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1. Introducción
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- Edmund Burke (“Reflections on the Revolution of France”, 1790).
Lanzaba el tema de la ilegitimidad de una ruptura revolucionaria
brutal como atentatoria contra el movimiento mismo de la historia,
con lo cual anticipaba todo el movimiento de la filosofía conservadora
del siglo.
- Abate Barruel (“Mémoires pour servir à l’histoire du jacobinisme”,
1797). Tema del “complot”: conspiración masónica contra la
monarquía, la religión y las fuerzas del orden.
- Joseph de Maistre. (“Considérations sur la France”, 1796). La
libertad de pensamiento, iniciada por la Reforma, estaba en el origen
del desastre.
- Barnave (“Introduction à la Revolution francaise”). El interés de este
texto reside en la introducción de los conceptos de clase y de lucha
de clases. Barnave cree que al grado de desarrollo de la economía
corresponden unas determinadas formas de propiedad y un marco
institucional concreto. Entiende, además, que ello implica que una
clase social, la que controla el sector dominante de la economía,
ejerce una hegemonía en el plano político y ofrece resistencia a
dejarse desplazar, con lo que impide que el marco jurídico e
institucional pueda adaptarse a los cambios que se experimentan en
la economía y debe acabar siendo desplazada por una acción
política Concepción de la “revolución política” como condición que
permite abrir paso al cambio económico. Una precisión: él pensaba
que tal “revolución en las leyes políticas” podía producirse “por una
progresión suave”, sin necesidad de “violentas conmociones”. Creyó
que en Francia podía hacerse de este modo y en la apuesta perdió la
vida (Barnave sería guillotinado, en 1793, bajo la acusación de
conspirar con el rey para imprimir una marcha moderada a la
Revolución).
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3. La Revolución Francesa vista por la historiografía del siglo XIX
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pasivo manipulado por otros grupos. En su “Historia de la Revolución francesa”
(1847-1853) apuntó la tesis de que una de las causas que provocaron la
revolución fue la generalización de la miseria del pueblo (“revolución de la
miseria”). Es el pueblo (término que tiene más de concepto místico que de
denominación de una clase social) el verdadero héroe de la Revolución. El
pueblo pasaba a ser protagonista de la historia. Michelet, más aun que
Lamartine, constituye el símbolo de esta historia. A pesar de la amplia
utilización de fuentes documentales -Michelet fue durante unos años director
de la sección hca de los Archivos Nacionales franceses-, se ha podido escribir
sobre él que “su imaginación desbordada, su énfasis teatral y su parcialidad
política, obligan a emitir serias reservas acerca del valor hco de su obra”
(Pierre Salmon)
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más de que las declaraciones de objetividad y neutralismo, en el fondo,
pretenden esconder unas preferencias ideológicas y políticas muy
determinadas.
· Aun a finales del siglo XIX y principios del XX, el historicismo o la historia
historizante seguía dominando en buena medida el panorama de la
historiografía académica en toda Europa -Francia incluida-, aunque estuviese a
punto de entrar en crisis.
· Hasta las últimas décadas del siglo XIX, no se puede hablar de una historia
científica de la Rev. Francesa, y fue en el contexto del primer Centenario de la
misma cuando, por un lado, se crearon las instituciones académicas dedicadas
a su estudio, y por otro, se fueron elaborando los trabajos de los grandes
historiadores, que permitieron fuese cuajando un consenso historiográfico en
torno a la llamada historiografía clásica (I. Castells) o interpretación social, que
sería hegemónica durante toda la primera mitad del siglo XX, incluso hasta
1960.
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realizados con anterioridad. Su obra tiene un carácter exclusivamente “político”.
Pero, además, esta historia, tan arraigada en su contexto hco., dista mucho de
ser una historia ingenua. Su constante toma de posición a favor de Danton -en
tanto expresión de la vitalidad del aliento nacional y del rechazo de la violencia,
en oposición a la rigidez de Robespierre y un jacobinismo comprometido-
responde al héroe simbólico de que tiene necesidad esta historia.
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Jean Jaurès, que no era un hdor de profesión, sino un filósofo y un
parlamentario publicó en los primeros años del siglo, el primer volumen de su
“Histoire socialista de la Révolution francaise”, que se convierte en el primer
intento de abrir la investigación revolucionaria hacia la historia social de las
masas. A comienzos de su obra, Jaurès sitúa un notable cuadro de Francia a
fines del antiguo régimen, según los cuadernos de reclamaciones, y,
contrariamente a Michelet, concluye que la Rev. no nació de la miseria, sino de
la elevación del nivel de vida de las clases medias, del reconocimiento de su
papel en la economía de la nación y del legítimo deseo que muestran de dirigir
la política del país. A partir de Jaurès puede verse cómo se articula en la
escuela francesa una tradición de historiografía jacobina que llega a nuestros
días, interesada por una lectura social de la Revolución a la luz del marxismo.
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del mundo rural. Historiador también del “Gran Miedo”, estudió la
conmoción que en el verano de 1789 sacudió el campo francés en
términos que constituyen el acta fundacional de la historia de las
mentalidades revolucionarias (“La Grande Peur de 1789”, 1933). La
gran obra de Lefebvre culminó con la publicación en 1939,
coincidiendo con el 150 aniversario de la Revolución, de su “1789”,
donde se acuñó la interpretación de la Revolución francesa como una
revolución burguesa y antifeudal, con apoyo popular, triunfante sobre
la nobleza y el Absolutismo, si bien Lefebvre sostuvo siempre la tesis
del carácter autónomo de la revolución campesina.
· Entre los años treinta y sesenta del siglo XX, se logró el consenso
historiográfico en torno a esta caracterización de la Revolución, cuyos orígenes
sociales se explicaban por el enfrentamiento aristocracia-burguesía, y cuyo
significado, por su dirección burguesa y participación popular, se veía inscrito
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en una fase de la historia universal marcada desde entonces por el desarrollo
del liberalismo, la democracia y el socialismo, tres cuestiones planteadas ya
durante la Revolución francesa, a la que se veía, pese a su carácter burgués,
como “anticipadora” de las revoluciones futuras.
Esta interpretación denominada clásica (I. Castells), social o jacobino-
marxista (por su inspiración marxista y tradición jacobina), constituyó una sólida
escuela histórica que aplicó la historia social al estudio del acontecimiento
revolucionario. La interpretación social será hasta la década de los años
sesenta la interpretación dominante en Francia y fuera de Francia, entre
historiadores marxistas y no marxistas. Pero las críticas a este esquema
interpretativo del fenómeno revolucionario empezarán a surgir en esta década y
se producirá la ruptura de esta homogeneidad interpretativa.
5. La pugna revisionismo-marxismo
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querido destruir el Antiguo Régimen, sino más bien introducir modificaciones.
La conclusión que sacaba Cobban, quedó resumida en la fórmula según la
cual la Revolución francesa había sido una revolución política con
consecuencias sociales, y no una revolución social con consecuencias
políticas.
La tesis de Cobban fue el punto de partida de otros trabajos que
vinieron a reforzar esta revisión de las tesis marxistas clásicas sobre la
Revolución francesa durante los años setenta y ochenta.
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y en la de Richet, autores de una síntesis sobre la revolución (“La Révolution
Française”, 2 vols. 1965-1966), así como de incisivos artículos. Aquí se
reemplaza el concepto de revolución burguesa por la noción de élite, formación
de naturaleza más cultural que socioeconómica, que asocia en una
denominación única -la de la ideología de la Luces- la aristocracia y las capas
más evolucionadas de la burguesía del Tercer Estado. Entre estos grupos
sociales es posible que se haya establecido un compromiso que operara
pacíficamente el tránsito a la sociedad liberal. Si la revolución francesa, muy
próxima a este objetivo en la primera fase de su realización, cambió de rumbo y
se radicalizó durante el intermedio jacobino, ello ocurrió como consecuencia de
la intrusión de las masas populares, urbanas y rurales (“dérapage”), portadoras
de una ideología que se hacía eco de los viejos “furores” del pasado. Esta
desviación accidental del curso de los acontecimientos, finalmente será
recobrado por el Directorio.
Furet pasó a descargar un ataque mucho más agrio contra el
“dogmatismo” de la lectura jacobina, cuando publicó en los Annales de París un
famoso artículo titulado “El catecismo revolucionario”(1971) en el que criticaba
muy duramente los trabajos de Soboul y C. Mazauric, censurando el esquema
determinista que tenían de la Revolución siempre definida como burguesa.
La interpretación “elitista” de la revolución, en sustitución de la
interpretación de la Revolución como un conflicto de clases, recibió un nuevo
empuje con la obra de Guy Chaussinand-Nogaret acerca de la nobleza
francesa del XVIII, en la que pretendía demostrar su dinamismo y la identidad
de ideas y reivindicaciones con la burguesía sobre la base de la ideología de la
Ilustración.
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· La dura polémica entre marxistas y revisionistas, marcada por el sectarismo
de ambas partes, sobre todo en Francia, tuvo en un principio una influencia
negativa para el conocimiento de la Revolución francesa, manifestada en un
cierto estancamiento de su historiografía durante los primeros años setenta. Sin
embargo, fueron precisamente los ataques al dogmatismo y determinismo de la
interpretación social, lo que provocó una reacción por parte de los historiadores
de esta escuela, que les llevó a realizar trabajos de campo tanto en la historia
económico-social, como en la cultural, política y de las mentalidades, cuyo
primer balance lo estableció el Coloquio Mathiez-Lefebvre, celebrado en 1974
bajo el título “Vías nuevas para la historia de la Revolución Francesa” y la
dirección de A. Soboul.
Durante los años ochenta hubo una cierta convergencia de estas dos
tradiciones historiográficas, con un diálogo y mayor conocimiento mutuo,
aunque seguían conservando cada una sus rasgos característicos. El resultado
fue que, en vísperas del Bicentenario, los logros historiográficos daban un
balance muy positivo, muestra de la vivacidad científica de la Revolución, cuyo
estudio se hacía sin embargo cada vez más complejo, pero también más
liberado de las querellas de escuela que habían marcado los años setenta. Por
otra parte, M. Vovelle, sucedió a A. Soboul, tras su muerte en 1982, en la
cátedra de la Sorbona, siendo un historiador que, aunque fiel a la tradición
marxista, había trabajado en la historia social y en la historia de las
mentalidades, y estaba menos preocupado que su antecesor por los problemas
de la transición del feudalismo al capitalismo, que había sido la problemática
que había marcado la trayectoria de muchas investigaciones. Tampoco entre
los propios discípulos de A. Soboul existía ya la unanimidad de los años
cincuenta y sesenta. Algunos de ellos asumieron, revalorizándolo, el análisis
político de la Revolución -aunque a la izquierda de Furet-, y criticaron a su vez
las limitaciones y anacronismos que el prisma de la revolución burguesa
imponía a la comprensión de la Revolución. Por todo ello, la coyuntura
historiográfica en que se inscribió el Bicentenario, se diferenciaba radicalmente
de la anterior etapa, calificada como de “consenso”.
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6. La coyuntura historiográfica del Bicentenario
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el que contrapusieran – por razones distintas – 1789 a 1793. Ello se
ha criticado como un anacronismo, pues no se pueden aplicar
concepciones actuales (oposición entre los principios de libertad y los
de igualdad) al contexto de la filosofía política del siglo XVIII.
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a confirmar estas nuevas características historiográficas apuntadas durante el
mismo.
7. La Revolución hoy
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se viviera en París, Perpignan o en la Vendée, o se fuera campesino, artesano
o negociante, mostrando un ritmo muy diferente en la capital al de las
provincias. La historiografía actual se esfuerza en reflejar esta diversidad, que
acentúa el carácter difuso y anárquico del proceso revolucionario, y que no
facilita la síntesis sobre el mismo, lo cual complica el estudio de la Revolución,
pero también lo muestra más rico y excitante.
Esta paradoja de la historiografía revolucionaria que hace que cuanto
más avanza, obscurece más que aclara, la comprensión global de la
Revolución, ha demostrado al menos que la Revolución francesa no se deja
encerrar en interpretaciones reduccionistas que empobrecen su complejidad.
Lo que, por ejemplo, aparece claro en el caso de la “revolución burguesa” como
clave explicativa, que se ha revelado como muy poco operativa para entender
la Revolución francesa, hasta el punto que, de hecho, en la actualidad, casi
nadie sostiene el análisis simplista del desencadenamiento de la Revolución
por un antagonismo entre aristocracia-burguesía, como bloques de clases
enfrentadas, con intereses y bases materiales radicalmente diferentes. . Este
concepto ha venido a deformar y enmascarar la propia realidad de los hechos
revolucionarios y de sus protagonistas, más que ayudar a explicar el sentido de
su actuación.
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Al lado de la nueva cultura política se halla la historia cultural y de las
mentalidades, tomada en sentido amplio, o sea abarcando desde la historia
religiosa hasta todas las formas de expresión simbólicas, artísticas o científicas,
a partir de la rica iconografía dejada por la Revolución. Está en plena
expansión la propia historia de las mujeres durante la Revolución. Otro campo
muy renovado es el de la diversidad regional de la Revolución, que ha roto ya
definitivamente con la visión unitaria del proceso revolucionario francés.
El que se haya abandonado el esquema interpretativo de la “revolución
burguesa” para explicar la Revolución francesa, no significa que se hayan
descuidado completamente los aspectos económico-sociales del proceso
revolucionario francés, aunque sí es cierto que han sido los menos trabajados.
Finalmente, la óptica de “internacionalizar” la Revolución que primó
durante el Bicentenario, ha llevado a prestar atención a los temas como el de la
Revolución y las colonias, o la relación con los pueblos extranjeros.
Bibliografía
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