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ANGUSTIA
Daniel Gerber
I. El objeto
Tal como lo entiende Freud desde Tres ensayos de teoría sexual, donde define a la
pulsión por la carencia de un objeto connatural a ella, el concepto de objeto sólo puede
plantearse a partir de la función de la falta.
El psicoanálisis introduce la cuestión de la falta. Pero, ¿de qué falta se trata? Como
dice Lacan, no hay falta en lo “real”. La existencia de la falta remite a la captura de lo
real por lo simbólico. Se puede imaginar por ejemplo la existencia de un silencio
absoluto, sin interrupción, que se desliza en un tiempo continuo, desde un pasado
infinito hacia un futuro infinito. Aquí nada falta. Pero si de pronto se deja oír un grito,
¿qué ocurrirá? Una falta va instituirse, la del silencio, y cuando el grito cese retornará el
silencio, faltando ahora el grito. Así, sólo el significante puede instituir la falta: “¿Dónde
está el fondo? ¿Es la ausencia? No. La ruptura, la hendidura, el trazo de la apertura hace
surgir la ausencia, así como el grito no se perfila sobre fondo de silencio sino que, al
contrario, lo hace surgir como silencio”1. La ruptura, la hendidura no pueden ser sino la
marca del lenguaje. La falta sólo puede existir porque hay seres parlantes, es un efecto
de lenguaje.
La función de la falta se deriva de una construcción lógica que es efecto del lenguaje.
Ella permite concebir que el deseo es causado por un objeto diferente de aquello que en
el discurso corriente se llama así, un objeto que, ante todo, falta. De este modo elabora
Lacan la noción de objeto a, objeto que no se confunde con ningún objeto empírico, es
más bien la concreción de la idea freudiana del objeto como esencialmente perdido.
Para elaborar la noción lacaniana del objeto a es preciso partir de Freud, quien ya
desde el Proyecto de psicología de 1895 concibe al objeto de deseo como perdido, es
decir, como esa satisfacción originaria mítica que no se puede repetir. Con la
elaboración posterior de su teoría sexual se añade un nuevo elemento esencial: el
señalamiento de que no hay ninguna armonía preestablecida entre las pulsiones y los
objetos de la realidad exterior sino una discordancia fundamental porque el objeto es
siempre inadecuado para la satisfacción plena, total.
Es también en Tres ensayos de teoría sexual donde Freud va a afirmar que las
pulsiones parciales nunca se funden completamente en una pulsión “total” para alcanzar
una meta “normal”. Más allá de toda “integración” queda un resto “perverso” –residuo
de la “perversión polimorfa” de la sexualidad infantil- que puede buscar satisfacción de
manera directa, sublimarse o ser reprimido. En este último caso, desde lo inconsciente
causará los síntomas neuróticos.
1
J. Lacan: Le séminaire. Livre XI. Les quatre concepts fondamentaux de la psychanalyse. Paris, Seuil,
1973, p. 49.
El concepto de pulsión es pues antagónico con cualquier idea de una “totalidad” en
la que el conjunto de elementos se integren para alcanzar una meta única. La
“perversión polimorfa”, expresión de la parcialidad de las pulsiones, subsiste de algún
modo y “los síntomas se forman en parte a expensas de una sexualidad anormal. La
neurosis es, por así decir, el negativo de la perversión”2.
No hay objeto “adecuado” para la pulsión, no hay por lo tanto “relación sexual”,
fórmula universal que permita determinar un objeto que sea el perfecto complemento
del sujeto. A causa de esta ausencia, cada sujeto, sin saberlo, producirá su fantasma
como una especie de fórmula singular que le permita establecer relaciones con objetos.
Pero esta matriz de toda relación posible que es el fantasma se organiza como una
relación del sujeto con ese resto de él mismo que es su propia pérdida. A partir de ahí,
toda relación con un objeto sólo es posible en la medida en que éste se “adapte” a esa
“fórmula”, es decir, pueda tomar el lugar de esa pérdida fundamental y fundante.
Se advierte así que para Freud un objeto sólo puede entrar en funciones en el deseo
como pantalla, velo, con relación a esa falta. Pantalla o velo que hace surgir la
dimensión de un más allá, como puede observarse claramente si se analiza la secuencia
que hace emerger el objeto fetiche: en la búsqueda que, cuando niño, el fetichista ha
realizado para llegar al descubrimiento de la falta de pene en la madre, su mirada se
detiene sobre un objeto que aparece en el instante inmediatamente anterior al del
encuentro traumático: zapato, media, calzón, vello púbico. En este sentido el objeto
fetiche es similar, en cuanto a su estructura, al recuerdo encubridor, esa imagen en la
que el desarrollo de la película de la memoria se detiene, justo antes de la aparición del
recuerdo que tiene para el sujeto un carácter traumático.
Así, objeto fetiche y recuerdo encubridor pueden tomarse como el paradigma del
objeto, en el sentido de objeto libidinal o de amor. Este no importa tanto por lo que es o
contiene sino por su capacidad para anunciar un más allá; no tiene valor por sí mismo
sino por lo que promete; no importa tanto por lo que tiene sino por lo que no tiene, es
decir, por lo que le falta.
Para comprender esta noción es necesario recordar que la letra a empleada por Lacan
para designar este objeto es heredera de su antigua nomenclatura para designar al otro:
a. Sin embargo, la introducción de este objeto responde al hecho de que la respuesta a la
pregunta acerca de quien es el otro exige tomar en cuenta los tres registros de la otredad.
Está entonces, en primer lugar, el otro imaginario, otro que puede ser “como yo”, el otro
como semejante con el que el yo mantiene relaciones especulares de reconocimiento
mutuo, fraternidad, competencia. Por otra parte el otro es el Otro simbólico, el lenguaje
y todo el sistema de normas, reglas, instituciones que preceden la existencia del sujeto y
define su estatuto de tal a partir del lugar que le asignan. Finalmente el otro, en el nivel
más radical, es el Otro real, esa dimensión inaccesible de todo otro, dimensión de lo que
2
S. Freud: Tres ensayos de teoría sexual. En Obras completas, Tomo VII. Buenos Aires, Amorrortu,
1978, p. 150. Las cursivas son del autor.
no puede ser figurado en imágenes ni representado simbólicamente, de aquello de lo que
no es posible ninguna relación mediada por el orden simbólico. Esto significa que, más
allá del otro como semejante, imagen especular, y más allá también del Otro como
lenguaje y representación simbólica, persiste el otro como objeto real, inaccesible, Cosa
siempre monstruosa que resiste a toda simbolización y a toda “normalización”.
Es preciso señalar también que la producción del concepto de objeto a por Lacan se
deriva de un cambio en el estatuto que le otorga al objeto de deseo en su enseñanza,
pero sin modificar en lo sustancial el aforismo que elaboró en los años 40: “el deseo del
hombre es el deseo del Otro”. En esta primera época el objeto de deseo no importaba
tanto por sus cualidades sino por estar en juego en la dialéctica intersubjetiva del
reconocimiento y amor: el deseo es deseo del otro en la medida en que deseo lo que otro
desea, pero también porque mi deseo es deseo de ocupar un lugar en el deseo del otro,
deseo de reconocimiento por parte del otro.
Pero hacia los años 60 el valor del objeto va a desplazarse hacia un cierto “más allá”
de esa dialéctica intersubjetiva. Su valor esencial dependerá de lo que se le atribuye: el
ágalma, el tesoro secreto que albergaría y puede proveer de cierta consistencia al ser del
sujeto, ser en falta por efecto de la representación significante. Esta elaboración es
correlativa al hecho de que el deseo ya no es entendido en lo esencial como deseo de
reconocimiento sino como una falta, falta que el sujeto encuentra ante todo en el Otro
por la única razón de que éste le habla. De modo que la pregunta que ahora le será
propia no es “¿qué quiero?” sino “¿qué quiere él, ella, ellos, el Otro, de mí?”, “¿qué ven
en mí?”, “¿qué soy para el Otro?”.
El deseo aparece entonces no como deseo del sujeto sino del Otro, escenificado en el
fantasma. Y el objeto a será el objeto que en el fantasma encarna el ser del sujeto, es
decir, “algo más que yo mismo”; a es el objeto por el cual el sujeto puede percibirse
como “digno” del deseo del Otro. El fantasma será así la respuesta al enigma del Che
vuoi?, “¿qué quieres?” que le regresa al sujeto como interrogante desde el deseo del
Otro. Proporcionará así una respuesta a ese enigma. En el nivel más fundamental, el
fantasma está para decirme qué soy para el Otro: es la respuesta que va a determinar la
posición básica del sujeto ante el Otro.
Este objeto surge, por otra parte, como consecuencia de la falta de sostén del sujeto
en el orden simbólico. El Otro, tesoro de los significantes, al igual que el sujeto, está
tachado por su propia estructura basada en el significante, es inconsistente, de modo que
cuando el sujeto se dirige a él no puede sino recibir el mensaje de su propia castración:
S(). La identificación con un significante del Otro, significante que representa al sujeto
para los demás significantes, deja así al sujeto confrontando al hecho de que el Otro es
incoherente, no todo, estructurado en torno a una falta. El lugar del Otro como lugar del
significante contiene un punto real, no simbolizable, punto de pura pérdida. Este punto
deja al sujeto –que sólo puede estar representado allí- ante la imposibilidad de saber
quién es él en el Otro, pero por otro lado asegura la alteridad del lugar de lo simbólico y
la existencia misma de alteridad porque si el sujeto pudiera estar todo en el Otro no
tendría manera de distinguirse de éste.
En tanto que resto, el objeto a encarna el ser del sujeto, ese goce al que queda
adherido o, más bien, la parte de goce de la que está separado pero a la que tiene que
darle cuerpo por medio de un acto de “automutilación” que es el precio a pagar para
“dar cuerpo al goce del Otro. Así, el objeto a se recorta del cuerpo para “completar” al
Otro como lugar del significante. En términos rigurosos entonces, no es el orden
3
J. Lacan: Seminario Le désir et son interpretation (inédito). Sesión del 13-V.1959)
4
J. Lacan: Ibíd.., sesión del 10.VI. 1959.
5
J. Lacan: Subversión del sujeto y dialéctica del deseo en el inconsciente freudiano. En Escritos 2,
México, Siglo XXI, 1994, p. 797.
simbólico la instancia mediadora que se interpone entre el sujeto y los objetos
impidiendo su “encuentro”; el sujeto y el Otro se superponen más bien en el objeto, es
decir, éste dibuja la intersección entre sujeto como sujeto dividido por el significante ()
y el Otro como tesoro del significante, también en falta (). De este modo, el objeto da
cuerpo al vacío, tanto al del sujeto como al del Otro. La identificación básica del sujeto
es la que se produce en el fantasma con ese núcleo éxtimo de lo simbólico, con el vacío
en torno al cual se organiza, vacío que es simultáneamente ocupado por un objeto que le
da consistencia y que no es sino “parte” del sujeto mismo.
En síntesis, es en la medida en que no hay significante que pueda designar el ser del
sujeto, aquello que, como valor de goce, él sería para el Otro, que a éste no le queda otra
alternativa que hacerse ese objeto. De este modo, y en tanto el goce sería la única
garantía de la existencia del Otro, busca asegurarse de ella. La posición perversa que
consiste en tomar el lugar de objeto-instrumento del goce del Otro sería, en este sentido,
el testimonio más preciso. El neurótico, en cambio, buscará conservar la distancia con el
objeto velándolo, evitando a toda costa la emergencia de éste, posición que lo mantiene
“sin lugar” en el significante, entre uno y otro, en la constante indeterminación.
II. La angustia
Por esto, Freud ya no se opone aquí de manera frontal a Rank en la concepción del
trauma del nacimiento que éste formuló; al contrario, va a afirmar que el nacimiento es
“el arquetipo del estado de angustia”8, pero precisa que no es el nacimiento en sí quien
puede ser considerado como un daño sino el hecho de que provoca una excitación
psíquica, una tensión, que no puede ser descargada por la acción del principio de placer.
La angustia es entonces asociada con un factor traumático ante el cual fracasan los
empeños del principio de placer destinados a lograr su elaboración. A esta angustia
Freud la llama real, por oposición a la angustia neurótica, que resulta de la amenaza de
reaparición de dicho factor traumático. Habría entonces, de acuerdo con este texto, dos
tipos de angustia y dos orígenes de ella; dualidad enteramente correspondiente con las
dos clases de represión que operan en el sujeto: la represión originaria y las represiones
posteriores.
6
S. Freud: Angustia y vida pulsional. Obras completas, Tomo XXII. Buenos Aires, Amorrortu, 1979, p.
80.
7
Ibíd.., p. 81.
8
Ibíd.., p. 86.
cuestión, la teoría freudiana está lejos de resolver el problema e incluso de mantener
plena coherencia entre sus postulados. Es lo que Lacan va a señalar en el inicio de su
seminario sobre la angustia de 1962/63, donde advierte que, en la medida en que no
existe ninguna posibilidad de conciliar la Metapsicología con Inhibición, síntoma y
angustia, será necesario hacer una elección. La suya será la toma de partido por la
primera teoría freudiana contra la segunda: “En el discurso de Inhibición, síntoma y
angustia se habla de todo salvo de la angustia”9. De este modo, comienza por impugnar
la concepción de la angustia como un fenómeno del yo, una señal que lo pondría en
alerta contra el deseo inconsciente o contra la pulsión reprimida. Sin embargo, en esta
elección entre las dos teorías freudianas Lacan sólo va a retener de la primera la
existencia de un lazo directo entre la angustia y la libido con el fin de elaborar una
concepción completamente original del fenómeno.
9
J. Lacan: La angustia. Sesión del 14 de noviembre de 1962
[…] Consagrar su castración a esta garantía del Otro, es ahí ante esto que el neurótico se
detiene”10.
Para ampliar esta idea, Lacan va a evocar las primeras elaboraciones de Freud que
aparecen en los manuscritos de su correspondencia con Fliess. Allí enlaza la emergencia
de la angustia con la práctica del coito interrumpido o a la impotencia en el hombre: la
angustia surgiría ante la imposibilidad de alcanzar el goce. Pero en sentido opuesto a
Freud, Lacan sostendrá que esta posibilidad de caída, caída del falo que se produce
inevitablemente en el momento de detumescencia, lejos de desvalorizarlo es la razón
por la cual éste adquiere lo esencial de su valor. En otros términos, es precisamente
porque puede faltar, fallar, desfallecer, que el falo es tan importante. La función
primordial del falo es entonces para Lacan una función de desvanecimiento, de
insuficiencia respecto del goce, al menos del goce tal como es soñado, fantaseado: como
una satisfacción absoluta, total.
El falo deviene así, a nivel genital, el órgano de la falta, de una falta que es
propiamente simbólica. Sin embargo, lo esencial para situar la raíz de la angustia es que,
en su relación con el goce, el sujeto no puede representarse. La cuestión que se le
plantea entonces es saber lo que él es en esta relación. Una ilustración propuesta por
Lacan bajo la forma de un apólogo lo puede aclarar: imagina que, después de haber
sido disfrazado y sin que haya podido ver con que máscara, es empujado al escenario
donde lo espera una gigantesca mantis religiosa; se encuentra pues frente al insecto
monstruoso sin tener ni siquiera el recurso de captar el reflejo de su imagen en una de
10
Ibíd., sesión del 5 de diciembre de 1962.
las múltiples facetas del ojo de la mantis, es decir, sin recursos en el nivel imaginario.
Tal es la imagen que puede mostrar la situación del sujeto enteramente ofrecido al deseo
del Otro sin saber si por azar no encarna exactamente eso con lo que este Otro glotón
podría satisfacerse. “¿Qué me quiere él?”, es la pregunta que está en el fondo de la
angustia porque se puede decir que soy algo para el Otro, pero de ese algo no tengo
radicalmente ninguna imagen, ninguna representación. Y si nada puede asegurarme que
no soy simplemente una falla, una falta, ¿qué puede darme la certeza de que el deseo del
Otro respecto de mí conocerá algún límite? La angustia alude esencialmente a esto: no
sé qué objeto a soy para el Otro desde el momento en que este se sitúa respecto a mí en
una relación otra que la de semejante a semejante.
Lacan dirá entonces que la angustia es la “sensación del deseo del Otro”, la reacción
ante esta sensación. Por esto mismo no es sin objeto, pero este objeto no es sino a, causa
del deseo, el objeto perdido, el resto de la constitución del sujeto en el campo del Otro
que puede definirse también como su reverso. Objeto cuya paradigma es el objeto anal
que, mientras es demandado por el Otro como don de amor y permanece en el interior
del cuerpo del niño tiene el valor de un objeto precioso, pero cuando es cortado por el
esfínter se convertirá en el objeto nauseabundo, horroroso, con el cual el sujeto
rechazará identificarse aunque no podrá dejar de girar en torno a él como el núcleo más
verdadero de su ser. De este modo, para completar al Otro, el sujeto se ofrece él mismo
en ese objeto que es su reverso. Este ofrecimiento tiene a la angustia como su trasfondo
porque en el acto mismo de responder al deseo del Otro hay una pregunta que agobia:
¿qué objeto (a) soy para él en relación con el desecho que yo podría devenir?
Inevitablemente cuando el deseo del Otro interviene un objeto cae. El acto sexual
ilustra claramente esta caída: en su momento de clímax, con el orgasmo, se produce la
puesta “fuera de juego” del instrumento de goce, el pene. Este se eleva primero a la
dignidad de la significación del falo, pero cuando pierde su turgencia va a convertirse en
el resto caído, el objeto a, lo perdido de la significación fálica que después de encarnar
momentáneamente en el órgano deja otra vez su lugar al significante falo como
significante de la castración.
La intervención del deseo del Otro impone así la exigencia de abandonar un pedazo
del propio cuerpo; produce una fractura investidura narcisista del cuerpo, en la imagen –
yo- donde me reconozco. Ese momento de pérdida, cuando no sé que objeto soy para el
Otro, es el momento de la angustia que por esto no es sin objeto. No es sin objeto
porque, si bien en ese momento la falta de objeto está “de mi lado”, del lado de mi
imagen, de mi narcisismo, del otro lado hay algo extraño, inquietante, algo que fascina y
repugna a la vez: el objeto a. Este objeto que falta de mi lado, aparece frente a mi como
un puro desecho para mostrarme mi ser en toda su horrorosa dimensión de ser un resto
caído del Otro. El momento de la angustia es aquél en que paradójicamente no sé que
objeto soy en el deseo opaco del Otro porque sé que sólo soy desecho. Entonces la
angustia no surge de una falta, surge cuando la falta falta, cuando el sujeto confronta la
“mancha negra” del Otro y ya no se ve ahí, no hay significante que lo represente: lo que
falta en el Otro es él mismo faltando.
Por esto Lacan afirma que la angustia no está correlacionada a una pérdida o a la
amenaza de una pérdida sino, al contrario, a una presencia, una presencia inminente en
la cual la dimensión de la falta no llega a instituirse. Es la manifestación del deseo del
Otro como tal, en tanto que yo encarno el objeto causa de este deseo pues el deseo del
Otro, el Otro como deseante –y no simplemente como deseable- me interroga en la raíz
de mi ser como objeto a causa de ese deseo sin que ninguna representación me permita
en ese momento ausentarme de esta posición. Así lo muestra el fenómeno de lo
Unheimlich, lo siniestro, cuando en el relato de El hombre de arena, Nathaniel, en
posición de voyeur, reducido a una mirada puesta sobre la escena, ve al Otro dirigirse a
él deseando. ¿Deseando qué? Sus ojos, la carne misma de su ser en ese momento. Para
Lacan el fenómeno de lo Unheimlich muestra, en esta relación de extraña familiaridad,
la relación del sujeto con su ser, con lo que él es como objeto a: lo que le es más íntimo,
el corazón mismo de su ser, y al mismo tiempo lo que no puede representarse en una
imagen tranquilizante. Y cuando ese objeto perdido para la representación, rechazado
fuera de la escena, viene a hacer irrupción en ella, es decir, cuando la falta viene a faltar,
la angustia estalla.
Es la razón por la cual “la angustia no es sin objeto” y “la angustia es lo que no
engaña”. Esto último es así porque, a diferencia de los otros afectos, no está ligada a un
semblante –a eso que constituye el engaño inherente a toda representación- sino más
bien a lo que esta más allá de toda representación del sujeto, a su ser mismo. En la
angustia el lugar del sujeto en el Otro ya no está vacante, como habitualmente ocurre
por efecto de la castración; ahora el sujeto ya no está representado por algo que causa
falta, que se ausenta, por el significante falo. Por el contrario, su lugar aparece
súbitamente ocupado por un objeto –seno, excremento, mirada o voz- que viene a
colmar la falta y en este momento el sujeto ya no puede escapar al designio del Otro.
Se puede advertir así que al situar de esta manera la angustia ésta tiene una relación
muy estrecha con la cuestión del origen o de la causa del sujeto. Precisamente eso de
donde sale el sujeto –su casa, su lugar natal, como dice Freud en Lo siniestro- es lo que
se hace claramente presente en ella en la medida en que no se puede decir que el sujeto
simplemente sale de su madre, del cuerpo materno. En el caso del organismo,
evidentemente éste sale del vientre de la madre en el momento del nacimiento; pero el
sujeto sale más bien del Otro, esto es, de una cierta relación con la madre –en la cual el
padre interviene- en la que primero es objeto entregado al goce del Otro. Es esto lo que
al sujeto, puntualmente, le regresa en la angustia y justifica retomar la idea del
traumatismo del nacimiento.
No cabe duda de que la salida al mundo causa al niño un sufrimiento real, pero no es
esto lo que esencialmente tiene valor traumático. Al respecto la observación de Lacan es
muy clara: el traumatismo de nacimiento se debe menos a la separación de la madre que
a la intrusión de la atmósfera en el cuerpo del niño. No es ocasionado entonces por la
pérdida de algo sino, al contrario, por el llenado, el demasiado lleno que invade al
sujeto: “Que la angustia haya sido de alguna manera –es Freud quien nos lo indica aquí-
elegida como una señal de algo, ¿no es porque debemos reconocer en ella el rasgo
esencial de esta intrusión radical de algo tan otro al ser humano viviente que es ya el
paso a la atmósfera? Ahí está el rasgo esencial por el cual el ser humano viviente, que
emerge a este mundo donde debe respirar es primero literalmente sofocado, sofocado
por lo que se ha llamado el trauma –no hay otro-, el trauma del nacimiento que no es
separación de la madre sino aspiración en sí por este medio esencialmente otro”11.
Ubicar así el trauma del nacimiento como el prototipo de toda angustia implica un
acuerdo de Lacan con Freud, aunque sólo en apariencia, pues lo que sostiene Lacan es
que lo traumático del nacimiento no es tanto la separación como la invasión que el niño
sufre de algo que lo llena hasta el extremo de sofocarlo: el deseo del Otro que nos pone
en el mundo comienza por inflarnos los pulmones de aire, antes incluso de llenarnos el
estómago con su leche, las orejas con su voz y los ojos con su mirada. Y a este
“llenado” va a corresponder un deseo de destete, del mismo modo que al plantearse la
cuestión del falo como significación responderá un deseo de castración. Es evidente que
ese “destete”, en lo que concierne a la respiración, es realizado automáticamente por la
fisiología de la función respiratoria que implica la extracción seguida de la inspiración;
pero en lo que se refiere a los otros aspectos implicados por la castración exigirá la
intervención de una función simbólica.
“Del grito al mensaje”: así podría definirse –en la medida en que se efectúa por la
confluencia de estas dos vertientes- el nacimiento del sujeto. En el grito no hay sino una
pura voz como respuesta al deseo del Otro que ha puesto al niño en el mundo; pero
desde el momento en que ese grito es escuchado por éste último como un mensaje o una
demanda, toma el valor de significante y, en consecuencia, implica ya un sujeto, al
menos un sujeto supuesto por el Otro que descifra este mensaje. Entre estas dos
vertientes también pasa el destete, que no define simplemente la separación del seno
materno sino la del sujeto con este origen donde él no era sino el objeto entregado al
capricho del Otro. En este sentido es cierto que el grito es llamada, pero sólo si se lo
escucha como tal, porque en un nivel más radical no es más que tentativa de escansión,
de corte con un goce invasor que implica para el sujeto el riesgo de desaparecer.
11
Ibíd., sesión del 3 de julio de 1963.
Este trauma fundamental muestra que la angustia señala la proximidad del goce, la
aparición en lo real del objeto a como consecuencia de una falla en la función del
fantasma que es una respuesta forjada por el sujeto a la pregunta por lo que el Otro
quiere de él. Se debe recordar que hay siempre una dimensión traumática en el
encuentro con el deseo del Otro porque el carácter enigmático del mensaje que el sujeto
recibe de éste no puede nunca ser enteramente asimilado de modo que, más allá del
sentido que puede tomar, queda siempre un núcleo excesivo, resistente a toda
simbolización: a, lo real de un encuentro traumático inasimilable, de un enigma que
resiste a la simbolización. En este punto el fantasma vela ese núcleo duro porque provee
al sujeto de una respuesta a la pregunta por lo que el Otro quiere de él. Es entonces a la
vez un tapón para la falta del Otro y un sostén para el deseo que va a constituirse como
defensa ante el deseo del Otro.
Esta institución del fantasma es obra del Nombre del Padre que define a la
significación como fálica, es decir, que significa el deseo del Otro como deseo sexual.
Sin embargo, en tanto significante, el Nombre del Padre no basta para significar todo el
goce; queda un resto: lo real de un goce que insiste porque no se deja capturar por el
significante. El fantasma instituye así un Otro tal que el sujeto sabe lo que él es y puede
entonces repetir indefinidamente la misma respuesta creando una y otra vez un
escenario similar. El sujeto se protege de este modo del encuentro con el deseo del Otro
porque el fantasma le permite ofrecerse él mismo como el objeto que puede tapar su
vacío central. Pero puede ocurrir que en algún momento el Otro presente ante el sujeto
ese núcleo duro, inasimilable, de su ser bajo la forma del objeto real que retorna.
Entonces el fantasma no es suficiente para asegurar la significación. Este es el momento
la angustia, efecto del encuentro del sujeto con un goce que desconoce y es a la vez lo
más íntimo de él. La angustia indica entonces la falla del fantasma que es también la del
Nombre del Padre, imposibilidad de encauzar todo el goce por los carriles del
significante. Esta aparición de la angustia es la causa de la producción del síntoma, que
viene a constituir un intento de suplencia, de reparación de la falla del Nombre del
Padre, tal como puede observarse en las diferentes neurosis:
Llamar “significante para todo uso” al objeto fóbico implica designarlo como
equivalente de la falta del Otro. En este aspecto puede ser concebido portador de la
amenaza de castración, amenaza que no es lo temido como tal en la fobia sino un efecto
imaginario del orden simbólico que oculta la angustia en su dimensión más radical: ese
afecto que indica que el sujeto puede desaparecer ante la proximidad del goce del Otro.
12
J. Lacan: Subversión del sujeto y dialéctica del deseo en el inconsciente freudiano. En Escritos 2,
México, Siglo XXI, 1994, p. 803.
13
J. Lacan: La dirección de la cura y los principios de su poder. En Escritos 2, op. Cit., p. 590.
14
Ibíd.., p. 590.
15
J. Lacan: Observación sobre el informe de Daniel Lagache. Op. Cit., p. 661.
16
Ibíd.., p. 661.