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2.

Los textos de Historia:


el relato del pasado

Los historiadores y la historia de la nación

La indagación por el pasado está guiada habitualmente por la pregunta


acerca de la propia identidad: quiénes somos, di dónde venimos, a dónde
vamos. En cualquier comunidad compleja, con intereses diversos y
proyectos diferentes, coexisten distintas versiones del pasado, pero entre
tantas voces, la del es tado es la más fuerte. En el mundo inaugurado por la
Revolución Francesa, desaparecidas las legitimidades tradicionales de las
viejas monarquías, los estados se identificaron con naciones. Ellas
preexistían a los estados, los fundamentaban y legitimaban. Para estos
estados, construir un relato de su nacionalidad aceptable para la sociedad fue
y sigue siendo una tarea esencial.
Los historiadores profesionales participan de ella, y ponen a su servicio
el prestigio de su saber. Una parte de su actividad está regida por las normas
de su oficio: el deseo de inquirir sobre lo desconocido, el rigor y la aspiración
a la verdad. Pero este saber histórico suele estar íntimamente relacionado con
aquella otra práctica, más propia de la conciencia histórica, pues ambos
intereses coinciden en el historiador ciudadano. Durante el siglo XIX y buena
parte del siglo XX la práctica profesional tuvo como tema y sujeto principal al
estado nacional, por esa vía, la tarea de un saber especializado y riguroso se ha
integrado con aquella otra del estado, cuyo propósito es explicar y a la vez
construir la nacionalidad en la sociedad por él regida. En esa tarea, la escuela
ha sido su instrumento principal. La Historia fue en la escuela no sólo una
disciplina de saber, sino un poderoso instrumento para identificar con la
comunidad nacional a cada futuro ciudadano que pasaba por sus aulas.
Es posible examinar la obra de los historiadores profesionales desde esa
perspectiva: la construcción de la nacionalidad. Los textos fundadores de
Bartolomé Mitre y Vicente Fidel López proyectaban hacia el pasado la
existencia de una nación que ellos mismos, y sobre todo el primero, estaban
construyendo desde sus funciones en el estado. Con la llegada del siglo XX,
mientras José María Ramos Mejía se ocupaba desde el Consejo Nacional de
Educación de dar forma a los principios de la “educación pat riótica”, un
conjunto de jóvenes historiadores tomó como tarea propia la elaboración de
un relato del pasado adecuado a este objetivo: entre ellos se encontraban
Emilio Ravignani, Ricardo Levene, Rómulo Carbia y Diego Luis Molinari,
quienes más tarde serían reconocidos como los creadores de la Nueva
Escuela Histórica Argentina. A lo largo de varias décadas de intensa
actividad, este grupo elaboró una imagen del pasado argentino tan
consistente que se transformó en sentido común, al punto que aún hoy es fácil
encontrar sus rastros en diferentes ámbitos educacionales y académicos.
Ese éxito tan notable no fue casual. Cumplieron con eficacia la tarea de
ofrecer una “historia nacional" con todos las señales y los avales del rigor
historiográfico. Crearon las ins tancias académicas e institucionales que
constituyeron en adelante los peldaños de una verdadera profesión histórica.
Establecieron una estrecha y fluida relación con una elite social y política
preocupada por construir una identidad nacional mediante el u so privilegiado
de la disciplina histórica.2 Por último, se preocuparon por difundir su
producción entre un público amplio, incluyendo el uso de las diversas
instancias del sistema educativo.3
A pesar de las múltiples diferencias en la producción de cada uno de
ellos, los historiadores de la Nueva Escuela compartieron una serie de rasgos.
Se ha señalado su identidad generacional; también, que se trata de la primera
camada de intelectuales que reflexionó sobre el pasado nacional sin tene r
vínculos directos, personales o familiares, con los temas que estudiaban, ya
que en su mayoría pertenecían a familias de inmigrantes recientes. Pero sin
duda resultó determinante el hecho de que se tratara del primer grupo de
historiadores que adecuó su producción a una serie de parámetros de
legitimidad y rigor considerados científicos y académicos. Esta adecuación se
dio de un modo natural, pues se trataba de parámetros e instituciones que ellos
mismos estaban creando. En conclusión, la Nueva Escuela no sólo reunió la
primera camada de historiadores profesionales, sino que ellos fueron quienes
definieron el significado mismo de la profesionalidad historiográfica.
Desde esta sólida posición, elaboraron una imagen de la disciplina y del
pasado en la que —a los fines de este estudio— es posible destacar un
principio: la disciplina y el relato de la his toria debían tener como objetivo la
formación de la nacionalidad y la difusión de un conjunto de valores asociados
con ella, la nación era el principio organizativo y estructurador de todo relato
o explicación del pasado. La idea de nación que subyace % en sus textos se
asienta en una definición territorial y jurídica, y sólo en menor medida en
presupuestos sociales o culturales: por esta razón sus relatos suele n concluir
en 1862, con la definitiva incorporación de Buenos Aires a la Confederación,
o en 1880, con la derrota de Buenos Aires por el gobierno nacional, y la
integración a su control de los territorios ganados a los indígenas. Dentro de
esta estrecha versión del pasado narrable, el interés se centraba sobre todo en
el momento de constitución | de la nación, es decir la etapa revolucionaria y
posrevolucionaria, hasta la llegada de Rosas al poder. A partir de 1862, la
nación se consideraba definitivamente instalada y capaz de contener todos los
disensos. Temas como la inmigración de fines del siglo XIX apenas entran
dentro de sus preocupaciones. Estos autores se alejaron de Mitre —a quien
seguían en su preocupación por la prueba documental— cuando se
preocuparon por reinstalar a los caudillos federales, incluyendo al propio
Rosas, dentro del pasado nacional legítimo. Para ello, rescataron los principios
del federalismo, y a la vez instalaron el tema de la pasión por la defensa de la
soberanía nacional que habría caracterizado a dichos caudillos.
La primera crítica importante a esta perspectiva provino de un amplio
conjunto de visiones del pasado que habitualmente se conocen como
"revisionismo". Aunque sus autores generalmente tuvieron presencia en las
instituciones oficiales y académicas, querían presentarse como revestidos de
una romántica marginalidad y como creadores de una suerte de
“contrahistoria”.4 La crisis ideológica de la primera posguerra, y la difusión
de principios organicistas y nacionalistas, pronto repercutieron en las
miradas sobre el pasado. Alentados por el impulso del golpe de septiembre
de 1930, un conjunto de intelectuales buscó reinterpretar el pasado en una
clave nacionalista militante. Ésta se apoyaba en dos temas principales: el
odio a Gran Bretaña, con la consiguiente relectura positiva del legado
hispánico-católico, y el rescate militante de la figura de los caudillos, y en
particular de Rosas. Este giro intelectual trató de ofrecer una nueva visión
del pasado nacional para una elite tradicional que debía renovarse; a la v ez,
buscó dar respuestas a la crisis de un conjunto de valores, que englobaban
bajo el rótulo de liberal. Por otra parte, basándose en el modelo de los
caudillos y de Rosas, intentó establecer nuevas alternativas para la
vinculación entre esas elites políticas y las masas, que hasta ese momento
profesaban una férrea lealtad al radicalismo yrigoyenista. Así, esta primera
generación de historiadores revisionistas —sus integrantes, como los
Irazusta, Carlos Ibarguren o Ernesto Palacio, provenían de familias
tradicionales— tenía poca simpatía por una perspectiva del pasado en la que
los sectores populares tuvieran alguna autonomía en sus acciones.
Los autores revisionistas retomaron de la Nueva Escuela el interés por
la cuestión nacional, la preocupación por la difusión amplia de sus textos y
la creación de instancias académicas e institucionales de legitimación
propias,
como fue el Instituto de investigaciones Históricas “Juan Manuel de Rosas”.
En cambio, discutieron la pretensión del valor irrefutable de la prueba
documental: como había sostenido Vicente Fidel López en su controversia
con Mitre, para ellos la erudición no sustituía a la interpretación. Estos
historiadores cambiaron el sentido de los datos reunidos por los historiadores
“liberales" y construyeron interpretaciones diferentes y antagónicas. Con el
tiempo, muchos de estos historiadores revisionistas manifestaron interés y
hasta devoción por la prueba documental, pero sólo en el caso de que ésta
confirmara una interpretación previa, que no surgía necesariamente de ella.
Con la llegada del peronismo, muchos revisionistas —no todos—
creyeron que había llegado la hora de la victoria. Encontraron algunos
espacios en ámbitos oficiales o universitarios, pero el estad o peronista se
negó a adoptar como propio el credo revisionista. Para el régimen, era mucho
más importante ligarse con un pasado heroico más difundido y establecido,
como era el de la Nueva Escuela Histórica, que buscar su legitimidad en
versiones heterodoxas y demasiado conflictivas. Luego de 1955 esta
situación cambió. Con la proscripción del peronismo, y su calificación como
“segunda tiranía”, y en el marco de la llamada “resistencia”, el movimiento
peronista encontró en la interpretación revisionista un a explicación del
pasado acorde con su propia realidad. Por una parte, ésta establecía un linaje
para la estrecha relación entre el pueblo, portador del alma de la nación, y su
líder; por otra, Rosas y Perón compartían una proscripción sancionada por
elites a las que se identificaba como “liberales”, “oligárquicas” y “enajenadas
a los intereses extranjeros”. De acuerdo con la tradición romántica que
informa esta versión, el pueblo era la expresión prístina de la nación. Creció
así una versión más popular y plebeya del revisionismo, delineada ya en los
años treinta. Sin descartar el tema clásico de la enajenación de las elites y del
líder que encarna al pueblo, intentó subrayar el protagonismo popular en el
pasado y ponerlo en consonancia con la resistencia p eronista. El más
destacado
exponente de esta versión fue José María Rosa, cuyas obras tuvieron una
enorme difusión.
Por su parte, a medida que fue aproximándose al peronismo, la
izquierda política se acercó a estas versiones del pasado. Lo hizo en el marco
de las claves ofrecidas por la lucha antiimperialista, los procesos de
descolonización y sobre todo la Revolución cubana. Muchos de estos autores
aportaron cierta actualización teórica a una corriente muy heterogénea pero
que, en este aspecto, no había innovado prácticamente en nada. De este
modo, en su espectro total, el revisionismo llegó a incluir vertientes tan
distintas como la aristocratizante, el integrismo católico, el populismo o el
filomarxismo.
Entre 1955 y 1975 los revisionistas, en sus variadas versiones, se
esforzaron por imponer su presencia en el espacio público. La
heterogeneidad teórica y política no fue una dificultad, e incluso la
plasticidad del discurso ayudó a ocupar zonas diversas. Recurrieron a todo
tipo de canales, emulando el espíritu de empresa militante de la izquierda
socialista en los años veinte y treinta: editoriales de libros y de revistas,
conferencias, manuales escolares. El éxito de estas iniciativas en el marco de
la polarización política de fines de los sesenta y comienzos de los setenta fue
rotundo; al concluir este período, José María Rosa podía suponer, sin
equivocarse demasiado, que su interpretación ya era parte del sentido común
de los argentinos. Luego de 1975 la presencia del revisionismo fue
declinando, al tiempo que cambiaban las preocupaciones de la política. Una
mirada distinta de la historia provino de la “historia social”, una corriente
más estrictamente académica que comenzó a desarrollarse en la Universidad
en los años sesenta, pero fue eliminada tanto por las sucesivas dictaduras
como por la ola de politización de los setenta, que encontró más afinidades
con el revisionismo. Durante los años de la última dictadura, y en ambientes
académicos alternativos, la “historia social” adquirió u n predominio que se
consolidó en las universidades luego de 1983. Pero por entonces no
estableció diálogo ni polémica con el revisionismo, que fue diluyéndose del
debate público.
Dada la fuerza de estas tradiciones historiográficas, confrontadas pero
coincidentes -*-con excepción de la “historia social" — en cuanto a la
significación de la nación en la construcción del relato histórico, resulta fácil
de explicar que la Historia escolar sea también un relato sobre la identidad y
el ser nacional. El principio de nacionalidad se apoya en un supuesto
categórico: la inmanencia y la transparencia de la nacionalidad. Sin embargo,
los contenidos de lo que se ha considerado la nación han sido diversos y
variaron históricamente. En consecuencia, es legítimo interrogars e sobre las
características de la nación que se despliega en los manuales: el tono
estatalista, unívoco y sospechoso respecto de todo lo exterior que se
descubrirá en ellos, no se desprende necesariamente de su enfoque nacional
y requiere de explicaciones complementarias. En la Argentina de los años
treinta y cuarenta esta tendencia formaba parte de un universo cultural mucho
más extendido que el de los textos escolares; nuestra pregunta se refiere a la
manera como éstos, instrumentos del sistema educativo, elaboraron tales
convicciones y valores generales, y los transformaron en saberes
ritualizados, certidumbres y lugares comunes sobre el pasado de la nación
argentina.
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1

La construcción del relato histórico

El análisis de los manuales se iniciará con la reforma de planes de


estudio de 1956, que consagró un modelo curricular anterior. En él se
destinaba el tercer año de la escuela media a un curso de Historia argentina
que sucedía a dos cursos de Historia general: uno de Historia antigua y
medieval y otro de Historia moderna y contemporánea. 5 Por otra parte, por
aquellos años se instaló una nueva modalidad en la producción editorial de
textos escolares de Historia; una característica fue la presencia dominante de
un grupo de autores provenientes del ámbito de la enseñanza media, que
desplazaron a aquellos que venían
i
del campo académico historiográfico. Estos profesores hicieron de la
escritura de manuales una parte importante de su profesión, sin incursionar
ellos mismos en las tareas de investigación, que la Nueva Escuela había
impuesto como paradigmáticas de la historia profesional. 6
La llegada de nuevos autores reprodujo y cristalizó la hegemonía de la
versión del pasado elaborada por la Nueva Escuela. Alejados de toda práctica
historiográfica, su condición de traductores hizo inevitable este resultado.
Aunque en menor proporción, por estos años el revisionismo también inspiró
algunos manuales escolares; a través de ellos llegó al ámbito educativo la
polémica que mantenían en espacios culturales más amplios. 7 No se trasladó
por ello a la escuela el estilo polémico y hasta faccioso característico de esos
otros espacios; se trató de versiones más moderadas, tal vez consideradas más
adecuadas para la lectura de niños y adolescentes. Esto concurría a una
homogeneidad de las versiones del pasado destinadas a la escuela, que
permite explicar la persistencia de estos autores y su fuerza residual en
algunos manuales presentados como renovadores luego de 1983.
Por otra parte, este recambio de autores estuvo acompañado de algunas
novedades en las propuestas editoriales. Aunque se mantuvo el manual de
texto compacto y extenso, interrumpido por frecuentes títulos y subtítulos, las
ilustraciones fueron más abundantes, se incorporaron propuestas de
actividades didácticas, como preguntas referidas a los contenidos, y se
agregaron documentos a modo de ilustración. Aunque es difícil comprobarlo,
es probable que la ventaja fundamental que editoriales y profesores hayan
advertido en estos nuevos textos fuera el uso de un lenguaje considerado más
llano y sencillo que el de los libros anteriores. Como sea, el éxito de las
editoriales que lanzaron estos nuevos autores al mercado fue rápido y
contundente y esos manuales se utilizaron por años. La reforma aprobada a
fines de 1978 pudo hacerlos inadecuados para los nuevos programas, que
repartían la Historia argentina en los cursos de se
gundo y tercer año, junto con las partes correspondientes de la Historia
general. Sin embargo, las editoriales cortaron y pegaron fragmentos de los
viejos manuales para adecuarlos a los nuevos programas, con lo que se
prolongó su vigencia por unos años más.
Otra característica compartida por este conjunto de textos es el recorte
de aquello que consideran el pasado narrable de la Argentina. Siguiendo los
programas diseñados sobre las perspectiva de la Nueva Escuela, la historia
nacional se inicia con la llegada de los primeros europeos al territorio del
actual estado argentino, a través de las llamadas corrientes colonizadoras, en
ocasiones, esto puede incluir una descripción de las culturas aborígenes. A
continuación, se analiza la evolución de la organización administrativa
española, sobre la base del mismo escenario. La narración de los
acontecimientos del siglo XIX —un período que se abre con la primera
invasión inglesa de 1806 y se cierra en 1862 o en 1880— insume la mayor
cantidad de páginas. Finalmente, se incorpora un breve apartado en el que se
describe la etapa subsiguiente, que puede llegar hasta 1912, 1930 o tal vez
1945: se trata de una exposición sumaria de la obra de los sucesivos gobiernos.
En suma, desde el desembarco de los primeros españoles, se descubre la
presencia de una nación, que es anterior al estado; una extensa exposición
sigue las alternativas de éste, hasta su definitiva consolidación. Para los
autores, la certeza sobre este hecho basta para concluir que no es necesario
seguir dando cuenta del pasado nacional.
La estructura narrativa se construye sobre un relato político - militar, aun
cuando no faltan puntos breves, aislados y frecuentemente inconexos en los
que se describen algunas características de la sociedad y la economía. Se trata
de una historia política en la que, sin embargo, se encuentra ausente todo
contenido específicamente político, es decir un campo de disputa por el poder
entre individuos y grupos con intereses, ideas y objetivos cambiantes,
diversos y enfrentados. Más que de una historia política, se trata de una
epopeya patriótica. No se ignoran los con
flictos, como los que dividen a unitarios y federales, pero siempre quedan
diluidos frente a un proceso mítico e integrador de construcción,
desinteresada, patriótica de la nación primero y del estado después. Ciertos
personajes son criticados de un modo categórico por algún autor; pero no tanto
por la posición propiamente política, sostenida en valores de la época, como
por su mayor o menor capacidad para encarnar la historia mítica y unívoca de
la epopeya nacional.
Paradójicamente, en unos textos en los cuales el mito del origen
nacional organiza toda la narración, este origen carece de una manifestación
empírica concreta.8 El gesto explícito de una búsqueda arqueológica de la
nación supone la traslación hacia el pasado de una esencia que, en sus rasgos
determinantes, se considera completa y acabada desde el mismo momento
en que se aborda la primera página del manual y se identifica a los
aborígenes “argentinos”. A partir de es e instante, esta esencia atraviesa años
y períodos, siempre igual a sí misma. La nación, que funciona
simultáneamente como sujeto protagónico y principio último explicativo de
todo el devenir histórico, es radicalmente ajena a toda historicidad. Puede
especularse que, de quedar establecido un origen concreto, la consiguiente
historización de la nación haría necesario pensar en una entidad incompleta
y variable; pero esto es inconcebible en los manuales. 9
A partir de este criterio inicial es posible descifrar el modo como se
estructura el relato, pues la mirada centrada en una esencia inalterable debe
ser compatibilizada con una narración que asuma una perspectiva
cronológica. De este modo, van apareciendo sucesivos momentos
fundacionales; cada uno de ellos vuelve a inaugurar una entidad que, de
todos modos, existe completa desde siempre. Las instancias de estas
sucesivas inauguraciones rituales de la nación han sido establecidas
canónicamente por décadas de historiografía: la llegada de los españoles, su
organización administrativa —en particular el virreinato—, las invasiones
inglesas, la crisis revolucionaria y la independencia, las luchas entre
federales y unitarios, la organización del estado.
Esta incongruencia en un relato histórico que carece de una perspectiva
histórica es el logro más destacado de los textos y, probablemente, uno de los
tópicos más exitosamente difundidos a través del sistema educativo en
general. La Historia argentina escolar opera menos como la explicación o el
desarrollo de procesos del pasado, que como un ritual pedagógico, de
pretendida base científica, necesario para cumplir con la prescripción de una
educación patriótica destinada a la formación del “hombre argentino”.

La ocupación del territorio argentino


En ausencia de una cultura indígena importante o de un acto único de
fundación jurídica por parte de los españoles que pudiera ser convertido en
referencia de la nación, el primer elemento que garantiza su existencia
material en el pasado es el territorio, reconocible de un modo impreciso a
partir de los límites del actual estado argentino. El territorio es el principal, y
por el momento único, camino para encontrar a la Argentina en el pasado
colonial. Esta premisa puede ser observada reiterativamente en diferentes
pasajes de los manuales y en los propios programas, que prescriben e' estudio
del “Descubrimiento y ocupación del actual territorio argentino” (bolilla 1 del
programa de 1941). Esto contrasta con otras historias nacionales, como la de
Chile, donde la nación esencial aparecería completa en el acto de fundación
de la ciudad de Santiago por Pedro de Valdivia. 10
En los libros de texto argentinos, la elección de un fundamento territorial
tiene como primer propósito ofrecer un criterio unificador para sucesos que
de otro modo aparecerían como inconexos. El actual territorio argentino fue
descubierto, ocupado y gobernado desde distintos centros administrativos
mayores, para los cuales estas regiones de frontera ocupaban un lugar
marginal. Sin embargo, es muy poco lo que se estudia sobre esos centros
principales, prefiriéndose atender a las subunidades administrativas instaladas
dentro del actual territorio argentino. En él manual de Ibáñez se busca resolver
el problema de la diversidad de orígenes que suponen las tres corrientes
colonizadoras:
“Está plenamente comprobada la unidad, o mejor dicho, la vinculación de
las tres corrientes pobladoras de nuestro territorio (...) la obra civilizadora
no derivó de un simple capricho, sino que se llevó a cabo de acuerdo con
un plan preconcebido” (Ibáñez, 30).
El plan preconcebido, la obra civilizadora, funden la diversidad en la
unidad, al tiempo que ofrecen al mito nacional una base racional y progresista.
Pero esta explicación es sólo un agregado a la de la unidad territorial, más
destacada: con excepción del texto de Fernández Arlaud, que por su
fundamentalismo católico encuentra en la religión una segunda señal de
unidad y continuidad, ni siquiera la cultura es utilizada como una marca
posible de identidad en el pasado. Para este autor, la continuidad con la
empresa religiosa conduce, además, a privilegiar el período de los Habsburgo,
por sobre el de los Borbones ilustrados; en los demás manuales, en cambio,
cualquier continuidad espiritual con el pasado colonial sólo puede ser
encontrada desde la llegada de los Borbones al trono español.
Además de ser la garantía de la unidad del origen de la nación, el
territorio es exaltado como el componente primero y esencial de la
nacionalidad; por lo tanto, su mención y su imagen desempeñan un papel
preponderante en la definición de lo nacional, tanto en el pasado como en el
presente. Así, es común leer frases como ésta: “ [Sancti Spiritu] fue la primera
población de blancos levantada en tierra argentina; allí se cultivó por primera
vez en nuestro suelo” (Astolfi, 5). La reiterada utilización del posesivo nuestro
refuerza el efecto de identificación del lector con el pasado y con el territorio.
Este efecto también se encuentra presente en un despliegue cartográfico que
tiende a asociar la nacionalidad con un determinado contorno gráfico: para el
estudio de la conquista, la colonización
y la evolución administrativa hasta la creación del virreinato, es habitual que
se utilicen mapas que destacan los límites actu ales de la Argentina.11
Una vez que la identificación del territorio ha permitido extrapolar la
nación al período de la conquista y la colonización, los autores pueden incluir
los contenidos formales de; una historia patriótica y moralizante:

“ El actual territorio argentino fue descubierto y colonizado por hombres


que penetraron por el norte (desde el Perú), por el este (desde España) y
por el oeste (desde Chile). T odos ellos merecen nuestra admiración, porque
para lograr su propósito tuvieron que vencer las múltiples dificultades..."
(Etchart -Douzón, 19).

La unidad territorial permite transformar a los protagonistas en objeto


del culto patriótico; se trata de uno de los registros fundamentales de la
historia nacional que se despliega en los manuales.
El arraigo territorial de la nacionalidad no es un componente original en
la tradición historiográfica; sin embargo, a partir de los años cuarenta y
cincuenta del siglo XX la sensibilidad sobre esta cuestión se exacerbó por el
ascenso de los análisis geo- políticos durante los años de la Guerra Fría, tal
como se explica en el Capítulo 3. Las versiones escolares del pasado nacional
registran esta sensibilidad exacerbada: sus explícitos objetivos pedagógicos,
dirigidos a la formación de una conciencia nacional, las hacen
particularmente permeables a los componentes de sospecha, paranoia y
militarismo que caracterizan el discurso de la geopolítica. El territorio,
fundamento de la nación y de su pasado, es también un territorio amenazado.
Para comprender este razonamiento, es preciso subrayar que la cuestión
territorial sufre una radical deshistorización. Una de sus consecuencias es la
primera definición del nosotros y los extranjeros en un juego de asociaciones
positivas y negativas construidas a partir de ese territorio. La asociación
positiva se da con
España: incluso en la pluma de autores no hispanistas, la presencia de
peninsulares en el territorio denominado argentino establece una continuidad
indiscutible entre el Imperio español y la actual República Argentina. El
mecanismo de esta asociación identitaria se basa en una concepción nunca
explicitada por los autores, pero que resulta fundamental para comprender su
razonamiento. Consiste en la anacrónica atribución de todos los rasgos de los
modernos estados nacionales —en cuanto forma de organización del poder
político de los estados y de las relaciones que se establecen entre ellos— a
los estados anteriores al siglo XIX, momento en que aparece históricamente
esta modalidad de organización estatal. Este recurso, que es la condición
misma del análisis en el caso argentino, se reproduce en cualquier otro caso,
ya se trate de la monarquía española, de sus rivales —como las monarquías
británica o portuguesa— o. como se verá, de las restantes naciones que
forman parte del Imperio español en América. .
Si la nación española es, al menos en parte, la nación argentina,
portugueses y británicos son necesariamente extranjeros. El programa de
Historia argentina utilizado desde 1956 titula la descripción de las
incursiones de holandeses, ingleses y portugueses sobre el territorio ocupado
o reclamado por el Imperio español como los “amagos extranjeros”. Los
manuales analizados usan casi siempre este mismo giro u otros similares,
como por ejemplo: “Los amagos extranjeros sobre nuestro territorio”
(Fernández Arlaud, 65) o “Incursiones extranjeras en el Río de la Plata”
(Miretzky, 118). Esta versión es definitivamente unánime cuando se trata de
afirmar los derechos de la monarquía española sobre las islas Malvinas. De
esta manera, los conflictos y las rivalidades entre las potencias monárquicas,
durante la expansión ultramarina del núcleo europeo de los siglos XVI a
XVIII, son estudiados en una clave anacrónica, completamente ajena a su
tiempo. Los frecuentes acuerdos y desacuerdos militares y diplomáticos, las
intrincadas negociaciones en los que las monarquías de base dinástica
se traspasaban territorios con total libertad, se analizan con el lenguaje
territorial propio de los modernos estados-nación.12 Esto supone una notable
confusión acerca de la función que los territorios tenían para estas
monarquías; sobre todo, se instala y consagra en el pasado más lejano una
mirada crispada, basada en el irredentismo territorial, es decir, en la idea
según la cual un territorio pertenece indiscutiblemente a una nación por ser
un componente esencial de ella, ya sea por razones históricas, de lengua, de
raza o cualquier otra similar.
Así, las potencias extranjeras son naturalmente agresivas y expansivas,
una afirmación fácil de probar empíricamente en pleno período de expansión
colonial, si se comparten esos supuestos. Por su parte, el Imperio español
resulta ser siempre un estado pacífico y agredido, que sólo defiende sus
derechos indudables; se trata de una certidumbre mucho menos evidente, en
ese mismo contexto, pero que en los manuales se defiende con ingenua
convicción. En primer lugar Portugal —que con naturalidad se transforma en
Brasil, y en menor medida Gran Bretaña y Holanda, hacen su ing reso en los
manuales como eternos culpables, con ocultos intereses que se materializan
en pretensiones territoriales. La utilización de los principios territoriales
irredentistas en la explicación del funcionamiento de la mesa de negociación
de las monarquías, es uno de los procedimientos más incongruentes de las
miradas nacionales del pasado. Sin embargo, su éxito en el sentido común
sobre el pasado nacional es indudable; no sólo es habitualmente usada por
historiadores y autores de manuales, sino también en ámbitos políticos,
diplomáticos y militares.
El territorio asimismo permite diferenciar a la Argentina de las otras
naciones pertenecientes al Imperio español. El relato va siguiendo los
sucesivos cambios de la administración colonial sobre el actual territorio
argentino; como se ha visto, esto obliga a los autores a describir fragmentos
muchas veces marginales de unidades administrativas mayores, cuyas sedes
se encontraban lejos de esta unidad territorial. Esta curiosa mirada tiene
como
consecuencia la inmediata nacionalización —y la consiguiente
extranjerización— de lo que hoy son Chile, Paraguay, Peni y el Uruguay. La
clave territorial que permite nacionalizar la historia colonial argentina, a la
vez nacionaliza la de los actuales estados limítrofes —o mejor dicho, la de las
administraciones que en mayor o menor medida coinciden con sus territorios
actuales—, cuya entidad se construye especularmente sobre la propia imagen
de la nacionalidad argentina. Esta mirada, común en los texto s de Historia
argentina que circularon hasta 1978, desaparece en parte en los posteriores,
pues al incorporarse la historia nacional en una historia general con centro en
Europa, se presta más atención a la organización de toda la administración
española en América.
Más que una historia administrativa, los manuales siguen la senda a
través de la cual los territorios argentinos van unificándose naturalmente bajo
una única administración, proceso que culminará con la creación del
virreinato. La clave territorial de la presencia de una nación en el pasado
también tiñe las miradas sobre los grupos indígenas precolombinos.
Nuevamente, los límites del actual estado argentino sirven para recortar el
universo de los grupos que quedan dentro o fuera del manual. Para Et- chart-
Douzón, éstos son los indígenas que “poblaron nuestro territorio” (9); para
Fernández Arlaud, “los indios que habitaban estas tierras” (9). Tampoco en
este caso se trata sólo de un simple recorte. Si las poblaciones indígenas son
autóctonas respecto del territorio argentino, ¿no deberían compartir la
nacionalidad y ser parte de ella? De esta manera, el gentilicio se extiende del
territorio a las mismas poblaciones: así, Ibáñez menciona a los “indígenas
rioplatenses” (8), Rampa y Drago a los “aborígenes argentinos" (89 y 69) y
Drago recurre al integrador “nuestros indígenas” (70). Para Fernández
Arlaud. la condición de incorporación de los indígenas a la nacionalidad es
además el resultado de la obra misionera de los clérigos (9).
En todos los casos, esta incorporación de las poblaciones autóctonas a
la nación está muy lejos de asimilarse a las reivindica
ciones indigenistas que circulan en nuestros días. Mientras que éstas se basan
en el reconocimiento de sus diferencias e identidades étnicas, en los manuales
se trata de extender la idea de la homogeneidad nacional a cualquier zona
posible de un pasado identificado simplemente por la ocupación del
“territorio argentino”. La ausencia de una cultura autóctona desarrollada —
al estilo de las que se atribuyen a México, Bolivia o Perú — impide que la
nacionalidad argentina incorpore rastros del mundo indígena: la
nacionalización de las poblaciones autóctonas es resultado exclusivo de su
presencia en el territorio nacional.

El virreinato argentino
Al llegar al momento de la creación del virreinato, los textos comienzan
a realizar con mayor facilidad la traslación al pasado del principio de
nacionalidad. La estructura narrativa establecida postula div ersas y sucesivas
fundaciones de una entidad esencial, la nación, que sin embargo es concebida
como completa antes de esos momentos fundantes. De acuerdo con ella, la
organización administrativa de 1776 le da a la nación una nueva partida de
nacimiento; a partir de ese momento, el territorio se asocia con un principio
jurídico-político para conformar una unidad invulnerable. Debido al carácter
eminentemente político de estos relatos del pasado, la autoridad centralizada
en Buenos Aires permite sostener el mito de los orígenes de un modo más
sólido y natural. Para Fernández Arlaud, la creación de “nuestro virreinato”
supone la definitiva implantación del principio de “integridad geográfica”
(71, 73) que se refuerza por la definitiva incorporación de las zonas del
Tucumán y Cuyo. “Evidentemente. la cordillera separaba de Chile a los
cuyanos y Carlos III, al crear el virreinato, así lo comprendió” (Fernández
Arlaud, 40). La unidad territorial es previa al acto de creación de la unidad
administrativa, y en todo caso, esta última se concretó naturalmente apenas
tal evidencia fue reconocida por quienes tenían la capacidad para definir
límites administrativos en América.
Esta nueva fundación de la nacionalidad vuelve también sobre la visión
de la extranjeridad agresiva de ingleses y portugueses: se insiste en que las
razones geopolíticas y las amenazas territoriales extranjeras fueron
determinantes para la decisión de la corona. La materialidad jurídica de la
nación argentina nace de un gesto de sospecha hacia los ext ranjeros: en el
texto de Rampa, la sección correspondiente se titula “Fundación del Río de
la Plata: una medida impuesta por la geopolítica” (288, bastardilla nuestra).
En este punto se abre una nueva dificultad que se manifestará
plenamente en los apartados siguientes: la identificación del virreinato con
la Argentina, en un esquema en que la tensión por el territorio es tan marcada,
expande de un modo por demás arbitrario los límites nacionales, que hasta
ese momento habían permanecido dentro de las front eras actuales. El
virreinato con sede en Buenos Aires ofrece una primera realidad jurídica al
mito territorial, pero esta realidad incluye territorios de otros futuros estados:
en términos generales, los textos aceptan esta repentina expansión con
natural orgullo, y esto se transformará en la base de un nuevo mito, que se
desplegará a raíz del estallido revolucionario.
En varios manuales, la creación del virreinato es la ocasión en que se
desarrollan algunos puntos, breves y marginales, sobre economía y cultura.
En ellos puede observarse la aparición de ciertos rasgos también atribuidos
a la nacionalidad, en particular la aparición de la economía pastoril y de la
figura del gaucho. Pero, a tono con los ejes eminentemente políticos de estos
textos, se trata de elementos secundarios.

Los argentinos enfrentan las invasiones inglesas


Las invasiones inglesas desempeñan un papel fundamental en la
construcción del mito de la nacionalidad: así como la unidad territorial es un
supuesto ahistórico de partida, y la creación del virreinato permite identificar
un momento donde se manifiesta la presencia política de la nación, las
invasiones inglesas son
el momento en que los habitantes de esta unidad territorial y política adquieren
conciencia de su pertenencia. Otra vez es una agresión extranjera la que permite
la nueva fundación de la nación. Aunque para la visión de los manuales la
identidad de los habitantes no es un requisito indispensable para su existencia,
igualmente celebran el momento en que esta identidad se manifiesta. Según
Lafont, “las invasiones demostraron a los propios americanos su valor como
colectividad" (32); para Astolfi “revelaron a los criollos su importancia como
pueblo” (104); Etchart- Douzón dicen que “el pueblo adquirió en ellas
conciencia de su valor” (99); para Ibáñez, “el pueblo adquirió conciencia de sus
propias fuerzas” (115) ya que “era evidente que sólo el pueblo mantenía la gloria
del triunfo sobre los ingleses" (105). Hay una idea central: un pueblo identificado
con una nación que adquiere conciencia de sí mismo; también resultan
significativos los adjetivos atribuidos al pueblo, ya que despliegan todo el
repertorio de la grandeza nacional: fuerte, importante, valeroso, glorioso. Pero
también se advierte que las invasiones no crean un pueblo con estos atributos;
sólo lo hacen consciente de su existencia. Como cualquier otro componente de
la nacionalidad, el pueblo no tiene un origen histórico concreto sino que siempre
estuvo presente. Como afirma Ibáñez, las invasiones fueron “un sacudimiento
en el espíritu aletargado de los habitantes del Plata” (115): el pueblo estaba allí,
sólo faltaba que una gesta sacudiera su letargo.
Si en términos generales las invasiones son el momento en que una nación
ya existente adquiere conciencia de sí misma, esta revelación se alimenta de una
serie de contenidos concretos. El primero de ellos, y tal vez el más
frecuentemente citado, es la definitiva separación de la nación respecto del ser
español. Esta separación se manifiesta en el par que ocupará un lugar central
hasta 1820: criollo/español. La identidad criolla es una condición elemental de
la nacionalidad, y en adelante ambos conceptos funcionan como sinónimos. En
la aparición del “alma criolla” (Lafont, 28) que de aquí en más se alzará contra
el “mandón europeo” (Lafont, 29) ya que “el elemento nativo se organizó
militarmente y (...) desde entonces surgió el antagonismo entre españoles y
criollos” (Etchart-Douzón, 99). Hasta las invasiones, la existencia de estos dos
bandos y de sus antagonismos apenas si había sido esbozada; sin embargo, una
vez que el ser criollo se ha asociado a la nación, no importa mucho rescatar un
origen material o perfil para esta forma de identidad, sino simplemente constatar
su manifestación como una esencia nacional.
La extensión natural de esta idea es la aparición de la voluntad de
independencia. La única excepción es el manual de Fernández Arlaud, que no
coincide con la tónica general; para él, las invasiones inglesas no derivan en
ningún tipo de ideal independentista: de esta forma comienza a delinear su
hipótesis sobre la continuidad esencial entre España y la nacionalidad argentina,
que tiene su eje en la religión católica. Por otra parte, para Fernández Arlaud la
idea de independencia nacional no podría estar asociada con el libre comercio
—un origen demasiado mate- I rial—, tal como lo sostienen los libros de texto
restantes.
El último contenido al que suele aludirse es el carácter democrático de
la nacionalidad argentina, que también tendría su expres ión durante las
invasiones. Leemos entonces en el manual de Lafont que las invasiones
“tuvieron una consecuencia eminentemente democrática, al brindar al pueblo
porteño la ocasión de manifestar por vez primera su soberanía” (33); o en
Astolfi, que el Cabildo abierto del 14 de agosto es “la primera manifestación
de la democracia argentina”; y en Drago, que es la “imposición de la
voluntad popular (...) primera manifestación de la democracia argentina”
(283). La utilización del gentilicio no permite ninguna d uda sobre el carácter
incontrastablemente nacional de la democracia.

El período revolucionaría y la “nación desgarrada ”


La serie de sucesos abiertos en Mayo de 1810 marca el momento de la
definitiva consagración de la nacionalidad. Lo que hasta entonces existía en
el territorio, en la administración y en
la conciencia, se materializa ahora en la creación de gobiernos propios e
independientes. Esta situación reviste una especial importancia ya que, para
la idea moderna de la nacionalidad, la independencia estatal constituye, si
no una condición excluyente de la nación, al menos uno de los atributos
fundamentales que distingue a las naciones completas de aquellas que no lo
son del todo.13 Los diez años que van de 1810 a 1820 ofrecen, además, el
escenario por excelencia de la epopeya nacional: se observa la presencia de
un único gran objetivo que mueve todos los hilos de la historia. Aunque la
epopeya reconoce un alto grado de popularidad, y por momentos su actor
puede ser un genérico “pueblo", “criollos” o “patriotas", por lo general se
trata de actores individuales elevados a la categoría de próceres, cuyos actos
son gloriosos y transmiten su grandeza al futuro. Los lectores de los
manuales se ven limitados a rendir culto a una gran época y a cada uno de
sus actores, y a saber interpretar sus enseñanzas para poder aplicarlas en un
presente que vive el legado de una nacionalidad que no está en discusión,
pero que nunca alcanza el grado de perfección del período mítico.
Aunque el relato transita siempre sobre una clave eminentemente
político-militar, la política en sentido estricto se considera completamente
ajena al período. Con excepción del libro de Fernández Arlaud, donde los
patriotas más radicales o jacobinos son ampliamente criticados, la
denominación de “patriotas” convierte a todos los actores en los personajes
de una epopeya que se desarrolla en un único sentido posible. Esto no
significa necesariamente que los autores no adviertan la existencia de las
diferentes facciones; en este caso se recurre a una mirada condescendiente:
se trata de explicar que cada grupo buscaba el bien de la patria por caminos
que eran apenas un poco diferentes. Minimizando el sentido de los
conflictos, se destaca la causa común. En algunos textos, el gesto de
incomodidad es explícito: puede leerse entonces que las derrotas posteriores
a Suipacha se deben a que “en las filas patriotas (...) se infiltró la política,
formándose bandos de morenistas y saavedristas” (Etchart-Douzón, 120).
Para el relato de la epopeya, la política entendida como lucha de facciones
es disolvente y suele ser el origen de la derrota de la causa patriota. Por otra
parte, la idea de que la política se infiltra supone, por la ausencia de un sujeto
que la encarne, una imagen de irrupción de algo que es ajeno a la
nacionalidad y al patriotismo: ni los patriotas saavedristas, ni los patriotas
morenistas tienen estrictamente que ver con esta irrupción.
El amplio despliegue de las campañas militares, habitualmente
acompañadas por ilustraciones y cartografía, ofrece la posibilidad de
representar el momento supremo de defensa de la patria y de la exaltación
del sentimiento de la nacionalidad. Ésta es una tendencia que va de la mano
con el paulatino avance de una versión militarizada de la historia, que en la
Argentina cristaliza a partir de los años treinta. La batalla permite
materializar, mediante el lenguaje y las imágenes, la oposición que ofrece el
sentido de identidad y pertenencia: argentinos/criollos/patriotas enfrentados
a los realistas/peninsulares/españoles. Por esta razón, las escaramuzas en las
que se enfrentan unos pocos cientos de soldados mal pertrechados se
transforman en réplicas nacionales de Austerlitz o Waterloo, y los
improvisados generales son presentados como Napoleones.
La narración de los sucesos revolucionarios mantiene la imagen de
España como enemiga; no obstante, siempre se encuentra latente la
convicción más profunda de una continuidad con quien luego se convertirá
en la Madre Patria. Los conflictos revolucionarios son vistos como el
resultado de una pasajera incomprensión por parte de los peninsulares —tal
vez mal gobernados por un rey poco brillante— hacia los patrióticos anhelos
de los criollos. Esta incomprensión desaparece de los manuales en cuanto se
dobla la página de la batalla de Ayacucho. Más allá de los matices acerca del
grado de ruptura que implicó la revolución y la independencia, los textos
escolares plantean una continuidad fundamental entre el virreinato, la
revolución y la nación, basada en que, tal como se ha venido señalando, la
nación está definitivamente presente desde el pasado colonial. Así, la
revolución sólo inaugura un “fenómeno político de segregación natural, por
lo tanto, inevitable” (Astolfi, 113), una “revolución legal que puso fin a la
dominación española en nuestro país', en esa gloriosa jornada, el pueblo,
representado por sus más caracterizados vecinos porteños, reasumió su
soberanía y dispuso la cesación de las autoridades peninsulares" (Drago,
306, b/n). Luego, Fernando VII “nos declaró ‘rebeldes’ (...). Nuestro país,
ante tamaña incomprensión, declaró en 1816, su total independencia"
(Drago, 329): ruptura de la dominación española, pero a la vez continuidad
de “nuestro país" —el del autor y el de los lectores del manual— que es el
sujeto preexistente que se proclama libre.
Fernández Arlaud presenta la imagen menos habitual de los años
revolucionarios, porque se apoya en la idea de un movimiento político de
raíz hispánica, y se opone a cualquier intento de filiarla con las ideas de la
Ilustración, como es habitual en otros libros de texto:

"T res siglos de dominación hispánica conformaron la idiosincrasia de los


hombres que actuaron en los sucesos de Mayo. Estos sucesos no fueron
fruto de la improvisación, sino la consecuencia lógica de un largo proceso
de crecimiento y maduración iniciado desde el momento mismo en que
los españoles llegaron por primera vez a estas tierras” (105, b/n).

La tesis de la continuidad es necesaria para sostener s u imagen de una


nación católica: la revolución, el gran acontecimiento de la nacionalidad, no
puede ser filiado con un movimiento intelectual de corte racionalista y
mundano. Una consecuencia de esta imagen es que los gobiernos
revolucionarios nunca son asociados con la nación, sino simplemente con
Buenos Aires —a cuyos sectores más radicales desprecia— y los años
posteriores a 1810 son caracterizados como una guerra civil. El texto de
Fernández Arlaud está lejos de asemejarse a otros actualmente vigentes, que
sostienen ideas similares: sólo intenta mostrar una continuidad, basa -
da en el catolicismo, que acompaña a la nación, lo cual le permite reafirmar
la imagen de la nacionalidad preexistente. 14
La continuidad entre la colonia y la nación tiene una importante
consecuencia en la mirada sobre la cuestión territorial: si el virreinato es ya
la Argentina, entonces es legítimo que su territorio sea considerado también
argentino. Éste no sólo es un principio construido por los historiadores, sino
un argumento estatal, fundamental durante la segunda mitad del siglo XIX,
cuando el naciente estado argentino emprendió la tarea de identificar un
territorio de dominio exclusivo y excluyente; argumento utilizado también
por los otros países hispanoamericanos. La contin uidad de derechos resultó
ser el principal razonamiento frente al concierto internacional. La historia
argentina elaborada en esta misma época —y por los mismos protagonistas
de la construcción de este estado— retomó a esta razón jurídica y la consagró
como parte de las explicaciones del pasado. Durante el siglo XX, la tesis de
la continuidad de derechos jamás fue revisada y sigue siendo un importante
sostén para los reclamos de soberanía, como el de las islas Malvinas.
Cuando se pasa del argumento jurídico a la narración del pasado
nacional se encuentra rápidamente la evidencia de su naturaleza ficticia: de
la desestructuración del virreinato no nace una nación, sino al menos cuatro
—Uruguay, Paraguay, Bolivia, Argentina—, y además, parte del territorio
virreinal se reparte entre otras dos: Brasil y Chile. Tampoco estos
nacimientos son el resultado automático de la desestructuración. La solución
a este problema no es la revisión de la hipótesis, sino la creación de una
imagen complementaria que hace de la Argentina, asociada al virreinato, una
nación que ha venido perdiendo lo que, sin duda, le correspondería frente a
otras naciones: he aquí delineada la imagen de la “nación desgarrada”, nueva
lente a través de la cual, en adelante, se co nstruirá parte del relato sobre la
nacionalidad argentina:
"El territorio en el cual se desenvolvía el proceso histórico nacional había
llegado, hacia 1830, a su extensión casi definitiva.
Los 5.000.000 de kilómetros cuadrados (heredados del gobierno español en
Indias) se había reducido a 2.800.000, por el desmembramiento sucesivo del
Paraguay, el Alto Perú y la Banda Oriental. (...) la desintegración fue entonces
concluyente. Estas considerables pérdidas se agravaron con otra —en 1833—
cuya permanente repercusión jurídica y moral no dejó de crecer en
importancia: la de las islas Malvinas. (...) el territorio nacional se había
reducido en dos quintos” (Rampa, 53). 15

La continuidad atribuida entre el Virreinato del Río de la Plata y una única


nación (la Argentina) tiene su base fundamental en el territorio. Con la
revolución, el razonamiento se torna circular: dado que se ha escrito una
historia donde la identidad territorial permite la asociación entre el virreinato y
la Argentina, entonces es totalmente legítimo que el territorio virreinal sea
considerado un componente original de la nación.
La imagen de la nación desgarrada tiene varias consecuencias. La primera
es que la Argentina es una eterna perdedora de territorios frente a sus vecinos.
La segunda, que las otras naciones deben, en parte, su propia existencia a estas
pérdidas. La tercera, que hay una cierta grandeza moral en la actitud de los
argentinos, que aceptan resignados sus desgarros para asegurar la existencia de
los demás. La última, que se desprende de la anterior, asegura que si la misma
entidad como nación de los países vecinos se debe en parte a esta muestra de
buena voluntad, cualquier reclamo —en especial los limítrofes — no sólo
constituye una injusticia, sino también un acto de profundo desagradecimiento.
El desgarro y las deudas ajenas organizan la mirada sobre el Alto Perú y
el Paraguay. En el segundo caso, es notable la persistencia de una imagen que,
luego de hacer referencia a la fracasada expedición militar de Belgrano,
recuerda exultante su éxito ideológico: “los jefes y oficiales paraguayos
imbuidos en los principios liberales que los argentinos sustentaban" (Etchart-
Douzón, 123, b/n). De todos modos, en una historia donde lo militar prima por
sobre las ideas, el fracaso militar y la consecuente “pérdida” del Paraguay no
transmiten la misma dosis de heroísmo que otros acontecimientos. En
referencia al caso del Alto Perú, la sensación de derrota militar y pérdida carece
incluso de este consuelo: “El Alto Perú quedó definitivamente perdido para las
Provincias Unidas del Río de la Plata” (Astolfi, 192), o “La derrota de Huaqui
fue un desastre nacional, ya que ocasionó la pérdida de las provincias del Alto
Perú, que jamás volvieron a unirse a la Argentina" (Drago, 314). De todos
modos, siempre se destacan los esfuerzos hechos en cada una de las campañas
para liberar estos territorios del dominio realista.
El caso chileno despliega la versión más acabada del estilo
autolaudatorio, lo que acrecienta la magnitud de la deuda y las
consecuencias del desgarro nacional. A la extensión del actual estado
chileno sobre regiones consideradas parte del virreinato se suma la epopeya
de San Martín, quien ya en los años cuarenta y cincuenta del siglo XX se
había transformado en el prócer máximo de la nacionalidad argentina. Por
esa razón, la narración de los conflictos limítrofes con Chile aparecidas hacia
fines de siglo XIX tienen un cierto tono de reproche por la desagradecida
respuesta. Hasta la reforma curricular de 1979, las campañas de San Martín
merecen un capítulo especial en los textos, dedicados a detallar hasta las
menores cuestiones militares. Se trata de la expedición de un héroe o prócer
indudablemente argentino que —ejemplo de la infinita grandeza y
desprendimiento que caracteriza a esta nación —, decide luchar por la
independencia de los países vecinos. San Martín “consideraba a los países
de América como Estados hermanos. (...) esta visión continental de la guerra
contra la metrópoli constituye un rasgo del genio sanmartiniano” (Astolfi,
219): parte de la genialidad sanmartiniana habría consistido en su visión
americanista de la independencia. Lejos de hacerlo menos argentino, da a
esta nacionalidad un barniz de desprendimiento que —con la relativa
excepción de Bo
lívar, único personaje comparable— nadie puede exhibir de un modo tan
perfecto y acabado.
La Banda Oriental remite a un problema diferente, en tanto involucra a
una figura polémica como José Artigas, junto a las eternas naciones
agresoras, Gran Bretaña y Portugal/Brasil. La historia de los manuales
escolares oscila entre la incorporación de Artigas al panteón de los próceres
nacionales y su radical exclusión, en ambos casos, con argumentos
igualmente válidos desde la perspectiva del mito de los o rígenes. Esta
perplejidad puede diferenciar un libro de texto de otro, pero en general se
instala inconscientemente en el interior de cada uno de ellos: Artigas se
asocia con la Argentina cuando el conflicto se establece con los realistas y,
fundamentalmente con Portugal/Brasil, pero se transforma en un extranjero
uruguayo cuando el problema se plantea entre el caudillo y el gobierno de
Buenos Aires. Drago, por ejemplo, asegura que Artigas “defendía como el
que más la integración argentina", porque “insistía en mantener la
argentinidad, pero respetando los derechos regionales”, lo que lo transforma
en un verdadero “Héroe de la argentinidad” (372, 375, 423). Esta imagen es
compartida prácticamente por la totalidad de los manuales aunque en un tono
más moderado; por ejemplo, se abstienen de acusar al gobierno del
Directorio por lo que algunos llaman su complicidad con la invasión
portuguesa. Sin embargo, en ellos Artigas aparece también como el jefe de
un estado que, aunque no se lo dice explícitamente, es cons iderado
extranjero. La paranoia reaparece y Artigas es visto como un jefe extranjero,
agresivo y expansionista que invade y atenta contra territorios soberanos
argentinos: “. ..el Director impuso para acceder el previo reconocimiento de
la soberanía argentina en la zona dominada por Artigas” (Etchart-Douzón,
202, b/n). Rampa acusa a Artigas por su “política expansiva y agresiva”
(461).16
La mirada sospechosa sobre el Uruguay tiende a desaparecer en el
momento de la derrota de Artigas; pero el proceso de su independencia
vuelve a poner en primer plano la cuestión
británica, y especialmente la brasileña. En ocasión de la guerra de 1829,
Brasil vuelve a ser el país con la valoración negativa más consensuada y
contundente. Como ya se ha visto, esta creencia favoreció una consideración
que, desde los primeros descubrimientos europeos, ha hecho de
Portugal/Brasil un extranjero peligroso y agresivo. Son aún más duros
aquellos textos de abierta simpatía con los caudillos federales: a través del
ataque a Brasil se busca en ellos denostar además a Rivadavia. Las opiniones
sobre el Brasil no son muy diversas; por ejemplo, Etchart-Douzón acusan a
los caudillos federales por su escaso apoyo al gobierno nacional durante la
contienda: un esquema simétrico al de autores como Fernández Arlaud o
Drago, que adhieren a valores revisionistas. En ambos casos, el argumento es
el mismo: Brasil es una nación agresiva, al tiempo que la valoración positiva
o negativa sobre los personajes locales se define en relación con su aporte a
la victoria, finalmente escamoteada.
El mito de la nación desgarrada, que comienza a iluminar la historia
nacional a partir de la epopeya abierta en mayo de 1810, sienta las bases de
una mirada sobre la nacionalidad propia, dominada por la grandeza moral y
el desprendimiento. La Argentina, libertadora de otras naciones y sostenedora
de una razón histórica de indudable grandeza, aparece como el sujeto
protagónico y unívoco de un relato centrado en temas políticos, bélicos y
territoriales. Sobre esta base se recortará, en adelante, la visión que enfatizará
la sospecha sobre los otros.

Los años de la anarquía


Finalizados los años de la revolución y las guerras de independencia,
dos elementos estructuran las explicaciones y evaluaciones de los textos
sobre la época que se cierra en 1852. El primero es la idea de que la nación
se encuentra definitivamente constituida y sólo se asiste a debates y luchas
para definir su forma de gobierno; el segundo, que la defensa de esa
nacionalidad, en términos de su soberanía territorial, resulta ser un elemento
definitorio para la ponderación de los protagonistas. En esta cla
ve, los manuales siguen un camino ya consolidado por la Nueva Escuela,
consistente en la incorporación de los caudillos federales al panteón histórico,
como defensores de la nacionalidad y la soberanía. El caso más relevante y
paradigmático es, previsiblemente, el de Juan Manuel de Rosas: si bien no
siempre desaparecen las críticas por su autoritarismo o su resistencia a
organizar un gobierno nacional, todos reconocen su acción en defensa de la
soberanía. Para ello, se construye una historia del período que siempre separa
tan tajante como arbitrariamente, bajo distintos títulos, los temas políticos
“internos" —en especial los levantamientos armados — de los “externos”.
Los primeros pueden dar pie a la crítica al autoritarismo rosista; los segundos,
en cambio, permiten desplegar las razones patrióticas vinculadas con temas
que hacen a la soberanía. En el primer caso, puede h aber diferencias, dudas o
reproches; en el segundo, sólo una cerrada defensa del bien común afectado;
unos y otros apenas tienen alguna relación en estos textos.
' Este esquema aparece, por ejemplo, cuando se tratan los bloqueos
anglofranceses, y muy especialmente en relación con el tratamiento de la
batalla de la Vuelta de Obligado. Un texto claramente antirrosista destacaque
el intento frustrado de detener a los navíos ingleses que remontaban el Paraná
fue una defensa del monopolio del puerto, pero inmediatamente asegura
también que “Rosas aparece defendiendo enérgicamente la soberanía
nacional ante las pretensiones extranjeras de disponer de libre tránsito en los
ríos interiores" (Miretzky, 45). Fernández Arlaud, más favorable a Rosas,
asegura que el gobernador de Buenos Aires tenía “un concepto fuertemente
telúrico de la patria; de ahí que considerara como traición todo intento de
escisión territorial” (351), para luego concluir:

“ (...) cualquiera sea la opinión que merezca el férreo gobierno de Rosas en


el plano interno, es evidente que defendió brillantemente nuestra soberanía
contra la injusta agresión extranjera. No fue igual la actitud de algunos
ofuscados adversarios ideológicos que
se aprovecharon de las guerras internacionales para unirse a los agresores
(...) sin tener en cuenta que favorecían a las corrientes colonialistas
europeas* (363).

Sobre finales del período, otro manual que trata a Rosas con simpatía
asegura:

“(...) esta Confederación, cuyo artífice fue el gobernador de la provincia


de Buenos Aires, no se organizó por una asamblea constituyente, sino
empíricamente, o sea a través de la experiencia; y se basó en la defensa del
territorio y de los intereses nacionales amenazados por potencias europeas
(...)*

y la batalla de Vuelta de Obligado “constituye un símbolo de la defensa de


la soberanía contra la agresión extranjera* (Rama- lio, 20, 28).
El fundamento territorial de la noción de defensa de la soberanía se
impone como lente para observar los problemas con otros estados,
desplazando o cubriendo cualquier otra posible razón. Esto sucede en el
relato de la guerra contra la confederación Peruano -Boliviana. Luego de unas
breves alusiones a la actividad de algunos exiliados antirrosistas instalados
en Bolivia, se consigna como causa del conflicto la controversia por la
soberanía de la zona de Tarija. La mecánica se repite: es ahora Bolivia quien
encarna al “ambicioso vecino” (Ibáñez, 379) que pretende un territorio
argentino, lo que obliga a este último país a ingresar en la guerra: por
momentos, los textos parecen incapaces de advertir otra razón para un
conflicto que no sean el territorio y los límites. Ante la evidencia, que los
manuales alcanzan a registrar, de la escasa preocupación de Rosas por la
cuestión de Tarija, el argumento no sólo no es revisado, sino que se descubre
una nueva veta para demostrar la grandeza moral de los argentinos: “Rosas
manifestó que no deseaba posesionarse de parte alguna del territorio
considerado de su pertenencia por el país vecino”. (Ibáñez, 379), “no era
digno de la Confederación Argentina reincorporar Tarija por la fuerza"
(Ramallo, 19).
Como contrapartida de la grandeza moral vernácula, aparece la
fundación chilena de Puerto del Hambre o Punta Arenas en 1843. Este
acontecimiento es la primera manifestación concreta de la nueva perspectiva
limítrofe que, en adelante, regirá todas las consideraciones dedicadas a Chile
en los manuales escolares. No sólo se asegura que “Chile extendió su
ocupación hacia la Patagonia” (Astolfi, 336), o que procedió a la “toma” de
Punta Arenas (Miretzky, 42); también se acusa a la nación agresora de haber
aprovechado la debilidad de la Argentina, en momentos en que se producía
él bloqueo anglofrancés, para tomar posesión del estrecho de Magallanes
(Ibáñez, 403).
Aunque no se trata de una perspectiva general, sino sólo de una
observación de los autores de simpatías revisionistas, es interesante esta
derivación de la imagen de Rosas como defensor de la soberanía, en la
acusación a Urquiza por lo contrario:

‘Rosas había dominado todas las reacciones unitarias: en largos años de


dura prueba resistió los asaltos de sus adversarios y deshizo con su
habilidad los planes tortuosos de quienes pretendían disgregar el patrio
solar. Un enemigo hubo, sin embargo, contra quien Rosas se estrelló: el
Brasil, quien, en sus trabajos de disgregación territorial llegó a proponer
a Urquiza el reconocimiento de la nueva nación” (Fernández Arlaud, 454).

Nuevamente es la ambición territorial del Brasil la causa de una


desgracia local.

Las Malvinas argentinas


La cuestión de las Malvinas es un tema recurrente, porque aparece
prácticamente en la totalidad de los manuales y porque la temática, que se
abre con el virreinato, se prolonga —según diversas estrategias de
exposición— hasta el momento de la escritura de los manuales. Es, además,
el más importante de todos
los conflictos internacionales que involucran a la Argentina, no tanto por la
magnitud del conflicto —en comparación con la guerra con el Brasil o con
el Paraguay— como por su carácter insistente e inacabado. El tema Malvinas
arrastra como ningún otro la prescripción de visiones, actitudes y
comportamientos, para los autores y los lectores, en tanto miembros del
cuerpo nacional. Como sucede en todo conflicto abierto, dominan las
argumentaciones de parte, que se van haciendo cada vez más sesgadas: se
trata de justificar una situación de hecho co n argumentos que mezclan lo
emotivo con lo tenido por científico, y entre otras, se recurre también a la
autoridad de la Historia. Esta actitud es común a ambas partes del conflicto;
sin embargo, como se verá, los posibles argumentos de la otra parte son
absolutamente ignorados por la casi totalidad de los textos analizados.
Éstos parten de una premisa que en ningún momento es puesta en duda,
ni sometida a prueba alguna: los derechos de la Argentina sobre las islas son
obvios e indiscutibles. A la hora de exponer los conflictos, concurren cuatro
características del discurso de la nacionalidad: la preeminencia del criterio
territorial; la confusión entre la función de los derechos territoriales en los
estados dinásticos y patrimoniales y en los modernos estados nacionales; la
incongruencia entre el relato de los acontecimientos anteriores a 1810 y los
derechos incontrastables que España tendría sobre las islas; finalmente, la
potencialidad autoritaria de los discursos de la reivindicación territorial, que
un verdadero argentino no puede discutir.
El único manual analizado escrito en los años treinta (Lafont)
prácticamente no se ocupa de esta cuestión. La reforma de 1941 introduce el
tema como ítem obligatorio, posiblemente como consecuencia del auge de
los discursos nacionalistas antibritánicos, y del militarismo que se difunde
en estos años. Esta obligatoriedad es mantenida por la reforma de 1979, con
el agregado del clima antibritánico que antecedió y sucedió a la guerra de
1982, que a su vez originó una mayor dedicación y un lenguaje más belicoso
e inflamado, presente durante toda la década de 1980.
Prácticamente la totalidad de los libros de texto se ocupa de la historia
de las islas antes de 1810 con la intención de subrayar el origen y ejercicio
de los derechos españoles, y asegurar así la validez de los reclamos actuales
de la Argentina. Aquí se manifiesta el anacronismo ya citado respecto de los
modernos principios territoriales. Por otra parte, se manifiesta una progresiva
incongruencia entre la narración que aparece en los textos y los proclamados
derechos españoles. Al principio se trata de un relato expositivo: por ejemplo
Astolfi (55) narra los sucesivos acontecimientos hasta la expulsión
compulsiva de las islas de franceses e ingleses en el siglo XVIII, lo mismo
que Etchart-Douzón (57) un cambio, Ibáñez los describe como la expulsión
de los “intrusos” por parte de los españoles, de “nuestras Malvinas” (61),
ignorando, por ejemplo, la reserva de derechos realizada por los británicos al
ser expulsados. Luego dice: “con este último episodio, el último país quedó
en legítimo poder de las islas" (62). Es interesante advertir el deslizamiento
entre la pertenencia a España y el uso del posesivo nuestras.
En el caso de Fernández Arlaud, la cuestión de las Malvinas le permite
destacar una vez más su visión prohispánica y antibritánica: inicialmente los
españoles no se interesan por las islas, simplemente por “su ubicación”,
mientras que los ingleses y holandeses las ignoran “ya que aparentemente
carecían de riquezas codiciables” (68). El espíritu de religión y aventura
mueve a los españoles, mientras que los ingleses sólo reaccionan ante las
tentaciones materiales. De todos modos, la ocupación de parte de las islas por
los franceses en 1764 es catalogada como una usurpación sin que se
establezca ninguna razón: lo mismo dice de la ocupación británica a la cual
opone “la innegable justicia de los títulos exhibidos por el gobierno de
Buenos Aires” (68). Las razones de la innegable justicia no se exponen en
ningún momento.
Los manuales posteriores a la reforma de 1979 mantienen el tratamiento
prioritario y prescriptivo del tema. También se
trata de sostener los indiscutidos derechos de España sobre las islas con frases
como la que utiliza Rampa, “Las islas Malvinas, un descubrimiento español"
(253). En contrapartida, los que antes eran exploradores extranjeros ahora se
transforman en “piratas ingleses y holandeses" (Drago, 101).
En algunos casos —tal vez porque se advierte la es casa contundencia
de los argumentos, o quizá sólo por fuerza inercial— se suceden olvidos
significativos, como los cometidos por Drago, que afirma que luego de la
retirada francesa e inglesa se produce el reconocimiento de los derechos
españoles, o Rampa que asevera que “Los incuestionables derechos
españoles sobre la región fueron ampliamente reconocidos” (255). 17 Una de
las frases más significativas, en tanto resume buena parte de las
preocupaciones de los autores al tratar este tema, se lee en Miretzky (121):

"(...) nuestro patrimonio sobre el archipiélago de las Malvinas, en el orden


legal y hereditario, se basa sobre el derecho de prioridad de
descubrimiento, comprobado por la cartografía de los siglos XVI y XVII
y en las concesiones pontificias de 1493 y 1494".

La traslación al pasado de la identidad nacional cobra en este caso un


sentido directo, al asimilarse nuestro derecho con el descubrimiento español.
Además, se despliegan varias tesis, poco fundadas, que tienen gran fuerza en
la opinión general. En primer lugar, la prioridad debida a un descubrimiento
que en realidad, según se desprende de los mismos manuales, ni ocurrió con
seguridad ni fue seguido por algún tipo de ocupación. En segundo lugar, la
capacidad atribuida a los imprecisos mapas del siglo XVI y XVII como
elemento probatorio en un conflicto del pasado y de la actualidad.
Finalmente, la aceptación de la autoridad papal como fuente de razón y
derecho, desconociendo los innumerables conflictos religiosos que desde el
siglo XVI se vinculan con la negativa de los estados a reconocerle al papado
una autoridad universal. Miretzky, a diferencia de cualquier otro manual
analizado, dedica unas líneas para considerar los argu
mentos ingleses a los que llama “sus derechos” (122); menciona así el repudio
a la autoridad pontificia y sus propias expediciones, en particular la de 1690.
De todos modos estos argumentos son descartados y el ítem se cierra
recordando que en 1774 Inglaterra evacuó las islas como resultado de un
acuerdo con España y que “a partir de 1810 pasó a integrar el territorio de
Buenos Aires" (123). De todos modos, Miretzky no tuvo imitadores; en caso
de conflictos, la razón de los argumentos argentinos se refuerza ignorando
los ajenos.
Cuando se pasa al acontecimiento de 1833, el tono de los textos se hace
uniforme, alrededor de la idea de la usurpación. Un ejemplo basta:
-i ,

“ El derecho argentino sobre las islas es permanente, pues ellas integran


una prolongación de la plataforma continental patagónica y nuestro país
ha heredado de España los justos títulos de posesión que defiende y sobre
los cuales no hay ni puede haber ninguna duda" (Ibáñez, 378, b/n).

Historia y geografía respaldan de forma científica, neutral y


contundente los derechos argentinos y justifican la calificación de los hechos
de 1833 como una usurpación.
Luego de la reforma de 1979, la tesis de la usurpación tiene
derivaciones todavía más duras. Por ejemplo, para Rampa el título más
adecuado es: “La usurpación inglesa de Malvinas: un acto pirático", en el que
predomina “la fuerza sobre el derecho” (35). De todos modos, los argumentos
de la continuidad de derechos y de la geografía siguen siendo los mismos.
Una excepción, que matiza la imagen de Inglaterra en relación con este punto,
se registra en el manual de Miretzky (posterior a la reforma de 1979 pero
anterior a la guerra de 1982); afirma que la retención de las islas por los
ingleses es apenas “una mancha en las relaciones entre dos estados
tradicionalmente unidos por sólidos intereses comunes y una afrenta a la
soberanía nacional” (29).
La organización nacional
Para una historia construida sobre el mito nacional, el período de la
organización se transforma en el momento culminante. La nacionalidad
alcanza la totalidad de sus potencialidades a través de la organización y
consolidación del estado. Aunque el período no alcanza el grado de
unanimidad heroica de la década revolucionaria, la aparición del ideal
compartido de la nación moderna, civilizada y poderosa vuelve a colocar a
los lectores en un escenario casi mítico. El relato de un período cruzado por
feroces conflictos políticos y facciosos se reconstruye en una clave
armoniosa que ni siquiera la disputa entre Buenos Aires y la Confederación
llega a alterar del todo. El mito nacional encuentra así su broche definitivo:
la Argentina ya no es una nación más, sino una gran nación, comparable a las
más importantes del mundo, un umbral en el que no ingresa ningún otro país
latinoamericano. El énfasis que ponen los manuales en temas como el
Panamericanismo o la doctrina Drago apunta menos al reconocimiento de
una comunidad latinoamericana que a la celebración del lugar hegemónico
de la Argentina en dicha comunidad, sitio sólo comparable con el que
ocuparían los Estados Unidos.
En este contexto, se consolida definitivamente una mirada sobre los
otros construida sobre una perspectiva diplomática, atenta sobre todo a los
problemas limítrofes: las naciones extranjeras sólo son mencionadas cuando
estalla algún conflicto territorial. Esto sucede con los dos grandes episodios
bélicos del período, la Guerra del Paraguay y la Conquista del Desierto, y
sobre todo, con las constantes referencias a Chile. En contraposición, la
mirada sobre la inmigración, aunque escasa, es unánimemente positiva: los
aspectos negativos sólo se vinculan con los conflictos sociales, y en particular
con el anarquismo.18
El modelo de análisis de los conflictos internacionales es compartido: el
origen se encuentra en la agresividad y la actitud exp ansiva de los otros, a la
que la Argentina responde siempre con acciones pacíficas, respetuosas del
derecho internacional, y
en defensa de la verdad. Sólo cuando es llevada por los otros a una situación
extrema, la Argentina responde con la firmeza necesaria. Éste es el camino
propuesto para abordar la Guerra del Paraguay, aunque más allá de los
alineamientos de la Triple Alianza, las críticas se dirigen más a Brasil que al
Paraguay. Para buena parte de los libros de texto, Brasil es el responsable
directo de la guerra. En uno se asegura que Paraguay incrementó y modernizó
su ejército por estar rodeado de “naciones poderosas o expansionistas”
(Rampa, 126),19 y en otro se advierte que Paraguay se defendió del
expansionismo brasileño, mientras que la Argentina carecía de todo interés
en el conflicto y sólo intervino a causa de la ocupación de Corrientes
(Ramallo, 89). Estos razonamientos se limitan a los problemas limítrofes. La
compleja política de intereses que gira alrededor de la cuenca rioplatense y
las afinidades políticas entre grupos de los diferentes estados escapan, por lo
general, a su atención; en cambio, aflora reiteradamente la preocupación por
la integridad territorial de la nación.
Las acusaciones contra el Brasil prosiguen a lo largo de toda la guerra.
Así, su impericia a la hora de bombardear la fortaleza de Curupaytí es la causa
de los funestos resultados para las tropas argentinas; se destaca la pacífica
actitud de los argentinos, que se mantienen al margen de la acción mientras
los brasileños saquean la ciudad de Asunción. Finalmente, se insiste en la
negativa de la Argentina a sostener reclamos territoriales, según el principio
de que “la victoria no da derechos", en contraste con las ganancias del
prepotente Brasil que “impuso sus directivas y trató de obtener ventajas
territoriales, a la vez que se opuso a los reclamos de la Argentina basados en
las cláusulas de la Triple Alianza” (Ibáñez, 449). La guerra del Paraguay
subraya la imagen de una Argentina virtuosa, siempre respetuosa de los
derechos, pacífica, contraria a toda política expansiva y atenta a las reglas de
la legislación internacional, en oposición a su vecino brasileño, que encarna
todos los principios contrarios.
También es significativo el análisis de la Conquista del Desierto. Así
como los indígenas que poblaban la región antes de la conquista española
podían ser asimilados a la nacionalidad argentina por el solo hecho de ocupar
el territorio que luego sería argentino, la reaparición de la cuestión indígena
a fines del siglo XIX produce el efecto exactamente contrario: al oponerse
por las armas a la integridad territorial de la nación, poniendo en riesgo su
soberanía por su propia presencia y por las pretensiones de Chile, se
transforman repentinamente en enemigos. Los otrora “aborígenes
argentinos” pasan a ser el “cacique chileno Calfucurá” y su “horda" (Rampa,
138), junto a otros dos mil araucanos “llegados de Chile” (Rampa, 142), o
tal vez los “derrotados salvajes” (Miretzky, 157). De este modo se asegura
que

'La ciega desesperación del indio por resistir en defensa de lo que cr eían
eran sus tierras y sus derechos impuso, no obstante, enormes esfuerzos (...)
solución dura pero quizás más acorde con los tiempos que se vivían y las
necesidades inmediatas del país...” (Miretzky, 158).

Aunque ningún otro manual llega a un extremo tan recalcitrante, sin


embargo, ninguno duda sobre la legitimidad de los derechos del estado
argentino sobre los territorios ocupados por indígenas y conquistados por las
armas. Tal vez se critiquen los métodos, pero su integración a una
nacionalidad preexistente se da siempre por supuesta; se asegura:

‘La penetración chilena en el territorio patagónico, comenzada en la época


de Rosas, continuó con tendencia a transfo rmarse en una ocupación total
(...) la conquista del desierto y el rápido avance del ejército argentino en
las regiones australes afirmaron de hecho nuestra soberanía, como le
correspondía de derecho” (Astolfi. 382).
También que
S.'I

a. i “ (...) el gobierno nacional —ante la belicosa actitud de los salvajes— estaba


impedido de ejercer la soberanía efectiva sobre la actual provincia de La Pampa
y la región patagónica (...) favorecía -o ' las aspiraciones de Chile, cuyo gobierno
reclamaba esos territorios ante la falta de ocupación efectiva" (Ibáñez, 456);

o que
-M

•i ‘El éxito de la campaña permitió a nuestro país ejercer su soberanía efectiva


sobre la región pampeana y patagónica, desvaneciendo las aspiraciones
chilenas sobre ese territorio" (Ramallo, 104).

En la cuestión de la expansión militar hacia el sur se reconoce siempre un


doble problema: por un lado el de los propios aborígenes; por otro, la
presencia siempre temible de las pretensiones chilenas. “Las pretensiones de
Chile sobre parte de nuestra Patagonia habían provocado —desde tiempo
atrás— conflictos de gravedad” (Ibáñez, 472); “protestó aduciendo queéstas
eran tierras chilenas" (Etchart-Douzón, 400); “llegó a pretender el territorio
íntegro de la Patagonia” (Ramallo, 182); “Las ambiciones chilenas sobre la
Patagonia ya habían creado graves tensiones en diversos momentos”
(Miretzky, 231); “fue el punto de partida de una serie de agresiones y
expansiones ilegítimas con las que Chile demostró su deseo de extenderse
hacia el Este, a expensas de las fronteras argentinas” (Rampa, 223). A partir
de 1880 los conflictos limítrofes con Chile ocupan la parte principal y más
extensa de los apartados en los que, dentro de cada una de las presidencias,
se abordan las relaciones internacionales. La tónica es reiterada y similar;
las pretensiones del siempre expansivo Chile sobre territorios indudable e
históricamente argentinos. A esto se agrega la predisposición de la
Argentina a dirimir sus disputas por vías pacíficas siguie ndo la legalidad
internacional, actitud que contrasta con el ambicioso expansionismo militar
chileno.
De esta manera, la historia desplegada en los manuales es colares a
partir de fines de los años cincuenta construyó una imagen de la Argentina
sólida, consensuada y monolítica. Esto ocurrió más allá de algunas
divergencias, sólo menores, entre las posturas de aquellos autores más o
menos cercanos a la Nueva Escuela o el Revisionismo. Esta imagen del
pasado se correspondió con un tipo de libro de texto que t ambién perduró
por décadas sin mayores cambios. Más allá de cualquier reflexión sobre la
recepción de estos libros —un tema que no se ha investigado en este
trabajo—, este notable consenso, sumado a la perduración de los textos,
pueden ser interpretados como un indicador de la sólida implantación en la
sociedad de esta imagen del pasado, que era reproducida cotidianamente en
los rituales escolares. A partir de los años ochenta esta imagen monolítica
comenzó a resquebrajarse, como consecuencia de un conjunto diverso de
cambios, entre los que sobresale el establecimiento de un régimen político
democrático. :

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