons—
titucional, porque las constituciones de los países civilizados se asientan
en la idea de la autonomía personal.
Los principios constitucionales sustantivos convergen en la idea de la
libertad. La libertad de ser, de pensar, de actuar. La libertad de no ser mo-
lestado por lo que se es, se piensa o se hace, salvo, claro está, que con una
acción se afecte el derecho de otro de un modo ilegítimo y jurídicamente
reprochable. La razón de Estado, el si porque sí o ito porque no, son extra-
ños a este esquema.
El derecho penal es una herramienta al servicio de la libertad. De la
de los inocentes y de los culpables. De las víctimas y de los victimarios. De
todos los ciudadanos. El derecho penal nos protege. Del arbitrio estatal,
limitando el poder punitivo que de hecho esa agencia posee. De las reac-
ciones privadas, canalizándolas y limitándolas a su racional y justa expre-
sión. Del delito, de forma remanente y tangencial, por algún efecto pre-
ventivo que pueda generar la imposición de ciertas penas.
La Constitución es la madre del derecho penal. Es su fuente inspira-
dora y su razón de ser en cada expresión concreta de su poder: para limi-
tar y para habilitar la reacción.
La pena, el delito, el Estado, el poder, la venganza, la razón, los dere-
chos individuales, y lo más importante: las personas; todo ello encuentra
su armonía y convivencia en el principio ne /‹i libertad,- que no admite la
arbitrariedad y consagra la razón; que no es ingenuo ni se disfraza en con-
signas que lo burlan. One brega por la vida y repudia la muerte.
Ésa es la síntesis de esta tarea. Ése es el objetivo final. Un Estado y
un Derecho basados en el principio de la libertad.
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