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TEMA 37

1. Introducción

Una cosa es el estudio de la Revolución, es decir, del proceso revolucionario


desarrollado en Francia entre 1789 y 1799, y otra, el hacer la historia de su
historiografía. El estudio de esta última se ha convertido en materia científica,
destinada al mejor conocimiento de las diversas estratificaciones
historiográficas, ya que, al abarcar la Revolución francesa todos los campos de
la sociedad, los trabajos sobre la misma han actuado como verdadero motor de
la investigación histórica, facilitando el encuentro de las diversas historiografías
y haciendo de la Revolución un campo privilegiado de experimentación de las
mismas.
Otro de los rasgos que caracterizan a la historiografía de la Revolución,
es el de las polémicas ideológicas que la han acompañado desde su inicio. Por
ello es importante para su estudio, el separar claramente los sesgos
ideológicos y políticos de que han adolecido siempre sus análisis, y los logros
historiográficos que se han ido alcanzando en cada etapa de su historiografía,
ya que las interpretaciones sobre la Revolución han distorsionado con
frecuencia el hecho revolucionario, en perjuicio de su realidad histórica.
Conviene por todo ello hacer un somero resumen de la trayectoria
historiográfica de la Revolución francesa, con el objeto de situar a los autores y
las obras más representativos de la misma, para acabar con unas brevísimas
reflexiones orientativas, destinadas a caracterizar, en sus rasgos
fundamentales, el momento actual de la investigación histórica sobre la
Revolución francesa.

2. Los contemporáneos de los acontecimientos

· Para trazar las etapas de una historia de la historia sería necesario


remontarse a la Revolución misma. Aunque, propiamente hablando, no sean
historiadores, sino polemistas, no pueden olvidarse las obras de:

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- Edmund Burke (“Reflections on the Revolution of France”, 1790).
Lanzaba el tema de la ilegitimidad de una ruptura revolucionaria
brutal como atentatoria contra el movimiento mismo de la historia,
con lo cual anticipaba todo el movimiento de la filosofía conservadora
del siglo.
- Abate Barruel (“Mémoires pour servir à l’histoire du jacobinisme”,
1797). Tema del “complot”: conspiración masónica contra la
monarquía, la religión y las fuerzas del orden.
- Joseph de Maistre. (“Considérations sur la France”, 1796). La
libertad de pensamiento, iniciada por la Reforma, estaba en el origen
del desastre.
- Barnave (“Introduction à la Revolution francaise”). El interés de este
texto reside en la introducción de los conceptos de clase y de lucha
de clases. Barnave cree que al grado de desarrollo de la economía
corresponden unas determinadas formas de propiedad y un marco
institucional concreto. Entiende, además, que ello implica que una
clase social, la que controla el sector dominante de la economía,
ejerce una hegemonía en el plano político y ofrece resistencia a
dejarse desplazar, con lo que impide que el marco jurídico e
institucional pueda adaptarse a los cambios que se experimentan en
la economía y debe acabar siendo desplazada por una acción
política  Concepción de la “revolución política” como condición que
permite abrir paso al cambio económico. Una precisión: él pensaba
que tal “revolución en las leyes políticas” podía producirse “por una
progresión suave”, sin necesidad de “violentas conmociones”. Creyó
que en Francia podía hacerse de este modo y en la apuesta perdió la
vida (Barnave sería guillotinado, en 1793, bajo la acusación de
conspirar con el rey para imprimir una marcha moderada a la
Revolución).

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3. La Revolución Francesa vista por la historiografía del siglo XIX

· Aparición de una nueva generación de historiadores, que no han sido testigos


directos de los grandes dramas revolucionarios.

· Anatema sin concesión de los conservadores  Tímida rehabilitación de los


liberales, y luego más audaz de los demócratas y socialistas de la época del
cuarenta y ocho (Louis Blanc).

· Historiadores liberales de la Restauración (autores como Thiers o Mignet)


Tendieron a explicar la Revolución como una protesta política legítima contra
los defectos del ancien régime. Vieron la Revolución esencialmente como un
movimiento político “desde arriba”, promovido por las clases “respetables” de la
nación -la aristocracia liberal y la burguesía- para reparar agravios antiguos y
promover la reforma de instituciones envejecidas. Sus historias son puramente
políticas, centradas en las asambleas y los partidos.

· Alexis de Tocqueville. Es el último gran historiador liberal francés, quien, por


primera vez traza el esquema de un programa de investigaciones para una
historiografía científica interesada en analizar el problema de las causas y de
las líneas de fuerza en “el Antiguo Régimen y la Revolución” (1856). El análisis
de las causas que posibilitaron la Revolución, el estudio de la estructura social
de la Francia del Antiguo Régimen y de los enfrentamientos sociales que se
produjeron a lo largo del siglo XVIII, realizados a partir de una documentación
rigurosa, convierten la obra de Tocqueville en un clásico sobre la Revolución
francesa. No va a ser ésta, sin embargo, la corriente dominante en la
historiografía francesa del siglo XIX, sino otras dos: romanticismo y positivismo.

· Jules Michelet es el gran historiador francés de mediados de siglo.


Representa el hdor. romántico impregnado de un liberalismo que pronto se
tornará en republicanismo popular y progresista sin, en ningún caso, cruzar los
límites que le separaban del socialismo. El pueblo común – los campesinos y
los pobres de la ciudad, que sufrieron especialmente a causa de la crueldad y
la injusticia de los reyes y los aristócratas – está lejos de ser un instrumento

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pasivo manipulado por otros grupos. En su “Historia de la Revolución francesa”
(1847-1853) apuntó la tesis de que una de las causas que provocaron la
revolución fue la generalización de la miseria del pueblo (“revolución de la
miseria”). Es el pueblo (término que tiene más de concepto místico que de
denominación de una clase social) el verdadero héroe de la Revolución. El
pueblo pasaba a ser protagonista de la historia. Michelet, más aun que
Lamartine, constituye el símbolo de esta historia. A pesar de la amplia
utilización de fuentes documentales -Michelet fue durante unos años director
de la sección hca de los Archivos Nacionales franceses-, se ha podido escribir
sobre él que “su imaginación desbordada, su énfasis teatral y su parcialidad
política, obligan a emitir serias reservas acerca del valor hco de su obra”
(Pierre Salmon)

· Los historiadores liberales elogiaron al 89 y a la burguesía, pero en esos


mismos años se va fraguando un pensamiento de izquierdas que exaltaba al 93
y al proletariado; en tanto que convertía a Robespierre en la encarnación de
los ideales revolucionarios, justificaba el terror como instrumento de
regeneración, veía Termidor como el cese del progreso y a Napoleón como un
tirano. Este pensamiento tiene su reflejo historiográfico en la obra de Louis
Blanc (“Histoire de la Révolution française”, 1847-1862), representante de un
cierto “socialismo francés”. Sin embargo, será la herencia conservadora la que
continuará dominando la historiografía francesa.

· Las concepciones positivistas serán aplicadas en Francia por los hdores de la


generación posterior a Michelet en el último cuarto del siglo XIX: H. Taine.
Este liberal y republicano en su juventud sufrió a lo largo de su vida una
profunda mutación ideológica acorde con los vaivenes revolucionarios que
estaba sufriendo la Francia contemporánea, y tras el espanto que le produjo la
crisis revolucionaria de la Commune de 1871, se consagró de lleno a examinar
las causas de la “enfermedad” que sufría la sociedad francesa, con el objetivo
de hallarle remedio. El resultado de sus preocupaciones fue “Los orígenes de
la Francia contemporánea” (1875-1894), donde estudia sucesivamente el
Antiguo Régimen, la Revolución y el nuevo régimen que surgió de ella. El
positivismo de Taine y sus pretensiones de cientifismo representa un ejemplo

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más de que las declaraciones de objetividad y neutralismo, en el fondo,
pretenden esconder unas preferencias ideológicas y políticas muy
determinadas.

· Aun a finales del siglo XIX y principios del XX, el historicismo o la historia
historizante seguía dominando en buena medida el panorama de la
historiografía académica en toda Europa -Francia incluida-, aunque estuviese a
punto de entrar en crisis.

4. La historiografía clásica de la Revolución

· Hasta las últimas décadas del siglo XIX, no se puede hablar de una historia
científica de la Rev. Francesa, y fue en el contexto del primer Centenario de la
misma cuando, por un lado, se crearon las instituciones académicas dedicadas
a su estudio, y por otro, se fueron elaborando los trabajos de los grandes
historiadores, que permitieron fuese cuajando un consenso historiográfico en
torno a la llamada historiografía clásica (I. Castells) o interpretación social, que
sería hegemónica durante toda la primera mitad del siglo XX, incluso hasta
1960.

· De 1881 data la creación de un comité encargado de preparar la celebración


del centenario de 1789. Sus objetivos, a decir verdad, no eran enteramente
desinteresados: se trataba de consolidar la República. Es la época de los
grandes combates de una ideología republicana, que trata de fundar su
legitimidad en la historia. Clémenceau declararía que “la Revolución es un
bloque”, con lo que expresaba que se hacía cargo de la totalidad de la
herencia. Pero esto no quiere decir en absoluto que la historiografía
republicana no admitiese diferentes lecturas. El símbolo de una historia oficial y
universitaria sobre la Rev. Francesa se expresa en la persona de A. Aulard
(republicano radical), primer titular de la cátedra de Historia de la Rev.
Francesa en la Sorbona. Partiendo de un riguroso análisis de las fuentes y
estableciendo una precisa cronología de los hechos, en 1901 publicó una
“Histoire politique de la Révolution francaise”, síntesis de numerosos estudios

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realizados con anterioridad. Su obra tiene un carácter exclusivamente “político”.
Pero, además, esta historia, tan arraigada en su contexto hco., dista mucho de
ser una historia ingenua. Su constante toma de posición a favor de Danton -en
tanto expresión de la vitalidad del aliento nacional y del rechazo de la violencia,
en oposición a la rigidez de Robespierre y un jacobinismo comprometido-
responde al héroe simbólico de que tiene necesidad esta historia.

· Precisamente en este período, que es el período en que el pensamiento


marxista desarrolla su reflexión teórica acerca del fenómeno revolucionario,
surge otro discurso sobre la Revolución que constituye el origen de otra fuerte
tradición historiográfica, en oposición a la del liberalismo radical. Pese a las
profundas diferencias de posición política que dividen a los primeros
historiadores de la Revolución, éstos exhiben ciertas características
importantes en común. Todos trataron a la Revolución “desde arriba”, desde
una óptica de historia política tradicional. En consecuencia, la Revolución se
convierte en una lucha de ideas o de facciones políticas rivales en que los
principales aspirantes al poder son el rey y el partido de la corte, los
Parlamentos y la aristocracia, y el Tercer Estado con sus líderes de la clase
media y liberal-aristocráticos. Los campesinos casi no aparecen, y mucho
menos las clases bajas urbanas o sans-culottes. Estudiarlo sólo desde este
punto de vista era desnaturalizar completamente el fenómeno revolucionario,
tan vasto y tan complejo. Este enfoque del problema es tan válido para los
historiadores liberales como para los conservadores, y tanto referido a Thiers,
Michelet y Aulard como a Burke y Taine.
El desplazamiento del eje de estudio desde lo político-ideológico a lo
social y socioeconómico será la innovación más importante de la escuela
historiográfica marxista. El campesinado y los sans-culottes se incorporarán al
cuadro y serán estudiados como clases sociales y grupos que tienen su propia
identidad, sus ideas y sus aspiraciones independientes de las que se observan
en las clases altas y medias. Acompaña a este cambio de enfoque la tendencia
a presentar los conflictos de la Revolución en términos de una lucha de clases
más que de ideas políticas o ideologías. Puede afirmarse que asistimos al
nacimiento de una interpretación de carácter social de la Revolución francesa.

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Jean Jaurès, que no era un hdor de profesión, sino un filósofo y un
parlamentario publicó en los primeros años del siglo, el primer volumen de su
“Histoire socialista de la Révolution francaise”, que se convierte en el primer
intento de abrir la investigación revolucionaria hacia la historia social de las
masas. A comienzos de su obra, Jaurès sitúa un notable cuadro de Francia a
fines del antiguo régimen, según los cuadernos de reclamaciones, y,
contrariamente a Michelet, concluye que la Rev. no nació de la miseria, sino de
la elevación del nivel de vida de las clases medias, del reconocimiento de su
papel en la economía de la nación y del legítimo deseo que muestran de dirigir
la política del país. A partir de Jaurès puede verse cómo se articula en la
escuela francesa una tradición de historiografía jacobina que llega a nuestros
días, interesada por una lectura social de la Revolución a la luz del marxismo.

- Albert Mathiez. Fundador de la Sociedad de Estudios


Robespierristas, que viene publicando desde 1924 hasta la
actualidad, la revista Annales historiques de la Révolution Française.
La existencia de esta publicación y su labor durante los años treinta
fue decisiva para la progresiva afirmación de una historia económica
y social. Simboliza muy bien en su obra esta mutación de la
historiografía, pues su ya clásica historia de la Revolución francesa
es de signo predominantemente político, y ha dejado la imagen del
defensor, contra Aulard y los dantonistas, de la persona y la acción
de Robespierre, encarnación del jacobinismo intransigente y de la
democracia social. Pero al mismo tiempo anuncia una búsqueda que
sobrepasa con mucho este conflicto, tan característico de la
historiografía de principios de siglo, pues en su obra “Mouvement
social et vie chère sous la Terreur” (1927), concentra la atención en el
comportamiento de las masas anónimas.
- Georges Lefebvre. Abre la brecha definitiva. A la muerte de A.
Mathiez en 1932, le sucedió en la dirección de la Sociedad de
Estudios Robespierristas y ocupó también la cátedra de la Sorbona
(1937). En su tesis, “Campesinos del Norte de Francia” (1924),
hundía las raíces de la ruptura decisiva que representara la
Revolución francesa en las profundidades de la Francia provincial y

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del mundo rural. Historiador también del “Gran Miedo”, estudió la
conmoción que en el verano de 1789 sacudió el campo francés en
términos que constituyen el acta fundacional de la historia de las
mentalidades revolucionarias (“La Grande Peur de 1789”, 1933). La
gran obra de Lefebvre culminó con la publicación en 1939,
coincidiendo con el 150 aniversario de la Revolución, de su “1789”,
donde se acuñó la interpretación de la Revolución francesa como una
revolución burguesa y antifeudal, con apoyo popular, triunfante sobre
la nobleza y el Absolutismo, si bien Lefebvre sostuvo siempre la tesis
del carácter autónomo de la revolución campesina.

A partir de Lefebvre las dos obras más importantes de la posguerra – la de


Labrousse y la de Soboul – renuevan y continúan la historia marxista de la
Revolución.
- Ernest Labrousse. “La crise de l’économie française à la fin de
l’Ancien Régime et au début de la Révolution” (1944). Al estudiar la
crisis de la economía francesa en vísperas de la Revolución,
introduce el peso de la coyuntura económica en la lista de causas de
traumatismo colectivo, y zanja el viejo dilema del diálogo académico
que a través del tiempo habían mantenido Michelet -que sostenía
una “revolución de la miseria”- y Jaurès -partidario de una revolución
fruto de la prosperidad burguesa - . Tal como la analiza Labrousse,
la crisis económica de antiguo estilo opera como catalizador de
tensiones en el apogeo del “glorioso” siglo XVIII económico.
- Soboul, quien sucedió a G. Lefebvre en la cátedra de la Sorbona en
1959, en su tesis “Les sans-culottes parisiens en l’an II” (1958), se
erigió en historiador de la revolución urbana, eco y proplongación de
la investigación emprendida antes por Lefebvre en el mundo
campesino.

· Entre los años treinta y sesenta del siglo XX, se logró el consenso
historiográfico en torno a esta caracterización de la Revolución, cuyos orígenes
sociales se explicaban por el enfrentamiento aristocracia-burguesía, y cuyo
significado, por su dirección burguesa y participación popular, se veía inscrito

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en una fase de la historia universal marcada desde entonces por el desarrollo
del liberalismo, la democracia y el socialismo, tres cuestiones planteadas ya
durante la Revolución francesa, a la que se veía, pese a su carácter burgués,
como “anticipadora” de las revoluciones futuras.
Esta interpretación denominada clásica (I. Castells), social o jacobino-
marxista (por su inspiración marxista y tradición jacobina), constituyó una sólida
escuela histórica que aplicó la historia social al estudio del acontecimiento
revolucionario. La interpretación social será hasta la década de los años
sesenta la interpretación dominante en Francia y fuera de Francia, entre
historiadores marxistas y no marxistas. Pero las críticas a este esquema
interpretativo del fenómeno revolucionario empezarán a surgir en esta década y
se producirá la ruptura de esta homogeneidad interpretativa.

5. La pugna revisionismo-marxismo

· La primera crítica seria provino de la izquierda. Se ha hablado de una


impugnación marxista “libertaria” para calificar la lectura que en 1948 propuso
Guérin (reed. 1968). En el robespierrismo montañés, Guérin ve sólo la
empresa de una burguesía empeñada en liquidar el movimiento popular, sobre
el cual se había apoyado, y evitar así todo desborde de sus objetivos de clase.

· Las impugnaciones “liberales” al esquema explicativo jacobino comenzaran a


abrirse camino en la historiografía anglosajona, dando lugar a lo que se ha
llamado las visiones “revisionistas” de la revolución, que, básicamente, niegan
los orígenes sociales del proceso iniciado en 1789 y, en consecuencia, el
enfrentamiento Aristocracia-Burguesía y la validez de la caracterización
“Revolución burguesa y antifeudal”. Este revisionismo tomó cuerpo primero en
el entorno anglosajón merced a la obra del británico A Cobban, quien ya en
1955 denunciaba lo que él denominó “el mito de la Revolución francesa”: la
Revolución francesa no habría existido, no habría sido más que un artefacto
producido por una elaboración posterior. Negaba con rotundidad que a finales
del siglo XVIII existiera un feudalismo opresivo, tal como lo presentaban los
marxistas y ponía en cuestión también que la burguesía francesa hubiese

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querido destruir el Antiguo Régimen, sino más bien introducir modificaciones.
La conclusión que sacaba Cobban, quedó resumida en la fórmula según la
cual la Revolución francesa había sido una revolución política con
consecuencias sociales, y no una revolución social con consecuencias
políticas.
La tesis de Cobban fue el punto de partida de otros trabajos que
vinieron a reforzar esta revisión de las tesis marxistas clásicas sobre la
Revolución francesa durante los años setenta y ochenta.

- L. Hunt. R. Darnton. Sus trabajos se centran en la historia intelectual


y cultural, poniendo de relieve los caracteres elitistas de unas “luces”
orientadas, mediante reformas liberales, más que a destruir a
conservar la jerarquía social.
- C. Lucas. Insiste en que en la Francia del siglo XVIII hubo una única
elite, sin que sea posible, antes de 1789, diferenciar en su seno una
nobleza y una burguesía enfrentadas, concluyendo que una
burguesía revolucionaria, con conciencia de clase, sería, más que el
agente principal de la revolución, su resultado.
- W. Doyle. Su principal preocupación es demostrar que no existió un
plan previo definido destinado a hacer tal cosa. La Revolución
francesa no había sido realizada por revolucionarios. Sería más
válido afirmar que los revolucionarios habían sido creados por la
Revolución.
- Sutherland. Estudia la Rev. en provincias. Intenta explicar el
fenómeno revolucionario como el resultado de un conjunto de
experiencias diversas, rompiendo con la coherencia intelectual que
se venía dando a la Rev. francesa, e introduciendo ampliamente la
temática de la diversidad regional.

Todos ellos concluyen que ni la sociedad francesa de Antiguo Régimen, ni la


quiebra de éste, ni la Revolución, podían explicarse en términos de
confrontación de clases.
La crítica anglosajona encontrará eco favorable en Francia, donde los
temas “revisionistas” hallaron sus brillantes campeones en la persona de Furet

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y en la de Richet, autores de una síntesis sobre la revolución (“La Révolution
Française”, 2 vols. 1965-1966), así como de incisivos artículos. Aquí se
reemplaza el concepto de revolución burguesa por la noción de élite, formación
de naturaleza más cultural que socioeconómica, que asocia en una
denominación única -la de la ideología de la Luces- la aristocracia y las capas
más evolucionadas de la burguesía del Tercer Estado. Entre estos grupos
sociales es posible que se haya establecido un compromiso que operara
pacíficamente el tránsito a la sociedad liberal. Si la revolución francesa, muy
próxima a este objetivo en la primera fase de su realización, cambió de rumbo y
se radicalizó durante el intermedio jacobino, ello ocurrió como consecuencia de
la intrusión de las masas populares, urbanas y rurales (“dérapage”), portadoras
de una ideología que se hacía eco de los viejos “furores” del pasado. Esta
desviación accidental del curso de los acontecimientos, finalmente será
recobrado por el Directorio.
Furet pasó a descargar un ataque mucho más agrio contra el
“dogmatismo” de la lectura jacobina, cuando publicó en los Annales de París un
famoso artículo titulado “El catecismo revolucionario”(1971) en el que criticaba
muy duramente los trabajos de Soboul y C. Mazauric, censurando el esquema
determinista que tenían de la Revolución siempre definida como burguesa.
La interpretación “elitista” de la revolución, en sustitución de la
interpretación de la Revolución como un conflicto de clases, recibió un nuevo
empuje con la obra de Guy Chaussinand-Nogaret acerca de la nobleza
francesa del XVIII, en la que pretendía demostrar su dinamismo y la identidad
de ideas y reivindicaciones con la burguesía sobre la base de la ideología de la
Ilustración.

· Junto a lo que se ha venido en llamar “escuela revisionista”, asistimos, en el


contexto de la década de los años cincuenta, al nacimiento del concepto de
“revoluciones atlánticas”, elaborado conjuntamente por el norteamericano
Palmer y el francés Godechot. Al colocar la Revolución Francesa en la
nebulosa de los movimientos revolucionarios que se escalonan entre 1770 y
1848, no sólo la “descoronaban”, sino que integraban esa destrucción
revolucionaria del feudalismo en una nebulosa de manifestaciones, tales como
la “revolución” norteamericana, de índole muy diferente a la suya.

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· La dura polémica entre marxistas y revisionistas, marcada por el sectarismo
de ambas partes, sobre todo en Francia, tuvo en un principio una influencia
negativa para el conocimiento de la Revolución francesa, manifestada en un
cierto estancamiento de su historiografía durante los primeros años setenta. Sin
embargo, fueron precisamente los ataques al dogmatismo y determinismo de la
interpretación social, lo que provocó una reacción por parte de los historiadores
de esta escuela, que les llevó a realizar trabajos de campo tanto en la historia
económico-social, como en la cultural, política y de las mentalidades, cuyo
primer balance lo estableció el Coloquio Mathiez-Lefebvre, celebrado en 1974
bajo el título “Vías nuevas para la historia de la Revolución Francesa” y la
dirección de A. Soboul.
Durante los años ochenta hubo una cierta convergencia de estas dos
tradiciones historiográficas, con un diálogo y mayor conocimiento mutuo,
aunque seguían conservando cada una sus rasgos característicos. El resultado
fue que, en vísperas del Bicentenario, los logros historiográficos daban un
balance muy positivo, muestra de la vivacidad científica de la Revolución, cuyo
estudio se hacía sin embargo cada vez más complejo, pero también más
liberado de las querellas de escuela que habían marcado los años setenta. Por
otra parte, M. Vovelle, sucedió a A. Soboul, tras su muerte en 1982, en la
cátedra de la Sorbona, siendo un historiador que, aunque fiel a la tradición
marxista, había trabajado en la historia social y en la historia de las
mentalidades, y estaba menos preocupado que su antecesor por los problemas
de la transición del feudalismo al capitalismo, que había sido la problemática
que había marcado la trayectoria de muchas investigaciones. Tampoco entre
los propios discípulos de A. Soboul existía ya la unanimidad de los años
cincuenta y sesenta. Algunos de ellos asumieron, revalorizándolo, el análisis
político de la Revolución -aunque a la izquierda de Furet-, y criticaron a su vez
las limitaciones y anacronismos que el prisma de la revolución burguesa
imponía a la comprensión de la Revolución. Por todo ello, la coyuntura
historiográfica en que se inscribió el Bicentenario, se diferenciaba radicalmente
de la anterior etapa, calificada como de “consenso”.

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6. La coyuntura historiográfica del Bicentenario

· El Bicentenario empezó y acabó en 1989, porque, tanto en Francia como en


el mundo la conmemoración-celebración de los doscientos años del inicio de la
Revolución francesa, se limitó, por lo general, a la fecha de 1789, con
excepción de algunos coloquios celebrados en el aniversario de la República o
sobre algun personaje de especial relieve (Robespierre, 1993).

· El Bicentenario coincidió con el fin del orden internacional creado en 1945 al


final de la Segunda Guerra Mundial. Estuvo fuertemente marcado por la política
contemporánea, por la crisis del marxismo y el consiguiente ajuste de cuentas
entre la izquierda francesa.

· En lo que se refiere a la historiografía de la Revolución francesa, 1989 la


encontró dividida en tres corrientes:

- La de la historiografía contrarrevolucionaria, cuyo renacimiento era


un hecho nuevo en el terreno académico, que hay que señalar en
primer lugar, pues aunque había contado con alguna brillante figura
(P. Chaunu), no tenía ningún peso, contrariamente a lo que ocurría a
nivel de divulgación, donde los temas tópicos de las penalidades de
la familia real o el Terror, siempre habían sido objeto de atención.
- En segundo lugar, ocupando una posición políticamente centrista,
hay que situar la historiografía revisionista liderada por F. Furet,
quien ganó la batalla a nivel de los medios de comunicación y en la
sociedad civil, lo que vino a coincidir con la posición gubernamental,
ya que oficialmente, aunque no se quiso “trocear la Revolución”, se
evitaron los temas conflictivos de la Revolución.
- La responsabilidad científica del Bicentenario se concedió, sin
embargo, a la tradición jacobino-marxista de la Sorbona,
representada por M. Vovelle. En el seno de esta corriente de
izquierdas, hubo sus diferencias, en cuanto a lo que a la estricta
conmemoración del Bicentenario se refiere: algunos historiadores
criticaron tanto al gobierno francés, como a F. Furet y a M. Vovelle,

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el que contrapusieran – por razones distintas – 1789 a 1793. Ello se
ha criticado como un anacronismo, pues no se pueden aplicar
concepciones actuales (oposición entre los principios de libertad y los
de igualdad) al contexto de la filosofía política del siglo XVIII.

Pero, aparte de estas controversias, en el Bicentenario culminaron una serie de


trabajos, los cuales dieron lugar a la aparición de numerosos títulos editoriales
y diversos coloquios, realizados en Francia y fuera de Francia, y que
demostraban cómo el estudio de la Revolución se había enriquecido, con
nuevos campos de trabajo y nuevos puntos de vista.

· Un elemento significativo a destacar, como característica común del segundo


Centenario de la Revolución francesa, fue el carácter deliberadamente
internacionalista y universal, que le quiso dar su director, impulsor y
coordinador, M. Vovelle, frente al exclusivamente nacional del primer
Centenario, y que quedó plasmado en el gran Coloquio celebrado en la
Sorbona, en julio de 1989, con el significativo título de “La imagen de la
Revolución Francesa” (1989), que recogió el alcance de la misma en todos los
terrenos y una amplísima colaboración de investigadores franceses y
extranjeros.

· Pero el Bicentenario no trajo ni una nueva interpretación global de la


Revolución francesa, ni una “nueva ortodoxia” sobre la misma que sustituyera a
la antigua (aunque se haya querido ver como tal, a veces, al modelo
interpretativo revisionista). Lo que demostró la inmensa cantidad de
publicaciones que produjo, es cómo el estudio de la Revolución se había
atomizado, dada la dispersión de los temas abordados, y que entre esta
ingente bibliografía, es imposible establecer una línea ideológica entre
historiadores marxistas y revisionistas, ya que muchos de los aspectos de la
primitiva revisión, han sido recogidas por los historiadores en sus trabajos, con
lo que ya no sirven las “etiquetas” para situarnos en la historiografía. La
inexistencia de un modelo o paradigma explicativo de la Revolución francesa,
quedó sobre todo claro después de 1989: muchas de las investigaciones
realizadas en el marco del Bicentenario, que salieron a la luz después, vinieron

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a confirmar estas nuevas características historiográficas apuntadas durante el
mismo.

7. La Revolución hoy

· Desde 1990 a la actualidad, la historiografía de la Revolución francesa sigue


construyéndose, conservando gran parte del impulso alcanzado en torno a
1989. Las nuevas publicaciones no cesan, y el número de coloquios supera los
1000 (el último gran encuentro ha sido el Simposio Internacional celebrado el
12-13-14 de enero de 2006 con el título de “Revolución Francesa y cambio
social: ¿Hacia un orden burgués?”). Es imposible, por tanto, dar cuenta aquí de
la aportación de las mismas, pero sí señalar las características básicas de las
orientaciones de la investigación actual, y cuáles son los campos más
trabajados.

· Al igual que 1989 no dio lugar a nueva síntesis “post-marxista” o “post-


revisionista”, tampoco existe ahora ningún trabajo que recoja exhaustivamente
todas las aportaciones innovadoras en una interpretación coherente y global de
la Revolución, que no es posible hacer por el momento.
Mientras tanto, el tratamiento de la Revolución francesa durante los años
noventa, se ha ido liberando de las querellas partidistas rivales. Los marxistas
han acabado por aceptar la importancia y autonomía de “lo político”, y los
revisionistas han prestado mayor atención a los aspectos económico-sociales
de hecho revolucionario. Ello ha tenido el efecto de que el análisis de la
Revolución se haya vuelto más saludable y abierto, aunque también más
discutible y complejo. Lo que no es malo, ya que la Revolución francesa, según
han mostrado los trabajos de los historiadores durante los últimos años, no tuvo
una única, coherente y ordenada entidad desde 1789 a 1799. Nadie planeó
tampoco la Revolución en 1788 o en 1789, cuyas iniciativas revolucionarias se
fueron resolviendo sobre la marcha, ante problemas candentes planteados en
torno a la carestía o la fracasada huída del rey en 1797, por ejemplo. Además,
la diversidad geográfica y social de la Revolución, que se ha ido teniendo en
cuenta cada vez más, nos presenta el distinto significado que ella tuvo según

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se viviera en París, Perpignan o en la Vendée, o se fuera campesino, artesano
o negociante, mostrando un ritmo muy diferente en la capital al de las
provincias. La historiografía actual se esfuerza en reflejar esta diversidad, que
acentúa el carácter difuso y anárquico del proceso revolucionario, y que no
facilita la síntesis sobre el mismo, lo cual complica el estudio de la Revolución,
pero también lo muestra más rico y excitante.
Esta paradoja de la historiografía revolucionaria que hace que cuanto
más avanza, obscurece más que aclara, la comprensión global de la
Revolución, ha demostrado al menos que la Revolución francesa no se deja
encerrar en interpretaciones reduccionistas que empobrecen su complejidad.
Lo que, por ejemplo, aparece claro en el caso de la “revolución burguesa” como
clave explicativa, que se ha revelado como muy poco operativa para entender
la Revolución francesa, hasta el punto que, de hecho, en la actualidad, casi
nadie sostiene el análisis simplista del desencadenamiento de la Revolución
por un antagonismo entre aristocracia-burguesía, como bloques de clases
enfrentadas, con intereses y bases materiales radicalmente diferentes. . Este
concepto ha venido a deformar y enmascarar la propia realidad de los hechos
revolucionarios y de sus protagonistas, más que ayudar a explicar el sentido de
su actuación.

· La historiografía actual, para reconstruir esta gran experiencia humana, ha


atomizado los campos de estudio, en los que dominan el análisis de casos, las
monografías y los estudios de carácter local, sobre los de carácter más
general. Entre las temáticas más investigadas, la que más sobresale es la de la
historia política de la Revolución: no una historia política tradicional, sino una
historia que trata de integrar los avances hechos en el terreno de la historia
social, económica y de masas, en los nuevos campos abiertos, como son el
estudio de las sociedades políticas o de las prácticas electorales, cobrando
especial importancia el estudio del lenguaje político y de las nuevas actitudes
culturales surgidas antes y durante la Revolución Es decir, lo que la
historiografía “revisionista” denominó la “nueva cultura política”: no sólo los
acontecimientos, sino los nuevos discursos y prácticas a través de los cuales
los individuos y grupos formulan, negocian e imponen sus reivindicaciones.

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Al lado de la nueva cultura política se halla la historia cultural y de las
mentalidades, tomada en sentido amplio, o sea abarcando desde la historia
religiosa hasta todas las formas de expresión simbólicas, artísticas o científicas,
a partir de la rica iconografía dejada por la Revolución. Está en plena
expansión la propia historia de las mujeres durante la Revolución. Otro campo
muy renovado es el de la diversidad regional de la Revolución, que ha roto ya
definitivamente con la visión unitaria del proceso revolucionario francés.
El que se haya abandonado el esquema interpretativo de la “revolución
burguesa” para explicar la Revolución francesa, no significa que se hayan
descuidado completamente los aspectos económico-sociales del proceso
revolucionario francés, aunque sí es cierto que han sido los menos trabajados.
Finalmente, la óptica de “internacionalizar” la Revolución que primó
durante el Bicentenario, ha llevado a prestar atención a los temas como el de la
Revolución y las colonias, o la relación con los pueblos extranjeros.

· La amplitud de las investigaciones realizadas o en curso sobre la Revolución


francesa, demuestra que ésta sigue siendo un objeto de estudio siempre
abierto, que no se aviene a los tradicionales corsés explicativos y que se
resiste a quedar encerrada en los estrechos moldes del mundo académico de
las aulas.

Bibliografía

Castells, Irene: La Revolución Francesa (1789-1799), Síntesis, Madrid, 1997.


Gérard, Alice y Romeo, Mª Cruz: La revolución francesa: historiografía y
didáctica, Universidad Autónoma de Barcelona. Servicio de Publicaciones,
Bellaterra, 2000.
Godechot, J.: Las Revoluciones (1770-1799), Labor, Barcelona, 1969.
Roura i Aulinas, Luís: Revolución Francesa: una mirada al Bicentenario, en
Historia Social, nº 8, otoño 1990, pp.135-157.
Soboul, Albert: La Revolución Francesa, Biblioteca de Historia, núm 2,
Ediciones Orbis, Barcelona, 1987.
Vovelle, M.: Introducción a la historia de la Revolución Francesa, Crítica, 1984.

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