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“Selfhood, Identity and Personality Styles” (Giampiero Arciero, 2009)

PARTE 1 : Subjetividad e Ipseidad

Dasein trabaja en el cómo de su ser-ahora.

Roberto tiene treinta años. Desde hace diez años ha estado en trabajos extraños,
incluyendo animador de centro vacacional, instructor de sky y de salto. Ha viajado mucho,
ha tenido muchos romances y ha buscado con pasión realizar uno de sus sueños de
juventud. Roberto quería ser piloto. Para conseguir este objetivo estudió mucho, adquirió
licencias de piloto, se fue a vivir a diferentes países, gastó mucho dinero. Sin embargo
hasta hoy día, a pesar de haber completado su entrenamiento, y a pesar de haber recibido
promesas y garantías de varias compañías, todavía no tiene un trabajo. Esto, en su
opinión, es lo que lo ha llevado a buscar ayuda. De hecho, siente que su vida no tiene
sentido, que no lo motiva nada y que es incapaz de tomar la iniciativa en lo que sea,
incluso en las cosas simples. Se queda encerrado todo el día en su casa.

En realidad, al reconstruir el origen del actual problema de Roberto, el inicio de su


malestar aparece relacionado cerca del final de una relación amorosa con una mujer: Sara,
la joven con la que estaba viviendo, desapareció de repente de la vida de Roberto. Él la
conoció dos años atrás en una discoteca. Antes de que se sintiera como se siente ahora –
cansado y aburrido de su existencia, decepcionado por el hecho de no poder encontrar
trabajo, sufriendo por una vida llena de periodos de vacío, en los cuales si único problema
era cómo terminar el día.

Sara tiene veintitrés años y trabaja en un bar. Cuando Roberto la vio por primera vez
quedó pasmado con su belleza física: sus ojos verdes, su linda figura, su pelo rubio – un
conjunto de características que calzaban con su imaginación. Sólo la había visto un poco y
ya se había enamorado.

Desde esa noche sólo le preocupaba como volver a verla. Trató de conocer a gente que la
conociera a ella, se acercó a sus amigos, habló con el dueño de la discoteca para obtener
información de ella, regresó al lugar para verla – hasta que se las arregló para preparar
una cena a la que la invitó con amigos en común. Tal como la película que Roberto se
había construido en su imaginación, desde esa noche los encuentros se volvieron más
frecuentes e intensos. Sin embargo, algo pasa que desmorona las expectativas de
Roberto. Mientras los dos se iban involucrando más, Roberto empieza a experimentar un
creciente sentido de ansiedad y malestar; encuentra es que incapaz de hablarle de su vida,
y siente que ella no está cerca de él. Quizá es la diferencia de edad, a lo mejor es porque
están en periodos distintos de madurez, o probablemente es porque tienen diferente
sensibilidad. Esta distancia, que es un signo de que la intimidad entre los dos es imposible,
acaba con sus esperanzas. El cuerpo que lo atraía como un imán no posee las cualidades
que el desea en una mujer. A pesar de esto, la invita a que vivan juntos.

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“Selfhood, Identity and Personality Styles” (Giampiero Arciero, 2009)

Después de todo, a pesar de la distancia entre ellas, ella es hermosa, atenta a sus
necesidades, rápida para leerle el pensamiento y anticiparse a sus deseos. Y lo que es más,
él que ya no tiene la fuerza para vivir solo, callado en su pieza, en una dolorosa condición
de total pérdida de significado, que es lo que experimenta a diario.

Desde que conoció a Sara, esos días destruidos por el vacío han desaparecido. Sara se las
arregló para mantenerlo lejos del precipicio de la soledad buscándolo constantemente
para salir. Este es el efecto más importante que la chica le ha provocado en su vida, y es la
razón por la que le ha pedido que vivan juntos.

Cuando Sara entró al mundo de Roberto, él ya había sido un “hombre a control remoto”
por años, un hombre que gastaba sus días haciendo zapping en la televisión, jugando
PlayStation o estando en el computador. Así, para Sara, irse a vivir con Roberto significaba
subirse a este balancín, moviéndose de una escena a otra, cambiando según sus
expectativas, pero al mismo tiempo camuflándose a sí misma en la vida diaria de Roberto.
El único intervalo entre el cambio de escenas era un rápido viaje a los centros comerciales
para perderse entre la multitud, para comprar algún objeto inservible… y así, día tras día.

Después de unos pocos meses ella dejó el trabajo en la discoteca. Cada segundo del día de
su vida era absorbido por Roberto y llegó a ser indistinguible respecto de él; mientras que
Roberto navegaba a través de sus espacios tecnológicos ella se concentraba en él,
eliminando cualquier posibilidad de vacío que pudiera ocurrir.

Gradualmente, incluso esos escapes al centro comercial se volvieron más raros, como la
relación sexual; ella se volvió ceniza, él la observó desvaneciéndose. Esto fue un año
después que la relación empezó.

De repente ella se volvió menos atenta, “menos devota”, en sus propias palabras. En otras
palabras, Sara comenzó a vivir sin estar exclusivamente sintonizada a la vida de Roberto.
Uno de sus antiguos amigos apareció, luego ella tímidamente salió por primera vez, casi
como sintiéndose culpable de cometer un crimen, saliendo a comer pizza, luego al cine, a
la discoteca… entonces sus ausencias se hicieron más frecuentes. Ella se vuelve menos
considerada y cuando sale, él la observa salir, preocupado, temeroso de perderla,
aterrorizado de que ella se vaya. El vacío reaparece en el horizonte.

Roberto intenta detener la hemorragia de significado causada por el abandono de Sara de


todas las maneras posibles. Intenta engañarla: le compra regalos caros; luego vienen las
promesas, los argumentos, las peleas. Siente que Sara está a punto de dejarlo. Sus
periodos de ausencia se han vuelto más extensos hasta que un día ella desaparece sin
decirle una palabra.

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Roberto cae en el abismo. “No quería existir más, no podía sentirme más”. Su sentido de
identidad se disolvía en el aire. Por primera vez en su vida, se da cuenta de lo importante
que era Sara en su vida: “Ella era mi espejo así que mientras ella estaba, yo también lo
estaba, entonces se fue y de repente yo no existía más”. Él desaparece, se vuelve nada.

1.1 De Kant hasta la cibernética

¿Cuál es el origen de este displacer doloroso, de este desaparecer hasta la nada, de ser
absorbido por el vacío? ¿Qué estructuras subyacen a la ordinaria y extraordinaria
experiencia del Self? ¿Cuál es el origen del tan llamado sentido de Self?

La mayoría de la gente pudiera darnos probablemente una respuesta intuitiva para esta
pregunta. En el fondo, el sentido del Self corresponde a esa experiencia de propiedad e
impenetrabilidad de los propios pensamientos, de los propios diálogos internos, de los
propios estados afectivos, que muchos – pero no todos – de nosotros tenemos desde
niños. Esta “soledad mental” es mantenida por una base constitutiva de nuestro sentido
de unicidad personal, de identificación y de demarcación de los demás. Es tal vez esa
misma soledad que Descartes tuvo en mente cuando redefinió los conceptos de sujeto y
subjetividad.

Últimamente, ser uno mismo significa que la facultad de conocer yace dentro del sujeto,
en su cabeza, y el sujeto tiene tal estatus a fuerza de estar encerrado dentro de sí mismo,
separado y distinto del mundo y de los demás.

¿No nos dice el sentido común la misma cosa? ¿No es verdad cuando decimos “qué está
pasando en tu interior” para expresar sorpresa o desaprobación de una conducta
inesperada o bizarra? Y de nuevo, ¿no nos dice el sentido común que la conducta extraña
se señala haciendo un gesto con el dedo hacia la propia cabeza?

“Por qué la Mente está en la Cabeza” es el título de una de las lecturas enviadas al
Simposio de Hixon en 1951, un hito en la historia de la cibernética (McCulloch, 1965);
medio siglo después la neurociencia moderna sin duda no ha rechazado la idea de
localizar la mente en la cabeza (Amodio y Frith, 2006).

Pero el caso de Roberto nos presenta un extraño dilema. Roberto pierde su sentido de
Self, desaparece como persona, cuando Sara lo abandona. Él de esta manera posee un
sentido discontinuo de Self, el cual se vuelve existencia sólo a través de la presencia de
otro y que desaparece cuando ese otro desaparece. Estar solo “en la propia cabeza”,
dialogar con uno mismo sin otro, corresponden a la falta de significado, a la disolución del
sentido del Self. Naturalmente, cuando tratamos con experiencias de esta naturaleza, un
coro de voces se elevan desde aquellos que cuestionan la cierta existencia del Self
entendido como un self guardado en el individuo, lo que la modernidad ha reconocido
como un sujeto.

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Una de las voces más autorizadas en este coro es la de Ken Gergen (1999), quien hace la
siguiente pregunta: “¿Podemos reinscribir de manera convincente lo que es una persona
de modo que nos movamos de una premisa individual hacia una relacional?” De esta
manera un nuevo tópico aparece en la psicología moderna: el Self como Relación. Una de
las piedras fundantes de la manera moderna de conceptualizar al Self, estando encerrado
dentro de los confines de la propia esfera mental, se destruye. De un solo golpe el golfo de
sentido entre el sujeto y la realidad es superado. El Self como un señor solitario y maestro
de las cogitationes (meditaciones) se vuelve público co-constructor de significado; su
dimensión constitutiva es social, como los discursos por medio de los cuales emerge: Self
distribuidos socialmente, animados por emociones construidas socialmente. Esta es la
postura de los constructivistas sociales.

El Self Relacional ha tenido un impacto significativo en la psicología contemporánea y en la


psicoterapia. Este nuevo y atractivo tópico, que hizo su aparición unas pocas décadas
atrás en una etapa donde la psicología estaba falta de ideas, se las ha arreglado para
agrupar varias tendencias, que van desde el construccionismo al constructivismo, desde la
terapia familiar hasta las narrativas, desde el cognitivismo hasta la psicología budista.

La experiencia de Roberto, sin embargo, toca otro concepto central que ocupa a los
filósofos, neurocientíficos, sociólogos y literatos: el problema del sentido de unidad de la
experiencia humana. Esto es, la relación entre la multiplicidad de las acciones y pasiones
del individuo y la unidad del Self, o como James creía, la relación entre el Self como
conocido (Mi) y el Self que conoce (Yo).

Cuando Roberto pasa del chat al PlayStation, de las películas a los centros comerciales, de
la discoteca a la compra compulsiva; cuando, entre los intervalos de los diferentes
contextos, él se pierde en un vacío sin significado, cuando se percibe a sí mismo
solamente en sintonía con una fuente externa de referencia, el modo en que Roberto se
percibe a sí mismo no aparece como algo atribuible al sentido de unidad que se conoce a
sí mismo (que es consiente de sí mismo) como la base de sus propias acciones. Es difícil
entender una experiencia de Self de esta naturaleza a la luz del tipo de subjetividad que el
pensamiento moderno concibe como lo que queda idéntico a pesar de las amplias
variaciones de la conducta.

La incapacidad para tomar en cuenta el modo de experimentar la vida que tiene Roberto
está relacionada a las muchas características que definen al Self como ha sido concebido
por la modernidad: la privacidad del Self incluso para sí mismo, la unidad de la
multiplicidad de experiencias y la continuidad del sentido del Self.

Estos aspectos, que son constitutivos del Self moderno, también corresponden a lo que
dice el sentido común acerca de la experiencia en primera persona. Cuando uno piensa en
uno mismo, quién no diría que es correcto decir que sus pensamientos son privados
(privacidad), que se siente siempre él mismo en las diferentes situaciones con las que se

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encuentra a diario (unidad) y que siente que sus experiencias están unidas por un sentido
ininterrumpido de ser él mismo (continuidad)?
Roberto, por el contrario, no experimenta su propio Self como algo estable en el tiempo.
Él podría decir que no tiene un sentido de unidad, una imagen estable de sí mismo, sino
que de hecho tiene muchas, todas diferentes. Él diría que no está seguro si está pensando
o actuando de un cierto modo para agradar a la otra persona o si realmente cree lo que
está diciendo o haciendo; estaría con la duda en ambas cosas, la autoridad de sus estados
y de la privacidad de éstos. Él admitiría que puede sentir y pensar las cosas que son todo
lo opuesto respecto de las situación actual, sin esas diferentes experiencias de Self
estando conectadas una de la otra de manera coherente.

Nuestras preguntas empiezan aquí, desde la práctica clínica con la gente. Aunque estas
preguntas obviamente se viertan en dominios científicos contiguos en la búsqueda de
comparaciones, contaminaciones, intercambios dialógicos, están sin embargo puestas
desde un punto de vista psiquiátrico y terapéutico: o sea, el punto de partida es la
investigación de las historia de la gente y el objetivo final es hacerles terapia.

La búsqueda de una solución a los problemas puestos en el caso de Roberto constituyen el


itinerario de este primer capítulo.

El primer paso será analizar los orígenes de las tres características del Self moderno y
mostrar por qué estos orígenes continúan constituyendo la base del modo en que hoy
concebimos al Self. Para entregar un panorama general de este primer paso,
describiremos un breve episodio del concepto kantiano de Self, mostrando que su marco
conceptual está presente en la teoría de sistemas, las neurociencias, en la mayoría de las
ramas de la psicología contemporánea y de la psiquiatría. En particular, analizaré la
perspectiva tomada por los sistemas no lineales, la que el enfoque de Cloninger al estudio
de la personalidad, y luego pasaré a revisar los sistemas cerrados adoptados por los
constructivistas, concentrándome principalmente en la psicología del Self. El elemento
que estas diferentes perspectivas tienen en común, desde Kant hasta los sistemas no
lineales, pasando por los sistemas cerrados, es el mismo modo de conceptualizar al Self:
entendido como una cosa: en Kant como una sustancia – una vez más la res cogitans de
Descartes; en los cibernéticos como un objeto computacional.

Veremos que solamente es el dominio de la fenomenología hermenéutica el que propone


un nuevo método para investigar al Self, o más, el ser uno mismo. Y es esta perspectiva la
que nos permitirá descubrir que el modo clásico de conceptualizar el Self siempre lo ha
hecho implícitamente como una cosa, un objeto, con características de objeto y con la
capacidad de servir como un objeto en relación con otros objetos. Este cambio de mirada
nos permitirá comprender el hecho de que la continuidad entre Kant y la cibernética está
reforzada por la comprensión – y el estudio – de el Self, a través del desarrollo de esas
categorías que son aplicadas a los objetos que son producidos, para las cosas. En el
pensamiento moderno, el Self tiene el estatus ontológico de una cosa que es producida.

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Pero el Self no puede ser explicado como si fuera un objeto con propiedades, como por
ejemplo el peso de un bolso. Por el contrario, aparece a través de posibles modos de ser.
Uno se siente así o de otra manera en una situación u otra. Adoptar esta visión, que pone
la experiencia del ser mismo en el centro, con todo lo que implica, significa una nueva
pregunta: qué pasaría si consideramos al Self no como una cosa, sino como un “quien”.

La segunda parte del capítulo intenta responder esta pregunta. Una seria revisión de este
tema implica que el punto de partida es el darse cuenta que el único fenómeno real, de
carne y hueso al que tenemos acceso cuando estudiamos al Self es la experiencia que cada
uno tiene de estar viviendo en el presente. Los que distingue la propia experiencia de ser
uno mismo es cómo se siente uno ahora, en cada momento. Si este hecho, este
fenómeno, constituye nuestro punto de partida, ¿cómo podemos darle sentido a esos
rasgos fundamentales que caracterizan al Self moderno y al Self del sentido común:
continuidad, unidad y privacidad? El desarrollo de estos tópicos involucra un escrutinio a
la fenomenología de Heidegger, sobre toda la fenomenología de sus primeros años, desde
1919 a 1929. Nuestra meta es descubrir si la naturaleza de la ipseidad que podemos
derivar de la filosofía de Heidegger nos permitirá comprender el dilema que nos pone
Roberto.

1.2 El sentido del Self y la variedad de experiencias.

La relación entre la diversidad, la multiplicidad, la propia experiencia – de las propias


acciones y sentimientos – y el simultáneo sentido de que cada experiencia es percibida
como de uno implica dos polaridades. Por una parte, algo (el Self como sujeto) que queda
solo e invariable en el curso del tiempo: el sentido, o sea, que los diferentes eventos de la
vida de uno le pertenezcan al sujeto que los experimenta: el Self como un “conocedor”
(Yo) de James. Por otra parte, el Self como objeto, lo que corresponde a la diversidad de
las propias experiencias, y que, por el contrario, cambia continuamente en relación a sus
interacciones con el mundo exterior y con los demás; en otras palabras, en relación con
las “afecciones”: el Self como “conocido” (Mi) de James.

Kant (1977, 1980) une estas dos polaridades creando una unidad. Concebía al primero, al
Self como un sujeto, como invariable y como el campo unificador de este último, el Self
como objeto, que era cambiante. La relación entre estas dos polaridades del Self puede
ser comparada, desde un punto de vista lógico-gramatical, a la relación entre el sujeto y el
predicado. El sujeto puede ser visto como la base que unifica todos sus predicados. Por
ejemplo, podríamos afirmar que Roberto es inteligente, deportivo y esforzado. Podríamos
decir, usando diferentes palabras, que el Self único e invariable consiste en la combinación
de las múltiples experiencias cambiantes a una unidad. Kant llamó a esta unidad el “Yo-
pienso”.

Lo que esto significa es que incluso durante la experiencia más simple posible, por
ejemplo mi percepción de la página que estoy escribiendo en la pantalla del computador,
no sólo comprendo el contenido de lo que estoy percibiendo mientras escribo (el Self

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como objeto), sino que “pienso”, me aprehendo a mi mismo con lo que se percibe (el Self
como sujeto). La subjetividad, entendida como auto-conciencia, yace en esta propiedad: a
saber, en la combinación que unifica todas las experiencias por sí solas. Es decir, el sujeto
es consciente de su propia experiencia en las miles de acciones que realiza en el curso de
su existencia diaria. Este sujeto es así consciente de él mismo en la medida en que se
percibe como que constituye el fundamento, la base unificadora en la que sus múltiples
actos se combinan – siguiendo los determinantes de las categorías.
Con respecto a la relación entre el Yo de la conciencia (el Self como sujeto) y experimentar
el Yo (el Self como objeto), Kant dice lo siguiente:

“El Yo pienso expresa el acto de determinar mi existencia. La existencia entonces ya está


dada pero la manera en que yo soy para determinarlo, la manera en que yo soy para
colocar en mi mismo el múltiple perteneciente de él, aún no está dado” (Kant, 1967).

Es decir, el significado de mi experiencia está relacionado a como yo conecto la


multiplicidad de mis experiencias. El yo pienso es el orden mismo.

Este ser un Yo, que es idéntico para cada sujeto vivo, es por lo tanto lo que queda cuando
el Yo (el Self como sujeto) es despojado de todos sus determinantes (el Self como objeto).
Si le sacamos a Roberto su inteligencia, su pasión por el deporte, lo que queda es Roberto
como una cosa pensante, una res cogitans. Esto quiere decir que cuando removemos
todos los predicados del sujeto, cuando purificamos la unidad de su multiplicidad, lo que
queda es el puro Yo. Pero mientras la multiplicidad de las propias experiencias puede
estar determinadas por el Yo pienso, este último no puede ser determinado de ninguna
manera: queda irreconocible. Una asimetría tal en el corazón de la identidad es la aporía
que esta mirada de el Self nos deja, una mirada que va desde la cibernética, incluso sin
constituir un tópico en ese dominio, hasta la psiquiatría, la psicología cognitiva y el
constructivismo.

1.3 Sistemas no lineales y la construcción del Self

Sistemas no lineales

Es interesante y sorprendente, como veremos, descubrir que algunos de los aspectos de la


concepción que tiene Kant sobre la subjetividad pueden ser vistos como la piedra angular
de las ciencias cognitivas justo desde uno de los dos artículos que fundan la cibernética de
primer orden. Me refiero a “Un Cálculo Lógico de las Ideas Inmanentes en la Actividad
Nerviosa” de Warren McCulloch y Walter Pitts (en MacCulloch, 1965). Vamos entonces
directo al corazón del asunto citando a los mismos autores:

Por lo tanto, partiendo (a) desde el estado de actividad o inactividad de cada neurona que
corresponde respectivamente a los valores lógicos de verdadero o falso (0 o 1), (b) de sus
conexiones – de modo que si dos neuronas tienden a estar activas juntas, conectarse es
facilitado, mientras que el estado opuesto inhibe cualquier conexión (la regla que gobierna

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el cambio es una [Boolean] función de dos argumentos [tales como ‘y’ ‘o’] – Varela et al.,
1991), obtenemos (c) el cerebro es comparable a una máquina que opera por deducción.

El espíritu está encarnado en el mecanismo. Partiendo de reglas operacionales básicas,


una máquina sería capaz de ordenar la experiencia concreta, o sea, sería capaz de
‘pensar’.

Ver también la Figura 1, de McCulloch (1965).

La postura filosófica de McCulloch es audaz. Él ofrece una visión del cerebro como una
máquina lógico-matemática encarnada, suministrando así las bases neuroanatómicas y
neuropsicológicas de un juicio sintético a-priori (Dupuy, 1985), es decir, de un
conocimiento que, desde la mirada de Kant, poseemos a-priori y conforme a lo que cada
determinante, cada definición de la experiencia deba ser. Como es bien sabido, en
filosofía la tan llamada revolución Copernicana se funda en los juicios sintéticos a-priori.

Partiendo de la segunda mitad de los 70’s, a lo largo del camino inaugurado por McCulloch
se ha desarrollado una nueva perspectiva en relación al asunto de la cognición: el punto
de vista de los sistemas auto-organizados. Del comportamiento de una sola neurona, la
atención se movió al análisis de la coherencia de el sistema como un todo, es decir, a la
investigación de esas estructuras globales que emergen como resultado de la cooperación
que existe entre todas las unidades que consituyen el sistema. Es la conectividad del
sistema lo que importa. Esto explica el origen del nombre (neo)conexionismo que
caracterizó esta rama de investigación, especialmente en sus primeras etapas.

En esta mirada, el organismo es concebido como un sistema auto-organizado que,


partiendo de un estado inicial, se mueve en una cierta trayectoria de transformación
como resultado de la cooperación en un contexto dado entre los elementos que lo
componen (Thelen, 2002; Thelen y Smith, 1994). En el curso de su desarrollo, y
relacionado con cada situación específica, cada sistema se “asentará” en estados de

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estabilidad dinámica, denominados “atractores”, los que resisten a las perturbaciones y a


los cuales el sistema tiende regresar cuando se perturba. Es decir, cada organismo
“prefiere” un cierto paisaje de atractores, un estado espacial coherente alrededor que
fluctúa y que caracteriza al sistema.

Esta nueva aproximación al estudio del sistema presenta una dimensión tanto sincrónica
como diacrónica. Si, desde la perspectiva del tiempo real, la conducta del sistema aparece
como resultado de las dinámicas globales del sistema al interior del contexto en el cual
actúa, desde el punto de vista de la duración, la emergencia de nuevas estructuras se
consolida por la tendencia de los componentes del sistema de activarse a sí mismos de
una manera coherente. La conectividad del sistema es así indivisible de la historia de sus
transformaciones. La posición que ocupaba el “Yo pienso” en Kant, entendida como el
enlace que unificaba la amplia variedad de conductas exhibidas por el sistema (de
acuerdo a las categorías), es tomada por el mecanismo de ordenación.

La construcción del Self

Debemos dejar de lado la extraordinaria historia de la cibernética, la que llega hasta el


presente y que ha traído tremendos cambios en nuestras vidas, en el sentido de poner
nuestra atención en la aplicación de la teoría de sistemas no lineales a la
conceptualización del Self en la psiquiatría.

Un ejemplo de los sistemas dinámicos – o sistemas complejos, o sistemas no lineales –


que ha tenido gran éxito en la psiquiatría es el enfoque de Cloninger y sus colegas en el
estudio de la personalidad (Cloninger, 1993, 1999). La teoría de la personalidad de
Cloninger afirma que el Self es en realidad un mecanismo. Veamos cómo.

Cloninger y sus colegas creen que la personalidad es un complejo sistema que evoluciona
con el paso del tiempo y que es una combinación de dos elementos constitutivos:
temperamento y carácter. Estas dos dimensiones constitutivas dan origen a las respectivas
diferenciaciones de cuatro rasgos temperamentales y tres rasgos de carácter, los que
pueden ser especificados objetivamente y que pueden combinarse de manera dinámica.
Este enfoque entrega una “tabla de elementos” permitiendo la construcción de una
tipología de la personalidad y su psicopatología.

Los cuatro rasgos del temperamento (“evitación del daño”, “búsqueda de novedad”,
“dependiente de recompensa” y “Persistencia”), correlacionan con cuatro sistemas
neuronales que influyen patrones de estímulo-respuesta y que están asociados con cuatro
diferentes perfiles psicobiológicos. Cada rasgo está hecho de componentes específicos,
llamados “facetas”, los que refieren a una predisposición emocional del individuo, es
decir, a las diferencias heredadas que subyacen a las propias respuestas automáticas ante
el peligro, la novedad y los tipos de recompensa. Cada rasgo podría heredarse
independientemente de los otros rasgos, pero no de tal manera como para ser
mutualmente exclusivo. Por lo tanto, todas las combinaciones son posibles.

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Los tres rasgos del carácter (“auto-dirección”, “cooperación” y “auto-trascendencia”), que


tienen que ver con las funciones cognitivas superiores del individuo, se heredan en un
menor grado y están moderadamente influenciadas por el aprendizaje social, la cultura y
la variedad de los eventos vitales personales.

¿Cómo funciona el sistema? El mecanismo está formado por dos clases, temperamento y
carácter, cuyas dimensiones – los rasgos – actúan en sinergia, estructurando y
fortaleciendo sus conexiones. Sin embargo, cuando operan de manera independiente,
reducen y debilitan las conexiones. Dadas estas premisas, el desarrollo de la personalidad
podría ser visto como un sistema dinámico que, partiendo desde la configuración inicial
del temperamento, procede a través de estados madurativos como una consecuencia de
una peculiar forma de cooperación entre los elementos que lo constituyen. El estado del
sistema podría ser visto momento a momento como una tendencia a gravitar alrededor
de las condiciones de la estabilidad dinámica – los atractores. Estos últimos corresponden
a estructuras particulares de las relaciones entre los rasgos de temperamento y los rasgos
del carácter en un contexto madurativo dado.

Lo que esto significa es que cada organismo “prefiere” un cierto mosaico de atractores,
una condición espacial coherente en torno al cual fluctúe y que lo caracterice. Esto se
aplica no solo a la normalidad, sino también a las condiciones patológicas. Por ejemplo, la
cronicidad y la dificultad para tratar el desorden de personalidad podría deberse al hecho
de que, una vez que la personalidad se ha estabilizado en una cierta configuración
dinámica, tiende a mantener esa estabilidad, incluso si no corresponde con la mejor
manera posible de adaptación para ese individuo.

En la mirada de Cloninger y de sus colegas, quienes ven el desarrollo de la personalidad


como un paseo en un paisaje adaptativo hecho de áreas de valor adaptativo altas
(montañas) y bajas (valles), los estados de los atractores corresponden a las montañas,
mientras que los valles corresponden a estados de gran inestabilidad, tanto como para
que incluso la perturbación más ligera pudiera alejar al sistema de su punto de ajuste
bajo. Cuando el sistema es perturbado, responderá espontáneamente a restricciones
internas o externas buscando cambios adaptativos de personalidad, motivado por la
optimización del ajuste.

Cuando se alcanza un estado de alta estabilidad, este estado queda virtualmente


invariable a menos que es sistema esté sujeto a presión externa o maduracional. Para la
estabilidad del sistema para cambiar, el ajuste debe disminuir por un deslizamiento hacia
un valle. Sólo hasta ese punto el organismo buscará espontáneamente una nueva
configuración capaz de encontrar restricciones externas e internas. Por otra parte, como
mencionamos anteriormente, la estabilidad misma pudiera ser una trampa, como es el
caso cuando una alteración llega a ser crónica: “Dicho tope poco común corresponde a
detenciones en el desarrollo de la personalidad y pudieran llevar a que en la práctica la
búsqueda terminara” (Cloninger y Svrakic, 1999).

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¿Cómo podemos entender la relación entre la unidad y la multiplicidad del Self que ve
Cloninger? Quizá la respuesta más clara yace en su definición de personalidad.

Cloninger y Svrakic (1999) emplean los términos de Gordon Allport (1937) para definir a la
personalidad como “la organización dinámica, dentro del individuo, de aquellos sistemas
psicofísicos que determinan su ajuste único al ambiente”. Y en el parágrafo que le sigue,
especifican que por organización dinámica ellos entienden “un sistema organizado (‘unitas
multiplex’) que continuamente está evolucionando y cambiando”, mientras que la
expresión que le pidieron prestada a Allport, “dentro del individuo”, significa que “le
personalidad es lo que yaca detrás de los actos específicos de un individuo”.

Esta definición se refleja en la aplicación que Marc D. Lewis hace de los principios de la
auto-organización en el desarrollo de sistemas dinámicos cognitivo-emocionales . Lewis
(Lewis, 2005) escribe: “los sistemas cognitivos analizados como sistemas dinámicos no
procesan información transducida desde el mundo exterior; ellos se reconfiguran para
responder a un flujo continuo de eventos sensoriales”.

Así, el principio unificador, que reúne y determina la multiplicidad de las experiencias,


puede ser localizado en dinámicas organizacionales, en la actividad real, las que están
estructuradas al nivel de conexiones. La conectividad del sistema es el unitas, que está
continuamente reorganizado en relación a las múltiples experiencias. Esta es la razón de
por qué Cloninger puede decir que a la base de cada acto yace toda la unidad. Cada acto
está determinado por la unidad del sistema, el cual, al conservar las señales de las
estructuras que han emergido en el curso de su historia, integra la dimensión de duración
con el evento que está ocurriendo a través de la continua recomposición de la
conectividad. El sistema se ajusta a sí mismo momento a momento en relación a las
restricciones externas e internas. Esto quiere decir que, cada acto, cada experiencia
actual, está definida por el principio de orden que – como el Yo pienso de Kant –
determina la condición presente del sistema, la diferencia de que en Kant, esta conexión
unificadora no es un sujeto sino que un mecanismo. En este recuento, podríamos
mencionar lo que Ricoeur dijo del estructuralismo: “un trascendentalismo sin un sujeto”
(1969); un kantismo sin el Yo pienso.

1.4 La organización de los sistemas vivos y el constructivismo del Self

Pero ¿por qué deberíamos sorprendernos que esos aspectos de la concepción kantiana de
la subjetividad constituyan la base para estas miradas? ¿Qué tuvo que ver Kant con los
sistemas dinámicos de auto-organización?

Heidegger una vez dijo que la cibernética es la metafísica de la era atómica. ¿Qué significa
esto? ¿Pueden las palabras de Heidegger indicar una dirección, o son simplemente
condenaciones al conocimiento técnico hechas por un filósofo cuya frontera fue
Freburgo?

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Quizá la pista más significativa para comprender a cabalidad lo que Dupuy llamó el
anatema Heideggeriano sea su notable estudio de la primera etapa de la cibernética que
le dio Lettvin, uno de los colaboradores de McCulloch. Hablando del desarrollo intelectual
de MacCulloch, él escribe: “Se propuso a sí mismo descubrir cómo funciona el cerebro de
la misma manera que un inventor conoce exactamente cada pieza de la máquina que ha
creado. La clave para tal conocimiento está, no en la observación, sino en la construcción
de modelos que sean comparados con los datos disponibles… Y McCulloch prefirió correr
el riesgo de fallar en sus intentos de crear un cerebro, más que tener éxito en elaborar
una descripción mejorada de los cerebros existentes” (Dupuy, 1985).

Los cibernéticos como el Demiurgo de Platón. Como el artesano que, dice el Timaeus,
impone una forma pre-existente a un material que aún no tiene forma.

¿Existe un hilo conductor entre la filosofía antigua, Kant y la ciencia contemporánea? En


un trabajo que está relacionado muy de cerca con la investigación desarrollada en Sein
und Zeit que parece ser la continuación de esta última, Heidegger nos provee de una
extraordinariamente clara respuesta. El rasgo que conecta la filosofía antigua con la
modernidad es el hecho de que el ser de la conciencia es considerado de la misma manera
que el ser de un objeto: un ens creatum. Es decir, como una cosa cuyo modo específico de
vivir, su existencia autónoma, le pertenece sobre la base de haber sido producido; como
un envase que, una vez que ha sido moldeado por el Demiurgo desde una forma pre-
existente, se levanta por sí mismo.

Por eso, no hay diferencia entre la manera de existir de un envase, de un ratón y de un


hombre. Claramente, la existencia refiere a un acto de creación, esto es, un ens increatum.
Y este es el tema fundamental que constituye la zona de encuentro de la ontología
antigua con la teología cristiana en la Edad Media y que luego pasa a la era moderna con
Descartes. Descartes es el pensador que dirige un juicio filosófico hacia el sujeto,
interpretando la subjetividad a través del empleo de las categorías ontológicas de la
filosofía antigua y medieval. En otras palabras, la existencia es entendida como el modo
de ser específico de una cosa que le pertenece a esa cosa exclusivamente por el hecho de
que ha sido creada.

Esta perspectiva también nos ofrece una mejor comprensión de la mirada kantiana de la
subjetividad. El único e invariable Self es ese que ha sido creado como cosa (como un
envase), un res cogitans para ser precisos, que está a la base, que conecta, que es el
sujeto de todas las determinaciones posibles. Con Kant, por primera vez la cosa pensante
se convierte en ese “Yo” que, estando en posesión de la multiplicidad de sus
determinaciones, es el conocimiento de su propia identidad. Pensando o percibiendo,
actuando o sufriendo, juzgando o amando – es decir, la multiplicidad de sus
determinaciones – la cosa pensante, el “Yo pienso”, se comprende a sí mismo; es
consciente de su propio Self, es auto-consciente, ya que se está ahí para sí mismo. Sin
embargo, en realidad, partir del tema de la subjetividad no constituye un paso adelante

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“Selfhood, Identity and Personality Styles” (Giampiero Arciero, 2009)

fundamental ya que la diferencia ontológica entre el modo de ser del sujeto, que se
entiende a sí mismo a través del vivir, y el modo de presencia a la mano del objeto nunca
se aclaró (Heidegger, 1988).

¿Todavía permea esta indistinción a la ciencia contemporánea? ¿ Yace todavía en el


corazón del pensamiento científico esa misma ontología que nunca permitió que el modo
de ser del sujeto fuera investigado?

La organización de los sistemas vivos

Una segundo enfoque que puede ser identificado dentro del dominio del estudio de la
auto-organización constituye el origen del constructivismo radical. El postulado básico de
esta perspectiva es “El sistema nervioso está organizacionalmente cerrado” (Riegler,
2003).

¿Qué significan “organización” y “clausura”? La organización es la descripción heurística


del comportamiento del sistema: permite la identificación de las características
invariantes (“los propios comportamientos”), según el cual los procesos que constituyen
un sistema natural autónomo (por ejemplo, los procesos metabólicos, procesos del
desarrollo, procesos del sistema nervioso), están muy interconectadas como para formar
un todo.

La clausura operacional, por otra parte, refiere a ese mecanismo que, como resultado de
su funcionamiento, permite la generación de una variedad de transformaciones internas.
El sistema nervioso entonces aparece como una red cerrada de neuronas que interactúan
donde cualquier cambio en el estado de relativa actividad de un conjunto de neuronas
lleva al cambio en el estado de relativa actividad de otra, o del mismo, conjunto de
neuronas (Riegler, 2003).

Un sistema organizado así tiene su propia coherencia interna cuyas características son
distintas y relativamente independientes del ambiente. La coherencia interna del sistema
define un sistema autónomo en cuanto constituye un todo, mientras la complejidad del
sistema se manifiesta en la configuración del paisaje de sus posibles conductas.

Evidentemente, ya que en esta mirada el sistema es considerado impermeable al input


ambiental (lo que explica porque es un sistema cerrado), la relación con el mundo externo
se mantiene por cambios estructurales en el sistema junto con las perturbaciones en el
medio el cual vive. Esto quiere decir que, con el fin de llegar a un acuerdo con el cambio
en el ambiente, un sistema cambia continuamente su estructura interna pero conserva su
organización.

Por esto Varela dice que “las transformaciones internas son el hilo principal que nos
permiten comprender la dinámica del sistema; el acoplamiento (de las dos series
independientes de eventos – aquellos que tienen lugar en el sistema y los que ocurren en

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“Selfhood, Identity and Personality Styles” (Giampiero Arciero, 2009)

el ambiente) sólo interviene si ciertos eventos o circunstancias imprevistas nos ayudan a


entender mejor un camino transformacional dado” (Varela, 1983). La regulación definitiva
de la adaptación está asignada a los cambios estructurales que están subordinados a la
invariancia del organismo vivo.

Extender la interpretación biológica para incluir las relaciones con el ambiente trae a la
psicología al centro de la atención; y, de manera general, a la cognición. Un acto cognitivo
se define entonces como la acción actual cometida por un organismo vivo en su ambiente
y sólo puede ser explicada recurriendo a la organización dinámica del sistema. Ser un Self
implica la mantención de la organización del sistema a través de continuos cambios
estructurales acompañados de perturbaciones originadas en el ambiente en que se vive.
De esta manera, todo lo que ocurre es llevado adelante por los organismos vivos en su
praxis del vivir.

La interpretación de la cognición da lugar al aporismo epistemológico que ha


caracterizado a la escuela de Santiago y a la cibernética de segundo orden: “Todo lo dicho
es dicho por un observador a otro observador que pudiera ser él o ella” (Maturana, 1988).

En realidad, este aporismo sólo puede ser entendido en su cabalidad si uno recuerda la
otra maniobra que acompaña el énfasis sobre la ontología biológica del observador, una
maniobra cuyo sabor y terminología son explícitamente fenomenológicos: poniendo la
objetividad entre paréntesis. Consiste en suspender todo postulado con respecto a la
experiencia de las cosas y del mundo (en cuanto refieran a la dinámica interna del
sistema), dejando la propia conciencia pura (la organización de operaciones), que es muy
similar a lo que queda cuando uno suspende la experiencia real. Esta, por así decirlo,
conciencia residual es por lo tanto el origen de toda propuesta de ser, de los objetos, de
los cisnes, las plantas o las personas. En esto, el mundo se define por medio de las
invariantes pertenecientes a las operaciones internas del organismo. Es el lugar de la
biología del conocimiento.

Constructivismo del Self

El aspecto más llamativo de este modo de concebir a los sistemas auto-organizados es sin
duda la clausura organizacional. Este mecanismo establece una distinción absoluta entre
la esfera de la experiencia vivida, de las dinámicas del cambio, lo que necesariamente está
acoplado a la conservación de la organización – lo que Guidano (1991) identifica con el
significado personal – y el mundo externo.

El dominio del significado personal es una unidad coherente cerrada para cualquier
información que pueda venir desde el mundo exterior. Entonces, la pregunta que
debemos hacer es: ¿Cómo está constituida la esfera de significado personal?

El punto de partida para investigar este aspecto es la experiencia inmediata de la vida


diaria: por ejemplo, mi experiencia inmediata de la mesa sobre la que estoy escribiendo.

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“Selfhood, Identity and Personality Styles” (Giampiero Arciero, 2009)

Esta experiencia está encarnada en un flujo de experiencia que constituye el flujo de


experiencia del individuo. Desde el punto de vista de la dinámica interna del sistema, esto
corresponde a la sucesión de las configuraciones internas de la coherencia al interior del
sistema mismo: es decir, que consiste en cambios estructurales.

En un adagio bien conocido, Maturana dice que al nivel de la experiencia inmediata no


puede haber diferencia entre la percepción, la ilusión y la alucinación (Maturana, 1988).
Por eso es que sólo cuando examinamos la experiencia inmediata por medio de la
reflexión, a través de otro acto de la misma naturaleza que el acto que le precede (desde
el punto de vista de los sistemas cerrados esto corresponde a la coordinación de la
coordinación de las acciones), que podemos distinguir entre varios modos de alcanzar la
experiencia de algo; es la relación entre la praxis del vivir y su explicación.

Esta polaridad interdependiente es la columna vertebral del modelo de Self producido por
Guidano, quien ha sido uno de los más importantes representantes del constructivismo
(Guidano, 1987, 1991). En su trabajo, Guidano refiere que esta polaridad corresponde al
proceso circular de la mutua regulación entre la experiencia inmediata de uno mismo (el
Yo que actúa y experimenta) y el sentido más abstracto y explícito del Self que emerge
como resultado de la auto-referencia de la experiencia que se tiene (el Mi observador y
evaluador). Guidano combina así las perspectivas de Maturana y de James.

Es interesante notar que el objeto de reflexión (la experiencia inmediata) y el acto de


reflexionar (la explicación) pertenecen al mismo flujo, al mismo dominio (coherencia de
las operaciones del sistema).

La conciencia encarnada, la cual continuamente se construye y reconstruye a sí misma


como la organización de actos y de la reflexión de esos actos, está totalmente separada
del mundo real y de cualquier contaminación por parte de ese mundo. Esta es la profunda
significancia detrás de la clausura operacional: la unidad cerrada de la experiencia se
encuentra en términos de los mecanismos que organizan el proceso. El mundo entero es
desterrado de esta unidad y sólo puede constituir un dominio trascendental.

Al nivel del SNC, lo que observador puede ver son cambios en las relaciones de actividades
entre neuronas mientras interactúan, determinando cambios en las propiedades de los
componentes de la red neuronal, las que a su vez llevan a cabo los cambios en las
relaciones de actividades. Traduzcamos esto a un ejemplo: desde el punto de vista de la
actividad sensorio-motora, una perturbación ambiental X (por ejemplo, la mano que se
acerca a una fuente de calor) estimula cambios estructurales en la superficie sensorial. Ya
que estos sensores son parte de una red neuronal, los cambios estructurales en la
superficie sensorial gatillan cambios estructurales en los efectores, cambiando las
relaciones de actividades entre los componentes del sistema. (Para el observador, tales
cambios en la dinámica interna de la red parecen tener la forma de cambios de postura,
tales como sacar la mano) A su vez, los cambios en los efectores gatillan cambios en las
relaciones de actividades entre los elementos del sistema, determinando así cambios

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“Selfhood, Identity and Personality Styles” (Giampiero Arciero, 2009)

estructurales en la superficie sensorial y, como consecuencia, en el rango de


perturbaciones que son significativas para el sistema.

Cuando algo que está afuera del sistema entra en contacto con el sistema, la única
reacción que puede causar es la de perturbar la dinámica del sistema. Como
consecuencia, dentro de esta dimensión definida a través de la circularidad recursiva, un
objeto real sólo puede surgir como una perturbación de la dinámica del sistema. Como
tales, y a diferencia del input, una perturbación no puede especificar la manera en la que
una transformación dada del sistema mismo pueda llevarse a cabo – la transformación
sólo puede ser determinada por la organización global del sistema.

Volviendo al problema previo (a mi percepción inmediata de la mesa sobre la que estoy


escribiendo), la mesa sobre la que escribo se me podría presentar como una percepción,
alucinación, ilusión por medio de la memoria, o por un escenario imaginario, o de otra
manera, pero sin importar la forma que tome la experiencia, la experiencia en sí misma no
contiene a la mesa. La tabla y todo el mundo material pertenecen a un dominio que es
totalmente diferente al de la conciencia – y al de los objetos de la conciencia – lo que, por
el contrario, constituye una contexto unitario en sí mismo.

La cercana conexión con la fenomenología de Husserl es muy clara. En un extracto de


Ideas I (Husserl, 1962), él hace una muy lúcida distinción entre la realidad y el abismo que
la divide del dominio de la conciencia, sobre la cual el término “perturbación” construye
un puente: “Somos conscientes de las cosas no sólo por la percepción, sino también
conscientemente de recuerdos, en representaciones similares a los recuerdos, y también
en el libre juego de la imaginación; y esto en “clara intuición” podría ser, o sin notable
perceptibilidad después de presentaciones “oscuras”, flotan más allá de nosotros en
diferentes “caracterizaciones” como reales, posibles, imaginadas y así sucesivamente”; y
justo después encontramos este extracto: “No vamos a pensar en confundir los objetos de
los cuales somos consciente en estas formas de conciencia con las propias experiencias
conscientes que son una conciencia de ellos”. En términos de mecanismos operativos, es
la conciencia de esto o lo otro… lo que el sistema entiende.

Este enfoque es especialmente evidente en una psicología del Self, como la que defendió
Guidano, que no ha pasado de moda en el dominio del constructivismo y la que le asigna a
estos conceptos el rol de los presupuestos fundantes para la práctica clínica. A la base de
estos conceptos Guidano ha identificado cuatro tipos invariantes de organización del Self
entendido como la coherencia interna del sistema. Llamó a estos tipos Organizaciones de
Significado Personal. También trazó sus orígenes en el desarrollo de un igual número de
formas de apego. Estas corresponden a cuatro configuraciones básicas de operaciones
que ordenan la experiencia, para cuatro categorías unitarias para la organización de los
actos y las reflexiones de esos actos, los que están estructurados, según Guidano, por
diferentes vías del desarrollo.

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“Selfhood, Identity and Personality Styles” (Giampiero Arciero, 2009)

Él escribe (Guidano, 1991): “una organización de significado personal tiene que ser
interpretada como un proceso ordenador unitario en el cual la continuidad y la coherencia
interna son buscadas en lo específico de las propiedades formales y estructurales de su
procesamiento del conocimiento (flexibilidad, generatividad y nivel de abstracción)… Esto
lleva a la adopción de una metodología orientada a procesos de sistemas que puede
identificar las reglas sintácticas profundas (“Yo”) capaces de generar un rango coherente
de superficie, representaciones semánticas (“Mi”) según una interacción que siempre
cambiante con el mundo”.

El terapeuta emplea este modelo para buscar principios que los pacientes usen para
ordenar su experiencia. Tales principios – que quedan constantes a lo largo de la vida del
paciente – le permiten al paciente reconocer y apreciar de manera consistente su
experiencia como unitaria y continua en el tiempo. Este análisis, que está guiado por los
cuatro principios organizativos y por los modos en que se combinan, toma forma a través
del intento del terapeuta de “limpiar” las experiencias del paciente de todos esos
elementos que son extraños a las invariantes organizativas hipotetizadas por el terapeuta
como constitutivas de la estructura organizativa del paciente, con el fin de confirmar la
hipótesis del terapeuta.

Una de las técnicas que Guidano desarrolló, la tan llamada técnica de la “moviola”
consistía en interrumpir el flujo de conciencia, poniendo la experiencia en el foco,
amplificándola y repasándola otra vez con el fin de alcanzar el significado atribuido por el
paciente a lo que él había visto o hecho, y yendo despacio de atrás hacia adelante para
extrapolar los principios ordenadores de la experiencia.

El aspecto más interesante de este enfoque, y uno de los que llegó a ser incluso más
obvios en el curso de la práctica clínica, es que poniendo la experiencia entre paréntesis y
por lo tanto extendiéndose en la perspectiva de la dinámica interna del sistema y de la
coherencia del sistema, la experiencia real es tomada como correspondiendo a la
configuración de los procesos internos del organismo. Como en Kant, el único e invariable
Self consiste en la conexión de las múltiples experiencias cambiantes en una unidad.

Esto trae la consecuente cancelación de dos aspectos extremadamente importantes.


Primero que todo, al colocarla entre paréntesis, la realidad (realis) de la conciencia, o la
conciencia factual, es puesta a un lado: precisamente ese estado de estar involucrado con
las cosas y con el mundo material que se refiere al hombre en hechos, desde un punto de
vista concreto. En la conciencia entonces aparece la presunción, la condición a-priori, la
base de que los objetos – para usar una metáfora kantiana – vienen a ser regulados y que
la realidad se puede manifestar y así volverse significativa.

Por otra parte, la “pertenencia” de los actos, la singularización acontecida de la


experiencia, se elimina. Esto de que los actos y las experiencias sean míos es omitido o
simplificado con el fin de alcanzar la organización, la configuración de la coherencia
interna. Tal eliminación sorprende la historia de la persona, y con ello, la identidad

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“Selfhood, Identity and Personality Styles” (Giampiero Arciero, 2009)

personal. La identidad por lo tanto, se convierte en un retrato. Constituye la organización


de significado personal (Guidano, 1987, 1991).

¿Qué significa que “la identidad le convierta en un retrato”? Vamos a revisar esta
pregunta, analizando la historia que estamos usando como prueba para nuestra
investigación del Self.

1.5 El Self de Roberto desde una perspectiva sistémica

Como hemos recalcado antes, el modelo producido por Cloninger y sus colegas habría
identificado tal unidad y multiplicidad al relacionar la experiencia real de Roberto como la
combinación de sus características (temperamento y carácter) lo que habría definido, al
momento dado x, la dinámica del sistema en su paisaje de estados. Cuando Roberto pidió
nuestra ayuda, podríamos haberlo analizado tomando en cuenta una combinación de
características; podríamos haber evaluado las disposiciones altas o bajas de cada rasgo de
temperamento en combinación con los puntajes altos o bajos de sus dimensiones de
carácter en relación a su estilo de vida. En ese caso, habríamos examinado el mundo de
Roberto con una actitud neutral, tratando de identificar esas regularidades en el
fenómeno de las experiencias vitales de Roberto e la luz del modelo. Eso nos habría
permitido despejar las experiencias analizadas de las experiencias personales residuales,
esas foráneas a la organización estructural de la personalidad, y, por consiguiente,
formular un diagnóstico. Esta es la perspectiva sobre la que está fundada la ciencia
natural.

Las cosas son más complicadas desde el punto del vista de los sistemas cerrados. Desde
este perspectiva, la unidad aparece a través del fluir de la experiencia: la unidad misma es
la auto-organización de la multiplicidad de experiencias. La unidad es el proceso en sí
mismo. Esto corresponde al continuo cambio estructural que ocurre para mantener
estable la organización del organismo vivo. Combinando varios núcleos que son
constitutivos de sentido (patrones de apego, modos de organizar el dominio emocional, la
relación entre la experiencia inmediata y la imagen del Self, niveles de integración de las
diferentes formas de experiencia y así sucesivamente), es posible identificar diferentes
formas de organización del Self, el cual corresponde a las diferentes configuraciones
globales del fluir de la experiencia (cuatro formas de auto-organización y las
combinaciones que ocurren).

El terapeuta que adopta esta perspectiva para entender como Roberto organiza el
significado debe poner la actitud habitual de Roberto entre paréntesis y cambiar el foco
desde el qué de la experiencia al cómo de la experiencia. Este cambio de mirada, que
Guidano llama actitud internamente ligada, es el resultado de la reflexión sobre la
experiencia real del paciente y lleva a la identificación de los principios invariantes que
explican la experiencia que se analiza. El terapeuta y el paciente se ponen de acuerdo en

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“Selfhood, Identity and Personality Styles” (Giampiero Arciero, 2009)

el marco de sentido (por así decir), el cual deriva del haber reflexionado analíticamente
sobre la experiencia concreta del paciente. Es decir, terapeuta y paciente identifican las
regularidades, partiendo del modo con que el paciente le atribuye significado a su
experiencia.

En este enfoque, si bien los datos experimentales de la experiencia de otra persona se


toman como válidas, se toman en cuenta por los principios organizativos que rigen el
sistema cognitivo del paciente. En otras palabras, la experiencia subjetiva (el Yo en
primera persona) es vista a través de la segunda persona (tú) y la metodología consiste en
la suspensión de la experiencia real para alcanzar los invariantes organizativos. De este
manera, el paciente se transforma en un retrato estable y perdurable de él mismo,
“limpio” de toda “relación” con el mundo exterior. En el caso de Roberto, los invariantes
pueden ser hipotetizados como: un sentido de Self vago y oscilante, una definición del Self
basado en fuentes externas, una tendencia al perfeccionismo, atribución causal a las
entidades externas, una percepción defectuosa de los otros y así sucesivamente.

Pero ¿Ha sido este retrato la solución para el caso de Roberto, o simplemente ha
construido una cierta conexión entre los invariantes, una especie de ADN psíquico, sin
hacernos dar un solo paso hacia adelante en la búsqueda de una solución? Y si esto último
fuera el caso, ¿Qué dirección deberíamos tomar? ¿Podría la singularidad de la experiencia,
ese encuentro con la realidad externa, no constituir la clave del problema?

1.6 La continuidad del sentido del Self.

Antes de abordar estos temas de manera seria, primero debemos analizar brevemente un
problema que está muy relacionado con la multiplicidad y la unidad: la continuidad – el
hecho de que la multiplicidad de experiencias y la variedad de nuestras experiencias
tomen forma a lo largo del tiempo.

Desde este punto de vista, ser un Self parece implicar una continuidad de sentido, una
permanencia del Self que cruza la experiencia pasada, presente y futura. Los diseños de
los sistemas no lineales y de los sistemas cerrados ofrecen dos soluciones para el
problema. Ambas soluciones están basadas en el mismo principio explicativo: la auto-
organización.

En el casi de los sistemas no lineales, la conectividad está gobernada por ambas reglas,
locales y globales. Esto quiere decir, que es el modo en que la conectividad se construye a
lo largo del tiempo lo que constituye el invariante que subyace a los cambios en el
sistema.

En el caso de los sistemas cerrados, lo que queda invariante en relación con los actuales
cambios es la organización del sistema entendida como la configuración de las relaciones
estáticas o dinámicas entre las partes que la componen.

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“Selfhood, Identity and Personality Styles” (Giampiero Arciero, 2009)

En ambos casos, la continuidad corresponde a la naturaleza dinámica del sistema. Desde


el punto de vista de la experiencia, esto significaría que cualquier forma de discontinuidad
que sea percibida por la persona puede simplemente ser atribuida al sentido de
continuidad del Self. En los sistemas no lineales esto sería atribuible a la conectividad,
mientras que en los sistemas cerrados sería atribuible a la organización misma como una
invariante. Desde esta mirada, la continuidad siempre está localizada en el Self, en el Self
como fluir coherente.

Pero reducir la experiencia al flujo ¿no nos lleva a la pérdida de las características de la
experiencia? ¿No significa que todavía estamos viendo a la conciencia como una cosa que
existe por sí misma, como un objeto auto suficiente, mientras a su vez consideramos el
mundo como algo separado de ella por una fractura?

Pensemos por un momento en cómo Roberto se percibe a sí mismo. Los periodos de


compromiso en los que él siente que su vida no tiene sentido se alternan con periodos
durante los cuales cae en un vacío en el cual su sentido de Self desaparece
completamente. Los estados de vacío significan para Roberto la falta de un punto de
anclaje, de una onda que le permita sintonizarse consigo mismo. Él se relaciona con estos
estados de vacío a través de significados técnicos que producen esferas experienciales
capaces de absorber su atención. La presencia de Sara, especialmente en las primeras
etapas, es una fuente humana que le puede servir como el punto a través del cual él
puede definirse a sí mismo. Luego Sara se convierte en parte de su relación con los
significados técnicos que él despliega para manejar el vacío. Cuando, al final de la relación,
Sara finalmente desaparece, Roberto no tiene más estos puntos de referencia, no se
percibe más a sí mismo como un Self.

Naturalmente, se puede decir que aunque Roberto experimente el vacío como la


desaparición del Self, esto, sin embargo, es parte del sistema de personalidad de Roberto.
Podemos combinar por ejemplo, alta búsqueda de novedad con baja auto-dirección con la
separación de Sara y Roberto. Al mismo tiempo, podemos tematizar la estructura unitaria
de su personalidad, el modo en que se organiza, y por consiguiente focalizarnos en las
características que denotan vacío en su sentido de Self, el modo en que él se defino a sí
mismo a través de los otros, su susceptibilidad para compararse con los demás y así
sucesivamente. En otras palabras, podemos reducir la experiencia al estatus de objeto de
reflexión con el fin de destacar los invariantes organizativos. Operando de esta manera,
no obstante, fallamos en capturar la experiencia como tal, la vida experimentada
directamente por el sujeto mismo. Lo que conseguimos, por el contrario, es la objetividad
de la subjetividad – el sujeto de carne y hueso se nos escabulle de las manos. No sólo
omitimos un punto que es relevante para el paciente – es decir, que el mundo en el que
Roberto experimenta el Self es discontinuo – sino que también fallamos en
comprometernos con la cuestión fundamental de la ipseidad… y partir desde esa cuestión,
el tema de la identidad personal.

1.7 Volver al mundo y a la pregunta por el “Quién”

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“Selfhood, Identity and Personality Styles” (Giampiero Arciero, 2009)

En un artículo de gran interés titulado “El Sí Mismo”, Galen Strawson (1999) aborda el
tema de la continuidad del Self a lo largo del tiempo en relación al carácter. Al hacerlo,
introduce una diferencia: “Algunas personas viven profundamente de un modo narrativo…
Algunos simplemente van de una cosa a otra. Viven la vida de un modo deshonesto o
siguiendo la moda” (Strawson, 1999). Dos maneras diferentes de vivir la vida, de
experienciar, de imaginar y de contarse a sí mismo. No obstante, si examinamos estos dos
modos a la luz de la continuidad, entonces la segunda manera es defectuosa.

Si la continuidad fuera asumida tácita o teóricamente como el criterio definicional del


sentido normal del Self, sólo pensemos en cuántos terapeutas tendrían en las palmas de
sus manos la formula para mejorar a sus pacientes. Solamente tendrían que ayudar a sus
clientes a que se cuenten historias de modos distintos, o convencerlos de cuán
irracionales son sus deshonestos estilos de vida; o sería necesario construir un marco de
significados más adecuado, un modo más apropiado con el cual juzgar la naturaleza
fragmentada de sus vidas. En otras palabras, sería suficiente proporcionar un punto de
estabilidad, quizás una nueva historia, o tal vez una imagen más precisa de sí mismas, para
devolverle el sentido de continuidad personal a la dispersión de la experiencia. Para
aquellos terapeutas, la normalidad corresponde al modo narrativo de vivir. Sin embargo
¿es anormal ser alguien no-narrativo? Como dice el mismo Strawson (Strawson, 2007):
“uno simplemente podría carecer de cualquier tendencia narrativa, o podría tener una
tendencia positivamente anti-narrativa”.

Esto quiere decir que debemos ser cautos cuando buscamos la continuidad del Self de un
modo narrativo, o en un retrato impersonal, como si la narración de una historia o la
estabilidad de una imagen fueran garantía de la continuidad del Self. Como si otorgar
significado a través de una historia cualquiera fuera suficiente para crear estabilidad.

Otra razón por la cual se deben tomar resguardos es que la narración relativa a la
construcción de una identidad personal se basa en, y trae al lenguaje, la propia
experiencia de estar en el mundo. La manera como la gente se narra a sí misma difiere; no
todas las historia exhiben continuidad y avanzan a través de las etapas de inicio, desarrollo
y final. Algunas historia consisten en variaciones de un solo tema, otras consisten en una
variedad de temas, mientras que otras incluso sólo consisten en variaciones sin un tema
(Arciero, 2006). ¿Por qué?

Aunque muchos crean que es suficiente contar una historia, o contársela a uno mismo,
para otorgarle sentido al Self o a los otros, hay que insistir en la mirada expresada por
MacIntyre (1981) de que las historia son vividas antes de ser contadas. Hacer un recuento
de la propia vida debería sacar a la luz “los documentos y monumentos”, las acciones
llevadas a cabo y los sentimientos experimentados durante esa vida, de otra manera el
acto de rememorar sería pura ficción. Por lo tanto, el problema no puede resolverse
simplemente al nivel de la historia de Self. En su lugar, se trata, primero que todo, de ser
uno mismo.

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“Selfhood, Identity and Personality Styles” (Giampiero Arciero, 2009)

Algunas consideraciones de esta naturaleza nos llevan a tomar en serio a Zahavi (2003)
cuando propone hacer una distinción de términos para evitar una confusión innecesaria:
“Cuando estamos tratando con el self experiencial, deberíamos apegarnos al término
“self”, ya que estamos tratando exactamente con una forma primitiva de donarse a sí
mismo. Sin embargo, cuando estamos tratando con el modelo narrativo, sería mejor no
hablar de self, sino de una persona como construcción narrativa”. Zahavi identifica dos
dominios del fenómeno que aún no hemos encontrado, de los cuales uno, el Self
experiencial, es más primitivo que el otro -- la persona como narrada.

Así , antes de que podamos empezar a buscar la cura para la discontinuidad de Roberto, el
problema que nos pone la historia de Roberto es hacer que la ipseidad se manifieste:
mostrar ese Self experiencial que cada uno es antes de cualquier narración. Hacer este
fenómeno evidente significa contabilizar para los diferentes modos de experimentar
continuidad-discontinuidad, no al nivel de la narración, sino ya a un nivel pre-reflexivo; es
en su actuar y sentir que este fenómeno debe ser develado.

Con el fin de arrojar luz a la ipseidad, entonces, damos un paso metodológico


fundamental que es el de tomar la experiencia concreta y devolverle la parte que falta, el
mundo, el ser integrado…en-el-mundo. En otras palabras, guiamos a la conciencia de
regreso al contacto con el mundo, con la vida diaria, es decir lo que nos absorbe gran
parte de la vida y que no requiere reflexión.

En vez de eso, tomar la experiencia fáctica no como un objeto de reflexión, sino como un
modo de ser uno mismo – esto es, como una manera de sentir que yo existo – tiene dos
consecuencias obvias. La primera tiene que ver con el Self regresando al mundo y la
segunda la pregunta por el “quién”. Trataremos estos dos asuntos separadamente.

Regresar al mundo

Poner la relación concreta entre el sujeto y el mundo como el foco principal de


investigación claramente derrumba la separación entre la conciencia y el mundo. En otras
palabras, las presunciones fundamentales de la subjetividad moderna, esto es la teoría de
los sistemas no-lineales, de sistemas cerrados y de la psicología cognitiva, quedan atrás: la
clausura de la conciencia, entendida como el ‘Yo pienso’ que acompaña todas las
representaciones, o como un Yo que irradia una serie de actos (percepciones, acciones,
imágenes, etc.), para los cuales este mismo Yo regresaría a través de la reflexión.

De hecho, si consideramos la experiencia actual de vivir, tal como, por ejemplo, sentir el
calor de esta tarde de verano mientras me siento en esta mesa a escribir este libro, esta
experiencia es mía propia, pero no es resultado de un Yo que primero reflexiona sobre
esta experiencia y luego dice que tiene calor. Es decir, esta experiencia que tiene un
significado incluso antes de un Yo, el centro de todos los significados, dice “tengo calor”
por haber reflexionado sobre la experiencia inmediata. Esta experiencia no constituye, sin

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“Selfhood, Identity and Personality Styles” (Giampiero Arciero, 2009)

embargo, una excepción. Si pensamos por un momento en los muchos eventos que han
ocurrido durante el día – despertarse, desayunar, prepararse para salir, la jornada en la
oficina y así sucesivamente – la mayoría de esas experiencias se dieron sin alguna
necesidad del propio aparato cognitivo para que se ejecutaran.

Más que volver a reflexionar sobre sus propios actos, la conciencia del Self emerge en su
relación con el mundo. Nos encontramos a nosotros mismos, el Self es presente pasa sí
mismo, no en el espacio cerrado de una pieza interior iluminada por la introspección, sino
que haciendo lo que hacemos, sintiéndonos felices con lo que nos hace felices, pensando
lo que pensamos, amando a quienes amamos, percibiendo lo que percibimos. La
conciencia parece haber rotado a la existencia, encarnada en mi cuerpo, en sintonía con
una cierta emoción.

En años recientes, algunas investigaciones – sobre todo los nuevos estudios


interdisciplinarios que combinan la filosofía, la psicología del desarrollo, la primatología y
las neurociencias – convergen al considerar la auto-conciencia como un fenómeno más
primitivo, encarnado y no conceptual.

Algunos estudios han demostrado que empezando justo desde la infancia temprana,
percibir movimientos u objetos corresponde a una adquisición no conceptual, información
pre-lingüística sobre uno mismo (Bermudez, 1998). Este tipo de conciencia es la base para
los procesos tempranos de imitación con los que los niños ya son capaces unas pocas
horas después de nacer (Meltzoff y Moore, 1977, 1984). Gallagher y Meltzoff (1996)
estarían así en lo correcto cuando dicen que el niño humano ya viene equipado con un
mínimo Self que está encarnado, enactivo y ecológicamente sintonizado.

La pregunta por el “Quién” (Die Werfrage)

La segunda consecuencia interesante es el pasaje a la nueva perspectiva ontológica en


donde la diferencia entre el qué y el quién tiene una consideración seria, en la cual la
pregunta que resuena es “¿Quién es el Self?” más allá de “¿Qué es el Self?”.

Este punto de vista, según el cual el “sujeto” significa lo que queda idéntico en toda la
multiplicidad de conductas, o el Yo que irradia actos intencionales, interpreta al ser del
sujeto como un hecho, como evidencia, como un dato, tal como el teléfono que está al
lado de mi computador. Esto es, por medio de las mismas categorías que usamos para
identificar las cosas.

Tal perspectiva no tematiza las diferentes modos de ser del sujeto que, sin embargo,
constituye nuestra singularidad. Deja esos modos de ser indeterminados e
indiferenciados, ya que, reclamamos, esta perspectiva no necesita caracterizarlos desde
una perspectiva ontológica. En realidad, se entiende el Self como si fuera una cosa. Se
entiende a Robert – regresando a nuestro ejemplo – como si fuera un sistema en el cual
los rasgos del carácter se combinan con los rasgos del temperamento hasta un cierto

23
“Selfhood, Identity and Personality Styles” (Giampiero Arciero, 2009)

punto en su vida; o más como la auto-organización de significado que puede ser


identificado por medio de un número de características invariantes y de ciertos elementos
constitutivos. Este enfoque garantiza la objetividad de la subjetividad, el retrato
impersonal de un sujeto. Podría decirse que estas categorías nos liberan de la necesidad
de saber con quien estamos hablando cuando, al usarlas, nos referimos a un individuo
específico. Estas categorías refieren a un sujeto que es nadie.

Si, sin embargo, al ser del sujeto no se le atribuyen propiedades de la forma en que un
producto es, sino que se le asignan maneras de ser, según la cual en cada ocasión por
separado la persona que experimenta el mundo se percibe a sí mismo, ya sea en esta o
aquella otra forma, entonces hay una diferencia ontológica entre ser una estrella, ser una
rosa, ser un mono y ser un hombre. La existencia de un hombre está por lo tanto
caracterizada por posibles maneras de ser, por modos de sentirse a sí mismos vivos: la
experiencia es mía, es siempre mi ser que está en juego con mis posibilidades de ser, con
mis planes, mis expectativas, con mis encuentros, mis opciones.

La pregunta “¿Quién?”, el Werfrage, pone la pregunta de la unicidad y de la generalidad


de ser uno mismo. De hecho, responde a la pregunta, “¿Quién soy?”, “¿Quién eres?”. Al
plantear esta pregunta, la ontología nos hace encontrar, no el real ser “Yo” o el real ser
“tú”, sino ser yo en el sentido en el cual Yo, tú y todos los demás significan, de vez en vez,
“yo mismo”, es decir, ipseidad. Una conceptualización muy peculiar, ya que intenta captar
de una sola vez la generalidad y la singularidad del hombre.

Responder a esta pregunta, sin embargo, también significa extender la investigación hacia
un Self que ya no está dado sino que está en construcción. Ya no es más una pregunta
para captar el Self por medio de un acto reflexivo, sino de la comprensión de cómo el ser
uno mismo está ahí para sí mismo, cómo es conciencia de Self en sus actividades
rutinarias, en su experiencia factual.

La pregunta entonces viene a ser ¿de dónde emerge esta presencia de uno mismo?, ¿cuál
es el origen de esta conciencia de Self si la reflexión ha sido desterrada, y con ella la
interioridad de la conciencia? La respuesta está en la existencia en sí misma.

Yo estoy presente para mi mismo mientras, en mi pereza, me doy vueltas en la cama antes
de levantarme, mientras, aún medio dormido, me lavo los dientes y abrocho mis zapatos,
o mientras camino rápidamente hasta la oficina. Y si existir fuera estar en el mundo por el
bien de las propias posibilidades, un alojamiento con las cosas de nuestro diario vivir, y si
la conciencia no fuera otra cosa que la apertura del hombre hacia el mundo, entonces la
conciencia no está encerrada (dentro de la cabeza) sino en el mundo.

La conciencia del Self implica entonces una relación más profunda, una relación primaria y
más original que es constitutiva y que hace posible la conciencia del Self: la relación con el
mundo, la relación con el otro. Esto significa que existiendo ya se es siempre en apertura,

24
“Selfhood, Identity and Personality Styles” (Giampiero Arciero, 2009)

en relación con algo, siendo con. Pero tal existencia también es estar al mismo tiempo
abierto hacia uno mismo, de vez en vez en cada ocasión.

La conciencia encarnada en un cuerpo, mi cuerpo. El propio cuerpo es entonces “el lugar”


en el cual, cada vez, se actualizan el mundo que se me aparece y el sentirme vivo. Esta es
la extraordinaria presentación del cuerpo: dirige su propio ser, que se apodera de él en
una comprensión mientras que reflexiona a sí mismo acerca de las cosas presentes en el
mundo que le rodea. Es el devenir de estar siendo en el mundo. Desde esta perspectiva,
cada sensación, cada acto de percepción, cada emoción es a la vez un emerger y un
desaparecer: ya ha desaparecido en el momento en que ocurre. Como dice el poeta Rilke
(Rilke, 1939):

“Nosotros, cuando sentimos, nos evaporamos; Ay, respiramos fuera y lejos; de brasa en
brasa expresando una débil esencia”.

De esta manera, si la ipseidad se revela a sí misma y toma forma en el diario vivir, en el


encuentro con lo que no es – el mundo y los otros – si se encuentra y se presenta a sí
misma en el acto de sentir, en el hacer y deshacer, si es proporcional a un mundo en el
cual se desenvuelve mientras vive el diario vivir, esto es porque se reconoce así misma en
la medida en que se reconoce cada vez desde las cosas y desde los demás existiendo en el
mundo.

Si el ser uno mismo se constituye en los itinerarios que cada uno de nosotros sigue en el
mundo cada día, en las acciones y pasiones de los cuales están hechos, esto es porque la
presencia a uno mismo abre, se revela a sí mismo reflejándose en cada evento desde el
mundo y desde los otros.

1.8 Encontrarse a sí mismo en las cosas y en los otros

¿Qué queremos decir cuando decimos que la ipseidad es reflejo de las cosas? ¿Qué
reflexión estamos haciendo aquí? Al referirnos a la reflexión, ¿no hemos vuelto a caer en
la trampa de la interioridad personal, de relacionar los sujetos a sus actos, lo cual era el
origen de la conciencia del Self posicionada por el pensamiento moderno?

En palabras de Heidegger, “El self está ahí para el Dasein mismo sin la reflexión y sin la
percepción interna, antes de toda reflexión. La reflexión, en el sentido de una vuelta atrás
(Ruckwendung) es solamente un modo de auto-aprehensión, pero no de una auto-
revelación primaria. La manera en la cual el self se revela a sí mismo en el Dasein factual
nunca puede ser llamada una reflexión, exceptuando que no debamos tomar esta
expresión en el sentido de lo que comúnmente entendemos por ella – el ego vuelto hacia
atrás y mirándose a sí mismo – sino una interconexión (Zusammenhang) tal como si se
manifestara a un significado óptico del término ‘reflexión’. Reflejar quiere decir, en el
contexto óptico, quebrarse por algo, ser irradiado, mostrarse a sí mismo por el reflejo de
algo” (Heidegger, 1988).

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“Selfhood, Identity and Personality Styles” (Giampiero Arciero, 2009)

El modo en el cual uno mismo está ahí para sí mismo, el modo fundamental en el cual está
abierto, es a través de refracción, a través de reflejarse uno mismo desde las cosas, tal
como un rayo de luz se refracta en la superficie que alcanza. La ipseidad se refleja a sí
misma desde las cosas como si ellas fueran un espejo, y al hacerlo, cada vez regresa a sí
misma, propia. Por medio de lo que nos ocupa y también de lo que nos preocupa, por
medio de lo que hacemos y con quienes nos encontramos, en cada día de la vida, la
ipseidad se descubre y se comprende a sí misma. En este sentido, la conciencia del Self
está fundamentada en la existencia factual, en la vida concreta, en la medida en que está
emocionalmente situada por medio de la relación con el mundo y con los otros de vez en
vez.

Esto significa que la existencia no corresponde exclusivamente a ‘ser hacia’ en todo


momento… sino que la existencia es, en cada ocasión, también determinación de uno
mismo. Yo podría estar cautivado, furioso, indiferente, aburrido, perdido es esos eventos
y cosas que me rodean, en los hechos que golpean mi imaginación. Sentirme vivo
constituye la manera en la cual mi existencia está consignada al sentimiento de la
situación en la cual yo me encuentro a mí mismo.

Esto cuenta para la afirmación de Heidegger (2001) que dice: “un estado de ánimo nos
asalta. No llega ni de ‘afuera’ ni de ‘adentro’, sino que surge de Estar-en-el-Mundo, como
una manera de estar siendo”. Un estado emocional no está clausurado en una
interioridad; es, por el contario, el modo de ser junto, de ser en el mundo; al mismo
tiempo es el modo en la cual estar aquí, la existencia, es mía.

Estas diferentes maneras de ser hacia las cosas señalan un igual número de modalidades
de la presencia de uno mismo, de la comprensión del Self.

Visto así, la intencionalidad no es una estructura de la experiencia la cual irradia desde el


Yo, sino que aparece como ipseidad misma abierta hacia el mundo; adquiere por lo tanto
un valor ontológico. Es la estructura esencial que subyace a la experiencia vivida – como la
posibilidad de ganar acceso al mundo y como el determinante fundamental de la
existencia de uno mismo.

1.9 Reflexión

El problema de la reflexión nos lleva a otro asunto: ¿Cómo puede uno reflexionarse a sí
mismo desde algo si uno no está ya allí por sí mismo antes de ese acto de reflexión
(Raffoul, 2004)?

El ser mismo se produce por la posibilidad de ser, de anticipaciones, proyectos y así


sucesivamente, desde una apertura constitutiva que corresponde a la totalidad de
posibilidades de ser en el mundo. Entonces, la anticipación del Self en sí mismo constituye
un componente estructural de la ipseidad. Siempre vivimos en la esperanza, esperando,

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“Selfhood, Identity and Personality Styles” (Giampiero Arciero, 2009)

con miedo, deseando, preocupados por algo, relacionados con algo, habiendo algo antes
de uno mismo, con la finalidad de algo.

La conciencia, como conciencia encarnada, como lo establece Merleau-Ponty, al tomar los


manuscritos no publicados de Husserl, no es un “Yo pienso que” sino un “Yo puedo”
(Merleau-Ponty, 1962). Buscando el interruptor con los propios ojos, alcanzando la
lámpara y su cable visualmente y ubicándola en el primer plano respecto de los otros
objetos que “animan” esta oficina, ya significa mirar esos objetos como “siendo capaces
de ser usados”. Esto es, el cuerpo mismo aparece como un correlato del mundo en el cual
el cuerpo está un paso adelante por medio de sus diferentes modos de acceder al mundo,
un mundo en el cual el cuerpo actúa y sobre el cuál actúan. “En realidad el cuerpo no es
más que la manera con la cual tenemos acceso al mundo y, al mismo tiempo, o de manera
correlativa, en cierto modo una aparición del mismo mundo… El cuerpo es el conjunto de
las condiciones concretas bajo las cuales un proyecto existencial se actualiza a sí mismo y
se convierte, por medio de su propia actualización, propiamente mío” (De Waelhens,
1951). Numerosos estudios de neurociencias revelan cómo esta capacidad anticipatoria
está estructurada en el sistema sensorio-motor (Rizzolatti et al, 1996).

Se puede decir que el ser mismo se excede a sí mismo, es “súper abundante”; de una u
otra manera, siempre está por delante de sí mismo, “adelantado” de algo que tengamos
que hacer, porque ya existe en un mundo, “ya ha nacido”. En su semestre de lectura del
invierno de 1922, Heidegger (2001) dice: “Me encuentro a mi mismo en el mundo, en eso
en lo que vivo y en lo que me compromete, en mis éxitos y en mis fracasos, en mi
ambiente, mi mundo circundante, en mi mundo compartido. Me encuentro por mi propio
sí mismo, pero en donde el sí mismo‘no está’ ahí por su condición de Sí Mismo, y donde el
‘desde mi propio sí mismo’ no está ni dado reflexivamente ni explícitamente colocado
dentro de esta reflexión”. Como sucede a menudo con Heidegger, es evidente que los
modos con que él utiliza el lenguaje y la singularidad de la experiencia que esos modos
evocan no nos es fácil entenderlo.

¿Qué significan estas enigmáticas palabras del filósofo? Siempre nos encontramos a
nosotros mismo entre las cosas y los otros como si fuéramos absorbidos por el mundo.

En el mundo, la ipseidad siempre está relacionada con las cosas y con los otros, y estas
relaciones determinan el modo en que uno actúa o se comporta de ciertas manera, de
acuerdo a ciertas tonalidades emocionales. Es precisamente a través de los diferentes
modos en los cuales se encuentra el mundo y los otros que la ipseidad revela lo que es
significativo y a la vez descubre su propio modo de ser. En este sentido, el Self “no está
reflexivamente presente”, no está presente para sí mismo a través de una reflexión
generada por un espacio interior. La reflexión brota “fuera de sí”, desde las cosas mismas.

Y este ser “fuera de sí” inmerso en un contexto de hombres y cosas que la reflexión
presupone como condición de posibilidad de retorno al Self (pero no como un Yo, que ya
está dado y que sale del Sí mismo con el fin de encontrarse con el mundo y los otros para

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“Selfhood, Identity and Personality Styles” (Giampiero Arciero, 2009)

luego volver al Self). Podría decirse que en tener que ver con uno mismo (Verhalthen) está
situado en el contexto que “ya está dado”, por lo tanto familiar para nosotros, por medio
del encuentro con las cosas con las que tratamos en nuestra vida diaria. Esto es, antes de
cuidarme o preocuparme por una cosa u otra, yo ya presupongo un mundo que yo
primero ya doy por sentado, que yo no tomo en consideración, porque es obvio. Como
señala Zaner (1971), “pertenecer-al-mundo es habitarlo como un ser que ya está
familiarizado con el, con su curso y estilo típico, porque está encarnado en un cuerpo que
está ‘en su casa’ misma.

La ipseidad, entendida como mi modo de ser intencionalmente dirigido hacia esto o lo


otro de vez en vez, co-pertenece al mundo. Es la continuidad de esa relación con el mundo
la que nos entrega a cada uno de nosotros ese sentido de continuidad del Self. Heidegger
no deja dudas en este punto: “Quien soy yo ahora sólo puede ser dicho a través de esta
permanencia, y siempre al mismo tiempo en la permanencia yace eso con lo que y con
quienes yo permanezco, y en cómo yo me comporto hacia ellos” (Heidegger, 2001). La
continuidad de la relación no puede ser otra cosa que algo discontinuo en la medida en
que mi relación con esto o lo otro cada vez es diferente.

Por lo tanto, es precisamente porque uno mismo ya está siempre “afuera mismo”, abierto
al mundo y por ende, situado emocionalmente, que puede reflejarse a sí mismo desde las
cosas y desde allí regresar a sí mismo. Y es precisamente porque las cosas desde las cuales
uno se refleja a sí mismo refieren de vuelta al contexto, al mundo, que pueden reflejarlo a
uno mismo. En su último semestre en Marburgo, Heidegger regresó al sujeto, afirmando
que “El mundo es el libre anclaje por el bien del Dasein” (Heidegger, 2001). Cuando está
preocupado, apurado, en calma, por el bien de su propio ser, el mundo le provee o lo
proporciona un soporte para un posible juego de oportunidades.

1.10 Meaning

¿A través de qué significados la ipseidad se comprende a sí misma en la reflexión? “De las


cosas con las que nos relacionamos”, esas cosas que son urgentes, factibles,
indispensables, apropiadas, esas cosas que nos respiran en la nuca, por las que estamos
esperando y que consideramos necesarias. El éxito o el fracaso, la factibilidad o
imposibilidad por una parte, pero al mismo tiempo la viabilidad, lo impracticable del
mundo por otra; y entonces esas cosas que son inesperadas, ambiguas, nuevas,
misteriosas, oscuras, indefinidas, vagas. Estas son las cosas que nos permiten o nos
impiden de regresar a nosotros mismos.

No una sola cosa por sí sola, sino que un entrelazado de cosas con cuales significados está
repleta la praxis de la vida que son complejos por una serie de referencias específicas. No
una significatividad conectada a datos en bruto, conectada a una identidad de objeto, sino
un objeto cuya luminosidad se adquiere a partir del contexto al que refiere; una visibilidad
que emana de la totalidad que la provee. Es esa contextura de referencias específicas que

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“Selfhood, Identity and Personality Styles” (Giampiero Arciero, 2009)

constituyen el contexto de comprensión que nos permiten, en cada momento, atribuirle


significado a un objeto.

Tomemos la lámpara del escritorio de mi oficina como un ejemplo. La lámpara adquiere


un significado mientras me permita iluminar la oficina, que a su vez es parte del
departamento donde trabajo, lo que a su vez conecta con la necesidad de un ambiente
donde un hombre pueda trabajar, y que pueda trabajar de noche también. El contexto
final mencionado no tiene conexión con un conjunto de referencias específicas sino al ser-
en-el-mundo mismo.

El objeto adquiere un significado porque está referido por el contexto, una esfera de
conexión más amplia: para sus usos posibles, lo que a su vez refiere de un contexto aún
más amplio, y así sucesivamente hasta toda la gama de referencias que se hallan ancladas
en la existencia del hombre. La gama completa de contextos interconectados – los cuales
emergen uno del otro, hasta el punto en que los contextos más amplios son visibles
incluso en los más limitados – existe inmediatamente antes de nosotros cada vez que
estemos cerca de usar la lámpara.

De acuerdo con Heidegger, es por medio de las cosas que nos volvemos a un conjunto de
acciones posibles, a un conjunto de referencias a partir de las cuales se recupera el
sentido y por medio de las cuales se ofrecen para la comprensión, y de las cuales el último
punto de referencia fundamental es el hombre. Es el conjunto de usos posibles de los que
puede estar hecho lo que le entrega el significado a la lámpara que tengo en mi escritorio.
Esos usos constituyen el último punto de anclaje para los modos de comprensión del
hombre, los cuales, como hemos visto, siempre se basan en seguir adelante, siempre… por
el bien del sí mismo.

“Por consecuente”, como dice Raffoul (2004), “cuando el Self se mueve, cambia de lugares
o se encomienda a ciertas relaciones, es de hecho su propia existencia la que le asigna la
tarea de develarse y comprenderse… La familiaridad con el mundo es la familiaridad
consigo mismo”.

Por ejemplo, cuando cae la noche, la posibilidad de que pueda seguir escribiendo “indica”
la necesidad de una luz que me permita ver. Por el bien de la exigencia de seguir
trabajando incluso de noche, busco el interruptor para prender la lámpara. Encuentro la
lámpara sin pensar en ella. En este encuentro, mi necesidad de luz está permitida, es
reflejada, en el uso de la lámpara como fuente de luz. Es precisamente la existencia de un
conjunto posible de referencias específicas, en donde una cosa toma significado,
permitiéndole a la ipseidad poder reflejarse como en un espejo. La reflexión puede tomar
forma ya que el descubrimiento de la funcionalidad específica de las cosas (significancia)
presupone un modo de ser de una preocupación discernida, una búsqueda después de la
viabilidad, un permitirle al mundo llegar a uno mismo por el bien de… La experiencia llega

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“Selfhood, Identity and Personality Styles” (Giampiero Arciero, 2009)

a ser significativa por la misma razón que el objeto iluminado (por los posibles contextos
de referencia) se encuentra con la posición de la persona mirando, escuchando, tocando.

Podemos entender el concepto de cuerpo esquema de Merlau-Ponty de la misma manera:


“constituido por medio de las tareas urgentes o inmediatas que tiene el movimiento
humano” (Zaner, 1971). El esquema del cuerpo es el resultado de cada momento de la
organización y coordinación entre las actividades corporales reales y posibles con ciertos
objetos, concebidos como polos de acción en la situación existente. Un estilo de
comportamiento que se refleja en mi ambiente vital que yo considero importante: mi
hogar, mi música, mis libros y así sucesivamente… ¡las huellas de nuestra existencia!

Esas son cosas que hablan de mí. En este sentido, la ipseidad, la cual se relaciona con las
cosas y la que se preocupa de las cosas, se refleja en el conjunto de referencias de las
entidades intramundanas.

Pero este reflejo es mudo si no está emocionalmente situado. Mis expectativas se podrían
encontrar con una decepción, o podría sorprenderme por los resultados de una tarea
urgente, ser motivado por algo, o ser barrido por las situaciones en las que me encuentro,
y las que me encuentran. “De hecho desde un punto de vista ontológico”, dice Heidegger,
“como principio general tenemos que dejarle el descubrimiento primero del mundo a un
estado de ánimo desnudo (Heidegger, 1988). En este sentido, la ipseidad está a la espera
de sus propias posibilidades, confiando en que “las cosas las cosas dan y también niegan”
(Heidegger, 1988), ya que la piseidad se comprende a sí misma por medio de esas
posibilidades que el mundo de la praxis y las cosas son capaces de reflejar. A través de esa
comprensión del mundo, a través de comprender al otro, el Self se comprende a sí mismo.

En este sentido, para una ipseidad que encuentra el mundo como un conjunto de
referencias específicas (significancia) a través del compromiso con el ambiente
circundante, el significado corresponde a lo que ha sido comprendido, alcanzado en un
simple acto.

Entonces, es la ipseidad la que está abierta al mundo en una especie de preocupación


discernida (esto es, preocupada de esto y lo otro), mientras se encuentra con algo
significativo, se comprende a sí misma; mientras se refiere a algo expresamente y vive de
algo, al mismo tiempo trae su propio mundo a la experiencia. Podríamos decir, en línea
con una variación del mismo tema, que el propio cuerpo de uno, situado emocionalmente,
coordinado con las cosas. Está de este lado, de mi lado, y al mismo tiempo está del otro
lado, del lado del mundo, o como diría Merleau-Ponty, el que toca y es tocado.

De este modo tanto la alteridad del mundo de la del otro, ambas, individuación y
apertura, pueden pensarse juntas, contemporáneamente. El significado visto desde esta
perspectiva indica algo, o alguien, en cada ocasión y al mismo tiempo es él que se vuelve
experiencia. Así, la experiencia es mía. Que la experiencia siempre sea mía indica que la

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“Selfhood, Identity and Personality Styles” (Giampiero Arciero, 2009)

existencia se pertenece a sí misma. Corresponde a mi ser, en una u otra tonalidad


emocional, en la situación específica que es estoy viviendo cada vez.

Entender al mundo como algo privado, en la esfera de la experiencia interna, no es algo


posible. Es, por el contrario, mi existencia de una conducta. “Yo puedo hablar”, dice
Dreyfus (1991), “hablar de tu conducta y de la mía, y de la comprensión de estar en tus
actividades y en las mías, pero eso no debería llevarme a pensar que tu conducta está en
tu mundo y que la mía esta en el mundo mío o que tú tienes tu comprensión de ser y yo la
mía”.

1.11 Inclinación

El ser mío de la experiencia, el hecho de que tener una experiencia me pertenece a mi y


que en todo momento corresponde a mi adquisición de significado, demuestra cómo la
permanencia en el tiempo deja de ser un continuo encuentro con uno mismo o con los
demás. Y es que cada vez que la experiencia se pertenece a sí misma, funda la
individuación en su no-disociabilidad de un compartir del mundo con los demás.

En las lecturas del invierno de 1922, Heidegger habló de las inclinaciones para indicar una
cierta historicidad de este ser en relación:

“En esta inclinación de lo relacional, en la propensión como un modo de actualizar la cura


(el cuidado de), el mundo, en el cual vive la vida, tiene un peso para la vida, de tal manera
que la vida, en su facticidad, le agrega constantemente nuevos tipos de peso. Las esferas
de significado que se encuentran en el curso de la maduración de la vida, y que llegan a ser
diferentes cuando su mundo cambia, transportan vida. En su propensión, la vida así llega
al modo de ser transportada. La vida se abandona a sí misma en una cierta presión
ejercida por su mundo” (Heidegger, 1988).

Debemos ser cuidadosos de no interpretar este estar inclinado como un regreso a una
especie de esfera inmanente, a una permanencia sustancial que representó una de las
más significativas producciones de la subjetividad moderna. La inclinación tiene que ser
entendida por medio del ser en cada instante, por medio de la discontinuidad, por medio
del sentido del Self que se vuelve experiencia en cada momento. Indica más bien, que se
dirige hacia sí misma cada vez que la ipseidad se encuentra a sí misma para ser lo mismo,
en la medida en que se encuentra cada vez al lado de las mismas cosas con las mismas
tonalidades emocionales. En los capítulos sucesivos veremos la importancia que este
regreso al Self adquiere para el estudio del carácter y de la personalidad.

Esta tensión .. entre la sedimentación de la propia experiencia del Self y el acontecer en


cada momento – que es interna para la ipseidad, que se actualiza a sí misma en cada
momento de nuestra existencia, caso siempre queda invisible en la experiencia diaria. Esto
es, cómo la historia de nuestras vidas, que nos orienta, queda más o menos indistinguible
de cómo experienciamos esto o lo otro. Aunque sí percibamos un sentimiento de

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“Selfhood, Identity and Personality Styles” (Giampiero Arciero, 2009)

estabilidad en nosotros cada vez que experienciemos algo, a ese sentimiento nunca se le
llama explícitamente en la vida cotidiana; siempre está sigilosamente presente. Como si
existiera una especie de solapamiento entre el sentido de continuidad del Self, lo que
queda mientras se devela, y la experiencia que yo estoy teniendo.. La dialéctica escondida
entre la mismidad y la ipseidad sólo se da a conocer a sí misma con la vibrante claridad de
la experiencia de la novedad. Lo tira a uno fuera de sí mismo; el encuentro con los eventos
inesperados produce que en el mundo ya no nos encontremos como siendo al lado de las
mismas cosas con las mismas tonalidades emocionales. Al experimentar la novedad, es
como si la ipseidad no tuviera ese soporte de la historia: una historia sedimentada con
acciones y emociones relativas a los otros en el mundo.

Vamos ahora a resumir nuestro argumento, con el objetivo de identificar qué problemas
quedan por resolver, y para definir la trayectoria del próximo capítulo. El caso de Roberto
ha puesto una serie de preguntas que nos han dirigido a re-examinar el concepto
moderno de Self, tanto en sus orígenes como en sus implicancias. Hemos entonces
trazado los orígenes de este concepto y delineado su desarrollo como parte de una
ontología que, desde Platón hasta Husserl, siempre ha considerado al Self como una cosa.
Este concepto, el cual ha sido adoptado en Psicología sin una mayor tematización, ha sido
visto para darle soporte a la teoría de los sistemas, las variadas clasificaciones de la
personalidad y las diferentes formas de enfoque terapéutico. Al desafiar estos orígenes,
hemos seguido a Heidegger en el intento de definir una ontología que conciba al Self
como un “quién”: no a través de categorías ontológicas aplicadas a las cosas producidas,
sino a través de modos de ser – un Self marcado por modos de “sentirse-en-el-mundo”.
Este ejercicio inevitablemente nos ha llevado a reconsiderar los tres elementos
distinguibles del pensamiento moderno que, al igual que el sentido común, han
considerado como cualidades esenciales de el Self: interioridad, unicidad y continuidad.
Una vez más, el caso de Roberto nos sirve como prueba.

En la bases de esta nueva perspectiva, pareciera que la discontinuidad, multiplicidad, falta


de unidad narrativa y falta de egocentrismo de Roberto no puede ser entendida en
términos de inadecuación con respecto a las nociones de continuidad, unicidad y
privacidad. En otras palabras, podría haber un camino alternativo para comprender estos
tres rasgos del Self de Roberto. Nuestra investigación sugiere que la permanencia no
posee un carácter sustancial. El ser-uno mismo siempre es algo discontinuo: la ipseidad se
construye en cada caso en relación a las situaciones que van sucediendo. Mientras que
esta forma de discontinuidad siempre es mía, en cada caso, dependiendo de las
circunstancias, simultáneamente es reflejada por las cosas o por los demás; como tal, es
puesta fuera del centro. Me encuentro conmigo mismo en la manera en que el mundo me
refleja mis asuntos diarios o mis proyectos de vida; me encuentro a mi mismo a través de
mis relaciones con los demás y a través de las relaciones que tienen lo demás conmigo.
Esta multiplicidad no necesariamente requiere alguna unidad narrativa. Es posible
describirse a uno mismo como un héroe romántico o en un rango de diferentes
personajes: como una especie de polifonía del Self; una persona también podría carecer
de alguna tendencia narrativa. Desde esta perspectiva, Roberto ya no aparece más como

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“Selfhood, Identity and Personality Styles” (Giampiero Arciero, 2009)

deficiente con respecto al normal funcionamiento del Self; incluso, su caso podría
examinarse desde la base de los diferentes modos de ser.

No obstante, no nos encontramos en una situación similar como la que Klaus Conrad
llamó la atención de Biswanger cuando puso la pregunta polémica: ¿No es la
consideración de los muchos proyectos de mundo únicos e irrepetibles que hay en los
pacientes esquizofrénicos lo que nos impide comprender lo que es específicamente es
esquizofrénico? Parafraseando a Conrad, podríamos preguntarnos: ¿Por qué debería sufrir
Roberto? Después de todo, su discontinuidad, multiplicidad y el estar sintonizado con los
demás en todo momento son todas características estructurales del Self. En alcanzar la
ipseidad, ¡hemos perdido a la psicopatología!

La pregunta por el “quién” todavía queda por contestar; sin embargo, sin duda ha traído
un tema previamente oculto al frente: el significado de la experiencia, lo que siempre se
debate entre lo que está ocurriendo y la historia sedimentada del sujeto. La sección acerca
de la Inclinación trae esta pregunta casi por sorpresa, apuntando a la necesidad de
comprender la ipseidad en el contexto de un cuasi-invisible dialéctica con la mismidad.

Un ser humano, a diferencia de un animal, sólo puede concebir el sentido del Self – la
ipseidad – en el contexto de la sedimentación de sus propias experiencias. Sin la mismidad
no podemos entender la distribución – por decirlo a sí – de la multiplicidad del Self en el
tiempo: el contexto de significado, esto es, en el cual toma forma la experiencia de
Roberto cada vez. Es por esta razón, a causa de la descontextualización de la experiencia,
que los arduos intentos de los neurocientíficos por localizar el Self en el cerebro humano
inevitablemente siempre están destinados a fallar. La red de relaciones entre la ipseidad,
la mismidad y la narrativa (o la falta de narrativa del Self) se convierte así es el objeto
temático de nuestra investigación. Siguiendo este camino, en el próximo capítulo
marcaremos estas etapas que dirigen el origen pre-reflexivo del significado a su
articulación con el lenguaje.

Este nos permitirá estudiar – siguiendo los pasos de Paul Ricoeur – la relación entre
sentimiento y acción, y la reconfiguración narrativa de los dos.

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“Selfhood, Identity and Personality Styles” (Giampiero Arciero, 2009)

PARTE 2 : IPSEIDAD Y LENGUAJE

Lo único verdadero es que nuestra existencia abierta y personal


yace sobre los primeros cimientos de la existencia adquirida y congelada.

2.1 Rastro del otro

¿Cómo leemos la mente de otra persona? La pregunta acerca de la comprensión del otro
fue hecha primero, el punto de vista del desarrollo, a finales de los 70’s en el dominio de
la primatología. Y ha sido en este dominio de las ciencias naturales que, desde entonces,
esta área de investigación ha ganado un interés aún más creciente, incluso en la variedad
de disciplinas que trascienden la primatología, como la psicología del desarrollo, las
neurociencias cognitivas, la filosofía de la mente y la psicopatología. La pregunta hecha
por Premack y Woodruff (1978) era, “¿Tienen los chimpancés una teoría de la mente?” y
el nuevo campo de estudio abierto por esta pregunta fue bautizado con el nombre de la
pregunta: “teoría de la mente”.

El problema de la comprensión social, reformulado en los términos puestos por la teoría


de la mente, dice así: un organismo tiene una teoría de la mente si este organismo es
capaz de explicar las conductas, o las acciones de otros en términos de estados mentales
que generen esas conductas y esas acciones. Dicho de otra manera, uno entiende la
conducta observada teorizando acerca de ella. La habilidad de atribuirle estados mentales
a los demás – lo que requiere una capacidad para producir metarepresentaciones –
también nos provee el poder de predicción. Si yo puedo explicar la conducta de otro
organismo en términos de deseos, planes o intenciones, también puedo entender y
anticipar el curso de acciones que le seguirán a ese organismo. La literatura sobre
decepción y sobre manipulación social en el campo de la primatología ha elaborado
argumentos que apoyan la teoría de la mente, agregando una fuerza retórica a las
explicaciones científicas (Goodall, 1971; deWaal, 1982; Byrne y Whiten, 1988).

Por otra parte, la capacidad de atribuirle estados mentales a los demás implica que los
primates no humanos son capaces de concebirse a sí mismo como poseedores de estados
mentales y, de manera más general, son capaces de reconocerse a sí mismos como un
Self. Esta presunción implica lo que puede ser definido como el argumento por analogía:
partiendo de (a) como yo accedo a mi propia mente y (b) la relación entre mi mente y mi
cuerpo, puedo inferir que un cuerpo análogo al mío estará conectado a mi mente a través
de modalidades similares a la mía. Esta es la razón de por qué yo puedo partir de la
conducta de otro e inferir los estados mentales de ese otro relacionados a tal conducta, ya
sea sobre la base de mecanismo innatos – TOMM (mecanismos de la teoría de la mente) –
o sobre la bases de teorías – TT (teoría teoría). Los estudios que más tarde le dieron un
fuerte soporte a este argumento, y que hicieron posible el problema de si los primates
tenían una mente, tienen que ver con el auto-reconocimiento espejo. Fue con un famoso
artículo de Gordon Gallup publicado en 1970 sobre el reconocimiento del Self por los

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“Selfhood, Identity and Personality Styles” (Giampiero Arciero, 2009)

chimpancés que una rica línea de investigación se abrió, la que 40 años después todavía
produce sólidas razones para la reflexión.

El aspecto más paradójico de esta perspectiva es que, a pesar del hecho que se desarrollo
en el campo de estudios evolutivos, en vez de derivar en los modos humanos de adquirir
conocimiento desde el mono, deriva el modo de comprensión del mono desde los del
hombre. El mono es entendido al desplegar esas mismas categorías de interioridad que el
pensamiento moderno ha adoptado para entender al hombre; se le atribuyen esos
estados internos que toman forma en el clausura del espacio interior.

Pero ¿qué pasa si tratamos de cambiar la pregunta y preguntarnos cómo nos encontramos
con los demás?

¿Qué sucede, en otras palabras, si cambiamos el contexto de nuestra investigación de los


laboratorios de primatología a la vida diaria, a las situaciones concretas de nuestra
existencia diaria? El problema entonces es el siguiente: ¿Cómo entendemos al otro
inmediatamente, cuando nos encontramos con alguien en las escaleras, o en el trabajo o
en la calle – es decir, antes de que le atribuyamos algún estado mental?

Ya hemos analizado cómo uno mismo siempre vive por delante de sí mismo, en una
absorción de interés en el mundo, en un rango de acciones que va desde los más simple a
los más elevados planes de la vida. El Self experiencial (uno mismo, es decir todos), se
encuentra con los demás por cómo se siente, en el contexto de lo que está haciendo, a la
base de lo que necesita, lo que desea, lo que espera o lo que no espera. Por otra parte,
nos encontramos con otro que está trabajando, que está triste, que anda apurado, que
está dando un paseo, que está sentado en silencio.

No nos encontramos con los otros como hombres confinados dentro de sus interioridades
recíprocas – hombres que emplean una teoría de la mente para atribuirle estados
mentales a otros hombres a través de una analogía de sus propios estados – sino en un
mundo en el que compartimos con otros seres humano, en el cual ya estamos abiertos,
acerca de lo que actuamos y acerca de lo que actúa sobre nosotros. Nos encontramos con
el otro primero y sobre todo en su corporeidad, en su estilo de conducta, en sus acciones
y pasiones, las que se hacen manifiestas en el ambiente de las situaciones diarias, en
aquellos contextos ordinarios, de la vida diaria, en las que las acciones, pasiones o señales
del otro son comprendidas inmediatamente sin requerir de ninguna operación mental.

A partir del descubrimiento de las neuronas espejo (Gallese et al., 1996; Rizzolatti et al.,
1996), muchos de esos trabajos sobre neurociencias declaman que este tipo de
comprensión del otro se funda en la activación automática de un mecanismo neuronal
compartido por la persona que realiza un cierto acto intencional y la persona que lo
observa haciéndolo. Es decir, el acto que es percibido elicita en el observador la activación
de los mismos códigos neuronales como si el acto estuviera siendo ejecutado, generando
entonces una resonancia no mediatizada (Gallese, 2001, 2003) entre el sistema motor de

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“Selfhood, Identity and Personality Styles” (Giampiero Arciero, 2009)

la persona que está realizando la acción y el sistema motor del observador. Este
mecanismo, al que Gallese llama “estimulación encarnada”, está llamado a dirigir la
comprensión del significado de la acción y la atribución de intenciones.

¿Qué quiere decir todo esto en términos concretos? Vamos a regresar a la lámpara de mi
mesa. Se está poniendo oscuro, me está costando leer, y sin pensar en ello prendo la
lámpara. Mi cuerpo casi automáticamente realiza un movimiento cuyo objetivo es
encontrar el interruptor de luz para prenderlo. La acción que yo ejecuto está entonces
dirigida hacia el logro de un objetivo: tiene una intención.

Ahora vamos a suponer que mi esposa entra al estudio y en ese momento y observa mi
acción. ¿Cómo entiende mi esposa que yo estoy buscando el interruptor para prender la
luz? ¿Cómo ese movimiento se vuelve significativo para mi esposa? ¿Cómo consigue mi
esposa anticipar mis intenciones? Lo quiera o no, mi esposa entiende que voy a prender la
luz. ¿Por qué?

2.2. Significado compartido

Con el fin de entregar una respuesta a esta pregunta, Iacoboni et al, (2005) diseñó un
experimento cuyo objetivo era evaluar la importancia del contexto en la comprensión de
la intención de un agente. Veintitrés sujetos observaron tres tipos de estímulos: (a) la
acción de sostener desprovista de contexto, (b) solo el contexto (es decir, sin que haya
laguna acción), (c) la acción localizada en dos contextos – una mesa preparada para el té,
sugiriendo la acción de tomar té, y una tabla después de haberse servido el té, sugiriendo
la intención de limpiar la mesa.

Supongamos entonces que estamos observando a María sosteniendo una taza de té en el


contexto que sugiere una mesa para se limpiada. A través del sistema de espejo yo
instantáneamente reconozco no sólo la acción de sostener una taza de té, sino también
me anticipo al objetivo inmediato al que está conectado el logro de esa acción. ¿Es posible
decir que yo he anticipado la intención de María? Sí y no. Sí, porque María realmente
quería sostener la taza. No, porque el significado que tiene agarrar la taza para María
queda oscuro.

Los datos obtenidos por medio de las imágenes funcionales de resonancia magnética
(fMRI) indican que las neuronas espejo del área pre-motora parecen estar involucradas en
la atribución de intenciones, en el sentido de que automáticamente se anticipan al
objetivo de una cadena de acciones, la conexión entre esas acciones evidentemente
sugeridas por un contexto. En el caso de María tomando una taza de una mesa servida
para el té, por ejemplo, la secuencia que se anticipa está hecha de un conjunto de
acciones que llegan a la conclusión de María llevándose la taza a la boca. Esto es como si
lo típico del contexto fuera automáticamente interpretado por medio de la activación
inconsciente de una cadena de actos motores conectados a la descarga de neuronas que
estén “correlacionadas de manera lógica”. Las palabras de Merleau-Ponty (1962) se me

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“Selfhood, Identity and Personality Styles” (Giampiero Arciero, 2009)

vienen a la mente: “Ya la motilidad, en su estado puro, está equipada con el poder de
atribuir significado”. Es decir, mi cuerpo genera en cada momento, y se mantiene, un
significado que parte de su uso en un espacio de acciones compartidas.

¿Sirve esta explicación, que sin dudas demuestra la anticipación de una meta en una
cadena de acciones en un contexto típico, para comprender la acción de María? Esto nos
pone un problema que no tiene que ver con la explicación de por qué Mary tomaba la taza
(Jacob y Jeannerod, 2005). María de hecho tomaba la taza en un caso para limpiar la mesa
y en otro caso para beberla. La pregunta en cuestión es, más bien, para entender por qué,
por un lado, la acción de María es comprensible de manera manifiesta, tanto que
inmediatamente entendemos su significado y anticipamos sus consecuencias, y por otra
parte, por qué lo que se nos escapa es el significado que María le asigna a su acción. Es
decir, que mientras el significado de las acciones sea obvio, especialmente cuando la
acción esté relacionada al contexto en el que se está realizando, lo que queda oculto es el
enlace co-original de la acción con la persona que realiza esa acción. Este es el aspecto de
María que yo no puedo desentrañar. Y quizá esto también corresponda a los límites para
comprender al otro, así como para la fuente de regeneración de significado.

Con el fin de hacer manifiestos esos límites, vamos a transferir la situación experimental a
la vida real. Vamos a imaginar que María ha invitado a una amiga, Linda, a quien conoció
hace poco, a su casa en el campo por el fin de semana.

Supongamos que Linda todavía está sentada a la mesa, porque se demoró en bajar a
desayunar, mientras que María empieza a limpiar. Mientras ella está conversando con
Linda sobre cualquier cosa, la cara de Mary está en calma, sin demostrar emoción alguna.
Tan pronto como María hace para limpiar la mesa Linda inmediatamente capta sus
intenciones. Esto significa que, desde el punto de vista sensorio-motor, el sistema espejo
de Linda (sus neuronas espejo generando activaciones compartidas) resuena con el de
Mary anticipando el objetivo de la cadena de acciones.

Pero esa cadena de acciones, la limpieza de la mesa, puede ser entendida por Linda como
un gesto de cortesía, o como un signo de impaciencia por llegar tarde a desayunar, o
pudiera atribuirlo a una rutina habitual de María, o incluso pudiera pasar desapercibido.

Por otra parte, María pudiera limpiar porque le gusta una cocina limpia, o porque no tiene
nada más que hacer, o quizá porque quiere llevar a Linda a pasear, o porque quiere que
Linda se sienta como en casa. Es decir que, esa acción, cuyo significado es compartido ya
que fue realizada por Mary y simulada por Linda, es al mismo tiempo personal para el
quien que realiza esa acción y para el que la simula. Y es precisamente este segundo
aspecto, la pertenencia de la acción en términos de significancia, lo que abre un hiato de
significado entre María y Linda, entre yo y otro – como resultado de lo cual el otro puede
sorprenderme, puede desorientarme, puede hacerme pensar. “Si el otro es realmente un
otro”, escribe Merleau-Ponty (1962), “entonces hasta cierto punto yo seré sorprendido,
desorientado, y nos encontraremos, ya no con lo que tenemos en común, sino con lo que

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“Selfhood, Identity and Personality Styles” (Giampiero Arciero, 2009)

nos diferencia, y eso prsupone una transformación para mí y para el otro también:
nuestras diferencias tendrán que dejar de ser opacas, deberán convertirse en
significativas”.

Vittorio Gallese (2005) afirma que “un componente importante de esta similitud reside en
la experiencia común de la acción”; sin embargo, un componente más igualmente
importante reside en el modo diferente en que la experiencia compartida ha sido
percibida por cada individuo solo. Esto trae la interrogante de cómo y por qué uno mismo
acto puede dar lugar a una gama de significados que, por ejemplo, en el caso de Linda
podrían variar desde el placer hasta la indiferencia. Exploraremos este asunto con mayor
profundidad en el capítulo siguiente.

Vamos ahora a analizar el aspecto inmediatamente comprensible de la acción, esa parte


que pudiera se llamada pública, casi objetiva, por así decir: lo llamaremos contenido
intencional de la acción. María empieza a limpiar la mesa. Linda percibe la acción de María
y, después de aproximadamente 30-100 milisegundos, su sistema motor empieza a
sintonizarse en la acción que ella ha percibido realizada por María. El sistema motor de
Linda es reflejo del sistema motor de María a través de la simulación de la acción
observada. A nivel neural, esto corresponde a la activación de una serie de circuitos
neurales espejo. Sin embargo, la activación del sistema motor espejo (MNS) de Linda
simula la intención expresada en la acción de María, no a María siendo dueña de la acción.
Podríamos decir que el MSN simula el contenido intencional de la acción, la acción como
tal, pero no al agente que ejecuta la acción, no al quien que actúa.

De hecho, los sistemas de resonancia son activados ambos por las propias acciones de uno
y por las observaciones de esas acciones ejecutadas por otros, constituyendo una especie
de código común neutral (o sea, ni en primera ni en tercera persona) para la percepción y
la acción. “Tan pronto como vemos a alguien realizando un acto o una cadena de
acciones”, escriben Rizzolatti y Sinigaglia (2006), “entonces ya sea que ese alguien lo
quiera o no, sus movimientos inmediatamente adquieren un significado para nosotros.
Obviamente, lo mismo se aplica para la situación opuesta: cada una de nuestras acciones
inmediatamente tienen un significado para aquellos que las están observando. La
posesión del MNS y la selectividad de sus respuestas determinan así un espacio de acción
compartida, dentro de cada acto, cada cadena de acciones, ya sean ejecutadas por
nosotros o por otros, inmediatamente parecen estar incritas y comprendidas sin
operaciones que requieran una operación cognitiva explícita y deliberada” (Gallese, 2005).
Dicho de otra manera, el Self experiencial que percibe una acción realizada por otro se
refleja activamente en la acción percibida, generando una acción similar (o “simulación”).

No obstante, cualquiera que simule una acción por medio de este proceso de reflejo en el
otro, al mismo tiempo experimenta su propio modo de comprender esa acción: esto
podría variar desde la indiferencia hasta la participación activa y meticulosa, para
completar la asimilación Esto quiere decir que mientras el sistema motor de Linda
comprende la acción de María, simulándola, la acción puede pasar desapercibida por

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“Selfhood, Identity and Personality Styles” (Giampiero Arciero, 2009)

Linda misma, o podría despertar su interés, o podría incluso volverse el único foco de su
atención. La pertenencia del acto corresponde a la esfera personal de la experiencia. No
necesita ser interna para ser privada.

Desde esta perspectiva, la activación del MNS ayuda a explicar cómo el Self le atribuye
significado a su encuentro con el otro, a pesar del hecho de que este encuentro no agota
la comprensión de la alteridad. Estos sistemas son probablemente parte del sustrato
neural de ese ser social que es constitutivo de ser uno mismo. “Constitutivo” no está
puesto aquí en un sentido indirecto, como en Heidegger, es decir que ya siempre
encontramos al otro por medio de las cosas, los artefactos, como si los objetos aludieran a
sus usuarios, a sus vendedores. Se entiende, por el contrario, como la sociabilidad
experimentada directamente, de frente, sin ser encandilada por la reflexión del horizonte,
sin apoyarse en el contexto como soporte, ya que es sólo a través de la puesta en común
de los actos significativos anclados en nuestros cuerpos vivos que el cómo me capto a mí
mismo a través de este intercambio, el cómo me reflejo a mi mismo en eso, emerge para
experimentarse al mismo tiempo que con la comprensión del otro. Tal compartir es
constitutivo de ser uno mismo; comprenderse a uno mismo es al mismo tiempo
comprender a los demás.

A diferencia del solipsismo, donde el otro corresponde a un dato elaborado por una
reflexión, en esta perspectiva nos encontramos con el otro partiendo de su estar con
nosotros en el mundo, como si el otro fuera, al mismo tiempo, texto y contexto, figura y
fondo. Esto es evidente justamente desde las primeras horas de vida de un bebé.

2.3 Encontrándose a uno mismo en el mundo: sugerencias desde la fenomenología

“Porque nos ha nacido un niño” (Isaías 9:6). Con estas simples pero poderosas palabras, la
Biblia anuncia la “buena nueva”.

Una nueva vida entra al mundo, una voz nunca antes escuchada irrumpe en el espacio
compartido, perturbándolo; la cara de otro, que nunca había aparecido antes, hace su
entrada al existir. Es la epifanía de la cara, una presencia que brilla con su propia luz, que
significa por sí misma, la exterioridad que no requiere un contexto, evidencia que se
expresa instantáneamente a sí misma. “La cara habla. La manifestación de la cara ya es
discurso” (Levinas, 1961).

Cuando pensamos en la infancia, el incansable tema del trabajo de Levinas es


descaradamente claro. No la cara de la viuda, el huérfano, el extranjero, sino una cara que
está incluso más desnuda, que la de un hijo de hombre, cuya mirada desnuda transmite
vulnerabilidad y súplica, expresión y mandato, manifestación y mandamiento.

Las fuertes palabras de Levinas corresponden a esta cara, casi como si el uso insistente de
la metáfora de la hipérbole no correspondiera más con la práctica sistemática del exceso –
que sin embargo es una característica importante del estilo de la argumentación filosófica

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“Selfhood, Identity and Personality Styles” (Giampiero Arciero, 2009)

de Levinas – sino que constituya la única medida adecuada. Como si la hipérbole


realmente no tuviera otros medios para describir el estallido en el mundo del niño al
nacer, su entrada "subversiva", que es independiente de cualquier significado.

Es la entrada de ese cuerpo al mundo, su vulnerabilidad visible, su alteridad absoluta, que


me mueve a asumir la responsabilidad. Incluso más importante, su fragilidad cuestiona mi
ser hasta la última célula de mi cuerpo, que me obsesiona, que me persigue, que me
expulsa de mi mismo, me hace un rehén de mi, “que me causa una herida de amor” – sólo
las exageradas palabras de Levinas pueden explicar esa manifestación que es tan aguda y
seria, y que representa la “violencia expresiva” que trae la fragilidad del cuerpo de un
niño. Su existencia demanda mi tiempo, mi cuidado, mi dedicación, mi preocupación… mi
deseo. Tengo que hacer un espacio para él en el mundo donde yo existo, tengo que
construirle una casa cálida, en la que se sienta seguro, tengo que protegerlo mientras
crece, tengo que proveerlo con todo lo que sea necesario para que él desarrolle su propia
historia. Su ser en la vida me llama a responder, su cuerpo es el mandato que me obliga a
asumir esa responsabilidad.

El mandato de mi hijo, el cual se hace aun más “visible” por la irrupción que él hace en mi
existencia, corresponde a que él me afecte, y que yo me sienta afectado por él constituye
la manifestación de esa pasividad que es específica de la ipseidad.

“En realidad, a nivel fenomenológico”, dice Ricoeur (1995), “los muchos modos en los que
el otro afecta la comprensión del Self para sí indican, para ser precisos, la diferencia entre
el ego que se afirma a sí mismo y el Self que se reconoce a sí mismo sólo a través de los
modos en los cuales ha sido afectado”. Y en realidad, la ipseidad se caracteriza por la
apertura y por su función reveladora y es, por lo tanto, muy diferente de una en donde
uno cae en su propia interioridad y separada del mundo y de los demás. Es por virtud de
este rasgo constitutivo de apertura, que se estructura de acuerdo a las varias modalidades
en las que la ipseidad se encuentra a sí misma en el mundo y con los otros, que la
alteridad sea una parte integral de la ipseidad. En la estructura misma de la ipseidad, una
estructura que está continuamente descentrada y abierta para el otro, la acción y la
pasión se entrelazan, como sintiendo y siendo afectado, aceptando y siendo solicitado,
dando y recibiendo, escuchando y hablando o, como lo pone Ricoeur, atestiguando y
siendo injuriado. Así, la alteridad, que desde un punto de vista fenomenológico es
igualada por la experiencia de la pasividad de uno mismo afectada por el otro, es
constitutiva de la ipseidad: es parte de la ipseidad, como veremos, de diferentes maneras,
cada una de las cuales tiene diferentes orígenes y que se juega su parte en diferentes
grados. La pasividad y la agencia están entrelazadas inseparablemente en el corazón de la
intersubjetividad.

2.4 Cuerpo-a-cuerpo

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“Selfhood, Identity and Personality Styles” (Giampiero Arciero, 2009)

Las dialécticas de acción y de ser afectado que permea la interacción de los adultos con los
niños es presente y obvia desde el inicio, y ocurre de diferentes maneras sobre diferentes
niveles.

Desde el nacimiento es la relación cuerpo-a-cuerpo con el cuidador que constituye el sitio


privilegiado de comunicación y, de manera más general, de la sincronización de los ciclos
de intimidad que corresponden, de un punto de vista psicológico, a fases de mutua
activación y desactivación. Es en el propio cuerpo donde se basa la apertura hacia el otro.
Es en el espacio inter-corporal que el niño se encuentra y entra en sintonía con el otro,
logrando entonces una mutua comprensión. A causa de esta “sintonización”, el adulto se
ofrece a sí mismo, no sólo como una fuente de cuidado, sino también como un
compañero de resonancia combinada, como la fuente de significado consentido y
compartido. Para el niño, el cuidador entonces representa la oportunidad para él de lograr
contemporáneamente un acceso tanto para sí y para el significado humano compartido.
Entonces, desde el nacimiento, comprender al otro también involucra entenderse uno
mismo a través de los signos significativos que son irradiados desde el cuerpo del niño
para encontrarse con otro hombre en el mundo común.

La constitución gradual de la propia mente, como la de las otras mentes, se vuelve posible
entonces sólo a través de la construcción conjunta de los eventos “sentidos”, por medio
del compartir los estados expresivos “regulados”, los que ocurren (afecciones) o que son
producidos (acciones) inicialmente por la interacción cuerpo-a-cuerpo con el cuidador. Es
inicialmente en este contexto que el niño externaliza los primeros elementos de sentido al
coordinar sus acciones y pasiones con los del cuidador.

La estructura de los procesos intersubjetivos así, va mucho más allá de los aspectos
conductuales y motivacionales para los cuales refieren los estudios clásicos sobre el
apego. La intersubjetividad entonces asume una importancia ontológica que difícilmente
puede ser reducida a conductas instintivas gatilladas por el cuidado parental. “Las
conductas expresivas en la conversación cariñosa y el juego”, escriben Trevarthen y Aitken
(2001), “no tienen un rol inmediato en la regulación del estado psicológico, del confort o
de la superviviencia del neonato. Son distintos de la lactancia materna, del acariciar,
cargarlo, mecerlo reconfortarlo vocal y similares”. Esto quiere decir que la comunicación
no puede ser explicada exclusivamente por el comportamiento instintivo o por las
necesidades biológicas. Más bien, toma forma por medio de la existencia del niño. El llegar
a este mundo corresponde, primero que todo, a la apertura del ser del otro… ser con otro.

Esta apertura está basada en el propio cuerpo del niño y se da gracias a la capacidad de
los dos cuerpos – uno adulto, el otro infante – de coordinar su comprensión recíproca. En
otras palabras, la expresión producida por un cuerpo debe contar como una señal para el
otro cuerpo, de modo que el que perciba pueda tener una referencia del otro, como
levantar la mano en una sala de clases le indica a los otros que el actor desea sumarse a la
discusión. Este proceso lleva a los interactuantes a volverse familiares como un “proto-
lenguaje” compartido, un proceso que a su vez corresponde a la sedimentación de un

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“Selfhood, Identity and Personality Styles” (Giampiero Arciero, 2009)

código comunicativo y, al mismo tiempo, al desarrollo de una inclinación para un cierto


modo de sentirse. La evidencia de esto es el tan conocido “miedo a los extraños”.
Alrededor del año y seis meses, cuando un niño manifiesta miedo a la presencia de una
persona desconocida, lo que él realmente está expresando es la angustia creada por el
hecho de que la coordinación construida con su cuidador, que normalmente le permite
sentirse situado, “no funciona” con el extraño. Como un alienígena, el extraño es incapaz
de coordinarse con sus propias expresiones en las secuencias y en los contextos que el
niño reconoce como compartidos y entendidos (Trevarthen, 2004).

La primera sincronización de intercambios – que Locke (1993) argumentó podía ser


considerada como un precursor del desarrollo de los “turnos para hablar” – lo que
comienza a emerger durante el amamantamiento como una alternancia contingente del
zangoloteo de la cuidadora y la succión del niño, claramente destaca el hecho de que esta
capacidad para la interacción social es producida por la mediación del cuerpo. Esa
comunicación como sintonización – un proceso que presupone que el adulto posee la
sensibilidad para responder a los llamados hechos por el neonato – se vuelve aún más
evidente desde los primeros intercambios de “turnos para hablar”, lo que empieza
alrededor de la séptima a octava semana de vida (Papousek y Papousek, 1989). La calidad
de estas proto-conversaciones depende de la contingencia de la respuesta provista por un
cuidador, ya que desde el principio del desarrollo del lenguaje parece obvio que la
comunicación refiere a la contingencia de la posición del oyente y la del hablante, a la
forma en que descubren que están relacionados el uno con el otro.

Por ejemplo, en un estudio de 48 infantes hombres, Matasaka (1993) demuestra que “el
niño en la ausencia de respuesta cambia de manera flexible los intervalos entre dos
vocalizaciones consecutivas a partir de su reciente experiencia de “turnos para hablar”
con el adulto”; es decir, en relación a un patrón que exhibe armonía comunicativa, el cual
se ha desarrollado en la relación con el cuidador. El ajuste recíproco, la peor parte que le
corresponde al cuidador, le permite al niño reflejarse el mismo por medio de una fuente
de referencia humana (que se refleja a sí mismo en el niño) y captarse a sí mismo a través
de un continuo fluir de la experiencia. Esta participación conjunta ya está presente
durante la gestación (Fernald, 2004; Fifer, Monk y Grose-Fifer, 2004).

Es más, también parece que el pasaje que ocurre alrededor del año tres meses, desde una
producción de “sonidos vocales” con mayor resonancia nasal a uno de “sonidos silábicos”
con mayor resonancia oral, es facilitado por la estimulación vocal del cuidador hacia la
producción vocal del niño. A esta edad, sin embargo, los sonidos del habla tienen que ser
muy familiares para el niño para que hagan más fácil la producción vocal (Bloom, 1988;
Masataka, 1993, 1995). En la raíz del rol especial que juega la contingencia en las primeras
etapas de la conducta vocal del niño podría bien existir un mecanismo sub-personal
(además de otros mecanismos), que le permita al niño – durante una interacción calmada
y placentera – traducir las expresiones emocionales vocales y faciales del cuidador hacia
los propios gestos corporales del niño.

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“Selfhood, Identity and Personality Styles” (Giampiero Arciero, 2009)

Parecería entonces que esa producción y recepción proto-lingüística implica un sistema


pareado que le permite al niños reflejarse a sí mismo no sólo en los gestos vocales sino
también en las expresiones faciales y en los estados emocionales de su acompañante
(Warren et al., 2006). El MNS podría realizar esa función, permitiéndole así la construcción
de un código intersubjetivo para la comprensión de las expresiones (Gallese, 2007). El
enlace entre la percepción y la producción garantizada por las neuronas espejo (ver más
arriba) podría dar cuenta de la capacidad del niño para imitar los patrones sonoros (Kuhl y
Meltzoff, 1996) y su habilidad para relacionar los movimientos de la boca que él observa
con las señales auditivas que escucha (kuhl y Meltzoff, 1982; Kuhl, 2000).

Visto así, incluso el fenómeno fundamental de la imitación adopta un significado


complejo. Si la imitación es considerada como una función de la comunicación
interpersonal – esto es, dentro de un contexto de interacción recurrente, como
constituyendo una red de acciones y emociones compartidas con los cuidadores –
entonces la conducta de imitación está inscrita al interior de la esfera de significado de la
conducta recíproca, la que obviamente cambia a lo largo del tiempo. La respuesta de
imitación se convierte así en un modo de construir o de acceder a un código común, un
espacio compartido de acciones y emociones que constituye el fundamento para la
relación interpersonal (Gallese, 2005; Decety y Chaminade, 2005), pero al mismo tiempo
actúa como un modo de acceso a uno mismo. Y es precisamente el estatus consensual de
la respuesta de imitación lo que permite, en sus etapas más avanzadas del desarrollo,
actuar como “afirmación aceptación y comentario” en el fluir de las interacciones cuando
el interlocutor provee una ostentación más enérgica de la expresividad. La imitación, de
hecho, implica la comprensión tanto de lo que el otro individuo hace como del contexto
en el cual tal conocimiento es objeto de uso, es decir aquellos contextos en los cuales
tales actos se puedan replicar (Rizzolatti, 2005). Es por virtud del significado compartido
que el acto de imitación puede atribuirse al significado personal, dependiendo de los
variados ambientes en los cuales los interlocutores se pueden encontrar, los variados
contextos en los cuales esos actos pueden llevarse a cabo. O más, la respuesta de
imitación pudiera ser inhibida, como fue demostrado por un estudio reciente de Meltzoff
(2007) acerca de la relación entre la anticipación del niño a la rabia del adulto y la
conducta de imitación posible.

La imitación entonces no es simplemente un medio para adquirir un cierto patrón de


conducta (un mecanismo de aprendizaje), sino que le permite al niño regular esos
procesos de involucramiento interpersonal los cuales expresan los diferentes campos de la
motivación individual (Trevarthen, Kokkinaki y Fiamenghi, 1999).

Ambas imitaciones recíprocas, expresivas y vocales, parecen jugar un rol muy claro en el
uso que hacen los cuidadores de ese singular modo con el que un niño habla, a menudo
llamado “maternés” o hablar como bebé. Este habla niño-dirigida, que tiene
características sintácticas, semánticas y prosódicas que son más simples que el habla
dirigida a los adultos, parece estar específicamente diseñada para facilitar la imitación del
niño (Fergurson, 1964; Kuhl et al., 1997; Fernald, 1984): es decir, el “maternés” está

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“Selfhood, Identity and Personality Styles” (Giampiero Arciero, 2009)

basado en las vocalizaciones espontáneas pronunciadas por el niño iguala y modela,


generando así una forma imitativa que sirve como una contingencia para la producción
vocal del infante (Masataka, 1993).

El típico tono más alto, la mejor articulación y el tempo más lento del habla niño-dirigida,
acompañados por las expresiones faciales exageradas y movimientos corporales, hacen
que las unidades fonéticas de su lenguaje sean más fáciles de discriminar para el niño. Por
otra parte, la exposición a un lenguaje específico – sus lenguaje nativo – influye la
percepción fonética de los niños, por lo tanto su producción de sonido (Kuhl et al., 1992).
Estudios recientes de niños de tres meses de edad desplegados por el fMRI indican que la
exposición al propio lenguaje nativo respaldan la activación de las regiones del cerebro
ubicadas en el hemisferio izquierdo, en comparación con las de los adultos, incluyendo las
regiones superior temporal, giro angular e inferior frontal (área de Broca) (Dehaene-
Lambertz, Dehaene y Hertz-Pannier, 2002).

El curso de una “felíz proto-comunicación” está así caracterizada por la comunicación


cooperativa la que se manifiesta a sí misma en un fraseo sincrónico en el cual las
expresiones de uno de los que interactúa se refleja en los otros (sincronización),
entrelazados con fraseos en los que la interacción se caracteriza por cada pareja
produciendo alternadamente expresiones lingüísticas (alternación). Una secuencia simple
podría comenzar, por ejemplo, con una vocalización expresando alegría por parte del
niño, al cual el cuidador responde primero con una expresión de concentración, seguido
inmediatamente después por una amplificación de la expresión de alegría, ambas a un
nivel visual y vocal, con el niño luego superponiendo otra manifestación de alegría
acompañada de dar palmas con las manos, alcanzando una especie de clímax, para
regresar a un estado de relajación (Trevarthen, 1979).

2.5 La significatividad de las expresiones y objetos

La comprensión de una expresión (como un gesto) implica que la expresión sea


interpretada como significativa. Pero ¿cuál es la significatividad de la expresión observada
por el niño? ¿En qué consiste? ¿Cómo se logra ese significado?

Ya hemos visto que uno de los aspectos más importantes de la comunicación es que las
expresiones son comprendidas a través de un sistema de resonancia (sistema de neuronas
espejo), lo que le permite al niño reflejarse a sí mismo en los actos del cuidador,
captándose a sí mismo. También hemos subrayado el hecho de que la imitación – que
implica la activación del MNS (Rizzolatti, 2005) – tiene que ser considerada en el amplio
contexto de la comunicación interpersonal, donde el papel principal lo tiene la
contingencia de la posición del cuidador y la del niño, puesto que la comunicación refiere
en cada momento a la situación conjunta de quien se está expresando a sí mismo y de
quien está interpretando esa expresión.

44
“Selfhood, Identity and Personality Styles” (Giampiero Arciero, 2009)

Entonces, el rango de respuestas comunicativas parece extenderse entre dos polaridades:


una en la que uno se puede percibir por medio de reflejarse en las conductas de las otras
personas, como en las formas de imitación e interacción que expresan alegría – las que a
menudo se combinan con emociones que no-básicas (Trevarthen y Aitken, 2001) – la otra
en que el niño se percibe a sí mismo a través de una activación que lo libera
completamente del compartir, por ejemplo, en caso de gatillarse una emoción básica. Por
ejemplo, un episodio de rabia de parte del cuidador pudiera generar miedo en el niño ya
que activa un conjunto complejo y coordinado de cambios corporales, sin que la
activación del miedo del niño esté mediada por un sistema de resonancia mutua con el
cuidador. Entre estos dos polos extremos, se pueden hipotetizar un conjunto de estadios
intermedios que requieren de la coordinación entre el sistema de emociones básicas, el de
emociones no-básicas y el sistema de resonancia perceptivo-motor.

Desde el cuarto mes en adelante, el tema de la significatividad de la expresión


experimenta una transformación importante. El niño, cuya interacción hasta este punto
estaba básicamente limitada a la relación cuerpo-a-cuerpo, empieza a ejercer una
iniciativa dirigida hacia el mundo de las cosas, adquiriendo gradualmente un control sobre
el uso de sus brazos y manos para alcanzar y agarrar los objetos. Al mismo tiempo que
sigue con la mirada a la otra persona manipulando o buscando un objeto (Muir y Hains,
1999). En otras palabras, el niño percibe no solamente la atención del adulto – de la cual
él es emocionalmente consiente – sino que también a los objetos a los cuales el adulto
dirige la atención. El proceso de su apertura al mundo representa una nueva etapa en el
desarrollo del niño, su progresiva capacidad de actuar de una manera consensuada (la que
alcanzará su apoteosis al noveno mes aproximadamente, en el famoso “marco de
atención conjunta”, que discutiremos brevemente). Este cambio va de la mano con una
nueva etapa en la relación con sus cuidadores. Esta transformación es particularmente
evidente en la evolución de los tipos de juegos practicados: los juegos niño-persona son
reemplazados por juegos de niño-persona-objeto. Sin embargo, aún a esta edad, el niño
es incapaz de combinar actos que lo orienten a la persona a través del uso de objetos; él
no puede, por ejemplo, relacionar el hecho de que una persona esté observando un
objeto con el hecho de que esa persona intente hacer algo, como por ejemplo usar el
objeto. Es como si el interés del niño por manipular el objeto no pudiera ser asimilado a la
otra persona.

Por otra parte, el niño empieza a actuar con los objetos de una manera autónoma: su
coordinación mejora continuamente y aprende a reconocer el progreso realizado, y las
consecuencias de su curso de acción. Por otro lado, el cuidador se convierte en su primer
profesor y compañero de juegos, creando, participando o variando – en las fases más
avanzadas (de los siete a los ocho meses) – las consecuencias de los posibles resultados
derivados de las secuencias de acciones que el niño realiza durante el juego. Dicho de otra
manera, la dimensión de ganar autonomía, a través de la cual el niño extiende su propio
curso de acciones y, por consecuencia, la dimensión espacial de su mundo, está regulada
por la capacidad que tiene el cuidador de coordinar sus propias acciones y emociones de
un modo que sea contingente con las del niño.

45
“Selfhood, Identity and Personality Styles” (Giampiero Arciero, 2009)

Un niño de seis meses de edad puede compartir con sus cuidadores una concatenación de
acciones rutinarias, las cuales se entrelazan con emociones y con comunicaciones que
duran muchos segundos. Su creciente habilidad para secuencializar llega a ser incluso más
clara en su habilidad para entender el desarrollo temporal de las canciones de cuna, una
habilidad manifestada por niños de cinco a seis meses en diferentes culturas. La
estructura musical de las canciones de cuna puede llegar a compararse con una estructura
narrativa clásica, con un regular inicio rítmico, una cúspide que se enfatiza en un grado
mayor o menor, y una coda. Este ciclo se repite varias veces en el curso de la canción de
cuna, y el niño parece quedar fascinado por el “proceso de predicción y reconocimiento
que usualmente es descrito como cognitivo, pero que en este caso es ciertamente
acompañada por una evaluación emocional que, de forma paralela, varía en un modo
predecible” (Trevarthen, 1977).

La importancia de los aspectos prosódicos del lenguaje en la infancia temprana está


apoyada por un estudio (Homae et al., 2006) usando un espectroscopio infrarrojo en niños
de tres meses de edad, que demuestra que la información prosódica es procesada
principalmente por el hemisferio derecho. Otro estudio relacionado con el potencial
cerebral (ERP) (Pannekamp, Weber y Friederici, 2006) indica que en los niños de ocho
meses de edad las señales prosódicas son relevantes para estructurar oraciones.

2.6 Comunicación referencial

La habilidad para ordenar los eventos se manera secuencial y de predecir la meta de una
concatenación de eventos conlleva un cambio importante en la comunicación. Desde
aproximadamente el año y nueve meses, el niños es capaz de combinar sus capacidades
sensoriomotoras y atencionales con las del cuidador, permitiéndole entrar en un nuevo
tipo de comunicación caracterizada por la atención-compartida –la que está situada
emocionalmente – sobre un evento o sobre un objeto. Comunicarse señalando (pero
también mostrando, ofreciendo, dando), lo que a menudo aparece a esta edad, y que está
restringido casi exclusivamente a la referencia en tercera persona, es una demostración
inequívoca de esto (Bates, Camaioni y Volterra, 1975). La atención conjunta de hecho
podría darse porque, en el transcurso del evento comunicativo, el niño puede anticipar la
posible intención del adulto con respecto a la acción que más tarde realizará con el objeto.
Por ejemplo, señalar hacia un juguete en particular (en un contexto emocional dado), el
niño predice la posibilidad de que el adulto se lo ofrezca, o que él empiece un juego que
involucre al juguete. Esto implica que el niño puede entender que un gesto comunicativo
que involucra a un objeto puede orientar el objetivo de la acción del cuidador, y vice-
versa.

Tal comprensión está facilitada por la reproducción, por parte del niño, de las nuevas
acciones intencionales del adulto sobre objetos externos – como podría inferirse de la
imitación de roles invertidos (Tomasello, 2003). Por ejemplo, en el contexto de un juego
cooperativo que involucre a un juguete, después de haber observado la concatenación de

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“Selfhood, Identity and Personality Styles” (Giampiero Arciero, 2009)

acciones dirigidas a la meta ejecutadas por el adulto, combinado con las consecutivas
expresiones de alegría, la igualmente armónica imitación por parte del niño invierte la
relación del rol niño-cuidador (Trevarthen y Hubley, 1978).

El marco de atención conjunta, que se sitúa emocionalmente, y que caracteriza el


comienzo de la comunicación referencial, crea una condición que multiplica las
posibilidades que el niño tiene de acceder al mundo en un grado inimaginable. De hecho,
la manipulación de objetos, al igual que la focalización combinada de dominios
compartidos de relevancia a lo largo de las interacciones, le permite al niño desarrollar un
espacio común de acción, de emociones, de intenciones en las que pueda agarrar las
cosas, las situaciones y los comportamientos de una nueva manera: como significativa.
Como dice Gallese (2005): “Este espacio es centrado-en-nosotros”.

Y de hecho, “muy pronto después de sus primeros cumpleaños, los niños no pueden evitar
percibir al papá como “tratando de limpiar la mesa” o “tratando de abrir el cajón” – no
simplemente como haciendo movimientos corporales específicos o produciendo cambios
de estado destacados en el ambiente – y estas acciones intencionales son lo que ellos
intentan reproducir” (Tomasello, 2003). Lo que es más, estas acciones intencionales
empiezan a tener un significado que el niño es capaz de entender porque él es capaz de
predecir los objetivos que vienen. Si, por ejemplo, un adulto entra a la habitación con un
coche, un marco de atención conjunta emerge, focalizado (compartido) en la anticipación
de salir a dar un paseo. Es decir, el niño comprende el objeto, sobre el cual la atención de
ambos interactuantes se ha puesto, a la luz de la predicción de una secuencia de acciones
y en la esfera del contexto emocional en el que el objeto – como ha sido entendido – está
inserto. La atención conjunta es posible porque entender las intenciones de los adultos
corresponde a la anticipación, emocionalmente situada, del niño ante las consecuencias
de las acciones. Contra este fondo común el coche adquiere un significado compartido.

De hecho, algunos de los primeros usos de las palabras de objeto refieren a toda la
secuencia organizada de acciones y emociones en los que el objeto está inserto. De esta
manera, cuando el niño expresa la sola palabra “coche” (acompañada de sonrisas y
movimientos del cuerpo) indica que está produciendo una expresión como “Bien, es hora
de pasear”.

Por eso, para que un objeto sea significativo, es necesario que el niño adquiera la
habilidad de comprender los objetos y situaciones partiendo de contextos posibles de
acciones y emociones. El significado está, por así decirlo, conectado a una serie de
referencias anafóricas (referencia a algo ya mencionado) recubiertas y sedimentadas a
través de la historia de interacciones del niño con sus cuidadores, lo cual constituye los
contextos por los que tales objetos, situaciones y personas se vuelven relevantes para el
niños. Este conjunto de referencias, que el niño no comprende explícita y expresivamente,
es la presunción que permite que las palabras estén relacionadas con los significados para
el niño. Como enfatizó Catherine Nelson (Nelson, 1996), “desde los 12 hasta los 36 meses
el sistema del lenguaje se está desarrollando al interior y al servicio de los contextos

47
“Selfhood, Identity and Personality Styles” (Giampiero Arciero, 2009)

comunicativos que ya establecidos como actividades sociales”. Es sólo por esta relación
que la palabra (que a los 12 meses tiene el mismo valor que indicar) puede ser entendida,
en la medida que indica algo – que todavía no ha aparecido en la palabra – de lo que el
hablante y el escucha pueden estar de acuerdo.
De ahí que la cercana conexión entre la atención conjunta y la adquisición del lenguaje del
niño no debería sorprender (Bruner, 1983; Scaife y Bruner, 1975); ni debería ser la
conexión entre la cantidad de tiempo que los niños pasan participando junto a sus
cuidadores y el tamaño de su vocabulario (Tomasello y Farrar, 1986; Smith, Adamson y
Bakeman, 1988), ni la relación entre los ritmos más rápidos de adquisición del lenguaje
por parte del niño y una crianza más cooperativa (Akhtar, Dunham y Dunham, 1991;
Baldwin, 1995).

La aparición de las “primeras palabras” del niño, que a esta edad se producen en
contextos altamente específicos o se relacionan a eventos (Barrett, 1986), se funda así en
la comprensión de la concatenación de acciones y emociones que ocurren en situaciones
compartidas de la vida diaria. Las secuencias recurrentes están hechas de patrones
organizados y sincrónicos que se entrelazan con las acciones y emociones de los niños y
sus cuidadores. Están acompañadas por señales que los adultos repiten una y otra vez,
marcando el inicio, el desarrollo y la conclusión del patrón específico. Por ejemplo,
cambiar el pañal, bañarse, prepararse para salir, mamá o papá volviendo a entrar a la
habitación, una visita de la abuela y así sucesivamente; e incluso juegos más complejos
con objetos que involucran secuencias, actividades cooperativas con instrucciones, o
declaraciones, o expresiones empáticas por parte de la madre, la imitación de roles
cambiados y así sucesivamente.

Cuando el niño entra a su segundo año de vida, el tipo de objeto con el que desea jugar
cambia gradualmente. La atención es puesta progresivamente en la manipulación de las
cosas que son parte de las acciones rutinarias de la vida diaria familiar (teléfonos, vasos,
cucharas y así). Es en el contexto de estas situaciones que pertenecen a la existencia diaria
que las primeras palabras adquieren un referente. Las palabras vienen a existir
comenzando con lo que el niño y el adulto pueden mutuamente estar de acuerdo. La
comprensión de las primeras palabras del niños, el desarrollo de los primeros significados
de las palabras, se basa en estas prácticas compartidas que proveen al niño con
información experiencial y también cultural a la que refieren las palabras.

Este origen, que alude al hecho de que el lenguaje se fundamenta en la acción y la


emoción, ha sido demostrado por una serie de estudios de sujetos adultos (Pulvermuller,
2001, 2002).

Los estudios sobre la adquisición de pronombres personales (Bates, 1990) proveen un


punto de observación complementario a este periodo del desarrollo. Por ejemplo, desde
el comienzo de la comunicación proto-lingüística hasta las primeras etapas del lenguaje,
comunicarse apuntando y las primeras palabras están limitados a la referencia en tercera
persona. Es decir que en el curso del intercambio comunicacional, el niño nunca se dirige a

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“Selfhood, Identity and Personality Styles” (Giampiero Arciero, 2009)

sí mismo o hacia el oyente (ya sea con su dedo índice o por medio de un pronombre
personal), pero sí a los eventos u objetos del mundo exterior. Él constituye el sujeto, no el
objeto, de su actividad referencial. Esta incapacidad de captarse a sí mismo
reflexivamente también manifiesta al nivel de la imitación.
Parece que antes que el desarrollo del lenguaje se haya completado, el niño es capaz de
imitar acciones sólo si él refiere la secuencia a repetir para él mismo, reproduciendo esa
secuencia, convirtiéndose en sujeto activo (por ejemplo, alimentándose a sí mismo,
peinándose a sí mismo). En otras palabras, él repite secuencias de eventos percibidos, y
hasta la edad de 18 meses el referente de esta imitación es él mismo (Trevarthen y
Logotheti, 1989), mientras que, por el contrario, no es capaz de comprenderse a sí mismo
como agente. Desde los 18 meses en adelante los niños empiezan a combinar palabras
dentro de oraciones que les permitan simbolizar escenas muy repetitivas en sus vidas. Los
contenidos más frecuentes de estas primeras declaraciones tienen que ver con posesión
(‘mi osito’), locación (‘el patio’), inexistencia (‘no más sopa’), recurrencias (‘apretar otra
vez’) y acciones (‘caer yo’, ‘auto andar’) (Camaioni, 2001).

Junto a esta aparición de las primeras palabras del niño y una mejora en su vocabulario,
en el periodo de 18-24 meses el niño empieza a reconocerse él mismo como la fuente de
sus propias (compartidas) acciones y emociones, como se demuestra en los clásicos
estudios de “Yo en el reconocimiento del espejo” (Berenthal y Fisher, 1978; Johnson,
1983; Lewis y Brooks-Gunn, 1979; Anderson, 1984; Damon y Hart, 1988; Butterworth,
1990). A nivel del lenguaje, esta habilidad se manifiesta en el comienzo del uso de un
referente de identificación, el que generalmente es el pronombre personal “Yo”, o el
propio nombre del niño, o la coexistencia del nombre y del “Yo” por un determinado
periodo.

Esta nueva etapa del desarrollo nos pone importantes preguntas. Primero, ¿existe una
relación entre la construcción de oraciones – lo que integra en una sola unidad el
referente de identificación (el sujeto) y la función predicativa (el predicado) – y la
habilidad que el niño recién ha desarrollado para reconocer el reflejo en el espejo de su
propia imagen? Segundo, ¿qué es lo que ha generado esta nueva habilidad de usar el
predicado (y por lo tanto el verbo) dentro de una oración, es decir, de captar el tiempo a
través del uso del lenguaje?

2.7 Uno mismo en el espejo y en la refracción del leguaje

Después del segundo cumpleaños del niño, cuando el cuidador entra a su pieza y dice,
“OK, vamos al parque”, el niño entiende que esas palabras refieren a una concatenación
de acciones, para un evento que tendrá lugar un corto tiempo después. Ese evento,
matizado por emociones compartidas, está localizado en un marco construido en conjunto
y sedimentado en el tiempo. Pero mientras, a los 12-18 meses el niño usó sus primeras
palabras – lo que parecía ser un gesto vocal conectado más o menos a un evento dado –
para reconocerse él mismo en una secuencia de acciones, prediciendo la secuencia y al
mismo tiempo reconociendo su sentido, una vez que el niño ha entrado en el lenguaje, él

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“Selfhood, Identity and Personality Styles” (Giampiero Arciero, 2009)

“interpreta” la expresión lingüística. El origen del sentido comunicado por la expresión


(que siempre desaparece al quedar oculto por el discurso) consiste precisamente en el
objetivo compartido hacia una cadena de acciones y emociones conectada a un fondo, y
esta convergencia se produce a través del acto conjunto de quien habla y quien escucha.
Con el fin de que el niño comprenda el significado comunicado por la expresión lingüística,
las palabras primero tienen que ser percibidas como significativas. Esto quiere decir que el
niño debe comprender la expresión como constitutiva de referencia para un dominio de
acciones y emociones compartidas, sin que estén ligadas directa y pragmáticamente a un
contexto. Poner en uso el lenguaje libera gradualmente al mundo de su contexto de uso
concreto. Este es el aspecto principal que domina los años pre-escolares, los que culminan
en el desarrollo de habilidades narrativas. Podríamos afirmar que por medio de este uso,
el lenguaje emplea la voz y las manos (lenguaje de señas) para reconfigurar un sentido
que ya era compartido (esto es, manifiesto) a un nivel pre-reflexivo en la secuencia de
acciones y emociones que ocurren en el intercambio comunicativo. En otras palabras, se
reconstruye la cadena de eventos a través del sonido.

La comunicación lingüística está así basada desde el exterior – donde sin duda tales raíces
son mucho más claras – en una dimensión antepredicativa que no entendemos
explícitamente, y que varía continuamente para cada uno de nosotros y en cada una de
las ocasiones, dependiendo de las circunstancias, la riqueza del contenido y su
transparencia. Este es el contexto en el cual nuestras acciones y pasiones toman forma.
Contra este contexto, a lo que el discurso se refiere, destaca de una manera clara y
manifiesta. La relevancia de tal o cual entidad, de tal o cual situación, de esta acción o de
esa emoción a la que la expresión lingüística se refiere, depende del contexto pre-
reflexivo que no aparece en el discurso. Es precisamente ese contexto el que provee la
oportunidad para hacer esa afirmación.

El otro aspecto peculiar consiste en el hecho de que la comprensión de una oración – cuyo
contenido tiene que ver con una situación existente en el mundo al cual se refiere el que
habla – se da por el oyente que le otorga un significado que es, por así decir, privado, en la
medida en que refiere a la propia experiencia de ser-en-el-mundo del oyente. Es decir,
mientras el que escucha entiende el significado de la oración, relata según su propia
perspectiva experiencia a la que el discurso está dirigido a su propia perspectiva. Al
hacerlo él se apropia a sí mismo, se incluye y se entiende a sí mismo de un modo u otro de
acuerdo a la dirección indicada por el discurso. El proceso que se ha iniciado en el oyente
es especular el que se ha iniciado en el hablante: al igual que lo que el significado de la
oración se refiere a lo que el sujeto individual, que produce la enunciación, hace y siente,
ese mismo significado pone en juego a la experiencia del oyente.

Desde esta perspectiva, resulta entonces obvio que el lenguaje sólo puede ser procesado
en el contexto del discurso. Siguiendo a Benveniste (1966, 1974), por discurso queremos
decir que cada pronunciación presupone un hablante y un oyente, y la intención en el
primero para influir en el segundo de algún modo. De hecho, la oración sólo adquiere
referencia como una función del contexto en un discurso dado – entonces como una

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“Selfhood, Identity and Personality Styles” (Giampiero Arciero, 2009)

función de un acuerdo entre hablante y oyente en cuanto a lo que debe ser entendido. Tal
referencia le pertenece a la situación con la que el discurso realmente está teniendo que
ver. Es en este contexto de la actual situación discursiva que el hablante se refiere a tal o
cual entidad a través del uso del lenguaje. Este uso combina el sentido de la oración (lo
que la oración significa: referencia al mundo, predicado de algo) con la referencia al
hablante (lo que el hablante significa). De esta manera, predicado y sujeto lógico se
combinan en una sola oración.

En el discurso, el hablante toma la posición de sujeto enunciante. Él puede hacerlo


exclusivamente porque es capaz de decir “Yo”. Esto es posible sólo por medio del uso del
lenguaje. Es sólo en la situación discursiva actual que el hablante puede apropiarse del uso
de pronombre personal “Yo” y referirlo a sí mismo: él le está hablando a un “tu”, este
último también siendo capaz de decir “Yo”.

Esto es lo que Benveniste quiere decir cuando sostiene que al identificarse uno mismo
como una persona única, el hablante que dice “Yo” toma sobre sí mismo todo el lenguaje.
“Cuando un individuo se apropia del lenguaje para sí mismo, el lenguaje se transforma en
situaciones discursivas, caracterizadas por un sistema de referencias internas donde la
clave es el “Yo”, y que define al individuo a través de construcciones lingüísticas especiales
de las que él se aprovecha cuando se enuncia a sí mismo como hablante” (Benveniste,
1966). En el uso del lenguaje, entonces, el “Yo” alude en cada momento a la persona cuya
experiencia está siendo referida por el sentido de una enunciación pronunciada.

¿Pero cuál es el origen de la posibilidad de decir “Yo”?

La afirmación “Vamos al parque”, con la que el cuidador interpela al niño, creando, por
medio del lenguaje, una referencia la experiencia genérica de ese evento, podría
encontrarse con una respuesta por parte del niño, de desaprobación como un “Yo no
quiero ir al parque”. El Yo en “Yo no quiero…” indica una posición en relación a un tú que
está basada en la experiencia propia (de ser yo). Esto sucede porque la ipseidad se
experiencia a sí misma en cada ocasión en tanto fuente de rangos posibles de acciones y
emociones de ir al parque como modos posibles de conducta de un Self experiencial que
adquiere significado. El decir “Yo no quiero…” se funda en una dimensión práctica que
corresponde al modo en que la ipseidad se entiende a sí misma cuando es interpelada en
el transcurso del discurso respecto de una situación posible. Visto así, los significados son
posibles modos de ser.

Pero si decir “Yo” está estructurado en base a la experiencia personal de ser propio, y si
ese ser propio declina en cada uno de los eventos, con el fin de que sea posible decir “Yo”,
un sentido de permanencia de la presencia de un Self experiencial a lo largo del tiempo ya
debe estar organizado en la dimensión ante-predicativa. Obviamente, esta mismidad del
Self se realiza en cada evento. Esto significa que en la dimensión ante-predicativa, el que
se percibe a sí mismo y actúa en cada momento debe descubrirse a sí mismo en cada
instante teniendo un sentido de ser el mismo. Esta es la perspectiva que está implicada en

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“Selfhood, Identity and Personality Styles” (Giampiero Arciero, 2009)

los estudios de la psicología del desarrollo que recalcan el hecho de que un sentido básico
de Self está establecido desde el nacimiento – mucho antes de la aparición del auto-
reconocimiento en el espejo – a través del sistema sensorio-motor, que le permite al niño
localizar su cuerpo con respecto al ambiente (Butterworth, 1990; Meltzoff, 1990).
El inicio de esta permanencia no-sustancial del Self, cuyo rasgo específico es la
discontinuidad, ocurre entre los 18 y 24 meses, tanto en el dominio de los sentidos y del
lenguaje. Cuando el niños se mira a sí mismo en el espejo, reconoce su reflejo en el espejo
como idéntico a sí mismo. En otras palabras, él puede entender que, en cada una de las
diferentes situaciones con las que se encuentra en la vida diaria, él es diferente e igual al
mismo tiempo.

Esta capacidad también se exhibe a nivel del lenguaje con igual fuerza. Es de lo que el uso
del lenguaje es testigo. Mi experiencia, que es contada en primera persona, tiene que ver
con percibirme a mi mismo en una u otra situación, y corresponde al mismo tiempo a
cómo la mismidad se manifiesta en cada ocasión. La ipseidad, quien experiencia tal o cual
estado de asuntos mientras su continuidad queda inalterada, es reflejada y reconfigurada
en el lenguaje a través del “Yo” que reconoce y habla sobre un episodio en particular,
sobre un evento dado. Por lo tanto, no se le puede atribuir a la casualidad que el auto-
reconocimiento en el espejo esté relacionado con la adquisición del uso del pronombre
personal y con el juego de simulación, de modo que, durante el segundo año, los niños
que demuestran auto-reconocimiento en el espejo usaran más pronombres personales y
demostraran juegos de simulación más avanzados que los niños que no demostraron
auto-reconocimiento (Lewis y Ramsay, 2004; Courage, Edison y Howe, 2004).

¿Por qué esta habilidad aparece sólo entre los 18 y 24 meses de edad? ¿Cuál es la relación
entre la capacidad de decir “Yo” y la habilidad de reconocerse en el reflejo del espejo
como la propia imagen de uno?

2.8 Reconocimiento de uno mismo en el espejo y en el lenguaje.

Hay una historia (Gallup, 1994; Povinelli, 2000), que se cuenta entre aquellos que trabajan
con las tres especies de monos antropoides – el gorila, el chimpancé y el orangután – y
que dice que puedes medir la inteligencia de esos primates dejando un destornillador en
la jaula de cada animal.

El gorila lo mira, lo huele y luego lo ignora. El chimpancé salta sobre el, lo pone en su boca
y juega con el. El orangután lo mira, finge que no hay nada, lo toma, lo esconde y esa
misma noche escapa de la jaula.

¿Qué nos dice esta anécdota? Obviamente, las tres especies tienen diferentes modos de
usar las herramientas. También sabemos que mientras el chimpancé y el orangután
exhiben una habilidad clara de auto-reconocimiento en el espejo, el gorila es incapaz de
tal acción. ¿Cuál es la relación entre el auto-reconocimiento y la habilidad para usar
herramientas?

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“Selfhood, Identity and Personality Styles” (Giampiero Arciero, 2009)

Povinelli (2000; Povinelli y Cant, 1995; Povinelli y Prince, 1998; ver también Bart, Povinelli
y Cant, 2004) explica esta diferencia desde el punto de vista de la vida real de estos
primates y desde la perspectiva filogenética. Mientras el orangután, que probablemente
es el más cercano de nuestros ancestros, tiene un estilo de vida que es totalmente
arbóreo, el chimpancé vive tanto en el suelo como en los árboles, y el gorila tiene un estilo
de vida terrestre. A diferencia de otros primates, que tienen movimientos estereotipados,
el orangután y el chimpancé manifiestan un amplio rango de movimientos en los árboles.
En particular, dada la relación entre peso corporal (40-80 kg) y la fragilidad de las ramas
por donde se mueven, el orangután emplea un tipo de movimiento llamado de
“trepación”, el que combina la posición vertical del tronco con el uso de varios soportes
de los que puede agarrarse, dependiendo del tipo de movimiento que quiera ejecutar. Ya
que el orangután vive algunos metros sobre el nivel del suelo, no puede permitirse caer. Al
mismo tiempo, este tipo característico de movimiento lo obliga a estar constantemente
preocupado de sus acciones y posturas. En la mirada de Povinelli y Prince (1998), esta
capacidad fue desarrollada en el curso de la era del Miocenio por un ancestro común para
los humanos y los primates elevados, con el objeto de mantener la adaptación para un
estilo de vida arbóreo en relación a un significativo incremento en el peso corporal. El
sentido en-línea de la posición y del movimiento del propio cuerpo sirve para explicar por
qué el auto-reconocimiento en el espejo está limitado para los orangutanes y los
chimpancés, ya que estas especies aún llevan una vida que requiere de una “conciencia
kinestésica”. Así, mientras estos primates se ven a sí mismos en el espejo, establecen una
relación de equivalencia entre las conductas que ellos observan de sí mismos en el espejo
y la experiencia en-línea que tienen de sus propias experiencias diarias.

La pérdida o la falla en adquirir esa capacidad en los gorilas, debido a una diferencia en su
historia evolutiva basada en la locomoción terrestres, viene a explicar, de manera similar,
por qué estas especies no se pueden reconocer a sí mismas en el espejo. De acuerdo a
esta interpretación, debería quedar claro por qué las especies más “arbóreas” exhiben
una mayor habilidad para manipular herramientas. Este tipo de existencia viene a
favorecer el desarrollo de un control más preciso sobre la conducta, por lo tanto de un
esquema corporal más sofisticado.

Entonces la hipótesis que sigue es que, con el objetivo de mantener su adaptación a un


ambiente arbóreo más variable, lo que requiere una frecuente evaluación de la nueva
información (Povinelli y Cant, 1995), el orangután, y en un menor grado el chimpancé, han
desarrollado un sistema motor viso-táctil más sofisticado para manipular sus acciones de
manera más afectiva y más eficiente. Por lo tanto, tal sistema podría garantizar una
integración más exitosa del cuerpo y el espacio peripersonal en un continuo sentido global
de Self. Esto parecería indicar que a un modo más sofisticado de ejecutar acciones le
corresponde una mayor y mejor maestría sobre el propio cuerpo y un esquema corporal
más integrado y mejor definido. Continuando con esta hipótesis – aunque en una
dirección diferente de la tomada por Povinelli – sería posible que, en simios antropoides,
el MNS es parte del mecanismo subyacente al funcionamiento de una especie de “sistema

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“Selfhood, Identity and Personality Styles” (Giampiero Arciero, 2009)

de correspondencia” entre el rango potencial de acciones y la acción realizada realmente,


la meta del sistema sería favorecer un mayor control motor en un ambiente caracterizado
por gran flexibilidad. Esto podría entonces tener que ver con la capacidad que estos
primates exhiben para crear una relación de “equivalencia motora” entre las conductas
reflejadas en el espejo y las acciones que ellos realizan, tanto es así que, después de un
cierto periodo de exposición al uso del espejo, ellos comienzan a reconocer su propia
imagen reflejada. Además, el refinamiento de la habilidad para ejecutar acciones podría
haber ayudado indirectamente a la habilidad de reconocer congruencia entre los actos
que estos simios ven que otros realizan y su propia conducta, mejorando entonces la
capacidad para predecir las consecuencias de las acciones de sus congéneres.

Esta hipótesis, que da cuenta de la necesaria conexión entre la habilidad de el auto-


reconocimiento en el espejo y el desarrollo de un sentido unitario viso-propioceptivo del
propio cuerpo, podría también explicar la diferencia entre primates más avanzados y el
Homo sapiens. De hecho, exactamente el mismo mecanismo empleado por los simios
antropoides para igualar la información kinestésica y visual podría haber sido explotado
de nuevo (a través del mecanismo de exaptación) en el curso de la evolución humana
como un sustrato neuronal para reconocerse a uno mismo como un “Yo”, en primera
persona, por medio de la visión y del lenguaje (y así acústicamente).

A diferencia de los simios grandes, no obstante, en los humanos es obviamente la cara la


que juega el papel más importante en el reconocimiento del Self y en la comprensión de
las acciones e intenciones de los otros.

Además de estar en el centro del mundo de las emociones humanas, también es, por así
decirlo, el sitio del lenguaje. Como ha sido sugerido en muchos estudios sobre la relación
entre la percepción del lenguaje audiovisual y la activación motora de áreas involucradas
en la planeación y ejecución de la producción del habla, las dinámicas del movimiento
facial y la percepción-producción del habla están claramente integradas (Skipper,
Nusbaum y Small, 2005; Hall, Fussell y Summerfield, 2005; Pulvermüller et al., 2006).

Desde un punto de vista evolutivo, la centralidad social de la cara corre en paralelo a la


emergencia de dimensiones intersubjetivas más complejas (por ejemplo, las relaciones
niño-cuidadores cercanos, lazos con amantes, amigos, compañeros de vida, miembros
familiares), implicando una habilidad más sofisticada para sintonizarse con la cara de otros
individuos (Fridlund, 1994; Parkinson, Fischer y Manstead, 2005; Pullvermüller et al.,
2006). Las áreas al interior de la región occipital-temporal inferior se han identificado
como involucradas de manera selectiva en la percepción de caras desconocidas
(Kanwisher, McDermott y Chun, 1997; McCarthy et al., 1997), mientras que otras áreas
identificadas son activadas de manera específica por rostros personalmente familiares, e
incluso otras se asocian con el reconocimiento del propio rostro (Platek et al., 2006).

Si en los humanos la cara juega el papel más importante en el reconocimiento del Self,
esta diferencia con los simios antropoides nos llevaría a inferir, desde un punto de vista

54
“Selfhood, Identity and Personality Styles” (Giampiero Arciero, 2009)

evolutivo, que el reconocimiento del propio rostro involucra el mismo mecanismo


observación/ejecución acción-correspondencia restablecido en los primates para
reconocer sus propias acciones y las de los otros. Tres recientes estudios de fMRI sobre
reconocimiento del propio rostro han demostrado que reconocer la imagen del propio
rostro está acompañado por la activación del sistema motor (Platek et al., 2006; Sugiura et
al., 2005; Uddin et al., 2005; Uddin et al., 2007). En otras palabras, en los humanos esos
mismos mecanismos que subyacen a la “conciencia kinestésica” de los primates, pueden
respaldar las funciones de representación de rostros; pueden mapear la imagen de la
propia cara en el propio sistema motor. Estos estudios indican que las áreas
frontoparietales de la derecha .. que se activan cuando a los participantes se les presenta
la imagen de su propia cara – se superponen con las áreas que pertenecen al MNS, es
decir, le pertenecen a un sistema que se usa para mapear acciones percibidas en el propio
sistema motor. Desde esta perspectiva, podemos comprender fácilmente por qué los
niños pequeños que pasan la prueba del auto-reconocimiento en el espejo tienen un
equivalente en el desempeño de la tarea de reconocer su propia pierna (Nielsen,
Suddendorf y Slaughter, 2006). Por otra parte, la confirmación de este tipo de
superposición se puede encontrar en estudios sobre el desarrollo de la conciencia
personal corporal en niños pequeños (Brownell, Zerwas y Geetha, 2007; Moore et al.,
2007).

¿Cuál es la relación entre la capacidad para identificar la propia imagen en el espejo y la


capacidad de decir “Yo”?

Obviamente, el hecho de que el niño comience a desplegar el lenguaje a través del uso de
frases durante más o menos el mismo periodo en el cual adquiere la capacidad de
reconocerse a sí mismo en el espejo (por medio del reconocimiento de las propias
expresiones faciales) no es accidental. Hasta este punto, sólo podía reflejarse a sí mismo
en la conducta de los demás, a pesar del hecho de haber desarrollado un sentido de
permanencia de Self. Dicho de otra manera, a pesar del hecho de que fuera capaz de
percibir sin interrupciones el sentido de pertenencia de la experiencia, reconocía su
significado sólo a través del reflejo de conductas compartidas.

La posibilidad de reflejarse a sí mismo en sus propias acciones y emociones, de entenderse


a sí mismo como un idéntico a él mismo (que siente y que actúa), genera un nuevo
sentimiento de intimidad consigo mismo y de demarcación respecto de los otros. El niño
comienza a desarrollar un sentido de privacidad de la experiencia – que no necesita ser
interior – un claro indicador de este desarrollo son los monólogos consigo mismo. Esto es
acompañado por un sentido de la “propiedad” (Eigenschaft) de su modo de ser, que es
discernible en su cambio de actitud hacia sí mismo y hacia los demás. Este reflejo sin
interioridad oculta una nueva tensión: la reconfiguración del Self, habilitado por el inicio
del uso del lenguaje, no define un Self egoico o la clausura del Self, sino que determina el
modo en que la ipseidad llega a ser ella misma.

55
“Selfhood, Identity and Personality Styles” (Giampiero Arciero, 2009)

Antes de que podamos seguir con nuestra discusión en la dirección indicada por la
pregunta del “¿Quién?”, debemos primero hacer un pequeño desvío para tratar con un
tópico que la psicología ha relacionado muy de cerca con el sujeto del reconocimiento del
Self en los últimos años, en otras palabras, las emociones auto-consientes. Aparecen una
serie de observaciones que sugieren que esas emociones ya emergen antes del desarrollo
de la conciencia reflexiva.
2.9 Contactos afectivos

Existe mucha literatura, sobre todo de la naturaleza representacional (Lewis, 1987, 1992,
1993, 1995), que subraya el punto de que durante el segundo año de vida del niño, ahí
emergen nuevas emociones – las emociones de auto-consciencia – cuya génesis se
adscribe a un cambio en el nivel de conciencia del Self y de los demás. La hipótesis de la
naturaleza de tales emociones es que se desarrollan en el contexto de nuevos estados
relacionales: en los que el niño es auto-consciente. Estas emociones (orgullo, vergüenza,
culpa, envidia) parece que toman forma a través de la evaluación consciente que el niño
hace de su comportamiento en relación con parámetros de referencia.

Otros estudios que no concuerdan con esta aproximación, enfatizan el hecho de que las
emociones interpersonales (orgullo, vergüenza, culpa, envidia, timidez, sentido del humor,
burla, empatía, entre otras) ya estarían presentes en los primeros meses de vida. Como
Vasudevi Reddy (2003) sostiene con firmeza, si el niño es el foco de la atención del
cuidador entonces la relación entre el padre que observa y el niño observado puede ser
experimentado directamente por el niño; no necesita ser inferida, como argumenta la
hipótesis representacional. La conciencia de la atención de los demás sobre uno mismo
corresponde a un modo de auto-percepción, una conciencia afectiva del Self. La conexión
entre cómo es percibida la atención del cuidador y cómo es experimentada la propia
ipseidad – que es diferente y específica en cada una de las diferentes emociones auto-
conscientes – es sentida directamente desde los primeros meses de vida del niño. El como
perciba el niño la mirada del otro no depende de “creencias acerca de las evaluaciones de
los otros”, sino que sobre cómo se siente él en ese momento.

Por ejemplo, como se reporta en el estudio mencionado anteriormente por Meltzoff


(2007), después de haber observado la reacción enojada de un adulto al ver a un tercero
manipulando nuevos objetos, el niño imita su conducta sólo si la espalda del adulto está
de vuelta. Así, el niño tiene una vívida conciencia de lo estándar y de las reglas que
gobiernan una situación dada sin tener que poseer una representación interna de él
mismo, del otro, y del Self como percibido por el observador (Trevarthen, 1992; Draghi-
Lorenz, Reddy y Costall, 2001; Reddy, 2005). No es una hazaña intelectual predecir que si
el adulto se da vuelta de repente y pilla al niño “con sus manos en la jarra de galletas”, el
niño se sentirá avergonzado. En otras palabras, que el niño perciba la atención del adulto
refiere al niño de vuelta a la conciencia del significado (emocional) que el cuidador le
atribuye a esa conducta y, al mismo tiempo, a la inadecuación de esa conducta en
presencia del adulto.

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“Selfhood, Identity and Personality Styles” (Giampiero Arciero, 2009)

La vergüenza del niño refleja la incompatibilidad entre las expectativas del adulto, que el
niño ha anticipado, y la situación real que está sucediendo. Es esta incongruencia (que
corresponde a ser descubierto) la que crea una mayor foco sobre uno mismo,
precisamente porque la conducta del niño llega a ser el foco de atención de ambos
interactuantes – cuidador y niño. Ya que la vergüenza conlleva desconcierto con respecto
a la situación actual, se abre la posibilidad de reparar (Semin y Manstead, 1982). Este tipo
de desconcierto es cercano a la vergüenza.

En cualquier caso, incluso cuando el desconcierto es visto como una forma de vergüenza,
no como el resultado de haber cometido un paso en falso, como por ejemplo cuando al
niño se le pide que actúe, el foco sobre uno mismo es conservado por la conciencia de
estar en el centro de la atención indeseada de los demás.

El origen interpersonal – más que el representacional – de esas emociones parecer


aplicarse a otras emociones sociales como los celos, la envidia, el orgullo o la culpa. Hart
(Hart y Carrington, 2002; Hart et al., 1998), por ejemplo, demostró en dos estudios cómo
niños de entre 6 y 12 meses de edad manifestaron malestar – interpretado como celos –
cuando sus cuidadores le prestaron atención a muñecos similares a un niño de verdad.
Draghi-Lorenz, Reddy y Costall (2001) reportaron las observaciones de padres quienes
describieron una forma de malestar – interpretado como envidia – cuando sus hijos
querían algo (por ejemplo, un juguete) que tenía otro niño. El orgullo podría ser
considerado como una emoción que emerge en concomitancia con la atención positiva
(elogio) recibida luego de un logro en particular (involucrando un sentimiento de
maestría), más allá de depender de las creencias sobre uno mismo como merecedor
(Draghi-Lorenz, Reddy y Costall, 2001). Finalmente, la culpa podría emerger como una
percepción directa del daño causado por una acción producida por el niño en contra de
otro niño que manifiesta dolor por el mal que le han hecho, más que como resultado de la
apreciación de culparse a sí mismo en un espacio reflexivo. La confirmación indirecta de
esta hipótesis viene de un estudio reciente, que demuestra que niños de 6 a 10 meses de
edad toman en cuenta las acciones de un individuo hacia otros al evaluar a ese individuo
como atractivo o aversivo (Hamlin, Wynn y Bloom, 2007).

Estas emociones sociales no sólo se generan en respuesta a determinadas situaciones,


sino que a su vez abren nuevas posibilidades de acciones y relaciones. Los celos son un
estímulo para el restablecimiento de una situación privilegiada, la envidia redirige la
atención del cuidador hacia el objeto deseado, el orgullo crea un efecto sobre la
audiencia, la culpa pavimenta el camino para la reparación (Parkinson, Fischer y
Manstead, 2005). La existencia de estas emociones no involucra un pensamiento
conceptual – sino que sienta las bases para sus posibilidades.

Es obvio, desde esta perspectiva, que más allá de estar en la raíz de las emociones auto-
conscientes, como reclama la perspectiva representacional, la conciencia reflexiva, o más
precisamente, el modo en que la conciencia reflexiva toma forma, está influenciada
fuertemente por cómo el espacio afectivo interpersonal ha sido constituido en los meses

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“Selfhood, Identity and Personality Styles” (Giampiero Arciero, 2009)

precedentes. El hecho de que el niño sea el centro de la atención de los demás, y que esta
convergencia de la atención social crea en él emociones sociales que lo posicionen en el
espacio interpersonal, podría ser hipotetizado como la constitución de una condición
necesaria para el desarrollo de capacidades reflexivas, más que ser el resultado de tales
capacidades. Como afirmaba Heidegger (1988) (en respuesta a Nartop, quien enfatizaba la
naturaleza distorsionada de la conciencia reflexiva), reflexionar es sólo un modo de
entenderse a sí mismo, un modo que le permite a la comprensión intensificar, más que
constituir la base fundacional de la auto-comprensión.

2.10 Actuar y hablar

¿Cuál es entonces la relación entre la habilidad de identificarse uno mismo en la imagen


del espejo y la capacidad de decir “Yo”?

Desde el comienzo de su tercer año de vida un niño es capaz de reconocer que él es


idéntico a sí mismo, es decir, que es uno y el mismo Self en cada una de las situaciones,
tanto en sus acciones como en su lenguaje. Así, mientras él mira su cara reflejada en el
espejo, se identifica a sí mismo. Del mismo modo, se identifica a sí mismo lingüísticamente
como el sujeto de una afirmación, es decir, que adquiere la capacidad de comprender lo
que significa la oración (sentido compartido) cada una de las veces, refiriéndola a su
propia perspectiva experiencial. Así, él establece una relación de equivalencia entre la
experiencia referida por el sentido de la oración y su propia experiencia. De este modo, él
se apropia del sentido (de la que la oración refiere) mientras al mismo tiempo reconoce y
articula su experiencia, la que está reflejada en el contenido conceptual de la oración, y lo
que ese contenido interpela.

Mientras que la comprensión mutua fuera alcanzada, en las etapas previas a través de la
acción (emocionalmente situada), ahora empieza a ser mediatizada por el lenguaje. Como
lo demuestran los monólogos de Emilia estudiados por Nelson (1996), los contenidos de
estas primeras y rudimentarias aproximaciones a los contadores de historias son
experiencias de la vida real, acciones y pasiones que dan cuenta de la existencia diaria. El
sentido (compartido) de acciones y pasiones está re-inscrito en la oración (Engel, 1986;
Dunn, 1988). La estructura de la acción y la estructura del lenguaje vienen a sobreponerse
gradualmente el uno con el otro, en la medida en que ambos están caracterizados por un
sentido compartido y al mismo tiempo por la referencia a uno mismo.

Desde un punto de vista neurocientífico, la hipótesis gana mayor confirmación al examinar


la organización del área de Broca, considerada al comienzo como el área exclusiva de la
producción del habla, pero donde también ahora se han descubierto neuronas que se
activan por acciones orales-faciales y por gestos de las manos. Es interesante notar que,
además de jugar un papel crucial en la producción del lenguaje, el área de Broca también
juega un papel importante en la imitación y en el reconocimiento de las acciones
(Binkofski et al., 1999; Iacoboni et al., 1999; Molnar-Szacks et al., 2002; Iacoboni et al.,
2005). Esta región es conocida de hecho, por ser parte del MNS (Bookheimer, 2002;

58
“Selfhood, Identity and Personality Styles” (Giampiero Arciero, 2009)

Rizzolatti and Craighero, 2004; Nishitani et al. , 2005; Gallese, 2005). Varios trabajos de
Gentilucci y sus colegas (Gentilucci, 2003; Gentilucci et al. , 2001, 2004a, 2004b, 2006;
Bernardis and Gentilucci, 2006) han encontrado una relación cercana entre la producción
de lenguaje y la observación/ejecución de gestos con los brazos y manos, corroborando
entonces la relación entre los gestos manuales y orales relacionados al lenguaje.
Así, por un lado, el significado de un gesto es fijado en estructuras de sentido que están
sedimentadas: el contenido intencional – es el sentido común que produce acciones
familiares y acciones compartidas, como las rutinas y los juegos. Por otra parte, el
significado se refiere a la experiencia real de un “quien” en un momento dado y en una
situación específica – este es el significado que la acción tiene para la persona que realiza
esa acción.

Del mismo modo, el significado de la oración (es decir, su contenido proposicional), por un
lado, se mantiene constante por lo que la oración se refiere, y por otra parte, el significado
trae al lenguaje la experiencia del que habla. Es precisamente porque hablante y oyente
pueden compartir un contenido de sentido que uno puede comunicarle la propia
experiencia al otro. Es el contenido de sentido que, realizado en cada ocasión por cada
hablante individual a través de la referencia concreta a su propio dominio experiencial,
nos permite incluir y comprender la experiencia comunicada. “La comunicación puede ser
exitosa”, escriben Liberman y Whalen (2000), “sólo si dos partes tienen una comprensión
común acerca de lo que cuenta – lo que cuenta para el hablante debe contar para el
oyente”.

¿Cómo se establece esta igualdad concerniente a “lo que cuenta en la comunicación”?


Sólo es posible porque en los humanos existe un sistema eco-neuronal, es decir, un
sistema que empareja la percepción verbal con la producción de lenguaje (Rizzolatti y
Craighero, 2004).

Por otra parte, este sistema puede mediatizar la imitación de los sonidos verbales, como
en el caso del niño repitiendo palabras que no refieren a ninguna de sus experiencias y
que no tienen sentido. Por ejemplo, Levy y Nelson (1994) investigaron la adquisición de
palabras causales y temporales en los niños (“porque”, “ayer”, “pronto”, entre otras) y
encontraron que la producción de los niños para esos ítems lingüísticos estaba ligada a
contextos discursivos específicos y que realizaban exactamente las mismas funciones
discursivas que sus padres usaban, sin tener una comprensión como la de los adultos y
flexibilidad de uso. (Cualquier adulto que aprenda un segundo idioma se encontrará en
una situación similar, es decir, aprendiendo una serie de palabras sin comprender qué
significan).

Por otra parte, este sistema eco-neuronal también podría desempeñar una función
semántica en la medida en que le permita al oyente referir las palabras empleadas por el
hablante para su propio dominio experiencial.

¿Qué rol cumple el sistema eco-neuronal en el proceso de significado de una acción

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“Selfhood, Identity and Personality Styles” (Giampiero Arciero, 2009)

comunicada por el sonido de una oración?

Para los significados que terminan en palabras, la articulación de sonidos debe estar ligada
con el sentido de una acción. En otras palabras, debe existir un mecanismo neuronal
compartido capaz de enlazar la observación de la acción y la comprensión para la
producción-percepción del lenguaje, entonces, un sustrato neuronal que sea capaz de
relacionar la percepción acústica con la producción lingüística y con un sentido
compartido de acción. Un número de recientes estudios indican que el MNS juega un
papel clave en la articulación de la compleja relación entre acción, lenguaje y
comunicación.

En el curso del desarrollo – desde las primeras palabras del niño, pero aún con mayor
claridad al comienzo del lenguaje – el niño aprende gradualmente que durante la
comunicación, los sonidos y las palabras que acompañan la experiencia se refieren a esa
misma experiencia específica y actual, hasta el punto que el niño también aprende a
predecir lo que pasará después. Esta transformación gradual en el modo con que el niño
se comunica es fomentada por los cuidadores, quienes generalmente comprenden,
subrayan y repiten esas palabras más importantes para cada contexto individual de
comunicación. Esto le permite al niño integrar las palabras que son usadas y repetidas
durante la ejecución de actividades compartidas en su comprensión pre-reflexiva de la
experiencia. “El temprano establecimiento de los significados compartidos”, escribe
Nelson (1993), “involucra así una interacción de la interpretación pre-verbal del niño de
eventos y objetos, y el uso del adulto de esas palabras, y la aceptación de los usos del niño
al interior de esas actividades construidas en forma conjunta y entendidas mutuamente”.
Estas observaciones sugieren que la percepción del habla probablemente comparte un
sustrato neuronal común no solamente con las regiones asignadas a (a) la producción del
habla – debido a la paridad entre transmisor y receptor del mensaje invocado por
Liberman – sino también con las áreas encargadas de (b) la percepción – la ejecución de la
acción.

Con respecto al primer punto (producción-percepción del lenguaje), varios estudios


enfatizan el rol de las áreas motoras capaces de hacer resonancia, de activarse ellas
mismas, al escuchar el habla. Dos estudios sobre estimulación magnética transcraneal
(TMS) han reportado la facilitación de la lengua y de los músculos labiales cuando los
sujetos escucharon hablar (Fadiga et al., 2002; Watkins et al., 2003). Un tercer estudio
(Meister et al., 2007) demostró que la ruptura de la corteza premotora humana perjudica
la percepción del habla. Otros estudios de fMRI reportaron (a) la activación de áreas
motoras involucradas en la producción del habla al escuchar pasivamente monosílabos sin
sentido (Wilson et al., 2004), (b) el reclutamiento de circuitos motores durante la
percepción del habla que reflejan distintas características fonéticas de los sonidos del
habla encontrados (Pulvermüller et al., 2006), (c) un incremento en la activación del
sistema motor al escuchar fenómenos extraños y no-nativos, comparado con la
percepción de fenómenos nativos (Wilson y Iacoboni, 2006).

60
“Selfhood, Identity and Personality Styles” (Giampiero Arciero, 2009)

El segundo punto, que tiene que ver con la relación entre la acción y el lenguaje, ha sido
desarrollado en una serie de estudios sobre la comprensión de oraciones relativas a la
acción dirigidas a descubrir, sobre todo, la relación entre oraciones relativas a la acción y
la activación de áreas motoras relativas a las acciones que uno puede realizar por sí mismo
(y para las que se refieren los sentidos de esas oraciones) (Buccino et al. , 2001, 2005;
Hauk, Johnsrude and Pulverm¸ller, 2004; Tettamanti et al. , 2005; Gazzola, Aziz-Zadeh and
Keysers, 2006). El estudio más reciente en este campo, que fue realizado por Aziz-Zadeh
et al. (2006) y el cual se replica y se expande en algunos de los estudios previos,
demuestra que al leer frases que describan acciones realizadas con diferentes efectores
(mano, boca, pierna) conducen a la activación de áreas motoras y premotoras específicas
que se activan cuando un individuo observa las mismas acciones presentadas visualmente.

Esta equivalencia en la corteza premotora humana entre áreas que responden a la


ejecución y a la observación de acciones y áreas activadas por la exposición a sus
descripciones verbales, indica que el sentido se fundamenta en acciones y pasiones, que el
lenguaje está enraizado en la propia experiencia de ser-en-el-mundo. Se podría decir que
el discurso reconfigura lo que sucede en el dominio del actuar y del sentir en el dominio
del lenguaje, y es precisamente a partir de esta posibilidad de referirse al mundo de una
manera u otra que el discurso está regulado por todos y cada uno de los individuos.
Compone lo que es pre-reflexivamente manifiesto, pero al mismo tiempo puede hacerlo
ya que, por así decirlo, se deriva de la comunicación con otros, y por esta vía, de la
comunidad cultural a la que pertenecen los comunicantes.

Como hemos visto, la alteridad se entrelaza con la ipseidad una primera vez al nivel pre-
reflexivo; llega a ser parte del dominio del significado de la subjetividad una segunda vez
simplemente por medio del uso del lenguaje. Es en la recepción de un discurso que ya está
en marcha, un lenguaje que ya ha sido instituido, y en haber sido iniciado en un mundo
histórico y cultural que ya está ahí, suministrado por estructuras de sentido compartido,
permitiéndole a uno entender y reconocer la propia experiencia.

Apropiarse del sentido compartido significa para todos la posibilidad de comprenderse a sí


mismo de esta u otra manera en las variadas situaciones que están sucediendo y así
comunicar la propia experiencia de existir. “Tal como nuestra pertenencia común a un
mismo mundo presupone que mi experiencia, como propia y original, es la experiencia del
ser,” escribía Merleau Ponty (1969), “de manera similar, nuestra pertenencia a un
lenguaje común, o incluso a un universo común de lenguaje, presupone una relación
primordial de mi para mi palabra, lo que le otorga el valor de una dimensión del ser, en la
que X podría participar”.

Pero es precisamente el lenguaje el que garantiza la posibilidad de reconfigurar la


experiencia de vivir en una conectividad unitaria exhibiendo las características de la
narración. Y esto trae una nueva luz sobre la relación entre el agente y la acción. La acción,
por ejemplo, de María tomando la taza de té, considerada desde el punto de vista de la
narración del Self, es influida por nuevas determinaciones. La relación agente-acción no es

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“Selfhood, Identity and Personality Styles” (Giampiero Arciero, 2009)

más tratada como si el agente fuera reabsorbido por el objetivo de la acción, como si
fuera una función de esa acción en particular. En vez de eso, a pesar del hecho de que la
acción individual tiene un significado de sentido común para cualquiera, tal acción, que es
reconfigurada por el lenguaje, adquiere un significado que es personal debido al hecho de
que se encuentra dentro de un marco de configuración, la narración de uno mismo. La
acción individual está ubicada dentro del contexto referencial por la historia que le ayuda
a articular y desarrollar, tanto en el caso donde el evento cae dentro del rango de las
expectativas que derivan “naturalmente” desde una narrativa, como en el caso donde
toman “por sorpresa” las predicciones hechas en relación al desarrollo de la historia, lo
que genera nuevas expectativas. Desde este punto de vista, asimilar la experiencia, o sea
hacerla histórica, no significa instituir un orden cronológico, simplemente poner los
eventos en una secuencia. Lo que debe considerarse es la importancia de una experiencia
dada en relación con la economía de la narrativa, lo que confiere a la experiencia un valor
que cambia con el cambio de la historia misma. Es decir, el significado de la actuar y de
sentir va más allá de su dimensión empírica.

Cada ser humano integra los eventos que experimenta para combinar el presente con la
experiencia sedimentada, y con los horizontes de sus expectativas, todo al mismo tiempo.
La relación especial entre estos diferentes componentes se realiza en la continua
remodelación de la narrativa de uno mismo (en sus variadas formas, incluyendo aquellas
de la historia fragmentada). La recomposición narrativa de la experiencia de vivir
reconfigura la variedad de la propia experiencia personal en una totalidad significativa,
mientras al mismo tiempo delinea a la persona cuyas acciones y emociones refieren.
Después de Ricoeur, nos volvemos a la identidad narrativa para indicar esta modalidad
dinámica de componer la identidad personal.

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“Selfhood, Identity and Personality Styles” (Giampiero Arciero, 2009)

PARTE 3 : IDENTIDAD PERSONAL

Soy diferente de todas mis sensaciones, no pudo entender cómo. Ni siquiera puedo
entender quién las siente. Además, ¿Quién es este “yo” al comienzo de estas tres
proposiciones?

A este punto, tenemos que examinar otro aspecto de la experiencia que no ha recibido
mucha atención hasta ahora: su naturaleza temporal. El tiempo de hacer, o no hacer;
tiempo común tejido en interacciones, en rutinas, en prácticas, en experiencias
compartidas y al mismo tiempo en el paso de los días… día y noche, ayer, hoy y mañana: el
modo en que el pasado, presente y futuro se construyen y se interrelacionan en nuestro
diario vivir. Es el tiempo de la experiencia, el tiempo de lo que hacemos, de lo que
sentimos de una manera u otra, que hace posible darle una nueva forma a los eventos a
través de la narración. El significado de las palabras de Ricoeur (Ricoeur, 1980) emerge
fuertemente aquí: “Tomo la temporalidad como la estructura de la existencia que alcanza
el lenguaje en la narratividad y la narratividad como la estructura del lenguaje que tiene la
temporalidad como referente último”.

La recomposición narrativa presupone, por un lado, una prefiguración del sentido que
parece estar inscrito en el actuar, en el sentir y en la secuencia temporal de la experiencia.
En esta etapa de pre-comprensión, además del diario “juego familiar”, el niño encuentra
las tonalidades emocionales que acompañan los tiempos de la vida. Por otra parte,
transforma la prefiguración del sentido a través de la recomposición narrativa. Este
proceso de recomposición – cuya estructura inicial es provista y garantizada casi
completamente por los padres, el rol del niño simplemente es repetir o conformarse a los
eventos narrados (Bruner, 1983; Nelson, 1985; Hudson, 1990) – provee a la experiencia las
herramientas de síntesis, redacción y estructura. En otras palabras, los cuidadores se
ocupan de estructurar el sentido de acciones y pasiones con el objeto de permitirle al niño
reconocer y dominar su propia experiencia.

La adquisición gradual de la capacidad de estructurar la experiencia en una constelación


de micro-narrativas y, por consiguiente, en una historia, se desarrolla simultáneamente y
de modo paralelo con el proceso de identificación y construcción de la identidad personal.
De hecho, el último referente de la recomposición narrativa es la experiencia de ser uno
mismo, la ipseidad, de la que no puede ser separada como si fuera un acto de pura
cognición.

De ello se deduce que es el orden conjunto (es decir, junto con sus padres) de los eventos
de su propia vida en secuencias narrativas por las cuales el niño comienza a construir y
articular su propia singularidad como persona, para darle forma a su propio quien. De este
modo, mientras él diferencia la experiencia narrada del fondo ante-predicativo en el cual
su historia estaba implicada de algún modo, se apropia de esa experiencia, la reconoce
como propia. Se reconoce y se identifica a sí mismo en esa historia al mismo tiempo. Para

63
“Selfhood, Identity and Personality Styles” (Giampiero Arciero, 2009)

hacerlo, el niño no requiere de una habilidad social metacognitiva – la identidad es


construida en el acto mismo de la narración.
Estos eventos singulares comienzan a ser amalgamados en firmes estructuras narrativas
exhibiendo las características de micro-historias en el curso del tercer y cuarto año de
vida. A través de la narración conjunta de su propia experiencia, el niño descubre un
método “íntimo” para organizar los eventos, y al mismo tiempo le da forma a su propio
modo de sentir que es él mismo. “El contenido emocional de las conversaciones padre-
hijo,” escribe Welch-Ross (2001), “es un tipo de encuadre evaluativo que, probablemente,
juega un rol crítico en el desarrollo de esta orientación subjetiva hacia los eventos, que le
imparte significado a la experiencia”. No es sorpresa entonces descubrir que en esta etapa
los niños empiezan a interesarse en los estados emocionales y mentales, como se
demuestra en el incremento del porcentaje de preguntas acerca de los estados internos, y
sobre “causalidad psicológica” acerca de las acciones realizadas por otros (Dunn, 1988).

Gradualmente, en el curso de los años pre-escolares, los modelos de andamiaje por medio
de los cuales los padres inicialmente transmiten esas formas de narrar con las que se
familiarizan, y que son culturalmente apropiadas, llegan a ser un lugar de cooperación y
negociación. Es decir, que el niño contribuye de manera creciente a la construcción activa
de la historia a través de la conversación sobre eventos pasados. El proceso está
caracterizado por una etapa intermedia, donde el niño comienza a reportar recuentos de
experiencia que él no había compartido con sus padres, los que luego son estructurados
en una narrativa en colaboración con el cuidador, por medio de la re-edición de los
episodios. Pero es sólo entre la edad de los 4 y 5 años que el niño finalmente domina la
estructura narrativa, al punto que, por ejemplo, puede inventar un personaje,
demostrando que puede entender la estructura psicológica del personaje y que puede
estructurar sus acciones en una historia.

Este proceso, que como hemos dicho, ocurre en los años pre-escolares, está caracterizado
por el divorcio gradual entre la narración y el contexto de la situación, del contexto desde
el cual el evento hablado tuvo lugar. Si, a la edad de 2 años, decir “coche” ayuda a indicar
el hecho de que el niño quiere ir, o va a ir al parque con su padre, a la edad de 4 o 5 años,
la misma palabra está libre, por así decirlo, del contexto de la pronunciación, de la
situación inmediata de referencia. En otras palabras, el niño parece adquirir la capacidad
de recomponer eventos en una secuencia diacrónica, en vez de simplemente referir lo que
está pasando en el aquí y ahora del contexto de la pronunciación, la capacidad de usar las
palabras para construir un todo significativo fuera de eventos dispersos.

Completar el dominio sobre las capacidades de configuración, significa que pueden


combinar la dimensión episódica de los eventos que constituyen la historia con una
dimensión no cronológica, la que conecta los eventos en un todo inteligible (Mink, 1972),
permitiéndole a los niños más grandes usar el lenguaje sin tener que referirse
exclusivamente a la experiencia actual. Por lo tanto, no sólo pueden reflexionar, evaluar y
comentar sobre una determinada configuración de episodios relativos a sí mismos hacia
los demás, como si los episodios constituyeran un todo, sino que también pueden

64
“Selfhood, Identity and Personality Styles” (Giampiero Arciero, 2009)

entender la reconfiguración de eventos construidos por otros como diferentes de su


propia configuración.
Todo esto parece indicar que la razón por la que los niños fallan en tareas de falsa-
creencia antes de los 4 años es que son incapaces de distinguir su propio punto de vista
del de los demás, ya que todavía no han adquirido la capacidad para integrar sus propias
experiencias en una estructura narrativa a lo largo del tiempo. Al no poseer la capacidad
para reconfigurar la variedad de experiencias diferentes de sí mismo en el pasado y en el
presente, y unirlas en una sola, en un marco integrador, predicen lo que otros hacen
basados en una falsa creencia (por ejemplo, la convicción de Sally de que ella encontrará
su canica en la cesta donde ella la había dejado), al relacionarlo con lo que ellos harían
basados en su conocimiento de la situación actual (buscando la canica en la caja donde
Ana la había puesto sin que Sally supiera).

La nueva habilidad del niño para re-ensamblar los eventos sueltos en una estructura
narrativa, y así la habilidad para distanciarse él mismo de los eventos, van de la mano con
un cambio en el uso del lenguaje. En los años pre-escolares, está el uso pragmático del
lenguaje que les asegura que se establezca un enlace mimético primario entre el lenguaje
por un lado y la acción y el sentimiento por otro. Como hemos dicho repetidamente, hasta
esa edad la conversación se refiere esencialmente a lo actual, a situaciones
interpersonales, a experiencias que están sucediendo, a actividades compartidas, como si
de alguna manera el sentido de las palabras fuera actualizado a través de la referencia en-
línea para aquellos contextos que están siendo compartidos en la práctica actual.

El involucramiento de los actores en juegos es una parte esencial del sentido, y por lo
tanto de la decodificación de la acción. Después de todo, la trama simbólica conectada
subyacente a las acciones puede ser entendida porque los actores participan en el juego.
Es por eso que incluso niños de 2 años pueden cambiar el modo en que formulan sus
pronunciaciones cuando son interrogados por su madres o por un familiar adulto
(Tomasello y Todd, 1983). De hecho, Tomasello y sus asociados descubrieron que, para un
adulto familiar, los niños reformularon su pronunciación con mayor frecuencia que con
sus madres; con sus madres ellos tendieron a repetir la pronunciación.

Así, mientras el niño de dos años se comunica, por así decirlo, dentro de las actividades de
las que es parte usando el lenguaje desde el interior de los eventos socialmente
compartidos (Nelson, 1996), niños mayores pueden comunicar eventos desde una
perspectiva externa, como si participar en un evento ya no fuera necesario para ser capaz
de hablar acerca de él.

La capacidad para organizar narrativas coherentes relativas a eventos pasados le permite


al niño, quien ha dominado esta nueva herramienta participando en conversaciones con
miembros de la cultura más o menos maduros, para establecer una especie de identidad
entre lo que él cuenta y sus propias experiencias, para concebirse a sí mismo como el
protagonista y dueño de sus diversas experiencias.

65
“Selfhood, Identity and Personality Styles” (Giampiero Arciero, 2009)

3.1 Hablando del pasado

Una serie de estudios sobre conversaciones padre-hijo acerca del pasado demuestran que
la interacción social es crítica para la organización de narrativas estructuradas acerca de
memorias autobiográficas, y por consiguiente para la construcción de un sentido duradero
de sí mismo (Fivush, 1991p; Hudson, 1990; Nelson, 1993; Nelson y Fivush, 2004; Reese,
2002). Además, varios descubrimientos indican que las madres con un estilo de
remembranza altamente elaborativo facilitan el desarrollo de habilidades narrativas
autobiográficas en los niños (Fivush y Nelson, 2006). No debería sorprender entonces que
las madres de este estilo se enfoquen más en los aspectos emocionales y evaluativos de
los eventos pasados, esto es, sobre aspectos experienciales, por lo tanto sobre aquellos
aspectos que son significativos en los eventos (Fivush y Hade, 2005; Fivush, 2007).

Desde el punto de vista contrario, fallar en alcanzar el dominio total sobre las
herramientas narrativas podría explicar las diferencias para comprender el Sí mismo
temporalmente extendido en niños de 2, 3 y 4 años de edad, identificado a través de un
paradigma de auto-reconocimiento tardío.

En la serie de experimentos realizados por Povinelli, Landau y Peilloux (1996; Povinelli et


al., 1999), los investigadores expusieron a niños de ese rango de edad a imágenes visuales
en vivo y ligeramente tardías de ellos mismos con el objeto de captar la habilidad de esos
niños para relacionar eventos pasados con el presente. Cada niño fue grabado como él o
ella jugando un juego distinto y novedoso con el experimentador. Durante el juego, el
experimentador elogiaba al niño, y usaba esto como una oportunidad para ubicar
secretamente un sticker brillante en la cabeza del niño. Tres minutos después, los niños
veían el video de los eventos que recién habían sucedido, incluyendo una clara
representación del experimentador poniendo el sticker en sus cabezas (Barth, Povinelli y
Cant, 2004: 16). Encontraron que ninguno de los niños de 2 años trató de quitarse el
sticker, mientras que el 25% de los de tres años y el 75% de los de cuatro años retiraron el
sticker. Concluyeron que aunque los niños de 2 y 3 años pueden “reconocerse a sí
mismos” en un video, son incapaces de integrar la experiencia tres minutos anterior, con
la auto-identidad en curso.

En otro estudio, Welch-Ross (2001) reportaron evidencia empírica demostrando que el


estilo de remembranza maternal elaborativa y evaluativa interactúa tanto con la
perspectiva subjetiva del niño como con su habilidad para emplear el razonamiento
temporo-causal. De hecho, los niños de 3 años de madres altamente elaborativas que
tomaron el sticker tenían una proporción mayor de memoria de eventos pasados
significativos que los niños que no tomaron el sticker.

Pareciera entonces que la capacidad de integrar un evento que recién ha sucedido en un


sentido de continuidad personal está fuertemente influenciado por la habilidad

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“Selfhood, Identity and Personality Styles” (Giampiero Arciero, 2009)

desarrollada por niños de 3 años para reconfigurar la experiencia a través de el recuerdo


verbal conjunto. Esta capacidad se consolida en niños entre los 4 y 5 años de edad,
quienes exhiben la habilidad de atribuir una importancia distinta a los episodios que han
ocurrido en momentos precisos del pasado comparados con los eventos presentes
(Povinelli y Simon, 1998). Por consecuencia, las diferentes respuestas para la tarea de
auto-reconocerse posteriormente podría deberse a la diferentes capacidades que tienen
los niños a diferentes edades para integrar eventos temporalmente-desconectados y
causalmente-relacionados.

Si la reconfiguración de la propia experiencia en una historia desarrolla un sentimiento de


estabilidad del Sí mismo en el tiempo, la imposibilidad de reordenar las conexiones entre
las propias experiencias por medio del uso del lenguaje inevitablemente altera la
capacidad para reconocer esos eventos como propios, de identificarse uno mismo en
ellos. Esto explicaría el enlace entre el resultado de los niños en el auto-reconocimiento y
su memoria autobiográfica. También explicaría por qué los niños de 2 a 3 años, quienes
pueden reconocerse a sí mismos momentos después en un video, no integran
temporalmente una acción realizada tres minutos antes. Así, mientras son capaces de
establecer una relación de equivalencia entre la imagen de hace un momento y ellos
mismos, reconociendo sus propios rasgos físicos, no pueden sin embargo, organizar la
acción que recién han visto en una unidad cohesionada y por eso no pueden identificar
esa acción como suya, porque no poseen la habilidad narrativa para hacerlo.

3.2 Historias del futuro

Aunque muchos estudios han señalado que durante los años pre-escolares los eventos
tanto pasados como futuros se ordenan narrativamente a través de las conversaciones
con los cuidadores, las variables conectadas con el estilo maternal afectando la
remembranza conjunta, difieren de las que caracterizan las charlas padre-hijo acerca de
los eventos futuros (Hudson, Shapiro y Sosa, 1995; Hudson, 2002, 2006).

Esta diferencia puede adscribirse a la asimetría fundamental en el modo en que los


humanos experimentan el tiempo, y por consiguiente al modo en que reconfiguran este
dominio. Así, mientras el espacio de la experiencia que ha sido vivida, y que está
compuesta de eventos, situaciones y circunstancias percibidas de una manera u otra, está
“saturado de realidad”, no puede decirse lo mismo de la experiencia posible: esta última
no contiene los contenidos experienciados. Y aunque las expectativas pueden ir
acompañadas de esperanza, miedo, curiosidad o deseo, siguen siendo no obstante,
“vacías” desde un punto de vista experiencial.

Es esta verdadera falta de contenido “tangible” lo que hace que las conversaciones padre-
hijo sobre el futuro sean más complicadas. En contraste con la interpretación compartida
del pasado, en la que las palabras usadas están basadas en la experiencia vivida, una
conversación que anticipe eventos futuros sólo puede contar con la experiencia de una
manera indirecta. Lo que se espera del futuro es lo que ya ha sucedido en el pasado. Este

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“Selfhood, Identity and Personality Styles” (Giampiero Arciero, 2009)

es el resultado obtenido de los estudios sobre los efectos de las rutinas familiares en el
desarrollo de la comprensión temporal (Friedman, 1977, 1990; Friedman y Brudos, 1988).
De hecho, el niño ya puede configurar lo que sucede en situaciones típicas (como ir a un
McDonald’s) como una secuencia (Hudson, Shapiro y Sosa, 1995). Otros estudios recientes
demuestran que el mismo sustrato neuronal que se activa al imaginarnos el futuro es
necesario para recordar el pasado, nos conducen a la misma conclusión (Schacter, Addis y
Buckner, 2007).

Sin embargo, no todos los eventos futuros pueden ser predichos desde un conocimiento
de los eventos pasados. Muchas cosas que ocurren pueden ser eventos inesperados,
nuevos, desconocidos, que difieren de nuestras expectativas.

Estas dos maneras de tratar con el futuro se reflejan en las conversaciones padre-hijo.
Cuando las madres hablan con los niños acerca del futuro, ellas usan un tipo de lenguaje
que toma en cuenta este hecho: “ellas comprometen a sus hijos a pensar sobre el futuro
de diferentes maneras dependiendo si el evento en discusión era familiar o desconocido
para el niño. Cuando discuten eventos rutinarios, los niños fueron alentados a entregar
información acerca de lo que ellos esperaban que pasara, mientras que cuando se
discuten eventos nuevos, las madres comprometen a sus niños en conversaciones más
hipotéticas” (Hudson, 2002:65).

Con el objeto de que un niño sea capaz de situar un evento en el tiempo, debe ser capaz
de entender más o menos el futuro esperado junto con el pasado desde el cual ese evento
futuro difiere (o no difiere) y con el presente en el cual estas dos experiencias del tiempo
se entrelazan de manera asimétrica. A través del uso del lenguaje, el niño aprende a
moverse entre la memoria y el plan, aprende a navegar a través del tiempo.

Esto implica que la alquimia entre lo que Koselleck (2004) llama el espacio de experiencia
y el horizonte de expectativas está continuamente recomponiéndose en la experiencia
temporal actual, un proceso que es particularmente intenso en los niños. Como lo sugiere
el título de su reporte investigativo, “Los deseos actuales de los pre-escolares afectan sus
opciones para el futuro” (Atance y Meltzoff, 2006). Por otra parte, muchos estudios sobre
habilidades de planificación en niños pequeños demuestran que la capacidad de
planeamiento se incrementa considerablemente entre los 3 y los 5 años (Carlson, Moses y
Claxton, 2004: Hudson, Shapiro y Sosa, 1995).

No sólo el pasado y el futuro están compuestos de conversaciones del momento actual,


sino que la sobreimposición entre estas diferentes dimensiones y su permeabilidad
recíproca, produce una recomposición continua entre la acumulación de experiencias y la
creación de expectativas. Mientras que el evento correspondiente a las expectativas más
o menos de rutina es predicho, y consecuentemente integrado, sin perturbar la
coordinación entre las dos maneras de percibir el tiempo (esto es la acumulación de
experiencia y la creación de expectativas), la integración de eventos nuevos

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“Selfhood, Identity and Personality Styles” (Giampiero Arciero, 2009)

inevitablemente genera nuevas expectativas. A su vez, las nuevas expectativas cambian el


significado de las experiencias que ya han sido experimentadas.

Consecuentemente, mientras la acumulación de experiencia es acompañada por una


transformación continua de las posibilidades de significado – por lo tanto de la
coordinación entre expectativas y memorias – al mismo tiempo, a través de la
composición narrativa y el soporte que provee la conversación con sus cuidadores, el niño
llega a entender de forma gradual su lugar en el tiempo, se vuelve amo de la coordinación
entre la experiencia a través de la que ha vivido y su propio potencial de acciones y
sentimientos.

3.3 El sentido del Self en la edad de la razón

Cuando, comenzando la edad de los 5 años, el niño adquiere las herramientas que le
permiten componer las variadas dimensiones temporales en una unidad narrativa, lo que
emerge desde un punto de vista experiencial es precisamente un nuevo sentido de la
permanencia del Sí mismo en el tiempo. Esto significa no sólo que el niño reconfigura
acciones y sentimientos a través del entramado narrativo, sino que es capaz de definir un
horizonte dentro del cual fijar su propia estabilidad en el tiempo. Esta habilidad constituye
el fundamento del sentido de responsabilidad que caracteriza al niño entrando en la
“edad de la razón” (White, 1996).

En occidente, esta transición está señalizada sobre todo por los fenómenos que
acompañan la escolaridad. La entrada al sistema escolar le entrega al niño su primer
impacto con un orden amplio (Hayek, 1978), en el cual su propia identidad se negocia en
términos de competitividad individual, más que ser regulada por un sistema ético
distribuido socialmente, como ocurre en pequeñas comunidades que comparten hábitos,
creencias y conocimiento. Las actividades compartidas y las prácticas escolares
estructuran nuevos campos de interacción – con grupos de niños de diferentes edades y
otros adultos significativos – en los que el niño participa con una autonomía creciente
respecto de sus figuras parentales. Esto conduce al desarrollo de un sentido de
responsabilidad independiente, que emerge en un contexto intersubjetivo fuera de la
familia.

Estudios transculturales demuestran que este sentido de la responsabilidad yace en el


corazón de la solicitud, de parte de los padres, de que el niño se involucre en actividades
de ayuda y soporte, como también que colabore en tareas domésticas. Rogoff et al.
(1996), por ejemplo, concluyeron así sus estudios de niños entre 5 y 7 años en 50
comunidades dispersas en todo el mundo:

Parece que entre los 5 y los 7 años de edad, los padres le asignan (y los niños lo asumen) la
responsabilidad para el cuidado de los niños más pequeños, para tener animales, para
realizar las tareas de la casa y para recolectar materiales necesarios para la familia. Los
niños también se vuelven responsables para su propia conducta social y el método de

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“Selfhood, Identity and Personality Styles” (Giampiero Arciero, 2009)

castigo para las transgresiones cambia. Junto con la responsabilidad, está la expectativa
de que los niños de 5 a 7 años empiecen a ser adiestrables. Los adultos entregan un
entrenamiento práctico, esperando que los niños sean capaces de imitar su ejemplo; a los
niños se les enseñan maneras sociales y se les inculcan tradiciones culturales. Subyaciendo
a estos cambios de enseñanza está el hecho de que, a los 5-7 años, los niños son
considerados como poseedores de racionalidad o sentido común. A esta edad también se
considera que el carácter del niño puede ajustarse y él comienza a asumir nuevos roles
sociales y sexuales. Comienza a unirse a grupos de pares y participar en juegos normados.
Los grupos de niños a esta edad se separan por sexo (Rogoff et al., 1996).

La emergencia de un sentido de responsabilidad deriva así de una nueva relación entre las
propias acciones, emociones del niño y el sentido de Sí mismo, que el orden narrativo
hace posible en la medida que combina las variadas dimensiones temporales en un todo
unitario. En otras palabras, ser asignado con responsabilidades en los dominios de la
escuela y de la casa induce al niño a desarrollar las capacidades para tomar
responsabilidades de modo estable, y realizar las tareas demandadas por esas
responsabilidades. Esto sólo es posible porque la reconfiguración narrativa de la
experiencia le permite navegar a través del tiempo, manteniendo su sentido de identidad.

Con el desarrollo de la habilidad narrativa, la experiencia adquiere nuevas


determinaciones de significados al interior de un marco cohesionado de experiencias, lo
que une a la persona y sus acciones en el tiempo. A través de la operación narrativa, cada
una de las acciones que realizo se introduce en una trama que construye una unidad
cohesionada de acciones y pasiones, que me conciernen en la medida en que yo soy
protagonista de esa narrativa. La integración de la experiencia en un sentido de cohesión
del Sí mismo la enriquece con nuevos significados y así se extiende, como hemos visto, el
dominio práctico en un dominio narrativo. Este proceso, que aparece cuando el niño
alcanza la edad de la razón, logra una maduración final sólo con el comienzo de la
adolescencia, cuando la conciencia empieza a abrirse paso en el pre-adolescente y el actor
también puede ser el autor de su propia historia (Arciero, 2002).

Mientras la recomposición narrativa de los eventos (por medio de la cual una serie de
elementos heterogéneos – acciones, emociones, motivaciones, episodios, agentes,
medios, fines, causas – se recombinan en una configuración unitaria) mantiene unidos los
variados sucesos que forman parte de esa historia, al mismo tiempo se constituye en la
identidad de la persona a quien esas experiencias refieren. Para ser más precisos, la
capacidad de organizar y expresar la propia experiencia a lo largo del tiempo de un modo
significativo, revela lo que permanece en el tiempo mismo: la correlación de la identidad y
las propias experiencias vividas, con la persistencia del Sí mismo en los diferentes
episodios constituyentes de la propia vida.

3.4 Los modos de identidad

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“Selfhood, Identity and Personality Styles” (Giampiero Arciero, 2009)

Ahora, arribamos nuevamente a la pregunta acerca de la permanencia del tiempo. Ya nos


hemos encontrado con este asunto a lo largo de nuestro camino cuando, partiendo desde
Kant, trazamos las líneas de la continuidad entre su concepción del Sí mismo y la de la
teoría de sistemas. En esa perspectiva, el problema de la permanencia del Sí mismo a lo
largo del tiempo se resolvía apelando al orden de la conectividad, o la organización
invariante de las relaciones entre los elementos que constituyen un sistema natural
autónomo. Esto permitió el cambio, de ser concebido en relación a un invariante, para
atribuir múltiples experiencias diversas a un orden inmutable. Puntualizamos entonces
que esta manera de resolver la pregunta evitaba el tema de quién vive la experiencia.

Fue mientras estábamos analizando la experiencia vivida en primera persona que


llegamos al problema de la permanencia por segunda vez. En este nuevo contexto,
caracterizado por reflexiones sobre la ipseidad de naturaleza heideggeriana, la mismidad
del sí mismo en el tiempo se muestra como una inclinación que se produce partiendo del
ser en cada momento. Es en el encontrarse uno mismo como siendo el mismo cada vez,
en las mismas cosas, con las mismas tonalidades emocionales, que la mismidad toma
forma. La permanencia del sí mismo corresponde aquí a una superposición casi total entre
la sedimentación de la experiencia personal (mismidad) y el acontecer de vez en vez
(ipseidad).

Un ejemplo de esta superposición – aunque a un nivel meramente motor – lo provee un


estudio de un fMRI por Calvo-Merino et al. (2006) sobre la influencia de la familiaridad
motora sobre la observación de una acción en bailarines expertos. Los bailarines varones y
mujeres, a quienes se les mostraron videos de movimientos de ballet específicos para
cada género masculino y femenino, activaron principalmente áreas premotora, parietal y
cerebelar cuando observaron movimientos de su propio repertorio, comparados con los
movimientos del género opuesto que ellos usualmente veían pero no utilizaban en sus
actuaciones. La comprensión de los tipos de movimiento que se estaban haciendo venía
por la activación de áreas conectadas con la experticia motora que se había sedimentado
en el tiempo. Como observó Polanyi (1958, 1966), confiamos en nuestra conciencia tácita
de la relación de nuestro cuerpo con las cosas al poner atención sobre esas cosas.

Si nos alejamos un poco de las prácticas corporales, encontramos el concepto de hábito


entendido como una modificación del organismo, no sólo adquirido sino también
contraído, destinado a durar en el tiempo: una transformación en la inclinación para el
encuentro con el mundo y los demás, que persiste en el organismo vivo a lo largo y más
allá del cambio continuo o repetitivo que lo gatilló, canalizando su potencial.

Procediendo en la misma dirección, nos encontramos con la tan mencionada


“interiorización” de la conducta ética. Tal como las rutinas y los hábitos, las reglas éticas se
sedimentan en el conocimiento tácito, lo que constituye el fundamento para nuestros
juicios y actos morales.

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“Selfhood, Identity and Personality Styles” (Giampiero Arciero, 2009)

Podemos definir el conjunto de peculiaridades por las cuales una persona tiende a ser la
misma a lo largo del tiempo como su carácter. De hecho, es la perseverancia de esos
rasgos estables lo que expone a la mismidad a una doble mirada; una le permite a la
persona entenderse a sí misma desde el punto de vista de la primera persona, la otra
desde el punto de vista de la objetividad. Por un lado, es mi carácter el que me hace único.
Mi fisonomía, mi voz, mi rostro – son las huellas digitales de mi ser. Es ese carácter,
entendido como una unidad de perspectiva, lo que me sitúa mientras me dirige en mi
encuentro con el mundo y con los demás. Por otro lado, sin embargo, son esos mismos
rasgos los que le permiten al carácter ser observado objetivamente: como un
portarretrato, decíamos anteriormente, como patrones abstractos que ya no le
pertenecen a nadie.

Finalmente, hemos llegado al problema de la permanencia del sí mismo por tercera vez.
Cuando un niño que entra en la edad de la razón asume responsabilidades (por ejemplo
salir a buscar cosas para mantener a la familia o hacer las tareas para el día siguiente) – lo
mismo podría decirse, no obstante, de un adulto hombre o mujer que, por ejemplo, está
luchando por conseguir los objetivos de su vida – la constancia requerida para lograr la
tarea involucra un tipo de permanencia que es distinta de la que resulta cuando la
mismidad y la ipseidad coinciden. A esta edad en la vida del niño emerge un modo de
estabilidad en el tiempo, una modalidad de mantención de uno mismo en relación con la
variabilidad de los eventos que no puede ser adscrita a la perseverancia del carácter. Aquí,
la ipseidad queda liberada de la mismidad. Esta forma de mantención de la estabilidad del
sí mismo en el tiempo corresponde a la experiencia común de confiar, más o menos, en la
persona que ha asumido la responsabilidad, en quien ha hecho la promesa.

Mientras que la mismidad y la ipseidad marcan los límites dentro de los cuales se
compone la identidad de una persona en el tiempo, la relación dialéctica interminable se
construye a través de la construcción de una trama narrativa, creando entonces una
Identidad Narrativa. Después de Ricoeur, se ha vuelto común hablar de Identidad
Narrativa para referirse a la mediación operada por la historia permitiendo la composición
y recomposición de las dialécticas entre los dos modos de permanencia en el tiempo. Es
este tipo de mediación que permite a la persona transformar una mera sucesión temporal
de eventos en un todo cohesionado que constituye su historia de vida. De este modo, la
identidad de la persona, entendida como el personaje de la historia, es moldeada al
mismo tiempo con la trama. Y de hecho, por una parte, la unidad temporal de la historia
corresponde a la singularidad de la persona o, podría decir, al “carácter” de la narrativa,
mientras que por otra parte, la unidad temporal está siendo constantemente desafiada
por eventos imprevistos, por situaciones del momento. Como apuntaba Ricoeur (1995),
“Yo sostengo que la real naturaleza de la identidad narrativa se revela sólo en la relación
dialéctica entre la ipseidad y la mismidad”.

En este proceso, lejos de la manifestación del carácter mismo como una estructura
inmutable determinada por los cromosomas, o por los planetas y las estrellas, éste se
encuentra constantemente cuestionado en el evento de ser. La historia que está

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“Selfhood, Identity and Personality Styles” (Giampiero Arciero, 2009)

contenida en él es traída de vuelta al escenario en una narrativa de la que la persona es


creadora. Por otro lado, la ipseidad, el evento de ser-ahí, que como notaba Weil (1974),
desafía a la persona en cada segundo, puede ser reconfigurada e integrada
narrativamente sin el soporte de la mismidad, ofreciendo una oportunidad de continuidad
en el tiempo que difiere de la permanencia del carácter.

Organizada esta dialéctica entre ipseidad y mismidad en la narrativa, la persona toma


posesión de sus propios eventos, otorgándoles una conexión singular que refleja la
conexión específica entre las dos modalidades de permanencia en el tiempo. En
consecuencia, la narrativa del sí mismo no puede sino oscilar dentro de estas dos
polaridades, un proceso en el cual la narrativa actúa como mediador variando la relación
entre las diferentes formas de estabilidad del sí mismo en el tiempo.

Así, si la experiencia de ser tiende más hacia la mismidad, la relación entre la unidad y la
discontinuidad en la construcción de la narrativa tendrá que ser emparejada por la
dialéctica entre la recurrencia de rasgos estables – que proveen al protagonista de un
sentido de permanencia en el tiempo – y la variedad de situaciones significativas – lo que
perturba a ese sentido de continuidad personal. Esta es la dialéctica interna del
protagonista de la historia cuya identidad está focalizada sobre un carácter que admite
sólo mínimas transformaciones. Pensemos en el héroe romántico quien doblega todo a su
fiera pasión. “Cómo he devorado todo…” exclama el joven Werther un segundo antes de
suicidarse.

Si por el contrario, la experiencia de vivir se polariza hacia la ipseidad, el resultado es una


identidad que necesita mantener su estabilidad sin ser capaz de contar con la mismidad.
Al tomar el concepto de Heidegger de Selbst-Standigkeit (Auto-constancia), Ricoeur habla
de mantien de soi (mantenimiento de sí) para indicar esta afirmación de la posición del sí
mismo respecto al paso del tiempo. En este caso también, el grado de cohesión narrativa
es contrarrestado por la combinación de aspectos estables e inestables del protagonista,
siendo la diferencia, sin embargo, que la constitución de la propia constancia requiere
anclaje, algo de qué aferrarse, como con las promesas. Y es este sí mismo “descentrado”
que permite el regreso de esa constancia del sí mismo que Ricoeur percibía en el nivel
moral del plano narrativo. Basta con pensar en Raskolnikov en Crimen y Castigo. El
desarrollo total del personaje hasta casi el final de esta larga novela está basado en un
dilema central: “lo que necesitaba encontrar entonces, y descubrir lo más pronto posible,
era si yo era una sabandija como cualquiera o un hombre” (Dostoevsky, 1953). Esta es la
duda que actúa como el ancla para la identidad de Raskolnikov. Todo lo que ocurre, los
pensamientos tormentosos que preceden el crimen furioso que para él es “casi
mecánico”, incluso el castigo imposible, no es nada sino mínimas variaciones, que están
casi fuera de foco, de un sentido de permanencia que le debe su estabilidad a esa
cognición, a ese problema. Así él ancla su identidad.

Raskolnikov le dice al hombre que lo interroga: “Yo simplemente sugiero que el hombre
‘extraordinario’ tiene el derecho… No me refiero a un derecho formal, oficial, sino que él

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“Selfhood, Identity and Personality Styles” (Giampiero Arciero, 2009)

tiene el derecho en sí mismo, para permitir que su conciencia traspase… ciertos


obstáculos, pero sólo en el caso eventual de que sus ideas (que a veces podrían ser
saludables para toda la humanidad) lo requieran para su cumplimiento” (Dostoevsky,
1953).

En contraste con la permanencia del sí mismo centrada en esos aspectos del personaje
que son casi sustanciales, la constancia del sí mismo polarizada en la ipseidad abre
posibilidades inesperadas de variabilidad. Construir la propia identidad entonces se
convierte en una función tanto del modo en que uno se estabiliza a sí mismo (fijo versus
cambiante) como del tipo de anclaje con el que uno se comprende (personas, contextos,
pensamientos, imágenes, etc.). Esto varía el modo en que está compuesta la historia y el o
los personajes.

Raskolnikov, por ejemplo, construye su estabilidad agarrándose firmemente de la duda,


de “ese extraño pensamiento que parecía estar picoteándole el cerebro, como un pollito
que quiere salir del cascarón”. Es esta fijación lo que lo hace un personaje que es casi
predecible.

Pero si nos movemos hacia la discontinuidad del anclaje, como lo hace Virginia Woolf en
su corta historia “La Marca en la Pared”, el personaje se convierte en un agregado
transitorio. Es como si una multitud de experiencias de sí mismo estuvieran listas para
componerse a entre sí de manera discontinua, de diferentes formas alrededor de nuevos
objetos, juntándose por un rato, haciendo entonces que un personaje nuevo y diferente
emerja cada vez, sólo para volver a salir antes de producir otro nuevo conjunto. Es
interesante notar que, en la mitad de esta migración perenne, Virginia Woolf escribe, casi
como si estuviera atrapada en una especie de relación entre este modo de ser y la
velocidad:

Por qué, si uno desea comparar su vida con algo, uno debe compararla siendo arrastrada a
través de un túnel por un tren subterráneo a cinco millas por hora, arribando al otro final
sin un solo pinche en su pelo. Disparada a los pies de Dios completamente desnuda.
Cayendo de cabeza sobre los pastos como papel lanzado en la oficina de correos. Con el
pelo volando como los caballos de carrera. Sí, eso parece expresar la rapidez de la vida, el
perpetuo gasto y reparo; todo tan casual, todo tan al azar (Woolf, 2000).

Mientras más discontinuidad marque el anclaje, claramente, más inconsistente llegará a


ser el sentimiento de estabilidad, y más engañosa se vuelve la identidad personal. Es obvio
que la reconfiguración narrativa de una experiencia tal manifestará características que son
muy diferentes de las exhibidas por el relato de una historia con una trama y un
personaje. Esto explica lo que escribió Strawson (1999):

No tengo sentido de mi vida como una narrativa con forma, o en realidad como una
narrativa sin una forma, tengo poco interés en mi propio pasado y poca preocupación por
el futuro. Mi pobre memoria personal invade largamente mi conciencia presente. Incluso

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“Selfhood, Identity and Personality Styles” (Giampiero Arciero, 2009)

cuando me intereso de mi pasado, no estoy interesado en ella como si fuera mía… para mi
como yo soy ahora, el interés (por lo demás emocional) de mis memorias personales yace
en su contenido experiencial, independiente del hecho de que lo que sea recordado me
ocurrió a mi – por ejemplo, el mi que ahora está recordando.

El continuo cambio del punto de anclaje es el tema de Rameau’s Nephew. El tema central
de este gran trabajo de Diderot es el protagonista multifacético, cuya identidad es
rediseñada cada vez, ya sea adoptando el pensamiento o la voz de otro, o alineándose a
las circunstancias o exigencias dictadas por la situación. “Nada es más diferente de él que
él mismo”, escribe Diderot (1762). “Hoy, con la ropa sucia y los pantalones rasgados,
vestido con harapos, casi descalzo, se escabulle con su cabeza gacha… Mañana, se marcha
con su cabeza en alto, empolvado, con su pelo ondulado, bien vestido, con zapatos finos…
Vive de un día para otro, triste o feliz, según las circunstancias”. Y un paso adelante,
cuando todo punto de anclaje ha sido perdido, cuando uno ya no posee, ni puede poseer,
una identidad porque no hay nada o nadie de donde sostenerse, sólo entonces
alcanzamos ese “no soy nada” que caracteriza a Musil de The Man without Qualities. Sólo
entonces se puede comprender ese “no soy nada” que Ricoeur reconoce como la
atestación del eclipse de identidad (y que nosotros exploramos al comienzo de este libro
cuando examinamos los aspectos problemáticos de la vida de Robert), entenderlo como la
experiencia de una persona que ya no puede arreglárselas para descentrarse a sí mismo
de un modo estable, que ya no puede reconocerse y retener la permanencia en el tiempo:
es una sensación de vacío, una sensación de nada, el sentimiento de que uno es nada. Las
palabras de Musil tienen un eco en la expresión con la que Roberto captura el final de su
relación con Sara: “ella era mi espejo, así que mientras ella estaba conmigo, yo también
estaba ahí; entonces ella se marchó y de pronto yo ya no existía más”.

3.5 inclinaciones

La perseverancia del carácter y la constancia de ipseidad representan así dos modos


diferentes de construcción de la identidad, que, en un nivel pre-reflexivo, corresponden a
diferentes percepciones del sentimiento de estabilidad personal, a formas disímiles de
inclinación de la ipseidad. Desde las primeras etapas del desarrollo, la dirección que toma
la dialéctica entre ipseidad y mismidad (que más adelante será reconfigurada a través de
la identidad narrativa), el modo en que “las significatividades que llegan a nosotros
mientras nuestras vidas maduran… arrastran a la vida con ellas” (Heidegger, 2001)
depende de una dialéctica que es aún más fundamental – la relación de uno con los otros.
Es en el dominio de las propias relaciones significativas que emerge por primera vez el
modo con que cada uno de nosotros se descubre a sí mismo y se descubre a sí mismo
nuevamente, el modo en que toman forma esas modalidades recurrentes de sentirse vivo.
Es decir, la tensión entre el aparecer del otro y el propio modo de auto-percepción se
amalgaman en la afectividad. Si la ipseidad se revela a sí misma través de la afección
manifestada por el otro, que entonces llega a ser parte de la “íntima constitución de su
significado” (Ricoeur, 1990), la historicidad de este ser-en-relación se sedimenta y contrae
en una percepción recurrente de sí mismo, lo que constituirá la mismidad.

75
“Selfhood, Identity and Personality Styles” (Giampiero Arciero, 2009)

Por lo tanto, las dos inclinaciones, que se reflejan en las diferentes direcciones en las
cuales la identidad narrativa puede reconfigurar la experiencia, nos conducen de vuelta a
las dos polaridades de la constitución de nuestras emociones – las que de hecho definen
un continuo – y que son al mismo tiempo, las dos maneras con que se construye la
relación con los otros significativos. Este es el fundamento ontológico que nos permite
trazar las directrices de una psicología de las emociones.

Es entonces en la esfera de esos lazos significativos – cuyos patrones de desarrollo son


estudiados por la teoría del apego en los primeros años de vida – que la adquisición y
regulación de los rasgos emocionales se vuelven gradualmente estables en el transcurso
del desarrollo. No obstante, a pesar del hecho de que los rasgos emocionales emergen a
través de las experiencias relacionales originadas en la reciprocidad con las figuras
significativas, éstos no son reducibles a patrones de apego. La reciprocidad con los
cuidadores – que genera su propio componente afectivo específico, conectado con la
percepción subjetiva de seguridad o inseguridad del niño en relación a la predictibilidad
de obtener acceso a sus padres – le permite al niño estructurar tonalidades emocionales
desde las primeras etapas de su vida. Estas tonalidades serán gradualmente organizadas
en rasgos emocionales más estables. El origen común de la organización del apego, y del
ordenamiento del dominio afectivo (mismidad), no debería inducirnos a confundir los
patrones de apego con la constitución de las disposiciones emocionales, a pesar de que
esas afecciones generadas en esa esfera pueden contribuir al desarrollo emocional.
Mientras los patrones de apego tienen que ver con las regularidades que caracterizan la
relación con el cuidador, la constitución de las disposiciones tiene que ver con la
configuración de los aspectos emocionales de la mismidad. Un niño puede, por ejemplo,
formar muchos apegos, caracterizados por diferentes modos de reciprocidad, y cada uno
de ellos afectará el ordenamiento de la esfera emocional a su propio modo. Son las
emociones generadas dentro de cada una de esas diferentes relaciones las que se
sedimentarán en un dominio afectivo único y unitario.

La variable fundamental que le permite al niño desarrollar diferentes maneras de sentir


una emoción parece estar conectada con los tipos de estímulos recurrentes a los que el
niño está sujeto en la esfera de las relaciones de reciprocidad con la gente significativa.
Mientras más generen estas relaciones episodios “específicos” e interacciones donde el
organismo esté biológicamente listo para interpretar como relevante para sobrevivir,
mayor será la respuesta del niño involucrada en la activación de emociones básicas. Como
resultado, las formas de reciprocidad actualizadas en situaciones recurrentes elicitando
emociones básicas inducen al niño a estructurar rasgos emocionales, así como
configuraciones en la personalidad enfocadas prevalentemente en emociones básicas.
Estas emociones se dice están “hipercognitivas” (Levy, 1973). Esto orientará la calidad de
la experiencia emocional, la regulación de las emociones y la construcción de la identidad
personal. En paralelo con este proceso, el niño experimenta una experiencia subjetiva de
buenas emociones “constriñéndolo” a focalizar su atención sobre la polarización

76
“Selfhood, Identity and Personality Styles” (Giampiero Arciero, 2009)

“interna”, es decir, sobre los estados corporales que se han elevado a estados
emocionales.

La activación precoz y recurrente de las emociones básicas, en respuesta a una más


orientada estimulación de parte de los adultos significativos (“orientada” en el sentido de
proveer estímulos que gatillan específicamente emociones básicas) guía la percepción de
estabilidad personal del niño en relación al marco de referencia que emplea un sistema de
coordinación centrado principalmente en el cuerpo. Esto le permite al niño regular su
relación con los otros y de acuerdo con la variabilidad de la situación poniendo los estados
internos en el foco de la atención, privilegiando así un sentido del Self ligado al cuerpo.
Los estados emocionales recurrentes son intergrados de manera gradual en el transcurso
del desarrollo en la forma de complejos rasgos de carácter, precepciones y cogniciones,
conectados con emociones, acciones y comunicaciones expresivas, pero también con
hábitos, normas y valores (Dougherty, Abe e Izard, 1996; Izard et al., 1993; Magai y
McFadden, 1995; Malatesta, 1990). Esta polarización del fluir de la experiencia centrada
en el cuerpo producirá “predilecciones originarias” que orientarán la construcción del
personaje y su reconfiguración narrativa. Esto es donde se forma la tendencia que hemos
llamado Inward, una tendencia que, como veremos, caracteriza principalmente a aquellas
personas cuyo rasgo distintivo común es la búsqueda de estabilidad, asignándole
prioridad a la comprensión de los aspectos buenos de las emociones en sus relaciones con
los demás y con el mundo (Arciero, 2002, 2006; Arciero et al., 2004).

Las cosas parecen moverse en una dirección diferente si los estímulos recurrentes a los
que es expuesto el niño en sus interacciones con los adultos significativos no elicitan
respuestas específicas. En este caso, es como si la evolución no hubiera “preparado” al
organismo para producir un appraisal (o estimación) de estímulos que son relevantes para
mantener la adaptación. Este tipo de reciprocidad – que se desarrolla y se basa
gradualmente, a través de las relaciones del niño con los cuidadores significativos, sobre
un compromiso afectivo “mediatizado”, en cuya esfera las emociones no-básicas son
hipercognitivas – da origen a una predictibilidad que debe ser anclada forzosamente a una
fuente externa de estimulación. Este modo de emocionarse puede ser descrito usando las
palabras empleadas por Draghi-Lorenz, Reddy y Costall (2001) para describir las
emociones no-básicas: “Ellas parecen deber su condición específica al ser de facto siempre
y necesariamente emociones con ‘conciencia’ social”. Mientras esto produce un
reconocimiento de las propias experiencias emocionales derivadas de una focalización
inicial sobre el otro, dificulta poner la atención sobre los propios estados internos. Shotter
(1998) es muy claro al definir este modo como un “saberse”.

Visto desde esta perspectiva, las emociones toman forma desde el propio compromiso
con el otro en las situaciones que suceden: sin la necesidad de construir una
representación, el otro es percibido como una parte de la propia experiencia emocional
en el contexto de relaciones transitorias. En este caso, el niño es inducido a construir
rasgos y luego configuraciones de carácter que involucran, de maneras distintas, una
preocupación constante del Self y del otro. Estos rasgos inclinarán la cualidad de una

77
“Selfhood, Identity and Personality Styles” (Giampiero Arciero, 2009)

experiencia emocional, la regulación de la emoción y la construcción de la identidad


personal.

A diferencia de las emociones básicas, aquellas emociones que emergen a través del
compromiso afectivo mediatizado, debido a su “visceralidad limitada”, pueden cambiar
más rápido y más fácil, ya que tasan menos los recursos del sistema visceral. Como
veremos en el próximo capitulo, tal mutabilidad favorece el desarrollo de una mayor
flexibilidad respecto del flujo de los eventos que suceden. Además, mientras el elemento
de conciencia, que es considerado como parte integral de esta forma de experiencia
emocional, “desacelera” la velocidad de reacción de la persona a los eventos y “enfría” sus
pasiones, al mismo tiempo permite que las respuestas emocionales de la persona sean
más individualizadas. No debería sorprendernos entonces que este tipo de experiencia
emocional pueda dar origen a patrones específicos de arousal (excitación).

Activar principalmente la emociones mediatizadas, en respuesta a los estímulos de los


cuidadores, orienta la percepción del niño de su propia estabilidad desde las primeras
etapas del desarrollo, por medio de un marco de referencia que emplea
predominantemente un sistema de coordinación de anclaje externo. Así, el sentido de
permanencia del Self llegará a ser un resultado de la orientación derivada de los estados
emocionales y de las acciones de los otros (o por adherirse a contextos impersonales). Así
empieza el desarrollo de esa inclinación que hemos definido Outward, la que caracteriza
principalmente a aquellas personas que construyen la constancia de Self a través del
tiempo anclando su identidad a puntos de referencia externos, intentando sincronizar sus
sentimientos con esos puntos. Focalizarse en un marco externo explica la reducida y a
veces inespecífica visceralidad de los estados emocionales que se perciben, reforzando el
desarrollo de la dimensión cognitiva de la emoción. También explica el sentido de vacío de
los estados emocionales percibidos por la persona, o la sensación de “ser nada”, que
algunas de estas personas, como hemos visto, pueden experimentar en relación con la
pérdida de puntos de referencia que sostienen el sentido de su continuidad en el tiempo.

3.6 Estar situado (situarse)

Una mirada superficial parecería indicar que la diferencia entre los dos modos de
permanencia en el tiempo consiste en una relación privilegiada entre la mismidad y el
cuerpo. En esta mirada, es como si gradualmente nos moviéramos desde un polo en
donde la ipseidad coincide con la mismidad hasta el polo en donde las dos modalidades
son completamente independientes y al mismo tiempo la ipseidad se disocia
gradualmente del cuerpo de manera paralela.

Examinando el rango de variación entre las dos polaridades desde este punto de vista
significa, sin embargo, ignorar un aspecto fundamental que nos ha mantenido ocupados
en este libro. Si el lenguaje reconfigura la experiencia de vivir, y si el sentirme yo mismo de
una u otra manera (ipseidad) siempre está mediatizado por mi existencia encarnada,
entonces todo el espectro de variaciones reconstituido en la narrativa corresponde a

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“Selfhood, Identity and Personality Styles” (Giampiero Arciero, 2009)

diferentes modalidades de ser yo mismo por el cuerpo, de mi sentirme vivo. En


consecuencia, lo que distingue a estos dos modos de construcción de la identidad es cómo
uno se siente “dentro de la propia piel”, más allá de la relación privilegiada que uno de
esos dos modos tiene con el propio cuerpo. Incluso el “No soy nada” de Musil es un modo
de sentirse vivo.

En este sentido, mi cuerpo aparece cada vez como el rango de posibilidades sensorio-
motoras emocionalmente situadas, generadas en respuesta a quién o qué captura mi
atención, me interesa, me dirige, me invita, me desafía. Desde este punto de vista, la
corporeidad es un fenómeno: se presenta como la capacidad de percibir algo significativo
que viene hacia nosotros, interpelándonos. Es el “puissance d’un certain monde”.
Es a través de la continua ocurrencia de este encuentro, de un modo u otro, que yo llego a
una percepción de mi mismo en cada momento, de lo que de otra manera nunca habría
tenido acceso. En este sentido, mi carne, que tiene la experiencia, actúa y está sujeta al
mundo y a los demás, es el centro de la mediación concreta de mi apertura al mundo,
pero también es el “texto” que guarda un registro de esta apertura.

Nuestra corporeidad, entonces, es en cada momento el estar-en-relación-con quién y qué


nos interpela (lo que no siempre es algo concebible materialmente), pero al mismo
tiempo es el lugar de la inmediatez de uno mismo. El sentirme yo mismo en esta u otra
situación siempre está mediado por mi existencia encarnada. Gallagher (2007) escribe:
“parece razonable decir que el cuerpo se sitúa de manera distinta en diferentes
situaciones y que esta diferencia no sería simplemente una diferencia en el contenido
situacional, sino una diferencia en cómo el cuerpo procesa el estar situado precisamente
porque las circunstancias son muy diferentes. Por decirlo de otra manera, podríamos decir
que la pregunta no es solamente sobre diferencias de situaciones, sino que sobre
diferencias en el situarse”.

La unidad entre la naturaleza de apertura, debido a la existencia de la que el hombre ha


sido expuesto ontológicamente para las solicitudes que vienen del mundo y de los otros, y
sentirse vivo, con lo que el hombre siempre ya se ha confiado, se establece en tonalidades
emocionales. La afectividad, desde este punto de vista, es a la vez, intimidad consigo
mismo y encuentro con el mundo y con el rostro del otro. Esto quiere decir que, sentirse
uno mismo en una cierta situación emocional une el modo en que uno se percibe a sí
mismo como viviendo para lo que uno se dirige en esa situación, evocando entonces un
afecto. Esto es por qué el famoso adagio está en lo cierto cuando dice que “cuando
sonríes, todo el mundo sonríe contigo”. En todo momento, el compromiso situacional
vuelve a ajustar el espacio vital en términos de posibles acciones que las circunstancias
requieran.

El resultado es que, por un lado, el hombre siempre está en la situación de estar en


relación con el mundo y con el otro, y por otro lado, ya está siempre invitado a responder
a lo que lo aproxima en el ambiente de un modo que es significativo para él, elicitando
una respuesta. Las dinámicas de la afectividad se articulan en la carne viva, por medio de

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“Selfhood, Identity and Personality Styles” (Giampiero Arciero, 2009)

la tensión esencial entre el propio aferrarse al mundo y a los otros y los afectos que ellos
le procuran a uno.

Gracias a esta tensión que emana del cuerpo, el sentido del estar situado, y en
consecuencia la noción de perspectiva, se vuelven concretas. Es mi actuar y sentir lo que
se apoya hacia ciertas inclinaciones como resultado de lo que algunos aspectos del mundo
adquieren cierta importancia para mi, una significancia que orienta mis posibilidades de
existencia. “El propio cuerpo se ‘conoce’ y se ‘comprende’” (Merleau-Ponty, 1945).

Es sólo cuando he dominado el lenguaje, y a través de la capacidad de comprender mi


identidad, que puedo desarrollar la libertad de aceptar mis disposiciones y actúo,
permitiéndome ser influenciado por esas disposiciones. Sólo después, sin embargo, podré
desarrollar una especie de receptividad interpretativa de mis inclinaciones para actuar y
sentir, una receptividad que es conmensurable con mis planes de vida, con el horizonte de
mis posibilidades (Arciero, 2006). Pero antes de la llegada de este conocerme a mí mismo,
está mi cuerpo que emplea mis estructuras afectivas y sensorio-motoras para mantener el
origen y los límites de mi perspectiva. En este sentido, “nuestra existencia abierta y
personal descansa sobre una primera base de existencia adquirida y congelada” (Merleau-
Ponty, 1945). Es entonces mi estar emocionalmente inclinado lo que guía el marco
narrativo al estar provisto, desde las primeras etapas del desarrollo lingüístico, del piso en
el cual mi reconfiguración simbólica se ancla.

En consecuencia, parecería que las diferentes polaridades que caracterizan el perfil de la


propia identidad deben corresponder a los diferentes modos de percibirse a sí mismo, que
están reflejados en los modos con que le damos una forma concreta a la propia historia y
a su protagonista – para la relación con uno mismo, con el mundo y con los otros. Si los
diferentes modos de construcción narrativa están relacionados con los diferentes modos
de sentirse emocionalmente situado, el análisis de una historia individual debería proveer
pistas de cómo se “inclina emocionalmente” esa personas. En otras palabras, el analizar
una narrativa personal nos permite comprender las diferentes inclinaciones de la esfera
afectiva de una persona, permitiéndonos comprender estos rasgos estables que, como
hemos visto, exponen al personaje a la perspectiva dual de primera y tercera persona.

Es en este punto de nuestra investigación que el estudio de la experiencia en primera


persona comienza a interactuar con las neurociencias, y, como veremos en los siguientes
capítulos, con la psicología de la emoción y de la personalidad, y con la psicopatología. Al
trazar esta interacción, nos veremos obligados a dejar de lado el profundo análisis de las
historias personales, un tema que trataremos en otro trabajo.

3.8 El cuerpo, el dolor y los otros

Con el objeto de demostrar que esas dos polaridades – las inclinaciones Inward y Outward
– del dominio afectivo, y del orden y la coherencia semántica de una narrativa personal,
corresponde a diferentes modos de percibir el estímulo análogo, hemos diseñado un

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“Selfhood, Identity and Personality Styles” (Giampiero Arciero, 2009)

experimento que nos ayude a medir el efecto producido al observar dolor en un


compañero. Antes de ir a examinar los resultados de nuestro estudio, debemos primero
delinear brevemente el contexto de esta investigación.

Existen dos grandes trabajos sobre la empatía del dolor: uno de Singer et al. (2004), el otro
de Avenati et al. (2005). Ambos estudios logran la misma conclusión: al empatizar con el
dolor de otros se activan una serie de circuitos cerebrales que también son elicitados
cuando nosotros experimentamos dolor.

Con el objeto de demostrar esta hipótesis, Singer estudió al compañero femenino en 16


parejas mientras se aplicaban simulaciones dolorosas en la propia mano derecha o en la
del compañero. Mientras ellos estaban en el escáner de fMRI, podían ver la mano de sus
parejas a través de un sistema de espejos. Además, se presentaron señales de manera
aleatoria indicando si ellos o su pareja estaban cerca de recibir la estimulación dolorosa.

El análisis de la información obtenida demostró: (a) la activación de la ínsula bilateral


anterior (AI), la corteza cingulada rostral anterior (ACC), el tronco cerebral y el cerebelo,
cuando los sujetos experimentaron dolor y cuando observaron la señal de que su pareja
era sujeto de dolor; (b) la activación específica de la corteza somato-sensorial posterior de
la ínsula/secundaria, la corteza sensoria-motora (SI/MI) y el ACC caudal, sólo cuando los
sujetos recibían dolor.

La información parecería indicar que el sustrato neuronal relacionado con la empatía al


dolor no involucra toda la “matriz del dolor”, ya que la activación de los componentes
sensoriales no ocurre. Singuer y sus colegas concluyeron así que la empatía del dolor está
mediada por lo que ellos definen como componentes afectivos de la red del dolor: el ACC
rostral y AI. El estudio realizado por Avenati et al. (2005) parece ir en una dirección
diametralmente opuesta.

En una serie de experimentos en los que los sujetos observaron varios tipos de estímulos
dolorosos – por ejemplo, una aguja en la mano de alguien, una aguja siendo clavada en un
tomate – producidos por medio de una estimulación magnética transcraneal (TMS), los
investigadores registraron cambios en la excitabilidad motora de los músculos de la mano
de los sujetos como resultado de la observación de los mismos músculos que fueron
estimulados en otros. No hubo cambios cuando los participantes observaron una aguja
penetrando un tomate.

El análisis de la información demostró un fuerte involucramiento del lado sensorio-motor


de la matriz del dolor. Las prudentes conclusiones esgrimidas por los investigadores
recalcaron la posibilidad de la existencia de una forma de empatía basada en la resonancia
somática – que es más simple y complementaria a la que está basada en la resonancia
afectiva – que mapea los rasgos sensitivos del dolor en otros en el sistema motor del
observador.

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“Selfhood, Identity and Personality Styles” (Giampiero Arciero, 2009)

Este fuerte contraste entre los descubrimientos obtenidos en estos dos estudios se debe a
las instrucciones diferentes dadas a los participantes, según Singer y Frith (2005). En el
estudio de Singer et al., la atención de los sujetos estaba puesta en la anticipación del
displacer de los estímulos dolorosos. Por el contrario, en el experimento de Avenati, a los
participantes se les pidió que atendieran a la parte del cuerpo que estaba cerca de ser
pinchada y medir la intensidad del dolor que el individuo estimulado podría haber sentido.
Muy correctamente, Singer y Frith concluyen su artículo con una advertencia de que
cuando se estudie la empatía para el dolor, lo que ellos llaman “las actitudes mentales” de
los participantes, deben ser considerados.

Cuatro estudios han tomado esta advertencia seriamente. (1) Singer et al. (2006), un
estudio fMRI en el cual las respuestas empáticas de dolor en otros (puesto en un juego
económico) referidas preferentemente a la evaluación de parte de los participantes de
sobre la injusticia o injusticia de su conducta durante el juego. Se encontró que el juicio
moral regulaba la respuesta neuronal. (2) Un estudio de Danziger, Prachin y Willer (2006)
investigó la posible influencia de la sensibilidad al dolor del observador sobre su
percepción del dolor de otros. Los 12 sujetos estudiados fueron pacientes con
insensibilidad congénita al dolor, quienes no obstante eran capaces de sentir empatía por
el dolor de otros sobre la base de evidencia dolorosa facial o acústica. Encontraron difícil
evaluar el dolor experimentado por los otros sin ver sus caras o escucharlos llorar. En este
caso fue demostrada que la percepción de dolor experimentado por otros está
involucrada con la integridad del sistema nocioceptivo del espectador. (3) Un estudio de
fMRI realizado por Cheng et al. (2007), que demostró que, mientras los participantes
estaban observando agujas que se insertaban en diferentes partes del cuerpo, la
activación de la matriz de dolor variaba significativamente entre los sujetos que habían
sido anteriormente divididos en dos grupos para el experimento, sobre la base de su
grado de experticia en acupuntura. El primer grupo, que consistía en fisiatras practicando
acupuntura, y que no exhibió señales de cambio en la ínsula y en el ACC, fue comparado
con un segundo grupo compuesto de personas comunes, quienes activaron esas áreas a
un grado significativo. En este estudio, fue un experto el que moduló la activación
neuronal. (4) Un estudio de fMRI realizado por Gu y Han (2007) relevó el hecho de que las
actividades neuronales relacionadas con la medición del dolor eran eliminadas cuando los
sujetos contaban el número de manos afectadas por el estímulo doloroso en lugar de
evaluar la intensidad de dolor experimentada por el modelo. En esta investigación, la
respuesta neuronal fue modulada por diferentes demandas atencionales.

Debemos hacer una mención especial en esta revisión sobre un importante estudio
realizado por Jackson et al. (2006), como parte de una línea de investigación que ha
estudiado las similitudes y diferencias de la activación cerebral en acciones (Ruby y
Decety, 2001), creencias (Ruby y Decety, 2003) y sentimientos (Ruby y Decety, 2004)
imaginadas por sujetos en la perspectiva de primera persona (Self) o de tercera persona
(otro) (Jackson et al., 2006). El estudio muestra cómo al imaginarse los sentimientos de
otros, o imaginarse uno mismo en una situación dolorosa, se modula la actividad neuronal
que subyace al énfasis en la evaluación del espectador, que a su vez regula el proceso de

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“Selfhood, Identity and Personality Styles” (Giampiero Arciero, 2009)

activación relacionado con el dolor. En este caso, las diferencias en la imaginación regulan
la activación.

En contraste con los estudios que recién hemos examinado, nuestro experimento en fMRI
considera el cómo los participantes organizan la experiencia emocional, por ende cómo se
sienten inclinados cuando se sitúan corporalmente. Esta aproximación nos lleva a
distinguir entre dos categorías de espectadores – observadores Inward y Outward –
correspondientes entonces a las dos polaridades del continuo. La hipótesis es que la
observación de dolor en la expresión facial del compañero elicita diferentes áreas
cerebrales, en relación al hecho de que la percepción de la estabilidad personal se basa en
un marco de referencia que predominantemente emplea un sistema de coordinación
centrado en el cuerpo, como en esos sujetos que hacen una hipercognición de sus
emociones básicas (inclinación Inward), o un sistema de coordinación de anclaje externo,
como en esos sujetos que captan su propia experiencia emocional involucrándose con los
otros (inclinación Outward).

Estudiamos sujetos en 30 parejas mientras observaban fotos de expresiones faciales que


representaban dolor en sus propias parejas y en extraños, o, para obtener una
comparación, expresiones que representaban neutralidad.

Nuestros 30 participantes fueron previamente divididos en dos grupos – Inward y


Outward – sobre la base de una entrevista semi-estructurada (Bertolino et al., 2005)
conducida de manera independiente por dos investigadores. Brevemente, la entrevista
estaba estructurada en tres pasos consecutivos: (1) un detallado relato de dos episodios
(que involucraban miedo y/o rabia); (2) una descripción de experiencias emocionales de
rabia y miedo, para definir el estilo de activación emocional y de regulación de los
participantes (Inward u Outward); (3) un análisis de el inicio, las manifestaciones y la
extinción de la experiencia emocional. Los sujetos también completaron el cuestionario de
significado-personalidad, evaluando temas claves que caracterizan los diferentes estilos
emocionales, y una escala Inward-Outward para definir el modo con que experimentaban
emociones. También completaron una serie de cuestionarios identificando diferentes
rasgos de personalidad, y el Índice de Reactividad Interpersonal para evaluar la empatía al
dolor, y dos de cinco subpruebas del Cuestionario de Percepción Corporal (BPQ) – el de
Procesos de Conciencia del Cuerpo (AWP) y el de Reactividad del Sistema Nervioso
Autónomo (ANSR) – los cuales están relacionados con la percepción de respuestas
corporales.

Comparamos los dos grupos, cada uno de 15 personas, mientras eran expuestos a una
estimulación visual altamente self-related: imágenes de las caras de sus parejas, en
situaciones dolorosas y neutras, y caras de desconocidos, en situaciones dolorosas y
neutras. Las expresiones faciales de dolor de las parejas fueron grabadas durante un
examen nocioceptivo. Dos investigadores revisaron las filmaciones y seleccionaron por
consenso las fotos que transmitían evidencia de una experiencia de dolor intenso, basados
en el Facial Action Coding System de Ekman y Friesen. Se les pidió durante el fMRI que

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“Selfhood, Identity and Personality Styles” (Giampiero Arciero, 2009)

realizaran una tarea de discriminación entre rostros conocidos y desconocidos que


expresaban dolor o con expresiones neutras.

En el análisis de la información de las neuroimágenes, una comparación directa entre los


grupos reveló que la señal de aumento en la ínsula posterior izquierda /BA13 y el lóbulo
parietal derecho/BA40 era mayor en el grupo Inward, y en el grupo Outward la señal era
mayor en el girus medio frontal bilateral/BA9, la precuneus bilateral/BA7 y la corteza
cinculada posterior izquierda/B23 (ver Figura 2). Para evaluar mejor el efecto del grupo
factor en la actividad diferencial relacionada con la tarea, se le realizó un análisis de
interacción de tres maneras a los dos grupos basado en las expresiones faciales de dolor
por expresiones faciales conocidas. Esta interacción mostró mayor activación en la ínsula
posterior izquierda/BA13, mientras que la comparación reversa mostró una mayor
activación en la cuña bilateral/BA19, girus occipital medio izquierdo/BA18 y cortezas
medio prefrontales derecha/BA10 y las cortezas medio occipitales izquierda/B25. Esto
sugiere que el grupo factor contribuyó significativamente hacia las diferencias entre los
participantes.

Consistente con nuestra hipótesis, los resultados parecen indicar que distintas
activaciones están involucradas en cada grupo. Para explicar estos descubrimientos con
mayor claridad, es notable que las regiones activadas en el grupo Inward parecen
traslaparse con el sistema neuronal de la conciencia interoceptiva, tal como la ínsula
posterior y la corteza somática sensorial secundaria (SII), al mapear el camino
homeostático aferente (Craig, 2002). Por el contrario, el grupo Outward activó regiones
involucradas funcionalmente en el procesamiento auto-referencial como la corteza pre-
fronatal medial (Gusnard et al., 2001), así como el precuneus y el PPC (Gusnard y Raichle,
2001). Podríamos también decir sobre este punto lo siguiente: mientras que las
activaciones en el grupo Inward casi se sobrepusieron con el sistema neuronal de
conciencia interoceptiva, el grupo Outward mostró activación en aquellas regiones
parietales fronto-posteriores que están comprometidas en la reunir continuamente
información sobre el Self y el mundo exterior (Cavanna y Trimble, 2006).

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“Selfhood, Identity and Personality Styles” (Giampiero Arciero, 2009)

Al mostrar cómo dos modos de propensión emocional involucran distintas áreas en el


procesamiento de estímulos visuales altamente self-related, esta información sugiere que
hay disponible más de un modo de procesamiento auto-referencial, al menos en la
empatía del dolor. Como lo ilustró Northoff et al. (2006), el procesamiento auto-
referencial tiene que ver con estímulos que son experimentados como fuertemente
relacionados a la propia persona; como tal, implica una focalización sobre los aspectos
subjetivos, y conecta diferentes estímulos con el Self. Lo que unifica y categoriza al
estímulo, en lo que respecta a esto, es la fuerza de su relación con el Self: aquí, en una
situación en donde se muestra al propio compañero sufriendo dolor, la fuerza del
estímulo está determinada a propósito de lo que uno siente. La propensión emocional,
además, corresponde a una forma de auto-referencia apuntalada por activaciones
neuronales selectivas. Desde este punto de vista, no es sorpresa que las áreas
involucradas en el tan llamado “red de modo defecto” (DMN) (Raichle et al., 2001; Fox et
al., 2005, 2007; Harrison et al., 2008) muestren mayor activación en aquellas tareas que
tienen alguna relevancia para el individuo, mientras que muestran menor involucramiento
en tareas que demanden atención; por lo tanto, la activación de esas áreas están
moduladas por demandas de tarea (Greicius et al., 2003). Además, nuestros datos
apuntan al hecho de que las áreas de DMN parecen ser una red preferencial en aquellas
personas que continuamente están reuniendo información acerca del contexto externo y
del Self como su propio modo de sentirse, o sea el grupo Outward. Moviéndonos hacia
una comprensión de la integración de emoción-cognicición (Pessoa, 2008), parece que el
procesamiento auto-referencial puede estar relacionado tanto con las funciones
cognitivas como con la propensión emocional, es decir, el modo en que uno es afectado.

Parecería entonces evidente que los diferentes modos en los cuales los espectadores
estructuras sus sentimientos de estabilidad personal se reflejan en las diferencias de al
restablecer los circuitos cerebrales elicitados cuando empatizan con el dolor sentido por
sus parejas.

El aspecto más interesante que parece emerger de este estudio es que los seres humanos
experimentan la empatía al dolor sobre la base de distintos compromisos afectivos con el
mundo, sugiriendo entonces que un estilo emocional encarnado (fenotipo emocional)
influye profundamente en la manera en que percibimos y procesamos la información de la
vida diaria. Sumándole a los numerosos puntos de vista sobre el asunto de la encarnación,
como la cognición encarnada (Niedenthal, Barsalou y Winkielman, 2005; Niedenthal,
2007), la experiencia fenomenológica encarnada (Gallagher, 2007), la corporización radical
(Thompson y Varela, 2001) y la estimulación encarnada (Gallese, 2007), nuestros
resultados sugieren que este tema puede ser investigado a través de una nueva
perspectiva que ubique las diferentes modalidades de estar emocionalmente situado en el
corazón del problema.

En conclusión, más allá de sugerir que los humanos responden sobre la base de
mecanismos de respuestas automáticas ante el dolor compartido, los presentes

85
“Selfhood, Identity and Personality Styles” (Giampiero Arciero, 2009)

descubrimientos apoyan la noción de que los humanos experimentan la empatía por el


dolor basándose subjetivamente en distintos compromisos afectivos con el Self y con el
ambiente, apuntalados por distintas activaciones neuronales. Además, estos
descubrimientos indican que el mecanismo central de la percepción-acción de la empatía,
en vez de ser una “clase de orden superior” (Preston y de Waal, 2002) que incluye la
conducta motora y la conducta emocional, depende del fenotipo emocional.

Como veremos el la Parte Dos, esta perspectiva nos proveerá de nuevos caminos para
comprender las perturbaciones psicológicas.

86
“Selfhood, Identity and Personality Styles” (Giampiero Arciero, 2009)

PARTE 4 : E-MOCIONARSE

No aprendemos cómo enojarnos en primer lugar siguiendo reglas culturales, aún si esas
reglas son aplicadas a nuestra rabia después del hecho.

Si estar situado está mediado por nuestro propio cuerpo, y si el modo en que cada uno de
nosotros se siente a sí mismo en varias situaciones está establecido por diferentes
tonalidades emocionales, parecería que: (1) existe una correlación entre los estados
corporales y los estados emocionales; (2) experimentar una emoción corresponde a
percibir un cambio en el propio estado corporal. Una de las más famosas observaciones de
James suma estos dos puntos con una gran simplicidad: “Qué clase de emoción de miedo
quedaría si no estuvieran presentes ni la sensación de que el corazón se dispara ni la poca
respiración, ni el temblar de los labios ni la debilidad de las piernas, ni la carne de gallina
ni la agitación de las vísceras, es realmente imposible de pensar” (James, 1884). Pero
¿Realmente da cuenta toda esta perspectiva acerca de lo que de veras ocurre en la vida
real?

4.1 Emociones encarnadas y juicios del cuerpo

María ha despertado más tarde de lo habitual a pesar de que tiene una importante cita en
la oficina, siendo que ahora corre el riesgo de llegar tarde. Se levanta rápidamente, se
pone bajo la ducha media dormida, se viste y se prepara un rápido desayuno. Mientras se
está bebiendo el café se dispone a pedir un taxi. Con el oído pegado en el teléfono, María
gasta unos pocos minutos esperando por la voz que le diga el número de taxi que la viene
a recoger, volviéndose más y más impaciente mientras escucha el tono sonando de fondo.
Finalmente, aparece la voz de la operadora… pero sólo para decirle que no hay taxis
disponibles. María siente una tensión repentina que le aprieta el pecho, una especia de
peso oprimiéndola del pecho hasta los brazos, siente que su respiración se acorta y que su
corazón late más fuerte – así es como María percibe la ansiedad.

Sale de prisa a la calle, corre hacia una esquina concurrida para aumentar las opciones de
encontrar un taxi. Espera cinco minutos – en vano – y el peso que siente se vuelve más
pesado. Pero ahora ve un taxi libre. Se mete en el y viaja rápidamente hacia su oficina sin
que la tensión en su pecho descienda. El taxi llega a la oficina, María mira su reloj, todavía
tiene unos pocos minutos antes de su cita. El peso que la estaba oprimiendo desaparece
mágicamente. María se recupera y ordena sus ideas para comenzar la entrevista mientras
camina hacia la sala de reuniones muy segura de sí misma.

En el marco de análisis de James, la ansiedad de María corresponde a la percepción de su


cambio corporal elicitado en este caso específico de escuchar malas noticias (no hay taxis
disponibles). La emoción, en esta mirada, se siente como una variación corporal – lo que
para James es “indudablemente psicológico” (James, 1884) – que se produce como
consecuencia de un hecho excitante.

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“Selfhood, Identity and Personality Styles” (Giampiero Arciero, 2009)

La objeción que podría hacérsele a este método para analizar el episodio es que, en
realidad, María ya ha reaccionado con ansiedad – sin ser consciente de ello – al despertar,
cuando se dio cuenta de que estaba atrasada. En otras palabras, María ya podría estado
en un estado afectivo inconsciente antes de hacer la llamada por teléfono – un estado que
ella falla en percibir, pues su atención estaba focalizada en apurarse en salir a toda
velocidad.

Concediendo la posibilidad de que puedan existir estados emocionales que no son


percibidos de manera consciente parece ir en contra de uno de los principios centrales de
la posición de James, es decir, que experimentar una emoción corresponde a la
percepción de un cambio corporal. Además, algunas de estas emociones que James
mismo define como “sutiles” (James, 1884) – es decir, moral, estética o intelectual – no
involucran cambios corporales.

La solución “Neo-James” ofrecida para estas objeciones de Prinz (2003, 2004) extiende la
idea de los cambios corporales al sustrato neuronal, mientras James limitó tales cambios a
lo puramente psicológico. En consecuencia, una emoción inconsciente, o incluso una
emoción “sutil”, no podría ser percibida en términos de variaciones en los estados
psicológicos, pero no obstante ser apuntalada por una modificación de las dinámicas
neuronales. En conclusión, cada emoción debe ser encarnada.

De acuerdo con Prinz, cuya explicación sigue las conjeturas de Damasio (1999), existen dos
niveles de representaciones corporales asociadas con diferentes regiones cerebrales:
representaciones corporales de primer orden, que corresponden a los actuales cambios
corporales (por ejemplo, órganos viscerales, músculo esquelético, cambios hormonales), y
representaciones corporales de segundo orden – que Damasio etiqueta como “como si
loop” – lo que re-representa el primer orden sin estar acompañado de cualquier cambio
corporal actual. Una emoción podría, entonces, corresponder a un cambio corporal real y
además a la representación de un cambio corporal (el “como si loop”). “Si una emoción es
una representación de un cambio corporal”, escribe Prinz 82004), “entonces el mismo
estado cerebral que subyace a esa percepción debe ser capaz de surgir en la ausencia de
un cambio corporal, actuando como su el cuerpo hubiera cambiado”.

Aunque un estado afectivo podría ser activado en uno de estos dos niveles identificados
por los Neo-James, para que tal estado sea percibido debe convertirse en el foco de
atención de la persona. En este sentido, “los estados afectivos son como estados visuales:
si la atención es puesta en cualquier parte, no son experimentados conscientemente”
(Prinz, 2004). Esto podría dar cuenta de la existencia de emociones inconscientes. Es decir,
si un estado afectivo está o no conectado a un cambio en el estado corporal actual, sería
activado fuera del foco de atención consciente del sujeto.

La aproximación de los Neo-James es contrarrestada por la perspectiva cognitiva, cuyo


principio central es que las emociones son juicios evaluativos (Solomon, 1976; 2003,
2004). Para los cognitivos, el estado emocional de María podría ser considerado como

88
“Selfhood, Identity and Personality Styles” (Giampiero Arciero, 2009)

constituyendo el resultado del proceso evaluar la situación estímulo. En esta mirada


entonces, la ansiedad corresponde al juicio de que algo doloroso podría haber sucedido si
María hubiera perdido su cita.

Podríamos objetar en este caso también, que María reaccionó con ansiedad, sin ser
consciente de hacerlo, el segundo en que ella se dio cuenta, al despertarse, de que estaba
atrasada. Si las emociones pueden ser inconscientes mientras los juicios parecen implicar
el uso de habilidades cognitivas elevadas ¿cómo puede esta perspectiva dar cuenta de la
producción de juicios inconscientes?

La solución propuesta por Solomon es volver a incluir sensaciones que han sido dejadas
“fuera” de la explicación cognitiva en una nueva versión en donde cognición y juicio son
“construidos apropiadamente”. Esta interpretación renovada de la cognición, que
Solomon define como juicios del cuerpo (Solomon, 2003), comprende una mezcla de
fenómenos que van desde las manifestaciones autonómicas de la disposición a la acción
hasta las tendencias comportamentales y las sensaciones kinestésicas. La reintegración
del cuerpo en la esfera cognitiva le permite a Solomon afirmar que “un juicio no es acto
intelectual independiente, sino un modo de agarrarse cognitivamente del mundo”
(Solomon, 2004). En el caso de María, es la ansiedad entendida como un juicio corporal –
por lo tanto inconsciente – donde la hipótesis es que tiene un determinado conjunto de
comportamientos destinados a disminuir la cantidad de tiempo por el que ella llegaría
tarde al trabajo desde el mismo momento en que se despertó. Después de todo, Solomon
(2003) afirma, sin intentar alguna ironía, que “los animales hacen todo tipo de juicios (por
ejemplo, si algo merece ser comido, o cazado)” sin que se activen procesos de
pensamiento conscientes.

En apoyo a esta extensión de lo cognitivo a lo corporal, en sus más recientes escritos


Solomon asimila su visión expandida del juicio al conocimiento práctico – de una manera
más azarosa, en nuestra opinión – atribuyendo sus orígenes a Heidegger y Merleau-Ponty,
Downing, Dreyfus y Bordieu.

Al comentar sobre el desarrollo de estas dos aproximaciones, Scarantino (2005) identifica


muy bien su característica común al estar constituidas por la modalidad de sus réplicas a
las críticas que se les hacen, y por sus intentos de refutar esas críticas. Él define tales
métodos como “la estrategia por llenar”. Si por un lado, los Neo-James han distorsionado
completamente el significado asignado por James a la percepción de los cambios
corporales, entonces los cognitivistas han hecho exactamente lo mismo con la noción de
juicio al transformarlo en un espacio por llenar.

Nuestra insatisfacción con estas dos perspectivas es atribuible a una causa más
fundamental, cuestionarnos las mismas presunciones sobre la que se basa el estudio de
los afectos.

89
“Selfhood, Identity and Personality Styles” (Giampiero Arciero, 2009)

La presunción acerca de la psicología de las emociones sobre la que se basan ambas


aproximaciones es que el hombre está separado del mundo. En esta rama de la psicología,
tal fractura continuamente es recompuesta a través del acceso a las situaciones en curso
garantizadas por una valoración somática o cognitiva. Las emociones que por lo tanto
emergen, que pueden ser asimiladas, por una parte, a la percepción del cambio corporal y
por otra parte, a los juicios tanto proposicionales como no proposicionales, son llamadas a
corresponder con la modificación que el organismo genera en el curso de su actual
relación con el mundo y con los otros. En ambos casos, son llamadas a proveer
información sobre la situación estímulo contribuyendo al reajuste de la dinámica interna
del organismo, o, como dice Griffiths (2004; Griffiths y Scarantino, 2008), a la economía
psicológica interna del organismo.

Sin embargo, ¿y si en vez de examinar la emoción como información que un sistema


corporal es capaz de generar (a través de un arousal corporal o de juicios evaluativos)
sobre estados de mundo dados, pensáramos en el cuerpo, el cuerpo mío y sus diversos
modos, como ese campo que es iluminado con lo que es significativo en el mundo? Es
decir, ¿si más allá que mirar las emociones como significados internos de una situación
estímulo externa, consideráramos la experiencia de las emociones como una manera de
percibirse a uno mismo y a la vez una manera que tiene el mundo de manifestarse? ¿Si la
significatividad de los eventos fuera a revelarse al mismo tiempo con el propio modo de
sentir lo que es propio para uno? ¿Si experimentar la emoción correspondiera a este
incesante encuentro entre las propias posibilidades y el modo en que el mundo aparece?
¿Si experimentar una e-moción realmente fuera ese ininterrumpido moverse desde¡…
como sugiere la etimología de la palabra (ex-movere)?

4.2 E-moción

Una serie de estudios inaugurados por Fridlund (1994, 1997) se mueven en esta dirección.
Opuesto a la teoría de programación afectiva de Ekman, Fridlund desplaza el foco de
atención al estar situado socialmente en las emociones.

Como es sabido, en la mirada básica de Ekman (2003) las emociones constituyen el modo
con que los seres humanos están biológicamente preparados para responder a estímulos
específicos (“gatillantes universales”) que son fundamentales para seguir vivos. Son por lo
tanto elicitados, como una especie de reflejo, cuando el organismo se encuentra con el
estímulo ambiental que involucra esos temas universales a los que siempre ha sido
sensible. Para que eso pase, el organismo está equipado con mecanismos que Ekman ha
llamado “mecanismos de apraisal automático” y que permiten que respuesta emocional
se active independiente de cualquier evaluación cognitiva.

Por otra parte, de acuerdo con Fridlund y otros (Parkinson, 1995; Parkinson, Fischer y
Manstead, 2005; Russell y Fernández-Dols, 1997; Russell et al., 2003), más allá de ser
modificaciones tipo reflejo producidas por el organismo, que pudieran estar más o menos
enmascaradas en la interacción diaria, las emociones se producen y se expresan como

90
“Selfhood, Identity and Personality Styles” (Giampiero Arciero, 2009)

señales de negociación entre los organismos en una transacción social actual. Esto quiere
decir que, el organismo genera comportamientos emocionales expresivos como una
manera de influir la conducta de otros organismos en la medida que – argumenta Fridlund
(1997) – la vigilancia y la comprensión de las señales evolucionaron de manera concertada
con las señales mismas. Este énfasis diferente aparece a la fuerza en dos estudios de
Fernández-Dols y Ruiz-Belda (1995, 1997) sobre un medallista de oro de los juegos
olímpicos de Barcelona 1992 y sobre fanáticos de fútbol que ven los goles anotados por su
equipo. Ambos estudios mostraron que en vez de ser parte de expresiones automáticas de
felicidad, como argumentaba Ekman (1972), las sonrisas genuinas – la sonrisa Duchenne –
ocurrían casi exclusivamente cuando el medallista o los fanáticos interactuaban con otros
(es decir, sonreían a la audiencia o a otro fanático). En contraste con los programas
afectivos de Ekman, “la felicidad per se no era causa suficiente para sonreir” (Fernández-
Dols y Ruiz-Belda, 1997). Los autores sugirieron que mientras el experimentar felicidad
facilita el sonreír, la interacción social es el factor precipitante.

Un estudio similar frecuentemente citado (Kraut y Johnston, 1979, replicado por Ruiz-
Belda et al., 2003) sobre el comportamiento de los jugadores de bolos conduce a las
mismas conclusiones: en el transcurso del juego, las sonrisas de los jugadores eran
afectadas – después de echar a rodar la bola – al ver las caras de sus compañeros, más
que por la llegada de la bola.

La correlación entre sonreír y la interacción social es subrayada por la observación de los


niños (Jones, Collins y Hong, 1991; Schneider y Unzner, 1992; Soussignan y Schaal, 1996).
Además, incluso las expresiones faciales del dolor (Beavin Bavelas et al., 1986), al probar
(Brighton et al., 1977) y oler (Gilbert, Fridlund y Sabini, 1987) están facilitadas por un
apropiado contexto social.

Estos estudios indican que las sonrisas y otras expresiones emocionales no sólo
corresponden a experiencias emocionales, sino que también a un gesto comunicativo del
que se emociona, producido como un movimiento en el contexto en curso de ocurrencia.
Fridlund interpreta estos movimientos como estratégicos, es decir, como emitidos para
influir al interactuante y así “atender los propios motivos sociales en ese contexto”
(Fridlund, 1997). El otro lado de la moneda es que los interactuantes a su vez influencian
la manifestación de las expresiones del emisor – el efecto de la audiencia de Fridlund –
como si en el transcurso de una interacción en curso el que se emociona tuviera en mente
una serie de potencialidades ambientales, que permitieran o prohibieran ciertos
movimientos en el contexto de un cierto tipo de interacción social. Así, las variadas
emociones toman forma de un modo contingente por la interacción misma.

El énfasis en el aspecto estratégico de la producción de emociones, en el marco de una


interacción social en curso, caracteriza el posterior desarrollo de la investigación abierta
por Fridlung. Esta aproximación, que llamaremos transaccionalista (Scarantino, 2005),
interpreta las señales emocionales como siendo prevalentemente (aunque no
exclusivamente) producidas para propósitos de negociación o, más bien, producidas para

91
“Selfhood, Identity and Personality Styles” (Giampiero Arciero, 2009)

promover los intereses de quien se emociona durante el transcurso de una transacción


social (Parkinson, Fischer y Manstead, 2005). El término “estratégico” – que, si dijéramos
la verdad, es engañoso, dada la connotación de apariencia implícita en el significado del
término – indica precisamente este fenómeno de la promoción de las propias ventajas
personales, que quien se emociona alcanza al influenciar emocionalmente a aquellos con
los que interactúa (Griffiths, 1997, 2004; Griffiths y Sacarantino, 2008). Visto así, las
emociones son consideradas “respuestas orientadas a una meta más o menos efectivas”
(Griffiths y Scarantino, 2008) en relación a las posibilidades (oportunidades) ofrecidas en-
línea a quien se emociona, tanto por la situación en curso como por la respuesta del
interactuante en el contexto de una transacción mutua. Un pedazo de evidencia que a
menudo es citada en apoyo a la hipótesis estratégica, y que lleva a destacar que un estado
emocional está dirigido hacia una meta, es un estudio de Stein, Trabasso y Liwag (1993)
que muestra que la posibilidad de obtener compensación produce una respuesta a la
pérdida que no es tanto tristeza como rabia.

Claramente, esta dimensión “estratégica” de los afectos no puede ser tomada en cuenta
ni por la aproximación de los Neo-James ni por la postura cognitivista, ya que ambas se
enfocan en una especie de solipsismo emocional. El cambio de foco desde procesos
internos a procesos interpersonales trae a primer plano dos aspectos de gran importancia,
que se entrelazan y que debemos examinar:

a. la dinámica temporal del despliegue de la emoción, lo que está implícito en la


conceptualización de las emociones como transacción social;
b. las e-mociones de los interactuantes, los movimientos recíprocos que los
transaccionalistas consideran que son respuestas orientadas a una meta emitidas
en el curso de la interacción.

Ahora analizaremos el episodio de María una vez más, pero esta vez a la luz de esta nueva
mirada.

María mira su reloj y se da cuenta de que está atrasada. La significancia de su atraso


deriva del emparejamiento de las expectativas de María de llegar a tiempo a la cita y el
hecho de que tiene menos tiempo del que hubiera planeado para llegar a la oficina. Es
precisamente el darse cuenta de que está atrasada lo que cambia las posibles acciones
que María pudiera tomar. Es decir, el significado que María le asigna a estar atrasada
corresponde a un cambio en su modo de sentirse y, al mismo tiempo, al modo en como se
le manifiesta el mundo en términos de nuevas acciones posibles (y de obstáculos para la
realización de aquellas nuevas acciones) que le permitirán llegar a tiempo. Esta es la causa
de que su conducta se demuestre urgente.

El primer obstáculo que se le presenta es que no puede encontrar un taxi. Así, la


imposibilidad de un taxi produce nuevas posibilidades, obligando a María a revisar el
significado encarnado de la situación en curso, generando entonces un nuevo conjunto de
opciones viables. Mientras el mundo se le despliega progresivamente a María en términos

92
“Selfhood, Identity and Personality Styles” (Giampiero Arciero, 2009)

de obstáculos, ella reacciona re-elaborando el contexto en curso en términos de acciones


posibles, que presionan más, pero que son más inciertas mientras la posibilidad de no
poder llegar a tiempo se va acercando. La ansiedad así parecería prefigurar un rango de
posibles acciones y percepciones y, al mismo tiempo, la posibilidad de que esas acciones
puedan fallar.
Es esta nueva situación la que lleva a María a dejar la casa en búsqueda de un taxi y donde
la ansiedad progresivamente se vuelve más fuerte mientras sus esperanzas de encontrar
un taxi se vuelven más débiles. Este estado emocional continua a lo largo de su viaje a la
oficina, jugando un rol como de navegador. Su sensación de opresión desaparece sólo
cuando ella mira su reloj al llegar a la oficina. La desaparición de esta sensación de
opresión está acompañado de la desaparición simultánea de esa geografía de hechos
relevantes que habían caracterizado el modo en que el mundo se le había aparecido a
María justo hace unos pocos segundos antes. El estado de calma que llega corresponde a
un nuevo rango de conductas posibles y, al mismo tiempo, a la emergencia de un número
de diferentes elementos que son significativos en la situación en curso y que permiten, o
fallan en permitir, nuevas posibilidades de significado.

El análisis de este episodio, que involucra la presencia de otras personas sólo


indirectamente, parecería indicar que e-mocionarse (e-moverse) corresponde, como lo
indica la etimología latina de la palabra, precisamente al movimiento desde un cierto
contexto mediante la generación de un nuevo conjunto de posibles acciones y
percepciones – entonces, nuevas formas posibles de sabia participación con el ambiente –
que sugieren las manifestaciones en-línea de las diferentes situaciones. Emocionarse
parecería ser así una variación continua de modos de sentirse situado – es decir,
relacionado – en nuevas posibilidades de acción, una re-orientación continua de uno
mismo en relación al desarrollo de un contexto en curso que vuelve a ser modulado en la
participación práctica, más que llegar a un abrupto final como en la activación única estilo
reflejo. Parecería entonces inapropiado conceptualizar a la emociones en términos de
“disposiciones dinámicas del cuerpo (incluyendo al sistema nervioso) para la acción, que
especifican en cada momento el dominio de acción del organismo” (Maturana, 1994). Es
la situación en curso en la que uno se encuentra a sí mismo la que determina si uno se
siente de uno u otro modo. Esa condición específica (el modo como me siento en cierto
momento) representa el punto de inicio desde el cual vemos las posibilidades que
determinan el modo como nos sentimos situados. Para regresar a nuestro ejemplo, es
desde el momento que María se entera que no hay taxis disponibles que ella siente la
tensión en su pecho, y comenzando desde esta condición es que ella examina con un aún
mayor sentido de urgencia aquellas acciones que son posibles, y las posibilidades de que
cada una de esas acciones tienen de fallar. Así es como María se siente situada.

En otras palabras, el hecho de que uno se encuentre a sí mismo en un cierto estado


emocional siempre depende de encontrarse uno mismo en una situación dada y del modo
en que uno se halla inclinado a reaccionar ante las circunstancias. Emocionarse no puede
estar separado de esos dos aspectos como si la relación original no estuviera involucrada
de ningún modo, como si la emoción fuera una condición causada por esto o lo otro y que

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“Selfhood, Identity and Personality Styles” (Giampiero Arciero, 2009)

se presente a sí misma como una entidad independiente. La característica fundamental de


emocionarse consiste precisamente en esto: un modo de sentirse se refiere a una situación,
y la situación manifiesta su significatividad recíprocamente revelándose de acuerdo al
modo de sentirse situado (Arciero, 1988). Este es el tipo de experiencia que indujo a Sartre,
probablemente más influido por los estudios de Janet sobre la obsesión, a hablar de
emoción casi como si fuera un acto de magia que le permite a uno transformar el mundo.
“La imposibilidad de encontrar una solución al problema aprehendido objetivamente como
una cualidad del mundo”, escribe Sartre (Satrte, 1948), “sirve de motivación para la nueva
conciencia no reflexiva que ahora percibe el mundo de otra manera y con un nuevo
aspecto, y que requiere de una nueva conducta – por el cual este aspecto es percibido – y
que sirve de hylé (material) para la nueva intención.”

4.3 E-mocionarse con los otros

Así, al nivel de la afectividad nuevamente nos encontramos con la dialéctica entre


ipseidad y alteridad a la que nos referíamos en el capítulo anterior: sentirse uno mismo de
esta manera u otra se entrecruza con el cómo uno mismos es afectado por los otros. Pero
¿cómo exactamente está conectado el despliegue emocional al modo en que evoluciona
el contexto social? ¿Qué pasa cuando el contexto de emocionarse consiste en la conducta
emocional de otra persona?

Vamos a imaginarnos una discusión entre Joe y Ana que empieza por una tontera – Joe ha
olvidado comprar la leche. Ana de manera brusca señala que ella es la única perjudicada
porque es la primera persona que sale de casa en la mañana. Joe responde de una manera
irritada que está enfermo y cansado de ser continuamente reprochado. Ana se pone más
dura y, elevando la voz, señala que además de salir a trabajar, también tiene que
preocuparse de las tareas de la casa y que no puede continuar así. Golpeando su puño
contra la mesa, Joe grita que es tiempo de separarse. Ahora vamos a imaginarnos dos
finales para esta escena.

Escenario 1. Ana queda dolida y en silencio sigue cocinando con el ceño fruncido en su
rostro. Luego de unos minutos, Joe se acerca para arreglar las cosas con un gesto
afectuoso, pero Ana lo rechaza abruptamente. En la mesa ella no dice una palabra. Joe
trata de suplicar su perdón. Ana acepta sus disculpas sin poner mayor resistencia, pero
repite que deben convenir nuevas reglas para vivir juntos porque la situación actual la ha
sacado de sus casillas. Aún sigue con el ceño fruncido en el rostro. Joe admite que ella
tiene razón y en su defensa dice que su desinterés en los últimos meses no se debe a un
cambio en sus sentimientos hacia ella, sino que a la tensión en el trabajo por una situación
que determinará su carrera futura, y como consecuencia, el futuro económico. El ceño
fruncido de Ana lentamente desaparece, su mirada se vuelva más tierna y su tono
amistoso.

Escenario 2. Ana comienza a llorar y, con lágrimas en los ojos, grita que no puede seguir
así más, así que mejor le ponen fin a esto. Joe empieza a insultarla y, con llanto de rabia,

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“Selfhood, Identity and Personality Styles” (Giampiero Arciero, 2009)

le dice que ya no la ama más. Como si hubiera sido golpeada por un toro, incrédula,
herida, enojada, y con una expresión sombría en su rostro, Ana sale en silencio de la
habitación. Una hora más tarde está empacando sus cosas para irse. Cuando Joe se da
cuenta de esto, primero trata de disuadirla sin éxito. Entonces él comienza a culparse y
finalmente le ruega que no lo deje. Ana, totalmente resuelta, con el ceño aún fruncido y
sin decir ni una palabra, abre la puerta y sale de casa.
Si revisamos la secuencia desde el principio, mirándola desde el punto de vista de Ana,
veremos que la significatividad del episodio depende del desajuste entre sus expectativas
y la falta de consideración de Joe. El significado que Ana le atribuye a esta situación
corresponde a una alteración a su modo de sentir – experimentado como rabia – y al
mismo tiempo como la emergencia de un rango de posibles acciones destinadas a
modificar la conducta de Joe. El desarrollo, junto con la manifestación de las variadas
tendencias a la acción que permite esa emoción de rabia, depende de la respuesta del
interactuante, que a su vez está conectado con las señales emotivas como comprendidas
por el que se emociona.

Si analizamos la primera parte del episodio, las recriminaciones de Ana están seguidas de
una serie de intercambios que se vuelven mucho más agresivos. Entonces la situación
evoluciona de modos diferentes, dependiendo de si la discusión sigue como en el primer
escenario o el segundo. Parece obvio que los diferentes modos en que se desarrollan las
dos escenas emergen en el transcurso de la interacción misma, a través de un reajuste
continuo y recíproco de las posibilidades de significado en relación a las señales emotivas
recibidas por el otro. Visto así, la conducta emocional recíproca aparece como una
indicación que todos usan cada vez que renegocian su relación con el otro, para situarse
ellos mismo en relación al otro. El aspecto “estratégico” de la expresión de una emoción,
un punto en que los transaccionalistas insisten, viene entonces a estar muy conectada con
la negociación – en tiempo real – del propio rol en la relación.

En el primer escenario, como dice Griffiths (2004), “enojarse puede ser visto como una
estrategia para buscar un mejor trato global en esa relación particular”. En el segundo
escenario, por el contrario, enojarse podría ser visto como un modo de conducta que
ayuda a llevar la relación a un fin. En ambos casos, la emoción podría servir para empezar
de la intención del que se emociona, lo que es, por supuesto, influir la conducta de otros
organismos, en un esfuerzo por promover los intereses de quien se emociona en el curso
de las transacciones sociales (Parkinson, Fischer y Manstead, 2005).

Pero este nuevo énfasis de la interacción en tiempo real, que permite a los
transaccionalistas capturar el fenómeno que las otras teorías fueron incapaces de detectar
– despliegue temporal, la relevancia del contexto social, la infuencia recíproca en la
producción y expresión de las emociones, la apertura a las nuevas posibilidades de
acciones y relaciones – ¿no evita el aspecto experiencial de emocionarse? Dicho de otro
modo, ¿esta aproximación no excluye el mismo hecho de que la emoción siempre le
pertenece a alguien? Que la experiencia emocional sea mía, lo que indudablemente no
puede corresponder a la “economía psicológica interna del organismo”, no puede ser

95
“Selfhood, Identity and Personality Styles” (Giampiero Arciero, 2009)

neutralizada por una descripción impersonal, como si emocionarse no le perteneciera a


nadie. Dicho de otra forma, no podemos asimilar la persona a la emoción experimentada
como si la persona fuera tal gracias a la emoción que está experimentando, como si el
objetivo de una emoción entregara un completo relato de quien se emociona, como si la
experiencia de una emoción de parte de un ser humano no estuviera simultánea e
inexorablemente interconectada con la historia de vida personal desde la que recibe y a la
que le da direccionalidad.

El episodio de Joe y Ana ayuda a clarificar este punto. Las diferentes maneras como se
desarrollan las historias – reconciliación o separación – no se pueden atribuir simplemente
a la dinámica de una negociación orientada al logro. La dimensión de la experiencia
persona agrega nuevos factores a este tipo de explicación. Estos factores derivan de la
integración de la experiencia personal en un conjunto de acciones y pasiones que se
reconfigura en una totalidad más o menos cohesionada: la narrativa del Self. Es la
conexión entre el episodio emocional en curso al interior de la historia de cada uno de los
dos compañeros lo que provee el contexto que le da un sentido a los dos desarrollos
distintos y sus respectivos resultados. El hecho de que el episodio sea parte de la historia
de una persona pone a la persona en una trama, desde la cual el episodio recibe nuevas
determinaciones de significado que hacen que la experiencia sea única.

Así, con el fin de comprender por qué una situación debería virar en una dirección más
que en otra, entender la dinámica emocional de la situación, partiendo de los objetivos de
los interactuantes, el logro de lo que determina la posición recíproca que los compañeros
toman en el curso de la negociación, no es suficiente. También es necesario identificar el
contexto personal de significado en el que un episodio se monta, ya que esto provee las
determinaciones de cada actor, que hace al evento inteligible. En el caso que estamos
examinando, por ejemplo, esto consiste en el estado y la historia de la relación como si
hubiese sido experimentado por cada uno de los compañeros, su nivel de involucramiento
personal, lo que para ellos es la forma aceptable de la reciprocidad emocional, individual y
planeada en conjunto, y así sucesivamente. Es sólo si poseemos este conocimiento de
fondo que podemos entender por qué el mismo episodio emocional puede desarrollarse
de modos diferentes, por qué la misma manifestación de una emoción generada por
eventos similares puede llevarnos a diferentes resultados. Entonces, además del tema de
la encarnación de una emoción en cada momento de su vida, una persona también es la
cohesión de una historia de emociones que se reactualiza a sí misma cada vez y en cada
momento de la condición emocional en curso.

4.4 Inclinaciones emocionales

Situarse emocionalmente corresponde entonces a la tensión que nace y que


continuamente se renueva en la esfera de la participación social y práctica pero que, al
mismo tiempo, refleja y actualiza la historia de quien se emociona. Este encuentro le
permite a quien se emociona orientarse a sí mismo en el mundo cada vez, alcanzando
esos elementos de la significatividad y de la geografía de importancias, generando las

96
“Selfhood, Identity and Personality Styles” (Giampiero Arciero, 2009)

posibilidades de acción que sintonizan mejor con los contextos emergentes. Visto así, ya a
un nivel pre-reflexivo, e-mocionarse es el significado encarnado de la situación en curso,
percibida como un modo global de sentirse y a la vez como un dominio relacional.

Es en este espacio interpersonal, marcado por la polaridad corporal propio-otro, que


ahora debemos poner nuestra atención. Dependiendo de la modalidad de emocionarse,
dentro de este espacio el énfasis sobre el propio cuerpo, o sobre los otros, cambia, por lo
tanto la inclinación de la estabilidad personal. En el primer caso, como hemos visto, la
hipercognición de las emociones básicas cambiarán el centro gravitacional de esta
dialéctica a un contexto relacional que utiliza predominantemente un sistema de
coordinación centrado en el cuerpo, por lo tanto un sentido de estabilidad que se centra
prevalentemente en estados “Inwards”. Es obvio, desde este punto de vista, que la
experiencia emocional está muy conectada con la percepción de las señales corporales. Se
acerca a la descripción hecha por James. Además, muchos estudios destacan el hecho de
que las variaciones de sensibilidad para la actividad visceral se relacionan con las
variaciones de intensidad de la experiencia emocional subjetiva (Yates et al., 1985; Wiens,
Mezzacappa y Katkin, 2000; Wiens y Palmer, 2001; Barrett et al., 2004).

En el otro caso, la activación más importante de las emociones no básicas nos llevará a el
espacio gravitante alrededor de un marco referencial que utiliza un sistema de
coordenadas anclado a la alteridad, originando así un sentido de permanencia orientado
principalmente a referentes “Outwards”. Lo que es más evidente desde esta otra
perspectiva es que la alteridad – entendida como un tipo de anclaje usado para mantener
la propia estabilidad en el tiempo (personas, contextos, imágenes, pensamientos, reglas,
etc.) – llega a ser la fuente de información para reconocer la propia experiencia
emocional, volviéndose entonces parte de esa experiencia.

Como hemos enfatizado varias veces, uno percibe la alteridad y simultáneamente se co-
percibe a uno mismo. Esto podría explicar por qué los tan llamados auto-constructos
interdependientes no sólo tienden a asimilar a los otros al Self de manera cognitiva,
emocional y perceptual (Markus y Kitayama, 1991; Stapel y Koomen, 2001), sino también
por qué tienden más a imitar inconscientemente los movimientos habituales de los otros
que hacer auto-constructos independientes (Van Baaren et al., 2003; Ashton-James et al.,
2007). Pero también podría servir para las diferencias entre los grupos en la empatía
emocional. De hecho, en un estudio de Sonnby-Borgstöm (2002), encontraron que los
sujetos con alta empatía exhibían un mayor grado de comportamiento imitado que los
sujetos con baja empatía cuando eran expuestos a imágenes de rostros enojados y felices.

Con respecto a la dimensión Outward, por lo tanto, la experiencia emocional parece estar
más cerca de las descripciones provistas por los cognitivistas y por los socio-
construccionistas. Para los cognitivistas, el sistema de anclaje podría estar constituido por
el marco evaluativo, por ejemplo, mientras que para los socio-construccionistas podría ser
el sistema sociocultural.

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“Selfhood, Identity and Personality Styles” (Giampiero Arciero, 2009)

Si las inclinaciones Inward-Outward representan dos polos opuestos que gobiernan la


percepción de la estabilidad personal, desde un punto de vista experimental la diferencia
en estructurar el dominio emocional debería producir en los dos grupos la activación de
áreas neuronales diferentes en respuesta a exactamente los mismos estímulos
emocionales. Esta es la hipótesis detrás del estudio en fMRI de Bertolino et al. (2005) en
donde a los dos grupos de examinados se les presentó una serie de imágenes que
consistían en tres rostros (dos de los cuales eran idénticos) que expresaban miedo, y se les
pidió que identificaran cuál de los tres rostros eran iguales (procesamiento incidental). Los
dos grupos de sujetos también fueron comparados según las características genéticas del
transportador de serotonina, que, como demostró Hariri et al. (2002), podría modificar la
actividad de estructuras neuroanatómicas específicas, como la amígdala, durante el
proceso implícito de los rostros expresando miedo.

En línea con la hipótesis de Bertolina et al., los sujetos que manifestaron una personalidad
de estilo Inward con tendencia a desórdenes fóbicos exhibieron una mayor activación de
la amígdala, del hipocampo y de la corteza prefrontal medial. Por otro lado, los sujetos de
estilo Outward con tendencia a los desórdenes alimenticios exhibieron una activación más
intensa del giro fusiforme, de la corteza asociativa occipital y de la corteza prefrontal
dorsolateral.

El análisis de los datos obtenidos de 24 sujetos confirmaron la hipótesis inicial, es decir


que el significado que el estímulo tenía para los dos grupos era diferente, ya que la
actividad en algunas regiones de la redes neuronales involucradas no era la misma. Los
sujetos Inward propensos a desórdenes fóbicos (PP) activaron circuitos neuronales que
primero se asociaron con el miedo en general y con sus correlatos viscerales (amígdala), lo
que lleva a conjeturar – en personas con ese tipo de personalidad – una sensibilidad más
pronunciada a estímulos que dan lugar a la alarma. Los sujetos Outwards propensos a los
desórdenes alimenticios (EDP), por el contrario, activaron áreas asignadas al
reconocimiento de rasgos faciales, además de aquellos asignados para la integración de
emociones y funciones cognitivas, orientando al sujeto hacia una mayor sensibilidad a
rasgos faciales “fríos”.

Un estudio posterior de fMRI (Rubino et al., 2007), cuyos descubrimientos son


consistentes con los nuestros, mostró que el reconocimiento explícito de rostros
temerosos y enojados (etiquetados cognitivamente) elicitó diferentes áreas de activación
en dos grupos de 14 sujetos, donde uno consistía en sujetos Inward PP y el otro de
Outward EDP. Más específicamente, los sujetos PP comparados con los EDP exhibieron
mayor compromiso con el PFC medial (BA 9), cuya actividad está asociada con los aspectos
cognitivos que están más asociados con el procesamiento emocional.

Estas polarizaciones emocionales distintas – que demarcan un continuo a lo largo del cual
las tendencias Inward y Outward se combinan en diferentes grados y de diferentes modos
en cada individuo, y que cambian en el transcurso de la propia vida --- les permiten a uno

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“Selfhood, Identity and Personality Styles” (Giampiero Arciero, 2009)

comprender un solo vistazo de la variedad de la experiencia emocional, las modalidades


de la regulación emocional y las raíces de la identidad personal.

En la Parte Dos de este libro, veremos que, partiendo de estas diferentes inclinaciones
emocionales, es posible desarrollar una teoría de la personalidad y de la psicopatología.

Las diferentes polarizaciones también ayudan a explicar el especial énfasis ubicado sobre
los aspectos corpóreos que caracteriza a los Neo-James y a las aproximaciones de la teoría
de la programación de los afectos, aunque en diferentes grados; para la focalización sobre
los aspectos cognitivos, para lo que Solomon ha puesto gran atención en su trabajo; y,
finalmente, para la importancia vital de los aspectos socioculturales, los que han sido
investigados en profundidad por los socio-construccionistas. La experiencia emocional,
cuyos componentes básicos son viscerales o cognitivos o que está conectados con la
conciencia social, corresponde a modalidades privilegiadas de compromiso, con diferentes
modos de percibir el propio centro de gravedad referencial. En este sentido, las diferentes
formas de experiencia emocional pueden ser entendidas dentro del continuo creado por
las dos polaridades, Inward y Outward, que refieren a las coordenadas referenciales que le
permiten a uno sentirse situado.

Para completar el cuadro, en este punto debemos examinar brevemente la mirada


construccionista, que no sólo provee de claros ejemplos con que el modo Outward
constituye la esfera emocional, sino que también abre una nueva perspectiva sobre el
modo de emocionarse que caracteriza a la sociedad occidental contemporánea.

4.5 El ser situado construccionista

En la mirada constructivista, la emoción corresponde a una posición dada del Self definida
por roles, normas, contextos y prácticas discursivas que una sociedad dada genera, lo que
es funcional para su mantención y/o para la estabilidad del individuo que interpreta esa
posición particular siendo la única que él ocupa. Las emoción aparece como un intento
deliberado de ajustarse a un modelo social dado, que en algunos casos es percibido como
inevitable y más allá del control del individuo. Para el sujeto que vive fuera de ese modelo,
así como para la sociedad, tal comportamiento es absolutamente involuntario, mientras
que para un observador parece reflejar reglas dadas por la sociedad en la que la persona
vive.

Si tomamos por ejemplo a los Gururumba, una gente de Nueva Guinea, sentirse de un
humor o estado particular llamado “ser un cerdo salvaje” se experimenta como producir
acciones para las cuales el individuo no puede tener responsabilidad. En este sentido, la
emoción es vista como socialmente construida o, como dice Averill (1985), como un rol
social transitorio. Esta “enfermedad”, que afecta a los jóvenes adultos entre los 25 y los 35
años, se cree que es causada por la mordedura de un fantasma de un miembro de la tribu
que ha muerto recientemente. Aquellos que son afectados por ella corren enloquecidos
atacando todo lo que esté cerca y lanzando objetos. No sólo la tribu tolera esta conducta

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“Selfhood, Identity and Personality Styles” (Giampiero Arciero, 2009)

antisocial de la persona enferma, sino que el individuo afectado tiene una consideración
especial. La explicación entregada por los antropólogos, como observadores externos, es
que el “rol de cerdo salvaje” parece emerger cuando un hombre joven recién se ha casado
y está sujeto a presiones económicas que no puede enfrentar. Al interpretar el “rol de
cerdo salvaje”, él tiene la consideración de los miembros de su tribu, quienes reconocen
que se encuentra en una condición especial, no obstante sin negarle la legitimidad de las
obligaciones que el joven hombre debe hasta cierto punto cumplir. La sociedad y el
hombre enfermo viven el “rol del cerdo salvaje” como involuntario.

Hacking (1995) cree que una condición similar en Occidente es representada por el
síndrome de personalidad múltiple. La epidemia de casos de este tipo, que ha inundado a
Occidente en los años recientes, tiene como hipótesis una construcción social, tol como el
mal del “cerdo salvaje” es un fenómeno construido. De acuerdo con hacking (1995), los
individuos que sufren de un sentido de identidad fragmentada son gradualmente
entrenados por sus terapeutas para canalizar esa enfermedad en formas que sean
consistentes con su teoría. Es decir, se les instruye en cómo ser con personalidades
múltiples y los diagnósticos de los terapeutas facilitan que se sientan aceptados
socialmente con la enfermedad. Esto ha producido un fenómeno de proporciones
gigantes, con el nacimiento de grupos de apoyo, asociaciones, programas de televisiones
que han amplificado la producción de la sintomatología. Incluso en el caso del síndrome
de personalidad múltiple – como con el “rol de cerdo salvaje” – la sociedad y el individuo
“cooperan” para definir la conducta que es clasificada “enferma” como una acción en la
que el agente no tiene responsabilidad en la medida que es la consecuencia de
circunstancias que están más allá de su control (Hacking, 1995; Griffiths, 1997).

Esta nueva función de las emociones, casi la vigilante de los valores de una cierta
sociedad, quizás se vuelve aún más evidente en la sociedad contemporánea de Occidente
en lo que podríamos definir como los comportamientos de una “conciencia feliz”
(Marcuse, 1964). Estos comportamientos corresponden a un conjunto de posibles
imágenes pre-envasadas del Self, que una sociedad dada reconoce como adecuadas y que
provee los modelos a los que uno puede anclarse con el objeto de darle forma a la propia
identidad. “Ser agradable” es un ejemplo elocuente de esos “modos de conformidad”.

“Ser agradable”, escribe Mestrovic (1997), “es una intrincada acción que involucra la
manipulación de uno y de los otros de modos altamente predecibles y deliberados,
incluyendo la propia apariencia física, el lenguaje, el tono de voz, contacto visual, elección
de la ropa, la sonrisa, la elección y duración de la conversación, entre un montón de otros
factores. El niño promedio de clase media hoy conoce la fórmula social para ser
‘agradable’ inconscientemente… y todos conocemos en la actualidad la importancia de
‘ser agradables con todo el mundo’ en cada profesión”.

En consecuencia, si el orden emocional es socialmente construido, refleja las


concepciones específicas de la cultura particular que las construyó. Así, diferentes culturas
manifiestan diferentes modos de emocionarse. Los construccionistas han aportado una

100
“Selfhood, Identity and Personality Styles” (Giampiero Arciero, 2009)

multitud de ejemplos para ilustrar este punto. Uno de los más famosos, que tiene que ver
con el término sentimental fago, fue descrito por Catherine Lutz (1988) en un famoso
estudio que fue titulado “Emociones No Naturales”. Este sentimiento, que es
característicos de una población que vive en un atolón de Ifaluk en el sudoeste del
Pácifico, corresponde, desde el punto de vista de Occidente, a una especie de mezcla
contradictoria de amor, compasión y tristeza.

Gran parte de la fuerza argumentativa de los construccionistas se ha desarrollado al


colocar los aspectos sociales y culturales de la emoción en primer plano, en un abierto
contraste con la perspectiva naturalista. En el curso de esta polémica, hace unos pocos
años uno de los adherentes más perspicaces de la escuela construccionista, Ron Harré,
destacó que, en vez de estudiar concretamente cómo la gente se enoja, se enamora, se
pone ansiosa y sufre las situaciones diarias, los filósofos y psicólogos generalmente
analizan tales situaciones desde esencias abstractas que ellos llaman rabi, ansiedad,
tristeza y amor, y luego ellos mismos se preguntan “¿Qué es la rabia?”, “¿Qué es el
amor?” y así sucesivamente. Pero tal vez, afirmó Harré (1986), la pregunta debería
hacerse de otra manera. Quizá sería mejor preguntarse cómo la palabra “rabia” ha sido
usada en relación a ese episodio particular y dentro de esa cultura. Podrían ser reacciones
naturales las que acompañen a la rabia, como por ejemplo, un aumento de los latidos del
corazón, pero tales factores deben ser considerados como incidentales, “fugas en la
conciencia”, desde mirada de Harré. “La contribución dominante al modo en que la esfera
emocional se desarrolla en el curso de nuestras vidas deriva de nuestro mundo social
local, a través de las prácticas lingüísticas y de los juicios morales que caracterizan al
mundo, y sobre la base de la calidad emocional con que están definidos los encuentros
humanos” (Harré, 1986).

El aspecto más llamativo de la perspectiva construccionista, sin embargo, no es tanto la


nueva propuesta a la luz de la antigua oposición “naturaleza versus crianza”, que ocupado
mucho del debate de la construcción social de las emociones (Parkinson, 1995; Parkinson,
Fischer y Manstead, 2005; Griffiths, 1997, 2003), como la posibilidad que esta
aproximación ofrece de pensar en un fenómeno que es absolutamente único para las
sociedades occidentales: la aceleración del cambio de contextos y de los estados
emocionales relativos a esos contextos, una aceleración generada por el impacto de la
tecnología sobre la vida humana. La expansión sin precedentes de las “tecnologías de
asociación” – como las ha denominado Kenneth Gergen (1991) – ha llevado a un
dramático aumento del rango de personas significativas y de modos de contacto,
favoreciendo una plétora de estados emocionales que son sincrónicos con los contextos
sociales en los que ocurren, y que son rápidamente modificables en paralelo con la
velocidad a la esas circunstancias cambian. Tal simultaneidad explica por qué emocionarse
se ha convertido para muchos en un hecho mediatizado; es decir, las emociones se han
vuelto más volátiles y “menos apasionadas” en la medida en que están ligadas a
situaciones que cambian ligeramente. Esta relativa falta de visceralidad las hace accesibles
de una manera que es diferente al pasado: ¡son casi como productos de consumo!

101
“Selfhood, Identity and Personality Styles” (Giampiero Arciero, 2009)

La más clara evidencia para atestiguar estos temas es la constitución de las comunidades
virtuales, una realidad que es posible gracias a las relaciones que se forman a través de la
coordinación de configuraciones discursivas (salas de chat, por ejemplo) que transmiten
estados emocionales. La participación diaria en situaciones de puras interrelaciones, sin
que los individuos estén presentes en carne y hueso, crea un espacio virtual en el que una
persona puede generar varios niveles de afectividad al mismo tiempo, sin que tengan
nada que ver con su existencia de “sí mismos reales” en el más tradicional sentido del
concepto. El reflejo de este modo de ser puede ser capturado en la composición de
nuevos diarios que son presentados ante los ojos del mundo en la “blogosfera”, y que se
encuentran en la web. En estos diarios, la intimidad diaria con el Self se exhibe a los
demás sin mostrarse uno mismo; la identidad se manifiesta sin un rostro ante una enorme
multitud sin ojos.

4.6 El impacto de la tecnología

La aceleración en el cambio del Self generado en relación al desarrollo tecnológico tiene


una historia. Es presentado a la conciencia occidental en un texto literario: La Educación
Sentimental de Gustave Flaubert (2002). La rapidez penetra la literatura casi como si
hubiera sido impuesta por la modificaciones radicales que la tecnología comenzó a
producir en el dominio de la experiencia práctica. La velocidad en la novela de Flaubert se
manifiesta en la trama como discontinuidad entre una escena y otra, transiciones
repentinas, cambios inesperados, “un espacio en blanco… mientras la medida del tiempo
se mueve rápidamente desde cuartos de hora hasta años, décadas” (Flaubert, 2002).

Es ese “espacio en blanco” que Proust 81927) reconoció como “la cosa más bella” en La
Educación Sentimental. Es ese espacio en blanco que se impone en todo su potencial
ambiguo en una parte crucial del texto, cuando Frederic es testigo del asesinato de
Dussardier, perpetrado por su viejo amigo Senecal:

… se cayó al suelo, sus brazos se desparramaron.

Un llanto de terror vino desde el público; con una mirada el policía hizo que el público le
abriera camino; y Frederic, su boca completamente abierta, reconoció a Senecal.

Él viajó. Llegó a estar al tanto de la melancolía de los botes, fríos despertares bajo las
carpas, el asombro de paisajes y ruinas, la amargura de los gustos interrumpidos
(Flaubert, 2002).

Un brillante análisis de Carlo Ginzburg (2000) nos conduce por las huellas del espacio en
blanco. Exhibiendo toda la maestría de un gran historiador, Ginzburg demuestra que ese
estilo roto que descompuso la realidad en una secuencia de discretas escenas “trajeron a
la luz las implicancias de las nuevas tecnologías con respecto a la percepción de la
realidad”: del diorama, del tren, de la fotografía.

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“Selfhood, Identity and Personality Styles” (Giampiero Arciero, 2009)

El impacto de la tecnología sobre la velocidad de la experiencia perceptual genera nuevas


formas de visión que son reflejadas en la narración. Observar el mundo desde un rápido
medio de locomoción, como por ejemplo, a través de la ventana de un vagón de tren,
rompe la realidad en figuras discretas, en fotografías que tienen que ser nuevamente
montadas en su secuencia original. No es coincidencia que una crítica de esa época que no
supo comprender la enorme importancia innovadora del trabajo escribiera: “El libro está
muy mal escrito. Vemos personajes y escenas que pasan delante de nuestros ojos, pero de
un modo casual. Da la impresión de que fueran presentadas con una serie de figuras o con
un set de fotografías” (Scherer, citado en Ginzburg, 2000).

Flaubert es el primero en darse cuenta de lo que está sucediendo en una escala más
amplia unas pocas décadas después, cuando, con la tecnología penetrando el mundo de la
transmisión de información (telégrafo y teléfono, y más tarde la radio) y de la
reproducción de la experiencia (el cine), la velocidad silenciosamente se insinúa en la vida
diaria, creando tensiones que antes eran desconocidas y elicitando nuevos tipos de
emociones.

Por ejemplo, el uso del teléfono obliga al usuario a desarrollar una nueva capacidad de
focalizar la atención que sin dudas era desconocida para aquellos que estaban
acostumbrados a comunicarse vía cartas. Un historiador de la época notaba que “el uso
del teléfono ha dado origen a un nuevo hábito mental. Nuestra floja actitud previa ha
sufrido un cambio… la vida se ha vuelto más intensa, vigilante y vivaz. El cerebro ha sido
relevado de su ansiedad de esperar una respuesta… recibe esa respuesta
instantáneamente, y así está libre para considerar otros asuntos” (Kern, 1983).

Además, las consecuencias del cine que lo fuerzan a sí mismo a una conciencia colectiva,
se pueden inferir de las reacciones de los primeros inexpertos espectadores. Kern reporta
que al ver un tren entrando a la estación en la pantalla, algunos en la audiencia querían
hundirse bajo sus asientos para evitar ser atropellados por la locomotora. Otros se
quejaron de que crear la continuidad de la historia montando sucesivas escenas hacían la
historia incomprensible. En otras palabras , esas personas eran incapaces de integrar las
secuencias en una narrativa unificada. Mientras el cine reprodujo una realidad dada de
acuerdo a cierto criterio de relevancia, impuso un nuevo modo de experiencia.

El numero de radio escuchas y espectadores es un comentario suficiente de cuanta


transmisión de tecnología y reproducción de experiencia – sólo unas pocas décadas
después de su introducción – saturó la vida diaria en Estados Unidos. En 1930, 46% de los
estadounidenses tenían una radio, mientras que en 1940 el número había alcanzado el
80%. En 1929, 95 millones de estadounidenses iban al cine una vez a la semana, mientras
que durante 1940 – antes de la aparición de la televisión – “ir al cine tanto más parte del
estilo de vida norteamericano como lo es hoy ver televisión” (Singer y Singer, 2001).

103
“Selfhood, Identity and Personality Styles” (Giampiero Arciero, 2009)

La llegada de la televisión cambió este escenario. La década del 50 representa la era


dorada de la televisión y de la tecnología de la información. Millones de personas
cambiaron la velocidad y la calidad de sus estados internos como resultado de la
influencia de la televisión.

4.7 Sintonización tecnológica

Tratar de estar en la misma longitud de onda como fuente externa, como un medio por el
cual crear y mantener la propia identidad, constituye el rasgo distintivo del nuevo “modo
de conformidad”. La sensibilidad requerida para capturar la señales que vienen de los
otros se vuelve entonces el rasgo fundamental que caracteriza la experiencia compartida
de los individuos que pertenecen a ciertas clases sociales (principalmente la clase media
alta). David Reisman (1961), quien analizó esta nueva forma de “carácter social” a
comienzos de 1950, etiqueta como “otro-dirigido” a los individuos que viven en esa
sociedad y como “hétero-dirigida” a la sociedad en la que viven.

En la mirada de Reisman, la emergencia de los caracteres otro-dirigido está acompañada


de un “proceso de redistribución de las palabras” capaz de generar formas más socializada
de comportamiento. El fuerte impulso hacia esta modificación deriva del impacto de la
tecnología de la información sobre la relación que el hombre contemporáneo tiene
consigo mismo, con los otros y con el mundo. Lo que cambia es que tal relación, que en el
tipo que Reisman etiqueta “interno-dirigido” estaba estructurada a través de la rígida
adherencia a los modelos conformes a la tradición, ahora está mediada por “flujos de
discursos e imágenes” transmitidas por los medios masivos. Para el hombre interno-
dirigido, una gran parte del mundo social coincidía con la comunidad local a la que
pertenecía, cuya estructura estaba hecha de relaciones sociales basadas en el
conocimiento recíproco y cuyos limites estaban claramente definidos. Como escribe
Baunmann (2003), “al interior de esta red de relaciones familiares que iban de la cuna a la
tumba, el lugar que cada persona ocupaba era tan obvio que no necesitaba evaluación,
incluso menos, no necesitaba ser negociada”.

En las sociedades dirigidas por la tradición, la construcción y mantención de la identidad


personal apunta esencialmente a mantener la estabilidad, y esto refleja el hecho de que
las relaciones con los otros son sólidas, definidas y estructuradas de acuerdo con las reglas
sociales establecidas por la sociedad. De hecho, es raro para un individuo, incluso si
estuviera “mal ajustado”, ser expulsado de la sociedad (entendido como Gemeinschaft).

Además, en un contexto habitual que permanecía constante para la mayoría de la


población en el transcurso de la vida, ellos podían contar con un conjunto consolidado de
reglas y modelos, y con emociones conectadas a esas reglas y modelos, con el objeto de
garantizar la constancia de su identidad personal y, al mismo tiempo, la estabilidad de sus
interrelaciones. Cuando el control del grupo primario responsable de la socialización deja
de existir, el individuo “bien ajustado” se orienta a sí mismo en el mundo social
enfocándose e los aspectos sedimentados de su interioridad (aspectos cognitivos y

104
“Selfhood, Identity and Personality Styles” (Giampiero Arciero, 2009)

emocionales), por medio del mecanismo que Reisman llama el “giroscopio psicológico”.
“Una vez que los padres y otras autoridades la han puesto en movimiento, esta
herramienta mantiene a la persona interno-dirigida ‘en curso’, aún cuando la tradición ya
no regule más sus movimientos” (Reisman, 1961).

Por contraste, el individuo otro-dirigido aprende a mirar el inmenso escenario de realidad


representado por los medios para descubrir directrices sobre los que modelar sus acciones
y emociones, sus imágenes y discursos, a los cuales adaptarse, y por medio de los cuales él
pueda reconocerse (Arciero, 2002). Por un lado, esto corresponde al colapso de los límites
de las comunidades de los individuos y una posterior apertura a las relaciones sociales que
van más allá de esos límites. Por otro lado, con el objeto de sentirse situado, el individuo
busca sintonizarse a señales significativas que vienen de la sociedad global (entendido
como Gesellschaft). Una vez más, la actual relevancia de las palabras de Reisman (1961)
no dejan de asombrarnos: “las metas por las cuales la persona otro-dirigida se esfuerza
cambian con esa dirección: es sólo el proceso de esforzarse a sí mismo y el proceso de
poner mucha atención a las señales de los demás lo que queda inalterado a lo largo de la
vida”.

Esta excepcional “inclinación hacia las personas” se convierte en el recurso primario del
individuo, y en muchos casos es el recurso fundamental, por medio del cual construye su
identidad personal. Así, en las sociedades otro-dirigidas, la construcción y mantención de
la identidad, que ya no puede contar con lugares de pertenencia y con las relaciones
construidas históricamente en esos lugares, pone un nuevo problema: ¿cuánto puede un
individuo mantener un sentido de estabilidad personal cuando la sensibilidad hacia los
otros y la necesidad de definición y confirmación de la propia identidad requiere, por el
contrario, una extraordinaria capacidad para el cambio y la variabilidad?

4.8 Compromiso afectivo mediado

El aspecto más interesante de la discusión anterior es que este modo de organizar la


identidad tiene como su contraparte a la emergencia de una vasto rango de “nuevas”
emociones (“nuevas” en el sentido de emociones que han sido transformadas
socialmente), a través de las cuales los otros llegan a ser parte de la propia experiencia
emocional. Pensemos, por ejemplo, en cómo, por medio del compromiso con los otros,
“emociones con conciencia social” pueden existir, incluyendo: la ambivalencia, la
ambigüedad, la indefinición, la vaguedad, complicidad, sometimiento, la complacencia.
Estas emociones tienen un alto porcentaje de conciencia social en la medida en que son
generadas en sintonía con las circunstancias, y deben ser relativamente superficiales, ya
que debe ser posible redistribuirlas (manipuladas o actuadas) de una manera
relativamente flexible y deben ser capaces de cambiar rápido. Están además menos
involucradas porque han sido “limpiadas” de su visceralidad, pero también son más
articuladas e individualizadas. De manera análoga al experimento realizado por Schachter
y Singer (1962), más allá de corresponder a una cualidad particular de la percepción

105
“Selfhood, Identity and Personality Styles” (Giampiero Arciero, 2009)

corporal, la identidad de una emoción es gatillada por señales sociales.

Un efecto de gran interés creado por la “mediación” del sentimiento es la división entre la
esfera de la emoción y la de la acción. En la primera etapa del pensamiento moderno, esto
es lo que decía Descartes (1650): “Para ello debe observarse que el efecto principal de
todas las pasiones en los hombres es que ellas incitan y disponen sus almas a la voluntad
de las cosas para las cuales ellos preparan sus cuerpos de modo que el resentimiento del
miedo lo incita a estar dispuesto a volar; el de la audacia, dispuesto a luchar, y así para el
resto”.

En las sociedades tradicionales, esta definición de la conexión entre emoción y acción


implicaba una especie de compromiso concreto con la coherencia y la autenticidad, o por
lo menos la expectativa de que ciertas emociones serían seguidas de acciones apropiadas
– en la medida que ciertas emociones llevan “naturalidad” a las acciones que fueran
congruentes con esas emociones. Este tipo de expectativa es, sin embargo, malentendida
cuando intentamos comprender el modo de sentir (el carácter social) de las sociedades
otro-dirigidas.

La relación “natural” entre la emoción y la acción se rompe. No sólo es el tipo de emoción


que tiene que ser sentida en relación a un evento dado evaluado estratégicamente .. y
que también plantea problemas de autenticidad – sino que la velocidad del cambio
emocional conectado a las variaciones del contexto disuelve esa relación “natural” entre
emoción y acción. En otras palabras, ya no se puede esperar que la percepción de cierta
emoción sea seguida de un acto comportamental consistente con esa emoción, primero
porque podría constituir una emoción que sólo está momentáneamente sintonizada con
la situación. De este modo, la confiabilidad se convierte en uno de los puntos sensibles de
la conciencia contemporánea.

Además, la respuesta emocional y la acción comportamental que podría seguir son


evaluadas en el dominio de la propia imaginación desde el punto de vista de una posible
consideración de los otros, aún cuando uno esté físicamente solo. La necesidad de
aprobación lleva a que la emoción pierda su inmediatez, en la medida que debe ser
ensayada antes de ser expresada. En muchas circunstancias, la experiencia emocional se
transforma en una percepción del Self que es vivida de manera vicaria.

Así, inevitablemente, las sensaciones emocionales, como la expresión de una emoción,


están acompañadas de un sentido penetrante de inautenticidad que refleja una
incertidumbre dual: por un lado, respecto del hecho de que el estado emocional sea
realmente percibido o sólo actuado, y por otro lado, en relación a la pertenencia
(Eigenschaft) de ese estado o si es generado por otro. La otra cara de la moneda es el
problema de la sinceridad, y que tiene que ver con que la propia relación no es sólo con
uno mismo sino que también con los demás.

Las notas que siguen, tomadas del diario de nuestro cliente, resumen claramente algunos

106
“Selfhood, Identity and Personality Styles” (Giampiero Arciero, 2009)

de los aspectos que caracterizan la modalidad Outward de sentirse emocionalmente


situado que los construccionistas han ayudado a desnudar.

La sistemática conformidad de cómo me siento con una realidad que cambia


constantemente, me impide dar una interpretación estable de las sensaciones corporales y
de las emociones que siento, al menos en aquellos contextos que no tienen una imagen
muy enraizada de mi que puedan actuar como un ancla y contenedor para mis sensaciones
y mis emociones.

La consecuencia es que mis sensaciones y emociones tienen un sentido de absoluta no


permanencia en aquellos contextos (es decir, su significado es inestable en el tiempo). En
otras palabras, es prácticamente imposible para mi recordar, cualitativa y
cuantitativamente, lo que realmente sentí al vivir una experiencia que tuvo lugar sólo unas
pocas horas antes (o incluso unos pocos minutos, si el contexto ha cambiado entremedio).

Ya que, en mi caso, la calidad y la relevancia de una experiencia depende de mi nivel de


involucramiento emocional y de la intensidad de las emociones que siento, la experiencia,
incluso la más reciente, parece desvanecerse. Mi incapacidad para memorizar sensaciones
y emociones produce una profunda re-elaboración de esas mismas sensaciones y
emociones, un proceso que inevitablemente lleva a que sean planas. En otras palabras, su
“agarre” es removido y cada evento es recordado como más o menos ordinario o rutinario.

Tengo la impresión de nunca haber vivido la vida plenamente, o de nunca haber realmente
disfrutado yo mismo, o de nunca haber sufrido al punto de ser incapaz de soportar más, al
menos comparado con los modelos que me provee el mundo exterior.

Mis experiencias son entonces sistemáticamente devaluadas, desprovistas de su cuerpo y


relevancia, con el significado consecuente que tiendo a preguntarles a quienes comparten
la misma experiencia conmigo, no cuán intensa fue esa experiencia para ellos, sino cuán
intensa fue para mi.

De hecho, la memoria que no tiene de las experiencias que producen un fuerte


involucramiento no depende de las sensaciones y emociones en sí mismas, sino de las
evaluaciones hechas por ellas a la vez: uno recuerda que en esa situación en particular una
cierta sensación (o un conjunto de sensaciones), o una cierta actitud emocional, haya sido
mas o menos placentera e intensa. Pero ¿cuánto podemos confiar en los recuerdos de
juicios con respecto a sensaciones y emociones emitidos cuando los eventos ocurrieron y
que recordamos sólo vagamente?

Es interesante notar que con la finalidad de transformar esa modalidad “no permanente”
de sentir en una experiencia estable, nuestro cliente encuentra que es necesario buscar
una imagen en la cual enmarcarse y fijarse. Es el modelo de perfección (mediado
culturalmente) que, mientras asegura la permanencia del Self, también permite que las
relaciones interpersonales sean manipuladas “estratégicamente”. Dicho de otra manera,

107
“Selfhood, Identity and Personality Styles” (Giampiero Arciero, 2009)

el sujeto evalúa la situación a la luz de cierta imagen (de perfección) – que podría ser
considerada una especie de “modelo inevitable” – la cual determina tanto la experiencia
emocional personan como la habilidad para gestionar la interacción social.

Otra vez en sus palabras:

… Todos esto ejerce una pesada influencia sobre la formación del sentido que tengo de mi
mismo y que es particularmente evidente – ya que tengo una pronunciada tendencia al
perfeccionismo – en aquellos contextos donde una imagen consolidada de mi mismo que
yo he juzgado positivamente se pierde.

En realidad, en estos casos, por una parte, la comparación entre esas expectativas
caracterizadas por el perfeccionismo y la realidad que se vive cada vez puede producir
fácilmente una condición emocional cuyos mayores componentes son un sentido de
inadecuación y la incapacidad personal, y hacer que la experiencia que uno acaba de tener
parezca decepcionante mientras que, por otra parte, la tendencia a subestimar el valor de
las experiencias sufridas en el curso de la propia vida hace muy difícil mediar
correctamente entre la importancia de la última experiencia emocional relevante que uno
ha tenido, y el significado de los eventos anteriores que actúan como un marco
interpretativo y referencial.

En la práctica, si uno se siente decepcionado y anulado por lo que él recién ha hecho,


sentido y experimentado en una situación dada, él es incapaz de referir – o sólo se puede
referir en parte – a las experiencias previas que son mucho más satisfactoria y que además
refuerzan la propia identidad. Entonces, cuando hay disponible una imagen sólida, positiva
del Self, uno se tiende a sentir, generalmente y no siempre en un momento dado,
inadecuado o inaceptable debido a la última experiencia que ha tenido, perdiendo de vista
completamente los éxitos del pasado. Eso complica las relaciones de uno con los demás sin
final.

La posición construccionista entonces presupone un ser humano que ya no necesita trazar


la fuente de sus sentimientos en la esfera privada con el objeto de entender en qué
situación afectiva se encuentra él. Su vida interior está construida “a plena luz del día” – y
no in interiore homine, gracias a su coherencia con el contexto constantemente
cambiante, su emocionalidad se vuelve socialmente construida. Esto cambia el énfasis
desde los estados psicológicos del organismo a las prácticas sociales, trayendo a la luz el
hecho de que algunas emociones sólo pueden emerger ciertos contextos relacionales,
sociales y/o culturales. La contribución más importante entregada por los
construccionistas sociales para el entendimiento de los problemas puestos por la
identidad contemporánea de Occidente, sin embargo, deja el fuerte énfasis en la
velocidad del cambio del situarse emocionalmente, en sintonía con la aceleración de las
fuentes de referencia externas a través de las cuales toma forma. El factor velocidad da
origen a una serie de nuevos fenómenos, con los que trataremos en este libro sólo en
parte.

108
“Selfhood, Identity and Personality Styles” (Giampiero Arciero, 2009)

Parte 5 : Estilo de Personalidad con tendencia a los Desórdenes


Alimenticios

En el capítulo 4, consideramos como, desde la mitad del siglo XIX, la mediación de la


tecnología no sólo ha afectado la experiencia de la percepción al acelerar el cambio de
contextos específicos (tecnologías de la rapidez), sino que también han introducido
progresivamente nuevas fuentes de significado, nuevos puntos de referencia que proveen
el anclaje necesario para crear y mantener la propia identidad (tecnologías de transmisión
de información y reproducción de experiencias). El impacto del desarrollo tecnológico en
los seres humanos ha llevado a un nuevo “modo de conformidad”, donde la percepción
del Self emerge simultáneamente y en sintonía con la percepción de una fuente de
significado. Este nuevo estilo, que denominamos con tendencia a los desórdenes
Alimenticios (EDP), vino de la mano de la expansión del desarrollo tecnológico y se hizo
visible, incluso en el mundo de las belles lettres (la Academia de las Inscripciones y
Lenguas Antiguas), a mitad del siglo XIX. Fue Flaubert (2003) quien definió con mayor
claridad sus rasgos a través de la figura de Emma Bovary – una esposa insatisfecha con su
marido, un médico rural, y siempre en búsqueda de una identidad que pudiera calzar con
la vida ostentosa de sus sueños – y el protagonista de su trabajo póstumo Bouvard et
Pécuchet (Flaubert, 1954) – quien cambia su identidad de un modo picaresco para encajar
con sus intereses (con cada nuevo interés se muestra entusiasta inicialmente y luego es
reemplazado al primer signo de decepción).

La misma tensión que resaltan los personajes de Flaubert puede encontrarse, tiempo
después, en la literatura del norte de Europa. Todos los portagonistas – Nora en A Doll’s
House de Ibsen (Ibsen, 1919), Niels Lyhne en la novela del mismo nombre de Jacobsen
(2008), Julia y Laptev en Three Years de Chekhov (2004), Mr. M en A Character de Rilke
(2003) – dan señales de un malestar por la laceración de su propia identidad. Si todas la
experiencias toman forma a través de la alteridad, y si el otro es la fuente (de su modo de
ser) a través de la cual se alcanza uno mismo, el dilema de fondo es si uno se siente autor
de su propia historia y/o de los episodios de su vida, o si, por contraste, se percibe a sí
mismo con el actor en una obra que otros han escrito. Rilke, con toda la ironía de un poeta
que cuenta una historia, toca este dilema en una corta novela escrita en los años 1895-
1896, A Character. La novela de Rilke empieza con el funeral de su protagonista en un día
lluvioso. Dos hombres en la procesión fúnebre repasan silenciosamente la vida del muerto
y remarcan que él era “un hombre de carácter”. Este momento en la narrativa le da el
título a toda la novela: el libro de Rilke bosqueja la vida de M., un hombre de carácter.

M nació en una familia de bien, hijo de un vendedor y de una virtuosa mujer. Una vez
pasada la niñez, tan pronto como “sus manos habían dejado de arrastrarse en el
pavimento, prefiriendo habitar en la boca y en la nariz”, M creció rodeado de árboles de
navidad y encuentros públicos. Un par de veces a la semana se sumaría a las veladas de
sus padres, donde sus amigos lo admirarían, lo acariciarían y lo halagarían; muchos en
ocasiones pronunciarían una solemne profecía: que M pronto sería un brillante pupilo en

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“Selfhood, Identity and Personality Styles” (Giampiero Arciero, 2009)

la escuela. De hecho ese fue el caso: M que a menudo había escuchado palabras
clarividentes sobre eso, siempre se reunió con gente que tenía expectativas de él como
estudiante, desde la primaria hasta la universidad. Cuando M se sumó más tarde a la
compañía de su padre, los rumores sobre que él se haría cargo de todo el negocio se
habían esparcido, mientras su padre envejeciera. No mucho después, cuando su padre
murió, eso fue justamente lo que ocurrió.

Pronto, los dichos llegaron a los oídos del M – gracias a sus amigos – de que la nueva
cabeza de la compañía tenía grandes planes en mente. Sorprendido por las habilidades
que la gente pensaba que él tenía, M comenzó a implementar los proyectos que él creía
tenía en mente, cosechando alguna ganancia sustancial. Los años pasaron y entonces M
descubrió que, de acuerdo a un nuevo rumor, él estaba comprometido con una joven. Casi
involuntariamente, M puso su atención sobre ella, casándose con ella a las pocas
semanas.

Cuando los adinerados ciudadanos del pueblo de M estaban buscando fondos para
construir un teatro, la palabra pronto se esparció – como una tormenta en primavera,
escribe Rilke – acerca de que M había decidido ayudar. Un emisario enviado por el alcalde
vino a ver a M para agradecerle por su generosidad. Desconcertado, M adivinó la razón de
la visita, y por un momento consideró no pagar la alta suma que se requería para construir
el teatro. Sin embargo, pronto cambió de idea, dándose cuenta de que tal rechazo iría en
detraimiento de su reputación y de su negocio.

La ciudad, mientras tanto, esperaba con ansias noticias de un evento de felicidad. Miradas
furtivas fueron puestas de manera inquisidora sobre la joven esposa de M por si había
algún signo de embarazo. M hizo lo mejor para cumplir las expectativas de la gente. Esta
vez, sin embargo, la fortuna lo traicionó: no venía un niño en camino. La gente hizo
sugerencias de que necesitaba una cura termal. M siguió a la opinión pública, nos cuenta
Rilke, y regresó del lugar con una esposa embarazada.

La fama de M se extendió y se divulgó el rumor de un premio público que él estaba a


punto de recibir. El premio le fue asignado realmente a él: un discurso en público fue
hecho y M recibió la medalla de honor, junto con muchos cumplidos.

El invierno siguiente, mientras estaba en viaje de negocios, M cogió un resfriado que más
tarde empeoró y que se convirtió en una infección al pulmón. La salud de M empeoraba
día a día. Una mañana, mientras estaba postrado en su cama por la enfermedad, una
conversación lo despertó. Confundido, le preguntó a su antiguo empleado y a la hermana
de caridad, que hacía de enfermera, qué estaba pasando. El empleado le informó que la
gente andaba diciendo que ya se había muerto.

M miró fijamente al hombre viejo desconcertado, concluye un lacónico Rilke. Desde sus
primeros pasos hasta su muerte, el protagonista de la novela de Rilke, M, construye su
propia experiencia e identidad a través de las expectativas de los demás. El tema crucial

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“Selfhood, Identity and Personality Styles” (Giampiero Arciero, 2009)

aquí es que el siendo uno mismo (ipseidad) se caracteriza por una especie de auto-
percepción que sólo puede ser generada a través del enfoque simultáneo centrado en la
alteridad. Este enfoque toma varias formas: la alteridad puede ser percibida como una
fuente de expectativas que uno necesita cumplir, pero también como un polo de
oposición o a una fuente de emulación. También puede representar una forma mezclada.
En todos los casos, la alteridad sigue siendo el principal sistema de coordenadas
permitiéndole a la persona sentirse situada: aquí radica el problema de la autoridad de la
experiencia, porque el sentido del Self se con-funde con el de los otros.

El hecho de que el sentido del Self sea aquí percibido focalizándose en la alteridad implica
que el otro representa un punto de referencia central, desde la cual una persona debe
diferenciarse a sí misma y al mismo tiempo emplearla con el fin de concebir su experiencia
emocional. Aunque esta con-fusión también se manifiesta en formas de comportamiento
oposicionistas, emerge con más evidencia en el fenómeno de la imitación: en estos casos,
la conformidad hacia la alteridad llega a ser indistinguible del modo en el cual uno se
percibe a uno mismo. Así que mientras la conformidad hacia el otro es un modo de co-
percibirse a uno mismo, el otro también representa eso de lo cual una persona debes
distinguirse. La propia relación con el otro se vuelve entonces crucial para el
establecimiento de la dialéctica entre auto-determinación y la simultánea demarcación
del otro que hace uno mismo, la modulación de la cual se renegocia en cada circunstancia
significativa: en cada momento, lo que altera la balanza entre la autoridad de la propia
experiencia y su determinación en las manos de los demás. Este proceso es
particularmente evidente en el caso de Nora, la protagonista femenina de A Doll’s House
de Ibsen (Ibsen, 1919).

Desde que se casó con Torval, Nora ha estado viviendo como una esposa-muñeca,
buscando cumplir las expectativas de su marido. No obstante, Nora tiene un secreto que
le ha estado escondiendo por mucho a Torvald: con el fin de pagar la estadía en Italia que
él necesitó para recuperarse de una enfermedad casi fatal, Nora se endeudó. Por ocho
años Nora ha estado ahorrando en silencio en cada uno de sus gastos personales y ha
estado trabajando ocasionalmente para pagar la deuda. Al mismo tiempo, sin develar
nunca nada, actúa como una niña mimada con Torvald.

Cuando el marido de Nora recibe una promoción y su situación financiera parece mejorar,
tanto así que ella puede finalmente terminar con la deuda, Krogstard entra en escena.
Este es el hombre que le prestó el dinero a Nora; ahora amenaza con contarle a Torvald
no sólo de la deuda, sino también de una ilegalidad que Nora cometió para obtener el
dinero. Krogstad, quien ha sido amigo de Torvald en su juventud pero que ahora no le
tiene mucha estima, le dice a Nora que se quedará callado si ella convence a su marido de
mantenerlo como uno de sus trabajadores en vez de despedirlo cuando la promoción
entre en vigor. Nora se siente perdida. Ideas de muerte cruzan su cabeza, pero también
intenta seducir a su esposo para convencerlo de ayudar a Krogstad. Torvald no obstante le
escribe una carta de despido. Esto pavimenta el camino para el gran final, que involucra
dos cartas. En la primera, lo que señala un giro dramático en la historia, Krogstad

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“Selfhood, Identity and Personality Styles” (Giampiero Arciero, 2009)

chantajea a Torvald con el delito de su esposa. Después de descubrir el gran secreto de


Nora, un desesperado Torvald, sintiéndose indefenso ante el poder de Krogstard, ataca a
su esposa: Nora es insultada y confrontada con una imagen del futuro en la cual ella es
despojada de su rol de madre y esposa.

En este punto, una criada trae la segunda carta. Torvald la lee con una sensación de
terror; pero luego de un momento de incredulidad, se pone a llorar de alegría: Krogstad,
arrepintiéndose de sus actos, devuelve el recibo que había usado para chantajearlo.
Torvald quema la evidencia de la ilegalidad de su esposa, y se vuelve a Nora con palabras
de perdón y comprensión.

No obstante, algo ha cambiado. La persona que en las páginas finales de la obra le dice a
Torvald que el incidente ha traído un final para su amor no es la misma Nora de antes. Ella
ya no es más el animado y bullicioso pájaro que en los primeros dos actos se veía
revolotear alrededor de su esposo como un caprichoso animal de casa: Nora ahora es
descrita como una mujer resoluta que está lista para dejar a su familia y expresar todo el
horror que siente por haber gastado ocho años de su vida en compañía de un extraño que
le dio sus tres hijos:

Mientras estaba en la casa con papá, él solía contarme todas sus opiniones, y yo me
quedaba con las mismas opiniones. Si tenía otras no las decía, porque él no lo habría
querido así… Pasé de las manos de mi padre hacia las tuyas. Tú organizaste todo de
acuerdo a tus gustos; y yo tuve tus mismos gustos; o pretendí quizás las dos – no lo sé – tal
vez; a veces una, a veces la otra. Cuando vuelvo a pensar en esto, parezco haber estado
viviendo aquí como una mendigo, de la mano a la boca. Viví haciendo trucos para ti,
Torvald. Pero tú querías que fuera así. Tú y papá me hicieron un gran mal. Es tu culpa que
mi vida haya llegado a nada (Ibsen, 1919).

Es este modo de vida que Nora ya no puede aceptar más: ya no puede seguir siendo la
mujer-muñeca de Torvald, así como había sido la hija-muñeca de su padre. Nora desea
estar sola.

El punto de quiebre crucial que lleva a tal repentino y radical cambio al final de la obra es
el hecho de que Nora se da cuenta de que Torvald percibe el descubrimiento del peligro
amenazándola, no como un momento difícil en la vida de ella, sino como un peligro para
él mismo. Nora, en otras palabras, se da cuenta que el valor es asignado al significado que
ella le atribuye a su propia experiencia sólo cuando está en conformidad a la voluntad,
deseos y expectativas de su esposo. Si falla en corresponder a las determinaciones
establecidas por su marido, ya no le es asignada una identidad. Es esta conciencia que
dirige a Nora a adoptar una vida diferente y la que le permite percibir a Torvald como un
extraño. Nora le dice a su marido, quien le está rogando que se quede: “Debo estar
completamente sola si voy a conocerme a mí misma y mis alrededores… Debo pensar las
cosas por mi misma, y tratar de aclararlas” (Ibsen, 1919).

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“Selfhood, Identity and Personality Styles” (Giampiero Arciero, 2009)

5.1 Co-percibir al Self y al Otro

Como un proceso, la dialéctica entre la demarcación y la contemporánea determinación


del Self mediante el otro se encuentra sólo una expresión momentánea, por cualquier
evento puede alterarse el balance provocado por la percepción de uno mismo como el
autor de las propias experiencias. Las variadas formas que este estilo de personalidad
puede tomar, todas se mueven alrededor de esta dialéctica.

La oscilación hacia un “exceso” de demarcación, lo que corresponde a un fuerte sentido


de ser la raíz de las propias elecciones son la simultánea co-percepción de una alteridad
que las define, es acompañado por una percepción de la re-evaluación de la autoridad de
la experiencia. Mientras más sienta una persona que ha actuado con independencia de los
demás, menos segura se sentirá consigo misma. La percepción de la propia autonomía
está asociada aquí con un sentimiento de inadecuación, irrelevancia, depreciación y falta
de autenticidad. Tomar aunque sea una simple decisión, como comprar un par de zapatos,
sin tomar al otro como punto de referencia, puede así ir acompañado de un sentido de
inseguridad respecto de la propia competencia, los gustos o las necesidades.
Paradójicamente, el sentimiento de ser el autor de las propias acciones, emociones y
pensamientos aquí está acompañado por un sentimiento de deficiencia, en la forma de
incapacidad, inadecuación, inseguridad o no sinceridad.

El otro queda presente dentro del horizonte experiencia de un modo negativo, como la
falta de validación de la propia experiencia; entonces, no permite la completa propiedad
(Eigenschaft) de la experiencia. Es como si la experiencia persona, desprovista de la
simultánea referencia hacia el otro, fuera deficiente en valor y calidad. Esto engendra un
sentido de Self que es más cambiante y vago, y que va acompañado por un mayor miedo
de auto-afirmación. Un ejemplo bastante común de esto en la práctica psicoterapéutica es
el sentido de inseguridad que sienten los jóvenes adolescentes, particularmente en la
ausencia de importantes figuras que ellos necesitan, pero que encuentran difícil o
imposible contactarse con ellas.

Uno de los modos en los que este sentimiento de deficiencia personal puede ser
contenido es a través del cuerpo, el que se transforma en el miedo para definir el propio
encuentro con el otro. El cuerpo es aquí empleado como una imagen sintonizada con otro,
imágenes de moda. Un ejemplo de esto es la adolescente hiper-seductora que usa su
cuerpo como una herramienta en su búsqueda de independencia y de formas de
aprobación alternativas a las de su familia.

Nos vemos enfrentados a una paradoja más desafiante cuando la alteridad es


completamente removida del propio horizonte referencial, como en el caso de la soledad.
El estado emocional en el cual la propia existencia es percibida como la falta de otro – que

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“Selfhood, Identity and Personality Styles” (Giampiero Arciero, 2009)

se requiere para definirse y demarcarse a uno mismo – es descrito como un sentimiento


de vacío, desconcierto, pérdida de significado, y a menudo es percibido como una
aflicción: un vacío en búsqueda de alteridad a cualquier costo.

Tal paradoja ya era evidente en el caso de Roberto, la coherencia interna de cuya


experiencia ahora podemos rastrear a una tipología determinada. A la luz de la dialéctica
entre la determinación del Self y su definición por medio del otro, es posible entender el
uso “existencial” de la tecnología para Roberto, su sentido de distancia cuando establece
más contacto íntimo con Sara, la con-fusión de las vidas de los dos al final de la relación, lo
que causa que Roberto sienta que desaparece.

Entretejida con la historia de Roberto está la de Sara. Sara tomó posesión de la vida de
Roberto ocultándose dentro de ella; impulsada por el aburrimiento, o tal vez después de
haber sido completamente aceptada, ella sintió la necesidad de ajustarse a nuevas
fuentes de significado. Con Sara buscando finalizar su coexistencia con Roberto, somos
testigos de la superposición entre el final de una relación y el comienzo de una nueva.

El mismo tema de la determinación y definición recíproca se articula, siguiendo una


trayectoria diferente, en Three Years, la novela de Chekhov (2004) acerca de la
transformación recíproca de Julia y Laptev. La novela comienza con Laptev rebosante de
amor a la luz de la luna, mientras Julia decide casarse con él para dejar la provincia;
termina con Julia, de brazos cruzados, diciéndole a Laptev, “Te amo, ¿lo sabes?”, mientras
él se siente “como si los dos hubieran ya estado casado por diez años – y también como
desayunando”. A través del desarrollo de su amor, Chekhov traza una línea divisoria que
se mantiene invariante durante la novela, a pesar del modo en que las posiciones
adoptadas inicialmente por los dos protagonistas más tarde se darán la vuelta (Arciero,
2002). Esta línea les permite a Julia y a Laptev distinguirse mutuamente y para que cada
uno sea definido a través del otro. La estabilidad de estos márgenes logra algún tipo de
intimidad entre los dos caracteres posibles, incluso en los momentos más difíciles,
mientras que la intimidad entre Roberto y Sara termina después de un tiempo corto.

Una manera de fortalecer la dialéctica entre demarcación (centrado en uno mismo) y la


contemporánea definición del Self por medio de la alteridad (centrado en los demás) es
validar la propia experiencia en referencia a una imagen ideal. Esto a menudo puede
derivarse de los medios de comunicación, o puede reflejar un modelo de excelencia en el
campo de profesiones liberales, o carreras artísticas o deportivas. Tales modelos,
usualmente cercanos a la perfección, representan una fuente compartida con la que una
persona puede con-formarse, para proveer un criterio estable de auto-evaluación. La
autonomía percibida está aquí acompañada por un sentido de insatisfacción recalcado por
esporádicos momentos de realización, en lugar de los mismos sentimientos de
inseguridad que caracterizan la percepción de la propia autoridad en la ausencia de
validación en las manos de otro. Es como si el valor total de la experiencia se hubiera
disminuido al tener conciencia del hecho de que la experiencia misma podría ser
perfeccionada. La distancia entre la perfección del modelo y la perfectibilidad de la propia

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“Selfhood, Identity and Personality Styles” (Giampiero Arciero, 2009)

experiencia también asegura un grado de diferencia entre los dos, fomentando así
competitividad tanto al interior de uno mismo y con los demás. Este constante
sentimiento de estar preparado para cumplir un desafío y ponerse uno mismo a prueba,
este constante deseo por comprometerse, le da significado a uno como auto-centrado,
mientras que también hace la definición contemporánea de la experiencia posible a la
mano a través de una comparación con el modelo. Esta es una tensión para aquellos que
son los mejores de su clase.

La conformidad a un modelo (o modelos) puede tomar varias formas, de acuerdo al grado


de estabilidad, y alcanzar niveles de extrema variabilidad en la co-percepción de uno
mismo. Esta percepción episódica y picaresque del Self se origina de una habilidad para
ajustarse a la imagen requerida en cada contexto, y, de acuerdo a Rossen (2001), es la
causa principal de la personalidad camaleónica. “Con el objeto de adaptarse exitosamente
al juego de la vida”, escribe Rossen (2001), “los camaleones deben ser capaces de
entender intuitivamente lo que los otros piensan y por qué se comportan de esa manera.
Deben reconocer los valores de los otros jugadores y ajustarse a ellos, o al menos
esconder su desacuerdo”.

Es interesante notar aquí que en un estudio de las diferencias entre la gente con alta y
baja empatía emocional, los sujetos con alta empatía demostraron tener un mayor grado
de comportamiento de imitación que los sujetos con baja empatía (Sonnby-Borgström,
2002). Similares conclusiones se pueden encontrar en el estudio de Van Baaren et al.
(2003), el que demuestra cómo la auto-percepción con grados más altos de
interdependencia está asociada con la imitación que una auto-percepción independiente.

Cuando las variaciones en la dialéctica entre la definición del Self y su demarcación


contemporánea son causadas por un “exceso” de alteridad, esto puede ser para
corresponder a un “adelgazamiento” del sentido de auto-determinación, hasta el punto
que la persona puede sentir que efectivamente está siendo llevado por el otro. El
sentimiento que un individuo tiene de ser el protagonista de episodios más o menos
significativos, es decir, que coincide con su percepción de sí mismo como un actor que
está interpretando el rol que le ha asignado un director en la vida real antes que en la
pantalla. Sin duda, uno puede elegir seguir las órdenes del director e interpretar el rol
asignado. De manera alternativa, el exceso de alteridad percibida puede intersectarse con
una dimensión autónoma que debe necesariamente permanecer secreta. Este es el caso,
por ejemplo, con Nora en los dos primeros actos de la obra de Ibsen: mientras
externamente, conforme al guión escrito por su marido, Nora también está guardando un
secreto personal que informa de manera concreta su experiencia diaria. Una vez que el
secreto es revelado, la muñeca y su casa se disuelven. Es claro que la naturaleza del
secreto aquí es sólo de importancia secundaria: el asunto en juego podría haber sido
igualmente – como en la mayoría de los casos – un amorío.

Con frecuencia, la percepción de uno mismo como el actor, antes que el autor, del
significado, está acompañado de un sentimiento de invasividad del otro y de una

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“Selfhood, Identity and Personality Styles” (Giampiero Arciero, 2009)

anulación más o menos temporal del Self – dependiendo de las circunstancias personales
– lo que corresponde a la disolución contemporánea de la propia demarcación del otro. El
mismo sentido de aniquilación puede ser causado por un juicio negativo de parte de otro
altamente significativo.

Si la percepción de si mismo de una persona como el autor de su propia experiencia es


entonces regulada por la alteridad, la necesidad de enfrentar una forma percibida de
invasividad se incrementará proporcionalmente a su intensidad percibida. Este sentido de
oposición a menudo emerge en el curso de la adolescencia de la persona, cuando se
amplifica la necesidad psicológica de distanciarse de las figuras parentales, lo que es típico
de esta etapa de la vida humana, generando entonces una variedad de fenómenos, que
van desde el conflicto manifiesto a la transgresión, incapacidad para comunicarse e
indiferencia. Estos tipos de conducta pueden continuar para manifestarse en el transcurso
de la vida adulta en la forma de rasgos oposicionistas gatillados por otros significativos,
por ejemplo, en relaciones afectivas marcadas por la competencia y la lucha.

Merece se considerado aquí un estudio realizado por Chartrand, Dalton y Fitzsimons


(2007) acerca de cómo los individuos con un alto grado de reactancia habitual no
consciente, evocada automáticamente al exponerse a otros significativos, son
influenciados en la búsqueda de sus metas. Los autores del estudio sugieren que si los
participantes cumplen o no inconscientemente con los deseos de sus otros significativos
(baja reactancia) o si persiguen o no una meta que se opone directamente a esos deseos
(alta reactancia), depende de si ellos perciben a sus otros significativos como una amenaza
a su propia autonomía. Los individuos con baja reactancia adoptaron una meta subliminal
de sus otros significativos, mientras que los individuos con alta reactancia persiguieron
una meta opuesta.

La dialéctica entre la conformidad hacia la alteridad y la simultánea diferenciación de esa


alteridad toma varias formas asociadas a un rango de emociones, emergiendo todas en el
proceso de relacionarse uno mismo con el otro: otro real o imaginado, a través del cual
uno se define y se demarca. Una característica distintiva de las “emociones no básicas” es
precisamente el hecho de que, junto con el modo de ser del otro, lo que es co-percibido
es la reciprocidad del otro con el propio modo de ser. Estas emociones entonces juegan
un papel fundamental en estructurar el estilo de personalidad que recién hemos estado
discutiendo.

Incapacidad, inadecuación, inseguridad, deficiencia, falta de autenticidad, vacío,


insatisfacción, competitividad, invasividad, tendencia a la oposición, auto-anulación, pero
también culpa, aburrimiento, vergüenza, indiferencia y ansiedad son todos estados
emocionales que bosquejan el significado de la reciprocidad percibida – ya sea deficiente,
nula, ideal o excesiva.

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“Selfhood, Identity and Personality Styles” (Giampiero Arciero, 2009)

Tal vez la emoción más reveladora de todas sea la ambivalencia. Esta efectivamente reúne
la necesidad de aprobación y la de independencia, involucramiento y distancia,
responsabilidad y evitación. Al hacer posible la retirada bajo toda circunstancia, la
ambivalencia le permite a uno borrar la distinción entre realidad y ficción, y así casual y
flexiblemente redefinir vínculos y salidas. Una obligación entonces sólo será aceptada si va
de acuerdo con la transitoriedad o la deserción (si es real o imaginaria). En tales casos, el
compromiso directo sólo será aceptado si no es resolutivo. Aquí también yacen las raíces
del “amor convergente” discutido por Baumann (2003): el tipo de amor que une a dos
personas sólo por el tiempo que ambos estimen conveniente; una vez que el interés se ha
acabado, el vínculo se rompe.

La flexibilidad, que es a menudo alabada, últimamente es un producto de la ambigüedad.


Este es uno de los rasgos definitorios de un estilo de personalidad que en la esfera del
amor busca la intimidad posible para simultáneamente salvaguardar la propia
independencia. Esta dialéctica nos permite no sólo interpretar la dinámica de las
relaciones sentimentales en el transcurso de la vida adulta de una persona, sino que
también explicar un número de fenómenos únicos, que van desde un fallido debut
sentimental, matrimonio blanco (sin relaciones sexuales), perturbaciones de la excitación
sexual, impotencia eréctil y disfunción orgásmica femenina (excesiva demarcación del
otro) hasta “mujeres que aman demasiado” (Norwood, 1985), amor no correspondido
(Baunmeister y Wotman, 1992) y ciertas formas de acecho por parte de ex parejas
(excesiva auto-definición por medio del otro). La dirección que tome una relación
sentimental depende de la modulación de esta dialéctica, en la que el cuerpo a menudo
juega un papel central. El cuerpo es visto aquí como la última fuente de independencia,
pero también de unificación con el otro, como un borde que no puede ser cruzado, pero
también como una herramienta para cumplir con las expectativas de los otros, para imitar
el deseo del otro.

Al discutir el complejo mundo emocional que caracteriza a este estilo de personalidad, he


puesto particular atención a las emociones no básicas conectadas a las condiciones
problemáticas. Por contraste, lo que no ha sido tomado en consideración hasta ahora son
los aspectos “positivos” que emergen gracias a la orientación interpersonal que marca
esta personalidad. La sensibilidad, delicadeza, tolerancia, cuidado, compasión, intensidad
empática, dedicación, consideración, actitud de bienvenida, amabilidad y abnegación son
expresiones igualmente fundamentales de un tipo de personalidad que está centrada en
una necesidad relacional particular, así como una habilidad única para reunir las señales
sociales..

Witkin ha enfatizado como es precisamente gracias a esta marcada atención a la


información recibida desde los otros, y una propensión a compartir los puntos de vista de
los otros, que esos pacientes que él ha denominado “campo-dependientes” – individuos
que presentan un amplio rango de rasgos que pueden ser asimilados a los de personalidad
EDP – se ha comprobado que son más eficientes en situaciones donde existe una
necesidad de confiar en las señales contextuales. Por ejemplo, bajo condiciones ambiguas,

117
“Selfhood, Identity and Personality Styles” (Giampiero Arciero, 2009)

los sujetos campo-dependientes compensaron la falta de información en la cual basar sus


juicios tomando en cuenta la información disponible para ellos de otras personas (Witkin y
Goodenough, 1977). Estos individuos, en otras palabras, no sólo aceptaron fácilmente el
punto de vista de otras personas, sino que también tomaron en cuenta este punto de vista
para establecer el propio. Claramente, esta conducta puede ser vista como facilitadora de
mediación en caso de conflicto, negociaciones y esfuerzos colaborativos. Mayor
confirmación se puede encontrar en esos estudios empíricos que enfatizan la importancia,
en el transcurso de interacciones sociales estratégicas, del adoptar una perspectiva para
develar intereses ocultos y así generar soluciones creativas y ser más eficiente en algunos
asuntos (Galinsky et al., 2008), así como la imitación estratégica para facilitar la
coordinación interpersonal y los resultados de una negociación (Maddux, Mullen y
Galinsky, 2008).

Otra cosa observada por Witkin en relación a las interacciones sociales es el hecho de que
los sujetos campo-dependientes o bien dirigen su mirada o evitan el rostro de la persona
con quien están interactuando, dependiendo de la tarea que están realizando. “Estos
comportamientos oposicionistas entre las personas campo-dependientes – evitando las
caras de los demás cuando participaron en el procesamiento interno de material cognitivo
difícil y mirando sus caras cuando parecían beneficiarse de la información que podían
obtener ahí – ambas reflejan el especial tirón de las caras a su atención” (Witkin y
Goodenough, 1977). De acuerdo con Witkin, la mayor atención a las claves sociales de
estos individuos es debido a su “conducta de observación”. Como hemos visto, este rasgo
es particularmente evidente en las situaciones más oscuras que pueden ser clarificadas
sobre la base de las claves sociales encontradas en el rostro del otro.

De acuerdo a la perspectiva adoptada hasta ahora, las observaciones de Witkin pueden


verse para referir al estilo EDP de personalidad, el cual basa su sentido de permanencia en
un sistema de coordenadas (hacia el exterior) anclado a otro real o imaginado. Una
interesante confirmación de esta sugerencia se deriva de una comparación entre las
observaciones de Witkin y los datos provenientes de nuestros estudios sobre la relación
entre el estilo emocional y el procesamiento de los estímulos amenazantes. Los sujetos
con tendencia a los desórdenes Alimenticios que se sometieron al fMRI durante la
realización de una tarea perceptiva que involucraba la exposición a estímulos de horror
revelaron una mayor participación de las áreas de la corteza visual y asociativa (BA18), de
las áreas asignadas al reconocimiento facial (BA37), de las áreas conectadas con funciones
cognitivas (BA46) y para aquellas relacionadas con la atención (BA7) (Bertolino et al.,
2005). Incluso los datos pertenecientes a la experiencia subjetiva de dolor desagradable
en los individuos EDP revelan que el grupo Outward mostró mayor activación en la corteza
occipital (BA19), el PCC (BA31) y el precúneo (BA7), es decir, en aquellas regiones que
participan en el procesamiento viso-espacial y la dirección de la atención (Mazzola et al., ).

5.2 Desórdenes

118
“Selfhood, Identity and Personality Styles” (Giampiero Arciero, 2009)

El estilo de personalidad con tendencia a los desórdenes Alimenticios (EDP) muestra una
cierta inclinación hacia el desarrollo de desórdenes Alimenticios (o su persistencia
después de una mejoría inicial). Esta definición, no obstante, es apenas rigurosa, porque
los desórdenes alimentario sólo representan una parte del espectro sintomático que es
probable asociar con la personalidad en cuestión. El amplio rango de esta personalidad se
refleja en la variedad de desórdenes que afectan mayormente al cuerpo en sus
dimensiones sociales y privadas. La noción de los desórdenes Alimenticios en este
contexto es más generalmente usada para referirse a una aflicción que afecta al propio
cuerpo en su relación con el otro. La relación de una persona con su cuerpo representa
aquí el medio para regular la dialéctica entre auto-demarcación y la definición
contemporánea del Self por medio del otro. La dialéctica detrás de la construcción de
identidad así también encarna el núcleo distintivo de la psicopatología compartido por
una variedad de desórdenes, que van desde la anorexia nerviosa hasta las conductas
adictivas.

Anorexia nerviosa

Desde la última parte del siglo XIX, cuando se identificó primero a la anorexia como un
problema médico, esta enfermedad fue relacionada a la excesiva preocupación del
paciente por el peso y, por añadidura, a la comida y – sólo más tarde – a la imagen de sí
mismo. Es a mediados de 1920 que se le dio una primera importancia a la relación entre el
propio cuerpo y la imagen que se encuentra en la moda, al promover el modelo de una
mujer que es esbelta, ágil y extraordinariamente atenta hacia su aspecto (Vadereycken y
van Deth, 1990). Este es el tipo de mujer moderna que Coco Chanel tenía en mente.

Una relación se vino a establecer así entre los modelos de los medios de comunicación y la
imagen del propio cuerpo (ver Groesz, Levine y Murnen, 2002). Se puso un nuevo énfasis
en los aspectos perceptivos de la experiencia personal sobre el propio cuerpo: sobre el
cuerpo como imagen. La exposición a los ideales de belleza “irreales” retratados por los
medios es considerado actualmente como uno de los factores más importantes detrás de
los altos niveles de insatisfacción corporal y perturbaciones alimenticias en la sociedad
occidental. Este problema particularmente afecta a las mujeres.

Pero ¿por qué es la mujer la que, justo desde el comienzo, ha sufrido más por el impacto
de los modelos de los medios? ¿Por qué es que, ya en los primeros años del siglo XX, la
imagen promovida por los medios de comunicación se había convertido en el modelo a
partir del cual las mujeres construyeron su propia auto-imagen? Una respuesta indirecta a
estas preguntas se encuentra en un estudio de correlatos sociales de la forma femenina
del síndrome del camaleón (Rosen y Aneshensel, 1976). De acuerdo con este estudio, el
síndrome camaleón, como producto de una socialización de género de mucho tiempo,
apunta a preparar a las mujeres para el matrimonio. Uno de los elementos del
“camaleonismo” es la orientación hacia la apariencia. Esto es quizá donde los modelos de
los medios entran en juego.

119
“Selfhood, Identity and Personality Styles” (Giampiero Arciero, 2009)

Las imágenes promovidas en los medios de comunicación vinieron a ser percibidas por las
mujeres como modelos a adoptar hacia la definición de su propio atractivo físico; este
elemento, en conjunto con otros, fue visto como potencial para incrementar sus opciones
de atraer el interés de los hombres, incluyendo las opciones de encontrar un esposo. La
conducta alimentaria de las mujeres se ve afectada por la percepción de estándares
sociales y culturales y por las expectativas interpersonales, además de los estándares
personales de apariencia (Mori, Chaiken y Pliner, 1987).

La difusión en masa de la televisión en la década del 50 contribuyó aún más a consolidar el


proceso de moldeamiento del cuerpo de acuerdo con la imagen establecida. Esos días
también fueron testigos de la primera “epidemia” a gran escala de los desórdenes
Alimenticios. En la década del 60, continuó la expansión del fenómeno, la alteración de la
imagen corporal personal llegó a ser considerada como la primera causa del desorden
(Bruch, 1962; Selvini Palazzoli, 1963).

Pero ¿realmente este problema yace en la alteración de la propia imagen corporal, o se


puede considerar de otra manera la relación entre cuerpo, comida e imagen?

Previamente tocamos el tema de la relación de la persona con su cuerpo en referencia a


dos escenarios: el uso del cuerpo como un medio para buscar consenso, y el uso del
cuerpo como un modo de delimitar la propia intimidad con el otro. En ambos casos, la
relación de la persona con su cuerpo fue vista como girando en torno a la dialéctica entre
auto-determinación y auto-definición por medio del otro. Dentro del marco de esta
dialéctica hace un poco de sentido considerar la anorexia restrictiva como algo causado
por una alteración de la imagen corporal. Tal interpretación hace igualmente un poco de
sentido desde la perspectiva de aquellos que sufren de anorexia restrictiva. Clara
evidencia de esto deriva de un hecho bastante evidente: que aquellos que sufren de
anorexia soportan “voluntariamente” el hambre. Aquí la experiencia de ser uno mismo
coincide con la experiencia prolongada del hambre. Por lo tanto, es la última experiencia
la que debe tomarse como el punto de partida al examinar la condición de la anorexia.
¿Cuál es el significado de darse hambre?

Un elemento que muchos autores han enfatizado es la necesidad de distanciarse uno


mismo de una familia invasiva y afirmar la propia independencia a través de la oposición
agotadora, o rebelándose contra las demandas de los padres y sus altas expectativas.
Referencias a la lucha familiar ya se pueden encontrar en los dos primeros artículos sobre
el sujeto publicados por Gull y Lasegue (citados en Vandereycken y van Deth, 1990), quien
en la última mitad del siglo XIX habló de la obstinación y tozudez de los pacientes,
mientras recomendaba una terapia que fuera adoptada fuera del ambiente familiar y bajo
la guía de una figura autoritaria. Un mayor énfasis sobre el conflicto emerge de la concreta
lucha diaria entre los miembros familiares, quienes urgen al sujeto anoréxico a retomar su
conducta alimentaria normal, y el sujeto anoréxico mismo, quien percibe su pérdida de
peso como un logro en vez de un problema.

120
“Selfhood, Identity and Personality Styles” (Giampiero Arciero, 2009)

Un análisis de la anorexia en términos de la definición del Self en oposición a la familia, no


tiene en cuenta sin embargo la manera en que la persona anoréxica se percibe a sí misma,
su experiencia personal, y el modo en que construye un sentido firme del Self a través del
hambre.

Hacer que el propio cuerpo sienta hambre es un modo de percibir al cuerpo como distinto
de uno mismo. Lo que es más significativo aquí es la habilidad descubierta para mantener
un sentido de radical autonomía sin hundirse en el vacío, sino más bien por una alerta y
lucha constante en contra de un cuerpo – el propio – que está gritando con hambre y/o
cansancio. Liberarse uno mismo de la determinación a manos de los otros ya no es
percibida en forma de vacío, para un cuerpo hambriento le provee un permanente centro
de gravedad. Así el cuerpo, simultáneamente percibido como propio y como otro,
hambriento, cansado por el excesivo ejercicio físico y exhausto de purgar, se convierte en
el interlocutor privilegiado para la regulación del propio sentido del Self – un interlocutor
que guía la propia imaginación, pensamientos y acciones. Selvini Palazzoli (1963),
describiendo esta condición, habló de “alteración de desilusión” (aunque uno centrado en
la imagen del cuerpo).

Al concebir su propio cuerpo como un nuevo interior que puede tanto diferenciarse-de
cómo coincidir-con, una persona es liberada de la necesidad de confiar en los demás para
lograr la auto-definición. Como el peso progresivamente se pierde, el propio interés por
los otros declina, hasta el punto de alcanzar el aislamiento social completo. Aquí yacen los
orígenes de la anorexia, lo que representa un intento de escapar de la excesiva
determinación a manos de los otros, estableciendo una relación con el cuerpo como algo
con que sintonizarse.

Aquí también yace el origen de ese perfeccionismo que es considerado como un


antecedente particularmente común de la anorexia nerviosa (Fairburn y Harrison, 2003;
Fairburn et al., 1999). El intento constante de cumplir los estándares más altos posibles de
comportamiento y/o las expectativas de las personas significativas, así como obtener la
aprobación de los demás conformándose a sus expectativas, como sugirieron Hewitt, Flett
y Ediger (1995), es un modo de erigir una especie de barrera para amortiguar – y por lo
tanto alejar – el impacto de las críticas y juicios de los otros sobre el propio sentido del
Self. Mayor sea esta necesidad, mayor el grado de perfeccionismo en el sujeto, como lo
sugirieron aquellos estudios que relacionaron el grado de perfeccionismo de la persona
con la severidad de sus desórdenes Alimenticios (Bastiani et al., 1995; Halmi et al., 2000;
Pieters et al., 2007).

Es claro desde esta perspectiva que el peso, la forma, e incluso un simple comentario
aludiendo a un incremento del peso, afectará la autoestima del sujeto. La lucha constante
en contra del cuerpo sirve para medir la propia habilidad, fortaleza y, por ende, el valor. La
balanza viene a proveer una confirmación objetiva de esos valores.

121
“Selfhood, Identity and Personality Styles” (Giampiero Arciero, 2009)

Para los sujetos con desórdenes Alimenticios, quienes estructuran su propia identidad
luchando con sus hambrientos cuerpos, delgados – incluso una delgadez tipo esqueleto –
sólo puede ser visto como algo positivo y una confirmación, incluso si están conscientes
de su falta de atractivo.

Un estudio de Jansen et al. (2006) ha investigado el origen de los sentimientos de ser poco
atractivo entre sujetos con síntomas de problemas Alimenticios, comparando su imagen
corporal y modelos de control para las evaluaciones intersubjetivas de esos cuerpos que
daban dos grupos juzgando las mismas diapositivas. De modo interesante, los controles
normales se calificaron a sí mismos como mucho más atractivos que las demás personas
que los evaluaron, mientras que hubo una validación consensual de la imagen corporal
negativa de los sujetos con desórdenes Alimenticios. A lo largo de muchas de las líneas, un
estudio de 100 pacientes femeninas que sufrían de anorexia nerviosa, realizado por Probst
et al. (1998), reveló que cerca de la mitas de las sujetos fueron precisas en la estimación
de las dimensiones de su propio cuerpo y sólo un 20% demostró una clara
sobreestimación.

Bulimia nerviosa

En la década de los 80 aumentó la atención sobre un nuevo desorden alimentario: la


bulimia nerviosa, que fue descrita por Polivy y Herman (1985) como “la enfermedad de los
ochentas”. A diferencia de la anorexia, de la cual a menudo representa un desarrollo
(Eddy et al., 2008), la bulimia tiene sus raíces no en la necesidad de afirmar la propia
independencia radical de los otros, sino más bien en la propia y actual relación con el otro:
la propia conciencia profunda de las opiniones y juicios de los otros. En este caso, una
persona mide su propio valor en base a la aprobación de los otros o su rechazo. Como
algunos autores han observado, el miedo al rechazo o la exclusión es una características
esencial de la bulimia (por ejemplo, Baumeister y Tice, 1990; Gross y Rosen, 1988;
Heatherton y Baumeister, 1991). Los pacientes bulímicos aprender a soportar el miedo
constante al juicio manipulando su propio atractivo físico y la forma del cuerpo, lo que
consiguen regulando los parámetros corporales en que se basan las imágenes de moda.
De un modo más evidente que los anoréxicos, los bulímicos pueden ser vistos centrándose
en los modelos masivos de perfección, lo que les provee un punto de referencia por el
cual medir su propio grado de deseabilidad, con el fin de reducir su miedo del conflicto
personal.

La ipseidad aquí se caracteriza por una ansiedad constante en relación a los juicios de los
demás, lo que sin embargo es amortiguado con la focalización del propio atractivo y la
figura del cuerpo. Esto da origina una fenomenología única, marcada por un extraño y
complejo entrelazamiento entre la exposición y la imagen corporal. Si por un lado, la
aceptación de los demás es manipulada por una manera de presentarse que enfatiza la
apariencia física, por ende incrementando la atención focalizada en el cuerpo, por otra
parte , cualquier falta de validación está destinada a ser referida al propio cuerpo,
incrementando así el foco aversivo sobre el cuerpo. La relación crucial entre el propio

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“Selfhood, Identity and Personality Styles” (Giampiero Arciero, 2009)

nivel de exposición y la atención focalizada en el cuerpo contribuye a explicar un


fenómeno aparentemente bizarro: el hecho de que la falta de validación en cualquier
campo – algunos bulímicos siempre lo perciben como una falla – es automáticamente
transformado en una percepción negativa del propio cuerpo (por ejemplo, el sentimiento
de que la propia barriga es muy grande o que se está sobrepeso), lo que a la vez
inmediatamente gatilla formas conductuales de desordenes alimenticios. Es apenas
sorprendente, entonces, que la bulimia sea más frecuente entre mujeres con logros altos,
quienes están más expuestas al conflicto con los demás y a la evaluación, y/o están más
preocupadas de los estándares altos y las altas expectativas por el logro y el desempeño
(Barnett, 1986).

La falta de validación – independientemente de la situación contingente – es percibida


como algo vergonzoso, que afecta la vida completa del sujeto, amplificando de gran
manera su sentido de negatividad personal. Esta forma de desregulación emocional, que
incrementa de modo radical la intensidad de los sentimientos del paciente, también es
una de las causas de la alta incidencia de abuso de alcohol (Bulik et al., 2004), y del uso de
sustancias (Wiedermann y Pryor, 1996) entre los bulímicos.

Una idea de cuán extremadamente sensitivas son los bulímicos respecto de la falta de
validación nos la da una de nuestras pacientes. La joven, refiriéndose a una fiesta en la
que había estado unos pocos días antes, explicaba que, porque no había sido seducida por
el joven más distinguido de la fiesta, había llegado a la conclusión de que ella era
físicamente poco atractiva. Durante la tarde, se quedó pensando que ningún hombre
interesante se fijaría en ella, y que estaba destinada a llevar una existencia sola y
miserable. Sintiéndose desesperada, al volver a casa experimentó tres atracones
consecutivos de comida, seguidos de vómitos.

Una característica definitoria de la bulimia, y algo que claramente emerge de lo que


cuentan nuestra paciente, es la única manera en que los sujetos intentan enfrentar las
emociones pertenecientes al resultado de una confrontación o las expectativas que esta
engendra – tristeza, miedo, estrés, rabia, decepción – y los sentimientos relacionados a la
soledad (y por ende la falta de otro por el cual definirse a sí mismos), por ejemplo, el vacío
y el aburrimiento. Con el fin de enfrentar estas emociones, los bulímicos manipulan su
propia percepción del cuerpo mediante el atracón de comida y el vómito, pero también
realizando dietas y ejercicios agotadores. Esto trae una pregunta relacionada con uno de
los enigmas más característicos de la bulimia nerviosa: ¿por qué estas emociones gatillan
patrones de comportamiento que giran en torno a la ingesta y expulsión del alimento?

Antes de sugerir cualquier respuesta, vamos a resumir los varios pasos que nos han
llevado a este tema. Primero, el automatismo que remarca la bulimia se ha visto que
deriva de una falta de validación que causa un estado de intensa activación emocional.
Este profundo malestar es referido a la figura del propio cuerpo. Una activación emocional
de grado similar de intensidad también puede derivar de la soledad o de circunstancias
imaginarias. Este estado emocional extremadamente negativo actúa entonces como un

123
“Selfhood, Identity and Personality Styles” (Giampiero Arciero, 2009)

gatillante para el consumo sin restricciones de comida (y más o menos inmediato), el que
puede ser seguido de vómitos, dietas, ejercicio o una combinación de cualquiera de estas
prácticas.

Baunmeister ha dirigido por mucho tiempo el problema de la bulimia en el contexto de su


teoría del escape (Baunmeister, 1989, 1990; Heartherton y Baunmeister, 1991). Desde una
perspectiva cognitiva, él argumenta que, con el objeto de escapar de los sentimientos
negativos, los bulímicos reducen su atención hasta el presente inmediato. Esto les permite
moverse a niveles más bajos de conciencia y así remover una serie de inhibiciones en
contra de comer que están conectados a niveles más articulados de auto-conciencia.
Como resultado, “la persona puede llegar a ser absorbida en este proceso de comer y
puede fallar en evaluar el comer con los estándares, normas o directrices”, ingiriendo
entonces comida de una manera no descontrolada (Heartherton y Baumeister, 1991).
Estos eventos, dice Baumeister, también pueden desplegarse de acuerdo a una secuencia
opuesta, por donde el proceso de comer absorbe la atención de la persona, permitiéndole
escapar de una amplia auto-conciencia.

Aún si la segunda hipótesis de Baumeister fuera válida, no obstante, todavía fallaría en


explicar por qué una persona necesita crear una condición visceral dentro de su propio
cuerpo para escapar de los sentimientos de sufrimiento causados por un estado
emocional. De acuerdo a la perspectiva que nosotros hemos adoptado hasta ahora, en el
caso de bulimia, como con la anorexia, la relación del sujeto con su propio cuerpo puede
ser vista como el medio por el cual se regula la dialéctica entre auto-demarcación y la
contemporánea determinación de su Self a través de los otros.

De acuerdo con lo que se ha dicho en relación a la anorexia, la creación de estados


viscerales a través de la ingestión y expulsión de comida entre los bulímicos le permite al
cuerpo emerger como un centro al cual sintonizarse con el fin de liberarse del estado
emocional negativo engendrado por la relación con los otros. El relleno y vaciado del
propio cuerpo, como el saciarse y más tarde tener hambre del cuerpo y su sujeción al
esfuerzo físico, es el medio por el cual el bulímico percibe simultáneamente su cuerpo
como propio y de los otros.

Es precisamente la construcción del cuerpo como el otro lo que polariza y reduce el


espacio de atención del bulímico, permitiéndole escapar a niveles más articulados de
auto-conciencia. En el caso de los bulímicos, sin embargo, a diferencia de los anoréxicos,
lo que marca la relación del sujeto con los otros no es una separación radical, sino más
bien una necesidad extrema de regular la falta de validación que emerge en el transcurso
de la relación de uno con los otros. Los episodios de atracones de comida son la expresión
de una condición que se caracteriza por la crónica co-determinación del sentido del Self y
la aceptación de los demás. Estos episodios reflejan la extrema percepción de un juicio
negativo (sea este real o imaginario).

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“Selfhood, Identity and Personality Styles” (Giampiero Arciero, 2009)

Tan pronto como la compulsión llega a su fin, el focalizarse en una imagen cualquiera que
sirva como punto de referencia, o a la que se le considere como el peso ideal para el
propio atractivo físico, conduce a varias prácticas compensatorias como el vómito auto-
inducido, el mal uso de laxantes, dietas o ejercicio excesivo. Como observa René Girard
(2006), “nuestra bulímica moderna está comiendo para sí misma, pero está vomitando
para los demás” – y para todos aquellos cuyas opiniones importen, agregaríamos
nosotros. Esto parece ser el factor clave, en el cual cumple un papel clave el tema del
cuerpo como una imagen y un medio para regular el encuentro de uno con el otro
reduciendo el posible riesgo de rechazo al mínimo. A la luz de esto, la promiscuidad sexual
que es común entre las bulímicas, también puede verse como una manera de manipular la
aceptación de los demás.

Desorden del comer-compulsivo (atracón)

A lo largo de la década pasada, un literatura que crece con rapidez ha documentado la


significancia clínica de un nuevo síndrome, el desorden de comer-compulsivo (BED), el
cual se ha descubierto que es más común que la anorexia nerviosa y la bulimia nerviosa
(Pope et al., 2006; Striegel-Moore y Franko, 2003; Spitzer et al., 1992). Como en el caso de
la bulimia nerviosa, la necesidad para el comer compulsivo es un núcleo característico del
BED. Este rasgo compartido trae el interrogante de la contigüidad/continuidad entre el
BED y la bulimia, aunque la forma en que se da el comer-compulsivo, y la frecuencia con
que se realiza, puede verse que varía dentro de los dos desórdenes. Lo que es necesario
no es tanto identificar el punto de corte entre purgar y no purgar de la bulimia
nerviosa/BED (Devlin, Goldfein y Dobrow, 2003), sino entender si es el mismo mecanismo
el que yace en el corazón de estos dos síndromes, que puede ser visto variar radicalmente
en otros aspectos.

Las características epidemiológicas del BED difieren de las de la bulimia – BED afecta a
individuos de 40 años, frecuentemente ocurre en hombres y está fuertemente asociado
con la obesidad (Walsh y Devlin, 1998; Fairburn y Harrison, 2003; Pope et al., 2006) –
como es su comienzo. Como sugieren Dingemans, Bruna y van Furth (2002) en su revisión
del BED: “en el caso de la bulimia nerviosa, la mayoría de los individuos empiezan con una
dieta antes del inicio del comer compulsivo. Sin embargo, un subgrupo bastante grande de
los individuos con BED comienzan con el comer compulsivo antes del inicio de una dieta
(35-54%)”.

A menudo, los bulímicos alcanzan la fase de comer compulsivo a través de la dieta; por
contraste, aquellos que sufren de BED empiezan a comer compulsivamente como primer
síntoma . Una diferencia mayor entre los dos desórdenes se haya en el hecho de que, en
el caso de los pacientes BED, el comer compulsivo no es seguido de una purga o de
prácticas compensatorias, aunque estas distinciones no siempre hace un corte claro.
Devlin, Goldfein y Dobrow (2003), por ejemplo, se preguntan si no podría haber un
continuo entre los individuos que comen compulsivamente y luego inmediatamente
ayunan o se ejercitan para compensar – y quienes entonces caerían en el grupo de la

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“Selfhood, Identity and Personality Styles” (Giampiero Arciero, 2009)

bulimia nerviosa sin purgar – y los individuos que reportan largos periodos de comer
compulsivo, alternando con días o semanas de dietas ocasionalmente extremas – siendo
estos probables candidatos para un diagnóstico de BED. El tema de la continuidad entre el
BED y la bulimia nerviosa es un asunto de debate (Fairburn,Welch and Hay, 1993;
Fairburn et al. , 1998, 1999; Fichter et al. , 1993; Fitzgibbon, Sanchez-Johnsen and
Martinovich, 2003; Spitzer et al. , 1993).

¿Qué tienen estos dos desórdenes en común? Primero que todo, en ambos casos, las
situaciones que gatillan episodios de comer compulsivo son a menudo precipitadas por
estrés y afectos negativos (Arnow,Kenardy and Agras, 1995; Engelberg et al. , 2007;
Deaver et al. , 2003; Whiteside et al. , 2007; Stein et al. , 2007). Parecería entonces que la
rápida ingestión de cantidades considerables de comida, un proceso que permite que
emerjan estados viscerales, a los que una persona puede entones poner atención para
escapar de su sentido negativo del Self, es una característica compartida por ambos
síndromes. La mayor diferencia entre el BED y la bulimia aparece una vez que la
compulsión se termina: mientras los bulímicos son entonces llevados a focalizarse una vez
más sobre un punto de referencia que guíe sus prácticas purgatorias, los sujetos que
sufren de BED no muestran signos de conducta compensatoria. Esta diferencia tiene dos
consecuencias notables.

La primera consecuencia tiene que ver con la experiencia que tiene el sujeto de su cuerpo.
En el caso del BED, el proceso de llenarse mucho el estómago de manera rápida y sin
control no es seguido, como en el caso de la bulimia, por un más o menos repentino
(vómito) o extremo (dieta) cambio de la condición visceral inducida por el comer
compulsivo. Más bien, la percepción que tiene el sujeto del cuerpo está conectada con el
proceso digestivo provocado por la ingesta de esa gran cantidad de comida. El esfuerzo de
la digestión captura de manera pasiva la atención del sujeto, dando origen a una
fenomenología corporal única. El cuerpo, en otras palabras, manifiesta su carácter visceral
en lo que podemos considerar como una manera opuesta a la del hambre anoréxico: para
ello se centra predominantemente en una sensación de saciedad, y es así similar a la que
encontramos en las personas obesas. Tal es el caso que en el BED encontramos un 15-50%
de individuos obesos buscando tratamiento (Latner y Clyne, 2008). Para tener una idea del
lado físico de esta experiencia, uno puede referirse a los sentimientos que vienen después
del consumo abundante de comida: en los peores casos de BED, se reproducen las mismas
sensaciones viscerales incluso varias veces en un día. Es sorprendente cómo se le ha
dedicado tan poca atención en la literatura a la relación entre la digestión de grandes
cantidades de comida y la percepción del propio cuerpo.

Lo que está bien documentado, por otro lado, son las similitudes entre las preocupaciones
por la forma física y el peso en los BED no obsesos y la bulimia (los pacientes BED obesos
reportaron un significativamente menor dirección hacia la delgadez) (Crow et al., 2002;
Vervaet, van Heeringen y Audenaert, 2004; Santonastaso, Ferrara y Favaro, 1999). Este
compartida preocupación por la apariencia física claramente esconde una forma de
ansiedad para la relación de uno con los demás. Lo que es particularmente interesante es

126
“Selfhood, Identity and Personality Styles” (Giampiero Arciero, 2009)

el hecho de que los sujetos BED, mientras también presentan un alto grado de
insatisfacción con sus cuerpos, no buscan modificar su forma y peso de la misma manera
que los bulímicos: es como si soportaran pasivamente lo que ellos perciben como una
apariencia intolerable.

La segunda consecuencia de la antes mencionada diferencia entre el BED y la bulimia, y


una que se refleja en las frecuentes asociaciones entre el BED y la depresión co-mórbida,
tiene que ver con el sentimiento de negatividad personal que caracteriza a quienes sufren
de BED, y que se incrementa cuando los episodios de comer compulsivo se vuelven más
frecuentes. Striegel-Moore et al. (1998), en un estudio basado en poblaciones,
encontraron que los individuos que tenían un verdadero síndrome BED sufrían de mayor
tristeza, menor autoestima y más estrés que los sujetos que tenían una variante sub-
umbral de BED (presentando un mínimo de sólo un episodio de comer compulsivo por
semana). Estos datos parecen encontrar mayor confirmación en otros estudios que
demuestran cómo el comer compulsivo no solo no provee algún alivio, sino que empeora
el estado de ánimo negativo del sujeto en el periodo que sigue al atracón (Stein et al.,
2007; Wegner et al., 2002).

Para decirlo de otra manera, mientras más individuos con BED se satisfagan comiendo
compulsivamente, mayores serán los sentimientos negativos que los harán ser propensos
a comer compulsivamente en primer lugar. Entonces, la frecuencia de su práctica es de
crucial importancia, como un indicador de mayores condiciones críticas que la gatillen
(afectos negativos y vacío) y porque – a través del establecimiento de un circuito cerrado
– promueve y refuerza un rango de sentimientos negativos dirigidos a uno mismo
(disgusto, culpa, desesperanza, rabia, tristeza, arrepentimiento y auto-aversión).

Estos dos aspectos emergen muy claramente en las historia de los individuos que sufren
BED. Por una parte, la frecuencia del comer compulsivo parece estar directamente
relacionado con momentos significativos en la historia de la persona, lo que exacerba su
sentido de negatividad personal. Es como si para afrontar la percepción de sí mismos, los
sujetos BED fueran obligados a cambiar la frecuencia de su comer compulsivo, afectando
así el curso de su enfermedad. Por otra parte, el empeoramiento de los sentimientos de
inutilidad de la persona, causado por repetidos episodios de comer compulsivo que a
menudo llevan a un incremento visible en el peso, contribuye a su vez al empeoramiento
de su desorden. Como era el caso con la anorexia y la bulimia nerviosas, el núcleo
distintivo del BED es la relación del sujeto con su cuerpo, el cual – a través de la comida –
se vuelve el centro al cual sintonizarse (negativamente) para regular la dialéctica entre la
auto-demarcación y la determinación contemporánea del Self a través del otro.

Desórdenes conectados con la figura del cuerpo masculina

Sólo 10% de los casos clínicamente diagnosticados de desórdenes alimenticios ocurren


entre los individuos hombres (APA, 2000). La distribución diagnóstica entre estos sujetos
es similar a la que reportan las mujeres, con casos de bulimia estimados de 5 a 10 veces

127
“Selfhood, Identity and Personality Styles” (Giampiero Arciero, 2009)

mayores que los de anorexia. Por contraste, como hemos visto, el desorden de comer
compulsivo es más común entre los hombres, pero no hay una diferencia marcada en la
distribución entre pacientes hombres y mujeres (Carlat y Camargo, 1991; Carlat, Camargo
y Herzog, 1997; Spitzer et al., 1992; Szmukler et al., 1986). Entonces, ¿cómo podemos
explicar la congruencia de esta distribución, en el 10% de casos reportados entre
hombres, con los casos reportados en mujeres? ¿Y qué hacemos con las significativas
diferencias en la distribución por género de los desórdenes alimenticios?

Se ha sugerido que una alta proporción de hombres con desórdenes alimenticios son
homosexuales, bisexuales o asexuados. La congruencia de género podría así tomarse en
cuenta para las inclinaciones sexuales de hombres que desarrollan la enfermedad (Carlat,
Camargo and Herzog, 1997; Herzog et al. , 1984; Schneider and Agras, 1987; Fichter and
Daser, 1987). Tal conclusión parecería estar respaldada por el hecho de que los sujetos
varones heterosexuales que sufren de estos desórdenes no difieren, en términos clínicos,
de las mujeres con trastornos alimenticios (Woodside et al., 2001).

En cuanto a la diversidad en la distribución por género, podría ser el caso de que la


enfermedad se manifieste de modo diferente entre los sujetos varones. Los desórdenes
alimenticios entre los hombres, podrían pensarse que presentan una etiología que es
similar a la que encontramos en pacientes mujeres, pero con una sintomatología distinta.
Por otra parte, si una persona regula su relación con otros por como se regula con su
cuerpo, las diferencias en la distribución por género de los desórdenes alimenticios
probablemente dependan del modo en que los individuos hombres usan su propio cuerpo
en el contexto de la dialéctica entre auto-definición y aceptación por parte de los demás.
La regulación de esta dialéctica, en otras palabras, podría verse como girando en torno a
los mismos factores que yacen tras el desarrollo de la anorexia y de la bulimia, mientras
que toman una forma específicamente masculina.

Como en el estudio de los desórdenes alimenticios, la mayoría de la investigación


centrada en sujetos masculinos se ha focalizado en el tema de la insatisfacción con la
imagen del cuerpo, teniendo además de tomar en cuenta una noción central informante
de la imagen corporal de la población masculina: la musculatura.

A diferencia de las mujeres, los hombres no sólo parecen más interesados en la forma que
en el peso, sino que su insatisfacción de la imagen corporal opera en la dirección de ganar
peso (Anderson y Di Domenico, 1992). De acuerdo a la perspectiva adoptada en varios
estudios sobre el tema, la insatisfacción con la imagen corporal, y entonces el deseo de
volverse más muscular y desarrollar una figura en V, justifica el riguroso ejercicio o el
entrenamiento de peso (Furnham, Badmin y Sneade, 2002). Olivardia et al. (2004), por
ejemplo, investigaron los indicios de la imagen corporal y asociaron rasgos psicológicos
entre 154 varones estudiantes universitarios. Cuando les pidieron escoger el cuerpo que
ellos idealmente querían tener, los hombres eligieron uno con una media de
aproximadamente 25 libras más de músculo que su nivel original de musculatura y cerca
de 8 libras menos de grasa corporal que el nivel que ya tenían. Esta preferencia por un

128
“Selfhood, Identity and Personality Styles” (Giampiero Arciero, 2009)

cuerpo delgado y musculoso se origina primero en algún lugar entre los seis y siete años,
se incrementa con la edad, y alcanza un máximo entre la primera adolescencia y la
entrada a la adultez (Ricciardelli y McCabe, 2004; Spitzer, Henderson y Zivian, 1999). Este
ideal está íntimamente ligado a las visiones culturales de la masculinidad.

Pope et al. (1999) ha estudiado los cambios en la imagen ideal del cuerpo masculino
midiendo la circunferencia de cintura, pecho y de bíceps de los juguetes masculinos de
acción -- GI Joe, Luke Skywalker y Han Solo – a lo largo de 30 años. Descubrieron que las
figuras de acción con el tiempo se han vuelto más musculosas y han desarrollado una
definición de musculoso que excede por lejos a la forma que alcanzan los fisicoculturistas
humanos. En otro estudio liderado por el mismo equipo (Leit, Pope y Gray, 2001), una
revisión de 115 modelos masculinos que aparecieron en la revista Playgirl entre 1973 y
1997 ha mostrado que los modelos han crecido considerablemente en “densidad” y más
musculatura con el paso de los años.

Así que, tal como en el caso de las mujeres, se ha sugerido que la exposición a los ideales
de belleza “irreales” de los medios de comunicación podrían haber contribuido a la alta
prevalencia de desórdenes alimenticios. Los ideales culturales de la musculatura entre los
hombres podrían estar contribuyendo a los altos niveles de insatisfacción corporal,
fisicoculturismo extremo y abuso de esteroides anabólicos. De acuerdo con estas
sugerencias, se pueden definir dos desórdenes: el primero, la dismorfia muscular, podría
considerarse al equivalente masculino de la anorexia; el segundo, el uso de esteroides
anabólico-andrógenos, el que presenta algunas similitudes con la bulimia.

La dismorfia muscular, que ha sido descrita como “una anorexia nerviosa invertida” (Pope,
Katz y Hudson, 1993; Pope y Katz, 1994), es un desorden caracterizado por: (1) una
preocupación persistente por el tamaño de la propia musculatura, aún cuando esté bien
desarrollada, hasta el punto de evitar actividades y lugares donde el propio cuerpo
pudiera ser visto (playas, camarines) como motivo de vergüenza por los defectos
percibidos; (2) pensamientos recurrentes sobre la propia inadecuación muscular; (3)
angustia o discapacidad significativa en áreas sociales u ocupacionales; (4) falta de control
sobre la compulsividad de dietas y de las pesas (Pope, Phillips y Olivardia, 2000; Olivardia,
Pope y Hudson, 2000). Como sugieren Olivardia, Pope y Hudson (2000) en las conclusiones
de su primer estudio controlado de la dismorfia muscular, “la búsqueda de la ‘grandeza’
muestra paralelismos notables con la búsqueda de la delgadez”.

Como la anorexia, la dismorfia muscular no parece originarse de una alteración de la


propia imagen corporal percibida. Igual como el sentimiento de hambre del sujeto
representa el punto de partida para una comprensión de la anorexia, así la percepción de
la propia existencia en el caso de la dismorfia se origina de la constante experiencia de los
propios músculos, la búsqueda de la grandeza encarna un valor absoluto. Como en el caso
de las anoréxicas, esta percepción de el cuerpo los libera a aquellos que sufren dismorfia
de tener que relacionarse con otros.

129
“Selfhood, Identity and Personality Styles” (Giampiero Arciero, 2009)

Un mejor ejemplo de esta búsqueda de musculatura es el uso de esteroides anabólicos y


andrógenos. Varios estudios han ilustrado que una de las principales razones de por qué
los adolescentes varones usan los esteroides es la de mejorar la apariencia física y el
atractivo conforme a una imagen ideal (Ricciardelli y McCabe, 2004; Bahrke et al., 2000;
Wichstrom y Pedersen, 2001). El adolescente que usa los esteroides para aumentar su
masa corporal presenta una serie de rasgos que lo asemejan a las bulímicas: baja
autoestima y afectos negativos (Ricciardelli and McCabe, 2001; Irving et al. , 2002;
Kindlundh et al. , 2001), como también altos niveles de impulsividad (ver el reporte de
Ricciardelli y McCabe, 2004). Un aumento en el uso de esteroides, no obstante, también
se ha visto entre los niños adolescentes que son atletas de elite, y que por lo tanto se
caracterizan por un alto grado de competitividad (Bahrke et al., 2000).

Como en el caso de los bulímicos, el uso de esteroides entre los adolescentes y los
hombres jóvenes parecería estar relacionado con la manipulación del atractivo físico
como medio para disminuir la ansiedad asociada a la confrontación con los demás y sus
juicios. Mejorar la apariencia física de acuerdo a estándares culturales de masculinidad
daría lugar entonces a una mayor aceptación por parte de los pares y la popularidad entre
los pares masculinos y los miembros del sexo opuesto (Eppright et al., 1997; Holland y
Andre, 1994). Aquí también, como en el caso de los bulímicos, el problema gira en torno a
los propios miedos de validación/falta de validación por parte de los otros, algo que es
tapado por la manipulación de la forma del propio cuerpo. Por otra parte, esta cura para
el atractivo físico está conectada a una sintonización con el cuerpo por medio del ejercicio
muscular.

La analogía que se puede esbozar entre el uso de esteroides y la bulimia está limitada a los
aspectos que recién acabamos de describir. El uso de esteroide carece de cualquier
equivalente para algunos de los rasgos cruciales de la bulimia, tales como la relación entre
emociones negativas y el comer compulsivo o la adopción de prácticas correctoras. Sin
embargo, como la literatura actual carece de estudios de primera mano sobre las
experiencias de sujetos que sufren de esta patología, es tal vez muy pronto para intentar
esbozar alguna perfil comprensible de la relación entre el uso de esteroides, el ejercicio y
el control emocional.

Conductas adictivas (compra compulsiva, juego patológico, cleptomanía, adicción a


internet, conducta sexual impulsivo-compulsiva, piromanía).

Las analogías con alguno de los rasgos más relevantes de la bulimia nerviosa – como el
comer compulsivo y su relación con emociones negativas, o la emergencia, después del
comer compulsivo, de emociones auto-evaluativas como la culpa y la vergüenza – se
vuelven más evidentes cuando consideramos desórdenes que están conectados con las
conductas adictivas.

Antes de describir qué elementos nos permiten reconocer en estas patologías el mismo
proceso psicopatológico que marca a los desórdenes alimenticios, es necesario destacar

130
“Selfhood, Identity and Personality Styles” (Giampiero Arciero, 2009)

que las conductas adictivas también pueden emerger en otros estilos de personalidad.
Esto implica que los diferentes modos que uno tiene de percibirse emocionalmente
pueden gatillar los mismos comportamientos impulsivos.

Por ejemplo, mientras que comprar (o robar) objetos en desuso pudiera ser provocado
por un sentimiento de vacío (como en el caso de Roberto que discutíamos al comienzo del
libro), también podría ser causado por la idea de que resistirse a esa compra sería
perderse una ganga.

Igualmente, el juego patológico pudiera ser provocado por el peso insoportable del
aburrimiento – que en caso de algunos individuos EDP corresponde a una falta de
estímulos con los cuales definirse. Este impulso a jugar, no obstante, será muy diferente
del que experimentó el personaje principal de la novela The Gambler de Dostoevsky
(Dostoevsky, 2006), quien en el extraordinario epílogo de la novela, después de aceptar
unas pocas monedas que le lanzara un amigo casi con desprecio, siente que al resistirse a
apostar está perdiendo la oportunidad de su vida. “Todo lo que tomaría sería la astucia y
la paciencia, ¡por una vez! Todo lo que tomaría sería demostrar el propio carácter por una
vez, ¡y en una hora podría cambiar toda mi suerte!”
Los antecedentes emocionales que gatillan el desorden están por lo tanto conectados a la
historia del paciente, cuya experiencia de primera fuente se necesita para interpretar
correctamente la dinámica sintomática. La interacción entre las perspectivas en primera y
tercera persona parecerían ser un pre-requisito epistemológico esencial para la
psicopatología.

En el marco del estilo de personalidad con tendencia a los desórdenes alimenticios, lo que
distingue a las conductas adictivas de los desórdenes alimenticios y de los desórdenes
conectados con la forma del cuerpo masculino es el hecho de que la percepción que tiene
la persona de su cuerpo está centrada, no sobre un aspecto visceral (hambre, saciedad,
cansancio, musculatura), sino, más bien sobre una condición de arousal (excitación)
profunda, que los mismos pacientes describen como una sensación de euforia, una
sensación máxima, repentina o incluso sexual (como por ejemplo ocurre a menudo con la
compra compulsiva).

El contexto emocional en el que estas conductas emergen está invariablemente


caracterizado por emociones que giran en torno a condiciones de soledad, como un
sentido de vacío o de aburrimiento; condiciones de falta de validación, que gatillan
pensamientos auto-críticos o rabia; y condiciones de exposición a la ansiedad. Aunque aún
deben realizarse estudios sistemáticos en personas, la naturaleza tan específica de los
gatillantes involucrados sugiere que las conductas (percibidas generalmente como
placenteras) que caracterizan a todos estos desórdenes sirven como medio para superar
afectos negativos (Jacobs, 1989; Faber, 1992). Esto de todos modos, ha sido claramente
documentado en el caso de los compradores compulsivos. Scherhorn, Reish y Raab (1990),
Faber y O’Guinn (1992) y Miltenberger et al. (2003) han encontrado que las emociones
negativas fueron los antecedentes más comunes en los compradores compulsivos.

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“Selfhood, Identity and Personality Styles” (Giampiero Arciero, 2009)

También se reportaron estados depresivos y tensión ocasional como precursores de la


cleptomanía y otros tipos de robos (Bradford y Balmaceda, 1983; Goldman, 1991).

La secuencia en que estas conductas ocurren, por otra parte, es la misma para todos los
desórdenes y parece similar a la del comer compulsivo. Impulsada por una situación de
displacer, la persona desarrolla una urgencia de actuar, la que puede ser satisfecha
dependiendo de las circunstancias. Si las circunstancias a la mano no le permiten actuar al
sujeto, entonces él centrará su atención en la anticipación de una serie de acciones
preparándose para cuando ocurran. El espacio cronológico entre preparar una acción
cualquiera e implementarla está caracterizado por un arousal (excitación) aumentado que
absorbe la atención del sujeto en la planificación de la secuencia, reduciendo así
progresivamente su rango de auto-conciencia.

La realización de una conducta, que se caracteriza por una exacerbación de la condición


presente de la persona, es descrita a lo largo de los diferentes desórdenes como el
momento más excitante del proceso; corresponde a la absorción completa en la
experiencia: una especie de visión de túnel acompañada por una pérdida de contexto.

Uno de nuestros pacientes, por ejemplo, quien ya había sido reportado a la policía varias
veces por exponerse indecentemente, me explicaba que él podía empezar a planear el
exponer su cuerpo desnudo cuando percibía que había sido juzgado negativamente por su
jefe en la oficina, y a veces incluso cuando se encontraba solo en la oficina.

Por lo tanto, la necesidad de nuestro paciente de exponerse se surge de situaciones donde


él se siente anulado por juicios negativos, y de circunstancias en las que la experiencia de
encontrarse solo gatilla un fuerte sentido de vacío. En ambos casos, nuestro paciente
pierde sus puntos de referencia usuales a través de los cuales él se co-percibe. La dinámica
de exposición, repetida varias veces al día, consistía en mostrarse desnudo ante grupos de
estudiantes de entre 14 y 18 años, quienes asistían a la escuela femenina cuya ventana
daba a su terraza. Como el departamento de nuestro paciente no quedaba lejos de su
oficina, y como él sólo podía exhibirse durante el descanso de la mañana, salía del trabajo
si las circunstancias de los permitían.

El nivel de arousal (excitación) de nuestro paciente aumentaba entonces progresivamente


mientras iba llegando a su casa, elevándose aún más cuando entraba a su departamento,
se quitaba la ropa y se ponía a esperar detrás de las cortinas con los ojos puestos en la
ventana de la escuela. Cuando se acercaba la hora del descanso, sentía que su corazón se
aceleraba, su cuerpo se endurecía, su respiración se hacía pesada… hasta que el timbre de
la escuela anunciaba el recreo. Tan pronto como se abría la ventana y las estudiantes se
dejaban ver, nuestro paciente se ponía a correr desnudo por su terraza. Mientras las
jóvenes gritaban y se reían, él se sentía empapado por una extraordinaria sensación de
saciedad: una mezcla de euforia y excitación.

Una secuencia similar también ha sido descrita por Black (2007) en relación a la compra

132
“Selfhood, Identity and Personality Styles” (Giampiero Arciero, 2009)

compulsiva. Black identifica cuatro fases distintas: (1) anticipación, (2) preparación, (3)
compra y (4) gasto.

Un comprador compulsivo describió un episodio “compulsivo” que sugiere un proceso de


activación similar al que experimentó nuestro propio paciente: “Pero era como, casi como
con el corazón palpitando, no podía esperar para meterme a ver que había ahí. Era como
una sensación. En la tienda, las luces, la gente; estaba sonando música de Navidad. Yo
estaba hiperventilado y mis manos empezaban a sudar, y de repente yo estaba tocando
chalecos y todo me hacía señas” (O’Guinn y Faber, 1989).

La creación de estados viscerales parecería entonces ser un tema común que conecta a los
variados desórdenes gatillados por este estilo de personalidad. Desde el hambre a la
saciedad, del vómito a la diarrea, del cansancio hasta el esfuerzo físico, de la excitación al
arousal sexual causado por la urgencia de comprar – focalizarse en la propia experiencia
corporal sirve como una forma de reajustar el sentido del Self que ha perdido su anclaje
en el otro. Como hemos repetido varias veces en este capítulo, la relación de una persona
con su cuerpo se vuelve el medio por el cual regular la dialéctica con el otro desde el cual
se confirma y también se distingue. Con mucho el aspecto más sorprendente de este
problema, y uno que ofrece nuevos campos de investigación, es el hecho de que el estilo
de personalidad en cuestión, uno que encuentra su estabilidad al focalizarse en puntos de
referencia externos (a través de la co-percepción de los otros), para enfrentarse con las
situaciones relacionales dificultosas, puede crear estados viscerales con los cuales
coordinarse. Es como si la creación de estos estados fuera la única manera con que la
persona pudiera liberarse a sí misma de los demás.

133
“Selfhood, Identity and Personality Styles” (Giampiero Arciero, 2009)

Parte 6 : Estilo de Personalidad con tendencia a las Obsesiones y


Compulsiones

Las característica estructural de este estilo de personalidad es un anclaje estable hacia un


sistema de coordenadas externo, sobre el cual fijar la variabilidad de la propia experiencia
proporcionándole un significado definido. Ser uno mismo, aquí, corresponde a una forma
de auto-percepción generada a través de la conformidad de la experiencia vivida con un
set impersonal de referencias. Ya sea la ley o la religión, la moral o el método científico, el
sentido común o las matemáticas, los arreglos musicales o las estructuras burocráticas, el
análisis filosófico o la jerarquía militar, las convenciones sociales o la biología molecular, la
estabilidad estructural del sistema de referencia de una persona provee la alteridad
peculiar – simplemente un reflejo de otro que vive – a la que el individuo debe
confirmarse para sentirse situado de manera estable. Este modo de co-determinación del
Self está centrada en la adherencia constante a un orden dado. Así mismo, difiere
profundamente con la coordinación a la alteridad que caracteriza al estilo de personalidad
con tendencia a los desórdenes alimenticios, aunque – como veremos – formas
intermedias permiten que los dos estilos compartan un grado de contigüidad dentro de la
misma polaridad Outward.

La gran diferencia consiste en el modo en que se articula la dialéctica entre ipseidad y


alteridad. Mientras que los sujetos EDP enfrentan el problema de cómo diferenciarse ellos
mismos de los demás, por medio de lo cual simultáneamente se definen, en el caso de los
sujetos obsesivo-compulsivos el problema es algo opuesto. La cuestión en juego aquí es
cómo adherir a una alteridad que es abstracta, por así decir: una que es independiente de
las personas, y que entonces no puede poner el problema de la auto-demarcación (de los
demás). En este caso, la relación de la persona con los demás está mediada por un sistema
abstracto de referencia. Este proceso genera una forma particular de intimidad entre el
sujeto y sus seres queridos, una intimidad que – como veremos – se caracteriza por una
extraña alquimia de cuidado y distancia, solicitud e indiferencia, severidad y dedicación.
Por otra parte, los extraños pueden ser percibidos como parte de un orden más amplio, y
así definidos sobre la base de determinaciones aplicadas a ese orden, hasta el punto de
ignorar su misma humanidad. La alteridad del otro, sólo se vuelve relevante a la luz de un
conjunto de referencias impersonales que se aplican a ella. Esto es algo que Kafka (1995)
ilustra con horripilante lucidez en “La Colonia Penitenciaria”.

La fenomenología altamente heterogénea del estilo de personalidad con tendencia a las


obsesiones-compulsiones (OCP), por otra parte, toma forma dentro del marco de la
dialéctica entre la experiencia que el individuo tiene de sí mismo de vez en vez por un
lado, y su correspondencia, excesiva adherencia (como en el caso de la paranoia) o falta
de adherencia – hasta el punto de la desunión – (como el caso del delirio de ruina) al
sistema de co-determinación del Self en el otro. Como veremos cuando examinemos las
dos figuras literarias de Kleist (1997), Michael Kohlhaas y Mr Prokharchin de Dostoevsky
(1998), los cambios en el balance de esta dialéctica pueden alterar la percepción personal

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“Selfhood, Identity and Personality Styles” (Giampiero Arciero, 2009)

de estos individuos, su modo de generar significado y de ser con los otros, hasta el punto
de que a menudo es difícil trazar una línea clara entre la razón y la pérdida de esta.

Es precisamente esta delgada línea generada por el desarrollo de una adhesión total e
inflexible a un sistema de co-determinación del Self, lo que exploraremos a través del
escrito de Kleist.

6.1 Michael Kohlhaas

El punto central de esta extraordinaria novela ya está en su primera página: tan claro
como un teorema que sólo espera ser explicado. Justo desde el inicio, Kleist entrega el
nombre del protagonista y describe su casa, su trabajo y su padre; en la misma frase –
como si esto fuera parte de la identidad inmutable del personaje – también agrega que él
era “uno de los seres humanos más honesto y más terrible de su tiempo” (Kleist, 1997).

Este es Michael Kohlhaas, un vendedor de caballos y un hombre excepcional: un


trabajador leal, caritativo y recto que quiere ayudar a los demás. Hacia el final de la
primera sección, mientras alaba al protagonista, Kleist sutilmente presenta la premisa de
su argumento: en una de esas valiosas virtudes Kohlhaas se sobrepasó. En la próxima
línea, el tema de toda la novela es puesto como una piedra: “Su sentido de justicia lo
convirtió en un ladrón y asesino” (Kleist, 1997).

Como vendedor de caballos, Michael Kohlhaas conduce una manada de caballos jóvenes a
través de la frontera hacia Saxony, para ser vendidos en algunas ferias. Tan pronto como
ha cruzado el río Elba por el castillo del feudatorio Junker Wenzel von Tronka, Kohlhaas se
encuentra con un obstáculo: se le acusa de transitar sin papeles y se le ordena no sólo que
pague un tributo, sino que deje una prenda que será recuperada después cuando
presente los papeles requeridos. Kohlhaas deja dos caballos negros y un sirviente para que
los cuide y continúa su viaje a Leipzig. Una vez en Dresden, visita la Cancillería Secreta,
donde confirma su sospecha: que los papeles para cruzar eran una mentira. Kohlhaas
recibe un documento que certifica sus derechos de tránsito y regresa a casa “con nada
más que amargura” (Kleist, 1997).

Cuando llega al castillo, Kohlhaas muestra el documento y pregunta por sus dos caballos.
Desafortunadamente, no sólo descubre que su sirviente ha sido despedido por conducta
indecorosa, sino que en lugar de sus caballos saludables y bien alimentados, Kohlhaas
encuentra dos flacos y larguiruchos: en todo el tiempo que estuvo lejos sus caballos
fueron usados para trabajar en los campos de Junker. Kohlhaas protesta con vehemencia
en contra de este abuso, atrayendo la atención del mayordomo; pero sus quejas sólo
elicitan amenazas de parte del hombre. A pesar de la fuerte urgencia de cubrir al
mayordomo en estiércol, “su sentido de justicia, delicado, flaqueba” (Kleist, 1997). Como
las circunstancias en que su sirviente había sido despedido no son claras, en vez de
descargar su rabia contra el mayordomo, en voz baja Kohlhaas le pide que le explique qué
error había cometido el sirviente. Después de recibir una respuesta esquiva, deja sus dos

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“Selfhood, Identity and Personality Styles” (Giampiero Arciero, 2009)

caballos en el castillo y se prepara para volver a casa, deseando en secreto saber de parte
del sirviente si la pérdida de los caballos realmente fue debido a un error de su parte.
Impulsado por este sentido de justicia (richtiges Gefühl), llegando a casa Kohlhaas
interroga a su sirviente con la meticulosidad de un juicio. El hombre le cuenta que fue
injustamente acusado, golpeado y expulsado del castillo. Habiendo conocido la verdad,
Kohlhaas, con la ayuda de un jurista que conocía, demanda a Junker, pidiéndole la
rehabilitación y restitución de sus caballos, y compensación por el daño casado a él y a su
sirviente.

Casi un año más tarde, Kohlhaas es informado por su abogado que la demanda no ha
funcionado debido a la influencia política de los parientes de Junker; el abogado le
aconseja que renuncie a cualquier intento mayor de resolver el asunto. Kohlhaas no se
rinde y, por medio de un conocido, envía una petición al Elector de Saxony pidiéndole a la
corte de Dresden que reabra el caso. Pronto, sin embargo, sabe por un magistrado
visitante que su caso ha sido ignorado. La tristeza que siente es aplastante. Cuando recibe
la resolución de la Cancillería, aconsejándole que recupere sus caballos y deje el asunto,
Kohlhaas está enfurecido.

Es hasta este punto de quiebre en la narrativa que ocurre la primera transformación del
protagonista: “en medio del dolor que le dio al ver el mundo en tal desorden monstruoso
sintió un repentino acceso de satisfacción interior que al menos su propio corazón ahora
estaba en orden” (Kleist, 1997). Como la unidad entre sus propias acciones y sentimientos
y el orden del mundo (la justicia) se quiebra, Kohlhaas se vuelve el mismo la fuente de ese
orden al cual el desorden del mundo debe corresponder. Con una ráfaga de resoluciones
que alteran su vida y la de su familia, Kohlhaas decide vender su casa y sus posesiones y
enviar a su esposa e hijos lejos. Su desesperada esposa le pide “jugar una carta final”: por
medio de un conocido ella podría presentar una petición al Príncipe de Saxony. Kohlhaas,
conmovido y orgulloso de su esposa, le permite que ir en compañía de un sirviente. Esto
confirmará el paso más desafortunado de todos: cuando intentaba dejar la petición, la
mujer es golpeada por un guardia. Unos pocos días más tarde, habiendo vuelto a casa con
el sirviente, ella muere en los brazos de su marido. Después de darle un funeral a su
esposa digno de una princesa, Kohlhaas promete vengarse.

Al atardecer, como el “Ángel Vengador” (Kleist, 1997), Kohlhaas irrumpe en el castillo de


Junker Wenzel von Trotta con algunos sirvientes armados y lo destruye. El Junker, sin
embargo, se las arregla para escapar. Un furioso Kohlhaas, “un hombre sujeto a ninguna
ley del imperio o del mundo, sino sólo a la de Dios” (Kleist, 1997), esparce el terror y la
muerte en su búsqueda de Junker.

Es en estas circunstancias que Martin Lutero se dirige a Michael Kohlhaas con un aviso
público puesto en todas las ciudades y pueblos del principado. El mensaje acusa a
Kohlhaas de injusticia y está firmado por el mismo Lutero, “el nombre de todos los
nombres que él sabía tenía que ser reverenciado” (Kleist, 1997). Kohlhaas deja así a sus

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“Selfhood, Identity and Personality Styles” (Giampiero Arciero, 2009)

hombres y huye a Wittenberg, vestido como campesino, para encontrarse con Martín
Lutero y pedirle que cambie su opinión.

El encuentro entre los dos hombres constituye un segundo punto de quiebre en la historia
y en la vida del protagonista. El tema nuevamente es el de la justicia. El paso que toma
Lutero es mostrarle a Kohlhaas que no había necesidad de perturbar la unidad entre él
mismo y el estado – someter sus acciones y sentimientos a la justicia de los hombres –
porque nadie le había negado la protección de la ley. El soberano, que no había sido
informado de la disputa, no podía ser responsable de las fallas de algunos oficiales.
Demostrando la falta de fundamento del deseo de Kohlhaas de buscar justicia por sus
propias manos, Lutero lo convence de someterse una vez más a la ley. Kohlhaas entonces
sale con un salvo conducto, disuelve a sus hombres, y trata una vez más de que su caso
sea atendido por la ley de la corte que antes lo había rechazado. Lutero, a su vez, promete
pedirle al príncipe que le otorgue a Kohlhaas una amnistía.

Aquí comienza una nueva sección de la novela, la que se despliega a través de incontables
intrigas de la corte de Saxony (el Junker todavía estará bajo protección de su influyente
familia), intrigas que terminan con la violación de la amnistía y el arresto de Kohlhaas. Esta
vez el soberano (el Elector de Saxony) ya no puede desconocer los hechos.

En este punto, parecería que el mismo tema alrededor del cual se ha desarrollado la
novela ha sido abandonado. Bajo vigilancia armada, Kohlhaas es llevado a Berlin para
enfrentar lo que la familia real espera sea un juicio justo. Él pierde su batalla.

En el transcurso de su viaje, camino a Berlin, Kohlhaas recibe una visita, cuando una noche
sus guardias se detienen a descansar. Sólo una corta distancia separa el aposento del
prisionero de una alegre banda de gentiles y damas, quienes andan cazando ciervos en
compañía del Elector de Saxony y de su esposa. Como todo el grupo, bajo la influencia del
vino, está ocupado buscando una manada de ciervos, la esposa del príncipe, llevada por
una curiosidad, invita a su esposo a visitar al famoso prisionero. Descubren a Kohlhaas
cuidando a uno de sus hijos, así que para empezar una conversación, le hacen una serie de
preguntas que él responde sin pausa. El príncipe, sin saber que decir, se percata de una
caja atada a un hilo de seda que cuelga del cuello de Kohlhaas, y le pregunta al prisionero
por su contenido.

Kohlhaas entonces le cuenta al príncipe la historia de la caja y la nota que contiene. La


nota, le explica, le ha sido entregada en extrañas circunstancias por una mujer judía que
lee el horóscopo. El Elector de Saxony y el Brandenburg, mientras paseaban una noche
por la ciudad, se habían detenido a conversar con esta mujer, y en broma le habían
preguntado si tenía algo que revelarles. Kohlhaas se había percatado de esta escena y se
había detenido a mirar. La mujer, mientras hablaba con el príncipe, había escrito algo en
una hoja de papel. De repente, dejando al príncipe, se había aproximado a Kohlhaas y le
había entregado la nota, diciéndole que la guardara, porque un día le salvaría la vida.

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“Selfhood, Identity and Personality Styles” (Giampiero Arciero, 2009)

Kohlhaas había terminado de contar la historia cuando el Elector se desmayó. Fue llevado
al castillo, donde se desmayaría dos veces más. En los días venideros, continuó
sintiéndose enfermo. Cuando fue interrogado por el tesorero, el príncipe revela que la
causa de su enfermedad es la desmerecida nota que posee Kohlhaas, la que él desea tener
en sus manos con fervor. Así es que envía a un joven noble a decirle a Kohlhaas que, como
intercambio por la nota, se le perdonará la vida y se le liberará. El vendedor de caballos
Michael Kohlhaas le entrega la siguiente respuesta:

Señor, si tu soberano viniera y dijera: me aniquilaré yo mismo con todo el grupo de


aquellos que me ayudan a gobernar – aniquilarse él mismo, me entiendes, lo que por
supuesto mi alma desea mucho – aún me negaría a entregarle el papel que le importa más
a él que a su existencia, y debería decir: “Puedes llevarme al cadalso, pero yo puedo hacer
que te dañes, y lo haré”. (Kleist, 1997).

Lo que hace de esto un poderoso regreso es el tema en el cual consistió toda la novela
inicialmente: el ataque de un enemigo, aún ante el costo de la propia vida, debiéndose al
propio sentido de justicia.

El misterio alrededor de la nota se resuelve al final de la novela. En ese pedazo de papel la


gitana, quien había impresionado a los dos príncipes dándoles una extraordinaria prueba
de sus poderes como clarividente, había escrito el nombre del último soberano de la casa
real de Saxony, el año en el que perdería su reino y el nombre del hombre que le
usurparía su trono.

En el cadalso, sus ojos se fijaron sobre el Príncipe de Saxony, Kohlhaas sacó la nota, la
leyó, la puso en su boca y se la tragó. Cuando el príncipe se desmayó de nuevo, su cuerpo
se movió por las compulsiones, la cabeza de Kohlhaas rodó bajo el hacha del verdugo.

6.2 Mr Prokharchin

Un personaje mucho más diferente que Michael Kohlhaas es el de la novela de


Dostoevsky, Mr Prokhachin. Aquí la narrativa también gira en torno a la relación entre la
experiencia que un individuo tiene de él mismo y de su adherencia a los principios de
orden del mundo, aunque en este caso la relación toma la forma de una distancia entre
las determinaciones de la persona y las verdades del mundo. Si fuera realmente el caso de
que “los nobles principios detrás de la cosmovisión de la persona es uno de los principios
detrás de la más concreta de sus experiencias personales”, como escribe Bakhtn (1948) en
referencia a los personajes de Dostoevsky, sería importante enfatizar que es
particularmente la tensión que emerge de la pérdida de esta coincidencia lo que perturba
profundamente a los personajes en cuestión. Kohlhaas, cuando se enfrentó con la
perturbación de esta correspondencia, se llega a convertir personalmente en la fuente de
todos los principios: como el arcángel Michael, castiga “la debilidad en la que todo el
mundo ha sucumbido” (Kleist, 1997), Prokharchin, por contraste, es superado por el final

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“Selfhood, Identity and Personality Styles” (Giampiero Arciero, 2009)

de la coincidencia que tanto ha temido, hasta el punto de que su vida pierde todo
significado. Es este cambio lo que Dostoevsky explora en su novela.

Semen Ivanovic Prokharchin estaba entrando en años; un hombre respetable y abstemio,


trabajaba como humilde oficinista, ganando salarios proporcionales a su rol. Vivía en la
casa de Ustin’ja Fedorovna, ocupando la esquina más oscura de la casa, y llevaba a una
vida modesta y retirada. Aunque Prokharchin sólo pagaba la mitad de la renta de los otros
inquilinos, su docilidad lo hizo uno de los inquilinos favoritos de Ustin’ja Fedorovna.
Prokharchin, no obstante, no recibía la misma estima que los otros inquilinos. Aunque él
se consideraba una persona decente, ellos no lo consideraban como uno de los suyos.

Lo más sorprendente de todo era la austeridad de Prokharchin: siempre se las arreglaba


para economizar en comida y nunca gastaba más de 25 kopecks, contentándose a sí
mismo sólo con una porción de col y de carne. La mayoría de las veces, sin embargo, para
economizar incluso en su miserable comida, sólo comía pan con cebolla, queso y pepino.
Sólo cuando perdía la fuerza volvía a su escasa colación, por la que había tenido que
pagar.

Prokharchin no estaba interesado en compañía y conversación. No podía soportarlo


cuando aquellos que sabían de su reserva le preguntaban que guardaba en la pequeña
cesta que había bajo su cama. Todos en la casa sabían que todo lo que contenía eran
harapos viejos, tres pares de botas gastadas y algún otro traste. Prokharchin, por otra
parte, valoraba de sobremanera sus pertenencias. Cuando, un día, un tipo se atrevió a
sugerir que Prokharchon estaba acumulando cosas que deseaba traspasar a sus
herederos, Prokharchin al principio murmuró insultos en voz baja, luego se calmó; pero
después de haberse ido a la cama comenzó de nuevo, esta vez apuntando al hombre
directamente. En los días siguientes, reuniéndose con los otros inquilinos mientras
tomaban té, Prokharchin agarró al tipo otra vez para dejarle claro que él era un hombre
pobre sin nada que ahorrar, y que todo su salario iba en apoyo de una hermanastra.
Después de una larga y elaborada explicación, que repitió varias veces para impresionar a
sus oyentes, Prokharchin se calló. Tres días después, sin embargo, sorprendió a todos
insultando al joven inquilino que había tenido la mala idea de molestarlo con su supuesta
herencia.

La gente en la casa encontró que la actitud de Prokharchin no sólo era bizarra, sino que
también divertida, hasta el punto que decidieron atacarlo en grupo. Como últimamente
Prokharchin había empezado a formar parte de las conversaciones de los inquilinos
durante el té, cada vez que él llegaba, los más jóvenes, intercambiando miradas,
empezarían a contar un cuento nuevo y totalmente fabricado con el mismo tema en
mente: la austeridad de Prokharchin. Contarían historias de oficina acerca de cómo los
oficinistas casados eran más adecuados para la carrera que los solteros, de cómo se les iba
a enseñar buenos modales a aquellos que no los tenían ajustándoles sus salarios, o acerca
de cómo a unos pocos empleados, particularmente los más viejos, se les iba a pedir

139
“Selfhood, Identity and Personality Styles” (Giampiero Arciero, 2009)

algunos exámenes – la implicación aquí era que esas personas tendrían que gastar algo de
dinero con el fin de entrenarse adecuadamente.

Prokharchin, que odiaba lo novedoso, de repente y sin ninguna razón aparente, empezó a
cambiar su carácter. Se volvió inquieto, suspicaz, alarmado, y particularmente preocupado
por la veracidad de las noticias que le llegaban. Este cambio se volvió tan grave que la
conducta de Prokharchin, absorbida mientras estuviera en sus propias fantasías, se hizo
impactante. Finalmente, un día, se marchó de la casa y de la oficina.

La desaparición de Prokharchin trajo confusión a la casa. Tres días más tarde, Ustin’ja
Fedorovna, que siempre había considerado a Prokharchin como su inquilino favorito,
envió a resto de los inquilinos a buscarlo. Dos de ellos regresaron, reportando que lo
habían visto en compañía de una persona de mala reputación que, unas semanas antes, le
había pedido a Ustin’ja Fedorovna ser aceptado como inquilino pero que había sido
rechazado. Tranquilizados al haber encontrado a Prokharchin, los inquilinos le jugaron
otra broma. Con una vieja manta y la gorra del propietario construyeron un maniquí; lo
pusieron en la cama de Prokharchin con la intención de decirle, a su regreso, que su
hermanastra se había trasladado de la provincia a su cuarto. Los inquilinos esperaron gran
parte de la noche a Prokharchin, pero él nunca llegó. A las cuatro de la mañana, todos se
despertaron por un fuerte golpe en la puerta: un cochero arrastraba a un empapado
Prokharchin, quien se había desmayado y que se sacudía por las convulsiones. Los
inquilinos lo miraron y se dieron cuenta de que no estaba borracho. Lo acostaron en su
cama, donde pasó varios días, quejándose a veces de su pobreza.

Prokharchin estaba destinado a nunca recuperarse. Alentado por los otros inquilinos, en
medio de ataques de delirios y desmayos, Prokharchin entregó una explicación clara de su
condición: “… como yo soy pobre, iban ellos a tomar mi trabajo… iban ellos a tomarlo tal
cual… porque, hermano, ahora hay un trabajo para mí, pero no siempre podría estar ahí…
me entiendes?” Un momento antes de morir, sollozando, Prokharchin repitió una vez más
que él era pobre, que le dieran algo de comer y beber, y que lo cuidaran.

Los otros inquilinos estaban conmovidos. Algunos lloraron, algunos se arrepintieron de


haber asustado al pobre Prokharchin, algunos estaba sorprendidos de cómo este hombre
podría haber alterado su vida completa por el hecho de escuchar unas pocas palabras
sobre él en broma.

La pequeña cesta de Prokharchin fue abierta y se descubrió que contenía harapos y varias
chucherías. Su almohada fue inspeccionado y también su colchón. Cuán sorprendidos
estaban los diez inquilinos cuando un montón de monedas cayeron desde un hoyo en su
colchón. Cuando abrieron todo el colchón, una pequeña fortuna salió a la luz. Semen
Ivanovic Prokharchin yacía en medio de un colchón de plumas “al estilo de un duro
capitalista de larga experiencia, quien incluso en su ataúd no soñaría en gastar ni un solo
momento de inactividad, él parecía estar completamente inmerso en una especie de
cálculos especulativos” (Dostoevsky, 1998).

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“Selfhood, Identity and Personality Styles” (Giampiero Arciero, 2009)

Las dos novelas de Kleist y Dostoevsky reconfiguran lo que aparentemente son


experiencias incomparables. En el primer caso, un hombre, Kohlhaas, después de percibir
que la justicia gobernante del mundo ya no es más una justicia recta, escoge ponerse él
mismo sobre ella para rectificarla. En nombre de la justicia, habiendo negado cualquier
compensación por los dos caballos que habían sido maltratados, Kohlhaas difunde el
terror y la muerte a su alrededor, hasta el punto de preferir ser ejecutado antes que
renunciar a su búsqueda de venganza.

En el segundo caso, un miedo de que el orden presente de las cosas podría cambiar
induce a Prokharchin a perder toda fuente de significado. A través de una serie de bromas
– las que él no percibe como tales – Prokharchin es llevado a creer que perderá su trabajo.
El pobre hombre empieza a percibir que la correspondencia entre sus posible acciones en
el mundo y los principios que regulan sus propios sentimientos y actos – una conexión
basada en la austeridad – se ve amenazada y podría llegar a su fin. La austeridad es el
sistema de significado que le permite a Prokharchin sentirse situado y uno con su
experiencia del mundo; sin embargo, al mismo tiempo, la austeridad sólo representa una
fuente de significado (y que sitúa entonces a Prokharchin en el mundo) que le proveía un
trabajo garantizado en la oficina. Si perdiera ese trabajo, su vida colapsaría, porque todo
el sistema de coordenadas que la austeridad le aportó a su experiencia diaria también
perdería todo significado. Significativamente, las últimas sensibles palabras que
Prokharchin pronunció antes de abandonarse a sí mismo lamentándose de su pobreza y,
finalmente, muriendo, tienen que ver con la posible pérdida de su trabajo.

La diferencia crucial entre los dos modos de ser de estos personajes yace precisamente en
el modo con que ellos perciben la relación entre el conjunto de reglas que gobiernan el
mundo y sus propias experiencias. El asunto en juego en el caso de Kohlhaas es la sobre-
determinación de su propia experiencia personal: sobre la base de esto, el personaje
proclama la falla de la justicia, entendida aquí como el orden del mundo, y la necesidad de
restablecerla. Con el objeto de entender qué es lo que pasa por la mente de Kohlhaas, es
útil referirse a las palabras antes citadas por Raskolnikov en Crimen y Castigo: “Yo
simplemente sugiero que el hombre ‘extraordinario’ tiene el derecho… No me refiero a un
derecho formal, oficial, sino que él tiene el derecho en sí mismo, para permitir que su
conciencia traspase… ciertos obstáculos, pero sólo en la eventualidad que sus ideas (lo
que a veces podría ser saludable para toda la humanidad) lo requieran para su
cumplimiento” (Dostoevsky, 1953).

Es con temor y angustia que Prokharchin percibe la posibilidad de un cambio en el orden


del mundo, por los escenarios descritos por sus compañeros inquilinos que no le
permitirían continuar actuando en conformidad con esos principios (por ejemplo, la
austeridad) que son significativos para él: no sólo sus acciones perderían significado, sino
que todo el sistema. Después del colapso de la austeridad como sistema de significado, la
experiencia del Self se vuelve dolorosa: es como si el sujeto fuera abrumado por un

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“Selfhood, Identity and Personality Styles” (Giampiero Arciero, 2009)

mundo que ya no puede ordenar y acceder a través de su experiencia, la que entonces


pierde su significado.

Entre estos dos polos, marcada por percepciones opuestas del Self, están una serie de
estados intermedios, que se caracterizan por una adherencia incompleta al sistema
objetivo de co-determinación de significado. Si en cada caso la ipseidad adquiere
significado a través de su correspondencia a un conjunto impersonal de referencias, que al
mismo tiempo media el encuentro del sujeto con el mundo, entonces cualquier
disminución de la coincidencia del sujeto con ese orden implicará un grado de distancia
entre la experiencia y el sentido. Por ejemplo: si las acciones y emociones de un sujeto se
vuelven relevantes en relación a la rectitud de su conducta como padre, el hecho de que
el pueda haber tenido un ataque de ira en contra de su hijo, sólo porque lo molestaron
cuando estaba leyendo el diario, no puede ser reconciliado con su sentido de ser un padre
recto. La experiencia de rabia de la persona, no se ajusta con el sistema de co-
determinaciones de significado que guían su conducta. Esto origina una inconsistencia
entre la experiencia y el sentido.

Esta alteración de la unidad entre el sistema de significado de un individuo y su


experiencia se traduce en una condición que está definida por un sentimiento más o
menos profundo de indecisión, inseguridad y de ser incompleto (Janet, 1904). Esta
condición engendra un rango de comportamientos heterogéneos y cambiantes que, no
obstante, están destinados al logro de estabilidad: una búsqueda de correspondencia
entre la experiencia y el sentido. Volviendo al ejemplo anterior, un padre que recién ha
tenido un estallido de ira sin motivo en contra de su hijo es probable que le pida perdón, y
que justifique su propia reacción basado en las coordenadas de sentido de su propio
sistema, con el cual se ajustará una vez más. Alternativamente, el individuo en cuestión
podría pasarse horas pensando en el episodio que ocurrió, cuestionando su propio
comportamiento como padre, midiendo las consecuencias de su reacción hacia su hijo,
evaluando la posibilidad de que acciones similares – y sus peligrosas consecuencias –
puedan ocurrir de nuevo en el futuro debido a la ira incontrolable, y así sucesivamente. La
misma dialéctica entre la ipseidad y un sistema impersonal de significado (alteridad) que
subraya la formación de la personalidad del sujeto también encarna – como veremos en el
próximo capítulo – el núcleo psicopatológico distintivo común a todos los desórdenes
obsesivo-compulsivos.

Si el significado de la experiencia personal está asegurado por la posibilidad de


corresponder a un sistema impersonal de sentido, y si es esta correspondencia la que
provee un sentimiento de estabilidad individual, las emociones no-básicas también juegan
un papel central. Las emociones no-básicas se originan de la correspondencia del sujeto
con el sistema de sentido con la cual experiencia concreta siempre está co-determinada.
En el caso de este estilo de personalidad, como opuesto al estilo EDP, los individuos co-
perciben sus sentimientos y actos a través de los valores de un sistema impersonal de
sentido por medio del cual evalúan su propio comportamiento. Las emociones focalizadas
en el Self como la vergüenza o el orgullo – que se relacionan con la evaluación global del

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“Selfhood, Identity and Personality Styles” (Giampiero Arciero, 2009)

Self – o la culpa – que está conectada al juicio de una acción cualquiera o a la vergüenza
derivada del compartir la propia conducta – son un rasgo importante de este estilo de
personalidad. Igual de importante son las emociones que se focalizan en los demás, como
la rabia, el disgusto y el desprecio relacionado a la violación de las coordenadas de sentido
por la cuales el sujeto regula su experiencia y ordena el mundo. De particular interés, en
este contexto, son el disgusto y su relación con las actitudes inter-grupo. Un estudio
realizado con un grupo de canadienses ingleses reveló que el disgusto interpersonal se
relaciona de manera indirecta con las actitudes hacia los inmigrantes, las que se canalizan
a través de diferencias individuales de orientación ideológica (por ejemplo, el
autoritarismo de derecha), y a través de percepciones deshumanizadoras del exo-grupo
(Hodson y Costello, 2007).

La relación del sujeto con su mundo emocional a menudo ha sido considerada como el
problema crucial detrás de este estilo de personalidad. Es como si una dimensión
emocional fuera incompatible con este modo de ser, marcado por un sobre-desarrollo
hipertrófico de los aspectos cognitivos.

Esta afirmación comúnmente dicha sólo es parcialmente cierta, mientras la compleja


variedad de experiencias emocionales que caracterizan a este estilo de personalidad sea
co-determinada por los sistemas de sentido a los cuales correspondan estas emociones.
Por eso, el mismo estado emocional, la rabia por ejemplo, podría ser considerado como
apropiado por la persona que la experimenta – como en el caso de Kohlhaas – o
absolutamente inapropiada y casi ajena – como en el caso del padre que mencionábamos
anteriormente – dependiendo de si la condición emocional en cuestión (y su intensidad)
se corresponde con el sistema por el cual es co-percibida. En la ausencia de cualquier
correspondencia, la condición es percibida por el sujeto como una amenaza a su
integridad y por ende a su estabilidad. Obviamente, las situaciones en las cuales la calidad
afectiva y la intensidad no son previsibles pueden tener un impacto crítico en la
mantención de la estabilidad personal. Este es el caso, por ejemplo, del desapego de los
adolescentes; con el establecimiento, la consolidación y la ruptura de los lazos
sentimentales; con el duelo, el embarazo y el nacimiento. Un ejemplo claro de esto es el
desorden obsesivo-compulsivo postparto, en el cual la aparición prenatal a veces se
caracteriza por miedos a contaminarse, y la aparición posparto por pensamientos
indeseables de dañar al recién nacido (ver Abramowitz et al., 2003).

Por otra parte, incluso el sistema valórico sobre el cual una persona basa su estabilidad
puede ser desafiada por eventos que desaprueben sus verdades, hasta el punto de quedar
completamente confundido – como en el caso de ciertas formas de conversión.

Un análisis de los fundamentos del estilo de personalidad OCP que no tome en cuenta una
de sus formas limitantes con el estilo EDP sería incompleta. Como la línea entre los dos
estilos de personalidad ha sido materia de largo debate cuando llega a la anorexia y la
bulimia nerviosa, sería bueno destacar las características de esta forma única en una
sección dedicada a los desórdenes estructurales.

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“Selfhood, Identity and Personality Styles” (Giampiero Arciero, 2009)

6.3 Desórdenes

En el transcurso de la sección anterior, recalcamos repetidamente cómo es que a la base


del estilo de personalidad OCP yace una ipseidad formada por una adherencia a un
sistema impersonal de significado que puede configurarse de varias maneras. Esta
adherencia simultáneamente le otorga orden al mundo y al significado de la propia
experiencia, proporcionando así una percepción de estabilidad personal. Por lo tanto, la
alteración (hasta el punto de la ruptura completa) de la correspondencia entre la propia
experiencia y el propio sistema de significado, emitiendo sentimientos y acciones desde
un conjunto estable de coordenadas usadas para co-percibirse, engendrar un sentimiento
de indecisión, inseguridad y de ser incompleto. Esta percepción ontológica de Self, por así
decirlo, brota del mismo corazón de la ipseidad, ya que se produce por la pérdida de esa
correspondencia con la alteridad impersonal que hace que los individuos OCP se sientan
situados. Como ha observado correctamente Janet, este sentir – manifestado en la esfera
de la acción (por ejemplo, la indecisión), del intelecto (la duda), o de las emociones
(malestar) y de la auto-percepción (sentido de auto-alienación) – es una de las señales de
la psicastenia.

Al examinar este sentir al final de su primer volumen – así como en tantas otras secciones
de su importante estudio sobre las obsesiones y la psicastenia, Janet pregunta: “Ne se
pourrait-il pas qu’il (le malade c.m.) ait g_en_eralis_e _a tort et _a travers, qu’il ait
appliqu_e _a un acte insignifiant un sentiment d_etermine’ par une imperfection
psychologique r_eelle?. . .c’est vers cette opinion que je tendrais et pour moi le probl_eme
des scrupuleux consiste a trouver quelle est cette imperfection psychologique…” (Janet,
1904).

Ahora podemos intentar responder esa pregunta: el sentirse incompleto del que habla
Janet corresponde a una alteración del sentirse situado que se origina de la distancia entre
la experiencia vivida del sujeto y su sistema impersonal de sentido. Esta es la
“imperfección psicológica” que “como una espina en su costado, preocupa
constantemente a los sujetos y engendra los rasgos característicos de una personalidad
obsesiva.

De acuerdo con esta perspectiva, es posible re-examinar una serie de descubrimientos en


fMRI que sugieren que a la base de la enfermedad yace una disfunción de los circuitos
talámicos-órbitofronto-estriatales (Saxena et al., 1998; Saxena, Bota y Brody, 2001;
Gaybiel y Rauch, 2000; Kringelbach y Rolls, 2004) y, menos consistentemente, de las
estructuras límbicas (hipocampo, giro cingulado anterior, amígdala) conectadas al
procesamiento de recompensa (O’Doherty et al., 2001; Murray, O’Doherty y Schoenbaum,
2007; Kailn, Shelton y Davidson, 2007). Esta alteración podría explicar la ausencia de un
sentimiento de lograr una meta, por ejemplo cuando una acción cualquiera es realizada
de manera que se perciba como siendo consistente con principios significativos. El sentido
del sujeto de sentirse incompleto sería visto entonces como surgiendo del desbalance

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“Selfhood, Identity and Personality Styles” (Giampiero Arciero, 2009)

entre las vías excitatoria e inhibitatoria dentro de los circuitos fronto-estriatales (Saxena
et al., 1998; Saxena, Bota y Brody, 2001). Aunque una serie de estudios proporcionan
evidencia para el planteamiento de una red neuronal distinta para cada síntoma (Phillips
et al., 2000; Saxena et al., 2004; Mataix-Cols et al., 2004), lo que queda por definir son los
correlatos comunes detrás de estos muchos y heterogéneos desórdenes. Sólo a la luz de
una característica compartida que sustente el sentido de inseguridad de los sujetos se
puede explicar la variedad sintomática de un modo coherente (Mataix-Cols, do Rosario-
Campos y Leckman, 2005).

El sujeto percibe su indecisión como una desaparición de significado, por cuanto le


previene de comprender su experiencia vivida a través de las coordenadas de un sistema
de anclaje. Percibe entonces su experiencia como algo que es distante, hasta el punto de
ser ajena. Sin embargo, así como la certeza de un orden al cual el individuo puede
ajustarse le proporciona un sentido de seguridad respecto a su propia conducta bajo toda
circunstancia, y le permite prever correctamente las consecuencias de sus acciones, una
condición de inseguridad descarta tal posibilidad.

Que el Self se sienta incompleto centra la atención del sujeto en el presente a tal punto
que limita su sentido de iniciativa. Esto parece particularmente evidente en lo que varios
autores han descrito como dos rasgos distintivos de la personalidad obsesiva: el
perfeccionismo y la indecisión.

Ya se han hecho referencias en relación al estilo de personalidad EDP a una especie de


perfeccionismo “estratégico” destinado a minimizar las opciones de una evaluación
negativa. Este tipo de perfeccionismo comparte ciertos rasgos con el perfeccionismo auto-
orientado – la búsqueda por un modelo ideal – y con el perfeccionismo socialmente
prescrito – la conformidad a las expectativas de los otros.

En el caso de las personalidades obsesivas, por contraste, la búsqueda de perfección se


relaciona con un sistema impersonal a la cual el sujeto refiere con la finalidad de alcanzar
estabilidad. El perfeccionismo representa aquí un intento de asegurar o restablecer la
certeza con respecto al significado de la experiencia del sujeto; en su forma patológica,
conduce a la realización de una serie de acciones repetitivas de control (que pueden
involucrar a otras personas, solicitada para tranquilizar al sujeto confirmando sus
acciones), la escrupulosidad y la exactitud en la realización de acciones incluso
insignificante, hasta una atención exagerada hacia el detalle que un observador externo
encontraría irrelevante. En el corazón del perfeccionismo yace la necesidad de ajustarse a
cierto criterio que mantiene o restablecer la estabilidad personal al sentirse situado. De
este principio deriva el poder de los rituales para reducir la ansiedad, que consiste en la
realización de actos conductuales o mentales de acuerdo a una secuencia establecida.

La búsqueda de perfección que es un rasgo constitutivo de la personalidad obsesiva no se


debería confundir con la conducta perfeccionista. Para citar a Hewitt y Flett (1991), “el
perfeccionismo auto-orientado involucra conductas perfeccionistas auto-dirigidas”.

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“Selfhood, Identity and Personality Styles” (Giampiero Arciero, 2009)

A la base de esta distinción es posible trazar una mayor: entre el perfeccionismo que
afecta a la personalidad en cuestión como un todo, y el que está conectado con el
desorden obsesivo – aunque la línea entre los dos no siempre es un corte claro. El
perfeccionismo de esta personalidad es uno estructural, en el sentido de que está
implícito en la necesidad de adherir a un sistema de significado para co-percibirse. La
indecisión claramente exacerba esta tendencia generando sus variantes patológicas; sin
embargo, precisamente porque el perfeccionismo es un elemento constitutivo de la
personalidad, sería erróneo decir que surge como una consecuencia de la indecisión
(como lo mantenía Guidano y Liotti, 1983). Por el contrario, es posible decir que el
perfeccionismo sintomático es instrumental, ya que sirve para reducir la ansiedad, como
es claro en el caso de las compulsiones.

Dadas estas premisas, es posible distinguir entre desórdenes estructurales de esta


personalidad, como la escrupulosidad, la acaparación compulsiva y la complacencia lógica,
que refieren temáticamente al orden en el que se basa la personalidad, y los desórdenes
obsesivo-compulsivos, que afectan generalmente a la relación del individuo consigo
mismo, con los otros y con el mundo.

Además del perfeccionismo, el otro rasgo esencial que debemos tomar en cuenta cuando
analizamos a la personalidad obsesiva es la indecisión: la locura de la duda, como lo
denominó Ribot (1904), enfatizando la indecisión y la impotencia de la voluntad que
caracteriza al desorden.

La indecisión y la duda tienen que ver con el presente, ya que previenen la ejecución de
acciones y decisiones; sin embargo, también están conectadas con la previsión de posibles
consecuencias de un acto más o menos voluntarios, predichos sobre la base de la
condición presente de indecisión – de una condición que se caracteriza por una
incapacidad para distinguir lo que es relevante de lo que no. El sentimiento de indecisión
del sujeto no sólo afecta su percepción de la experiencia vivida, sino que también está
reflejada en la anticipación de las consecuencias de una acción.

La persona que debe actuar o escoger se encuentra a sí misma entonces en una condición
de analizar las posibles consecuencias y contraindicaciones de una acción o elección
determinada, sin tener algún punto de referencia o sistema en el cual confiar con la
finalidad de tomar una decisión correcta. Lo que podría ser adoptado como criterio en un
contexto, entonces, es el daño que una opción dada pudiera causar. La meticulosidad y
lentitud de un proceso de toma de decisión basado sobre una valoración de los resultados
más catastróficos que pudieran suceder, constituye un intento de limitar el riesgo de
consecuencias inesperadas, teniendo el efecto paradójico de que aumenta la indecisión
del sujeto. Ya que una predicción exagerada de las consecuencias negativas hace que el
resultado anticipado de una elección determinada, o de su opuesto, tan incierta como
para afectar el presente bloqueando cualquier iniciativa de parte del sujeto y sofocando
su voluntad.

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“Selfhood, Identity and Personality Styles” (Giampiero Arciero, 2009)

El tema de la responsabilidad y de la percepción patológica de la responsabilidad está


relacionada con esta anticipación de los resultados negativos. El origen de la
responsabilidad disfuncional, que de acuerdo a Salkovskis (1985, 1989) consiste en la
valoración distorsionada del poder de las propias acciones para producir o prevenir daño,
debe remontarse al sentimiento de indecisión detrás de la anticipación. Lo que hace que
el sujeto se sienta sobre-responsable es su apreciación de las consecuencias dañinas a la
luz de una incapacidad para distinguir qué es relevante y qué no. La responsabilidad aquí
tiene que ver con la iniciativa y por lo tanto las consecuencias de haber puesto un sistema
en movimiento (Von Wright, 1971). Este aspecto, que es particularmente evidente entre
los sujetos que se caracterizan por la revisión patológica, se exacerba por las obsesiones
sobre seguridad o el posible daño de los demás (Rasmussen y Eisen, 1989, 1992;
Summerfeldt y Endler, 1998).

Desórdenes de personalidad por temas

Escrupulosidad

Esta es una forma de perfeccionismo estructural caracterizado por un peculiar sistema de


anclaje – que consiste en una serie de temas morales o religiosos – mediante el cual el
sujeto le otorga significado a su experiencia. A la luz de este sistema de referencia, la
discrepancia entre la experiencia actual del sujeto y el sentido asignado a esa experiencia
(sobre la base de reglas dadas) es percibida como una forma de incertidumbre religiosa o
moral. En este contexto interpretativo, el cuerpo y sus variadas condiciones juegan un
papel central, como las fuentes de experiencias que no están de acuerdo con los principios
de la persona y que entonces se perciben como pecaminosos e inmorales. Uno de los
temas más comunes es el sexual, pero también son comunes otros temas emocionales
moralmente relevantes, como la rabia, la envidia o la alegría. Varios estudios
epistemológicos muestran que las obsesiones religiosas, sexuales y agresivas pueden
suceder simultáneamente (Leckman et al., 1997; Mataix-Cols, do Rosario-Campos y
Leckman, 2005; McKay et al., 2004).

Para entender mejor las dinámicas de fondo en la escrupulosidad, hay que considerar los
orígenes del desorden. Imaginemos un sujeto que experimenta la emergencia de un
estado de activación sexual que no se ajusta al conjunto de principios sobre los cuales él
mide la rectitud de su propio comportamiento: por ejemplo, una fantasía sexual que
involucre al amigo de su esposa. El sujeto en este caso percibiría la condición de
excitación, aunque no reconociéndolo como propio; sino que lo consideraría como algo
ajeno, dependiendo de la magnitud con la que falle en conformarse con el sistema de
referencia que está a la base de cómo el sujeto co-determina su experiencia. Esta
inconsistencia engendrará una condición por la cual el sujeto percibe una experiencia
emocional como algo ajeno de sí mismo. Aquí yace el origen de la incompletud
(incertidumbre).

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“Selfhood, Identity and Personality Styles” (Giampiero Arciero, 2009)

Las consecuencias más obvias de esta duplicidad son la confusión de significado, la


confusión y la alteración del estar situado. Esta condición gatilla un sentido más o menos
profundo y estable de ansiedad (que tiene asignado un rol fundamental en el modelo
Freudiano del desorden obsesivo). Mientras que muchos individuos consideran la
emergencia de este desorden, con todos los cambios que implica, como un punto de
inflexión trascendental en sus vidas, otros lo ven casi como una consecuencia natural de
su modo de ser. Lo que todos estos sujetos comparten en común es el modo de percibir
su experiencia presente y la perspectivas futuras a la luz de la incertidumbre que rodea su
rectitud moral o religiosa.

Como consecuencia de esta condición, los sujetos son llevados a examinar su conducta
presente, pasado y futura incluso con mayor meticulosidad, debido a la preocupación por
la propia percepción de inmoralidad. Esto conduce a una vigilancia aumentada respecto
de sus pensamientos, palabras, sentimientos y actos en el intento de detectar cualquier
violación moral o un acto pecaminoso incluso en las circunstancias más cotidianas,
amplificando así su significado con el objeto de controlarlos. La necesidad de salvaguardar
la distancia entre su experiencia y las reglas refuerza la necesidad de ajustarse a las reglas
mismas (incrementando así la perfección). Esto a la vez los lleva a situaciones aún más
críticas, lo que genera un círculo vicioso.

Este proceso, que a menudo implica sentimientos de culpa y/o vergüenza, también da pie
a dudas y actos mentales repetitivos; fomenta una fijación de la atención y de la
meticulosidad de análisis que cambia el horizonte diario del sujeto, empeorando su
sentido de incertidumbre. Los pacientes pueden gastar noches enteras tratando de
reconstruir un episodio cualquiera, en el intento por comprender todas sus consecuencias
a través de un análisis detallado de los detalles irrelevantes (baja-inclusividad), para medir
la naturaleza y grado de sus propios pecados, y de los posibles castigos.

Otra frecuente fuente de desajuste es la emergencia de imágenes intrusivas o


pensamientos indeseados. Los sujetos intentan liberarse de ellos, con el resultado
paradójico de incrementar su frecuencia. El individuo en este contexto a menudo se
vuelve hacia su confesor en un intento de ajustarse una vez más a sus principios religiosos.
La confesión, como ritual, puede así convertirse en una característica del desorden en sí
misma. A veces, la imágenes son tan sacrílegas y los pensamientos tan abominables como
para no poder ser mencionados. En tales condiciones, el sujeto podría llegar a desarrollar
rituales de manera compulsiva y a repetir oraciones que le ayuden temporalmente a
reducir su ansiedad, pero que a la larga podrían volverse patrones fijos que pueden
consumir tiempo y esfuerzo (Abramowitz, 2008) o causar una depresión seria. Otras
veces, el sentimiento de experimentar imágenes que uno más bien podría no
experimentar, de actuar contra la propia voluntad, o de tener pensamientos pecaminosos,
corresponde a una doble percepción del Self: como si una parte del Self (la parte
pecaminosa) se opusiera a la otra (la parte virtuosa) originando dudas, formulando
acusaciones y poniéndola a prueba atormentándola con blasfemias. Los diálogos internos

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“Selfhood, Identity and Personality Styles” (Giampiero Arciero, 2009)

entre estas dos partes del Self del sujeto pueden durar semanas, sólo para ser
reemplazados por otros diálogos igual de inconclusos. Condiciones similares pueden
además engendrar varios tipos de compulsión destinada a aliviar el profundo sentimiento
de ansiedad que afecta al sujeto.

Acaparación

Esta es la forma del perfeccionismo estructural que se parece a la anterior, pero que
afecta particularmente a la relación que tiene el sujeto con el mundo. Frost y Hartl (1996)
han sugerido que la acaparación compulsiva clínica consiste en tres elementos principales:
“1. La adquisición, y el no poder desechar, un gran número de posesiones que parecen ser
inútiles o de un valor limitado, 2. Espacios de vida desordenados que no permiten realizar
actividades para los que esos espacios fueron diseñados, 3. Malestar significativo o
discapacidad de funciones causados por la acaparación (excesiva ansiedad cuando los
demás tocan o mueven las cosas, conflicto con el propia cónyuge por el desorden,
enfermedad de un miembro familiar relacionado con el desorden como las alergias,
incapacidad para completar actividades necesarias debido al desorden, como cocinar,
pagar cuentas, etc., aislarse de las relaciones sociales debido al desorden)”.

¿En qué sentido esta forma de perfeccionismo afecta particularmente a la relación que
tiene el sujeto con el mundo? Mientras que en el caso de la escrupulosidad la reflexión del
individuo está basada en la relación entre sus propias experiencias y un sistema de reglas,
lo que le permite reconocer las experiencias en cuestión como significativas (para que esta
correspondencia genere certeza de significado), en el caso de la acaparación, la alteridad a
través de la cual la persona evalúa su propia conducta se basa en un sistema de
coordenadas que guía su conexión con los objetos inanimados que le pertenecen y que
acumula.

El tema central de este desorden claramente es el significado de acumular objetos sin


valor como diarios, ropa vieja y así sucesivamente hasta el grado de volver el propio
espacio vital en un cuarto de desorden. ¿A qué percepción de estar situado le
corresponde esta condición? ¿Qué orden se puede descubrir en medio de montones de
periódicos y ropa, a lo largo del camino que conduce a la propia habitación a través de
montones de basura hasta el techo, o en un comedor lleno de viejas cuentas, estados de
cuenta, correo basura y bolsas de plástico?

Un estudio crucial realizado por Furby (1978) sobre la naturaleza de la conducta posesiva
de los seres humanos, que inspiró la igualmente importante investigación de Frost et al.
(1995; Frost y Gross, 1993; Frost y Hartl, 1996; Frost, Steketee y Williams, 2000; Frost y
Tolin, 2008), ha provisto una exploración trans-cultural de las motivaciones que hay detrás
de la posesión y sus variados significados a través de los años. El descubrimiento más
significativo de este estudio fue que, en todas las edades, la posesión tiene una función
instrumental, ya que hace posibles ciertas actividades y placeres. O sea, la posesión de
objetos le permite a los individuos hacer uso de cosas para lograr resultados deseados en

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“Selfhood, Identity and Personality Styles” (Giampiero Arciero, 2009)

sus ambientes. La fuerza motivacional detrás de la posesión está muy relacionada con el
control del propio ambiente y por ende del propio sentido de seguridad. Curiosamente, el
mismo estudio reportó que la seguridad era uno de los factores que se evocaba con mayor
frecuencia en los sujetos adultos.

La otra causa principal de la posesión que emerge del estudio de Furby es lo que él llama
“afecto por el objeto”. Furby escribe (1978), “esta dimensión claramente es de una
naturaleza diferente respecto de la dimensión de control instrumental – está focalizada
sobre una emoción o sentimientos que el dueño experimenta respecto del objeto”. Es
decir que el objeto material adquiere un significado especial para el sujeto como si este
fuera parte de una experiencia significativa para él. La persona desarrolla así un apego por
las posesiones materiales.
Al adoptar esta perspectiva sobre la naturaleza de la posesión, ha sido posible analizar la
acaparación compulsiva relacionando el desorden con la alteración del sentido del sujeto
sobre la posesión. En línea con el estudio de Furby, ha sido posible distinguir entre una
población de acaparadores caracterizados por un guardar instrumental de una que por el
contrario se caracteriza por un guardar sentimental.

El primer grupo se trata de individuos que acumulan posesiones inútiles para lo que ellos
atribuyen las mejores chances de ser usadas. Lo que quiere decir “las mejores chances” es
una anticipación de los escenarios más improbables en los que un objeto cualquiera – de
los que han sido acumulados – pudiera probar ser de mucha utilidad. Al mismo tiempo,
estos sujetos escogen no deshacerse de nada porque “nunca sabes” lo que podría
suceder. De acuerdo a este principio, los acaparadores cargan más “objetos por si acaso”
con ellos (Frost y Gross, 1993). La posesión guardada adquiere entonces un significado en
relación con el potencial uso asignado por la imaginación del acaparador. La persona aquí
se siente responsable de preservar un objeto para estar preparado ante cualquier
circunstancia excepcional donde le vaya a ser útil (Frost et al., 1995). Cada objeto
acumulado representa la solución de una posible necesidad, lo que le permite al
acaparador controlar su futuro.

La pregunta que debemos contestar aquí es: si los acaparadores – como han argumentado
Frost y Gross (1993) de acuerdo con Furby (1978) – coleccionan el desorden como una
forma de seguridad, ¿por qué ellos ven confort donde otros sólo ven basura?

El segundo grupo de acaparadores comprende a esos sujetos que acumulan basura por
razones sentimentales. Los apegos a las posesiones marcan momentos significativos en
cada una de las vidas de los individuos, aunque sólo sean huellas del paso del tiempo:
huellas de un tiempo que ya pasó (Kleine y Baker, 2004). Cada individuo posee ciertos
objetos a los que les tiene cariño: objetos que son parte de su historia personal y que
posee más que por un valor instrumental. Al entrelazarlo con las experiencias personales
de un individuo, un objeto se contamina, por así decirlo (Belk, 1988; Watson, 1992): se
vuelve único e irremplazable como las experiencias a las que está conectado. El reloj que
una persona usa cada día, por ejemplo, puede recordarle a un amigo cercano y las

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“Selfhood, Identity and Personality Styles” (Giampiero Arciero, 2009)

circunstancias particulares en los que lo recibió. Igual que como este objeto trae un cierto
evento a la mente de la persona, así también “las posesiones son frecuentemente
adquiridas y retenidas para recordar momentos placenteros del propio pasado” (Belk,
1990).

Esta especie de pertenencia de un objeto a una situación pasada – como si la evidencia


concreta de una cosa pudiera capturar la naturaleza fugaz de un evento testimoniando su
existencia – ha sido documentada empíricamente mostrando que las posesiones
especiales son irremplazables (Grayson y Shulman, 2000). Cuando a los participantes se
les preguntó qué es lo que perderían si una de sus posesiones irremplazables fuera
reemplazada por una réplica, ellos respondieron que sin ese enlace “real” su conexión
personal con los eventos pasados disminuía. A pesar de tener la memoria de esa
experiencia, ellos sentían que sin el objeto original perderían su conexión física con el
evento pasado. Por lo tanto, en la experiencia diaria, las posesiones irremplazables
pueden ser vistas como medios de referencia y verificación respecto a las experiencias con
las que están relacionadas.

El caso de los acaparadores sentimentales pone entonces una pregunta diferente: ¿Por
qué es que estos sujetos tratan los diarios viejos o las bolsas de supermercado como
posesiones especiales, igual como yo trato a mi reloj?

El primer aspecto que las dos formas de acaparamiento tienen en común es la relación
entre objetos y experiencias. Ambos, en el caso de la anticipación de una necesidad futura
y en la necesidad por evidencia de un evento pasado, la experiencia de la persona de su
relación con el mundo encuentra cierta confirmación en la posesión de un objeto. La
relación entre la experiencia personal y el orden de las cosas aquí está asegurada, y
reducida a la relación del sujeto con un objeto que posee. Así, por ejemplo, si un individuo
cree que necesitará defensas para su auto en el futuro, y que el modelo que él usa un día
podría un día dejar de fabricarse y entonces no estará más disponible en el mercado, al
comprar defensas y guardarlas, él se asegurará de que estos objetos estén disponibles, si
alguna vez los necesitara.

Esta especie de reducción implica que todas las relaciones posibles al orden del mundo se
encuentran en los objetos conectados a esas relaciones. Por ejemplo, todos los diarios que
una persona ha guardado por cinco años le asegurarán el hecho de que él posee
información importante respecto de cada día en el transcurso de esos cinco años. Es decir
que la posesión de cada papel es un indicador y garantía de una única relación con el
mundo. Lo que también implica esto es que las muchas relaciones que la persona tiene
con el mundo se reducen a su conexión posesiva con los objetos relacionados a esas
experiencias. Es esta conexión lo que asegura la oportunidad de obtener resultados
deseados en su ambiente. Lo que esto sugiere de manera indirecta es que la fuente de
inseguridad para el sujeto, y por lo tanto para el origen del desorden, yace en la alteración
de la relación entre las anticipaciones y las memorias por un lado, y los posibles cambios
en las circunstancias del mundo por otra.

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“Selfhood, Identity and Personality Styles” (Giampiero Arciero, 2009)

La segunda característica que los dos tipos de acaparadores tienen en común es el hecho
de que su incertidumbre tiene que ver tanto con sus experiencias pasadas como con las
que podrían ocurrir. En ambos casos, la posesión de un objeto es parte de una relación
con el pasado y con el futuro, lo que ancla la memoria o anticipación del sujeto con un
conjunto de elementos concretos, estables y controlables. Es como si cada objeto
acumulado, como un archivo de eventos personales sin un índice, actuara como referencia
para una situación dada, manteniendo la seguridad de una persona acerca de su vivir y
proporcionándole un significado estable de su experiencia, tanto pasada como futura.
Respecto de esto, el desorden acumulado y quien acapara busca maneras de enfrentar la
incertidumbre de la memoria y la inseguridad de la expectativa. A través del
acaparamiento, el carácter esquivo del tiempo se cristaliza, se concreta y se hace visible
de un vistazo.

Dado que los objetos acumulados le permiten a los acaparadores sentirse situados, es fácil
entender por qué a estos sujetos les cuesta abandonar sus posesiones, por qué reaccionan
de manera muy negativa cuando alguien no autorizado toca o mueve su basura, y por qué
consideran como una fuente de seguridad y como una posesión especial lo que otras
personas podrían considerar como basura. Estas dinámicas también cuentan para los
datos de fMRI que demuestran una actividad aumentada en la corteza anterior cingulada
(un área del cerebro asociada con el control automático) cuando los sujetos se enfrentan a
la posibilidad de desechar sus objetos.

La misma perspectiva también informa de perturbaciones cognitivas. Tanto la decisión de


no desechar posesiones como la de acumularlas están basadas en la necesidad del sujeto
de vincular el campo de los objetos acumulados a la posibilidad (anticipaciones y
memorias). Es la necesidad de esta conexión que también subyace a la underinclusion,
mientras que la certeza de la persona respecto de cualquier experiencia posible o pasada
se asegura aquí por medio de una correspondencia uno a uno entre la experiencia misma
y el objeto que se posee. Este proceso causa una discapacidad en la organización de la
información.

La misma necesidad puede también servir para explicar los déficits para tomar decisiones,
lo que más que una causa del desorden parecería ser una consecuencia del penetrante
sentido de inseguridad que obliga a los acaparadores a cristalizar el tiempo a través de las
cosas. Lo que también puede tener sentido dentro de este marco es la falta de confianza
de los sujetos sobre su propia memoria y la sobreestimación del registro de información
(Frost y Hartl, 1996).

Complacencia lógica

Con el fin de completar el presente análisis de los desordenes estructurales, es necesario


examinar una forma específica de la personalidad OCP que limita con la personalidad EDP.

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“Selfhood, Identity and Personality Styles” (Giampiero Arciero, 2009)

Hasta ahora, hemos subrayado el carácter impersonal del sistema de coordenadas que le
permite al individuo OCP a co-percibirse a sí mismo; diferente es en el caso del estilo de
personalidad EDP, donde hemos enfatizado cómo el polo a través del cual el sujeto
simultáneamente se define y se demarca a sí mismo es la co-percepción de la reciprocidad
del otro con su propio modo de ser. Estos dos modos se fusionan en una forma híbrida
que podría tener varias inflexiones o énfasis: una especie de complacencia lógica o moral.
El otro en este caso, aunque visto como un centro desde el cual demarcarse a uno mismo
y con quien corresponder, también es percibido como algo que encarna el sistema
valórico con el cual uno debe ajustarse. Este significado del otro deriva así del hecho de
que representa una encarnación estable del sistema de valores por el cual el sujeto se co-
define a sí mismo.

Esta mezcla única de elementos levanta la pregunta de cómo el sujeto puede distinguirse
a sí mismo de su fuente de sentido. Las características de tal problema difiere
significativamente de aquellos problemas similares que tiene la personalidad EDP: el
significado de la significancia del otro para los sujetos OCP es radicalmente diferente. Si la
auto-demarcación respecto de lo invasivo que puede ser el otro se basa en la oposición,
crea un sentido de culpa o vergüenza (relativo a la auto-evaluación moral), como el otro
también representa el sistema de significado con el cual el sujeto debe ajustarse. El sujeto
entonces evalúa su oposición a través del sistema de significado asegurado por el mismo
otro a quien se opone. La vergüenza o la culpa surge desde la evaluación negativa de él
mismo, o de la acción realizada a la luz de los estándares de referencia provistos por su
sistema de sentido. Un individuo, por ejemplo, que se siente irritado al haber fallado en
cumplir una demanda parental, podría percibir su sentimiento como un signo de su propia
desvalorización e ingratitud. Del mismo modo, en el contexto de la patología, el comer
compulsivo y las prácticas a través de las cuales la persona bulímica intenta enfrentar las
emociones negativas podría ser percibido por los sujetos como un signo de su propia
monstruosidad y vileza.

Mientas que la auto-demarcación del otro corresponde a un “exceso” de autonomía, la


elección independiente es acompañada por una percepción de vacío, una especie de
vergüenza moral o sentido de culpa que surge de la falta de conformidad del sujeto
respecto del sistema valórico encarnado por el otro. En ambos casos, las emociones
evaluativas son acompañadas de un inflado sentido de responsabilidad respecto del acto
que es percibido como desviado.

Un sentido de culpa, vergüenza e incertidumbre podría así llega a ser un rasgo fijo de un
modo de ser que – como lo demostró Kafka – es incapaz de liberarse a sí mismo de los
demás. “Es como si la persona fuera prisionera y no quisiera sólo escapar – lo que podría
ser posible – sino que también transformar su prisión en un magnífico castillo. Si se
escapa, no lo puede construir; si lo construye, no puede escapar. Si me quiero liberar de la
miserable relación que me une a ti, debo hacer algo que no se conecte contigo de ninguna
manera. El matrimonio aseguraría la más grande y honorable forma de independencia,
pero está muy conectado a ti” (Kafka, 1966).

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“Selfhood, Identity and Personality Styles” (Giampiero Arciero, 2009)

Este es el tema de una asombrosa historia de Kafka (1995), en la que el protagonista al


pasar el tiempo construye un laberinto que habita y que lo separa de los demás. Este
escondrijo – que le da a la historia sus título – fue primero cavado por el protagonista para
alejarse del mundo, pero termina convirtiéndose en una prisión en la que permanece
confinado.

Por otra parte, el resentimiento, la vergüenza y el sentido de desvalorización conectado


con la oposición, al igual que el vacío y la culpa conectados con todas las decisiones
tomadas de forma independiente en no conformidad con el modelo de referencia del
sujeto, así como de manera más general, cualquier condición que no se ajuste a sus
principios, engendra un sentido de incertidumbre que puede tomar la forma de duda o de
culpa hacia uno mismo. La inmovilidad derivada de esto puede causar que el sujeto se
vuelva a focalizar en su cuerpo, llevándolo así a trastornos alimentarios, hipocondría,
dismorfia, tricotilomanía y otros hábitos autodestructivos (por ejemplo, sacarse piel,
rascarse, comerse las uñas, etc.).

Uno de los temas más debatidos en la actualidad, también relacionado con la redacción
del DSM-V, es la relación entre los desórdenes obsesivo-compulsivos y los desórdenes
alimentarios, particularmente la anorexia nerviosa. Janet (1904) analizó la anorexia en
términos de obsesión. Al discutir “obsesions de la honte du corps”, él menciona el caso de
Nadia, una paciente anoréxica de 27 años con síntomas obsesivos. La misma perspectiva
es seguida actualmente por autores que desean incluir los desórdenes alimentarios en el
espectro de los desórdenes obsesivo-compulsivos (McCabe y Boivin, 2008).

Sin embargo, los desórdenes alimentarios que afectan las personalidades obsesivas
pueden ser entendidos a la luz de la conformidad del sujeto a un sistema de significado a
través del cual él se define a sí mismo, más que como un simple medio por el cual él
regula su relación con los demás, como en el caso de las personalidades EDP que sufren
este desorden. El sujeto podría dejar de comer por miedo a contaminarse, evitar el placer
de comer debido a la escrupulosidad (Sharma, Kumar y Sharma, 2006) o porque no le
guste la comida – como en el caso de “Un Artista en Ayuno” de Kafka (1995). Todo esto
difiere del uso de la comida como un modo de percibir el propio cuerpo y así regular la
dialéctica entre la auto-demarcación y la simultánea determinación del Self a través de los
demás. Los variados desórdenes alimentarios pueden ser vistos como maneras de adquirir
significados en relación a un sistema de evaluación que se percibe como impersonal.

De acuerdo con la perspectiva adoptada hasta ahora, es necesario entonces distinguir


entre dos categorías de desórdenes, aún si el tipo de sintomatología que caracteriza a los
desórdenes alimentarios pueda también ser enmarcada dentro del espectro obsesivo-
compulsivo.

Desórdenes obsesivo-compulsivos

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“Selfhood, Identity and Personality Styles” (Giampiero Arciero, 2009)

En los desórdenes perfilados que afectan la personalidad OCP, se han discutido tres
síndromes. Estos no son exhaustivos de los temas alrededor de los cuales se estructura
esta forma psicopatológica; más bien, son indicativos de las tres dimensiones en que el
sentimiento de incertidumbre de un sujeto se puede relacionar con los temas que
persisten en el tiempo. Para el sujeto escrupuloso, la experiencia personal adquiere
significado a la luz de una serie de leyes impersonales; los acaparadores encuentran la
estabilidad al relacionarse con objetos inanimados, los sujetos lógico o moralmente
complacientes evalúan su propia conducta ajustándose a un sistema valórico encarnado
en los demás. Uno podría reemplazar la religión o la moral de los sujetos escrupulosos con
la lógica, las matemáticas o la música; de manera similar, podemos reemplazar a los
sujetos acaparadores por sujetos avaros, y sus objetos por el dinero; en el caso de los
sujetos complacientes, el sistema moral encarnado en los demás podría ser reemplazado
por una serie de principios formales o estéticos, o con convenciones sociales compartidas
por los demás. El reemplazo de temas no alteraría la configuración estructural de este
desorden, lo que dispone el sentimiento de incertidumbre de la persona de acuerdo a sus
tres componentes fundamentales: la relación consigo mismo, con el mundo y con los
demás. Es precisamente sobre la base de este sentimiento de incertidumbre que, junto a
los desordenes estructurales, se pueden definir los muchos síntomas que caracterizan a
los desordenes obsesivo-compulsivos (OCD).

La característica esencial del OCD, que define su distinta heterogeneidad sintomatológica


(Skoog y Skoog, 1999; Lochner y DaStein, 2003; McKay et al. 2004; Mataix-Cols, do
Rosario-Campos y Leckman, 2005), consiste en dos componentes que pueden o no ocurrir
en conjunto: las obsesiones y las compulsiones. La estructura básica de esta
sintomatología multiforme es una de las razones de por qué los expertos hablan de un
“espectro” de OCD abarcando varias condiciones.

Las obsesiones, como las explica Janet (1904), son un fenómeno intelectual que tiene que
ver con ideas, pensamientos e imágenes que causan mucha disconformidad (ansiedad,
angustia, miedo, vergüenza, tristeza), debido a su contenido y al hecho de que emergen
de un modo continuo y doloroso aún en contra de la voluntad del sujeto. Por eso,
mientras el individuo perciba sus obsesiones como suyas, no las reconocerá como propias.
Este simultáneo sentido de pertenencia y ajenidad nos pone la interrogante respecto del
origen de las obsesiones.

Las compulsiones, que por el contrario se caracterizan por una necesidad de realizar
acciones conductuales o mentales de un modo repetitivo de acuerdo con reglas pre-
establecidas, aparecen ya sea de manera espontánea o como consecuencia de las
obsesiones. En la experiencia subjetiva, la realización de rituales mentales o conductuales
reduce la disconformidad emocional obsesiva. La pregunta aquí tiene que ver con la
génesis de este modo de controlar la activación emocional.

La interpretación que le hemos dado a los OCD (en sus variadas formas) nos permite
responder la pregunta respecto del origen de los dos componentes distintivos de este

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“Selfhood, Identity and Personality Styles” (Giampiero Arciero, 2009)

desorden. De acuerdo a la perspectiva adoptada hasta ahora, las obsesiones aparecen por
la falta de correspondencia entre la experiencia vivida y el sistema de referencia a través
del cual se le asigna un significado a la experiencia misma. Esta falta de concordancia
engendra el peculiar sentimiento de pertenencia y alienación de la experiencia que yace
en la raíz del malestar emocional del sujeto. Los contenidos de las obsesiones que
entonces aparecen reflejarán – por así decirlo – los orígenes de la incertidumbre del
sujeto, en el sentido de que sus temas girarán en torno a la relación consigo mismo (por
ejemplo, temas religiosos, obsesiones morales y sexuales, obsesiones sobre crimen y
remordimiento, amor, la propia locura, el tiempo y la propia muerte, o las obsesiones de
incertidumbre hipocondriaca), con el mundo (contaminación, daño, acumulación,
obsesión con la precisión y simetría) y con los otros (dismorfia, tricotilomanía, obsesiones
hipocondriacas, obsesiones con la envidia y el mal olor corporal). Estas variadas formas de
obsesión pueden mezclarse o cambiar con el tiempo.

El origen de las compulsiones y su capacidad para aliviar el malestar emocional de nuevo


esta relacionado con el sentiment d’incompletude. Gracias a su estructura, las
compulsiones le permiten al sujeto restablecer la conexión entre una secuencia anticipada
cualquiera y los actos (mentales o conductuales) realizados en relación a esa secuencia.
Esto le permite al sujeto restablecer temporalmente un sentido de certidumbre.

En el caso de las compulsiones también es posible trazar una distinción con respecto a los
temas obsesivos con los que están conectados: para esto se debe modular el malestar que
surge de las obsesiones y de sus contenidos. Por lo tanto, la relación entre las obsesiones
y las compulsiones se extiende a la fuente misma de la incertidumbre, permitiéndonos
distinguir entre las compulsiones centradas en la relación con uno mismo, con el mundo y
con los otros. Con respecto a la relación con uno mismo, por ejemplo, es posible vincular
las obsesiones religiosas, morales o sexuales con las compulsiones de purificación
(oraciones, rituales, lavados) y las obsesiones sobre crimen o remordimiento con las
compulsiones de control. Con respecto a la propia relación con el mundo, la
contaminación podría ser seguida del lavado; dañarse con rituales mágicos; obsesiones de
precisión, ordenando, verificando y la búsqueda de simetrías y opuestos o simetrías
contrarias. Mientras que para la propia relación con los demás, la fealdad imaginada, por
ejemplo, podría ser seguida de una compulsión de mirarse en el espejo o de usar
maquillaje; un sentimiento de vacío o de indecisión podría conducir a una búsqueda del
peinado perfecto para hacerse; el malestar emocional engendrado por la relación de una
persona con su pareja pude ser seguido de compulsión hipocondriaca, obsesiones de rabia
o envidia a través del cuidado compulsivo por los demás.

Para ilustrar con mayor precisión las tres dimensiones en las que se puede desarrollar el
OCD, consideraremos tres viñetas clínicas que muestran cómo el inicio de la
sintomatología obsesivo-compulsiva está relacionada con la emergencia de una condición
de incertidumbre. Como veremos, le sentiment d’incompletude es gatillado por aquellos
elementos que no pueden ser entendidos a la luz del sistema de referencias a través de las
cuales un sujeto le da significado a su experiencia.

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“Selfhood, Identity and Personality Styles” (Giampiero Arciero, 2009)

6.4 Viñetas

La incertidumbre sobre los propios pensamientos

Tomás es un hombre casado de 31 años y padre de un niño; él trabaja como conductor de


camión para la empresa de su padre. La obsesión que ha sufrido repetidamente se
caracteriza por su impresión de sentirse una persona imaginaria, no real. Esta duda a
menudo le gatilla una segunda, particularmente cuando está de viaje. Precisamente
porque Tomás ya no está seguro de sí mismo, cuando maneja el camión a menudo se
cuestiona su propia localización espacial: Tomás se sentía sin saber donde estaba. Por
miedo a volverse loco, cuando la obsesión se manifestó con mayor agudeza, Tomás se vio
obligado a dejar su trabajo.

La primera vez que Tomás se sintió preso de estos pensamientos fue hace 10 años atrás.
Cuando miraba una película en la televisión, empezó a preguntarse si él mismo estaba
viviendo una película: si su vida era real después de todo. Unos pocos meses después,
estos síntomas desaparecieron, sólo para reaparecer, como de la nada, dos años más
tarde, cuando se manifestó de una manera aún más marcada. Mientras bebía unas
cervezas con unos amigos, Tomás de pronto empezó a dudar de la realidad de lo que
estaba experimentando. Otra vez, los síntomas desaparecieron dentro de un par de
meses.

La misma obsesión, con las mismas características, regresó cinco años después del
segundo episodio; aquí también el tema no duró más de tres meses. Actualmente, han
pasado siete meses desde que Tomás empezó a tener dudas de nuevo sobre si él era real
o no. Esta duda lo obligó a evitar todo viaje por un par de meses; y mientras que ahora ya
ha regresado al trabajo, todavía lo atormentan pensamientos sobre la posibilidad de que
pudiera volverse loco.

Cuando re-examinamos la sintomatología recurrente en el marco de la historia de Tomás,


el cuadro clínico adquiere un significado diferente. El inicio de esta enfermedad, que
Tomás describe como repentina, de hecho fue gatillada por la separación con su primera
novia. El sentido de irrealidad de Tomás puede verse originado por sentimientos
conectados con la pérdida, los cuales él percibe pero que falla en reconocerlos como
propios. La duda de Tomás en cuanto a la realidad de su propia existencia se origina de
esta incongruencia entre la experiencia vivida y el sistema de significados por el cual él la
interpreta. Así, Tomás se percibe como doble: simultáneamente real e irreal. La
desaparición de los síntomas después de unos pocos meses corresponde a el nuevo
interés de Tomás por otra mujer, que más tarde se convertirá en su esposa. Esta nueva
condición mitigó y luego calmó esas emociones conectadas con la separación, que le
habían producido a Tomás un sentido de incertidumbre respecto de su propia experiencia.

Aunque, de acuerdo a la narración de Tomás, los episodios que siguieron al primero

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“Selfhood, Identity and Personality Styles” (Giampiero Arciero, 2009)

terminaron de repente como habían comenzado y sin razón aparente, pueden realmente
ser vistos ahora como el mismo patrón recurrente a lo largo de una década. Tal como los
episodios fueran inicialmente gatillados por un estado emocional que no podía ser
entendido a la luz de los parámetros referenciales del sujeto, su remisión ocurrió a través
de la reordenación de su experiencia de acuerdo a un sistema de coordenadas a los cuales
ajustarse.

En el segundo episodio, la obsesión de Tomás puede ser vista como una concomitante de
las emociones suscitadas por las novedades del embarazo de su mujer; el episodio
terminó cuando, unos meses después, Tomás fue premiado con una promoción en el
trabajo que le trajo buenos dividendos económicos. El tercer episodio fue gatillado por
una serie de disputas y conflictos (acompañados de intensa rabia) entre Tomás y su padre
acerca de compartir los derechos, deberes y ganancias dentro de la compañía entre
Tomás y sus hermanos. La obsesión se desvaneció cuando Tomás compró un nuevo
camión y empezó su propio negocio. El episodio más reciente, que aún continúa, fue
gatillado por las emociones que suscitó la separación de su esposa.

El punto crucial respecto de este desorden es el hecho de que la obsesión del sujeto
acerca de la realidad de su propia experiencia puede verse originada de la incertidumbre
que rodea sus propias condiciones internas. Cuando el significado de esas condiciones es
reordenado con el sistema referencial del sujeto, tanto su incertidumbre como su duda
obsesiva desaparecen.

Incertidumbre acerca de las propias acciones y sus consecuencias

Lucy es una mujer de 24 años, una estudiante universitaria y la mayor de dos hermanas.
Lucy actualmente está soltera y trabaja tres noches a la semana en la barra de un bar.
Desde hace cinco meses, ha estado obsesionada con la idea de causar accidentes
automovilísticos fatales al equivocarse en las medidas de los tragos. Para evitar este
peligro, Lucy realiza una serie de rituales que consisten en la repetición de formulas
mágicas.

El contexto en el que emerge el desorden de Lucy gira en torno a dos eventos


significativos. El primero fue cuando Lucy se mudó con su hermana, que seguía una larga
convalecencia después de haber sufrido un accidente de auto con su marido. La pareja,
que se había fracturado brazos y piernas, le pidió ayuda a Lucy para que les cuidara a su
hijo de tres años. Lucy pervivió este pedido como un deber que cualquier buena hermana
haría. El segundo evento – que señala el inicio de los síntomas – fue el final, por parte del
novio de Lucy, de una relación sentimental que había comenzado unos pocos meses
antes.

Como Tomás, Lucy describe el inicio de los síntomas como algo repentino. Aunque
durante su adolescencia había experimentado algunos pensamientos recurrentes sobre la
posibilidad de dañar a otros como resultado de sus acciones, sólo hace dos meses antes

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“Selfhood, Identity and Personality Styles” (Giampiero Arciero, 2009)

estos pensamientos se han vuelto obsesivos, lo que le causa ansiedad y miedo que busca
aliviar temporalmente a través de compulsiones de contenido mágico. Una mirada más de
cerca de los dos eventos que cambiaron la vida de Lucy en los meses recientes revela dos
elementos que, combinados, actuaron como gatillantes para su obsesión.

El primer elemento es el desarrollo de una fuerte agresividad hacia su hermana y su


cuñado, quienes no estaban de acuerdo con los principios de Lucy y que por lo tanto ella
percibía como algo ajeno. El hecho de que Lucy estuviera obligada a cuidar la casa de la
pareja y a su hijo como si ella fuera su empleada, le causó una rabia intensa que no podía
entender sobre la base de su propio sistema de significado – ya que no es posible cuidar
de la hermana de uno, cuando le pide ayuda, mientras al mismo tiempo se le guarda
rencor debido a su pedido. Por eso la incertidumbre de Lucy respecto de su propia bondad
y honestidad.

Lo que Lucy percibió como aún más ajeno fue el rango de emociones asociadas con la
ruptura de su novio. Lucy había empezado esa relación después de mucha duda, mientras
que el joven recién había terminado una larga relación sentimental de la cual aún no se
distanciaba. Cediendo al insistente cortejo, Lucy empezó a superar sus dudas iniciales.
Empezó entonces un romance, que terminaría sólo unos pocos meses después, cuando el
joven regresó con su novia anterior.
En concomitancia con este evento, Lucy se volvió obsesiva con las consecuencias
peligrosas de sus acciones. Después del trabajo, intentó recordar con meticulosidad todos
los tragos que había servido esa noche, para juzgar con cuanta precisión los había
preparado, si a lo mejor contenían mucho alcohol, y por lo tanto si podían causar algún
daño. Una vez que localizaba los tragos peligrosos, lo que seguía era una compulsión para
neutralizar sus efectos.

Mientras que en el caso de Tomás el problema subyace a la relación entre las condiciones
del sujeto y el sistema referencial sobre el cual le asigna significado a esas condiciones, la
incertidumbre de Lucy parecería deberse a la discrepancia entre los principios que guían
su acción y su experiencia de los resultados.

Tanto para ayudar a su hermana como para ceder al cortejo, Lucy anticipó una serie de
consecuencias que mantenían los principios que habían guiado sus decisiones: alegría y
satisfacción por la ayuda suministrada a su hermana cuando lo necesitaba, paz y bienestar
por una relación que la hacía sentir amada y deseada. La experiencia (y la discordancia a
los ojos de Lucy) que seguía a esas opciones era por el contrario de rabia y de
resentimiento hacia su hermana, y de deseo hacia el joven que la sedujo y que luego la
abandonó. Entonces la experiencia de Lucy de los resultados probó ser completamente
inconsistente con los principios que habían informado sus opciones. La incertidumbre que
surge en este caso puede ser vista como teniendo que ver con el sentirse capaz de
producir los resultados deseados en el propio ambiente, por ende las posibles
consecuencias de una acción cualquiera. Es desde esta inseguridad que la obsesión se
origina; a su vez, la obsesión contribuye a exacerbar la incertidumbre que está a la base de

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“Selfhood, Identity and Personality Styles” (Giampiero Arciero, 2009)

ella.

Incertidumbre acerca del propio sentido del Self

Marta tiene 18 años; está en el último año de la secundaria y es hija única. Su padre
trabaja como profesor de matemáticas, su madre como empleada de registro. Desde hace
dos años, Marta ha estado sufriendo de una forma de tricotilomanía que le ha causado
mucha pérdida de cabello, hasta el punto de exponer su cuero cabelludo. La joven dice
que la conducta de sacarse el pelo ocurre cuando la acción que está realizando no sale de
la mejor manera, ya que esto no le permite ser como debería ser en una situación. Por
ejemplo, si Marta está traduciendo un pasaje del Latín y falla en hacerlo de manera
simple, su falta de correspondencia con la expectativa que tenía de traducir el texto
fácilmente actúa como gatillante de la conducta de sacarse el pelo. Claramente, esta
forma de tricotilomanía es diferente de la que emerge en periodos de relajo – llamadas
automáticas o sin foco – la que se caracteriza por una leve conciencia de la propia
conducta (Christenson y Mansueto, 1999; du Toit et al., 2001). Marta, por el contrario,
escoge cuidadosamente qué cabello sacarse basada en un preciso criterio que distingue
ese cabello de los demás: sólo si el cabello que ha elegido cumple esas normas se lo saca.
El despliegue de esta secuencia le entrega un sentido de alivio; por lo tanto, Marta ahora
repite la secuencia a lo largo del día. “Me alejo de la realidad focalizándome en una serie
de acciones que no tienen nada que ver con la realidad. Mientras más exitosa sea su
concatenación, más debo poner mi atención ahí”. Cada cabello que Marta se saca implica
una percepción de dolor.

Como ya mencionamos, el desorden primero se manifestó hace dos años. En toda su


carrera como estudiante, Marta ha sido la primera de su clase. La excelencia de Marta en
la escuela, reconocida por sus compañeros y por sus profesores, fue el principio guía a la
base por la que ella juzgaba su propia conducta y regulaba sus relaciones sociales. La
experiencia de Marta adquiría significado a través del sistema de referencia que también
compartía con otros.

Cuando Marta pasó del décimo al undécimo grado, el grupo al que pertenecía de pronto
se disolvió: su antiguo curso se convirtió en uno nuevo, y sólo ocho de sus compañeros se
mantuvieron. En el transcurso de los tres primeros meses de su nuevo curso, Marta se dio
cuenta que personalmente ya no se correspondía con los principios de excelencia que en
los años anteriores le habían proporcionado su sentido de estar situada: por primera vez
había algunos estudiantes mejores que ella. Sin embargo, Marta no percibía esto como un
tema de comparación o competición; sino que más bien, ella lo consideraba como un
signo de su propia ineficacia e imprecisión. Marta reaccionó a esta situación, no sólo
incrementando sus horas de estudio, sino que controlando el modo en cómo estudiaba.
Se volvió tan obsesiva con la revisión perfecta de lo que había estudiado que, incluso
después de muchas revisiones de la misma asignatura, ya no estaba segura si estaba bien
preparada. Su perfeccionismo respecto de la preparación la llevaba a disminuir su estudio
sustancialmente, hasta el punto de sentirse atrás en todas las asignaturas. “No era mi

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“Selfhood, Identity and Personality Styles” (Giampiero Arciero, 2009)

voluntad revisar tanto, pero igual lo hacía, con mucho dolor, como si me lo mandara otra
persona – un juez que no podía ignorar”. En este punto, la velocidad escogida para la
tarea que debía ser realizada (por ejemplo, traducir el Latín) se convertía en el principio a
la base del significado que le asignaba Marta a su experiencia. Si en este proceso algo
impide esa velocidad y no permite que Marta cumpla sus expectativas, ella se ve superada
por un sentido paralizante de confusión, incertidumbre y vacío. Era esta condición
emocional que en esos primeros meses gatillaba que Marta buscara el pelo perfecto para
sacarse. Para enfrentar ese marco de malestar, Marta reenfocaba su experiencia vivida
sobre la exactitud de la secuencia y de su repetición, lo que le permitía “olvidarse” del
problema. “Ser consciente del hecho de sacarme un pelo, lejos de ayudarme a resolver el
problema, los complica mucho más: después de todo no me ayuda a evitar el problema”.

El desorden puede ser visto como brotando de la falta de sentido del sujeto de su propio
sentirse situado; se convierte para el sujeto una manera de enfrentar la pérdida de su
sentido del Self (resultante de su falta de adherencia al conjunto de principios encarnados
por los demás), en un proceso que causa una sensación de dolor recurrente. La
tricotilomanía comparte este rasgo con otros desórdenes obsesivo-compulsivos
caracterizados por la necesidad de encontrar una manera de percibir el propio cuerpo.

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“Selfhood, Identity and Personality Styles” (Giampiero Arciero, 2009)

Parte 7 : Estilo de Personalidad con tendencia a la Hipocondría-


Histeria

El rasgo fundamental de los estilos de personalidad Outward es que la alteridad es la


polaridad orientadora respecto de cómo uno percibe la ipseidad para situarse. Como
hemos visto, tanto los sujetos EDP como los OCP perciben la alteridad como un sistema
referencial a través del cual asignarle un significado a su propia experiencia.

El estilo de personalidad con tendencia a la hipocondría-histeria, por el contrario, se


caracteriza por un modo de percibir el Self y de sentirse situado que se ancla en un marco
de referencia que emplea simultáneamente un sistema de coordenadas centrado en el
cuerpo (Inward) y uno externamente anclado (Outward). “Simultáneamente” quiere decir
aquí que las dos polaridades – Inward y Outward – están combinadas, hasta el punto de
orientar en conjunto la búsqueda que hace el sujeto de su estabilidad personal. Aunque
está claro que todos los estilos de personalidad emplean ambas polaridades, lo que
distingue este estilo de personalidad del resto es el hecho de que ambas inclinaciones se
interrelacionan, lo que provee los rasgos estables a la base de la identidad personal. Esto
implica que el situarse se construye a través de la coordinación de las dos polaridades. De
alguna manera, la hiper-cognición de las emociones básicas que caracteriza a la polaridad
Inward se integra con el rasgo fundamental que remarca la polaridad Outward: la co-
percepción de la propia experiencia emocional por medio de un anclaje con los otros. Esta
integración lleva a combinaciones emocionales únicas, ya que los elementos más
específicos de una polaridad pueden amplificar o gatillar los componentes de la otra. Por
ejemplo, la falta de validación de parte de los demás, que da origen a un sentimiento de
vacío, puede actuar como un gatillante del miedo. De manera similar, una condición
manifiesta – como la rabia, el miedo o la tristeza – puede gatillar un incremento de la
propia sensibilidad respecto del juicio de los demás, mientras que la anticipación y la
conformidad complaciente hacia las intenciones de los demás pueden servir como un
medio para evitar situaciones donde uno pueda perder el control sobre la propia esfera
emocional. Diferentes combinaciones de estas polaridades causan así un rango de
experiencias, las que, aunque mutuamente integradas, tenderán más hacia una polaridad
o la otra, dependiendo de la historia personal del sujeto, el contexto específico y el
periodo de su vida.

La diferencia y la integración mutua entre un modo visceral, físico de percibir las


experiencias emocionales y una que sea más perceptiva y focalizada en los demás es un
rasgo definitorio de este estilo de personalidad, y una que emerge con mucha claridad en
las condiciones psicopatológicas que este estilo produce. La configuración de cualquier
trastorno se caracteriza por patrones repetitivos que tienden a fijar el significado de la
experiencia del sujeto acentuando las inclinaciones de su personalidad, lo que en este
caso hemos descrito como la tendencia a la hipocondría-histeria. En psicopatología, un
ejemplo claro de esta variedad de la polarización se encuentra en los modos contrastantes
con los que el “cuerpo enfermo” es percibido por los sujetos que sufren hipocondría e

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“Selfhood, Identity and Personality Styles” (Giampiero Arciero, 2009)

histeria, dos condiciones que se focalizan en las polaridades Inward y Outward de modos
diferentes.

Un rasgo recurrente compartido por todos los desórdenes conectados a este estilo de
personalidad y que representa un factor experiencial común a todos ellos, es el modo con
que el sujeto percibe la dimensión visceral, somática y musculo-esquelética de su
emotividad. Particularmente cuando la intensidad emocional se incrementa, pero incluso
en formas crónicas del trastorno, la dimensión corporal de la activación emocional es
percibida como una aflicción que absorbe la propia atención de una manera distintiva. Por
ejemplo, en el caso de las dos formas patológicas que pueden ser vistas en los extremos
opuestos del espectro (y para definir sus límites) – hipocondría e histeria – los sujetos
perciben su propia experiencia corporal emotiva como algo central, mientras que al
mismo tiempo la perciben como desde afuera. En el caso de ambas condiciones, no sólo
es esta experiencia penetrante, sino que también es percibida como algo externo, como si
sólo tuviera que ver con el cuerpo. ¿Qué forma toma la dialéctica entre la ipseidad y la
alteridad en el caso de estos dos trastornos, y qué rol juega el cuerpo?

De acuerdo con lo que ha sido argumentado hasta ahora, es interesante notar que este
sentido compartido de externalidad de la experiencia emocional es percibida de maneras
diametralmente opuestas en la hipocondría y en la histeria. En el caso de la hipocondría,
donde la combinación de las dos polaridades se inclina hacia el lado Inward, el sujeto
puede verse como cayendo de nuevo en su experiencia corporal, como si esto fuera algo
más que una experiencia emocional. La persona aquí ve su activación emocional visceral,
somática y/o músculo-esquelética, no como el significado encargado de una situación
cualquiera, sino como un signo de la enfermedad de este cuerpo o de uno de sus órganos;
por eso, la activación emocional será aquí percibida como una amenaza “a las mismas
bases de la propia existencia” (Ladee, 1966), tanto presente como futura. Lo que cuenta
para el carácter dramático de la hipocondría es el hecho de que en la experiencia subjetiva
esta condición corresponde a la alteración actual de la propia percepción de estabilidad
personal. Como aquí el sentido de permanencia del Self está centrado principalmente en
un marco referencial que emplea un sistema de coordenadas centrado en el cuerpo,
cualquier cambio perturbador (inexplicable) que afecte al cuerpo amenaza con socavar la
percepción que tiene el sujeto de su propia estabilidad. El egocentrismo distintivo de los
hipocondriacos debiera ser visto en relación a esta intensa participación visceral, lo que
“obliga” al sujeto a adoptar un modo de polarización “interna” y de monitorear cada
cambio de intensidad, aquí percibida como una amenaza de la integridad personal. Estas
alteraciones de la estabilidad personal son reguladas a través de la búsqueda de una cura
o, más bien, de alguien que pueda proveer una cura: un internista, especialista, psicólogo,
psiquiatra o incluso exorcista, a quien se le pide que explique el significado de la queja.
Mientras más intensa sea la percepción de esa condición emocional como una
enfermedad, la búsqueda será mas acuciosa.

Lo que sin duda es revelador de la importancia de este trastorno es el número


considerable de síntomas funcionales que se encuentran entre los pacientes de atención

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“Selfhood, Identity and Personality Styles” (Giampiero Arciero, 2009)

primaria: los síntomas somáticos que no pueden ser explicados en función de las
condiciones médicas generales representan entre un cuarto y la mitad de las consultas de
la atención primaria y secundaria (Mayou et al., 2005).

En el caso de la histeria, por el contrario, el mismo sentido de externalidad que acompaña


la experiencia emocional del sujeto – y que puede manifestarse a través de una variedad
de trastornos, que van desde la parálisis histérica hasta el ataque no-epiléptico – es
percibida como una condición a ejecutar o como algo de poca preocupación, hasta el
punto de incluso poder desaparecer, dependiendo de las circunstancias. La misma
condición corporal tendrá diferentes efectos en diferentes contextos. La dependencia de
las circunstancias actuales de la ostentación o el desapego respecto de, por ejemplo, una
forma de parálisis, implica una dialéctica con la alteridad y una percepción del Self que es
muy diferente de la que experimentan los hipocondriacos. Al discutir la polarización que
caracteriza a la histeria, Jaspers (1964) escribe: “La sugestionabilidad se manifiesta en
toda la naturaleza de los sujetos histéricos, ya que son capaces de adaptarse a cada
ambiente. Ellos son tan influenciables que parecen carecer de una naturaleza propia.
Estos sujetos son como el ambiente en que casualmente se encuentran: criminal,
religioso, laborioso, entusiasta acerca de las ideas por las cuales se han inspirado de
manera sugestiva, y que defienden de manera airada, con mayor intensidad que sus
autores originales, sólo para abandonarlas de nuevo a favor de nuevas influencias”. Como
en el caso de las personalidades Outward, el marco de referencia a través del cual la
ipseidad encuentra su propia estabilidad está anclado externamente; sin embargo, al
mismo tiempo, se adopta también un marco de referencia centrado en el cuerpo. Por lo
tanto, la parálisis de una pierna puede abiertamente mostrarse, ignorarse o incluso
desaparecer: un foco externo le permite a la persona regular su distancia desde su “propio
cuerpo emocional”, hasta pretender que nada ocurre.

La hipocondría y la histeria por lo tanto revelan cómo centrarse en cada una de las dos
polaridades emocionales corresponde a diferentes formas de percibir la dimensión
física de la propia emotividad. En ambos casos, la emotividad se percibe como una
aflicción. Consideraremos la génesis de esta experiencia común cuando discutamos los
desórdenes.

Con el fin de definir las formas de ipseidad que se originan al interior de este estilo de
personalidad, es importante entender cómo la experiencia emocional percibida de
manera visceral se combina con una sintonía hacia las fuentes externas de referencia.
Para ilustrar cómo se manifiesta la integración de estas dimensiones en el transcurso de la
vida de acuerdo a las inclinaciones preferidas, volveremos una vez más a la literatura.

7.1 El Perdedor

A continuación examinaremos El Perdedor de T. Bernhard (Der Untergeher) (Bernhard,


1992). Esta es la historia de dos amigos, el narrador y Wertheimer, cuyas vidas sufren un
cambio violento después de un encuentro con un hombre extraordinario: Glenn Gould. La

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“Selfhood, Identity and Personality Styles” (Giampiero Arciero, 2009)

novela continúa con los destinos entrelazados de estos personajes como si fuera la sonata
de un trío, donde la figura de Glenn Gould es el acompañamiento que modula la variación
de los ritmos de vida de sus dos amigos. Después de conocer a un hombre de tanto
talento, uno de los dos virtuosos aspirantes se vuelve un perdedor, el otro una persona
ineficaz. Es precisamente este desarrollo diferente de las variaciones vitales de estos dos
personajes lo que revela dos formas de ipseidad inclinadas de distinta manera dentro del
mismo estilo de personalidad.

La historia parte del epígrafe que introduce el tema del libro: el suicidio de Wertheimer,
algo “calculado con suficiente antelación… no un acto de espontánea desesperación”
(Bernhard, 1992). Lo que sigue es una divagación en la cual el narrador construye y
reconstruye una serie de eventos, buscando el significado del suicidio.

El narrador comienza su investigación desde el tiempo en que, 28 años antes, él,


Wertheimer y Glenn Gould compartían un departamento en Salzburgo, mientras asistían
al curso de especialización de piano de Horowitz. Fue entonces, después de escuchar tocar
a Glenn Gould, que el narrador y Wertheimer dejaron de tocar. “Yo mismo tocaba, creía
yo, mejor que Wetheimer, pero nunca habría sido capaz de tocar tan bien como Glenn, y
por esta razón (la misma que Wetheimer) dejé el piano de un día a otro” (Benhard, 1992).
La comparación que hicieron los dos amigos con la grandeza de Glenn Gould fue de
mucho impacto: trajo un final a sus carreras de virtuosos pianistas y arruinó sus planes de
vida.

Unas pocas páginas después, el narrador, en una de sus divagaciones, se vuelve hacia sus
razones originales para llegar a ser pianista. Él se había dedicado por entero a la música
por su familia, la que odiaba todo arte y todo talento artístico. Su opción entonces había
sido una manera de luchar contra su familia, de castigarla y oponerse a ella. Los mismo fue
también para Wertheimer y Gould: también ellos se habían dedicado al arte para
oponerse a sus padres, a quienes buscaban persuadir de su propia genialidad artística. Sin
embargo, Gould había tenido éxito en esta tarea solo. El narrador había fallado al igual
que Wertheimer; no obstante, a diferencia de Wertheimer, él no se había perturbado
tanto por eso, ya que nunca había creído seriamente que pudiera ser un virtuoso del
piano. Por lo tanto, él no había sido aniquilado completamente por la grandeza de Gould.

La comparación con Gould, por el contrario, había destruido a Wertheimer. En 20 años él


había encontrado confort en su hermana, con quien se había vinculado tanto como para
prevenir que ella tuviera cualquier contacto con otro hombre. Wertheimer justificaba su
nuevo estilo de vida argumentando que había dejado de tocar porque tenía que cuidar a
su hermana: era por ella, decía, que había abandonado su carrera de virtuoso.

Un día, la hermana de Wertheimer conoció a un industrial suizo en el doctor. Cuando ella


dejó secretamente la casa para casarse con ese hombre, Wertheimer se vino abajo. Se
encerró en la oscuridad por 15 días, y cuando finalmente salió a la calle de nuevo,
necesitado de comida y de contacto humano, colapsó. Gracias a un familiar que justo

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“Selfhood, Identity and Personality Styles” (Giampiero Arciero, 2009)

pasaba por ahí, Wertheimer fue llevado de vuelta a casa en vez de ser llevado a un
psiquiátrico. Después de un tiempo, dejó Viena y se retiró a Traich, donde se alojó en una
cabaña que le pertenecía a su padre.

Wertheimer, quien estaba encantado con su propia desgracia y sus fallos, a menudo
hablaba de la conducta de su hermana con un aire de auto-compasión.

Es en Traich que nos volvemos a encontrar con el narrador en primera persona: en la


taberna del pueblo, esperando visitar la cabaña de Wertheimer con la esperanza de
encontrar huellas de su escrito. Aquí se despliega una nueva divagación, que primero toca
nuevamente la desgracia de Wertheimer y la huida de su hermana, discutiendo luego la
muerte de Gould junto a la huida de la hermana: estas circunstancias parecerían ser ahora
elementos cruciales detrás del suicidio de Wertheimer. Después de la boda de su
hermana, Wertheimer se había pasado meses caminando por Viena; lo había hecho así,
explica el narrador, para salvarse. Wertheimer había entonces intentado escribir un libro,
pero le había hecho tantos cambios al manuscrito que sólo había quedado el título: El
Perdedor. Esta es la comparación que había hecho Glenn Gould de su quejarse.
Wertheimer amaba la desgracia: anhelaba la desgracia y se alimentaba de ella. Leería
libros sobre enfermedades y muertes, visitaría hospitales, cementerios y hogares de
ancianos. Entonces un día se fue a Chur y se ahorcó a cien metros de la casa de su
hermana.

De pronto, el narrador en primera persona interviene de nuevo para preguntarse por qué
se encuentra en esta taberna en vez de estar en su casa de Desselbrunn, que sólo está a
diez kilómetros. Esto le ofrece la oportunidad de contar sobre la salida de ese lugar
después de que el encuentro con Gould hubiera acabado sus estudios como pianista. Una
visita a Viena es seguida por una en Sintra (Portugal), donde después de nueve meses de
inactividad al narrador se le ocurre que pudiera escribir algo sobre Glenn. Se pasa
semanas intentando escribir borradores insatisfactorios, y sólo en Madrid finaliza el
manuscrito, en el octavo intento. El narrador, sin embargo, ahora ha empezado a tener
nuevas dudas acerca del valor de su proyecto, y piensa que podría querer destruir el
manuscrito hasta su retorno. “Cuán bueno es que ninguno de estos trabajos imperfectos e
incompletos han aparecido alguna vez, pensé, los hubiera publicado, lo que no habría sido
difícil, hoy yo sería la persona más infeliz imaginable, confrontado diariamente con obras
desastrosas clamando con errores , imprecisión, falta de cuidado, amateurismo”
(Bernhard, 1992). De su fragmento sobre Glenn, el narrador pasa a considerar la influencia
central que tenía este hombre sobre su vida y sobre la de Wertheimer: el destructivo
poder que Glenn Gould había ejercido sobre sus existencias y la terrible dirección que le
había impartido a sus historias desde los días en que compartían una casa en Salzburgo.
“Ya que no hay nada más terrible que ver a una persona tan magnífica que su
magnificencia destruyéndonos” (Bernhard, 1992).

Este es un momento clave en la narración, ya que los varios hilos que conectan los
destinos de los tres hombres finalmente se unen. Las transformaciones en las vidas de los

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“Selfhood, Identity and Personality Styles” (Giampiero Arciero, 2009)

dos amigos y sus diferentes desarrollos se incrustan sobre el excepcional personaje de


Gould. El narrador revela la diferencia crucial entre Wertheimer y él mismo: ambos fueron
destruidos por Gould y ambos son unos perdedores, pero mientras él mismo está vivo, su
amigo se ha matado a sí mismo. Wertheimer, quien deseaba convertirse en un pianista
virtuoso, había fallado tan pronto como se había enfrentado con la realidad. Este fallo que
entonces fue una constante excusa para ser infeliz. El narrador, por el contrario, sólo
había usado su indudable talento para el piano como una manera de posponerse.

Mientras que la música de Gould había matado a Wertheimer, no lo había hecho con el
narrador. El narrador explica que mientras Wertheimer se había sentido atrapado cuando
escucho a Gould tocar, a través de las notas de Gould él mismo había descubierto que no
podría ser el mejor: por lo tanto, que sería mejor para él ser nadie. Wertheimer siempre
había sido un emulador y siempre había deseado ser alguien – un nuevo Gould, Mahler o
Mozart; como no había sido posible para él sobresalir, había sido obligado a terminar con
su propia vida. El narrador, por el contrario, siempre había evitado toda confrontación,
abandonando el juego por pereza, aburrimiento, indolencia y arrogancia. “Él había
tomado su propia vida, mientras que yo no” (Bernhard, 1992).

Mientras que el narrador en primera persona está profundamente absorbido en estos


pensamientos, su atención de pronto se va a la taberna otra vez: a la conversación que
había tenido con la esposa del dueño, y hacia una habitación sola, fría y miserable. Aquí él
había mirado por la ventana y se había dado cuenta de un herpes en su frente, quizá el
signo de alguna asquerosa enfermedad que su doctor le estaba tratando. Por primera vez
se hace una referencia explícita a la preocupación del narrador acerca de la enfermedad,
una preocupación que pronto es olvidada cuando vuelve a divagar de nuevo.

Después de hablar con la esposa del dueño de la taberna, quien le da información acerca
de los últimos días de Wertheimer, el narrador finalmente emprende el camino hacia la
cabaña de Traich. Es camino a Traich que hace una variación final al tema de la muerte de
Wertheimer, la que ahora está vinculada a Gould: que Wertheimer no había sido capaz de
soportar la muerte de Gould. Como había dejado el piano después de escuchar a este
último tocar las Variaciones de Goldberg y El Clave Bien Temperado, como había
alimentado su propia desgracia y llegado a un acuerdo con su propio fallo comparándose
con Gould, Wertheimer había sentido que no podría sobrevivir a la muerte del hombre.
Esta es la tesis final del narrador.

Después de llegar a Traich, el narrador sigue las últimas semanas de la vida de su amigo
gracias a Franz, el fiel sirviente de Wertheimer. En sus dos últimas semanas, Wertheimer,
quien siempre había sido un hombre tímido, inexplicablemente había invitado a un alegre
grupo de conocidos a su cabaña. Estas personas habían pasado todo el tiempo alegres. Lo
extraño, sin embargo, era el hecho de que Wertheimer había recibido un piano
completamente desafinado desde Salzburgo el día anterior al arribo de sus conocidos, con
el cual había tocado a Bach y a Handel por dos semanas. Franz todavía recordaba cómo,
cuando llamando para ordenar el piano, su maestro había insistido repetidamente que él

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“Selfhood, Identity and Personality Styles” (Giampiero Arciero, 2009)

quería “un gran piano horriblemente desafinado y sin valor” (Bernhard, 1992).
Wertheimer había usado este instrumento para tocar a Bach y a Handel sin interrupción.
Había entonces mandado a todo el mundo lejos, y se había pasado dos días en cama.

La narración en este punto vuelve a la casa de Wertheimer. El narrador tiene a Franz


llevándolo a la habitación de su amigo.

Le pedí a Franz que me dejara solo en la habitación de Wertheimer un rato y puse las
Variaciones de Goldberg de Gould, que había visto puesto en el grabador de Wertheimer,
que aún estaba abierto (Bernhard, 1992).

Aquí termina El Perdedor: una novela monolítica que describe a dos personajes que toman
a Glenn Gould, el hombre excepcional, como un punto de referencia para darle un último
significado a sus propias vidas – uno estabilizando su vida al focalizarse en su desgracia, el
otro focalizándose en su propia incapacidad de atreverse.

Las dos tendencias de estos personajes se polarizan por medio de un encuentro con un
genio. Así Wertheimer cambia cada evento en una excusa de desaliento, aprovechando
“el mecanismo del hombre perdido” al máximo. La auto-compasión, la queja y la desgracia
que espera en cada esquina se combinan con una necesidad de otro para emular o
aplastar, temer u oprimir. El segundo personaje, por el contrario, que es el narrador en
primera persona, siempre toma parte en los eventos de manera retrospectiva, como si
nunca estuviera completamente involucrado en ellos, sino sólo pretendiendo – como si
cada circunstancia entregara una nueva excusa para seguir escondiéndose. La suya es una
extraña mixtura de apatía y soberbia, miedo y complacencia, egocentrismo y respeto por
los demás.

Para ambos personajes, Glenn Gould sirve como un punto de comparación: él es la fuente
de su auto-definición, y por ende el origen de sus fallas. Wertheimer, sin embargo, hace
de Gould la misma cruz de su propia desgracia e incluso muerte. El narrador, por el
contrario, ve a Gould como un mero pretexto para abandonar un juego en el cual nunca
había apostado sus fichas; una vez que su carrera como pianista se termina, se vuelve un
improbable escritor-ensayista que trabaja una y otra vez por Glenn, posponiendo siempre
la publicación del libro. Lo que hace la diferencia es precisamente los diferentes énfasis
que los dos personajes ponen en la alteridad por la que se definen a sí mismos, y por ende
el único peso de ese énfasis en el significado de sus experiencias individuales.

Es la alteridad lo que le entrega significado al malestar y la desgracia de Wertheimer: a su


sentimiento de estar atrapado y al sentido de ser un perdedor. La comparación con los
demás obliga a Wertheimer a evaluar su propia desgracia en referencia a Glenn Gould,
como si Glenn Gould fuera su causa. Por esta razón, las notas de las Variaciones de
Goldberg que Wertheimer había escuchado cuando Gould estudiaba con Horowitz lo
había paralizado para siempre.

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“Selfhood, Identity and Personality Styles” (Giampiero Arciero, 2009)

El narrador, por el contrario, experimenta la alteridad a través de una forma de desapego


que le permite entrar en el juego mientras siente que no es un juego decisivo; así, se
encuentra en una posición de manipular el resultado. El narrador no destruye su propia
vida al encontrarse con Gleen Gould; más bien, abandona el piano y una carrera en la que
nunca había creído de verdad, y algo de mala gana intenta escribir un libro. El poder que
resulta del encuentro con Glenn Gould aquí es reabsorbido en una especie de estabilidad
que gira en torno a la posibilidad de huir, evitando la comparación y posponiendo la
evaluación, abrazando el papel de el fracasado como si fuera su opción de vida.

Las diferentes inclinaciones que moldean los destinos de estos dos sujetos entregan un
interesante ejemplo del modo en que este estilo de personalidad puede inclinarse hacia
uno polo u otro. El sentido que Wertheimer tiene de su propia experiencia depende de la
medida que deriva de una comparación con otro; por el contrario, el narrador – quien
estructura la estabilidad de su propia experiencia de acuerdo a un desapego preciso e
intencional de las cosas y de las personas – ve al otro sólo como un punto de referencia
indirecto.

7.2 Desórdenes

El estilo de personalidad con tendencia a la hipocondría-histeria yace en el cruce entre las


polaridades Inward y Outward, lo que se integra y combina en una gran variedad de
maneras. La inclinación específica, más o menos centrada en el cuerpo o externamente,
que este estilo puede dar origen y estabilizar, en relación a las circunstancias dadas,
representa el factor subyacente detrás de los desórdenes. Es decir, que los síntomas de
los desórdenes se orientarán de acuerdo a la polaridad específica sobre la cual la
personalidad del sujeto se haya estabilizado en diferentes periodos de su vida, aunque la
polaridad opuesta también será integrada de un modo peculiar cuando un trastorno se
manifieste.

Es posible, por ejemplo, cruzar una sintomatología que se caracterice por ataques de
pánico gatillados por una comparación particular devastadora; por otra parte, la misma
condición podría gatillar una forma de anorexia marcada por una actitud controladora y
manipuladora. Aunque la sintomatología objetiva es indistinguible de la de los ataques de
pánico en el primer caso, y de la anorexia nerviosa en el segundo, una inspección más
cercana – una que tome en cuenta la experiencia subjetiva – sugiere que el cuadro
sintomático aquí es completamente diferente. La sintomatología de los dos casos en
cuestión reflejará la estructura emocional sobre la cual esté incrustada: en el caso del
pánico, también será asociada con una atención hacia los demás; en el caso de la
anorexia, a una actitud manipuladora que no se encuentra en la anorexia nerviosa – que,
como enfatizamos antes, está más bien marcada por una tendencia hacia la radicalización
de la propia independencia personal. Si el primer caso pudiera ser considerado como un
ataque de pánico conectado a una situación social (fobia social) (Stein, Shea y Uhde,
1989), en el segundo caso podría valer la pena hablar de una anorexia secundaria que
difiere de la anorexia nerviosa. La sintomatología de la anorexia aquí parecería estar

169
“Selfhood, Identity and Personality Styles” (Giampiero Arciero, 2009)

integrada con actitudes hipocondriacas o con una actitud segura de uno mismo,
controladora o teatral. Esto nos trae a la mente la distinción hecha por Sollier (1891) entre
“anorexia primitiva”, que gira en torno a una idea fija, y una “anorexia secundaria”, un
trastorno a menudo temporal que ocurre en relación a la histeria. Otra forma bien común
de este desorden encontrado en la práctica clínica es la anorexia secundaria marcada por
una dificultad para tragar (globus faringis).

La misma diversidad en la polaridad también explica dos de las posibles dimensiones de la


fobia social, que fueron exploradas por Hofmann et al. (Hofmann y Barlow, 2002;
Hofmann, Heinrichs y Moscovitch, 2004): temor y ansiedad. Los fóbicos sociales
temerosos atribuyen su miedo a actuar a los ataques de pánico o a los síntomas
corporales (como ruborizarse o sudar) que podrían ocurrir en el curso de su actuación. El
tipo temeroso “demostraría reacciones fisiológicas más fuertes que las cognitivas o
conductuales en una desafío social” (Hofmann, Heinrichs y Moscovitch, 2004). Los fóbicos
sociales ansiosos, por el contrario, reportan mayor malestar y pensamientos preocupantes
sobre la evaluación de los demás mientras llevan a cabo una tarea específica.

Otro aspecto interesante de este estilo es el modo en que su polarización puede variar a
través de los diferentes periodos de la vida de los sujetos, hasta el punto de provocar
desórdenes con aparentes características irreconciliables. El mismo sujeto, por ejemplo,
podría mostrar una sintomatología anoréxica a los 20 años y una hipocondriaca asociada
con ataques de pánico a los 30. Es decir, dependiendo de la forma que en que el sujeto se
sitúe en diferentes momentos de su vida, podrían surgir una serie de trastornos que se
incrustan en su trasfondo emocional, fijando así sus características. Este punto será
ilustrado en el análisis de caso que sigue.

Claudia es una secretaria de 42 años; está divorciada y tiene una hija de 16 años. Desde
hace 3 años viene sufriendo de una forma muy peculiar de ansiedad que surge de una
“idea fija” (para citar a Janet, 1898). Por esta razón, su caso ha sido diagnosticado – de
manera equivocada, según nosotros – como un trastorno obsesivo-compulsivo. Claudia
pasa la mayor parte del día imaginando que su pareja actual – a quien realmente ella
considera alguien temporal, y por el que no siente una gran atracción – está viendo a otra
mujer en secreto. Así que no sólo los días de Claudia están marcados por una serie de
eventos que ella evoca en su imaginación, sino que a través de esos episodios Claudia
organiza su tiempo: actúa como un detective, saliendo en mitad de la noche para
comprobar si el auto de su pareja está estacionado al lado de la casa, revisando el
teléfono, cambiando sus horarios de trabajo para juntarse con su pareja cuando él menos
lo espera. Toda la vida de Claudia, en otras palabras, se organiza de acuerdo a la trama de
una película de detectives que ella construye todos los días. Vale la pena examinar la
historia de su trastorno, que aparece primero hace 13 años en forma de una hipocondría
seria. Después de dos años de feliz matrimonio, Claudia tuvo una hija, a quien cuidó
tiempo completo hasta que la niña empezó a ir a la sala cuna. Este cambio despojó de
significado a la vida de Claudia, para el tiempo en que ella no tenía trabajo. Los días de
Claudia se volvieron entonces largos y aburridos, convirtiéndose en una pesada carga.

170
“Selfhood, Identity and Personality Styles” (Giampiero Arciero, 2009)

Claudia sentía que su marido no estaba presente lo suficiente: la complicidad que marcó
su relación antes del nacimiento de su hija parecía haberse perdido irremediablemente.
Claudia entonces empezó a rumiar sobre una aventura extramarital; no obstante, al
mismo tiempo, se preocupaba acerca de la posibilidad de contraer una enfermedad de
transmisión sexual (SIDA, hepatitis C, etc.). Como Claudia centraba su atención en los
cambios de su cuerpo – cambios imaginarios que surgían de su miedo a estas
enfermedades – el pavor de tener cáncer gradualmente se apoderó de ella. Por dos años
ella organizó su vida basada en nuevos síntomas, resultados médicos, exámenes de
especialistas clínicos y estadías en el hospital. Luego Claudia empezó a trabajar. De
pronto, sus días nuevamente se ocuparon, y su cuadro clínico cambió: los síntomas
hipocondriacos disminuyeron, pero Claudia empezó a tener un miedo recurrente de que
su esposo la estuviera engañando. La situación marital de Claudia empeoró
progresivamente, y unos pocos años después decidió dejar a su esposo. Lo interesante de
esto es el hecho de que, incluso tres años después de la separación, cuando ella ya se
había embarcado en la relación con su actual pareja, Claudia continuaba preocupándose
de que su marido pudiera estar teniendo aventuras que ella desconocía. Sólo
recientemente Claudia ha empezado de a poco a mirar a su nuevo compañero con la
misma preocupación.

Entre el vasto rango de trastornos conectados con este estilo de personalidad, dos en
particular pueden verse estando en los extremos opuestos de este espectro: la histeria y
la hipocondría. Ambos trastornos se caracterizan por la experiencia penetrante de la
externalidad del cuerpo, percibida – de maneras distintas – como una entidad autónoma y
poco confiable más allá de su control.

Histeria

Debido a su historia, que se entrelaza con la de la psicología, neurología, psiquiatría,


literatura y psicoanálisis, directo hacia la neurociencia contemporánea, la histeria es
ciertamente uno de los trastornos mejor conocidos y más controversiales de la era
moderna. Precisamente quizás debido a su excesivo uso, este término – que tiene un
distintivo toque decadente sobre él – ha perdido gradualmente el significado original que
poseía por medio de un lento proceso de consumo. Desde un contexto clínico se filtró
dentro de una cultura parisina de fin de siglo; filtrado por los psicoanalistas freudianos, el
término volvió a usarse de nuevo unas décadas después en la psiquiatría clínica, donde
fue usado con fuertes connotaciones psicoanalíticas. Señales evidentes de esto se pueden
encontrar en la actual terminología del DSM-IV, el cual ha reemplazado la expresión
“neurosis histérica”, adoptada en el manual anterior, por el de “trastorno de conversión”.

Desde los días de Charcot, el problema que encierra este trastorno ha sido el de explicar
los síntomas y déficits que reflejan una sintomatología neurológica conectada
principalmente a funciones motoras voluntarias o sensitivas: desde parálisis hasta afonía,
trastornos de deglución y micción, a través de anestesia táctil o de dolor, diplopía, ceguera
y sordera, hasta crisis epiléptica provocada. Esta formulación del problema, que ha

171
“Selfhood, Identity and Personality Styles” (Giampiero Arciero, 2009)

buscado el origen del fenómeno en los mecanismos psicológicos, ha reducido


progresivamente la experiencia clínica a una explicación que ya no toma en cuenta la
experiencia subjetiva. La investigación neurocientífica que a lo largo de los últimos 10
años ha provocado nuevo interés hacia la histeria parece sufrir del mismo problema, ya
que se ha centrado en el estudio experimental de los circuitos nerviosos conectados con
este trastorno, más que en la integración de esas alteraciones del funcionamiento
cerebral con la experiencia del paciente. ¿Por qué es que los sujetos histéricos se paralizan
o pierden la conciencia?

Esta pregunta no puede ignorarse si, junto con los cambios en las dinámicas naturales a
las que las neurociencias le han dibujado una nueva luz, también deseamos entender las
alteraciones de la experiencia personal que caracterizan al trastorno histérico. Como lo
hemos hecho consistentemente a lo largo de esta segunda parte del libro, tomaremos la
experiencia del paciente como un punto de partida para examinar el origen del trastorno y
su relación con la activación de aquellas estructuras cerebrales que constituyen su
sustrato neuronal. En las secciones siguientes, consideraremos el caso de una epilepsia
psicógena provocada y luego una parálisis bilateral de mano.

Caso clínico

Dora es una dueña de casa de 33 años, casada con un trabajador de 37 años, y la madre
de una niña de 5 años de edad. Dora visita nuestro estudio debido a síntomas que
prevalecen y que consisten en dolores de cabeza, dolores migrantes y desmayos
repentinos. Dora también se queja de pensamientos recurrentes sobre la muerte de su
esposo y de su madre.

La sintomatología de Dora, que comenzó después del nacimiento de su hija, se manifestó


al inicio como una preocupación frecuente por las enfermedades. Esto fue inicialmente
gatillado por un recurrente dolor abdominal, frecuentemente acompañado de vómitos,
causados por cálculos biliares. El cuadro clínico que había surgido después del nacimiento
del bebé fue empeorando gradualmente por un penetrante sentimiento de miedo y
tristeza, la que afectaba significativamente la relación de Dora con su hija, haciéndola
sentir profundamente culpable e inadecuada. Cerca de un año después del inicio de estos
síntomas, a Dora le removieron sus cálculos. Mientras que su dolor abdominal cesaba, los
síntomas hipocondriacos inexplicablemente se hicieron más fuertes, y fueron
empeorando por fuertes dolores de cabeza y un miedo de parte de Dora de perder a su
madre y esposo. Mientras la hija de Dora crecía, Dora se sentía muy incapaz de cumplir las
responsabilidades que la crianza de un niño exigía: se sentía más y más inadecuada como
madre. “Ni siquiera había sido capaz de amamantarla, ya que mi propia leche no era
buena”. A veces, Dora se sentiría tan abatida por estos pensamientos que culparía al bebé
de haber nacido: ella vería a su hija como la causa actual de su trastorno. Esta situación
empeoró más en el curso del año pasado debido a repentinos desmayos – aparentemente
no relacionados con ningún evento estresante – que despertaron en Dora el miedo de
tener un tumor cerebral.

172
“Selfhood, Identity and Personality Styles” (Giampiero Arciero, 2009)

Sobre la única base del reporte de Dora, no sólo es difícil entender el sentido de sus
síntomas, sino que es imposible explicar su sintomatología histérica. La manera más
simple de dar cuenta del cuadro clínico de Dora sería entonces buscar un mecanismo
capaz de originarlo.

Sin embargo, un método clínico que también tome en cuenta la historia del paciente,
buscará develar la coherencia de los eventos descritos – y esto asociándolo con los
mecanismos subyacentes. De tal manera, todos los síntomas serán concebidos dentro del
contexto de la unidad de configuración representada por la construcción que hace el
paciente de su propia historia, adquiriendo así nuevas determinaciones. Con el fin de
entender los síntomas de Dora, estos deben ser insertos en una red de circunstancias que
preceden su emergencia (Arciero, 2006). Porque si examinamos el contexto del
nacimiento del bebé (que dora reconoce como la raíz de sus problemas),
inesperadamente descubrimos que cuando Dora estaba embarazada la fábrica donde
había estado trabajando cerró. Este evento provocó una reacción no inmediata de parte
de Dora porque ella percibió su embarazo casi como vacaciones. Cuando el bebé nació, sin
embargo, Dora de pronto se encontró a sí misma en una condición donde no sólo se le
había investido con nuevas responsabilidades, sino donde cuidar de su hija la hizo sentir
sola y asustada. Fue en esos primeros meses que Dora se dio cuenta de que nunca más
tendría un trabajo y que la maternidad era un callejón sin salida. La visceralidad de Dora
percibió miedo y tristeza – como se hará evidente en la sección sobre hipocondría – dando
cuenta de la exacerbación de su dolor abdominal, que la obligó a operarse. Aún
removiendo los cálculos biliares no se alteró el cuadro hipocondriaco: privada ahora de
cualquier anclaje orgánico, que en realidad se volvió más diverso, cuando Dora vino a
percibir todo cambio corporal a la luz de la enfermedad. En cualquier momento que Dora
se sienta sola, el miedo que acompaña su auto-percepción inmediatamente se amplifica
anticipando incluso las más severas condiciones de soledad que le provocarían la muerte
de su esposo y de su madre. Otras veces, Dora sentiría rabia por su hija, a quien culparía
de su propio malestar.

Mientras más independiente se vuelve la hija de Dora y desarrolla su lenguaje, mayor es el


sentido de inadecuación de Dora. Cuando la niña, como todos los niños de tres años,
empezó a desafiar los límites, Dora percibió su comportamiento como un signo de su
propia incapacidad e inadecuación como madre: “Nunca sé cuando decir no y que mis
palabras se obedezcan”. En tales contextos, es el niño quien tiene el poder: el rol parental
de Dora se invierte.

La situación, que se había vuelto mucho peor cuando la niña ya estaba en la edad pre-
escolar, de pronto empeoró un día cuando llegó a casa del jardín infantil. La hija de Dora
decidió que quería ir a jugar con su amigo, quien vivía en la casa de atrás. Dora no la dejó.
La niña empezó a discutir con su madre y luego a gritarle. Dora no sólo sintió que estaba a
la voluntad de su hija, también temió que los gritos de la niña alertaran a los vecinos y que
pensaran que no estaba cumpliendo su papel de madre. Esta anticipación causó en Dora

173
“Selfhood, Identity and Personality Styles” (Giampiero Arciero, 2009)

un sentimiento de inestabilidad: su cabeza empezó a girar, sus piernas temblaron y


empezó a temer que pudiera desmayarse. Con muy poca convicción, Dora intentó callar a
su hija, que seguía gritando. Dora se sintió más aproblemada por el temor de perder la
conciencia, algo que ella sentía que podía pasar en cualquier minuto. Cada vez más
mareada, Dora no podía seguir sintiendo sus piernas; los gritos de su hija se desvanecieron
a la distancia y su visión se nubló; aterrorizada, Dora se desvaneció. Esta secuencia de
eventos estaba destinada a repetirse varias veces en el transcurso del año. Ahora, cada
vez que la intensidad del conflicto con su hija cruza cierto nivel, Dora siente una especie
de aura y tiene episodios provocados de epilepsia.

El tema central del trastorno de Dora, que le hace perder la conciencia, parecería estar
conectado con una amplificación del miedo por medio de un mecanismo similar al del
pánico, siendo la principal diferencia que la fuente inmediata de peligro para Dora es el
cuerpo en su función motora y/o sensitiva. El miedo originado por una situación
interviniente, percibida somáticamente, conduce a una anticipación de la incapacidad del
cuerpo para funcionar: un proceso no diferente a la reacción de inmovilidad gatillada por
una amenaza. Esta condición, a su vez, lleva a un incremento del miedo y – en un círculo
vicioso – a una modificación de la percepción del sujeto de su cuerpo, que puede incluso
conducir a varias formas de epilepsia provocada. El mismo proceso, como veremos, puede
estar a la base de la parálisis histérica, y emerge con particular evidencia en el caso de
trastornos menores como la dificultad para tragar (globus faringis). Desde esta
perspectiva, la transición abrupta y discontinua enfatizada por aquellos que siguen la
teoría de disociación parecería ser el resultado de un proceso de auto-amplificación (que
podría volverse automático con el paso del tiempo), un proceso primero provocado por
una situación emocional significativa. La información reunida en algunos recientes
estudios pioneros sobre neuroimagen funcional parecerían apoyar esta perspectiva,
aunque la particularmente gran variabilidad de la sintomatología histérica (Janet, 1907;
Ron, 1996) sugiere que cualquier resultado debe ser evaluado con extrema precaución.

La perspectiva neurocientífica

Tiihonen et al. (1995) usó la estimulación eléctrica del nervio mediano izquierdo en un
estudio SPECT de caso único durante un episodio agudo de parálisis psicógena lateral
izquierda y una parestesia, y después de la recuperación del paciente. Antes de la
recuperación, había un incremento de la perfusión del lóbulo frontal derecho (+7,2%
comparado con el lado izquierdo) y una hipoperfusión en la región parietal derecha (-7.5%
comparada con el lado izquierdo). Después de la recuperación, el cambio en la profusión
del lóbulo parietal derecho fue mayor en el lado izquierdo, como se esperaba, durante la
estimulación del nervio mediano izquierdo. La interpretación de los resultados sugirió que
la parestesia estaba asociada con la inhibición de la corteza somatosensorial en las áreas
frontales. Estas conclusiones sugerirían que las condiciones psicológicas específicas
pueden provocar cambios en la fisiología del cerebro, hasta el punto de originar síntomas
específicos.

174
“Selfhood, Identity and Personality Styles” (Giampiero Arciero, 2009)

Conclusiones similares son sugeridas en un estudio fMRI, conducido por Mailis-Gagnon et


al. (2003), de cuatro pacientes de dolor crónico con anestesia “histérica”. A través de las
respuestas de pincel y nociva estimulación cerebral evocada de las extremidades
afectadas (estímulos imperceptibles) y normales (estímulos perceptibles), este estudio
descubrió que los estímulos imperceptibles estaban asociados con desactivaciones en la
corteza somatosensoria primaria y secundaria (S1, S2), la corteza parietal posterior y la
corteza prefrontal. Los autores del estudio sugieren que la inhibición de la áreas
somatosensoriales seguidas a la desactivación pueden estar conectadas con el
reclutamiento de las áreas límbicas que se preocupan de la emoción y la atención,
enfatizando así el papel de la emoción en el desarrollo del trastorno.

Vuilleumier et al. (2002) realizó un estudio fMRI de siete pacientes con pérdida unilateral
psicógena de la función motora, con o sin perturbaciones sensoriales concomitantes en la
misma extremidad, empleando estimulación controlada que involucraba la vibración
lateral de ambas extremidades afectadas y no afectadas. Más tarde compararon la
activación cerebral durante la etapa aguda de la enfermedad y otra vez dos a cuatro
meses después. Las regiones en los sistemas motor y sensitivo que mostraron hipo-
activación en respuesta a la estimulación vibratoria (asociada con los síntomas histéricos y
regresión con recuperación) fueron el tálamo centro-lateral y los circuitos de los ganglios
basales. Estas áreas son parte de los circuitos fronto-corticales que favorecen las
funciones motoras y cognitivas. El tálamo, en particular, es una parada principal de los
aferentes que van a la corteza y pueden controlar áreas corticales que involucran
funciones motoras, sensoriales y cognitivas. La estimulación del núcleo central de el
tálamo puede provocar movimientos que son realizados de manera intencional, o inhibir
acciones voluntarias. Vulleumier et al. señala además que el daño de esos núcleos (por
ejemplo a través de derrames) puede causar olvido motor “intencional” a pesar del
normal funcionamiento motor y sensorial – una condición clínica similar a la parálisis
histérica.

Los ganglios basales, por otro lado, son estructuras neuronales al interior de los circuitos
motores y cognitivos (Grabyel et al., 1994). El globus pallidus – pero también el tálamo –
recibe señales desde la amígdala y de la corteza órbito-frontal. Estos circuitos entregan
potenciales caminos a través de los cuales las señales límbicas pueden afectar el
procesamiento sensorial, o derivar en una inhibición selectiva de la acción. Por lo tanto,
una activación emocional intensa y sostenida puede dañar la disponibilidad motora y la
iniciación a través de la modulación de sistemas específicos de los ganglios basales y del
tálamo-cortical.

Caso clínico

Tanto la provocación como el proceso automático del trastorno se pueden dilucidar


examinando el caso de Carla, una mujer de 34 años de edad que trabaja en casa como
peluquera. Carla es la esposa de un electricista de 43 años y la madre de dos niños; ella
sufre de parálisis histérica de sus manos. Como Dora, Carla describe el inicio y desarrollo

175
“Selfhood, Identity and Personality Styles” (Giampiero Arciero, 2009)

de sus síntomas como si estos no tuvieran ninguna relación con el contexto cotidiano en
los que se manifiestan. Según Carla, su trastorno primero comenzó abruptamente,
alrededor de dos meses después del nacimiento de su segundo hijo. Una tarde, después
de dormitar más de lo pensado, de repente Carla se despertó y de dio cuenta que no
podía mover sus manos. En estado de pánico, les pidió a su hijo mayor que pidiera ayuda.
El niño llamó a su abuela paterna, quien vive en el departamento de abajo, y Carla fue
llevada al hospital, donde se le administró diazepam intravenoso, después que los
síntomas disminuyeran. La misma condición de parálisis bilateral había aparecido
inesperadamente varias veces en el transcurso de los seis meses anteriores, sin aparente
conexión con algunas circunstancias. Como en el caso de Dora, si aceptamos la historia de
Carla sólo podemos explicar su trastorno en términos de un mecanismo inconsciente.

Este tipo de explicación se vuelve aún más atractivo si examinamos el contexto donde se
manifestó el primer episodio. Sólo una semana había pasado desde que Carla había
empezado a trabajar otra vez: el trastorno apareció en su primer día libre. Esa mañana la
suegra de Carla – con quien tenía una relación conflictiva – le había pedido una hora para
peinarse. Carla sintió que no podría cumplir esa demanda. La sintomatología que se
manifestó ese día podría entonces ser fácilmente interpretada como una “ganancia
secundaria”. La parálisis de Carla podría entonces explicarse como un medio de salvar la
apariencia cuando una expresión de malestar habría sido contraproducente, mientras que
una negación explícita habría empeorado más el conflicto entre las dos mujeres.

Sin embargo, bajo una inspección más cercana – una que busque entender la experiencia
desde el punto de vista del sujeto que la experimenta (y así evitar aplicar cualquier noción
preconcebida a la historia de la vida de un individuo) – puede surgir una perspectiva
diferente sobre este primer episodio.

Carla ya había empezado a sentir que no podría soportarlos más una semana antes,
cuando había sido obligada a regresar a trabajar para evitar perder más clientes.
Repentinamente, después de un largo descanso, que había durando un par de meses, se
había encontrado teniendo tres trabajos al mismo tiempo: como madre de un bebé recién
nacido que necesitaba ser amamantado cada tres o cuatro horas; como madre de un hijo
mayor que necesitaba ayuda con sus tareas; como peluquera que tenía que cumplir con
las necesidades de sus clientes durante el poco tiempo que le quedaba. Carla recibía una
ayuda de su suegra, quien cuidaría del bebé cuando ella trabajara, y de su marido, quien
cuidaría del mayor después del trabajo.

El lunes que sucedió el primer episodio, Carla se había quedado dormida por cerca de
media hora después de haber alimentado al bebé. Al despertar, había anticipado toda la
tarde en un momento: tenía que arreglarle el cabello a su suegra, limpiar la casa, recoger
a su hijo del colegio – todo esto sin la ayuda de su esposo, quien había empezado un
nuevo trabajo ese mismo día y no llegaría a casa hasta muy tarde. El sentimiento de
constricción que había acompañado los días de Carla desde que había empezado a
trabajar de nuevo de pronto se volvió tan penetrante que se sintió completamente

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“Selfhood, Identity and Personality Styles” (Giampiero Arciero, 2009)

atrapada: Carla se congeló. Luego puso su atención en sus manos, y empezó a sentir un
hormigueo en sus dedos, lo que aumentó hasta que no pudo moverlos más… Carla ya no
pudo abrir sus manos.

En los meses siguientes a este episodio, cada vez que la presión emocional aumentaba,
Carla anticiparía esta secuencia, que siempre la llevaría al mismo resultado: la parálisis de
sus manos. El mismo efecto, sin embargo, podría también ocurrir “sin razón”: bastaba que
Carla mentalmente anticipara su incapacidad de mover las manos para provocar el
proceso que la lleva a su parálisis actual.

El caso de Carla pone un interesante problema, ya que la discapacidad de movimiento


aquí no sólo es causada por una activación emocional, sino que también por una
anticipación consciente de la incapacidad para iniciar una acción. La parálisis histérica que
emerge a través de una reacción algo similar a congelarse parecería así estar apoyada por
un mecanismo consciente – más que por conflictos inconscientes – capaz de volver
disfuncionales los procesos normales del sistema motor intencional (Athwal et al., 2001).
De hecho, los mismos movimientos que no pueden hacerse de manera voluntaria serán
hechos de manera inconsciente: por ejemplo, cuando la paciente debe equilibrarse por sí
misma, cuando está distraída o sedada.

El sustrato neuronal

Una serie de estudios de imágenes cerebrales pueden apoyar esta hipótesis. Marshall et
al., (1997) condujo el primer estudio PET registrando la actividad cerebral de una paciente
con parálisis del lado izquierdo de 2.5 años de duración cuando ella se preparaba para
mover e intentaba mover su pierna (izquierda) paralizada; compararon esto con un
registro de cuando ella se preparaba para mover y movía su pierna buena (la derecha).
Como esperaban, descubrieron que el movimiento voluntario de la pierna derecha no
afectada activaba la corteza promotora y sonsoriomotora primaria contralateral y,
bilateralmente, la corteza prefrontal dorsolateral (DLPFC), las áreas sensoriomotoras
secundarias (corteza pariental inferior) y los hemisferios cereberales. También como
habían predicho, la preparación del movimiento de la pierna derecha no afectada activó la
misma red pero no la corteza sensoriomotrora primaria izquierda. Por el contrario, la
disponibilidad para mover e intentar mover la pierna afectada falló en activar la corteza
premotra y la sensoriomotora primaria contralateral. Además, cuando la paciente intentó
mover la pierna afectada, las cortezas cingular anterior contralateral y la orbitofrontal se
activaron significativamente. Los autores interpretaron esta activación como una
inhibición del movimiento de la pierna afectada por medio de la desconexión de las áreas
corticales (DLPFC) favoreciendo la planificación motora. En otras palabras, fue la intención
de mover lo que provocó la incapacidad para mover por medio de la activación de las
cortezas cingular anterior y orbitofrontal.

Esta perspectiva, que enfatiza el papel de la inhibición prefrontal de la corteza motora y


sensorial, también es apoyada por un estudio PET de casi único conducido por Halligan et

177
“Selfhood, Identity and Personality Styles” (Giampiero Arciero, 2009)

al. (2000). Este estudio muestra cómo la parálisis inducida hipnóticamente en un hombre
saludable de 25 años activa la corteza cingular anterior y la orbitofrontal contralateral en
el movimiento intentado de su pierna paralizada sin actividad similar en la corteza motora.
La activación de estas áreas, que – de acuerdo con el estudio previo – puede verse se
superpone con las regiones reclutadas en el curso de la parálisis histérica, llevó a los
autores a interpretar la parálisis hipnótica como un modelo para las parálisis histéricas.
Los dos estudios además sugieren que la inhibición de las regiones sensorio-motoras
puede ser producido no sólo por las regiones límbicas, sino también por la mantención de
un cierto nivel de atención: a través del involucramiento de las regiones prefrontales. La
sintomatología fue así vista como disminuyendo la distracción o sedación del sujeto.

La importancia de las áreas prefrontales en la genesis del trastorno fue el foco de un


estudio PET conducido por Spence et al. (2000). Este estudio registraba la actividad
cerebral de dos hombres con síntomas histéricos motores en el brazo izquiero y uno con
monoparesia histérica en el brazo derecho con la finalidad de examinar las diferencias
entre síntomas histéricos y aquellos fingidos durante el movimiento intentado de una
extremidad. Todos los pacientes exhibieron una relativa hipo-actividad de la corteza
prefrontal dorsolateral izquierda (DLPFC) cuando fueron comparados con los control y los
fingidos (individuos sanos a los que se les solicitó pretender que tenían dificultades para
mover una extremidad). La hipo-función prefrontal izquierda fue común en todos los
pacientes independiente de la lateralidad del síntoma. Los que fingían exhibieron relativa
hipo-función de la corteza prefrontal anterior derecha. Ya que la DLPFC es activada por la
generación y selección de la acción, su disfunción en la parálisis histérica fue interpretada
como una pertubración volitiva.

Spence (1999) apunta que: “El problema en los trastornos histéricos motores no está en el
sistema motor voluntario per se; está en el modo en que el sistema motor es utilizado en
la realización (o no realización) de ciertas acciones elegidas, voluntarias”. Según esta
perspectiva, el hecho de que los pacientes histéricos están impávidos por su disfunción no
significa que no estén preocupados acerca de su parálisis; más bien, se sugiere lo
contrario. La belle indifference es una manera de pretender que nada está pasando:
representa un modo de mostrar la propia parálisis a los demás manipulando sus juicios a
través de una actitud de indiferencia.

Esta sintonía de uno mismo con los demás revela una característica fundamental del
trastorno, una que tiende más al lado Outward del espectro: la necesidad de validarse
ante los demás. Este aspecto del trastorno está conectado a una serie de rasgos que han
llevado a la gente a hablar de personalidad histérica en el pasado y de trastorno de
personalidad histriónica hoy: una necesidad de atención, provocación sexual, seducción,
discontinuidad emocional, inestabilidad, un énfasis exagerado de los propios estados
afectivos, así como el tipo de sugestionabilidad que Janet (1907) listó famosamente entre
los más importantes estigmas asociados con la histeria. Aunque este aspecto también
caracteriza a las personalidades EDP (como hemos visto en el cápitulo 5), la manifestación
de los rasgos típicos de la tendencia Outward está más marcada, más amplificada y

178
“Selfhood, Identity and Personality Styles” (Giampiero Arciero, 2009)

mayormente desplegada en el caso de la histeria. La muy vilipendiada teatralidad


expresiva de estos sujetos se deba tal vez a la combinación única de un particularmente
intenso modo de emocionarse y una igualmente fuerte necesidad de otro por el cual
sentirse situado. El elemento único de este trastorno es precisamente esta integración de
la agudeza emotiva con una igualmente irresistible necesidad de co-percibirse por medio
de los otros. Por ende, la intensidad de las emociones del sujeto aquí se combina con su
discontinuidad situacional, como si una serie de circunstancias “naturalmente”
provocaran reacciones al máximo. Los cambios violentos que estos sujetos experimentan
en relación a su propio sentido del Self los lleva a trastornos disociativos de identidad o a
cambios repentinos del estado del ánimo. Desde una perspectiva clínica, vale la pena
enfatizar un último y muy relevante descubrimiento que hemos hecho en el transcurso de
nuestra práctica clínica: la inusual asociación de estos rasgos con los síntomas conversivos
(Kretscmer, 1926; Bowlby, 1940; Chodoff y Lyons, 1958). Es como si estas dos condiciones
correspondieran a dos modos diferentes de articular la misma combinación de elementos.

Hipocondría

A continuación, no solamente nos referiremos a la hipocondría en el estricto sentido de la


palabra, sino que al espectro hipocondriaco que también incluye el trastorno de
somatización y el trastorno somatomorfo indiferenciado. Estos dos trastornos comparten
una característica común: la presencia de síntomas viscerales, somáticos o somato-
esqueléticos que no se pueden explicar por hallazgos orgánicos (De Gutch y Fischler,
2002), aunque puedan estar asociados con otras enfermedades médicas. A diferencia de
la histeria, la hipocondría está más orientada hacia la polaridad Inward, que
predominantemente estabiliza la auto-percepción sobre los propios estados corporales,
aquí inmediatamente percibidos – si exceden un cierto rango – en la forma de síntomas
preocupantes. Así, dolores transitorios como puntadas intercostales, o condiciones
fisiológicas más marcadas como una taquicardia por esfuerzo y condiciones viscerales o
músculo-esqueléticas asociadas a emociones básicas, pueden provocar un proceso “auto-
reflexivo” en el cuerpo que amplifique el malestar del sujeto y origine uno o más
síntomas. Como señala Lipowski (1988), esta distinción ya había sido registrada con
sorprendente claridad por Sims en 1799:

“Él ofrecía una definición moderna de la hipocondriasis, caracterizándola como un


trastorno cuyo rasgo principal era que los pacientes tenían ‘la mente casi enteramente
puesta en el estado de su salud, que ellos imaginaban estaba infinitamente peor de lo que
estaba’ y se creían ‘afligidos con casi cada trastorno que hubieran visto, leído, o incluso
escuchado’. La hipocondriasis podía afectar también la sexualidad, melancolía y diversos
síntomas. Se diferenciaba de la histeria estando siempre asociada con un ánimo bajo en
vez de uno cambiante”.

El elemento crucial y distintivo de la hipocondría es justamente su anclaje constante y


preferencial en el cuerpo – percibido como enfermo o cercano a enfermarse – en vez de

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“Selfhood, Identity and Personality Styles” (Giampiero Arciero, 2009)

una forma de variabilidad dependiente del contexto y así asociado con un ánimo
cambiante, como en el caso de la histeria.

Es evidente, en el caso de los trastornos que caen dentro del espectro hipocondriaco, que
los sujetos perciben cambios significativos de circunstancias basados en un sistema de
coordinadas que tienen al cuerpo (enfermo) como su punto de referencia fijo. Este cuerpo
enfermo aquí es la condición a través de la cual los sujetos se sienten emocionalmente
situados. A partir de esto es que las variaciones significativas del situarse pueden ser
percibidas como síntomas: como los signos de un cuerpo que, de acuerdo a su
enfermedad, es gobernado por un peligroso grado de autonomía, y es así percibido como
algo externo a uno mismo – como un cuerpo enfermo. En el caso de la misma hipocondría,
las experiencia displacentera del sujeto de un determinado síntoma se asocia con su
certeza de estar sufriendo de alguna enfermedad física, y con “rumiación” acerca de esa
enfermedad.

Mientras la atención puesta en el cuerpo enfermizo cuenta para una variedad de síntomas
– que van desde palpitaciones hasta pérdida del aliento, desde el dolor de cabeza hasta el
zumbido, diarrea, constricción torácica, dolores musculares y abdominales – también
surge una pregunta clave: ¿Cómo es que aparecen estos síntomas? Uno de los conceptos
más erróneos que han sido invocados para contestar esta pregunta ha sido el de la
somatización, que todavía se usa en el DSM-IV y que continua siendo fuente de
controversia (Fava y Wise, 2007; Kroenke, Sharpe y Syes, 2007; Mayou et al., 2005; Sharpe
y Mayou, 2004; Wise y Birket-Smith, 2002). El término “somatización” fue primero
introducido como un neologismo que rindiera cuenta de la palabra Organsprache
(“discurso del órgano”), originalmente usado por Stekel y Adler para describir “la
susceptibilidad hereditaria que tiene un órgano de enfermarse” (Marin y Carron, 2002).
Con la introducción del neologismo “somatización”, el concepto de Organsprache fue
traducido y reinterpretado en el lenguaje freudiano para describir la conversión de
condiciones emocionales en síntomas físicos. Rastros de este significado todavía se
encuentran en el uso del término del DSM-IV.

Según nuestra propia perspectiva, es claro que el tema de cómo los síntomas surgen no
puede resolverse concibiéndolos como un traslado de la esfera emocional al nivel físico,
ya que aquellos sujetos que experimentan y expresan su malestar emocional en forma de
síntomas físicos (Lipowski, 1988) generalmente perciben la emotividad como un
fenómeno centrado en el cuerpo. Aquellos que construyen su propia estabilidad en el
tiempo, principalmente a través de emociones básicas, claramente muestran una hiper-
cognición de las manifestaciones viscero-motoras y músculo-esqueléticas usualmente
asociadas con cada una de esas emociones (Rainville et al., 2006). Un ejemplo evidente de
esto es el miedo y la ansiedad, que están asociadas con un incremento del latido del
corazón, la hiperventilación y tensión muscular, también en muchos casos mareo
temporal o confusión, náuseas, aumento del sudor y sequedad de boca. La dimensión
emocional de estos sujetos, más que convertirse en síntomas físicos, se conecta
prevalentemente con la percepción de las señales corporales; como hemos visto, la

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“Selfhood, Identity and Personality Styles” (Giampiero Arciero, 2009)

dimensión en cuestión representa una forma peculiar de encarnación. En relación a esto,


la noción original detrás del término Organsprache adquiriría un nuevo significado: la
inclinación para percibir la propia estabilidad principalmente a través de una focalización
sobre las condiciones Inward hace al sujeto más perceptivo hacia sus propios órganos
internos.

La pregunta que necesita ser contestada, por lo tanto, es cómo los sujetos hipocondriacos
se las arreglan para transformar su percepción de las señales corporales en una de señales
de un cuerpo enfermo. La respuesta más simpe sería que la interpretación errónea de los
sujetos se debe a las creencias irracionales sobre hábitos de cuidado, o sobre debilidad y
vulnerabilidad personal percibida, o un estrecho concepto de buena salud (Abramowitz,
Whiteside y Schwartz, 2002). Una perspectiva similar (acríticamente) asume que el
significado la experiencia del sujeto surge de una reflexión, desde “el ego doblándose
hacia atrás y mirándose a sí mismo” (Heidegger, 1988) para entenderse a sí mismo (ver el
capítulo 1). Debería notarse que, mientras las explicaciones cognitivas de hecho ilustran la
interpretación equivocada de alguien en riesgo de desarrollar hipocondriasis, no resuelven
el problema principal que pone este trastorno, ya que fallan en explicar el origen de la
experiencia a la base de esas creencias irracionales. Si el sujeto hipocondriaco no se siente
preso de su cuerpo, se sentiría preso de su enfermedad. Es interesante notar, en relación
a esto, que a menudo los individuos hipocondriacos que sufren de una enfermedad física
real no están preocupados de ella, eligiendo más bien poner su atención – y por ende
organizar su existencia alrededor – sobre los síntomas de una enfermedad no existente.

Otro aspecto importante de este trastorno es el hecho de que es precisamente la


percepción que tiene el sujeto hipocondriaco de su cuerpo como afligido por una
enfermedad, que en realidad no existe, que lo lleva a desconfiar de los médicos, a buscar
constantemente nuevas curas, a presionar por nuevas pruebas diagnósticas, a buscar
información que tenga que ver con posibles formas que una enfermedad cualquiera
pudiera tener y las complicaciones que conllevaría, a preocuparse de la enfermedad hasta
el punto de una fijación, o a quejarse de modo más o menos explícito sobre su propia
salud y la monotonía general de la vida. La incongruencia entre la opinión de los médicos –
quienes generalmente tenderán a minimizar el significado de cualquier síntoma funcional
– y lo que los sujetos hipocondriacos personalmente sienten, es fuertemente percibido
por estos últimos y está a la base de su constante insatisfacción con los diagnósticos y con
las terapias, haciéndolos buscar siempre nuevas consultas.

La experiencia que los sujetos hipocondriacos tienen de su propio cuerpo es de un objeto


cuya alteración actual o potencial regula su vida diaria. Un paciente nuestro, Andrea, que
ahora tiene 34 años, cambió todos sus hábitos y empezó a vivir como un hombre de 70;
desde que en una noche sin poder dormir cuando tenía 22 años, había sido sacudido por
varios ataques de taquicardia. Ahora todas las noches antes de irse a dormir, Andrea
prepara su ropa, en caso de que tuviera que salir al hospital en medio de la noche.
Siempre desde que ocurrió ese episodio, Andrea ha percibido su cuerpo como un tirano
caprichoso.

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“Selfhood, Identity and Personality Styles” (Giampiero Arciero, 2009)

Esta percepción de una alteridad soberana – que es el propio cuerpo – atrae la atención
del sujeto, determina sus prioridades y, lo más importante, dicta su sentido. La
“intimidación” que el cuerpo da de manera inexplicable e impredecible es percibida como
un peligro que siempre es inminente, que se puede manifestar con diferentes grados de
intensidad, hasta el punto de causar terror. Esta intimidación del cuerpo es de una
naturaleza emocional y habla el lenguaje de los órganos: die Organsprache. Andrea, por
ejemplo, el día antes de la noche memorable que hace 12 años atrás lo volvió un hombre
anciano, había sido dejado inesperadamente por la única mujer a la que había amado. Es
en esa misma noche que Andrea estaba aterrorizado por la taquicardia: ¡toda la noche fue
rehén de su corazón!

Andrea no podía ver que su angustia era causada por el hecho de que se encontraba solo
después de una relación que había durado cinco años: la intensidad de la angustia era tal
que toda su atención era rehén de la percepción de la incontrolable autonomía de su
propio cuerpo. La taquicardia entonces dejó de ser un signo de angustia para Andrea
volviéndose un síntoma que podía ser provocado por las circunstancias más disparatadas:
un signo de la peligrosa autonomía de su sistema cardiovascular.

La severidad de la hipocondría depende de este sentido de no poder controlar al cuerpo,


cuyos trastornos se vuelven un punto de referencia para estructurar la propia vida. Es
apenas sorprendente, además, descubrir la relación entre la afectividad negativa
(ansiedad, culpa, hostilidad y depresión) y los síntomas físicos enfatizada en ciertos
estudios (Costa y McCrae, 1980, 1985).

Cuando el sentimiento de estar emocionalmente situado a través de un conjunto de


referencias que generalmente están ancladas en el cuerpo cruza un cierto nivel de
intensidad (que varía de persona en persona), lleva a los sujetos hipocondriacos a
incrementar su atención sobre el cuerpo y – generalmente – sobre un amplio rango de
estados y/o condiciones corporales. Esto parecería confirmarse por los datos de un
estudio que sugieren una correlación entre síntomas somáticos y una sobre-excitación
(Lipowski, 1998; Hammad, Barsky y Regestein, 2001).

Es posible sugerir, además, que en los caso de hipocondría marcados por síntomas
somáticos, la sobre-polarización de la atención sobre los estados “internos” remueve el
sentir del sujeto de su referencia con el mundo, transformándolo así en un signo corporal
preocupante que se percibe como algo casi externo y gobernado por una lógica propia:
que es la de la enfermedad. La amplificación del síntoma entonces se debe a la
focalización de la atención del sujeto sobre el mismo corazón de la experiencia: es la
intensidad de la experiencia – y por ende su cuasi-extrañeza – la que dirige la atención
aumentada hacia el cuerpo del sujeto, afectando así su sensibilidad.

Los mecanismos fisiológicos a la base de este fenómeno están lejos de ser claros. Una de
las hipótesis más interesantes, que podría explicar los procesos subyacentes a la

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“Selfhood, Identity and Personality Styles” (Giampiero Arciero, 2009)

hipersensibilidad visceral, pero también para la tensión muscular, toma en cuenta el papel
jugado por las neuronas aferentes (sensibilidad periférica), las neuronas del asta dorsal de
la médula espinal (sensibilidad central) y la estimulación descendida o influencias
inhibitorias sobre las neuronas nocioceptivas de la médula espinal (Anand et al., 2007;
Hobson y Aziz, 2003).

La elevada percepción de sensaciones viscerales o somáticas puede deberse a la


sensibilidad de los nervios aferentes primarios por el tipo de mediadores inflamatorios
(como K, ATP, bradiquinina, prostaglandinas, citosinas) que son liberados en
circunstancias emocionalmente significativas o particularmente estresantes (Black, 2002;
Jansen, 2002). A través de la “neuroinflamación” de los tejidos (lo que lleva a que se
activen los nocioceptores), la sensibilidad periférica provocada por el inicio de eventos
estabilizantes-amenazantes de naturaleza aguda o duradera produce cambios en la
actividad de las neuronas del asta dorsal de la médula espinal. Esta activación causa el
desarrollo de un campo hipersensible que se extiende más allá del área inicial de
inflamación, y que ocurre debido a una amplificación de reacción hacia estímulos nocivos
y a una percepción del dolor seguida a estímulos inocuos.

Tal fenómeno, conocido como sensibilidad central (Woolf, 1983, 1991, 1995; Woolf y
Slater, 2000), lleva a un incremento de la sensibilidad al dolor en el órgano en cuestión
que pude persistir en el tiempo (sin ninguna evidencia de inflamación), causando
perturbaciones sensoriomotoras duraderas que pueden empeorar en relación a
condiciones de provocación. Varios estudios parecerían sugerir que la sensibilidad central
juega un papel clave en una serie de trastornos y enfermedades funcionales, como el
síndrome de colon irritable, dispepsia funcional, dolor de pecho no cardiaco, hiperalgesia
cutánea y fibromalgia (Dickhaus et al., 2003; Schaibe, Ebersberger y Von Banchet, 2002;
Staud et al., 2003; Treede et al., 1992; Sharker et al., 2000; Vab Oudenhove et al., 2004,
2005). Parecería entonces que este mecanismo esta a la base de la transformación de las
señales corporales a síntomas. El sentido de extrañeza de los propios sentimientos
respecto de la percepción de un determinado síntoma – y, más generalmente, de una
determinada emoción de particular intensidad – lleva a un estado de hipervigilancia.
Aunque la hipervigilancia es una condición anormal del sistema nervioso en respuesta a
amenazas percibidas, los hipocondriacos – con o sin síntomas somáticos – desarrollan una
condición crónica de hipervigilancia respecto de los estímulos viscerales y/o somáticos
que variarán de acuerdo a la significatividad percibida de determinados eventos. Debido a
esta condición, ciertos sujetos hipocondriacos tienen más probabilidades de sufrir de
ataques de pánico causados por un círculo vicioso de síntomas somáticos y pensamientos
catastróficos anticipatorios seguidos de un aumento de la intensidad de los síntomas, lo
que a su vez provoca más miedo (Fava et al., 1990).

Según nuestra perspectiva, el elemento esencial que explica los varios trastornos dentro
del espectro hipocondriaco es el mecanismo “auto-reflexivo” que afecta al cuerpo. Este
mecanismo, que se origina dentro de ciertos pacientes en respuesta a eventos
estabilizantes-amenazantes agudos y sostenidos, provoca una cierta sensibilidad y

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“Selfhood, Identity and Personality Styles” (Giampiero Arciero, 2009)

fomenta una tendencia en el sujeto para experimentar algunas sensaciones corporales


como intensas, nocivas y perturbadoras. Es esta experiencia que subyace a los
“pensamientos distorsionados” acerca de los hábitos de cuidado, o sobre la debilidad y
vulnerabilidad personal percibida, de los que hablan los cognitivistas. A través de la
elevada percepción de la sensación visceral y somática, los individuos con hipocondriasis
desarrollan una preocupación por su salud y se convencen a sí mismos de que sufren de
una seria enfermedad, creándose así un círculo vicioso que amplifica la intensidad de la
experiencia incrementando la atención del sujeto hacia síntomas percibidos o posibles de
percibir. Como por ejemplo lo ha demostrado Berman et al. (2008), la sub-regulación
anticipatoria de la actividad al interior de la red del SNC, activada por estímulos
interoceptivos potencialmente aversivos, es inhibida por las emociones negativas (estrés,
ansiedad, rabia) en pacientes con el síndrome de colon irritable durante la expectativa de
dolor pélvico visceral.

Barsky (1992; Barsky et al., 1988) define muy bien la amplificación somato-sensorial como
un rasgo que puede aprenderse durante la propia educación y como un estado pasajero
que puede emerger como respuesta a varias sensaciones a lo largo de diferentes periodos
de la propia vida (Barsky et al., 1993). La mera presencia de este rasgo, sin embargo, no
implica ninguna enfermedad médica o psicopatología simultánea (Barsky y Klerman,
1983).

La mayor sensibilidad hacia las sensaciones corporales que ciertos individuos parecen
desarrollar en el curso de sus vidas, y que en momentos particulares se amplifica hasta el
punto de causar una serie de efectos secundarios (preocuparse de y temer a una
enfermedad, la búsqueda de consejo médico, etc.), debería no ser confundido con el
trastorno obsesivo-compulsivo (OCD). Aunque buscar noticias tranquilizadoras de parte de
los médicos y adoptar conductas que reduzcan la ansiedad, tales como palpar los propios
nodos linfáticos para chequear su tamaño, son prácticas orientadas a reducir la ansiedad
derivada de la propia preocupación por la enfermedad (y que podrían leerse como señales
de OCD), su significado es marcadamente diferente de los síntomas OCD. Como vimos en
el capítulo anterior, la obsesión emerge de la falta de correspondencia entre la
experiencia vivida y el sistema de referencia que le da significado a esa experiencia; este
estado también es verdadero en el caso de la obsesión hipocondriaca. La falta de deseo de
una persona hacia su esposa, por ejemplo, podría llevarlo a creer que está sufriendo de
una enfermedad a la próstata, una creencia que a la vez lo llevará a la búsqueda frenética
de un diagnóstico certero y a un rango de comportamientos dirigidos a verificarlo. El
trastorno se origina desde un sentido de inseguridad y está basado sobre una idea
obsesiva acerca de la enfermedad, lo que origina formas de conducta dirigidas a adquirir
nuevas certezas (visitas a doctores, pruebas diagnósticas, la prueba de la propia potencia
sexual), que a su vez amplifican la idea obsesiva, contribuyendo así a la ansiedad y el
malestar del sujeto.

Las cosas son muy diferentes cuando se llega a la hipocondría, con o sin síntomas
somáticos. Aunque los pacientes con mayor convencimiento de que tienen una

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“Selfhood, Identity and Personality Styles” (Giampiero Arciero, 2009)

enfermedad tienden a tener síntomas somáticos muy severos, mientras que los pacientes
con altos niveles de miedo a la enfermedad tienden a ser más ansiosos o fóbicos (Kellner
et al., 1985), en ambos casos es crucial la percepción perturbadora y nociva del propio
cuerpo o de los órganos. Es precisamente la percepción centrada en el cuerpo de uno
mismo lo que origina y fomenta las propias conductas, fantasías y pensamientos sobre la
enfermedad. Por el contrario, la atención de los pacientes OCD sólo es dirigida hacia el
cuerpo enfermo a causa de un “fenómeno intelectual”: la obsesión (Greeven et al., 2006).

Como dijimos previamente, el malestar emocional puede se asociado a uno o más


síntomas físicos, incluso si el cuadro clínico no se caracteriza por el miedo y la creencia de
estar sufriendo una enfermedad orgánica. Este es, por ejemplo, el caso del inicio del
trastorno somatoforme que veremos a en este caso clínico.

Caso clínico

Pedro es un ingeniero informático de 30 años, hijo único que todavía vive con sus padres.
Desde los 19 años, cuando empezó la universidad, Pedro ha estado sufriendo de dolor
muscular, dificultad para concentrarse, dolores de cabeza, fatiga, náusea e hinchazón
intestinal. Estos síntomas, que eran una característica constante en la vida de Pedro como
estudiante, empeorando en periodos de exámenes, se convirtieron en una completa
enfermedad incapacitante el 2004. Cuando Pedro volvió de sus vacaciones de verano ese
año, encontraba que el dolor era demasiado para seguir estudiando. El dolor punzante en
su espalda y articulaciones no le permitían dormir, mientras que una molestosa
irritabilidad intestinal lo obligó a seguir una dieta estricta. La condición de Pedro empeoró
con el paso de los meses: el dolor se hizo más intenso y Pedro ya no se pudo concentrar,
hasta el punto de pensar en dejar sus estudios. Con todo esto, se sintió más abatido y su
salud empeoró más. En marzo del 2005 Pedro decidió pedir ser admitido en un hospital
para que lo revisaran.

Es interesante re-examinar la sintomatología de Pedro dentro del marco de su vida. Antes


de terminar sus vacaciones, el 2004, Pedro había fallado en los exámenes más difíciles de
su curso. Al volver de sus vacaciones, teniendo que pasar de nuevo por ese gran
obstáculo, Pedro empezó a tener miedo de que nunca podría pasarlos. Como su ansiedad
aumentó, no fue capaz de concentrarse más. Se pasó los días atormentado por lo que
percibía un dolor sin causa, moviéndose entre un sentimiento de falla y la imposibilidad de
abandonar sus estudios. En febrero, afectado por dolores insoportables, Pedro decidió
dejar la universidad. Esto coincidió con su admisión en el hospital. Los variados
diagnósticos no arrojaron ningún resultado: Pedro fue dado de alta y prescrito con 20 mg
de paroxetina. Dentro de unas pocas semanas todo el dolor desapareció, y en unos meses
Pedro se las arregló para completar sus exámenes. El día después de obtener su grado
dejó de tomar la paroxetina. Unos meses más tarde, Pedro comenzó a trabajar en una
compañía de software, y por un par de años todo parecía andar bien. Unos pocos meses
antes de su matrimonio, sin embargo, Pedro empezó a sufrir de nuevo fatiga, dolor de

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“Selfhood, Identity and Personality Styles” (Giampiero Arciero, 2009)

cabeza, irritación, dolor muscular, dispepsia y cólico abdominal, y llegó a nosotros por
ayuda.

Una de las preguntas más interesantes que surgen del caso de Pedro, y una que se puede
extender hacia el trastorno somatoforme y hacia los trastornos funcionales más
generalmente, tiene que ver con la relación entre un cierto modo de percibirse a uno
mismo y el inicio de las enfermedades orgánicas (Geeraerts et al., 2005; Kubzansky et al.,
1997). El tema del grado con que estos trastornos pueden predisponer a los sujetos a
ciertas enfermedades sugiere que el dialogo y la investigación conjunta con el estudio de
la patología clínica debiera renovarse. Las neurociencias podrían así proveer de una nuevo
modo de vincular a la psicología con la medicina.

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“Selfhood, Identity and Personality Styles” (Giampiero Arciero, 2009)

Parte 8 : Estilo de Personalidad con tendencia a la Fobia

La característica fundamental de este estilo de personalidad es el anclaje estable del


sujeto hacia un marco de referencia que predominantemente usa un sistema de
coordenadas centrado en el cuerpo para enfrentar la variabilidad situacional. Como
dijimos reiteradas veces cuando discutíamos la tendencia Inward, el hecho de que el
sentido de permanencia del Self del individuo se centre principalmente sobre su
percepción de las señales corporales es algo relacionado con la hiper-cognición de la
emociones básicas. El modo particular con que el sujeto siente, puede aquí verse como la
manera con que el sujeto bosqueja su sentido de estabilidad personal en el tiempo hacia
un contexto de referencia que se focalizar en condiciones “internas”, y que afecta la
misma calidad de su experiencia. Posteriormente, esta tendencia se asentará, llevando al
individuo que posee este estilo de personalidad a focalizarse – en su relación con los otros
y con el mundo – sobre el aspecto visceral de sus emociones, permitiendo así que su
estabilidad personal coincida con la estabilidad de su propia condición corporal.

En el proceso anterior la conciencia interoceptiva claramente juega un papel clave, ya que


este modo de sentir representa el medio más significativo por el cual el sujeto se siente
situado cuando llega a la variabilidad de los eventos y sus relaciones con los otros. La
conciencia interoceptiva provee un situarse personal con una especie de campo
gravitacional definido, una línea de base cuyas fluctuaciones originarán un estado de
alarma cuando se extiendan más allá de un límite determinado.

Esta forma de inclinación de la estabilidad personal emerge aún con mayor claridad en la
dialéctica única entre la ipseidad y la alteridad que caracteriza este estilo de personalidad.
El rasgo distintivo de esta dialéctica está representado por el hecho de que la alteridad
está reducida a la ipseidad, por así decirlo, o más bien a la “economía psicológica interna
del organismo”: a las variaciones emocionales y al modo en que estas son percibidas por
el sujeto. Esta dialéctica se describe mejor en las palabras de William james: “Mi tesis es
que los cambios corporales siguen directamente la PERCEPCIÓN del hecho emocionante, y
que nuestro sentimiento de los mismos cambios como ocurren ES la emoción. El sentido
común dice que perdemos nuestra suerte, nos lamentamos y lloramos; nos encontramos
con un oso, nos aterramos y corremos, nos insulta un rival, nos enojamos y atacamos. La
hipótesis que aquí se defiende dice que ese orden secuencial es incorrecto, que el solo
estado mental no se induce inmediatamente por el otro, que las manifestaciones
corporales primero deben interponerse, y que la declaración más racional es que nos
lamentamos porque lloramos, nos enojamos porque atacamos, tememos porque
temblamos, y que no lloramos, atacamos o temblamos porque estemos tristes, enojados o
miedosos, según sea el caso” (James, 1884).

James argumenta que la percepción de una cosa determinada podría provocar un cambio
corporal, y que es precisamente el sentir de ese cambio lo que nos hace experimentar una
emoción. La señal corporal representa la información que el cuerpo genera para enfrentar
las perturbaciones ambientales, mientras que la conciencia de esa señal es la emoción.

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“Selfhood, Identity and Personality Styles” (Giampiero Arciero, 2009)

En el caso de el estilo de personalidad con tendencia a la fobia, la fuerte polarización


interoceptiva corresponde a una igualmente fuerte atención hacia un rango de aspectos
situacionales que pueden llevar a una alteración de la línea de base del nivel
interoceptivo-emocional del sujeto. Mientras el sentimiento que tiene la persona de su
estabilidad interoceptiva actúa aquí como el sistema de referencia que regula su posición
respecto del mundo y de los otros, también abre posibilidades para la acción dirigida a
mantener la estabilidad misma: por ejemplo, salirse o alejarse de ciertas personas,
situaciones o contextos, siempre en pos de la estabilidad. Respecto a esto, la alteridad
(tanto la del mundo como la de los otros) se reduce a la mantención de esa permanencia
del Self cuya organización, en cada momento, define el rango de acciones posibles
“sometiendo al mundo a las propias condiciones personales”. Es precisamente este papel
clave que juegan las condiciones corporales, y por ende la preservación de un medio
corporal determinado en el tiempo, que nos permite definir que la construcción de la
identidad en el caso de los estilos de personalidad Inward se basa en lo que casi son los
rasgos esenciales del carácter del sujeto.

8.1 Conciencia interoceptiva y experiencia emocional

En el transcurso de la década pasada, se han hecho particulares esfuerzos en el campo de


las neurociencias para encontrar las estructuras neuronales que pudieran dar cuenta de
este modo de sentir: lo que ha sido descrito en un artículo ampliamente citado con el
título de “Sistema Neuronal que Favorece la Conciencia Interoceptiva” (Critchley et al.,
2004). La pregunta más recurrente en estudios de esta materia tiene que ver con el rol
que juega la interocepción en la percepción de la experiencia emocional. ¿Hasta qué
punto una mayor sensibilidad interoceptiva afecta la intensidad de la propia experiencia
emocional? Y además, ¿hay correlación entre una tendencia más marcada a experimentar
ciertas emociones con la habilidad para percibir las respuestas viscerales?

La detección del latido del corazón es la metodología elegida para medir la habilidad
interoceptiva de las personas. En un estudio (Wiens, Mezzacappa y Katkin, 2000), donde a
los sujetos se les presentaron dos clips de película que mostraban distintas emociones
(alegría, rabia y miedo), los buenos detectores de los latidos reportaron experimentar más
emociones intensas que los pobre detectores – y esto sin que los dos grupos exhibieran
diferencias sustanciales en términos de tamaño del corazón y de actividad electrodérmica.
En otro estudio, las personas que fueron más sensibles a sus latidos mostraron más
focalización en su excitación (Barrett et al., 2004); datos adicionales también sugieren que
los diferentes tipos de emoción se asocian con diferentes tipos de actividad visceral
(Rainville et al., 2006; Critchley et añ., 2005). Varios estudios parecen así sugerir no sólo
que existe una correlación entre la sensibilidad de las personas a las señales viscerales y la
intensidad de su experiencia emocional, sino que también esta correlación explica el
modo diferente en que los estados emocionales son percibidos por ciertos sujetos.
La interpretación de arriba parece confirmarse por una serie de estudios que reportan que
la sensibilidad interoceptiva es sutil entre los sujetos con altos niveles basales de ansiedad

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“Selfhood, Identity and Personality Styles” (Giampiero Arciero, 2009)

(Elhers y Breuer, 1996; Zoellner y Craske, 1999; Stewart, Buffett-Jerrott y Kokaram, 2001)
o que sufren de trastornos de ansiedad (Mumford et al., 1991; Van Der Does et al., 1997,
2000; Eley et al., 2004). Esto parecería indicar que los individuos que son más propensos a
sentir emociones como el miedo y la ansiedad, que se relacionan con la activación viscero-
motora, también desarrollarán una mayor sensibilidad hacia las señales interoceptivas.
Mayor confirmación llega de un estudio muy significativo que demuestra como las
personas que tienen una mayor conciencia interoceptiva pueden usar señales viscerales
(instintivas) para predecir las consecuencias de estímulos subliminales (Katkin, Wiens y
Öhman, 2001). El significado particular de este estudio deriva en que ilustra cómo ciertos
sujetos (que son más capaces que otros para detectar sus propios latidos cardiacos) son
capaces de anticipar estímulos negativos a través de su percepción de las señales
interoceptivas.

Una consecuencia directa de la correlación entre la interocepción más precisa y más


experiencia emocional intensa es el hecho de que las estructuras neuronales responsables
para la regulación interoceptiva también parecen estar relacionadas con la generación de
procesos emocionales (Damasio et al. 2000). Claramente, esto implica una traslape parcial
entre el sistema neuronal interoceptivo y las áreas asociadas con la activación emocional.
Uno de los estudios más significativos que explora el sustrato neuronal que subyace tanto
a la conciencia interoceptiva como a la experiencia consciente de sentir es el que condujo
Critchley et al. (2004). Este estudio empleó fMRI para escanear los cerebros de 17 sujetos
durante una tarea de detección de latidos cardiacos, en que los sujetos juzgaron el tiempo
de sus propios latidos (un evento interoceptivo) en relación a notas de feedback,
intercaladas con pruebas en las que se le pedía a los participantes si una de las notas tenía
un tono diferente del resto (tarea de control exteroceptiva).

El estudio encontró que cuando los sujetos se focalizaban en sus latidos (en vez de fijarse
en el tono de sus notas), activaban la ínsula anterior bilateral y la corteza cingulada
anterior. La exactitud de los sujetos para detectar los latidos, además, correlacionó con la
actividad en la ínsula anterior derecha y con las medidas de auto-reporte de las
experiencias emocionales negativas. Esto sugiere que la interocepción juega un papel
importante en la experiencia emocional y que la ínsula anterior representa el sustrato
común de la sensibilidad interoceptiva y de las emociones. Este elemento compartido
podría explicar por qué, en el caso de muchos sujetos con tendencia a la fobia, la
activación emocional coincide con una percepción más fina de las condiciones fisiológicas
del cuerpo. Como veremos, la perfecta equivalencia de emoción e interocepción – como si
la situación que provoca una emoción estuviera separada de la emoción misma – es
probablemente uno de los rasgos más significativos en el comienzo del trastorno de
pánico.

Otro rasgo igualmente significativo de este estilo de personalidad – que tiene a preservar
el sentido de permanencia del Self a través de la estabilidad de la activación interoceptiva
– es la necesidad sentida para enfrentar y anticipar las condiciones que podrían alterar la
estabilidad generando campos de acción para amortiguar los estímulos ambientales. Así la

189
“Selfhood, Identity and Personality Styles” (Giampiero Arciero, 2009)

dialéctica del sujeto con la alteridad se centra aquí en un rango de modulaciones


interoceptivas que aseguran una percepción estable del Self – otorgando significado sobre
su fortaleza o fragilidad – y permitiéndole al individuo manejar y prever situaciones
contingentes, hasta que sea capaz de evitar lo que considere como una circunstancia
excesivamente activante.

La perspectiva anterior entrega una mejor comprensión para aquellos estudios que
muestran una correlación entre estrategias de afrontamiento orientadas a la evitación y
los niveles aumentados de respuesta ansiosa para las sensaciones del cuerpo, y al hecho
de que las personas que experimentan ataques de pánico tienen una mayor tendencia a
usar estrategias de evitación que aquellas que no tienen un historial de pánico (Feldner,
Zvolensky y Leen-Feldner Ellen, 2004). A la luz de esto, también se vuelve más claro por
qué, en condiciones estructuradas de agorafobia o claustrofobia los sujetos sienten como
si la fuente de su sentido de peligro fuera la situación misma.

8.2 “El pájaro embalsamado”

Una historia de Pirandello (1994), “El Pájaro Embalsamado”, puede ser usado para borrar
las líneas entre la agorafobia desprovista de los ataques de pánico y la hipocondría. En
unas pocas páginas, Pirandello describe – hasta el final – la vida de un hombre que vive
con un constante miedo al peligro – de la enfermedad – al relacionarse con el mundo.

La historia abre con el cuadro de una difunta familia, donde la mayoría de sus miembros –
la madre, hermanos, hermanas, tío y tías – habían muerto de tisis, excepto el padre, quien
había muero de neumonía. Este comienzo establece el contexto en el cual la vida de los
hermanos que quedan, Marco y Aníbal Picotti, se desarrolla. Como sobrevivientes, los dos
hermanos han estructurado sus vidas como vencedores de la enfermedad, y viven con un
miedo constante de su propia seguridad. Ambos hombres son particularmente cautos
cuando llega la hora de comer, de sus ritmos diarios, el clima y las estaciones: fuera del
miedo a enfermarse, evitan cualquier exceso. Sin embargo, ocurre un primer cambio,
cuando Aníbal, el hermano más joven de los dos, pero el más robusto, habiendo pasado la
edad que tenían los miembros de su difunta familia, empieza a perder el control, como si
ya hubiera sobrepasado los límites que la naturaleza quería imponerle. Cuando Aníbal
cede en unas pocas transgresiones y excesos, Marco reacciona, urgiendo a su hermano
menor a que se restablezca. Sin embargo, al mismo tiempo, Marco en su corazón siente
curiosidad hacia lo que vislumbra más allá de los límites de su conducta estricta. Un día,
Aníbal repentinamente anuncia que se va a casar. Marco se pone furioso, pues ya puede
prever la muerte de su hermano y la del futuro hijo de éste. Marco insulta a Aníbal y a su
esposa, pero sin efecto: Aníbal de hecho le cuenta que preferiría morir que seguir viviendo
así. Marco, preocupado de haberse puesto tan nervioso, le dice a su hermano que no
desea ser molestado, y que si Aníbal ha decidido casarse, eso no le incumbe: Aníbal es
libre para abandonar la casa.

190
“Selfhood, Identity and Personality Styles” (Giampiero Arciero, 2009)

Marco entonces le hace una visita de cinco minutos a su futura cuñada, pero ni siquiera le
hablará; no asiste a la boda de su hermano, y continúa viviendo como siempre lo hizo: en
una habitación que huele a medicinas, donde se pasa el tiempo preocupándose sobre
corrientes de aire y desgracias venideras.

Unos pocos meses más tarde, en Navidad, Aníbal y su esposa irrumpen en la casa de
Marco: felices y llenos de alegría. Los dos parecen emborrachar a Marco, quien
difícilmente puede irse a dormir esa noche: es como si fuera aturdido por la felicidad y
libertad de su hermano. De pronto, Marco es abrumado por un deseo de dar vuelta la
página y dejar de vivir como un animal embalsamado. Unos días después, visita a Aníbal y
se queda en su casa para cenar, intoxicado por un vórtice de emociones. Marco luego
regresa a su casa y cae enfermo por varios días. En vano, Aníbal intenta persuadirlo de que
su enfermedad sólo se debe a sus miedos excesivos. Sin embargo, Marco se asusta más
cuando en la cara de su hermano él lee esos signos de la muerte inminente que tanto
conoce. Un tiempo después, Aníbal muere.

Marco no asiste al funeral de su hermano y evita todo contacto con la gente porque
quiere evitar cualquier exceso de emoción. Ahora se cuida mucho, buscando desvanecer
todo pensamiento respecto a su hermano. Un día, la viuda de Aníbal, con sus ojos llenos
de lágrimas, visita a Marco. Él ve la visita como un escándalo y echa a la mujer. Esa noche
estalla en llanto, pero despierta al día siguiente como si nada hubiera pasado. Mientras
pasa la temporada, Marco continúa comportándose tan cauto como siempre.

Finalmente, Marco cumple 60 años y siente que ha conseguido su meta: ha pasado el


límite. Marco abandona sus reglas, pero ya está cansado y molesto, y siente que vida ya
no tiene sentido. ¿Ha ganado? Algo falta, piensa. Marco mira fijamente su pájaro
embalsamado, que era un recuerdo familiar; tal vez pueda ver todo el curso de su vida
desplegada – tan seca como la paja que llena el cuerpo de ese pájaro y los sillones de su
habitación. Marco camina hacia su escritorio, saca un revolver y se dispara en la cabeza,
llevando la operación final a un fin.

Los sujeto pueden regular su necesidad de mantener un nivel estable de activación, no


solo a través del manejo personal, la anticipación y la conducta evitativa, sino también
ejercitando control directo sobre su propia condición emocional interoceptiva a través de
varias estrategias (como la distracción, la ilusión y la supresión de las emociones) dirigidas
a limitar la intensidad emocional hasta el punto de suprimirla. Una focalización exclusiva
sobre estos estados, y una concomitante falta de atención hacia las circunstancias que las
causaron, lleva al sujeto a percibir su propio cuerpo como la primera fuente de peligro.
Esta condición puede provocar ataques de pánico y trastornos de pánico.

8.3 Zuccarello el distinguido compositor

Otra corta historia de Pirandello (1994), “Zuccarello el Distinguido Compositor”, desarrolla


de una manera muy refinada el tema que a menudo se puede encontrar es sus escritos: el

191
“Selfhood, Identity and Personality Styles” (Giampiero Arciero, 2009)

peligro del mundo y la necesidad de protegerse uno mismo de ese peligro alejándose de
las emociones intensas a través de la construcción estable de una vida centrada en evitar
las situaciones. Lo único de esta corta historia yace en el hecho de que la conducta
evitativa alrededor de la cual se estructura la existencia del protagonista tiene que ver
simultáneamente con el peligro del mundo y las condiciones emociones más intensas.
Involucrarse sentimentalmente es el campo en el que todas las situaciones se perciben
como potenciales peligros, precisamente debido a las intensas emociones que pueden
provocar. Como es la esfera del amor lo que aquí representa una fuente de peligro, la
estabilidad emocional se deriva del previo involucrarse sentimentalmente. Es sobre esto
que Pirandello comienza su historia, que es una reminiscencia de Maupassant tanto en
estilo como en estructura.

Perazzetti, el protagonista de la historia, se casó con una mujer “a fin de evitar el peligro
de conseguir una esposa de verdad” (Pirandello, 1994). Al mismo tiempo, “se había
dedicado por mucho tiempo – yo no sé por qué razón – al estudio de la filosofía”
(Pirandello, 1994).

La premisa del narrador es seguida por un capítulo en donde el protagonista, hablándole a


un grupo de amigos, relata un episodio para sostener su tesis de que cada hombre, sin
saberlo, está en búsqueda en un “absoluto”: de un centro que podría otorgarle sentido a
su vida; pero que cuando lo ha encontrado, entonces descubre cuán inútil es y cuán en
vano fue su búsqueda. Y sin embargo, es precisamente desde este centro que una
pequeña semilla brotará: una semilla destinada a crecer y hacer de cada hombre “el
maestro del mundo”.

Después de presentar su tesis, Perazzetti va a describir su encuentro con Zuccarello. Una


noche, mientras caminaba por una calle transitada, lo detuvo un cartel rojo junto a un
café que decía:

MR ZUCCARELLO
Distinguido Compositor

Perazzetti se impresionó por la descripción. Un hombre, pensó, que se etiquetaba a sí


mismo como distinguido compositor – no un compositor excelente o renombrado, sino
uno distinguido – seguramente debe haber encontrado ese centro absoluto dentro de sí
mismo y no siente necesidad de aspirar a ser otra cosa que él mismo: “es suficiente
llamarse un distinguido compositor. Es suficiente para él ser él mismo más que cualquier
otro” (Pirandello, 1994).

Conducido por un deseo de hablar con Zuccarello, Perazzetti entró al café. Varios clientes
estaban sentados en la barra. Perazzetti le dio al mesero su ticket para obtener un puesto;
con un sentimiento de sorpresa e indignación, encontró que el salón estaba a medio
llenar. Molesto, Perazzetti se volvió al mesero, reprochándole por haber dicho que la
exhibición de Zuccarello no atrajera clientes. Luego pidió hablar con el propietario, a quien

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“Selfhood, Identity and Personality Styles” (Giampiero Arciero, 2009)

interpeló con vehemencia, enfatizando la cualidad excepcional del “distinguido


compositor” como un sello y el hecho de que era muy indecoroso para un distinguido
compositor cantar en frente de una audiencia medio vacía. La molestia de Perazzetti
causó tanto asombro, risas y bullicio que sólo le bastó un pequeño esfuerzo persuadir al
propietario que invitara a los clientes del bar a sentarse en el salón gratis. Cuando
Zuccarello apareció en el escenario, el lugar estaba lleno. Zuccarello era un hombre
perfectamente ordinario quien, tal como esperaba Perazzetti, dio lo que podía sin señal de
esfuerzo: “Este mucho y nada más, en su voz tanto en sus gestos y sonrisas” (Pirandello,
1994). Esta era la especie de perfección que Perazzetti estaba buscando.

Después del show, un enojado Zuccarello enfrentó a Perazzetti, reprochándole por su


desconsideración al haberlo expuesto al riesgo de un fiasco, y por ende, de perder su
trabajo. Perazzetti hizo lo mejor para calmar a Zuccarello y lo invitó a un café nocturno,
con la esperanza de aprender más sobre la vida de un hombre que era el maestro del
mundo. Zuccarello le contó a Perazzetti las cosas más obvias y banales, las que radiaban
de ese centro “absoluto” en el que había brotado la semilla del mundo del cual se había
vuelto un maestro. Este era un mundo pequeño, que comprendía un café con sillas vacías
y espectáculos, y pequeños pueblos de campo en los que Zuccarello podía presumir de
que había cantado en el café teatro de Roma. Pero la prueba más grandiosa de el hecho
de que Zuccarello hubiera alcanzado el equilibrio perfecto vino de una de las sombras que
los habían seguido mientras salían del bar y entraban al café nocturno. Esta era una mujer
mal vestida – que usaba zapatos de hombre baratos – a quien Zuccarello miraba de vez en
cuando.

Sin duda, esta mujer era su esposa. “Estaba seguro de que él aún seguía con ella, no tanto
porque pudiera servirle, como esclava, sino que a través de ella él pudiera medir el
progreso que había tenido. Así mismo, yo también estaba seguro de que sin una queja ella
estaba haciendo todo lo que podía para mantenerlo como un caballero” (Pirandello,
1994).

La suposición de Perazzetti se confirmó cuando, al dejar el pequeño hotel donde había


acompañado a Zuccarello, se encontró con la mujer, quien se inclinó como si le rindiera un
homenaje al hombre que había honorado a su esposo. Tal vez, igual que él mismo,
Zuccarello también se había cuidado de evitar el peligro casándose de verdad.

Las relaciones afectivas juegan un papel muy significativo en el estilo de personalidad con
tendencia a la fobia, lo que favorece la estabilidad de la activación interoceptiva como una
manera de preservar el sentido de Self. Los sentimientos de amor representan una esfera
altamente variable, y por ende una posible causa de alteración del campo interoceptivo
corporal. Después de todo, tanto Zuccarello como Perazzetti, quienes “se casaron (con
una mujer) para evitar el peligro de tener una esposa real” (Pirandello, 1994), se
embarcan en una relación afectiva para evitar el riesgo de llegar a comprometerse en una
verdadera historia de amor. Los dos hombres pueden entonces entenderse como
regulando su propia estabilidad emocional escogiendo una condición de predictibilidad y

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“Selfhood, Identity and Personality Styles” (Giampiero Arciero, 2009)

control de sus parejas, lo que – desde el punto de vista de la conciencia interoceptiva –


corresponde a una evitación de los peaks de activación que pudieran alterar el sentido de
su sentirse situados. Una versión alternativa de esta forma de intimidad está representada
por el donjuanismo. Aquí el objetivo de seducción eclipsa todas las posibilidades de
compromiso afectivo, ya que la tensión emocional se dirige completamente a la
conquista: dirigida, por así decirlo, a capturar la presa que es uno. Una vez que se cumple
el objetivo, la tensión emocional se pierde.

Aunque estos modos de manejar la propia intimidad representan casos extremos, sin
embargo revelan un rasgo general que los sujetos con tendencia a la fobia despliegan en
su actitud sentimental: la necesidad de predictibilidad de sus parejas, junto con la
necesidad de preservar su propia libertad de acción. El establecimiento de relaciones
significativas se caracteriza en estos casos por la obtención de un balance dinámico entre
la percepción que tiene el individuo de la confiabilidad de su pareja (una característica
asociada a la estabilidad del propio espacio personal interoceptivo) y el sentirse capaz de
enfrentar las perturbaciones ambientales sin restringirse o depender de esta confiabilidad
(algo asociado con el propio control de las situaciones que se viven).

Este estilo sentimental se puede entender con mayor claridad por el hecho de que, por
una parte, el sentido de permanencia del Self que tiene el sujeto corresponde a su
estabilidad emocional interoceptiva, y, por otra, que esta estabilidad siempre coincida con
la apertura de nuevas posibilidades dirigidas a su preservación (a través de la anticipación
y la evitación de situaciones críticas). Mientras el individuo perciba cualquier signo de
desconfianza de parte de su pareja como un peligro, llevándolo a una inestabilidad
emocional interoceptiva, él percibirá cualquier deber derivado de su relación de la misma
manera, mientras este limite el control que él ejerce sobre su propia estabilidad. Cualquier
vínculo puede ser así percibido por el sujeto como una amenaza genuina a su propia
integridad personal.

Según esta perspectiva, el desarrollo de cualquier relación afectiva parecería estar


marcada por un sutil balance continuo que cambia a través de las varias fases de la
relación: desde el encuentro inicial entre dos personas, el fortalecimiento de sus lazos en
los primeros meses de la relación, su debut en sociedad como pareja, cuando se van a
vivir juntos, se casan, la luna de miel, el nacimiento de su primer hijo y así sucesivamente.
Cada una de estas transiciones puede representar un momento crítico, ya que altera la
relación entre la estabilidad percibida y el sentimiento de que se han impuesto límites
sobre la vida del sujeto. Claramente, estos momentos pueden coincidir con el inicio de
cuadros sintomáticos, o incluso gatillar cambios significativos en la trayectoria vital.

Para ilustrar el significado que uno de estos momentos críticos pudiera tener para los
individuos con tendencia a la fobia, describiremos la historia de una de nuestras
pacientes, quien buscó ayuda cuando, por cuarta vez en quince años, estaba próxima a
dejar a su pareja a meses de su boda.

194
“Selfhood, Identity and Personality Styles” (Giampiero Arciero, 2009)

8.4 Caso clínico

Giovanna es una contadora de 41 años, la única hija de una pareja divorciada. La


inesperada separación de los padres de Giovanna, que ocurrió cuando ella tenía 28 años,
abrió un nuevo capítulo en su vida: ella percibió esto como una liberación de un rango de
límites y controles que, a pesar de su edad, todavía le eran impuestas por sus padres. Por
otra parte, Giovanna, que estaba comprometida con un colega en ese momento, con
quien ella planeaba casarse y formar una familia, se vio superada por un sentimiento de
precariedad después de la separación de sus padres, y comenzó a presionar a su pareja
para apurar las cosas. Unos meses después, los dos pusieron una fecha para su boda el
próximo año. De pronto, Giovanna empezó a experimentar una sensación de constricción
torácica y sofoco. Mientras aún se sentía como si estuviera en una jaula, también notó
que la vida fuera de la jaula continuaba fuera de sus límites: previamente la causa de esto
habían sido sus padres, quienes por medio de muchas maneras habían buscado
restringirla; ahora que era libre, podía sentir el aliento del matrimonio soplándole en la
espalda. Mientras los días iban pasando, la sensación de Giovanna de estar atrapada
aumentó, como su deseo de escapar. De esta manera ella sistemáticamente buscaba
discutir con el que sería su esposo, desplegando un grado de agresividad sin precedentes.
Entre los dos eran frecuente las peleas y terminaron varias veces antes de dejarse el uno
al otro para mejor.

A los 30 años, Giovanna finalmente como una mujer libre, experimentó el mejor periodos
de su juventud. “Perdí una porción de mi vida, y finalmente la traje de vuelta”. Con estas
palabras Giovanna justifica su primera huida.

A los 32 años, Giovanna se embarcó en la más apasionada de todas sus historias de amor:
una que terminó dos años después, un mes antes de la boda. Giovanna describe esta
segunda huida suya como si hubiera estado causada por el desacuerdo religioso entre ella
y su pareja anterior, quien era judío (aunque realmente no practicara esa religión).
Inspeccionando más de cerca este periodo de la vida de Giovanna, no obstante se revelan
una serie de circunstancias considerablemente similares a las que se encuentran en las
situaciones previas. Seguido a la promesa de matrimonio, Giovanna había empezado a
experimentar la misma sensación de sofoco, la misma ansiedad y el furioso deseo de
liberarse de eso que había llevado su anterior relación al fracaso. El episodio final, en el
transcurso del cual los dos compañeros habían estado discutiendo acaloradamente sus
diferencias religiosas, le sirvió de pretexto a Giovanna, quien reclamaba que un
matrimonio entre ellos nunca funcionaría. La verdad del asunto es que este era sólo el
último de una serie de enfrentamientos que habían comenzado con la decisión de la
pareja de casarse.

Después del final de esta segunda relación, Giovanna se dedicó a su carrera profesional.
Sólo después de cinco años empezó una nueva relación, una que se parecía mucho a las

195
“Selfhood, Identity and Personality Styles” (Giampiero Arciero, 2009)

dos anteriores, con la única diferencia de que a Giovanna le tomó menos tiempo para
huir: ella dejó a su pareja sólo una semana después de la propuesta de matrimonio. Por
primera vez, sin embargo, Giovanna tomó conciencia del curso que estaba teniendo su
relación, y empezó a preguntarse por qué la historia de amor más importante de su vida
siempre terminaba de la misma manera.

La misma pregunta emerge en el contexto de la actual relación de Giovanna. Esta relación,


al igual que las anteriores, empezó con una lucha donde Giovanna quería controlar la vida
de su pareja, algo claramente relacionado a un mantenimiento de su estabilidad
interoceptiva. Una vez adquirido, el próximo paso tiene que ver con definir un plan
compartido: involucrando usualmente matrimonio y familia. La transición desde la
definición del plan hasta su implementación constituyó un punto de inflexión: el
fortalecimiento del vínculo llegó a ser percibido como una trampa, una sensación de
restricción que causaba ansiedad y un deseo de escapar. Fue en este punto que Giovanna
empezó a buscar peleas y a exacerbar cualquier diferencia, hasta el punto de romper su
lazo sentimental con el hombre del cual se sentía constreñida, sobre los supuestos
motivos de que su relación no podría funcionar.

En el caso del estilo de personalidad con tendencia a la fobia, las modalidades de auto-
regulación dirigidas a asegurar el sentido de estabilidad personal no están limitadas a la
conducta de evitación, a la anticipación de situaciones de peligro o al control directo sobre
las condiciones emocionales. Un modo bastante singular de auto-regulación es el
establecimiento de las situaciones críticas en las que la propia estabilidad se expone a
riesgo constante de ser interrumpida por condiciones emocionales extremas. La necesidad
de mantener un nivel manejable de activación podría llevar a una conducción activa hacia
la experiencia de novedades, el afrontamiento de peligros, la superación de limitantes y el
desafío de vínculos naturales, originando un sentimiento de maestría sobre las situaciones
que se viven y las variaciones emocionales interoceptivas con las que están conectadas a
través de la acción. Este modo de auto-regulación a menudo caracteriza a las que
pudiéramos describir como “profesiones riesgosas” (por ejemplo, pilotos, exploradores,
bomberos, paramédicos, navegantes solitarios, policías), así como también a quienes les
gustan los deportes extremos. Aquí la persona constantemente está renovando su
sentimiento de invencibilidad confrontando las más peligrosas situaciones, incluso hasta el
punto de enfrentar la muerte. Una evidencia muy relevante, que amplifica las
características distintivas de este modo de ser, hasta el punto de presentarlas como
evidentes, es la conversación autobiográfica entre Reinhold Messner – a menudo citado
como el mejor escalador de todos los tiempos – y Thomas Hüetlin, un periodista del Der
Spiegel.

El tema central de esta entrevista ya está descrito en el primer capítulo del libro de
Messner, que lleva como titulo Niñez y Rocas: por un lado está el mundo, que para un
Messner niño no llegaba más allá del valle; por el otro, la curiosidad que sentía acerca de
lo que había más allá de ese límite. “¿Qué hay más allá? Esta siempre ha sido la pregunta
a la base en mi vida” (Messner, 2006). Cuando Messner empezó su extraordinaria carrera,

196
“Selfhood, Identity and Personality Styles” (Giampiero Arciero, 2009)

esta curiosidad se volvió un deseo incesante de cruzar el límite, y de superar el miedo que
conlleva. “Lo que yo soñaba que iba a éxito en subir una quebrada el verano siguiente,
para hacer mi camino hasta una pared dada o llegar al nivel del que el año anterior nos
había dado mucho miedo cruzar” (Messner, 2006). El miedo aquí se ve como condición a
ser desafiada; y el miedo de Messner no es cualquiera, sino el mismo miedo a morir. “Esta
es la clave del montañismo. Esta es la contradicción que nadie entenderá acerca de mi
modo de enfrentar las montañas. Nadie que practique montañismo le gustaría
encontrarse en una situación parecida (por ejemplo, la pérdida de un escalador amigo),
donde deba sobrevivir. Por mi parte, me debatía entre el deseo de evitar pasar por esa
experiencia una vez más y el deseo de sentir nuevas emociones fuertes. Como hombres,
sólo tenemos que conocer nuestra humanidad cuando enfrentamos la muerte” (Messner,
2006). Lo que está en juego, además, es la misma sobrevivencia: uno debe escapar del
peligro y superar el miedo, para que “resistir los desafíos de la muerte” (Messner, 2006)
sea empujar ese límite un poco más allá Aquí yace la fuente de esa fortaleza y sentimiento
de seguridad del cual Messner ha derivado su conciencia de pertenecer a una elite desde
que era un adolescente. “Donde se haga difícil ir más allá en esta tierra, seremos los
únicos en tener éxito: para los demás que nunca han aprendido a sobrevivir en un mundo
lleno de obstáculos” (Messner, 2006).

Cuando Messner se volvió un hombre joven, extendió su desafío a las montañas más altas
del mundo. La primera persona en haber ascendido todos los picos de 8000 metros del
mundo, perdió a su hermano Günther en una trágica expedición al Nanga Parbat. Sin
embargo, este terrible evento, que estuvo en la memoria de Messner por años, no puso
fin a sus aventuras en el Himalaya. Más bien, su solitaria lucha contra el temor hacia la
muerte se volvió más extrema. “Espero nunca vivir una experiencia como esa que viví en
el Nanga Parbat, espero nunca experimentar algo así. Sin embargo, no puedo vivir sin esas
experiencias extremas. Si tuviera que definir mi enfermedad, la describiría como el deseo
constante de vivir poniendo en juego la propia vida” (Messner, 2006).

Después de enfrentar los grandes desafíos de las altas cumbres en el intento de


experimentar “la tensión, el miedo y la felicidad de estar en contacto con un nuevo
mundo” (Messner, 2006), Messner empezó a realizar expediciones a pie, llevándose a sí
mismo hacia los límites más alejados de la civilización.

8.5 Trastornos

El rasgo distintivo de este estilo de personalidad es el hecho de que en cada caso se


percibe la alteridad focalizándose en las señales corporales (ipseidad). La configuración e
intensidad de estas señales le asigna un significado a la experiencia del sujeto y a los
eventos que suceden. Si la polarización interoceptiva-emocional aquí representa la matriz
de sentido a la base del mantenimiento de la estabilidad personal en el tiempo, su
alteración, percibida como una señal que yace fuera del rango de las experiencias
corporales familiares para el sujeto, origina un sentido de posible o inminente peligro, que
corresponde a un profundo sentido de ansiedad. Por ejemplo, el incremento de la

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“Selfhood, Identity and Personality Styles” (Giampiero Arciero, 2009)

frecuencia cardiaca asociada con una alegría profunda, un sentimiento de gran cansancio
y la embriaguez inducida por un excesivo consumo de alcohol pudieran todos ser
percibidos como condiciones de alarma instantáneas, mientras sobrepasen la línea de
base interoceptiva-emocional.

La distorsión de la estabilidad personal

En la experiencia subjetiva, cualquier movimiento más allá del rango familiar de


emociones no se distingue de un estado de ansiedad . Sintiéndose alegre, cansado o
embriagado – para referirnos a los ejemplos previos – un incremento de la intensidad de
la sensación o emoción más allá de la línea de base que regule la estabilidad personal del
sujeto inmediatamente es percibida como un síntoma, en vez de una variación del
sentimiento en cuestión. Virtualmente cada sensación y emoción, por lo tanto, cuya
intensidad vaya más allá de determinado límite, puede ser percibida como nociva y
producir un estado de ansiedad que cambie el mismo modo en que la persona se perciba
dentro de su propio cuerpo, afectando así su sentido de estar situado.

Para la persona que lo experimente, este estado de estabilidad alterada corresponde a


una percepción amplia de fragilidad (una especie de baja en la auto-eficacia) que
incrementa la vigilancia sobre las sensaciones corporales, amplificando las sensaciones
mismas y contribuyendo a un aumento de toda la sensación de peligro. Así, el aumento de
la vigilancia corporal y del foco atencional – que aumenta la probabilidad de percibir
claves interoceptivas amenazantes – es una función de la percepción que tiene el sujeto
de la inestabilidad. Dado que el sentido de permanencia del Self se centra
predominantemente en el cuerpo en el caso de este estilo de personalidad, a mayor
percepción de inestabilidad, mayor será la vigilancia corporal y la probabilidad de percibir
sensaciones amenazantes. La información disponible sugiere que el aumento en la
habilidad interoceptiva puede ser considerado un factor de riesgo en el desarrollo de los
ataques de pánico. Abundante evidencia sugiere que las personas con trastorno de pánico
son capaces de registrar cambios en la frecuencia cardiaca con mayor precisión que los
sujetos que poseen este cuadro de manera no clínica (Ehlers y Breuer, 1992; 1996). Por
otra parte, quienes poseen el cuadro de manera no clínica poseen una mejor precisión
cardiaca interoceptiva que los sujetos control no-ansiosos (Ehlers y Breuer, 1992; Zoellner
y Craske, 1999), y las diferencias de rasgo relacionadas a la precisión interoceptiva se
intensifican por los estados ansiosos (Zoellner y Craske, 1999).

Por otra parte, la persona que se siente en este estado de fragilidad distancia
progresivamente su experiencia de su objeto intencional: esto, como hemos visto, para
mantener la estabilidad, el sujeto cambia su foco de atención desde las situaciones que
ocurren a sus sensaciones corporales. Por ejemplo, el aumento de la frecuencia cardiaca
que ocurre cuando el sujeto sube unos pocos escalones de la escalera ya no se percibirá
más como algo relacionado con el ejercicio físico; sino más bien, será visto como un
evento somático exclusivo, uno que será amplificado a través del foco atencional y que
será removido de la condición que lo provocó. Mediante esta operación (que separa al

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“Selfhood, Identity and Personality Styles” (Giampiero Arciero, 2009)

propio cuerpo del mundo), un caso ordinario de taquicardia provocado por un ejercicio
llega a ser percibido como una taquicardia que amenaza a todo el organismo,
incrementando así el sentido de fragilidad de la persona. No obstante, el corazón con
taquicardia que aquí causa alarma, no es realmente el corazón “casi infartado” que se
percibe durante los ataques de pánico.

Esta “absolutización” de la interocepción se manifiesta de un modo aún más sorprendente


en el caso de las emociones. Por ejemplo, en el caso de la hiperventilación asociada al
estado de miedo que prosigue a la evitación de un accidente. Una vez que la
hiperventilación es removida de la situación que la originó (a través de un aumento de la
atención puesta en el cuerpo), es percibida como el síntoma de una respiración alterada.
Es decir que, el estado emocional provocado por una situación determinada, pierde su
referencia con la situación y se reduce a un signo corporal que va más allá de la línea de
base y que por lo tanto se vuelve un peligro para la estabilidad del propio organismo. La
hiperventilación que deriva de la manifestación de miedo se convierte en el síntoma de
una condición alterada que pone en riesgo la integridad del sujeto. Aunque claramente
quedarse sin aliento aún no sea realmente el sentido de sofoco inminente que caracteriza
a los ataques de pánico.

El miedo al miedo

En ambos ejemplos, el aumento de la atención sobre las perturbaciones corporales


(taquicardia e hiperventilación) también incrementa el sentido de fragilidad del sujeto y
por ende su percepción de inestabilidad. Para que ocurra un ataque de pánico, sin
embargo, el estado de ansiedad asociado a las sensaciones y emociones que son
percibidas como nocivas deben llegar a ser una causa de miedo. Esto quiere decir que la
condición de inestabilidad que aparece cuando el sujeto se mueve más allá de la línea de
base interoceptiva-emocional debe ser tan intensa como para gatillar una alarma respecto
de todo el organismo. Este fenómeno tan conocido es el miedo al miedo, que la mayoría
de las teorías sugieren que existe a la base de los trastornos de pánico espontáneos y a los
síntomas relacionados con ellos. Esta peculiar forma de miedo consiste en el terror
causado por un agudizado estado de ansiedad, que en la experiencia subjetiva
corresponde a una intensa percepción de la inestabilidad personal, que la persona percibe
como una alteración de la estabilidad interoceptiva. No es sorpresa que el pánico
espontáneo esté asociado con un elevada conciencia de las claves interoceptivas
(Richards, Cooper y Winkelman, 2003). Será útil recalcar una vez más el hecho de que,
para este estilo de personalidad, la estabilidad interoceptiva representa el punto de
referencia por el cual el sujeto en cada caso regula su propia posición en el mundo.

De acuerdo a la perspectiva que hemos adoptado hasta ahora, el miedo al miedo no


puede ser la consecuencia de un ataque de pánico, que es lo que Goldstein y Chamblers
(1978) han argumentado (aunque el condicionante interoceptivo pudiera jugar un rol en
mantener la propensión al pánico). El enfoque comportamental sugiere que la causa de
este fenómeno yace en un proceso de condicionamiento Pavloviano, donde los ataques

199
“Selfhood, Identity and Personality Styles” (Giampiero Arciero, 2009)

de pánico son considerados como respuestas condicionadas a las claves interoceptivas


que han precedido al pánico en el pasado.

Del mismo modo, el miedo al miedo no puede ser visto como derivado de una
malinterpretación catastrófica de las sensaciones corporales, como lo sugieren las teorías
cognitivas (Clark, 1986), aunque los procesos cognitivos ciertamente pueden jugar un
papel significativo en la génesis de los ataques de pánico. Desde el punto de vista
cognitivo, este tipo de miedo emergería como consecuencia de creencias amenazantes
inapropiadas (pensamientos catastróficos) sobre las perturbaciones corporales internas.
“Una vez que se percibe, la sensación corporal se interpreta de un modo catastrófico y
luego resulta el ataque de pánico” (Clark, 1986). La pregunta que este enfoque deja sin
contestar, sin embargo, es por qué, una vez percibida, la sensación corporal debería luego
interpretarse en un modo catastrófico. En otras palabras: ¿por qué una persona que tiene
pánico y que siente su corazón golpetear debería creer que está a punto de morirse?
¿Cuál es el origen de este pensamiento catastrófico?

El constructo que expresa con mayor claridad el fenómeno peculiar que representa el
miedo a los propios estados de ansiedad es conocido como sensibilidad ansiosa (SA) (Reiss
y McNally, 1985). Esto se refiere al miedo a las sensaciones relativas a la ansiedad. En un
artículo muy conocido que se publicó originalmente en 1991, Reiss sostiene que la
sensibilidad ansiosa es una disposición individual variable, que se diferencia tanto del
rasgo ansioso como de la ansiedad anticipatoria (Reiss, 1991; McNally, 2002). Reiss
además hace una distinción básica entre el miedo fundamental y el miedo corriente,
señalando que:

“Considere la relación racional entre tres diferentes miedos: (a) el miedo a las serpientes;
(b) el miedo a las alturas; y (c) el miedo a la ansiedad. Los miedos a las serpientes y a las
alturas no se relacionan de manera racional el uno al otro, en el sentido de que tener uno
de esos miedos no es una razón para tener el otro miedo. No tiene sentido para una
persona decir, ‘Me dan miedo las alturas porque le temo a las serpientes’. Por otra parte,
el miedo a la ansiedad se relaciona de manera racional con el miedo a las serpientes y a
las alturas. Una persona racional podría decir, ‘Le temo a las serpientes y a las alturas
porque me dan miedo que pudiera tener un ataque de pánico si me encuentro con esos
estímulos” (Reiss, 1991).

Según Reiss, el miedo a los síntomas ansiosos (sensibilidad ansiosa) es de esta manera el
miedo más fundamental, ya que entrega razones para evitar todas las situaciones que
pudieran provocar el estímulo al cual le teme la persona. Lamentablemente, Reiss no
sigue con sus argumentos hacia su conclusión inevitable, que es la aparición de una
pregunta aún más crucial: ¿por qué hay tantas personas que le temen a las alturas y a las
serpientes pero no a las perturbaciones ansiosas? ¿Por qué sólo los sujetos con una alta
SA perciben tales sensaciones como una amenaza? Para expresar el tema de manera aún
más sucinta, ¿cómo es que se origina el miedo a las sensaciones relacionadas con la
ansiedad?

200
“Selfhood, Identity and Personality Styles” (Giampiero Arciero, 2009)

La pregunta anterior parece muy legítima dado que el nivel de SA no sólo varía entre
individuos diferentes, sino que pudiera también cambiar en el mismo individuo, por
ejemplo, en relación con estresores ansiosos relevantes (Schmidt, Lerew y Joiner, 2000) y
eventos o circunstancias específicos, previos al origen de los ataques de pánico (Donnell y
McNally, 1990) y en particulares momentos de la vida (Faravelli y Pallanti, 1989; Pollard,
Pollard y Corn, 1989; Roy-Byrne, Geraci y Uhde, 1986).

La respuesta que la teoría de la expectativa le da a nuestra pregunta es que el miedo a las


sensaciones relativas a la ansiedad es causado por creencias acerca de las dañinas
consecuencias de experimentar ciertas perturbaciones corporales (McNally, 2002; Reiss,
1991; Reiss y McNally, 1985; Reiss et al., 1986; Taylor, 1995).

Mientras que el miedo al miedo, por lo tanto, es producido por la creencia de que ciertas
sensaciones tienen consecuencias dañinas, podemos ver que los individuos no solamente
varían de uno a otro según mantienen o no esta creencia, sino que el hecho de que el
nivel de SA de un individuo pueda cambiar en el transcurso de su vida sugiere que hay
circunstancias o condiciones específicas que contribuyen a modificar esta creencia en
cuestión. Esto quiere decir que, en términos concretos, en diferentes momentos de su
vida un individuo puede percibir la misma sensación de modos completamente distintos.
Unos pocos meses antes de su boda, por ejemplo, una persona pudiera tener
palpitaciones como signo de una seria condición que amenace su vida, como un ataque
cardiaco, mientras pudiera estimar palpitaciones similares como simplemente una
sensación molestosa después de un año de casado.

El hecho de que el mismo individuo pueda interpretar la misma sensación corporal de


diferentes maneras – que en el ejemplo anterior se debería a la transición desde una
condición donde es inminente un cambio de vida hacia una donde la vida ya se ha
estabilizado – pudiera ser visto como algo relacionado al cambio en las creencias que el
sujeto tiene de sus perturbaciones corporales.

No está claro cómo un matrimonio inminente o, de manera más general, un evento vital
pudieran cambiar las creencias que una persona tiene sobre las perturbaciones
corporales. Pudiera ser, sin embargo, que lo que los teóricos de la SA llaman “creencia”,
más que representar la cruz de una interpretación de sensaciones relativas a la ansiedad,
pudiera de hecho ser una consecuencia del estado ansioso del sujeto. Esta mirada
alternativa implica un cambio de perspectiva radical, uno que afecta al mismo
fundamento del cognitivismo: que la creencia tendría que ser considerada sólo como un
modo de comprender la propia experiencia – lo que ya pone el significado de modo pre-
reflexivo – en vez de ser el método principal para generar significado. Sólo entonces la
auto-conciencia pudiera ser entendida como derivada de la relación de uno con el mundo,
en vez de venir de cualquier reflexión sobre las propias acciones. Esto de hecho es uno de
los temas subyacentes de este libro.

201
“Selfhood, Identity and Personality Styles” (Giampiero Arciero, 2009)

¿Cuál es el origen de las creencias distorsionadas?

Es sobre la base de esta lectura que consideramos el cambio de creencias asociados con
ciertos acontecimientos de la vida como debido a una ansiedad provocada por una
alteración de la estabilidad interoceptiva-emocional del sujeto, en concomitancia con los
eventos mismos. El significado de esta forma de ansiedad –que pudiera o no ser
explícitamente comprendida y fijada como una creencia – es la de sentir que uno está en
peligro; y aquí el peligro es provocado por una situación que produce un intenso
sentimiento de inestabilidad respecto al propio organismo, y que coincide con un estado
de ansiedad.

Esta condición de estabilidad alterada origina a la vez un rango de anticipaciones que


tienen que ver con las posibles consecuencias de una situación (de peligro). Como hemos
visto en el capítulo 4, la percepción de uno mismo como teniendo un determinado estado
afectivo siempre tiene que ver con el modo con que uno se encuentra a sí mismo en una
situación determinada, y de cómo uno se sitúa en relación a las circunstancias presentes.
Una condición de intensa ansiedad, por lo tanto, percibida como una amenaza a la
integridad del propio organismo, simultáneamente corresponde a la generación de
pensamientos e imágenes orientadas a la anticipación de desarrollos posibles de una
situación. Desde esta perspectiva, es decir, desde la persona que experimenta una
profunda alteración de su sentido de permanencia, la malinterpretación catastrófica
descrita por Clark (1986) representa un intento de prever los posibles desarrollos de la
situación. Podríamos decir, además, que la previsión aquí es útil como una manera de
hacer frente a la situación vivida anticipando sus posibles resultados. Por ejemplo, si la
taquicardia por ejercicio físico es percibida como un síntoma (mientras traspase la línea de
base interoceptiva), y si esta sensación causa un intenso sentimiento de peligro respecto
del propio organismo, la anticipación de los resultados de la taquicardia no pudiera sino
ser un ataque cardiaco (y lo que le sigue: la llegada de la ambulancia, la hospitalización y
eventualmente la muerte). Estas anticipaciones, que representan intentos de enfrentar
una intensa condición de inestabilidad con el fin de recuperar el control sobre una
secuencia de eventos, de hecho provocan miedo; por ende, ellas incrementan los
síntomas corporales, generando un círculo vicioso que culmina con el ataque de pánico. A
pesar de lo sugerido por los conductistas, el miedo a los síntomas ansiosos puede verse
originado de fuentes diferentes de la experiencia directa de pánico, aunque una vez que
este miedo es percibido pudiera funcionar como una respuesta condicionada para las
sensaciones corporales que ya estaban presentes antes de él.

La intensidad del sentimiento relacionado con la ansiedad que puede gatillar un ataque de
pánico depende del nivel interoceptivo-emocional que regula el sentido de estabilidad
personal del sujeto. De manera particular, momentos desafiantes en la vida emocional de
una persona corresponderán a un foco aumentado, y por lo tanto a una intensa
amplificación de sus sensaciones corporales, así como a una mayor capacidad de
respuesta de la amígdala, probablemente a través de una ruta directa espino-tálamo-
amigdalar: ya que el modo en que los individuos regulan su propio estar situado está

202
“Selfhood, Identity and Personality Styles” (Giampiero Arciero, 2009)

dentro de un marco de referencia que usualmente usa un sistema de coordenadas


centrado en el cuerpo. Mientras este aumentos de la atención hacia las perturbaciones
corporales eleva las propias posibilidades de percibir claves interoceptivas amenazantes,
también se le suma a la condición de inestabilidad percibida haciéndolo a uno más
vulnerable, y así más propenso a sentir como peligrosos (para la propia estabilidad)
eventos corporales inocuos.

Interesante evidencia respecto de este tema aparece en un estudio sobre las bases
neurológicas de la estrecha asociación entre los trastornos de equilibrio y la ansiedad.
Datos anatómicos y fisiológicos pudieran entregar luces acerca de la génesis de un
síntoma en particular, el mareo psicogénico, que tiene altos índices entre los pacientes
que sufren de ataques de pánico y de evitación agorofóbica. Como estos sujetos son
particularmente dependientes de claves de equilibrio propioceptivo para mantener el
propio equilibrio, mientras le presten un peso insuficiente a la información vestibular y al
balance visual (Jacob et al., 1997, 2001; Staab, 2006; Staab y Ruckenstein, 2007), pudieran
experimentar una estabilidad inadecuada en situaciones donde se altera el sentido de la
condición fisiológica del cuerpo completo (como en el caso del estado de miedo). Un rol
clave aquí lo jugaría el núcleo parabraquial, que representa un área de convergencia para
las señales vestibulares y al procesamiento de información sensorial somática y visceral en
vías que parecen estar involucradas en evitación condicionada, ansiedad y miedo
condicionado (Balaban y Thayer, 2001; Balaban, 2002, 2004).

Por otra parte, el miedo a las sensaciones relacionadas con la ansiedad pudieran
desarrollarse como forma crónica o subaguda de hipocondría, acompañada de agorafobia
o ataques de pánico.

Aunque, tanto los hipocondriacos como aquellos que sufren de ataques de pánico pueden
compartir la tendencia general de volverse temerosos ante las perturbaciones corporales,
algunos estudios sugieren un rol de la amígdala en el rápido, automático y primer
procesamiento de los estímulos de temor, y también sugiere que su activación no es
constante (LeDoux, 1998; Öhman y Mineka, 2001; Larson et al., 2006). Otra evidencia
revela que, en algunos casos, los individuos ansiosos mantienen la atención a estímulos
relacionados con la amenaza por más tiempo que las demás personas (Fox, Russo y
Dutton, 2002). Varios estudios, además, han reportado una ausencia de la activación de la
amígdala durante periodos sostenidos de provocación de síntoma, lo que sugiere que el
procesamiento sostenido de estímulos fobogénicos y las reacciones afectivas
correspondientes pudieran estar basadas en la activación de regiones diferentes a la
amígdala (Mountz et al., 1989; Fredrikson et al., 1993; Rauch et al., 1995; Reiman, 1997;
Paquette et al., 2003; Straube et al., 2006; Straube, Mentzel y Miltner, 2007) Por lo tanto,
hay buenas razones para pensar que no solamente la amígdala (a través de varios modos
de activación), sino que también el reclutamiento de otras áreas del cerebro, juega un rol
clave en la sintomatología que caracteriza a la hipocondría y el trastorno de pánico.

203
“Selfhood, Identity and Personality Styles” (Giampiero Arciero, 2009)

Con el objetivo de evitar, o limitar esas situaciones que pudieran alterar su sentido de
permanencia, el sujeto puede adoptar una cantidad de comportamientos evitativos que,
mientras reduzcan temporalmente el rango de sensaciones negativas, a la larga
aumentarán su precariedad fisiólogica/emocional, llevándolo a un condición estable de
agorafobia.

Resumiendo, las diferentes circunstancias de la vida, y, de manera más general, diferentes


estresores ansiosos, no afectan el grado de SA de el sujeto alterando sus creencias; sino
que lo hacen alterando su nivel de estabilidad interoceptiva. Datos empíricos sugieren que
debido a esta intensa sensibilidad a las variaciones corporales es que los sujetos con un
alto nivel de SA responden con mucho más pánico, miedo y malestar a procedimientos de
reto biológico, tales como la hiperventilación (Sturges et al., 1998), la cafeína (Sturges y
Goetsch, 1996) y el dióxido de carbono (Forsyth et al., 1999; Schmidt y Trakowski, 1999;
Zwolensky et al., 2001). Conclusiones similares fueron halladas en los estudios dirigidos
por Schmidt et al. (1997, 1999) en un ambiente natural. Tomando una gran muestra no
clínica, estos estudios descubrieron que los sujetos con un alto nivel de SA eran más
propensos a desarrollar pánico espontáneo en condiciones estresantes particulares.

Lo que hace que algunas personas más propensas a percibir sensaciones corporales como
peligrosas es la manera en que ellos construyen y mantienen su propio sentido de
estabilidad personal. Son estos individuos quienes poseen lo que hemos llamado un estilo
de personalidad con tendencia a la fobia (Arciero, 2002, 2006; Arciero et al., 2004;
Bertolino et al., 2006). Como quienes juegan un rol relevante en el procesamiento de los
estímulos de temor son las diferencias individuales en la respuesta de la amígdala
modulada por el polimorfismo del transportador de serotonina (5-HTT) (Hariri et al.,
2002), la variación alélica entre los individuos pudiera contribuir a la diferente reactividad
de la amígdala entre quienes poseen este estilo de personalidad (Bishop, Duncan y
Lawrence, 2004; Mathews, Yiend y Lawrence, 2004; Cools et al., 2005). Las diferencias
individuales en la actividad de la amígdala – expresadas como una mayor sensibilidad a los
estímulos de miedo – pudieran convertirse en una propiedad emergente de la asociación
entre factores genéticos y psicológicos. En otras palabras, el alelo 5-HTTT predispone a un
sistema de excitación más reactivo que, a través de la experiencia así como otros
moderadores genéticos y ambientales, pudieran manifestarse entre ciertos sujetos en la
forma de propensión fóbica (Bertolino et al., 2006).

Como hemos visto, la condición de vigilancia extrema que sigue a la percepción de


perturbaciones corporales peligrosas pudiera tener un número de consecuencias, incluso
llevando al pánico espontánea y los cuadros sintomáticos asociados con el. La
fenomenología clínica que se deriva de esto pudiera caracterizarse por un trastorno de
pánico, que pudiera o no estar seguido de una condición de agorafobia; al mismo tiempo,
aunque muy rara vez, pudiera caracterizarse por un síndrome agorafóbico sin ataques de
pánico, y que luego pudiera seguir con un trastorno de pánico (Bienvenu et al., 2006). La
razón de por qué la agorafobia sin una historia de pánico es tan rara es que los individuos
afectados buscan menos ayuda psiquiátrica (Wittchen, Nelson y Lachner, 1998; Andrews y

204
“Selfhood, Identity and Personality Styles” (Giampiero Arciero, 2009)

Slade, 2002) y que las diversas fuentes del trastorno hacen que sus manifestaciones y
posibles complicaciones sean más variadas.

Agorafobia

Es posible distinguir al menos tres orígenes de la agorafobia. (1) Un cuadro clínico de


“agorafobia social” que puede girar en torno al miedo a la evaluación negativa de los
demás – algo que lo hace más cercano a la fobia social y que pueden empeorarse por
ataques de pánico. (2) Un cuadro agorafóbico similar, pero claramente separado del
anterior, y que no se empeora por ataques de pánico. Para este caso, la evitación social,
mientras que está igualmente marcada por la rehusión sistemática a cualquier
confrontación con los demás, está motivada por el miedo, no a sensaciones peligrosas,
sino a cómo la evaluación negativa de los demás pudiera originar un sentimiento de
anulación del Self. (3) El propio síndrome agorafóbico, que pudiera ser identificado con el
que describe Pirandello en El Pájaro Embalsamado, y que consiste en la percepción del
mundo como un lugar donde el peligro yace a la vuelta de la esquina; y aquí el peligro sólo
puede ser encarado anticipando esas situaciones que podrían alterar el propio sentido de
estabilidad personal y gatillar ataques de pánico. De esta manera, en el marco de este
cuadro clínico, pueden darse dos condiciones sintomatológicas más o menos distintivas
que a menudo se alternan la una con la otra, o que una se da dentro de la otra. (a) Una
condición asociada a la imposibilidad para predecir posibles situaciones, por ejemplo
cuando el sujeto se encuentra en un lugar desconocido, o en un espacio muy amplio que
escapa de su control (como la misma etimología de la palabra “agorafobia” sugiere). El
perfil sintomatológico asociado a esta condición es la mayoría de las veces de tipo
psicoasténico, marcado por un sentimiento de debilidad, vértigo, mareo, piernas débiles y
dolores de varios tipos y de distintos grados de intensidad. (b) Una condición relacionada
con la imposibilidad de anticipar las consecuencias de una situación determinada, cuando
la persona siente que su propia esfera de acción está limitada por formas externas de
coerción: agobiada, por ejemplo, por vínculos inamovibles (el nacimiento de un hijo o el
matrimonio), controlado por otras personas (durante un viaje en avión o en la peluquería),
o atado a un lugar determinado (una sala de concierto, un túnel, la autopista o un
ascensor).

Esta segunda condición, que corresponde a la percepción de sentirse atrapado (como


sugiere la misma etimología de la palabra “claustrofobia”), está asociada con un perfil
sintomatológico que la mayoría de las veces es de tipo constrictivo: dolor intercostal,
necesidad de aire, la sensación de tener algo en la garganta y de sofocarse, y en algunos
casos, incluso la sensación inminente de que uno se está volviendo loco, que uno está
cerca de actuar de manera loca y que uno está perdiendo sus cabales.

En ambas condiciones, la evitación sistemática de lo que se consideran circunstancias


excesivamente activantes es una manera del sujeto para mantener una percepción
estable del Self. Desde esta perspectiva, y de acuerdo con los datos empíricos (Bienvenu
et al., 2006), no sólo el trastorno de pánico parece ser un potente factor de riesgo para la

205
“Selfhood, Identity and Personality Styles” (Giampiero Arciero, 2009)

agorafobia, sino que la agorafobia a su vez parece ser un factor de riesgo para el trastorno
de pánico.

Además, a la luz de la perspectiva anterior, varias fobias que han sido caracterizadas como
específicas necesitan ser reconsideradas. La sensibilidad a estímulos específicos
relacionados con amenaza, incluso cuando los sujetos están distraídos o sin conciencia de
estos (Straube et al., 2006; Straube, Mentzel y Miltner, 2007; Carlson, Moses y Claxton,
2004), debería ser a menudo visto en el marco de una percepción agorafóbica del mundo.
La condición temida, ya sea animal, evento natural, situación o la sangre, representa
puntos de referencia que deben ser evitados a toda costa, y sobre la base de que un
transcurso viable pudiera estar delimitado en lo que se percibe como territorio peligroso.
Esto, por supuesto, no descarta la posibilidad de que el trastorno en cuestión pudiera
haber surgido por condicionamiento clásico (como el caso cuando una persona llega a
temerle a los perros después de haber sido atacado por uno de ellos), o de hecho por
medio de vías indirectas (como en el caso de el miedo a los perros que se traspasa de
manera vicaria a los hijos cuando uno de los padres fue atacado por un perro); la visión
anterior tampoco implica que el trastorno en cuestión deba ocurrir necesariamente como
parte de un cuadro clínico. Aunque las fobias específicas forman una clase heterogénea de
trastornos, caracterizado por variadas etiologías y diferentes grados de intensidad (para
una revisión ver Merckelbach et al., 1996), la mayoría de estas fobias son solamente los
síntomas más evidentes de una condición agorafóbica subyacente. Como veremos en el
caso clínico que viene, a menudo lo que parece ser una fobia específica de tipo ambiental
natural en realidad es uno de los síntomas de una “fobia social”. Con el objetivo de
completar nuestra discusión acerca de estos trastornos, continuaremos este primer caso
clínico examinando el caso de Judith, que emerge como un “pánico espontáneo” que
luego empeoró con una agorafobia.

8.6 Casos clínicos

¿Fobia específica?

Víctor es un estudiante de historia de 20 años y el mayor de tres hermanos. Su padre


trabaja en una tienda de electrónica y su madre como fonoaudióloga. El problema que ha
estado atormentando a Víctor es una fobia específica: el miedo a las tormentas eléctricas.
Víctor percibe las tormentas eléctricas como una enfermedad física: “una amenaza a mi
vitalidad”. La causa de su terror es el miedo a ser alcanzado por un rayo. Cada vez que
viene una tormenta, Víctor se encierra en su pieza, donde permanece esperando, en una
condición de precariedad existencial, que la lluvia pare.

La primera vez que Víctor sintió este miedo fue a los 10 años, cuando el día del
cumpleaños de su abuela materna, mientras él y su familia estaban a punto de llegar a un
restaurante; lo dejaron en el auto con una prima unos pocos años más grande que él,
esperando el fin de una violenta tormenta. La prima le contó una serie de historia sobre
tragedias causadas por las tormentas, historia que le produjeron un gran efecto. Aunque

206
“Selfhood, Identity and Personality Styles” (Giampiero Arciero, 2009)

Víctor piensa que este episodio es el origen de su trastorno, fue sólo después de haber
entrado a la secundaria que el miedo a las tormentas se volvió más serio en su vida. Para
cuando Víctor estaba terminando la escuela, tanto su rutina diaria como su ánimo
variaban según las nubes.

Una vez más, como en todos los casos clínicos previos que hemos considerado, la
sintomatología del sujeto puede recibir aquí nuevas determinaciones de significado,
determinaciones que no pueden ser comprendidas por medio del solo análisis empírico,
una vez que las hemos examinado en el marco de su vida.

Cuando Víctor tenía 10 años fue golpeado por otro evento aún más significativo,
concomitante con la aparición de este miedo a las tormentas. Mientras estaba en el
colegio Víctor había demostrado ser un niño estudioso y responsable, pero también uno
tímido y torpe, por eso su profesora decidió que necesitaba “ayudarlo” a superar su
timidez. De esta manera ella obligó a Víctor a leer sus ensayos en frente de diferentes
cursos, logrando por un lado que Víctor empezara a sufrir de tartamudeo, y por otro, que
aumentara su miedo al juicio y la auto exposición. El tartamudeo era el problema más
serio de Víctor antes de entrar a la secundaria, aunque las cosas mejoraron cuando sus
compañeros lo empezaron a aceptar más. Para cuando Víctor ya estaba en la secundaria,
su tartamudeo casi había desaparecido; no obstante, su miedo a las tormentas había
comenzado a empeorar.

El control sobre el clima se volvió el modo principal de Víctor para regular su relación con
los demás. Incluso su debut sentimental se pospuso por culpa del clima: “No podía invitar
a una niña a salir, mientras no tuviera nada planeado: el clima pudiera haber cambiado y
me habría dado vergüenza”. La fobia es entonces lo que le permite a Víctor encontrar una
solución entre varias situaciones monitoreando un peligro – a las tormentas – lo que llega
a ser el modo de definir su propia posición en lo que él percibe es un ambiente hostil. “Es
como si este miedo fuera crucial para mi supervivencia. Es como si me dirigiera hacia un
peligro desconocido, como si tuviera que cambiar por completo”.

¿Pánico espontáneo?

Judith es una médico de 35 años especializada en medicina interna. Ella es madre de un


niño de 8 años y la esposa de un abogado de 45. Judith visita nuestro centro debido a un
trastorno de pánico que ha estado sufriendo desde más de un año, y que en los últimos
meses se ha empeorado, evitando lugares concurridos como supermercados, cines,
teatros y bancos, así como la dificultad para moverse libremente, como si la siguiera el
miedo de una crisis apenas sigue una ruta distinta a las familiares. A pesar de su
precaución y su comportamiento evitativo, Judith aún sufre de inesperados ataques de
pánico, los que ocurren semanalmente y que se caracterizan la mayoría de las veces por
vértigo, una sensación de desmayarse y taquicardia.

207
“Selfhood, Identity and Personality Styles” (Giampiero Arciero, 2009)

Judith identifica su primer episodio de pánico cuando, un año atrás, mientras estaba
trabajando en la sala de operaciones, una enfermera le pidió canular la vena de un
paciente. Para ejecutar esta operación, que era más difícil dadas las condiciones del
paciente, Judith tuvo que arrodillarse y permanecer en esa posición por un rato. Cuando
se movió para pararse, sintió un apretón en el estómago, acompañado de taquicardia,
náusea, las piernas débiles, sudor y la sensación de que podía desmayarse. Judith
inmediatamente pidió un electrocardiograma, y se le calculó su frecuencia cardiaca, que
ella pensaba podía estar en las 120 pulsaciones por minuto, pero que estaba por debajo
de las 100.

Como el temor de poder sufrir una patología cardiaca se desvaneció, Judith recobró su
auto control e interpretó el evento que recién le había ocurrido como algo que sin duda
había sido causado por una reacción del nervio vago. Todo volvió a la normalidad; sin
embargo, una semana más tarde, cuando Judith ya casi se había olvidado del evento, una
situación similar le provocó síntomas idénticos a los primeros. Judith entonces comenzó a
preocuparse en serio sobre la posibilidad de estar sufriendo una enfermedad orgánica.

Visitó una serie de especialistas, pero sus exámenes médicos no mostraron resultados; su
miedo, por otro lado, aumentó, como la frecuencia de los ataques. Judith empezó a creer
que la misma situación podría sorprenderla cuando menos lo esperara, y ya no sintió más
segura saliendo de su casa. “Siento que he perdido los cabales”. En ese momento, Judith
dio el paso que siempre quiso evitar: “Creí que podía hacerlo sola, pero tuve que visitar a
un psiquiatra”. Con un sentimiento de vergüenza y profundo pesar fue que Judith buscó
nuestra ayuda.

El énfasis en la historia de Judith claramente está en los aspectos médicos de su trastorno:


se le presta atención a lo impredecible de los ataques, y por ende a su preocupación
constante de que se pudiera desbordar en cualquier minuto. Pero cuando el trastorno de
Judith es examinado en el amplio contexto de su historia, su sintomatología adquiere un
significado muy diferente: ya que en el fondo de estos eventos yace la crisis marital que
había comenzado cuatro años antes, cuando su padre murió.

Aunque Judith era dueña de una casa con su esposo, incluso después de su boda ella
siguió viviendo en otro lugar del pueblo, en un departamento adyacente al de sus padres,
obligando a su marido y luego a su hijo a conformarse con la estructura y las rutinas de su
familia de origen. La piedra angular de la familia era la relación única que Judith tenía con
su padre: “Siempre que necesitaba tomar una decisión, iba donde mi padre. Yo sabía que
podía confiar en él”. La muerte del padre de Judith alteró así el equilibrio existencial que
también había sostenido la relación de Judith con su esposo. No mucho después de que
Judith perdiera a su padre, ella y su esposo se mudaron a la casa que les pertenecía. Judith
de pronto se encontró cara a cara con un hombre que era su marido, pero el cual nunca
había llegado a conocer: un extraño con hábitos, conductas y modos de ser de los que ella
era testigo por primera vez, y que no eran de su agrado. Sorprendida, pero también triste
y decepcionada, Judith fue golpeada por su propia ceguera: “Por qué es justo ahora,

208
“Selfhood, Identity and Personality Styles” (Giampiero Arciero, 2009)

después de todos estos años, que me doy cuenta de con quién me casé”. Judith empezó a
distanciarse más de su marido. Después de abandonar el hospital, empezó a trabajar en
una clínica privada, pasando más tiempo fuera de casa. De a poco, la relación de Judith
con su marido se redujo al mínimo: los dos se veían en las noches, pero apenas hablaban.
“Si hablo, tengo la impresión de que no me está escuchando: siempre parece estar en otra
parte. Es indiferente”. Judith se sentía muy sola y se dio cuenta de que tenía que tomar
una decisión. Unos pocos días antes del primer episodio, confrontó a su esposo,
compartiendo su preocupación y descontento con él; el hombre reaccionó “como si no le
hubiera importado nada”. Judith inmediatamente se dio cuenta de que su marido podía
estar viendo a otra mujer. Dos días después ella tuvo su primer ataque de pánico.

209
“Selfhood, Identity and Personality Styles” (Giampiero Arciero, 2009)

Parte 9 : Estilo de personalidad con tendencia a la depresión

9.1 Los márgenes del problema

“Depresión, Duelo y Tristeza Intensa ‘Comprensible’: ¿Debería revisarse el enfoque del


DSM-IV?”. Así se titula una editorial publicada en la Revista Americana de Psiquiatría de
Noviembre del 2008, en la que Mario Maj pone un problema que también es el foco de
este capítulo (Maj, 2008). Lo que se cuestiona a continuación es la relación entre algunos
elementos centrales del debate contemporáneo sobre el sujeto: la continuidad y el límite
entre la tristeza profunda, el duelo y la depresión.

El argumento de Maj comienza con una premisa: según el DSM-IV, la tristeza intensa que
viene después de un evento vital desagradable cualifica para el diagnóstico de una
depresión mayor si se cumplen la severidad, duración y el criterio de discapacidad. La
decisión diagnóstica entonces se basa en un criterio exclusivamente clínico y no toma en
cuenta ningún elemento contextual. La única excepción a esta regla es el duelo: mientras
que la tristeza intensa que viene luego de la muerte de un ser querido posee ciertas
características clínicas que la harían cualificar para un diagnóstico de depresión mayor, no
es considerado como un trastorno mental. La asimetría entre el criterio adoptado es muy
clara. Por eso la principal interrogante que pone Maj (también basado en datos empíricos)
es si el duelo-provocado y otras formas de pérdida-provocada de tristeza intensa sin
complicaciones deberían ser excluidas del diagnóstico DSM-IV de depresión mayor. Lo
interesante aquí es de hecho la introducción de un criterio para categorizar el elemento
contextual. La pregunta anterior inmediatamente nos conduce a dos salvedades: (1) si en
la experiencia personal de uno un evento vital determinado que no sea duelo se percibe
como una forma de tristeza intensa por una pérdida, esto podría deberse a la pre-
existencia de un estado depresivo o al empeoramiento de un ánimo ya depresivo (como
por ejemplo en el caso de un trastorno de personalidad depresiva); (2) es difícil trazar
cualquier distinción clara entre lo que es contextual y lo que es constitutivo del sujeto.

Junto con este problema explícito, la editorial de Maj también pone un tema más
profundo, que tiene que ver con la misma historia de la conceptualización del trastorno.
Lo interesante en la pregunta que pone Maj es la integración entre la perspectiva de la
psiquiatría alemana y la del psicoanálisis, que al introducir la relación entre duelo y
melancolía después del año 2000 hicieron una contribución momentánea a la
comprensión del trastorno. A la luz de este requerimiento para integrar mutuamente
ambas perspectivas, necesitamos redefinir una serie de elementos que entran en juego a
la hora de debatir este tema.

Por un lado encontramos la tristeza, el temperamento depresivo y la depresión que han


entrado en el discurso psiquiátrico contemporáneo a raíz de la tradición alemana de
Kraeplin y luego Krestchmer. Los orígenes de la perspectiva psiquiátrica alemana se
pueden encontrar en el tan conocido Problema XXX atrribuido a Aristóteles (Barnes, 1984;
ver Arciero, 2002; Pies, 2007). Este tratado, que podría ser considerado como la primera

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“Selfhood, Identity and Personality Styles” (Giampiero Arciero, 2009)

monografía antigua sobre la melancolía, se basa en el sistema Hipocrático de los cuatro


humores: flema, bilis amarilla, sangre y bilis negra. El último de estos humores se
denomina melena en la antigua Grecia – de ahí la palabra melancolía. La perspectiva
Hipocrática no concibe los humores en términos patológicos, como síntomas; por el
contrario, los considera predisposiciones hacia ciertas enfermedades. La prevalencia de un
humor sobre el resto es visto aquí como algo que favorece una tendencia particular en la
constitución normal de un individuo, para de esta manera revelar condiciones patológicas
o actitudes constitucionales.

La noción anterior sobre los humores entrega el punto de partida para el tratado de
Aristóteles; de inmediato se tematiza cuando aparece una pregunta respecto de las
múltiples manifestaciones del temperamento melancólico. En un extremo está Herácles,
con sus ataques de rabia, seguido por Ajax y Belerofonte – el primero, un hombre que
“perdió la cabeza por completo”, el segundo, uno que “vagaba por la llanura de Elea,
rechazando todo rastro humano” (Barnes, 1984) – y luego Empedocles, Platón, Sócrates,
poetas y otros hombres reconocidos. Algunos de estos hombres, agrega Aristóteles,
también sufren de enfermedades físicas debido a su temperamento. ¿Cómo explicar esta
variación entre las constituciones melancólicas? Aristóteles traza una analogía con el vino,
que bebido en grandes cantidades puede poner a la gente parecido a los melancólicos: el
vino, como el humor melancólico, afecta al espíritu; dependiendo de cuanto haya sido
consumido, cambia el carácter de quien lo bebe. Una persona tranquila podría volverse
conversadora; bebiendo un poco más, podría volverse imprudente; y si bebe aún más,
podría volverse insolente y colérico, o aburrido y triste.

El vino, sin embargo, vuelve anormal al hombre sólo de manera temporal, mientras que la
naturaleza – que moldea el carácter de un hombre – como el vino, lo marca
permanentemente. Un humor melancólico podría así producirse por naturaleza, aunque
en el caso de la mayoría de las personas la bilis negra no tiene una influencia significativa
sobre el carácter.

Aristóteles entonces, traza una primera distinción entre las personas que poseen
temporalmente un humor melancólico y el tener un carácter naturalmente inclinado hacia
la melancolía.

Una vez aclarado que el exceso de bilis negra puede afectar al espíritu, Aristóteles regresa
a su argumento inicial: la variedad de modos con la que este carácter se puede
manifestar. Para explicar este fenómeno, Aristóteles invoca la noción de que el calor y el
frío están mezcladas en varias proporciones en la bilis: cuando la bilis negra está fría, las
personas son “flojos y aburridos”, cuando está caliente, las personas son “propensas a la
ira y el deseo”, hasta el punto de sufrir de “ataques de fervor o de sobre excitación”.
Cuando se alcanza un nivel medio entre el calor y el frío, las personas son “melancólicas,
incluso más razonables y menos excéntricas, y de muchas maneras más aptos en los
ámbitos de la cultura, las artes y la dirección del Estado” (Barnes, 1984). Es el equilibrio
entonces, entre calor y frío lo que determina la alternancia, en la vida diaria, del mal

211
“Selfhood, Identity and Personality Styles” (Giampiero Arciero, 2009)

humor (emeran athymias) y la felicidad. Hay algo de melancólico en todos nosotros, “pero
las personas en las cuales este elemento está profundamente activo, ciertamente poseen
un carácter peculiar” (Barnes, 1984). Estas personas difieren de las demás porque son
propensas a sufrir enfermedades “conectadas con la bilis negra” (Barnes, 1984); algunos
individuos melancólicos son de pronto inundados de tristeza si razón aparente, mientras
que otros siempre están tristes; incluso otros se suicidan. Según Aristóteles, es la
alteración del humor melancólico lo que explica la patología que afecta a los caracteres
melancólicos.

Los individuos melancólicos, no obstante, también difieren de la gente promedio porque


dada la exacta mixtura de calor y frío, se vuelven tipos excepcionales. ¿De donde proviene
la excepcionalidad de personas como Empedocles, Sócrates o Platón? La última parte del
Problema XXX intenta entregar una explicación para lo extraordinario, la que sitúa al
hombre genio entre dos excesos opuestos: el frío excesivo, que lleva a la “desesperación
irracional” e incluso al suicidio, y el excesivo calor, que causa ataques de rabia. Lo
excepcional se descubre cuando el individuo es capaz de preservar su propio carácter
melancólico (un rasgo constitutivo que lo separa de la mayoría de las personas) en las
distintas circunstancias de su vida, mientras que la “templanza” oscila entre el calor y el
frío sin doblarse ni a la rabia ni a la desesperación.

El Problema XXX distingue cuatro configuraciones que todavía son relevantes en la


actualidad:

1. Una constitución de “temple” melancólico, que definiremos el estilo de


personalidad con tendencia a la depresión.
2. Un “temperamento melancólico”, que pudiera ser identificado con la condición
conocida como Trastorno de Personalidad Depresivo.
3. Una reacción melancólica que caracteriza a otros temperamentos que no son el
melancólico, lo que pudiera ser identificado como el episodio depresivo mayor.
4. Una reacción melancólica que pudiera ser identificada como un episodio depresivo
mayor, pero que emerge en un carácter melancólico y que corresponde a una
fuerte acentuación de sus rasgos distintivos.

Este planteamiento del problema experimentó su modificación más significativa


después de la apropiación que hicieron los Escolásticos de Aristóteles. Mientras la
excelencia del carácter melancólico era entonces considerada como una condición
favorable para la vida de contemplación, el exceso de bilis negra, o morbum
melancholicum, vino a ser vista como una verdadera enfermedad. Las razones para
este cambio, que introdujeron una forma de discontinuidad – enfermedad – en el
espectro de las manifestaciones del humor melancólico definidas por Aristóteles,
deben ser entendidas en la necesidad dar cuenta de la locura manifiesta a la cual
estaban sujetos algunos monjes. Un gran escolástico, William de Auvergne, explicaba
así que los individuos melancólicos podían ser atacados por la enfermedad porque
eran propensos a llevar una existencia meditativa, removida del alboroto mundano. La

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“Selfhood, Identity and Personality Styles” (Giampiero Arciero, 2009)

locura, mientras vista como una señal de quiebre en la vida de estos individuos, no
podría ser considerada una amenaza para su salvación: ya que si una persona había
sido piadoso antes de enfermarse, “no podía perder su mérito”; si había sido un
pecador, “no podía aumentar su culpa” (citado en Klibansky, Panofsky y Saxl, 1964). A
través de los lentes de la psicología moral, la depresión estuvo destinada a ser
considerada como algo muy distinto del carácter melancólico.

Este planteamiento del problema, que pudiera ser definido como el greco-cristiano,
presagia la perspectiva clásica sostenida por Kraepelin (1921) y luego por Kretschmer
(1936), los cuales – aunque con énfasis distintos – pusieron al “temperamento
depresivo” como la base de la enfermedad maniaco-depresiva. Las personas con este
temperamento fueron caracterizadas como gente muy pesimista, triste, abatida,
desanimada, tímida, inadecuada, tranquila, concienzuda, seria, fatigada, falta de
iniciativa y vitalidad, y así sucesivamente. Sin embargo, Kretscmer, cuyas revisiones
estaban más cercanas a las de Aristóteles, mantuvo que las “posturas fundamentales”
de Kraepelin no eran suficientes para que una personalidad se inclinara hacia la
melancolía: mientras que podían predisponer al individuo hacia la enfermedad, lo que
prueba que la experiencia real co-determina. Además, la descripción de Kretschmer
para las personas con constitución depresiva es más indicativa de una perspectiva que
viene a anticipar los modelos dimensionales actuales para la personalidad y los afectos
(Ryder, Bagby y Schuller, 2002). Kretschmer escribe: “Si le preguntamos directamente
sobre su temperamento (por ejemplo, un sujeto con una fuerte tendencia a la
depresión periódica), entonces obtendremos algo como esto: ‘En tiempos normales él
es amistoso; le agrada a la gente; nunca se queja; tiene sentido del humor; es risueño,
y a veces se ríe de sí mismo. Sólo lágrimas saldrían de sus ojos, ni siquiera puede
superar las cosas simples, se aflige mucho y más hondo que otras personas durante
situaciones tristes.’ Esto quiere decir que: en el caso de esos individuos, no es que el
temperamento mismo sea triste, sino que sólo es animado por una condición triste”
(Kretschmer, 1936). Regresaremos a menudo a esta fuerte intuición de Kretschmer
durante este capítulo.

El concepto de personalidad depresiva que sugirió primero Kraepelin y que más tarde
fuera revisado por Schneider (1959) fue incorporado en la clasificación de los
trastornos depresivos con el DSM-III (Akiskal, 2001). Particularmente a raíz de los
influyentes estudios dirigidos por Akiskal (1983); Akiskal et al., 1978, 1980; Yerevanian
y Akiskal, 1979), a comienzos de los años 80 se introdujo la categoría de distimia para
describir cualquier forma de depresión crónica basada afectivamente. La “distimia
sub-afectiva” (Akiskal, 1983) fue distinguida de otras depresiones basadas en el
carácter (que no respondían a la medicación antidepresiva) principalmente en base a
su respuesta a los tratamientos. Como ha enfatizado Huprich (1998), como la distimia
respondía a los antidepresivos “ellos calcularon que sería apropiado pensar que todas
las depresiones tenían una base biológica, lo que inherentemente refleja la idea de
que la depresión es un estado patológico de enfermedad” (Huprich, 1998). Así, a
través de Kreaepelin, Schneider y Akiskal, la mirada escolástica de William de

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“Selfhood, Identity and Personality Styles” (Giampiero Arciero, 2009)

Auvergne, según la cual la depresión es una discontinuidad del carácter, entró al


sistema de clasificación multiaxial de la psiquiatría contemporánea: la “distimia” fue
ubicada en el Eje I junto con el “episodio depresivo mayor”.

Mientras el DSM-IV después siguió manteniendo la distimia en el Eje I, en su Apéndice


B incluyó criterios de búsqueda para el trastorno de personalidad depresiva,
reintroduciendo así el problema aristotélico y kretschmeriano de la relación de este
constructo tanto con los trastornos del ánimo como con el carácter normal. Esto
favoreció mucho el debate, particularmente el del traslape conceptual entre la
distimia y el trastorno de personalidad depresiva (Huprich, 1998; Klein, 1990; Klein y
Miller, 1993; Phillips et al., 1993, 1998; Ryder y Bagby, 1999; Ryder, Bagby y Schuller,
2002, 2005; McDermut, Zimmerman y Chelmisnki, 2003). Incluso sin discutir ninguno
de estos debates en detalle, si buscamos los orígenes del problema, emergen una serie
de preguntas que ya estaban en el Problema XXX. La más importante de estas
preguntas tiene que ver con la relación entre un tipo de carácter no patológico – que
Aristóteles describió como la constitución de temperamento melancólica – y el
trastorno de personalidad depresivo, entendido como una condición patológica del
propio carácter. ¿Cómo explicar estas dos maneras de ser?

Lo que es esencial, dada la definición anterior del problema, es entender: (1) cómo
una particular manera de sentirse en el tiempo pudiera llegar a sedimentarse como
una tendencia a reaccionar emocionalmente correspondiente a la constitución de
temperamento melancólico (el estilo de personalidad con tendencia a la depresión);
(2) qué relación existe entre este estilo de personalidad y el temperamento
melancólico (Trastorno de Personalidad Depresivo). Sólo una vez que hemos
clarificado qué continuidad existe entre la normalidad y la psicopatología del carácter
depresivo será posible hacer una pregunta igualmente relevante: la de la relación
entre personalidad y depresión.

9.2 Disposiciones duraderas

Una contribución extraordinaria para investigar las condiciones que pudieran


favorecer el desarrollo de una personalidad depresiva la ha hecho el psicoanálisis, que
desde sus orígenes ha estado más interesado en explicar el fenómeno que subyace a
la formación de síntomas en vez de desarrollar categorías diagnósticas. En el tan
conocido ensayo publicado en 1917 y titulado “Duelo y Melancolía”, Freud (1917) toca
dos temas que son cruciales para cualquier comprensión de las reacciones depresivas.
La primera es la fuerte similitud entre el duelo y la melancolía; la segunda es la
hipótesis de que esta similitud podría deberse a una pérdida sufrida en la infancia, que
estaría entonces a la base de la predisposición del sujeto hacia la melancolía.

La relación sugerida por Freud entre la pérdida temprana y la vulnerabilidad con el


trastorno depresivo fue el objeto de muchos estudios longitudinales medio siglo
después. En 1978, se realizó un estudio dirigido por Brown y Harris en Camberwell,

214
“Selfhood, Identity and Personality Styles” (Giampiero Arciero, 2009)

Londres, quienes analizaron el rol de los factores psicosociales que contribuían a la


depresión en un grupo de pacientes depresivas femeninas. Este estudio identificó
elementos gatillantes – pérdidas significativas recientes – y factores de vulnerabilidad
– la falla de una relación de confianza con un compañero, la pérdida de una madre
antes de los 11 años, tener tres o más hijos antes de los 15 años, la cesantía – la
interacción mutua de lo que se encontró estadísticamente significativo para el inicio
de la depresión. En un siguiente estudio, que entregó un examen más detallado de la
información que había salido del primero, Harris, Brown y Bifulco (1986) sugirieron
que la falta de un adecuado cuidado parental (negligencia o indiferencia) que precede
o sigue a la pérdida representa un determinante importante de morbidad, hasta el
punto de volver al individuo dos veces más probable a desarrollar depresión en el
transcurso de la vida adulta.

El potencial impacto de la pérdida o separación en la niñez para el riesgo, tanto


presente como futuro, de sufrir depresión depende así tanto de las relaciones de
apego del niño – y por ende del sentido de Self que el niño construyó y desarrollo
hasta ese evento – como del grado de regulación que las figuras de apego alternativas
han sido capaces de proveerle después de ocurrida la pérdida. Los estudios anteriores
parecerían indicar que un estilo parental disfuncional – que va desde las formas
extremas de rechazo, como en caso del maltrato, hasta la indiferencia a los pedidos de
cuidado – contribuye más al desarrollo del trastorno depresivo que la pérdida o la
separación (Parker et al., 1995).

El elemento más interesante que estos estudios entregan – estudios que se


desarrollaron en el contexto de la teoría del apego (Bowlby, 1980) – es el hecho de
que una condición crónica de falta de cuidado (desde la indiferencia al desapego,
desprecio, hostilidad y maltrato) pudiera afectar el desarrollo de la propia
personalidad, hasta el punto de hacerla más vulnerable a la depresión (para una
revisión ver Alloy et al., 2006). A diferencia de la pérdida – que todavía provoca
tonalidades emocionales análogas – el rechazo parental posee un carácter estructural;
como tal, conduce a una producción crónica de esas emociones que son relevantes
para la depresión y para el duelo: la tristeza y la ira.

La sedimentación de estas tonalidades en el tiempo como rasgos del carácter podría


así predisponer a los individuos para que desarrollaran un estilo de personalidad con
tendencia a la depresión o para que sufran un trastorno de personalidad depresivo
(Guidano, 1987, 1991; Arciero y Guidano, 2000). Este proceso pudiera explicar el
desarrollo de estas disposiciones duraderas que tanto Kraepelin como Kretschmer
creían estaban a la base del temperamento depresivo. No obstante, estas tendencias
lejos de estar genéticamente determinadas, se originarían de experiencias recurrentes
que presentan características emocionales similares a las del duelo – como Freud ya
había presentido – pero cuyo origen puede ser encontrado con claridad en
condiciones crónicas de rechazo y pobre apoyo social de variada intensidad.

215
“Selfhood, Identity and Personality Styles” (Giampiero Arciero, 2009)

La perspectiva anterior parece encontrar confirmación en aquellos estudios que


apuntan a relacionar al transportador de serotonina (5-HTTLPR) (alelo corto) con el
inicio de la depresión después de experiencias vitales adversas, pero sólo en individuos
con historias de maltrato infantil (Caspi etl al., 2003; Eley et al., 2004; Kaufman et al.,
2004, 2006; Kendler, 2005). No se encontró asociación entre el alelo corto y un
aumento en el riesgo de depresión en ausencia de experiencias similares, sino que se
encontró que el apoyo social positivo disponible moderaba el riesgo de depresión
asociada a una historia de maltrato y a la presencia del alelo corto del transportador
de serotonina (Kaufman et al., 2004). Como ya había observado Kretscmer, la
experiencia real es co-determinante para el desarrollo de una tendencia a la
depresión. Estos rasgos pudieran ser heredados por la próxima generación si se
configura otra vez un determinado nicho que favorezca la reproducción de esta
configuración (Griffiths y Gray, 2001).

En una réplica del estudio dirigido por Harris, Brown y Bifulco (1986), examinando la
historia de pacientes femeninas en observación, Bifulco, Brown y Harris (1987)
notaron que, entre las características significativas relacionadas a la falta de cuidado y
a la depresión subsecuente, un embarazo no deseado entró en la lista, lo que estaba
asociado a relaciones emocionales desprovistas de intimidad y con parejas no
confiables. En las historias analizadas, se vio que la falta de un adecuado cuidado
parental incrementó el riesgo de que mujeres jóvenes se embarcaran en matrimonios
prematuros desprovistos de mutuo apoyo. Uno de los factores más comunes que
llevaron al matrimonio fue el embarazo no deseado, una causa frecuente de
problemas en las relaciones examinadas: aventuras extramaritales, problemas
económicos y la estructuración de un contexto caracterizado por la falta de cuidado.
Es evidente que condiciones similares de cuidado parental, fuertemente marcados por
la ausencia de cualquier forma de apoyo, favorecían una tendencia en los hijos de
repetir el ciclo. La disposición individual a la depresión pasaba así de una generación a
otra a través de la herencia (reproducción) de condiciones específicas necesarias para
el desarrollo de la tendencia.

9.3 El estilo de personalidad con tendencia a la depresión

La nueva contribución hecha por el psicoanálisis y las teorías del apego al problema de
la génesis del estilo de personalidad con tendencia a la depresión se encuentra en el
estudio de aquellas condiciones (pérdida, separación, rechazo, etc.) que en el
transcurso del propio desarrollo originan recurrentes maneras de sentir. Estas
experiencias, que llegan a sedimentarse en el tiempo, inclinan el sentido de estabilidad
personal del sujeto hacia un contexto de referencia que se focaliza principalmente en
los estados de tristeza, rabia y ansiedad. Por lo tanto, el sentido individual de
permanencia del Self se centra principalmente en la hiper-cognición de estas
emociones básicas, que estructuran su estar situado según la variabilidad de
circunstancias y de su relación con los demás. La duración de esta tendencia se refleja
más en los modos con que las personas le dan forma a su identidad personal.

216
“Selfhood, Identity and Personality Styles” (Giampiero Arciero, 2009)

Por otra parte, las diferencias entre el estilo de personalidad con tendencia a la
depresión, el trastorno de personalidad depresivo y la depresión afectiva crónica
parecerían depender del grado con el cual este modo de mantención de la propia
estabilidad personal es absoluto y rígido, y por ende del grado de intensidad y
movilidad de los estados emocionales que lo caracterizan. El análisis de estas
emociones – y de la tristeza particularmente – representa así la hebra que debe
seguirse para reconstruir la continuidad entre la normalidad y la psicopatología. ¿Por
qué la gente se pone triste?

La tristeza podría ser provocada por una serie de fenómenos, que van desde la
decepción al rechazo, de la separación (incluso temporal) a la pérdida de un ser
querido, o incluso – para citar a Bowlby (1980) –“cualquier problema o desgracia”. La
tristeza podría así ser considerada como una manera normal y saludable que surge
como respuesta a un evento adverso e inalterable. Estas dos características del evento
corresponden a dos elementos distintivos en la experiencia de la tristeza: por un lado,
el bloqueo o pérdida de una meta, que se pudiera manifestar según varios grados de
inactividad; por otro lado, lo desagradable, que en los casos de intensa tristeza podría
incluso tomar la forma de un dolor físico. ¿Cuál es la relación entre estos dos aspectos
de la tristeza?

Sin duda, para una persona es una cosa sentirse triste debido a que ha sido obligado a
dejar a su familia a causa de su trabajo, por ejemplo; es una muy distinta para él
empaparse de tristeza tras la muerte de un amigo querido o debido al fin de una
relación importante, y aún más distinta sentirse triste todos los días porque no les
interesa a sus padres y no lo cuidan. Sin embargo, estas tres experiencias diferentes
tienen algo en común. Lo que las hace similares es la imposibilidad de cambiar el
estado actual del asunto; sólo en el primer caso, sin embargo, la tristeza es una
ocurrencia transitorio, como el evento que la provocó también lo es: aquí la tristeza
indica una imposibilidad pasajera. Para los otros dos casos la tristeza perdura, y su
permanencia está conectada a la inmutabilidad de los eventos que la provocaron.

Estas últimas conclusiones parecerían ir en contra de la mirada que hasta ahora hemos
promovido sobre la afectividad. Si e-mocionarse corresponde al proceso de moverse
en un determinado contexto generando un renovado rango de actividades
competentes posibles, entonces la tristeza parecería probar que esta manera de
entender las emociones está mal. Este problema ha sido mencionado por varios
autores, quienes adoptando otros enfoques han llegado a considerar las “tendencias
para la acción” como características definitorias de la emoción. Lazarus, por ejemplo,
en su gran estudio de las emociones, escribe que “Si tratamos la tristeza como un
estado ánimo, entonces nos evitamos tener que resolver ciertos temas difíciles como
especificar una tendencia a la acción”; y concluye que, “En la tristeza parece no haber
una tendencia a la acción clara – excepto la inacción, o el retraerse a uno mismo – que
parece consistente con el concepto de estado de ánimo…” Lazarus así sostiene que

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“Selfhood, Identity and Personality Styles” (Giampiero Arciero, 2009)

estados sostenidos de tristeza son estados de ánimo, y que “podría ser inapropiado
atribuirle una tendencia a la acción a un estado de ánimo” (Lazarus, 1991).

Criticando el enfoque de Lazarus, que podríamos definir como de exterminio (ya que
no considera a la tristeza sostenida como una emoción), Power y Dalgleish asimilaron
la “tendencia a la acción” a los aspectos relacionales de la tristeza: “La tristeza
estimula al individuo a pedir la ayuda de los miembros de la red social especialmente
en las culturas que la búsqueda de ayuda es una norma cultural” (Power y Dalgleish,
2007). Sin embargo, incluso este enfoque, al tomar la emoción como un gesto
comunicativo producido como un signo de negociación de parte del que se emociona,
falla en captar el aspecto esencial relacionado con la emoción: la inacción.

Si e-mocionarse constituye un intento de parte del propio organismo para encontrar


una nueva orientación cuando enfrentado a contextos cambiantes a través de la
generación de nuevas posibilidades de significado (tendencias a la acción), se puede
ver a la tristeza sostenida como señal de la imposibilidad de captar la condición en
curso de otra manera: esta condición entonces deja a la situación principal a la base de
cómo la persona se siente situada. Claramente se pueden ver emerger dos
características de la tristeza sostenida a partir del hecho de que esta condición es
provocada por varios otros tipos de pérdida aparte del duelo, por ejemplo: la
separación de un matrimonio o infidelidad conyugal, rechazo parental, pérdida
inesperada del estatus social, fracasar en conseguir objetivos importantes, pérdida
inesperada del trabajo y condiciones crónicas de rechazo. La primera característica es
el hecho de que la condición que se pierde era fundamental para el sentirse situado; la
segunda, que es precisamente la naturaleza inalterable de la condición (de pérdida o
de rechazo) en la que uno se encuentra lo que hace que uno se mueva desde ahí a
través de la generación de un renovado rango de propensiones a la acción y a la
percepción imposibles. La inacción así prueba ser un componente esencial de la
tristeza, ya que emerge como una manera de sentirse situado que precisamente se
caracteriza por un sentido de que las circunstancias adversas en las que uno se
encuentra no se pueden cambiar. Además, si consideramos la manifestación de la
tristeza no sólo como una experiencia emocional, sino también como una señal de
negociación, es claro que la tristeza corresponde a un gesto comunicativo relacionado
con la imposibilidad de cambiar las circunstancias presentes: una señal de que uno
necesita ayuda. El despliegue de expresiones tristes ha sido largamente conocido para
inhibir la agresión y provocar conductas prosociales (Miller y Eisenberg, 1988;
Eisenberg et al., 1989).

La rabia que a menudo acompaña a la tristeza – hasta el grado de que las dos puedan
incluso surgir juntas, como en caso del duelo – representa un intento de generar un
campo de acción – y por lo tanto abrir nuevas posibilidades de significado – dirigido a
la modificación de las restricciones que posee la situación inmutable. El nexo tristeza-
rabia es así una de las formas más comunes de interacción entre las emociones de la
experiencia humana (Izard, 1991). Aunque cada una de estas emociones está

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“Selfhood, Identity and Personality Styles” (Giampiero Arciero, 2009)

acompañada de la activación de patrones neuronales específicos, en un estudio que


investigaba las respuestas neuronales a las expresiones faciales de tristeza y rabia,
Blair et al. (1999) descubrieron que la corteza cingulada anterior y el polo temporal
derecho se activaban conjuntamente tanto por las expresiones de tristeza como las de
rabia. Los investigadores sugirieron que esta activación conjunta de estructuras
neuronales implica un grado de comunión en los procesos llevados a cabo por ambas
expresiones.

Desde esta perspectiva, es posible entender los sentimientos de rabia hacia la persona
fallecida que pudieran aparecer en las primeras fases del duelo, así como la rabia
dirigida hacia otras personas, quienes en esas circunstancias, pudieran ser
consideradas responsables de la pérdida. Incluso la separación no deseada con
frecuencia se caracteriza por persistentes estallidos de rabia. Durante una separación,
una causa común de rabia es el hecho de que ser engañado, traicionado o
decepcionado por la pareja es algo que interrumpe los deseos, proyectos o metas
personales (Izard, 1991). Estas condiciones podrías llegar a estabilizarse hasta el punto
de favorecer sentimientos de hostilidad, incluso llevando a la persona a buscar
venganza. El rechazo a menudo gatilla rabia y varias formas de conducta agresiva. No
es coincidencia que el inicio precoz de la depresión esté asociado en la adultez con
elevados índices de comportamientos suicidas, ofensas criminales y disfunción social
significativa (Fombone et al., 2001; Knapp et al., 2002; Weismann et al., 1999).

La tendencia a centrar la atención hacia dentro está íntimamente conectada con la


inacción. De ahí la paradójica naturaleza de la tristeza: una emoción que nos vincula
con el mundo mientras al mismo tiempo nos distancia de él. Varias teorías y una
variedad de estudios han intentado explicar este foco interno de la tristeza. Según
algunos investigadores, está relacionado con el único estilo atribucional depresivo para
cuando uno pierde el control de los resultados (Abramson, Seligman y Teasdale, 1978);
otros han sugerido que está relacionado al estilo depresivo de auto-atención
caracterizado por el hecho de que centrarse en uno mismo desencadena un proceso
de auto-evaluación en el cual se comparan los propios estados actuales y deseados
(Pyszczinski y Greenberg, 1978; Pyszczynski et al., 1989). Otros todavía sostienen que
los ánimos bajos son un determinante del foco atencional (Cunningham, 1988;
Sedikides, 1992). Sin embargo, ninguna de estas teorías ha puesto atención en otro
aspecto fundamental de la tristeza: la experiencia de sufrimiento. Según nuestra
perspectiva, es precisamente esta experiencia la que polariza la atención del sujeto,
anclando el estilo de personalidad con tendencia a la depresión a un sistema de
coordenadas centrado en el cuerpo.

Como mencionamos antes, la experiencia de dolor consiste de dos componentes: la


sensación de dolor, cuyo sustrato neuronal se encuentra en la corteza somato-
sensorial y en la ínsula posterior, y el afecto de dolor, que está asociado con el área
dorsal de la corteza cingulada anterior (dACC). El procesamiento sensorial del dolor
provee información sobre el daño tisular que está ocurriendo, mientras que la

219
“Selfhood, Identity and Personality Styles” (Giampiero Arciero, 2009)

sensación de desagrado señala el estado aversivo que se percibe y “motiva que la


conducta termine, reduzca o escape de la exposición a la fuente de la estimulación
nociva” (MacDonald y Leary, 2005). Como sugerimos en nuestros propio estudio, el
componente afectivo del dolor es modulado por la tendencia emocional del propio
estilo de personalidad (Mazzola, 2009).

No solamente los diferentes lenguajes emplean las mismas expresiones usadas para el
dolor físico (dañado, lesionado, estropeado, huesos rotos, etc.) para describir las
experiencias dolorosas como el rechazo o la pérdida de un ser amado (dolor social),
sino que los pacientes depresivos a menudo presentan dolor físico sin explicar (Simon
et al., 1999; Bair et al., 2003; Trivedi, 2004; Tylee et al., 2005). La hipótesis de que las
áreas cerebrales reclutadas para el dolor física pudieran ser las mismas que se reclutan
para el dolor social fue examinada en un estudio fMRI que investigaba el sustrato
neuronal de la exclusión social (Eisenberg, Lieberman y Williams, 2003). Los sujetos
escaneados en una situación en la que otros jugadores les mpedían de participar en un
juego mostraron una actividad elevada del dACC (áreas 24 y 32). El grado de activación
de la dACC correlacionó fuertemente con los auto-reportes de angustia social sentida
durante el episodio de exclusión. Este estudio entregó evidencia de que las
experiencias de dolor social y física comparten un sustrato neuronal común: el dACC.

Curiosamente, frecuencias de activación reportadas de las áreas cerebrales durante la


inducción de tristeza en 22 estudios importantes demuestran que el ACC (áreas 24, 25,
32) es la segunda región reclutada más prominente (después del ganglio basal) (Freed
y Mann, 2007). Esta región cerebral, junto con otras, también se activa en casos de
duelo (Gündel et al., 2003), separación de los seres queridos (Najib et al., 2004),
depresión (Davidson et al., 2002), vocalizaciones de angustia emitidas por pequeños
mamíferos cuando son separados de sus cuidadores (Lorberbaum et al., 1999, 2002) y
la respuesta maternal de roedores a las vocalizaciones de sus cachorros (Murphy et al.,
1981; Eisenberger y Lieberman, 2004). Por eso, una gran cantidad de evidencia sugiere
que la angustia del dolor físico y la angustia del dolor social comparten sustratos que
se solapan (Eisenberger et al., 2006). El dAAC también juega un rol en las funciones no
vinculadas al dolor, como el conflicto de objetivos o la expectativa de violaciones
(Vogt, 2005). Eisenberger y Lieberman (2004) consideran esta función de detección de
discrepancia como complementaria a la que subyace en la angustia del dolor; en los
pasos de Panksepp (1998), ellos conciben la actividad general del dACC como una
especie de “sistema de alarma” del cerebro. La función de este sistema estaría
vinculada entonces a dos componentes mutuamente relacionados – un sistema de
detección de discrepancia y un sistema de angustia – igual como un detector de humo
está conectado al sonido de alarma.

En el caso de los mamíferos, el revestimiento de este “sistema de alarma” desde las


regiones arcaicas del cerebro (Panksepp, 1998, 2005) ha servido para promover la
integración social permitiéndole a los individuos indicar su exclusión de los grupos de
pertenencia a través del dolor, logrando así relaciones con congéneres cruciales para

220
“Selfhood, Identity and Personality Styles” (Giampiero Arciero, 2009)

sobrevivir a lo largo de su vida. Es probablemente sobre la base de este proceso que la


conciencia de la muerte de otros, y las expresiones de duelo conectados a él, se
desarrollaron en el Homo sapiens sapiens. El rechazo y la pérdida pudieran entonces
ser vistos como dos aspectos de un solo fenómeno que tiene que ver con la exclusión
o con el término de la propia relación con los demás.

Desde una perspectiva evolutiva, el dACC, que hizo su primera aparición filogenética
con los mamíferos, habría provisto el sustrato neuronal para los sentimientos doloroso
gatillados por las amenazas de exclusión del propio grupo o por la pérdida. La función
del dolor social parecería ser entonces similar al del dolor físico. En particular, tal
como las sensaciones del dolor físico focalizan la atención del sujeto al daño físico,
motivándolo a realizar una serie de acciones dirigidas a mitigar su dolor, los
sentimientos de desagrado directa o indirectamente asociados con el colapso de las
relaciones sociales (exclusión, duelo, separación no deseada, rechazo, pérdida
inesperada del trabajo o del estatus social, fracasar en el logro de objetivos, falta de
un proyecto de vida viable, etc.) atraen la atención de los demás y dirigen al individuo
hacia dentro, lejos de la situación actual inalterable.

La inacción y el foco atencional interno, entonces, son dos aspectos que están
mutuamente integrados en la experiencia de la tristeza, particularmente en el caso de
condiciones como el duelo o el rechazo crónico, los que se caracterizan por una
tristeza sostenida. En estos casos es aún más evidente que la imposibilidad del sujeto
para cambiar la situación dolorosa en la que se encuentra – generando acciones – (y
que es de gran importancia para su estar situado) lo obliga a separarse de la situación
produciendo un cambio de foco experiencial: casi una necesidad de preocuparse de sí
mismo y de su propio dolor. Esta podría ser una extrema necesidad, como en el caso
del duelo o de la separación no deseada (cuando se extiende en el tiempo de muchas
maneras), o una necesidad relacionada a condiciones estructurales como la falta de un
adecuado cuidado parental. En ambos casos – aunque de modos diferentes – el estar
situado se percibe focalizándose en estados internos conectados con las situaciones
inalterables, que son así reducidas al efecto que producen: una perceptiva que da
cuenta de la analogía entre el duelo y el carácter melancólico que primero intuyó
Freud. Sólo en el caso del rechazo sostenido, sin embargo, el modo de sentir de la
persona inclina su sentido de estabilidad personal en el tiempo hacia un contexto
referencial focalizado en estados internos, orientando su estar situado en esta
dirección: como lo han demostrado los estudios dirigidos por Harris, Brown y Bifulco
(1986), una pérdida temprana no es suficiente para predisponer a los individuos hacia
la melancolía.

La característica fundamental de este estilo de personalidad (y del trastorno de


personalidad depresivo) es el anclaje del sujeto a un sistema de referencia centrado en
el cuerpo que le permite focalizar las señales internas para enfrentar la multiplicidad
de situaciones y su relación con los demás. La ipseidad aquí le da forma a la dialéctica
de la persona con la alteridad basado en los estados viscerales. MacDonald y Leary han

221
“Selfhood, Identity and Personality Styles” (Giampiero Arciero, 2009)

observado acertadamente que en relación con la aversión al dolor: “Nosotros


proponemos que las sensaciones dolorosas gatilladas por la exclusión social también
proveen de un mecanismo útil para aprender la regulación efectiva de
aproximación/evitación para evitar la exclusión” (MacDonald y Leary, 2005). Es decir
que el sujeto mantiene su propio sentido de permanencia del Self evitando situaciones
y acciones que pudieran originar sensaciones dolorosas, y atendiendo de manera
estable a sus propios estados internos, el manejo de aquello que monopoliza sus
recursos cognitivos.

Desde Abramson (Abramson, Seligman y Teasdale, 1978), numerosos estudios han


enfatizado el proceso anterior, refiriéndose sólo a sus aspectos cognitivos (tratados de
manera separada de los estados emocionales que los determinan): aspectos que han
sido explicados como una tendencia disposicional a realizar atribuciones internas. El
fuerte compromiso reflexivo del sujeto, pudiera decirse que está completamente
subordinado a la activación emocional, ya que el dominio cognitivo aquí está hecho
para hacer lo que la tristeza no hace, esto es: originar un renovado rango de aptas
participaciones posibles para crear nuevas posibilidades de significado en la situación
que se está viviendo. La tristeza, por el contrario, vincula a la persona con la situación,
la desactivación del sistema motor es sino un claro signo de esto. El compromiso
cognitivo (apoyado por las sensaciones dolorosas) constituye los medios principales
para que este estilo de personalidad cambie los estados emocionales aversivos a
través de los cuales se siente situado, generando nuevas posibilidades de significado.
Así lo notó Cioran en sus Cuadernos: “Es increíble como todo en mi, verdaderamente
todo, partiendo desde mis ideas, viene de la fisiología. Mi cuerpo es mi mente; o mejor
dicho: mi mente es mi cuerpo” (Cioran, 1997).

Es precisamente este punto crucial lo que nos permite distinguir al estilo de


personalidad con tendencia a la depresión del trastorno de personalidad depresivo: la
posibilidad y capacidad, de parte del sujeto, de separarse de la situación que gatilla la
tristeza captando esos estados afectivos, no como emociones destructivas sino como
fuente de significado – como una matriz de sentido que, mientras ancla la
comprensión que la persona hace de sí misma, genera nuevas posibilidades de
compromiso en su relación con el mundo y los demás. Así, Cioran puede escribir:
“¡Gracias a Dios por mis fracasos! Les debo todo lo que se” (Cioran, 1997), y otra vez:
“El que se revuelca en la tristeza ya no es un hombre de antaño, sino un poeta”
(Cioran, 1990). Esta también parecería ser la sugerencia que Aristóteles hace en el
Problema XXX, cuando nota que lo que hace que la gene que posea este carácter
destaque – poetas, filósofos, doctores y hombres reconocidos – es precisamente su
habilidad para no ser presa de la tristeza y de la rabia.

Este origen de esta personalidad se refleja temáticamente en el estilo cognitivo que lo


caracteriza, cuya piedra angular está representada no sólo por un fuerte anclaje
interno, sino sintiendo que la realidad es temporal e ilusoria. La sensación de que la
realidad es precaria – lo que corresponde a una forma de sensibilidad lista para captar

222
“Selfhood, Identity and Personality Styles” (Giampiero Arciero, 2009)

los aspectos más evasivos y deficientes de la condición humana – focaliza los recursos
cognitivos del sujeto a la búsqueda de realidades internas sólidas y consistentes: para
características permanentes que le permitieran enfrentar la evanescencia y fatuidad
percibidas, o lo absurdo y sin sentido de la existencia. El trabajo de Rilke puede servir
para ilustrar esta búsqueda.

En un breve texto titulado “En Tránsito”, Freud (1915) describe un paseo de verano
que realizó en los Dolomitas con un joven poeta ya reconocido – que algunos han
identificado como Rilke – y un amigo de este. A pesar de la belleza del entorno y el
encanto del paisaje, el poeta lejos de alegrarse, más bien sintió la transitoriedad de
todas las cosas. Usando varios argumentos, Freud hizo lo mejor para mostrarle al
“poeta pesimista” que el valor de esa belleza no se reducía a su limitante temporal,
pero fracasó en su tarea. Más tarde, cuando Freud se detuvo a reflejar sobre esto, se
dio cuenta que un fuerte elemento afectivo estaba dificultando las visiones de este
poeta: “La idea de que toda esta belleza que era transitoria le estaba dando a estas
dos sensibles mentes un anticipo del duelo de su muerte…” Freud, quien rápidamente
asoció esa forma de sensibilidad con el duelo, no pudo captar que eso que el poeta
estaba percibiendo era la última vacuidad de las cosas – siendo esto un elemento que
lleva a desarrollos creativos y a nuevos itinerarios de significado de un modo que es
diferente al del duelo. Otro pasaje de Cuadernos de Cioran arroja una luz de
significado a esta búsqueda: “Percibir el elemento de la irrealidad de las cosas, un
signo irrefutable de que uno progresa hacia la verdad…” (Cioran, 1997). De hecho, la
debilidad de la vida humana representa el tema subyacente en el viaje que trajo a
Rilke de su Elegías del Duino a sus Sonetos para Orfeo: un camino que conduce a la
canción como un lugar estable de existencia en el cual la fragilidad se vuelve huella y
testimonio.

El otro elemento que inevitablemente acompaña a la propia sensación de que la


realidad es precaria es la “soledad ontológica”. Porque si el mundo se reduce al
significado que una persona deriva del efecto producido por su experiencia vivida, la
soledad emerge de la percepción de la profunda originalidad de este significado. Es
este “exceso de interioridad” que hace coincidir soledad con singularidad: ser único
hace que uno se sienta solo. También debido a este exceso de interioridad hay una
dificultad para comunicarse: casi un sentimiento de vergüenza de presentar el propio
ser a los demás, lo que hace que uno se sienta ajeno, como un exilio en el mundo. Es
“esta misma singularidad” la que induce a escribir al poeta portugués Pessoa (Pessoa,
1989):

Detesto el amor: es abandono,


Intimidad, la tontería (…) del propio ser.

Significaría violar mi más profundo sí,
y acercarme mucho a los hombres.

223
“Selfhood, Identity and Personality Styles” (Giampiero Arciero, 2009)

Pessoa conduce este viaje de agitada soledad a su extrema consecuencia, tanto que en
el tercer acto de su Fausto habla de “aborrecimiento metafísico por los demás”: otro
que siempre queda más allá de su alcance (Pessoa, 1989):

… y Yo
permanezco dentro de lo que digo, oculto
como el esqueleto debajo de esta carne,
un soporte invisible para lo que es visible,
diferente y esencial…

Estos grandes temas, que representan creativas fuentes de significado para el estilo de
personalidad con tendencia a la depresión, adquieren un significado muy diferente
cuando se trata del trastorno de personalidad depresivo. Aquí, la misma tristeza que
representa una fuente de poesía en el primer caso se percibe por medio de otro como
consecuencia de la propia no aceptación personal: algo debido a la propia naturaleza
intrínsecamente negativa. El sujeto atribuye cualquier rechazo u hostilidad de parte de
los demás, la que percibe a través de sentimientos negativos, a la deficiencia de su
propio ser. Es esta “no aceptación ontológica” la que justifica las actitudes percibidas
en los demás de rechazo o indiferencia hacia uno mismo, y que provee de fundamento
del propio sentimiento de desamparo – un sentimiento que varios estudios han
señalado. No obstante, para algunas personas, la “no aceptación ontológica” es
también un castigo por el cual luchar. La esperanza y la desesperación dependen del
resultado de esta lucha: porque la intensidad de la desesperanza variará en el tiempo
(Young et al., 1996; Hankin y Abramson, 2001), mientras los diferentes eventos de la
propia vida pueden tener un profundo impacto en el resultado de la lucha. De hecho,
la observación más apta hecha por Aaron Beck (Beck, Kovacs y Weissman, 1975; Beck
et al., 1985,1990, 1993) con respecto al trastorno depresivo tiene que ver con la
especial importancia clínica de la desesperanza como factor clave en la ideación
suicida, los intentos suicidas serios y el suicidio.

Es la necesidad de confiar exclusivamente en uno mismo, combinado con el hecho de


que la auto-percepción se caracteriza por un sentimiento de no aceptación intrínseco,
que aquí guía la reflexión del sujeto y que origina convicciones tales como
sentimientos de deficiencia e inadecuación, o falta de autoestima, y actitudes tales
como una inclinación hacia la culpa, culparse a uno mismo, pesimismo, disposición a
enfermarse y el criticismo de los demás. Mientras que viéndose a sí mismo como la
causa de su propia descortesía, el individuo puede estabilizar su propio sentido de
inadecuación dentro de un rango aceptable de intensidad, esto lo hace más vulnerable
a situaciones que se prestan a ser percibido a través de los lentes del rechazo, la
pérdida, la exclusión o la indiferencia, dejándolo así más vulnerable al inicio de
episodios depresivos mayores.

El modo de sentirse situado corresponde a un actitud de desconfianza hacia el mundo


y particularmente hacia los otros, percibidos como posibles fuentes de emociones

224
“Selfhood, Identity and Personality Styles” (Giampiero Arciero, 2009)

intolerables. Varios estudios apuntan a las dificultades relacionales de los sujetos


afectados por un trastorno de personalidad depresivo, yendo desde la desconfianza
hacia un mejor amigo (Fraley y Davis, 1997) hasta el aumento de distancia afectiva
cuando la propia pareja necesita más de consuelo y apoyo (Fraley, Davis y Shaver,
1998). Entonces, por un lado, mientras más intenso y sin articular sea la sensación de
soledad del sujeto, más vulnerable será y más problemática será su afectividad; por
otra parte, son las mismas relaciones sentimentales las que, una vez estructuradas,
deben asegurar una forma “regulada” y accesible de soledad y distancia emocional de
la pareja del sujeto. Esto explica la dificultad que tienen los individuos con trastorno de
personalidad depresivo en llegar a involucrarse afectivamente, una dificultad que ellos
frecuentemente perciben como insoportable. Este es también uno de los temas de
“Un Caso Doloroso”, un espléndido cuento realizado en Dubliners de Joyce (Joyce,
1993).

El señor James Duffy, el protagonista de la historia, vivía solo en una oscura casa lejos
del ruido de Dublin. La historia comienza con una descripción de la habitación del
señor Duffy: su cama, lavabo, escritorio, materiales de escribir y libros, ordenados en
repisas de madera blanca.

En unas pocas oraciones, Joyce describe el rostro del señor Duffy junto con su
carácter: su cabeza era larga, su cara de desagrado y sus pómulos duros, aunque sus
ojos eran benevolentes y casi ingenuos.

El señor Duffy trabajaba como cajero en un banco, al que iba todas las mañanas.
Desayunaba cerca y en la noche cenaba en un discreto restaurante donde se sentía
protegido de la multitud. No tenía compañía ni amigos, y sólo visitaba a su familia para
Navidad o para cuando alguien moría. La única distracción del señor Duffy era una
ópera o concierto ocasionales. Fue en un evento como ese que se le ocurrió sentarse
al lado de dos señoritas. Una de ellas, una mujer cercana a su edad, le hizo un ademán
que él tomó como una invitación a conversar. Los dos entonces se presentaron y el
señor Duffy supo que la mujer más joven era la hija de esta otra mujer. Los dos se
encontraron otra vez: el señor Duffy buscaba más intimidad con la mujer, quien muy
tranquila le informó que estaba casada con el capitán de un barco mercante que a
menudo estaba en el mar. Sólo tenía una hija. Después de un tiempo, el señor Duffy y
la señora se vieron de nuevo, y empezaron a verse de manera regular: el señor Duffy
conoció al esposo de la mujer y comenzó a visitar su casa.

Una relación íntima, pero no física se estableció entre ambos: intercambiaban sus
pensamientos e ideas, y más tarde unos pocos secretos también. El señor Duffy
visitaría con frecuencia a la mujer y pasaría tardes enteras conversando con ella.
Atrapado en esta dulce cordialidad, el señor Duffy a veces se encontraba a sí mismo
escuchando a “la extraña voz impersonal que reconocía como propia, insistiéndole
sobre la incurable soledad del alma. No nos podemos entregar a nosotros mismos,
decía: estamos solos” (Joyce, 1993).

225
“Selfhood, Identity and Personality Styles” (Giampiero Arciero, 2009)

Una tarde como las demás, mientras estaban metidos en una profunda conversación,
la señora Sinico, como se llamaba la mujer, tomó la mano del señor Duffy y la apretó
junto a su mejilla. El señor Duffy quedó perplejo y evitó a la mujer por una semana.
Luego escogió encontrarse con ella en una pequeña pastelería. Los dos se fueron a
caminar por tres horas a un parque cercano, donde acordaron terminar su relación:
“cada lazo, dijo él, es un lazo de tristeza” (Joyce, 1993).

Cuatro años pasaron. El padre del señor Duffy murió y un compañero del banco donde
trabajaba se retiró, sin embargo el señor Duffy continuó con su vida de siempre. Sólo
dejó de ir a algunos conciertos, también para evitar encontrarse con la señora Sinico.

Una noche, mientras el señor Duffy cenaba en su restaurant de siempre, sus ojos se
detuvieron en un titular del diario. Lo leyó varias veces y dejó de comer. Tomó el
diario, pagó la cuenta y se fue a su casa. Entró en su habitación y, murmurando, leyó
otra vez el titular. El titular decía: “Muerte de una mujer en Sydney Parade”. El corto
artículo trataba de la muerte de la señora Sinico, quien había sido atropellada por un
tren mientras cruzaba la vía. Según la investigación parecía que la señora Sinico
últimamente tenía problemas con el alcohol. Había tomado el hábito de salir de su
casa por la noche para comprar licor.

El señor Duffy estaba consternado con esta muerte: nauseabundo por la mujer a la
que le había abierto su alma, y la que se había entregado al vicio más bajo de beber,
sólo para terminar con su vida de una manera tonta. La odiaba.

El señor Duffy se puso el abrigo y salió de la casa. Se dirigió al restaurante, donde se


sentó a beber hasta tarde. Mientras se le venían a la mente las memorias del tiempo
pasado con la señora Sinico, se dio cuenta que ella realmente estaba muerta. En un
instante, el señor Duffy sintió cuan sola se debió haber sentido. Saliendo del lugar,
cruzó el parque a pie. Mientras contemplaba la ladera, se desesperó al ver dos figuras
abrazándose en la oscuridad. El señor Duffy no quería a nadie: había sido excluido del
banquete de la vida.

9.4 Trastornos

La diferencia más evidente entre el estilo de personalidad con tendencia a la


depresión y el trastorno de personalidad depresivo se halla en el rol que juega la
cognición. En el primer caso, la cognición sirve como un instrumento que le permite al
sujeto separarse de las situaciones que gatillan las emociones destructivas; en el
segundo caso, representa un modo de estabilizar y – en formas patológicas –
amplificar una percepción negativa del propio ser en el mundo. Como ya hemos
enfatizado, estos diferentes roles que juega la cognición no son los primeros; mas
bien, dependen de la estructura emocional de la cognición. Es decir, la incapacidad de
separarse está conectada a la omnipresencia (a través de las situaciones) y recurrencia

226
“Selfhood, Identity and Personality Styles” (Giampiero Arciero, 2009)

(en el tiempo) de los sentimientos dolorosos que se elicitan en delicados momentos de


la propia vida, y por ende a la dificultad de articular estos sentimientos. (Hearkness y
Lumley, 2008).

El tipo de estabilidad derivada de la estructura anterior se centra no solamente en las


emociones negativas, sino también en el modo de soportar esas emociones que se
determina por las emociones mismas, y que se caracteriza por el desarrollo de
temáticas personales de excepción, no aceptación, no dignidad, deficiencia, no
bondad y así sucesivamente. Los factores de vulnerabilidad para la depresión,
entonces, deben buscarse no solamente en las características de cognición (Abramson,
Seligman y Teasdale, 1978; Abramson, Metalsky y Alloy, 1989; Beck, 1967; Bondolfi,
2004; Bondolfi et al., 2006; Abela y Hankin, 2008), sino en los modos en que esas
formas cognitivas estabilizan un modo de sentirse que por sus características es
susceptible a ser interrumpido por eventos vitales negativos y estímulos emocionales
negativos en general. El hecho de que un evento determinado pueda causar tristeza y
que esta tristeza – apoyándose de la cognición – pueda llegar a ser articulada de
manera cognitiva en términos de la propia deficiencia, se debe a las características de
la tristeza misma, que – como ya hemos visto – obliga al individuo a cuidarse de sí
mismo para separarse de la situación que la causó. Por el contrario, en el caso de
aquellos que no son vulnerables a la depresión, esta preocupación por uno mismo –
con la propia indignidad percibida, por ejemplo – más que posibilitar una separación
del evento, amplifica la tristeza de aquello que la originó, iniciando así un espiral
descendente que pudiera llevar a la depresión. Dependiendo del rango de estabilidad
obtenida, que pudiera variar en el curso de la propia vida, cada evento capaz de
gatillar emociones negativas (como tristeza, rabia o ansiedad) expone a los sujetos
vulnerables a un aumento de los afectos negativos y a una amplificación inevitable que
pudiera llevarlos a un episodio depresivo. Desde esta perspectiva, es posible entender
esos estudios que apuntan a un mayor cambio en las creencias disfuncionales después
de la inducción del estado de ánimo negativo en
individuos formalmente deprimidos en comparación con aquellos que nunca han
estado deprimidos (Scher, Ingram y Segal, 2005). La vulnerabilidad al trastorno
parecería entonces estar conectada a una estructura de personalidad que, por su
mismo modo de mantener la estabilidad, predispone al individuo al desarrollo de
depresión después de que ocurran eventos negativos. Esta personalidad pudiera
identificarse con el temperamento depresivo, el cual, como Kretschmer ya había
observado, “es animado mejor por condiciones tristes” (Kretschmer, 1936). Lo que
posiblemente podría explicar la susceptibilidad de los sujetos a la depresión es una
elevada y anormal reactividad de diferentes áreas del cerebro. Aunque no hay datos
que directamente apoyen esta hipótesis, algunos estudios indican que la actividad
elevada de la amígdala, por ejemplo, predispone a la recurrencia de episodios
depresivos (Drevets et al., 1992b; Post, 1992). Liotti et al. (2002) también han
demostrado que en pacientes con depresión unipolar remitida existe una persistencia
de anormalidades de metabolismo focal (el flujo sanguíneo cerebral (rCBF) disminuye
en la cingulada pregenual anterior 24a) después de la exposición de estado de ánimo

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“Selfhood, Identity and Personality Styles” (Giampiero Arciero, 2009)

triste transitorio – cambios que no se encuentran en el grupo sano observado. El


hecho de que ciertas regiones del cerebro pudieran mostrar signos de una peculiar
actividad metabólica aún después la remisión completa de la depresión también es
sugerido por un estudio PET de agotamiento de triptófano (Neumeister et al., 2004),
que revela un metabolismo aumentado en varias regiones, incluyendo la corteza
cingulada anterior, la corteza orbitofrontal y el tálamo medio.

Aunque los trastornos depresivos pueden ser vistos variar a lo largo de un “continuo
temperamental”, no todas las depresiones pueden remontarse a un pobre
funcionamiento de la personalidad depresiva. Como ya fue enfatizado por Akiskal
(Yerevanian y Akiskal, 1979; Akiskal et al., 1980; Akiskal, 1983), las “depresiones
caracterológicas” podrían ser divididas en una forma con predominancia sub-afectiva ,
que es característica del temperamento depresivo, y en una forma con predominancia
caracterológica, que surge en temperamentos que no son el melancólico. Antes de
terminar este capítulo, consideraremos la más reciente forma de depresión y su
desarrollo examinando el caso de Clara, lo que nos permitirá entender la transición
desde el trastorno de personalidad depresivo al episodio depresivo mayor.

9.5 Caso clínico

Clara es una abogada de 42 años. Es soltera. Visita nuestro centro, referida por su
médico porque hace tres meses se ha sentido deprimida, apática y asténica; su interés
en todas las actividades ha disminuido mucho, así como su poder de concentración.
Clara pasa su tiempo libre en cama. Sus síntomas primero aparecieron unos días antes
de la Navidad, sin causa aparente. Clara, quien vive sola, pasó sus vacaciones en cama
sin ver a nadie. Cada vez que buscamos situaciones que probablemente gatillaron la
depresión actual de Clara fallamos en encontrar cualquier evento significativo. El
episodio depresivo de Clara parecería habar salido de la nada.

Como siempre es el caso, para entender la aparición de los síntomas, nuestro análisis
debe dirigirse a un compromiso más detallado con el contexto vital que precede al
inicio de la enfermedad. Desde hace aproximadamente 10 años Clara tuvo su última
relación sentimental. Esta salida del banquete de la vida – como lo habría puesto Joyce
– ocurrió después de terminar repentinamente una relación de 5 años de convivencia-
A Clara le impactó este evento. Pensamientos suicidas cruzaron su cabeza por un par
de años: pensamientos que no despertaron tanto por la desesperación de la no
deseada separación, sino por la rabia hacia su propia incapacidad e inadecuación en la
vida. Clara se vio a si misma como una idiota que había sido una vez más engañada por
su confianza en otro ser humano.

“Una vez más”: porque Clara ya había sido engañada y abandonada dos veces en la
vida. Ocasionalmente interrumpida por el llanto, Clara empezó a contar la historia de
cómo había sido engañada, como evidencia de su incapacidad de ser parte de la
sociedad humana.

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“Selfhood, Identity and Personality Styles” (Giampiero Arciero, 2009)

La primera persona que traicionó a Clara fue su padre, a los seis años, cuando estaba
jugando a la familia feliz con su hermana. En un lado estaba mamá Oso, en otro los
cachorros, y en otros papá Oso. La hermana de Clara, que era un año mayor, iba a
tomar a papá Oso cuando Clara le arrebató el juguete y se lo tiró a su hermana,
diciéndole que su propio padre les había prometido que regresaría, pero que nunca lo
hizo. La mamá de las niñas escuchó esta conversación y empezó a hablarles sin parar:
“Papá está muerto”. El papá de Clara había muerto de cáncer en el hospital tres años
antes.

Clara más adelante fue engañada por su madre. Cuando Clara tenía 18 años, su madre
descubrió que tenía cáncer, pero sólo le contó a sus hijas que se iba a operar: fue a la
clínica sin que pudieran visitarla o preguntar por su estado de salud. Clara sólo
descubrió que su madre tenía cáncer unos pocos meses después que había ella había
regresado a casa de la clínica. Como su salud empeoraba, la mamá de Clara visitó un
médico, quien le informó que tenía una metástasis. Una mañana, cuando Clara estaba
en el colegio, su madre se colgó en el garaje.

Clara finalmente se embarcó en una historia de amor, con la esperanza de tener hijos
y empezar una familia, pero nuevamente se encontró con el engaño, las infidelidades,
las mentiras y el abandono. Dos años terribles vinieron. Gradualmente, un sentimiento
de no estar hecha para vivir entre los hombres se volvió una manera de estructurar su
vida. La incapacidad se volvió resignación. Ese día de Navidad, el pensamiento de que
estaba destinada a nunca tener hijos o familia, que se iba a quedar sola para siempre,
repentinamente pasó por la mente de Clara. La renuncia se volvió imposibilidad a
causa de su deficiencia intrínseca.

9.6 ¿Es la depresión una adaptación?

La historia de Clara ilustra muy claramente cómo caer en un estado depresivo es


mediado por una estructura emocional que tiene a la tristeza. Si esta tristeza, una vez
elicitada, va más allá de un cierto umbral, se vuelve fuertemente penetrante, como si
fuera amplificada por formas cognitivas que quisieran darle un significado, dando
como resultado un círculo vicioso. Es este círculo el que yace en el origen de los
episodios depresivos.

Si la depresión entonces es un estado basado en la tristeza, entonces en su condición


patológica deberían encontrarse ciertas características al nivel del sustrato neuronal
que pudieran rastrear el origen de la tristeza: por ejemplo, varios grados de alteración
en la actividad que está conectada al bloqueo y/o pérdida de un objetivo o meta, y
diferentes grados de disgusto. Síntomas como la astenia, la apatía, la anhedonia, la
pérdida de interés y el sufrimiento profundo parecerían explicar esta continuidad. Sin
embargo, también encontramos un nuevo fenómeno que aparece cuando estos
estados se vuelven crónicos: por ejemplo, la incapacidad para tomar la iniciativa, la

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“Selfhood, Identity and Personality Styles” (Giampiero Arciero, 2009)

dificultad para tomar decisiones, sentimientos recurrentes de auto-desprecio,


retraimiento social, la alteración de patrones de sueño, de apetito y de deseo sexual, y
así sucesivamente.

Análisis neurocientíficos deberían no sólo explicar las disfunciones de vías neuronales


específicas, sino las características de la organización del sustrato neuronal,
características que explican una condición de ser que representa la primera causa de
los años vividos con discapacidad (WHO, 2001).

La perspectiva que se acerca a esta manera de comprender la depresión es la que


promociona el campo neurocientífico del grupo de Helen Mayberg, que por años ha
estado trabajando en un modelo que combina síntomas clínicos con la organización
funcional específica de las redes corticales, subcorticales y límbicas. Múltiples fuentes
de evidencia sugieren que la depresión no se puede originar ni de la alteración de un
sistema neurotransmisor específico o de una sola región del cerebro: la depresión
parecería más bien estar asociada a un número de alteraciones funcionales
interconectadas. Así, de acuerdo con Mayberg, se debe buscar una combinación de
redes que pudieran explicar las disfunciones y los procesos de compensación
relacionados (Mayberg, 1997, 2003; Mayberg et al., 1999, 2005).

Una serie de estudios de imágenes cerebrales han reportado consistentemente: (1)


alteraciones a nivel cortical, que involucran a la corteza dorsolateral (BA 9/46), la
corteza ventrolateral y prefrontal (BA 10/47), la corteza orbitofronatl (BA 11) y la
corteza parietal (BA 40); (2) cambios en las regiones límbicas y paralímbicas: las áreas
dorsal, rostral y subgenual del cingulado (BA 24b,24a,25), así como también a la
amígdala, la ínsula y el hipocampo; (3) cambios en las regiones subcorticales: el tálamo
caudado, pallidum y anterior.

La combinación de estos variados focos disfuncionales en una red integrada de


regiones límbico-corticales hace posible captar la característica subyacente de la
sintomatología depresiva y de la tristeza al nivel del sustrato neuronal, es decir, una
polarización de los recursos cognitivos asociados con las sensaciones dolorosas que se
originan en estas condiciones. Este proceso se refleja en la desadaptativa interacción
entre el componente límbico y paralímbico por una parte, y el componente cortical
por otra. Los datos PET de diferentes estudios apuntan a una disminución del
metabolismo de la glucosa en las regiones corticales dorsales – aunque los niveles
normales del metabolismo frontal, así como el hipermetabolismo frontal, también han
sido reportados – y un relativo aumento en las áreas ventrales límbicas y paralímbicas.
Los resultados divergentes producidos por los estudios que reportan actividad
metabólica frontal podrían ser entendidos a la luz de esto límbico y paralímbico – pero
también, según nuestra perspectiva, de lo subcortical – centralidad que guía los
intentos inadecuados del sujeto a una corrección cognitiva. “Por ejemplo, la
hiperactividad frontal es vista ahora como un proceso compensatorio exagerado o
desadaptativo, resultante de la agitación psicomotora y la lamentación, ayudando a

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“Selfhood, Identity and Personality Styles” (Giampiero Arciero, 2009)

invalidar un persistente ánimo negativo generado por la actividad anormal y crónica


de las estructuras límbico-subcorticales. Por el contrario, el hipo-metabolismo frontal
visto cuando aumenta la severidad de la depresión es la imposibilidad de iniciar o
mantener tal estado compensatorio, produciendo apatía, enlentecimiento psicomotor
y daño del funcionamiento ejecutivo” (Mayberg, 2003).

La variedad de patrones metabólicos disfuncionales refleja así, tanto “lesiones


funcionales”, como modos inapropiados de afrontar estas lesiones. Esto abre nuevas
perspectivas en relación a no solamente a la variabilidad sintomatológica y
etiopatológica de la depresión (reflejando múltiples fenotipos depresivos), sino
también la posibilidad de que diferentes patrones metabólicos pudieran guiar la
intervención terapéutica. Es importante enfatizar, con respecto a esto, que los
diferentes tratamientos (terapia cognitivo-conductual, farmacoterapia, cirugía, terapia
electroconvulsiva) afectan a regiones similares de maneras distintas (Goldapple et al.,
2002, 2004; Kennedy et al., 2001; Henry et al., 2001; Mayberg, 2003; Seminowicz et
al., 2004).

Otro elemento muy interesante que los estudios de Mayberg et al. han señalado es el
rol clave que juega la corteza cingulada anterior subgenual (sACC) (BA 25) dentro del
sistema cerebral límbico-cortical en la modulación de los ánimos negativos. Una
disminución de la actividad sACC ha sido reportada para responder a diferentes
exitosos tratamientos contra la depresión, incluyendo el tratamiento farmacológico
(Mayberg et al., 2000; Drevets, Bogers y Raichle, 2002), la terapia elctroconvulsiva
(Nobler et al., 2001) y la simulación magnética transcraneal repetitiva (Mottaghy et al.,
2002). La sACC está conectada anatómicamente a las regiones corticales del cerebro, a
las regiones límbicas – incluido el hipotálamo (Barbas et al., 2003) y a la amígdala
(Johansen-Berg et al., 2008) – el estriado ventral (Haber et al., 1995, 2006) y a los
centros autonómicos del tronco encefálico, incluido el periacuadectal gris (Freedman,
Insel y Smith, 2000).

Según nuestra perspectiva, el rol principal que juega la corteza cingulada anterior en la
modulación de los síntomas depresivos y su involucramiento en la tristeza intensa
probablemente están relacionados a la importancia del cingulado subgenual en el
control del dolor endógeno (Ploghaus et al., 1999; Bantick et al., 2002; Petrovic et al.,
2002; Porro et al., 2003). Un estudio (Bingel et al., 2007), por ejemplo, que investigaba
la habituación a estímulos dolorosos, descubrió que la reacción a los estímulos
nocioceptivos disminuía después de repetida exposición en las áreas clásicas del dolor,
mientras que su activación aumentaba con el tiempo en el sACC. Estos datos sugieren
que la habituación a una condición, donde la continua estimulación nocioceptiva no
puede ser evitada, está asociada con un aumento de la actividad antinocioceptiva –
que tiene que ver con el sistema opioide endógeno – mediado por el cingulado
subgenual. La misma área, además, también está involucrada en la analgesia placebo
(Bingel et al., 2006). Es posible sugerir entonces, que el aumento en la actividad de
estas regiones durante los episodios depresivos corresponde a un intento por afrontar

231
“Selfhood, Identity and Personality Styles” (Giampiero Arciero, 2009)

el inevitable “dolor psíquico” reclutando áreas cerebrales similares a las que se activan
cuando hay un dolor físico.

Tratando la depresión como consecuencia de la disfunción de todo un sistema, el


enfoque adoptado por Mayberg et al. hace posible apoyarse de las indicaciones
formuladas en el campo clínico, abriendo así la posibilidad de investigar después los
diferentes orígenes personológicos de la depresión desde la perspectiva
neurocientífica.

Respecto a esto, cada uno de los estilos de personalidad que hemos descrito en los
capítulos anteriores pudieran conducir a un estado de depresión en conjunto con las
circunstancias vitales capaces de iniciar un espiral descendente: un círculo vicioso de
cognición y tristeza. Para cada estilo de personalidad, existe un rango de condiciones
que son esenciales para el estar situado del individuo (y que puede cambiar en el curso
de la propia vida); es la pérdida de estas condiciones lo que gatillará una reacción
depresiva.

En el caso del estilo de personalidad con tendencia a los trastornos alimentarios, por
ejemplo, el trastorno pudiera aparecer cuando el sujeto se encuentra a sí mismo en
una situación de confrontación – como una promoción de trabajo –de la que es
incapaz de enfrentar, o después de una falta de validación de parte de alguien que se
percibe como particularmente significativo. El sentimiento de no ser capaz de asumir
las responsabilidades que una nueva posición trae consigo en el primer caso, y la
propia impotencia para recobrar la aceptación positiva de parte del otro significativo
en la segunda, pudieran gatillar una reacción positiva caracterizada por la tristeza, así
como también sentimientos de ansiedad y vacío.

En el caso del estilo de personalidad con tendencia a las obsesiones y compulsiones,


como hemos visto, los trastornos usualmente surgen en conjunto con situaciones
marcadas por la incertidumbre profunda. Para recuperar su estabilidad, los sujetos
enfrentarán estas situaciones intentando proporcionar lo que a menudo son
explicaciones incongruentes. Repetidos fracasos en estos intentos pudieran llevar al
inicio de síntomas depresivos que varían según el origen de la incertidumbre
percibida.

Si la incertidumbre tiene que ver con los propios estados internos, la búsqueda de la
estabilidad personal estará basada en un intento de realinear la experiencia personal
en un sistema de significado propio. Fallar en esta búsqueda será atribuido a aspectos
intrínsecos de la propia personalidad. Este proceso es una reminiscencia de muchos de
los casos descritos por Tellenbach (1974).

Finalmente, si la incertidumbre tiene que ver con el propio sentido de sí mismo,


repetidos fracasos en el intento de re-situarse en relación a figuras de referencia

232
“Selfhood, Identity and Personality Styles” (Giampiero Arciero, 2009)

basadas en donde co-percibirse pudiera llevar a una condición depresiva centrada en


la culpa, el vacío y la auto-culpación.

En el caso del estilo de personalidad con tendencia a la hipocondría-histeria, el amento


de la intensidad emocional más allá de un umbral determinado será percibido como
una amenaza a la propia integridad física, una amenaza que se experimenta de
distintas maneras en la hipocondría y en la histeria: la hipocondría focaliza más la
estabilidad personal en los estados corporales, los sujetos histéricos en definir la
alteridad. Los estados depresivos que pudieran emerger como una consecuencia de
los fracasos de estos modos para mantener la estabilidad reflejarán estos diferentes
focos: en el caso de la hipocondría, se caracterizarán por una fuerte polarización de los
síntomas orgánicos (dolor de espalda, de las extremidades, problemas
gastrointestinales, cansancio, etc.); en el caso de la histeria – como fue ilustrado en la
figura de Wertheimer de la historia de Bernhard – los sujetos por el contrario
desplegarán una actitud de autocompasión.

En el caso de estilo de personalidad con tendencia a la fobia, los trastornos fóbicos


pudieran emerger después de un eventos inesperado que es percibido por el sujeto
como una alteración de su propio sentido de estabilidad interoceptiva. En la
fenomenología subjetiva del paciente, esta alteración corresponderá a un estado de
intensa ansiedad y miedo, y a una anticipación mental de situaciones similares en el
fracasado intento de recuperar el control sobre la esfera emocional. Por el contrario,
en términos objetivos, esta condición pudiera corresponde a una fuerte de sensación
de fragilidad y debilidad personal, que pudiera incluso llevar a repetidos ataques de
pánico. Fracasos reiterativos en el intento de recobrar un sentido de estabilidad
personal pudiera gatillar una reacción depresiva.

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“Selfhood, Identity and Personality Styles” (Giampiero Arciero, 2009)

Mensaje en una Botella

Al inicio de nuestro viaje conocimos a Roberto, cuyo modo de existencia nos ofreció la
posibilidad de examinar los tres supuestos que han comunicado la perspectiva sobre el
Self desarrollada en la época moderna, suposiciones que se han vuelto parte del sentido
común de Occidente: la interioridad de la experiencia, la singularidad del significado, la
continuidad del Self en circunstancias heterogéneas. Hemos visto como este modo de
concebir el problema se basaba en una ontología que consideraba al Self como una cosa,
aplicándole las mismas categorías que son usadas en el estudio de los objetos. Un intento
de redefinir este problema nos llevó a abrazar una perspectiva ontológica que por el
contrario, hacía hincapié en la experiencia de ser uno mismo: la ipseidad.

Con la ipseidad como nuestro punto de partida, asumimos la pregunta de la identidad


personal vinculándola con la psicología del desarrollo y la neurociencia lingüística,
alcanzando últimamente una nueva perspectiva sobre la materia: siguiendo los pasos de
Ricoeur, hemos usado la expresión “identidad narrativa” para describir el proceso de
interpretación de la experiencia pre-reflexiva, por medio de la cual el individuo reconoce
las varias emociones y acciones que caracterizan su existencia en el tiempo como propia.
En el proceso narrativo las personas le dan forma a su propia unicidad por medio de la
apropiación (permitido por el lenguaje) de su propia experiencia de ser. Contándose quién
es – reconfigurando así sus propias acciones y emociones para formar un todo más o
menos cohesivo – el individuo se reconoce e identifica a sí mismo.

Porque la identidad toma forma como una reconfiguración simbólica de la experiencia de


vivir, a través de las narrativas se puede ver reflejar los varios modos en que el
sentimiento y la acción llegan a sedimentarse en el tiempo, volviéndose fijas en diferentes
formas en diferentes momentos de la propia vida. Por lo tanto, diferentes narrativas de
Self reflejan diferentes modos de mantener la estabilidad personal, modos que
corresponden a inclinaciones emocionales particulares. Es por lo tanto, sobre la base de
diferentes modos de sentirse emocionalmente situado respecto del mundo que hemos
trazado una distinción entre las dos polaridades que encuadran un rango de posibles
alquimias emocionales: una es la tendencia Inward, que está asociada con una
polarización emocional predominantemente ligada al cuerpo; la otra es la tendencia
Outward, que principalmente se caracteriza por un anclaje a marcos de referencia
externos. Una definición de este fundamento ontológico nos ha permitido delinear una
psicología de la personalidad y más tarde una psicopatología que parta desde una
dimensión pre-reflexiva. La consecuencia más evidente de este cambio de perspectiva ha
sido la re-orientación de nuestra comprensión sobre la génesis de determinados
trastornos y de los prospectos de la investigación clínica y neurocientífica.

La segunda parte del libro ha explorado la continuidad entre normalidad y psicopatología


neurótica, desarrollando esta nueva perspectiva interpretativa a través de la psicología, la
literatura, la psiquiatría y las neurociencias. Estos modos heterogéneos de acceder a la
experiencia, por medio de diferentes vías y formas de conocimiento, fueron ofrecidos por

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“Selfhood, Identity and Personality Styles” (Giampiero Arciero, 2009)

el supuesto ontológico que siempre nos ha guiado, y según la cual la experiencia humana
corresponde a la manera en que la vida se desenvuelve, siendo imposible reducir su
totalidad en una sola disciplina. El salvaguardo de esta ontología, que toma la experiencia
humana en su conjunto como su último punto de referencia, necesita ser la estrella polar
que guie el dialogo libre entre las disciplinas, y que informe los nuevos equilibrios y
fronteras entre la psicología, la psicopatología, la fenomenología y las neurociencias. La
deslumbrante afirmación de las neurociencias no puede llevarnos a repetir el error del
positivismo lógico, que en nombre de la física matemática intentó federar todas las
ciencias bajo el liderazgo de una epistemología. Este éxito debe más bien inducir a la
psicología, la psicopatología y la fenomenología a reconsiderar sus propios fundamentos y
a cambiar de tal modo que lleguen a ser capaces de entrar en el debate de nuevos temas
que las neurociencias han puesto en el corazón de la investigación.

Es esta trayectoria la que sigue nuestro trabajo: porque posibilita un renovado


intercambio con las neurociencias partiendo del estudio de los diferentes modos de la
estructura emocional (Bertolino et al. , 2005; Rubino et al. , 2007; Mazzola et al. ,
entregado). Al mismo tiempo, a la luz de la ontología fenomenológica, nuestro trabajo
presenta la comprensión de la experiencia personal y de la historia singular de las vidas de
los individuos como el problema central de la psicología y de la psicopatología.

Es particularmente este segundo aspecto de nuestro trabajo el que no ha sido


completamente articulado en nuestro libro, ya que nos hemos guiado en la formulación
de nuestros argumentos por una necesidad de definir una tipología y criteriología de la
personalidad basándonos en la experiencia en primera persona, de tal manera de
posibilitar una reconfiguración de la psicopatología y abrir un dialogo con las
neurociencias. Inevitablemente, sólo se ha hecho una fugaz alusión a temas como el
desarrollo de las relaciones sentimentales, el análisis de las estructuras inconscientes y la
relación entre una historia individual y su memoria – elementos que juegan un papel
fundamental en la experiencia propia de la vida y en la construcción de una narrativa del
Self. Las cosas más preciosas en el final de nuestro viaje siguen siendo precisamente estas
cuestiones sin resolver, preguntas sin respuestas y temas anunciados, y un panorama de
nuevos caminos.

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