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LA

GRAN DIVERGENCIA. LA NO-EUROPA ANTES DE 1800: China y Japón

La gran divergencia. La no-


Europa antes de 1800.
CHINA Y JAPÓN

Rafael Barquín Gil


Departamento de Economía Aplicada e Historia Económica
Universidad Nacional de Educación a Distancia (UNED)

Contenido
INTRODUCCIÓN: LUGARES COMUNES ...................................................................... 2
4.1 CHINA: EL IMPERIO Y LA GUERRA ....................................................................... 3
4.2 LA TIERRA, LOS CAMPESINOS Y EL ESTADO .................................................. 15
4.3 LA TECNOLOGÍA ..................................................................................................... 25
4.4 JAPÓN ......................................................................................................................... 41
BIBLIOGRAFÍA ............................................................................................................... 60

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LA GRAN DIVERGENCIA. LA NO-EUROPA ANTES DE 1800: China y Japón


INTRODUCCIÓN: LUGARES COMUNES
Hay dos problemas importantes con la Historia Económica de China. Por
un lado, tenemos muchas ideas preconcebidas que son falsas o, por lo
menos, matizables. Parte de esas ideas erróneas son una mera traslación al
pasado de la imagen que tenemos de la China actual; parte son el residuo de
la propaganda con la que durante décadas el dictador Mao Zedong (o Mao
Tse Tung) estuvo justificando su estúpida tiranía; y parte son una
consecuencia de la edulcorante visión que en Europa, y hasta hace unas
décadas, hemos tenido de nuestro papel civilizador en el mundo.
Ciertamente, podemos encontrar problemas parecidos con la Historia
Económica de otras partes del mundo. Pero con China todas las
exageraciones, tergiversaciones y simplezas son mucho mayores. Un
consejo ciego: borre de su memoria todo lo que sepa o crea saber sobre la
Historia económica de ese país y empiece de cero.
El segundo problema es más difícil de resolver. Dicho en pocas palabras,
no hay razones irrefutables que expliquen el atraso de China con respecto a
Europa. Es decir, no hay razones irrefutables que expliquen por qué la
Revolución industrial tuvo lugar en Gran Bretaña y no en Asia; y por qué la
Armada británica aplastó a las tropas chinas en las guerras del opio, y lo
hizo “sin despeinarse”. En fin, no hay razones irrefutables que expliquen la
Gran Divergencia. De hecho, este puzzle se planteó en primer lugar en la
comparación de China con Europa. Por supuesto, se han elaborado
muchas teorías que iluminan parte del problema. Pero no hay ninguna
explicación que suscite un amplio consenso entre los especialistas. Así que
vaya por delante otro consejo ciego: sea prudente con lo que va a leer. Aquí
se ofrece una interpretación más o menos coherente de lo que sucedió; pero
aún quedan muchas cosas por saber.
Las mismas prevenciones no son aplicables a Japón. Con respecto a la
primera, la idea “popular” sobre lo que era Japón no se aparta tanto de la
realidad. Quizás esto sea debido a que hoy en día Japón está culturalmente
mas cerca de Europa que China. Pero es más probable que todo sea
producto de la casualidad (o no) de la Historia. Japón es un país extraño y
situado al otro lado del mundo, pero que por diversos motivos desarrolló
instituciones semejantes a las de Europa; por ejemplo, el feudalismo o su

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forma de entender la familia. Sin mucha pérdida podríamos imaginar que


Japón no está donde está, sino, digamos, en una isla del Mar de Azov; lo
bastante lejos como para resultar exótico, y lo bastante cerca como para ser
europeo. Ese experimento absurdo no nos haría perder mucha perspectiva.
Y ésa es precisamente la cuestión.
De modo coherente, la evolución económica de Japón fue semejante a la
de muchos países europeos. Básicamente fue un late comer (el que
viene tarde) de la industrialización; lo que ha recibido entusiastas elogios a
propósito de la capacidad de los japoneses para adaptarse a la modernidad.
Sin duda, esto es cierto. Pero también podríamos ver a Japón como un
fracaso relativo porque no fue capaz de hacerlo antes. Seguramente es
excesivo plantearse el problema de la Gran Divergencia en términos
semejantes a China. Pero, como veremos, Japón era un país muy
prometedor a comienzos del siglo XVIII; y esas buenas expectativas no se
satisficieron hasta la segunda mitad del siglo XIX. En fin, un caso
interesante, aunque y muy diferente al de China.

4.1 CHINA: EL IMPERIO Y LA GUERRA

Empecemos por lo difícil. La Historia de China es la de sus dinastías, así


que pasemos este trago cuanto antes. Aunque hubo varias dinastías previas
– Xia (2000 aC - 1520 aC), Shang (1520 aC - 1030 aC) y Zhou (1030 aC - 256
aC)–, existe un acuerdo unánime en que el primer verdadero emperador de
China fue Shi Huang, fundador de la efímera dinastía Qin (221 aC - 206
aC). Su obra fue continuada por los Han (206 aC - 220 dC) cuyo imperio se
divide en dos períodos, Han Occidental (226 aC – 9 dC) y Han Oriental (25-
220). Como muchas otras dinastías, los Han cayeron como consecuencia de
la invasión de un pueblo nómada, los xiongnu, que quizás fueran una rama
del pueblo que los romanos conocieron como “hunos”. Esta invasión
inauguró un período de inestabilidad política en el que imperfectamente se
reconocen varias etapas: los Tres Reinos (220-280), predominio de la
dinastía Jin (265- 420), los dieciséis reinos (304-431), y varias dinastías
menores llamadas septentrionales y meridionales (386-589). Este período
de desunión política terminó con la dinastía Sui (589-618) que, como los
Qin con los Han, fue la breve antecesora de otra dinastía mucho más
relevante, la de los Tang (618- 907). Una nueva invasión de pueblos

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nómadas acabó con ella, lo que abrió un período de desunión política más
breve que el anterior conocido como “Las Cinco Dinastías y los Diez Reinos”
(907-960). Terminó cuando uno de esos reinos se impuso a los demás
dando origen a la dinastía Song (960-1279). Convencionalmente, se suele
distinguir entre la Song septentrional (960-1127) y meridional (1127-
1279). La extensión de su poder fue menguando debido a la aparición de
nuevos estados en el Norte: los imperios kitán (907-1125) y yurchen (1125-
1234) en el Norte, y el imperio tangut (982-1227) en el Noroeste. Estos
nombres corresponden a los pueblos nómadas que los crearon, aunque
también tienen otras denominaciones (dinastías Liao, Jin posterior y Xiao
occidental, respectivamente). Los Song y todos esos estados fueron
destruidos con la invasión mongola, que instauró la dinastía Yuan (1206-
1368). Un levantamiento interno provocó su caída y el establecimiento
de una nueva dinastía, los Ming (1368-1644). La invasión de otro pueblo
fronterizo, los manchúes (al que también pertenecían los antiguos
yurchen), llevó al establecimiento de la última dinastía histórica china,
los Qing (1644- 1911), a los que no hay que confundir con los Qin iniciales.
Después vendría la República, el Kuomintang, Mao Zedong, Deng Xiao Ping y
la indefinible dictadura comunista de economía capitalista que actualmente
rige los destinos del país.
En resumen:
Dinastías previas.
Xia (2000 aC - 1520 aC),
Shang (1520 aC - 1030 aC)
Zhou (1030 aC - 256 aC)
Dinastía Qin (221 aC - 206 aC).
Dinastía Han (206 aC - 220 dC)
Han Occidental (226 aC - 9 dC)
Han Oriental (25-220)
Período de inestabilidad.
Tres Reinos (220-280)
Dinastía Jin (y otras) (265-420)
Dieciséis reinos (304-431)

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Dinastías septentrionales y meridionales (386-589)


Dinastía Sui (589-618)
Dinastía Tang (618-907)
Cinco Dinastías y Diez Reinos (907-960)
Dinastía Song y otros (960-1279)
Song septentrional (960-1127)
Song meridional (1127-1279)
Imperio kitán o dinastía Liao (907-1125)
Imperio yurchen o dinastía Jin posterior (1115-1234)
Imperio tangut o dinastía Xiao occidental (982-1227)
Dinastía Yuan o mongola (1206-1368)
Dinastía Ming (1368-1644)
Dinastía Qing o manchú (1644-1911)

La mera presentación de estas dinastías desmonta una de las muchas
ideas equivocadas de China, la del “Imperio celeste”. Imaginamos que los
chinos sólo han conocido una forma de Estado, el Imperio,
inconmensurable, omnipresente e inmutable. Los hombres, como hormigas
en un terrario, llenarían un inabarcable paisaje rural. El emperador sería
una figura lejana e inalcanzable. Desde la perspectiva de los súbditos,
incluso puede que hubiese muerto o que sólo fuera un mito, aunque eso
poco importaría pues la única realidad sería el propio imperio. Como el
agua, el aire o la tierra, éste siempre existió y siempre existiría. Sin
embargo, la simple enumeración de esas dinastías ofrece una imagen muy
diferente. Según mis cálculos (por supuesto, aproximados), desde Shi
Huang hasta la llegada de la República hubo 1.340 años en los que China
estuvo gobernada por un solo emperador, y 757 en los que hubo dos o
más centros de poder. Es un registro más bien mediocre. Por ejemplo, la
unidad política en Inglaterra (sin Escocia) se mantuvo durante casi el
mismo número de años, 1.332; pero con la importante diferencia de que allí
la civilización llegó 260 años más tarde. En ese mismo período, 221 aC -
1911 dC, en muy pocas ocasiones Mesopotamia o Egipto dejaron de formar
parte de una sola entidad política (aunque ésta sobrepasara ampliamente

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esos territorios). Incluso la convulsa Turquía/Asia Menor supera la marca


china. Si reducimos la comparación a tiempos más recientes, por ejemplo al
período 1000-1911, China sólo aparece unificada durante 602 años, más
que España, 411 años, pero menos que Inglaterra, 902 años.
Esa idea que identifica una civilización con una determinada forma de
Estado, el imperio, no es exclusiva de China. La encontramos en Egipto,
en Roma (sólo parcialmente, pues la civilización grecorromana excede en
mucho ese Estado) o entre los incas. No obstante, lo normal es que las
civilizaciones se estructuren a través de varios estados, incluso muchos,
que no pocas veces están enfrentados entre sí. Los “estados universales”
son poco frecuentes porque tienen que arrostrar demasiados peligros.
Deben alcanzar una cierta uniformidad interna que haga improbable la
fragmentación. Deben garantizar un equilibrio de fuerzas entre los distintos
centros de poder que, de forma inevitable, aparecen en organizaciones
grandes y complejas. Y deben levantar sistemas de defensa muy amplios
como lo es el propio territorio que tienen que proteger.
Tantos obstáculos explican por qué los grandes imperios son tan frágiles.
Y también por qué cuando aparecen lo hacen en regiones en las que existe
cierta ventaja geográfica. Egipto, un imperio de tamaño modesto, es un
ejemplo de ello. Al este y oeste del país, es decir, del Nilo, sólo se extiende el
desierto. La ruta desde el Sur, un territorio despoblado, tampoco es fácil,
debido a las cataratas, la longitud de aquel enorme río, y la misma
pobreza del territorio. Por tanto, la única vía de acceso para un ejército
enemigo es a través del Noreste, lo que tampoco es sencillo ya que el Sinaí
es otro desierto apenas aliviado por los pozos de Gaza. Estas circunstancias
geográficas explican porque durante la mayor parte de su existencia Egipto
mantuvo la integridad territorial. Una ventaja similar permitió la existencia
de Rusia. En este caso no hubo barreras geográficas; la propia geografía, las
inhóspitas estepas, protegía a Moscú de sus enemigos, ya fueran los
tártaros, la Grande Armée o la Vehrmacht.
China no goza de buenas defensas geográficas. Al contrario, sus fronteras
se levantan frente a montañas indefendibles, o mirando a valles y mares
abiertos. Al Este y Sureste limita con el océano, al Oeste con el Tíbet –la
mayor masa montañosa del planeta–, y al Sur con la península de Indochina.
De todos modos, y pese a su difícil o imposible defensa, estas fronteras no
fueron verdaderamente problemáticas. Los estados que aparecieron en el
Sur nunca fueron una amenaza debido a su poca entidad; al fin, Indochina es

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un territorio mucho más pequeño y de poblamiento mucho menos denso


(hasta fecha reciente) que la propia China. En varias ocasiones hubo
expediciones militares, o más bien razias, procedentes del Tíbet. En
distintos períodos flotas de piratas infectaron el mar de China. Pero ninguna
de estas amenazas pusieron en peligro la supervivencia del Imperio chino.
Pero el Norte, la larga frontera que se extiende desde el desierto del
Gobi hasta las estepas de Manchuria, era un territorio abierto. Y por eso a lo
largo de esos 2.100 años de Historia, e incluso desde antes, la vida de China
estuvo presidida por la guerra contra las tribus nómadas. Y ésa es la razón
de ser de la Gran Muralla. No hay ningún caso comparable en todo el
planeta. El ejemplo más cercano podría ser el limes que separaba el
Imperio romano de los territorios bárbaros del Norte; pero las diferencias
son abismales. Por ejemplo, en cuanto al tamaño, el muro de Adriano que
protegía la Inglaterra romana de la Escocia de los pictos era, literalmente,
eso: un muro. Medía unos dos o tres metros de altura y se extendía a lo
largo de 118 kilómetros. Nada que ver con el impresionante conjunto de
fortificaciones enlazadas de la Gran muralla china. La muralla propiamente
dicha tenía una altura de entre seis y nueve metros. Las torres, de cinco a
ocho por cada kilómetro, medían de once a doce metros. Hay discrepancias
sobre su longitud total, pues tampoco es una simple muralla sino un
conjunto de líneas defensivas. Una medición prudente rondaría los 6.325
kilómetros, aunque otras estimaciones elevan su longitud mucho más. Por
supuesto, semejante estructura exigía el mantenimiento de un gran ejército,
quizás de un millón de hombres.
Pero el dato más interesante sobre la Gran Muralla no es ninguna de
esas cifras colosales, sino la cronología; el simple hecho de que esa obra fue
consustancial al imperio. La primera línea de edificaciones, de varios miles
de kilómetros, fue levantada por el propio Shi Huang dos siglos antes del
nacimiento de Cristo. Y todavía en el siglo XVII se seguían ampliando y
mejorando ciertas partes. Un esfuerzo tan enorme y continuado sólo se
explica porque las tribus nómadas del Norte eran una seria amenaza para
el imperio. Y también porque la conquista del Mongolia, Manchuria,
Kazajstán y Siberia era imposible. La Gran Muralla no impidió que China
fuera asaltada por esos pueblos más de media docena de veces. Pero
tampoco fue una empresa inútil, pues el número de intentos fallidos fue
muy superior.

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China también sufrió numerosos conflictos internos. Hubo muchas


guerras civiles que enfrentaron a unos reinos con otros, o al poder central
con diversos aspirantes al trono. Como hemos visto, los chinos conocieron
el paso de varias dinastías, a veces levantadas por conquistadores llegados
de las estepas, pero muchas otras veces no. En cualquier caso, el paso de
una dinastía a otra casi nunca fue rápido, y siempre fue traumático. El
derrumbe de la dinastía Tang (618-907) se prolongó a lo largo de 33 años, y
la siguiente dinastía no se consolidó hasta medio siglo más tarde. Esa
dinastía, los Song, sólo pudo regir el conjunto de China durante unos 45
años pues enseguida el Norte fue ocupado por pueblos nómadas, los kitán,
yurchen y tangut, que establecieron sus propios imperios. De hecho, desde
1124 hasta su desaparición, el llamado período Song meridional, toda la
cuenca del río Amarillo escapó a su dominio. Los Song y los otros imperios
desaparecieron como consecuencia de la invasión mongol, que se prolongó
durante más de medio siglo. Pero no pasaron cien años antes de que la
nueva dinastía Yuan se derrumbara tras una complicada guerra civil que se
extendió durante tres lustros. La siguiente dinastía, los Ming (1368-1644),
cayó tras otra larga contienda que fue, al mismo tiempo, una rebelión
interna y una invasión externa, y que duró no menos de 17 años. Incluso la
caída de los Qing en 1911 fue seguida de un período de desórdenes que no
se resolvieron hasta la entronización de Mao Zedong en 1949.
Pero, además, los períodos “normales” tampoco eran muy pacíficos. Los
conflictos fronterizos en el Norte, las rebeliones de diversos usurpadores y
los levantamientos de campesinos, hicieron que el estado de guerra fuera
algo frecuente. En realidad, sólo de la última dinastía, la de los manchúes o
Qing (1644-1911) se puede decir que lograra mantener la paz interior y las
fronteras exteriores de forma permanente. Aún así, con algunos conflictos
esporádicos. Y sólo hasta mediados del siglo XIX, cuando la población sufrió
las consecuencias de las guerras del opio y, sobre todo, la rebelión de los
taiping. En general, hubo un mayor número de revueltas en los períodos de
desunión política; por ejemplo, tras la caída de los Han. De muchas de esas
guerras se sabe muy poco porque no tuvieron demasiada importancia
dentro de la gran China. Pero también sabemos que algunas fueron
increíblemente destructivas. Por ejemplo, se supone que las invasiones
mongola y manchú ocasionaron la muerte de no menos de una cuarta
parte de la población del país. Pero no fueron menos graves los conflictos
internos. La rebelión de los tianbao (también conocida como de An Lushan

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o de An-Shi), en 756-763, pudo llevarse la vida de las dos terceras partes de


la población. 1.100 años más tarde la rebelión de los taiping (1851-1864),
que estuvo muy cerca de acabar con la dinastía Qing, pudo ocasionar la
muerte de un sexto. Por entonces China empezaba a estar realmente
poblada, de modo que aquella guerra civil, bien conocida por la cercanía con
la época actual, ocasionó la muerte de unos 60 millones de seres humanos;
una cifra semejante a la de víctimas mortales de la Segunda Guerra Mundial
en todo el planeta. En fin, de nuevo el primer emperador, Shi Huang, marca
la referencia para los siglos venideros. Su imperio fue levantado sobre
centenares de miles de cadáveres dejados tras varias campañas de
increíble brutalidad. También su muralla se construyó sobre los
cadáveres de centenares de miles de trabajadores.
Pero lo que distingue a China de otras civilizaciones no es la ocurrencia
de guerras “clásicas”, es decir, causadas por ambiciones personales o
fronterizas. Lo que eleva considerablemente su particular registro bélico
son los levantamientos campesinos. Según el cómputo de un historiador
chino, entre 212 aC y 1911 hubo al menos 269 rebeliones campesinas de
cierta envergadura; es decir, una cada ocho años. Es un registro
impresionante, sobre todo si lo comparamos con lo ocurrido en otros
lugares. Además, la movilización de hombres también fue
abrumadoramente mayor. En varias ocasiones se alzaron ejércitos de varios
centenares de miles de campesinos. A modo de comparación, muy pocas
revueltas campesinas en Europa pueden siquiera aproximarse a esas cifras.
Probablemente sólo tres: el levantamiento campesino de 1381 en
Inglaterra, las guerras campesinas en Alemania en 1524-26, y la
insurrección de los cosacos de Pugachev en Rusia en 1773-74. Fuera de
Europa, algunas de las revueltas jelali en Turquía pudieron tener una
importancia semejante a las europeas. Pero no parece que ninguno de
estos grandes levantamientos igualara a una revuelta “corriente” china.
Del mismo modo, la duración de las rebeliones campesinas en China
supera lo ocurrido en cualquier otro lugar del planeta. Normalmente este
tipo de revueltas son breves por una razón muy obvia: tarde o temprano los
campesinos deben volver a sus quehaceres. Por ejemplo, la rebelión de los
campesinos ingleses de 1381, que fue un gran éxito, apenas se prolongó
durante unas semanas de la primavera y el verano. En cambio, en China la
guerra echaba raíces, hasta el punto de que algunos levantamientos
campesinos se extendieron durante más de 40 años. Como es fácil de

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suponer, las consecuencias políticas de todo esto fueron importantes.


Volveremos sobre ellas más adelante.
Fuera cual fuese su origen, las guerras han sido un elemento
determinante de la evolución demográfica de China. Esto no significa que
los otros Caballos del Apocalipsis, el hambre y la peste, no cabalgaran. Pero
ninguno de ellos parece haber sido tan devastador. Según el cómputo
realizado por ese historiador chino, entre 246 aC y 1913 el 54,6% de los
desastres demográficos sucedidos en China habrían tenido una causa
estrictamente humana, que casi siempre era la guerra. Esta era de origen
interno en el 28,3% de los casos (sobre el total), y externo en otro 20,7%.
La participación de los desastres naturales supondría el restante 46%,
siendo las inundaciones y sequías los casos más frecuentes, con un 16,6 y
16%, respectivamente. Hay que notar que la participación de los desastres
de origen humano está infravalorada porque una parte del daño causado
por la meteorología adversa depende de la intervención o falta de diligencia
del hombre. La carencia de unidad política y la guerra agravaban los
problemas derivados de una mala cosecha al impedir el acceso a los
mercados. En particular, resultaba muy perjudicial la interrupción del
tráfico comercial a través del Gran Canal, otra obra faraónica que unía el
Norte y el Sur de China. En definitiva, si ese cómputo proporciona una idea
siquiera aproximada de la realidad, parece claro que la guerra y, en general,
la existencia de rivalidades políticas, era la causa principal de la mortalidad
catastrófica de China.
Y también es la guerra la que explica uno de los rasgos más
característicos de la China moderna: su extrema uniformidad. En el Islam,
India y Europa no hay una lengua dominante; aunque en la primera el árabe
tiene un peso cultural relevante. Japón sí es lingüísticamente uniforme, pero
no deja de ser un pequeño país-archipiélago. En cambio, en China, hoy por
hoy la cuarta nación más grande del planeta, más del 90% de la población
pertenece a una sola etnia, la han. Y aún serían más si no fuera porque
en los últimos dos siglos China se ha apropiado de territorios sobre los que
nunca había ejercido autoridad alguna, o sólo lo había hecho de forma
temporal o testimonial, como Tibet, Sinkiang o Manchuria. Dentro de la
China “histórica”, digamos que la que se corresponde con la de las dinastías
Tang o Ming, las poblaciones no-han son, en términos relativos,
insignificantes. Las dos familias de pueblos más numerosas, los zhuang y los
miao, apenas suman 30 millones de personas, frente a los 1.200 millones de

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han. Parte de esa uniformidad es consecuencia del exterminio de las


minorías que vino con la colonización, pero también de la violencia de
conflictos internos. De hecho, la gran paradoja de las conquistas de los
pueblos nómadas es que gran parte o la totalidad de sus tierras de origen,
Manchuria y Mongolia interior, han sido intensamente sinizadas, de modo
que actualmente los manchúes y mongoles tan sólo representan el 10 y
20% de la población de esas provincias, respectivamente.
La comparación con otras civilizaciones es pertinente. Por ejemplo, la
más destructiva de las guerras sucedidas en Europa hasta el siglo XX fue la
de los 30 años, que “sólo” acabó con la tercera parte de la población de un
sólo país, Alemania (con Chequia). En ningún momento ningún otro país
europeo ha sufrido una guerra civil o exterior que haya ocasionado la
muerte de más del 10% de la población. Para encontrar ejemplos
comparables a China tenemos que situarnos en otros ámbitos. Por ejemplo,
hay motivos para pensar que las campañas de mongoles y turcos en los
siglos XIII al XV en Oriente Medio fueron tan destructivas como las de
mongoles y manchúes en China en los siglos XII y XVII. Las cifras son
inciertas, pero masacres como la de Bagdad en 1258 hacen pensar que nos
movemos con parámetros semejantes. Con todo, es necesario hacer dos
observaciones. Primero, esas guerras no fueron más que la versión islámica
de las invasiones contemporáneas de China. Hulagu Kan, el conquistador del
califato abasí, era nieto de Gengis Kan, lo mismo que Kublai Kan, quien puso
fin al Imperio Song en China. Segundo, durante esos siglos las destrucciones
en el mundo islámico pudieron ser tan graves como en China, pero no se
prolongaron con tanta virulencia en los siglos siguientes; y, además, no
fueron tan extensas. Al fin, la ventaja geográfica jugó a favor del Islam. Los
mamelucos, pero también el calor del Sinaí, derrotaron a los mongoles
llegados del frío de las estepas.
En resumen, China dista mucho de haber sido el pacífico y sempiterno
imperio que ha construido la imaginación occidental. Más bien era un
imperio mal definido que aunaba atributos contradictorios: expansivo y
defensivo, fuerte y débil, eterno y precario. Las amenazas internas y
externas hicieron que la unidad política se quebrara muchas veces; aunque
de un modo u otro siempre se volvía a ella.
Esa sucesión de conflictos de diferente naturaleza explica la extraña
historia demográfica de China antes de la llegada de los europeos. De forma
resumida, se podría contar del siguiente modo: Hacia el año 0 en China

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vivían unos 60 millones de habitantes. Hacia 1700 seguían viviendo unos


60 millones de habitantes. Así pues, la tasa de crecimiento vegetativo
durante esos 17 siglos fue del 0%. No obstante, entre esos dos años la
población experimentó grandes fluctuaciones, así como cambios profundos
en su distribución territorial. Sólo una vez, a mediados del siglo XII, durante
la dinastía Song del Sur, se superó claramente esa barrera de los 60
millones con, quizás, 120 millones de habitantes. En otras tres ocasiones la
población rondó o incluso superó los 60 millones: 1ª a mediados del siglo
VIII, justo antes de la rebelión de An-Lushan; 2ª a finales del siglo XIV y
comienzos del XV, en los inicios de la dinastía Ming. 3ª a mediados del siglo
XVI, también con la dinastía Ming. En cambio, antes del año 1000 hubo al
menos cinco ocasiones en las que la población cayó hasta los 15 o 20
millones de personas. Con posterioridad al año 1000, y a pesar de las
matanzas ocasionadas por las invasiones mongola y manchú, las
fluctuaciones parecen haber sido menores. A grandes rasgos, y tras el auge
de los Song, hubo un prolongado declive, de modo que en 1680 vivían en el
país unos 47 millones de personas. Luego, durante el siglo XVIII la
población volvió a crecer con fuerza, rondando los 400 millones en 1833. Se
estima que la serie alcanzó un máximo local hacia 1856 con unos 430
millones de personas.
Este último dato es muy significativo. Durante casi dos siglos, entre 1680
y 1856, China creció como no lo había hecho en ningún otro momento
anterior. En parte, lo hizo gracias a la introducción de nuevos cultivos
llegados desde América, el maíz, la batata y la patata. Pero es importante
observar que el crecimiento demográfico también incidió sobre zonas de
agricultura tradicional en las que no se introdujeron esas plantas. Y que,
además, también creció espectacularmente el cultivo de algodón, que no
sirve para la alimentación. Así pues, parece lógico pensar que incluso sin los
nuevos cultivos llegados de América, la población hubiese crecido de modo
notable. A mediados del siglo XIX ésta era unas siete, ocho o diez veces la
existente durante las dinastías Ming y Tang. Y cuatro veces más que el
insólito máximo del período Song. En definitiva, todo hace pensar que
durante gran parte de su historia China albergó a una población muy
inferior de la que le permitían sus recursos y, como veremos, su nivel
tecnológico.

En efecto, esa población de 1856, 430 millones de personas aún es


inferior a la de 1950, 550 millones de personas que conocieron y sufrieron

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el desastre de la Segunda Guerra mundial y la guerra civil entre el


Kuomintang y el Partido Comunista Chino. Hay que observar que la
agricultura china de 1950 no era tecnológicamente muy diferente de la de
cien años antes. Luego, durante la dictadura de Mao, la población siguió
creciendo pese a que las desastrosas políticas del “Gran Salto Adelante” y la
“Revolución Cultural” provocaron algunas hambrunas. En resumen, desde
la perspectiva que ofrece el pasado más reciente, resulta poco
comprensible que China tuviera tan pocos habitantes en 1500 o 1700.
Pero lo mismo sucede cuando la perspectiva es la contraria, la de los
remotos primeros tiempos de los emperadores Qin y Han. Sería de esperar
que aquella China estuviera mucho menos poblada porque estaba
tecnológicamente menos avanzada y porque la ocupación del Sur era
reciente e incompleta. Enseguida volveremos sobre estos dos asuntos. Lo
que viene al caso es que fuera cual fuese el censo de esos años, debería ser
un punto de partida, una base desde la que conquistar cotas más elevadas.
Las mejoras tecnológicas y el desplazamiento del centro demográfico del
país hacia el Sur deberían haber incrementado sustancialmente la población
del país. Sin embargo, los 60 millones de habitantes de los Han fueron un
máximo que no pudo ser igualado hasta un milenio más tarde, y que todavía
en 1680, casi dos milenios después, seguía pareciendo difícil de sobrepasar.
Así pues, debemos echar por tierra otro de nuestros falsos tópicos: la
sobrepoblación. Afirmar que hoy por hoy China está superpoblada es poco
más que una obviedad. Pero suponer que eso sucedía hacia 1.000, 500 o
tan sólo 200 años es un grave error de perspectiva. Más bien sucedía lo
contrario. China aparece como un país comparativamente poco poblado.
Y es por este motivo (entre otros) por lo que la guerra es tan inexcusable
en cualquier estudio sobre la población china. Si la ignoramos no existe
ninguna explicación satisfactoria a esa evolución. A grandes rasgos, las
variables demográficas chinas presentan bastantes similitudes con las de
India y otros países asiáticos. Por el lado de las “pérdidas”, en el Sur de
China pudo haber habido una mayor incidencia de las enfermedades
comunes debido a la agricultura por inundación. Los arrozales habrían sido
lugares propicios para el desarrollo de bacilos que elevarían la mortalidad.
Y quizás una mayor irregularidad de las cosechas de cereal en el Norte
tuviese allí consecuencias parecidas. No obstante, estas bajas bien pudieron
ser compensadas por la extraordinaria fertilidad de las mujeres. Hasta
tiempos recientes, la edad de acceso al matrimonio ha sido muy baja,

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coincidiendo prácticamente con la del paso de la niñez a la adolescencia.


Por otro lado, como en India el matrimonio era una institución
prácticamente universal. En resumen, la tasa de natalidad era muy
elevada, de modo que sólo la recurrente aparición de crisis de mortalidad,
es decir, guerras, pudo evitar una explosión demográfica.
Y por eso mismo, cuando China alcanzó una relativa estabilidad política
el crecimiento demográfico fue inevitable. Eso es lo que sucedió desde
finales del siglo XVII, si bien la introducción de los nuevos cultivos
americanos probablemente hizo que ese crecimiento fuera más intenso (a
pesar del algodón). La última de las grandes dinastías chinas, los Qing, no
fueron gobernantes menos autocráticos que los demás; más bien, parece lo
contrario. Pero fuera por esa mayor autoridad, porque fueron más hábiles, o
por mera casualidad, lo cierto es que lograron imponerse sobre sus
enemigos. En el siglo XVIII China extendió sus fronteras hacia el Oeste, en
el Sinkiang, y hacia el Este, en Manchuria, de donde procedía la misma
casa imperial. De hecho, fue la primera vez desde los Tang en que China
amplió sus fronteras. Además, hubo bastantes menos conflictos internos
que en otros siglos (aunque, significativamente, no menos desastres
naturales; una demostración más de que las verdaderas catástrofes eran
las causadas por el hombre). Esta suma de factores bastó para que la
población creciera con fuerza.
Luego, desde mediados del siglo XIX el crecimiento demográfico se
detuvo. Y una vez más, la guerra fue la causa. La principal catástrofe fue
provocada por el levantamiento de los taiping, la mayor rebelión campesina
de todos los tiempos, que subsumía un conflicto religioso y una guerra de
intervención (los occidentales apoyaron al emperador). Pero no fue la única
guerra. Los miao y los musulmanes chinos en el Sur y los turcos del Este
también se levantaron en armas. China fue militarmente derrotada no sólo
por Inglaterra en las guerras del opio, sino también por Japón en la de Corea.
Justo al terminar el siglo tuvo lugar la famosa rebelión de los boxers,
llevada al cine en 55 días en Pekín: una película estupenda, una dirección
(Nicholas Ray) perfecta, unas interpretaciones (Charlon Heston, Ava
Gardner y David Niven) soberbias… y un ejemplo de eurocentrismo
repleto de tópicos y más de un error histórico. Claro que, visto lo visto, ¿es
realmente censurable?
Así pues, la guerra es la única explicación válida de lo que, en términos
demográficos, sucedió en China durante 2.000 años. El problema es que la

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guerra por sí misma no explica nada. Un usurpador, el líder de una


rebelión campesina, o el jefe de un clan de nómadas, pueden tener
motivaciones racionales para actuar con extrema brutalidad. Por ejemplo,
eliminar a todos los miembros de la familia del emperador derrotado,
incluso los niños, para que en un futuro no puedan removerle del trono.
Pero el genocidio difícilmente encuentra explicación. Desde el punto de
vista del gobernante, vaciar la tierra de hombres le debilita porque reduce
su capacidad de movilización de hombres y recursos para hacer frente al
próximo enemigo. Incluso el más salvaje de los conquistadores acabará
encontrando razones para detener la matanza. Sin embargo, parece que en
China no siempre se encontraron suficientes argumentos. La guerra fue
inmisericorde, y también estúpida. Por otro lado, y dado que la mayor parte
de los levantamientos campesinos (y del resto de los conflictos) fracasaron,
uno no puede menos que preguntarse de dónde surgía tanta perseverancia.
El cansancio suele ser la premisa sobre la que se construye la paz. Pero hay
gente que parece incansable.
Pues bien: si todo esto no resulta bastante misterioso, aún podemos
añadir otro par de enigmas: la agricultura y la tecnología.

4.2 LA TIERRA, LOS CAMPESINOS Y EL ESTADO



La educación que hemos recibido en Occidente nos lleva a pensar que
si en China, o en cualquier otro sitio, hubo gigantescas y recurrentes
rebeliones campesinas a lo largo de dos milenios tuvo que ser porque los
campesinos vivían muy mal y estaban oprimidos. La forma que adopta esa
opresión puede ser objeto de diversas especulaciones. Habrá quien suponga
que los campesinos chinos eran esclavos; otros pensarán que eran algo
parecidos a los siervos de la gleba; otros que tenían impuestos muy
elevados; y quizás haya quien piense que lo que les pasaba es que querían
independizarse de la “centralista” Pekín. Sea como fuere, todos coincidirán
en que las condiciones debían ser muy duras para dar un paso semejante.
Es lógico: nadie se levanta en armas contra el Poder establecido, poniendo
en riesgo su vida y la de su familia, si no tiene muy buenos motivos para
hacerlo.

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Claro que a este razonamiento se le puede dar la vuelta. Precisamente


cuando alguien está oprimido es cuando menos probable es que se rebele.
Quien es muy rico puede jugar a la ruleta porque sabe que en el peor de los
casos le quedará algo. Pero quien posee muy poco no puede arriesgarlo.
Y todo campesino tiene, al menos, una cosa: familia. Sólo el que no tiene
absolutamente nada puede arriesgarlo todo porque ese todo es nada. En
este sentido los esclavos siempre son propensos a la rebelión. En cualquier
caso, esta hipótesis carece de interés en China pues allí había muy pocos
esclavos, y todos estaban destinados al servicio doméstico.
Así pues, del mismo modo que podemos definir la revolución como el
levantamiento en armas de los pobres ante la opresión, visión habitual en
Occidente, también la podemos contemplar como la rebelión de los que no
son demasiados pobres; o sea, de los que son relativamente ricos para
hacerse con algo más de riqueza. En realidad, el mismo proceso puede
presentar las dos facetas. La Revolución francesa es, básicamente, una
Revolución parisina protagonizada por miserables sans culottes. No
obstante, también hubo una revolución genuinamente francesa en la que
participó activamente el mayor grupo social del país en aquel momento, el
campesinado con largos arrendamientos, cuyo principal y casi único
propósito era convertirse de iure en lo que ya era de facto: propietario. E
incluso hubo una rebelión no ya de los “relativamente ricos”, sino de los
ricos, sin adjetivos, que es conocida como la “revuelta de los privilegiados”,
y que fue precisamente la que actuó como espoleta de todo lo que sucedió
después. En fin, rebeliones las hay para todos los bolsillos.
Estas observaciones son pertinentes por un motivo. Si intentamos aplicar
a la China preindustrial nuestra idea occidental de lo que debe ser una
rebelión (hoces y martillos, La Bastilla ardiendo, picas sosteniendo las
cabezas de nobles y burgueses, etc.) no entenderemos nada. Y es que, bajo
esos esquemas, en ningún otro lugar del planeta las revueltas campesinas
estarían menos justificadas que en China. Las piezas no encajan, pero sólo
porque las miramos de forma equivocada.
Ante todo, China no era una tierra de explotadores y explotados en el
sentido en el que lo entendemos en Occidente. La figura más frecuente
entre los campesinos era la del propietario que cultivaba su propio predio.
Otra figura normal aunque no tan predominante como aquélla era la del
campesino que cultivaba un campo arrendado por otro campesino, o por
alguien que residía en la ciudad. Con un peso decreciente encontramos

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jornaleros, aparceros, etc. En cualquier caso, la inmensa mayor parte de la


tierra era propiedad privada en un sentido jurídico mucho más cercano
al actual de lo que lo era, por ejemplo, en Europa. La propiedad del
Estado, muy inferior a todo lo anterior, era cedida mediante
arrendamientos muy largos, normalmente a soldados que se licenciaban.
Estas propiedades pasaban a sus hijos y terminaban transformándose en
propiedad libre.
Es cierto que en distintos períodos y regiones hubo grandes
explotaciones agrícolas. Nunca fueron predominantes; pero, sobre todo, no
pudieron consolidarse. En parte, esto era debido a que el sistema de
herencia otorgaba los mismos derechos a todos los hijos varones del
difunto, incluidos los tenidos con concubinas (en cambio, no otorgaba ni el
más mínimo derecho a las mujeres cualquiera que fuese la relación de
parentesco). En consecuencia, la fragmentación de la propiedad agrícola era
imparable. Por supuesto, el Emperador era el mayor propietario; pero
todas sus posesiones inmobiliarias suponían muy poco en el conjunto de la
gran China. Sólo la última dinastía, los Qing, parece haber hecho algún
esfuerzo para acumular propiedades y, aún más sorprendente,
explotarlas con sus trabajadores en lugar de cederlas en arrendamiento.
De todos modos, esas “granjas imperiales” nunca supusieron más del 5% de
todas las tierras cultivadas. En resumen: desde un punto de vista jurídico
China era un inmenso mar de pequeñas propiedades individuales.
Como sabemos que hubo muchos levantamientos campesinos, habría
que suponer que tuvieron su origen en un problema distinto de la mera
propiedad. Por ejemplo, y desde una perspectiva eurocéntrica, en el cúmulo
de exacciones económicas y obligaciones laborales que conocemos como
feudalismo. El problema es que en China no existía nada que se pueda
asimilar a eso. La clase militar, aristocracia, nobleza o como queramos
llamarla, estaba estrechamente vinculada a la Casa Imperial. Obtenía sus
ingresos de la misma estructura administrativa a la que servían. Existían
pocos títulos nobiliarios, y de ellos sólo unos pocos eran hereditarios. En
realidad, desde los Tang el país fue gobernado por una casta funcionarial,
los mandarines, cuyo acceso al cargo se basaba en el mérito demostrado a
través de un riguroso sistema de oposiciones. En consecuencia, los
campesinos no tenían que sostener a un determinado Señor, ni estaban
sometidos a su poder por su calidad de siervos. El hombre no se vinculaba a
la tierra ni por tanto la jurisdicción sobre ésta le afectaba. Simplemente,

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debían respeto y obediencia a las autoridades competentes en cada región,


ya fueran civiles o militares.
Podría entonces suponerse que eran las exacciones fiscales necesarias
para mantener esa administración las que oprimían a los campesinos. Pero
tampoco parece que sea así. Por supuesto, las quejas contra los
impuestos eran constantes (¿alguna vez en algún sitio no lo han sido?).
Pero lo cierto es que China, en comparación al resto del mundo, gozaba de
un régimen tributario inusitadamente liviano. Se calcula que la presión
fiscal durante los 2.000 años de Historia que precedieron a la llegada de
los europeos se situó entre el 7,5 y el 10%. Es decir, un monto semejante o
inferior al diezmo de la Iglesia, que sólo era una de las contribuciones que
tenían que pagar los campesinos europeos. Esos porcentajes también son
tres, cuatro o cinco veces inferiores a la presión fiscal en India, China o Irán.
Aún queda otra forma de interpretar los levantamientos campesinos
como una “genuina” rebelión occidental. Podríamos suponer que, ante todo,
la rebelión es el resultado de la desesperación. Una mala cosecha habría
provocado una situación crítica de tal envergadura que movería a miles de
campesinos a alzarse contra quien fuera, con tal de poder encontrar algo
qué comer. A favor de esta hipótesis está el hecho de que en China la mayor
irregularidad de las cosechas habría facilitado una mayor ocurrencia de
este tipo de brotes violentos. Pero hay muchos argumentos para rechazarla.
Señalamos cuatro. Primero, y quizás lo más obvio, nadie que se encuentre al
borde del hambre tiene fuerza física para rebelarse. Por tanto, habría que
suponer que o bien la situación no era tan crítica, lo que resta potencia a
este argumento, o bien que los campesinos sublevados encontraban
mecanismos para proveerse temporalmente de alimentos, lo que no parece
fácil cuando hablamos de ejércitos de decenas y centenas de miles de
hombres. Segundo, los levantamientos estaban bien organizados. A veces
fueron instigados por asociaciones semi-clandestinas (como el Loto Blanco),
y casi siempre contaron con jefaturas bien definidas. Estos líderes a
menudo buscaron alianzas con militares o burócratas. Las rebeliones no se
dirigían específicamente hacia las clases ricas, sino hacia el gobierno. En fin,
nada en su apariencia recuerda un clásico “motín del pan”. Tercero, los
levantamientos campesinos eran conflictos largos. Como vimos, algunos
duraron décadas. Otros se prolongaron durante sólo un par de años. En
conjunto, la media de esos principales levantamientos supera los siete
años. Cualquier conflicto que se extendiera más de unos pocos meses,

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los que trascurren entre el momento en el que se agotan los silos y llega
la siguiente cosecha, difícilmente podría atribuirse a una situación de
emergencia. Cuarto, las provincias chinas que sufrieron el menor número
de rebeliones campesinas son precisamente aquéllas en las que la
irregularidad de las cosechas era mayor, y menor el dinamismo agrario a
largo plazo; y viceversa.
En definitiva, nada hace pensar que estemos ante movimientos
revolucionarios movidos por la injusticia de un sistema o por la necesidad.
Al contrario, los manifiestos que se publicaron con las revueltas apelaban a
la importancia de volver a un gobierno equitativo, pero con una vaga
retórica filosófica que no cuestionaba los fundamentos básicos del Poder.
Sólo los movimientos más radicales llamaron a la misma expulsión de la
Casa Imperial, que no pocas veces era extranjera; pero no a la desaparición
del Imperio como tal. De hecho, la compleja guerra civil en la que se
hundió China tras la caída de los Qing en 1912 tiene su origen en la
pretensión del principal líder militar de los sublevados de convertirse en la
cabeza de una nueva dinastía, traicionando las aspiraciones de los
republicanos chinos, que eran francamente pocos. El conjunto de la
sociedad china, y también la inmensa mayoría de los chinos, no querían
cambios radicales en las instituciones porque éstas no eran una pesada
carga en sus vidas. Básicamente, China era una economía de libre mercado
en la que el Estado jugaba un simple papel de garante de las relaciones
comerciales y de protector frente a los nómadas del Norte. En pocas
palabras, sólo reclamaban gobiernos justos.
¿Pero tan injustos eran los gobiernos? ¿Lo eran tanto como para que los
campesinos se rebelaran una y otra vez? Y sobre todo, ¿tan importante era
derribar a un gobierno injusto que, al fin y al cabo, tampoco recaudaba
tantos impuestos? Quizás la mejor forma de encontrar una respuesta sea
buscarla en levantamientos campesinos de características semejantes en
Europa o en otras civilizaciones. Por ejemplo, los carlistas en España. En los
dos países hablamos de movimientos populares de base rural, contrarios al
gobierno pero no al régimen en un sentido amplio; en cualquier caso,
reaccionarios por cuanto aspiraban a modelos políticos anteriores más o
menos mitificados por la imaginación popular. En los dos países las
revueltas se prolongaron durante muchos años (en España hubo no menos
de cuatro alzamientos de este tipo entre 1827 y 1876). En los dos países los
levantamientos estuvieron bastante bien organizadas, e incluso contaron

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con líderes capaces. En los dos países las explicaciones económicas


tradicionales no son demasiado satisfactorias; al menos, a nivel
agregado o en el corto plazo. En España la base de esos movimientos
estaba formada por grupos minoritarios (pequeños campesinos, aparceros,
monjes) especialmente perjudicados con los cambios introducidos por la
Revolución Liberal. Precisamente por eso tuvieron especial incidencia en
regiones en las que esos cambios habían sido más intensos; y también por
eso sus protagonistas eran personas pobres o, más bien, empobrecidas.
Algo semejante se puede decir de China, donde las regiones más dinámicas
parecen ser la cuna de estos movimientos aparentemente conservadores y
protagonizados por campesinos pobres. De cualquier modo, en China como
en España las razones de índole ideológico jugaron un papel importante. Y
por eso las referencias de orden religioso y filosófico al gobierno “justo” son
comunes. En cada caso, la inspiración procede de un modelo de
pensamiento distinto, confucionismo y cristianismo, pero que tienen en
común identificarse con las actitudes más conservadoras en la sociedad.
Con independencia de las causas económicas que provocaban el estallido
inicial (una mala cosecha, un comportamiento incorrecto de los
funcionarios públicos, etc.), las revueltas respondían a la resistencia del
pueblo a aceptar cambios en su percepción de lo que debía ser el Imperio.
De hecho, la importancia de las circunstancias extra-económicas es el rasgo
más destacado de las últimas rebeliones, que son las mejor conocidas, las de
los taiping y los boxers. La primera se construyó alrededor de un
movimiento religioso sincrético que, de haber triunfado, posiblemente
hubiera derivado en una nueva religión. La segunda fue una explosión anti-
occidental y anti- cristiana. Los dos movimientos apelaban a un Estado
imperial remoto y perfecto. Los mismos elementos encontramos en las
anteriores revueltas campesinas de China: visiones religiosas alternativas,
xenofobia (anti-mongol o anti-manchú) y cierto conservadurismo místico.
Pero nada de esto tendría sentido si pasáramos por alto lo que, en
realidad, constituye la principal diferencia de la sociedad rural china con
respecto a las de otras civilizaciones: los campesinos eran, con diferencia, el
principal actor político, y tenían suficiente fuerza como para derribar no
sólo al gobierno, sino a la misma dinastía. De hecho, esto último ocurrió en
seis ocasiones, aunque no siempre el desenlace final fue el que hubieran
esperado los líderes de las revueltas. Los campesinos, pequeños
terratenientes que poco debían o temían al Estado, y que siempre podían

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volver a sus propiedades, eran un grupo social fácil de movilizar. Estaban


bien organizados en comunidades locales que no estaban encuadradas en
un sistema feudal. Por supuesto, carecían de órganos de representación o
de cualquier tipo de estructura jerárquica territorialmente amplia. No
obstante, existía una tradición de cooperación y construcción de lideratos.
En este sentido, en algunas ocasiones la actuación de sociedades secretas
parece haber jugado un papel importante como canalizadores de las
revueltas. Otras veces, el apoyo de las comunidades rurales resultó vital
para las aspiraciones políticas de ciertos dirigentes militares. En cualquier
caso, es muy significativo que esas estructuras locales e independientes se
mantuvieran incluso desde los primeros tiempos, con los Qin y los Han.
De todos modos, los levantamientos campesinos solían fracasar; y aún
cuando no lo hicieran, normalmente tenían consecuencias demográficas
catastróficas. Ya vimos que, junto a las invasiones del Norte, fueron el
principal mecanismo de control de la población china; lo que Malthus
hubiera calificado como un “freno positivo” al crecimiento demográfico. Las
revueltas eran una “puesta a cero” del “reloj biológico” de China. Debido a
ellas, y a las guerras en general, la población se mantuvo muy por debajo del
nivel que, con las tecnologías disponibles, hubiera sido posible alcanzar.
Esto explica el relativo bienestar de la población campesina y,
paradójicamente, la fácil predisposición de los campesinos al
levantamiento. De hecho, parece que todavía en el siglo XVIII, cuando la
población estaba creciendo con fuerza, el nivel de vida de los campesinos
chinos era comparable al de los europeos; quizás inferior al de los ingleses,
pero superior al de muchos otros países europeos. Y eso a pesar de que
otras condiciones “objetivas” del desarrollo chino ya apuntaban claramente
hacia al atraso; por ejemplo, el estado de la tecnología, que veremos luego,
o el salario de los trabajadores industriales, muy por debajo del de sus
coetáneos europeos (o, al menos, ingleses).
Esta relativa prosperidad del campesinado es coherente con la amplitud
de los movimientos internos de la población. El abandono y la subsiguiente
ocupación de tierras parece haber sido una práctica frecuente hasta
tiempos recientes. Por supuesto, esto era posible porque no existía un
sistema feudal o un Estado autocrático con capacidad para asignar la
tierra a su antojo. Pero también porque la tierra era abundante con
relación a los hombres. Eso mismo explica la originalidad del sistema de
transmisión de las propiedades. En Europa existía cierta predisposición a

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mantener la propiedad integra en manos del primogénito. Esto sugiere que


la tierra era escasa con relación a los hombres (aunque, como vimos
tampoco de modo exagerado; y por eso los sistemas de herencia eran
diversos). El que en China la tierra se repartiese entre todos los
herederos sugiere que sucedía lo contrario; es decir, los hombres
escaseaban con respecto a la tierra.
Hay otro par de características de la producción agrícola china sobre las
que conviene detenerse. En primer lugar, y rompiendo otra de las
muchas ideas preconcebidas que tenemos, China no es un interminable
arrozal. Hay cierto debate sobre dónde apareció la agricultura y la misma
civilización, pero sobre lo que no hay duda es que los primeros reinos
históricos surgieron en el Norte, en el gran valle del río Amarillo y las
planicies de loes, en las que la base agrícola era un cereal de secano,
primero mijo y luego también sorgo y trigo. La expansión y colonización de
la China meridional vino acompañada de la introducción del cultivo de
arroz, que probablemente los chinos han aprendieron de la población
nativa. Allí, en las llanuras aluviales de los ríos Yangtsé y Perla, las tierras
fueron roturadas y dedicadas íntegramente al regadío. No obstante, amplias
áreas del Sur no podían ser cultivadas de esta forma, y en ellas se
introdujeron otras plantas. En definitiva, la mayor parte de las tierras
cultivadas en China nunca han estado dedicadas al arroz. No obstante, como
la productividad de los arrozales era enorme, la población que sustentaban
esas tierras era mucho mayor que la que correspondía a su tamaño. Y
como el proceso de expansión ha sido muy prolongado, no es posible
dar una imagen fija de la parte de población que vivía en el Norte y en el
Sur, o que se alimentaba de arroz o de otro cereal. Como idea general
puede decirse que hubo un lento desplazamiento del centro demográfico
del país, de modo que durante la dinastía Song el Sur ya superaba al Norte.
Más incierto resulta saber cuándo la población que vivía de la agricultura de
regadío superó a la que vivía de cereales de secano. En cualquier caso, China
nunca tuvo una única base económica.
Otra idea equivocada es la de que los sistemas de regadío exigían la
intervención del Estado, y en definitiva justificaban la existencia del
imperio. Como acabamos de ver, el Imperio como tal es muy anterior al
establecimiento de un sistema agrícola de regadío que sólo habría sido
mayoritario en su etapa final. Pero es que, además, el mantenimiento de
esos sistemas de regadío no requería una especial intervención

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gubernamental; sólo la de la comunidad rural. El Estado no desempañaba


otro papel que el que pudiera tener en cualquier otra parte de China. Esto
no quiere decir que ese papel no fuera importante: era el garante de las
relaciones sociales y económicas y un perceptor (modesto) de rentas
agrícolas. Pero no era responsable de la producción agrícola. Por eso,
mostró poco o ningún interés en regular los cauces y canalizaciones
agrícolas del Sur. De hecho, sólo se sabe de un emperador que realizara
alguna obra de este tipo (y aún esto es incierto). Esta inacción contrasta
vivamente con el enorme interés que desde el primer momento mostraron
hacia la Gran Muralla, en cuyo mantenimiento y mejora se implicaron todos
los emperadores.
Pero incluso cuando se abordó la construcción de grandes obras civiles
la irrigación fue ignorada. La más notable de ellas fue el Gran Canal, una
gigantesca vía de comunicación fluvial entre el Norte y el Sur, entre el río
Amarillo y el Yangtsé. Aunque no tan antigua como la Gran Muralla,
también fue una obra temprana, pues fue concluida durante la breve
dinastía Sui (589-618). Sus números son igualmente impresionantes: más
de 1.700 kilómetros de longitud, bastante anchura y profundidad como
para permitir el paso simultáneo de dos grandes barcazas, esclusas,
embalses de alimentación, etc. Todo hace pensar que, a pesar del coste y los
desastres que ocasionó (por las inundaciones accidentales), sus efectos
compensaron el esfuerzo realizado, ya que facilitó la conexión entre dos
áreas económicas muy diferentes, el Norte triguero y el Sur arrocero. Sin
embargo, apenas tuvo uso agrícola porque no se diseñó con esa finalidad.
De hecho, la zona por la que discurre no tiene particular importancia
agrícola.
En resumen, y al contrario de lo que se afirma con tenaz reiteración,
China nunca fue un estado, imperio o civilización “hidráulica”. Parece que el
término tiene su origen en Marx y su “despotismo oriental”, que fue la
matriz de lo que se vino a llamar “modo de producción asiático” y también
“despotismo hidráulico”. De forma resumida hablaríamos de un sistema
político y económico en el que el soberano es un déspota que ejerce un
poder omnímodo y arbitrario sobre una gran masa de campesinos sin
derechos, y en el que no existe la propiedad privada de la tierra y la
explotación se realiza a través de la comunidad rural. Podría discutirse
hasta qué punto está definición sería aplicable al Egipto faraónico o a la

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Bengala de los mogoles. Lo que está fuera de toda duda es que a China no se
la puede aplicar.
Y no sólo porque los campesinos chinos eran propietarios. El Emperador
celestial, como los de Turquía, Irán y la India, era un déspota. Y el
imperio chino, como el otomano, el safaví o el mogol, era una autocracia
militarista. El todos estos estados el ejército era una institución
fundamental para contener tanto las amenazas externas como las
internas. En el sistema político chino, como más o menos en los demás, no
existían instituciones que representasen urbes, comunidades étnicas o
religiosas, o cualquier otro grupo social. Tampoco existían estructuras
formales que dieran voz a contrapoderes como una Iglesia o la aristocracia.
Así pues, hay muchos parecidos entre todos esos estados. Con todo, también
hay una gran diferencia entre China y los demás: el Estado chino era
mucho menos intrusivo, pues carecía de las palancas de poder que
aquellos tenían. El Emperador no era dueño de la tierra, y no cobraba
más que una parte pequeña de la renta generada por los campesinos que, en
su mayor parte, se gastaba en la guardia de la Gran Muralla. La amenaza de
esa frontera y la recurrencia de las guerras internas condujeron a casi todos
los emperadores a una política prudente, una mezcla de condescendencia y
brutalidad controlada. El imperio era implacable en la guerra, pero no
forzaba la maquinaria de la recaudación fiscal. La permanencia de una
administración a la que se accedía mediante un sistema de oposiciones, y
que sobrevivía a los emperadores, garantizaba la continuidad de las
políticas.
En fin, el sistema político chino era una paradoja. Autoritario en el fondo
y en las formas, y ocasionalmente brutal, sin embargo permitió el desarrollo
de una economía de mercado como no lo hizo ningún otro Estado (incluidos
los europeos) de las edades medieval y moderna. Desde la época de los
Song, si no antes, los resortes de la economía china estaban en manos
privadas. El Estado era el garante de las relaciones económicas. Y también
proporcionabael bien público por excelencia, la Defensa (ya que su
“disfrute” necesariamente debe ser colectivo), y en mayor o menor medida
otros, como la Justicia. Pero aquí terminaba su intervención económica. Una
vez concluido el Gran Canal (la Gran Muralla nunca se terminaba de
concluir) ni siquiera intervino en la realización de otras obras públicas, algo
que incluso Adam Smith hubiera aprobado. Como veremos, otras iniciativas

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públicas como las expediciones ultramarinas del siglo XIV acabaron siendo
abandonadas por falta de interés o de recursos públicos.
Y, por cierto, ¿todo esto no les resulta familiar? ¿Cómo definirían ustedes
el actual sistema político chino? ¿Quizás “paradójico”? ¡Así que pasen cinco
años o cinco siglos…!

4.3 LA TECNOLOGÍA
Desde una perspectiva científica o, aún más, tecnológica, China fue la
sociedad más avanzada del planeta durante unos nueve o diez siglos. Más o
menos (seguramente “más” que “menos”) los que separan la dinastía Sui
de los comienzos de la Edad moderna. Digamos que entre los años 600 y
1450. Por supuesto, la “distancia” que en cada momento sacaba a sus
competidores no sólo dependía de los propios méritos, sino también de los
deméritos de los demás. Con todos los reparos que se quieran formular
sobre un asunto tan esquivo, existe cierto consenso en que durante la
dinastía Song meridional (1127-1279) los avances tecnológicos en China
experimentaron una fuerte aceleración, de modo, que con relación al resto
del mundo, aquél pudo ser el período de su Historia en el que esa distancia
fue mayor. En aquella época en Europa se levantaban las grandes catedrales
góticas y nacían los primeros trovadores; pero, en conjunto, Europa seguía
anclada en el Medievo. Lo contrario sucedía en el Islam, que tras una etapa
floreciente se asomaba al abismo que comenzó con la destrucción de
Bagdad por los mongoles. Así pues, la distancia del progreso chino hay
que tomarla con respecto a Al Juarismi y Avicena antes del siglo XIII, y con
Leonardo de Pisa y Leonardo da Vinci con posterioridad. En todo caso, y
más allá de los individuos, China como un todo fue claramente superior
durante ese largo período.
Y sin embargo, nada de esto parece que le sirviera en la hipotética
competición mundial que subyace en la idea de la Gran Divergencia. Su
evidente ventaja tecnológica no permitió al imperio conquistar nuevos
territorios fuera de Asia Oriental, ni le salvo de las recurrentes invasiones
de los pueblos del Norte. Y tampoco, y esto es lo más importante, ese bagaje
de experiencias y conocimientos le permitió dar el salto a la Revolución
industrial. En pocas palabras, los progresos tecnológicos chinos parecen

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haber dado muchos menos frutos de lo que cabría esperar. O de lo que


esperaríamos con nuestra forma moderna de entender el progreso.
Anteriormente, con el Islam, vimos que el progreso científico no es una
garantía del desarrollo tecnológico. No obstante, es interesante por lo
que revela acerca de la capacidad de una sociedad para afrontar el cambio.
¿Qué nos dice la Historia de la Ciencia en China? La imagen general es difícil
de interpretar. En la ciencia china domina un espíritu de observación y
catalogación, así como cierta preferencia por las investigaciones concretas
que tienen una aplicación práctica bien definida. De modo paralelo, la
abstracción es el punto más débil de sus programas de investigación.
Nunca existió un gran interés por comprender lo que los occidentales
denominaron “leyes naturales”, por oposición a la “Ley Divina”; quizás
porque la idea de un Ser Superior que las hubiese ordenado, aunque en
modo alguno desconocida, tampoco ocupaba una posición central en el
pensamiento religioso chino, que se movía en un terreno colindante con
la filosofía y, por otro lado, la magia. Precisamente esas tradiciones
mágicas, a menudo procedentes del taoísmo, fueron las que impulsaron y
dieron forma a ciertos programas científicos de gran éxito. Aunque, en
otro sentido, también actuaron como una limitación al desarrollo de la
ciencia.
Veamos algunos ejemplos: hasta bien entrada la Edad moderna, las
investigaciones astronómicas chinas fueron superiores a las de cualquier
otra civilización tanto en calidad como en cantidad. Los chinos elaboraron
mapas estelares muy completos (obviamente, con constelaciones diferentes
a las nuestras), identificaron cometas y planetas, describieron fenómenos
como las supernovas, predijeron otros como los eclipses, y midieron
tempranamente el año solar (es decir, descubrieron que no medía 365 días,
sino 365,25 días). Lo más sorprendente de todo esto es que un esfuerzo tan
continuado para realizar mediciones precisas no desembocara en una
cosmología más elaborada; por ejemplo, esas predicciones siempre se
basaron en una visión geocéntrica del sistema de estrellas y planetas. Todo
hace pensar que la obsesión de muchos chinos (empezando por los
miembros de la Casa Imperial) por la predicción astrológica entorpeció, más
que favoreció, una verdadera investigación científica del universo. Desde
una perspectiva meramente práctica, era más importante saber cómo el
movimiento de los astros incidía en la vida de los hombres que saber por
qué se mueven los astros. Por supuesto, esto no quiere decir que la

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astrología no sea una superchería estúpida (perdón si alguien se siente


ofendido). Pero si lo que juzgamos es la utilidad de algo en nuestra vida
cotidiana, la astrología, de ser cierta, sería incomparablemente más útil que
la astronomía.
Otro caso interesante son las matemáticas. China no desarrollo una
lógica formal, es decir, binaria; el tipo de pensamiento según el cual los
elementos deben ser rígidamente calificados en una de dos categorías: “A” o
“no-A”, “Verdadero” o “Falso”, etc. En cambio, y de modo coherente con su
tradición filosófica, predominaba un tipo de pensamiento parecido a lo que
hoy se conoce como “lógica variable”, que no admite categorías tan
estrictas. La visión taoísta del “yin” y el “yang” es un buen ejemplo de ello.
Lo cierto es que es difícil construir un sistema matemático compacto sobre
semejante base, lo que podría explicar los reducidos progresos en la
abstracción. No obstante, esto tampoco impidió que se realizarán
progresos considerables en algebra.
Hubo también avances importantes en química, desde la laca hasta la
pintura fosforescente; y, por supuesto, la pólvora, sobre la que enseguida
volveremos. Con la posible excepción de la ingeniería, la química fue el
campo en el que los chinos hicieron descubrimientos más notables. Pero
una de las cosas que más llama la atención es su estrecha conexión, cuando
no identificación, con la alquimia. Lo que nos lleva al taoísmo. A diferencia
de otras religiones, ésta no defiende una visión estática e infalible de sí
misma, lo que le ha permitido evolucionar en distintas direcciones. Sin
embargo, la forma en la que lo hizo parece poco afortunada. A mediados del
año 1000 la gran preocupación de los pensadores taoístas era encontrar
elixires con los que alcanzar la eterna juventud o la transformación de
metales comunes en metales preciosos. Parece que la creencia en lo primero
costó la vida a varios emperadores crédulos (empezando, una vez más,
por Shi Huang) que murieron por la ingesta de sustancias tóxicas. En fin, la
química se convirtió en alquimia taoísta; lo que por cierto, no dejaba de ser
una actitud muy “china”, es decir, práctica. Otra cosa es que realmente
fuera útil. Los chinos disponían de un conocimiento enciclopédico de los
elementos de la naturaleza; pero realmente no entendían como
interactuaban.

La ciencia china alcanzó su punto culminante entre los siglos XI al XIII;


es decir, durante la última fase de la dinastía Song. Con los Yuan y los Ming
no hubo propiamente una paralización del progreso científico, pero el ritmo

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de los avances fue cada vez más lento. Por entonces el Islam había dejado
de ser una civilización científicamente creativa, y Europa empezaba a serlo,
de modo que la diferencia entre Oriente y Occidente se fue reduciendo, y se
invirtió entre los siglos XIV y XVI. En esas centurias los europeos
redescubrieron muchos de los hallazgos que ya habían hecho los chinos,
pero que ellos no habían sabido aprovechar con todas sus posibilidades. De
hecho, algunas de esas invenciones casi habían caído en el olvido. Enseguida
veremos algunos ejemplos. Después de los Ming, con la dinastía manchú de
los Qing, China prácticamente no hizo ninguna aportación científica
relevante. Más significativo aún fue que los progresos realizados en Europa,
y que poco a poco empezaban a conocerse, despertaron indiferencia e
incluso rechazo. Por ejemplo, los realizados en el campo de la
astronomía. A mediados del siglo XVII, y gracias a la construcción de
nuevos instrumentos de observación (el telescopio de Galileo) y el
desarrollo de las matemáticas (el cálculo infinitesimal de Leibniz y
Newton), Occidente había adelantando claramente a China, que sólo podía
exhibir la calidad de sus observaciones astronómicas y algunas glorias del
pasado, como los grandes hidrorelojes mecánicos o los conocimientos sobre
el magnetismo. Desde un siglo antes se había asentado en Pekín una
pequeña comunidad de científicos jesuitas europeos. Aunque contaban con
la protección del emperador, que tradicionalmente venía acogiendo en su
Corte a sabios de todo el mundo, los jesuitas se enfrentaban a la enemiga de
los astrólogos chinos, cuya influencia en los círculos cortesanos no era
pequeña. En 1665 estuvieron en un tris de ser ejecutados de forma
atroz por haber errado en ciertas predicciones. Sólo salvaron la vida porque
estando en prisión esperando la muerte un terremoto sacudió Pekín, lo que
fue interpretado como una muestra del malestar de los Cielos. Fueron
liberados de inmediato, y nuevas observaciones demostraron que tenían
razón. Esta historia es llamativa por muchos motivos. En primer lugar,
porque el miedo a reconocer el error llevó a las autoridades chinas a
condenar a muerte a unos extranjeros que, en el peor de los casos, sólo
estaban equivocados. Esa actitud era infrecuente en China, un país en el que
la discrepancia religiosa (que es lo que subyace en este asunto) es tolerada.
Pero, además, la historia es interesante porque los jesuitas salvaron la
vida por una increíble casualidad. O mejor dicho, por la interpretación
mágica que se dio a un fenómeno natural, un terremoto, una actitud que
hubiera sido inimaginable en la cristiana Europa, o al menos entre las
élites culturales europeas.

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En definitiva, desde el principio la Ciencia china estuvo lastrada por


problemas conceptuales serios, como el gusto por lo mágico y el rechazo al
pensamiento abstracto. En muchos sentidos seguía un camino errado.
Además, desde el siglo XIII las aportaciones fueron cada vez menores, y
creciente el rechazo a las ideas foráneas. Conviene insistir en todo esto
porque en Europa existe cierta predisposición a sobrevalorar los méritos
orientales.. Los progresos de la Ciencia china fueron los que fueron, ni más
ni menos.
Pero así como es importante comprender esas limitaciones, lo es todavía
más comprender que nada de lo anterior implica un verdadero obstáculo al
desarrollo económico. Al contrario, esa misma mentalidad taoísta era muy
moderna. El enfoque práctico y concreto de la Ciencia china era el más
indicado para hacer de ella un instrumento al servicio del progreso. De
hecho, ésa misma era la actitud de los primeros empresarios-inventores de
la Inglaterra del siglo XVIII, que tampoco parecen haber comprendido muy
bien lo que estaban haciendo. Con la única excepción de James Watt, ni uno
sólo era lo que propiamente conocemos como un científico. La Primera
Revolución industrial no se basó en la Ciencia, sino en algo que podríamos
llamar “prueba y error”; cuando no “casualidad”. A menudo, las invenciones
parecen haberse alcanzado mediante un “bombardeo por saturación”. Si
miles de artesanos empiezan a manipular tornos, ruecas y husos, alguno de
ellos, un Hargreaves cualquiera, acabará inventando una hiladora
mecánica. Ese mismo era el plano en el que China se movía, un país de
millones de personas, con millones de artesanos, en el que no existía ningún
rechazo intelectual serio a la innovación. Desde luego, podría argumentarse
razonablemente que ese mismo enfoque pragmático sería un obstáculo para
ulteriores desarrollos, lo que se conoce como Segunda Revolución
industrial. Es posible. Pero esto no viene al caso pues el problema estriba
en que China por sus propios medios ni siquiera llegó a la Primera
Revolución.
Lo cierto es que en lo que hace a las invenciones “prácticas” ninguna
civilización realizó tantas. Sin ánimo de ser exhaustivo, y excluyendo los
descubrimientos puramente científicos, podemos reconocer las siguientes
invenciones en las que China fue pionera: 1º la rotación de cultivos. 2º el
arado de hierro. 3º arneses eficientes para las caballerías. 4º máquinas
para aventar y sembrar. 5º el hierro colado. 6º herramientas como la
manivela, el calibre o la cadena sin fin. 7º el hidroreloj mecánico. 8º el

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puente colgante. 9º la porcelana lacada. 10º el papel. 11º varios tipos de


bebidas alcohólicas 12º las cerillas. 13º la carretilla. 14º el estribo. 15º la
imprenta. 16º la rueca. 17º la brújula. 1º la pintura fosforescente. 19º la
cometa. 20º pozos de gran profundidad. 21º canales de navegación. 22º el
barco de rueda. 23º el timón de navegación. 24º el trabajo submarino. 25º
varios instrumentos musicales. 26º la pólvora. 27º los fuegos artificiales.
28º armas de fuego como el lanzallamas y el cohete. Y podríamos seguir con
un 29º, 30º, etc.
Por supuesto, no todas tuvieron la misma utilidad. Precisamente el
problema de cualquier tecnología es que cuando aparece nadie sabe hasta
dónde puede llegar. Y, al fin, muchas cosas pueden no servir de nada. Desde
tiempos remotos los chinos han sido grandes fabricantes de cometas, pero
no parece que esa habilidad haya mejorado el nivel de vida del grueso de la
población o haya tenido alguna utilidad concreta reseñable Todo lo más,
parece que en ocasiones se colgó a soldados de grandes cometas para otear
los movimientos de los ejércitos enemigos. Hoy puede parecernos obvio que
las cometas sólo son un juego de niños. ¿Pero nos lo hubiera parecido hace
1.000 o 2.000 años? De hecho, pueden encontrarse situaciones mucho más
complejas que las cometas; tecnologías inútiles en un determinado
momento y muy útiles después; o viceversa. O bien tecnologías que fueron
inútiles para una civilización y muy útiles para otra.
Los grandes hidrorelojes mecánicos son otro buen ejemplo de tecnología
sin futuro. La idea de emplear la caída del agua como mecanismo para
medir el tiempo es muy antigua. Los primeros relojes de agua o clepsidras
parecen haberse construido en el siglo XVI aC en Egipto. Su mayor
problema era que su precisión era directamente proporcional a la
complejidad del mecanismo; lo que, en este caso, es decir su tamaño. Una
clepsidra precisa, un verdadero hidroreloj mecánico, es un aparato grande,
caro y difícil de usar, lo que explica que fueran artefactos típicamente
cortesanos. En China y en varios estados islámicos se construyeron algunos
de ellos, de varios pisos de altura, verdaderos prodigios tecnológicos. Pero
sólo sirvieron para resolver los problemas planteados por los astrónomos
de la misma Corte. Su mejor uso fue el ajuste de los calendarios lunar y
solar, que era una competencia real. No resulta sorprendente que el destino
habitual de todos esos “monstruos” acabara siendo su destrucción o el
olvido de su manejo cuando el rey que los mandó construir, o su dinastía,
desaparecían.

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Otras tecnologías chinas no fueron exactamente inútiles, pero tuvieron


un desarrollo mucho más pobre que el que hubiera podido esperarse. Este
es el caso de las tres grandes invenciones chinas de la dinastía Song: la
imprenta, la pólvora y la brújula. Aunque hay precedentes de la pólvora y la
brújula desde varios siglos antes, sólo hay seguridad de que existieran
desde mediados del siglo XI, coincidiendo con esa época especialmente
brillante. Tal precocidad dice mucho sobre la enorme distancia tecnológica
que por entonces China mantenía con respecto a Europa y el Islam. Pero no
es menos llamativo el uso mediocre o deficiente que se dio a esas
invenciones.
El caso más evidente, aunque también el más justificado, es el de la
imprenta. A pesar de su temprana invención los chinos emplearon poco las
técnicas de impresión, lo que probablemente esté relacionado con el tipo de
escritura. La necesidad de emplear un número muy elevado de caracteres
para realizar una sola página supone una dificultad considerable en
comparación a la escritura alfabética de árabes y europeos. No obstante,
resulta extraño que una dificultad como ésta nunca fuese adecuadamente
resuelto. Al fin y al cabo, sólo es un problema de magnitudes. Si hubiera
habido muchos lectores se podría haber impreso ediciones muy grandes
que justificarían los mayores costes que implicaba la escritura china.
Además, podría haberse avanzado hacia una simplificación de los
caracteres, tal y como se hizo en el siglo XX. Lo cierto es que después de una
fase inicial, con algunas ediciones muy amplias, la impresión con tipos
móviles fue decayendo. El poco uso de la imprenta explica que
(presumiblemente) la invención no fuera conocida en Europa, por lo que
Gutenberg tuvo que “reinventarla” hacia 1450.
Sin duda, desde que inventaron la pólvora los chinos han hecho uso de
ella como ningún otro pueblo del mundo. Por supuesto, la emplearon para
la pirotecnia; pero también buscaron aplicaciones militares, como cohetes,
minas de tierra o agua, granadas de mano, morteros, lombardas…. En
general, la creatividad china en la fabricación de armas siempre fue notable.
Los chinos inventaron la guerra química (por medio de gases venenosos),
la ballesta, y muchos otros artilugios diabólicos como ciertos tipos de
lanzallamas o dispositivos mecánicos con cuchillas para matar a distancia.
Lo único que falta en este particular listado de la industria militar es algo
equiparable a las principales armas de fuego de los europeos; es decir,
arcabuces y cañones.

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Y es que la evolución de la industria militar europea fue muy diferente de


la china. Probablemente la pólvora llegó a Europa desde el Próximo Oriente
hacia 1200; es decir, al menos dos siglos después de que se inventara en
China (y probablemente mucho más). Los europeos no se sirvieron de ella
como fulminante, sino como explosivo. Las primeras armas de fuego
europeas fueron artefactos parecidos a cañones. Su desarrollo durante la
Baja Edad media fue muy complicado debido a problemas diversos, como la
fundición, el control de la trayectoria, el mecanismo de recarga, etc.
Mayores dificultades aún tenían las armas ligeras, en las que el principal
problema era el contrario: controlar la explosión de una pequeña cantidad
de explosivo que eyectara con precisión un proyectil pequeño. En todo caso,
desde el siglo XV se había logrado resolver las principales dificultades. Era
evidente que en este terreno Europa tenía una evidente superioridad, y por
eso cuando los barcos portugueses llegaron a Oriente esos artefactos
causaron una profunda impresión. Aquí, como en otros lugares, la
transferencia de tecnología no encontró obstáculos, de modo que pronto
todas las naciones asiáticas se hicieron con esas armas; pero no con el
mismo entusiasmo. Como veremos, Japón fue el más decidido imitador. Y
probablemente China fuera la nación más renuente. Su ejército tardó
mucho tiempo en aceptar el uso de cañones y mosquetes, y nunca incorporó
de forma completa para no prescindir de las armas tradicionales. Por este
motivo (y otros), a igualdad de efectivos los ejércitos chinos fueron
inferiores a los europeos prácticamente desde el siglo XV, aunque esto no se
pudo comprobar durante mucho tiempo porque no hubo enfrentamientos
armados.
Pero quizás lo más revelador sea lo sucedido con la brújula y, en general,
la navegación. La brújula puede ser un instrumento muy útil para navegar,
pero sólo si se acompaña de otros aparatos, como la rosa de los vientos, el
sextante, un reloj y mapas. Y tampoco tiene el mismo valor en la
navegación de cabotaje que en la de altura; sólo en esta última ofrece
todas sus posibilidades. Pero precisamente este tipo de navegación fue
eludida por China. Aunque se hicieron grandes expediciones oceánicas los
marinos chinos nunca abandonaron la proximidad de la costa. Esto tuvo dos
consecuencias importantes. La primera es que hacía que los viajes fueran
bastante más largos, con todo lo que ello implicaba en cuanto al coste del
transporte. La segunda es que prácticamente eliminaba la posibilidad de
realizar verdaderos viajes de exploración. Las flotas chinas nunca

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alcanzaron ni América ni Australia, pese a que contaban con la tecnología


necesaria y las rutas eran relativamente sencillas. Mucho más que, por
ejemplo, alcanzar América desde Europa. El poco uso práctico que se dio a
la brújula, y la ausencia de grandes viajes, explican porque aquel
instrumento fuera (presumiblemente) reinventado en la Europa del siglo
XIII.
Esto último es especialmente llamativo porque China no sólo podía haber
realizado grandes expediciones. Es que, además, las hizo, aunque no
fueran viajes de altura. A comienzos del siglo XV, y bajo el mando del
almirante Cheng Ho, se organizaron siete expediciones navales que,
partiendo de Nanking, recorrieron la costa Sur de Asia. Estuvieron
formadas por un número variable de grandes juncos, quizás hasta 300,
que pudieron llevar consigo hasta 37.000 hombres. Incluso aunque estas
cifras fueran exageradas, las reales no dejarían de ser impresionantes. Hay
que esperar al siglo XVIII para encontrar una operación naval comparable
(en concreto, el transporte de 27.000 hombres en 186 barcos desde
Inglaterra hasta Cartagena de Indias durante la llamada Guerra del
Asiento o de la Oreja de Jenkins). En las tres últimas expediciones Cheng Ho
alcanzó África, llegando al canal de Mozambique; el mismo lugar por el que,
unas décadas más tarde, pasaría Vasco de Gama desde Occidente. En fin,
esas grandes expediciones chinas fueron una proeza técnica notable.
Pero esas grandes expediciones también fueron un enorme desperdicio.
Los viajes tenían como principales propósitos hacer saber al mundo de la
existencia del Imperio celeste y traer productos exóticos a la Corte. Si
inicialmente existió una finalidad económica pronto se demostró inviable.
La muerte del emperador Yongle en 1424 supuso el principio del fin. Se
abandonó toda política de expansión marítima, y la falta de entendimiento
con los comerciantes y piratas japoneses hizo que estos pronto controlaran
la costa china e introdujeran todo tipo de mercancías de contrabando; por
supuesto, con la complicidad de no pocos chinos El gobierno reaccionó
despoblando su propia costa y prohibiendo la navegación a sus súbditos,
lo que agravó la situación. Finalmente, acuerdos con Corea y Japón, y la
misma presencia portuguesa en aquellos mares, fueron resolviendo el
problema poco a poco. Pero China nunca volvió a ser una potencia naval, y
se encerró en sí misma. De este modo, la brújula y todos los demás avances
realizados en los tres siglos anteriores no sirvieron para nada.

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En fin, muchas otras invenciones chinas tuvieron un desenlace similar.


Por ejemplo, la minería del carbón es muy temprana, del siglo XI; pero poco
antes de la llegada de los europeos no se había hecho ni un solo progreso
significativo, de modo que se seguían explotando yacimientos superficiales.
Igualmente, desde tiempos remotos existían telares relativamente
sofisticados; y también se fabricó un torno de hilar que semejaba algunas de
las primeras máquinas hilanderas británicas, como la de Hargreaves, pero
con varios siglos de anticipación. Pero no se fue más lejos. En definitiva,
desde el siglo XIII existía una tecnología que anticipaba la que fue
característica de la Primera Revolución industrial. Pero una y otra vez no se
desarrollaron, y las realizaciones se quedaron muy por debajo de las
posibilidades.
No siempre sucedió así. Hubo otras tecnologías que tuvieron un
desarrollo más completo y “normal”. Ante todo, las agrícolas. Las
comparaciones entre distintas civilizaciones son complicadas porque los
problemas y recursos son muy diferentes. La tecnología agrícola china en
el cultivo de arroz era muy superior a la europea, ¿pero cabría haber
esperado otra cosa? Con todo, hay razones para pensar que los progresos de
la tecnología agrícola en China fueron importantes y, sobre todo, no se
detuvieron, a diferencia de lo que sucedió en casi todos los demás ámbitos.
Además, esos avances no consistieron en la aplicación de invenciones
“geniales”, sino en la paulatina construcción de obras de regadío, la mejora
e incorporación de utensilios, y la selección de plantas. China fue una nación
pionera en el uso de arados de hierro (pero no de acero), introdujo la
noria persa y otros artilugios hidráulicos. Pero quizás el mayor logro
consistió en la mejora en semillas y el abonado, que permitieron conseguir
dos y hasta tres cosechas anuales en el cálido Sur. Todos estos progresos
fueron conseguidos por los campesinos de forma individual, u organizados
a través de la administración civil. Es muy significativo que igual que en las
agriculturas británica y norteamericana de los siglos XVIII y XIX hubiera
una gran proliferación de folletos y manuales. Lo que no hubo fue un
impulso estatal. En cuestiones rurales los intereses del gobierno eran muy
puntuales: evitar la aparición de revueltas y, especialmente con los Qing,
ceder tierras a los soldados.
El que China llegara a una situación de estancamiento económico y
técnico a pesar de ser una nación relativamente avanzada ha suscitado un
debate entre los investigadores de los últimos tiempos. Una de las

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explicaciones que se han dado es el llamado “estado estacionario de


alto nivel”, o también la “trampa maltusiana de alto nivel. Para comprender
lo que significa tenemos que volver a Malthus y Ricardo. Este último
pensaba que en el muy largo plazo finalmente la humanidad (o Gran
Bretaña) escaparía del recurrente ciclo de expansión y crisis y alcanzaría un
equilibrio entre la población y los recursos. Sería el llamado “estado
estacionario”, en el que la tasa de inversión igualaría la depreciación del
capital y, por tanto, éste permanecería constante. Lo más interesante de
esta profecía es que no es un paraíso. La rentabilidad de las inversiones
sería tan baja que no habría ventaja alguna en ser capitalista u obrero pues
en cualquier caso se viviría bajo condiciones cercanas a la mera
subsistencia. Todas las tierras económicamente viables habrían sido
puestas en explotación de la forma más óptima, sin que fuera posible lograr
incremento alguno de la producción. Por tanto, no habría margen para que
la población creciera mínimamente, lo que justificaría el equilibrio. En fin,
un mundo tan uniforme como miserable. Pues bien, ese esquema se
aplicaría a la China anterior a la llegada de los europeos, pero con alguna
diferencia. El Imperio de los Qing viviría en un “estado estacionario de alto
nivel”. Esto significa que entre los siglos VII y XVII China habría alcanzado
todas las ventajas posibles de la construcción del mercado nacional y del
progreso técnico, pero no el máximo demográfico. Estaríamos ante una
economía técnicamente eficiente pero que ha dejado de ser creativa. Los
salarios aún son altos, pero también decrecientes. Y es que la única forma
de aumentar la producción sería incrementando la población. Esto
aumentaría la productividad por unidad de tierra pero reduciría la
productividad laboral y, por tanto, los salarios. Dicho de otro modo, la
población sería el único recurso que quedaría por explotar; y que, como
vimos, se explotó generosamente en el siglo XVIII. En definitiva, China
habría entrado en esa peculiar trampa maltusiana debido a su propio éxito.
El “estado estacionario de alto nivel”, como todos los modelos
maltusianos, tiene muchos problemas. Dos de los más obvios son que no
explica ni cómo otras naciones no cayeron en la misma trampa, ni por qué la
tecnología china se atascó antes de llegar a esa situación. Además, tampoco
la realidad se apiada de él: como vimos, no parece que a finales del siglo
XVII China se encontrarse al borde del colapso por haber agotado sus
recursos naturales. Muy al contrario, parece que la tierra era abundante y
que disponía de abundantes recursos hídricos. Y, significativamente, de

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ricos yacimientos de carbón conocidos y sin apenas explotar. Los


argumentos esgrimidos para presentar a China como una civilización
agotada y al borde del colapso ecológico son interesantes, pero no
demasiado convincentes. El más conocido da título al libro del principal
defensor de esta tesis, Marc Elvin: The Retreat of the Elephants. Este
historiador británico llama la atención sobre el hecho de que desde hace
muchos siglos no hay elefantes en China (quedan algunos reductos) pero sí
en India. Conclusión: la sobreexplotación de los recursos chinos habría
llevado a su extinción. Pero, al fin, las cosas pueden ser más simples. No es
necesario recurrir a tanto para acabar con unas bestias que comen
mucho y que tampoco son tan útiles. Hay muchos ejemplos en sentido
contrario: la sobreexplotación pesquera del río Yangtsé no condujo a la
extinción a los baijís, los impresionantes delfines de agua dulce, hasta
tiempos muy recientes.
Pero quizás el aspecto más interesante del modelo “estado estacionario
de alto nivel” sean los ingresos de los trabajadores agrícolas y urbanos.
Existen motivos para pensar que en algunas regiones de China el nivel de
vida de los campesinos era comparable, o mejor, que el de la mayor parte de
los campesinos europeos. Vimos que ésta era la observación que dio lugar al
puzzle de la gran divergencia. Esto elevados salarios serían compatibles con
la idea del “estado estacionario de alto nivel”. Pero es importante advertir
que compatibilidad no implica necesidad. En cualquier caso, de ser correcta
la tesis de Elvin, el fuerte crecimiento demográfico de los siglos XVIII y XIX
necesariamente habría dañado el nivel de vida de los trabajadores chinos,
pues no había más recursos, incluidos los tecnológicos. Así pues, la gran
divergencia habría empezado a finales del siglo XVII y por razones
ecológicas y demográficas completamente ajenas a los europeos.
Por otro lado, también hay evidencias de que el salario de los
trabajadores industriales en China era mucho menor que en Europa. En
una economía que, básicamente, era de libre mercado, un bajo nivel salarial
debería explicarse ante todo por la abundancia de mano de obra o por una
baja productividad. Lo primero sería coherente con un estado estacionario,
pero de bajo nivel; algo más parecido a las lúgubres profecías de Ricardo y
los economistas clásicos. Lo segundo implicaría un bajo nivel tecnológico y,
en fin no sería coherente con ningún estado estacionario de alto o bajo nivel
(habría un “recurso”, la tecnología, insuficientemente explotado). En

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resumen, el “estado estacionario de alto nivel” parece una explicación


fallida.
Pero hay otras explicaciones que nos permiten escapar de “la trampa
maltusiana”. En primer lugar, puede que estemos haciendo un enfoque
equivocado, y que debamos considerar lo sucedido en China como algo más
normal que lo sucedido en Europa. La elevada tasa de natalidad de China
(que no era muy diferente de la India, Irán, etc.) suponía una presión
demográfica sobre los recursos que flexionaba a la baja a los salarios. Y en
concreto, sobre los salarios industriales. De ahí que la Revolución industrial
sólo pudiera tener lugar en aquella región del planeta en la que esa presión
no existía, en Europa, donde por diversas circunstancias la tasa de natalidad
era menor. Las presuntas buenas condiciones de vida de los campesinos
chinos, que de todos modos se circunscribían a algunas provincias, acaso no
serían tan buenas. Como hemos dicho, las comparaciones son difíciles. En
todo caso, la incidencia de la mortalidad catastrófica de origen bélico habría
sido un elemento fundamental a la hora de explicar la relativa abundancia
de recursos y, por tanto, unas condiciones de vida no malas en comparación
a, por ejemplo, la India. La estabilidad proporcionada por los Qing permitió
un fuerte crecimiento demográfico y, por tanto, el fin de esa ventaja.
Los salarios industriales bajos podrían explicar la dirección que tomó su
desarrollo tecnológico. Ante todo, la industrialización supone un ahorro de
trabajo. Inicialmente lo que hace atractiva a una máquina para un
empresario es su capacidad para sustituir el trabajo de uno o varios
operarios por un artefacto. Pero en una civilización en la que la mano de
obra es abundante y barata no existían incentivos económicos para suplirla
con capital. Desde esta perspectiva, lo que sucedió en China a lo largo de la
Edad Moderna, y especialmente en el siglo XVIII, podría ser calificado como
una revolución industriosa; desde luego, no industrial. Así como en
Inglaterra, y en Europa en general, se dio prioridad a las industrias que
empleaban capital para sustituir mano de obra, China optó por el camino
opuesto; es decir, el desarrollo de industrias intensivas en trabajo. Gran
parte de esa actividad industrial se desarrolló en el campo, en las aldeas en
las que, a fin de cuentas, tampoco se vivía mal. El desarrollo de un gran
mercado, la introducción de nuevos cultivos y un largo período de
estabilidad política sentaron las bases de la prosperidad. De este modo,
China se orientó hacia la agricultura y la producción textil, en los dos casos,
con un uso intensivo de la mano de obra. Nótese que durante ese período

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los progresos tecnológicos chinos se fueron deteniendo en todos los campos


excepto precisamente en esos sectores, pero sin que los cambios implicasen
una sustitución de trabajo por capital. Por ejemplo, conseguir dos y tres
cosechas anuales exige conocimientos agrícolas relativamente sofisticados;
pero también mucho esfuerzo. En cierto modo, todo fue muy exitoso; en
términos demográficos en el siglo XVIII China creció mucho más que
Europa. Pero también era un camino cerrado.
Problemas diferentes afectaron a la otra “pata” de la Revolución
industrial, la siderurgia. Esta no era una industria trabajo-intensiva, por lo
que el nivel de los salarios no puede explicar su estancamiento tecnológico
y productivo. Una alternativa sería considerar los factores en los que sí era
intensiva, los recursos naturales y el capital. Sobre el primero hay pocas
dudas: China contaba con recursos carboníferos conocidos y explotados. En
cambio, no está claro qué el capital fuera barato. Parece haber acuerdo
en que en tiempos de los Song y los Yuan la estructura de los mercados
financieros era superior a la existente con los Ming y los Qing. Los bajos
tipos de interés existentes en Europa no se daban en China. No obstante, es
cierto que en todo momento, e incluso de modo creciente, los mercados
de capital crecieron. Y también contamos con la incontestable evidencia de
que hasta el siglo XVIII China fue el principal productor de hierro colado del
mundo. Algunas industrias siderúrgicas privadas tenían un tamaño enorme,
incluso desde una perspectiva europea (donde siempre fueron grandes).
Esto significa que existía capital suficiente para poner en marcha proyectos
muy ambiciosos.
Así pues, desde el lado de la oferta no hay una explicación convincente
para el atraso de la industria siderúrgica. En general, en la Historia
preindustrial este tipo de explicaciones chocan con la evidencia, pocas veces
puesta en duda, de que las posibilidades de un nuevo mercado (por su
descubrimiento o la explotación de un nuevo producto) son tan grandes que
anulan las restricciones impuestas por la escasez de factores productivos.
Podemos buscar obstáculos por el desplazamiento de los recursos de uno
a otro factor, pero pocas veces por su inexistencia. De ahí que suela dar
mejores resultados buscar explicaciones por el lado de la demanda. La de la
industria siderúrgica es “derivada”, es decir, generada por otros sectores,
como el ferroviario, el naval o el armamentístico; nunca por el consumidor
final. Esta característica no alude simplemente al hecho obvio de que el
hierro colado no es un objeto de consumo por sí mismo. Sobre todo, incide

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en que los bienes elaborados por la industria siderúrgica o metalúrgica


habitualmente son de uso colectivo, como barcos, trenes y defensa militar,
demandados a través de una gran empresa pública o privada; muy a
menudo el Ejército, el proveedor del que es considerado como el bien
público perfecto por excelencia, la Defensa.
Las guerras napoleónicas y sus precedentes en Alemania y América
jugaron un papel importante en el desarrollo de la industria siderúrgica de
Gran Bretaña. Pero precisamente China también tenía “ventaja” en este
terreno. Los conflictos civiles, la presión del Norte y el origen militar de
muchas dinastías justificaban que el Ejército fuera una institución bien
atendida por el Estado; de hecho, la que se llevaba la parte del león de los
ingresos públicos. Tampoco China era una imperio que careciera de
tradición en la construcción de grandes obras públicas militares –la Gran
Muralla–, ni en la realización de grandes expediciones marítimas –las del
almirante Cheng Ho–. Así pues, existía un sector público interesado en
actividades productivas que habrían permitido el desarrollo de la
siderurgia. La cuestión es que no lo hizo. El Ejército chino no fue un gran
demandante de armas de fuego modernas (el adjetivo es importante) como
sí lo fueron estados europeos. Y eso a pesar de que las autoridades, o al
menos una parte de la burocracia imperial, era consciente del atraso chino
en materia militar con respecto a Europa.
En este sentido, es interesante la comparación con el otro gran imperio
asiático de la Edad Moderna, Rusia. Desde cualquier punto de vista, el nivel
de desarrollo económico del Imperio de los zares era
incomparablemente más bajo que el de China. Rusia reunía las peores
características de los estados de Europa y Asia, como la autocracia, el
militarismo, la presión fiscal y la intolerancia religiosa. Sólo gozaba de una
ventaja relevante, unos recursos naturales gigantescos, aunque a menudo
fueran de difícil explotación. Evidentemente, muchos de los males de aquel
imperio tenían su origen en la forma despótica de gobierno. Pero los zares
también tenían un lado positivo: con pocas excepciones fueron
“europeístas”. Es decir, eran más o menos conscientes de las debilidades de
Rusia con respecto a Europa, y estaban dispuestos a corregirlas, incluso (o
especialmente) por la fuerza. Esta debilidad era muy sentida en el terreno
militar. Desde el comienzo los zares tuvieron muchos conflictos con sus
vecinos; y aunque, en general, salieron victoriosos, Occidente siempre
apareció como un enemigo mucho más serio que Oriente. Por eso, por lo

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difíciles que resultaban las victorias, el Ejército ruso siempre estuvo abierto
a la aceptación de modelos europeos de instrucción y dotación de
armamento. Y por eso el Estado zarista estuvo directamente implicado en
el desarrollo de la minería de carbón y de la siderurgia como parte esencial
del programa de reformas militares. En Rusia no tuvo lugar la Revolución
industrial porque, en comparación a Europa occidental, faltaban
demasiadas piezas. Pero tampoco fue el mundo indefenso, estancado e
inmóvil que finalmente pareció ser China para los occidentales.
El rechazo de las autoridades chinas a poner en marcha un Ejército de
corte occidental puede ser una de las causas del pobre desarrollo de su
industria siderúrgica. Pero es mucho más que eso: es un síntoma de
problemas más hondos. Esa misma incapacidad para aceptar el cambio la
encontramos en el cierre –siempre imperfecto– de las fronteras. O en la
actitud de los científicos y militares chinos ante los retos de sus colegas
occidentales. O en la ralentización y estancamiento de la tecnología china
desde su cima con los Song. En pocas palabras, el gran problema de
China, la causa de su atraso, fue su incapacidad para adaptarse al mundo
moderno.
El problema de esta explicación es que, por sí misma, no explica mucho.
La capacidad para aceptar el cambio no es un bien de consumo o un
factor productivo, sino una actitud cuya origen debemos buscar en el
contexto cultural. Pero, como vimos, éste no parece especialmente hostil. Se
ha argumentado que el confucionismo y el sistema de adscripción a la
Administración a través del sistema de oposiciones favorecía una actitud
conservadora. La evolución del taoísmo hacia la magia podría interpretarse
de modo semejante. El problema de estas explicaciones es que resultan
difíciles de comprobar. Y, además, suponen reducir a China a una
civilización uniforme, lo que no se corresponde con su complicada vida
política y su diversidad religiosa y cultural. Con respecto a esto último, la
triada confucionismo- taoísmo-budismo refleja una variedad de posiciones
filosóficas y religiosas que también se manifiestan, por ejemplo, en la
existencia de organizaciones sectarias de todo tipo. A lo que debemos
sumar el reducido pero influyente grupo de musulmanes chinos; y
posteriormente, el aún más reducido, pero aún más influyente, grupo de
cristianos chinos.
En resumen, ¿por qué China no fue la cuna de la Revolución industrial?
Quizás la respuesta haya que buscarla en una infeliz combinación de

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factores económicos y culturales. Entre los primeros, los bajos salarios


consecuentes a la expansión demográfica del período final, que
desincentivaban la sustitución de trabajo por capital. Entre los segundos, la
pervivencia de ciertas tradiciones culturales que condujeron al inmovilismo
y la renuencia de la sociedad al cambio. De este modo, el momento de
mayor crecimiento demográfico de China, y también de mayor expansión
territorial, fue el preludio de su derrota ante Occidente. Resulta paradójico
que justo cuando China empezó a superar los desafíos a los que se venía
enfrentando desde hacía 2.000 años fue cuando tuvo que arrostrar un
peligro completamente diferente, el que suponía la ciencia y la tecnología
occidental. Y ante este nuevo reto fracasó; aunque, vista la historia de los
últimos 30 años, sólo de modo temporal.

4.4 JAPÓN

Entre los historiadores económicos Japón ha recibido bastante más


atención que otras civilizaciones porque supo arrostrar con éxito la
amenaza europea. Por supuesto, no fue la única nación en no ser
colonizada; de hecho, cuando este proceso llegó a su cima, digamos que
hacia 1920, la mayor parte del mundo estaba formado por naciones que no
eran colonias. No obstante, de todos los países que mantuvieron una
independencia más o menos formal, más o menos real, Japón fue el único
que levantó un sistema económico moderno capaz de retar la hegemonía
occidental. Esa fortaleza ha sido exagerada en nuestra memoria colectiva
por dos hechos. Por un lado, su reciente desarrollo industrial, que ha hecho
del país la primera potencia tecnológica del mundo. Por otro lado, la
Segunda Guerra mundial, el primer conflicto en el que una nación no
europea amenazó gravemente a Occidente. Sin embargo, estos dos hechos
proporcionan una visión distorsionada del pasado. El actual Japón de la
microelectrónica poco tiene que ver con el de cien años atrás. Y en
cuanto a su participación en aquella guerra lo mínimo que habría que
decir es que fue un disparate llevado hasta la extenuación por unos
dirigentes manifiestamente estúpidos. En 1941 Japón ni era una potencia
industrial comparable a Gran Bretaña o Alemania, ni tenía la más mínima
posibilidad de derrotar al coloso norteamericano.

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Pero nada de esto debe hacernos perder de vista que, con todas sus
debilidades, Japón fue la principal potencia industrial no-occidental
(suponiendo que la Unión Soviética de Stalin fuera “occidental”). Las
razones que explican este éxito deben buscarse en la Historia
inmediatamente anterior a la llegada de los europeos. En este caso, y a
diferencia de la India o China, podemos fijar con absoluta precisión el punto
de entrada de Japón en la modernidad: el 8 de julio de 1853. Ese día el
comodoro norteamericano Mathew Perry al frente de una gran armada se
plantó en el puerto de Yokohama (Tokio) con un ultimátum muy sencillo: si
el gobierno japonés no autorizaba la apertura comercial del país los obuses
empezarían a llover. Los japoneses, que más adelante se harían célebres por
la defensa numantina de las plazas del Pacífico, hicieron lo único que podían
hacer: rendirse. Al año siguiente Japón firmó el primero de varios tratados
llamados “desiguales”. Esta idea de la desigualdad resulta un poco
desconcertante desde una perspectiva moderna o, al menos, liberal.
Básicamente, los norteamericanos impusieron al gobierno japonés la
“injusta” obligación de permitir a sus propios ciudadanos comprar
productos foráneos; por cierto, pagando un arancel que iría directamente a
las arcas de ese gobierno “sometido” a la injerencia extranjera. Resulta
bastante cómico. Y es que lo que realmente era doloroso para Japón, y sobre
todo para su dirigencia y la opinión pública, fue la imposición de
condiciones lesivas para el honor nacional, como la extraterritorialidad de
diplomáticos y comerciantes occidentales.

A la vista de los resultados es evidente que esos tratados fueron


beneficiosos para Japón. En las siguientes décadas el país experimentó
un más que notable cambio económico, que se tradujo en una mejora de sus
indicadores sociales. Hubo un fuerte crecimiento demográfico. En las cuatro
décadas que separan 1872 y 1910 la población japonesa pasó de 32 a 50
millones de personas, la mortalidad cayó de forma rotunda, y mejoraron
significativamente las condiciones de vida de amplias capas sociales, que
por primera vez tuvieron acceso a sanidad, educación y otros servicios. No
obstante, sería ingenuo, y muy eurocéntrico, suponer que esos beneficios se
derivaron de la simple apertura comercial a Occidente. Lo que había detrás
de aquel éxito era una economía preparada para aprovechar las ventajas
que ofrecía el mercado internacional. Tras la llamada Restauración Meiji de
finales de 1867, que supuso el retorno del Emperador a las funciones
ejecutivas (algo que, en realidad, siempre fue un tanto teórico), Japón se

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embarcó en una senda de crecimiento que sólo se interrumpió con la Gran


Depresión y, sobre todo, la Segunda Guerra mundial.
Así pues, el paso inicial, la introducción de Japón en la economía
internacional fue impuesto y exitoso. Y esto es algo que no se puede decir
ni de India, ni de China. India se integró en esa economía internacional por
la conquista británica; aunque siendo rigurosos, habría que decir que ese
proceso venía de atrás. Por su parte, China firmó sus propios tratados,
igualmente llamados “desiguales”, tras la derrota en las guerras del opio;
pero eso sólo fue el comienzo de un período de gran inestabilidad política y
estancamiento económico. A diferencia de Japón, ninguna de esas dos
naciones supo aprovechar las ventajas de la nueva situación. Hay una
explicación muy simple y no del todo errónea: la geografía. Del mismo
modo que a las regiones costeras de India y China no les fue del todo mal
con la llegada de los europeos, tampoco el Japón costero lo hizo mal. La
diferencia, obvia, es que un archipiélago es una costa intermitente. No
obstante, esta explicación sirve mejor para explicar las dificultades de
China e India que el éxito del Japón, pues otras naciones “costeras” como
Indonesia, Corea o Vietnam, tampoco dieron el salto a la industrialización.
De ahí que no puedan ignorarse las diferencias de esos procesos, no
sólo en su desarrollo concreto sino también en su contexto histórico. La
distancia temporal que separa la batalla de Plassey de la arribada del
comodoro Perry es de casi un siglo. El mundo al que se asomó Japón era
muy distinto del que conoció la India post-mogol. Entre esos dos
acontecimientos había sucedido algo de mucha más trascendencia que
cualquier cambio político: la Revolución industrial. También era un mundo
con ideas comerciales distintas. El siglo XVIII creía en ese juego de suma
cero llamado mercantilismo. El siglo XIX creía en el librecambismo, donde
“el todo es más que la suma de sus partes”; y empezó a aplicarlo con
convicción desde, más o menos, la arribada de Perry. Por otro lado, y con
respecto a China, hubo otra importante diferencia. Tras la derrota de la
guerra del opio vino el cataclismo de los taiping y los otros conflictos
regionales; y más tarde la sucesión de guerras y autocracias que
desembocó en la dictadura maoísta. Ciertamente, tras 1853 Japón tuvo
sus propios conflictos internos. Y también externos; las armadas
occidentales realizaron operaciones militares en varios puertos. Pero todos
estos conflictos quedaron prácticamente zanjados hacia 1869 (hubo un

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rebrote en 1877), y, además, no tuvieron ni de lejos la gravedad de lo


sucedido en China.
Desde una perspectiva más amplia, tampoco el tempo de Japón era el
mismo que el de China o India. Comparativamente, el archipiélago era una
nación joven. En contra de lo que se pueda deducir de algunas referencias
milenarias, como el supuesto origen de la dinastía imperial, la civilización
alcanzó a Japón bastante después de que hubiera llegado a China. En
muchos sentidos, y hasta bien entrada la Edad moderna, Japón fue un mero
apéndice cultural de la culta China. Por ejemplo, la escritura japonesa
derivó de la china. Y también llegó del mar la creencia religiosa
mayoritaria, el budismo, así como otros aportes básicos en la mentalidad
japonesa, como el confucionismo. No obstante, también hubo un desarrollo
singular que obedecía a tradiciones propias y los condicionantes que
imponía la insularidad. Así, el budismo arraigó en Japón como nunca lo
hizo en China y dio lugar a originales variedades autóctonas.
Otro de los rasgos que diferenciaban a Japón de China fue el desarrollo
de un sistema de relaciones estamentales que recuerda mucho el
feudalismo europeo. De hecho, cuando se habla del sistema feudal como de
una etapa inexcusable del desarrollo social y político mundial (un punto
de vista más que discutible), los argumentos sólo son convincentes en dos
civilizaciones, la europea (incluida Rusia) y la japonesa. En ninguna otra
sociedad se reprodujo lo que constituye su principal característica: la
ruptura del poder central por un cuerpo de origen militar con relaciones
jerárquicas internas, y que estaba vinculado a la tierra por alguna forma
de propiedad hereditaria. Pero es más: si hubiera que elegir un sistema
feudal “por antonomasia”, seguramente Japón ganaría a Europa. Y no sólo
por su mayor duración, sino porque el sistema japonés extendió a toda la
sociedad, junto a las obligaciones políticas y económicas, un conjunto de
valores basados en un estricto sentido del honor. Y en este terreno las
clases dirigentes europeas se quedaron claramente por detrás, acaso
porque los valores culturales de partida eran diferentes.
En Japón, y a diferencia de Europa no existía una iglesia que rivalizase
con el poder militar, si bien los monjes budistas, sobre todo en los
primeros tiempos, tuvieron un notable protagonismo político. No obstante,
con el tiempo se produjo una separación entre los poderes “temporal” y
“espiritual”, aunque por una vía diferente a la europea. Los sucesivos
fracasos de la Casa imperial frente a la aristocracia condujeron a su

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relegación a funciones religiosas y artísticas. Su rol como “símbolo”


nacional ha permanecido hasta el día de hoy. En cuanto al otro poder, el
temporal (y verdadero), la evolución fue aún más singular. La autoridad no
pudo repartirse entre las distintas familias aristocráticas, pero tampoco
pudo ser acaparada por una sola de ellas bajo formas autocráticas. Se quedó
en un estado intermedio, en el que una de esas familias principales ejercía
una autoridad considerable sobre un Estado cuya cabeza visible seguía
siendo el Emperador, y en el que muchos nobles vivían en feudos semi-
independientes. Este sistema vino a llamarse shogunato, por el título,
shogun, del jefe de esa familia principal. El primer shogunato fue dirigido
por la familia Minamoto (shogunato de Kamakura) y se prolongó desde
1180 hasta 1333. El segundo por la familia Ashikaga (shogunato de
Muromachi), desde 1333 hasta 1573. Ninguno de los dos, especialmente el
segundo, logró una verdadera unidad del país. La autoridad central
representada por los shogunes se veía recurrentemente retada por los
señores locales, a menudo envueltos en guerras, como la llamada
guerra de Onin (1467-1477).
En realidad, el sistema shogunal no se consolidó hasta la llegada de la
última y más conocida de las familias aristocráticas japonesas, los
Tokugawa. Estos fueron los rectores del shogunato de Edo, que se extendió
desde 1582 hasta 1867 (es decir, hasta unos pocos años después del
incidente de Yokohama). Habitualmente es conocido como shogunato
Tokugawa, una denominación incorrecta puesto que los dos primeros
shogunes, Oda Nobunaga y Hideyoshi Toyotomi, pertenecían a otras
familias. Fue el tercero de estos llamados “unificadores”, Ieyasu Tokugawa,
nombrado shogun por el Emperador en 1603, quien realmente vinculó el
cargo a la familia.
Así pues, la Historia de Japón durante casi siete siglos, que se
corresponden a los de su lenta construcción como nación “culturalmente
independiente” de China, han estado presididos por una estructura política
singular, una monarquía de reyes que no eran reyes, pero que detentaban
una autoridad amplia pero no omnímoda. Visto con perspectiva, tampoco el
shogunato fue una institución realmente única. Encontramos sistemas
parecidos en otros ámbitos, sobre todo en el mundo islámico. Por ejemplo,
los visires buyíes con respecto al califa de Bagdad. No obstante, en algo los
shogunes sí eran excepcionales: eran los dueños de una parte no pequeña
del territorio que gobernaban, y que había sido ganada por la fuerza de las

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armas. Así, a comienzos del siglo XVII los Tokugawa poseían una sexta parte
de la tierra cultivable de Japón, y controlaban otra décima parte a través de
sus vasallos directos. Esto era una base real de poder que, por ejemplo, el
Emperador de China ni siquiera podía soñar.
Por debajo del shogun se situaban las otras casas aristocráticas, entre
260 y 280 familias, a veces antiguos enemigos de los Tokugawa (como los
Toyotomi), a veces deudos. Las principales de esas familias eran los
daimios, que a menudo tenían su base territorial en las dos grandes islas del
Sureste (Shikoku y Kyushu) o en otras regiones periféricas de Honshu, la
isla mayor. Es decir, lejos de Edo (Tokio) y Kioto, las capitales shogun e
imperial, respectivamente. Por debajo de estos daimios estaban los
samuráis. Algunos de ellos tenían sus propios subseñoríos, pero lo normal
es que fuesen nobles empleados al servicio de un daimio o del shogun con
competencias en un territorio del que no eran propietarios en ningún
sentido. En teoría, su principal función era militar, pero también
desempeñaban todo tipo de tareas administrativas. Algunos eran pobres, e
incluso cultivaban la tierra con sus manos. Todo hace pensar que su número
era excesivo –alrededor del 6-7% de la población total–, lo que ayuda a
explicar la elevada presión fiscal. En muchos aspectos, por ejemplo, esta
fiscalidad, muchos daimios eran independientes de facto. La autoridad del
shogun, incuestionable por la mera fuerza militar, carecía del respaldo
ideológico de la del Emperador. De hecho, ésta fue la razón última de su
desaparición en el siglo XIX: al fin, el shogun sólo era un aristócrata; un
primus inter pares. Da idea de la base real de su poder el hecho de que en
Edo los shogunes acogieran a las familias de los daimios, en condición de
invitados… y rehenes. Y que los propios daimios tuvieran que residir allí
durante años alternos; ya se sabe: “ten cerca al amigo, pero ten aún más
cerca al enemigo”. Por cierto, esto tuvo importantes consecuencias
económicas pues propició el crecimiento de Edo y la mejora de las
comunicaciones terrestres. De todos modos, está claro que la autoridad del
tercer shogunato fue real y efectiva. A lo largo de 250 años de gobierno los
Tokugawa nunca vieron seriamente amenazado su poder.
Un terreno en el que los shogunes sí lograron hacer valer su autoridad
sobre los daimios fue el de las relaciones comerciales. Con los tres primeros
shogunes “unificadores” –Nobunaga, Hideyoshi e Ieyasu– y los dos
siguientes Tokugawa, Japón mantuvo una política más o menos favorable a
las relaciones comerciales con el exterior. Era bastante lógico porque el

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país necesitaba importar varias materias primas, como seda cruda,


plomo o mercurio; así como manufacturas –telas de China e India–, o
productos como el azúcar. En contrapartida, Japón exportaba muchas y
exóticas mercancías –porcelanas, sake, espadas, laca… – que no eran
suficientes para compensar las importaciones. Así pues, el comercio japonés
era deficitario, como el europeo. Y se saldaba del mismo modo, con
exportaciones de plata (y, en menor medida, cobre), pues casualmente
ésta era una de las pocas producciones mineras relevantes del archipiélago.
Por supuesto, esa plata podría haberse dirigido hacia el propio sistema
monetario japonés. Dado el tipo de ideas económicas vigentes, y los meros
efectos deflacionistas, esta situación preocupaba al gobierno shogunal.
Sin embargo, esa preocupación no fue la causa (o al menos la causa
principal) del drástico giro experimentado por la política comercial
japonesa a partir de la década de 1630, al final de reinado del tercer shogun
Tokugawa (y quinto “de Edo”). Para el gobierno del shogunato el verdadero
problema era religioso. El comercio exterior a muy larga distancia (es decir,
más allá de Corea y China) se realizaba en navíos portugueses, con los que
habían llegado misioneros jesuitas, de los que San Francisco Javier fue el
más conocido. Estos propagaron la fe católica en Japón, al parecer, con
bastante éxito. Según ellos mismos, hacia 1600 en habría unos 700.000
cristianos, una cifra sobre la que hay que mantener cierta prevención pues
no existen otras fuentes que la confirmen. Por razones no del todo claras,
los shogunes empezaron a manifestar recelo hacia los nuevos creyentes. Se
dudaba de su sentido de la lealtad o, más bien, se recelaba de su amistad
hacia los Toyotomi, una familia rival de los Tokugawa. En fin, se
desconfiaba de una confesión tan alejada de las tradiciones religiosas
nacionales. En consecuencia, se inició una persecución que finalmente logró
destruir por completo aquella incipiente Iglesia.
Desde una perspectiva económica, la lucha contra el cristianismo se
tradujo en la prohibición de entrada a los barcos portugueses (y, en
consecuencia, a los españoles), y en la reducción del tráfico comercio
europeo a un sólo puerto, Nagasaki, que además tenían que cargar con
otras restricciones administrativas. Estas eran de tal naturaleza que ya
en 1623 Inglaterra cerró su oficina comercial y renunció a comerciar con
Japón (lo que dice mucho sobre el enfoque estrictamente comercial de la
política inglesa). Además, a los propios japoneses se les prohibió
construir barcos de gran tamaño para navegar a otros países, lo que

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comprometía seriamente la viabilidad de las numerosas colonias de


comerciantes establecidas a lo largo del mar de China e Indonesia. Más
adelante, a fines del XVII, se establecieron otras limitaciones a los barcos
chinos y holandeses que atracaban en Japón para impedir la salida de
metal precioso. Estas prohibiciones, llamadas conjuntamente política
sakoku (lo que podría traducirse como “aislamiento nacional”) estuvieron
vigentes durante más de dos siglos, y convirtieron a Japón en una de las
naciones más herméticas del mundo para los europeos.
Pero sólo para los europeos. Este es quizás uno de los ejemplos más
claros de cómo el eurocentrismo ha calado en los libros de Historia. Las
restricciones impuestas afectaban fundamentalmente a los barcos
occidentales. Con el resto de Asia Japón siguió manteniendo relaciones
comerciales, sólo condicionadas por la preocupación del déficit y las salidas
de plata. No hay que olvidar que Corea y China proporcionaban las materias
primas que necesitaba la industria japonesa. Y que en el mismo Japón
existía un mercado de productos manufacturados de alta calidad
procedentes del exterior. Por eso las relaciones comerciales con el exterior,
especialmente con China, aunque sujetas a restricciones, siempre
mantuvieron un volumen considerable.
Seguramente el mayor impacto económico del sakoku fue privar al Japón
del conocimiento de la tecnología y la ciencia de Occidente. De hecho, con
anterioridad los japoneses habían dado muestras de una extraordinaria
permeabilidad a las ideas foráneas (la presumible gran expansión del
cristianismo es una manifestación de ello); así como una rápida
predisposición para copiar la tecnología europea, como gafas, relojes y,
sobre todo, armas de fuego. Es posible que a finales del siglo XVI Japón
fuera el principal fabricante del mundo de mosquetes, un invento occidental
llegado al país tan sólo medio siglo atrás. Una vez que se instauró el sakoku,
el conocimiento de la tecnología occidental llegaba de modo tardío e
imperfecto a través de China, cuyo gobierno era cada vez más renuente a
esas innovaciones. Sólo desde finales del XVIII empezó a tenerse un
conocimiento más directo a través de la puerta que todavía era el puerto de
Nagasaki, y de la difusión de libros extranjeros. No obstante, el retraso de
Japón con respecto a Occidente en los albores de la industrialización ya era
excesivo. Y por este motivo la llegada del comodoro Perry a Yokohama en
1853 resultó tan avasalladora. Japón estaba completamente indefenso
porque en los dos siglos anteriores apenas había introducido innovaciones

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técnicas en su Ejército y Armada. A tenor de la experiencia del siglo XVI es


fácil imaginar que, de haber conocido esa tecnología, la habría copiado con
bastante éxito.
El aspecto retrogrado, feudal y autocrático del sistema político japonés
en tiempos de los Tokugawa contrasta vivamente con la complejidad de
su estructura económica y social. Las estimaciones sobre la población son
inciertas hasta 1721, cuando se realizó el primer censo relativamente
fidedigno. No obstante, hay suficientes indicios para deducir dos hechos.
Primero, que la población japonesa creció de forma muy notable entre 1600
y 1721. En el primero de esos años pudo situarse en torno a 15 millones de
personas; en el segundo, en 30. El segundo hecho relevante es que entre
1721 y mediados del siglo XIX, el crecimiento fue muy débil. De hecho, y
según los censos disponibles, habría sido casi nulo hasta 1846; aunque,
como veremos, hay muchas incertidumbres al respecto. En cualquier caso,
esta evolución demográfica es muy distinta, casi opuesta, a la de China.
Salvo por lo sucedido en la segunda mitad del siglo XVIII los ciclos
japoneses son como la imagen inversa de los chinos.
Pero quizás el dato más interesante no es la tendencia, sino el mismo
nivel. Treinta millones de habitantes a comienzos del XVIII son muchas
personas. Y más aún si la comparación se hace con China. Excluidas las
provincias interiores muy poco pobladas de Mongolia interior, Sinkiang,
Tíbet y Qinghai, China tiene una superficie trece veces mayor a la de Japón
(incluida la despoblada isla de Hokaido). Pero a comienzos del siglo XVIII
su población sólo era de un poco más del doble (70 frente a 30 millones de
personas). Es decir, la densidad de población de Japón vendría a ser unas
seis veces mayor a la de esa China “han”. Aunque, como vimos, seguramente
la cuestión no radique tanto en saber si Japón estaba sobrepoblado como si
China estaba infrapoblada. Por eso quizás sea más interesante buscar otras
comparaciones. Por ejemplo, con España, un país “medio”. Japón tiene una
superficie equivalente a sus ¾ partes, de modo que con 30 millones de
habitantes en 1721 su densidad demográfica sería similar a la española…
¡de hoy en día! En fin, todo hace pensar que Japón era un país realmente
poblado.
Y esto tiene una interesante consecuencia: así como en China el modelo
maltusiano clásico es poco menos que insostenible, en Japón resulta más
verosímil. El crecimiento demográfico del siglo XVII se habría basado en la
extensión del cultivo de arroz hacia nuevas zonas, como las llanuras

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aluviales costeras y los valles medios de los ríos (inicialmente ese cereal se
cultivaba en los cursos altos). Asimismo, el cultivo de alubias y cebada hizo
posible ampliar la producción de las provincias norteñas. Sin embargo, a
finales del siglo XVII puede que ya se estuviese alcanzando el límite de la
producción posible con las técnicas disponibles. La superficie cultivada se
había duplicado en los cien años anteriores, y las roturaciones de tierras
habrían provocado una intensa deforestación que, quizás, estaba afectando
a la sostenibilidad agrícola a largo plazo. En cualquier caso, la
sobrepoblación habría llevado a Japón a un estado crítico que podría haber
abocado al país a una sucesión de crisis de subsistencia. O mejor dicho, a
una mayor frecuencia e intensidad de unas crisis de subsistencia que, en
pequeña escala, siempre habían estado ocurriendo. Desde finales del siglo
XVII y a lo largo del XVIII se sucedieron hambrunas cuya gravedad, al
igual que en Europa, resulta difícil de calibrar sobre la base de los
testimonios o los censos.
De modo paralelo, también en esos años se habría incrementado la
frecuencia y gravedad de las revueltas campesinas. En esto, Japón era
muy distinto a China. Los levantamientos campesinos respondían, como
muchas otros procesos, a una pauta “europea”; es decir, poco extensos y
relativamente breves. Eran, en fin, revueltas de pobres causadas por la
escasez, por la ocurrencia de una mala cosecha. Al respecto, las últimas
investigaciones también han sacado a la luz una imagen distinta del papel
de la fiscalidad en su desencadenamiento. Hablando con propiedad, los
campesinos soportaban pocos impuestos porque la principal exacción con
diferencia, la recaudación del arroz, realmente era una renta pagada a los
señores, los daimios o el propio shogun. En cualquier caso, una percepción
menos elevada de lo que tradicionalmente se ha pensado: entre el 20 y el
30% del valor de la producción en los últimos tiempos del shogunato. De
todos modos, habría que añadir diversas imposiciones fiscales como peajes,
vivienda, monopolios o impuestos especiales destinados a cubrir los gastos
de la visita del shogun o del desplazamiento del daimio a Edo. Precisamente
esos ingresos extraordinarios eran los que, a menudo, desencadenaban la
protesta. Todo esto, la estructura y los niveles de los ingresos fiscales, e
incluso el fuerte rechazo de las contribuciones extraordinarias, recuerda
mucho a Europa. Y, desde luego, se aleja mucho de China.
La importancia de la presión fiscal como detonante de la rebelión debe
ponerse en relación con el tamaño de las explotaciones. En Japón, como en

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Europa, hubo un proceso de concentración de la propiedad que agudizaba


la desigualdad entre los campesinos. Este proceso no encontraba una
válvula de escape en la ocupación de nuevas tierras porque éstas cada
vez eran más escasas. De ahí que a medida que la productividad por
unidad de tierra crecía, también lo hacía la desigualdad en su distribución y
las tensiones sociales. En realidad, todos estos procesos venían de mucho
antes del shogunato Tokugawa. Desde la Edad Media en Japón se fueron
conformando grandes latifundios en manos de un reducido número de
señores. Estos percibían rentas que sirvieron para que, especialmente con
los Tokugawa, se construyeran extensas redes comerciales y mercados
internos. Como en Europa, la existencia de fuertes detracciones tenía duras
consecuencias sobre la población campesina, si bien parece que los señores
tuvieron cuidado de levantar la mano cuando la situación podía volverse
peligrosa para ellos mismos. No existiendo catástrofes recurrentes como en
China, y tampoco territorios nuevos que roturar, la población crecía hasta
aquel nivel que permitían los recursos disponibles, dentro de un marco
institucional muy rígido. Las rebeliones, aunque frecuentes, se veían
restringidas por la propia debilidad del campesino.
Esa situación probablemente también explique el comportamiento
demográfico japonés, que tiene características más “europeas” que
“asiáticas”. Ante todo, la tasa de fertilidad era muy baja, lo que tenía como
consecuencia una de las tasas de natalidad más bajas del mundo, del 30‰ y
hasta el 20‰, inferior incluso a la de Europa Occidental en el siglo XVIII. En
parte, ésta era causada por una edad nupcial superior a la de China o India.
Sin embargo, tampoco era tan alta como la europea (en Japón central se
situaba entre los 18 y 21 años) y, además, parece que seguía siendo baja en
la periferia del país (unos 17 años, o menos). Por tanto, necesariamente hay
que buscar otras explicaciones. Al parecer, existía cierta planificación
familiar, pero hay muchas incertidumbres sobre el alcance de los abortos
provocados y los infanticidios. Sobre estos últimos las evidencias son
contradictorias. Las autoridades mostraron su preocupación sobre el
asunto (en Japón, como en el resto del mundo, dominaba un enfoque
“populista” en el que lo deseable para el Estado y la nación era que las
mujeres tuviesen el mayor número de hijos). Sin embargo, los registros
censales apenas encuentran rastros de esta práctica como, por ejemplo, una
mayor proporción de varones con respecto a las mujeres, tal y como sucede
en la China actual desde la implantación de la política del “hijo único”.

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Quizás esa baja fertilidad tenga una mejor explicación en el trabajo


femenino, en una doble dirección: la incorporación de la mujer al mundo
laboral era un incentivo para no tener tantos hijos; y también la excesiva
carga de trabajo dentro y fuera de casa podría haber reducido la fertilidad.
Sea como fuere, la tasa de natalidad era baja; y elevada la esperanza de vida.
Todo lo cual resulta contradictorio con un nivel de vida cercano a la miseria.
De ahí que haya motivos para pensar que, como en Europa, se haya
exagerado la incidencia de las crisis de subsistencia y que el enfoque
maltusiano pueda (una vez más) no ser el más adecuado. Por ejemplo,
existen motivos para dudar de los censos posteriores a 1721, que reflejan
un estancamiento de la población. Más bien, hay motivos para pensar que
la población creció, aunque poco.
Pero lo más notable de la demografía japonesa no está en el campo,
sino en las ciudades. Hacia los siglos XVII y XVIII Japón era la nación más
urbanizada de Asia. Es probable que Holanda, Italia e Inglaterra contasen
con una proporción de población urbana algo mayor. Pero con esas
excepciones, es casi seguro que el resto de Europa y del mundo ofrecería
porcentajes inferiores. Además, en Japón se hallaban tres de las ciudades
más grandes del mundo. A mediados del siglo XVII, Edo-Tokio y Kyoto
albergaban medio millón de habitantes cada una, y Osaka otros 300.000.
Menos de un siglo más tarde, en 1721, Kyoto apenas había crecido, pero
Osaka tenía más de 400.000 ciudadanos y Edo-Tokio alrededor de un
millón. Por tanto, en aquel momento probablemente fuera la ciudad más
grande del planeta. Es importante observar que la distancia entre Tokio y
las otras dos ciudades (muy próximas entre sí) es de tan sólo 400
kilómetros en línea recta; es decir, menos de la mitad de la que separa, por
ejemplo, Londres de Milán. Así pues, Japón central reunía una de las
mayores densidades urbanas del mundo.
Esta estructura urbana revela la existencia de una compleja red
comercial capaz de proporcionar arroz y otras materias básicas a las
ciudades. Esos circuitos comerciales internos han sido bien estudiados. En
esencia, Edo-Tokio y Osaka-Kioto actuaban como los polos de una extensa
red de comunicaciones marítimas y terrestres que cubrían todo el Japón.
Muchas de esas rutas fueron abiertas durante el primer período del
shogunato Tokugawa como consecuencia del fin de las hostilidades en las
que había estado viviendo Japón en los siglos anteriores. Las mercancías
se desplazaban a través de rutas de cabotaje, pues el tráfico rodado era

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más bien escaso; no tanto porque no hubiera carreteras –durante el


shogunato Tokugawa se emprendió una importante labor de
reconstrucción– como por falta de animales de tiro; un problema
crónico en un país con pocos recursos naturales. En Japón había suficiente
variedad de climas como para permitir una cierta especialización regional.
Obviamente, el arroz era la principal mercancía. Pero también ocupaba una
posición preferente en el comercio interno la madera, el principal material
de construcción, y el pescado seco, tan abundante que en ocasiones era
empleado como abono. En fin, mercancías de reducido valor por unidad de
peso. Se ha estimado que el tráfico marítimo de la costa cercana a Osaka
era, a comienzos del siglo XVIII, el mayor del mundo en términos de valor.
Obviamente, en su mayor parte era un comercio interno pues, por
entonces, las restricciones al tráfico exterior con China habían reducido el
número de barcos a 20 anuales (y seguirían disminuyendo a lo largo del
siglo). Además, las principales relaciones comerciales se establecían con la
provincia meridional de Satsuma. Aunque todo el comercio con China (y
aún más con Holanda) se basaba en mercancías de alto valor unitario, en el
propio Japón se fue desarrollando un comercio similar de mercancías
caras. Las producciones locales de sake, tabaco, té o tejidos de seda y
algodón permitieron la supervivencia de localidades apartadas con pocas
posibilidades para mantenerse de forma autónoma, que obtenían su
sustento en el gran mercado de Osaka. El comercio interno también
propicio el crecimiento de ciudades estratégicamente situadas en las rutas
comerciales, como las ciudades-castillo que discurrían a lo largo de la
carretera norte que unía Osaka- Kioto con Tokio.
El crecimiento urbano y la intensa actividad comercial también
alentaron el desarrollo de una intensa actividad manufacturera con
características similares a las de la Europa protoindustrial. En Japón
existían organizaciones gremiales sin autonomía política, pero capaces de
controlar la producción y los mercados urbanos. Esto provocó el
desplazamiento de parte de la producción artesanal hacia el Japón rural. En
algunos distritos la producción artesanal rural empezó a ser mucho más
importante que la urbana, desarrollándose un "sistema doméstico" japonés.
Es decir, un sistema de producción en el que los mercaderes residentes en
las ciudades proporcionaban a los campesinos útiles y materias con las que
elaborar prendas sencillas. Como Europa, Japón conoció su particular
“Revolución industriosa”, en la que la unidad de producción no era el taller

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o la fábrica, sino la familia. Al igual que en Europa, o al menos que en gran


parte de Europa, esa industrialización rural se basó en la intensificación del
uso de la mano de obra, no en una mayor capitalización. Y es que Japón
tecnológicamente no parece haber sido tan innovador como la China de los
Song. Eso sí, pudo aprovechar los avances tecnológicos que aquella nación
alcanzó en la Edad Media y que, con mayor o menor retraso, llegaron al
archipiélago. Como vimos, esa falta de generación de tecnología propia no
podía suplirse con tecnología importada europea debido al sakoku.
Claro que tampoco es fácil entender por qué Japón no generó esa
tecnología. En principio, el país disponía de mercados de capital y
potenciales inversores. El desarrollo del comercio con los Tokugawa
permitió la formación de una clase mercantil con recursos más que
suficientes para emprender cualquier proyecto. El número de banqueros y
cambistas de todo tipo creció espectacularmente durante el siglo XVIII,
poniendo de manifiesto la creciente complejidad de la economía japonesa.
De hecho, la crónica falta de metal precioso para resolver las operaciones
comerciales condujo a que, de modo independiente a Europa, se inventara
el papel moneda. A comienzos del siglo XIX las grandes casas comerciales
japonesas acumulaban riquezas iguales o superiores a las de los grandes
daimios. Al igual que en Europa, la ostentación de esas riquezas por
individuos que no pertenecían al estamento superior estaba mal vista. Pero
a diferencia de Europa, el Estado normalmente apoyaba al estamento noble
frente al mercantil, seguramente porque compartía un mismo cuerpo de
ideas sobre cómo debía regirse la sociedad en su conjunto. Un ejemplo: a
comienzos del siglo XVIII cierto comerciante japonés muy rico fue
expropiado de todos sus bienes precisamente porque su riqueza resulta
ofensiva. Parece que detrás de esta medida subyacía el que muchos daimios
le debían dinero, y esa expropiación era una forma de esquivar los pagos.
No fueron pocas las veces que samuráis y daimios eludieron el pago de una
deuda mediante el sencillo procedimiento de no pagarla. Más allá de lo
escandaloso de estas situaciones, parece claro que Japón se enfrentaba a
problemas similares a los que precedieron al fin del Ancien Régime en
Europa.
Así pues, Japón contaba con mercados de capital, redes comerciales,
centros de consumo y una población “industriosa”, aunque no un gobierno
favorable. Lo último parece poco para explicar el fracaso del país en dar
el salto final a la Revolución industrial. Quizás se puedan encontrar otros

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argumentos semejantes a los vistos con China. En primer lugar, la


sustitución de trabajo por capital no era económicamente viable. En Japón
el precio del capital, el interés, se situaría entre el 10 y el 20%; es decir,
bastante más que en Europa. Esto puede parecer extraño dada la
sofisticación y profundidad de la economía japonesa; pero es que los
prestamistas se enfrentaban a un problema que los europeos padecían
en mucho menor medida: los impagos de quienes se amparaban en su
estamento noble para no pagar. Si las deudas de un daimio podían, llegado
el caso, evaporarse, el coste de los impagos debía trasladarse al resto de los
prestatarios. Por otro lado, los salarios eran demasiado bajos como para
que mereciera la pena sustituir trabajadores por capital. La diferencia con
respecto a China es que no es necesario encontrar explicaciones
complejas. La sobreexplotación del campo justifica la abundancia de mano
de obra rural y urbana y, por tanto, esos bajos salarios.
Desde el lado de la demanda, también hay muchos argumentos para
explicar el atraso industrial. En primer lugar, la propia estructura del
Estado shogunal, tan fuerte pero, a la vez, tan débil, impidió que éste hiciera
una mínima contribución al desarrollo de industrias de capital. Dicho sea de
paso, hubiera sido difícil levantar este tipo de industrias en un país con tan
pocos yacimientos férricos y carboníferos. El mercado privado interno era
una opción mucho más segura; y fue la base del desarrollo “protoindustrial”
de la era Tokugawa. Pero ese mercado estaba limitado por las posibilidades
de crecimiento agrícola en un país que, como vimos, podría estar
acercándose al límite de lo ecológicamente posible. Incluso aunque no
fuera así, el estancamiento del crecimiento demográfico en el siglo XVIII
sugiere que ese mercado estaba limitado.
Por supuesto, quedaba el mercado exterior. Pero de nuevo las
posibilidades eran limitadas y las restricciones severas. Corea, el vecino
más próximo, era una nación poco desarrollada y con producciones
similares (es decir, no complementarias) con las de Japón. Desde comienzos
del siglo XV China había levantado su particular “sakoku”, lo que incluso
había conducido al despoblamiento voluntario de las zonas costeras por la
amenaza de los piratas (a menudo, japoneses). Aunque la situación se fue
normalizando, las desconfianzas mutuas impidieron el desarrollo de una
mayor actividad comercial. El problema estribaba en que ninguna de las
dos partes veía ese comercio como algo necesario, sino más bien como una
fuente de problemas. Lógicamente, la parte que veía más problemas, es

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decir, la que tenía déficit comercial, también era la más reacia; y ésta era
Japón. La falta de una verdadera voluntad de cooperación internacional,
explica que, por ejemplo, las exportaciones de seda cruda de China a Japón
cayeran de modo constante a lo largo de los siglos XVII y XVIII. De hecho,
incluso en la época de mayor apertura y estabilidad, con los shogunes
unificadores, a comienzos del siglo XVI, las miradas fueron puestas en
otras latitudes, como Filipinas y su apetecido “galeón de Manila” con
América.
Un asunto de debate es el papel que habría jugado el sakoku en el
desarrollo industrial de Japón. Se especula con que el cierre de las fronteras
habría tenido un efecto positivo semejante al de un arancel “educativo” en
el desarrollo de una industria naciente. Es decir, habría protegido a la
industria nacional, tecnológicamente ineficiente, de la poderosa industria
occidental. Japón habría podido preservar y fomentar el entramado
industrial –o, mejor dicho, “industrioso” –, y sentar las bases de su posterior
desarrollo. Por tanto, el sakoku, cualquiera que fuera la causa de su
implantación, habría derivado en una política racional y útil. El principal
problema de esta hipótesis es la misma historia de Japón. Desde 1853, y de
forma “contundente” desde 1868, el país se abrió al comercio exterior; y
no parece que ello perjudicara su desarrollo, sino todo lo contrario. Acaso
esto sucediera así porque por entonces el país ya contaba con una red
“protoindustrial” suficiente. Ahora bien: durante gran parte del período de
vigencia del sakoku Europa, es decir, Gran Bretaña, no tuvo capacidad
alguna para competir con Japón en productos comunes de la industria y el
comercio, como el textil. Esto sólo empezó a cambiar en 1780, con la
Revolución industrial. Por eso durante el siglo XVIII India fue un
competidor de Gran Bretaña (no al revés) hasta el extremo de que se
prohibieron las importaciones de calicós. En cualquier caso, esto era un
producto de lujo; lo que es lógico dada la enorme distancia que separaba
la India de Inglaterra. Con más motivo hay que suponer que cualquier
tráfico comercial entre el aún más lejano Japón y Gran Bretaña se
sostendría en productos de lujo. Y, en efecto, ésa era la base del reducido
tráfico comercial realizado por los holandeses en Nagasaki. Resulta poco
menos que inimaginable pensar que, bajo estas circunstancias, Japón
precisase de cualquier clase de protección aduanera.
Así pues, todos los efectos positivos de cierta relevancia que podamos
descubrir en la política sakoku se situarían en las siete décadas que

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trascurrieron entre la Revolución industrial y la Restauración Meiji. Ahora


bien: ¿cambió algo en Japón en esos años? No demasiado. Hubo dos oleadas
de malas cosechas en las décadas de 1780 y 1830, que culminaron con una
tercera en 1866 que aceleró el fin del shogunato, tocado de muerte tras la
llegada de los americanos a Yokohama. A pesar de ello, hubo un modesto
crecimiento demográfico. La economía en su conjunto se hizo un poco
más compleja: los grandes comerciantes se hicieron un poco más ricos, el
sistema financiero se hizo un poco más profundo; las redes comerciales
fueron un poco más densas… Quizás lo más destacado fuera la penetración
de ideas occidentales a través de traducciones y libros importados; lo
que, de todos modos, no supuso un gran cambio para el grueso del
sistema educativo. En resumen, en 1853 Japón era esencialmente el mismo
país que en 1780. Lo que sí cambió, y mucho, fue el no-Japón. Por ejemplo,
en 1780 los Estados Unidos estaban formados por 13 colonias recién
independizadas. En 1853 eran más de 30 estados; y de uno de ellos
California, partió la Armada del comodoro Perry. Así pues, el sakoku sólo
sirvió para retrasar lo inevitable y situar al Japón en una posición más
desventajosa.
Pero entonces, ¿qué es lo que realmente explica el éxito japonés? Japón
aparece como una economía dinámica constreñida por unas instituciones
arcaicas. Pero eso mismo podría decirse de muchas economías europeas en
el siglo XVIII, como Holanda o Francia. Una de ellas, la que tenía
instituciones más modernas, Gran Bretaña, dio el salto a la Revolución
industrial. Es de suponer que, con o sin ese precedente, lo mismo habría
terminado sucediendo en las otras naciones europeas; y también en Japón.
Así pues, quizás debamos pensar que, en el fondo, Japón no es una
excepción a la regla, sino sólo un país “europeo” más. Por supuesto, esto no
es un argumento. Japón no está en Europa; y aunque lo estuviera no
explicaría mucho.
La cuestión es que en la segunda mitad del siglo XIX aquel lejano país
supo adaptar las estructuras políticas y económicas nacionales a las
necesidades de un mundo moderno "impuesto" desde Europa, así como
muchas instituciones tradicionales y las mismas costumbres. Un ejemplo
nada baladí: el cambio en el atuendo de la gente corriente de las ciudades se
realizó en poco más de una década, la de 1870. Esta sorprendente
transformación, como muchas otras, no se realizó en el contexto
"apocalíptico" de una conquista militar como la del Imperio azteca, sino de

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forma ordenada, bajo la dirección de un gobierno surgido de las cenizas del


shogunato, que tenía que hacer equilibrios entre las presiones de los
gobiernos occidentales y de los samurais y otros grupos "nostálgicos". El
hecho de que el cambio tuviera tanto éxito es lo que realmente merece una
explicación.
La clave de esa adaptación y, por tanto, del ulterior progreso, radica en
una de las más sorprendentes características del período Tokugawa, la
educación. En el siglo XVIII Japón era un país con una elevada tasa de
alfabetización, un 40% en los niños y un 15% en las niñas.
Comparativamente, podría estar por detrás de Suecia y Estados Unidos,
pero al mismo nivel que Inglaterra y por encima de la mayor parte de las
naciones europeas. En particular, la tasa de alfabetización femenina era muy
alta en comparación a otros países. Esto contrasta mucho con otros rasgos
de la sociedad japonesa, en la que las mujeres se encontraban en una
situación de clara supeditación con respecto a los hombres.
Básicamente, la enseñanza de las primeras letras era asumida por los
templos y monjes budistas. Hasta la época Meiji no existió un sistema de
escuelas públicas, lo que, en realidad, era muy consecuente con la visión
idealizada de las relaciones sociales preconizada desde el propio
shogunato, en la que samuráis y campesinos compartían una misma
convivencia pero funciones diferentes; entre las de estos últimos no había
lugar para las letras. La enseñanza que seguía a la primaria se basaba en el
magisterio de ciertos sabios que, con el tiempo, solían recurrir a la ayuda de
amanuenses de segundo rango. La clientela de estas incipientes academias
inicialmente estaba compuesta por los hijos de los samuráis; pero de modo
creciente se fueron incorporando los hijos de los comerciantes ricos. La
educación estaba inspirada por principios filosóficos de origen budista y
sintoísta (una confesión religiosa autóctona del Japón) y, posteriormente,
confucianos. En cualquier caso, enfoques moralizantes, acríticos y
conservadores, aunque también relativamente pragmáticos. La educación
técnica y, aún más, científica, brillaba por su ausencia. Las principales
materias de estudio eran de tipo histórico y moral, si bien existía espacio
para enseñanzas de carácter práctico, incluida cierta economía política de
orientación mercantilista. Todo esto ayuda a explicar por qué el sakoku
como programa político y económico nunca fue seriamente cuestionado
por los altos funcionarios ni por la sociedad en su conjunto. Incluso podría

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decirse que las enseñanzas impartidas no sólo no impulsarían el progreso


social y económico del país, sino que explican su estancamiento.
Con todos sus defectos, es significativo el fuerte crecimiento de la
educación, tanto básica como superior, a lo largo del período Tokugawa. Y
también lo es que, especialmente en la primera mitad del siglo XIX, un tipo
de enseñanza más moderna fuera abriéndose paso. En ella los libros de
autores europeos, sobre todo holandeses, jugaron un papel creciente y
relevante. En parte, esto fue debido a la relajación de la censura impuesta a
comienzos del siglo XVI, y que había perseguido cualquier texto en el que
hubiera referencias al cristianismo, por circunstanciales que fueran. Aunque
las enseñanzas impartidas por el sistema educativo japonés no fueran
especialmente adecuadas, al menos existía un porcentaje no pequeño de
población que sabía leer. Es decir, que estaba preparado para asumir
nuevas ideas. La situación es comparable a la de las colonias inglesas en
América del Norte. La población de aquel lugar podría estar formada por
indeseables y fanáticos puritanos que sólo leían la Biblia. Pero leían. Y
proporcionalmente había muchos menos analfabetos que en Europa. Esto
constituyó una ventaja crucial frente a, por ejemplo, América Latina. Del
mismo modo, Japón era una nación con una evidente ventaja sobre sus
vecinos orientales porque disponía de muchas más personas alfabetizadas.
Y esa ventaja ya era reconocible antes de la llegada de 1853. La expansión
agraria del siglo XVII debe parte de sus logros a la difusión de
conocimientos agrícolas a través de folletos y manuales, algo que, en
realidad, se repite en muchos otros países. Esa predisposición está en la
base del posterior desarrollo. Las obras de inspiración occidental y las
traducciones de obras holandesas y de otros idiomas europeos anticiparon
lo que sucedería durante la Restauración Meiji.
Japón superó el reto de Occidente porque era distinto. Era una sociedad
preparada para absorber la tecnología y los cambios institucionales que
implicaba su adaptación a una economía moderna. Esto no quiere decir
que fuera una sociedad moderna. Su sistema político era autocrático y
reaccionario, carecía de un sistema educativo mínimamente aceptable, y
tenía bastante restringidas sus relaciones comerciales. Además, apenas
contaba con recursos mineros. Pero también tenía fortalezas: unas bajas
tasas de natalidad, una población habituada al trabajo industrial doméstico,
unas urbes de tamaño considerable, y un denso tejido comercial e
industrial. En muchos sentidos, Japón era muy diferente del resto de Asia.

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