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LA FOBIA: OCULTAMIENTO Y DEVELACIÓN DEL OBJETO Y LA

ANGUSTIA

Daniel Gerber

El abordaje de la fobia desde el psicoanálisis revela la importancia de dos conceptos


fundamentales que están estrechamente ligados con ella: el de objeto y el de angustia.

I. El objeto

Tal como lo entiende Freud desde Tres ensayos de teoría sexual, donde define a la
pulsión por la carencia de un objeto connatural a ella, el concepto de objeto sólo puede
plantearse a partir de la función de la falta.

El psicoanálisis introduce la cuestión de la falta. Pero, ¿de qué falta se trata? Como
dice Lacan, no hay falta en lo “real”. La existencia de la falta remite a la captura de lo
real por lo simbólico. Se puede imaginar por ejemplo la existencia de un silencio
absoluto, sin interrupción, que se desliza en un tiempo continuo, desde un pasado
infinito hacia un futuro infinito. Aquí nada falta. Pero si de pronto se deja oír un grito,
¿qué ocurrirá? Una falta va instituirse, la del silencio, y cuando el grito cese retornará el
silencio, faltando ahora el grito. Así, sólo el significante puede instituir la falta: “¿Dónde
está el fondo? ¿Es la ausencia? No. La ruptura, la hendidura, el trazo de la apertura hace
surgir la ausencia, así como el grito no se perfila sobre fondo de silencio sino que, al
contrario, lo hace surgir como silencio”1. La ruptura, la hendidura no pueden ser sino la
marca del lenguaje. La falta sólo puede existir porque hay seres parlantes, es un efecto
de lenguaje.

La función de la falta se deriva de una construcción lógica que es efecto del lenguaje.
Ella permite concebir que el deseo es causado por un objeto diferente de aquello que en
el discurso corriente se llama así, un objeto que, ante todo, falta. De este modo elabora
Lacan la noción de objeto a, objeto que no se confunde con ningún objeto empírico, es
más bien la concreción de la idea freudiana del objeto como esencialmente perdido.

Para elaborar la noción lacaniana del objeto a es preciso partir de Freud, quien ya
desde el Proyecto de psicología de 1895 concibe al objeto de deseo como perdido, es
decir, como esa satisfacción originaria mítica que no se puede repetir. Con la
elaboración posterior de su teoría sexual se añade un nuevo elemento esencial: el
señalamiento de que no hay ninguna armonía preestablecida entre las pulsiones y los
objetos de la realidad exterior sino una discordancia fundamental porque el objeto es
siempre inadecuado para la satisfacción plena, total.

Es también en Tres ensayos de teoría sexual donde Freud va a afirmar que las
pulsiones parciales nunca se funden completamente en una pulsión “total” para alcanzar
una meta “normal”. Más allá de toda “integración” queda un resto “perverso” –residuo
de la “perversión polimorfa” de la sexualidad infantil- que puede buscar satisfacción de
manera directa, sublimarse o ser reprimido. En este último caso, desde lo inconsciente
causará los síntomas neuróticos.

1
J. Lacan: Le séminaire. Livre XI. Les quatre concepts fondamentaux de la psychanalyse. Paris, Seuil,
1973, p. 49.
El concepto de pulsión es pues antagónico con cualquier idea de una “totalidad” en
la que el conjunto de elementos se integren para alcanzar una meta única. La
“perversión polimorfa”, expresión de la parcialidad de las pulsiones, subsiste de algún
modo y “los síntomas se forman en parte a expensas de una sexualidad anormal. La
neurosis es, por así decir, el negativo de la perversión”2.

No hay objeto “adecuado” para la pulsión, no hay por lo tanto “relación sexual”,
fórmula universal que permita determinar un objeto que sea el perfecto complemento
del sujeto. A causa de esta ausencia, cada sujeto, sin saberlo, producirá su fantasma
como una especie de fórmula singular que le permita establecer relaciones con objetos.
Pero esta matriz de toda relación posible que es el fantasma se organiza como una
relación del sujeto con ese resto de él mismo que es su propia pérdida. A partir de ahí,
toda relación con un objeto sólo es posible en la medida en que éste se “adapte” a esa
“fórmula”, es decir, pueda tomar el lugar de esa pérdida fundamental y fundante.

Se advierte así que para Freud un objeto sólo puede entrar en funciones en el deseo
como pantalla, velo, con relación a esa falta. Pantalla o velo que hace surgir la
dimensión de un más allá, como puede observarse claramente si se analiza la secuencia
que hace emerger el objeto fetiche: en la búsqueda que, cuando niño, el fetichista ha
realizado para llegar al descubrimiento de la falta de pene en la madre, su mirada se
detiene sobre un objeto que aparece en el instante inmediatamente anterior al del
encuentro traumático: zapato, media, calzón, vello púbico. En este sentido el objeto
fetiche es similar, en cuanto a su estructura, al recuerdo encubridor, esa imagen en la
que el desarrollo de la película de la memoria se detiene, justo antes de la aparición del
recuerdo que tiene para el sujeto un carácter traumático.

Así, objeto fetiche y recuerdo encubridor pueden tomarse como el paradigma del
objeto, en el sentido de objeto libidinal o de amor. Este no importa tanto por lo que es o
contiene sino por su capacidad para anunciar un más allá; no tiene valor por sí mismo
sino por lo que promete; no importa tanto por lo que tiene sino por lo que no tiene, es
decir, por lo que le falta.

El objeto a, aporte teórico fundamental de Lacan, es el concepto que sintetiza esta


característica de los objetos en general. Su formulación responde ante todo a una
pregunta: ¿qué es el más allá que anuncia el objeto? La respuesta es sorprendente: no
algo exterior al sujeto sino lo que puede considerarse como lo más propio de éste
último.

Para comprender esta noción es necesario recordar que la letra a empleada por Lacan
para designar este objeto es heredera de su antigua nomenclatura para designar al otro:
a. Sin embargo, la introducción de este objeto responde al hecho de que la respuesta a la
pregunta acerca de quien es el otro exige tomar en cuenta los tres registros de la otredad.
Está entonces, en primer lugar, el otro imaginario, otro que puede ser “como yo”, el otro
como semejante con el que el yo mantiene relaciones especulares de reconocimiento
mutuo, fraternidad, competencia. Por otra parte el otro es el Otro simbólico, el lenguaje
y todo el sistema de normas, reglas, instituciones que preceden la existencia del sujeto y
define su estatuto de tal a partir del lugar que le asignan. Finalmente el otro, en el nivel
más radical, es el Otro real, esa dimensión inaccesible de todo otro, dimensión de lo que
2
S. Freud: Tres ensayos de teoría sexual. En Obras completas, Tomo VII. Buenos Aires, Amorrortu,
1978, p. 150. Las cursivas son del autor.
no puede ser figurado en imágenes ni representado simbólicamente, de aquello de lo que
no es posible ninguna relación mediada por el orden simbólico. Esto significa que, más
allá del otro como semejante, imagen especular, y más allá también del Otro como
lenguaje y representación simbólica, persiste el otro como objeto real, inaccesible, Cosa
siempre monstruosa que resiste a toda simbolización y a toda “normalización”.

Es preciso señalar también que la producción del concepto de objeto a por Lacan se
deriva de un cambio en el estatuto que le otorga al objeto de deseo en su enseñanza,
pero sin modificar en lo sustancial el aforismo que elaboró en los años 40: “el deseo del
hombre es el deseo del Otro”. En esta primera época el objeto de deseo no importaba
tanto por sus cualidades sino por estar en juego en la dialéctica intersubjetiva del
reconocimiento y amor: el deseo es deseo del otro en la medida en que deseo lo que otro
desea, pero también porque mi deseo es deseo de ocupar un lugar en el deseo del otro,
deseo de reconocimiento por parte del otro.

Pero hacia los años 60 el valor del objeto va a desplazarse hacia un cierto “más allá”
de esa dialéctica intersubjetiva. Su valor esencial dependerá de lo que se le atribuye: el
ágalma, el tesoro secreto que albergaría y puede proveer de cierta consistencia al ser del
sujeto, ser en falta por efecto de la representación significante. Esta elaboración es
correlativa al hecho de que el deseo ya no es entendido en lo esencial como deseo de
reconocimiento sino como una falta, falta que el sujeto encuentra ante todo en el Otro
por la única razón de que éste le habla. De modo que la pregunta que ahora le será
propia no es “¿qué quiero?” sino “¿qué quiere él, ella, ellos, el Otro, de mí?”, “¿qué ven
en mí?”, “¿qué soy para el Otro?”.

El deseo aparece entonces no como deseo del sujeto sino del Otro, escenificado en el
fantasma. Y el objeto a será el objeto que en el fantasma encarna el ser del sujeto, es
decir, “algo más que yo mismo”; a es el objeto por el cual el sujeto puede percibirse
como “digno” del deseo del Otro. El fantasma será así la respuesta al enigma del Che
vuoi?, “¿qué quieres?” que le regresa al sujeto como interrogante desde el deseo del
Otro. Proporcionará así una respuesta a ese enigma. En el nivel más fundamental, el
fantasma está para decirme qué soy para el Otro: es la respuesta que va a determinar la
posición básica del sujeto ante el Otro.

El objeto a tiene así un doble estatuto: es por un lado el objeto perdido,


irrecuperable, causa de la pregunta por el deseo; por otro, es una cierta “recuperación”
del ser, eso que en el sujeto es “más que él mismo”, que él mismo en tanto sólo
representado por un significante para otro, lo que el sujeto puede suponer que el Otro
quiere en y de él. En este sentido el objeto a nombra una cierta paradoja pues es
simultáneamente la pura falta, el vacío causante del deseo y aquello que puede
ilusoriamente ocultar ese vacío, hacerlo pasar desapercibido llenándolo. De este modo,
en la medida en que lo cubre, evoca inevitablemente ese vacío.

Este objeto surge, por otra parte, como consecuencia de la falta de sostén del sujeto
en el orden simbólico. El Otro, tesoro de los significantes, al igual que el sujeto, está
tachado por su propia estructura basada en el significante, es inconsistente, de modo que
cuando el sujeto se dirige a él no puede sino recibir el mensaje de su propia castración:
S(). La identificación con un significante del Otro, significante que representa al sujeto
para los demás significantes, deja así al sujeto confrontando al hecho de que el Otro es
incoherente, no todo, estructurado en torno a una falta. El lugar del Otro como lugar del
significante contiene un punto real, no simbolizable, punto de pura pérdida. Este punto
deja al sujeto –que sólo puede estar representado allí- ante la imposibilidad de saber
quién es él en el Otro, pero por otro lado asegura la alteridad del lugar de lo simbólico y
la existencia misma de alteridad porque si el sujeto pudiera estar todo en el Otro no
tendría manera de distinguirse de éste.

Enfrentado a la falta de significante de su ser, el sujeto puede así puede encontrar su


lugar en el Otro por medio de una identificación diferente, ya no con un significante de
éste sino con ese vacío que es su núcleo mismo, con ese punto de pérdida. En este
sentido el objeto a viene a “positivizar”, dar cuerpo al vacío del Otro; es la razón por la
que va a encontrarse precisamente allí donde el Otro falla.

El orden simbólico entonces no puede funcionar como soporte suficientemente


“sólido” de la subjetividad porque cuando el sujeto se dirige al Otro planteándole la
pregunta por su existencia lo que finalmente encuentra es el significante de la
inexistencia de este Otro. Por esto, en este punto en que aparece la amenaza de su
desaparición por la falta del significante, el sujeto tendrá necesidad de un sostén
diferente y este sostén no se sino el objeto a, la parte perdida de él mismo con la que
completa al Otro: “El objeto a es el soporte que el sujeto se da en tanto que desfallece
en su designación de sujeto. Es en tanto que, en el discurso del Otro que es el
inconsciente, algo hace falta al sujeto, a saber, aquello que representaría en lo simbólico
el goce, que el sujeto emplea para esta designación algo que es tomado a sus expensas
de sujeto real viviente”3.

El objeto a tiene así el estatuto de suplencia de un significante que falta pero no es un


significante: está estructurado a “imagen y semejanza” de la falta que viene a
representar, es decir, está estructurado como objeto de corte, un objeto recortado del
cuerpo. “El ser del sujeto en tanto es lo que tiene que articularse, nombrarse en el
inconsciente, no puede ser nombrado sino solamente indicado por algo que se revela a sí
mismo como corte, hendidura”4. En este sentido puede definirse como la verdad de la
castración: lo que resta de un goce mítico que será re-producido por el movimiento de la
pulsión que repite su trazado alrededor de los orificios corporales: boca, ano, hendidura
palpebral. Por esto mismo es un objeto que posee la misma estructura que estos
orificios: una estructura de corte en la medida en que es un objeto separado del cuerpo,
producto de una pérdida que se debe repetir una y otra vez para “completar” al Otro,
como tributo al goce supuesto de éste: “Ese trazo de corte se encuentra “en el objeto que
describe la teoría psicoanalítica: pezón, escíbalos, falo (como objeto imaginario), flujo
urinario. (Lista impensable si no se agrega a ella, con nosotros, el fonema, la mirada, la
voz, el nada)”5. En su elaboración posterior, Lacan reducirá a cuatro el número de
objetos a aquí mencionados: el seno, las heces, la mirada y la voz.

En tanto que resto, el objeto a encarna el ser del sujeto, ese goce al que queda
adherido o, más bien, la parte de goce de la que está separado pero a la que tiene que
darle cuerpo por medio de un acto de “automutilación” que es el precio a pagar para
“dar cuerpo al goce del Otro. Así, el objeto a se recorta del cuerpo para “completar” al
Otro como lugar del significante. En términos rigurosos entonces, no es el orden

3
J. Lacan: Seminario Le désir et son interpretation (inédito). Sesión del 13-V.1959)
4
J. Lacan: Ibíd.., sesión del 10.VI. 1959.
5
J. Lacan: Subversión del sujeto y dialéctica del deseo en el inconsciente freudiano. En Escritos 2,
México, Siglo XXI, 1994, p. 797.
simbólico la instancia mediadora que se interpone entre el sujeto y los objetos
impidiendo su “encuentro”; el sujeto y el Otro se superponen más bien en el objeto, es
decir, éste dibuja la intersección entre sujeto como sujeto dividido por el significante ()
y el Otro como tesoro del significante, también en falta (). De este modo, el objeto da
cuerpo al vacío, tanto al del sujeto como al del Otro. La identificación básica del sujeto
es la que se produce en el fantasma con ese núcleo éxtimo de lo simbólico, con el vacío
en torno al cual se organiza, vacío que es simultáneamente ocupado por un objeto que le
da consistencia y que no es sino “parte” del sujeto mismo.

Perdido por el sujeto y colocado “entre” él y el Otro, el objeto deviene lo que


causa su deseo como tensión hacia un imposible reencuentro. Viene así a encarnar el
goce perdido y en este sentido resulta el verdadero objeto de la castración: a . Es en este
-
objeto por medio del cual intenta suplir la falla de lo simbólico, asegurar que haya
goce, donde al sujeto se le impone reconocer su ser mismo como ser de goce porque
este objeto, ubicado en la intersección del sujeto con el Otro, es el objeto recortado del
cuerpo por el trazado de la pulsión que lo bordea una y otra vez para dejarlo caer.

En síntesis, es en la medida en que no hay significante que pueda designar el ser del
sujeto, aquello que, como valor de goce, él sería para el Otro, que a éste no le queda otra
alternativa que hacerse ese objeto. De este modo, y en tanto el goce sería la única
garantía de la existencia del Otro, busca asegurarse de ella. La posición perversa que
consiste en tomar el lugar de objeto-instrumento del goce del Otro sería, en este sentido,
el testimonio más preciso. El neurótico, en cambio, buscará conservar la distancia con el
objeto velándolo, evitando a toda costa la emergencia de éste, posición que lo mantiene
“sin lugar” en el significante, entre uno y otro, en la constante indeterminación.

II. La angustia

Es ampliamente conocido que, a lo largo de su obra, Freud formuló dos teorías


acerca de la angustia. La primera, surgida de los primeros trabajos anteriores a 1900,
llega a su elaboración más acabada alrededor de 1915 en los Trabajos sobre
metapsicología y experimenta algunos agregados en 1919 en Lo siniestro. La segunda,
que corresponde a Inhibición, síntoma y angustia, de 1925, lleva la huella de las
nociones de la segunda tópica introducidas con El yo y el ello.

En su primera teoría Freud concibe la angustia como una transformación de la libido


reprimida, es decir, un signo del pasaje efectuado por la pulsión del inconsciente a lo
consciente, burlando la represión. Pero ésta actúa de todas maneras tiñendo de displacer
la descarga libidinal. Por esto la represión es la causa de la angustia en tanto mantiene a
la pulsión insatisfecha: su representante deviene inconsciente mientras que el quantum
de afecto -cualquiera que sea su naturaleza original: amor, odio, etc.- es transformado en
angustia. El representante de la pulsión es reprimido por el peligro que representa: lo
que el sujeto teme no proviene de una amenaza externa sino de su propia libido. En la
segunda teoría, la de Inhibición, síntoma y angustia, este proceso lógico se invierte: no
es la represión quien causa la angustia sino la angustia quien causa la represión. Freud
concibe entonces la angustia como una señal que se produce en el yo para advertirlo del
peligro que representa el avance de la libido del ello y convocarlo a la represión de ésta.
Ahora bien, no obstante las diferencias entre ambas visiones, hay un elemento
común: sea causada por la represión o sea su causa, la angustia se relaciona con la
castración, más precisamente con la amenaza de castración que pende sobre el sujeto
ante la posibilidad de manifestación del deseo que es, finalmente, el deseo edípico
incestuoso. La angustia es así angustia de castración, modelo y matriz en Freud de toda
angustia. Es la tesis que se encuentra en el análisis de El hombre de los lobos, así como
en los ejemplos de Lo siniestro, lo que significa que la noción misma de angustia remite
en Freud a la idea de una pérdida que concierne al falo.

La tradición freudiana ha tomado partido en general por la segunda de estas teorías y


la afirmación de que toda angustia es, en última instancia, angustia de castración se
volvió un lugar común psicoanalítico. Sin embargo, Freud no dejó de mantener algunas
reservas al respecto y así lo da a entender siete años después de Inhibición, síntoma y
angustia en la 32ª de las Nuevas conferencias de introducción al psicoanálisis titulada
Angustia y vida pulsional. Esta conferencia se sitúa en lo fundamental en la línea del
texto anterior pero, en relación con una objeción que se hace a él mismo, se ve
conducido a introducir nuevos desarrollos, o al menos a indicar el esbozo de éstos.

Es así como, después de haber vuelto a señalar el fenómeno de la angustia básica


como angustia de castración, observa que este lazo no puede ser válido en esos términos
para las mujeres, que si bien pueden bien tener un complejo de castración, no pueden
presentar la angustia de castración: “La angustia de castración no es, desde luego, el
único motivo de la represión; ya no tiene sitio alguno en las mujeres, que por cierto
poseen un complejo de castración pero no pueden tener angustia ninguna de
castración”6. En las mujeres la angustia básica sería entonces la angustia de la pérdida
de amor, que, según Freud, es “una continuación de la angustia del lactante cuando echa
de menos a su madre7”. El problema que le presenta esta diferencia según el sexo lleva a
Freud a retomar la cuestión de la angustia originaria del nacimiento así como la
asociada con el fantasma de retorno al seno materno.

Por esto, Freud ya no se opone aquí de manera frontal a Rank en la concepción del
trauma del nacimiento que éste formuló; al contrario, va a afirmar que el nacimiento es
“el arquetipo del estado de angustia”8, pero precisa que no es el nacimiento en sí quien
puede ser considerado como un daño sino el hecho de que provoca una excitación
psíquica, una tensión, que no puede ser descargada por la acción del principio de placer.
La angustia es entonces asociada con un factor traumático ante el cual fracasan los
empeños del principio de placer destinados a lograr su elaboración. A esta angustia
Freud la llama real, por oposición a la angustia neurótica, que resulta de la amenaza de
reaparición de dicho factor traumático. Habría entonces, de acuerdo con este texto, dos
tipos de angustia y dos orígenes de ella; dualidad enteramente correspondiente con las
dos clases de represión que operan en el sujeto: la represión originaria y las represiones
posteriores.

Con estas afirmaciones, la angustia ya no puede ser considerada, al menos


exclusivamente, como angustia de castración, aún cuando en textos posteriores Freud
vuelva a concebirla de este modo. Esto significa que, en lo que concierne a esta

6
S. Freud: Angustia y vida pulsional. Obras completas, Tomo XXII. Buenos Aires, Amorrortu, 1979, p.
80.
7
Ibíd.., p. 81.
8
Ibíd.., p. 86.
cuestión, la teoría freudiana está lejos de resolver el problema e incluso de mantener
plena coherencia entre sus postulados. Es lo que Lacan va a señalar en el inicio de su
seminario sobre la angustia de 1962/63, donde advierte que, en la medida en que no
existe ninguna posibilidad de conciliar la Metapsicología con Inhibición, síntoma y
angustia, será necesario hacer una elección. La suya será la toma de partido por la
primera teoría freudiana contra la segunda: “En el discurso de Inhibición, síntoma y
angustia se habla de todo salvo de la angustia”9. De este modo, comienza por impugnar
la concepción de la angustia como un fenómeno del yo, una señal que lo pondría en
alerta contra el deseo inconsciente o contra la pulsión reprimida. Sin embargo, en esta
elección entre las dos teorías freudianas Lacan sólo va a retener de la primera la
existencia de un lazo directo entre la angustia y la libido con el fin de elaborar una
concepción completamente original del fenómeno.

La originalidad del planteamiento de Lacan sobre la angustia consistirá en buscar un


fundamento diferente del complejo de castración freudiano. Para él, la angustia de
castración no puede ser el modelo y la matriz de la angustia; por el contrario, no se trata
más que de una expresión lateral de ella, desviada y más bien engañosa. Sin duda esto
implicará un viraje en la teoría pues hay una reinterpretación de lo que se entiende por
castración, al punto que la significación de esta cambia radicalmente. Para Freud, la
castración constituye ante todo una amenaza que recae sobre el órgano masculino y la
angustia de castración es, en consecuencia, la angustia ante la posibilidad de pérdida de
este órgano con las consecuencias que ésta implica para la identidad y el narcisismo del
sujeto. Para Lacan en cambio, la castración se sitúa mucho más allá de la eventualidad
de esa pérdida y de la relación imaginaria con el padre como el agente que puede
ejecutar dicho acto, de tal modo que el temor perder el pene no puede tomarse como la
causa de la angustia; debe situarse más bien en el contexto de la relación del sujeto con
el goce. En este sentido, el hecho de que el miembro masculino pueda estar presente o
ausente o, más simplemente, que esté condenado por las leyes de la fisiología a la
detumescencia que lo pone “fuera de juego” después de que el sujeto alcanza el mayor
placer que le es posible es para Lacan mucho más importante que la idea de que el
órgano puede ser cortado. La amenaza “te lo voy a cortar”, que en Freud está ligada a la
masturbación infantil, no es para Lacan lo que verdaderamente define a la castración
pues no es más que un fantasma de “mutilación”, una representación en el plano
imaginario de lo que constituye un corte esencial, un corte cuya importancia sólo puede
ser apreciada en el orden de lo simbólico y más concretamente de las relaciones de lo
simbólico con lo real.

Lacan sostiene que la noción de amenaza de castración como aparece en Freud


oculta algo mucho más fundamental: lo que podría llamarse un deseo de castración. De
este modo, la amenaza de castración que aterra al yo no es sino una especie de
deformación superyoica de un deseo de castración que sostiene al sujeto, la suposición
de que “su” castración podría ser una condición para el goce del Otro. Así, en la sesión
del 5 de diciembre de 1962 del seminario citado, señala: “La apertura que les propongo
consiste en esto […] que no es de ninguna manera la angustia de castración en sí misma
lo que constituye el impasse último del neurótico [….] Eso ante lo cual el neurótico
retrocede no es ante la castración, es hacer de su castración, la suya, lo que falta al Otro,
A, es hacer de su castración algo positivo que es la garantía de esta función del Otro

9
J. Lacan: La angustia. Sesión del 14 de noviembre de 1962
[…] Consagrar su castración a esta garantía del Otro, es ahí ante esto que el neurótico se
detiene”10.

Para ampliar esta idea, Lacan va a evocar las primeras elaboraciones de Freud que
aparecen en los manuscritos de su correspondencia con Fliess. Allí enlaza la emergencia
de la angustia con la práctica del coito interrumpido o a la impotencia en el hombre: la
angustia surgiría ante la imposibilidad de alcanzar el goce. Pero en sentido opuesto a
Freud, Lacan sostendrá que esta posibilidad de caída, caída del falo que se produce
inevitablemente en el momento de detumescencia, lejos de desvalorizarlo es la razón
por la cual éste adquiere lo esencial de su valor. En otros términos, es precisamente
porque puede faltar, fallar, desfallecer, que el falo es tan importante. La función
primordial del falo es entonces para Lacan una función de desvanecimiento, de
insuficiencia respecto del goce, al menos del goce tal como es soñado, fantaseado: como
una satisfacción absoluta, total.

Esta concepción surge de la necesaria distinción entre el falo como significación y


el significante fálico. La significación fálica es la parte de goce integrada en el orden
simbólico sostenido por la función del padre. Esta significación está asociada al falo
como símbolo de la virilidad, del poder “penetrante”, la fecundación, la fertilidad. El
falo como significante, en cambio, representa el precio que el sujeto masculino tiene
que pagar para acceder a esa significación. Por esto el falo es el significante de la
castración; no actúa por lo tanto como el órgano-símbolo de la sexualidad definido por
su potencia sino como el significante y/o en su caso el órgano de la “desexualización”
que inevitablemente acompaña a toda sexualización en tanto ésta es efecto del pasaje de
lo orgánico “puro” a lo simbólico que impone el límite y la regulación.

De este modo, en la detumescencia que afecta inevitablemente al pene Lacan ubica


una materialización orgánica de la estructura del sujeto en su relación con el Otro: el
falo que desaparece es el símbolo del sujeto que, buscando su lugar en el Otro no
encuentra ahí sino una falta, una ausencia. Esta falta en el Otro del significante que sería
el sujeto como tal y le fijaría su lugar en el universo de las significaciones tiene su
repercusión en el nivel orgánico porque aquí falta el órgano que pueda asegurar al sujeto
una relación continua y no desfalleciente con su goce. Ahora bien, puede decirse que
esta falta es de algún modo “saludable” pues hace de límite al goce y sostiene así al
deseo. Sin embargo, lo que obstaculiza al sujeto no es tanto la limitación del órgano sino
la del Otro al que quiere creer completo para que el goce que su fantasma formula sea
total. Por esto, lo que Freud llama angustia de castración no concierne al deseo sino al
goce, contexto en el cual el falo es la encarnación de la impotencia del sujeto para
inscribir en el Otro su relación con el goce. La escritura (-) con que Lacan lo representa
expresa esa falta.

El falo deviene así, a nivel genital, el órgano de la falta, de una falta que es
propiamente simbólica. Sin embargo, lo esencial para situar la raíz de la angustia es que,
en su relación con el goce, el sujeto no puede representarse. La cuestión que se le
plantea entonces es saber lo que él es en esta relación. Una ilustración propuesta por
Lacan bajo la forma de un apólogo lo puede aclarar: imagina que, después de haber
sido disfrazado y sin que haya podido ver con que máscara, es empujado al escenario
donde lo espera una gigantesca mantis religiosa; se encuentra pues frente al insecto
monstruoso sin tener ni siquiera el recurso de captar el reflejo de su imagen en una de
10
Ibíd., sesión del 5 de diciembre de 1962.
las múltiples facetas del ojo de la mantis, es decir, sin recursos en el nivel imaginario.
Tal es la imagen que puede mostrar la situación del sujeto enteramente ofrecido al deseo
del Otro sin saber si por azar no encarna exactamente eso con lo que este Otro glotón
podría satisfacerse. “¿Qué me quiere él?”, es la pregunta que está en el fondo de la
angustia porque se puede decir que soy algo para el Otro, pero de ese algo no tengo
radicalmente ninguna imagen, ninguna representación. Y si nada puede asegurarme que
no soy simplemente una falla, una falta, ¿qué puede darme la certeza de que el deseo del
Otro respecto de mí conocerá algún límite? La angustia alude esencialmente a esto: no
sé qué objeto a soy para el Otro desde el momento en que este se sitúa respecto a mí en
una relación otra que la de semejante a semejante.

Lacan dirá entonces que la angustia es la “sensación del deseo del Otro”, la reacción
ante esta sensación. Por esto mismo no es sin objeto, pero este objeto no es sino a, causa
del deseo, el objeto perdido, el resto de la constitución del sujeto en el campo del Otro
que puede definirse también como su reverso. Objeto cuya paradigma es el objeto anal
que, mientras es demandado por el Otro como don de amor y permanece en el interior
del cuerpo del niño tiene el valor de un objeto precioso, pero cuando es cortado por el
esfínter se convertirá en el objeto nauseabundo, horroroso, con el cual el sujeto
rechazará identificarse aunque no podrá dejar de girar en torno a él como el núcleo más
verdadero de su ser. De este modo, para completar al Otro, el sujeto se ofrece él mismo
en ese objeto que es su reverso. Este ofrecimiento tiene a la angustia como su trasfondo
porque en el acto mismo de responder al deseo del Otro hay una pregunta que agobia:
¿qué objeto (a) soy para él en relación con el desecho que yo podría devenir?

Inevitablemente cuando el deseo del Otro interviene un objeto cae. El acto sexual
ilustra claramente esta caída: en su momento de clímax, con el orgasmo, se produce la
puesta “fuera de juego” del instrumento de goce, el pene. Este se eleva primero a la
dignidad de la significación del falo, pero cuando pierde su turgencia va a convertirse en
el resto caído, el objeto a, lo perdido de la significación fálica que después de encarnar
momentáneamente en el órgano deja otra vez su lugar al significante falo como
significante de la castración.

La intervención del deseo del Otro impone así la exigencia de abandonar un pedazo
del propio cuerpo; produce una fractura investidura narcisista del cuerpo, en la imagen –
yo- donde me reconozco. Ese momento de pérdida, cuando no sé que objeto soy para el
Otro, es el momento de la angustia que por esto no es sin objeto. No es sin objeto
porque, si bien en ese momento la falta de objeto está “de mi lado”, del lado de mi
imagen, de mi narcisismo, del otro lado hay algo extraño, inquietante, algo que fascina y
repugna a la vez: el objeto a. Este objeto que falta de mi lado, aparece frente a mi como
un puro desecho para mostrarme mi ser en toda su horrorosa dimensión de ser un resto
caído del Otro. El momento de la angustia es aquél en que paradójicamente no sé que
objeto soy en el deseo opaco del Otro porque sé que sólo soy desecho. Entonces la
angustia no surge de una falta, surge cuando la falta falta, cuando el sujeto confronta la
“mancha negra” del Otro y ya no se ve ahí, no hay significante que lo represente: lo que
falta en el Otro es él mismo faltando.

La angustia es el signo de lo real inalcanzable, imposible, límite interior de lo


simbólico. Los efectos de este real se manifiestan allí donde no me veo, donde no tengo
representación en el Otro. La angustia no engaña porque está ligada a lo real, al retorno
de lo mismo que el sistema significante nunca podrá cernir. Coloca así al sujeto ante la
inminencia de ese real de la aparición de aquello que, siendo a la vez familiar e íntimo,
es radicalmente extraño. Si se la define como señal de peligro esto sólo puede
entenderse en el sentido de que la angustia es señal de un peligro “interior”, de la
emergencia de eso más íntimo del sujeto mismo.

Por esto Lacan afirma que la angustia no está correlacionada a una pérdida o a la
amenaza de una pérdida sino, al contrario, a una presencia, una presencia inminente en
la cual la dimensión de la falta no llega a instituirse. Es la manifestación del deseo del
Otro como tal, en tanto que yo encarno el objeto causa de este deseo pues el deseo del
Otro, el Otro como deseante –y no simplemente como deseable- me interroga en la raíz
de mi ser como objeto a causa de ese deseo sin que ninguna representación me permita
en ese momento ausentarme de esta posición. Así lo muestra el fenómeno de lo
Unheimlich, lo siniestro, cuando en el relato de El hombre de arena, Nathaniel, en
posición de voyeur, reducido a una mirada puesta sobre la escena, ve al Otro dirigirse a
él deseando. ¿Deseando qué? Sus ojos, la carne misma de su ser en ese momento. Para
Lacan el fenómeno de lo Unheimlich muestra, en esta relación de extraña familiaridad,
la relación del sujeto con su ser, con lo que él es como objeto a: lo que le es más íntimo,
el corazón mismo de su ser, y al mismo tiempo lo que no puede representarse en una
imagen tranquilizante. Y cuando ese objeto perdido para la representación, rechazado
fuera de la escena, viene a hacer irrupción en ella, es decir, cuando la falta viene a faltar,
la angustia estalla.

Es la razón por la cual “la angustia no es sin objeto” y “la angustia es lo que no
engaña”. Esto último es así porque, a diferencia de los otros afectos, no está ligada a un
semblante –a eso que constituye el engaño inherente a toda representación- sino más
bien a lo que esta más allá de toda representación del sujeto, a su ser mismo. En la
angustia el lugar del sujeto en el Otro ya no está vacante, como habitualmente ocurre
por efecto de la castración; ahora el sujeto ya no está representado por algo que causa
falta, que se ausenta, por el significante falo. Por el contrario, su lugar aparece
súbitamente ocupado por un objeto –seno, excremento, mirada o voz- que viene a
colmar la falta y en este momento el sujeto ya no puede escapar al designio del Otro.

Se puede advertir así que al situar de esta manera la angustia ésta tiene una relación
muy estrecha con la cuestión del origen o de la causa del sujeto. Precisamente eso de
donde sale el sujeto –su casa, su lugar natal, como dice Freud en Lo siniestro- es lo que
se hace claramente presente en ella en la medida en que no se puede decir que el sujeto
simplemente sale de su madre, del cuerpo materno. En el caso del organismo,
evidentemente éste sale del vientre de la madre en el momento del nacimiento; pero el
sujeto sale más bien del Otro, esto es, de una cierta relación con la madre –en la cual el
padre interviene- en la que primero es objeto entregado al goce del Otro. Es esto lo que
al sujeto, puntualmente, le regresa en la angustia y justifica retomar la idea del
traumatismo del nacimiento.

No cabe duda de que la salida al mundo causa al niño un sufrimiento real, pero no es
esto lo que esencialmente tiene valor traumático. Al respecto la observación de Lacan es
muy clara: el traumatismo de nacimiento se debe menos a la separación de la madre que
a la intrusión de la atmósfera en el cuerpo del niño. No es ocasionado entonces por la
pérdida de algo sino, al contrario, por el llenado, el demasiado lleno que invade al
sujeto: “Que la angustia haya sido de alguna manera –es Freud quien nos lo indica aquí-
elegida como una señal de algo, ¿no es porque debemos reconocer en ella el rasgo
esencial de esta intrusión radical de algo tan otro al ser humano viviente que es ya el
paso a la atmósfera? Ahí está el rasgo esencial por el cual el ser humano viviente, que
emerge a este mundo donde debe respirar es primero literalmente sofocado, sofocado
por lo que se ha llamado el trauma –no hay otro-, el trauma del nacimiento que no es
separación de la madre sino aspiración en sí por este medio esencialmente otro”11.

Ubicar así el trauma del nacimiento como el prototipo de toda angustia implica un
acuerdo de Lacan con Freud, aunque sólo en apariencia, pues lo que sostiene Lacan es
que lo traumático del nacimiento no es tanto la separación como la invasión que el niño
sufre de algo que lo llena hasta el extremo de sofocarlo: el deseo del Otro que nos pone
en el mundo comienza por inflarnos los pulmones de aire, antes incluso de llenarnos el
estómago con su leche, las orejas con su voz y los ojos con su mirada. Y a este
“llenado” va a corresponder un deseo de destete, del mismo modo que al plantearse la
cuestión del falo como significación responderá un deseo de castración. Es evidente que
ese “destete”, en lo que concierne a la respiración, es realizado automáticamente por la
fisiología de la función respiratoria que implica la extracción seguida de la inspiración;
pero en lo que se refiere a los otros aspectos implicados por la castración exigirá la
intervención de una función simbólica.

En el “trauma” del nacimiento, es decir, en ese pasaje del cuerpo a la atmósfera, la


angustia original –si se puede utilizar este calificativo- aparece como lógicamente
anterior a toda demanda del Otro. Pero en este momento absolutamente primario, previo
a toda simbolización, aparece ya un elemento que no tomará todo su alcance sino
mucho más tarde, en el seno de las relaciones más elaboradas del sujeto con el Otro: el
grito. En el momento en que el lactante se llena de aire, es decir, en el momento en que
es “aspirado” por la atmósfera, grita: la emergencia más radical de su voz se produce de
manera simultánea a la angustia original. Este grito que en sí es nada porque nada
demanda -pero nada también porque está destinado a instituirla en relación con el
“todo” de la atmósfera que lo llena- va a devenir “algo” porque el Otro, la madre en este
caso, va a responder a él, a descifrar ahí un mensaje para convertirlo en llamada a
recibir algún objeto. Así, en este grito primordial tal vez se encuentra ya la expresión de
un “deseo de destete”, si se toma en cuenta que cuando el niño grita, expulsa un objeto:
el aire que lo invade. Claro que la madre, desde su fantasma, entenderá otra cosa y aquí
puede ubicarse el punto de inicio del gran malentendido: ella cree que el niño grita
porque llama a su amor, interpreta el grito como una demanda.

“Del grito al mensaje”: así podría definirse –en la medida en que se efectúa por la
confluencia de estas dos vertientes- el nacimiento del sujeto. En el grito no hay sino una
pura voz como respuesta al deseo del Otro que ha puesto al niño en el mundo; pero
desde el momento en que ese grito es escuchado por éste último como un mensaje o una
demanda, toma el valor de significante y, en consecuencia, implica ya un sujeto, al
menos un sujeto supuesto por el Otro que descifra este mensaje. Entre estas dos
vertientes también pasa el destete, que no define simplemente la separación del seno
materno sino la del sujeto con este origen donde él no era sino el objeto entregado al
capricho del Otro. En este sentido es cierto que el grito es llamada, pero sólo si se lo
escucha como tal, porque en un nivel más radical no es más que tentativa de escansión,
de corte con un goce invasor que implica para el sujeto el riesgo de desaparecer.

11
Ibíd., sesión del 3 de julio de 1963.
Este trauma fundamental muestra que la angustia señala la proximidad del goce, la
aparición en lo real del objeto a como consecuencia de una falla en la función del
fantasma que es una respuesta forjada por el sujeto a la pregunta por lo que el Otro
quiere de él. Se debe recordar que hay siempre una dimensión traumática en el
encuentro con el deseo del Otro porque el carácter enigmático del mensaje que el sujeto
recibe de éste no puede nunca ser enteramente asimilado de modo que, más allá del
sentido que puede tomar, queda siempre un núcleo excesivo, resistente a toda
simbolización: a, lo real de un encuentro traumático inasimilable, de un enigma que
resiste a la simbolización. En este punto el fantasma vela ese núcleo duro porque provee
al sujeto de una respuesta a la pregunta por lo que el Otro quiere de él. Es entonces a la
vez un tapón para la falta del Otro y un sostén para el deseo que va a constituirse como
defensa ante el deseo del Otro.

Esta institución del fantasma es obra del Nombre del Padre que define a la
significación como fálica, es decir, que significa el deseo del Otro como deseo sexual.
Sin embargo, en tanto significante, el Nombre del Padre no basta para significar todo el
goce; queda un resto: lo real de un goce que insiste porque no se deja capturar por el
significante. El fantasma instituye así un Otro tal que el sujeto sabe lo que él es y puede
entonces repetir indefinidamente la misma respuesta creando una y otra vez un
escenario similar. El sujeto se protege de este modo del encuentro con el deseo del Otro
porque el fantasma le permite ofrecerse él mismo como el objeto que puede tapar su
vacío central. Pero puede ocurrir que en algún momento el Otro presente ante el sujeto
ese núcleo duro, inasimilable, de su ser bajo la forma del objeto real que retorna.
Entonces el fantasma no es suficiente para asegurar la significación. Este es el momento
la angustia, efecto del encuentro del sujeto con un goce que desconoce y es a la vez lo
más íntimo de él. La angustia indica entonces la falla del fantasma que es también la del
Nombre del Padre, imposibilidad de encauzar todo el goce por los carriles del
significante. Esta aparición de la angustia es la causa de la producción del síntoma, que
viene a constituir un intento de suplencia, de reparación de la falla del Nombre del
Padre, tal como puede observarse en las diferentes neurosis:

1. En la neurosis obsesiva el sujeto toma a su cargo el incumplimiento del padre para


asegurarle así el cumplimiento de la función de dominio. Por esto, ante el deseo del
Otro, vive en el terror de que éste se sirva del dominio que él asegura para gozar de él.
De ahí su espera eterna de la muerte del Otro como lo que le permitirá finalmente gozar.
Pero como en su fantasma sólo el Otro puede gozar, nada puede valer para él y le será
imposible incluir algún elemento de goce en sus realizaciones. Es la razón del
sentimiento de fastidio que impregna su vida.

2. En la histeria el sujeto no se resigna enteramente a la primacía fálica impuesta por


la ley del padre; quiere un Otro al que no le falte el significante de su goce, el de ella; un
Otro que pueda gozar y le posibilite a ella gozar más allá del “irrisorio” goce fálico.
Aquí está la causa de esa irrefrenable atracción que el perverso ejerce sobre la histérica,
tan dispuesta a tomar el papel de su “víctima”, y también de su posición desde la cual
interroga al amo, sobre el que quiere reinar, para hacerlo producir ese saber sobre el
goce. Ahora bien, como ese saber no podrá elaborarse sino por medio del significante,
será incapaz de nombrar el objeto de goce y esto motivará la reiterada decepción hacia
el amo.
3. Finalmente en el caso de la fobia, ésta tomará la forma de una plataforma giratoria
donde el objeto fóbico es llamado como significante destinado a suplir el defecto del
Nombre del Padre, es decir, a hacer de muralla al goce. Esta noción de plataforma
giratoria indica el momento lógicamente anterior al posicionamiento del sujeto que
finalmente “elegirá” la histeria, la neurosis obsesiva o, eventualmente, alguna forma de
perversión. En este sentido, en la fobia verdadera no hay fantasma, por esto Lacan la
llama “neurosis radical”12: ante el deseo del Otro el fóbico se encuentra confrontado con
su propia insuficiencia para satisfacerlo y esta falta de respuesta suficiente se debe a la
insuficiente constitución del fantasma.

De este modo, el mecanismo para la formación del objeto fóbico consiste en la


producción de un sustituto de aquello que se manifiesta en lo real como falla del padre,
un sustituto que con frecuencia toma la forma de retorno totémico. Como lo señala
Lacan, el objeto fóbico es un “significante para todo uso, para subsanar la falta del
Otro”13, un significante/objeto que sostiene la metáfora paterna en tanto restaura al
padre a la vez que lo invoca. En este sentido se distingue del objeto fetiche, definido
como “objeto percibido en el recorte del significante” 14, es decir, como el objeto que
llena el hueco del Otro y permite concebirlo sin falta.

El síntoma fóbico restaura al padre en su función de limitar el goce porque allí el


objeto tiene la función de servir de “arma en el puesto-avanzado fóbico contra la
amenaza de la desaparición del deseo”15. El fetiche en cambio es “condición absoluta
del deseo”16: es un objeto absoluto, separado, desprendido de los otros, exterior a la
dimensión simbólica, para un sujeto que no puede desear sin la presencia de éste y cuyo
deseo se confunde con la perspectiva de producir el goce.

Llamar “significante para todo uso” al objeto fóbico implica designarlo como
equivalente de la falta del Otro. En este aspecto puede ser concebido portador de la
amenaza de castración, amenaza que no es lo temido como tal en la fobia sino un efecto
imaginario del orden simbólico que oculta la angustia en su dimensión más radical: ese
afecto que indica que el sujeto puede desaparecer ante la proximidad del goce del Otro.

12
J. Lacan: Subversión del sujeto y dialéctica del deseo en el inconsciente freudiano. En Escritos 2,
México, Siglo XXI, 1994, p. 803.
13
J. Lacan: La dirección de la cura y los principios de su poder. En Escritos 2, op. Cit., p. 590.
14
Ibíd.., p. 590.
15
J. Lacan: Observación sobre el informe de Daniel Lagache. Op. Cit., p. 661.
16
Ibíd.., p. 661.

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