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LA CRÍTICA DE PLATÓN A LA ESCRITURA Y LOS LÍMITES DE LA COMUNICABILIDAD

Author(s): WOLFGANG WIELAND


Source: Méthexis, Vol. 4 (1991), pp. 19-37
Published by: Brill
Stable URL: https://www.jstor.org/stable/43773719
Accessed: 16-02-2019 10:21 UTC

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Méthexis IV (Î99Î) p. 19-37

LA CRITICA DE PLATÓN A LA ESCRITURA


T LOS LIMITES DE LA COMUNICABILIDAD *

WOLFGANG WIELAND

En la obra de Platón se encuentran algunos pasajes en los cu


elucida la esencia y la eficacia de la comunicación escrita. Estas
ciones procuran demostrar que el saber y el conocimiento jamá
ser llevados a la forma del discurso fijado por escrito -es dec
forma de un texto-, y por lo tanto, tampoco pueden ser jamás
cados a otro en esa forma: quien se atiene sólo a la palabra esc
un texto corre siempre peligro de adquirir en lugar de saber r
mente un saber aparente, y con ello, de caer víctima de malen
que por sus propios medios jamás puede advertir, sin hablar ya de
A lo sumo, algunos niveles preparatorios del genuino saber serían
tibles de ser comunicados con ayuda de la escritura.
No es casual que esos pasajes hayan atraído una y otra vez el
de los platonistas, pues no es difícil ver que se trata aquí de p
clave para la comprensión del filosofar de Platón. Si Platón como e
filosófico pone en duda la posibilidad de trasmitir saber y cono
con los medios de la escritura, entonces se plantea naturalmente d
diato la pregunta de qué relación mantiene la filosofía en gene
pecto de los textos que a ella se refieren y que se presentan c
pretensión de exponer y comunicar los resultados del trabajo f
Pero se plantea también la pregunta de si Platón quiere con est
alcanzar incluso a su propia obra, legada en forma escrita. Se
hecho a muy diferentes interpretaciones de Platón y de la obra
tida bajo su nombre según se esté dispuesto a conceder una p
central a tal crítica de la escritura o no. En un muy discutido p
la Carta séptima dice Platón que no hay ningún escrito sobre su fi
y tampoco habrá nunca un escrito de esa índole. Si se entiende
saje en sentido literal, entonces resulta natural extraer la cons
de que en la obra literaria trasmitida de Platón en todo caso

* Traducción por Alejandro G. Vigo.

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encontrarse el núcleo de la filosofía platónica. Pero si realmente un texto
escrito no puede ser un medio apropiado para la comunicación de un
pensamiento filosófico, entonces habrá que ver detrás de los diálogos de
Platón la realización de intenciones muy distintas. En tal caso, se puede
ver en ellos juegos literarios, un poco según el modelo de la comedia.
Se puede ver en ellos el resultado de los esfuerzos de Platón por erigir
un monumento literario a la figura de Sócrates. Se puede ver, al menos
en una parte de esa obra, escritos de contienda política o programas
políticos. Finalmente, se puede incluso conceder que, aun cuando esos
escritos no comunican de hecho ningún conocimiento filosófico, sin em-
bargo estimulan al menos el trabajo propedêutico previo al que debe
someterse todo aquel que se preocupa seriamente por los temas de la
filosofía. Pero entonces queda todavía abierta la pregunta de dónde ha
de capturarse el núcleo de la filosofía de Platón, si -de tomar en serio
la crítica de la escritura- no se lo puede encontrar en su obra literaria
trasmitida.
El texto escrito es un medio inapropiado para la exposición y comu-
nicación del pensamiento filosófico. Esta tesis platónica es susceptible
de diferentes interpretaciones, pero además está necesitada de ellas. Pues
en toda la historia de la filosofía no hay ningún autor que haya domi-
nado del mismo modo que Platón el arte de componer textos y de tratar
con textos. Resulta útil dividir las interpretaciones aquí posibles en dos
clases: o bien Platón no deseaba exponer por escrito su propia filosofía,
en cuyo caso habría renunciado conscientemente a algo que hubiera sido
perfectamente capaz de realizar; o bien -es la otra posibilidad- Platón
era consciente de no poder en absoluto objetivar el núcleo de su filo-
sofar en la forma de un texto. En estas interpretaciones se trata pues de
la pregunta por si la renuncia de Platón al intento de comunicar el pen-
samiento filosófico en un texto doctrinario es el resultado de una con-
cepción o bien el resultado de una decisión alternativa, la cual en prin-
cipio podría haber sido tomada también de otra manera.
Quien supone que se trata del resultado de una decisión alterna-
tiva está obligado a investigar la razón de la decisión. Se buscnrá
puntos de apoyo que abran la posibilidad de reconstruir la filosofía
de 'Platón, la cual, aunque no fijada por escrito, sería en principio de
todos modos fijable. Se buscará los rastros de esa doctrina no escrita
de Platón, y se intentará reconstruir en forma de textos lo que Platón
mismo no ha escrito, pero que hubiera perfectamente podido escribir con
sólo haberlo querido. De hecho, la existencia de una doctrina no escrita
de Platón es atestiguada por la tradición. Poseemos noticias sobre la acti-

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vidad docente oral de Platón, cuya recolección e interpretación ha ocu-
pado precisamente en las pasadas dos décadas el centro de interés de las
discusiones en torno de su filosofía. Aquí parece pues natural distinguir
el Platón "exotérico", autor de la obra escrita trasmitida bajo su nombre,
de un Platón "esotérico" que ha comunicado sólo oralmente aquello que
propiamente le concernía en su filosofar. En el contexto de las presentes
consideraciones carece de importancia si se atribuye al contenido recons-
truible de la instrucción oral de Platón el estatuto de una doctrina se-
creta puesta bajo la protección de una peculiar disciplina arcana, o si
no se cree encontrar aquí algo así como una doctrina de vejez, cuya expo-
sición escrita le fue impedida a Platón sólo por la muerte, o bien si se
habla por último de una doctrina especial que en todo caso no está en
oposición a la doctrina elemental destinada al común y a la publicidad,
en tanto se presenta sólo como su ampliación o profundización.
Difícilmente se podrá poner en duda el hecho de una actividad do-
cente oral de Platón. Con menor razón se podrá poner en duda que
el contenido de una actividad de enseñanza tal puede al menos en prin-
cipio ser fijado y reconstruido. Ahora bien, si uno se pone por una vez
a considerar más de cerca los resultados de los correspondientes intentos
de reconstrucción, entonces se hace patente que éstos son poco apropiados
para satisfacer las esperanzas de hallar precisamente aquí el núcleo del
filosofar de Platón. Lo que hasta ahora ha sido reconstruido como conte-
nido de la actividad docente oral de Platón es de una simplicidad direc-
tamente sorprendente. Se trata de cosas que tienen la apariencia de diver-
timentos esquemáticos y a las cuales escapan por completo la problema-
ticidad y la riqueza de conexiones que son literalmente propias de cada
página de la obra escrita de Platón. No se puede tener la esperanza de
poder encontrar precisamente aquí la solución del enigma planteado por
la crítica de Platón a la escritura. Así, incluso los investigadores de la
doctrina no escrita de Platón han debido admitir que lo propio de la filo-
sofía platónica no consiste en tales esquematismos, sino que en todo caso
ha de buscarse detrás de ellos.
Por ello habría que dar preferencia a una interpretación que refiera
la crítica de la escritura a cosas que de suyo no son en absoluto suscep-
tibles de una fijación por escrito. La renuncia de Platón a una comuni-
cación directa de aquello que propiamente le concernía en su filosofar
sería, según esto, sólo la consecuencia de una concepción bien fundada.
Una interpretación tal debería recurrir a conocimientos que según su
esencia no son discursivos y que tampoco pueden ser realmente alcan-
zados por un pensar discursivo. Ciertamente, tales interpretaciones tam-

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bien han sido intentadas muchas veces dentro de la tradición que invoca
a Platón. Esto vale sobre todo para aquella rama de la historia de la
influencia de Platón para la cual los conceptos de iluminación y visión
adquirieron especial importancia. Allí se recurre a experiencias límite y
a situaciones de excepción, cuyo contenido -si en general lo hay- sólo
puede ser aproximado a otro por el peculiar camino de la experiencia
de sí, pero no en todo caso a través de la comunicación de proposiciones
y argumentos. La obtención de conocimiento se asemeja por ello a un
acto de iniciación, cuando se la entiende bajo los presupuestos caracte-
rísticos de esa tradición. Que también estas cosas tienen su lugar en el
filosofar de Platón es algo que por cierto no puede adecuadamente po-
nerse en disputa, si se toma en serio los textos. Sin embargo, la crítica
de Platón a la escritura no se orienta hacia tales experiencias límite.
Parte más bien de hechos muy simples, casi cotidianos, que a cualquiera
son accesibles y que a cualquiera pueden hacerse comprensibles. En efecto,
ella llama la atención sobre el hecho de que el lenguaje y la escritura
se ven confrontados en todas partes con los límites de sus posibilidades
y, en todo caso, no por primera vez allí donde se trata de los últimos
principios de todas las cosas.
En este contexto hay que considerar en primer término el pasaje
donde Platón desarrolla de modo más amplio la crítica de la escritura.
Éste se encuentra en la parte final del diálogo Fedro. Sócrates, conductor
de la conversación también en ese diálogo, introduce las consideraciones
dedicadas a la crítica de la escritura con la narración de un pequeño
mito. Este mito cuenta que un viejo dios local egipcio llamado Theuth
habría inventado, además del número y el cálculo, además de la geome-
tría y la astronomía, además del juego de dados y de damas, también
la escritura. Theuth acude a Thamos, rey de los dioses a quien está
subordinado, y le muestra cada una de sus invenciones. A continuación,
el dios local y el rey de los dioses mantienen una larga conversación
en la que se trata sobre todo del provecho y del uso de cada una de
esas invenciones. Sin embargo, justamente respecto de la escritura se llega
a una divergencia de opiniones. En efecto, mientras Theuth, el inventor,
aprecia la escritura como un medio que pretende ser apropiado para dar
apoyo a la memoria, Thamos asume precisamente la interpretación opues-
ta: teme que, justo a la inversa, la escritura eche a perder la memoria.
Quien se confíe en la palabra escrita -argumenta Thamos- corre muy
fácilmente el riesgo de no preocuparse más por la formación y educación
de su memoria; incluso la propia actividad espontánea del recuerdo se
vería impedida si uno se vuelve dependiente de configuraciones obje-

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tivas del tipo de los signos ortográficos; por último, la escritura desviaría
a uno con facilidad hacia el autoengaño de que el conocimiento de la
literalidad de una proposición sería equivalente a la posesión de saber
y conocimiento. Por lo tanto, la escritura podría procurar en todo caso
apariencia de saber, pero jamás saber real.
Con esto finaliza ya el pequeño mito. Las reflexiones que Sócrates
desarrolla seguidamente en diálogo con Fedro se conectan de modo inme-
diato con la temática que dentro del mito había sido puesta en discusión
por ambos dioses. Naturalmente, no se trata sólo del provecho y los
daños para la memoria cuando se somete a juicio la eficacia de la escri-
tura. Se trata más bien del hecho de que la ambivalencia de todas las
cosas -aquí, la ambivalencia de la escritura- recién se muestra allí donde
las cosas no sólo son juzgadas según su apariencia sino que son puestas
en uso. En ese momento se torna significativa la diferencia que existe
entre la capacidad de producir una cosa y la capacidad de emplear esa
cosa así como de juzgar acertadamente sus provechos y perjuicios. No
casualmente estaban en el mito esas capacidades distribuidas en dos per-
sonas. Allí no hay ninguna duda de que Theuth, inventor de la escritura,
debería contentarse con un papel subordinado frente a Thamos, posesor
del saber de uso correspondiente a la escritura. Pues sólo quien sabe
usar una cosa y tratar con ella sabe lo que ella propiamente es. Éste
es incluso un saber en el cual el productor de esa cosa no necesariamente
participa.
Se cuenta entre las figuras conceptuales centrales del filosofar de
Platón el que el uso de una cosa pueda reclamar la primacía frente a
su producción y a su posesión. Así lo muestran ya las comparaciones con
las técnicas artesanales, tan caras a Platón: qué son unos buenos arreos
no tiene que juzgarlo el talabartero en tanto su productor, sino aquel
que ha de hacer uso de esos arreos, esto es el jinete, aun cuando él
mismo no sea capaz de producir arreos. En un sentido parecido, el zapa-
tero es competente allí donde se trata de la producción de zapatos. Si
los zapatos, en cambio, calzan bien o no, puede juzgarlo sólo aquel
<ļue los lleva puestos. Antes de toda reflexión y antes de toda verba-
lización, es a aquel que pone en uso el zapato a quien corresponde la
competencia de juzgar lo que constituye un buen zapato. Aquí se hace
ya clara una peculiaridad del saber de uso tal como éste se acredita en
el trato con las cosas: se trata, en efecto, de un saber práctico, de una
competencia que no se deja objetivar y comunicar en la forma de pro-
posiciones.
Que al uso de una cosa corresponde una peculiar primacía respecto

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de su producción es un pensamiento que resulta fecundo también en la
filosofía política de Platon. Esto se hace claro sobre todo allí donde se
trata de integrar a los ciudadanos que en virtud de la división del trabajo
actúan en una multiplicidad de puestos y profesiones, en la unidad de
una comunidad política. En efecto, el ordenamiento jerárquico de esa
comunidad también es regulado por la relación entre producción y uso
de las cosas. Así, quien ocupa el supremo cargo de regente se destaca
precisamente por la posesión de un supremo saber de uso. El ejercicio
de su cargo no produce resultados que puedan a su vez ser usados en
una instancia diferente. De este modo, queda como tarea suya servirse
él mismo de todo saber, de todas las artes y habilidades dentro del
Estado conjuntamente con sus resultados, y regular ese uso para pro-
vecho de todos, pues él sabe que todo arte, por útil que en principio
pueda parecer, puede acarrear perjuicios si es aplicado en momento o
lugar indebidos.
La idea de la primacía del uso es también, pues, la que Sócrates
toma del mito, en el Fedro , como hilo conductor para sus reflexiones
posteriores. En efecto, si se considera la escritura separada del uso que
puede hacerse de ella, entonces ésta aparece necesariamente como ambi-
valente. Por ello, la crítica de la escritura no se dirige tanto contra la
escritura como tal, cuanto contra aquel que no conoce tal ambivalencia
y que, por ello, tampoco advierte que todo lo que puede ser fijado con
su ayuda sigue siendo siempre algo fragmentario, en tanto no se consi-
dere lo que ella es en manos de aquel que con ella trata. Por ello, la
crítica de la escritura puede extenderse a una crítica del lenguaje. Para
la crítica del lenguaje la escritura conserva, sin embargo, su significación
paradigmática: en ella, en todo caso, se puede constatar de modo espe-
cialmente claro lo que ocurre con una configuración lingüística que se
abstrae del contexto pragmático del que surgió y se considera como si
fuera una cosa autosubsistente por propia naturaleza y por propio derecho.
Así pues, cuando Sócrates contrapone la palabra oral a su fijación
escrita, le importan precisamente aquellos contextos de uso que están
constantemente presentes en la palabra oral, pero que en la palabra es-
crita las más de las veces se relajan. Con respecto al discurso oral quiere
poner en claro que la literalidad de lo dicho en cada caso -si se quie-
re hacerle justicia- debe ser siempre considerada tan sólo como un mo-
mento no autosubsistente, de alguna manera, como un instrumento dentro
de un contexto real más comprehensivo. Lo que una proposición es y
lo que quiere decir queda multívoco y poco claro en tanto no se tome
en consideración al hablante que está detrás de ella y la usa, así como

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al interpelado a quien algo ha de ser dado a entender con ayuda del
lenguaje.
La palabra hablada debe, por ello, ser comprendida siempre a partir
de su función instrumental. No dice algo por sí misma, sino que algo
es dicho con ayuda de ella. Sócrates pone esto de manifiesto en el diálogo
precisamente por medio de un fenómeno de disfunción. Tal fenómeno de
disfunción se presenta precisamente allí donde todo contexto pragmático
dentro del cual funciona la palabra hablada está perturbado. Pero el
caso de la palabra fijada por escrito es precisamente que ella está conec-
tada sólo de manera laxa con su contexto real y, por ello, no deja ya
reconocer con suficiente claridad su carácter instrumental. Por esta razón
precisamente puede la palabra escrita provocar la ilusión de encarnar
aquel saber que a lo sumo puede explicarse y explicitarse con su ayuda.
Este carácter instrumental del habla puede hacerse claro por medio
de la situación habitual del diálogo; sería un comportamiento inadecuado,
cuando se tiene que comunicar algo, querer obstinarse en una determi-
nada formulación lingüística, pues no hay prácticamente ninguna expre-
sión lingüística que sea completamente inmune frente al peligro de malin-
terpretar las intenciones del hablante. Por tal razón, nadie que tenga que
comunicar algo podrá confiarse a la sola fuerza de convicción de deter-
minadas formulaciones. Platón ha visto en todo caso que ya se presenta
una forma decadente de la comprensión cuando uno permanece orientado
hacia la ocasional forma de expresión en su objetividad y ve en ella algo
distinto de un mero indicador que remite a algo que tan sólo debe ser
dado a entender con su ayuda. Así, el "andar a la caza de palabras" es
una metáfora cara a Platón, con cuya ayuda deben ser caracterizadas ante
todo aquellas formas decadentes del diálogo que fueron cultivadas en el
círculo de la sofística.
Lo que se quiere significar lo muestra la referencia de Sócrates en
el Fedro a la situación normal del diálogo oral. En ella, cada hablante
no tiene, por cierto, la garantía de permanecer constantemente en do-
minio de la situación, pero sí al menos la oportunidad. Tiene la posibi-
lidad de detener cada mala interpretación del interlocutor tan pronto
como la advierte. En tal caso, no se aferrará precisamente a una deter-
minada formulación, sino que buscará siempre expresar su intención in-
cluso de modo completamente distinto y con ayuda de formulaciones
totalmente diferentes. Tiene la posibilidad de explicar lo dicho, y con
ello, de explicarse a la vez a sí mismo. Viceversa, el interpelado por la
palabra hablada tiene la posibilidad de la repregunta. Si un diálogo es
exitoso, entonces los participantes del diálogo están siempre orientados

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hacia la cosa, no hacia los instrumentos lingüísticos de su discusión. Si
estos instrumentos se hacen presentes en la conciencia del interlocutor,
entonces ello es ya una indicación de que la comunicación ha sido per-
turbada. En tanto el lenguaje despliega su función instrumental no se
tiene en todo caso ninguna ocasión de hacer análisis del lenguaje.
También la palabra escrita puede a veces deber su génesis a una
situación que es comparable a la del diálogo. Pero en el momento en
que es puesta por escrito, la palabra se aisla de esa situación y se con-
vierte en objeto. Sócrates señala con razón que un texto no puede ser
interlocutor en un diálogo. Un texto no puede explicarse a sí mismo, y
no puede responder posteriores preguntas. Sobre todo, no puede defen-
derse cuando es atacado. Todo esto podría ciertamente hacerlo su autor,
pero precisamente éste no está normalmente presente. Así ocurre que la
palabra escrita "anda errante", como lo expresa la metáfora platónica.
No puede saber a quién está destinada y, puesto que su autor no está
presente, permanece entregada inerme a todo malentendido. Sócrates con-
fía en que aquel que ha comprendido estas conexiones nunca podrá
tomar demasiado en serio una palabra escrita: nunca creerá poder incor-
porar a un texto saber y comprensión. Así, se servirá de la palabra escrita
a lo sumo como juego o en el sentido de un mero instrumento.
Con esto se ha hecho tal vez claro en qué dirección apunta la crítica
de Platón a la escritura. Ella no tiene en vista conocimientos especiales,
misterios o experiencias extraordinarias, de los cuales exigiría que no
pudieran ni debieran hacerse accesibles a la fijación o la comunicación
escrita. Pretende más bien llamar la atención sobre un hecho más sen-
cillo, casi cotidiano, cuya significación lejos está de quedar reducida al
ámbito del pensamiento filosófico: toda enunciación verbal, sea hablad
o escrita, requiere siempre de una instancia que está por detrás de ella y
que dispone de la capacidad práctica de tratar con ella de manera ade-
cuada a la situación. Ninguna enunciación verbal, por cuidadosamente
formulada que pueda estar, podría tomar a su cargo una garantía de tal
índole. Por tal razón, tampoco el saber y la comprensión pueden jamás
incorporarse sin menoscabo a la enunciación verbal de una configuración
lingüística.
Así, la crítica a la escritura llama la atención sobre el hecho de que
el saber no tiene la forma de un objeto cósico y por ello tampoco puede
ser puesto en posesión de otro hombre a la manera de una cosa de ese
tipo. El saber queda necesariamente ligado a una instancia que en el
lenguaje de Platón es designada con el nombre de alma. El saber puede,
por cierto, acreditarse en la capacidad de hallar y formular determina-

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das proposiciones. Pero no entra completamente en ninguna de esas pro-
posiciones. Opera al misma tiempo, en el trasfondo, como la capacidad
del que posee saber no sólo para hallar y formular proposiciones respecto
de la cosa mentada de acuerdo con la situación de habla, sino también
para poder fundamentarlas, explicarlas y defenderlas. No es el conoci-
miento de una cierta cantidad de proposiciones lo que constituye el saber
sino, en todo caso, la capacidad de emplear esas proposiciones correcta-
mente y de tratar correctamente con ellas.
Los límites de la comunicación del posible saber son pues, por esen-
cia, límites internos. Platón no pretende, por tanto, excluir de antemano
ningún dominio objetivo ni ningún ámbito temático de la posibilidad de
ser elucidados con la ayuda de medios lingüísticos. No hay nada sobre
lo cual no se pueda hablar y argumentar significativamente con ayuda
del lenguaje. Sin embargo, el lenguaje sigue siendo incapaz de ser, como
tal, portador de un saber posible. Portadora de saber sigue siendo siem-
pre una persona que se ha identificado ya suficientemente con su saber
como para poder distanciarse de él y que nunca puede situarse, por así
decirlo, al margen de su saber. Por ello, no es sin más posible, dentro
del terreno de Platón, hablar del saber de una manera significativa sin
incluir a la vez en la consideración una instancia sapiente.
A partir de esto es comprensible por qué la concepción platónica
del saber no puede conciliarse con la suposición de que los contenidos
del genuino saber pueden ser transferidos o comunicados a otro como
objetos. En efecto, con ese saber genuino su poseedor siempre se ha iden-
tificado ya lo suficiente como para poder distanciarse de él. Esta identi-
ficación sólo puede alcanzarse en un largo proceso de apropiación. Así,
no es casual que Platón enfatice una y otra vez cuánto trabajo, cuántos
esfuerzos, y sobre todo, qué cantidad de tiempo debe aplicar aquel que
se introduce en el camino del aprender y del conocer. La metáfora de la
anámnesis, extraordinariamente influyente desde el punto de vista histó-
rico, también puede interpretarse a partir de este trasfondo. Cuando con
su ayuda se interpreta el aprendizaje como rememoración de algo con-
templado fuera de la vida terrena, también de ese modo se ilustra el
pensamiento de que el que sabe no puede distanciarse del contenido de
su saber por cuanto ya se ha identificado siempre con él. Por eso también
están aquí, en la mira, formas del saber que no son estrictamente comu-
nicables. Ciertamente, se puede ayudar a otro cuando éste se esfuerza
por adquirir saber. Sin embargo, jamás se le puede quitar de encima
el esfuerzo que, en un indelegable compromiso personal, dębe aplicar
para ello. Estos componentes entran en el genuino saber y lo separan

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de la esfera de la comunicabilidad. También esto pertenece a las ense-
ñanzas que encierra en sí la crítica de Platon a la escritura.
Contrariamente, lo que puede ser comunicado es de una especie
completamente diferente: en el lenguaje de Platón es designado con el
nombre de opinión (doxa). Las opiniones pueden efectivamente entrar
en formulaciones lingüísticas, y con ello, en sus fijaciones escritas. En
esa medida son objetivables. Tienen en común con las mercancías el poder
ser intercambiadas y vendidas: su poseedor no necesita identificarse con
ellas. Estas son características de la opinión,' importantes sobre todo en
la confrontación de Platón con la sofística y con su práctica de enseñanza.
Toda opinión está sometida -expresado en términos modernos- al
principio de bivalencia: es verdadera o falsa. Esto es sin más compren-
sible con sólo tener en vista que las opiniones se presentan siempre en
proposiciones y enunciados. Más allá de esto, vale incluso que todo lo
que se puede exponer en la forma de proposiciones y enunciados perte-
nece al tipo categorial de la opinión. Frente a esto, el saber, en el sen-
tido propio de la palabra, debe ser de una especie tal que no puede en
absoluto ser falso. Este principio es establecido por Platón en diversos
lugares de su obra. Se caería por completo en el error si se quisiera
por ello buscar sólo proposiciones "evidentes" que pudieran funcionar
como ejemplos de un saber de tal índole, siempre verdadero y no some-
tido al principio de bivalencia. Un saber de tal índole -no sometido al
peligro del error- no lo ha buscado en todo caso Platón precisamente
en enunciados que, en razón de su estructura, resultan siempre verda-
deros, pues el saber libre de error y no sometido al principio de bivalencia
es ya, según su tipo categorial, de una especie completamente diferente
de todo saber proposicional. Si se le quiere hacer justicia, no se puede
pasar por alto su componente práctico: este saber tiene siempre algo
de capacidad, de habilidad, de poder en sí. A las capacidades y habi-
lidades se las posee o no se las posee. No pueden en cambio ser falsas,
ya que no están sujetas en absoluto a la diferenciación veritativa. Se las
acredita en cuanto se actúa y se reacciona de acuerdo con las exigencias
del asunto en situaciones siempre nuevas. Capacidades y habilidades no
son nunca de la especie de una posesión de objetos. Por ello no se dejan
tampoco poner por escrito o siquiera comunicarse a otro en forma fijada
por escrito. Esto vale también para el saber práctico del artesano, tan
importante en Platón en su aspecto paradigmático, así como para aquel
que acredita su saber acerca de un tema en cuanto es capaz de dar
cuenta de él frente a interlocutores siempre diferentes y en situaciones
de diálogo siempre nuevas.

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Va de suyo que, a la vista de la crítica de la escritura y de la con-
cepción del saber con ella vinculada, se plantea la pregunta de cómo
ha de juzgarse la obra puesta por escrito y trasmitida bajo el nombre
de Platón. Hace ya mucho se ha advertido que la forma del diálogo de
la que Platón se vale en sus escritos es la que mejor se deja conciliar
con los principios en que descansa su crítica a la escritura. Si alguna
forma literaria está en condiciones, en general, de neutralizar un tanto
más la crítica a la escritura, es precisamente la forma de diálogo. Ésta
puede, ciertamente, cumplir también funciones estéticas y didácticas. Pero
tales cosas tienen en Platón sólo una significación accidental. La función
propia de la forma de diálogo sólo se hace clara cuando se toma en
cuenta que Platón jamás ha expuesto y comunicado su filosofía en la
forma de un tratado o siquiera de un sistema de proposiciones. En efecto,
la forma de diálogo no es para Platón un medio con cuya ayuda tan
sólo se revestiría aquello que en principio también podría exponerse sin
un revestimiento de tal índole. Quien busca un sistema filosófico de
Platón se encuentra por ello siempre frente a la casi insoluble tarea
de extraer y reconstruir tal sistema a partir de los diálogos. En realidad,
sin embargo, todo sistema de la filosofía platónica que se presenta en la
forma de una articulación de proposiciones es un producto artificial. De
aquí que no deba verse un mero azar histórico en el hecho de que no
nos haya sido trasmitida ninguna exposición sistemática de la filosofía
de Platón que remonte a él mismo.
La forma de diálogo no sirve al fin de prestar un ropaje a una doc-
trina filosófica. Por el contrario, se cuenta entre sus tareas la de proveer
de algún modo a cada enunciado, en el plano de la ficción literaria, el
contexto real pragmático dentro del cual aquél obtiene por primera vez
su sentido completo. De ese modo, con la ayuda de técnicas literarias,
hablante e interpelado son puestos constantemente a la vista en el plano
del acontecer dramático. Cada proposición que leemos en Platón pro-
viene siempre de la boca de una persona caracterizada con ayuda de
medios literarios. Es siempre una proposición que se exterioriza en una
determinada y contingente situación de habla y se dirige, a la vez, a un
interlocutor caracterizado como individuo. Por ello, en Platón también
la técnica literaria está todavía al servicio de la comunicación del pen-
samiento filosófico. En sus obras no sólo se plantean preguntas y se
realizan aserciones sobre contenidos objetivos sino que al mismo tiempo
se muestra aquello que, más allá de lo que una proposición afirma y
significa, además es. En este sentido no tanto se afirma sino que, ante
todo, se muestra cómo, en el trato con proposiciones y en su uso, se

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puede manifestar saber y no saber, entender y malentender. No se puede
sin más objetivar o siquiera comunicar un saber de uso con ayuda de
proposiciones. Pero se puede al menos mostrarlo en su función cuando
se hace uso del lenguaje de un modo tal que se exije también de él
prestaciones deícticas. Precisamente esto es lo que ha hecho Platón y
sólo Platón entre los grandes clásicos de la filosofía.
La muy discutida dialéctica platónica no es por tanto una confor-
mación del tipo de ima teoría o de un sistema de proposiciones. No es
casual que con frecuencia se hable de ella en Platón como de una capa-
cidad. Así, no hay tampoco una doctrina dialéctica sino siempre un poder
dialéctico. Lo que distingue al dialéctico -en Platón casi siempre per-
sonificado por la figura de Sócrates- no es la posesión de un saber que
se pueda expresar en proposiciones fijables por escrito. Cuando el Sócra-
tes platónico enfatiza y reconoce una y otra vez su no saber, no es esto
una ironía del tipo de la que apunta a lo contrario de lo literalmente
dicho. En la medida en que se trate de un saber que se manifieste en
el conocimiento de proposiciones, Sócrates es en realidad un ignorante.
Lo que lo distingue frente a todos sus interlocutores no reside pues en
el plano de un saber objetivable. Lo que lo distingue es la posesión de
un saber de uso que no consiste en la posesión y el conocimiento de pro-
posiciones sino que se acredita en el trato con proposiciones de modo
adecuado a la situación. Respecto de este saber de uso, sin embargo,
está Sócrates por encima de todos sus interlocutores y contemporáneos.
Este saber de uso no es nada "indecible" en el sentido de que no se
pudiera hablar sobre él. Por el contrario, precisamente en Platón se lo
hace a menudo objeto de una elucidación.
Sin embargo, este saber de uso está, en un sentido precisable de la
expresión, más allá de los límites de la posible comunicación. Tiene esto
en común con cualquier otra forma del saber práctico, por ejemplo tam-
bién con el saber artesanal. Este saber no pertenece al dominio de aquello
irracional, que se sustrae a la posibilidad de ser tomado como objeto de
una elucidación racional. Sin embargo no puede ser nunca presentado
en la forma de proposiciones. Tampoco en forma de proposiciones tal
como ellas aparecen en una elucidación de ese tipo. Queda siempre, por
así decirlo, a espaldas de tales proposiciones. Un saber que pertenece
al tipo categorial de una capacidad no se adquiere jamás por medio de
una toma de conocimiento de proposiciones que se ocupan de ese saber
como de su objeto. Se lo adquiere siempre sólo por el camino de la
ejercitación. Aquí yacen los límites de la posible comunicación. A aquel
que dispone de una determinada capacidad se le abre a través de ella

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una porción de realidad. Una capacidad tal puede por ejemplo acredi-
tarse también a través de aserciones correctas acerca de esa porción de
realidad. Con todo, el saber del que aquí se está hablando no se agota
en tales aserciones, porque jamás penetra completamente en ellas. Las
aserciones constituyen en todo caso la superficie de un saber de tal índole.
Aserciones y proposiciones se pueden poner por escrito y comunicar, no
así en cambio la capacidad que posibilita a uno hacer esto. Cuando
Platón da muestras de tener conciencia de no poder decirlo todo en el
ámbito de la filosofía, tiene en vista precisamente tales capacidades. En
esos casos no se trata jamás de proposiciones o teoremas cuyo conoci-
miento estuviera reservado a un círculo de discípulos iniciados.
La especial estructura de esta forma del saber está por lo demás
caracterizada también por el hecho de que se trata de un saber tempo-
ralmente referido, pues puede acreditarse en situaciones concretas y hacer-
les justicia. Platón ejemplifica su peculiaridad alguna vez con el ejemplo,
tan caro a él, del médico: el saber universalmente válido y sustraído del
tiempo, que constituye el contenido de la ciencia médica, se deja poner
por escrito y comunicar en forma de proposiciones. Pero tiene para el
médico tan sólo el estatuto de un compendio de conocimientos previos.
Ciertamente todo médico depende de la posesión de tales conocimientos
previos, pero tales conocimientos, por sí solos, están todavía lejos de
hacer bueno a un médico. Lo que distingue al buen médico es más bien
su capacidad para aplicar ese saber sustraído del tiempo a situaciones
siempre nuevas en el tiempo y para hacer justicia a esas situaciones en
su contingencia e individualidad. No se trata aquí entonces tanto de
poseer saber sino más bien de aplicar también adecuadamente un saber
que se posee. Las capacidades que uno debe tener si quiere aplicar
correctamente un saber en situaciones concretas son sin embargo de
una estructura categorial completamente distinta de aquel saber sustraído
del tiempo que en ese caso es aplicado. Con la referencialidad tempo-
ral del saber práctico se conecta también el hecho de que se lo puede
hacer ciertamente objeto de enunciados sin poder, al mismo tiempo, co-
municarlo con ayuda de enunciados.
No hay nada acerca de lo cual no se pueda hablar y argumentar.
Cada proposición que se exterioriza puede ponerse por escrito y comu-
nicarse. Lo que no se deja poner por escrito y comunicarse de la misma
manera es la capacidad para tratar con proposiciones correctamente y
de acuerdo con la situación. Esta idea ha tenido importantes consecuen-
cias para el pensamiento político de Platón. En el ámbito de lo político
se enfrenta uno, en efecto, con una manifestación de la escritura de

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especie muy peculiar. Se trata de la ley formulada y promulgada por
escrito. Ha sido siempre motivo de asombro la cuestión de por qué la
ley escrita es sólo de una importancia subordinada en el proyecto de
Estado-modelo de Platón en la República. Las reflexiones que -nueva-
mente sobre la base de ideas fundamentales de la crítica a la escritura-
se realizan en el Político dan una explicación: toda ley pretende por su
propio carácter reglar una indeterminada multiplicidad de casos particu-
lares. Tiene la pretensión de ser universalmente válida. Pero precisamente
por ello no puede por sí sola hacer justicia a la individualidad del caso
particular. De ahí que no haya ley que no necesite de un especial acto
de aplicación. Sin embargo, ninguna ley puede garantizar que será apli-
cada de manera adecuada. La aplicación competente de la ley al caso
particular presupone antes bien la presencia de capacidades de una es-
pecie muy diferente. Por tal razón en el proyecto de Estado-modelo de
la República se ocupa Platón menos del orden constitucional objetivo
del Estado ideal que de la educación y formación de aquellos que están
destinados a asumir magistraturas en ese Estado. Una tendencia similar
puede comprobarse incluso aún en las Leyes , el segundo gran proyecto
de Estado de Platón. Por cierto, en esta obra se proyecta un orden
legal para la vida privada y pública, que a menudo llega hasta el
detalle. Sin embargo, tampoco aquí queda duda de que más importan-
te que la organización de las instituciones es la formación de aquellos
que están destinados a actuar dentro de ellas, pues incluso para la mejor
ley escrita vale lo que la crítica a la escritura había establecido ya para
toda palabra escrita en general: ella no puede explicarse a sí misma, no
puede dar ninguna respuesta a preguntas y no puede defenderse cuando
es mal utilizada.
Con las reflexiones aquí expuestas he intentado iluminar algunas
facetas de la filosofía de Platón, a las cuales no se les hace tan fácil-
mente justicia cuando se parte de los planteos y problemas de la actual
discusión filosófica. Quien hoy realice reflexiones que tengan por objeto
los límites de la posible comunicabilidad será muy rápidamente alcan-
zado por el reproche de ser portavoz de un irracionalismo. Queda fácil-
mente a mano la sospecha de que determinadas cosas o ámbitos habrían
de quedar sustraídos de la elucidación racional por medio de razones y
argumentos. Con todo, debería haber quedado en claro que no se alude
aquí a algo semejante. No hay en realidad nada que no se pueda con-
vertir en objeto de elucidaciones racionales. De ello no se sigue sin em-
bargo que todas las formas y configuraciones del saber puedan ser obje-
tivadas y comunicadas en el lenguaje y la escritura sin que algo se pierda.

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La actual discusión filosófica está caracterizada por una tendencia
a la proposicionalización. Esta tendencia se manifiesta, en principio, en
el esfuerzo por proyectar los problemas filosóficos al plano de las sen-
tencias y enunciados, es decir al plano de las proposiciones. No se aborda
los problemas en un acceso directo sino que se los elucida en el espejo
de sus correlatos lingüísticos, lógicos y semánticos. Bajo tales circunstan-
cias toman las elucidaciones cada vez más la forma de análisis de enun-
ciados. Esta tendencia a la proposicionalización no se restringe a disci-
plinas tales como lógica, teoría del conocimiento o teoría de la ciencia.
También en las disciplinas no formales de la filosofía teórica y en el
ámbito de la filosofía práctica logra imponerse cada vez más la tendencia
a tratar las cuestiones de la filosofía sobre la base de análisis proposi-
cionales y de reflexiones de orientación semántica. Ahora bien, es cierto
que proposiciones y enunciados habían sido desde siempre medios de
los que uno se valía en el ámbito del pensar filosófico. Sin embargo, el
giro proposicional ha conducido a no ver ya en proposiciones y enuncia-
dos sólo instrumentos. En efecto, las proposiciones alcanzan hoy cada vez
más frecuentemente el rango de verdaderos objetos primarios del análisis
y la reflexión.
La proposicionalización de problemas filosóficos no es ciertamente
un logro de nuestro presente. En la historia del pensamiento se encuen-
tran una y otra vez ensayos que apuntan a dar preferencia, en el intento
por resolver problemas, a un rodeo en el cual no se enfoca el objeto en
directa intención, sino que se lo contempla sólo en el espejo de los juicios
que siempre se han hecho sobre él. La actual discusión no está, por ello,
caracterizada tan sólo por la proposicionalización como tal sino por el
hecho de que, a disposición de aquellos que hacen filosofía con ayuda
de los métodos de la reflexión lógica y semántica, hay hoy, gracias a los
resultados de las disciplinas formales, un arsenal de instrumentos y técni-
cas altamente eficientes, que, en su amplitud, deja lejos tras de sí lo que
en tiempos anteriores había a disposición en materia de instrumentos
formales comparables. Nadie que haya hecho alguna vez uso de él y
probado su eficacia querrá ya renunciar a este instrumental de fino aná-
lisis lógico y semántico.
No es difícil ver cuáles son las ventajas que el giro proposicional
puede proporcionar. Quien se orienta hacia proposiciones objetivables y
fijables por escrito y las toma como objeto primario de su investigación
tiene que vérselas siempre con configuraciones identificables. Cuando se
habla sobre proposiciones y sobre su estructura formal, por cierto puede
seguir habiendo siempre diferencias de opinión acerca de los resultados

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del análisis. Pero, incluso con un adversario que en la materia se le
oponga, podrá uno siempre ponerse de acuerdo, sin un esfuerzo especial,
acerca de la identidad del objeto primario de la elucidación. Esto re-
sulta inmediatamente claro cuando, por comparación, se considera -por
dar sólo un ejemplo- la situación de aquel que orienta sus análisis no
hacia proposiciones sino, por ejemplo, hacia la conciencia y los fenómenos
a ella correspondientes. Los fenómenos de conciencia no son por cierto
objetivables e identificables en la misma forma que las proposiciones.
Cuando se trata de fenómenos de conciencia nunca pueden los partícipes
de la discusión estar completamente seguros de si se están orientando
realmente hacia el mismo asunto. Por ello es fácil entender que se escape
a las dificultades que surgen de esa situación objetiva analizando e inves-
tigando -en nuestro ejemplo- no la conciencia misma sino proposiciones
sobre la conciencia. Las proposiciones ofrecen en todo caso la no desesti-
mable ventaja de que uno puede ponerlas por escrito, identificarlas y
por ello también volver una y otra vez sobre ellas.
Bajo estas circunstancias puede comprenderse bien que el proposicio-
nalismo haya encontrado en nuestros días un número tan grande de segui-
dores entre quienes filosofan dentro de las más diversas corrientes y
escuelas. Parecería en efecto que aquí se hubiera por fin encontrado el
método absolutamente seguro, buscado desde siempre, que permite dis-
tinguir entre sí problemas solubles e insolubles y, además, solucionar
luego los problemas solubles. Ningún objeto parece estar tan fuera del
alcance que no se pueda formular algún enunciado en referencia a él,
el cual pudiera tomarse luego como objeto de un análisis proposicional.
En esa medida, quien se decide por el método proposicional nunca tro-
pieza con un límite natural. No es de temer que alguna vez vaya a
carecerse de objetos y contenidos a los que se pueda aplicar los métodos
preposicionales. Quien toma partido por tales métodos se encuentra ade-
más en buena concordancia con la comprensión prefilosófica del saber.
De todo aquel que se presenta con la pretensión de saber algo se espera
en principio que pueda objetivar y comunicar el contenido de ese saber en
la forma de enunciados. Esto vale en especial medida también para el
saber elaborado en las ciencias positivas. Precisamente aquí se reconoce
como candidato a un conocimiento posible tan sólo a aquello que por lo
menos satisface la condición de poder ser objetivado y comunicado en
forma de proposiciones enunciativas.
Sin embargo, queda la pregunta de si las posibilidades y, ante todo,
la eficacia de la proposicionalización no son sobreestimadas. Pues podría
ser que -como es tan frecuente en la historia del pensamiento- aquello

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que a primera vista parece representar la solución de un problema sea en
verdad sólo un desplazamiento del problema. El proposicionalista puede
ciertamente remitirse al hecho de que sobre todo objeto, por oculto que
pueda estar en principio para el conocimiento, se puede al menos hacer
una aserción que se deja analizar. Con todo, de aquí no se sigue todavía
en modo alguno que todos los objetos de un saber posible sean ellos
mismos de estructura proposicional. En la línea del giro proposicional
se puede siempre, por cierto, demarcar un ámbito dentro del cual se tiene
la perspectiva de llegar a resultados seguros a través de la aplicación de
determinados métodos. Pero es lícito también hacer el correspondiente
cálculo de pérdidas y preguntar qué es lo que se ha debido dejar fuera
de consideración una vez que uno se decide por los métodos de la re-
flexión proposicional.
Fuera de consideración se ha dejado, ante todo, la capacidad y la
facultad de tratar con enunciados y proposiciones. Fuera de considera-
ción se ha dejado también la actitud en virtud de la cual, por principio,
se emplean enunciados y proposiciones siempre como instrumentos reem-
plazables y con su ayuda se da cuenta de situaciones de diálogo concretas
y contingentes. Ciertamente, se puede hablar también sobre esas capa-
cidades con ayuda de aserciones. Se puede de esa manera incluso adquirir
un saber proposicional que tenga por objeto esas capacidades. Sin em-
bargo, de aquí no se sigue desde luego que por ello esas capacidades
mismas deban tener estructura proposicional. Precisamente aquí se hacen
patentes los límites de la comunicabilidad. Proposiciones sobre capacida-
des y sobre poder conciente, por, ejemplo sobre una de las muchas formas
del saber de uso, se pueden comunicar siempre a otro. Lo que no puede
comunicársele de esa misma manera es la capacidad misma acerca de
la cual tratan esas proposiciones. Capacidades se puede adquirir y ejer-
citar siempre sólo en propia persona, sin que uno pueda hacerse repre-
sentar a tal efecto. Tales capacidades pertenecen al tipo categorial de
las disposiciones. Pero las disposiciones no se dejan siquiera apresar como
tales en forma inmediata. Ellas pueden tan sólo acreditarse en situaciones
concretas, pero son siempre todavía algo más y diferente de aquello que
en tales situaciones puede captarse de ellas.
Los límites de la comunicación son siempre al mismo tiempo tam-
bién límites de la proposicionalización, y viceversa. La formulación de
proposiciones comunicables designa sin embargo sólo uno de los ámbitos
dentro de los cuales la realidad se abre al hombre. Ya para comprender
una proposición debe uno traer consigo ciertos presupuestos y capaci-
dades que no están objetivados en la proposición misma que ha de ser

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comprendida. Lo mismo vale para todo saber práctico, para todo saber
de uso, en suma para toda familiaridad con la realidad que se acredite
en el trato con las cosas. Una familiaridad que se manifiesta en el trato
con proposiciones configura aquí sólo un pequeño, aunque muy impor-
tante sector particular.
No se debería pasar por alto que la realidad se abre al hombre,
en primera instancia, no por el conocimiento de proposiciones verdaderas
sino por las formas del saber no proposicional. A este ámbito no se le
hace justicia con sólo admitir la existencia de una experiencia antepre-
dicativa, mientras toda preocupación cognoscitiva permanece orientada
hacia el saber predicativo como norma y fin último. No se hace justicia
al saber antepredicativo y no proposicional cuando se ve en él tan sólo
escalones previos o fenómenos marginales del saber proposicional. Así,
las estructuras del saber de uso no son más simples ni menos variadas
o menos diferenciadas que las estructuras del saber proposicional. En su
estructura categorial son ellas de una especie completamente diferente.
De las formas del saber no proposicional se han ocupado intensiva-
mente investigadores de las más diversas disciplinas: investigadores del
comportamiento, teóricos del aprendizaje, psicólogos del desarrollo, lin-
güistas. En la filosofía de nuestro siglo sólo la ontologia fundamental
ha hecho justicia a la importancia de este ámbito. Por cierto, la teoría
del conocimiento no ha pasado completamente por alto este ámbito, pero
le ha dedicado a lo sumo los primeros pasos de una atención acorde
con su importancia. Tal vez sería tiempo de que la teoría del conoci-
miento, que actualmente mira como deslumbrada hacia las proposiciones
y Sus estructuras, tome para sí la tarea de analizar aquellas configura-
ciones y formas del saber que no pueden ellas mismas ser comunicadas,
pero que posibilitan por otro lado que configuraciones del tipo de las
proposiciones puedan ser comunicadas y comprendidas. Lo que se deja
expresar en proposiciones conforma, por así decir, siempre sólo la super-
ficie del saber y del conocimiento. Es un significativo y -como es de
esperar- definitivo logro de la reflexión filosófica poder proyectar sus
preguntas y problemas precisamente sobre esa superficie y, con ello,
poder al mismo tiempo precisarlos en una forma que hasta aquí prácti-
camente no ha sido tenida por posible. Con todo, la reflexión filosófica
debería permanecer conciente de que se trata aquí de una proyección
en la cual la ganancia en precisión se paga con la pérdida de toda una
dimensión. Ello puede hacerse claro de la mejor manera por medio de
una de las más ilustrativas metáforas de Platón: los instrumentos técnicos
de la filosofía de nuestros días permiten proyectar figuras de sombras de

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una exactitud con la cual la filosofía de tiempos anteriores no habría
podido siquiera permitirse soñar. De esas posibilidades se debería hacer
uso, agradecido. Pero tampoco se debería olvidar nunca que uno no puede
dejar tras de sí el ámbito de las sombras, en tanto se esfuerce por realizar
un ideal de exactitud y precisión dentro de él. 1

Universität Heidelberg

1 Texto revisado de una lección maugitfał «n la Universidad de Friburgo,


Alemania.

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